La Hija de La Tribu - Debra Austin

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En

el árido suelo africano, hace más de medio millón de años, se asienta la


tribu de los Kura, una sociedad matriarcal de homo erectus. Golpe —una
joven y apasionada mujer de la tribu— está destinada a liderar a su gente, y
ahora deberá elegir un compañero por primera vez. ¿Elegirá a alguien
diferente cada año, o preferirá un macho con quién aparearse siempre, como
hizo su madre, Silbido, la próxima líder de la tribu? A medida que se acerca la
ceremonia del Enlace, el futuro de Golpe permanece incierto. Pero Silbido, al
ver que su compañero no regresa, elegirá a un extranjero con ideas mucho
más peligrosas que los leones que matan de un solo zarpazo…
Cuando Golpe reta el poder del extranjero, es expulsada violentamente de la
tribu. Abandonada a su suerte, arriesgará su vida —y el futuro de su gente—
para enfrentarse a un mal inconcebible. Sin que ella lo sepa, ese mismo
peligro amenaza a otras tribus. Pronto, Golpe y su nueva banda de desterrados
se enfrentarán a una fuerza más terrorífica y mortal que cualquiera de las
amenazas naturales que África haya visto jamás.
Tan imaginativa como verosímil, «La hija de la tribu» da vida a un tiempo
ancestral y salvaje. Austin ha creado un personaje inolvidable en la piel de
esta heroína indómita que alcanzará la madurez en una apasionante historia de
valentía, lealtad y pasión.

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Debra Austin

La hija de la tribu
ePub r1.0
Titivillus 13.07.2019

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Título original: Daughter of Kura
Debra Austin, 2009
Traducción: Pablo M. Migliozzi

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A Dayton

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Sudeste de África, hace medio millón de años

Algo ensombreció el horizonte. Nubes de humo tiznaban el límite entre el


cielo y la tierra, e hilos de color ámbar se elevaban desde la sabana ajada y
quemada, exhibiendo la gama de tonos de un cardenal en proceso de curación.
Ella se levantó y miró por encima del lecho seco del río, con la frente
arrugada. Pensó en un fuego distante que avanzaba bramando sobre la hierba
reseca, haciendo huir a antílopes y leones. Esos kinanas, los últimos boniatos
del verano, tenían que recogerse antes de que el fuego los destruyera o se
pudrieran por las lluvias del invierno. Mientras miraba fijamente el confuso
híbrido del cielo y la sabana, la masa turbia de colores se fundió en el
recuerdo de los rostros vacíos y demacrados de sus hermanos menores
después de quedarse sin comida, el invierno anterior. Unos cuantos más,
pensó, e incrustó su palo de cavar en la tierra agrietada y dura. Un trueno
resonó, grave y apenas perceptible, y sus ojos volvieron a fijarse en el
perturbado horizonte. No era más que un nubarrón. Nada como para echar a
correr. «Estos kinanas serán nuestro alimento durante el invierno».
El sudor empapaba su cuello, mientras los boniatos pequeños se
acumulaban en la cesta. Se volvió a oír el retumbo de un trueno. Una brisa
polvorienta levantó su pelo y le refrescó la espalda sudada, mientras se ponía
de pie para estirar las piernas y contemplar el cielo. Allí donde el nubarrón se
alzaba en forma de hongo por encima de una cumbre situada en el norte, dos
figuras espigadas alcanzaron la cima y se detuvieron un instante, recortadas
contra el nubarrón. La forma del pelo de una de ellas le resultó familiar, lo
más probable era que se tratara de alguien de un ukoo vecino. La cabeza de la
otra, sin embargo, parecía demasiado pequeña y de una extraña redondez,
como si su dueño estuviera desfigurado. Permaneció inmóvil y desconcertada,
conteniendo la respiración, hasta que vio cómo las figuras se desplazaban
hacia el este a lo largo de la cumbre y desaparecían. Con los pelos de la nuca
todavía erizados, bebió de su bolsa de agua, hecha con el estómago de un
antílope, y siguió cavando.

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Los truenos puntuaban la tarde. La nube gris proyectaba verdes, amarillos
y púrpuras sobre la extensión de tierra azul que había delante. Cubiertos de
tierra, los kinanas escogidos al azar iban llenando la cesta a medida que las
sombras se alargaban con inclemente rapidez. «Todavía queda tiempo —
pensó al meter el último kinana—. Todavía queda tiempo para volver a casa
antes de que oscurezca». Al coger el asa de la cesta, una piedra saltó desde un
elevado matorral, y ella dio un respingo. ¿Un enorme roedor de dientes
afilados? ¿Un lobo destripador de búfalos? ¿Un extraño armado con una
lanza? Sin quitar la vista del matorral, se irguió lentamente, sosteniéndose
sobre las puntas de los pies. Pasaron unos pocos segundos, una eternidad
insoportable.
El matorral se agitó. Un animal ocre de garras curvas y colmillos
amarillos se le echó encima. La invadió el pánico, cada músculo tenso en
erupción. Lanzó un rugido, lanzó la cesta al leopardo con la mano izquierda y
levantó el palo de cavar por encima de su cabeza con la derecha. La pesada
cesta se estampó contra el animal y contuvo su embestida, los boniatos
volando en todas las direcciones. Las zarpas no acertaron a despedazarle la
garganta, pero ella sintió un desgarrón en el brazo izquierdo mientras le partía
el palo en la cabeza. El leopardo se tambaleó y retrocedió, gruñendo y
sacudiendo la cabeza, como perturbado por múltiples visiones de una presa
inesperadamente feroz.
Ella volvió a rugir, blandiendo con mano temblorosa un fragmento afilado
de su palo de cavar. La sabana había desaparecido; sólo veía al leopardo, sólo
oía su propia áspera respiración y los latidos de su corazón. El felino daba
vueltas en círculos, lentamente, los ojos clavados en su garganta, las fosas
nasales hinchadas ante los hilos de sangre que descendían por su brazo. Ella
parpadeó, y el leopardo volvió a abalanzarse. Dio un salto hacia la izquierda,
y lanzó una estocada al animal con su lanza improvisada. El palo puntiagudo
le desgarró el lomo, y ella lo extrajo rápidamente antes de que volviera a
partirse. El leopardo se revolvió, gruñó a la lanza ensangrentada y se
escabulló en el matorral.
Con un ojo en la loma y sin soltar el palo, inspeccionó el tajo que le abría
el brazo desde el hombro hasta el codo. La sangre le empapaba el vello y caía
sobre el último agujero que había cavado. El olor era intenso, como la orilla
húmeda de un río con una capa espesa de musgo, el inconfundible olor de una
herida. «Las hienas lo olerán —pensó—, por muy lejos que estén». Echó un
vistazo a la loma, al matorral, al horizonte, en busca del reflejo de un ojo, de
cualquier movimiento que no fuera producto del viento. Temporalmente

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satisfecha, volvió a ocuparse del problema de la sangre. «No puedo
desperdiciar el agua potable para limpiarla», pensó. Así que quitó la tira de
piel de cebra de su bolsa de agua, juntó los bordes de la herida y se ató el
brazo, sujetando un extremo de la tira con los dientes mientras hacía el nudo.
En ese momento le llamó la atención el sonido de unas ramas que se frotaban
entre sí, y un momento después la distrajo el vuelo de un ave rapaz.
Finalmente, la hemorragia se redujo a un goteo en los extremos del corte.
Echó tierra con el pie sobre la sangre derramada y se limpió el brazo con la
lengua lo mejor que pudo. Con hienas o sin ellas, tendría que quedarse así.
Tras un último vistazo alrededor en busca de alguna señal del leopardo,
recogió los boniatos desparramados y echó a correr hacia el norte por el lecho
seco del río, mirando a intervalos por encima del hombro.
Por el cauce apenas corría una brisa, y no tardó en tener la espalda, la cara
y el pecho empapados de sudor, pese a que las sombras en las partes más
profundas del lecho la hacían tiritar. Los bordes del río seco también
limitaban su visión, pero sabía que ese suelo plano y compacto le permitía
correr mucho más rápido que la hierba seca de la sabana, en donde un agujero
inesperado podía hacer que se rompiera una pierna, o enviarla al interior de
una cueva dando tumbos. Por mucho que conociera todo el territorio de Kura
y sus alrededores, un nuevo agujero podía aparecer de la noche a la mañana, y
por eso decidió no apartarse del río.
Un gemido lejano del viento le recordó el alarido de una hiena. Una
sombra depredadora la perseguía, y el ritmo de su trote se aceleró hasta que
reconoció la fuente de la sombra: una nube pasajera. Como unas ascuas
encendidas, el dolor ardía bajo el improvisado vendaje, y cada latido era una
punzada contra la tira de piel. A modo de distracción, empezó a contarse a sí
misma las historias tradicionales de Kura que algún día ella misma contaría
en las fiestas, cuando se convirtiera en la Madre de Kura como su madre y la
madre de su madre.
Empezó con su favorita, acerca de la Madre que varias generaciones atrás
tejió la primera cesta de caña para poder llevar comida a una niña herida. En
su imaginación siempre daba a su propia madre el rostro de la heroína de la
historia, y su propio rostro era el de la niña herida. La siguiente historia la
había asustado terriblemente una vez durante una oscura noche de invierno:
rocas calientes como el fuego se desprendían de una montaña y destruían un
pueblo. En esta historia, su hermano de ocho años y su hermana de cuatro se
convertían en los niños rescatados por su hermana mayor, que los llevaba a un
elevado peñón de granito. Para cuando llegó a la historia de la Madre de

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antaño que dejó a su madre el refugio en Panda Ya Mto y construyó el primer
refugio en Kura, su dolor había empeorado, aunque su ánimo había mejorado
un poco. Mientras corría, una idea bullía en sus pensamientos. Todas esas
historias hablaban del cambio —un cambio significativo y remoto—, pero su
propósito era lo contrario: preservar la tradición, transmitir los recuerdos,
explicar cómo ocurrieron las cosas. «Recordad lo que ocurrió antes —decían
—. Probablemente volverá a ocurrir».
Mantuvo la vista fija en la nube achatada que se dirigía hacia el sur. Para
cuando salió del cauce del río y giró hacia el este para subir gateando por una
cresta dentada blanca y gris, el nubarrón se había expandido por casi todo el
cielo y gruesas gotas esporádicas levantaban diminutas nubes de polvo a sus
pies. El rugido lejano parecía acercarse, y percibió un olor ácido y
desconcertante que le recordó al de las agujas aplastadas de los pinos. La
hierba alta dio paso a una zona de arbustos dispersos, y el suelo se volvió más
duro, con tramos de pedregales que entorpecían su marcha. Cuando se detuvo
para beber un trago de agua, las sombras de las rocas de la meseta se
extendieron hacia el este como puños gigantes en alto, y vio a un felino que se
escurría por una grieta cerca de la cima de la cumbre, y varias piedras que
rodaban a su paso.
A pesar de las punzadas en el brazo y las piernas agarrotadas, la alarma
aceleró su paso. Sobre un terreno plano, sin heridas ni fatigas, ella era capaz
de perseguir a una gacela hasta que el animal quedara exhausto, pero hoy su
rapidez distaba mucho de la de una gacela. Mientras apuraba el paso, el
leopardo emergió de la maleza y escaló el terreno accidentado, pero ella
contaba con la ventaja de un suelo más llano y mantenía una buena distancia
de su perseguidor. Al final de la cresta, la meseta de piedra caliza iba
transformándose en una llanura que se extendía hacia el norte, en dirección a
Kura, y ella estimó que podría llegar a un refugio antes de que oscureciera si
conseguía eludir al felino. Un destello seguido de un rugido la sobresaltaron,
y las gotas esporádicas se convirtieron en una llovizna constante que tornaba
resbaladizo el fino polvo gris rojizo.
Ahora cada respiración le desgarraba el pecho. Sus ojos buscaban el
camino más corto y el asidero más seguro. Sus oídos filtraban todos los
sonidos excepto los suaves chirridos de las rocas que rozaban unas contra
otras detrás y encima de ella. Le escocía la nuca. Finalmente, la pendiente a
su izquierda se redujo hasta dar paso a una maleza amarillenta que le rozaba
hasta los muslos y, tras echar un vistazo atrás, giró hacia el norte, para ver al
leopardo en ese preciso instante encaramado a la rama inferior de un árbol,

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justo encima de ella. Unas piedras redondas bajo sus pies la hicieron caer de
bruces. Los kinanas echaron a rodar por todas partes, y la escasa agua que le
quedaba se derramó. Sin aire en los pulmones, se incorporó sobre las manos y
las rodillas, incapaz de emitir un sonido.
Por encima del hombro alcanzó a ver las manchas negras del pelaje rojizo
del leopardo reluciendo con el último rayo horizontal de la puesta de sol, al
tiempo que volcaba su peso de un lado a otro sobre sus garras. Una explosión
de energía, salvaje e inducida por el terror, hizo erupción en su pecho y
recorrió su cuerpo hasta las yemas de los dedos. Una boqueada de
desesperación inundó sus pulmones de aire e intentó ponerse en pie, pero
antes de conseguirlo volvió a caer al suelo, ciega y ensordecida por un golpe
con la fuerza de una erupción volcánica.
Al cabo de un rato sintió la lluvia sobre sus párpados cerrados, y abrió los
ojos. Ninguna herida nueva, la puesta de sol seguía allí, y el aire parecía más
fresco. Su brazo herido tenía el mismo aspecto, y la caída sólo le había dejado
magulladuras en manos y rodillas. Adherido a la piel por la lluvia, su pelo
estaba demasiado mojado como para erizarse. El árbol en que el leopardo se
había estado preparando para atacarla ardía bajo la lluvia y despedía una nube
de vapor y humo. Un cadáver ennegrecido colgaba sobre una de las ramas que
no se habían quebrado. Estremecida, expresó su alivio con un sonido como de
agua vertida de una jarra dada vuelta. Recogió su bolsa de agua, metió los
boniatos dispersos en la cesta, y echó a correr hacia el norte en la creciente
oscuridad, tan rápido como se lo permitían el dolor y el miedo.
A medida que menguaban la lluvia y la luz, descubrió un camino familiar
y allanado. Sus piernas recuperaron algo de fuerza y la cesta se hizo más
ligera, y aceleró el paso. Pronto aparecieron las blancas cumbres del peñasco
de piedra caliza de Kura, jalonada en su vertiente sur por hogueras color
azafrán. Cuando consideró que ya estaba lo bastante cerca, anunció su llegada
con un sonido bajo y reverberante, como el de una lechuza particularmente
persistente y de voz grave. Una silueta alta y oscura emergió de uno de los
refugios más altos, encaramada sobre una roca, y miró hacia donde estaba
ella. Ella reconoció a su hermano Porrazo, más alto que hacía dos años, con
una barba muy larga y el pelo trenzado al estilo de la gente de Panda Ya Mto.
Ella lanzó un chillido a modo de saludo y echó a correr subiendo la cuesta, el
dolor y el cansancio olvidados por completo.
Él se detuvo a pocos metros de ella y empezó a hacer los ademanes de
respeto que solían hacer los hombres que regresaban a la aldea tras su viaje de
verano. Ella se rió, dejó caer la cesta y el palo, y lo tomó por la cintura con su

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brazo ileso, mezclando sonidos de alivio y bienvenida a la manera de un río
que canta de alegría. Se separaron, y ambos empezaron a gesticular al mismo
tiempo. Dos pares de manos que volaban y formaban palabras con los dedos,
con algún sonido ocasional para expresar emoción.
—¡No seas tonto! —dijo ella con señas—. No tienes que actuar como si
estuvieras aquí por el Enlace, no puedes elegir a una compañera en tu aldea
natal.
—Golpe, ¿qué le ha pasado a tu brazo? —dijo él haciendo señas al mismo
tiempo—. Lavemos esa sangre antes de que un león venga a por ti.
Finalmente, el torrente de palabras disminuyó y cada uno empezó a
prestar atención a las señas del otro. Porrazo recogió la cesta y el palo roto de
Golpe, y ambos caminaron hacia el río de Kura, donde ella podría lavar su
herida.
—Estás tan alto como un rinoceronte blanco. Un mercader dijo que te
habías ido con la gente de Panda Ya Mto. La mitad de los hombres de ese
ukoo deben de haber nacido en Kura. ¿No deberías estar allí para el Enlace?
¿Qué estás haciendo aquí?
—Primero cuéntame tu historia —dijo él con una mano—, y luego te
contaré la mía.
Ella contó la historia del leopardo que la había atacado agitando las
manos, y Porrazo emitió un ruido sordo desde el fondo de su garganta en
señal de asombro e incredulidad. Cuando ella llegó a la parte del rayo, él aulló
estupefacto, y luego gorjeó en señal de alivio. Pasaron por el nacimiento del
río de Kura, donde éste brotaba desde la piedra caliza justo debajo de la aldea,
y siguieron su curso borboteante por una estrecha quebrada. Golpe alargó la
mano y hurgó en los rizos de la barba de su hermano.
—Bonita barba. Cuando te fuiste, en la cara sólo tenías pelo de conejo.
Porrazo la miró de soslayo, como intuyendo el sarcasmo. Se irguió con
aparente tranquilidad mientras seguían caminando. Ella examinó
detenidamente a Porrazo en el atardecer. Ha crecido, pensó, y su barba
impresiona más que antes. Intentó evitar fijarse en sus genitales ya adultos,
recordándose a sí misma que era el mismo hermano mayor que le había
enseñado a llevar las gacelas hasta los cazadores, que le había ayudado a
revisar las trampas cuando no le tocaba, y que incluso había compartido la
comida con ella. Después de sus dos años de ausencia, sus sentimientos la
desconcertaban: se sentía extrañamente maternal, con un asomo de las
emociones que le provocaban los hombres mayores.

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En un punto en el que la corriente fluía más lentamente y se ensanchaba
en una charca, Golpe se desató el brazo, entró andando en el agua y sumergió
el brazo. La sangre floreció en el agua mansa como una enorme amarilis rosa.
Golpe imaginó el agua manchada de rosa fluyendo río abajo, más veloz tras
pasar por debajo de la piedra caliza de Nura, en el tramo donde las hienas
tenían sus guaridas en las orillas, y más lenta en la llanura, donde los
cocodrilos imitaban a los troncos flotantes, rumbo al río Kijito, a tan sólo una
mañana de distancia camino al sur, y deseó que nada viniera siguiendo el
rastro de la sangre.
Mientras se limpiaba, Porrazo le contó sus experiencias desde que había
partido de Kura. Dos inviernos atrás, la aparición de su barba adulta lo había
obligado a dejar la aldea en primavera con otros hombres para pasar el verano
viajando, cazando y haciendo trueques. Al no poder escoger una compañera
en el ukoo de su madre, esperó encontrarla en uno de los ukoos vecinos
durante el festival de Enlaces de otoño, pero, desafortunadamente, las mujeres
de Panda Ya Mto y Jiti lo encontraron demasiado joven y escasamente dotado
de herramientas, carne y habilidades para la caza. Pasó el invierno en una
tregua precaria con otros hombres solteros en un refugio improvisado cerca
del Kijito.
Al verano siguiente, Porrazo tuvo más éxito con la caza y el trueque. En
otoño ofreció mejores regalos a las mujeres atractivas, y consiguió que se
interesara por él una llamada Rocío, de Panda Ya Mto. Estaba sana, era un
poco mayor que Porrazo, de rango medio y no tenía hijos vivos, y cuando se
celebró el festival de Enlaces de Panda Ya Mto eligió a Porrazo. Rocío le
había trenzado el pelo y la barba como se llevaba en su ukoo, y le había
enseñado los sonidos guturales que le identificaban como miembro de Panda
Ya Mto. Mientras su hermano describía a Rocío, Golpe se dio cuenta de que
él tenía una erección parcial y que parecía distraído, contento y un poco
alelado, un aspecto similar al que había tenido la primera vez que le fue bien
de cacería.
—¿No piensas regresar este otoño? —Ella hizo una mueca mientras
arrancaba un coágulo de sangre de su brazo, y la herida volvió a sangrar a
borbotones.
—Claro. Pero este verano conocí a alguien interesante, y lo he traído aquí
de visita. Regresaré a Panda Ya Mto con antelación para el Enlace.
Golpe frunció el entrecejo, con lo que su arco superciliar se hizo más
prominente.
—¿De dónde es él?

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—De muy lejos, del poniente. Se llama Bapoto.
Ella resopló.
—¿Es que su madre no le dio un nombre de verdad?
Los de Kura llamaban a todos los niños «Bebé» hasta que llegaban a la
cuarta primavera, cuando recibían un nombre de Kura, una seña que refería a
un tipo de sonido habitual. El nombre Bapoto, en cambio, no significaba
nada; no señalaba nada que ella conociera.
—Allá tienen diferentes clases de nombres.
Ella terminó de lavarse el brazo y enjuagó la venda improvisada que había
usado para atárselo, y él la ayudó a envolverse la herida otra vez. En los
alrededores, los sepias y los beis habían mudado en negros y grises, y ambos
escrutaron las sombras en su camino de vuelta a los refugios.
—Ahora soy una mujer. Ya puedo escoger un compañero de invierno en
la fiesta de los Enlaces.
Él asintió.
—Muy bien, ya era hora. Sin duda estás hecha una mujer.
Golpe se preguntó si su hermano también intentaba evitar fijarse en ella.
—¿Algún interesado?
—En el refugio de los hombres ya hay más de una decena de hombres,
recién llegados de su viaje de verano. Todos ellos traen regalos para Gorgeo,
ya que es la Madre de Kura, pero hace tiempo que ella no elige a un
compañero de invierno. Silbido recibe regalos de la mayoría de los hombres,
pero siempre elige a Suricata. A mí no me toca nada. —Intentó dar la
impresión de que estaba satisfecha con los regalos para su abuela y su madre,
pero su hermano, que la conocía demasiado bien, le palmeó el hombro.
—El próximo otoño habrá más. Los hombres no quieren ser elegidos por
la mujer de rango más bajo de la casa.
Golpe pensó que él estaba siendo condescendiente y le dio una patada
para recordarle quién de ellos sería la Madre algún día.
La incipiente luna llena asomaba mientras se acercaban al refugio de
Gorgeo. El refugio estaba en lo alto del peñón de Kura, orientado al sudeste,
mirando al río Kijito. Al igual que los otros refugios de Kura, sus paredes
eran blancas y de piedra caliza, moldeadas en parte por la naturaleza y en
parte por las generaciones de ocupantes. El tejado estaba hecho de pieles de
antílope atadas entre sí con tiras de cuero. Reparado y arreglado varias veces,
el refugio parecía una prolongación de la montaña, una guarida aborigen para
protegerse de las tormentas de invierno y los aguaceros.

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Golpe chilló suavemente para anunciar su llegada, y una mujer salió por la
puerta de piel con un bebé colgando de una tela a la altura de la cadera. A sus
treinta años, Silbido ya no era hermosa, pero era casi tan alta y fuerte como
Porrazo. Sus ojos grandes y serenos eran de un verde extraño y estaban
abiertos de par en par, como los ojos de un búfalo, y ella solía andar con los
hombros caídos, como si pudiera ocultar su estatus alto disimulando su
tamaño. Encaramado en la cadera de su madre, el bebé cacareó una especie de
saludo y extendió la mano a Golpe, moviendo los dedos en una imitación
aceptable de la seña que refería a su nombre.
Silbido los saludó con un chillido, acarició la oreja de Porrazo con la nariz
y le hizo un gesto para que entrara en el refugio. Al volverse hacia su hija
mayor para dedicarle la misma caricia con la nariz, le llamó la atención el
vendaje improvisado de Golpe.
—Golpe, ¿qué le ha pasado a tu brazo? ¿Y qué haces fuera a estas horas?
Llevamos casi todo el día oyendo a las hienas.
—Topé con un leopardo cuando regresaba a casa, pero no te preocupes;
no me ha seguido.
Silbido sacudió bruscamente la cabeza hacia delante y atrás con un gesto
risueño. El bebé se retorció mientras ella echaba un vistazo bajo el vendaje de
Golpe.
—¿Hace falta lavarla?
Golpe negó con la cabeza.
—Porrazo y yo ya bajamos al río. El corte es profundo pero está limpio, y
ha dejado de sangrar.
Después de inspeccionar la herida, Silbido se irguió.
—Porrazo ha traído a un viajero de tierras remotas, y dos conejos. Parte
de la carne es para ti, si es que todavía queda algo.
Golpe entró con su madre en el refugio. Un fuego que ardía en un círculo
de piedras iluminaba una habitación de forma irregular, colmada de un humo
que era incapaz de encontrar su camino hacia la trampilla del tejado o salir
por la hendidura de la ventana. En un nicho de la pared del fondo había pieles
enrolladas en las que dormían su hermano menor, su hermana menor y su
abuela Gorgeo. Su cuello y espalda se relajaron con los olores familiares:
niños y mujeres sin lavar, humo, carne asada, el estercolero cercano. Sin
embargo, percibió un olor masculino desconocido que le erizó los pelos de la
nuca.
Porrazo estaba sentado cerca del fuego con un hombre al que Golpe no
conocía. Los dos estaban hablando con señas veloces, y Porrazo se echó a

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reír. El hombre era alto y ancho de hombros, casi tan grande como Porrazo.
En lugar de uno de esos peinados elaborados tan comunes, el visitante llevaba
su pelo canoso cortado al rape. Golpe pensó que tenía los ojos demasiado
juntos y que sus fosas nasales eran demasiado estrechas, como una cobra
astuta, y se preguntó qué hacía aquel hombre mayor tan lejos de su casa.
Silbido les saludó con un chillido suave. Los hombres se pusieron de pie y
saludaron a las dos mujeres con los gestos respetuosos reservados para las
mujeres de su rango: hija y nieta de la Madre de Kura. Silbido se dirigió al
nicho de la despensa, situado en la pared de la izquierda, y empezó a rebuscar.
El forastero apoyó las manos a ambos lados de su cara, las palmas hacia
fuera. Golpe hizo lo mismo y lo saludó con un chillido apagado.
—Éste es Bapoto, de Kao —dijo Porrazo con señas—. Ésta es mi
hermana Golpe, de Kura.
Cumplidas las formalidades, ella recibió de su madre un cuenco de
madera con una porción de conejo asado y varios frutos agrios de baobab. Dio
las gracias con una mano, se sentó en cuclillas junto al fuego y empezó a
comer, lanzando alguna que otra mirada esquiva al visitante. Silbido indicó a
los hombres que volvieran a ocupar sus respectivos sitios junto al fuego, y
ellos se sentaron y retomaron la conversación, sin reparar en las miradas
subrepticias de Golpe. Golpe había tenido la ocasión de encontrarse con la
mayoría de los hombres recién llegados que venían a presentar sus respetos a
Gorgeo, y casi todos ellos habían tenido cuando menos una erección
transitoria en presencia de ella, pero éste, advirtió Golpe, no la tenía. Cuando
Porrazo acabó de contarle una historia, Bapoto se volvió hacia Golpe.
—Porrazo dice que hoy te hirió un leopardo —gesticuló Bapoto.
Ella asintió sin dejar de masticar. Le dolía el brazo, estaba cansada y
hambrienta, y ya le había contado la historia a Porrazo. Si el forastero hubiese
sido uno de los recién llegados, uno de esos hombres con perfumes
fascinantes, quizá la habría vuelto a contar, pero no a ese barbicano.
—¿Y al leopardo lo mató un rayo?
Ella asintió nuevamente. Bapoto emitió un silbido bajo, trémulo, un
sonido que a Golpe no le dijo nada.
—Puede que el espíritu del leopardo haya penetrado en tu herida. Debes
tener cuidado.
—¿Qué es el «espíritu»?
Él volvió a emitir un sonido extraño y habló con señas:
—El alma del leopardo. Lo que habita en el interior durante la vida, y se
une a la Única después de la muerte.

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«Alma» tampoco era una seña que Golpe reconociera.
—He limpiado la herida, y no queda nada del leopardo ahí dentro.
Se volvió hacia su madre y enarcó una ceja. Silbido la miró como
diciendo «Sé amable». Ella volvió a concentrarse en chupar los restos de
carne entre los huesos de conejo.
—Ya es de noche —gesticuló Silbido—. Será mejor que os marchéis al
refugio de los hombres; de lo contrario, Suricata vendrá a buscaros y no creo
que sea eso lo que queráis.
Suricata, el hombre al que Silbido había escogido cada otoño en la
ceremonia de Enlaces desde que Golpe tenía memoria, insistía mucho en lo
que dictaba la tradición sobre las visitas de miembros del sexo opuesto al
anochecer.
Los dos hombres se despidieron con gestos educados, recogieron sus
morrales y salieron por la puerta de piel. A través de la hendidura de la
ventana, Golpe siguió con la mirada a su hermano y al forastero de cabeza
esquilada mientras bajaban la pendiente a la luz de la luna rumbo al refugio
de los hombres.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Golpe, mientras chupaba los
huesos de conejo.
—¿Quién? ¿Bapoto o Porrazo? —Silbido se puso en cuclillas junto a su
hija, sacó unos hilos de una cesta y empezó a trenzarlos formando una cuerda.
—Los dos. Porrazo debería estar en Panda Ya Mto para asegurarse de que
nadie más se fije en su mujer, si quiere que ella vuelva a elegirlo este
invierno. Y ese viejo pretencioso haría bien en pensar dónde va a pasar el
invierno. No creo que ninguna de las mujeres de Kura se interese en alguien
tan extraño.
Silbido cogió un hilo enredado de unanasi, con los ojos entrecerrados.
—Es diferente, sí, pero Porrazo dice que sus ideas extrañas hacen de
Bapoto un buen cazador. De hecho, Porrazo cree que una de las mujeres de
Kura elegirá a Bapoto.
Golpe observó la sombra de Silbido que parpadeaba detrás de ella sobre la
piedra caliza; por momentos parecía sólida y familiar, y al instante se
desfiguraba en una forma retorcida y disparatadamente desconocida. Con una
sensación de desconfianza, empezó a hacer crujir los huesos de conejo. No
creía que unos gorjeos extraños pudieran convertir a alguien en un mejor
cazador, y la idea de que una parte del leopardo pudiera haberse quedado
dentro de ella y suponer algún peligro era sencillamente repugnante. Pero
seguramente ese viejo raro pronto se iría. ¿Verdad que sí?

