La Hija de La Tribu - Debra Austin
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La Hija de La Tribu - Debra Austin
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Debra Austin
La hija de la tribu
ePub r1.0
Titivillus 13.07.2019
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Título original: Daughter of Kura
Debra Austin, 2009
Traducción: Pablo M. Migliozzi
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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A Dayton
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Sudeste de África, hace medio millón de años
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Los truenos puntuaban la tarde. La nube gris proyectaba verdes, amarillos
y púrpuras sobre la extensión de tierra azul que había delante. Cubiertos de
tierra, los kinanas escogidos al azar iban llenando la cesta a medida que las
sombras se alargaban con inclemente rapidez. «Todavía queda tiempo —
pensó al meter el último kinana—. Todavía queda tiempo para volver a casa
antes de que oscurezca». Al coger el asa de la cesta, una piedra saltó desde un
elevado matorral, y ella dio un respingo. ¿Un enorme roedor de dientes
afilados? ¿Un lobo destripador de búfalos? ¿Un extraño armado con una
lanza? Sin quitar la vista del matorral, se irguió lentamente, sosteniéndose
sobre las puntas de los pies. Pasaron unos pocos segundos, una eternidad
insoportable.
El matorral se agitó. Un animal ocre de garras curvas y colmillos
amarillos se le echó encima. La invadió el pánico, cada músculo tenso en
erupción. Lanzó un rugido, lanzó la cesta al leopardo con la mano izquierda y
levantó el palo de cavar por encima de su cabeza con la derecha. La pesada
cesta se estampó contra el animal y contuvo su embestida, los boniatos
volando en todas las direcciones. Las zarpas no acertaron a despedazarle la
garganta, pero ella sintió un desgarrón en el brazo izquierdo mientras le partía
el palo en la cabeza. El leopardo se tambaleó y retrocedió, gruñendo y
sacudiendo la cabeza, como perturbado por múltiples visiones de una presa
inesperadamente feroz.
Ella volvió a rugir, blandiendo con mano temblorosa un fragmento afilado
de su palo de cavar. La sabana había desaparecido; sólo veía al leopardo, sólo
oía su propia áspera respiración y los latidos de su corazón. El felino daba
vueltas en círculos, lentamente, los ojos clavados en su garganta, las fosas
nasales hinchadas ante los hilos de sangre que descendían por su brazo. Ella
parpadeó, y el leopardo volvió a abalanzarse. Dio un salto hacia la izquierda,
y lanzó una estocada al animal con su lanza improvisada. El palo puntiagudo
le desgarró el lomo, y ella lo extrajo rápidamente antes de que volviera a
partirse. El leopardo se revolvió, gruñó a la lanza ensangrentada y se
escabulló en el matorral.
Con un ojo en la loma y sin soltar el palo, inspeccionó el tajo que le abría
el brazo desde el hombro hasta el codo. La sangre le empapaba el vello y caía
sobre el último agujero que había cavado. El olor era intenso, como la orilla
húmeda de un río con una capa espesa de musgo, el inconfundible olor de una
herida. «Las hienas lo olerán —pensó—, por muy lejos que estén». Echó un
vistazo a la loma, al matorral, al horizonte, en busca del reflejo de un ojo, de
cualquier movimiento que no fuera producto del viento. Temporalmente
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satisfecha, volvió a ocuparse del problema de la sangre. «No puedo
desperdiciar el agua potable para limpiarla», pensó. Así que quitó la tira de
piel de cebra de su bolsa de agua, juntó los bordes de la herida y se ató el
brazo, sujetando un extremo de la tira con los dientes mientras hacía el nudo.
En ese momento le llamó la atención el sonido de unas ramas que se frotaban
entre sí, y un momento después la distrajo el vuelo de un ave rapaz.
Finalmente, la hemorragia se redujo a un goteo en los extremos del corte.
Echó tierra con el pie sobre la sangre derramada y se limpió el brazo con la
lengua lo mejor que pudo. Con hienas o sin ellas, tendría que quedarse así.
Tras un último vistazo alrededor en busca de alguna señal del leopardo,
recogió los boniatos desparramados y echó a correr hacia el norte por el lecho
seco del río, mirando a intervalos por encima del hombro.
Por el cauce apenas corría una brisa, y no tardó en tener la espalda, la cara
y el pecho empapados de sudor, pese a que las sombras en las partes más
profundas del lecho la hacían tiritar. Los bordes del río seco también
limitaban su visión, pero sabía que ese suelo plano y compacto le permitía
correr mucho más rápido que la hierba seca de la sabana, en donde un agujero
inesperado podía hacer que se rompiera una pierna, o enviarla al interior de
una cueva dando tumbos. Por mucho que conociera todo el territorio de Kura
y sus alrededores, un nuevo agujero podía aparecer de la noche a la mañana, y
por eso decidió no apartarse del río.
Un gemido lejano del viento le recordó el alarido de una hiena. Una
sombra depredadora la perseguía, y el ritmo de su trote se aceleró hasta que
reconoció la fuente de la sombra: una nube pasajera. Como unas ascuas
encendidas, el dolor ardía bajo el improvisado vendaje, y cada latido era una
punzada contra la tira de piel. A modo de distracción, empezó a contarse a sí
misma las historias tradicionales de Kura que algún día ella misma contaría
en las fiestas, cuando se convirtiera en la Madre de Kura como su madre y la
madre de su madre.
Empezó con su favorita, acerca de la Madre que varias generaciones atrás
tejió la primera cesta de caña para poder llevar comida a una niña herida. En
su imaginación siempre daba a su propia madre el rostro de la heroína de la
historia, y su propio rostro era el de la niña herida. La siguiente historia la
había asustado terriblemente una vez durante una oscura noche de invierno:
rocas calientes como el fuego se desprendían de una montaña y destruían un
pueblo. En esta historia, su hermano de ocho años y su hermana de cuatro se
convertían en los niños rescatados por su hermana mayor, que los llevaba a un
elevado peñón de granito. Para cuando llegó a la historia de la Madre de
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antaño que dejó a su madre el refugio en Panda Ya Mto y construyó el primer
refugio en Kura, su dolor había empeorado, aunque su ánimo había mejorado
un poco. Mientras corría, una idea bullía en sus pensamientos. Todas esas
historias hablaban del cambio —un cambio significativo y remoto—, pero su
propósito era lo contrario: preservar la tradición, transmitir los recuerdos,
explicar cómo ocurrieron las cosas. «Recordad lo que ocurrió antes —decían
—. Probablemente volverá a ocurrir».
Mantuvo la vista fija en la nube achatada que se dirigía hacia el sur. Para
cuando salió del cauce del río y giró hacia el este para subir gateando por una
cresta dentada blanca y gris, el nubarrón se había expandido por casi todo el
cielo y gruesas gotas esporádicas levantaban diminutas nubes de polvo a sus
pies. El rugido lejano parecía acercarse, y percibió un olor ácido y
desconcertante que le recordó al de las agujas aplastadas de los pinos. La
hierba alta dio paso a una zona de arbustos dispersos, y el suelo se volvió más
duro, con tramos de pedregales que entorpecían su marcha. Cuando se detuvo
para beber un trago de agua, las sombras de las rocas de la meseta se
extendieron hacia el este como puños gigantes en alto, y vio a un felino que se
escurría por una grieta cerca de la cima de la cumbre, y varias piedras que
rodaban a su paso.
A pesar de las punzadas en el brazo y las piernas agarrotadas, la alarma
aceleró su paso. Sobre un terreno plano, sin heridas ni fatigas, ella era capaz
de perseguir a una gacela hasta que el animal quedara exhausto, pero hoy su
rapidez distaba mucho de la de una gacela. Mientras apuraba el paso, el
leopardo emergió de la maleza y escaló el terreno accidentado, pero ella
contaba con la ventaja de un suelo más llano y mantenía una buena distancia
de su perseguidor. Al final de la cresta, la meseta de piedra caliza iba
transformándose en una llanura que se extendía hacia el norte, en dirección a
Kura, y ella estimó que podría llegar a un refugio antes de que oscureciera si
conseguía eludir al felino. Un destello seguido de un rugido la sobresaltaron,
y las gotas esporádicas se convirtieron en una llovizna constante que tornaba
resbaladizo el fino polvo gris rojizo.
Ahora cada respiración le desgarraba el pecho. Sus ojos buscaban el
camino más corto y el asidero más seguro. Sus oídos filtraban todos los
sonidos excepto los suaves chirridos de las rocas que rozaban unas contra
otras detrás y encima de ella. Le escocía la nuca. Finalmente, la pendiente a
su izquierda se redujo hasta dar paso a una maleza amarillenta que le rozaba
hasta los muslos y, tras echar un vistazo atrás, giró hacia el norte, para ver al
leopardo en ese preciso instante encaramado a la rama inferior de un árbol,
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justo encima de ella. Unas piedras redondas bajo sus pies la hicieron caer de
bruces. Los kinanas echaron a rodar por todas partes, y la escasa agua que le
quedaba se derramó. Sin aire en los pulmones, se incorporó sobre las manos y
las rodillas, incapaz de emitir un sonido.
Por encima del hombro alcanzó a ver las manchas negras del pelaje rojizo
del leopardo reluciendo con el último rayo horizontal de la puesta de sol, al
tiempo que volcaba su peso de un lado a otro sobre sus garras. Una explosión
de energía, salvaje e inducida por el terror, hizo erupción en su pecho y
recorrió su cuerpo hasta las yemas de los dedos. Una boqueada de
desesperación inundó sus pulmones de aire e intentó ponerse en pie, pero
antes de conseguirlo volvió a caer al suelo, ciega y ensordecida por un golpe
con la fuerza de una erupción volcánica.
Al cabo de un rato sintió la lluvia sobre sus párpados cerrados, y abrió los
ojos. Ninguna herida nueva, la puesta de sol seguía allí, y el aire parecía más
fresco. Su brazo herido tenía el mismo aspecto, y la caída sólo le había dejado
magulladuras en manos y rodillas. Adherido a la piel por la lluvia, su pelo
estaba demasiado mojado como para erizarse. El árbol en que el leopardo se
había estado preparando para atacarla ardía bajo la lluvia y despedía una nube
de vapor y humo. Un cadáver ennegrecido colgaba sobre una de las ramas que
no se habían quebrado. Estremecida, expresó su alivio con un sonido como de
agua vertida de una jarra dada vuelta. Recogió su bolsa de agua, metió los
boniatos dispersos en la cesta, y echó a correr hacia el norte en la creciente
oscuridad, tan rápido como se lo permitían el dolor y el miedo.
A medida que menguaban la lluvia y la luz, descubrió un camino familiar
y allanado. Sus piernas recuperaron algo de fuerza y la cesta se hizo más
ligera, y aceleró el paso. Pronto aparecieron las blancas cumbres del peñasco
de piedra caliza de Kura, jalonada en su vertiente sur por hogueras color
azafrán. Cuando consideró que ya estaba lo bastante cerca, anunció su llegada
con un sonido bajo y reverberante, como el de una lechuza particularmente
persistente y de voz grave. Una silueta alta y oscura emergió de uno de los
refugios más altos, encaramada sobre una roca, y miró hacia donde estaba
ella. Ella reconoció a su hermano Porrazo, más alto que hacía dos años, con
una barba muy larga y el pelo trenzado al estilo de la gente de Panda Ya Mto.
Ella lanzó un chillido a modo de saludo y echó a correr subiendo la cuesta, el
dolor y el cansancio olvidados por completo.
Él se detuvo a pocos metros de ella y empezó a hacer los ademanes de
respeto que solían hacer los hombres que regresaban a la aldea tras su viaje de
verano. Ella se rió, dejó caer la cesta y el palo, y lo tomó por la cintura con su
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brazo ileso, mezclando sonidos de alivio y bienvenida a la manera de un río
que canta de alegría. Se separaron, y ambos empezaron a gesticular al mismo
tiempo. Dos pares de manos que volaban y formaban palabras con los dedos,
con algún sonido ocasional para expresar emoción.
—¡No seas tonto! —dijo ella con señas—. No tienes que actuar como si
estuvieras aquí por el Enlace, no puedes elegir a una compañera en tu aldea
natal.
—Golpe, ¿qué le ha pasado a tu brazo? —dijo él haciendo señas al mismo
tiempo—. Lavemos esa sangre antes de que un león venga a por ti.
Finalmente, el torrente de palabras disminuyó y cada uno empezó a
prestar atención a las señas del otro. Porrazo recogió la cesta y el palo roto de
Golpe, y ambos caminaron hacia el río de Kura, donde ella podría lavar su
herida.
—Estás tan alto como un rinoceronte blanco. Un mercader dijo que te
habías ido con la gente de Panda Ya Mto. La mitad de los hombres de ese
ukoo deben de haber nacido en Kura. ¿No deberías estar allí para el Enlace?
¿Qué estás haciendo aquí?
—Primero cuéntame tu historia —dijo él con una mano—, y luego te
contaré la mía.
Ella contó la historia del leopardo que la había atacado agitando las
manos, y Porrazo emitió un ruido sordo desde el fondo de su garganta en
señal de asombro e incredulidad. Cuando ella llegó a la parte del rayo, él aulló
estupefacto, y luego gorjeó en señal de alivio. Pasaron por el nacimiento del
río de Kura, donde éste brotaba desde la piedra caliza justo debajo de la aldea,
y siguieron su curso borboteante por una estrecha quebrada. Golpe alargó la
mano y hurgó en los rizos de la barba de su hermano.
—Bonita barba. Cuando te fuiste, en la cara sólo tenías pelo de conejo.
Porrazo la miró de soslayo, como intuyendo el sarcasmo. Se irguió con
aparente tranquilidad mientras seguían caminando. Ella examinó
detenidamente a Porrazo en el atardecer. Ha crecido, pensó, y su barba
impresiona más que antes. Intentó evitar fijarse en sus genitales ya adultos,
recordándose a sí misma que era el mismo hermano mayor que le había
enseñado a llevar las gacelas hasta los cazadores, que le había ayudado a
revisar las trampas cuando no le tocaba, y que incluso había compartido la
comida con ella. Después de sus dos años de ausencia, sus sentimientos la
desconcertaban: se sentía extrañamente maternal, con un asomo de las
emociones que le provocaban los hombres mayores.
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En un punto en el que la corriente fluía más lentamente y se ensanchaba
en una charca, Golpe se desató el brazo, entró andando en el agua y sumergió
el brazo. La sangre floreció en el agua mansa como una enorme amarilis rosa.
Golpe imaginó el agua manchada de rosa fluyendo río abajo, más veloz tras
pasar por debajo de la piedra caliza de Nura, en el tramo donde las hienas
tenían sus guaridas en las orillas, y más lenta en la llanura, donde los
cocodrilos imitaban a los troncos flotantes, rumbo al río Kijito, a tan sólo una
mañana de distancia camino al sur, y deseó que nada viniera siguiendo el
rastro de la sangre.
Mientras se limpiaba, Porrazo le contó sus experiencias desde que había
partido de Kura. Dos inviernos atrás, la aparición de su barba adulta lo había
obligado a dejar la aldea en primavera con otros hombres para pasar el verano
viajando, cazando y haciendo trueques. Al no poder escoger una compañera
en el ukoo de su madre, esperó encontrarla en uno de los ukoos vecinos
durante el festival de Enlaces de otoño, pero, desafortunadamente, las mujeres
de Panda Ya Mto y Jiti lo encontraron demasiado joven y escasamente dotado
de herramientas, carne y habilidades para la caza. Pasó el invierno en una
tregua precaria con otros hombres solteros en un refugio improvisado cerca
del Kijito.
Al verano siguiente, Porrazo tuvo más éxito con la caza y el trueque. En
otoño ofreció mejores regalos a las mujeres atractivas, y consiguió que se
interesara por él una llamada Rocío, de Panda Ya Mto. Estaba sana, era un
poco mayor que Porrazo, de rango medio y no tenía hijos vivos, y cuando se
celebró el festival de Enlaces de Panda Ya Mto eligió a Porrazo. Rocío le
había trenzado el pelo y la barba como se llevaba en su ukoo, y le había
enseñado los sonidos guturales que le identificaban como miembro de Panda
Ya Mto. Mientras su hermano describía a Rocío, Golpe se dio cuenta de que
él tenía una erección parcial y que parecía distraído, contento y un poco
alelado, un aspecto similar al que había tenido la primera vez que le fue bien
de cacería.
—¿No piensas regresar este otoño? —Ella hizo una mueca mientras
arrancaba un coágulo de sangre de su brazo, y la herida volvió a sangrar a
borbotones.
—Claro. Pero este verano conocí a alguien interesante, y lo he traído aquí
de visita. Regresaré a Panda Ya Mto con antelación para el Enlace.
Golpe frunció el entrecejo, con lo que su arco superciliar se hizo más
prominente.
—¿De dónde es él?
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—De muy lejos, del poniente. Se llama Bapoto.
Ella resopló.
—¿Es que su madre no le dio un nombre de verdad?
Los de Kura llamaban a todos los niños «Bebé» hasta que llegaban a la
cuarta primavera, cuando recibían un nombre de Kura, una seña que refería a
un tipo de sonido habitual. El nombre Bapoto, en cambio, no significaba
nada; no señalaba nada que ella conociera.
—Allá tienen diferentes clases de nombres.
Ella terminó de lavarse el brazo y enjuagó la venda improvisada que había
usado para atárselo, y él la ayudó a envolverse la herida otra vez. En los
alrededores, los sepias y los beis habían mudado en negros y grises, y ambos
escrutaron las sombras en su camino de vuelta a los refugios.
—Ahora soy una mujer. Ya puedo escoger un compañero de invierno en
la fiesta de los Enlaces.
Él asintió.
—Muy bien, ya era hora. Sin duda estás hecha una mujer.
Golpe se preguntó si su hermano también intentaba evitar fijarse en ella.
—¿Algún interesado?
—En el refugio de los hombres ya hay más de una decena de hombres,
recién llegados de su viaje de verano. Todos ellos traen regalos para Gorgeo,
ya que es la Madre de Kura, pero hace tiempo que ella no elige a un
compañero de invierno. Silbido recibe regalos de la mayoría de los hombres,
pero siempre elige a Suricata. A mí no me toca nada. —Intentó dar la
impresión de que estaba satisfecha con los regalos para su abuela y su madre,
pero su hermano, que la conocía demasiado bien, le palmeó el hombro.
—El próximo otoño habrá más. Los hombres no quieren ser elegidos por
la mujer de rango más bajo de la casa.
Golpe pensó que él estaba siendo condescendiente y le dio una patada
para recordarle quién de ellos sería la Madre algún día.
La incipiente luna llena asomaba mientras se acercaban al refugio de
Gorgeo. El refugio estaba en lo alto del peñón de Kura, orientado al sudeste,
mirando al río Kijito. Al igual que los otros refugios de Kura, sus paredes
eran blancas y de piedra caliza, moldeadas en parte por la naturaleza y en
parte por las generaciones de ocupantes. El tejado estaba hecho de pieles de
antílope atadas entre sí con tiras de cuero. Reparado y arreglado varias veces,
el refugio parecía una prolongación de la montaña, una guarida aborigen para
protegerse de las tormentas de invierno y los aguaceros.
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Golpe chilló suavemente para anunciar su llegada, y una mujer salió por la
puerta de piel con un bebé colgando de una tela a la altura de la cadera. A sus
treinta años, Silbido ya no era hermosa, pero era casi tan alta y fuerte como
Porrazo. Sus ojos grandes y serenos eran de un verde extraño y estaban
abiertos de par en par, como los ojos de un búfalo, y ella solía andar con los
hombros caídos, como si pudiera ocultar su estatus alto disimulando su
tamaño. Encaramado en la cadera de su madre, el bebé cacareó una especie de
saludo y extendió la mano a Golpe, moviendo los dedos en una imitación
aceptable de la seña que refería a su nombre.
Silbido los saludó con un chillido, acarició la oreja de Porrazo con la nariz
y le hizo un gesto para que entrara en el refugio. Al volverse hacia su hija
mayor para dedicarle la misma caricia con la nariz, le llamó la atención el
vendaje improvisado de Golpe.
—Golpe, ¿qué le ha pasado a tu brazo? ¿Y qué haces fuera a estas horas?
Llevamos casi todo el día oyendo a las hienas.
—Topé con un leopardo cuando regresaba a casa, pero no te preocupes;
no me ha seguido.
Silbido sacudió bruscamente la cabeza hacia delante y atrás con un gesto
risueño. El bebé se retorció mientras ella echaba un vistazo bajo el vendaje de
Golpe.
—¿Hace falta lavarla?
Golpe negó con la cabeza.
—Porrazo y yo ya bajamos al río. El corte es profundo pero está limpio, y
ha dejado de sangrar.
Después de inspeccionar la herida, Silbido se irguió.
—Porrazo ha traído a un viajero de tierras remotas, y dos conejos. Parte
de la carne es para ti, si es que todavía queda algo.
Golpe entró con su madre en el refugio. Un fuego que ardía en un círculo
de piedras iluminaba una habitación de forma irregular, colmada de un humo
que era incapaz de encontrar su camino hacia la trampilla del tejado o salir
por la hendidura de la ventana. En un nicho de la pared del fondo había pieles
enrolladas en las que dormían su hermano menor, su hermana menor y su
abuela Gorgeo. Su cuello y espalda se relajaron con los olores familiares:
niños y mujeres sin lavar, humo, carne asada, el estercolero cercano. Sin
embargo, percibió un olor masculino desconocido que le erizó los pelos de la
nuca.
Porrazo estaba sentado cerca del fuego con un hombre al que Golpe no
conocía. Los dos estaban hablando con señas veloces, y Porrazo se echó a
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reír. El hombre era alto y ancho de hombros, casi tan grande como Porrazo.
En lugar de uno de esos peinados elaborados tan comunes, el visitante llevaba
su pelo canoso cortado al rape. Golpe pensó que tenía los ojos demasiado
juntos y que sus fosas nasales eran demasiado estrechas, como una cobra
astuta, y se preguntó qué hacía aquel hombre mayor tan lejos de su casa.
Silbido les saludó con un chillido suave. Los hombres se pusieron de pie y
saludaron a las dos mujeres con los gestos respetuosos reservados para las
mujeres de su rango: hija y nieta de la Madre de Kura. Silbido se dirigió al
nicho de la despensa, situado en la pared de la izquierda, y empezó a rebuscar.
El forastero apoyó las manos a ambos lados de su cara, las palmas hacia
fuera. Golpe hizo lo mismo y lo saludó con un chillido apagado.
—Éste es Bapoto, de Kao —dijo Porrazo con señas—. Ésta es mi
hermana Golpe, de Kura.
Cumplidas las formalidades, ella recibió de su madre un cuenco de
madera con una porción de conejo asado y varios frutos agrios de baobab. Dio
las gracias con una mano, se sentó en cuclillas junto al fuego y empezó a
comer, lanzando alguna que otra mirada esquiva al visitante. Silbido indicó a
los hombres que volvieran a ocupar sus respectivos sitios junto al fuego, y
ellos se sentaron y retomaron la conversación, sin reparar en las miradas
subrepticias de Golpe. Golpe había tenido la ocasión de encontrarse con la
mayoría de los hombres recién llegados que venían a presentar sus respetos a
Gorgeo, y casi todos ellos habían tenido cuando menos una erección
transitoria en presencia de ella, pero éste, advirtió Golpe, no la tenía. Cuando
Porrazo acabó de contarle una historia, Bapoto se volvió hacia Golpe.
—Porrazo dice que hoy te hirió un leopardo —gesticuló Bapoto.
Ella asintió sin dejar de masticar. Le dolía el brazo, estaba cansada y
hambrienta, y ya le había contado la historia a Porrazo. Si el forastero hubiese
sido uno de los recién llegados, uno de esos hombres con perfumes
fascinantes, quizá la habría vuelto a contar, pero no a ese barbicano.
—¿Y al leopardo lo mató un rayo?
Ella asintió nuevamente. Bapoto emitió un silbido bajo, trémulo, un
sonido que a Golpe no le dijo nada.
—Puede que el espíritu del leopardo haya penetrado en tu herida. Debes
tener cuidado.
—¿Qué es el «espíritu»?
Él volvió a emitir un sonido extraño y habló con señas:
—El alma del leopardo. Lo que habita en el interior durante la vida, y se
une a la Única después de la muerte.
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«Alma» tampoco era una seña que Golpe reconociera.
—He limpiado la herida, y no queda nada del leopardo ahí dentro.
Se volvió hacia su madre y enarcó una ceja. Silbido la miró como
diciendo «Sé amable». Ella volvió a concentrarse en chupar los restos de
carne entre los huesos de conejo.
—Ya es de noche —gesticuló Silbido—. Será mejor que os marchéis al
refugio de los hombres; de lo contrario, Suricata vendrá a buscaros y no creo
que sea eso lo que queráis.
Suricata, el hombre al que Silbido había escogido cada otoño en la
ceremonia de Enlaces desde que Golpe tenía memoria, insistía mucho en lo
que dictaba la tradición sobre las visitas de miembros del sexo opuesto al
anochecer.
Los dos hombres se despidieron con gestos educados, recogieron sus
morrales y salieron por la puerta de piel. A través de la hendidura de la
ventana, Golpe siguió con la mirada a su hermano y al forastero de cabeza
esquilada mientras bajaban la pendiente a la luz de la luna rumbo al refugio
de los hombres.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Golpe, mientras chupaba los
huesos de conejo.
—¿Quién? ¿Bapoto o Porrazo? —Silbido se puso en cuclillas junto a su
hija, sacó unos hilos de una cesta y empezó a trenzarlos formando una cuerda.
—Los dos. Porrazo debería estar en Panda Ya Mto para asegurarse de que
nadie más se fije en su mujer, si quiere que ella vuelva a elegirlo este
invierno. Y ese viejo pretencioso haría bien en pensar dónde va a pasar el
invierno. No creo que ninguna de las mujeres de Kura se interese en alguien
tan extraño.
Silbido cogió un hilo enredado de unanasi, con los ojos entrecerrados.
—Es diferente, sí, pero Porrazo dice que sus ideas extrañas hacen de
Bapoto un buen cazador. De hecho, Porrazo cree que una de las mujeres de
Kura elegirá a Bapoto.
Golpe observó la sombra de Silbido que parpadeaba detrás de ella sobre la
piedra caliza; por momentos parecía sólida y familiar, y al instante se
desfiguraba en una forma retorcida y disparatadamente desconocida. Con una
sensación de desconfianza, empezó a hacer crujir los huesos de conejo. No
creía que unos gorjeos extraños pudieran convertir a alguien en un mejor
cazador, y la idea de que una parte del leopardo pudiera haberse quedado
dentro de ella y suponer algún peligro era sencillamente repugnante. Pero
seguramente ese viejo raro pronto se iría. ¿Verdad que sí?
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apretaba más, y se lo aflojó varias veces. Cuando llegó el turno de vigilar de
Gorgeo, Golpe todavía seguía sin esperanzas de dormir, así que no la
despertó.
Los primeros haces de luz revelaron un brazo el doble de grande, con la
piel quemada alrededor de la herida. Algo había empapado el pellejo de
antílope, que ahora estaba duro y sucio. Tan pronto como Golpe oyó en el
interior los ruidos de la gente que se levantaba, empezó a bajar hacia el río
para lavarse el brazo otra vez. Le costaba mantener el equilibrio, y arrastraba
los pies para permanecer recta. Los refugios por los que pasaba parecían
borrosos, incluso desconocidos, y se detuvo dos veces para comprobar si
había tomado el camino correcto. En el río enjuagó la tira de piel y se lavó la
herida, atenta al despertar de la sabana, en busca de señales de hienas o
leopardos. La brisa era fresca y olía a cambio, inquietud y oportunidad.
Mientras regresaba ascendiendo la cuesta, los cenicientos colores del alba
mudaron en los marrones y verdes de la mañana, y ella pudo oír el bullicio de
la gente en los otros refugios. Al llegar al refugio de Gorgeo, su extraña
sensación de irrealidad había disminuido. Los pinchos con trozos de boniato
ya estaban siseando sobre el fuego recién avivado de la uwanda, y allí estaba
sentada Silbido amamantando a Bebé. En el refugio se oía a su hermano y
hermana chillando y aullando con las primeras risas de la mañana. La extraña
confusión de Golpe desapareció por completo. Saludó a Silbido con un
chillido suave y fue a levantar la puerta de piel, y por poco no acabó tumbada
en el suelo ante la salida impetuosa de Susurro, de ocho años, y Chasquido, de
cuatro, que se lanzaron a una carrera enloquecida, ululando de modo
estridente, como si tuvieran sus propios asuntos urgentes que atender. Cuando
Golpe entró en el refugio, Gorgeo estaba metiendo las pieles de dormir en un
rincón del nicho. La anciana se incorporó y se volvió hacia su nieta.