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La herida de Golpe le daba punzadas, cada latido, una explosión de agonía, un


redoble de tambor en la noche infinita. No tenía que hacer guardia hasta la
medianoche, pero, sin esperanzas de dormir, se levantó y se agachó para salir
por debajo de la puerta de piel. Su brazo se enfrió en el aire de la noche, y
parecía latir menos cuando ella estaba de pie. Una luna amarilla-naranja
iluminaba la uwanda, el espacio abierto que contenía el círculo de la hoguera,
la enorme roca plana y algunos tocones gastados. Hacia el norte, el refugio y
el almacén de la leña se escondían en la ladera escarpada. Silbido estaba
sentada cerca del fuego de la uwanda.
—Yo vigilaré —le dijo Golpe con señas.
Con un gesto de preocupación, Silbido desató el vendaje de Golpe e
inspeccionó la herida. Había estado sangrando. Golpe apretó los dientes
mientras Silbido le limpiaba el brazo con la lengua y lo envolvía nuevamente
con un suave pellejo de antílope. Después, Silbido entró en el refugio y Golpe
la oyó canturreando a Bebé para que se durmiera, un sonido aún más
reconfortante que el nuevo vendaje.
Golpe no tenía problema en quedarse despierta. La luz de la lumbre se
reflejaba en pares de ojos que surgían a ras del suelo, pero sus dueños eran
ahuyentados fácilmente con piedras pequeñas. En un momento, cuando la
luna pendía muy bajo y el alba todavía no había llegado, Golpe vio el fuego
reflejado en unos ojos más grandes de lo normal y a la altura de su cintura.
Golpe se levantó y removió el fuego. La luz parpadeante dejó al descubierto
unos inteligentes ojos marrones en una cabeza de mandíbula prominente
unida a un cuerpo robusto, cubierto de manchas de color castaño sobre un
pelaje ocre: era una hiena del tamaño de Golpe. Ella cogió un palo encendido
del fuego y, lanzando un gruñido, avanzó hacia el animal. Por un instante, la
hiena respondió a su amenaza con otro gruñido, pero luego se dio la vuelta y
desapareció en la noche. Ella arrojó otro tronco al fuego y no soltó la tea
durante el resto de la noche, aunque no percibió ninguna otra presencia
inquietante. A medida que transcurría la noche, el vendaje del brazo le

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apretaba más, y se lo aflojó varias veces. Cuando llegó el turno de vigilar de
Gorgeo, Golpe todavía seguía sin esperanzas de dormir, así que no la
despertó.
Los primeros haces de luz revelaron un brazo el doble de grande, con la
piel quemada alrededor de la herida. Algo había empapado el pellejo de
antílope, que ahora estaba duro y sucio. Tan pronto como Golpe oyó en el
interior los ruidos de la gente que se levantaba, empezó a bajar hacia el río
para lavarse el brazo otra vez. Le costaba mantener el equilibrio, y arrastraba
los pies para permanecer recta. Los refugios por los que pasaba parecían
borrosos, incluso desconocidos, y se detuvo dos veces para comprobar si
había tomado el camino correcto. En el río enjuagó la tira de piel y se lavó la
herida, atenta al despertar de la sabana, en busca de señales de hienas o
leopardos. La brisa era fresca y olía a cambio, inquietud y oportunidad.
Mientras regresaba ascendiendo la cuesta, los cenicientos colores del alba
mudaron en los marrones y verdes de la mañana, y ella pudo oír el bullicio de
la gente en los otros refugios. Al llegar al refugio de Gorgeo, su extraña
sensación de irrealidad había disminuido. Los pinchos con trozos de boniato
ya estaban siseando sobre el fuego recién avivado de la uwanda, y allí estaba
sentada Silbido amamantando a Bebé. En el refugio se oía a su hermano y
hermana chillando y aullando con las primeras risas de la mañana. La extraña
confusión de Golpe desapareció por completo. Saludó a Silbido con un
chillido suave y fue a levantar la puerta de piel, y por poco no acabó tumbada
en el suelo ante la salida impetuosa de Susurro, de ocho años, y Chasquido, de
cuatro, que se lanzaron a una carrera enloquecida, ululando de modo
estridente, como si tuvieran sus propios asuntos urgentes que atender. Cuando
Golpe entró en el refugio, Gorgeo estaba metiendo las pieles de dormir en un
rincón del nicho. La anciana se incorporó y se volvió hacia su nieta.
—Silbido dice que te duele el brazo —le dijo con señas, sus dedos
nudosos con la rigidez de la mañana.
Golpe la saludó con las palmas abiertas y un respetuoso ronroneo, y
asintió con la cabeza. Gorgeo le indicó que se sentara sobre una de las pieles
enrolladas. Con un gruñido, la anciana se apoyó sobre sus rodillas viejas y
deformadas, cerca de su nieta. Las manos callosas desataron el vendaje y
tantearon la herida. Golpe reprimió un gemido; los dedos de Gorgeo le hacían
daño, pero ella quería la ayuda de su abuela. Esa anciana diminuta de pelo
ralo y canoso a la que le faltaban unos cuantos dientes y siempre andaba con
la cabeza gacha, era la decimoquinta Madre de Kura, y su conocimiento sobre
las heridas superaba al de cualquier miembro de la aldea.

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—La hinchazón podría evitar que se cierre la herida. Déjate el vendaje,
pero no lo aprietes mucho. Hoy descansa y come. —Golpe asintió de nuevo, y
Gorgeo resopló molesta mientras le aplicaba un vendaje seguro en el brazo—.
¿Por qué te tenía que ocurrir esto justo antes del Enlace? Los solteros no te
harán ningún regalo cuando vean esto.
Golpe se apoyó contra la piel enrollada, una bolsa de agua a su lado y el
brazo inmóvil pegado al cuerpo, mientras Gorgeo salía con su pesada cesta a
cuestas. Desde fuera llegaba el alboroto de la gente que atendía sus
ocupaciones. Un cuervo se posó sobre el tejado, la miró a través de la cortina
de humo y se puso a picotear en el borde del techo de piel. Ella lo ahuyentó
con un siseo, y él respondió con un graznido despectivo. Sus alas golpearon el
techo mientras echaba a volar, un rato de distracción bienvenido para no
pensar en su brazo palpitante. Silbido entró en el refugio y metió a Bebé, que
estaba profundamente dormido, en su cesta. Golpe oyó a Porrazo ulular allá
fuera, un saludo típico de Panda Ya Mto, y los chillidos a modo de saludo con
que Gorgeo y los niños le respondieron. Al instante, Porrazo y Bapoto
pasaron por debajo de la puerta de piel y saludaron a Silbido y, después, a
Golpe. El viejo traía un bulto apenas envuelto bajo el brazo, y a Golpe le
molestó un poco que pareciera más interesado en contemplar los objetos del
refugio que a las mujeres que allí vivían. Su hermano traía un bulto enorme
comprimido y atado sobre los hombros, y se balanceaba de puntillas mientras
hablaba con señas.
—Me voy a Panda Ya Mto. Tengo algunas cosas para Rocío, y hoy el
otoño se respira en el aire.
Silbido zumbó de satisfacción.
—Buena suerte en la fiesta de los Enlaces, Porrazo. Rocío parece perfecta
para ti.
—Gracias —zumbó Porrazo a modo de respuesta, feliz de contar con la
aprobación de su madre—. Bapoto se quedará en el refugio de los hombres
hasta el Enlace. Gorgeo le ha dado permiso.
Silbido asintió con la cabeza. Golpe advirtió que Bapoto ahora se fijaba en
Silbido. ¿Qué veía? ¿Una compañera, una aliada, una víctima?
Porrazo se volvió hacia su hermana.
—¿Cómo está tu brazo hoy?
—Peor. Gorgeo me ha dicho que descanse.
Bapoto miró el enorme brazo de Golpe y se dirigió a Porrazo.
—Un curandero podría ser de gran ayuda.

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La seña que usó para «curandero» era desconocida para Golpe, pero
Porrazo pareció comprenderla.
—Quizá. Hablemos con Gorgeo. —Los dos hombres saludaron a Silbido
y volvieron a salir.
Golpe desenrolló la piel de dormir y la estiró junto a las cenizas del fuego
de la noche anterior. Enseguida oyó el siseo de Gorgeo, que normalmente
utilizaba para espantar a pequeños animales y niños, y luego la anciana entró
en el refugio dando fuertes pisotones, los labios fruncidos y los ojos
entornados.
—Porrazo se ha marchado a Panda Ya Mto. Te presenta sus respetos —
dijo con señas a Silbido—. Bapoto se quedará en el refugio de los hombres
hasta el Enlace. Le pregunté si regresará a Kao antes de que empiecen las
lluvias, pero él enseñó los dientes y me dijo que Kao era el pueblo de su
madre. En fin, en esta época es tradición aceptar a todos los extranjeros.
Golpe apartó la vista de su brazo derecho.
—¿Qué te preguntaron?
—En el pueblo de Bapoto existe una especie de ceremonia para los que
están enfermos o heridos, y me preguntó si podía realizarla para ti. No es
nuestra costumbre, y le dije que no.
—¿Qué daño podría hacer? —preguntó Golpe.
Gorgeo removió el fuego y añadió otro tronco, sus labios finos más
arrugados de lo habitual.
—Nuestras fiestas nos unen y evitan discordias. El Enlace celebra el fin
de la cosecha y la llegada de la madurez para las niñas que se han convertido
en mujeres, y da la bienvenida a los hombres que llegan al ukoo para pasar el
invierno. El Nombramiento celebra la llegada de la primavera, y el final de la
niñez y el comienzo de la infancia para los que han cumplido cuatro
primaveras. Cada persona tiene su ceremonia, y cada persona es homenajeada
a su debido tiempo. No tenemos ceremonias para alabar la desgracia o la
muerte, y no las necesitarnos.
Golpe ronroneó con respeto y volvió a apoyar la cabeza en la piel de
dormir. Mientras su mente vagaba en una vigilia a medias, veía a Silbido tejer
una cuerda, prestando atención con el ceño fruncido a las hebras escurridizas
que se negaban a integrarse.

Con el transcurso de los días, la herida de Golpe se fue enrojeciendo,


hinchándose y produciéndole más dolor. Ella comía poco, y ni siquiera

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probaba los frutos de marula perfectamente maduros que Susurro recogía.
Cada día Bapoto acudía de visita, presentaba sus respetos y entregaba a
Silbido un pequeño regalo, elogiaba los cuidados que Gorgeo aplicaba en el
brazo de su nieta y se ofrecía a realizar la ceremonia de curación. Silbido
aceptó un ave, dos lagartos, un damán y un pequeño cuchillo de piedra, pero
Gorgeo se mantuvo inflexible y siguió oponiéndose a la curación.
Al sexto día, el sol del otoño entró oblicuamente en el refugio por la
rendija de la puerta de piel, pero Golpe no sintió su calor. Envuelta en pieles
de dormir, tiritaba y gemía en un infierno a medio camino entre el sueño y la
vigilia. Sus manos se agitaban nerviosamente, de forma incomprensible. Su
enorme brazo granate asomaba por entre las pieles como un cadáver de un
solo miembro, la costra negra y gruesa sobre el tajo como un hueso
carbonizado. Con la cara rígida y los ojos hinchados, Silbido la ayudaba a
cambiar de posición y le ofrecía agua. Gorgeo fingía estar tejiendo una cesta
estampada, pero a menudo sacudía la cabeza y parecía perder la
concentración. Ajenos a sus habituales correteos ensordecedores, Susurro y
Chasquido jugaban un juego que consistía en apilar ramitas y piedras
redondas.
Cerca del mediodía, Gorgeo hizo un alto en su labor, dejó a un lado la
cesta inacabada y mandó a Susurro al río a llenar un cuenco grande con agua.
Una esterilla de juncos delicadamente tejida, empapada en agua fresca y
envuelta alrededor de una piedra caliente extraída de la orilla del fuego, se
convirtió en un emplasto. Cuando Gorgeo lo aplicó sobre la herida tensa y
brillante, Golpe dio un alarido y se puso a agitar los brazos. El rostro de
Silbido pareció agrietarse, como si fuera a hacerse pedazos cuando las
lágrimas finalmente brotaron de sus ojos, pero extendió las manos, con las
palmas hacia arriba, para ofrecer su ayuda.
—Sujetadla. Esto ayudará, pero tiene que quedarse quieta.
Silbido y Susurro se situaron para sujetar a Golpe, mientras la Madre
apoyaba la esterilla caliente y húmeda sobre la costra de la herida. A medida
que transcurría el día, la esterilla se aclaraba en agua fresca una y otra vez, y
una piedra fría era reemplazada por otra caliente repetidamente. Golpe se
lamentó y gimió y se retorció, hasta que finalmente se durmió.
Soñó que un leopardo entraba en su cuerpo a través de la incisión en el
brazo. Se escabullía en su sangre, dentro de sus huesos, entre sus órganos, y
se volvía parte de ella. Al principio ella se resistía a su presencia,
combatiendo los rasgos del leopardo, pero finalmente cedía y permitía que su
pelo se llenara de motas, sus dientes se volvieran afilados y sus uñas se

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curvaran hasta convertirse en garras crueles. Al final se transformaba por
completo. Agazapada en un árbol, exhausta, contemplaba una tormenta que se
avecinaba.
Cuando Golpe despertó, el interior del refugio estaba iluminado por los
sesgados rayos del sol de la tarde. Confundida, trató de recordar cuánto
tiempo había dormido, y se preguntó por qué había estado durmiendo durante
el día. El brazo le dolía, pero de un modo extraño y ajeno, como si fuese el
brazo de otra persona. Se acordaba de Gorgeo haciéndole algo en el brazo,
pero no quería saber qué. Estaba tendida sin fuerzas, temblaba
ocasionalmente, y se sentía incapaz de utilizar el brazo ileso para
comunicarse.
Un sonido extraño se abrió paso hasta el refugio proveniente de lo alto del
peñasco blanco que formaba el muro trasero de la guarida. Era un sonido
humano, pero no lo pudo identificar, aunque le resultaba vagamente familiar.
Enseguida recordó el silbido trémulo de Bapoto la noche de su llegada, y
advirtió que varias personas debían de estar imitando el mismo sonido.
Sonoras percusiones empezaron a acompañar los silbidos, para desarrollar
luego un patrón rítmico regular.
Golpe abrió los ojos. A su izquierda, Gorgeo estaba volviendo a preparar
el emplasto, y Silbido estaba en cuclillas a la derecha con los brazos cruzados.
Susurro estaba de rodillas cerca del nicho, inusualmente quieto, con las manos
abiertas sobre los muslos y el ceño fruncido. Chasquido se apoyaba en su
espalda, sus ojos apenas visibles junto a la oreja de él. Golpe parpadeó ante la
inmovilidad de sus hermanos. Al instante gesticuló de manera coherente por
primera vez desde el día anterior.
—¿Qué es ese alboroto?
Silbido señaló hacia la cima del peñasco.
—Hay varias personas allá arriba, y han hecho un fuego. Bapoto ha
construido un tambor enorme muy diferente de los nuestros, y están todos
bailando y haciendo ruidos extraños.
Mientras Silbido hablaba con señas, Golpe oía la voz de Bapoto elevarse
en un trino ululante.
La costra que cubría su herida se abrió, y un pus amarillo se derramó
sobre la esterilla colocada debajo de su brazo. El hedor le provocó arcadas, y
al instante Golpe dio un alarido mientras Gorgeo le apretaba el brazo,
expeliendo al maligno con sus propias manos. Silbido y Susurro sujetaron los
brazos de Golpe mientras Gorgeo vertía agua en la herida abierta. A Golpe le
parecía que aquello nunca acabaría, pero finalmente Gorgeo anunció que la

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herida estaba limpia, y le dijo que no se la vendara, que mejor la dejase
respirar. Comparado con la agonía de los seis días anteriores, ya no le dolía, y
Golpe lloró por primera vez, aliviada. Con su brazo ileso abrazó a Silbido, a
Gorgeo y a Susurro, uno por uno, colmándolos de besos, empapándolos con
sus lágrimas. A medida que caía la tarde los temblores de Golpe se
convirtieron en sudor, y Silbido la ayudó a salir de entre las pieles de dormir y
la llevó afuera para tomar el aire fresco. Allí estaba Gorgeo, mirando hacia la
cima.
Fuera, los extraños silbidos y trinos de Bapoto se oían mucho más, y
Golpe alcanzó a ver las siluetas sobre la cumbre lanzando destellos bajo la luz
agonizante mientras danzaban. Gorgeo profirió un sonido de disgusto, y en
plena oscuridad Golpe pudo ver cómo su abuela se enfurecía.
—Ya es de noche, y ni siquiera estamos en época de Enlace. Esas mujeres
deberían estar en sus refugios, y esos hombres en los suyos. ¿Dónde está
Suricata?
Enseguida envió a Silbido al refugio de los hombres, y poco después las
percusiones y los silbidos que llegaban desde la cumbre dieron paso a un
enjambre de personas que descendían en la oscuridad, acompañadas por un
rugido en el que Golpe reconoció a Suricata.

Golpe tenía una sed tremenda y se bebió toda el agua del refugio, pero ya
era demasiado tarde para ir al río a por más. Durmió durante varios ratos
largos, pese a no poder encontrar una posición cómoda. Por la mañana se
sintió hambrienta. Silbido y Gorgeo le ofrecieron de buena gana más de una
porción de frutos secos. La expresión rígida de Silbido durante el
padecimiento de su hija volvió a la normalidad, y los niños se volvieron más
bulliciosos que antes. Suricata trajo un puerco espín que había cazado con una
trampa, Silbido lo asó, y Golpe se lo comió entero. Por la tarde, Silbido salió
con Bebé a cuestas, y se llevó a Susurro y a Chasquido de expedición para
recoger semillas de calabaza. Golpe estaba sentada en la orilla de la uwanda
chupando los restos de los huesos del puerco espín cuando apareció Bapoto,
acompañado de varios hombres y dos mujeres; una de ellas era la prima de
Silbido. Golpe supuso que ella les había oído en la cima del peñasco la noche
anterior. Gorgeo salió y se plantó junto a la puerta del refugio.
Bapoto las saludó cordialmente con un chillido, las palmas hacia arriba a
ambos lados de su cara, y Golpe le respondió del mismo modo.
—¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó él.

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Golpe pensó que su expresión engreída merecía una piña de pino entre las
cejas, pero le contestó amablemente.
—Mucho mejor, gracias. Gorgeo aplicó un emplasto sobre mi brazo para
drenar la herida, y ahora la fiebre se ha ido.
Bapoto emitió el silbido trémulo que Golpe había oído en la cima del
peñón la noche anterior, y el grupo que estaba detrás de él lo imitó.
—La curación ha sido un éxito. El espíritu del leopardo te ha perdonado la
vida —gesticuló. Gorgeo expresó su disgusto con un ruido, y Bapoto se
volvió hacia ella con un ronroneo de respeto—. Madre de Kura, ¿ha visto el
poder de la curación? Cualquiera que sufra puede ser auxiliado.
Gorgeo se enderezó tanto como se lo permitía su espalda y sus manos
firmes respondieron con señas.
—A veces tenemos el estómago lleno; otras veces, vacío. Disfrutamos con
nuestros compañeros; sufrimos con nuestras heridas. La vida es como es; los
silbidos y los tambores y las danzas nos traen placer, no buena fortuna.
Dirigió un siseo a todo el grupo que estaba delante de su refugio, y ellos
se dispersaron como las termitas de un montículo derribado. Bapoto se
despidió repitiendo el mismo ademán con que se había presentado, habiendo
olvidado probablemente cuál era el saludo procedente. Cuando ya estaba
fuera del campo de visión de Gorgeo, pero no del todo del de Golpe, ella lo
vio gesticular, aparentemente para sí mismo.
—La anciana no cree. No hay esperanza para ella.
Golpe se tapó la boca para ocultar la risa, hasta que todos ellos se
perdieron de vista, y entonces se rió a carcajada limpia, meciéndose de acá
para allá.
—¡Qué idiotas! —le dijo a Gorgeo con señas.
Gorgeo sacudió la cabeza y alzó la vista hacia la cima del monte, sus
mechones de pelo cano agitándose como plumas.
—No, no son idiotas.
Se volvió y ululó a pleno pulmón mientras se dirigía a la uwanda central,
un espacio abierto situado en medio de la aldea. Golpe la acompañó. La
mayoría de las mujeres de Kura, sus hijos y compañeros no tardaron en
reunirse en la uwanda, donde permanecieron de pie mirando a Gorgeo.
Gorgeo se valió de los ademanes amplios, realizados con ambos brazos,
que normalmente se utilizaban para hablar a las multitudes o a la distancia.
—Se acerca el otoño. Celebraremos el Enlace dentro de tres días.
La multitud estalló en aullidos y chillidos, y el eco reverberado desde el
peñasco de piedra caliza se propagó por la sabana y llegó a oídos de Silbido,

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en el bosquecillo. Ella levantó la vista de las semillas, con los ojos y oídos
orientados hacia Kura.
—Algo ocurre.

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3

Las noches frescas, la primera lluvia, el regreso de los hombres: todo el


mundo sabía que el otoño estaba cerca. Sin embargo, el aviso de Gorgeo
desencadenó una tormenta de actividad. Golpe se fijaba en los hombres recién
llegados, y jugaba a adivinar en qué estaría pensando cada uno. ¿Debería
unirme a la partida más grande de cazadores? Es muy probable que matemos
algo, pero quizá no sea con mi lanza. ¿Debería salir de caza con mi hermano y
mi primo, para quizá cobrar yo mismo la pieza, o tal vez regresar con las
manos vacías? ¿O debería ir a pescar, lo que casi es más seguro, aunque no
impresiona tanto? ¿Qué es lo que más admiración le causa a esa mujer de allí?
Al cabo de un rato, todos los hombres habían partido con lanzas o redes de
pesca sobre sus hombros. Bapoto parecía estar al frente de la partida más
grande de caza.
Las mujeres iban de aquí para allá como ágiles golondrinas. Silbido hizo
un trueque con su hermana Pitido: algunas pieles resecas de cebra por una
cesta estampada. Gorgeo obligó a Susurro a quedarse quieto el tiempo
necesario para ahuecar un nuevo cuenco de madera. Con su brazo vendado y
una pequeña ayuda de Chasquido, Golpe extrajo laboriosamente tantas nueces
de bambara como podía cargar. Las mujeres se visitaban unas a otras con
cualquier pretexto, comparando con disimulo la suntuosidad de sus
preparativos para la fiesta.
Durante los dos siguientes días, Golpe trabajó duro pelando y asando las
nueces con su único brazo útil. Al mediodía del día previo a la fiesta de los
Enlaces, estaba arrodillada en la pequeña uwanda delante de la puerta del
refugio, moliéndolas con un mazo grande de piedra. Gorgeo trenzaba una
esterilla en una esquina soleada. En el otro extremo de la uwanda, Silbido
cortaba la leña con cuñas de piedra y un hacha de mano, y la apilaba en el
nicho de almacenaje que había cerca del refugio. Bebé estaba apoyado en su
cesta, desde donde disfrutaba de una visión de conjunto de toda la actividad.
Susurro y Chasquido se habían ido con un grupo de niños, después de haber
acabado sus tareas. A Golpe le dolía el brazo y tenía el pelo enmarañado de

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sudor. Probó la comida con los dedos. «Ya casi está —pensó—. Este pan
ácimo será el mejor que haya hecho nunca».
Un extraño ululato llegó desde la uwanda central, y Golpe levantó la
vista. Un forastero se acercaba subiendo la pendiente. Era tan alto como
Silbido, con un fardo enorme atado a su espalda estrecha y un asomo de barba
en las mejillas. Golpe pensó que era unas pocas primaveras mayor que ella,
pero con el rostro arrugado de cansancio. Ascendía la cuesta con cuidado,
como si fuese un anciano. Una vez arriba saludó a todas las mujeres
respetuosamente, las manos a ambos lados de la cara, y se dirigió a Gorgeo, la
más longeva de las presentes.
—Soy Ceniza, del pueblo de Kilima. ¿Es usted la Madre de Kura?
Gorgeo respondió con la misma cortesía.
—Yo soy Gorgeo, Madre de Kura. Ésta es mi hija Silbido, y su hija
Golpe.
Ceniza las saludó con señas, primero a una y luego a la otra. Al mirar a
Golpe, sus ojos se ensancharon brevemente. Finalmente bajó la vista para
evitar ser irrespetuoso. Golpe se sintió halagada de que este joven, tan distinto
de Bapoto, la encontrara atractiva. Él volvió a mirar a Gorgeo.
—Llegué ayer por la noche. Le ruego que me permita hacer uso del
refugio de los hombres hasta la fiesta del Enlace.
—Eres bienvenido.
—Algunos de los cazadores ya están de vuelta. Acabo de verlos llevando
un antílope a la uwanda mayor.
La seña que empleó para decir «uwanda» no era la que se usaba en Kura,
pero Golpe entendió lo que quería decir cuando señaló la dirección por la que
había venido.
Silbido soltó el hacha.
—Necesitaremos ayuda para desollarlo. Gracias por avisar.
Entró en el refugio y salió con dos cuchillos de piedra obsidiana y un
raspador. Con los dientes a la vista, Silbido recogió la cesta de Bebé y se
dirigió hacia el este a grandes pasos, bajando por el sendero que conducía a la
uwanda central. Golpe sabía que su madre quería ayudar, pero también
sospechaba que quería estar presente cuando el cazador decidiera quién se
quedaría la pieza. «Supongo que yo también debería ir —pensó—, pero no
seré de gran ayuda con un brazo lisiado. Además, quiero averiguar quién es
este forastero».
Gorgeo despidió a Silbido con un gesto y se volvió hacia el joven.
—Por favor, entra en mi refugio y comparte mi fuego.

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Tras guardar la esterilla a medio tejer dentro de la cesta, la anciana entró
en el refugio arrastrando los pies, seguida por Ceniza. Golpe se apresuró a
tapar sus bambaras molidas con un cuenco puesto del revés y los siguió. En el
interior, Gorgeo avivó el fuego con un nuevo tronco y se arrodilló con
esfuerzo al pie de las llamas. A la lumbre del fuego resplandeciente, Golpe
pensó que su abuela parecía más fuerte y erguida que de costumbre, la regia
Madre de Kura.
La anciana estiró sus dedos nudosos hacia el calor humeante, y Ceniza
dejó su morral y se acuclilló frente a ella, la fatiga y la edad, una el reflejo de
la otra. Golpe sacó una cesta de frutas secas del nicho, y se la ofreció a su
abuela y, después, a Ceniza. Cuando Ceniza aceptó unas rodajas de marula y
un cazo de calabaza con agua, Gorgeo asintió con gravedad, como siempre
hacía al dar la bienvenida a uno de los hombres que estaban de regreso. Esta
vez, sin embargo, a Golpe le pareció que los ojos de su abuela reflejaban más
buen humor que seriedad.
Ceniza sacó un pequeño paquete de cuero de su morral.
—Por favor, acepte este regalo. A esta herramienta mi gente la llama
shazia.
Golpe no entendió la seña que utilizó, así que se acercó para ver mejor,
poniéndose en cuclillas y acercando su rodilla hasta casi tocar la de él. Él la
miró, y luego abrió el paquete, que contenía varios trochos afilados de hueso,
cada cual con una perforación en la punta. Con un ronroneo de respeto, él
escogió uno y se lo ofreció a Gorgeo, que alzó las cejas y lo aceptó con
cortesía.
—¿Qué es? —preguntó.
Ceniza tomó una madeja de fibra de su morral y le enseñó cómo pasar el
hilo a través del pequeño agujero y utilizar la shazia para reparar una esterilla
tejida, o para unir dos. La Madre se mostró asombrada y encantada, para
sorpresa de Golpe. Ella creía que su abuela sabía todo lo que había que saber.
—¡Qué invento! ¿Me disculpas un momento? Quiero enseñárselo a mis
hijas. Golpe, por favor, atiende a nuestro invitado.
Gorgeo se excusó con un sonido educado y salió a toda prisa llevando
consigo la shazia, el ovillo de fibra y dos esterillas.
Golpe ocupó el lugar de Gorgeo frente al fuego. Perfectamente consciente
del sudor de su cuerpo y su herida imposible de ocultar, puso lo mejor de sí
para representar el papel de Madre. No habiendo otras mujeres de rango
superior presentes, Golpe no tenía necesidad de mirar al suelo, y se arrodilló
junto al fuego manteniendo la cabeza por encima de Ceniza.