—Silbido dice que te duele el brazo —le dijo con señas, sus dedos
nudosos con la rigidez de la mañana.
Golpe la saludó con las palmas abiertas y un respetuoso ronroneo, y
asintió con la cabeza. Gorgeo le indicó que se sentara sobre una de las pieles
enrolladas. Con un gruñido, la anciana se apoyó sobre sus rodillas viejas y
deformadas, cerca de su nieta. Las manos callosas desataron el vendaje y
tantearon la herida. Golpe reprimió un gemido; los dedos de Gorgeo le hacían
daño, pero ella quería la ayuda de su abuela. Esa anciana diminuta de pelo
ralo y canoso a la que le faltaban unos cuantos dientes y siempre andaba con
la cabeza gacha, era la decimoquinta Madre de Kura, y su conocimiento sobre
las heridas superaba al de cualquier miembro de la aldea.
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—La hinchazón podría evitar que se cierre la herida. Déjate el vendaje,
pero no lo aprietes mucho. Hoy descansa y come. —Golpe asintió de nuevo, y
Gorgeo resopló molesta mientras le aplicaba un vendaje seguro en el brazo—.
¿Por qué te tenía que ocurrir esto justo antes del Enlace? Los solteros no te
harán ningún regalo cuando vean esto.
Golpe se apoyó contra la piel enrollada, una bolsa de agua a su lado y el
brazo inmóvil pegado al cuerpo, mientras Gorgeo salía con su pesada cesta a
cuestas. Desde fuera llegaba el alboroto de la gente que atendía sus
ocupaciones. Un cuervo se posó sobre el tejado, la miró a través de la cortina
de humo y se puso a picotear en el borde del techo de piel. Ella lo ahuyentó
con un siseo, y él respondió con un graznido despectivo. Sus alas golpearon el
techo mientras echaba a volar, un rato de distracción bienvenido para no
pensar en su brazo palpitante. Silbido entró en el refugio y metió a Bebé, que
estaba profundamente dormido, en su cesta. Golpe oyó a Porrazo ulular allá
fuera, un saludo típico de Panda Ya Mto, y los chillidos a modo de saludo con
que Gorgeo y los niños le respondieron. Al instante, Porrazo y Bapoto
pasaron por debajo de la puerta de piel y saludaron a Silbido y, después, a
Golpe. El viejo traía un bulto apenas envuelto bajo el brazo, y a Golpe le
molestó un poco que pareciera más interesado en contemplar los objetos del
refugio que a las mujeres que allí vivían. Su hermano traía un bulto enorme
comprimido y atado sobre los hombros, y se balanceaba de puntillas mientras
hablaba con señas.
—Me voy a Panda Ya Mto. Tengo algunas cosas para Rocío, y hoy el
otoño se respira en el aire.
Silbido zumbó de satisfacción.
—Buena suerte en la fiesta de los Enlaces, Porrazo. Rocío parece perfecta
para ti.
—Gracias —zumbó Porrazo a modo de respuesta, feliz de contar con la
aprobación de su madre—. Bapoto se quedará en el refugio de los hombres
hasta el Enlace. Gorgeo le ha dado permiso.
Silbido asintió con la cabeza. Golpe advirtió que Bapoto ahora se fijaba en
Silbido. ¿Qué veía? ¿Una compañera, una aliada, una víctima?
Porrazo se volvió hacia su hermana.
—¿Cómo está tu brazo hoy?
—Peor. Gorgeo me ha dicho que descanse.
Bapoto miró el enorme brazo de Golpe y se dirigió a Porrazo.
—Un curandero podría ser de gran ayuda.
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La seña que usó para «curandero» era desconocida para Golpe, pero
Porrazo pareció comprenderla.
—Quizá. Hablemos con Gorgeo. —Los dos hombres saludaron a Silbido
y volvieron a salir.
Golpe desenrolló la piel de dormir y la estiró junto a las cenizas del fuego
de la noche anterior. Enseguida oyó el siseo de Gorgeo, que normalmente
utilizaba para espantar a pequeños animales y niños, y luego la anciana entró
en el refugio dando fuertes pisotones, los labios fruncidos y los ojos
entornados.
—Porrazo se ha marchado a Panda Ya Mto. Te presenta sus respetos —
dijo con señas a Silbido—. Bapoto se quedará en el refugio de los hombres
hasta el Enlace. Le pregunté si regresará a Kao antes de que empiecen las
lluvias, pero él enseñó los dientes y me dijo que Kao era el pueblo de su
madre. En fin, en esta época es tradición aceptar a todos los extranjeros.
Golpe apartó la vista de su brazo derecho.
—¿Qué te preguntaron?
—En el pueblo de Bapoto existe una especie de ceremonia para los que
están enfermos o heridos, y me preguntó si podía realizarla para ti. No es
nuestra costumbre, y le dije que no.
—¿Qué daño podría hacer? —preguntó Golpe.
Gorgeo removió el fuego y añadió otro tronco, sus labios finos más
arrugados de lo habitual.
—Nuestras fiestas nos unen y evitan discordias. El Enlace celebra el fin
de la cosecha y la llegada de la madurez para las niñas que se han convertido
en mujeres, y da la bienvenida a los hombres que llegan al ukoo para pasar el
invierno. El Nombramiento celebra la llegada de la primavera, y el final de la
niñez y el comienzo de la infancia para los que han cumplido cuatro
primaveras. Cada persona tiene su ceremonia, y cada persona es homenajeada
a su debido tiempo. No tenemos ceremonias para alabar la desgracia o la
muerte, y no las necesitarnos.
Golpe ronroneó con respeto y volvió a apoyar la cabeza en la piel de
dormir. Mientras su mente vagaba en una vigilia a medias, veía a Silbido tejer
una cuerda, prestando atención con el ceño fruncido a las hebras escurridizas
que se negaban a integrarse.
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probaba los frutos de marula perfectamente maduros que Susurro recogía.
Cada día Bapoto acudía de visita, presentaba sus respetos y entregaba a
Silbido un pequeño regalo, elogiaba los cuidados que Gorgeo aplicaba en el
brazo de su nieta y se ofrecía a realizar la ceremonia de curación. Silbido
aceptó un ave, dos lagartos, un damán y un pequeño cuchillo de piedra, pero
Gorgeo se mantuvo inflexible y siguió oponiéndose a la curación.
Al sexto día, el sol del otoño entró oblicuamente en el refugio por la
rendija de la puerta de piel, pero Golpe no sintió su calor. Envuelta en pieles
de dormir, tiritaba y gemía en un infierno a medio camino entre el sueño y la
vigilia. Sus manos se agitaban nerviosamente, de forma incomprensible. Su
enorme brazo granate asomaba por entre las pieles como un cadáver de un
solo miembro, la costra negra y gruesa sobre el tajo como un hueso
carbonizado. Con la cara rígida y los ojos hinchados, Silbido la ayudaba a
cambiar de posición y le ofrecía agua. Gorgeo fingía estar tejiendo una cesta
estampada, pero a menudo sacudía la cabeza y parecía perder la
concentración. Ajenos a sus habituales correteos ensordecedores, Susurro y
Chasquido jugaban un juego que consistía en apilar ramitas y piedras
redondas.
Cerca del mediodía, Gorgeo hizo un alto en su labor, dejó a un lado la
cesta inacabada y mandó a Susurro al río a llenar un cuenco grande con agua.
Una esterilla de juncos delicadamente tejida, empapada en agua fresca y
envuelta alrededor de una piedra caliente extraída de la orilla del fuego, se
convirtió en un emplasto. Cuando Gorgeo lo aplicó sobre la herida tensa y
brillante, Golpe dio un alarido y se puso a agitar los brazos. El rostro de
Silbido pareció agrietarse, como si fuera a hacerse pedazos cuando las
lágrimas finalmente brotaron de sus ojos, pero extendió las manos, con las
palmas hacia arriba, para ofrecer su ayuda.
—Sujetadla. Esto ayudará, pero tiene que quedarse quieta.
Silbido y Susurro se situaron para sujetar a Golpe, mientras la Madre
apoyaba la esterilla caliente y húmeda sobre la costra de la herida. A medida
que transcurría el día, la esterilla se aclaraba en agua fresca una y otra vez, y
una piedra fría era reemplazada por otra caliente repetidamente. Golpe se
lamentó y gimió y se retorció, hasta que finalmente se durmió.
Soñó que un leopardo entraba en su cuerpo a través de la incisión en el
brazo. Se escabullía en su sangre, dentro de sus huesos, entre sus órganos, y
se volvía parte de ella. Al principio ella se resistía a su presencia,
combatiendo los rasgos del leopardo, pero finalmente cedía y permitía que su
pelo se llenara de motas, sus dientes se volvieran afilados y sus uñas se
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curvaran hasta convertirse en garras crueles. Al final se transformaba por
completo. Agazapada en un árbol, exhausta, contemplaba una tormenta que se
avecinaba.
Cuando Golpe despertó, el interior del refugio estaba iluminado por los
sesgados rayos del sol de la tarde. Confundida, trató de recordar cuánto
tiempo había dormido, y se preguntó por qué había estado durmiendo durante
el día. El brazo le dolía, pero de un modo extraño y ajeno, como si fuese el
brazo de otra persona. Se acordaba de Gorgeo haciéndole algo en el brazo,
pero no quería saber qué. Estaba tendida sin fuerzas, temblaba
ocasionalmente, y se sentía incapaz de utilizar el brazo ileso para
comunicarse.
Un sonido extraño se abrió paso hasta el refugio proveniente de lo alto del
peñasco blanco que formaba el muro trasero de la guarida. Era un sonido
humano, pero no lo pudo identificar, aunque le resultaba vagamente familiar.
Enseguida recordó el silbido trémulo de Bapoto la noche de su llegada, y
advirtió que varias personas debían de estar imitando el mismo sonido.
Sonoras percusiones empezaron a acompañar los silbidos, para desarrollar
luego un patrón rítmico regular.
Golpe abrió los ojos. A su izquierda, Gorgeo estaba volviendo a preparar
el emplasto, y Silbido estaba en cuclillas a la derecha con los brazos cruzados.
Susurro estaba de rodillas cerca del nicho, inusualmente quieto, con las manos
abiertas sobre los muslos y el ceño fruncido. Chasquido se apoyaba en su
espalda, sus ojos apenas visibles junto a la oreja de él. Golpe parpadeó ante la
inmovilidad de sus hermanos. Al instante gesticuló de manera coherente por
primera vez desde el día anterior.
—¿Qué es ese alboroto?
Silbido señaló hacia la cima del peñasco.
—Hay varias personas allá arriba, y han hecho un fuego. Bapoto ha
construido un tambor enorme muy diferente de los nuestros, y están todos
bailando y haciendo ruidos extraños.
Mientras Silbido hablaba con señas, Golpe oía la voz de Bapoto elevarse
en un trino ululante.
La costra que cubría su herida se abrió, y un pus amarillo se derramó
sobre la esterilla colocada debajo de su brazo. El hedor le provocó arcadas, y
al instante Golpe dio un alarido mientras Gorgeo le apretaba el brazo,
expeliendo al maligno con sus propias manos. Silbido y Susurro sujetaron los
brazos de Golpe mientras Gorgeo vertía agua en la herida abierta. A Golpe le
parecía que aquello nunca acabaría, pero finalmente Gorgeo anunció que la
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herida estaba limpia, y le dijo que no se la vendara, que mejor la dejase
respirar. Comparado con la agonía de los seis días anteriores, ya no le dolía, y
Golpe lloró por primera vez, aliviada. Con su brazo ileso abrazó a Silbido, a
Gorgeo y a Susurro, uno por uno, colmándolos de besos, empapándolos con
sus lágrimas. A medida que caía la tarde los temblores de Golpe se
convirtieron en sudor, y Silbido la ayudó a salir de entre las pieles de dormir y
la llevó afuera para tomar el aire fresco. Allí estaba Gorgeo, mirando hacia la
cima.
Fuera, los extraños silbidos y trinos de Bapoto se oían mucho más, y
Golpe alcanzó a ver las siluetas sobre la cumbre lanzando destellos bajo la luz
agonizante mientras danzaban. Gorgeo profirió un sonido de disgusto, y en
plena oscuridad Golpe pudo ver cómo su abuela se enfurecía.
—Ya es de noche, y ni siquiera estamos en época de Enlace. Esas mujeres
deberían estar en sus refugios, y esos hombres en los suyos. ¿Dónde está
Suricata?
Enseguida envió a Silbido al refugio de los hombres, y poco después las
percusiones y los silbidos que llegaban desde la cumbre dieron paso a un
enjambre de personas que descendían en la oscuridad, acompañadas por un
rugido en el que Golpe reconoció a Suricata.
Golpe tenía una sed tremenda y se bebió toda el agua del refugio, pero ya
era demasiado tarde para ir al río a por más. Durmió durante varios ratos
largos, pese a no poder encontrar una posición cómoda. Por la mañana se
sintió hambrienta. Silbido y Gorgeo le ofrecieron de buena gana más de una
porción de frutos secos. La expresión rígida de Silbido durante el
padecimiento de su hija volvió a la normalidad, y los niños se volvieron más
bulliciosos que antes. Suricata trajo un puerco espín que había cazado con una
trampa, Silbido lo asó, y Golpe se lo comió entero. Por la tarde, Silbido salió
con Bebé a cuestas, y se llevó a Susurro y a Chasquido de expedición para
recoger semillas de calabaza. Golpe estaba sentada en la orilla de la uwanda
chupando los restos de los huesos del puerco espín cuando apareció Bapoto,
acompañado de varios hombres y dos mujeres; una de ellas era la prima de
Silbido. Golpe supuso que ella les había oído en la cima del peñasco la noche
anterior. Gorgeo salió y se plantó junto a la puerta del refugio.
Bapoto las saludó cordialmente con un chillido, las palmas hacia arriba a
ambos lados de su cara, y Golpe le respondió del mismo modo.
—¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó él.
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Golpe pensó que su expresión engreída merecía una piña de pino entre las
cejas, pero le contestó amablemente.
—Mucho mejor, gracias. Gorgeo aplicó un emplasto sobre mi brazo para
drenar la herida, y ahora la fiebre se ha ido.
Bapoto emitió el silbido trémulo que Golpe había oído en la cima del
peñón la noche anterior, y el grupo que estaba detrás de él lo imitó.
—La curación ha sido un éxito. El espíritu del leopardo te ha perdonado la
vida —gesticuló. Gorgeo expresó su disgusto con un ruido, y Bapoto se
volvió hacia ella con un ronroneo de respeto—. Madre de Kura, ¿ha visto el
poder de la curación? Cualquiera que sufra puede ser auxiliado.
Gorgeo se enderezó tanto como se lo permitía su espalda y sus manos
firmes respondieron con señas.
—A veces tenemos el estómago lleno; otras veces, vacío. Disfrutamos con
nuestros compañeros; sufrimos con nuestras heridas. La vida es como es; los
silbidos y los tambores y las danzas nos traen placer, no buena fortuna.
Dirigió un siseo a todo el grupo que estaba delante de su refugio, y ellos
se dispersaron como las termitas de un montículo derribado. Bapoto se
despidió repitiendo el mismo ademán con que se había presentado, habiendo
olvidado probablemente cuál era el saludo procedente. Cuando ya estaba
fuera del campo de visión de Gorgeo, pero no del todo del de Golpe, ella lo
vio gesticular, aparentemente para sí mismo.
—La anciana no cree. No hay esperanza para ella.
Golpe se tapó la boca para ocultar la risa, hasta que todos ellos se
perdieron de vista, y entonces se rió a carcajada limpia, meciéndose de acá
para allá.
—¡Qué idiotas! —le dijo a Gorgeo con señas.
Gorgeo sacudió la cabeza y alzó la vista hacia la cima del monte, sus
mechones de pelo cano agitándose como plumas.
—No, no son idiotas.
Se volvió y ululó a pleno pulmón mientras se dirigía a la uwanda central,
un espacio abierto situado en medio de la aldea. Golpe la acompañó. La
mayoría de las mujeres de Kura, sus hijos y compañeros no tardaron en
reunirse en la uwanda, donde permanecieron de pie mirando a Gorgeo.
Gorgeo se valió de los ademanes amplios, realizados con ambos brazos,
que normalmente se utilizaban para hablar a las multitudes o a la distancia.
—Se acerca el otoño. Celebraremos el Enlace dentro de tres días.
La multitud estalló en aullidos y chillidos, y el eco reverberado desde el
peñasco de piedra caliza se propagó por la sabana y llegó a oídos de Silbido,
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en el bosquecillo. Ella levantó la vista de las semillas, con los ojos y oídos
orientados hacia Kura.
—Algo ocurre.
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sudor. Probó la comida con los dedos. «Ya casi está —pensó—. Este pan
ácimo será el mejor que haya hecho nunca».
Un extraño ululato llegó desde la uwanda central, y Golpe levantó la
vista. Un forastero se acercaba subiendo la pendiente. Era tan alto como
Silbido, con un fardo enorme atado a su espalda estrecha y un asomo de barba
en las mejillas. Golpe pensó que era unas pocas primaveras mayor que ella,
pero con el rostro arrugado de cansancio. Ascendía la cuesta con cuidado,
como si fuese un anciano. Una vez arriba saludó a todas las mujeres
respetuosamente, las manos a ambos lados de la cara, y se dirigió a Gorgeo, la
más longeva de las presentes.
—Soy Ceniza, del pueblo de Kilima. ¿Es usted la Madre de Kura?
Gorgeo respondió con la misma cortesía.
—Yo soy Gorgeo, Madre de Kura. Ésta es mi hija Silbido, y su hija
Golpe.
Ceniza las saludó con señas, primero a una y luego a la otra. Al mirar a
Golpe, sus ojos se ensancharon brevemente. Finalmente bajó la vista para
evitar ser irrespetuoso. Golpe se sintió halagada de que este joven, tan distinto
de Bapoto, la encontrara atractiva. Él volvió a mirar a Gorgeo.
—Llegué ayer por la noche. Le ruego que me permita hacer uso del
refugio de los hombres hasta la fiesta del Enlace.
—Eres bienvenido.
—Algunos de los cazadores ya están de vuelta. Acabo de verlos llevando
un antílope a la uwanda mayor.
La seña que empleó para decir «uwanda» no era la que se usaba en Kura,
pero Golpe entendió lo que quería decir cuando señaló la dirección por la que
había venido.
Silbido soltó el hacha.
—Necesitaremos ayuda para desollarlo. Gracias por avisar.
Entró en el refugio y salió con dos cuchillos de piedra obsidiana y un
raspador. Con los dientes a la vista, Silbido recogió la cesta de Bebé y se
dirigió hacia el este a grandes pasos, bajando por el sendero que conducía a la
uwanda central. Golpe sabía que su madre quería ayudar, pero también
sospechaba que quería estar presente cuando el cazador decidiera quién se
quedaría la pieza. «Supongo que yo también debería ir —pensó—, pero no
seré de gran ayuda con un brazo lisiado. Además, quiero averiguar quién es
este forastero».
Gorgeo despidió a Silbido con un gesto y se volvió hacia el joven.
—Por favor, entra en mi refugio y comparte mi fuego.
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Tras guardar la esterilla a medio tejer dentro de la cesta, la anciana entró
en el refugio arrastrando los pies, seguida por Ceniza. Golpe se apresuró a
tapar sus bambaras molidas con un cuenco puesto del revés y los siguió. En el
interior, Gorgeo avivó el fuego con un nuevo tronco y se arrodilló con
esfuerzo al pie de las llamas. A la lumbre del fuego resplandeciente, Golpe
pensó que su abuela parecía más fuerte y erguida que de costumbre, la regia
Madre de Kura.
La anciana estiró sus dedos nudosos hacia el calor humeante, y Ceniza
dejó su morral y se acuclilló frente a ella, la fatiga y la edad, una el reflejo de
la otra. Golpe sacó una cesta de frutas secas del nicho, y se la ofreció a su
abuela y, después, a Ceniza. Cuando Ceniza aceptó unas rodajas de marula y
un cazo de calabaza con agua, Gorgeo asintió con gravedad, como siempre
hacía al dar la bienvenida a uno de los hombres que estaban de regreso. Esta
vez, sin embargo, a Golpe le pareció que los ojos de su abuela reflejaban más
buen humor que seriedad.
Ceniza sacó un pequeño paquete de cuero de su morral.
—Por favor, acepte este regalo. A esta herramienta mi gente la llama
shazia.
Golpe no entendió la seña que utilizó, así que se acercó para ver mejor,
poniéndose en cuclillas y acercando su rodilla hasta casi tocar la de él. Él la
miró, y luego abrió el paquete, que contenía varios trochos afilados de hueso,
cada cual con una perforación en la punta. Con un ronroneo de respeto, él
escogió uno y se lo ofreció a Gorgeo, que alzó las cejas y lo aceptó con
cortesía.
—¿Qué es? —preguntó.
Ceniza tomó una madeja de fibra de su morral y le enseñó cómo pasar el
hilo a través del pequeño agujero y utilizar la shazia para reparar una esterilla
tejida, o para unir dos. La Madre se mostró asombrada y encantada, para
sorpresa de Golpe. Ella creía que su abuela sabía todo lo que había que saber.
—¡Qué invento! ¿Me disculpas un momento? Quiero enseñárselo a mis
hijas. Golpe, por favor, atiende a nuestro invitado.
Gorgeo se excusó con un sonido educado y salió a toda prisa llevando
consigo la shazia, el ovillo de fibra y dos esterillas.
Golpe ocupó el lugar de Gorgeo frente al fuego. Perfectamente consciente
del sudor de su cuerpo y su herida imposible de ocultar, puso lo mejor de sí
para representar el papel de Madre. No habiendo otras mujeres de rango
superior presentes, Golpe no tenía necesidad de mirar al suelo, y se arrodilló
junto al fuego manteniendo la cabeza por encima de Ceniza.
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—Yo soy Golpe, hija de Silbido, que es la hija de Gorgeo.
Ceniza emitió un respetuoso ronroneo y la miró boquiabierto, lo que
confirió a su rostro un aspecto más joven y algo estúpido. Volvió a tener una
erección.
—Yo soy Ceniza, del pueblo de Kilima.
A Golpe le costó mantener su solemne mirada ante la irresistible
expresión de Ceniza.
—¿Y dónde está Kilima?
—Rumbo al naciente, camino del Gran Desierto, cerca del Gran Mar.
Desde el refugio de mis padres me llevó más de una luna llegar hasta aquí.
—¿Llegaste ayer?
—Sí, al anochecer. Era demasiado tarde para venir a presentarle los
respetos a la Madre.
—¿Y qué te ha traído aquí? —Golpe seguía de rodillas, pero su mirada
curiosa y su manera de inclinarse hacia delante para entender lo que él decía
menoscababa su intento de guardar las distancias.
—Empecé a viajar en primavera con Colina, el compañero de mi madre
durante mucho tiempo. Él había hecho muchos viajes, y en una ocasión,
tiempo atrás, presentó sus respetos a Gorgeo. Hace media luna fue arrastrado
por la corriente mientras cruzábamos un río. Lo busqué río abajo, pero no
encontré señales de él.
Ceniza emitió un lamento que fue correspondido por ella, y
permanecieron sentados en silencio. «Este Ceniza —pensó Golpe—, es un
viajero, y probablemente no sea tan tonto como parece». Ella avivó el fuego,
y añadió otro leño. Él no dio señales de apartarse, y no quitó la vista de
Golpe.
Finalmente señaló sus ojos, y luego los de ella.
—Tus ojos. Nunca había visto a nadie con ojos verdes.
Golpe se encogió de hombros.
—Ni yo, excepto mi madre. Ven lo mismo que los tuyos, eso creo.
Después Ceniza señaló su vendaje y le preguntó:
—¿Tienes el brazo herido?
Ella despejó la duda con su brazo ileso.
—Sólo un rasguño.
—Tengo entendido que Kura celebra su fiesta del Enlace mañana.
—Sí.
—En mi pueblo todo el mundo es bienvenido a la fiesta del Enlace, y
cualquier hombre puede ser elegido por cualquier mujer del ukoo. ¿Aquí
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también es así?
—Sí, pero normalmente las mujeres eligen a los mismos compañeros una
y otra vez. ¿Tuviste una compañera el invierno pasado?
—No, en los ukoos cercanos a mi hogar hay demasiados hombres. He
pasado los últimos dos inviernos en un refugio de solteros. ¿Sería una grosería
preguntar si elegirás a un compañero este otoño?
Golpe levantó la barbilla brevemente con un gesto risueño. Cuán diferente
era a Porrazo, cuán sorprendentemente educado. Supuso que ése era el motivo
por el que no encontraba una compañera.
—Este año me he hecho mujer, pero no me interesa ninguno de los
solteros que han llegado.
Ceniza tenía una mirada penetrante pero no hostil, y un rostro solemne.
De soslayo, ella advirtió que volvía a perder su erección. Parecía estar
pensando en algo. Golpe se sirvió una marula seca y la masticó despacio
mientras se estudiaban mutuamente.
—Hay una costumbre entre tu gente que no comprendo —dijo él con
señas—. Anoche, en el refugio de hombres, varios hombres formaron un
círculo alrededor del fuego. Tocaban un tambor y silbaban todos a la vez, así.
—Ceniza imitó el silbido trémulo que a Golpe le había llegado desde la cima
del peñasco dos noches atrás—. Parecían estar pidiendo tener éxito en la
cacería, pero no alcancé a comprender a quién se lo pedían. ¿Lo sabes tú?
Golpe negó con la cabeza.
—No es una costumbre nuestra, y la verdad es que no la entiendo. Es cosa
de Bapoto, un peregrino del poniente. Intentó curar mi brazo con algo similar.
Al parecer cree que se dirige a alguien a quien llama la Única, alguien que no
se puede ver ni tocar pero que lo controla todo. No sé cómo funciona eso.
Gorgeo no está muy contenta con él.
Ceniza asintió y una vez más se quedó en silencio, con su intensa mirada
aún fija en Golpe. Ella bajó la vista, desconcertada, e inmediatamente volvió a
alzarla, temerosa de parecer sumisa. Aparentemente avergonzado, Ceniza
miró al suelo y empezó a rebuscar otra vez en su morral.
—También tengo algo para ti.
Golpe levantó las cejas en un gesto que aspiraba a imitar al de Gorgeo.
Ceniza sacó un pequeño envoltorio atado con un pedacito de cuero, dio la
vuelta al fuego, se acuclilló en frente de Golpe y le entregó el paquete con
ambas manos, inclinando la cabeza entre los brazos.
—Gracias. —Golpe empleó el mismo gesto formal de agradecimiento que
siempre empleaba Gorgeo al aceptar un regalo. Desató la fina tira de cuero
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que mantenía el paquete cerrado y le quitó el envoltorio a una cajita redonda
tallada en una pieza de madera de mungomu con una tapa que encajaba con
precisión en el borde superior. Contenía sal. Golpe abrió los ojos de par en
par, y su boca se volvió tan redonda como la caja. «Qué moldeado tan
perfecto, qué precisión en la medida de la tapa —pensó—. Nunca he visto
nada parecido. ¡Y sal, tan lejos del Gran Mar!». En Kura, un hombre sólo le
regalaba sal a una mujer con la que había mantenido un vínculo prolongado,
nunca en una primera cita. Golpe estaba anonadada.
No encontraba nada apropiado que decir sobre la sal; posiblemente Ceniza
no tenía ni idea de cuán valioso era este regalo.
—¡Qué caja tan hermosa! ¿Quién la hizo? —preguntó.
—Yo mismo. Colina solía juntar trozos especiales de madera en sus viajes
de verano. Los llevaba al refugio de mi madre y hacía cosas bonitas y útiles
durante el invierno lluvioso. Él me enseñó a trabajar la madera, y me estaba
enseñando a hacer los cuchillos especiales que utilizaba para tallarla.
—Tuviste suerte de conocerlo.
Ceniza asintió, y su mente pareció viajar hasta lugares que Golpe nunca
vería. Justo entonces, Silbido levantó la puerta de piel y habló con señas.
—¡Golpe! Necesito tu ayuda.
Aparentemente no reparó en la presencia de Ceniza y dejó caer la cortina
de golpe. Golpe y Ceniza se pusieron de pie y se despidieron amablemente.
Golpe lo siguió al exterior con la caja de sal en sus manos y lo vio marcharse
en dirección al refugio de los hombres, silbando como un canario y
balanceando su morral como si estuviera lleno de plumas.