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—Yo soy Golpe, hija de Silbido, que es la hija de Gorgeo.
Ceniza emitió un respetuoso ronroneo y la miró boquiabierto, lo que
confirió a su rostro un aspecto más joven y algo estúpido. Volvió a tener una
erección.
—Yo soy Ceniza, del pueblo de Kilima.
A Golpe le costó mantener su solemne mirada ante la irresistible
expresión de Ceniza.
—¿Y dónde está Kilima?
—Rumbo al naciente, camino del Gran Desierto, cerca del Gran Mar.
Desde el refugio de mis padres me llevó más de una luna llegar hasta aquí.
—¿Llegaste ayer?
—Sí, al anochecer. Era demasiado tarde para venir a presentarle los
respetos a la Madre.
—¿Y qué te ha traído aquí? —Golpe seguía de rodillas, pero su mirada
curiosa y su manera de inclinarse hacia delante para entender lo que él decía
menoscababa su intento de guardar las distancias.
—Empecé a viajar en primavera con Colina, el compañero de mi madre
durante mucho tiempo. Él había hecho muchos viajes, y en una ocasión,
tiempo atrás, presentó sus respetos a Gorgeo. Hace media luna fue arrastrado
por la corriente mientras cruzábamos un río. Lo busqué río abajo, pero no
encontré señales de él.
Ceniza emitió un lamento que fue correspondido por ella, y
permanecieron sentados en silencio. «Este Ceniza —pensó Golpe—, es un
viajero, y probablemente no sea tan tonto como parece». Ella avivó el fuego,
y añadió otro leño. Él no dio señales de apartarse, y no quitó la vista de
Golpe.
Finalmente señaló sus ojos, y luego los de ella.
—Tus ojos. Nunca había visto a nadie con ojos verdes.
Golpe se encogió de hombros.
—Ni yo, excepto mi madre. Ven lo mismo que los tuyos, eso creo.
Después Ceniza señaló su vendaje y le preguntó:
—¿Tienes el brazo herido?
Ella despejó la duda con su brazo ileso.
—Sólo un rasguño.
—Tengo entendido que Kura celebra su fiesta del Enlace mañana.
—Sí.
—En mi pueblo todo el mundo es bienvenido a la fiesta del Enlace, y
cualquier hombre puede ser elegido por cualquier mujer del ukoo. ¿Aquí

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también es así?
—Sí, pero normalmente las mujeres eligen a los mismos compañeros una
y otra vez. ¿Tuviste una compañera el invierno pasado?
—No, en los ukoos cercanos a mi hogar hay demasiados hombres. He
pasado los últimos dos inviernos en un refugio de solteros. ¿Sería una grosería
preguntar si elegirás a un compañero este otoño?
Golpe levantó la barbilla brevemente con un gesto risueño. Cuán diferente
era a Porrazo, cuán sorprendentemente educado. Supuso que ése era el motivo
por el que no encontraba una compañera.
—Este año me he hecho mujer, pero no me interesa ninguno de los
solteros que han llegado.
Ceniza tenía una mirada penetrante pero no hostil, y un rostro solemne.
De soslayo, ella advirtió que volvía a perder su erección. Parecía estar
pensando en algo. Golpe se sirvió una marula seca y la masticó despacio
mientras se estudiaban mutuamente.
—Hay una costumbre entre tu gente que no comprendo —dijo él con
señas—. Anoche, en el refugio de hombres, varios hombres formaron un
círculo alrededor del fuego. Tocaban un tambor y silbaban todos a la vez, así.
—Ceniza imitó el silbido trémulo que a Golpe le había llegado desde la cima
del peñasco dos noches atrás—. Parecían estar pidiendo tener éxito en la
cacería, pero no alcancé a comprender a quién se lo pedían. ¿Lo sabes tú?
Golpe negó con la cabeza.
—No es una costumbre nuestra, y la verdad es que no la entiendo. Es cosa
de Bapoto, un peregrino del poniente. Intentó curar mi brazo con algo similar.
Al parecer cree que se dirige a alguien a quien llama la Única, alguien que no
se puede ver ni tocar pero que lo controla todo. No sé cómo funciona eso.
Gorgeo no está muy contenta con él.
Ceniza asintió y una vez más se quedó en silencio, con su intensa mirada
aún fija en Golpe. Ella bajó la vista, desconcertada, e inmediatamente volvió a
alzarla, temerosa de parecer sumisa. Aparentemente avergonzado, Ceniza
miró al suelo y empezó a rebuscar otra vez en su morral.
—También tengo algo para ti.
Golpe levantó las cejas en un gesto que aspiraba a imitar al de Gorgeo.
Ceniza sacó un pequeño envoltorio atado con un pedacito de cuero, dio la
vuelta al fuego, se acuclilló en frente de Golpe y le entregó el paquete con
ambas manos, inclinando la cabeza entre los brazos.
—Gracias. —Golpe empleó el mismo gesto formal de agradecimiento que
siempre empleaba Gorgeo al aceptar un regalo. Desató la fina tira de cuero

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que mantenía el paquete cerrado y le quitó el envoltorio a una cajita redonda
tallada en una pieza de madera de mungomu con una tapa que encajaba con
precisión en el borde superior. Contenía sal. Golpe abrió los ojos de par en
par, y su boca se volvió tan redonda como la caja. «Qué moldeado tan
perfecto, qué precisión en la medida de la tapa —pensó—. Nunca he visto
nada parecido. ¡Y sal, tan lejos del Gran Mar!». En Kura, un hombre sólo le
regalaba sal a una mujer con la que había mantenido un vínculo prolongado,
nunca en una primera cita. Golpe estaba anonadada.
No encontraba nada apropiado que decir sobre la sal; posiblemente Ceniza
no tenía ni idea de cuán valioso era este regalo.
—¡Qué caja tan hermosa! ¿Quién la hizo? —preguntó.
—Yo mismo. Colina solía juntar trozos especiales de madera en sus viajes
de verano. Los llevaba al refugio de mi madre y hacía cosas bonitas y útiles
durante el invierno lluvioso. Él me enseñó a trabajar la madera, y me estaba
enseñando a hacer los cuchillos especiales que utilizaba para tallarla.
—Tuviste suerte de conocerlo.
Ceniza asintió, y su mente pareció viajar hasta lugares que Golpe nunca
vería. Justo entonces, Silbido levantó la puerta de piel y habló con señas.
—¡Golpe! Necesito tu ayuda.
Aparentemente no reparó en la presencia de Ceniza y dejó caer la cortina
de golpe. Golpe y Ceniza se pusieron de pie y se despidieron amablemente.
Golpe lo siguió al exterior con la caja de sal en sus manos y lo vio marcharse
en dirección al refugio de los hombres, silbando como un canario y
balanceando su morral como si estuviera lleno de plumas.
Cuando Golpe volvió a la uwanda, vio que Gorgeo había regresado a su
nicho soleado con una pila de esterillas y cestas viejas para reparar con fibras
trenzadas de unanasi y su nueva shazia. Bebé reposaba en su cesto junto a la
abuela. Parecía dormido. Silbido había vuelto con una porción de carne de
antílope; la estaba cortando en tajadas con un cuchillo de obsidiana mientras
Susurro y Chasquido machacaban las rodajas con una pasta de bayas y
hierbas trituradas. Golpe se puso en cuclillas junto a Gorgeo.
—Bueno, parece que ese joven se ha entretenido presentando sus respetos,
sobre todo desde que me fui. —Gorgeo parecía distraída con la esterilla que
estaba remendando.
—Me regaló esto. —Golpe le enseñó la caja a la anciana, que hizo una
pausa en su labor y la examinó detenidamente. Cuando la abrió y vio lo que
había dentro, sus cejas canosas y revueltas desaparecieron por debajo del pelo
que cubría su frente. Cerró la caja y se la devolvió a Golpe.

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—Será mejor que la guardes en un lugar seguro. Y échale una mano a
Silbido. Está angustiada por algo.
Silbido estaba cortando la carne con mucho más entusiasmo de lo que la
tarea se merecía; el tocón sobre el que trabajaba estaba cubierto por una
sombra a rayas. Golpe vio el nuevo cuchillo de obsidiana, un regalo para
Gorgeo de uno de los solteros, y se acercó a su madre con cautela.
—Chasquido y yo podemos trabajar allí. —Señaló otro tocón. Cuando
Silbido levantó la vista, Golpe vio que parecía a punto de romper a llorar y
que apretaba los dientes para contener las lágrimas. Su madre asintió y cortó
la carne por la mitad. Golpe se llevó su parte y le habló a Chasquido con
señas.
—Trae las cosas aquí. Yo corto las tajadas y tú las machacas.
Con un puñado de pasta, Chasquido se trasladó con su hermana al otro
tocón. Mientras cortaba, Golpe observaba a la niña golpear afanosamente una
rodaja con una piedra del tamaño de su puño de cuatro años, haciendo un
trabajo aceptable, si no artístico, al introducir la pasta conservante y
macerante en el interior de la carne de antílope. Después de que naciera Bebé,
Golpe había visto a su apacible hermanita de cara redonda convertirse en una
niña fuerte y vivaz, una talentosa cazadora de lagartijas con un don
sobrenatural para aparecer siempre que algo comestible iba a ser compartido.
La hija mayor de Silbido resopló risueña al ver cómo su hermana recortaba un
poco el borde irregular de la carne a mordisquitos y añadía la porción al
creciente montón. Mientras trabajaban, Golpe permaneció de pie para que
Chasquido le viera las manos, pero no así su madre, y de pronto preguntó:
—¿Qué le pasa a Silbido?
—No lo sé. Cuando vino de la matanza ya estaba así. Susurro me dijo que
tuviera cuidado, y lo he tenido. —Chasquido se metió a escondidas otro
bocado de carne a la boca y masticó con disimulo.
—Buen trabajo. —Golpe hizo un gesto con la mano señalando la pila de
tajadas aplanadas.
Las dos hermanas ya casi habían terminado con su parte de la carne
cuando Silbido cortó la última loncha y se puso de pie.
—Pon la carne en la cesta de secado, por favor, Susurro, y asegúrate de
que los animales no se la coman. Voy al río.
Silbido se alejó a grandes zancadas, y Susurro miró a sus hermanas con
una mueca. Golpe y Chasquido no tardaron en terminar con lo suyo.
—¿Puedes poner esto también en la cesta, por favor, Susurro? Voy a
hablar con Silbido —dijo Golpe con señas.

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—Mejor que vayas tú antes que yo.
Golpe descendió hacia el sur rodeando la periferia de otros refugios, y
más allá del refugio situado en la parte más baja llegó al lugar donde el río se
derramaba desde un remanso. El agua tenía el color grisáceo de final del
verano, y ella creyó percibir un ligero olor a azufre mientras caminaba en
paralelo a su curso burbujeante. Al llegar a un bosquecillo de árboles enanos
donde el río se ensanchaba y se hacía más lento, encontró a su madre sentada
en la orilla con las manos y los pies en el agua, la mirada fija perdida en la
distancia. Golpe ululó para anunciar su presencia. Cuando Silbido se giró y la
invitó a acercarse, Golpe pensó que se había recompuesto; tenía los ojos rojos
pero secos, y ya no parecía que fuera a morder.
—Ven, siéntate a mi lado —dijo Silbido con señas—. Me duelen las
manos de tanto cortar carne. El agua les hace bien.
La hija también se sentó en la orilla y metió las manos y los pies en el
agua.
—¿Qué ocurre? —preguntó Golpe.
Silbido volvió a apartar la mirada, y después miró a su hija con un rostro
inexpresivo y tan terso que parecía estar suspendida de su cabello.
—Perdona por no decírtelo en la uwanda. No quería llorar delante de los
pequeños. Suricata se perdió esta mañana durante la cacería. Hacía de
perseguidor. Había separado a un antílope de la manada, y lo estaba llevando
hacia la línea de cazadores. Bapoto dice que lo vio caer dentro de una grieta
en el suelo, en cuyo fondo corría agua. —Ahora los ojos de Silbido parecían
vacíos, como si las lágrimas hubiesen borrado todas las emociones—. Vio a
Suricata desaparecer bajo el agua. Después de atrapar al antílope, todos
fueron a buscarlo. No pudieron meterse en el agujero por donde había caído,
era demasiado profundo. Buscaron en todos los pozos y cuevas de la zona, ya
que están conectados, pero…
Golpe abrazó a su madre. Al principio ella buscó consuelo, tal como solía
hacer de niña, pero cuando sus lágrimas empezaron a derramarse por la
espalda de Silbido, se apoderó de ella una emoción distinta: quería consolar a
su madre. Golpe había conocido a Suricata desde pequeña; él le había
enseñado a hacer cosas con la madera, los huesos y las piedras, a sacarles
partido a sus piernas largas y perseverar para lucirse en la tarea de perseguir
animales para los cazadores. Para Golpe, él era un maestro. Para Silbido,
Suricata era un compañero, y ahora que Golpe era una mujer, ella empezaba a
percibir la diferencia. Sabía que el vacío en los ojos de Silbido era sólo un
débil eco de la ausencia de Suricata.

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Permanecieron sentadas en la orilla del río hasta que las dos se quedaron
sin lágrimas. De regreso al refugio de Gorgeo, se contaron historias sobre
Suricata: cómo había rescatado a Porrazo de una hiena unos días después de
que el muchacho hubiera recibido un nombre; cómo Silbido lo había elegido
como primer compañero cuando ella tenía doce primaveras y él veinte; cómo
ayudó a Susurro a hacer una preciosa lanza de madera y le enseñó a usarla; y
cómo no llegó a la fiesta del Enlace cinco otoños atrás. En aquella ocasión,
Silbido se negó a elegir compañero, lo que puso furiosa a Gorgeo. Seis días
después del Enlace, él apareció con un saco enorme y maravillosos regalos, y
una herida cicatrizada en un lado de su cabeza de la que no quiso explicar
nada a nadie. Silbido lo atizó con una vara de sauce, castigo que él aceptó sin
protestar, y luego ella lo metió dentro de su refugio, como si hubiese llegado a
tiempo. Nadie se enteró de esta irregularidad.
Cuando madre e hija llegaron al refugio, los últimos rayos de sol
iluminaban la cumbre. La carne estaba colgada en la cesta de secado, a salvo
de las alimañas. En la uwanda, Susurro y Chasquido desvainaban las semillas
de calabaza, ambos con los ojos hinchados, mientras Gorgeo jugaba con las
semillas entre sus dedos. Cuando Golpe y Silbido se acercaron, Chasquido
estaba sollozando entre hipidos, y Gorgeo se levantó y extendió los brazos. Su
nieta alta y su hija altísima se arrodillaron delante de ella, y Gorgeo las rodeó
con sus brazos de codos huesudos. Finalmente las soltó y les habló con señas:
—Pitido ha venido y nos lo ha contado. Era un buen hombre.
No hubo más lágrimas. Golpe y Silbido se sentaron al lado de Susurro y
se pusieron a comer semillas de calabaza en silencio. Después de comerse un
puñado, Silbido se levantó y se acercó a la cesta donde Bebé dormía.
—Bebé debe de estar hambriento.
Gorgeo negó con la cabeza.
—Se despertó hambrienta cuando Pitido estaba aquí, así que ella le dio el
pecho. Si quieres, puedes ir a ver si el Bebé de Pitido tiene hambre.
Golpe pensó que Silbido parecía ahíta de leche, y no le sorprendió que
Silbido cogiera a su Bebé durmiente y fuera a ver si el Bebé de Pitido estaba
despierto y con hambre. Gorgeo y los niños entraron en el refugio a fin de
prepararse para dormir. Golpe se sentó en la puerta y se puso a desvainar el
resto de las semillas de calabaza en una cesta. A lo lejos podía ver una línea
que quizá fuera la cumbre donde se encontró con el leopardo, un muro oscuro
detrás del cual el sol había desaparecido como si nunca más fuera a asomar.
¿Acaso la tierra de la Única estaba en algún punto del oeste, a lo largo de las
colinas donde se escondía el sol? Contempló atentamente el atardecer,

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mientras hacía una pila de basura con las cáscaras de las semillas, y luego se
llevó la cesta de semillas peladas al refugio.
Gorgeo había avivado el fuego y estaba metiendo a Susurro y Chasquido
en sus pieles de dormir. Golpe guardó las semillas en la despensa, se aseguró
de que su caja de sal estuviese a buen recaudo, echó un vistazo a la cesta de
secado y empezó a desenrollar sus pieles de dormir. Gorgeo ató las pieles de
la puerta y las ventanas, dejó la piel del techo abierta, y se instaló junto al
fuego para contemplarlo. Ahora que Golpe se sentía mejor, era capaz de
volver a hacer sus turnos de vigilancia nocturna, y le gustaba vigilar la última,
a la hora fría del amanecer. La vigilancia nocturna era siempre necesaria, pues
las hienas y otros depredadores sabían muy bien cuándo dormían los niños
pequeños, pero si, además, había carne fresca en el refugio, el vigilante
necesitaba tener un palo ardiendo a mano.
—¿Gorgeo? —Golpe terminó de preparar su piel de dormir y se acuclilló
junto al fuego.
—Nieta.
—¿Puedo elegir a un compañero mañana?
El rostro de Gorgeo se agrietó como el lecho de un lago después de que
sus aguas se evaporaran durante el verano.
—Ese joven guapo estará encantado de quedarse por aquí este invierno.
Claro que no es muy corpulento. ¿Tú crees que podrá cazar?
—El pueblo de Ceniza está a una luna de aquí. Hizo parte del viaje de
verano con el compañero de su madre, Colina, pero él murió, y Ceniza hizo el
resto del camino solo. Al menos no parece de los que se pierden, ¿eh?
Gorgeo miraba el fuego pero parecía ver algo más que la leña
quemándose. Las viejas manos se movieron en su regazo, como si estuviera
hablando consigo misma.
—¿Colina? Había un peregrino que se llamaba así.
Por un instante Golpe vio a una mujer joven, un reflejo de sí misma, que
contemplaba en las llamas escenas de un pasado desconocido, o quizás un
futuro desconocido, pero enseguida el semblante recuperó sus arrugas y
volvió a ser viejo, tan viejo como los muros de piedra caliza que las rodeaban.
—Haz como tú quieras. No creo que nos muramos de hambre, tanto si
eliges a un cazador o a un mercader, como si no eliges a nadie.
Le guiñó un ojo a Golpe, la estrechó entre sus brazos, y añadió:
—Tener a un compañero puede ser lo mejor de la vida, y también lo peor.
Mientras Golpe se metía dentro de sus pieles de dormir, el Enlace se
agazapaba en la antesala de su consciencia y daba forma a las sombras

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parpadeantes que se extendían sobre su familia durmiente. Como en una nube
de finales de verano, unas figuras daban lugar a otras: el banquete, la
incipiente barba de Ceniza y sus largos dedos afilados, los ojos vacíos de
Silbido. Una de las figuras en el techo la atrajo, la sumergió en sueños, y se
quedó dormida.

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A pesar de las posibles amenazas del día siguiente, Golpe durmió como si
estuviera hibernando. Silbido no conseguía que se levantara, pero una brisa
fría que entró por la puerta abierta tuvo un efecto saludable. El despertar llegó
por fases, la primera fue el frío, luego los zarandeos persistentes de Silbido, y
finalmente su obligación de vigilar. Golpe se desperezó, se quitó de encima
las pieles de dormir, y bostezó. Mientras Silbido guardaba sus pieles en el
nicho, Golpe avivó el fuego, echó un vistazo a la cesta de secado y se
acuclilló en un sitio desde donde podía ver la puerta y la ventana y coger una
rama encendida en caso de necesidad.
Silbido regresó junto al fuego con la expresión de una abuela que observa
los primeros pasos de un bebé.
—Gorgeo me contó lo de los regalos de Ceniza.
Golpe ocultó su enfado bajo un rostro inexpresivo.
—Es un peregrino que viene desde las tierras del Gran Mar. Esa shazia
que le ha regalado a Gorgeo será muy útil. La sal… —Por un momento dejó
quietas las manos sobre su regazo—. No es muy corpulento, pero ha viajado
mucho, y sabe trabajar la madera.
Silbido asintió.
—Ceniza será una buena elección. Una mujer de alto rango como tú debe
tener un compañero, de lo contrario tendremos que enfrentarnos a toda clase
de conflictos durante el invierno. Cada hombre miraría a su mujer y pensaría
que podría haberlo hecho mejor.
Golpe levantó las cejas y examinó detenidamente el perfil de su madre,
que observaba el fuego.
—Recuerdo la vez en que no escogiste a ninguno.
El rostro de su madre se ablandó.
—Venía con retraso, pero yo sabía que llegaría. Era una situación
completamente diferente. —Se volvió hacia su hija con una expresión formal
—. Y la gente debe ver que tu compañero es digno de ti. Mañana me ocuparé
de mencionar lo de la sal a Trino; por la tarde ya lo sabrá todo el mundo.

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Silbido se enrolló en sus pieles de dormir y empezó a roncar casi de
inmediato. Al cabo de un rato, Golpe salió para visitar las letrinas,
empuñando la pequeña lanza de Susurro. El camino estaba bien iluminado por
una luna casi llena, y a lo lejos se oían los ronquidos procedentes del refugio
de los hombres. De regreso, vio una figura alta y delgada en la cumbre,
encima del refugio de Gorgeo. Estaba de brazos cruzados y miraba hacia el
valle del sudoeste. Después de unos instantes, la figura se volvió y ella
reconoció a Ceniza, el ceño fruncido y un aire pensativo. Él desapareció por
el camino que bajaba de la cima, y ella regresó al refugio.
Algunos ruidos ocasionales cerca de la puerta y la ventana mantuvieron
alerta a Golpe. Cuando el cielo empezó a iluminarse, ella avivó el fuego y
enrolló las pieles de la puerta y la ventana para dejar entrar el aire de la
mañana. Pudo oír a la gente de Kura que se levantaba. Los niños excitados
chillaban, el humo ascendía al cielo desde una veintena de hogueras, la
gravilla crujía bajo los pies de cada persona que realizaba algún recado
importante. Alguien estaba encendiendo un fuego enorme en el hoyo de la
uwanda central; a Golpe se le hizo la boca agua al pensar en el cerdo que se
asaría por la tarde en las brasas de ese mismo fuego.
Dispuesta a preparar un pan ácimo ejemplar, Golpe empezó a calentar una
roca plana colocada sobre el fuego de la uwanda de Gorgeo. Silbido le dio el
pecho a Bebé y luego corrió a supervisar la preparación del cerdo, una tarea
que Gorgeo había delegado en ella durante los últimos cinco otoños. Gorgeo
detuvo a Susurro y Chasquido antes de que pudieran escaparse con sus
amigos, los mandó a la orilla del río a extraer gusanos blancos de los grandes
y lavarlos para el banquete, y después se acomodó para colocar frutas, nueces,
verduras e insectos en sus mejores cestas y cuencos.
El sol estaba en lo alto cuando Gorgeo hizo formar fila a su familia y
empezó la procesión. Detrás de Gorgeo venía Silbido con Bebé a cuestas, y
Golpe, Susurro y Chasquido las seguían en ese orden. Los graznidos de
Gorgeo hicieron salir a todo el mundo de los refugios de Kura, y la gente se
reunió a lo largo del camino para verlos pasar, aullando a modo de respuesta.
Golpe miró a la gente de pie entre los refugios; estaban sus tías y sus primas,
las otras dos chicas que aquel día empezaban a ser mujeres, y algunos de los
hombres que habían visitado a Gorgeo a su regreso. Varios hombres portaban
armas y algunos adoptaron una postura fiera y audaz cuando Silbido pasó
delante de ellos. Bapoto estaba de pie sobre una roca, empuñando una lanza
llamativamente larga y gruesa, y observando la procesión como quien

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supervisa los preparativos para una cacería. Finalmente, Golpe localizó a
Ceniza, que observaba desde atrás del resto de los hombres.
«Mi gente», pensó, y chilló con todas sus fuerzas.
El primer refugio que visitaron pertenecía a Pitido, la segunda hija de
Gorgeo, que ocupaba el siguiente lugar después de Silbido, Golpe y
Chasquido. Probaron los manjares dispuestos en los mejores recipientes de
Pitido, y los declararon deliciosos, y a continuación se dirigieron al refugio de
Trino, la tercera hija de Gorgeo. Pitido y sus hijos las siguieron. En cada
refugio, todos los miembros del desfile probaban la comida, elogiaban la
variedad y la presentación, y la familia se unía a la procesión que se dirigía al
siguiente refugio. Golpe se fijaba en la cantidad y variedad de la comida, y en
la calidad de los recipientes cuyo contenido iba menguando en cada refugio, a
medida que se reducían las familias. La última mujer, Zumbido, sólo tenía
para ofrecer una cesta de fruta seca y un cuenco de nueces sin pelar. Zumbido
no tenía hijos y su refugio necesitaba una reparación. Pese a todo, Gorgeo
elogió su hospitalidad. Tras visitar todos los refugios de las mujeres, pasaron
por la puerta del refugio de los hombres, donde no se ofrecía comida, y los
hombres se unieron a la cola de la procesión, dando empujones, sin seguir un
orden en particular. La familia de Golpe regresó al refugio de Gorgeo, donde
finalizó la procesión, y ofreció comida a los que les seguían. Cada familia
hacía lo mismo, de modo que a cada persona se la recibía en todos y cada uno
de los hogares.
Consciente de que aún faltaba el cerdo, la gente se limitó a mordisquear
educadamente durante la procesión de la mañana, de modo que quedaron
sobras para almacenarse o guardar para la comida de la tarde. Mientras Golpe
y Susurro trabajaban juntos separando las nueces y la fruta seca sobrantes, él
echó un vistazo alrededor para asegurarse de que Gorgeo y Silbido no le
estuvieran mirando, y entonces dijo por medio de señas:
—Ya está bien de dar vueltas alardeando de nuestro rango y comparando
nuestras despensas.
Golpe movió bruscamente la cabeza en un gesto de aprobación.
—Que empiecen las historias y el banquete.
—¡Querrás decir que empiece el baile! —Susurro se puso a dar brincos y
fingió aparearse con una mujer invisible, y Golpe se echó a reír.
Poco después, Silbido cerró la puerta y la ventana, y partieron todos
juntos hacia la uwanda central. Golpe llevaba el escurridor de la carne, para
que los animales carroñeros no se sintieran atraídos mientras no había nadie
en el refugio. Gorgeo estaba casi escondida tras una pila de esterillas gruesas

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y pieles suaves. Susurro y Chasquido hacían equilibrio con los cuencos de
frutas, insectos y pescados decorados de un modo curioso. Silbido cerraba la
marcha con los platos de madera y hueso en los que comería la familia, y una
pila muy alta de panes ácimos de bambara que Golpe había preparado.
La uwanda central, presidida por una roca con una superficie plana en lo
alto, ya estaba atestada de gente. Golpe, Silbido, Susurro y Chasquido
colocaron las esterillas cerca de la roca, dejaron a Bebé en la cesta,
contemplaron a la congregación de Kura y se ubicaron según su rango. Los
hombres, que no tenían rango alguno hasta después del Enlace, permanecían
de pie solos o en parejas en la periferia de la plaza, los pies separados y los
hombros erguidos, tratando de parecer lo más fornidos posible. Algunos
miraban esperanzados el hoyo donde se estaba asando el cerdo, aunque la
mayoría de ellos estaba pendiente de las mujeres, especialmente de Silbido y
Golpe. Todo el mundo estaba presente, y Silbido ayudó a Gorgeo a subir a lo
alto de la roca. Ella se plantó y pasó revista a la concurrencia, como si los
estuviera contando, y comenzó a hablar con señas amplias y pausadas,
valiéndose de ambos brazos.
—Gente de Kura, el otoño ha vuelto. Algunos están aquí por primera vez,
algunos han regresado, y algunos siempre hemos estado aquí. Algunos que
estuvieron aquí el otoño pasado ya no están con nosotros. A los que tienen un
nuevo ukoo, les deseamos una vida con alimentos en compañía de sus parejas
e hijos. Y lamentamos la ausencia de los que han muerto.
Gorgeo entonó un breve lamento fúnebre, y el gentío se unió a ella. Golpe
observó que, si bien no lloraba, Silbido entonó un lamento más prolongado
que el resto de los presentes.
—El verano ha sido generoso con nosotros. Hemos comido bien, nuestras
despensas están llenas, nuestros hijos están a salvo, y nuestros hombres han
vuelto. —Gorgeo lanzó un aullido en medio de sus señas, y las mujeres se le
unieron inmediatamente, seguidas de los hombres con un poco de retraso,
como si estuvieran aprendiendo en ese instante el aullido de Kura—.
¡Hombres! Gracias por vuestros regalos, por vuestra fuerza y destreza, y por
vuestra compañía. Por favor, uníos a la fiesta y a nuestros Enlaces. Si no sois
elegidos durante la ceremonia, quedaos a pasar la noche en el refugio de los
hombres, pero tendréis que partir mañana. ¡Mujeres! Gracias por vuestros
hijos, vuestra comida y vuestra compañía. Por favor, dad la bienvenida a los
hombres a nuestro banquete y a nuestra ceremonia del Enlace. ¡Y escoged
bien!