Cuando Golpe volvió a la uwanda, vio que Gorgeo había regresado a su
nicho soleado con una pila de esterillas y cestas viejas para reparar con fibras
trenzadas de unanasi y su nueva shazia. Bebé reposaba en su cesto junto a la
abuela. Parecía dormido. Silbido había vuelto con una porción de carne de
antílope; la estaba cortando en tajadas con un cuchillo de obsidiana mientras
Susurro y Chasquido machacaban las rodajas con una pasta de bayas y
hierbas trituradas. Golpe se puso en cuclillas junto a Gorgeo.
—Bueno, parece que ese joven se ha entretenido presentando sus respetos,
sobre todo desde que me fui. —Gorgeo parecía distraída con la esterilla que
estaba remendando.
—Me regaló esto. —Golpe le enseñó la caja a la anciana, que hizo una
pausa en su labor y la examinó detenidamente. Cuando la abrió y vio lo que
había dentro, sus cejas canosas y revueltas desaparecieron por debajo del pelo
que cubría su frente. Cerró la caja y se la devolvió a Golpe.
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—Será mejor que la guardes en un lugar seguro. Y échale una mano a
Silbido. Está angustiada por algo.
Silbido estaba cortando la carne con mucho más entusiasmo de lo que la
tarea se merecía; el tocón sobre el que trabajaba estaba cubierto por una
sombra a rayas. Golpe vio el nuevo cuchillo de obsidiana, un regalo para
Gorgeo de uno de los solteros, y se acercó a su madre con cautela.
—Chasquido y yo podemos trabajar allí. —Señaló otro tocón. Cuando
Silbido levantó la vista, Golpe vio que parecía a punto de romper a llorar y
que apretaba los dientes para contener las lágrimas. Su madre asintió y cortó
la carne por la mitad. Golpe se llevó su parte y le habló a Chasquido con
señas.
—Trae las cosas aquí. Yo corto las tajadas y tú las machacas.
Con un puñado de pasta, Chasquido se trasladó con su hermana al otro
tocón. Mientras cortaba, Golpe observaba a la niña golpear afanosamente una
rodaja con una piedra del tamaño de su puño de cuatro años, haciendo un
trabajo aceptable, si no artístico, al introducir la pasta conservante y
macerante en el interior de la carne de antílope. Después de que naciera Bebé,
Golpe había visto a su apacible hermanita de cara redonda convertirse en una
niña fuerte y vivaz, una talentosa cazadora de lagartijas con un don
sobrenatural para aparecer siempre que algo comestible iba a ser compartido.
La hija mayor de Silbido resopló risueña al ver cómo su hermana recortaba un
poco el borde irregular de la carne a mordisquitos y añadía la porción al
creciente montón. Mientras trabajaban, Golpe permaneció de pie para que
Chasquido le viera las manos, pero no así su madre, y de pronto preguntó:
—¿Qué le pasa a Silbido?
—No lo sé. Cuando vino de la matanza ya estaba así. Susurro me dijo que
tuviera cuidado, y lo he tenido. —Chasquido se metió a escondidas otro
bocado de carne a la boca y masticó con disimulo.
—Buen trabajo. —Golpe hizo un gesto con la mano señalando la pila de
tajadas aplanadas.
Las dos hermanas ya casi habían terminado con su parte de la carne
cuando Silbido cortó la última loncha y se puso de pie.
—Pon la carne en la cesta de secado, por favor, Susurro, y asegúrate de
que los animales no se la coman. Voy al río.
Silbido se alejó a grandes zancadas, y Susurro miró a sus hermanas con
una mueca. Golpe y Chasquido no tardaron en terminar con lo suyo.
—¿Puedes poner esto también en la cesta, por favor, Susurro? Voy a
hablar con Silbido —dijo Golpe con señas.
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—Mejor que vayas tú antes que yo.
Golpe descendió hacia el sur rodeando la periferia de otros refugios, y
más allá del refugio situado en la parte más baja llegó al lugar donde el río se
derramaba desde un remanso. El agua tenía el color grisáceo de final del
verano, y ella creyó percibir un ligero olor a azufre mientras caminaba en
paralelo a su curso burbujeante. Al llegar a un bosquecillo de árboles enanos
donde el río se ensanchaba y se hacía más lento, encontró a su madre sentada
en la orilla con las manos y los pies en el agua, la mirada fija perdida en la
distancia. Golpe ululó para anunciar su presencia. Cuando Silbido se giró y la
invitó a acercarse, Golpe pensó que se había recompuesto; tenía los ojos rojos
pero secos, y ya no parecía que fuera a morder.
—Ven, siéntate a mi lado —dijo Silbido con señas—. Me duelen las
manos de tanto cortar carne. El agua les hace bien.
La hija también se sentó en la orilla y metió las manos y los pies en el
agua.
—¿Qué ocurre? —preguntó Golpe.
Silbido volvió a apartar la mirada, y después miró a su hija con un rostro
inexpresivo y tan terso que parecía estar suspendida de su cabello.
—Perdona por no decírtelo en la uwanda. No quería llorar delante de los
pequeños. Suricata se perdió esta mañana durante la cacería. Hacía de
perseguidor. Había separado a un antílope de la manada, y lo estaba llevando
hacia la línea de cazadores. Bapoto dice que lo vio caer dentro de una grieta
en el suelo, en cuyo fondo corría agua. —Ahora los ojos de Silbido parecían
vacíos, como si las lágrimas hubiesen borrado todas las emociones—. Vio a
Suricata desaparecer bajo el agua. Después de atrapar al antílope, todos
fueron a buscarlo. No pudieron meterse en el agujero por donde había caído,
era demasiado profundo. Buscaron en todos los pozos y cuevas de la zona, ya
que están conectados, pero…
Golpe abrazó a su madre. Al principio ella buscó consuelo, tal como solía
hacer de niña, pero cuando sus lágrimas empezaron a derramarse por la
espalda de Silbido, se apoderó de ella una emoción distinta: quería consolar a
su madre. Golpe había conocido a Suricata desde pequeña; él le había
enseñado a hacer cosas con la madera, los huesos y las piedras, a sacarles
partido a sus piernas largas y perseverar para lucirse en la tarea de perseguir
animales para los cazadores. Para Golpe, él era un maestro. Para Silbido,
Suricata era un compañero, y ahora que Golpe era una mujer, ella empezaba a
percibir la diferencia. Sabía que el vacío en los ojos de Silbido era sólo un
débil eco de la ausencia de Suricata.
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Permanecieron sentadas en la orilla del río hasta que las dos se quedaron
sin lágrimas. De regreso al refugio de Gorgeo, se contaron historias sobre
Suricata: cómo había rescatado a Porrazo de una hiena unos días después de
que el muchacho hubiera recibido un nombre; cómo Silbido lo había elegido
como primer compañero cuando ella tenía doce primaveras y él veinte; cómo
ayudó a Susurro a hacer una preciosa lanza de madera y le enseñó a usarla; y
cómo no llegó a la fiesta del Enlace cinco otoños atrás. En aquella ocasión,
Silbido se negó a elegir compañero, lo que puso furiosa a Gorgeo. Seis días
después del Enlace, él apareció con un saco enorme y maravillosos regalos, y
una herida cicatrizada en un lado de su cabeza de la que no quiso explicar
nada a nadie. Silbido lo atizó con una vara de sauce, castigo que él aceptó sin
protestar, y luego ella lo metió dentro de su refugio, como si hubiese llegado a
tiempo. Nadie se enteró de esta irregularidad.
Cuando madre e hija llegaron al refugio, los últimos rayos de sol
iluminaban la cumbre. La carne estaba colgada en la cesta de secado, a salvo
de las alimañas. En la uwanda, Susurro y Chasquido desvainaban las semillas
de calabaza, ambos con los ojos hinchados, mientras Gorgeo jugaba con las
semillas entre sus dedos. Cuando Golpe y Silbido se acercaron, Chasquido
estaba sollozando entre hipidos, y Gorgeo se levantó y extendió los brazos. Su
nieta alta y su hija altísima se arrodillaron delante de ella, y Gorgeo las rodeó
con sus brazos de codos huesudos. Finalmente las soltó y les habló con señas:
—Pitido ha venido y nos lo ha contado. Era un buen hombre.
No hubo más lágrimas. Golpe y Silbido se sentaron al lado de Susurro y
se pusieron a comer semillas de calabaza en silencio. Después de comerse un
puñado, Silbido se levantó y se acercó a la cesta donde Bebé dormía.
—Bebé debe de estar hambriento.
Gorgeo negó con la cabeza.
—Se despertó hambrienta cuando Pitido estaba aquí, así que ella le dio el
pecho. Si quieres, puedes ir a ver si el Bebé de Pitido tiene hambre.
Golpe pensó que Silbido parecía ahíta de leche, y no le sorprendió que
Silbido cogiera a su Bebé durmiente y fuera a ver si el Bebé de Pitido estaba
despierto y con hambre. Gorgeo y los niños entraron en el refugio a fin de
prepararse para dormir. Golpe se sentó en la puerta y se puso a desvainar el
resto de las semillas de calabaza en una cesta. A lo lejos podía ver una línea
que quizá fuera la cumbre donde se encontró con el leopardo, un muro oscuro
detrás del cual el sol había desaparecido como si nunca más fuera a asomar.
¿Acaso la tierra de la Única estaba en algún punto del oeste, a lo largo de las
colinas donde se escondía el sol? Contempló atentamente el atardecer,
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mientras hacía una pila de basura con las cáscaras de las semillas, y luego se
llevó la cesta de semillas peladas al refugio.
Gorgeo había avivado el fuego y estaba metiendo a Susurro y Chasquido
en sus pieles de dormir. Golpe guardó las semillas en la despensa, se aseguró
de que su caja de sal estuviese a buen recaudo, echó un vistazo a la cesta de
secado y empezó a desenrollar sus pieles de dormir. Gorgeo ató las pieles de
la puerta y las ventanas, dejó la piel del techo abierta, y se instaló junto al
fuego para contemplarlo. Ahora que Golpe se sentía mejor, era capaz de
volver a hacer sus turnos de vigilancia nocturna, y le gustaba vigilar la última,
a la hora fría del amanecer. La vigilancia nocturna era siempre necesaria, pues
las hienas y otros depredadores sabían muy bien cuándo dormían los niños
pequeños, pero si, además, había carne fresca en el refugio, el vigilante
necesitaba tener un palo ardiendo a mano.
—¿Gorgeo? —Golpe terminó de preparar su piel de dormir y se acuclilló
junto al fuego.
—Nieta.
—¿Puedo elegir a un compañero mañana?
El rostro de Gorgeo se agrietó como el lecho de un lago después de que
sus aguas se evaporaran durante el verano.
—Ese joven guapo estará encantado de quedarse por aquí este invierno.
Claro que no es muy corpulento. ¿Tú crees que podrá cazar?
—El pueblo de Ceniza está a una luna de aquí. Hizo parte del viaje de
verano con el compañero de su madre, Colina, pero él murió, y Ceniza hizo el
resto del camino solo. Al menos no parece de los que se pierden, ¿eh?
Gorgeo miraba el fuego pero parecía ver algo más que la leña
quemándose. Las viejas manos se movieron en su regazo, como si estuviera
hablando consigo misma.
—¿Colina? Había un peregrino que se llamaba así.
Por un instante Golpe vio a una mujer joven, un reflejo de sí misma, que
contemplaba en las llamas escenas de un pasado desconocido, o quizás un
futuro desconocido, pero enseguida el semblante recuperó sus arrugas y
volvió a ser viejo, tan viejo como los muros de piedra caliza que las rodeaban.
—Haz como tú quieras. No creo que nos muramos de hambre, tanto si
eliges a un cazador o a un mercader, como si no eliges a nadie.
Le guiñó un ojo a Golpe, la estrechó entre sus brazos, y añadió:
—Tener a un compañero puede ser lo mejor de la vida, y también lo peor.
Mientras Golpe se metía dentro de sus pieles de dormir, el Enlace se
agazapaba en la antesala de su consciencia y daba forma a las sombras
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parpadeantes que se extendían sobre su familia durmiente. Como en una nube
de finales de verano, unas figuras daban lugar a otras: el banquete, la
incipiente barba de Ceniza y sus largos dedos afilados, los ojos vacíos de
Silbido. Una de las figuras en el techo la atrajo, la sumergió en sueños, y se
quedó dormida.
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A pesar de las posibles amenazas del día siguiente, Golpe durmió como si
estuviera hibernando. Silbido no conseguía que se levantara, pero una brisa
fría que entró por la puerta abierta tuvo un efecto saludable. El despertar llegó
por fases, la primera fue el frío, luego los zarandeos persistentes de Silbido, y
finalmente su obligación de vigilar. Golpe se desperezó, se quitó de encima
las pieles de dormir, y bostezó. Mientras Silbido guardaba sus pieles en el
nicho, Golpe avivó el fuego, echó un vistazo a la cesta de secado y se
acuclilló en un sitio desde donde podía ver la puerta y la ventana y coger una
rama encendida en caso de necesidad.
Silbido regresó junto al fuego con la expresión de una abuela que observa
los primeros pasos de un bebé.
—Gorgeo me contó lo de los regalos de Ceniza.
Golpe ocultó su enfado bajo un rostro inexpresivo.
—Es un peregrino que viene desde las tierras del Gran Mar. Esa shazia
que le ha regalado a Gorgeo será muy útil. La sal… —Por un momento dejó
quietas las manos sobre su regazo—. No es muy corpulento, pero ha viajado
mucho, y sabe trabajar la madera.
Silbido asintió.
—Ceniza será una buena elección. Una mujer de alto rango como tú debe
tener un compañero, de lo contrario tendremos que enfrentarnos a toda clase
de conflictos durante el invierno. Cada hombre miraría a su mujer y pensaría
que podría haberlo hecho mejor.
Golpe levantó las cejas y examinó detenidamente el perfil de su madre,
que observaba el fuego.
—Recuerdo la vez en que no escogiste a ninguno.
El rostro de su madre se ablandó.
—Venía con retraso, pero yo sabía que llegaría. Era una situación
completamente diferente. —Se volvió hacia su hija con una expresión formal
—. Y la gente debe ver que tu compañero es digno de ti. Mañana me ocuparé
de mencionar lo de la sal a Trino; por la tarde ya lo sabrá todo el mundo.
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Silbido se enrolló en sus pieles de dormir y empezó a roncar casi de
inmediato. Al cabo de un rato, Golpe salió para visitar las letrinas,
empuñando la pequeña lanza de Susurro. El camino estaba bien iluminado por
una luna casi llena, y a lo lejos se oían los ronquidos procedentes del refugio
de los hombres. De regreso, vio una figura alta y delgada en la cumbre,
encima del refugio de Gorgeo. Estaba de brazos cruzados y miraba hacia el
valle del sudoeste. Después de unos instantes, la figura se volvió y ella
reconoció a Ceniza, el ceño fruncido y un aire pensativo. Él desapareció por
el camino que bajaba de la cima, y ella regresó al refugio.
Algunos ruidos ocasionales cerca de la puerta y la ventana mantuvieron
alerta a Golpe. Cuando el cielo empezó a iluminarse, ella avivó el fuego y
enrolló las pieles de la puerta y la ventana para dejar entrar el aire de la
mañana. Pudo oír a la gente de Kura que se levantaba. Los niños excitados
chillaban, el humo ascendía al cielo desde una veintena de hogueras, la
gravilla crujía bajo los pies de cada persona que realizaba algún recado
importante. Alguien estaba encendiendo un fuego enorme en el hoyo de la
uwanda central; a Golpe se le hizo la boca agua al pensar en el cerdo que se
asaría por la tarde en las brasas de ese mismo fuego.
Dispuesta a preparar un pan ácimo ejemplar, Golpe empezó a calentar una
roca plana colocada sobre el fuego de la uwanda de Gorgeo. Silbido le dio el
pecho a Bebé y luego corrió a supervisar la preparación del cerdo, una tarea
que Gorgeo había delegado en ella durante los últimos cinco otoños. Gorgeo
detuvo a Susurro y Chasquido antes de que pudieran escaparse con sus
amigos, los mandó a la orilla del río a extraer gusanos blancos de los grandes
y lavarlos para el banquete, y después se acomodó para colocar frutas, nueces,
verduras e insectos en sus mejores cestas y cuencos.
El sol estaba en lo alto cuando Gorgeo hizo formar fila a su familia y
empezó la procesión. Detrás de Gorgeo venía Silbido con Bebé a cuestas, y
Golpe, Susurro y Chasquido las seguían en ese orden. Los graznidos de
Gorgeo hicieron salir a todo el mundo de los refugios de Kura, y la gente se
reunió a lo largo del camino para verlos pasar, aullando a modo de respuesta.
Golpe miró a la gente de pie entre los refugios; estaban sus tías y sus primas,
las otras dos chicas que aquel día empezaban a ser mujeres, y algunos de los
hombres que habían visitado a Gorgeo a su regreso. Varios hombres portaban
armas y algunos adoptaron una postura fiera y audaz cuando Silbido pasó
delante de ellos. Bapoto estaba de pie sobre una roca, empuñando una lanza
llamativamente larga y gruesa, y observando la procesión como quien
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supervisa los preparativos para una cacería. Finalmente, Golpe localizó a
Ceniza, que observaba desde atrás del resto de los hombres.
«Mi gente», pensó, y chilló con todas sus fuerzas.
El primer refugio que visitaron pertenecía a Pitido, la segunda hija de
Gorgeo, que ocupaba el siguiente lugar después de Silbido, Golpe y
Chasquido. Probaron los manjares dispuestos en los mejores recipientes de
Pitido, y los declararon deliciosos, y a continuación se dirigieron al refugio de
Trino, la tercera hija de Gorgeo. Pitido y sus hijos las siguieron. En cada
refugio, todos los miembros del desfile probaban la comida, elogiaban la
variedad y la presentación, y la familia se unía a la procesión que se dirigía al
siguiente refugio. Golpe se fijaba en la cantidad y variedad de la comida, y en
la calidad de los recipientes cuyo contenido iba menguando en cada refugio, a
medida que se reducían las familias. La última mujer, Zumbido, sólo tenía
para ofrecer una cesta de fruta seca y un cuenco de nueces sin pelar. Zumbido
no tenía hijos y su refugio necesitaba una reparación. Pese a todo, Gorgeo
elogió su hospitalidad. Tras visitar todos los refugios de las mujeres, pasaron
por la puerta del refugio de los hombres, donde no se ofrecía comida, y los
hombres se unieron a la cola de la procesión, dando empujones, sin seguir un
orden en particular. La familia de Golpe regresó al refugio de Gorgeo, donde
finalizó la procesión, y ofreció comida a los que les seguían. Cada familia
hacía lo mismo, de modo que a cada persona se la recibía en todos y cada uno
de los hogares.
Consciente de que aún faltaba el cerdo, la gente se limitó a mordisquear
educadamente durante la procesión de la mañana, de modo que quedaron
sobras para almacenarse o guardar para la comida de la tarde. Mientras Golpe
y Susurro trabajaban juntos separando las nueces y la fruta seca sobrantes, él
echó un vistazo alrededor para asegurarse de que Gorgeo y Silbido no le
estuvieran mirando, y entonces dijo por medio de señas:
—Ya está bien de dar vueltas alardeando de nuestro rango y comparando
nuestras despensas.
Golpe movió bruscamente la cabeza en un gesto de aprobación.
—Que empiecen las historias y el banquete.
—¡Querrás decir que empiece el baile! —Susurro se puso a dar brincos y
fingió aparearse con una mujer invisible, y Golpe se echó a reír.
Poco después, Silbido cerró la puerta y la ventana, y partieron todos
juntos hacia la uwanda central. Golpe llevaba el escurridor de la carne, para
que los animales carroñeros no se sintieran atraídos mientras no había nadie
en el refugio. Gorgeo estaba casi escondida tras una pila de esterillas gruesas
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y pieles suaves. Susurro y Chasquido hacían equilibrio con los cuencos de
frutas, insectos y pescados decorados de un modo curioso. Silbido cerraba la
marcha con los platos de madera y hueso en los que comería la familia, y una
pila muy alta de panes ácimos de bambara que Golpe había preparado.
La uwanda central, presidida por una roca con una superficie plana en lo
alto, ya estaba atestada de gente. Golpe, Silbido, Susurro y Chasquido
colocaron las esterillas cerca de la roca, dejaron a Bebé en la cesta,
contemplaron a la congregación de Kura y se ubicaron según su rango. Los
hombres, que no tenían rango alguno hasta después del Enlace, permanecían
de pie solos o en parejas en la periferia de la plaza, los pies separados y los
hombros erguidos, tratando de parecer lo más fornidos posible. Algunos
miraban esperanzados el hoyo donde se estaba asando el cerdo, aunque la
mayoría de ellos estaba pendiente de las mujeres, especialmente de Silbido y
Golpe. Todo el mundo estaba presente, y Silbido ayudó a Gorgeo a subir a lo
alto de la roca. Ella se plantó y pasó revista a la concurrencia, como si los
estuviera contando, y comenzó a hablar con señas amplias y pausadas,
valiéndose de ambos brazos.
—Gente de Kura, el otoño ha vuelto. Algunos están aquí por primera vez,
algunos han regresado, y algunos siempre hemos estado aquí. Algunos que
estuvieron aquí el otoño pasado ya no están con nosotros. A los que tienen un
nuevo ukoo, les deseamos una vida con alimentos en compañía de sus parejas
e hijos. Y lamentamos la ausencia de los que han muerto.
Gorgeo entonó un breve lamento fúnebre, y el gentío se unió a ella. Golpe
observó que, si bien no lloraba, Silbido entonó un lamento más prolongado
que el resto de los presentes.
—El verano ha sido generoso con nosotros. Hemos comido bien, nuestras
despensas están llenas, nuestros hijos están a salvo, y nuestros hombres han
vuelto. —Gorgeo lanzó un aullido en medio de sus señas, y las mujeres se le
unieron inmediatamente, seguidas de los hombres con un poco de retraso,
como si estuvieran aprendiendo en ese instante el aullido de Kura—.
¡Hombres! Gracias por vuestros regalos, por vuestra fuerza y destreza, y por
vuestra compañía. Por favor, uníos a la fiesta y a nuestros Enlaces. Si no sois
elegidos durante la ceremonia, quedaos a pasar la noche en el refugio de los
hombres, pero tendréis que partir mañana. ¡Mujeres! Gracias por vuestros
hijos, vuestra comida y vuestra compañía. Por favor, dad la bienvenida a los
hombres a nuestro banquete y a nuestra ceremonia del Enlace. ¡Y escoged
bien!
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Entonces todo el pueblo aulló con entusiasmo. Golpe recorrió la uwanda
con la mirada mientras aullaba y finalmente vio a Ceniza, sólo en el fondo de
la plaza. Estaba observando a los otros hombres con vacilación, como si no
supiera qué hacer a continuación, aunque chillaba con el mismo entusiasmo
que los demás. Bapoto no estaba muy lejos, acompañado de dos hombres que
ya habían pasado el invierno en Kura. Los tres permanecían de brazos
cruzados y muy serios, y no chillaban como el resto de los hombres.
Una vez que cesaron los aullidos, Gorgeo extendió una esterilla sobre la
roca, se sentó y siguió hablando con señas, valiéndose de ambos brazos.
Contó historias de Kura: de cómo un ancestro remoto de su tatara-tatara-
tatarabuela, la Primera Madre de Kura, había llegado desde Panda Ya Mto
con su compañero y sus hijos y construido el primer refugio de Kura; de
cómo, en los tiempos de la Tercera Madre, Kura había sufrido un invierno
durísimo en el que las lluvias se habían vuelto blancas y espesas; de cómo, en
los tiempos de la Séptima Madre, unos forasteros habían atacado a las
mujeres y los niños de Kura en plena cosecha de verano y secuestrado a
varios de ellos. Así llenó la tarde con historias de orgullo y terror, de valentía
y desastres, y los niños la escuchaban embelesados, sentados a sus pies. Golpe
pensó que ya era mayorcita para sentarse con los niños y proferir
exclamaciones de asombro, pero aun así prestó toda su atención. Tenía la
esperanza de poder contar esas historias algún día, y quería ser capaz de
contarlas con exactitud. Mientras tanto, el aroma del cerdo asado recordaba a
todo el mundo lo que estaba por venir.
Después de las historias de Gorgeo, hicieron subir a la roca a las tres
chicas que se habían convertido en mujeres durante el último año. Para no
parecer avergonzada, Golpe exhibió toda su estatura y pasó revista a los
hombres reunidos a orillas de la plaza, como si estuviera escogiendo una
herramienta en un trueque. Las otras dos chicas que estaban con ella sobre la
roca pertenecían a las familias que ocupaban el segundo lugar en el desfile, y
ambas permanecían con la cabeza gacha. Los hombres empezaron a chillar a
la manera de Kura, algunos de ellos dejando en evidencia que recién estaban
aprendiendo, pero todos con el mismo entusiasmo. Golpe les dirigió un siseo
y la mayoría calló, aunque algunos continuaron riéndose burlonamente hasta
el punto de incomodarla.
Finalmente, a medida que las sombras de la tarde se alargaban, se abrió el
asador. Golpe apenas había probado la comida ofrecida durante la procesión,
pues quería estar hambrienta para el banquete, y ahora el aroma del cerdo
asado, las frutas, las nueces y las verduras le despertaban un apetito voraz.
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Entre cuatro personas levantaron la parrilla del cerdo, y la comida se sirvió en
grandes platos de madera con los panes de Golpe como guarnición. Gorgeo
debería haberse ocupado de servir, pero esta vez delegó la tarea a Silbido.
Todos volvieron a formar fila por orden de rango, cada cual con un plato o un
cuenco de madera, hueso o calabaza, para recibir su porción.
Los hombres se empujaban para abrirse paso, rugiendo y gruñendo,
aunque sin golpearse. Una vez que recibían su porción de comida no
regresaban a la periferia de la plaza, sino que se sentaban en cuclillas con sus
platos y cuencos en medio de las mujeres y los niños. La esterilla de Silbido
permanecía desocupada mientras ella servía. Bapoto se sentó en una esquina
con su plato, y enseñaba los dientes a cualquiera que fuera a sentarse cerca.
Gorgeo, que estaba comiendo con sus nietos, le devolvió el gesto, pero él la
ignoró. Ceniza, que se había colocado al final de la cola, se acercó a la
esterilla de Golpe y la rondó a unos pasos de distancia intentando llamar su
atención. Cuando ella reparó en su presencia sacudió la cabeza con un gesto
risueño, lo llamó por señas y profirió un chillido.
—Esto está buenísimo —gesticuló él, mientras se acuclillaba.
Ella asintió.
—Ha sido un buen verano, pero, además, Silbido sabe combinar los
alimentos.
Los dos se entregaron a sus platos con ambas manos. Hasta los niños más
pequeños comprendían la necesidad de comer lo más rápido posible para
reducir la posibilidad de tener que compartir su ración con los que pudieran
haberse quedado sin comida, o con los más hambrientos, todas personas más
grandes que ellos. Como consecuencia de ello, la fruición gustativa en la
uwanda era tan estridente como antes lo habían sido los aullidos, y no había
muchas manos libres dispuestas para la conversación.
Después de que Silbido hubiera servido a la última persona y llenado su
propio plato, regresó a la esterilla y miró a Bapoto, que se había acabado su
comida y estaba lamiendo su cuenco de hueso. Dejó el cuenco, se puso de pie
y saludó a Silbido de un modo formal. A pocos pasos, Golpe advirtió que él
parecía más alto que antes, y Silbido tuvo que levantar la vista para mirarlo a
la cara.
—Espero que hayas disfrutado de la carne que cacé ayer —dijo él con
señas, y volvió a ponerse en cuclillas. Su expresión era amable, pero Golpe
tenía la impresión de que ocupaba más espacio del apropiado en la esterilla de
Silbido.
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Silbido se sentó y empezó a comer rápidamente con una mano mientras
hablaba con la otra.
—Estamos secando la carne para el invierno. —Señaló el escurridor a un
costado de la plaza. Miró a Gorgeo, que había limpiado su cuenco a lametazos
y recorría la plaza con una mirada imperturbable.
—Nunca había comido el cerdo asado de esta manera —continuó Bapoto
—. Y tampoco conocía esas verduras pequeñas, ni las nueces grandes, pero
van bien con la carne, ¿verdad que sí?
Ahora Silbido estaba comiendo a dos manos, pero respondió asintiendo
amablemente. Bapoto le dedicó una sonrisa de satisfacción, seguro de sí
mismo. Luego se levantó y se marchó. Golpe terminó de comer y empezó a
lamer el plato hasta pulirlo, con lo que se manchó la cara de restos. Ceniza le
señaló las manchas con el dedo y se echó a reír.
—Tu cara tiene un aspecto delicioso.
Ella se inclinó hacia Ceniza y le ofreció la mejilla. Como lo habría hecho
una madre con un niño sucio, él dejó el plato a un lado y le limpió la cara a
lametazos. En ese momento mucha gente se alejaba de la plaza, algunos para
ir al río a beber, otros para dar un paseo, la mayoría con aire somnoliento.