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Entonces todo el pueblo aulló con entusiasmo. Golpe recorrió la uwanda
con la mirada mientras aullaba y finalmente vio a Ceniza, sólo en el fondo de
la plaza. Estaba observando a los otros hombres con vacilación, como si no
supiera qué hacer a continuación, aunque chillaba con el mismo entusiasmo
que los demás. Bapoto no estaba muy lejos, acompañado de dos hombres que
ya habían pasado el invierno en Kura. Los tres permanecían de brazos
cruzados y muy serios, y no chillaban como el resto de los hombres.
Una vez que cesaron los aullidos, Gorgeo extendió una esterilla sobre la
roca, se sentó y siguió hablando con señas, valiéndose de ambos brazos.
Contó historias de Kura: de cómo un ancestro remoto de su tatara-tatara-
tatarabuela, la Primera Madre de Kura, había llegado desde Panda Ya Mto
con su compañero y sus hijos y construido el primer refugio de Kura; de
cómo, en los tiempos de la Tercera Madre, Kura había sufrido un invierno
durísimo en el que las lluvias se habían vuelto blancas y espesas; de cómo, en
los tiempos de la Séptima Madre, unos forasteros habían atacado a las
mujeres y los niños de Kura en plena cosecha de verano y secuestrado a
varios de ellos. Así llenó la tarde con historias de orgullo y terror, de valentía
y desastres, y los niños la escuchaban embelesados, sentados a sus pies. Golpe
pensó que ya era mayorcita para sentarse con los niños y proferir
exclamaciones de asombro, pero aun así prestó toda su atención. Tenía la
esperanza de poder contar esas historias algún día, y quería ser capaz de
contarlas con exactitud. Mientras tanto, el aroma del cerdo asado recordaba a
todo el mundo lo que estaba por venir.
Después de las historias de Gorgeo, hicieron subir a la roca a las tres
chicas que se habían convertido en mujeres durante el último año. Para no
parecer avergonzada, Golpe exhibió toda su estatura y pasó revista a los
hombres reunidos a orillas de la plaza, como si estuviera escogiendo una
herramienta en un trueque. Las otras dos chicas que estaban con ella sobre la
roca pertenecían a las familias que ocupaban el segundo lugar en el desfile, y
ambas permanecían con la cabeza gacha. Los hombres empezaron a chillar a
la manera de Kura, algunos de ellos dejando en evidencia que recién estaban
aprendiendo, pero todos con el mismo entusiasmo. Golpe les dirigió un siseo
y la mayoría calló, aunque algunos continuaron riéndose burlonamente hasta
el punto de incomodarla.
Finalmente, a medida que las sombras de la tarde se alargaban, se abrió el
asador. Golpe apenas había probado la comida ofrecida durante la procesión,
pues quería estar hambrienta para el banquete, y ahora el aroma del cerdo
asado, las frutas, las nueces y las verduras le despertaban un apetito voraz.

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Entre cuatro personas levantaron la parrilla del cerdo, y la comida se sirvió en
grandes platos de madera con los panes de Golpe como guarnición. Gorgeo
debería haberse ocupado de servir, pero esta vez delegó la tarea a Silbido.
Todos volvieron a formar fila por orden de rango, cada cual con un plato o un
cuenco de madera, hueso o calabaza, para recibir su porción.
Los hombres se empujaban para abrirse paso, rugiendo y gruñendo,
aunque sin golpearse. Una vez que recibían su porción de comida no
regresaban a la periferia de la plaza, sino que se sentaban en cuclillas con sus
platos y cuencos en medio de las mujeres y los niños. La esterilla de Silbido
permanecía desocupada mientras ella servía. Bapoto se sentó en una esquina
con su plato, y enseñaba los dientes a cualquiera que fuera a sentarse cerca.
Gorgeo, que estaba comiendo con sus nietos, le devolvió el gesto, pero él la
ignoró. Ceniza, que se había colocado al final de la cola, se acercó a la
esterilla de Golpe y la rondó a unos pasos de distancia intentando llamar su
atención. Cuando ella reparó en su presencia sacudió la cabeza con un gesto
risueño, lo llamó por señas y profirió un chillido.
—Esto está buenísimo —gesticuló él, mientras se acuclillaba.
Ella asintió.
—Ha sido un buen verano, pero, además, Silbido sabe combinar los
alimentos.
Los dos se entregaron a sus platos con ambas manos. Hasta los niños más
pequeños comprendían la necesidad de comer lo más rápido posible para
reducir la posibilidad de tener que compartir su ración con los que pudieran
haberse quedado sin comida, o con los más hambrientos, todas personas más
grandes que ellos. Como consecuencia de ello, la fruición gustativa en la
uwanda era tan estridente como antes lo habían sido los aullidos, y no había
muchas manos libres dispuestas para la conversación.
Después de que Silbido hubiera servido a la última persona y llenado su
propio plato, regresó a la esterilla y miró a Bapoto, que se había acabado su
comida y estaba lamiendo su cuenco de hueso. Dejó el cuenco, se puso de pie
y saludó a Silbido de un modo formal. A pocos pasos, Golpe advirtió que él
parecía más alto que antes, y Silbido tuvo que levantar la vista para mirarlo a
la cara.
—Espero que hayas disfrutado de la carne que cacé ayer —dijo él con
señas, y volvió a ponerse en cuclillas. Su expresión era amable, pero Golpe
tenía la impresión de que ocupaba más espacio del apropiado en la esterilla de
Silbido.

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Silbido se sentó y empezó a comer rápidamente con una mano mientras
hablaba con la otra.
—Estamos secando la carne para el invierno. —Señaló el escurridor a un
costado de la plaza. Miró a Gorgeo, que había limpiado su cuenco a lametazos
y recorría la plaza con una mirada imperturbable.
—Nunca había comido el cerdo asado de esta manera —continuó Bapoto
—. Y tampoco conocía esas verduras pequeñas, ni las nueces grandes, pero
van bien con la carne, ¿verdad que sí?
Ahora Silbido estaba comiendo a dos manos, pero respondió asintiendo
amablemente. Bapoto le dedicó una sonrisa de satisfacción, seguro de sí
mismo. Luego se levantó y se marchó. Golpe terminó de comer y empezó a
lamer el plato hasta pulirlo, con lo que se manchó la cara de restos. Ceniza le
señaló las manchas con el dedo y se echó a reír.
—Tu cara tiene un aspecto delicioso.
Ella se inclinó hacia Ceniza y le ofreció la mejilla. Como lo habría hecho
una madre con un niño sucio, él dejó el plato a un lado y le limpió la cara a
lametazos. En ese momento mucha gente se alejaba de la plaza, algunos para
ir al río a beber, otros para dar un paseo, la mayoría con aire somnoliento.
Algunos se tumbaban en las esterillas y se quedaban dormidos bajo el sol de
finales de la tarde sin molestarse en regresar a sus refugios.
Mientras Silbido se acababa su comida, Gorgeo se acercó a ella y le
palmeó la rodilla.
—Bapoto no es como nosotros, pero es grande, y un buen cazador. Será
una buena elección.
Golpe pensó que Gorgeo parecía indecisa, y no era en absoluto lo que se
esperaba de una Madre de Kura.
Después de comer, Ceniza se quedó dormido en la esterilla de Golpe.
Gorgeo regresó al refugio para asegurarse de que no hubiesen recibido la
visita de ningún animal y para dormir una siesta. Golpe y algunas mujeres
más retiraron los residuos del banquete y repartieron las sobras entre los niños
que parecían más hambrientos. Para cuando terminaron, varios hombres
habían encendido un fuego en el círculo de piedras situado en el centro de la
uwanda, y estaban trayendo toda la leña del refugio de los hombres.
—Esta noche no necesitaremos de ningún fuego —gesticuló un hombre
fornido que en los últimos dos otoños había sido elegido por una de las
primas lejanas de Silbido.
—Yo desde luego que no —le respondió otro hombre, que era unas
cuantas primaveras mayor que el primero—, pero puede que tú sí. Será mejor

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que te reserves algunos troncos, por si acaso.
Los demás hombres se echaron a reír y encendieron el fuego.
Golpe estaba sentada cerca de la roca y miraba a Ceniza mientras dormía.
«Sin duda es muy amable —pensaba—, ¿pero eso de qué sirve? Suricata
nunca decía nada en el momento oportuno, ni profería sonidos de respeto
cuando tenía que hacerlo, pero corría rápido, lanzaba con fuerza y con él
nunca pasamos hambre, no al menos durante mucho tiempo. En cambio,
Ceniza es listo. Sabe viajar, sabe crear cosas bonitas y útiles. Un mercader
debe ser tan bueno como un cazador para alimentar a su mujer y a sus hijos.
Pero es tan joven, tan pequeño, tan poco agresivo… ¿Cómo nos protegerá?
¿Sabrá enfrentarse a un leopardo?».
Ya había atardecido cuando la gente empezaba a regresar de la siesta. El
fuego era enorme, con llamas que se alzaban por encima de todos y cada uno
de los hombres. Entre varios hombres habían traído del refugio dos tambores
tan anchos como el pecho de un ñu, y con un tono tan grave como la voz de
un león. Los dos hombres más viejos se colocaron detrás de los tambores y
empezaron a tocar un ritmo suave. Gorgeo, Silbido y los niños fueron de los
últimos en regresar a la uwanda central, y encontraron a Golpe que seguía
sentada junto a la roca con Ceniza durmiendo a su lado. Ceniza se despertó
sobresaltado con un chillido de Chasquido. Se incorporó desorientado y, al
caer en la cuenta de dónde se encontraba, miró a Golpe con alivio. Empezó a
hacerle gestos, pero ella señaló el grupo de hombres reunidos a un costado de
la uwanda y le dijo:
—Allí. El baile está por comenzar, tienes que ponerte a la cola.
Aturdido, se alejó hacia donde ella le indicó.
Gorgeo nombró a varios niños mayores para que vigilaran a los menores,
y delimitó un área de párvulos a un costado de la uwanda. Las esterillas se
colocaron sobre el suelo todas juntas, los niños más pequeños fueron
envueltos en pieles de dormir y los mayores se quedaron cuidando de ellos.
Los tambores retumbaban cada vez más, y los hombres empezaban a
canturrear, un ronroneo en un tono grave que sacaban de sus pechos, como si
fueran los corazones los que vibraban y no las cuerdas vocales. Los hombres
respiraban asincrónicamente, lo que volvía el canto continuo y un tanto
espeluznante.
A Golpe se le pusieron los pelos de punta; sus brazos y piernas parecían el
doble de grandes. Había presenciado el Enlace cada otoño de su vida; sabía
exactamente lo que había de esperar, pero esta vez parecía diferente. Podía

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ocurrir cualquier cosa; los hombres podían transformarse en elefantes; el
fuego podía multiplicarse en un bosque de llamas.
Una treintena de hombres aproximadamente formaron una hilera que
empezó a serpentear por la periferia de la uwanda, creando un gran círculo en
movimiento con hombres separados entre sí por una distancia superior a la de
sus brazos extendidos. Las mujeres también empezaron a organizarse, por
orden de rango como de costumbre. Formaron un círculo alrededor del fuego,
mirando hacia fuera, con Gorgeo, la mujer de más alto rango, junto a
Zumbido, la de rango más bajo. Las mujeres permanecían casi hombro con
hombro, de modo que, aunque superaran ligeramente en número a los
hombres, su círculo era más pequeño y estaba más cerca del fuego. Ellas
empezaron a desplazarse hacia los tambores, el círculo rotando en sentido
contrario al de los hombres, produciendo otro sonido, un gorjeo diferente al
de cualquier pájaro. Golpe nunca lo había hecho antes, pero se vio
participando sin ningún esfuerzo y entonando aquellos cantos extraños como
si llevara practicándolos toda su vida.
Poco a poco, casi imperceptiblemente, los tambores empezaron a sonar
más fuerte, y el tempo se incrementó. A medida que los danzantes se movían
con mayor rapidez, el círculo interior se expandía a un ritmo constante y el
círculo exterior se contraía gradualmente. Al principio Golpe advirtió algunos
ruidos de fondo, el llanto de un bebé, el crepitar del fuego, la risa de uno de
los niños mayores. Finalmente todos esos sonidos desaparecieron y ella sólo
fue capaz de oír el ritmo de los tambores, las voces de los danzantes y el ruido
de sus propios pies mientras se dirigían en multitud hacia un futuro incierto.
El tiempo pasaba, y el sonido del canto de las mujeres empezó a cambiar. En
un tono más grave, firme, un salmo sucedió al gorjeo, y el coro de los
hombres también se transformó, subiendo de tono. En breve, los dos cantos se
fundieron en un solo sonido elástico, estallando en cada par de pulmones,
aullándole a la vida en plena noche.
Gorgeo salió del círculo de mujeres y se quedó quieta, pese a que los
tambores y la danza continuaban. Se volvió hacia el círculo de hombres que
giraba delante de ella, mientras el de las mujeres seguía girando a sus
espaldas. En ese momento muchos de los hombres ya estaban excitados,
aunque Gorgeo no parecía notarlo, y ninguno se mostraba particularmente
interesado en ella. Después de ver pasar a todos y cada uno de los hombres, se
abrió paso entre ellos y salió del círculo. Fue hasta las esterillas donde
Susurro cuidaba de sus hermanas con su pequeña lanza al alcance de la mano.

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Gorgeo recogió a sus nietos, las esterillas y la cesta de secado, y se marcharon
al refugio.
La siguiente en dejar el círculo de mujeres fue Silbido. Se paró entre
ambos círculos y se fijó en cada uno de los hombres a medida que pasaban.
Finalmente, cuando el grupo había dado una vuelta entera y empezaba la
segunda, cogió a Bapoto de la mano y lo condujo fuera del círculo. La
intensidad del canto aumentó brevemente, y luego retornó a su nivel normal
mientras Golpe salía del círculo. Ella todavía tenía los pelos de punta y el
corazón le latía aceleradamente, pero intentó parecer serena y miró a cada
hombre a los ojos con la mayor dignidad posible. No esperó a la segunda
ronda, sino que tomó a Ceniza de la mano al verlo pasar por primera vez. Él
parecía sorprendido, como si todavía no tuviera muy claro lo que tenía que
hacer, pero dejó que Golpe lo sacara del círculo.
Lejos del fuego, sus ojos rápidamente se adaptaron a la luz de la luna.
Cuando ya estaban fuera de la vista de todos, él se detuvo, se volvió hacia ella
y le soltó la mano para poder hablar.
—En la aldea de mi madre las uniones del Enlace duran hasta la
primavera siguiente, hasta que llega el tiempo de la caza y los viajes. ¿En
Kura también es así?
—Sí. Silbido elegía a Suricata cada otoño, pero podría haber elegido a
cualquier otro si hubiera querido, y si él lo hubiese deseado podría haberse
ido a otro ukoo en otoño. No tengo recuerdos de Gorgeo escogiendo a un
compañero durante un Enlace, pero Silbido me contó que cuando Gorgeo era
joven escogía al mejor cazador, que por lo general cada otoño era uno
distinto.
—Yo no soy el mejor cazador, ni siquiera el segundo mejor.
—No. Pero eres el mejor viajero. Un antílope es un regalo excelente.
Alimenta a tus hijos durante una buena temporada, los mantiene abrigados, te
proporciona herramientas. Pero un antílope no es algo difícil de conseguir;
hasta un mal cazador de vez en cuando mata algo si lo acompañan otros
cazadores mejores. Por otra parte, desde hace tiempo que no tenemos
auténticos mercaderes entre nuestros hombres. A veces los peregrinos nos
visitan en verano; cambiamos comida y herramientas por cosas que aquí no
tenemos, como cuchillos o provisiones como la sal, pero ninguno de nuestros
hombres regresa a Kura en otoño con un fardo de mercancías de trueque.
Ceniza se sintió halagado, le acarició la oreja con su nariz y volvió a
cogerle la mano. Mientras se alejaban, el sonido de los tambores fue
apagándose a causa de los refugios que se interponían y la irregularidad del

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terreno, y empezaron a oír otros sonidos —gruñidos, chillidos, siseos y
ocasionales ruidos de escupitajos—, cada vez más altos a medida que se
acercaban al refugio de Gorgeo. Cautelosos, miraron hacia la uwanda de
Gorgeo ocultos tras un seto que crecía en el peñasco. Allí estaban Silbido y
Bapoto, frente a frente, girando lentamente alrededor de la uwanda mientras
proferían aquellos ruidos amenazantes que Golpe y Ceniza habían oído al
acercarse.
Golpe los observó, confusa y fascinada. Silbido y Suricata solían
aparearse como si se tratara de un juego, ululando y riendo, jugando a
perseguirse y esconderse el uno del otro, siempre con alegría y buena
disposición. Ella había presenciado una amplia variedad de apareamientos,
algunos largos y complicados, otros demasiado breves, pero invariablemente
afectuosos. Esta noche Silbido parecía concentrada y dispuesta, pero no daba
la impresión de estar divirtiéndose. Cada vez que Bapoto trataba de acercarse,
apoyado en codos y rodillas y con un canturreo conciliatorio, a ella se le
hinchaban las fosas nasales y siseaba, y cuando él se incorporaba y se
golpeaba el pecho con los puños, ella le enseñaba los dientes y gruñía. Sin
embargo, de repente hubo algo en Bapoto que la encandiló, y Silbido no hizo
el menor esfuerzo por apartarlo.
Ceniza le dio un tirón a Golpe, y los dos se agacharon para que no
pudieran verles.
—¿Así es como se aparea tu gente? —preguntó él, señalando a la otra
pareja—. Yo diría que esos ruidos atraen a las hienas.
—No, no es así como lo hacen. A veces la gente es muy ruidosa, pero
nunca tanto. Parece que se estuvieran peleando por una presa. ¿Cómo
acostumbran hacerlo en tu pueblo?
Ceniza no respondió.
Golpe había visto a muchos adultos apareándose, pues la privacidad sólo
era necesaria para mantener secretos, y ya desde niña solía jugar con los otros
niños al apareamiento. Una niña que fingía ser una mujer se ponía en
cuclillas, de espaldas a un niño que fingía ser un hombre, y ambos se ponían a
brincar de puntillas, intentando adivinar dónde iba qué, simulando estar
atentos a los depredadores e imitando los típicos ruidos del apareamiento, que
les arrancaban auténticas carcajadas. Fingirlo se había vuelto para Golpe más
interesante a medida que crecía, y advertía que para los chicos mayores era
igualmente interesante espiar a los adultos y que estaban más que dispuestos a
jugar con ella al apareamiento. Ella nunca lo había hecho con un macho
adulto, y la inquietaba pensar en el tamaño de una erección adulta en

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comparación con la de aquellos chicos con quienes había estado practicando,
pero sus nervios no atenuaban su entusiasmo.
La vacilación que Ceniza había demostrado en su primer encuentro había
desaparecido. Él apoyó la espalda contra una piedra y separó las rodillas y los
brazos, e invitó a Golpe a que se acercara. Ella lo miró a la cara, evaluando
sus intenciones. Ceniza tenía la boca un poco abierta, y ella advirtió el
temblor momentáneo de sus manos. Ella se arrellanó de espaldas entre sus
brazos, y giró la cabeza para acariciarle el rostro con la nariz, y pronto se
olvidó por completo de todo aquello que podría haberla asustado. Perdió la
noción de la noche y sus ruidos, hasta el punto de que sólo existían su cuerpo
y el de él; se olvidó de respirar, se olvidó de mantener el equilibrio, y se
aferró desesperadamente a sus rodillas. Los extraños rugidos detrás de la nuca
la distrajeron y estuvo a punto de echarse a reír. Finalmente él se sentó,
jadeando. Sonrojada y temblorosa, ella se arrodilló y se dio la vuelta.
—Ha estado bien —le dijo con señas—. ¿Puedes repetirlo?
Ceniza se reclinó, respirando un poco más deprisa que de costumbre.
—En un rato, ¿vale?
—Vale.
Los ruidos procedentes de la uwanda de Gorgeo se habían reducido a
suaves gruñidos, algo a mitad de camino entre ronroneos de respeto y rugidos
de amenaza, y Golpe y Ceniza volvieron a asomarse discretamente por
encima del seto. Sentían curiosidad por cómo se desarrollaba el drama, pero
no querían verse implicados en un altercado. Silbido y Bapoto seguían
enfrentados, pero ahora estaban en cuclillas y mucho más cerca el uno del
otro. Su acto de súplica aparentemente había dado resultado. Poco a poco, sin
parar de sisear y lanzando miradas por encima de su hombro, ella le dio la
espalda y permitió que él se acercara. Golpe seguía en la niebla de su propia
excitación, y esperaba que el curioso cortejo concluyera con un alboroto
adicional, pero la realidad fue breve, casi un trámite.
Silenciosa al fin, la pareja de la uwanda se arrellanó cerca del fuego.
Silbido escudriñaba la oscuridad, como un serval en plena cacería, y Bapoto
contemplaba el fuego con una mirada tan esperanzada que lo hacía parecer
mucho más joven.
—Una bonita ceremonia —gesticuló él—. Una de las mejores que haya
visto jamás.
Golpe pensó que había algo de cinismo en la seña de «gracias» con la que
Silbido respondió, pero Bapoto no pareció interpretarlo así.

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—La Única le sonríe a nuestra gente en esta noche. ¿Te unirás a mí para
darle las gracias? —Bapoto se puso de pie y levantó los brazos, mirando
expectante a Silbido, pero ella negó con la cabeza.
—Puedes darle las gracias por mí —gesticuló amablemente. Golpe
rechinó los dientes ante las palabras de Bapoto. ¿Nuestra gente?
Él bajó los brazos.
—Por favor. Tú eres muy importante para… —Se interrumpió—. Sólo
quiero ayudar. ¿Qué daño podría causar?
—Ningún daño. Tú sigue. Yo voy a ver cómo están los niños.
Tras un ademán afable, Silbido entró en el refugio. Golpe oyó los
murmullos de los niños acostados y vio a Bapoto subirse a un tocón y levantar
nuevamente los brazos. En ese momento, Ceniza anunció que ya se había
repuesto, y ella retrocedió para apoyar su espalda sobre él con entusiasmo.
Esta vez a Ceniza no le corría prisa y se dedicó a descubrir la mejor
manera de arrancarle a ella chillidos y otros sonidos cómicos. Una vez más, el
resto del mundo desapareció. Todo parecía nuevo, una oportunidad para
experimentar. La imaginación de ella saltaba de una idea a otra; algunas ideas
parecían complacer a Ceniza, otras le resultaban más interesantes a Golpe.
¿Qué se siente? ¿Cómo es? Con la respiración acelerada, ella ignoró un
calambre en la pierna; estaba demasiado concentrada, demasiado absorta para
pensar en el dolor, hasta que ocurrió algo inesperado y monumental que le
hizo perder el equilibrio. El grito de su clímax se oyó en varios refugios,
donde algunas mujeres asintieron para sí mismas y decidieron que les gustaría
reclinarse una vez más sobre sus nuevos compañeros.
Fue al cabo de un rato cuando Golpe se dio cuenta de que los cantos y la
cadencia de los tambores se habían desvanecido hasta desaparecer. Los dos
bajaron hasta la uwanda, ahora vacía, y se agacharon para pasar por debajo de
la puerta de piel. Silbido estaba sentada junto al fuego, contemplativa. Su
expresión al saludarlos con un chillido suave resultó indescifrable. Todos los
demás parecían estar durmiendo.
—No estoy nada cansada —le dijo Golpe a Silbido, gesticulando en la
tenue luz del fuego que ardía lentamente—. Vete a dormir. Yo vigilaré
primero. —Silbido asintió, se levantó y se trasladó al nicho de dormir.
—Yo puedo vigilar primero —dijo Ceniza, y ahogó un bostezo. Golpe
hizo una mueca escéptica, recogió sus pieles de dormir y las tendió cerca del
luego.
—Acuéstate aquí, conmigo. Te despertaré cuando esté cansada, y podrás
sustituirme.

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Ceniza volvió a bostezar, se acostó sobre las pieles de Golpe y se hizo un
ovillo dejando un sitio libre para ella. Golpe se sentó con la espalda apoyada
en el pecho tibio de Ceniza y miró hacia la puerta y la ventana,
completamente despierta, escuchando cómo su respiración se volvía más
serena y profunda. El refugio estaba cálido con dos cuerpos adicionales en su
interior, pero había algo más; sus olores masculinos eran excitantes y
aterradores, tranquilizadores y amenazantes. Golpe tuvo la sensación de que
una abundancia de posibilidades, maravillosas y horribles a la vez, había
entrado en el refugio con los hombres, y estaba impaciente y ansiosa por
descubrirlas.
Cuando ya no podía mantener abiertos los ojos, Golpe despertó a Ceniza y
le cambió de sitio. Se despertó cuando Bapoto descorrió las pieles y dejó
entrar el sol de la mañana, el aire fresco del otoño y el canto de los pájaros. Se
acurrucó contra la espalda de Ceniza, luego se puso de pie y se apresuró a
salir a la uwanda. Bapoto estaba encaramado sobre uno de los tocones con los
brazos en alto y emitió el silbido trémulo y espeluznante que Golpe había
oído la noche en que fue drenada su herida.
Cuando él se dio la vuelta y bajó de un salto, ella le preguntó:
—¿Qué ha sido eso?
—Estaba saludando a la Única y dándole las gracias por esta mañana y
por todas las bendiciones de la vida. ¿Quieres unirte a mí? Veo que tú
también tienes algo que agradecer.
Bapoto lanzó una mirada a Ceniza mientras éste salía del refugio.
—Yo misma he elegido a Ceniza. No se trata de un regalo. —Si bien
reconoció que ahora Bapoto tenía el mismo rango de Silbido, y que la paz en
el refugio requería de cierta cortesía, decidió que no iba a estar pendiente de
las tonterías que predicaba Bapoto. Ceniza los saludó con un gesto
adormilado y se dirigió a las letrinas.
—Un espíritu habita en cada cosa, en cada persona, en cada animal, en
cada planta, en cada piedra, en cada río. —Bapoto se comunicaba con
aspavientos, utilizando ambas manos, como si vinieran desde muy lejos—.
Todas las bendiciones vienen de la Única, cada cacería exitosa, cada hijo,
cada árbol lleno de frutos maduros. Nosotros le enviamos nuestros
agradecimientos y nuestros ruegos, y ella nos recompensa por nuestra
atención.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó ella.
—Veo la obra de la Única por todas partes. Le pido al espíritu del
leopardo que salga de tu herida, y se cumple. Le pido al espíritu del antílope

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que venga a mí durante la cacería, y viene. El mundo me colma de milagros.
¿Por qué? Porque la Única lo hace posible. —Bapoto levantó los brazos y
volvió a emitir un gorjeo.
Ella estaba impresionada con su sinceridad, pero no muy convencida de
su cordura. Él parecía creer que el mundo estaba lleno de seres invisibles que
lo controlaban todo. Al volverse hacia las letrinas siseó con escepticismo,
aunque muy por lo bajo, para que Bapoto no la oyera, pero al parecer la oyó.
Golpe oyó un gruñido a sus espaldas y se volvió. Bapoto la miraba fijamente
enseñándole los dientes, como si ella fuera una gacela, o una víbora.

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Golpe tuvo la impresión de que el refugio de Gorgeo se había encogido


notablemente. En los inviernos de su memoria, Suricata llenaba el refugio con
su intenso olor a almizcle, sus simpáticas riñas con los niños, su caza a
menudo exitosa. Ella echaba de menos el olor de su pelo húmedo secándose
al fuego, el ruido reconfortante que hacían Suricata y Silbido apareándose
durante la noche, la carne fresca para el desayuno cada vez que Suricata
pasaba la noche vigilando con su lanza en la mano. Pero ni siquiera el tamaño
y el bullicio de Suricata habían hecho que el refugio pareciera tan pequeño
como con los dos hombres nuevos, con sus rutinas y olores extraños.
Al cabo de una luna, Golpe ya no tenía ninguna duda acerca de Ceniza.
Sus costumbres de soltero le hacían ganarse la simpatía de Silbido y Gorgeo;
ninguna tarea le era desconocida o responsabilidad de otro. Su disponibilidad
e interés para el apareamiento complacían a Golpe, y a menudo la distraían de
su trabajo. Ella creía que habían inventado varias maneras nuevas de disfrutar,
hasta que un día Gorgeo le hizo algunas sugerencias adicionales que dieron
cuenta de una experiencia previa insospechada por su nieta.
Después de varios días fríos y lluviosos, amaneció despejado y Bapoto
salió de caza con un grupo de hombres. Ceniza declinó la invitación de
Bapoto de unirse al grupo y partió en otra dirección con sus dos mejores
lanzas y una expresión resuelta. A última hora de la tarde, el calor del
mediodía había desaparecido. Susurro y Chasquido encontraron una esquina
soleada para jugar a un juego que consistía en llevar unas piedras rodando
hasta el interior de un círculo dibujado en la tierra, interrumpido
constantemente por Bebé, que intentaba seguir las piedras gateando. Silbido y
Gorgeo estaban metidas en un nicho, tejiendo sus cestas al resguardo de la
brisa fría, y Golpe estaba sentada cerca del fuego de la uwanda, raspando la
piel de un hipparion.
El chillido de Bapoto llegó desde el oeste, y enseguida apareció el
royendo la punta de un hueso. Con un saludo gruñón, dejó caer un hueso de
gacela casi despellejado en el círculo de los niños y cruzó la uwanda en

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dirección al fuego, donde revolvió la llama y se calentó las manos. Silbido
aulló un saludo, y Bapoto se volvió hacia ella con las fosas nasales hinchadas.
De inmediato se oyó un chillido de enfado procedente de la uwanda central, y
al cabo de un rato se presentaron dos mujeres, Trino, hermana de Silbido, y
Zumbido, la mujer de rango más bajo en Kura. Las dos escupían de
indignación y hablaban incoherentemente por señas.
Trino tenía caderas redondas y rollizas, rasgos saludables y simétricos, y
una risa sociable. A Golpe le caía bien, pero no había reparado en que Silbido
evitaba confiar en su hermana menor en lo referente a los asuntos
importantes. Era evidente que la mayoría de las mujeres la creían tonta, y no
comprendían por qué había recibido regalos de casi todos los hombres que
habían regresado para el Enlace. El compañero de Trino, Chacal, un hombre
de complexión fuerte y grandes habilidades, la seguía con paso vacilante.
Zumbido era de la edad de Silbido, con un pelo de mechones grises, la
piel arrugada del color de una nuez de mungomu, y la espalda doblada como
si cargara con uno de sus numerosos hijos, todos los cuales habían muerto
antes de recibir un nombre. Su físico, su salud, su refugio y sus posesiones
eran lo peor de Kura. Zumbido sujetaba algo ensangrentado bajo el brazo. Su
compañero, Verruga, era un hombre musculoso apenas más alto que Gorgeo,
con una barba asimétrica y una cojera debida a sus piernas desiguales. El
último hombre elegido durante el Enlace, Verruga, seguía a Zumbido con una
mirada tan remarcadamente incómoda como la de Chacal.
Silbido dejó su tejido y se puso de pie.
—¡Trino! ¡Zumbido! Calmaos. ¿Puede Gorgeo resolver este desacuerdo?
Gorgeo lanzó un ¡chsss! y le hizo un gesto con la mano a Silbido:
—Tú puedes resolverlo.
Silbido se volvió hacia las dos mujeres enfadadas. Golpe observó
atentamente el porte y la expresión crítica de su madre, y pensó: «tengo que
aprender de ella».
—Trino, dime qué ha ocurrido —dijo Silbido con señas
—Bapoto repartió la pieza equitativamente, tú sabes que lo hizo. Le dio a
Chacal los cuartos delanteros, y eso me pertenece.
Las manos de Trino aleteaban como patos atrapados, y Golpe apenas
podía entender lo que decía. Ella sabia que Bapoto, que ahora tenía el rango
de Silbido, estaba a cargo de la caza y era el responsable de repartir la carne,
pero no comprendía de qué se quejaba Trino.
Silbido frunció el entrecejo.
—Zumbido, cuéntame tú.

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—Hoy Chacal recibió los cuartos delanteros después de la caza. Verruga
no recibió nada. —Zumbido parecía tranquila, pero Golpe observó que
doblaba los dedos de los pies, como si los cerrara en puños—. Cuando Chacal
pasó por mi refugio, se paró y cortó un trozo de su carne para mí. Trino lo
vio. Ella vino a mi refugio e insistió en que se lo devolviera.
Silbido miró a su hermana como si Trino hubiese perdido el turno en un
juego para niños.
—Tu despensa está tan llena que tengo que ayudarte a ampliarla. La de
Zumbido está vacía.
Trino apretó los dientes y apartó la vista.
Bapoto, que no se había movido desde la llegada de los otros, se alejó del
fuego y atrajo la atención de Silbido. Ella lo miró, y él se dio la vuelta de
modo que sólo ella pudiera ver sus señas.
—Le di esa carne a Chacal. Hoy Verruga no participó lo bastante en la
cacería, y no se merece ese trozo.
Su expresión la retaba a anular el veredicto.
Silbido pareció titubear. Vacilante, miró a ambas mujeres y a sus
compañeros. Sólo Zumbido aguantó su mirada, aunque enseguida miró al
suelo. Finalmente, Silbido tomó una decisión.
—Trino, tienes derecho a toda la carne, aunque no te la mereces.
Zumbido, dásela a Trino.
Zumbido, todavía doblando los dedos de los pies con furia y mirando a
cualquier parte menos a Trino, le entregó el trozo ensangrentado. Trino miró
la carne y luego a Silbido. Dio un pisotón, intentó palmear a Zumbido aunque
falló, y se marchó de la uwanda. Chacal se encogió de hombros en un gesto
conciliatorio y la siguió. Bapoto regresó al fuego, con un dejo de satisfacción
en la comisura de su boca.

Ceniza cazaba tan a menudo como el clima lo permitía. Cuando le iba


bien, le llevaba a Golpe las tripas, o si no, tal como lo hacía Suricata con
Silbido, le llevaba la pieza entera, lo que a Golpe le permitía distribuir o
utilizar la carne, los órganos, los huesos y el pellejo. Si bien eran más las
veces que Ceniza regresaba con las manos vacías, Golpe estaba satisfecha;
ninguno de ellos pasaba hambre. Cuando no estaba ocupado con la caza,
Ceniza construía herramientas y recipientes de madera y hueso, reparaba las
pieles del tejado e inventaba un sistema más impermeable para unirlas a los
muros de piedra. Susurro con frecuencia se mostraba interesado en aprender a

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construir herramientas como las de Ceniza, y Chasquido se mostraba
interesada por el propio Ceniza. En los días lluviosos, Ceniza se sentaba con
Chasquido en su regazo cerca de la ventana del refugio donde había más luz,
y le ensenaba a Susurro a experimentar con piezas de madera y hueso, los tres
mojándose con la lluvia que entraba por la ventana.
Por su parte, Bapoto era un cazador extraordinario. Cada tarde, antes de
planificar una cacería, organizaba un ritual. Reunía a un grupo de cazadores
en la cima del peñasco, o en el refugio de los hombres si estaba lloviendo o
hacía un frío glacial, y allí encendían un fuego y acompañaban los trémulos
silbidos con exóticos ritmos de tambores. En cada ocasión, Bapoto invitaba a
Ceniza para que se les uniera, y Ceniza rehusaba la invitación amablemente.
Cuando Bapoto regresaba mucho después de anochecer, olía a sudor y humo,
y a veces Golpe notaba que la miraba con condescendencia. Durante la
cacería del día siguiente, Bapoto decidía quiénes iban a hacer de
perseguidores, quiénes se quedarían en la línea, quiénes atacarían, y como
resultado casi siempre era él el que mataba a la presa. Luego repartía las
porciones entre los consideraba merecedores de ellas y se quedaba con las
mejores partes, que por lo general empezaba a devorar antes de llegar a casa.
Como consecuencia de ello, Golpe solía disponer de más carne para
alimentar a Susurro y Chasquido de la que podía aportar su propia madre, y la
gratitud de Silbido empezaba a avergonzar a todos. Discretamente, Silbido
empezó a asistir a los rituales de Bapoto por la mañana. Golpe sospechaba
que su madre tenía la esperanza de que Bapoto se mostrara más dispuesto a
compartir la carne con creencias, pero lo cierto es que sus costumbres de
cazador no variaron mucho después de que Silbido se volviera una experta en
los silbidos con vibraciones.
—Ahora aquel cuadrado. Tenéis que hacerla rodar hasta aquel cuadrado.
Golpe intentaba engañar el estómago de los niños enseñándoles un juego
que ella misma se había inventado, con cuadrados dibujados en el suelo del
refugio, pequeñas piedras redondas y palos ahorquillados cuidadosamente
seleccionados. Los días fríos y oscuros se habían vuelto más cortos en pleno
invierno. La escasa luz casi se había apagado, pero Golpe estaba decidida a
aplazar el momento en que Silbido repartía un poco de fruta seca enmohecida
y unas pocas nueces entre los niños letárgicos para que tuvieran algo en el
estómago mientras intentaban dormir.
—No puedo. —Chasquido se envolvió las rodillas con los brazos y apoyó
la cabeza en ellos—. Tengo frío.

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Los hombres estaban fuera, aprovechando un intervalo en la lluvia
interminable para cazar algo, pero Golpe sabía que quedaba poco por cazar
cerca de Kura. Silbido estaba acurrucada sobre una piel de dormir,
amamantando a Bebé, mientras sus otros dos hijos estaban sentados lo más
cerca del fuego que podían estar sin chamuscarse. Gorgeo estaba sentada
frente al nicho de la despensa, donde llevaba todo el día vigilando en silencio
que ningún insecto husmeara en la comida. De vez en cuando rugía para sí
misma con tristeza y se lamía los dientes, y Golpe sospechaba que estaba a
punto de perder otro de los pocos que le quedaban.
Con gesto resignado, Golpe metió toda la parafernalia del juego en una
cesta y la guardó en el nicho. Silbido se levantó, dejando a Bebé dormido al
abrigo de las pieles, y cogió algo de la despensa para la cena. Gorgeo sólo
aceptó una rodaja de marula, que chupó y mordisqueó hasta que estuvo lo
bastante blanda para su dentadura floja. La última luz del día se extinguió, y
los hombres aún no habían regresado.
Mientras tomaban su lastimosa comida, Silbido se dio la vuelta para
ocultar el movimiento de sus manos a Gorgeo y se dirigió a Golpe:
—Vigila tú primero, y despiértame a medianoche.
Golpe asintió y dio otro pequeño mordisco a su marula. Las dos mujeres
jóvenes desenrollaron las pieles de dormir y acostaron a Chasquido y Susurro.
Golpe cogió un palo ardiendo para encender el fuego en la uwanda y una piel
adicional en la que se envolvió mientras se agachaba para salir por la puerta.
Gorgeo lanzó una mirada de indignación a su nieta y salió tras ella arrastrando
los pies.
Golpe estaba encendiendo el fuego cuando Gorgeo le tocó el brazo.
—Yo siempre vigilo la primera.
—No hace falta que vigiles durante el invierno. Los hombres pronto
regresarán, y entre los cuatro podemos vigilar de sobra.
—Yo vigilo la primera. —Gorgeo endureció la mandíbula y apretó los
labios formando una línea delgada.
Golpe asintió y volvió a entrar en el refugio, pero se quedó junto a la
puerta de piel, mirando a través de la rendija. Gorgeo encendió un fuego
abrasador, se abrigó con la piel adicional y se acuclilló frente al fuego de
espaldas al refugio. Unos minutos después, Golpe vio cómo la cabeza de su
abuela se inclinaba, y oyó un débil ronquido. El pelo de Gorgeo, ahora
completamente blanco, se liberaba de las trenzas de Kura y se agitaba con la
brisa. Golpe meneó la cabeza afectuosamente y se acomodó para vigilar desde
la puerta.

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La luna creciente había hecho medio camino desde el cénit hasta el cielo
del oeste, cuando Golpe oyó un gruñido que venía de la pendiente lateral de la
uwanda. Ahora el fuego apenas ardía y su luz no se reflejaba en ningún par de
ojos, pero allí fuera había algo, algo con dientes que sin querer provocaba el
desplazamiento de algunas piedras, algo lo bastante grande como para emitir
un gruñido sonoro.
Golpe no quería avergonzar a su abuela sorprendiéndola dormida mientras
vigilaba. Intentó un suave ¡chsss!, y luego arrojó una ramita a la espalda de
Gorgeo, pero la anciana si guió durmiendo, y los gruñidos se acercaban.
Golpe se puso de pie y empezó a tantear en la oscuridad en busca de la lanza,
convencida de que estaba a mano, apoyada en la pared. Fuera se oyeron más
ruidos de pisadas y otro gruñido, y ella se asomó para encontrarse con un
enorme potamoquero de río que se acercaba al trote a la agonizante luz de la
hoguera. Un pelo largo y áspero se mecía entre sus cortos colmillos mientras
el hocico del animal husmeaba en busca de comida. Olfateó los pies nudosos
de Gorgeo que sobresalían por debajo de la piel de dormir y procedió a un
mordisco experimental.
Golpe y Gorgeo gritaron al unísono. El cerdo dio un salto casi equivalente
a su propia estatura y salió disparado hacia la oscuridad con un gruñido
prolongado y resonante. El sonido acabó en un ruidoso crujido y un breve
alarido, casi humano. Golpe finalmente encontró la lanza y salió a la uwanda,
y Silbido salió tras ella. Gorgeo estaba tumbada echa un ovillo, en silencio,
cogiéndose el pie con ambas manos. Algo oscuro rezumaba entre sus dedos.
Miró a Golpe y levantó una mano ensangrentada para hablar:
—Quizá sea mejor que deje vigilar a los más jóvenes.
Mientras llevaban a Gorgeo dentro del refugio, oyeron los aullidos de
Kura que llegaban desde la dirección por la que había huido el cerdo. Golpe
dejó que Silbido ayudara a Gorgeo a limpiar la herida del pie y regresó a la
uwanda. Estaba encendiendo el fuego cuando apareció Ceniza, que traía
arrastrando al potamoquero muerto hacia la luz, en la otra mano una lanza
ensangrentada. Mientras sazonaban la res, Ceniza le contó a Golpe que había
estado persiguiendo a un pequeño rebaño de gacelas durante todo el día pero
sin llegar a acercarse lo suficiente como para atacar, de modo que al
anochecer había emprendido el regreso a Kura. El potamoquero de río lo
había sorprendido justo cuando él iba a anunciarse por medio de un alarido, y
afortunadamente todavía tenía su mejor lanza consigo.
Resultó que los demás hombres de Kura habían seguido al mismo rebaño
de gacelas y acampado durante la noche cerca de ellas para reemprender la

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cacería por la mañana. Cuando Bapoto regresó al refugio de Gorgeo cerca del
mediodía con parte de los cuartos traseros, encontró a los demás con los
dedos y las caras grasosas, sorbiendo el tuétano de los huesos del cerdo asado.
No mostró interés en sumarse a las bromas y las risas de los que ahora tenían
la panza llena, pero sí que estaba dispuesto a acabarse la carne de gacela en
cuanto Silbido tuviese la amabilidad de asarla para él.
El invierno recrudeció. La lluvia fría y el viento penetraban en los
refugios y obligaba a todos a apiñarse. El pie de Gorgeo cicatrizaba
lentamente, y ella necesitaba ahora un palo sólido para apoyarse al caminar.
Los kinanas, las frutas y las nueces ya casi se habían acabado; la carne seca
estaba enmohecida, y las escasas verduras traídas por la lluvia no llenaban lo
suficiente y les provocaban malestar de estómago. Una tarde, a última hora,
Ceniza salió en medio de un aguacero para echar un vistazo a sus trampas,
mientras los demás, apiñados en el refugio de Gorgeo, intentaban distraerse
del hambre. Cerca del fuego, Gorgeo ayudaba a Susurro y Chasquido a
clasificar los juncos para los cestos; ambos niños miraban con nerviosismo a
los adultos, que parecían estar esperando una explosión, y procuraban no
interponerse en el camino de ninguno. Silbido y Golpe intentaban tender una
piel de cebra sobre un bastidor de madera para el curtido, pero parecía que sus
esfuerzos no coincidían con sus propósitos. La piel seguía soltándose del
bastidor, y tenían que volver a empezar una y otra vez. Bebé se dedicaba a
explorar, y su madre y hermanos evitaban que se adentrara gateando en las
llamas. Bapoto dormía en el nicho.
Ceniza levantó la puerta de piel y entró en el refugio, salpicando a todos
con el agua de lluvia y haciendo sisear el fuego. Chasquido pegó un grito, y
Bapoto se despertó para encontrarse con Bebé delante de él y a punto de
meterle un dedo en el ojo. Se levantó gruñendo y la apartó con el brazo,
haciéndola rodar por el suelo. Bebé chilló de alegría y regresó gateando para
que la hicieran rodar otra vez, pero Silbido se puso de pie de un salto y la
aupó rápidamente.
—¡Eres una bestia! —le dijo con señas a Bapoto, y recogió del suelo una
hoja de raspar. Bapoto le enseñó los dientes y se puso en cuclillas, como
preparándose para saltar, pero Silbido se mantuvo firme.
Tras un momento de tensión, se volvió hacia Ceniza.
—¿Qué has traído?
Ceniza enseñó las manos vacías a modo de respuesta.
—Tendrías que haberte unido a nosotros en el ritual de caza hace seis
noches. Cazamos una cebra, como ya sabrás.

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—Quince hombres tienen más probabilidades de cazar que uno, es cierto.
—La Única está de nuestra parte porque le damos el respeto que se
merece.
—Todavía no he conocido a esa Única —dijo Ceniza con señas, mientras
se agachaba junto al fuego y estiraba sus brazos mojados. Ninguno de sus
gestos o expresiones transmitían la menor señal de amenaza, pero Bapoto se
levantó con una mueca extraña.
—A menos que seas lo bastante inteligente como para unirte a nosotros,
serás uno de esos que descubren el poder de la Única por otra vía.
Golpe también se puso de pie.
—Susurro y Chasquido no son mis hijos. Sin embargo, este invierno
puedo alimentarlos mejor que su madre. ¿Qué me dices a eso? —Susurro y
Chasquido, desde luego, no querían verse involucrados en la conversación, y
ambos parecían querer acercarse a gatas al regazo de Gorgeo.
Bapoto volvió a gruñir. Silbido se plantó entre Bapoto y Golpe y miró de
frente a su hija.
—Respetarás el rango de mi hombre. Si tú y Ceniza os unierais a nosotros
cada mañana para saludar a la Única, todos nos beneficiaríamos de sus
bendiciones y eso evitaría discusiones absurdas en nuestro refugio.
Golpe miró a su madre con incredulidad, pero bajó la vista sin responder.
«¿Es posible que ésta sea mi madre?». Se acuclilló junto a Ceniza, advirtió
que tenía los puños apretados y se obligó a extender los dedos y a apoyarlos
relajados sobre sus muslos.
Bapoto se movió furtivamente a espaldas de Silbido y cogió su lanza
corta, que estaba apoyada en la pared cerca de la puerta.
—Miraré que no haya hienas —le dijo a Silbido por señas, y salió, la
llovizna colándose en el interior mientras la puerta de piel caía tras él.
Golpe reprimió el impulso de escupir.
Silbido se preparó para darle el pecho a Bebé. Al cabo de un rato, Golpe
se armó de valor y se dirigió a su madre con un ¡chsss!
—Bapoto te falta al respeto.
Silbido le respondió con frialdad.
—¿Por qué dices eso? Está intentando ayudar a Ceniza, enseñarle a un
hombre más joven lo que debería saber.
—Me refiero a la caza. Nunca te trae lo que te corresponde.
—Bapoto sabe bien quién merece qué. No es así como lo han hecho
nuestros hombres en el pasado, de acuerdo, pero así es como siempre se ha

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hecho en el ukoo de su madre. Él no pretende faltarme el respeto. En cuanto a
ti, deberías tener más juicio.
—¡Éste no es el ukoo de su madre! ¡Él debería respetar nuestras
costumbres!
A Golpe le temblaban las manos de indignación y, sin pensarlo, se puso
de pie y se quedó mirando a su madre desde lo alto, con un destello en sus
ojos. La súbita inspiración de Gorgeo la hizo volver en sí, y antes de que
Silbido pudiera responder a la insolencia de su hija, Golpe se lanzó a la lluvia
y emprendió una carrera ciega cuesta abajo, alejándose del resto de los
refugios.
Corrió dando traspiés, con lágrimas en los ojos, asaltada por visiones de
los posibles castigos que podían aguardarle a su regreso. Mientras sus
temblores de rabia se convertían en escalofríos, Golpe reparó en la luz
mortecina, en su pelo mojado y en un bosquecillo de árboles enanos, todos
con anchas ramas que rozaban el suelo a su alrededor. En busca de un lugar
más seco donde descansar, se metió a gatas debajo de las ramas inferiores de
uno de los árboles más grandes y allí encontró suficiente espacio para
acurrucarse, resguardada por hojas viejísimas y secas. La lluvia susurraba a su
alrededor, y una ráfaga de viento arrojaba un puñado de gotas frías sobre su
cara. Al final, los escalofríos amainaron y se quedó dormida.
Un sonido ensordecedor irrumpió en sus sueños, y ella se vio en el Enlace,
eufórica de expectación mientras danzaba alrededor del círculo de mujeres,
pero entonces despertó. La oscuridad, los olores extraños, un tronco
incómodo en su espalda, ruidos sordos y raros. La breve confusión se
convirtió en alarma cuando Golpe recordó la discusión, su fuga, el árbol. En
silencio, movió una rama y echó un vistazo a través de las hojas.
La lluvia había cesado. La luna llena iluminaba un pequeño claro y tres
figuras. Bapoto tocaba un ritmo extraño con un tambor pequeño de tono alto,
mientras otros dos hombres se ocupaban del fuego. Cuando uno de ellos se
dio la vuelta, ella reconoció a Chacal, el compañero de su tía Trino. El otro le
resultaba vagamente familiar; había estado en el Enlace anterior pero no lo
habían escogido. Ella sospechaba que él había terminado en el refugio de
solteros cerca del Kijito con los demás jóvenes u hombres que no habían sido
elegidos en ningún ukoo. La percusión parecía interesar más a Bapoto que a
los otros dos; pronto empezaron a bostezar, y pareció como si en cualquier
momento se acostarían para dormir. Bapoto dejó de tocar y se puso a hablar
por señas. Para enterarse de lo que decía, ella se colocó en una postura
incómoda, asomándose apenas entre las ramas.

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—Gracias por uniros a mi ritual. La Única está con nosotros, y espero que
nos envíe una señal de su presencia. Somos humildes devotos de la Única. Le
agradecemos por su atención esta noche. —Bapoto trinaba mientras
gesticulaba, y los otros dos hombres se le unieron. Sus trinos parecían más
graves que de costumbre, y la vibración de los silbidos era más pausada,
como si un parlamento de lechuzas llenara el claro con un debate—. Las
largas lluvias nos han impedido salir de caza, y nuestra gente tiene hambre.
Gracias, Única, por esta noche despejada. Por favor, danos la luz del sol para
cazar por la mañana, y ayúdanos a encontrar presas antes de que vuelva la
tormenta.
Los dos hombres respondieron haciendo crujir los dedos y dando
pisotones. Del fuego saltaron chispas cuando un tronco cayó sobre otro.
Bapoto se unió a los pisotones, y enseguida los tres estaban bailando
alrededor del fuego, chapoteando con los pies sobre la viscosidad de hojas
caídas y tierra mojada. Al final, Golpe oyó un canto de lechuza auténtico, y
Bapoto se detuvo bruscamente, atento. Mientras los otros dos le miraban con
ojos como platos y algo boquiabiertos, él cerró los ojos y levantó los brazos
despacio, fríamente, las palmas hacia arriba. Finalmente, pareció despertar y
se puso de rodillas, jadeando como si viniera de correr.
—La Única nos bendecirá mañana —expresó Bapoto con señas—. Nos
mandará gacelas rellenas con hierba fresca, demasiado perezosas para correr.
A cambio de sus bendiciones, nos pide que le demostremos nuestra devoción
conviviendo en paz, hombres y mujeres. No deberíamos seguir expulsando a
los hombres que no son elegidos, ni obligar a los ancianos a realizar los viajes
de verano.
Chacal movió la cabeza y ofreció su ayuda a Bapoto.
—Creo que la danza te ha mareado un poco, amigo. Me encantará salir a
cazar contigo por la mañana, si no han vuelto las tormentas, pero ya es hora
de ir a dormir.
Chacal palmeó la espalda de Bapoto y regresó a Kura.
Bapoto se volvió hacia el otro hombre, que permanecía vacilante al otro
lado del fuego.
—Seguro que tú has visto el resplandor de la Única, ¿no es así,
Madriguera?
El otro frunció el ceño. Pateó el suelo al borde del fuego y evitó la mirada
de Bapoto.
—¿Quieres decir que debería quedarme en Kura aun sin una compañera?

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—Sí, por supuesto. El ukoo necesita de hombres. Las mujeres necesitan
cazadores para hacer trueques. Somos esenciales, Madriguera, tanto como
ellas.
Daba la impresión de que Madriguera quería creerle a Bapoto pero no
conseguía hacer conciliar estas ideas con su concepción del mundo.
Finalmente asintió.
—Claro, claro. Quizás el próximo invierno lo haga. Ahora vamos a
dormir, mañana saldremos de caza.
Madriguera se alejó en la dirección contraria a Chacal, siguiendo el
camino que conducía al refugio de los solteros, cerca del río Kijito. Al
quedarse solo, Bapoto clavó la mirada en el fuego, los dientes apretados, y de
una patada mandó las brasas al barro, sin dejar nada salvo unas pocas chispas.

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Cuando Golpe se quedó sola, empezó a llover otra vez. Pensó que, por lo
general, Silbido era más tolerante por la mañana que por la noche. «Me
quedaré aquí hasta que amanezca». Al despertarse con el frío antes del alba,
estaba convencida de que podría resolver su conflicto con Silbido mediante
una disculpa humilde y prudente. Una luz rojiza se expandía sigilosamente
por el cielo mientras ella regresaba a Kura, y al llegar encontró a Ceniza
sentado junto al fuego de la uwanda, haciendo el último turno de vigilancia
mientras los demás todavía dormían.
—Un día perfecto para una expedición —dijo ella con señas, mientras él
se levantaba para saludarla—. Tal vez hayan crecido algunas cebollas allá
abajo, donde el arroyo va a dar al río Kijito. Quizá sea el momento de probar
mi nueva cesta de pescar. —Acarició a Ceniza con la punta de la nariz y se
subió a la roca plana. Su mirada siguió el curso del río, e imaginó a la
distancia el reflejo del sol en el agua—. El Kijito debe de estar lleno de peces.
Ceniza trepó a la roca detrás de ella y miró en la misma dirección,
hambriento, los ojos abiertos de par en par.
—¿Te apetece ir a cazar? Es un día excelente para correr. Tú corres y yo
pruebo mis lanzas nuevas. Seguro que tendremos carne para la cena.
Ninguna partida de cazadores le había propuesto salir de caza desde la
primavera anterior, y la propuesta de Ceniza la motivó para ponerse en
marcha. Bajó de la roca de un salto y empezó a reunir el equipo de caza
mientras tarareaba de satisfacción. Antes de que hubiera acabado de preparar
los morrales, Silbido y Bapoto salieron del refugio, se encaramaron a la roca
grande y empezaron con su ritual mañanero de costumbre. Una vez disipados
los últimos ecos, Silbido bajó de la roca y examinó los objetos amontonados a
los pies de su hija: varias lanzas de madera, pieles, cuchillos y raspadores de
piedra, dos bolsas de agua vacías, algunos bramantes. Desde lo alto de la roca,
Bapoto observaba a las dos mujeres cruzado de brazos.
Golpe se inclinó ante su madre, bajando la vista.
—Lamento haberte faltado el respeto ayer.

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Silbido asintió satisfecha.
—Un día serás una buena Madre.
—Hoy Ceniza irá a cazar —gesticuló Golpe—. Yo haré de perseguidora.
No nos esperéis hasta la noche.
Bapoto se dirigió a Ceniza.
—Estaré encantado de enseñarte a invocar con respeto el auxilio de la
Única.
Ceniza rehusó el ofrecimiento con un gesto educado. Bapoto enseñó sus
dientes.
Golpe y Ceniza se colgaron los morrales al hombro y partieron al trote
rumbo al río. Cuando estaban a punto de perderse de vista, Silbido lanzó un
ululato reverberante. Golpe no se giró, pero levantó un brazo en señal de
agradecimiento y siguió corriendo.
Cerca de Kura no quedaba nada para cazar —ni falta que hacía ponerse a
buscar rastros—, de modo que corretearon como jirafas despreocupadas
persiguiéndose mutuamente para divertirse. Ya no había nubes. Un cielo
descomunal azul zafiro, perforado por el más deslumbrante de los diamantes,
se extendía sobre una esmeralda verde igualmente enorme. Nuevos brotes
perforaban la tierra áspera y amortiguaban las fuertes pisadas de sus pies.
Golpe estudió a Ceniza mientras corrían. Parecía tan feliz como ella de
estar fuera de ese refugio sofocante, y ella advirtió que su pelo por fin
empezaba a adoptar la forma propia de Kura. Durante las últimas tres lunas
había envejecido; llevaba una barba más tupida, su espalda parecía más
ancha, y las arrugas del sol empezaban a asomar en las comisuras de sus
párpados. Ella pensó en las distancias que Ceniza había recorrido aquel
invierno, largos tramos de peligro y cansancio, cazando para ella y su familia.
«Lo elegí por sus dotes —pensó—, porque es un buen viajero, un buen
mercader, un buen artesano, pero hay una razón aún más importante: porque
es un buen hombre». Ni siquiera con el estómago vacío ella había echado en
falta el placer o la esperanza.
En el punto donde el arroyo Kura desembocaba en el río Kijito, Ceniza
avistó unos chengas en el agua y sacó una de sus lanzas.
—¿Tienes hambre? —El pez negro y plateado del tamaño de una mano
brincaba velozmente de la sombra al sol, lanzando destellos como una
reluciente ave acuática.
Golpe miró al pez sin convicción.
—Nosotros no comemos de ésos.