Algunos se tumbaban en las esterillas y se quedaban dormidos bajo el sol de
finales de la tarde sin molestarse en regresar a sus refugios.
Mientras Silbido se acababa su comida, Gorgeo se acercó a ella y le
palmeó la rodilla.
—Bapoto no es como nosotros, pero es grande, y un buen cazador. Será
una buena elección.
Golpe pensó que Gorgeo parecía indecisa, y no era en absoluto lo que se
esperaba de una Madre de Kura.
Después de comer, Ceniza se quedó dormido en la esterilla de Golpe.
Gorgeo regresó al refugio para asegurarse de que no hubiesen recibido la
visita de ningún animal y para dormir una siesta. Golpe y algunas mujeres
más retiraron los residuos del banquete y repartieron las sobras entre los niños
que parecían más hambrientos. Para cuando terminaron, varios hombres
habían encendido un fuego en el círculo de piedras situado en el centro de la
uwanda, y estaban trayendo toda la leña del refugio de los hombres.
—Esta noche no necesitaremos de ningún fuego —gesticuló un hombre
fornido que en los últimos dos otoños había sido elegido por una de las
primas lejanas de Silbido.
—Yo desde luego que no —le respondió otro hombre, que era unas
cuantas primaveras mayor que el primero—, pero puede que tú sí. Será mejor
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que te reserves algunos troncos, por si acaso.
Los demás hombres se echaron a reír y encendieron el fuego.
Golpe estaba sentada cerca de la roca y miraba a Ceniza mientras dormía.
«Sin duda es muy amable —pensaba—, ¿pero eso de qué sirve? Suricata
nunca decía nada en el momento oportuno, ni profería sonidos de respeto
cuando tenía que hacerlo, pero corría rápido, lanzaba con fuerza y con él
nunca pasamos hambre, no al menos durante mucho tiempo. En cambio,
Ceniza es listo. Sabe viajar, sabe crear cosas bonitas y útiles. Un mercader
debe ser tan bueno como un cazador para alimentar a su mujer y a sus hijos.
Pero es tan joven, tan pequeño, tan poco agresivo… ¿Cómo nos protegerá?
¿Sabrá enfrentarse a un leopardo?».
Ya había atardecido cuando la gente empezaba a regresar de la siesta. El
fuego era enorme, con llamas que se alzaban por encima de todos y cada uno
de los hombres. Entre varios hombres habían traído del refugio dos tambores
tan anchos como el pecho de un ñu, y con un tono tan grave como la voz de
un león. Los dos hombres más viejos se colocaron detrás de los tambores y
empezaron a tocar un ritmo suave. Gorgeo, Silbido y los niños fueron de los
últimos en regresar a la uwanda central, y encontraron a Golpe que seguía
sentada junto a la roca con Ceniza durmiendo a su lado. Ceniza se despertó
sobresaltado con un chillido de Chasquido. Se incorporó desorientado y, al
caer en la cuenta de dónde se encontraba, miró a Golpe con alivio. Empezó a
hacerle gestos, pero ella señaló el grupo de hombres reunidos a un costado de
la uwanda y le dijo:
—Allí. El baile está por comenzar, tienes que ponerte a la cola.
Aturdido, se alejó hacia donde ella le indicó.
Gorgeo nombró a varios niños mayores para que vigilaran a los menores,
y delimitó un área de párvulos a un costado de la uwanda. Las esterillas se
colocaron sobre el suelo todas juntas, los niños más pequeños fueron
envueltos en pieles de dormir y los mayores se quedaron cuidando de ellos.
Los tambores retumbaban cada vez más, y los hombres empezaban a
canturrear, un ronroneo en un tono grave que sacaban de sus pechos, como si
fueran los corazones los que vibraban y no las cuerdas vocales. Los hombres
respiraban asincrónicamente, lo que volvía el canto continuo y un tanto
espeluznante.
A Golpe se le pusieron los pelos de punta; sus brazos y piernas parecían el
doble de grandes. Había presenciado el Enlace cada otoño de su vida; sabía
exactamente lo que había de esperar, pero esta vez parecía diferente. Podía
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ocurrir cualquier cosa; los hombres podían transformarse en elefantes; el
fuego podía multiplicarse en un bosque de llamas.
Una treintena de hombres aproximadamente formaron una hilera que
empezó a serpentear por la periferia de la uwanda, creando un gran círculo en
movimiento con hombres separados entre sí por una distancia superior a la de
sus brazos extendidos. Las mujeres también empezaron a organizarse, por
orden de rango como de costumbre. Formaron un círculo alrededor del fuego,
mirando hacia fuera, con Gorgeo, la mujer de más alto rango, junto a
Zumbido, la de rango más bajo. Las mujeres permanecían casi hombro con
hombro, de modo que, aunque superaran ligeramente en número a los
hombres, su círculo era más pequeño y estaba más cerca del fuego. Ellas
empezaron a desplazarse hacia los tambores, el círculo rotando en sentido
contrario al de los hombres, produciendo otro sonido, un gorjeo diferente al
de cualquier pájaro. Golpe nunca lo había hecho antes, pero se vio
participando sin ningún esfuerzo y entonando aquellos cantos extraños como
si llevara practicándolos toda su vida.
Poco a poco, casi imperceptiblemente, los tambores empezaron a sonar
más fuerte, y el tempo se incrementó. A medida que los danzantes se movían
con mayor rapidez, el círculo interior se expandía a un ritmo constante y el
círculo exterior se contraía gradualmente. Al principio Golpe advirtió algunos
ruidos de fondo, el llanto de un bebé, el crepitar del fuego, la risa de uno de
los niños mayores. Finalmente todos esos sonidos desaparecieron y ella sólo
fue capaz de oír el ritmo de los tambores, las voces de los danzantes y el ruido
de sus propios pies mientras se dirigían en multitud hacia un futuro incierto.
El tiempo pasaba, y el sonido del canto de las mujeres empezó a cambiar. En
un tono más grave, firme, un salmo sucedió al gorjeo, y el coro de los
hombres también se transformó, subiendo de tono. En breve, los dos cantos se
fundieron en un solo sonido elástico, estallando en cada par de pulmones,
aullándole a la vida en plena noche.
Gorgeo salió del círculo de mujeres y se quedó quieta, pese a que los
tambores y la danza continuaban. Se volvió hacia el círculo de hombres que
giraba delante de ella, mientras el de las mujeres seguía girando a sus
espaldas. En ese momento muchos de los hombres ya estaban excitados,
aunque Gorgeo no parecía notarlo, y ninguno se mostraba particularmente
interesado en ella. Después de ver pasar a todos y cada uno de los hombres, se
abrió paso entre ellos y salió del círculo. Fue hasta las esterillas donde
Susurro cuidaba de sus hermanas con su pequeña lanza al alcance de la mano.
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Gorgeo recogió a sus nietos, las esterillas y la cesta de secado, y se marcharon
al refugio.
La siguiente en dejar el círculo de mujeres fue Silbido. Se paró entre
ambos círculos y se fijó en cada uno de los hombres a medida que pasaban.
Finalmente, cuando el grupo había dado una vuelta entera y empezaba la
segunda, cogió a Bapoto de la mano y lo condujo fuera del círculo. La
intensidad del canto aumentó brevemente, y luego retornó a su nivel normal
mientras Golpe salía del círculo. Ella todavía tenía los pelos de punta y el
corazón le latía aceleradamente, pero intentó parecer serena y miró a cada
hombre a los ojos con la mayor dignidad posible. No esperó a la segunda
ronda, sino que tomó a Ceniza de la mano al verlo pasar por primera vez. Él
parecía sorprendido, como si todavía no tuviera muy claro lo que tenía que
hacer, pero dejó que Golpe lo sacara del círculo.
Lejos del fuego, sus ojos rápidamente se adaptaron a la luz de la luna.
Cuando ya estaban fuera de la vista de todos, él se detuvo, se volvió hacia ella
y le soltó la mano para poder hablar.
—En la aldea de mi madre las uniones del Enlace duran hasta la
primavera siguiente, hasta que llega el tiempo de la caza y los viajes. ¿En
Kura también es así?
—Sí. Silbido elegía a Suricata cada otoño, pero podría haber elegido a
cualquier otro si hubiera querido, y si él lo hubiese deseado podría haberse
ido a otro ukoo en otoño. No tengo recuerdos de Gorgeo escogiendo a un
compañero durante un Enlace, pero Silbido me contó que cuando Gorgeo era
joven escogía al mejor cazador, que por lo general cada otoño era uno
distinto.
—Yo no soy el mejor cazador, ni siquiera el segundo mejor.
—No. Pero eres el mejor viajero. Un antílope es un regalo excelente.
Alimenta a tus hijos durante una buena temporada, los mantiene abrigados, te
proporciona herramientas. Pero un antílope no es algo difícil de conseguir;
hasta un mal cazador de vez en cuando mata algo si lo acompañan otros
cazadores mejores. Por otra parte, desde hace tiempo que no tenemos
auténticos mercaderes entre nuestros hombres. A veces los peregrinos nos
visitan en verano; cambiamos comida y herramientas por cosas que aquí no
tenemos, como cuchillos o provisiones como la sal, pero ninguno de nuestros
hombres regresa a Kura en otoño con un fardo de mercancías de trueque.
Ceniza se sintió halagado, le acarició la oreja con su nariz y volvió a
cogerle la mano. Mientras se alejaban, el sonido de los tambores fue
apagándose a causa de los refugios que se interponían y la irregularidad del
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terreno, y empezaron a oír otros sonidos —gruñidos, chillidos, siseos y
ocasionales ruidos de escupitajos—, cada vez más altos a medida que se
acercaban al refugio de Gorgeo. Cautelosos, miraron hacia la uwanda de
Gorgeo ocultos tras un seto que crecía en el peñasco. Allí estaban Silbido y
Bapoto, frente a frente, girando lentamente alrededor de la uwanda mientras
proferían aquellos ruidos amenazantes que Golpe y Ceniza habían oído al
acercarse.
Golpe los observó, confusa y fascinada. Silbido y Suricata solían
aparearse como si se tratara de un juego, ululando y riendo, jugando a
perseguirse y esconderse el uno del otro, siempre con alegría y buena
disposición. Ella había presenciado una amplia variedad de apareamientos,
algunos largos y complicados, otros demasiado breves, pero invariablemente
afectuosos. Esta noche Silbido parecía concentrada y dispuesta, pero no daba
la impresión de estar divirtiéndose. Cada vez que Bapoto trataba de acercarse,
apoyado en codos y rodillas y con un canturreo conciliatorio, a ella se le
hinchaban las fosas nasales y siseaba, y cuando él se incorporaba y se
golpeaba el pecho con los puños, ella le enseñaba los dientes y gruñía. Sin
embargo, de repente hubo algo en Bapoto que la encandiló, y Silbido no hizo
el menor esfuerzo por apartarlo.
Ceniza le dio un tirón a Golpe, y los dos se agacharon para que no
pudieran verles.
—¿Así es como se aparea tu gente? —preguntó él, señalando a la otra
pareja—. Yo diría que esos ruidos atraen a las hienas.
—No, no es así como lo hacen. A veces la gente es muy ruidosa, pero
nunca tanto. Parece que se estuvieran peleando por una presa. ¿Cómo
acostumbran hacerlo en tu pueblo?
Ceniza no respondió.
Golpe había visto a muchos adultos apareándose, pues la privacidad sólo
era necesaria para mantener secretos, y ya desde niña solía jugar con los otros
niños al apareamiento. Una niña que fingía ser una mujer se ponía en
cuclillas, de espaldas a un niño que fingía ser un hombre, y ambos se ponían a
brincar de puntillas, intentando adivinar dónde iba qué, simulando estar
atentos a los depredadores e imitando los típicos ruidos del apareamiento, que
les arrancaban auténticas carcajadas. Fingirlo se había vuelto para Golpe más
interesante a medida que crecía, y advertía que para los chicos mayores era
igualmente interesante espiar a los adultos y que estaban más que dispuestos a
jugar con ella al apareamiento. Ella nunca lo había hecho con un macho
adulto, y la inquietaba pensar en el tamaño de una erección adulta en
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comparación con la de aquellos chicos con quienes había estado practicando,
pero sus nervios no atenuaban su entusiasmo.
La vacilación que Ceniza había demostrado en su primer encuentro había
desaparecido. Él apoyó la espalda contra una piedra y separó las rodillas y los
brazos, e invitó a Golpe a que se acercara. Ella lo miró a la cara, evaluando
sus intenciones. Ceniza tenía la boca un poco abierta, y ella advirtió el
temblor momentáneo de sus manos. Ella se arrellanó de espaldas entre sus
brazos, y giró la cabeza para acariciarle el rostro con la nariz, y pronto se
olvidó por completo de todo aquello que podría haberla asustado. Perdió la
noción de la noche y sus ruidos, hasta el punto de que sólo existían su cuerpo
y el de él; se olvidó de respirar, se olvidó de mantener el equilibrio, y se
aferró desesperadamente a sus rodillas. Los extraños rugidos detrás de la nuca
la distrajeron y estuvo a punto de echarse a reír. Finalmente él se sentó,
jadeando. Sonrojada y temblorosa, ella se arrodilló y se dio la vuelta.
—Ha estado bien —le dijo con señas—. ¿Puedes repetirlo?
Ceniza se reclinó, respirando un poco más deprisa que de costumbre.
—En un rato, ¿vale?
—Vale.
Los ruidos procedentes de la uwanda de Gorgeo se habían reducido a
suaves gruñidos, algo a mitad de camino entre ronroneos de respeto y rugidos
de amenaza, y Golpe y Ceniza volvieron a asomarse discretamente por
encima del seto. Sentían curiosidad por cómo se desarrollaba el drama, pero
no querían verse implicados en un altercado. Silbido y Bapoto seguían
enfrentados, pero ahora estaban en cuclillas y mucho más cerca el uno del
otro. Su acto de súplica aparentemente había dado resultado. Poco a poco, sin
parar de sisear y lanzando miradas por encima de su hombro, ella le dio la
espalda y permitió que él se acercara. Golpe seguía en la niebla de su propia
excitación, y esperaba que el curioso cortejo concluyera con un alboroto
adicional, pero la realidad fue breve, casi un trámite.
Silenciosa al fin, la pareja de la uwanda se arrellanó cerca del fuego.
Silbido escudriñaba la oscuridad, como un serval en plena cacería, y Bapoto
contemplaba el fuego con una mirada tan esperanzada que lo hacía parecer
mucho más joven.
—Una bonita ceremonia —gesticuló él—. Una de las mejores que haya
visto jamás.
Golpe pensó que había algo de cinismo en la seña de «gracias» con la que
Silbido respondió, pero Bapoto no pareció interpretarlo así.
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—La Única le sonríe a nuestra gente en esta noche. ¿Te unirás a mí para
darle las gracias? —Bapoto se puso de pie y levantó los brazos, mirando
expectante a Silbido, pero ella negó con la cabeza.
—Puedes darle las gracias por mí —gesticuló amablemente. Golpe
rechinó los dientes ante las palabras de Bapoto. ¿Nuestra gente?
Él bajó los brazos.
—Por favor. Tú eres muy importante para… —Se interrumpió—. Sólo
quiero ayudar. ¿Qué daño podría causar?
—Ningún daño. Tú sigue. Yo voy a ver cómo están los niños.
Tras un ademán afable, Silbido entró en el refugio. Golpe oyó los
murmullos de los niños acostados y vio a Bapoto subirse a un tocón y levantar
nuevamente los brazos. En ese momento, Ceniza anunció que ya se había
repuesto, y ella retrocedió para apoyar su espalda sobre él con entusiasmo.
Esta vez a Ceniza no le corría prisa y se dedicó a descubrir la mejor
manera de arrancarle a ella chillidos y otros sonidos cómicos. Una vez más, el
resto del mundo desapareció. Todo parecía nuevo, una oportunidad para
experimentar. La imaginación de ella saltaba de una idea a otra; algunas ideas
parecían complacer a Ceniza, otras le resultaban más interesantes a Golpe.
¿Qué se siente? ¿Cómo es? Con la respiración acelerada, ella ignoró un
calambre en la pierna; estaba demasiado concentrada, demasiado absorta para
pensar en el dolor, hasta que ocurrió algo inesperado y monumental que le
hizo perder el equilibrio. El grito de su clímax se oyó en varios refugios,
donde algunas mujeres asintieron para sí mismas y decidieron que les gustaría
reclinarse una vez más sobre sus nuevos compañeros.
Fue al cabo de un rato cuando Golpe se dio cuenta de que los cantos y la
cadencia de los tambores se habían desvanecido hasta desaparecer. Los dos
bajaron hasta la uwanda, ahora vacía, y se agacharon para pasar por debajo de
la puerta de piel. Silbido estaba sentada junto al fuego, contemplativa. Su
expresión al saludarlos con un chillido suave resultó indescifrable. Todos los
demás parecían estar durmiendo.
—No estoy nada cansada —le dijo Golpe a Silbido, gesticulando en la
tenue luz del fuego que ardía lentamente—. Vete a dormir. Yo vigilaré
primero. —Silbido asintió, se levantó y se trasladó al nicho de dormir.
—Yo puedo vigilar primero —dijo Ceniza, y ahogó un bostezo. Golpe
hizo una mueca escéptica, recogió sus pieles de dormir y las tendió cerca del
luego.
—Acuéstate aquí, conmigo. Te despertaré cuando esté cansada, y podrás
sustituirme.
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Ceniza volvió a bostezar, se acostó sobre las pieles de Golpe y se hizo un
ovillo dejando un sitio libre para ella. Golpe se sentó con la espalda apoyada
en el pecho tibio de Ceniza y miró hacia la puerta y la ventana,
completamente despierta, escuchando cómo su respiración se volvía más
serena y profunda. El refugio estaba cálido con dos cuerpos adicionales en su
interior, pero había algo más; sus olores masculinos eran excitantes y
aterradores, tranquilizadores y amenazantes. Golpe tuvo la sensación de que
una abundancia de posibilidades, maravillosas y horribles a la vez, había
entrado en el refugio con los hombres, y estaba impaciente y ansiosa por
descubrirlas.
Cuando ya no podía mantener abiertos los ojos, Golpe despertó a Ceniza y
le cambió de sitio. Se despertó cuando Bapoto descorrió las pieles y dejó
entrar el sol de la mañana, el aire fresco del otoño y el canto de los pájaros. Se
acurrucó contra la espalda de Ceniza, luego se puso de pie y se apresuró a
salir a la uwanda. Bapoto estaba encaramado sobre uno de los tocones con los
brazos en alto y emitió el silbido trémulo y espeluznante que Golpe había
oído la noche en que fue drenada su herida.
Cuando él se dio la vuelta y bajó de un salto, ella le preguntó:
—¿Qué ha sido eso?
—Estaba saludando a la Única y dándole las gracias por esta mañana y
por todas las bendiciones de la vida. ¿Quieres unirte a mí? Veo que tú
también tienes algo que agradecer.
Bapoto lanzó una mirada a Ceniza mientras éste salía del refugio.
—Yo misma he elegido a Ceniza. No se trata de un regalo. —Si bien
reconoció que ahora Bapoto tenía el mismo rango de Silbido, y que la paz en
el refugio requería de cierta cortesía, decidió que no iba a estar pendiente de
las tonterías que predicaba Bapoto. Ceniza los saludó con un gesto
adormilado y se dirigió a las letrinas.
—Un espíritu habita en cada cosa, en cada persona, en cada animal, en
cada planta, en cada piedra, en cada río. —Bapoto se comunicaba con
aspavientos, utilizando ambas manos, como si vinieran desde muy lejos—.
Todas las bendiciones vienen de la Única, cada cacería exitosa, cada hijo,
cada árbol lleno de frutos maduros. Nosotros le enviamos nuestros
agradecimientos y nuestros ruegos, y ella nos recompensa por nuestra
atención.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó ella.
—Veo la obra de la Única por todas partes. Le pido al espíritu del
leopardo que salga de tu herida, y se cumple. Le pido al espíritu del antílope
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que venga a mí durante la cacería, y viene. El mundo me colma de milagros.
¿Por qué? Porque la Única lo hace posible. —Bapoto levantó los brazos y
volvió a emitir un gorjeo.
Ella estaba impresionada con su sinceridad, pero no muy convencida de
su cordura. Él parecía creer que el mundo estaba lleno de seres invisibles que
lo controlaban todo. Al volverse hacia las letrinas siseó con escepticismo,
aunque muy por lo bajo, para que Bapoto no la oyera, pero al parecer la oyó.
Golpe oyó un gruñido a sus espaldas y se volvió. Bapoto la miraba fijamente
enseñándole los dientes, como si ella fuera una gacela, o una víbora.
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dirección al fuego, donde revolvió la llama y se calentó las manos. Silbido
aulló un saludo, y Bapoto se volvió hacia ella con las fosas nasales hinchadas.
De inmediato se oyó un chillido de enfado procedente de la uwanda central, y
al cabo de un rato se presentaron dos mujeres, Trino, hermana de Silbido, y
Zumbido, la mujer de rango más bajo en Kura. Las dos escupían de
indignación y hablaban incoherentemente por señas.
Trino tenía caderas redondas y rollizas, rasgos saludables y simétricos, y
una risa sociable. A Golpe le caía bien, pero no había reparado en que Silbido
evitaba confiar en su hermana menor en lo referente a los asuntos
importantes. Era evidente que la mayoría de las mujeres la creían tonta, y no
comprendían por qué había recibido regalos de casi todos los hombres que
habían regresado para el Enlace. El compañero de Trino, Chacal, un hombre
de complexión fuerte y grandes habilidades, la seguía con paso vacilante.
Zumbido era de la edad de Silbido, con un pelo de mechones grises, la
piel arrugada del color de una nuez de mungomu, y la espalda doblada como
si cargara con uno de sus numerosos hijos, todos los cuales habían muerto
antes de recibir un nombre. Su físico, su salud, su refugio y sus posesiones
eran lo peor de Kura. Zumbido sujetaba algo ensangrentado bajo el brazo. Su
compañero, Verruga, era un hombre musculoso apenas más alto que Gorgeo,
con una barba asimétrica y una cojera debida a sus piernas desiguales. El
último hombre elegido durante el Enlace, Verruga, seguía a Zumbido con una
mirada tan remarcadamente incómoda como la de Chacal.
Silbido dejó su tejido y se puso de pie.
—¡Trino! ¡Zumbido! Calmaos. ¿Puede Gorgeo resolver este desacuerdo?
Gorgeo lanzó un ¡chsss! y le hizo un gesto con la mano a Silbido:
—Tú puedes resolverlo.
Silbido se volvió hacia las dos mujeres enfadadas. Golpe observó
atentamente el porte y la expresión crítica de su madre, y pensó: «tengo que
aprender de ella».
—Trino, dime qué ha ocurrido —dijo Silbido con señas
—Bapoto repartió la pieza equitativamente, tú sabes que lo hizo. Le dio a
Chacal los cuartos delanteros, y eso me pertenece.
Las manos de Trino aleteaban como patos atrapados, y Golpe apenas
podía entender lo que decía. Ella sabia que Bapoto, que ahora tenía el rango
de Silbido, estaba a cargo de la caza y era el responsable de repartir la carne,
pero no comprendía de qué se quejaba Trino.
Silbido frunció el entrecejo.
—Zumbido, cuéntame tú.
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—Hoy Chacal recibió los cuartos delanteros después de la caza. Verruga
no recibió nada. —Zumbido parecía tranquila, pero Golpe observó que
doblaba los dedos de los pies, como si los cerrara en puños—. Cuando Chacal
pasó por mi refugio, se paró y cortó un trozo de su carne para mí. Trino lo
vio. Ella vino a mi refugio e insistió en que se lo devolviera.
Silbido miró a su hermana como si Trino hubiese perdido el turno en un
juego para niños.
—Tu despensa está tan llena que tengo que ayudarte a ampliarla. La de
Zumbido está vacía.
Trino apretó los dientes y apartó la vista.
Bapoto, que no se había movido desde la llegada de los otros, se alejó del
fuego y atrajo la atención de Silbido. Ella lo miró, y él se dio la vuelta de
modo que sólo ella pudiera ver sus señas.
—Le di esa carne a Chacal. Hoy Verruga no participó lo bastante en la
cacería, y no se merece ese trozo.
Su expresión la retaba a anular el veredicto.
Silbido pareció titubear. Vacilante, miró a ambas mujeres y a sus
compañeros. Sólo Zumbido aguantó su mirada, aunque enseguida miró al
suelo. Finalmente, Silbido tomó una decisión.
—Trino, tienes derecho a toda la carne, aunque no te la mereces.
Zumbido, dásela a Trino.
Zumbido, todavía doblando los dedos de los pies con furia y mirando a
cualquier parte menos a Trino, le entregó el trozo ensangrentado. Trino miró
la carne y luego a Silbido. Dio un pisotón, intentó palmear a Zumbido aunque
falló, y se marchó de la uwanda. Chacal se encogió de hombros en un gesto
conciliatorio y la siguió. Bapoto regresó al fuego, con un dejo de satisfacción
en la comisura de su boca.
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construir herramientas como las de Ceniza, y Chasquido se mostraba
interesada por el propio Ceniza. En los días lluviosos, Ceniza se sentaba con
Chasquido en su regazo cerca de la ventana del refugio donde había más luz,
y le ensenaba a Susurro a experimentar con piezas de madera y hueso, los tres
mojándose con la lluvia que entraba por la ventana.
Por su parte, Bapoto era un cazador extraordinario. Cada tarde, antes de
planificar una cacería, organizaba un ritual. Reunía a un grupo de cazadores
en la cima del peñasco, o en el refugio de los hombres si estaba lloviendo o
hacía un frío glacial, y allí encendían un fuego y acompañaban los trémulos
silbidos con exóticos ritmos de tambores. En cada ocasión, Bapoto invitaba a
Ceniza para que se les uniera, y Ceniza rehusaba la invitación amablemente.
Cuando Bapoto regresaba mucho después de anochecer, olía a sudor y humo,
y a veces Golpe notaba que la miraba con condescendencia. Durante la
cacería del día siguiente, Bapoto decidía quiénes iban a hacer de
perseguidores, quiénes se quedarían en la línea, quiénes atacarían, y como
resultado casi siempre era él el que mataba a la presa. Luego repartía las
porciones entre los consideraba merecedores de ellas y se quedaba con las
mejores partes, que por lo general empezaba a devorar antes de llegar a casa.
Como consecuencia de ello, Golpe solía disponer de más carne para
alimentar a Susurro y Chasquido de la que podía aportar su propia madre, y la
gratitud de Silbido empezaba a avergonzar a todos. Discretamente, Silbido
empezó a asistir a los rituales de Bapoto por la mañana. Golpe sospechaba
que su madre tenía la esperanza de que Bapoto se mostrara más dispuesto a
compartir la carne con creencias, pero lo cierto es que sus costumbres de
cazador no variaron mucho después de que Silbido se volviera una experta en
los silbidos con vibraciones.
—Ahora aquel cuadrado. Tenéis que hacerla rodar hasta aquel cuadrado.
Golpe intentaba engañar el estómago de los niños enseñándoles un juego
que ella misma se había inventado, con cuadrados dibujados en el suelo del
refugio, pequeñas piedras redondas y palos ahorquillados cuidadosamente
seleccionados. Los días fríos y oscuros se habían vuelto más cortos en pleno
invierno. La escasa luz casi se había apagado, pero Golpe estaba decidida a
aplazar el momento en que Silbido repartía un poco de fruta seca enmohecida
y unas pocas nueces entre los niños letárgicos para que tuvieran algo en el
estómago mientras intentaban dormir.
—No puedo. —Chasquido se envolvió las rodillas con los brazos y apoyó
la cabeza en ellos—. Tengo frío.
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Los hombres estaban fuera, aprovechando un intervalo en la lluvia
interminable para cazar algo, pero Golpe sabía que quedaba poco por cazar
cerca de Kura. Silbido estaba acurrucada sobre una piel de dormir,
amamantando a Bebé, mientras sus otros dos hijos estaban sentados lo más
cerca del fuego que podían estar sin chamuscarse. Gorgeo estaba sentada
frente al nicho de la despensa, donde llevaba todo el día vigilando en silencio
que ningún insecto husmeara en la comida. De vez en cuando rugía para sí
misma con tristeza y se lamía los dientes, y Golpe sospechaba que estaba a
punto de perder otro de los pocos que le quedaban.