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—¿No? El chenga sólo provoca náuseas cuando hace calor. En invierno
está buenísimo.
Tras un gruñido escéptico, Golpe ensartó a uno de los pececillos, lo
limpió ligeramente con su cuchillo de piedra obsidiana y se lo dio a Ceniza.
—Tú primero.
Dándole las gracias con una absurda reverencia, él tomó el pez y mordió
un buen trozo. En dos mordiscos más lo devoró y enseguida ensartó otro y lo
limpió para Golpe. Ella lo aceptó, indecisa. Le rugía el estómago, y se comió
el segundo chenga tan rápido como Ceniza se había comido el suyo.
—Supongo que más tarde sabré si tenías razón o no.
Siguieron corriendo. Ya muy lejos de Kura, redujeron la marcha y sus
miradas empezaron a oscilar de lado a lado como péndulos mientras buscaban
rastros de una presa. Cerca de un arroyo temporal, Ceniza se paró en seco
para examinar una parcela de hierba recientemente pisada, y a continuación
levantó la vista hacia el sur. Golpe trepó a una roca y levantó la mano para
protegerse los ojos del sol.
—Los veo. Justo detrás del lecho seco.
Señaló al sudoeste, hacia un terreno de higueras aparentemente secas.
—Espera en aquellos árboles. El viento viene del saliente. Daré la vuelta
por allá y los traeré hasta ti. Los ñus me olerán a lo lejos, pero a ti no te verán
hasta que lleguen a los árboles. Coge también mi lanza. No llegaré a
acercarme tanto como para atacar; tú sí podrás usarla.
Ceniza asintió.
—Llevaré los morrales a los árboles y los dejaré allí. De otro modo sólo
serán una carga.
Libre del peso de su morral, Golpe casi voló en dirección al sudoeste. No
hizo ruido y se agachó lo más que pudo hasta situarse justo al este de la
manada, donde se incorporó y echó un vistazo a los animales. Era un grupo
pequeño, sólo un macho grande acompañado de veinte hembras, varias de
ellas con crías que no parecían tener más de un día. Unos pocos
interrumpieron su pastoreo, los orificios nasales hinchados, y empezaron a dar
pisotones con las patas delanteras. El macho bufó, y pronto el grupo entero
estaba dando vueltas y mirando con ojos de miope hacia donde soplaba el
viento. Cuando Golpe salió gritando, agitando los brazos y saltando, el macho
lanzó un par de coces al aire con las patas traseras y emprendió un carrera
hacia ella, mientras las hembras se llevaban a sus crías en la dirección
contraria. Golpe empezó a correr de aquí para allá, acercándose poco a poco a
la manada, y el macho pronto se unió a los demás animales que se dirigían

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hacia el oeste. La retirada se hizo lenta por las hembras que se retrasaban con
sus crías, y Golpe no tuvo inconveniente en acercarse lo suficiente como para
conducir la manada hacia el terreno de higueras en el que Ceniza aguardaba
agazapado.
El rebaño no quería adentrarse en la arboleda. Antes de llegar a las
higueras, las primeras hembras giraron a la derecha, y Golpe corrió a la
derecha de los animales para obligarlos a acercarse a los árboles. Los
animales que llevaban la delantera redujeron más aún la carrera, hasta que
Golpe se acercó tanto que podía ver sus nerviosos ojos en blanco clavados en
ella. Algunas coces más la hicieron retroceder, pero Golpe no paró de chillar
y saltar. Cuando una de las crías atravesó un matorral próximo a la orilla de la
arboleda, una lanza salió volando de entre las ramas y la alcanzó justo detrás
de las patas delanteras. Cayó y fue accidentalmente arrollada por varios
animales que venían detrás. Una hembra se paró y olfateó a la que todavía era
su cría, y tras un alarido de Golpe siguió corriendo detrás de sus compañeros.
Al final de la manada venía la más pequeña de las crías, aparentemente
incapaz de correr a la par de su madre asustada. Otra lanza alcanzó a esta cría
en sus cuartos traseros. Tropezó y siguió cojeando. Ceniza salió del matorral
y la persiguió, empuñando la última lanza. La cría berreaba y una de las
hembras se detuvo, pero Golpe se interpuso entre la cría herida y la manada,
rugiendo con renovado entusiasmo. A la hembra le faltó valor, y muy a su
pesar volvió a unirse al resto del rebaño. Cuando Ceniza despachó a la cría
con otra lanza, los animales ya habían desaparecido detrás de una pequeña
colina, jaleados por Golpe, que les pisaba los talones.
Cuando Golpe regresó, Ceniza estaba arrastrando a la segunda cría hasta
el lugar en el que yacía la primera.
—¿Quieres vigilar la carne mientras voy a buscar los morrales, o te
apetece correr un poco más? —preguntó él, exultante y jadeante.
—Puede que hubiera leones vigilando la manada. Mejor voy yo a por los
morrales mientras tú quitas las lanzas. Golpe había corrido un gran trecho a
toda máquina, pero estaba tan entusiasmada por el éxito de la cacería que no
se sentía agotada en lo más mínimo. Ceniza le indicó dónde había escondido
los morrales, y para cuando ella regresó él ya había recuperado las lanzas y
comprobado que dos de ellas podrían volver a utilizarse sin previa reparación.
Golpe abrió los morrales, sacó un cuchillo de obsidiana y rápidamente
destripó a los animales. Los buitres empezaban a sobrevolar en círculos, y ella
supo que pronto aparecerían otros animales carroñeros.

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Entre tanto, Ceniza cortó dos ramas gruesas y las despojó de las hojas y
pequeñas ramas laterales. Ató los palos uniéndolos por uno de los extremos y
ligó una piel entre ambos para fabricar una rastra. Con dos palos más y otra
piel construyó otra rastra para Golpe. Tirando de los extremos libres de los
palos y arrastrando las puntas unidas, cada uno de ellos podía llevar una pieza
de regreso a Kura. Sin perder tiempo, ataron sus pertenencias a las rastras,
junto con los animales, y empezaron a desandar lo andado rumbo al norte,
apurando el paso siempre que el suelo así lo permitiera.
Los buitres se abalanzaron sobre las entrañas abandonadas, y no los
siguieron. Una hiena solitaria los siguió durante un largo tramo del camino,
pero finalmente desistió cuando Golpe le arrojó una piedra dentada y le dio en
la mandíbula. El camino de vuelta se hizo mucho más largo que el de ida,
pero la satisfacción por el éxito de la cacería le dio a Golpe el aguante
necesario para seguir el ritmo de las zancadas de Ceniza. Cuando llegaron al
lugar donde habían cazado los peces, el crepúsculo estaba avanzando y a
Golpe le sangraba el pie. Las fuerzas la empezaban a abandonar, y sólo el
miedo a los leones cazadores de la noche la impulsó a seguir andando. La
luna llena asomando por la derecha les dio un aliento considerable y, cuando
finalmente llegaron a su destino, la luna iluminaba la uwanda de Gorgeo con
tal intensidad que Golpe podría haberle arreglado el pelo a Ceniza bajo
aquella luz radiante.
Nada más dejar las rastras, Golpe notó que la puerta de piel estaba
entreabierta por una esquina, pero no podía ver al vigilante que observaba
desde el interior del refugio. Lanzó un chillido, y Silbido salió por la puerta
como un águila en picado, seguida de inmediato por Gorgeo. Silbido le dio un
achuchón a su hija y apoyó la cara en el hombro de Golpe durante largo rato.
Cuando finalmente la soltó, Golpe habló con señas.
—Siento la tardanza. Espero que no os preocuparais.
Silbido rugió con irónica incredulidad.
—No, qué cosas dices. Sin duda esta noche tendremos que hacer guardia
con un palo ardiendo en la mano.
Mientras metían las crías de ñu y las rastras ensangrentadas en el fondo de
la despensa, Bapoto y los niños seguían durmiendo. Silbido se ofreció como
voluntaria para hacer el primer turno de vigilancia, ya que Golpe y Ceniza
habían pasado el día entero corriendo, y Gorgeo insistió en acompañarla.
Mientras Golpe se enrollaba en las pieles de dormir, vio a las otras dos
mujeres haciendo guardia a ambos lados de la puerta, Gorgeo empuñando un
palo en llamas y Silbido una lanza. Golpe cayó enseguida en un sueño

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profundo, y cuando Ceniza la zarandeó cerca de la medianoche, no recordaba
nada de lo que había soñado.
—Nos ha visitado una leona —gesticuló él—. Silbido la vio hace un rato
en lo alto del peñón. Parece que ya se ha ido, pero más vale que no bajemos la
guardia.
Silbido y Gorgeo parecían cansadas, y las dos se quedaron dormidas antes
de que Golpe y Ceniza se plantaran en la puerta.
Era una noche fría, llena de suaves susurros y crujidos. La luna llena
estaba en lo más alto. Golpe vio a un murciélago atravesar la cara de la luna,
cambiando bruscamente de dirección en su recorrido. Las nubes que venían
del oeste ocultaban las estrellas poco a poco mientras se acercaban a la luna.
Golpe estaba sentada junto a la puerta, cerca del fuego, un palo al alcance de
su mano con una punta entre las llamas, listo para ser empuñado y usado
como arma en caso de emergencia. La mejor de las lanzas restantes de Ceniza
estaba al alcance de su mano, y él recorría la uwanda con la mirada. A Golpe
le dolían las piernas por el largo viaje, y los brazos de tanto arrastrar la rastra.
Su pie lastimado había dejado de sangrar, pero ella no podía pensar en otra
cosa que no fuera meter los pies en el agua fría hasta no sentir nada en
absoluto. Las estrellas se movían más despacio que de costumbre.
Mientras las nubes pasaban delante de la faz amarilla de la luna, Golpe
oyó un ruido a la izquierda de la puerta, cerca de la pendiente y lejos de los
demás refugios. ¿Una ramita quebrada bajo el peso de un pie sigiloso? Ceniza
la miró y ella señaló con el dedo. Él asintió y le hizo una seña: «Lo he oído».
Golpe agarró el palo que tenía a mano y comprobó que el otro extremo
estuviera ardiendo. Ceniza recogió la lanza de madera. Siguieron oyendo los
ruidos leves de las hojas agitándose en los rincones, de los ratones
conversando, de las lechuzas agitando las alas.
Una leona enorme dio la vuelta a la esquina del refugio. Con la tea en una
mano, Golpe lanzó un aullido de alarma y se levantó de un salto. Ceniza
bramó desafiante, y los dos se plantaron delante de la puerta del refugio. La
leona cruzó la uwanda dos veces en silencio, atenta a las dos personas que
vigilaban la entrada, evidentemente nerviosa ante la amenaza de las llamas,
pero desquiciada por el olor de la carne en el interior. Gorgeo y Silbido
salieron a la puerta, cada una con una tea en la mano. Sobre sus cabezas,
Bapoto sostenía la puerta de piel, dejando suficiente espacio para arrojar una
lanza. Golpe oyó a Susurro llevar a sus hermanas al fondo del nicho para
dormir, probablemente con la intención de esconderlas entre la ropa de cama.

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La leona avanzó lentamente hacia la puerta, su vientre colgando sobre el
compacto suelo de la uwanda, las orejas aplanadas sobre su cabeza, un
gruñido profundo en su garganta. Con un alarido asombrosamente fuerte,
Gorgeo dio un paso al frente y acercó el palo ardiendo al rostro del animal. La
leona rugió, tiró la tea al suelo de un zarpazo y clavó sus colmilíos en la
muñeca de Gorgeo. Desesperadas, Golpe y Silbido lanzaron sendas estocadas
con sus palos a la fiera en un intento por distraerla, prenderle fuego a su
pelaje y conseguir que soltara a la anciana. Ceniza quiso clavar su lanza en el
lomo del animal, pero la posición de Gorgeo le dificultaba el ángulo de tiro, y
la lanza rebotó. Bapoto levantó la suya sobre las cabezas de los otros, pero
falló por completo. La leona se volvió rápidamente y arrastró a la diminuta
anciana cuesta abajo, hacia la oscuridad.
La garganta de Golpe se hinchó en un alarido mientras buscaba a tientas
una de las lanzas. «Gorgeo no, Gorgeo no», se dijo a sí misma, siguiendo a
Ceniza cuesta abajo en plena oscuridad, una tea en una mano y una lanza en
la otra. Oyó a alguien que bajaba la pendiente detrás de ella, y un grito breve
le indicó que era Silbido. El terreno parecía parpadear a la luz de la antorcha,
y Golpe tropezó y estuvo a punto de caerse. Los gritos de Gorgeo cesaron
demasiado pronto, pero ellos continuaron bajando hacia donde los habían
oído por última vez. Justo antes de llegar al río, bastante lejos del refugio,
Golpe, Silbido y Ceniza encontraron a la leona y su presa en un claro entre
sauces enanos. Ya era demasiado tarde para hacer algo por Gorgeo.
Golpe se quedó sin aliento. Sus oídos se llenaron con el gemido de
Silbido, pero su propio gemido le oprimía el pecho, le quemaba y se
expandía, incapaz de salir. La fiera gruñó y replegó las orejas. Un mechón de
pelo blanco se movía en la boca del felino.
—Demasiado tarde —gesticuló Ceniza—. Retroceded lentamente, yo os
cubriré.
Golpe siguió sus instrucciones, pero Silbido, que no alcanzó a ver sus
señas, se quedó paralizada. Su grito sobrenatural seguía desgarrándole la
garganta mientras Ceniza la cogía del brazo y trataba de llevársela del claro.
A medida que Golpe retrocedía, los árboles amortiguaban la voz de
Silbido. Entonces oyó un chillido aflautado en lo alto de la pendiente, y
enseguida reconoció la voz de Bebé. Subió la pendiente dando traspiés, cada
respiración un gemido desesperado, las piernas y el pecho retorciéndose por
los calambres. Con la luna ahora oculta tras las nubes, la débil llama de su
antorcha convertía a los árboles y rocas en espectros aterradores. Sin estrellas
que la guiaran, seguía el llanto de Bebé. Encontrar el refugio le llevó mucho

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más tiempo que abandonarlo. Mientras se acercaba a la uwanda oyó el rugido
de Susurro, el grito de Chasquido, y de un momento a otro Bebé dejó de
llorar.
La puerta de piel estaba descorrida y la cortina pendía ladeada de una
esquina de la ventana, sus ataduras colgando. La uwanda estaba ligeramente
iluminada por la lumbre parpadeante del interior. Mientras Golpe se acercaba
a la entrada del refugio, otra leona salió de un salto por el hueco de la
ventana. De las fauces del felino colgaba Bebé, los ojos abiertos y una mirada
de espanto, el cuello triturado y retorcido en un ángulo imposible. Con unos
grandes ojos negros, la fiera calibró la amenaza de Golpe, y probablemente la
incluyó en la categoría de los ratones y roedores, y desapareció en la
oscuridad. En el interior del refugio, Golpe oyó los sollozos de Chasquido, y
la voz de Susurro, que trataba de consolarla.
Bapoto apareció en la uwanda por el lado oeste, una antorcha apagada en
una mano y una lanza con la punta astillada en la otra. Se colocó la lanza
debajo del brazo para hablar con señas.
—Mi antorcha se apagó. Habéis encontrado a…
—¡Otra leona se ha llevado a Bebé! —Golpe señaló con la mano la cima
del peñasco. Él se quedó un instante paralizado, la boca abierta, y luego fue
tras la segunda leona.
El deseo de echar a correr, ya sea de seguir a Bapoto o de dirigirse a
cualquier parte que no fuera el refugio, se apoderó de Golpe, y, sin embargo,
entró. Agolpados en el rincón más profundo del nicho para dormir, Susurro y
Chasquido temblaban acurrucados, formando una bola de color castaño.
Golpe dejó su lanza y arrojó la antorcha en el fuego agonizante. Con un suave
canturreo se agachó junto a ellos. La bola se deshizo y se volvió a formar,
incorporando a Golpe. Ella intentó buscar heridas, pero ninguno de los dos
quería soltar al otro. Al final ella liberó una mano para hablar.
—¿Estáis bien?
Chasquido asintió, pero Susurro la miró con ojos vacíos.
—¿Susurro?
Sus dedos temblaban mientras intentaban dar forma a las palabras, un
esfuerzo lento y doloroso.
—Me quitó a Bebé de las manos.
Golpe acarició a los dos con la punta de la nariz.
—No es culpa tuya. Todos hicimos lo que pudimos.
El rostro de Susurro desapareció en la nuca de Chasquido.
Golpe hizo fuerza para desprenderse del abrazo.

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—Quedaos aquí. Tengo que ir a vigilar hasta que regresen los demás.
Cuando Golpe salió del refugio, armada otra vez, Ceniza apareció en la
orilla de la uwanda con una Silbido ausente cogida de la mano. Silbido se
deshizo de su lanza para hablar.
—¿Qué ha ocurrido?
Golpe los estrechó entre sus brazos, acarició a ambos con la nariz, y luego
se apartó lo suficiente para que vieran sus señas.
—Otra leona. Desgarró la piel de la ventana y se llevó a Bebé. Apenas la
vi mientras huía. Bapoto fue tras ella, pero Bebé ya estaba… —Golpe se
interrumpió y sacudió la cabeza, como queriendo ahuyentar una pesadilla—.
No sabes cuánto lo siento, Silbido.
Silbido ahogó un grito y empezó a sollozar mientras entraba en el refugio
arrastrando los pies.
—¿Susurro y Chasquido están bien? —preguntó Ceniza.
Golpe asintió. Un ruido en lo alto del peñasco la indujo a levantar la
lanza, pero volvió a bajarla cuando vio a Bapoto descender la pendiente a
media luz, utilizando su lanza para mantener el equilibrio. Sus ojos y labios
estaban pálidos, y emitía un rugido sordo de espanto.
—La perdí en la oscuridad. Los leones deben de haber seguido vuestro
rastro. Tendría que haberle pedido al espíritu del ñu que viniera hasta
vosotros, para que la Única bendijera vuestra cacería. La culpa ha sido mía.
Golpe enseñó los dientes y escupió a los pies de Bapoto.
—¿La Única? —Le temblaban tanto las manos que sus palabras eran
incomprensibles—. ¿Y tú qué? ¡Este refugio nos ha mantenido a salvo
durante quince generaciones de Madres! Y ahora tú y tu Única dejan que un
león entre por la ventana y se lleve a nuestro bebé.
Volvió a escupir y pasó airada junto a Bapoto para meterse en el refugio.
Ceniza la siguió.
Silbido, arrodillada, había juntado a Susurro y Chasquido en su regazo y
se mecía adelante y atrás. Ahora los dos niños estaban llorando, aunque en
silencio. Silbido levantó la vista cuando Bapoto entró en el refugio. Sus
manos apenas se movían mientras hablaba, como hojas agitadas por una brisa
imperceptible.
—Creía que te quedarías aquí.
—No… no lo vi… ¿Me lo dijiste?
Silbido apartó la mirada y la clavó en el fuego como si la respuesta a la
pregunta estuviera allí. Golpe se tragó el nudo duro que tenía en la garganta,

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añadió otro tronco al fuego y cogió una antorcha nueva, y entonces se volvió
hacia Ceniza.
—Yo vigilaré la ventana. Tú ocúpate de la puerta.
Él asintió, cogió una antorcha y se situó en la puerta. Bapoto se volvió
hacia Golpe.
—Yo vigilaré. Tú vete a dormir.
A Golpe se le puso rígida la mandíbula.
A espaldas de Bapoto, Ceniza le hizo un gesto de aprobación y le habló
con señas.
—Vete. Nosotros vigilaremos.
Golpe se apartó de la ventana y se acuclilló en la entrada del nicho de
dormir. Silbido permanecía con la mirada vacía clavada en el techo, Susurro a
un lado y Chasquido al otro. Los últimos sollozos temblorosos de los niños
cesaron al quedarse dormidos. Pero Golpe siguió oyendo la respiración de los
demás, el viento que soplaba cada vez más fuerte, el fuego enterrándose bajo
sus propias brasas.

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La noche se hizo larga, interrumpida de vez en cuando por algún que otro
hipido débil de Silbido y los flojos y extraños silbidos de Bapoto. Golpe
sentía la ausencia de Gorgeo como un agujero en su interior, como si la falta
de alguna parte esencial hiciera que los dolores de sus piernas y brazos
engulleran todo su cuerpo. Tras la difícil persecución de la leona en la
oscuridad se había herido los pies, y ahora estaban sangrando otra vez.
Finalmente, renunció a su intento de dormir y salió a la uwanda. Ceniza
estaba atizando el fuego, haciendo saltar chispas en la noche sin luna. En una
esquina, Bapoto permanecía en cuclillas junto a los jirones de la cortina de
piel.
Cuando ella le hizo un gesto a Ceniza para que entrara en el refugio, él
negó con la cabeza.
—Yo tampoco puedo dormir. Podemos vigilar juntos.
Se sentaron en cuclillas, uno a cada lado de la hoguera, de modo que él
pudiera vigilar la pendiente en su ascenso y ella escudriñar la oscura cuesta
abajo. Cada parpadeo de la luz era una amenaza; cada movimiento en la
penumbra presagiaba otro enfrentamiento. Por un instante, la negrura entre
dos afloramientos de piedra caliza fue una leona agazapada; una brisa hizo
temblar el fuego y la sombra se convirtió en un hombre arrodillado; ella giró
la cabeza, y allí estaba Gorgeo, los brazos alrededor de sus rodillas, su rostro
tan terso y rebosante de promesas como el de una joven en su primer Enlace.
Golpe sacudió la cabeza para despejarse la frente.
«Gorgeo está muerta —pensó—. Lo vi con mis propios ojos. Se ha ido
apagando desde que empezó el otoño, ya no era la misma. Tuvo suerte de
ahorrarse la muerte lenta y dolorosa que sufrieron sus hermanas. Sólo siento
lástima por mí. Tengo que sentirme aliviada de que su sufrimiento fuera
breve. Es la pobre Bebé quien debería darme lástima».
Pero por mucho que Golpe quisiera a Bebé, la pérdida de una criatura —
ya sea a causa de una enfermedad, un depredador, o a veces por razones
menos obvias— era algo tan común que estaba casi previsto. Era Gorgeo a

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quien Golpe necesitaba, a quien Golpe más echaba de menos. Al final, un
ligero brillo verdoso perfiló las nubes en el este. La única incursión había sido
la de una musaraña que atravesó la uwanda corriendo y que fue cazada por
una lechuza antes de llegar a su escondite. Golpe empezaba a convencerse de
que sólo había dos leonas, y que habían dado por terminada su cacería. Con
un cielo bajo y encapotado resultaba difícil determinar con precisión la salida
del sol, pero, finalmente, la débil luz sombría consiguió despertar a los niños.
Silbido se despertó con ellos, agarrotada y perezosa, sus ojos verdes sin brillo,
casi grises. Bapoto le palmeó el brazo y le habló con señas.
—Sigue durmiendo si quieres. Nosotros nos ocuparemos de la carne.
Silbido lo miró inexpresiva.
—No, no puedo dormir. Necesito entretenerme con algo.
Puesto que las piezas pertenecían a Ceniza, Golpe se encargó de repartir
tareas. Al instante, Silbido ya estaba desollando la primera de las pieles,
Ceniza descuartizando el primer animal y Susurro enseñándole a Chasquido
la mejor manera de pelar la vesícula de un ñu desde el hígado sin derramar la
bilis por todas partes. Como golpe no le asignó ninguna tarea, Bapoto cogió
una lanza y desapareció. Acababa de marcharse cuando Pitido, la segunda hija
de Gorgeo, bajó el sendero saludando a gritos.
—¿Va todo bien? Oímos aullidos por la noche, pero no podíamos dejar a
los niños solos en aquella oscuridad.
Un bebé en edad de gatear se retorcía sobre la cadera izquierda de Pitido,
y ella lo aupó con el brazo que se había torcido y roto durante la infancia, más
pequeño que su brazo bueno. Pitido evitaba la mirada de Silbido, y Golpe se
preguntó si su tía acaso pensaba que el alboroto podría haber sido una pelea
familiar. Silbido, que estaba en cuclillas cerca de la puerta, le cogió la mano a
Pitido e hizo que su hermana se agachara junto a ella.
—Unos leones se llevaron a Gorgeo y a Bebé.
Pitido entonó un lamento fúnebre y empezó a mecerse adelante y atrás.
Pitido había perdido a cuatro de sus siete hijos antes del Nombramiento, tres
por enfermedad y uno en las garras de una hiena, y Golpe pensó que para
Pitido cantar ese lamento era algo tan natural como comer. Silbido dejó a un
lado la piel que estaba desollando y abrazó a su hermana y a su sobrina. Se
lamentaron las tres juntas hasta que sus cantos se ahogaron en un llanto
silencioso. Finalmente, el bebé de Pitido reclamó la atención de su madre
mediante un graznido, y Silbido se apartó de ellas.
Pitido se secó las lágrimas con el reverso de su brazo libre.
—Somos huérfanas.

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Pitido empleó las señas para referirse a los niños que pierden a sus madres
justo después de nacer. Silbido no se rió, pero le tiró de la barbilla en un gesto
cariñoso, y Golpe pensó que su madre parecía un poco menos triste.
—Ayer Ceniza y yo fuimos a cazar, y por la noche regresamos con dos
crías de ñus —explicó Golpe con señas—. Los leones probablemente vinieron
a por la carne. Espero que podáis usar un poco. —Ceniza había terminado de
descuartizar a la primera cría, y Golpe escogió uno de los cuartos delanteros
para dárselo a Pitido.
—Es muy amable de tu parte. Te lo agradecemos. Casi se nos ha acabado
la comida, y lo que queda no huele bien. Tu prima empieza a sentir que el
bebé se mueve, y está hambrienta todo el tiempo.
—No tienes nada que agradecer. ¿Cómo se encuentra Burbuja? —La hija
de Pitido, Burbuja, se había hecho mujer el otoño anterior, y siempre había
sido la mejor amiga de Golpe durante la infancia.
—Ella está bien, ya tiene barriga. —Pitido se volvió nuevamente hacia
Silbido—. Gorgeo hizo todo lo que tenía que hacer. El ukoo ha sido un lugar
pacífico, y no hemos pasado demasiada hambre. Ella mantuvo a todas sus
hijas con vida hasta que se hicieron mujeres. Fue una Madre excelente, y
agradezco que no haya sufrido mucho. Siento mucho lo de tu bebé. Será
mejor que te ates los pechos, van a dolerte mucho. —Silbido asintió, dobló la
piel en la que había estado trabajando y entró en el refugio. Pitido volvió a
darle las gracias a Golpe por la carne y se marchó para compartir las noticias
con Trino, su otra hermana.
Poco después, Silbido salió del refugio con una tira de piel de conejo, con
parches de pelaje apolillado colgando de ella, y se la ató alrededor de los
pechos. Golpe no se rió, pero movió la cabeza con una expresión risueña.
Silbido advirtió que ella estaba haciendo la tonta y le devolvió el gesto.
Cuando Silbido volvió a ponerse cómoda para seguir trabajando en las pieles,
Bapoto regresó con la lanza apoyada en el hombro.
—No hay rastros de Bebé por ninguna parte. Y de Gorgeo no queda nada,
salvo un reguero de sangre. Las leonas deben de tener cachorros en casa. —
Golpe notó que Silbido apretaba los dientes. Bapoto se acuclilló al lado de
Silbido y le habló—. Sé que los de Kura no comparten mis creencias, pero
creo de todo corazón que Gorgeo y Bebé todavía están con nosotros. Sé que
sus cuerpos ya no están, pero estoy seguro de que sus espíritus perduran.
Quiero pedirle a la Única que vele por ellas, ya que cuando nosotros muramos
y nuestros espíritus se dirijan hacia la Única volveremos a verlas.

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Silbido estaba sentada con la mirada fija en la piel que la mantenía
ocupada, y que todavía estaba parcialmente cubierta de carne.
—Volveremos a verlas. —Repitió estas últimas palabras como una niña
que aprendiese nuevas señas—. ¿Volveremos a verlas?
Bapoto asintió, aunque Silbido no le estaba mirando, y Golpe resopló.
—No seas ridículo. Están muertas y las echamos mucho de menos, pero
sólo la gente que ha perdido el juicio les habla a los muertos.
Esperaron. Finalmente Silbido miró a Bapoto con resignación en los ojos.
—De acuerdo.

Prepararse para una celebración en medio del dolor era extraño, incluso
desacertado. Cuando Bapoto le pidió a Golpe que donara el resto de los ñus
para un banquete, ella argumentó que Susurro y Chasquido estaban más
delgados de lo normal y se negó. Bapoto abrió los ojos de par en par y
resopló, pero ella se cruzó de brazos con firmeza para mostrar que no iba a
cambiar de parecer. Entonces él se marchó para hacer una visita a cada una de
las familias de Kura, en estricto orden de rango.
En una escapada hasta la fuente para recoger agua, Golpe vio por
casualidad a Bapoto hablando en el refugio de Trino. Explicaba su creencia de
que los espíritus de Gorgeo y Bebé todavía estaban presentes entre ellos y su
deseo de ayudarles a llegar a salvo hasta la Única, el sitio al que van al morir
todos los que creen en Ella. Era muy claro respecto al hecho de que Silbido
había aprobado esta idea y estaría presente para ayudar a despedir a su madre
y a su hija. Trino parecía confusa, pero había querido a Gorgeo y fue fácil
convencerla. Chacal requirió un poco de persuasión. Había participado en los
rituales de Bapoto previos a las cacerías, y parecía esperar que esta nueva
clase de fiesta fuese casi igual de divertida.
Cerca del mediodía, Bapoto y Silbido caminaron desde el refugio hasta la
uwanda central, aullando a viva voz. Tal como Silbido les había indicado,
Golpe y Ceniza los siguieron a corta distancia, y detrás de ellos fueron
Susurro y Chasquido. Al oír los aullidos, las demás familias también se
dirigieron a la uwanda central. Un fuego grande ardía ya en una esquina.
Golpe miró alrededor de la uwanda, sin saber dónde sentarse. Finalmente, ella
y Ceniza caminaron hasta las cercanías de la multitud y se acuclillaron cerca
del viejo espino. Bapoto y Silbido se encaramaron a la roca grande desde
donde Gorgeo había hablado a su gente, y todos los presentes les prestaron su
atención.