Con gesto resignado, Golpe metió toda la parafernalia del juego en una
cesta y la guardó en el nicho. Silbido se levantó, dejando a Bebé dormido al
abrigo de las pieles, y cogió algo de la despensa para la cena. Gorgeo sólo
aceptó una rodaja de marula, que chupó y mordisqueó hasta que estuvo lo
bastante blanda para su dentadura floja. La última luz del día se extinguió, y
los hombres aún no habían regresado.
Mientras tomaban su lastimosa comida, Silbido se dio la vuelta para
ocultar el movimiento de sus manos a Gorgeo y se dirigió a Golpe:
—Vigila tú primero, y despiértame a medianoche.
Golpe asintió y dio otro pequeño mordisco a su marula. Las dos mujeres
jóvenes desenrollaron las pieles de dormir y acostaron a Chasquido y Susurro.
Golpe cogió un palo ardiendo para encender el fuego en la uwanda y una piel
adicional en la que se envolvió mientras se agachaba para salir por la puerta.
Gorgeo lanzó una mirada de indignación a su nieta y salió tras ella arrastrando
los pies.
Golpe estaba encendiendo el fuego cuando Gorgeo le tocó el brazo.
—Yo siempre vigilo la primera.
—No hace falta que vigiles durante el invierno. Los hombres pronto
regresarán, y entre los cuatro podemos vigilar de sobra.
—Yo vigilo la primera. —Gorgeo endureció la mandíbula y apretó los
labios formando una línea delgada.
Golpe asintió y volvió a entrar en el refugio, pero se quedó junto a la
puerta de piel, mirando a través de la rendija. Gorgeo encendió un fuego
abrasador, se abrigó con la piel adicional y se acuclilló frente al fuego de
espaldas al refugio. Unos minutos después, Golpe vio cómo la cabeza de su
abuela se inclinaba, y oyó un débil ronquido. El pelo de Gorgeo, ahora
completamente blanco, se liberaba de las trenzas de Kura y se agitaba con la
brisa. Golpe meneó la cabeza afectuosamente y se acomodó para vigilar desde
la puerta.
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La luna creciente había hecho medio camino desde el cénit hasta el cielo
del oeste, cuando Golpe oyó un gruñido que venía de la pendiente lateral de la
uwanda. Ahora el fuego apenas ardía y su luz no se reflejaba en ningún par de
ojos, pero allí fuera había algo, algo con dientes que sin querer provocaba el
desplazamiento de algunas piedras, algo lo bastante grande como para emitir
un gruñido sonoro.
Golpe no quería avergonzar a su abuela sorprendiéndola dormida mientras
vigilaba. Intentó un suave ¡chsss!, y luego arrojó una ramita a la espalda de
Gorgeo, pero la anciana si guió durmiendo, y los gruñidos se acercaban.
Golpe se puso de pie y empezó a tantear en la oscuridad en busca de la lanza,
convencida de que estaba a mano, apoyada en la pared. Fuera se oyeron más
ruidos de pisadas y otro gruñido, y ella se asomó para encontrarse con un
enorme potamoquero de río que se acercaba al trote a la agonizante luz de la
hoguera. Un pelo largo y áspero se mecía entre sus cortos colmillos mientras
el hocico del animal husmeaba en busca de comida. Olfateó los pies nudosos
de Gorgeo que sobresalían por debajo de la piel de dormir y procedió a un
mordisco experimental.
Golpe y Gorgeo gritaron al unísono. El cerdo dio un salto casi equivalente
a su propia estatura y salió disparado hacia la oscuridad con un gruñido
prolongado y resonante. El sonido acabó en un ruidoso crujido y un breve
alarido, casi humano. Golpe finalmente encontró la lanza y salió a la uwanda,
y Silbido salió tras ella. Gorgeo estaba tumbada echa un ovillo, en silencio,
cogiéndose el pie con ambas manos. Algo oscuro rezumaba entre sus dedos.
Miró a Golpe y levantó una mano ensangrentada para hablar:
—Quizá sea mejor que deje vigilar a los más jóvenes.
Mientras llevaban a Gorgeo dentro del refugio, oyeron los aullidos de
Kura que llegaban desde la dirección por la que había huido el cerdo. Golpe
dejó que Silbido ayudara a Gorgeo a limpiar la herida del pie y regresó a la
uwanda. Estaba encendiendo el fuego cuando apareció Ceniza, que traía
arrastrando al potamoquero muerto hacia la luz, en la otra mano una lanza
ensangrentada. Mientras sazonaban la res, Ceniza le contó a Golpe que había
estado persiguiendo a un pequeño rebaño de gacelas durante todo el día pero
sin llegar a acercarse lo suficiente como para atacar, de modo que al
anochecer había emprendido el regreso a Kura. El potamoquero de río lo
había sorprendido justo cuando él iba a anunciarse por medio de un alarido, y
afortunadamente todavía tenía su mejor lanza consigo.
Resultó que los demás hombres de Kura habían seguido al mismo rebaño
de gacelas y acampado durante la noche cerca de ellas para reemprender la
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cacería por la mañana. Cuando Bapoto regresó al refugio de Gorgeo cerca del
mediodía con parte de los cuartos traseros, encontró a los demás con los
dedos y las caras grasosas, sorbiendo el tuétano de los huesos del cerdo asado.
No mostró interés en sumarse a las bromas y las risas de los que ahora tenían
la panza llena, pero sí que estaba dispuesto a acabarse la carne de gacela en
cuanto Silbido tuviese la amabilidad de asarla para él.
El invierno recrudeció. La lluvia fría y el viento penetraban en los
refugios y obligaba a todos a apiñarse. El pie de Gorgeo cicatrizaba
lentamente, y ella necesitaba ahora un palo sólido para apoyarse al caminar.
Los kinanas, las frutas y las nueces ya casi se habían acabado; la carne seca
estaba enmohecida, y las escasas verduras traídas por la lluvia no llenaban lo
suficiente y les provocaban malestar de estómago. Una tarde, a última hora,
Ceniza salió en medio de un aguacero para echar un vistazo a sus trampas,
mientras los demás, apiñados en el refugio de Gorgeo, intentaban distraerse
del hambre. Cerca del fuego, Gorgeo ayudaba a Susurro y Chasquido a
clasificar los juncos para los cestos; ambos niños miraban con nerviosismo a
los adultos, que parecían estar esperando una explosión, y procuraban no
interponerse en el camino de ninguno. Silbido y Golpe intentaban tender una
piel de cebra sobre un bastidor de madera para el curtido, pero parecía que sus
esfuerzos no coincidían con sus propósitos. La piel seguía soltándose del
bastidor, y tenían que volver a empezar una y otra vez. Bebé se dedicaba a
explorar, y su madre y hermanos evitaban que se adentrara gateando en las
llamas. Bapoto dormía en el nicho.
Ceniza levantó la puerta de piel y entró en el refugio, salpicando a todos
con el agua de lluvia y haciendo sisear el fuego. Chasquido pegó un grito, y
Bapoto se despertó para encontrarse con Bebé delante de él y a punto de
meterle un dedo en el ojo. Se levantó gruñendo y la apartó con el brazo,
haciéndola rodar por el suelo. Bebé chilló de alegría y regresó gateando para
que la hicieran rodar otra vez, pero Silbido se puso de pie de un salto y la
aupó rápidamente.
—¡Eres una bestia! —le dijo con señas a Bapoto, y recogió del suelo una
hoja de raspar. Bapoto le enseñó los dientes y se puso en cuclillas, como
preparándose para saltar, pero Silbido se mantuvo firme.
Tras un momento de tensión, se volvió hacia Ceniza.
—¿Qué has traído?
Ceniza enseñó las manos vacías a modo de respuesta.
—Tendrías que haberte unido a nosotros en el ritual de caza hace seis
noches. Cazamos una cebra, como ya sabrás.
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—Quince hombres tienen más probabilidades de cazar que uno, es cierto.
—La Única está de nuestra parte porque le damos el respeto que se
merece.
—Todavía no he conocido a esa Única —dijo Ceniza con señas, mientras
se agachaba junto al fuego y estiraba sus brazos mojados. Ninguno de sus
gestos o expresiones transmitían la menor señal de amenaza, pero Bapoto se
levantó con una mueca extraña.
—A menos que seas lo bastante inteligente como para unirte a nosotros,
serás uno de esos que descubren el poder de la Única por otra vía.
Golpe también se puso de pie.
—Susurro y Chasquido no son mis hijos. Sin embargo, este invierno
puedo alimentarlos mejor que su madre. ¿Qué me dices a eso? —Susurro y
Chasquido, desde luego, no querían verse involucrados en la conversación, y
ambos parecían querer acercarse a gatas al regazo de Gorgeo.
Bapoto volvió a gruñir. Silbido se plantó entre Bapoto y Golpe y miró de
frente a su hija.
—Respetarás el rango de mi hombre. Si tú y Ceniza os unierais a nosotros
cada mañana para saludar a la Única, todos nos beneficiaríamos de sus
bendiciones y eso evitaría discusiones absurdas en nuestro refugio.
Golpe miró a su madre con incredulidad, pero bajó la vista sin responder.
«¿Es posible que ésta sea mi madre?». Se acuclilló junto a Ceniza, advirtió
que tenía los puños apretados y se obligó a extender los dedos y a apoyarlos
relajados sobre sus muslos.
Bapoto se movió furtivamente a espaldas de Silbido y cogió su lanza
corta, que estaba apoyada en la pared cerca de la puerta.
—Miraré que no haya hienas —le dijo a Silbido por señas, y salió, la
llovizna colándose en el interior mientras la puerta de piel caía tras él.
Golpe reprimió el impulso de escupir.
Silbido se preparó para darle el pecho a Bebé. Al cabo de un rato, Golpe
se armó de valor y se dirigió a su madre con un ¡chsss!
—Bapoto te falta al respeto.
Silbido le respondió con frialdad.
—¿Por qué dices eso? Está intentando ayudar a Ceniza, enseñarle a un
hombre más joven lo que debería saber.
—Me refiero a la caza. Nunca te trae lo que te corresponde.
—Bapoto sabe bien quién merece qué. No es así como lo han hecho
nuestros hombres en el pasado, de acuerdo, pero así es como siempre se ha
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hecho en el ukoo de su madre. Él no pretende faltarme el respeto. En cuanto a
ti, deberías tener más juicio.
—¡Éste no es el ukoo de su madre! ¡Él debería respetar nuestras
costumbres!
A Golpe le temblaban las manos de indignación y, sin pensarlo, se puso
de pie y se quedó mirando a su madre desde lo alto, con un destello en sus
ojos. La súbita inspiración de Gorgeo la hizo volver en sí, y antes de que
Silbido pudiera responder a la insolencia de su hija, Golpe se lanzó a la lluvia
y emprendió una carrera ciega cuesta abajo, alejándose del resto de los
refugios.
Corrió dando traspiés, con lágrimas en los ojos, asaltada por visiones de
los posibles castigos que podían aguardarle a su regreso. Mientras sus
temblores de rabia se convertían en escalofríos, Golpe reparó en la luz
mortecina, en su pelo mojado y en un bosquecillo de árboles enanos, todos
con anchas ramas que rozaban el suelo a su alrededor. En busca de un lugar
más seco donde descansar, se metió a gatas debajo de las ramas inferiores de
uno de los árboles más grandes y allí encontró suficiente espacio para
acurrucarse, resguardada por hojas viejísimas y secas. La lluvia susurraba a su
alrededor, y una ráfaga de viento arrojaba un puñado de gotas frías sobre su
cara. Al final, los escalofríos amainaron y se quedó dormida.
Un sonido ensordecedor irrumpió en sus sueños, y ella se vio en el Enlace,
eufórica de expectación mientras danzaba alrededor del círculo de mujeres,
pero entonces despertó. La oscuridad, los olores extraños, un tronco
incómodo en su espalda, ruidos sordos y raros. La breve confusión se
convirtió en alarma cuando Golpe recordó la discusión, su fuga, el árbol. En
silencio, movió una rama y echó un vistazo a través de las hojas.
La lluvia había cesado. La luna llena iluminaba un pequeño claro y tres
figuras. Bapoto tocaba un ritmo extraño con un tambor pequeño de tono alto,
mientras otros dos hombres se ocupaban del fuego. Cuando uno de ellos se
dio la vuelta, ella reconoció a Chacal, el compañero de su tía Trino. El otro le
resultaba vagamente familiar; había estado en el Enlace anterior pero no lo
habían escogido. Ella sospechaba que él había terminado en el refugio de
solteros cerca del Kijito con los demás jóvenes u hombres que no habían sido
elegidos en ningún ukoo. La percusión parecía interesar más a Bapoto que a
los otros dos; pronto empezaron a bostezar, y pareció como si en cualquier
momento se acostarían para dormir. Bapoto dejó de tocar y se puso a hablar
por señas. Para enterarse de lo que decía, ella se colocó en una postura
incómoda, asomándose apenas entre las ramas.
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—Gracias por uniros a mi ritual. La Única está con nosotros, y espero que
nos envíe una señal de su presencia. Somos humildes devotos de la Única. Le
agradecemos por su atención esta noche. —Bapoto trinaba mientras
gesticulaba, y los otros dos hombres se le unieron. Sus trinos parecían más
graves que de costumbre, y la vibración de los silbidos era más pausada,
como si un parlamento de lechuzas llenara el claro con un debate—. Las
largas lluvias nos han impedido salir de caza, y nuestra gente tiene hambre.
Gracias, Única, por esta noche despejada. Por favor, danos la luz del sol para
cazar por la mañana, y ayúdanos a encontrar presas antes de que vuelva la
tormenta.
Los dos hombres respondieron haciendo crujir los dedos y dando
pisotones. Del fuego saltaron chispas cuando un tronco cayó sobre otro.
Bapoto se unió a los pisotones, y enseguida los tres estaban bailando
alrededor del fuego, chapoteando con los pies sobre la viscosidad de hojas
caídas y tierra mojada. Al final, Golpe oyó un canto de lechuza auténtico, y
Bapoto se detuvo bruscamente, atento. Mientras los otros dos le miraban con
ojos como platos y algo boquiabiertos, él cerró los ojos y levantó los brazos
despacio, fríamente, las palmas hacia arriba. Finalmente, pareció despertar y
se puso de rodillas, jadeando como si viniera de correr.
—La Única nos bendecirá mañana —expresó Bapoto con señas—. Nos
mandará gacelas rellenas con hierba fresca, demasiado perezosas para correr.
A cambio de sus bendiciones, nos pide que le demostremos nuestra devoción
conviviendo en paz, hombres y mujeres. No deberíamos seguir expulsando a
los hombres que no son elegidos, ni obligar a los ancianos a realizar los viajes
de verano.
Chacal movió la cabeza y ofreció su ayuda a Bapoto.
—Creo que la danza te ha mareado un poco, amigo. Me encantará salir a
cazar contigo por la mañana, si no han vuelto las tormentas, pero ya es hora
de ir a dormir.
Chacal palmeó la espalda de Bapoto y regresó a Kura.
Bapoto se volvió hacia el otro hombre, que permanecía vacilante al otro
lado del fuego.
—Seguro que tú has visto el resplandor de la Única, ¿no es así,
Madriguera?
El otro frunció el ceño. Pateó el suelo al borde del fuego y evitó la mirada
de Bapoto.
—¿Quieres decir que debería quedarme en Kura aun sin una compañera?
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—Sí, por supuesto. El ukoo necesita de hombres. Las mujeres necesitan
cazadores para hacer trueques. Somos esenciales, Madriguera, tanto como
ellas.
Daba la impresión de que Madriguera quería creerle a Bapoto pero no
conseguía hacer conciliar estas ideas con su concepción del mundo.
Finalmente asintió.
—Claro, claro. Quizás el próximo invierno lo haga. Ahora vamos a
dormir, mañana saldremos de caza.
Madriguera se alejó en la dirección contraria a Chacal, siguiendo el
camino que conducía al refugio de los solteros, cerca del río Kijito. Al
quedarse solo, Bapoto clavó la mirada en el fuego, los dientes apretados, y de
una patada mandó las brasas al barro, sin dejar nada salvo unas pocas chispas.
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Cuando Golpe se quedó sola, empezó a llover otra vez. Pensó que, por lo
general, Silbido era más tolerante por la mañana que por la noche. «Me
quedaré aquí hasta que amanezca». Al despertarse con el frío antes del alba,
estaba convencida de que podría resolver su conflicto con Silbido mediante
una disculpa humilde y prudente. Una luz rojiza se expandía sigilosamente
por el cielo mientras ella regresaba a Kura, y al llegar encontró a Ceniza
sentado junto al fuego de la uwanda, haciendo el último turno de vigilancia
mientras los demás todavía dormían.
—Un día perfecto para una expedición —dijo ella con señas, mientras él
se levantaba para saludarla—. Tal vez hayan crecido algunas cebollas allá
abajo, donde el arroyo va a dar al río Kijito. Quizá sea el momento de probar
mi nueva cesta de pescar. —Acarició a Ceniza con la punta de la nariz y se
subió a la roca plana. Su mirada siguió el curso del río, e imaginó a la
distancia el reflejo del sol en el agua—. El Kijito debe de estar lleno de peces.
Ceniza trepó a la roca detrás de ella y miró en la misma dirección,
hambriento, los ojos abiertos de par en par.
—¿Te apetece ir a cazar? Es un día excelente para correr. Tú corres y yo
pruebo mis lanzas nuevas. Seguro que tendremos carne para la cena.
Ninguna partida de cazadores le había propuesto salir de caza desde la
primavera anterior, y la propuesta de Ceniza la motivó para ponerse en
marcha. Bajó de la roca de un salto y empezó a reunir el equipo de caza
mientras tarareaba de satisfacción. Antes de que hubiera acabado de preparar
los morrales, Silbido y Bapoto salieron del refugio, se encaramaron a la roca
grande y empezaron con su ritual mañanero de costumbre. Una vez disipados
los últimos ecos, Silbido bajó de la roca y examinó los objetos amontonados a
los pies de su hija: varias lanzas de madera, pieles, cuchillos y raspadores de
piedra, dos bolsas de agua vacías, algunos bramantes. Desde lo alto de la roca,
Bapoto observaba a las dos mujeres cruzado de brazos.
Golpe se inclinó ante su madre, bajando la vista.
—Lamento haberte faltado el respeto ayer.
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Silbido asintió satisfecha.
—Un día serás una buena Madre.
—Hoy Ceniza irá a cazar —gesticuló Golpe—. Yo haré de perseguidora.
No nos esperéis hasta la noche.
Bapoto se dirigió a Ceniza.
—Estaré encantado de enseñarte a invocar con respeto el auxilio de la
Única.
Ceniza rehusó el ofrecimiento con un gesto educado. Bapoto enseñó sus
dientes.
Golpe y Ceniza se colgaron los morrales al hombro y partieron al trote
rumbo al río. Cuando estaban a punto de perderse de vista, Silbido lanzó un
ululato reverberante. Golpe no se giró, pero levantó un brazo en señal de
agradecimiento y siguió corriendo.
Cerca de Kura no quedaba nada para cazar —ni falta que hacía ponerse a
buscar rastros—, de modo que corretearon como jirafas despreocupadas
persiguiéndose mutuamente para divertirse. Ya no había nubes. Un cielo
descomunal azul zafiro, perforado por el más deslumbrante de los diamantes,
se extendía sobre una esmeralda verde igualmente enorme. Nuevos brotes
perforaban la tierra áspera y amortiguaban las fuertes pisadas de sus pies.
Golpe estudió a Ceniza mientras corrían. Parecía tan feliz como ella de
estar fuera de ese refugio sofocante, y ella advirtió que su pelo por fin
empezaba a adoptar la forma propia de Kura. Durante las últimas tres lunas
había envejecido; llevaba una barba más tupida, su espalda parecía más
ancha, y las arrugas del sol empezaban a asomar en las comisuras de sus
párpados. Ella pensó en las distancias que Ceniza había recorrido aquel
invierno, largos tramos de peligro y cansancio, cazando para ella y su familia.
«Lo elegí por sus dotes —pensó—, porque es un buen viajero, un buen
mercader, un buen artesano, pero hay una razón aún más importante: porque
es un buen hombre». Ni siquiera con el estómago vacío ella había echado en
falta el placer o la esperanza.
En el punto donde el arroyo Kura desembocaba en el río Kijito, Ceniza
avistó unos chengas en el agua y sacó una de sus lanzas.
—¿Tienes hambre? —El pez negro y plateado del tamaño de una mano
brincaba velozmente de la sombra al sol, lanzando destellos como una
reluciente ave acuática.
Golpe miró al pez sin convicción.
—Nosotros no comemos de ésos.
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—¿No? El chenga sólo provoca náuseas cuando hace calor. En invierno
está buenísimo.
Tras un gruñido escéptico, Golpe ensartó a uno de los pececillos, lo
limpió ligeramente con su cuchillo de piedra obsidiana y se lo dio a Ceniza.
—Tú primero.
Dándole las gracias con una absurda reverencia, él tomó el pez y mordió
un buen trozo. En dos mordiscos más lo devoró y enseguida ensartó otro y lo
limpió para Golpe. Ella lo aceptó, indecisa. Le rugía el estómago, y se comió
el segundo chenga tan rápido como Ceniza se había comido el suyo.
—Supongo que más tarde sabré si tenías razón o no.
Siguieron corriendo. Ya muy lejos de Kura, redujeron la marcha y sus
miradas empezaron a oscilar de lado a lado como péndulos mientras buscaban
rastros de una presa. Cerca de un arroyo temporal, Ceniza se paró en seco
para examinar una parcela de hierba recientemente pisada, y a continuación
levantó la vista hacia el sur. Golpe trepó a una roca y levantó la mano para
protegerse los ojos del sol.
—Los veo. Justo detrás del lecho seco.
Señaló al sudoeste, hacia un terreno de higueras aparentemente secas.
—Espera en aquellos árboles. El viento viene del saliente. Daré la vuelta
por allá y los traeré hasta ti. Los ñus me olerán a lo lejos, pero a ti no te verán
hasta que lleguen a los árboles. Coge también mi lanza. No llegaré a
acercarme tanto como para atacar; tú sí podrás usarla.
Ceniza asintió.
—Llevaré los morrales a los árboles y los dejaré allí. De otro modo sólo
serán una carga.
Libre del peso de su morral, Golpe casi voló en dirección al sudoeste. No
hizo ruido y se agachó lo más que pudo hasta situarse justo al este de la
manada, donde se incorporó y echó un vistazo a los animales. Era un grupo
pequeño, sólo un macho grande acompañado de veinte hembras, varias de
ellas con crías que no parecían tener más de un día. Unos pocos
interrumpieron su pastoreo, los orificios nasales hinchados, y empezaron a dar
pisotones con las patas delanteras. El macho bufó, y pronto el grupo entero
estaba dando vueltas y mirando con ojos de miope hacia donde soplaba el
viento. Cuando Golpe salió gritando, agitando los brazos y saltando, el macho
lanzó un par de coces al aire con las patas traseras y emprendió un carrera
hacia ella, mientras las hembras se llevaban a sus crías en la dirección
contraria. Golpe empezó a correr de aquí para allá, acercándose poco a poco a
la manada, y el macho pronto se unió a los demás animales que se dirigían
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hacia el oeste. La retirada se hizo lenta por las hembras que se retrasaban con
sus crías, y Golpe no tuvo inconveniente en acercarse lo suficiente como para
conducir la manada hacia el terreno de higueras en el que Ceniza aguardaba
agazapado.
El rebaño no quería adentrarse en la arboleda. Antes de llegar a las
higueras, las primeras hembras giraron a la derecha, y Golpe corrió a la
derecha de los animales para obligarlos a acercarse a los árboles. Los
animales que llevaban la delantera redujeron más aún la carrera, hasta que
Golpe se acercó tanto que podía ver sus nerviosos ojos en blanco clavados en
ella. Algunas coces más la hicieron retroceder, pero Golpe no paró de chillar
y saltar. Cuando una de las crías atravesó un matorral próximo a la orilla de la
arboleda, una lanza salió volando de entre las ramas y la alcanzó justo detrás
de las patas delanteras. Cayó y fue accidentalmente arrollada por varios
animales que venían detrás. Una hembra se paró y olfateó a la que todavía era
su cría, y tras un alarido de Golpe siguió corriendo detrás de sus compañeros.
Al final de la manada venía la más pequeña de las crías, aparentemente
incapaz de correr a la par de su madre asustada. Otra lanza alcanzó a esta cría
en sus cuartos traseros. Tropezó y siguió cojeando. Ceniza salió del matorral
y la persiguió, empuñando la última lanza. La cría berreaba y una de las
hembras se detuvo, pero Golpe se interpuso entre la cría herida y la manada,
rugiendo con renovado entusiasmo. A la hembra le faltó valor, y muy a su
pesar volvió a unirse al resto del rebaño. Cuando Ceniza despachó a la cría
con otra lanza, los animales ya habían desaparecido detrás de una pequeña
colina, jaleados por Golpe, que les pisaba los talones.
Cuando Golpe regresó, Ceniza estaba arrastrando a la segunda cría hasta
el lugar en el que yacía la primera.
—¿Quieres vigilar la carne mientras voy a buscar los morrales, o te
apetece correr un poco más? —preguntó él, exultante y jadeante.
—Puede que hubiera leones vigilando la manada. Mejor voy yo a por los
morrales mientras tú quitas las lanzas. Golpe había corrido un gran trecho a
toda máquina, pero estaba tan entusiasmada por el éxito de la cacería que no
se sentía agotada en lo más mínimo. Ceniza le indicó dónde había escondido
los morrales, y para cuando ella regresó él ya había recuperado las lanzas y
comprobado que dos de ellas podrían volver a utilizarse sin previa reparación.
Golpe abrió los morrales, sacó un cuchillo de obsidiana y rápidamente
destripó a los animales. Los buitres empezaban a sobrevolar en círculos, y ella
supo que pronto aparecerían otros animales carroñeros.
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Entre tanto, Ceniza cortó dos ramas gruesas y las despojó de las hojas y
pequeñas ramas laterales. Ató los palos uniéndolos por uno de los extremos y
ligó una piel entre ambos para fabricar una rastra. Con dos palos más y otra
piel construyó otra rastra para Golpe. Tirando de los extremos libres de los
palos y arrastrando las puntas unidas, cada uno de ellos podía llevar una pieza
de regreso a Kura. Sin perder tiempo, ataron sus pertenencias a las rastras,
junto con los animales, y empezaron a desandar lo andado rumbo al norte,
apurando el paso siempre que el suelo así lo permitiera.
Los buitres se abalanzaron sobre las entrañas abandonadas, y no los
siguieron. Una hiena solitaria los siguió durante un largo tramo del camino,
pero finalmente desistió cuando Golpe le arrojó una piedra dentada y le dio en
la mandíbula. El camino de vuelta se hizo mucho más largo que el de ida,
pero la satisfacción por el éxito de la cacería le dio a Golpe el aguante
necesario para seguir el ritmo de las zancadas de Ceniza. Cuando llegaron al
lugar donde habían cazado los peces, el crepúsculo estaba avanzando y a
Golpe le sangraba el pie. Las fuerzas la empezaban a abandonar, y sólo el
miedo a los leones cazadores de la noche la impulsó a seguir andando. La
luna llena asomando por la derecha les dio un aliento considerable y, cuando
finalmente llegaron a su destino, la luna iluminaba la uwanda de Gorgeo con
tal intensidad que Golpe podría haberle arreglado el pelo a Ceniza bajo
aquella luz radiante.
Nada más dejar las rastras, Golpe notó que la puerta de piel estaba
entreabierta por una esquina, pero no podía ver al vigilante que observaba
desde el interior del refugio. Lanzó un chillido, y Silbido salió por la puerta
como un águila en picado, seguida de inmediato por Gorgeo. Silbido le dio un
achuchón a su hija y apoyó la cara en el hombro de Golpe durante largo rato.
Cuando finalmente la soltó, Golpe habló con señas.
—Siento la tardanza. Espero que no os preocuparais.
Silbido rugió con irónica incredulidad.
—No, qué cosas dices. Sin duda esta noche tendremos que hacer guardia
con un palo ardiendo en la mano.
Mientras metían las crías de ñu y las rastras ensangrentadas en el fondo de
la despensa, Bapoto y los niños seguían durmiendo. Silbido se ofreció como
voluntaria para hacer el primer turno de vigilancia, ya que Golpe y Ceniza
habían pasado el día entero corriendo, y Gorgeo insistió en acompañarla.
Mientras Golpe se enrollaba en las pieles de dormir, vio a las otras dos
mujeres haciendo guardia a ambos lados de la puerta, Gorgeo empuñando un
palo en llamas y Silbido una lanza. Golpe cayó enseguida en un sueño
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profundo, y cuando Ceniza la zarandeó cerca de la medianoche, no recordaba
nada de lo que había soñado.
—Nos ha visitado una leona —gesticuló él—. Silbido la vio hace un rato
en lo alto del peñón. Parece que ya se ha ido, pero más vale que no bajemos la
guardia.
Silbido y Gorgeo parecían cansadas, y las dos se quedaron dormidas antes
de que Golpe y Ceniza se plantaran en la puerta.
Era una noche fría, llena de suaves susurros y crujidos. La luna llena
estaba en lo más alto. Golpe vio a un murciélago atravesar la cara de la luna,
cambiando bruscamente de dirección en su recorrido. Las nubes que venían
del oeste ocultaban las estrellas poco a poco mientras se acercaban a la luna.
Golpe estaba sentada junto a la puerta, cerca del fuego, un palo al alcance de
su mano con una punta entre las llamas, listo para ser empuñado y usado
como arma en caso de emergencia. La mejor de las lanzas restantes de Ceniza
estaba al alcance de su mano, y él recorría la uwanda con la mirada. A Golpe
le dolían las piernas por el largo viaje, y los brazos de tanto arrastrar la rastra.
Su pie lastimado había dejado de sangrar, pero ella no podía pensar en otra
cosa que no fuera meter los pies en el agua fría hasta no sentir nada en
absoluto. Las estrellas se movían más despacio que de costumbre.
Mientras las nubes pasaban delante de la faz amarilla de la luna, Golpe
oyó un ruido a la izquierda de la puerta, cerca de la pendiente y lejos de los
demás refugios. ¿Una ramita quebrada bajo el peso de un pie sigiloso? Ceniza
la miró y ella señaló con el dedo. Él asintió y le hizo una seña: «Lo he oído».
Golpe agarró el palo que tenía a mano y comprobó que el otro extremo
estuviera ardiendo. Ceniza recogió la lanza de madera. Siguieron oyendo los
ruidos leves de las hojas agitándose en los rincones, de los ratones
conversando, de las lechuzas agitando las alas.
Una leona enorme dio la vuelta a la esquina del refugio. Con la tea en una
mano, Golpe lanzó un aullido de alarma y se levantó de un salto. Ceniza
bramó desafiante, y los dos se plantaron delante de la puerta del refugio. La
leona cruzó la uwanda dos veces en silencio, atenta a las dos personas que
vigilaban la entrada, evidentemente nerviosa ante la amenaza de las llamas,
pero desquiciada por el olor de la carne en el interior. Gorgeo y Silbido
salieron a la puerta, cada una con una tea en la mano. Sobre sus cabezas,
Bapoto sostenía la puerta de piel, dejando suficiente espacio para arrojar una
lanza. Golpe oyó a Susurro llevar a sus hermanas al fondo del nicho para
dormir, probablemente con la intención de esconderlas entre la ropa de cama.
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La leona avanzó lentamente hacia la puerta, su vientre colgando sobre el
compacto suelo de la uwanda, las orejas aplanadas sobre su cabeza, un
gruñido profundo en su garganta. Con un alarido asombrosamente fuerte,
Gorgeo dio un paso al frente y acercó el palo ardiendo al rostro del animal. La
leona rugió, tiró la tea al suelo de un zarpazo y clavó sus colmilíos en la
muñeca de Gorgeo. Desesperadas, Golpe y Silbido lanzaron sendas estocadas
con sus palos a la fiera en un intento por distraerla, prenderle fuego a su
pelaje y conseguir que soltara a la anciana. Ceniza quiso clavar su lanza en el
lomo del animal, pero la posición de Gorgeo le dificultaba el ángulo de tiro, y
la lanza rebotó. Bapoto levantó la suya sobre las cabezas de los otros, pero
falló por completo. La leona se volvió rápidamente y arrastró a la diminuta
anciana cuesta abajo, hacia la oscuridad.
La garganta de Golpe se hinchó en un alarido mientras buscaba a tientas
una de las lanzas. «Gorgeo no, Gorgeo no», se dijo a sí misma, siguiendo a
Ceniza cuesta abajo en plena oscuridad, una tea en una mano y una lanza en
la otra. Oyó a alguien que bajaba la pendiente detrás de ella, y un grito breve
le indicó que era Silbido. El terreno parecía parpadear a la luz de la antorcha,
y Golpe tropezó y estuvo a punto de caerse. Los gritos de Gorgeo cesaron
demasiado pronto, pero ellos continuaron bajando hacia donde los habían
oído por última vez. Justo antes de llegar al río, bastante lejos del refugio,
Golpe, Silbido y Ceniza encontraron a la leona y su presa en un claro entre
sauces enanos. Ya era demasiado tarde para hacer algo por Gorgeo.
Golpe se quedó sin aliento. Sus oídos se llenaron con el gemido de
Silbido, pero su propio gemido le oprimía el pecho, le quemaba y se
expandía, incapaz de salir. La fiera gruñó y replegó las orejas. Un mechón de
pelo blanco se movía en la boca del felino.
—Demasiado tarde —gesticuló Ceniza—. Retroceded lentamente, yo os
cubriré.
Golpe siguió sus instrucciones, pero Silbido, que no alcanzó a ver sus
señas, se quedó paralizada. Su grito sobrenatural seguía desgarrándole la
garganta mientras Ceniza la cogía del brazo y trataba de llevársela del claro.
A medida que Golpe retrocedía, los árboles amortiguaban la voz de
Silbido. Entonces oyó un chillido aflautado en lo alto de la pendiente, y
enseguida reconoció la voz de Bebé. Subió la pendiente dando traspiés, cada
respiración un gemido desesperado, las piernas y el pecho retorciéndose por
los calambres. Con la luna ahora oculta tras las nubes, la débil llama de su
antorcha convertía a los árboles y rocas en espectros aterradores. Sin estrellas
que la guiaran, seguía el llanto de Bebé. Encontrar el refugio le llevó mucho
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más tiempo que abandonarlo. Mientras se acercaba a la uwanda oyó el rugido
de Susurro, el grito de Chasquido, y de un momento a otro Bebé dejó de
llorar.
La puerta de piel estaba descorrida y la cortina pendía ladeada de una
esquina de la ventana, sus ataduras colgando. La uwanda estaba ligeramente
iluminada por la lumbre parpadeante del interior. Mientras Golpe se acercaba
a la entrada del refugio, otra leona salió de un salto por el hueco de la
ventana. De las fauces del felino colgaba Bebé, los ojos abiertos y una mirada
de espanto, el cuello triturado y retorcido en un ángulo imposible. Con unos
grandes ojos negros, la fiera calibró la amenaza de Golpe, y probablemente la
incluyó en la categoría de los ratones y roedores, y desapareció en la
oscuridad. En el interior del refugio, Golpe oyó los sollozos de Chasquido, y
la voz de Susurro, que trataba de consolarla.
Bapoto apareció en la uwanda por el lado oeste, una antorcha apagada en
una mano y una lanza con la punta astillada en la otra. Se colocó la lanza
debajo del brazo para hablar con señas.
—Mi antorcha se apagó. Habéis encontrado a…
—¡Otra leona se ha llevado a Bebé! —Golpe señaló con la mano la cima
del peñasco. Él se quedó un instante paralizado, la boca abierta, y luego fue
tras la segunda leona.
El deseo de echar a correr, ya sea de seguir a Bapoto o de dirigirse a
cualquier parte que no fuera el refugio, se apoderó de Golpe, y, sin embargo,
entró. Agolpados en el rincón más profundo del nicho para dormir, Susurro y
Chasquido temblaban acurrucados, formando una bola de color castaño.
Golpe dejó su lanza y arrojó la antorcha en el fuego agonizante. Con un suave
canturreo se agachó junto a ellos. La bola se deshizo y se volvió a formar,
incorporando a Golpe. Ella intentó buscar heridas, pero ninguno de los dos
quería soltar al otro. Al final ella liberó una mano para hablar.
—¿Estáis bien?
Chasquido asintió, pero Susurro la miró con ojos vacíos.
—¿Susurro?
Sus dedos temblaban mientras intentaban dar forma a las palabras, un
esfuerzo lento y doloroso.
—Me quitó a Bebé de las manos.
Golpe acarició a los dos con la punta de la nariz.
—No es culpa tuya. Todos hicimos lo que pudimos.
El rostro de Susurro desapareció en la nuca de Chasquido.
Golpe hizo fuerza para desprenderse del abrazo.
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—Quedaos aquí. Tengo que ir a vigilar hasta que regresen los demás.
Cuando Golpe salió del refugio, armada otra vez, Ceniza apareció en la
orilla de la uwanda con una Silbido ausente cogida de la mano. Silbido se
deshizo de su lanza para hablar.
—¿Qué ha ocurrido?
Golpe los estrechó entre sus brazos, acarició a ambos con la nariz, y luego
se apartó lo suficiente para que vieran sus señas.
—Otra leona. Desgarró la piel de la ventana y se llevó a Bebé. Apenas la
vi mientras huía. Bapoto fue tras ella, pero Bebé ya estaba… —Golpe se
interrumpió y sacudió la cabeza, como queriendo ahuyentar una pesadilla—.
No sabes cuánto lo siento, Silbido.
Silbido ahogó un grito y empezó a sollozar mientras entraba en el refugio
arrastrando los pies.
—¿Susurro y Chasquido están bien? —preguntó Ceniza.
Golpe asintió. Un ruido en lo alto del peñasco la indujo a levantar la
lanza, pero volvió a bajarla cuando vio a Bapoto descender la pendiente a
media luz, utilizando su lanza para mantener el equilibrio. Sus ojos y labios
estaban pálidos, y emitía un rugido sordo de espanto.
—La perdí en la oscuridad. Los leones deben de haber seguido vuestro
rastro. Tendría que haberle pedido al espíritu del ñu que viniera hasta
vosotros, para que la Única bendijera vuestra cacería. La culpa ha sido mía.
Golpe enseñó los dientes y escupió a los pies de Bapoto.
—¿La Única? —Le temblaban tanto las manos que sus palabras eran
incomprensibles—. ¿Y tú qué? ¡Este refugio nos ha mantenido a salvo
durante quince generaciones de Madres! Y ahora tú y tu Única dejan que un
león entre por la ventana y se lleve a nuestro bebé.
Volvió a escupir y pasó airada junto a Bapoto para meterse en el refugio.
Ceniza la siguió.
Silbido, arrodillada, había juntado a Susurro y Chasquido en su regazo y
se mecía adelante y atrás. Ahora los dos niños estaban llorando, aunque en
silencio. Silbido levantó la vista cuando Bapoto entró en el refugio. Sus
manos apenas se movían mientras hablaba, como hojas agitadas por una brisa
imperceptible.
—Creía que te quedarías aquí.
—No… no lo vi… ¿Me lo dijiste?
Silbido apartó la mirada y la clavó en el fuego como si la respuesta a la
pregunta estuviera allí. Golpe se tragó el nudo duro que tenía en la garganta,
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añadió otro tronco al fuego y cogió una antorcha nueva, y entonces se volvió
hacia Ceniza.
—Yo vigilaré la ventana. Tú ocúpate de la puerta.
Él asintió, cogió una antorcha y se situó en la puerta. Bapoto se volvió
hacia Golpe.
—Yo vigilaré. Tú vete a dormir.
A Golpe se le puso rígida la mandíbula.
A espaldas de Bapoto, Ceniza le hizo un gesto de aprobación y le habló
con señas.
—Vete. Nosotros vigilaremos.
Golpe se apartó de la ventana y se acuclilló en la entrada del nicho de
dormir. Silbido permanecía con la mirada vacía clavada en el techo, Susurro a
un lado y Chasquido al otro. Los últimos sollozos temblorosos de los niños
cesaron al quedarse dormidos. Pero Golpe siguió oyendo la respiración de los
demás, el viento que soplaba cada vez más fuerte, el fuego enterrándose bajo
sus propias brasas.
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La noche se hizo larga, interrumpida de vez en cuando por algún que otro
hipido débil de Silbido y los flojos y extraños silbidos de Bapoto. Golpe
sentía la ausencia de Gorgeo como un agujero en su interior, como si la falta
de alguna parte esencial hiciera que los dolores de sus piernas y brazos
engulleran todo su cuerpo. Tras la difícil persecución de la leona en la
oscuridad se había herido los pies, y ahora estaban sangrando otra vez.
Finalmente, renunció a su intento de dormir y salió a la uwanda. Ceniza
estaba atizando el fuego, haciendo saltar chispas en la noche sin luna. En una
esquina, Bapoto permanecía en cuclillas junto a los jirones de la cortina de
piel.
Cuando ella le hizo un gesto a Ceniza para que entrara en el refugio, él
negó con la cabeza.
—Yo tampoco puedo dormir. Podemos vigilar juntos.
Se sentaron en cuclillas, uno a cada lado de la hoguera, de modo que él
pudiera vigilar la pendiente en su ascenso y ella escudriñar la oscura cuesta
abajo. Cada parpadeo de la luz era una amenaza; cada movimiento en la
penumbra presagiaba otro enfrentamiento. Por un instante, la negrura entre
dos afloramientos de piedra caliza fue una leona agazapada; una brisa hizo
temblar el fuego y la sombra se convirtió en un hombre arrodillado; ella giró
la cabeza, y allí estaba Gorgeo, los brazos alrededor de sus rodillas, su rostro
tan terso y rebosante de promesas como el de una joven en su primer Enlace.
Golpe sacudió la cabeza para despejarse la frente.
«Gorgeo está muerta —pensó—. Lo vi con mis propios ojos. Se ha ido
apagando desde que empezó el otoño, ya no era la misma. Tuvo suerte de
ahorrarse la muerte lenta y dolorosa que sufrieron sus hermanas. Sólo siento
lástima por mí. Tengo que sentirme aliviada de que su sufrimiento fuera
breve. Es la pobre Bebé quien debería darme lástima».
Pero por mucho que Golpe quisiera a Bebé, la pérdida de una criatura —
ya sea a causa de una enfermedad, un depredador, o a veces por razones
menos obvias— era algo tan común que estaba casi previsto. Era Gorgeo a
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quien Golpe necesitaba, a quien Golpe más echaba de menos. Al final, un
ligero brillo verdoso perfiló las nubes en el este. La única incursión había sido
la de una musaraña que atravesó la uwanda corriendo y que fue cazada por
una lechuza antes de llegar a su escondite. Golpe empezaba a convencerse de
que sólo había dos leonas, y que habían dado por terminada su cacería. Con
un cielo bajo y encapotado resultaba difícil determinar con precisión la salida
del sol, pero, finalmente, la débil luz sombría consiguió despertar a los niños.
Silbido se despertó con ellos, agarrotada y perezosa, sus ojos verdes sin brillo,
casi grises. Bapoto le palmeó el brazo y le habló con señas.
—Sigue durmiendo si quieres. Nosotros nos ocuparemos de la carne.
Silbido lo miró inexpresiva.
—No, no puedo dormir. Necesito entretenerme con algo.
Puesto que las piezas pertenecían a Ceniza, Golpe se encargó de repartir
tareas. Al instante, Silbido ya estaba desollando la primera de las pieles,
Ceniza descuartizando el primer animal y Susurro enseñándole a Chasquido
la mejor manera de pelar la vesícula de un ñu desde el hígado sin derramar la
bilis por todas partes. Como golpe no le asignó ninguna tarea, Bapoto cogió
una lanza y desapareció. Acababa de marcharse cuando Pitido, la segunda hija
de Gorgeo, bajó el sendero saludando a gritos.
—¿Va todo bien? Oímos aullidos por la noche, pero no podíamos dejar a
los niños solos en aquella oscuridad.
Un bebé en edad de gatear se retorcía sobre la cadera izquierda de Pitido,
y ella lo aupó con el brazo que se había torcido y roto durante la infancia, más
pequeño que su brazo bueno. Pitido evitaba la mirada de Silbido, y Golpe se
preguntó si su tía acaso pensaba que el alboroto podría haber sido una pelea
familiar. Silbido, que estaba en cuclillas cerca de la puerta, le cogió la mano a
Pitido e hizo que su hermana se agachara junto a ella.
—Unos leones se llevaron a Gorgeo y a Bebé.
Pitido entonó un lamento fúnebre y empezó a mecerse adelante y atrás.
Pitido había perdido a cuatro de sus siete hijos antes del Nombramiento, tres
por enfermedad y uno en las garras de una hiena, y Golpe pensó que para
Pitido cantar ese lamento era algo tan natural como comer. Silbido dejó a un
lado la piel que estaba desollando y abrazó a su hermana y a su sobrina. Se
lamentaron las tres juntas hasta que sus cantos se ahogaron en un llanto
silencioso. Finalmente, el bebé de Pitido reclamó la atención de su madre
mediante un graznido, y Silbido se apartó de ellas.
Pitido se secó las lágrimas con el reverso de su brazo libre.
—Somos huérfanas.
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Pitido empleó las señas para referirse a los niños que pierden a sus madres
justo después de nacer. Silbido no se rió, pero le tiró de la barbilla en un gesto
cariñoso, y Golpe pensó que su madre parecía un poco menos triste.
—Ayer Ceniza y yo fuimos a cazar, y por la noche regresamos con dos
crías de ñus —explicó Golpe con señas—. Los leones probablemente vinieron
a por la carne. Espero que podáis usar un poco. —Ceniza había terminado de
descuartizar a la primera cría, y Golpe escogió uno de los cuartos delanteros
para dárselo a Pitido.
—Es muy amable de tu parte. Te lo agradecemos. Casi se nos ha acabado
la comida, y lo que queda no huele bien. Tu prima empieza a sentir que el
bebé se mueve, y está hambrienta todo el tiempo.
—No tienes nada que agradecer. ¿Cómo se encuentra Burbuja? —La hija
de Pitido, Burbuja, se había hecho mujer el otoño anterior, y siempre había
sido la mejor amiga de Golpe durante la infancia.
—Ella está bien, ya tiene barriga. —Pitido se volvió nuevamente hacia
Silbido—. Gorgeo hizo todo lo que tenía que hacer. El ukoo ha sido un lugar
pacífico, y no hemos pasado demasiada hambre. Ella mantuvo a todas sus
hijas con vida hasta que se hicieron mujeres. Fue una Madre excelente, y
agradezco que no haya sufrido mucho. Siento mucho lo de tu bebé. Será
mejor que te ates los pechos, van a dolerte mucho. —Silbido asintió, dobló la
piel en la que había estado trabajando y entró en el refugio. Pitido volvió a
darle las gracias a Golpe por la carne y se marchó para compartir las noticias
con Trino, su otra hermana.
Poco después, Silbido salió del refugio con una tira de piel de conejo, con
parches de pelaje apolillado colgando de ella, y se la ató alrededor de los
pechos. Golpe no se rió, pero movió la cabeza con una expresión risueña.
Silbido advirtió que ella estaba haciendo la tonta y le devolvió el gesto.
Cuando Silbido volvió a ponerse cómoda para seguir trabajando en las pieles,
Bapoto regresó con la lanza apoyada en el hombro.
—No hay rastros de Bebé por ninguna parte. Y de Gorgeo no queda nada,
salvo un reguero de sangre. Las leonas deben de tener cachorros en casa. —
Golpe notó que Silbido apretaba los dientes. Bapoto se acuclilló al lado de
Silbido y le habló—. Sé que los de Kura no comparten mis creencias, pero
creo de todo corazón que Gorgeo y Bebé todavía están con nosotros. Sé que
sus cuerpos ya no están, pero estoy seguro de que sus espíritus perduran.
Quiero pedirle a la Única que vele por ellas, ya que cuando nosotros muramos
y nuestros espíritus se dirijan hacia la Única volveremos a verlas.
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Silbido estaba sentada con la mirada fija en la piel que la mantenía
ocupada, y que todavía estaba parcialmente cubierta de carne.
—Volveremos a verlas. —Repitió estas últimas palabras como una niña
que aprendiese nuevas señas—. ¿Volveremos a verlas?
Bapoto asintió, aunque Silbido no le estaba mirando, y Golpe resopló.
—No seas ridículo. Están muertas y las echamos mucho de menos, pero
sólo la gente que ha perdido el juicio les habla a los muertos.
Esperaron. Finalmente Silbido miró a Bapoto con resignación en los ojos.
—De acuerdo.
Prepararse para una celebración en medio del dolor era extraño, incluso
desacertado. Cuando Bapoto le pidió a Golpe que donara el resto de los ñus
para un banquete, ella argumentó que Susurro y Chasquido estaban más
delgados de lo normal y se negó. Bapoto abrió los ojos de par en par y
resopló, pero ella se cruzó de brazos con firmeza para mostrar que no iba a
cambiar de parecer. Entonces él se marchó para hacer una visita a cada una de
las familias de Kura, en estricto orden de rango.
En una escapada hasta la fuente para recoger agua, Golpe vio por
casualidad a Bapoto hablando en el refugio de Trino. Explicaba su creencia de
que los espíritus de Gorgeo y Bebé todavía estaban presentes entre ellos y su
deseo de ayudarles a llegar a salvo hasta la Única, el sitio al que van al morir
todos los que creen en Ella. Era muy claro respecto al hecho de que Silbido
había aprobado esta idea y estaría presente para ayudar a despedir a su madre
y a su hija. Trino parecía confusa, pero había querido a Gorgeo y fue fácil
convencerla. Chacal requirió un poco de persuasión. Había participado en los
rituales de Bapoto previos a las cacerías, y parecía esperar que esta nueva
clase de fiesta fuese casi igual de divertida.
Cerca del mediodía, Bapoto y Silbido caminaron desde el refugio hasta la
uwanda central, aullando a viva voz. Tal como Silbido les había indicado,
Golpe y Ceniza los siguieron a corta distancia, y detrás de ellos fueron
Susurro y Chasquido. Al oír los aullidos, las demás familias también se
dirigieron a la uwanda central. Un fuego grande ardía ya en una esquina.
Golpe miró alrededor de la uwanda, sin saber dónde sentarse. Finalmente, ella
y Ceniza caminaron hasta las cercanías de la multitud y se acuclillaron cerca
del viejo espino. Bapoto y Silbido se encaramaron a la roca grande desde
donde Gorgeo había hablado a su gente, y todos los presentes les prestaron su
atención.
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—Mi gente. —Silbido empleó señas amplias y pausadas, valiéndose de
ambos brazos—. Anoche unos leones se llevaron a Gorgeo, nuestra Madre
decimoquinta, y a su pequeña nieta. Las echamos de menos. La gente de
Bapoto cree que todo lo que existe tiene en su interior un espíritu que se
separa del cuerpo. Cuando el cuerpo muere, el espíritu de una persona se une
a la Única, y vuelve a encontrarse con los que han muerto antes. Bapoto os ha
transmitido estas ideas a cada uno de vosotros, y cada uno es libre de decidir
si las acepta como verdaderas. Yo siento a Gorgeo y a Bebé dentro de mí, y
no puedo hacerme a la idea de que ya no existen. Me consuela pensar que de
algún modo todavía están en algún sitio, esperándome. Hoy lloro su muerte, y
le ruego a la Única que guíe sus espíritus hacia su amparo.
Bapoto entonó un lamento fúnebre al que se unieron muchas voces, hasta
que el eco desprendido de los muros de piedra caliza se alzó sobre ellos como
el sonido de una enorme bandada de pájaros a punto de posarse sobre un nido
gigante. Una vez disipado el eco, Silbido bajó de la roca y fue a sentarse junto
a Golpe y los niños. Tras un lamento flojo, Bapoto utilizó señas visibles para
hablar de la vida de Gorgeo, de sus hijas, de su buen juicio, de su
conocimiento del mundo y de su liderazgo. Durante las visitas que había
realizado por las mañanas, él había aprendido historias sobre Gorgeo de casi
todos los miembros de Kura, incluso de gente que era tan mayor como ella, y
Bapoto repitió las mejores.
Después de una historia conmovedora sobre cómo Gorgeo había animado
una fiesta de Nombramiento en un año en el que casi no había habido nada
para comer, Golpe frunció el entrecejo. Ésta no la sabía, pensó, y hasta
Silbido parece sorprendida. Golpe veía a la gente asintiendo y gesticulando
discretamente: «Es cierto. Así era ella». Pero no soportaba ver a Bapoto
contando las historias de Gorgeo. Le habló con señas a Ceniza en privado.
—Es un extraño. ¿Cómo puede pretender hacer suya a nuestra Madre?
Ceniza movió la cabeza en un gesto de aprobación y le estrechó la mano.
Después de que Bapoto hubiera elogiado a Gorgeo sin reservas, se explayó
sobre la Única, sobre la existencia de los espíritus, sobre la necesidad de estar
en contacto con la Única, y sobre su capacidad para influir en los asuntos
humanos. Entonces los hombres empezaron a distraerse. Finalmente, Bapoto
animó a todos a unirse en un silbido trémulo, al que mucha gente se sumó,
incluida Silbido. Golpe y Ceniza no participaron.
—Por favor, compartid esta comida en honor a Gorgeo y a Bebé.
Bapoto exhibió dos conejos cazados con sus trampas. Todos respondieron
con pequeñas contribuciones —un puñado de frutos secos, un cuenco de
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gusanos—, y pronto la uwanda se llenó de olores de comidas, lo que animó a
más gente a sacar parte de la comida que tenía almacenada.
Ceniza señaló el refugio de Silbido, pero Golpe apretó los labios
vacilante.
—La verdad es que no me apetece celebrar. ¿Crees que sería una grosería
si nos marcháramos?
Bapoto estaba hablando con señas a un grupo a cierta distancia de Golpe y
Ceniza, pero en aquel instante se acercó directamente al campo visual de ella,
aunque sin dejar de hablar de1 grupo.
Por supuesto. En nuestro refugio hay dos ñus recién cazados, pero algunos
prefieren no compartir en esta triste ocasión.
Golpe se puso de pie de un salto, gruñendo desafiante.
—¡Cómo te atreves a llamarme egoísta! —Sus manos se agitaban como
alas de murciélago—. Ya he compartido mi buena fortuna: he repartido un
animal entero entre mis parientes y los que andan escasos de reservas.
Los que estaban más cerca de Bapoto y Golpe retrocedieron, apartando las
caras pero atentos a la confrontación. Ahora a Silbido no se la veía por ningún
lado. Bapoto miró a Golpe con un parpadeo risueño, se volvió hacia sus
espectadores e hizo una mueca de disgusto.
Golpe dio un pisotón en el suelo.
—Yo nunca usaría una muerte para promover ideas estúpidas sobre
espíritus mágicos. —Empleó una seña que describía los juegos de manos que
usaban algunos mercaderes para atraer a la gente. El gesto risueño
desapareció de la cara de Bapoto mientras se volvía hacia ella, de brazos
cruzados.
Silbido llegó desde las letrinas, el ceño arrugado.
—¿Qué está pasando aquí?
Golpe profirió un siseo, se dio la vuelta bruscamente y abandonó la
uwanda con paso decidido. Ceniza extendió las manos, se encogió de
hombros y la siguió. Ella subió con dificultad a la cima del peñasco,
agarrándose a la dentada piedra caliza. Al llegar al extremo oeste de la
cumbre se dejó caer de rodillas y apretó sus manos doloridas contra las
piernas. Al instante, Ceniza se acuclilló a su lado. Ella no habló, pero
canturreó suavemente. Al final sus brazos se aflojaron, su respiración se relajó
y sus hombros se desplomaron.
—No es nuestro estilo celebrar la muerte —gesticuló Golpe.
—Lo sé, en la tierra de mi madre también se celebra sólo la vida. Pero la
gente parecía estar disfrutando la ocasión de hablar sobre Gorgeo y Bebé. Y
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parecían contentos de compartir la poca comida que les queda.
Todavía hace frío. Falta por lo menos una luna para poder cosechar algo.
Gorgeo decía que no agotáramos nuestras reservas de comida hasta ver las
flores de primavera.
Las primeras estrellas asomaban poco a poco encima de ellos. Golpe vio a
Ceniza juntar las cejas y apretar los labios.
—Ellos quieren creer lo que les cuenta Bapoto sobre volver a ver a los
muertos cuando nos morimos.
Golpe resopló.
—Bueno, si los pies y las piernas me duelen tanto después de muerta no
sé si querré andar errando para siempre. A mí que me dejen hacer lo mejor
por mi familia y mi ukoo, y luego que me dejen morir sin sufrir. No me
imagino un destino peor que tener que seguir luchando eternamente.
Ceniza sacudió bruscamente la barbilla y asintió.
Golpe se puso a rizar la barba de Ceniza.
—¿Cómo crees que la gente de Bapoto ha llegado a creer en la vida de los
muertos y los espíritus?
—Supongo que una Madre tenía miedo de morir, y se inventó la historia
para consolarse. Quizá tenía un poder especial y todo el ukoo confiaba en ella.
Puede que haya usado la historia de la Única para predecir una cacería
exitosa, o una mejoría inesperada. Así pudo convencerlos.