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—Mi gente. —Silbido empleó señas amplias y pausadas, valiéndose de
ambos brazos—. Anoche unos leones se llevaron a Gorgeo, nuestra Madre
decimoquinta, y a su pequeña nieta. Las echamos de menos. La gente de
Bapoto cree que todo lo que existe tiene en su interior un espíritu que se
separa del cuerpo. Cuando el cuerpo muere, el espíritu de una persona se une
a la Única, y vuelve a encontrarse con los que han muerto antes. Bapoto os ha
transmitido estas ideas a cada uno de vosotros, y cada uno es libre de decidir
si las acepta como verdaderas. Yo siento a Gorgeo y a Bebé dentro de mí, y
no puedo hacerme a la idea de que ya no existen. Me consuela pensar que de
algún modo todavía están en algún sitio, esperándome. Hoy lloro su muerte, y
le ruego a la Única que guíe sus espíritus hacia su amparo.
Bapoto entonó un lamento fúnebre al que se unieron muchas voces, hasta
que el eco desprendido de los muros de piedra caliza se alzó sobre ellos como
el sonido de una enorme bandada de pájaros a punto de posarse sobre un nido
gigante. Una vez disipado el eco, Silbido bajó de la roca y fue a sentarse junto
a Golpe y los niños. Tras un lamento flojo, Bapoto utilizó señas visibles para
hablar de la vida de Gorgeo, de sus hijas, de su buen juicio, de su
conocimiento del mundo y de su liderazgo. Durante las visitas que había
realizado por las mañanas, él había aprendido historias sobre Gorgeo de casi
todos los miembros de Kura, incluso de gente que era tan mayor como ella, y
Bapoto repitió las mejores.
Después de una historia conmovedora sobre cómo Gorgeo había animado
una fiesta de Nombramiento en un año en el que casi no había habido nada
para comer, Golpe frunció el entrecejo. Ésta no la sabía, pensó, y hasta
Silbido parece sorprendida. Golpe veía a la gente asintiendo y gesticulando
discretamente: «Es cierto. Así era ella». Pero no soportaba ver a Bapoto
contando las historias de Gorgeo. Le habló con señas a Ceniza en privado.
—Es un extraño. ¿Cómo puede pretender hacer suya a nuestra Madre?
Ceniza movió la cabeza en un gesto de aprobación y le estrechó la mano.
Después de que Bapoto hubiera elogiado a Gorgeo sin reservas, se explayó
sobre la Única, sobre la existencia de los espíritus, sobre la necesidad de estar
en contacto con la Única, y sobre su capacidad para influir en los asuntos
humanos. Entonces los hombres empezaron a distraerse. Finalmente, Bapoto
animó a todos a unirse en un silbido trémulo, al que mucha gente se sumó,
incluida Silbido. Golpe y Ceniza no participaron.
—Por favor, compartid esta comida en honor a Gorgeo y a Bebé.
Bapoto exhibió dos conejos cazados con sus trampas. Todos respondieron
con pequeñas contribuciones —un puñado de frutos secos, un cuenco de

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gusanos—, y pronto la uwanda se llenó de olores de comidas, lo que animó a
más gente a sacar parte de la comida que tenía almacenada.
Ceniza señaló el refugio de Silbido, pero Golpe apretó los labios
vacilante.
—La verdad es que no me apetece celebrar. ¿Crees que sería una grosería
si nos marcháramos?
Bapoto estaba hablando con señas a un grupo a cierta distancia de Golpe y
Ceniza, pero en aquel instante se acercó directamente al campo visual de ella,
aunque sin dejar de hablar de1 grupo.
Por supuesto. En nuestro refugio hay dos ñus recién cazados, pero algunos
prefieren no compartir en esta triste ocasión.
Golpe se puso de pie de un salto, gruñendo desafiante.
—¡Cómo te atreves a llamarme egoísta! —Sus manos se agitaban como
alas de murciélago—. Ya he compartido mi buena fortuna: he repartido un
animal entero entre mis parientes y los que andan escasos de reservas.
Los que estaban más cerca de Bapoto y Golpe retrocedieron, apartando las
caras pero atentos a la confrontación. Ahora a Silbido no se la veía por ningún
lado. Bapoto miró a Golpe con un parpadeo risueño, se volvió hacia sus
espectadores e hizo una mueca de disgusto.
Golpe dio un pisotón en el suelo.
—Yo nunca usaría una muerte para promover ideas estúpidas sobre
espíritus mágicos. —Empleó una seña que describía los juegos de manos que
usaban algunos mercaderes para atraer a la gente. El gesto risueño
desapareció de la cara de Bapoto mientras se volvía hacia ella, de brazos
cruzados.
Silbido llegó desde las letrinas, el ceño arrugado.
—¿Qué está pasando aquí?
Golpe profirió un siseo, se dio la vuelta bruscamente y abandonó la
uwanda con paso decidido. Ceniza extendió las manos, se encogió de
hombros y la siguió. Ella subió con dificultad a la cima del peñasco,
agarrándose a la dentada piedra caliza. Al llegar al extremo oeste de la
cumbre se dejó caer de rodillas y apretó sus manos doloridas contra las
piernas. Al instante, Ceniza se acuclilló a su lado. Ella no habló, pero
canturreó suavemente. Al final sus brazos se aflojaron, su respiración se relajó
y sus hombros se desplomaron.
—No es nuestro estilo celebrar la muerte —gesticuló Golpe.
—Lo sé, en la tierra de mi madre también se celebra sólo la vida. Pero la
gente parecía estar disfrutando la ocasión de hablar sobre Gorgeo y Bebé. Y

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parecían contentos de compartir la poca comida que les queda.
Todavía hace frío. Falta por lo menos una luna para poder cosechar algo.
Gorgeo decía que no agotáramos nuestras reservas de comida hasta ver las
flores de primavera.
Las primeras estrellas asomaban poco a poco encima de ellos. Golpe vio a
Ceniza juntar las cejas y apretar los labios.
—Ellos quieren creer lo que les cuenta Bapoto sobre volver a ver a los
muertos cuando nos morimos.
Golpe resopló.
—Bueno, si los pies y las piernas me duelen tanto después de muerta no
sé si querré andar errando para siempre. A mí que me dejen hacer lo mejor
por mi familia y mi ukoo, y luego que me dejen morir sin sufrir. No me
imagino un destino peor que tener que seguir luchando eternamente.
Ceniza sacudió bruscamente la barbilla y asintió.
Golpe se puso a rizar la barba de Ceniza.
—¿Cómo crees que la gente de Bapoto ha llegado a creer en la vida de los
muertos y los espíritus?
—Supongo que una Madre tenía miedo de morir, y se inventó la historia
para consolarse. Quizá tenía un poder especial y todo el ukoo confiaba en ella.
Puede que haya usado la historia de la Única para predecir una cacería
exitosa, o una mejoría inesperada. Así pudo convencerlos.
Golpe miró la barba de Ceniza con gesto de desaprobación y le arrancó un
pelo errante.
—Esa clase de magos a veces aparece en verano. Dicen que curan los
forúnculos o el reumatismo, a cambio de comida y otras cosas. Nosotros
siempre los echamos; sólo un idiota podría creerles. Pero Bapoto no pide nada
a cambio; de verdad cree en esas estupideces y cree que nos está ayudando.
—¿Crees que Bapoto quiere convertirse en Madre? —preguntó Ceniza,
palpando la obra de ella.
—¡Bapoto es un hombre! —Golpe se echó a reír, y la boca de Ceniza se
torció insinuando una sonrisa.
Se pusieron de pie. Las últimas pinceladas rosas y doradas abandonaban
el cielo, y ella pensó que se estaban yendo por última vez, para no volver.

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Tras la muerte de Gorgeo, Golpe observaba a su madre. Silbido resolvía las


disputas, reunía alimentos para aquéllos cuyas despensas estaban vacías,
organizaba el Nombramiento de primavera, y Golpe comparaba las decisiones
de su madre con lo que Gorgeo habría hecho. Cada vez que Silbido se unía a
los cantos de Bapoto o pasaba por alto sus frecuentes reuniones exclusivas
para hombres, Golpe se preocupaba y deseaba que los cambios
experimentados por su madre desaparecieran con la partida de los hombres en
su viaje de verano.
Mientras el ukoo demandaba la atención de su nueva Madre, las
responsabilidades familiares de Golpe se multiplicaban. Ella programaba la
vigilancia, planificaba las comidas, no perdía de vista a sus hermanos
menores. La posibilidad de ser la Madre de Kura parecía acercarse vagamente
desde un futuro remoto, y ella quería dar buen ejemplo a los niños. Empezó a
reunir a varias chicas para darles improvisadas lecciones sobre la recogida de
juncos o la colocación de trampas, y le complacía descubrir que los chicos
tomaban en serio su opinión sobre las competiciones de lucha libre. Cada
decisión que tomaba Silbido le daba a Golpe la posibilidad de afinar su propio
juicio en privado.
La primavera se retrasó. Las lluvias frías se prolongaron más de lo
habitual, y la primera cosecha de judías fue escasa. Las mujeres tuvieron que
ampliar su búsqueda para encontrar alguna que otra verdura de primavera, y
las pocas que encontraban estaban afectadas por una plaga marrón y
escamosa. Golpe deseaba que el clima mejorase para que la gente pudiera
empezar a engordar otra vez, pero con la primavera vendría el Nombramiento,
algo sobre lo que tenía sentimientos contrapuestos. Después del
Nombramiento, los hombres partirían en su viaje de verano y las mujeres se
dedicarían a la cosecha. Estaba impaciente por librarse de Bapoto, pero
presentía que despedirse de Ceniza iba a ser una experiencia dolorosa.
Había madurado acostumbrándose a tener a Ceniza cerca de ella, alguien
más alto y más fuerte, alguien que no pedía una explicación cuando ella ponía

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mala cara o sacudía su barbilla bruscamente, alguien siempre listo para
aparearse al instante. Las mujeres mayores siempre parecían más que felices
de tomarse un respiro de los hombres en verano, y ella sin duda estaría
encantada de librarse de la influencia de Bapoto, pero aun así estaba dispuesta
a soportar pacientemente a Bapoto con tal de tener a Ceniza cerca por más
tiempo.
Finalmente las últimas lloviznas cesaron, las zonas bajas próximas al río
se secaron, las mujeres de Kura empezaron a regresar a sus refugios con las
cestas llenas de kinanas pequeños y las primeras bayas, y Silbido anunció que
el Nombramiento se celebraría en tres días. Aquella noche Bapoto y Silbido
trasnocharon junto al fuego de la uwanda y discutieron sobre el
Nombramiento, y Golpe, en el interior del refugio, buscó una ubicación
apropiada para desplegar sus pieles de dormir, a fin de poder espiar la
conversación.
—Pero ésta es exactamente la época del año en que la gente ve con
claridad cuánto le debemos a la Única —gesticulaba Bapoto—. Cuando
celebramos el crecimiento de los niños y el retorno de los días cálidos es fácil
convencer a la gente del poder de la Única. No podemos dejar pasar esta
oportunidad.
Silbido arrugó el ceño.
—A la gente le disgusta el cambio. Ellos disfrutan con las mismas
palabras en cada Nombramiento. Homenajear a nuestros niños les da
esperanza para el futuro. Comer los primeros alimentos de la primavera les da
la tranquilidad de saber que la primavera siempre regresa. Si les decimos que
la primavera es un regalo de la Única, que deberían sentir gratitud, no estarán
dispuestos a añadir obligaciones a algo que no es más que una celebración.
Golpe chasqueó los dedos apoyando a su madre en la respuesta. Bapoto
desvió la vista de Silbido, dirigió una mirada hostil a Golpe y bajó la puerta
de piel para que Golpe no siguiera presenciando aquella conversación.

A la mañana siguiente, Golpe y el resto de la aldea se volcaron en una


actividad frenética. Si bien la comida todavía era escasa, la fiesta del
Nombramiento iba a ser lo más suntuosa posible. Liderados por Bapoto, la
mayoría de los hombres partió a la caza de antílopes y cebras en un viaje de
un día hacia el sudoeste, con la intención de regresar para el Nombramiento.
Ceniza, Susurro, Verruga y otros tres hombres se dirigieron al norte hacia un
lago que Ceniza conocía, llevando consigo unas redes que habían tardado más

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de una luna en tejer. Las mujeres recorrieron todos los lugares cercanos donde
podían recogerse las primeras frutas o vegetales, colocaron trampas por todas
partes y se aseguraron de que sus mejores recipientes estuvieran en buen
estado.
En los preparativos del Nombramiento, Silbido había identificado a seis
familias con un bebé que esperaba recibir un nombre. Golpe acompañó a su
madre en la visita a cada una de estas familias con el fin de verificar que cada
uno de los niños estuviera en su cuarta primavera, y de cerciorarse de que las
madres escogieran nombres apropiados para Kura que no llevara ninguna
persona viva. La madre de rango más alto con un niño para nombrar era
Trino, que podía ser la primera en elegir entre los nombres disponibles. Golpe
se mostró muy contenta cuando Trino escogió el nombre de Gorgeo para su
hija, y advirtió que Silbido tuvo que pestañear para quitarse algún polvo
imaginario de sus ojos al enterarse de la elección de Trino.
Por la tarde, antes del Nombramiento, Golpe estaba agotada. En los días
anteriores, ella y Chasquido habían escarbado a cuatro manos en busca de
raíces de bambaras, y habían llenado una cesta. Aquella mañana ella había
molido las bambaras almacenadas durante el otoño para hacer el pan ácimo
del que todos hablaban. Tenía las manos en carne viva, le dolían las rodillas, y
poco después del mediodía Golpe bajó al río para sumergir los pies y las
manos en el agua helada. Al sentarse en la orilla, vio una extraña procesión
que se acercaba desde el norte. Seis personas trotaban en parejas, en las cuales
uno de los miembros llevaba los extremos de dos palos largos sobre los
hombros, y su compañero los otros extremos de esos mismos palos. De cada
palo colgaba, ondulante, una cortina negra con destellos plateados.
Golpe se puso de pie, salió del agua y ladeó la cabeza para escuchar. Un
débil aullido de Kura procedente del lejano desfile flotó en el aire. Ella aulló a
modo de respuesta y empezó a correr hacia ellos. Mientras se acercaba a la
procesión reconoció a Ceniza y Susurro cargando con el primer par de palos,
los extremos sostenidos por Susurro a una altura mucho más baja que los de
Ceniza. Al mirar de cerca, observó que cada cortina contenía muchos peces
de diferentes tamaños. Las cortinas colgaban de los palos en una extensa
prolongación, y traían el olor desconocido de un lago remoto.
Desaparecido el cansancio, Golpe zumbó de hambre mientras se acercaba
a ellos. «¡Qué maravilla! Deja que coja tus palos, Susurro». Sin perder
tiempo, se cargó sobre los hombros los extremos de los palos de Susurro y
siguió el ritmo de la marcha de Ceniza sin inconvenientes. Susurro salió
corriendo, y para cuando Golpe y Ceniza llegaron a la uwanda de Silbido, él

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ya había encontrado a su madre y entre los dos habían empezado a montar el
humero. Los demás pescadores, incapaces de hablar con las manos mientras
sostenían los palos, emitieron sonidos de respeto al despedirse y se llevaron
su pesca a los refugios de sus compañeras.
Golpe y Ceniza apoyaron los extremos de los palos sobre la leña. Ya con
las manos libres, Ceniza se volvió hacia Silbido.
—Susurro es un pescador estupendo. Aunque tenía la red más pequeña, ha
cogido más peces que cualquiera de nosotros, y los ha limpiado él solo con
ese palo. Lo lamentaremos cuando le crezca la barba y abandone el refugio de
su madre.
Susurro fingía no estar atento a las señas de Ceniza, pero sacudía las
pieles para el humero de manera metódica. Silbido chasqueó los dedos dando
su aprobación, y Golpe pensó que la mirada de su madre parecía menos vacía
que en los últimos tiempos.
En el cuenco más grande de madera, Silbido y Golpe mezclaron con agua
la mayor parte de la sal que quedaba en la cajita redonda de mungomu.
Reservaron parte del pescado para comer de inmediato, y empezaron a salar el
resto, a la vez que Ceniza y Susurro montaban el humero pequeño y cuadrado,
con un tejado a dos aguas, tendiendo pieles sobre los palos. Al anochecer, la
mayor parte de la pesca colgaba sobre un fuego que ardía lentamente en el
humero, mientras que la parte reservada ya había sido cocida y devorada, y
los cazadores de Bapoto todavía no habían regresado. Susurro se quedó
dormido junto a la hoguera del refugio con el último bocado todavía en la
boca, y Silbido tuvo que zarandearlo suavemente hasta que se levantó y
caminó tambaleante hasta las pieles de dormir que ella había desenrollado
para él.
Golpe se ofreció a hacer el primer turno de vigilancia. No creía que los
depredadores intentaran acercarse al humero, ya que la mayoría había tenido
algunas experiencias con el fuego y el olor del humo los desalentaba. Ceniza,
agradecido, se metió dentro de las pieles y se quedó dormido en el acto.
Golpe advirtió que había dejado los pies al descubierto, pese a que las noches
todavía eran frías, y si bien no estaban sangrando no tenían muy buen aspecto.
El turno de vigilancia de Golpe transcurrió sin incidentes, y al despertar a
Silbido, cerca de la medianoche, le dijo:
—Ceniza está agotado y tiene los pies como si se los hubiese mordido una
rata. Déjalo que duerma. Yo haré el tercer turno.
A Silbido le pareció bien. Despertó a Golpe justo cuando las estrellas
comenzaban a extinguirse sobre el horizonte.

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—Necesito dormir un poco hasta que amanezca —le dijo—. Todo está
tranquilo.
Golpe estaba ansiosa por el Nombramiento, y no le costó nada levantarse.
Demasiado excitada para sentarse y vigilar, echó un vistazo al humero y se
puso a barrer la uwanda. Para cuando el sol asomó por la cima del peñasco,
Golpe estaba preparando una comida especial para el banquete del
Nombramiento, rollitos de pan ácimo de bambara con bayas. Silbido y
Chasquido se despertaron, y Chasquido empezó a ayudar a Golpe sin que ella
se lo pidiera. Chasquido recordaba muy bien su ceremonia de Nombramiento
la primavera anterior, y estaba emocionada porque su prima, el bebé de Trino,
iba a recibir un nombre aquel mismo día. Silbido fue hasta la uwanda central
para encender la hoguera grande y supervisar el asado de dos conejos, tres
damanes, un erizo y un puerco espín, toda la caza disponible para el banquete.
Bapoto y los demás cazadores seguían sin aparecer. Cuando Ceniza y Susurro
salieron del refugio, bostezando y frotándose los ojos, Golpe estaba
trabajando en los rollitos a la luz del sol.
—¡Susurro! —dijo Golpe—. Ve corriendo a los refugios de Pitido y Trino
y averigua si saben algo de los cazadores.
Él salió corriendo, feliz de que no le asignaran ninguna tarea aburrida en
la preparación de la comida, y regresó al cabo de un rato con Silbido, que
volvía de la uwanda central.
Sin novedades. He visitado a Pitido, a Trino y a tres de mis amigas;
ninguno de los cazadores ha vuelto.
Golpe miró a Silbido.
—¿Qué pasa con el Nombramiento? ¿Ha de posponerse basta el regreso
de los cazadores?
Silbido lo pensó.
—La primavera ha venido con retraso, y la gente realmente necesita una
fiesta ahora. Todos los niños están agitados, y la carne ya está asándose.
—Algunos pensarán que somos groseras por no esperar al resto de los
hombres.
—En cualquier caso, el Nombramiento es sobre todo para los niños, no
para los hombres. No esperaremos.
En aquel instante, Golpe pensó que Silbido parecía una Madre de verdad,
decidida y segura, y se preguntó si Silbido se sentía aliviada de tener una
excusa para ignorar los cambios en el Nombramiento propuestos por Bapoto
con el fin de adaptarlo a sus ideas sobre la Única.

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Al mediodía la familia de Silbido partió hacia la uwanda central, llevando
la comida para la fiesta y ululando a pleno pulmón. Susurro llevaba con
orgullo parte del pescado parcialmente ahumado como contribución al
banquete; Golpe traía sus rollitos de baya especiales, y Silbido cargaba con
una cesta grande de verduras, más atractivas gracias a algunas semillas de
mango salvaje y un líquido de la misma fruta de la cosecha anterior que había
fermentado accidentalmente. A Golpe le pareció que los cuatro pedazos de
carne asándose en el luego de la uwanda central daban la impresión de un
banquete pobre, pero al menos olían bien. Silbido los cortó en la mayor
cantidad de trocitos posible, para que todo el mundo tuviera su porción.
Tendieron las esterillas en el suelo alrededor de la roca central, y
dispusieron la comida de la manera más atractiva posible. Todos se alinearon
por orden de rango, como de costumbre, cada uno con su propio plato, y se
sirvieron ellos mismos. Golpe pensó que la comida apenas alcanzaría para un
desayuno, pero como la mayoría de los hombres se había ausentado con la
partida de caza, todo el mundo pudo llenar su plato al menos una vez, y los
seis niños que iban a ser nombrados hasta pudieron repetir. A Golpe le gustó
sobre todo el pescado parcialmente ahumado, que había adquirido el sabor
fuerte y picante de la madera pero sin resecarse hasta obtener una consistencia
correosa necesaria para su conservación.
Después de que se retirasen los restos del banquete, Silbido se subió a la
roca para hablar a su gente. Era impresionantemente alta en comparación con
Gorgeo, y sus largos brazos se alzaban en señas espectaculares. Golpe pensó
que su aspecto era solemne, casi majestuoso, una auténtica Madre de la que el
ukoo debería estar orgulloso.
—Gente de Kura. Mi gente. La primavera ha llegado, y otra vez tenemos
comida para llevamos a nuestros estómagos. Hemos sobrevivido a otro
invierno.
Silbido profirió gorjeos de alivio, y el sonido que se alzó de la multitud
sonó como una enorme cascada.
—Hoy daremos un nombre a aquellos niños que cumplen su cuarta
primavera. Ellos han sobrevivido al tramo más peligroso de su viaje: la
infancia. Se merecen un premio, y hoy los premiamos con esta fiesta, y con
sus nombres.
La gente empezó a chasquear los dedos en señal de respeto, no con un
ritmo cualquiera, más bien emulando el sonido de un atado de leños lanzado a
un fuego tórrido. Silbido hizo una señal con la mano al primero de los seis
niños, y Trino aupó a su hija para subirla a la roca. La niña pequeña temblaba

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solemnemente bajo el sol de la mañana, con los pelos de punta, y miraba por
encima del gentío en dirección a la línea lejana del río.
—¿Quién es tu madre? —le preguntó Silbido con ambos brazos, mirando
a la niña con ternura.
—Trino. —La niña utilizó las señas amplias por primera vez en su vida.
Silbido se volvió hacia su hermana. ¿Cómo se llamará esta niña?
—Gorgeo —gesticuló Trino.
Silbido se situó detrás de la niña, miró a la multitud y levantó los dos
brazos, las manos bien abiertas.
—Esta niña se llamará Gorgeo.
Todo el mundo volvió a chasquear los dedos, y muchos ronronearon
demostrando su respeto a la niña. El rostro de Silbido permanecía
imperturbable, pero Golpe notó que sus ojos parecían más brillantes que de
costumbre.
—Gorgeo, vuelve con tu madre.
—Gracias —respondió la aterrada Gorgeo con ambas manos. Su madre la
cogió en brazos para bajarla, y Silbido llamó por señas al siguiente, un niño
que pertenecía a una de sus primas.
Y así todos y cada uno de los niños fueron nombrados sin incidentes,
excepto la última niña, a la que tuvieron que recordarle que le diera las
gracias a Silbido por su nombre. Silbido anunció que el Nombramiento había
concluido, y un aluvión de chasquidos de dedos desbordó la uwanda. Cuando
acabaron los chasquidos, Silbido volvió a hablar.
—Y ahora nos tomaremos unas vacaciones de nuestros compañeros de
invierno. Los hombres deben emprender su viaje de verano hacia lugares
remotos. Deben cazar los animales que necesitamos, y cambiarlos por cosas
útiles y bonitas traídas desde lejos. Las mujeres debemos preparar nuestras
tiendas de verano y seguir con la cosecha, para que nuestras despensas estén
llenas el próximo invierno. En el otoño todos estaremos felices de
reencontrarnos.
Los chasquidos de dedos que recibieron estas palabras fueron dispersos y
tímidos. Algunas de las mujeres cuyos compañeros no estaban presentes se
miraron entre ellas con ojos interrogantes, y los pocos hombres echaron un
vistazo al gentío, como preguntándose cuál de las hembras querría una visita
de uno de los hombres que quedaban ahora que ellas estaban libres.
—Que todos regresen a salvo —dijo Silbido, y la multitud respondió con
la misma seña.

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Las mujeres se levantaron y se llevaron las esterillas, los platos y los
niños. Pronto la uwanda central volvía a estar vacía. Golpe regresaba al
refugio con Silbido, cuando Trino las alcanzó.
—¿Qué hay de la caza? —le preguntó a su hermana—. Puede que Chacal
regrese con carne para el banquete.
Silbido miró a su hermana con ironía.
—No creo que a los hombres les importe mucho haberse perdido el
Nombramiento, excepto quizá por Bapoto. Si les ha ido bien, estoy segura de
que Chacal te dará una parte, aunque ya no sea precisamente tu compañero. Y
si no lo hace, tampoco te morirás de hambre. ¡Mira a tu alrededor! Las lluvias
ya nos han dado sus frutos.
Trino levantó una ceja, como si tuviera dudas sobre la generosidad de
Chacal, y regresó a su refugio refunfuñando.

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Golpe estaba inquieta. Después de que hubiese acabado el Nombramiento se


instaló en una esquina de la uwanda y trató de hacer una bolsa con una piel de
conejo, pero el cuero curtido se resistía tenazmente a su esfuerzo por darle
forma para convertirlo en algo útil. Chasquido le enseñaba a su hermana
cómo las motas de polvo que brillaban en la primavera vaporosa formaban
flores y animales, pero Golpe sólo gruñía y se quejaba de que el polvo
volviera más difícil de manipular su piel de conejo. Ceniza, que tenía pensado
partir a la mañana siguiente, evitaba llamar su atención mientras arreglaba sus
cosas y preparaba su morral, pero cada vez que él pasaba por su lado ella
notaba que el cuero se volvía aún menos maleable.
Cerca de la media tarde, cuando ella estaba a punto de dejar la piel y
volver a empezar, oyó un aullido lejano que poco tenía que ver con el típico
saludo de Kura. Una figura se acercaba corriendo lentamente, a un ritmo
apenas más rápido que el de un paso ligero. Ella le pidió a Susurro que
vigilara el humero y salió trotando al encuentro de la figura, que enseguida
reconoció como Lucio, el compañero de invierno de Pitido. Llevaba un brazo
atado al cuerpo con una tira de piel, y otra tira atada a un muslo. Tenía el pelo
apelmazado por el barro y posiblemente por la sangre, y dejó de aullar tan
pronto como vio que alguien se aproximaba.
—¡Lucio! —Golpe le hizo señas mientras se acercaba—. ¿Qué te ha
pasado? ¿Dónde están los otros?
Lucio se detuvo y se inclinó hacia delante con su mano libre sobre su
muslo; cada aliento parecía doloroso.
—Tuvimos un desacuerdo con unos forasteros por una manada de cebras.
Cascada y Barranco están muertos. La mayoría de los nuestros están heridos.
He venido a por unas rastras para cargar a los que están más graves.
—¡Madre mía! ¿Podremos traerlos antes del anochecer?
—No creo que vengan muy lejos. Apenas he podido adelantarme.
Lucio describió el camino que había hecho, y Golpe regresó corriendo a la
aldea. Al enterarse, Susurro, Ceniza y Silbido se dispersaron buscando ayuda,

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y Golpe comenzó a armar una rastra lo bastante grande para transportar a un
hombre. Casi de inmediato, ella vio cómo Pitido y Silbido salían corriendo
hacia donde estaba Lucio y, antes de que hubiera acabado con la rastra,
Ceniza regresó con un grupo de rescate en el que estaban Trino y Zumbido.
Ellas traían dos remolcadores, un montón de pieles suaves y viejas, y una
muleta sin dueño. Mientras Golpe terminaba de armar la rastra, los demás
llenaban bolsas de agua, y al final partieron todos juntos dejando a Susurro
para que cuidara de Chasquido y del humero. En poco tiempo pasaron por
donde estaban Silbido, Pitido y Lucio, y él les hizo un gesto de
agradecimiento. Todos aullaron al unísono.
Lo cierto era que Lucio sí se había adelantado bastante a los demás
cazadores. El grupo de rescate siguió las indicaciones de Lucio, corriendo a
un ritmo firme y constante, y los primeros dolores en las piernas se hicieron
sentir cuando el sol estaba a punto de posarse sobre la cumbre alta del oeste.
A Golpe ya empezaba a preocuparle que tal vez hubiesen perdido el rastro de
los hombres heridos, cuando de pronto llegaron a la cima de una pequeña
colina donde Ceniza se detuvo, señaló con el dedo y lanzó un aullido grave y
potente que rebotó en una pendiente mellada de piedra caliza que se elevaba a
lo lejos. En la dirección señalada había una veintena de hombres dispersos,
algunos de los cuales parecían estar agitando los brazos. Golpe oyó un débil
chillido de respuesta, y la invadió una sensación de alivio.
Una vez cerca de los hombres, Golpe se quedó espantada. Ella había visto
infinidad de heridas causadas por animales y accidentes, pero estas heridas
habían sido provocadas con lanzas y hachas de piedra, empuñadas con
destreza y determinación. Muchos de los hombres estaban pálidos alrededor
de la boca y la nariz, y sus respiraciones eran entrecortadas y poco profundas.
Los más gravemente heridos se apoyaban en los más fuertes, y el grupo
avanzaba a duras penas. Sin energías ni manos libres para hacer señas, la
partida de cazadores los recibió con un chillido débil. Chacal parecía estar
casi inconsciente, y Bapoto lo llevaba cargado sobre su espalda. Trino se
acercó rápidamente a Bapoto y lo ayudó a dejar a Chacal en el suelo. Cuando
Chacal abrió los ojos y reconoció a su compañera, emitió un zumbido
confuso. Trino le respondió con un gorjeo de alivio y se rió.
Empezando por aquellos que tenían peor aspecto, el grupo de rescate
repartió agua, vendó las heridas con tiras de piel y ayudó a los tres hombres
en peor estado a acostarse en las rastras. Bapoto estaba en mejor estado que la
mayoría. Le habían hecho un corte en la mejilla desde la comisura de la boca,
y además tenía un tajo en la parte superior de su brazo izquierdo, similar a