Golpe miró la barba de Ceniza con gesto de desaprobación y le arrancó un
pelo errante.
—Esa clase de magos a veces aparece en verano. Dicen que curan los
forúnculos o el reumatismo, a cambio de comida y otras cosas. Nosotros
siempre los echamos; sólo un idiota podría creerles. Pero Bapoto no pide nada
a cambio; de verdad cree en esas estupideces y cree que nos está ayudando.
—¿Crees que Bapoto quiere convertirse en Madre? —preguntó Ceniza,
palpando la obra de ella.
—¡Bapoto es un hombre! —Golpe se echó a reír, y la boca de Ceniza se
torció insinuando una sonrisa.
Se pusieron de pie. Las últimas pinceladas rosas y doradas abandonaban
el cielo, y ella pensó que se estaban yendo por última vez, para no volver.
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mala cara o sacudía su barbilla bruscamente, alguien siempre listo para
aparearse al instante. Las mujeres mayores siempre parecían más que felices
de tomarse un respiro de los hombres en verano, y ella sin duda estaría
encantada de librarse de la influencia de Bapoto, pero aun así estaba dispuesta
a soportar pacientemente a Bapoto con tal de tener a Ceniza cerca por más
tiempo.
Finalmente las últimas lloviznas cesaron, las zonas bajas próximas al río
se secaron, las mujeres de Kura empezaron a regresar a sus refugios con las
cestas llenas de kinanas pequeños y las primeras bayas, y Silbido anunció que
el Nombramiento se celebraría en tres días. Aquella noche Bapoto y Silbido
trasnocharon junto al fuego de la uwanda y discutieron sobre el
Nombramiento, y Golpe, en el interior del refugio, buscó una ubicación
apropiada para desplegar sus pieles de dormir, a fin de poder espiar la
conversación.
—Pero ésta es exactamente la época del año en que la gente ve con
claridad cuánto le debemos a la Única —gesticulaba Bapoto—. Cuando
celebramos el crecimiento de los niños y el retorno de los días cálidos es fácil
convencer a la gente del poder de la Única. No podemos dejar pasar esta
oportunidad.
Silbido arrugó el ceño.
—A la gente le disgusta el cambio. Ellos disfrutan con las mismas
palabras en cada Nombramiento. Homenajear a nuestros niños les da
esperanza para el futuro. Comer los primeros alimentos de la primavera les da
la tranquilidad de saber que la primavera siempre regresa. Si les decimos que
la primavera es un regalo de la Única, que deberían sentir gratitud, no estarán
dispuestos a añadir obligaciones a algo que no es más que una celebración.
Golpe chasqueó los dedos apoyando a su madre en la respuesta. Bapoto
desvió la vista de Silbido, dirigió una mirada hostil a Golpe y bajó la puerta
de piel para que Golpe no siguiera presenciando aquella conversación.
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de una luna en tejer. Las mujeres recorrieron todos los lugares cercanos donde
podían recogerse las primeras frutas o vegetales, colocaron trampas por todas
partes y se aseguraron de que sus mejores recipientes estuvieran en buen
estado.
En los preparativos del Nombramiento, Silbido había identificado a seis
familias con un bebé que esperaba recibir un nombre. Golpe acompañó a su
madre en la visita a cada una de estas familias con el fin de verificar que cada
uno de los niños estuviera en su cuarta primavera, y de cerciorarse de que las
madres escogieran nombres apropiados para Kura que no llevara ninguna
persona viva. La madre de rango más alto con un niño para nombrar era
Trino, que podía ser la primera en elegir entre los nombres disponibles. Golpe
se mostró muy contenta cuando Trino escogió el nombre de Gorgeo para su
hija, y advirtió que Silbido tuvo que pestañear para quitarse algún polvo
imaginario de sus ojos al enterarse de la elección de Trino.
Por la tarde, antes del Nombramiento, Golpe estaba agotada. En los días
anteriores, ella y Chasquido habían escarbado a cuatro manos en busca de
raíces de bambaras, y habían llenado una cesta. Aquella mañana ella había
molido las bambaras almacenadas durante el otoño para hacer el pan ácimo
del que todos hablaban. Tenía las manos en carne viva, le dolían las rodillas, y
poco después del mediodía Golpe bajó al río para sumergir los pies y las
manos en el agua helada. Al sentarse en la orilla, vio una extraña procesión
que se acercaba desde el norte. Seis personas trotaban en parejas, en las cuales
uno de los miembros llevaba los extremos de dos palos largos sobre los
hombros, y su compañero los otros extremos de esos mismos palos. De cada
palo colgaba, ondulante, una cortina negra con destellos plateados.
Golpe se puso de pie, salió del agua y ladeó la cabeza para escuchar. Un
débil aullido de Kura procedente del lejano desfile flotó en el aire. Ella aulló a
modo de respuesta y empezó a correr hacia ellos. Mientras se acercaba a la
procesión reconoció a Ceniza y Susurro cargando con el primer par de palos,
los extremos sostenidos por Susurro a una altura mucho más baja que los de
Ceniza. Al mirar de cerca, observó que cada cortina contenía muchos peces
de diferentes tamaños. Las cortinas colgaban de los palos en una extensa
prolongación, y traían el olor desconocido de un lago remoto.
Desaparecido el cansancio, Golpe zumbó de hambre mientras se acercaba
a ellos. «¡Qué maravilla! Deja que coja tus palos, Susurro». Sin perder
tiempo, se cargó sobre los hombros los extremos de los palos de Susurro y
siguió el ritmo de la marcha de Ceniza sin inconvenientes. Susurro salió
corriendo, y para cuando Golpe y Ceniza llegaron a la uwanda de Silbido, él
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ya había encontrado a su madre y entre los dos habían empezado a montar el
humero. Los demás pescadores, incapaces de hablar con las manos mientras
sostenían los palos, emitieron sonidos de respeto al despedirse y se llevaron
su pesca a los refugios de sus compañeras.
Golpe y Ceniza apoyaron los extremos de los palos sobre la leña. Ya con
las manos libres, Ceniza se volvió hacia Silbido.
—Susurro es un pescador estupendo. Aunque tenía la red más pequeña, ha
cogido más peces que cualquiera de nosotros, y los ha limpiado él solo con
ese palo. Lo lamentaremos cuando le crezca la barba y abandone el refugio de
su madre.
Susurro fingía no estar atento a las señas de Ceniza, pero sacudía las
pieles para el humero de manera metódica. Silbido chasqueó los dedos dando
su aprobación, y Golpe pensó que la mirada de su madre parecía menos vacía
que en los últimos tiempos.
En el cuenco más grande de madera, Silbido y Golpe mezclaron con agua
la mayor parte de la sal que quedaba en la cajita redonda de mungomu.
Reservaron parte del pescado para comer de inmediato, y empezaron a salar el
resto, a la vez que Ceniza y Susurro montaban el humero pequeño y cuadrado,
con un tejado a dos aguas, tendiendo pieles sobre los palos. Al anochecer, la
mayor parte de la pesca colgaba sobre un fuego que ardía lentamente en el
humero, mientras que la parte reservada ya había sido cocida y devorada, y
los cazadores de Bapoto todavía no habían regresado. Susurro se quedó
dormido junto a la hoguera del refugio con el último bocado todavía en la
boca, y Silbido tuvo que zarandearlo suavemente hasta que se levantó y
caminó tambaleante hasta las pieles de dormir que ella había desenrollado
para él.
Golpe se ofreció a hacer el primer turno de vigilancia. No creía que los
depredadores intentaran acercarse al humero, ya que la mayoría había tenido
algunas experiencias con el fuego y el olor del humo los desalentaba. Ceniza,
agradecido, se metió dentro de las pieles y se quedó dormido en el acto.
Golpe advirtió que había dejado los pies al descubierto, pese a que las noches
todavía eran frías, y si bien no estaban sangrando no tenían muy buen aspecto.
El turno de vigilancia de Golpe transcurrió sin incidentes, y al despertar a
Silbido, cerca de la medianoche, le dijo:
—Ceniza está agotado y tiene los pies como si se los hubiese mordido una
rata. Déjalo que duerma. Yo haré el tercer turno.
A Silbido le pareció bien. Despertó a Golpe justo cuando las estrellas
comenzaban a extinguirse sobre el horizonte.
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—Necesito dormir un poco hasta que amanezca —le dijo—. Todo está
tranquilo.
Golpe estaba ansiosa por el Nombramiento, y no le costó nada levantarse.
Demasiado excitada para sentarse y vigilar, echó un vistazo al humero y se
puso a barrer la uwanda. Para cuando el sol asomó por la cima del peñasco,
Golpe estaba preparando una comida especial para el banquete del
Nombramiento, rollitos de pan ácimo de bambara con bayas. Silbido y
Chasquido se despertaron, y Chasquido empezó a ayudar a Golpe sin que ella
se lo pidiera. Chasquido recordaba muy bien su ceremonia de Nombramiento
la primavera anterior, y estaba emocionada porque su prima, el bebé de Trino,
iba a recibir un nombre aquel mismo día. Silbido fue hasta la uwanda central
para encender la hoguera grande y supervisar el asado de dos conejos, tres
damanes, un erizo y un puerco espín, toda la caza disponible para el banquete.
Bapoto y los demás cazadores seguían sin aparecer. Cuando Ceniza y Susurro
salieron del refugio, bostezando y frotándose los ojos, Golpe estaba
trabajando en los rollitos a la luz del sol.
—¡Susurro! —dijo Golpe—. Ve corriendo a los refugios de Pitido y Trino
y averigua si saben algo de los cazadores.
Él salió corriendo, feliz de que no le asignaran ninguna tarea aburrida en
la preparación de la comida, y regresó al cabo de un rato con Silbido, que
volvía de la uwanda central.
Sin novedades. He visitado a Pitido, a Trino y a tres de mis amigas;
ninguno de los cazadores ha vuelto.
Golpe miró a Silbido.
—¿Qué pasa con el Nombramiento? ¿Ha de posponerse basta el regreso
de los cazadores?
Silbido lo pensó.
—La primavera ha venido con retraso, y la gente realmente necesita una
fiesta ahora. Todos los niños están agitados, y la carne ya está asándose.
—Algunos pensarán que somos groseras por no esperar al resto de los
hombres.
—En cualquier caso, el Nombramiento es sobre todo para los niños, no
para los hombres. No esperaremos.
En aquel instante, Golpe pensó que Silbido parecía una Madre de verdad,
decidida y segura, y se preguntó si Silbido se sentía aliviada de tener una
excusa para ignorar los cambios en el Nombramiento propuestos por Bapoto
con el fin de adaptarlo a sus ideas sobre la Única.
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Al mediodía la familia de Silbido partió hacia la uwanda central, llevando
la comida para la fiesta y ululando a pleno pulmón. Susurro llevaba con
orgullo parte del pescado parcialmente ahumado como contribución al
banquete; Golpe traía sus rollitos de baya especiales, y Silbido cargaba con
una cesta grande de verduras, más atractivas gracias a algunas semillas de
mango salvaje y un líquido de la misma fruta de la cosecha anterior que había
fermentado accidentalmente. A Golpe le pareció que los cuatro pedazos de
carne asándose en el luego de la uwanda central daban la impresión de un
banquete pobre, pero al menos olían bien. Silbido los cortó en la mayor
cantidad de trocitos posible, para que todo el mundo tuviera su porción.
Tendieron las esterillas en el suelo alrededor de la roca central, y
dispusieron la comida de la manera más atractiva posible. Todos se alinearon
por orden de rango, como de costumbre, cada uno con su propio plato, y se
sirvieron ellos mismos. Golpe pensó que la comida apenas alcanzaría para un
desayuno, pero como la mayoría de los hombres se había ausentado con la
partida de caza, todo el mundo pudo llenar su plato al menos una vez, y los
seis niños que iban a ser nombrados hasta pudieron repetir. A Golpe le gustó
sobre todo el pescado parcialmente ahumado, que había adquirido el sabor
fuerte y picante de la madera pero sin resecarse hasta obtener una consistencia
correosa necesaria para su conservación.
Después de que se retirasen los restos del banquete, Silbido se subió a la
roca para hablar a su gente. Era impresionantemente alta en comparación con
Gorgeo, y sus largos brazos se alzaban en señas espectaculares. Golpe pensó
que su aspecto era solemne, casi majestuoso, una auténtica Madre de la que el
ukoo debería estar orgulloso.
—Gente de Kura. Mi gente. La primavera ha llegado, y otra vez tenemos
comida para llevamos a nuestros estómagos. Hemos sobrevivido a otro
invierno.
Silbido profirió gorjeos de alivio, y el sonido que se alzó de la multitud
sonó como una enorme cascada.
—Hoy daremos un nombre a aquellos niños que cumplen su cuarta
primavera. Ellos han sobrevivido al tramo más peligroso de su viaje: la
infancia. Se merecen un premio, y hoy los premiamos con esta fiesta, y con
sus nombres.
La gente empezó a chasquear los dedos en señal de respeto, no con un
ritmo cualquiera, más bien emulando el sonido de un atado de leños lanzado a
un fuego tórrido. Silbido hizo una señal con la mano al primero de los seis
niños, y Trino aupó a su hija para subirla a la roca. La niña pequeña temblaba
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solemnemente bajo el sol de la mañana, con los pelos de punta, y miraba por
encima del gentío en dirección a la línea lejana del río.
—¿Quién es tu madre? —le preguntó Silbido con ambos brazos, mirando
a la niña con ternura.
—Trino. —La niña utilizó las señas amplias por primera vez en su vida.
Silbido se volvió hacia su hermana. ¿Cómo se llamará esta niña?
—Gorgeo —gesticuló Trino.
Silbido se situó detrás de la niña, miró a la multitud y levantó los dos
brazos, las manos bien abiertas.
—Esta niña se llamará Gorgeo.
Todo el mundo volvió a chasquear los dedos, y muchos ronronearon
demostrando su respeto a la niña. El rostro de Silbido permanecía
imperturbable, pero Golpe notó que sus ojos parecían más brillantes que de
costumbre.
—Gorgeo, vuelve con tu madre.
—Gracias —respondió la aterrada Gorgeo con ambas manos. Su madre la
cogió en brazos para bajarla, y Silbido llamó por señas al siguiente, un niño
que pertenecía a una de sus primas.
Y así todos y cada uno de los niños fueron nombrados sin incidentes,
excepto la última niña, a la que tuvieron que recordarle que le diera las
gracias a Silbido por su nombre. Silbido anunció que el Nombramiento había
concluido, y un aluvión de chasquidos de dedos desbordó la uwanda. Cuando
acabaron los chasquidos, Silbido volvió a hablar.
—Y ahora nos tomaremos unas vacaciones de nuestros compañeros de
invierno. Los hombres deben emprender su viaje de verano hacia lugares
remotos. Deben cazar los animales que necesitamos, y cambiarlos por cosas
útiles y bonitas traídas desde lejos. Las mujeres debemos preparar nuestras
tiendas de verano y seguir con la cosecha, para que nuestras despensas estén
llenas el próximo invierno. En el otoño todos estaremos felices de
reencontrarnos.
Los chasquidos de dedos que recibieron estas palabras fueron dispersos y
tímidos. Algunas de las mujeres cuyos compañeros no estaban presentes se
miraron entre ellas con ojos interrogantes, y los pocos hombres echaron un
vistazo al gentío, como preguntándose cuál de las hembras querría una visita
de uno de los hombres que quedaban ahora que ellas estaban libres.
—Que todos regresen a salvo —dijo Silbido, y la multitud respondió con
la misma seña.
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Las mujeres se levantaron y se llevaron las esterillas, los platos y los
niños. Pronto la uwanda central volvía a estar vacía. Golpe regresaba al
refugio con Silbido, cuando Trino las alcanzó.
—¿Qué hay de la caza? —le preguntó a su hermana—. Puede que Chacal
regrese con carne para el banquete.
Silbido miró a su hermana con ironía.
—No creo que a los hombres les importe mucho haberse perdido el
Nombramiento, excepto quizá por Bapoto. Si les ha ido bien, estoy segura de
que Chacal te dará una parte, aunque ya no sea precisamente tu compañero. Y
si no lo hace, tampoco te morirás de hambre. ¡Mira a tu alrededor! Las lluvias
ya nos han dado sus frutos.
Trino levantó una ceja, como si tuviera dudas sobre la generosidad de
Chacal, y regresó a su refugio refunfuñando.
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y Golpe comenzó a armar una rastra lo bastante grande para transportar a un
hombre. Casi de inmediato, ella vio cómo Pitido y Silbido salían corriendo
hacia donde estaba Lucio y, antes de que hubiera acabado con la rastra,
Ceniza regresó con un grupo de rescate en el que estaban Trino y Zumbido.
Ellas traían dos remolcadores, un montón de pieles suaves y viejas, y una
muleta sin dueño. Mientras Golpe terminaba de armar la rastra, los demás
llenaban bolsas de agua, y al final partieron todos juntos dejando a Susurro
para que cuidara de Chasquido y del humero. En poco tiempo pasaron por
donde estaban Silbido, Pitido y Lucio, y él les hizo un gesto de
agradecimiento. Todos aullaron al unísono.
Lo cierto era que Lucio sí se había adelantado bastante a los demás
cazadores. El grupo de rescate siguió las indicaciones de Lucio, corriendo a
un ritmo firme y constante, y los primeros dolores en las piernas se hicieron
sentir cuando el sol estaba a punto de posarse sobre la cumbre alta del oeste.
A Golpe ya empezaba a preocuparle que tal vez hubiesen perdido el rastro de
los hombres heridos, cuando de pronto llegaron a la cima de una pequeña
colina donde Ceniza se detuvo, señaló con el dedo y lanzó un aullido grave y
potente que rebotó en una pendiente mellada de piedra caliza que se elevaba a
lo lejos. En la dirección señalada había una veintena de hombres dispersos,
algunos de los cuales parecían estar agitando los brazos. Golpe oyó un débil
chillido de respuesta, y la invadió una sensación de alivio.
Una vez cerca de los hombres, Golpe se quedó espantada. Ella había visto
infinidad de heridas causadas por animales y accidentes, pero estas heridas
habían sido provocadas con lanzas y hachas de piedra, empuñadas con
destreza y determinación. Muchos de los hombres estaban pálidos alrededor
de la boca y la nariz, y sus respiraciones eran entrecortadas y poco profundas.
Los más gravemente heridos se apoyaban en los más fuertes, y el grupo
avanzaba a duras penas. Sin energías ni manos libres para hacer señas, la
partida de cazadores los recibió con un chillido débil. Chacal parecía estar
casi inconsciente, y Bapoto lo llevaba cargado sobre su espalda. Trino se
acercó rápidamente a Bapoto y lo ayudó a dejar a Chacal en el suelo. Cuando
Chacal abrió los ojos y reconoció a su compañera, emitió un zumbido
confuso. Trino le respondió con un gorjeo de alivio y se rió.
Empezando por aquellos que tenían peor aspecto, el grupo de rescate
repartió agua, vendó las heridas con tiras de piel y ayudó a los tres hombres
en peor estado a acostarse en las rastras. Bapoto estaba en mejor estado que la
mayoría. Le habían hecho un corte en la mejilla desde la comisura de la boca,
y además tenía un tajo en la parte superior de su brazo izquierdo, similar a
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aquella herida de leopardo de Golpe, pero no estaba pálido, ni tan débil como
los demás.
—¿Qué pasó? —preguntó Golpe a Bapoto, limpiándole la herida del
brazo con agua.
Bapoto se colocó en cuclillas para descansar las piernas y miró al suelo.
—Es una larga historia. Una partida de cazadores de otro ukoo nos
ahuyentó para que nos alejásemos de una manada de cebras. Cascada y
Barranco cayeron… —Sus manos vacilaron y apartó el rostro de ella—. Se
llevaron sus cuerpos. Hemos estado caminando desde ayer, pero vamos muy
lentos, me temo que tendremos que pasar otra noche a cielo abierto. Las
hienas no deben de andar muy lejos.
Golpe miró en la dirección por la que habían venido, y efectivamente
había una hiena hembra de gran tamaño plantada con atrevimiento, un poco
más allá del alcance de una lanza, y miraba directo hacia ella.
—Bueno, yo creo que podremos regresar antes de que oscurezca. Kura no
está tan lejos.
Pronto reemprendieron la marcha, cogiendo un camino menos áspero que
el que habían tomado para llegar hasta allí. Dos personas, que cambiaban de
posición frecuentemente, tiraban de cada rastra, y de este modo pudieron
avanzar mucho más rápido que los cazadores heridos y llegar al refugio de
Silbido justo cuando los últimos rayos de sol abandonaban la cima del peñón.
Los hombres heridos fueron llevados a los refugios de sus compañeras sin
discusiones sobre cuándo tenían que partir. A Golpe le alegró encontrarse con
que Silbido había preparado parte del pescado ahumado, asado varios
boniatos y llenado todos los recipientes disponibles con agua, todo dispuesto
para cualquier clase de necesidad que pudieran tener a su llegada.
Un Bapoto apagado aceptó la comida y el agua con gratitud, y dejó que
Silbido le lavara las heridas y le vendara el brazo con una vieja piel de conejo.
Cuando ella le preguntó amablemente sobre el ataque, él sacudió la cabeza.
—Todo ha sido culpa mía. Deberíamos haberles dejado las cebras a esos
salvajes.
Inmediatamente después de comer, él desenrolló las pieles de dormir junto
a Susurro y Chasquido, y se quedó dormido al instante. Los demás
encendieron el fuego de la uwanda y se sentaron a chupar los restos de los
huesos del banquete de la mañana mientras la inquietante oscuridad se
intensificaba más allá de la luz de la lumbre. Pese a que las piedras del
refugio y el suelo de la uwanda todavía irradiaban el calor del día, un malestar
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nebuloso enfriaba la conversación, y Golpe se sentó más cerca de Silbido de
lo que normalmente hacía.
Ya había oscurecido del todo cuando un hombre pasó por la uwanda y los
saludó. Golpe reconoció a Trueno, un hombre parecido a un oso cuyo aspecto
temible no concordaba con su naturaleza afable, y que era uno de los
miembros menos heridos de la partida de caza. Silbido le hizo un gesto con la
mano para que se acercara al fuego. Él lo hizo, aceptando un hueso de puerco
espín con gratitud y respeto.
Trueno jugueteó con el hueso.
—He subido a la cima del peñón a echar un vistazo alrededor —dijo con
señas—. No había indicio de visitantes. Me preguntaba si los hombres que no
estamos malheridos deberíamos explorar los alrededores durante la noche.
Trueno nunca había tenido un estatus demasiado alto para organizar los
proyectos de los hombres; su propuesta sonó como una disculpa.
Ceniza se levantó de un salto.
—Tienes toda la razón, y lo siento. Iré a ver quién puede hacer un par de
rondas de patrullaje esta noche.
Trueno lo saludó con el hueso.
—Sólo avísame cuando sea mi turno.
Ceniza se despidió con un ademán y desapareció en la oscuridad.
—Cuéntanos qué ocurrió —dijo Silbido—. Bapoto dijo que peleasteis con
una partida de otro ukoo por una manada de cebras. Dijo que ellos mataron a
Cascada y a Barranco y que se llevaron sus cuerpos, pero no consigo entender
por qué.
Trueno se limpió la boca con el brazo.
—Pensábamos llevar a las cebras hasta un cañón sin salida cuando llegó
el otro grupo de cazadores. Al principio parecían amigables. Nos saludaron y
se presentaron como la gente de Fukizo.
Silbido juntó las cejas.
—¿Dónde está Fukizo?
Trueno se encogió de hombros.
—Ni idea. En cualquier caso, la manada era lo bastante grande para
compartirla entre todos, así que los invitamos a cooperar en la cacería, y ellos
aceptaron. Cuando Bapoto empezó a explicar nuestro plan, algunos de ellos se
mostraron molestos, y empezaron a hacerse señas entre ellos que nosotros no
comprendíamos. Bapoto nos apartó y trató de convencernos de renunciar a las
cebras, pero nosotros habíamos llegado primero, y nos enfadamos. Cuando
estábamos discutiendo entre nosotros, los forasteros nos atacaron.
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Silbido movió la cabeza.
—No entiendo. Bapoto tiene buenas maneras; le cae bien a todo el
mundo. ¿Por qué esta gente obró de un modo tan irracional?
Trueno se encogió de hombros. Golpe frunció el entrecejo.
—Quizá no sea tan encantador —gesticuló ella.
Silbido se movió nerviosa.
—Supongo que los hombres tendrán que quedar se un tiempo más. Sin
duda este verano empezaremos más tarde con la cosecha, ¿verdad?
Golpe se preguntó si a Silbido le preocupaba algo más aparte de la
cosecha.
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—Esperaremos a que Susurro se levante antes de almacenar el pescado.
Está muy orgulloso de su pesca.
Silbido movió las cejas en un gesto risueño y royó un pedazo de piel dura.
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en recuperarse, pero ¿qué pasaría con los de Fukizo? El entorno familiar de
Kura se había vuelto extraño, capaz de esconder a una multitud de
extranjeros. Antes de llegar a la uwanda de Silbido, a un tiro de piedra de
distancia, oyó gruñidos y silbidos, por lo que decidió trepar discretamente por
la cuesta y echar un vistazo a través de un arbusto. Silbido y Bapoto estaban
frente a frente, gesticulando enérgicamente y emitiendo los sonidos que ella
había oído mientras escalaba la cuesta.
—¡Es demasiado tarde! —Las señas de Silbido, llenas de énfasis, eran
difíciles de interpretar—. Perderemos los primeros guisantes si no nos
ponemos en marcha ahora mismo, y tenemos que llegar antes que los de
Panda Ya Mto a recoger los frutos de kunazi. Además, el Nombramiento ha
terminado, el invierno ha pasado, y Cascada y Barranco ya no forman parte de
Kura.
—¡No se trata de Kura! —Las manos de Bapoto hablaban con la misma
vehemencia—. Puede que sean hombres, pero aun así son gente. Sus espíritus
se unirán a la Única, como Gorgeo y Bebé, con sólo pedirle que los acepte.
Con un último silbido, Silbido levantó las manos y suspiró:
—De acuerdo. Prepara el funeral. Pero tan pronto como los hombres se
hayan recuperado y estén listos para viajar, nos pondremos en camino.
Con la ayuda de las últimas compañeras de Cascada y Barranco, Bapoto
organizó un funeral para la tarde. Poco después del mediodía la gente se
reunió en la uwanda central. Bapoto habló con elocuencia sobre las vidas de
Cascada y Barranco, aunque evitó mencionar las circunstancias de su muerte.
A continuación prosiguió con una explicación de sus creencias en los espíritus
que tras la muerte siguen viviendo en compañía de la Única. A Golpe le
parecía que sus ideas acerca de la vida después de la muerte se habían
radicalizado desde su charla en el funeral de Gorgeo. Tenía la impresión de
que él esperaba que Cascada y Barranco fueran recompensados por la Única
tras su muerte debido a que ellos, tal como lo entendía Bapoto, habían creído
en el poder de la Única y habían participado con entusiasmo de los rituales de
Bapoto. Sus palabras parecían consolar a una parte de la concurrencia,
especialmente a las mujeres que habían perdido a sus compañeros.
Golpe se miraba sus propias manos mientras sus pensamientos se
distanciaban de los brazos de Bapoto, que se agitaban solemnemente. ¿Cómo
siendo tan poderosa la Única podía permitir que Cascada y Barranco, sus
devotos fieles, muriesen asesinados por extraños? ¿Dónde conserva uno el
propio espíritu, y qué aspecto tiene? Todo le parecía ridículo, y era sin duda el
resultado del deseo de evitar la muerte sea como sea, de controlar lo
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inevitable. Ceniza se volvió hacia ella y Golpe pensó en hablarle en privado,
pero cayó en la cuenta de que sus señas podían resultar ofensivas para la
concurrencia. Cuando todo el mundo empezó a entonar el canto fúnebre,
Bapoto ya había dejado de hablar y su voz se había sumado al lamento que se
alzaba sobre la concurrencia. Bapoto se bajó de la roca central, y Silbido
ocupó solemnemente su lugar.
—¡Gente de Kura! Nuestros cazadores han vuelto. Se han perdido el
banquete del Nombramiento, y muchos de ellos están heridos. Compartamos
la comida que nos queda con los hombres que regresaron anoche.
Mientras se preparaba la comida para los cazadores heridos, Golpe y
Ceniza se escabulleron entre el gentío y se marcharon rumbo al refugio de
Silbido.
Al girar en el recodo de una prominencia de la piedra caliza, Golpe vio a
la hija de Pitido, Burbuja, su prima favorita, hablando con Zumbido. Burbuja
estaba de pie con una mano en la cadera, como presentando al mundo su
barriga redonda, y decía:
—Parece que Bapoto se olvidó de pedirle a su Única que proteja a los
cazadores, ¿eh?
Zumbido agitaba bruscamente la barbilla, parecía entretenida.
—Tal vez le pidió algo más. Yo nunca he estado en uno de sus
espectáculos mágicos. Nunca lo sabré.
Justo entonces, Burbuja reparó en la pareja que se acercaba y se volvió
para saludar a su prima con entusiasmo. Zumbido se despidió con un gesto
educado y se dirigió a su propio refugio.
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viril y valiente. Trino le contó a Golpe que ahora él estaba extrañamente
dócil, su conocido carácter tan calmo como un ciclo de verano. A Lucio lo
habían golpeado en la parte delantera de su hombro izquierdo con un martillo
de piedra, y todavía sentía un dolor agudo y un crujido cada vez que intentaba
mover el brazo. Golpe había acompañado a Silbido cuando ella fue a
mirárselo. Silbido le dijo que el hueso realizaba un movimiento que no
debería, y que tenía que llevar el brazo atado al cuerpo. De regreso al refugio,
ella le confesó a Golpe que no le extrañaría que su brazo sanara mal como
había ocurrido con el de Pitido. Golpe sabía que un brazo dañado hacía
imposible para un hombre encontrar una compañera en circunstancias
normales, pero se figuraba que Pitido estaba dispuesta a pasarlo por alto, y
más teniendo en cuenta que él era diestro.
Ceniza empezó a insinuar que había llegado la hora de marcharse. Golpe
se resignó con tristeza y le ayudó a ordenar sus pertrechos y víveres y a
terminar de preparar su morral. Una tarde, a última hora, subieron juntos a lo
alto del peñasco de Kura, y Ceniza estudió las vistas en diferentes
direcciones, como si estuviera repasando en su cabeza lo que había más allá
de cada uno de los horizontes. Estaba mirando hacia el oeste cuando Golpe le
habló.
—¿Adónde piensas ir?
—Partiré rumbo al poniente y enfilaré por el Gran Desierto, el mismo
camino que Colina y yo hicimos el verano pasado. Una vez me encontré a un
peregrino, un hombre que había llegado mucho más lejos que cualquier
mercader, y que tenía una mirada extraña, piernas cortas y ojos claros. Me
dijo que si uno toma el mismo camino, tarde o temprano aprende algo que
vale la pena saber. En cualquier caso, los mercaderes me han dado a entender
que si sigo en esa dirección encontraré algo interesante.
Golpe apretó los labios.
—Muy bien. Te deseo un buen viaje y que vuelvas a salvo.
Ceniza la miró atentamente.
—Volveré. Quiero averiguar por qué los de Fukizo se han convertido en
nuestros enemigos. No sé adónde iré ni lo que me encontraré, pero volveré a
verte.
Ella asintió, y Ceniza interrumpió sus señas envolviéndola con los brazos.
Mientras ella apoyaba la cara en su pecho, por su cabeza cruzaron varias
imágenes: montañas altas y frías, cuevas con animales peligrosos, llanuras
áridas habitadas por depredadores veloces y desconocidos. «Lo de volver es
más fácil decirlo que cumplirlo», pensó.
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Por la mañana todo el mundo se levantó antes de que el cielo se iluminara
y cada cual se apresuró discretamente a ultimar detalles evitando la
conversación. En el refugio de Silbido, las tiendas de verano, una variedad de
recipientes vacíos y las herramientas necesarias para la cosecha fueron
apilados en una rastra. Silbido repartió entre los hombres un poco de pescado
seco, kinanas de la primera cosecha y algunas nueces enmohecidas, que ellos
metieron en sus morrales. Todo aquello que no era necesario para el verano se
guardó en la despensa, que se selló con un muro de piedras y calafateado con
barro. Las pieles del techo, la puerta y la ventana del refugio se cerraron
firmemente. Golpe preparó el recipiente de piedra para transportar algunas
brasas al rojo vivo, y guardó la caja de sal ahora vacía en un lugar seguro
dentro de la rastra. A la hora en que la luz del día ya permitía andar con plena
seguridad, todo estaba listo.
Ceniza fue el primero en partir, despidiéndose formalmente de las
mujeres, saludando fríamente a Bapoto y abrazando a Susurro y a Chasquido.
Con su paso largo que nunca lo agotaba enfiló hacia el sudoeste, rumbo al
lugar donde el leopardo que había atacado a Golpe fue alcanzado por un rayo.
Golpe lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista, y luego le dedicó a
Bapoto las señas formales de despedida. Él se despidió de las mujeres, se
cargó su morral sobre el hombro y partió hacia el norte, a un ritmo mucho
más lento que el de Ceniza. Como era habitual, ninguno de los hombres
llevaba un fuego; Golpe sabía que las lanzas y las hachas les servían como
defensa y, como la mayoría de hombres con dientes sanos, se conformaban
con la carne cruda.
Golpe tuvo la sensación de que Susurro estaba reprimiendo una enorme
alegría Tal como lo había imaginado, cuando Bapoto desapareció de su vista
Susurro se puso a bailar aullando y riendo. Chasquido se le unió, y bailaron
hasta que los dos cayeron rendidos. Silbido y Golpe también tuvieron que
echarse a reír, pero enseguida Silbido se puso a ulular bien alto para avisar al
resto de las mujeres de la inminente partida. Mientras cruzaban la aldea de
oeste a este, los grupos de mujeres y niños se les iban sumando. Algunas
tiraban de las rastras, otras cargaban con los niños, y la mayoría llevaba bultos
alados a los hombros. La mujer más responsable de cada familia llevaba un
portador de fuego en la mano o atado cuidadosamente a los palos de la rastra.
Con el sol cegador asomando en el horizonte, de cara, la caravana partió
hacia el este a un paso apropiado para los caminantes más pequeños. Golpe y
Silbido llevaban la primera rastra, y Susurro y Chasquido las seguían de
cerca. Pitido y sus dos hijas, Burbuja y Murmullo, se turnaban para tirar de la
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rastra. Detrás venía la familia de Trino, y así sucesivamente, por orden de
estatus. Zumbido, con una rastra pequeña y un solo bulto, cerraba la marcha.
Golpe se preguntó si Silbido estaba nerviosa por dirigir la cosecha de verano
por primera vez, y la miró de soslayo. Pensaba que su madre parecía más
animada de lo que había estado desde el ataque de la leona, caminando con
resolución y barriendo el horizonte con una mirada llena de esperanza.
—¿Adónde vamos primero? —le preguntó Golpe con su mano libre.
—Tú lo sabes bien. ¿Adónde vamos? —preguntó Silbido, risueña.
—Adonde las judías de primavera a orillas del Kijito, a medio día de
camino río abajo. Acamparemos justo encima del río, donde las rocas blancas
se vuelven grises.
Golpe había acompañado a Gorgeo todos los veranos de su vida, y sin
cerrar los ojos. Doce veranos no era tiempo suficiente para conocer cada lugar
alterno; ella no sabía adónde ir cuando un cultivo no crecía en el lugar y la
época prevista, pero conocía el itinerario habitual. Golpe estaba contenta, y en
aquel momento sintió algo extraño, una sensación fugaz, como una lengua
empujando el interior de la mejilla. La apartó de su mente y empezó a pensar
en acampar, en la única hoguera enorme que tendrían por la noche, y quizás
en bailar al atardecer. La vigilancia sería mucho más sencilla con tantas
mujeres compartiendo sus obligaciones, aunque lo de dormir sería más difícil,
con tantos críos alrededor.
Silbido miró a su hija con una expresión que podía ser de orgullo o temor.
—¿Qué? —le dijo Golpe—. ¿No te parece bien?
—Me parece estupendo. Eso es lo que haremos, a menos que tengamos
que hacer otra cosa. Kura tiene que comer en el invierno, por eso a veces es
necesario un cambio de planes. —Arqueó las cejas mirando a Golpe—. ¿No
te parece?
—Estoy de acuerdo.
Mientras seguían caminando, Golpe se preguntó en qué, exactamente,
estaba de acuerdo.
Los hombres que iban llegando a Kura saludaban a Silbido con pequeños
regalos y erecciones evidentes, y Golpe encontró sus olores y sus historias
sumamente interesantes. Sólo unos pocos trajeron algo para Golpe, y ella se
preguntaba si su embarazo la volvía menos atractiva. ¿También Ceniza la
encontraría poco atractiva?
Todo el mundo tenía algo que decir acerca de los gemelos. Cuando Trino
visitó a Silbido al día siguiente del parto, comentó que Pitido podía sentirse
afortunada por haber tenido dos nietos a la vez, después de haber perdido
tantos hijos propios, y Silbido le dio la razón. Golpe le dijo a Zumbido que
compadecía a Burbuja, y que esperaba escapar al mismo destino. Los
hombres discutían sobre los gemelos tanto como las mujeres. Bapoto, en su
visita diaria a Silbido, planteaba la idea de que el nacimiento de los gemelos
era sin duda otro mensaje de la Única. Silbido atendía pacientemente mientras
él explicaba que el nacimiento de un niño y una niña en un mismo parto
confirmaba sin duda que la interpretación de su visión había sido correcta;
hombres y mujeres deberían vivir juntos. Golpe hizo una mueca de disgusto y
se mantuvo atenta a la espera de una ocasión para encontrarse a solas con su
madre.
Varios días después, Silbido propuso un viaje para recoger nueces de
karité. Susurro creía que ir a recoger nueces era impropio de un hombre, de
modo que marchaba un poco por delante de su familia con su pequeña lanza
lista, como si la protección de las mujeres dependiera únicamente de él. Golpe
sólo podía caminar distancias cortas, y correr le resultaba casi imposible.
Mientras se contoneaba al lado de Silbido, Golpe llamó a su madre con un
chsss y por medio de señas le dijo:
—¿Qué piensas de la visión de Bapoto? Parece impaciente por que tomes
una decisión.
—¿De veras? —El sarcasmo de Silbido era atípico pero inconfundible—.
Ya van cuatro veces que intenta traer sus pieles de dormir al refugio. Ha
estado en todos los refugios de solteros de la aldea explicando sus ideas de
todas las maneras posibles. Ha organizado tres de sus ritos de cacería sólo
para hombres, aunque no han hecho más que hablar y atrapar conejos. Todo el
mundo espera que anuncie que el Enlace este otoño será permanente, y que no
habrá más viajes de verano para los hombres. Se nos van a pegar como la
savia.
Para cuando el sol había salido por completo, Pitido y Lucio llegaron para
compartir unos tuétanos de huesos chamuscados que habían sobrado del
banquete de la noche anterior. Silbido y Bapoto todavía dormían, y Golpe no
encontró motivos para despertarlos. Lucio se quejó de que entre los bebés de
Burbuja, el bebé de Pitido y los invasores no había podido pegar ojo. Sin
embargo, se sentó al lado de Pitido y le acarició la nuca con la nariz. Después
de que se fueran las visitas, Golpe llevó un montón de panes sobrantes a Trino
y Trueno, que parecían tan cansados como Lucio y Pitido, aunque igualmente
felices con su incipiente convivencia.
Cuando Golpe regresó al refugio de Silbido, Susurro y Chasquido estaban
holgazaneando bajo el sol, y Bapoto se había marchado. Silbido estaba en
cuclillas a la sombra del refugio, observando una piel de antílope con el ceño
fruncido, como si hubiera algo en ella que le preocupara, y no respondió al
saludo de su hija. Golpe se arrellanó a su lado con una cesta a medio hacer.
—¿Te encuentras bien?
Silbido asintió.
—¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó Golpe.
—Una nueva envoltura para una tabla de bebé, creo. Si quieres puedes
usar mi vieja tabla, pero yo la he usado desde que nació Susurro y creo que lo
mejor es tener una nueva para cuando nazca tu bebé.
Golpe asintió agradecida y se puso a trabajar.
Cuando su madre le chistó, ella levantó la vista de la cesta casi acabada.
—Bapoto está enfadado. —Las manos de Silbido se entrelazaron sobre la
piel de antílope como un pájaro en un nido, la mirada fija en un punto remoto
del extenso valle.
—¿Por qué? —Golpe tenía una idea bastante clara de por qué Bapoto
estaba enfadado, pero miró a su madre con simulado desconcierto.
—La visión que tuvo durante el verano le ha afectado profundamente.
Cree que es esencial que hombres y mujeres se unan ahora mismo, por
Golpe tenía la sensación de haberse vuelto invisible para todos los adultos
de Kura. Los niños todavía la buscaban y le pedían que les dejara palpar la
barriga, la invitaban a sumarse a sus juegos y la ayudaban con las tareas que
empezaban a resultarle difíciles a causa de su creciente tripa. Sin embargo, ni
Silbido ni Bapoto le hablaban, ni la miraban, ni compartían con ella el turno
de vigilancia. Silbido preparaba la comida para Bapoto y los niños, y dejaba
las sobras donde Golpe pudiera encontrarlas más tarde. El resto de los adultos
la ignoraban cuando se encontraban con ella, y cada vez que se cruzaran con
ella pasaban a su lado en silencio. Sólo Burbuja dio señales de reconocer su
existencia cuando ella se echó a llorar al pasar por la uwanda de Pitido.
Al principio, Golpe estaba un poco disgustada, aunque distraída la mayor
parte del tiempo. Se preparaba para recibir a su bebé, hablaba con Susurro y
Chasquido, y andaba como un pato por la cumbre desde donde atisbaba las
Cuando Ceniza pensó en detenerse para mirar atrás por última vez, Kura ya
había desaparecido, perdida detrás del último peñón de piedra caliza. Sus
largas trenzas le cayeron sobre los hombros al darse la vuelta para seguir
corriendo. No iba con un corredor más lento que lo frenase, no estaba
limitado por la necesidad de regresar al campamento antes de que oscureciera;
el placer de estirar sus músculos desaprovechados lo instaba a acelerar el paso
y correr más rápido que en las carreras de largo recorrido. Sus conversaciones
con los mercaderes habían dado forma a su plan; seguir el río Kijito hacia el
sudoeste, hasta llegar al tramo en que queda reducido a un hilo de agua, y
entonces cruzar el río y girar hacia el sur. A menudo tenía la espalda pegajosa
de sudor, y sentía escalofríos cada vez que se paraba a beber a la sombra de
un baobab. Corría con una lanza corta en la mano, por si sorprendía a alguna
presa pequeña, y poco después del mediodía fue recompensado cuando una
ardilla escondida debajo de un arbusto perdió los nervios y se precipitó en su
camino. La carne cocida era un lujo de invierno, así que enseguida reanudó la
marcha, una piel fresca de ardilla ondeando sobre su morral. Al caer la noche
se encontraba lejos, en una región desconocida al sudoeste de Kura. La
sabana jalonada por peñones de piedra caliza había dado paso a unos bosques
elevados y abiertos, interrumpidos por rocas de granito y matorrales. Hacía
más frío que en las elevaciones menores próximas a Kura, y cuando los
pájaros diurnos se callaron y empezaron a aparecer los murciélagos, Ceniza se
alegró de encontrar un matorral espeso debajo del cual desenrollar sus pieles
de dormir.
El día siguiente fue muy parecido, y el siguiente, y el siguiente. El río
Kijito, siempre a su izquierda, se encogía en cada afluente. Pasó una tarde
cazando, una mañana pescando, y un día entero escalando una cumbre de la
zona para tener una mejor vista. Se encontró con algunos cazadores y
mercaderes, con quienes intercambió saludos e información, y se presentó en
varios ukoos, donde negoció con su pequeña provisión de bienes y su mayor
provisión de historias. Los días se convirtieron en una luna, y empezó a
«Panda Ya Mto está más lejos de lo que pensaba», se dijo Golpe. Si bien las
mujeres no visitaban otros ukoos, excepto bajo circunstancias extraordinarias,
ella estaba segura de conocer el camino; el pueblo se veía perfectamente
desde un bosquecillo de morojwa en el que ella había recogido fruta. La
adrenalina la había hecho andar durante toda la tarde, pero ahora que se
estaba poniendo el sol los pies le pesaban como los de un elefante, y estaba
segura de que anochecería antes de que pudiera llegar al pueblo. Le crujía el
estómago, pero temía agotar su reserva de nueces de mango y sólo se comió
una. En una colina que se alzaba sobre el río divisó una arboleda enana que
proporcionaba algo de sombra, así que llenó la bolsa de agua y subió la cuesta
con esfuerzo. Justo cuando encontró un sitio donde refugiarse, el sol
desapareció en el horizonte y ella empezó a temblar. El matorral que
finalmente escogió era espinoso y hacía imposible una buena vigilancia, pero
consideró que las zarzas eran el mejor refugio.
Acurrucada de lado, sintió el ardor del cansancio en cada músculo y el
pellizco del hambre en el estómago. Sintió en la espalda el golpe de un brazo
pequeño, o de una pierna pequeña, y se retorció buscando otra posición. El
último resto de coraje se esfumó con la luz del día. Seguramente aquel ruido
había sido una pisada, algo grande. Una rama partida, sin duda un león. Y ese
siseo, ¿era Madriguera? El corazón le latía cada vez más rápido, se le
tensaban los músculos, y el propio pulso retumbaba en sus oídos. Mucho
tiempo después oyó un aullido distante, y al cabo de un rato el chillido de un
conejo. Más oscuridad, una piedra puntiaguda en el costado, una ráfaga de
viento que ocultaba todos los demás sonidos. Una oscuridad interminable.
De repente Golpe abrió los ojos. La luz tenue se escurría entre las zarzas.
Silencio. Tenía todo el lado derecho adormecido, y movió su pierna
torpemente para reanimarla. El movimiento hizo sonar todo el matorral
anunciando su presencia, y ella se quedó helada, atenta a una respuesta, pero
no oyó nada. Cuando volvió a sentir sus miembros se arrastró fuera del
matorral, la nariz colmada con los olores de las hojas secas, las pequeñas
Sin un destino preciso, los pies de Golpe la llevaban por lo general hacia el
oeste. Cada vez que pasaba cerca de un río comía un puñado de nueces de
mango y volvía a llenar la bolsa de agua, pero sin deshacer la rastra de la
caridad. Sus pensamientos no iban más allá de los próximos pasos, el próximo
río, la próxima cima. «No soy nada —pensó—. Una mujer sin un ukoo, ¿qué
es? Nada más que la bruma que se consume bajo el sol».
Después del mediodía, pasó cerca de una manada de antílopes. Cerrando
el puño alrededor de la lanza que le hubiese gustado llevar se quedó
mirándolos hasta que ellos la olfatearon y huyeron en estampida. Después de
aquello empezó a llevar una piedra en la mano destinada a algún lagarto
desafortunado o a un pájaro, pero no se le presentó ninguno. Dos días de viaje
con un breve sueñecito ansioso en el medio hicieron su efecto, y ella continuó
andando a duras penas, vacía de emoción y de fuerzas, inconsciente del
camino que había recorrido al azar. Cerca del atardecer se detuvo para
tomarse un breve descanso y reconoció la cumbre donde el leopardo la había
atacado el otoño anterior, lejos de Panda Ya Mto y de Kura.
Una grieta poco profunda al pie de un peñasco elevado de piedra caliza
prometía ser un cobijo, y se acercó con cautela. No había rastros de un
reciente ocupante, y tiró de la rastra hasta el interior de la grieta mientras
buscaba trozos de madera seca y yesca. No habría una segunda oportunidad
de encender el fuego si fallaba la primera. Delante del escondrijo, Golpe
construyó una pila diminuta con agujas de pino y hojas secas y echó las
ascuas de Lluvia en el centro. Al soplar, brilló una lumbre ínfima, pero
finalmente la yesca prendió con unas llamas color naranja que hicieron
retroceder la inquietante oscuridad. Entonces ella abrió la rastra y sacó
algunos trozos de frutas secas y pescado ahumado, y también la piel de
antílope con la que Rocío la había obsequiado. Acurrucada en el fondo de la
grieta y envuelta en la piel, sólo alcanzaba a ver el fuego, que no alumbraba
nada de lo que había al otro lado. Los muros del escondrijo, la rastra y el
fuego parecían ser las únicas cosas que quedaban sobre la tierra.
El damán blanco y marrón con sus dos crías aparecían a menudo por la
uwanda de Golpe. Las idas y venidas del grupo local la fascinaban; sus
madrigueras eran el producto de una planificación compleja, con agujeros por
todas partes para permitir una rápida huida en caso de que el damán de
guardia diese la alarma de «águila a la vista». Sin embargo, las trampas de
Golpe los confundían, y hacían presa de uno de ellos casi cada día. El damán
Los días y las noches pasaban en una nebulosa de dolores, llantos de Bebé
y agotamiento. Los horarios perdieron su sentido; Golpe se despertaba,
dormía, comía, daba el pecho a Bebé, recolectaba musgo, todo lo que tuviera
que hacer y fuera necesario hacer. Pasar a comprobar las trampas era una
tarea imposible; la cima del peñasco estaba muy lejos, y cada vez que ella se
sentía con fuerzas llovía. Incluso el hoyo de la letrina parecía estar a una
distancia excesiva. Sus pequeñas reservas de carne seca y fruta se iban
reduciendo, y la pila de leña mermaba con alarmante rapidez. Se le empezaba
Poco después, una mañana fría y despejada, los hombres se fueron a cazar
gacelas, excepto Halcón, que se quedó con Golpe tejiendo alfombrillas para el
refugio de los hombres. Los hombres habían elogiado las alfombrillas de
Golpe y querían algunas para su refugio, pero ninguno de ellos sabía tejerlas,
así que ella le estaba enseñando a Halcón. Hasta el momento, dos de ellas
habían llegado a cubrir la mitad del suelo del refugio. Por lo que ella había
entendido, Dika y Agama eran pareja, y también lo eran Roca y Halcón. Ella
no estaba del todo enterada de cómo funcionaba eso, ya que ellos no se
apareaban en público como lo hacía todo el mundo, pero parecían satisfechos
con sus emparejamientos. Un fuego ardía en el refugio de los hombres, y
Bebé estaba tendido al descubierto sobre una piel de leopardo al lado de
Golpe, capaz, aunque no del todo, de darse la vuelta por sí sola. El pequeño
Al principio, Golpe se sintió tal como lo había hecho antes de que Ceniza
la encontrara, pesada como un elefante y con las fuerzas de un pájaro. Sólo se
movía para beber y para ir a la letrina. Los hombres trocearon la cebra y le
ofrecieron una tajada de hígado perfectamente asada, pero ella la rechazó con
un gesto de la mano. Ceniza trajo agua y madera, y discretamente dejó un
poco de comida donde Golpe pudiera encontrarla, y luego la dejó a solas. Al
segundo día ella comió unos pedazos de carne de antílope, y al tercero se
levantó e hizo sus labores de la mañana.
—No es lo mismo —le explicó a Ceniza—. Nunca será lo mismo. Pero
aquí estamos, y hay trabajo que hacer.
Sus rituales matinales se acabaron. Antes de la muerte de Bebé, no se
había molestado en ocultárselos a Ceniza, pero ahora él ya no oía silbidos a lo
lejos, ni veía su silueta recortada contra el cielo en la cima del peñasco, con
los brazos en alto. Una mañana, temprano, ella se encontró con Roca cerca
del lugar donde él la había descubierto saludando a la Única, y él le ofreció
unirse al ritual matinal. Ella soltó un bufido.
—Hazlo tú.
Roca meneó la cabeza.
—¿Por qué la Única permite una cosa así? ¿No es capaz de mantener a los
bebés a salvo? ¿O es que no quiere?
Golpe miró hacia el oeste, a las nubes informes aún no iluminadas por el
sol de la mañana. Ella había llegado a creer que la Única vivía hacia el oeste,
sobre la cima alta de una montaña, o en una cueva enorme, pero esa creencia
había pasado al territorio de las leyendas, junto con la idea de que Gorgeo
sería la Madre eternamente y de que Silbido siempre la protegería.
—Quizá no haya que preguntarse por qué. —Golpe hizo una seña de
despedida, palmeó el brazo de Roca y siguió caminando hacia la siguiente
trampa.
Golpe olvidó la visita de Conejo, pero Halcón no. Unos días después del
ataque del escorpión, él contó a los demás que Conejo había visto a Chacal
poco antes de su muerte con un hombre de poco pelo parecido a Bapoto.
Ceniza se ofreció a ir de cacería cerca de Kura con la esperanza de encontrar a
alguien que quisiera escuchar la historia de cómo Bapoto casi llevó al pueblo
de Fukizo a la destrucción y de su posible conocimiento de las circunstancias
Los días más cortos quedaron atrás y el sol empezó a salir un poco más
temprano, aunque el invierno se volvió más cruel. Truenos, relámpagos y
vientos se sumaban a las lluvias frecuentes. Hacía demasiado frío para salir a
cazar, pero el mantenimiento de la zanja de drenaje y la reparación de los
daños del viento tenían que hacerse por muy bajas que fuesen las
temperaturas. Golpe y Ceniza dormían todo lo que podían, pero aun así la
reserva de comida desapareció rápidamente. Por suerte, la población de
damanes no pareció verse afectada por el clima, y las trampas seguían estando
más allá de su entendimiento.
Después de una tormenta con fuertes vientos que obligaron a Golpe y
Ceniza a sentarse sobre las estacas que sujetaban el refugio, ella se levantó
una mañana y descubrió que podía producir nubes blancas con su aliento
dentro del refugio. Deseaba con desesperación quedarse arropada entre las
pieles de dormir hasta que Ceniza se levantara y atizara el fuego, pero tenía
que visitar la letrina. Golpe se deslizó fuera de las pieles y mientras levantaba
la puerta de piel procuró que no entrara frío en el interior.
Nada más salir se resbaló y cayó de espaldas. El suelo estaba cubierto por
algo brillante, frío y sumamente resbaladizo. Los arbustos, las rocas y hasta
los charcos estaban cubiertos por la misma cosa dura y transparente. Si se
miraba a naves de un trozo de la extraña sustancia el mundo aparecía
distorsionado en formas curiosas, y ella disfrutó de la sensación helada,
húmeda y suave de aquella cosa sobre su lengua. Se preguntó si el agua
solidificada había aparecido en Kura, si Chasquido también estaría jugando
con ella. Enseguida recordó para qué se había levantado y bajó por el sendero
que conducía a la letrina, deslizándose parte del camino sobre su trasero.
Cerca del mediodía empezó a caer una lluvia fría. Ceniza avivó las llamas
hasta que el fuego amenazó con incendiar el techo del refugio, y luego sacó
las herramientas para empezar a tallar una nueva pieza de madera. Golpe
trabajaba en una piel cerca del fuego.
—¡Ceniza! ¿Has oído algo?
Al principio ella pensó que el parche de oscuridad un poco menos negra que
había encima de su cabeza era imaginario; su deseo desesperado de luz y
calor estaba haciendo que se inventase la mañana. Pasó otra eternidad, y el
pedazo de cielo sobre la cabeza de Golpe se volvió de un gris plomizo.
Lentamente se iluminó mudando a un color pizarra, luego plateado, y
finalmente a un zafiro deslumbrante. Un rocío intermitente había entrado por
la abertura de la cueva durante la noche, pero por la mañana no se veía una
sola nube en el minúsculo círculo de cielo que ella podía ver. Tenía los pies
completamente adormecidos, y el dolor le punzaba las piernas a medida que
comenzaban a despertarse. Lechuzas ululantes y hienas chillonas se habían
hecho oír a lo lejos en la negrura absoluta del momento más gélido de la
noche, junto con la máxima subida del nivel del agua y su lenta retirada, pero
a la hora en que la luz del sol coloreó el círculo en lo alto, el agua ya se había
desplazado hacia el otro lado de la cueva y las hienas llevaban mucho tiempo
en silencio.
La bolsa de agua estaba vacía, así que Golpe bebió un poco del agua
turbia, masticó uno de los dos trozos de carne seca humedecida que le
quedaban y dio fuertes pisotones hasta que sus piernas entraron en calor,
consiguiendo aplacar el dolor y empezar a sentir los pies a medida que se
reanimaban. Estaba atrapada y hambrienta, pero tenía agua. Le dolían los
pies, pero seguía viva, y tenía que haber una manera de salir. Mientras
valoraba la utilidad de cada trozo de basura en la cueva, hizo durar un
pedacito de carne en su boca todo lo posible.
El montón de escombros apilado debajo de la boca de la cueva era
inestable; se movía mientras ella lo escalaba. Pedazos de madera y roca
cuidadosamente seleccionados lo volvieron más estable y capaz de soportar
rocas de mayor tamaño. Para mover las piezas más grandes de los escombros
tuvo que levantar rampas con el lodo del suelo de la cueva, depositado por las
corrientes ocasionales. El trabajo era agotador; enseguida se desgarró las uñas
y le sangraban, y le dolían la espalda y los brazos. Mientras el día avanzaba,