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aquella herida de leopardo de Golpe, pero no estaba pálido, ni tan débil como
los demás.
—¿Qué pasó? —preguntó Golpe a Bapoto, limpiándole la herida del
brazo con agua.
Bapoto se colocó en cuclillas para descansar las piernas y miró al suelo.
—Es una larga historia. Una partida de cazadores de otro ukoo nos
ahuyentó para que nos alejásemos de una manada de cebras. Cascada y
Barranco cayeron… —Sus manos vacilaron y apartó el rostro de ella—. Se
llevaron sus cuerpos. Hemos estado caminando desde ayer, pero vamos muy
lentos, me temo que tendremos que pasar otra noche a cielo abierto. Las
hienas no deben de andar muy lejos.
Golpe miró en la dirección por la que habían venido, y efectivamente
había una hiena hembra de gran tamaño plantada con atrevimiento, un poco
más allá del alcance de una lanza, y miraba directo hacia ella.
—Bueno, yo creo que podremos regresar antes de que oscurezca. Kura no
está tan lejos.
Pronto reemprendieron la marcha, cogiendo un camino menos áspero que
el que habían tomado para llegar hasta allí. Dos personas, que cambiaban de
posición frecuentemente, tiraban de cada rastra, y de este modo pudieron
avanzar mucho más rápido que los cazadores heridos y llegar al refugio de
Silbido justo cuando los últimos rayos de sol abandonaban la cima del peñón.
Los hombres heridos fueron llevados a los refugios de sus compañeras sin
discusiones sobre cuándo tenían que partir. A Golpe le alegró encontrarse con
que Silbido había preparado parte del pescado ahumado, asado varios
boniatos y llenado todos los recipientes disponibles con agua, todo dispuesto
para cualquier clase de necesidad que pudieran tener a su llegada.
Un Bapoto apagado aceptó la comida y el agua con gratitud, y dejó que
Silbido le lavara las heridas y le vendara el brazo con una vieja piel de conejo.
Cuando ella le preguntó amablemente sobre el ataque, él sacudió la cabeza.
—Todo ha sido culpa mía. Deberíamos haberles dejado las cebras a esos
salvajes.
Inmediatamente después de comer, él desenrolló las pieles de dormir junto
a Susurro y Chasquido, y se quedó dormido al instante. Los demás
encendieron el fuego de la uwanda y se sentaron a chupar los restos de los
huesos del banquete de la mañana mientras la inquietante oscuridad se
intensificaba más allá de la luz de la lumbre. Pese a que las piedras del
refugio y el suelo de la uwanda todavía irradiaban el calor del día, un malestar

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nebuloso enfriaba la conversación, y Golpe se sentó más cerca de Silbido de
lo que normalmente hacía.
Ya había oscurecido del todo cuando un hombre pasó por la uwanda y los
saludó. Golpe reconoció a Trueno, un hombre parecido a un oso cuyo aspecto
temible no concordaba con su naturaleza afable, y que era uno de los
miembros menos heridos de la partida de caza. Silbido le hizo un gesto con la
mano para que se acercara al fuego. Él lo hizo, aceptando un hueso de puerco
espín con gratitud y respeto.
Trueno jugueteó con el hueso.
—He subido a la cima del peñón a echar un vistazo alrededor —dijo con
señas—. No había indicio de visitantes. Me preguntaba si los hombres que no
estamos malheridos deberíamos explorar los alrededores durante la noche.
Trueno nunca había tenido un estatus demasiado alto para organizar los
proyectos de los hombres; su propuesta sonó como una disculpa.
Ceniza se levantó de un salto.
—Tienes toda la razón, y lo siento. Iré a ver quién puede hacer un par de
rondas de patrullaje esta noche.
Trueno lo saludó con el hueso.
—Sólo avísame cuando sea mi turno.
Ceniza se despidió con un ademán y desapareció en la oscuridad.
—Cuéntanos qué ocurrió —dijo Silbido—. Bapoto dijo que peleasteis con
una partida de otro ukoo por una manada de cebras. Dijo que ellos mataron a
Cascada y a Barranco y que se llevaron sus cuerpos, pero no consigo entender
por qué.
Trueno se limpió la boca con el brazo.
—Pensábamos llevar a las cebras hasta un cañón sin salida cuando llegó
el otro grupo de cazadores. Al principio parecían amigables. Nos saludaron y
se presentaron como la gente de Fukizo.
Silbido juntó las cejas.
—¿Dónde está Fukizo?
Trueno se encogió de hombros.
—Ni idea. En cualquier caso, la manada era lo bastante grande para
compartirla entre todos, así que los invitamos a cooperar en la cacería, y ellos
aceptaron. Cuando Bapoto empezó a explicar nuestro plan, algunos de ellos se
mostraron molestos, y empezaron a hacerse señas entre ellos que nosotros no
comprendíamos. Bapoto nos apartó y trató de convencernos de renunciar a las
cebras, pero nosotros habíamos llegado primero, y nos enfadamos. Cuando
estábamos discutiendo entre nosotros, los forasteros nos atacaron.

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Silbido movió la cabeza.
—No entiendo. Bapoto tiene buenas maneras; le cae bien a todo el
mundo. ¿Por qué esta gente obró de un modo tan irracional?
Trueno se encogió de hombros. Golpe frunció el entrecejo.
—Quizá no sea tan encantador —gesticuló ella.
Silbido se movió nerviosa.
—Supongo que los hombres tendrán que quedar se un tiempo más. Sin
duda este verano empezaremos más tarde con la cosecha, ¿verdad?
Golpe se preguntó si a Silbido le preocupaba algo más aparte de la
cosecha.

Aquella noche, Golpe hizo el último turno de vigilancia, como de


costumbre. Se acuclilló junto al luego de la uwanda, que se agradecía aunque
no era del todo necesario, y contempló el cielo que se iba aclarando, pasando
de un negro a un azul grisáceo. El conflicto con la gente de Fukizo la había
inquietado. No estaba sobresaltada por la muerte, una aflicción ordinaria,
triste pero común; tampoco era que matar presas o depredadores fuera
particularmente perturbador, pero una batalla con otro ukoo era casi
inimaginable. ¿Cómo podía una mujer odiar a otro ukoo al que podrían
pertenecer sus hermanos y tíos, sus antiguos o futuros compañeros? ¿Cómo
podía atacar un hombre un ukoo al que podría haber pertenecido en el pasado,
o al que podría pertenecer en el futuro? Dos ukoos podían tener un desacuerdo
por una cosecha, de fácil resolución por las dos Madres, pero Golpe no podía
imaginar un conflicto que necesitara ser resuelto por medio de las armas.
Nunca antes había ocurrido algo así. Cuando oyó despertar a Silbido, ella
seguía confundida por la agresión de los de Fukizo, pero sin encontrar una
explicación que le permitiera culpar a Bapoto.
—Creo que el pescado ya casi está —le dijo a Silbido al verla salir del
refugio—. ¿Crees que la gente de Fukizo vendrá a por nosotros, como
aquellos forasteros en la historia sobre la Séptima Madre?
Silbido bostezó y se desperezó.
—Deben de vivir muy lejos. ¿Por qué habrían de venir hasta aquí? No
hemos hecho nada para enfadarlos. Hay suficientes animales para todos. No
creo que nos molesten.
Golpe se mordió la comisura del labio con ciertas dudas mientras
observaba a Silbido abrir el humero y darle un mordisco a un pescado.

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—Esperaremos a que Susurro se levante antes de almacenar el pescado.
Está muy orgulloso de su pesca.
Silbido movió las cejas en un gesto risueño y royó un pedazo de piel dura.

Bapoto parecía recuperado cuando se levantó e invitó a todo el mundo a


unirse a su gorjeo matutino. Hizo un comentario vago acerca de reunir los
recuerdos de Cascada y Barranco y bajó la pendiente al trote. Silbido mandó a
Golpe a visitar a Trino para averiguar cómo evolucionaban las heridas de
Chacal. Ella pudo oírle bramar antes de llegar a la pequeña uwanda de Trino,
y una vez allí lo encontró tumbado en una esterilla con la cabeza en el regazo
de su compañera. Trino estaba limpiando una herida que se extendía desde la
sien derecha hasta la parte posterior de su cabeza, destruyendo el efecto de su
peinado de Kura bien cuidado. Ella trataba de quitar la sangre apelmazada en
su cabello sin que sangrara más, pero él no parecía apreciar sus esfuerzos.
—¿Cómo te sientes hoy, Chacal? —preguntó Golpe.
Chacal gritó cuando Trino le arrancó una mata de pelo suelto del borde de
la herida.
—¡Fatal!
—Se encuentra mucho mejor, gracias —gesticuló Trino, y añadió para
Chacal—: Ya sabes que la herida no cerrará con todos esos pelos dentro.
Ahora no te muevas.
—¿Qué piensas acerca de esa gente de Fukizo, Chacal? —preguntó
Golpe, tratando de distraerlo de las atenciones de Trino—. ¿Crees que se
quedaron a cazar después de la pelea o que os siguieron hasta aquí?
Volvió a rugir.
—¿Cómo puedo saberlo? Sólo recuerdo que nada más empezar la pelea
me dieron en la cabeza con un martillo. Lo próximo que vi fue a Trino.
Trino sacudió la cabeza perpleja.
—Para empezar, no entiendo por qué os atacaron. Os hubiese resultado
más fácil contener a las cebras entre los dos grupos. Todos habríais salido
ganando.
Chacal resopló.
—Ellos consiguieron su carne sin perseguir a ninguna cebra.

Mientras Golpe volvía a subir al refugio de Silbido, las piedras se


desmoronaban a su paso y ella las veía rodar cuesta abajo. Chacal no tardaría

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en recuperarse, pero ¿qué pasaría con los de Fukizo? El entorno familiar de
Kura se había vuelto extraño, capaz de esconder a una multitud de
extranjeros. Antes de llegar a la uwanda de Silbido, a un tiro de piedra de
distancia, oyó gruñidos y silbidos, por lo que decidió trepar discretamente por
la cuesta y echar un vistazo a través de un arbusto. Silbido y Bapoto estaban
frente a frente, gesticulando enérgicamente y emitiendo los sonidos que ella
había oído mientras escalaba la cuesta.
—¡Es demasiado tarde! —Las señas de Silbido, llenas de énfasis, eran
difíciles de interpretar—. Perderemos los primeros guisantes si no nos
ponemos en marcha ahora mismo, y tenemos que llegar antes que los de
Panda Ya Mto a recoger los frutos de kunazi. Además, el Nombramiento ha
terminado, el invierno ha pasado, y Cascada y Barranco ya no forman parte de
Kura.
—¡No se trata de Kura! —Las manos de Bapoto hablaban con la misma
vehemencia—. Puede que sean hombres, pero aun así son gente. Sus espíritus
se unirán a la Única, como Gorgeo y Bebé, con sólo pedirle que los acepte.
Con un último silbido, Silbido levantó las manos y suspiró:
—De acuerdo. Prepara el funeral. Pero tan pronto como los hombres se
hayan recuperado y estén listos para viajar, nos pondremos en camino.
Con la ayuda de las últimas compañeras de Cascada y Barranco, Bapoto
organizó un funeral para la tarde. Poco después del mediodía la gente se
reunió en la uwanda central. Bapoto habló con elocuencia sobre las vidas de
Cascada y Barranco, aunque evitó mencionar las circunstancias de su muerte.
A continuación prosiguió con una explicación de sus creencias en los espíritus
que tras la muerte siguen viviendo en compañía de la Única. A Golpe le
parecía que sus ideas acerca de la vida después de la muerte se habían
radicalizado desde su charla en el funeral de Gorgeo. Tenía la impresión de
que él esperaba que Cascada y Barranco fueran recompensados por la Única
tras su muerte debido a que ellos, tal como lo entendía Bapoto, habían creído
en el poder de la Única y habían participado con entusiasmo de los rituales de
Bapoto. Sus palabras parecían consolar a una parte de la concurrencia,
especialmente a las mujeres que habían perdido a sus compañeros.
Golpe se miraba sus propias manos mientras sus pensamientos se
distanciaban de los brazos de Bapoto, que se agitaban solemnemente. ¿Cómo
siendo tan poderosa la Única podía permitir que Cascada y Barranco, sus
devotos fieles, muriesen asesinados por extraños? ¿Dónde conserva uno el
propio espíritu, y qué aspecto tiene? Todo le parecía ridículo, y era sin duda el
resultado del deseo de evitar la muerte sea como sea, de controlar lo

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inevitable. Ceniza se volvió hacia ella y Golpe pensó en hablarle en privado,
pero cayó en la cuenta de que sus señas podían resultar ofensivas para la
concurrencia. Cuando todo el mundo empezó a entonar el canto fúnebre,
Bapoto ya había dejado de hablar y su voz se había sumado al lamento que se
alzaba sobre la concurrencia. Bapoto se bajó de la roca central, y Silbido
ocupó solemnemente su lugar.
—¡Gente de Kura! Nuestros cazadores han vuelto. Se han perdido el
banquete del Nombramiento, y muchos de ellos están heridos. Compartamos
la comida que nos queda con los hombres que regresaron anoche.
Mientras se preparaba la comida para los cazadores heridos, Golpe y
Ceniza se escabulleron entre el gentío y se marcharon rumbo al refugio de
Silbido.
Al girar en el recodo de una prominencia de la piedra caliza, Golpe vio a
la hija de Pitido, Burbuja, su prima favorita, hablando con Zumbido. Burbuja
estaba de pie con una mano en la cadera, como presentando al mundo su
barriga redonda, y decía:
—Parece que Bapoto se olvidó de pedirle a su Única que proteja a los
cazadores, ¿eh?
Zumbido agitaba bruscamente la barbilla, parecía entretenida.
—Tal vez le pidió algo más. Yo nunca he estado en uno de sus
espectáculos mágicos. Nunca lo sabré.
Justo entonces, Burbuja reparó en la pareja que se acercaba y se volvió
para saludar a su prima con entusiasmo. Zumbido se despidió con un gesto
educado y se dirigió a su propio refugio.

Durante los días siguientes Kura recibió la visita de varios mercaderes.


Trajeron noticias e historias fabulosas, dos cosas que a veces resultaba difícil
separar, así como un pequeño surtido de alimentos, herramientas y objetos
interesantes, que ofrecían en trueque. Era evidente que en los otros ukoos de
la región los hombres ya habían partido. Golpe observó que Ceniza pasaba
mucho tiempo hablando con los mercaderes, y que con cado uno de ellos
mantenía conversaciones que incluían datos de orientación y marcas con
palos en la tierra. Su morral continuaba a medio hacer en un rincón del
refugio de Silbido.
Al octavo día después del ataque, los hombres heridos ya estaban
recuperados. La herida en la cabeza de Chacal se había cerrado, aunque le
dejó una ancha cicatriz morada sobre su pelo que según él le daba un aspecto

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viril y valiente. Trino le contó a Golpe que ahora él estaba extrañamente
dócil, su conocido carácter tan calmo como un ciclo de verano. A Lucio lo
habían golpeado en la parte delantera de su hombro izquierdo con un martillo
de piedra, y todavía sentía un dolor agudo y un crujido cada vez que intentaba
mover el brazo. Golpe había acompañado a Silbido cuando ella fue a
mirárselo. Silbido le dijo que el hueso realizaba un movimiento que no
debería, y que tenía que llevar el brazo atado al cuerpo. De regreso al refugio,
ella le confesó a Golpe que no le extrañaría que su brazo sanara mal como
había ocurrido con el de Pitido. Golpe sabía que un brazo dañado hacía
imposible para un hombre encontrar una compañera en circunstancias
normales, pero se figuraba que Pitido estaba dispuesta a pasarlo por alto, y
más teniendo en cuenta que él era diestro.
Ceniza empezó a insinuar que había llegado la hora de marcharse. Golpe
se resignó con tristeza y le ayudó a ordenar sus pertrechos y víveres y a
terminar de preparar su morral. Una tarde, a última hora, subieron juntos a lo
alto del peñasco de Kura, y Ceniza estudió las vistas en diferentes
direcciones, como si estuviera repasando en su cabeza lo que había más allá
de cada uno de los horizontes. Estaba mirando hacia el oeste cuando Golpe le
habló.
—¿Adónde piensas ir?
—Partiré rumbo al poniente y enfilaré por el Gran Desierto, el mismo
camino que Colina y yo hicimos el verano pasado. Una vez me encontré a un
peregrino, un hombre que había llegado mucho más lejos que cualquier
mercader, y que tenía una mirada extraña, piernas cortas y ojos claros. Me
dijo que si uno toma el mismo camino, tarde o temprano aprende algo que
vale la pena saber. En cualquier caso, los mercaderes me han dado a entender
que si sigo en esa dirección encontraré algo interesante.
Golpe apretó los labios.
—Muy bien. Te deseo un buen viaje y que vuelvas a salvo.
Ceniza la miró atentamente.
—Volveré. Quiero averiguar por qué los de Fukizo se han convertido en
nuestros enemigos. No sé adónde iré ni lo que me encontraré, pero volveré a
verte.
Ella asintió, y Ceniza interrumpió sus señas envolviéndola con los brazos.
Mientras ella apoyaba la cara en su pecho, por su cabeza cruzaron varias
imágenes: montañas altas y frías, cuevas con animales peligrosos, llanuras
áridas habitadas por depredadores veloces y desconocidos. «Lo de volver es
más fácil decirlo que cumplirlo», pensó.

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Por la mañana todo el mundo se levantó antes de que el cielo se iluminara
y cada cual se apresuró discretamente a ultimar detalles evitando la
conversación. En el refugio de Silbido, las tiendas de verano, una variedad de
recipientes vacíos y las herramientas necesarias para la cosecha fueron
apilados en una rastra. Silbido repartió entre los hombres un poco de pescado
seco, kinanas de la primera cosecha y algunas nueces enmohecidas, que ellos
metieron en sus morrales. Todo aquello que no era necesario para el verano se
guardó en la despensa, que se selló con un muro de piedras y calafateado con
barro. Las pieles del techo, la puerta y la ventana del refugio se cerraron
firmemente. Golpe preparó el recipiente de piedra para transportar algunas
brasas al rojo vivo, y guardó la caja de sal ahora vacía en un lugar seguro
dentro de la rastra. A la hora en que la luz del día ya permitía andar con plena
seguridad, todo estaba listo.
Ceniza fue el primero en partir, despidiéndose formalmente de las
mujeres, saludando fríamente a Bapoto y abrazando a Susurro y a Chasquido.
Con su paso largo que nunca lo agotaba enfiló hacia el sudoeste, rumbo al
lugar donde el leopardo que había atacado a Golpe fue alcanzado por un rayo.
Golpe lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista, y luego le dedicó a
Bapoto las señas formales de despedida. Él se despidió de las mujeres, se
cargó su morral sobre el hombro y partió hacia el norte, a un ritmo mucho
más lento que el de Ceniza. Como era habitual, ninguno de los hombres
llevaba un fuego; Golpe sabía que las lanzas y las hachas les servían como
defensa y, como la mayoría de hombres con dientes sanos, se conformaban
con la carne cruda.
Golpe tuvo la sensación de que Susurro estaba reprimiendo una enorme
alegría Tal como lo había imaginado, cuando Bapoto desapareció de su vista
Susurro se puso a bailar aullando y riendo. Chasquido se le unió, y bailaron
hasta que los dos cayeron rendidos. Silbido y Golpe también tuvieron que
echarse a reír, pero enseguida Silbido se puso a ulular bien alto para avisar al
resto de las mujeres de la inminente partida. Mientras cruzaban la aldea de
oeste a este, los grupos de mujeres y niños se les iban sumando. Algunas
tiraban de las rastras, otras cargaban con los niños, y la mayoría llevaba bultos
alados a los hombros. La mujer más responsable de cada familia llevaba un
portador de fuego en la mano o atado cuidadosamente a los palos de la rastra.
Con el sol cegador asomando en el horizonte, de cara, la caravana partió
hacia el este a un paso apropiado para los caminantes más pequeños. Golpe y
Silbido llevaban la primera rastra, y Susurro y Chasquido las seguían de
cerca. Pitido y sus dos hijas, Burbuja y Murmullo, se turnaban para tirar de la

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rastra. Detrás venía la familia de Trino, y así sucesivamente, por orden de
estatus. Zumbido, con una rastra pequeña y un solo bulto, cerraba la marcha.
Golpe se preguntó si Silbido estaba nerviosa por dirigir la cosecha de verano
por primera vez, y la miró de soslayo. Pensaba que su madre parecía más
animada de lo que había estado desde el ataque de la leona, caminando con
resolución y barriendo el horizonte con una mirada llena de esperanza.
—¿Adónde vamos primero? —le preguntó Golpe con su mano libre.
—Tú lo sabes bien. ¿Adónde vamos? —preguntó Silbido, risueña.
—Adonde las judías de primavera a orillas del Kijito, a medio día de
camino río abajo. Acamparemos justo encima del río, donde las rocas blancas
se vuelven grises.
Golpe había acompañado a Gorgeo todos los veranos de su vida, y sin
cerrar los ojos. Doce veranos no era tiempo suficiente para conocer cada lugar
alterno; ella no sabía adónde ir cuando un cultivo no crecía en el lugar y la
época prevista, pero conocía el itinerario habitual. Golpe estaba contenta, y en
aquel momento sintió algo extraño, una sensación fugaz, como una lengua
empujando el interior de la mejilla. La apartó de su mente y empezó a pensar
en acampar, en la única hoguera enorme que tendrían por la noche, y quizás
en bailar al atardecer. La vigilancia sería mucho más sencilla con tantas
mujeres compartiendo sus obligaciones, aunque lo de dormir sería más difícil,
con tantos críos alrededor.
Silbido miró a su hija con una expresión que podía ser de orgullo o temor.
—¿Qué? —le dijo Golpe—. ¿No te parece bien?
—Me parece estupendo. Eso es lo que haremos, a menos que tengamos
que hacer otra cosa. Kura tiene que comer en el invierno, por eso a veces es
necesario un cambio de planes. —Arqueó las cejas mirando a Golpe—. ¿No
te parece?
—Estoy de acuerdo.
Mientras seguían caminando, Golpe se preguntó en qué, exactamente,
estaba de acuerdo.

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10

Al mediodía, Golpe sentía un calor abrasador en el cuello y los hombros, y le


alegró enormemente poder soltar la rastra y desplomarse a la sombra. En el
primer campo de cultivo, un bosquecillo de árboles de morojwa cubiertos de
hojas amarillas daba sombra a un espacio lo bastante amplio para seis cobijos
de verano y una uwanda central. Silbido fue a asegurarse de que las judías de
primavera estaban realmente listas para recogerse. Golpe se incorporó para
vigilar a los niños que jugaban muy cerca del río, mientras imaginaba una
cena de judías frescas seguida de una larga y animada noche de verano.
Después de atender a las señas de Silbido, algunas mujeres empezaron a
montar los cobijos, otras fueron a recoger judías y otras a juntar madera para
la hoguera común. Golpe ayudó a poner en pie el cobijo más grande, que
albergaría a Silbido, Pitido, Trino y sus respetivas familias. Palos largos y
flexibles apoyados en esterillas tejidas, con un techo de dos pieles unidas, por
si caía una imprevista lluvia de verano.
La noche encontró a la mayoría de los niños envueltos y dormidos,
atiborrados de judías y agotados después de la larga caminata. Golpe estaba
cansada, pero la brisa fresca de la noche veraniega traía olores nuevos y
susurraba la clase de historias que sólo se contaban las mujeres alrededor del
fuego durante la época de la cosecha. Buscó un lugar en el círculo al lado de
su prima Burbuja, que necesitaba un tocón para apoyarse debido a su abultada
barriga de embarazada. Burbuja le hizo un hueco con un gorjeo de bienvenida
y le ofreció su pelo para que se lo arreglara, tarea que Golpe asumió
encantada. Alguien comenzó con una historia sobre el divertido malentendido
de un niño. Las historias de verano no eran fieles reproducciones de las
leyendas antiguas narradas en el Enlace, sino que relataban anécdotas de la
vida, contadas por alguien con un talento para narrar historias o con algo
interesante que decir. A ésta le siguió la recreación sin malicia de una antigua
disputa entre dos primas, y luego una actuación humorística sobre los hábitos
de los hombres cuando duermen.

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Una vez acabadas las historias, Silbido y otras dos mujeres hicieron el
primer turno de vigilancia. Golpe ocupó su espacio junto a Chasquido y se
quedó dormida al instante. Cerca de medianoche se despertó con una suave
palmada de Silbido en el hombro e intercambiaron lugares sin hacer ruido.
Enmarcada en la puerta de la tienda estaba la espalda de Trino, que recién
empezaba su turno, y fuera Zumbido atizaba el fuego, haciendo que las
cenizas cayeran sobre la hierba pisada y chamuscada alrededor de la hoguera.
Las tres mujeres se saludaron en silencio. Golpe apartó la mirada del fuego y
escudriñó la oscuridad más allá del círculo de los refugios. La media luna
silueteaba los árboles de morojwa, y convertía los cantos rodados, los
arbustos y los tocones en animales inmóviles que acechaban el campamento
de mujeres. Golpe se estremeció y cogió su lanza corta que estaba junto a la
puerta del cobijo. El sonido del fuego y el lejano murmullo del Kijito fueron
interrumpidos por un siseo de Trino.
—¿Vamos a dar una vuelta? —preguntó con señas.
Lanzas en mano, las otras dos mujeres siguieron a Trino: se alejaron del
Fuego, pasaron entre dos cobijos y esperaron a que sus ojos se adaptaran a la
luz de la luna. Golpe sintió la brisa fresca en la cara, y empuñó con fuerza la
lanza al oír el susurro y el silbido de unas alas invisibles. Las mujeres
caminaron en la oscuridad, en columna de tres en fondo, alrededor del círculo
de refugios. En la segunda ronda alrededor del perímetro, las formas
irregulares se volvieron reconocibles, menos amenazadoras. En la tercera
vuelta las sombras se convirtieron en una posible fuente de tentempiés de
medianoche, y Golpe introdujo su lanza en los arbustos y en las probables
madrigueras, pero no extrajo nada peligroso ni comestible. Regresaron junto
al fuego y se acuclillaron a su alrededor, guardando entre ellas la misma
distancia para poder vigilar en todas las direcciones.
—Entonces, Trino, ¿elegirás a Chacal el próximo otoño? —preguntó
Zumbido. Aunque Zumbido estuviera agachada a la misma altura que Trino y
la mirase directo a los ojos, Trino no pareció ofenderse.
Trino miraba a la luna.
—Es fuerte y rápido, y este invierno comimos más carne que nunca.
Zumbido runruneó hambrienta.
—Pero no es fácil permanecer encerrada con él. Manda callar a Gorgeo
cuando llora, y grita a los niños cuando corretean y chillan. Te diría que no, si
no fuera porque parece que ha cambiado después del golpe en la cabeza.
Zumbido rió suavemente. Trino miró a Golpe y continuó.
—Bapoto es el mejor cazador. Quizás esté disponible el próximo otoño.

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Golpe puso los ojos en blanco. ¿Acaso su tía sabía algo acerca de la
probabilidad de que Silbido escogiera otra vez a Bapoto, o sólo estaba
especulando?
—Por mí llévatelo. No lo aguantaría ni por toda la carne del mundo.
Zumbido arqueó las cejas.
—Él cree que nos ayuda compartiendo sus ideas con nosotros. La Madre
parece creer en lo que él dice.
—Así es. Pero de momento yo estoy bien con mis propias ideas, y las
viejas costumbres han servido a nuestra gente durante mucho tiempo.
Trino miró fijamente a su sobrina, y su pequeña boca se tensó.
—Un día tú serás la Madre, Golpe. Puede que veas las cosas de otro modo
cuando tengas que pensar en los demás antes que en ti.
Golpe resopló. Por lo general estaba encantada de aprender de las mujeres
mayores en cuestión de asuntos domésticos, pero Trino no era la Madre, y
Golpe no estaba dispuesta a escuchar su consejo en relación con este asunto.
¿Acaso tenía que agradecerle a su tía el consejo? ¿Debía hacerlo
sinceramente, o con un dejo de sarcasmo? ¿Debía ponerse de rodillas,
recordándole a su tía quién era la hija de la Madre? Finalmente cruzó los
brazos y fingió oír a un animal imaginario. Trino reparó un instante en la
indiferencia de Golpe, y luego también se volvió para contemplar la
oscuridad. Zumbido se levantó para atizar el fuego, con una expresión risueña
en la mirada.

Recoger y almacenar las judías de primavera era sencillo, y el tiempo


pasaba volando en una miscelánea de estómagos llenos, buena compañía y
días soleados. Una vez que la ribera había sido esquilmada río arriba y río
abajo de todo aquello que pudiera servir como alimento, procedieron a
levantar el campamento, cargar las rastras y volver a reunirse en una
caravana. Silbido las condujo hasta el siguiente campamento en el nordeste,
tierra de nísperos y mangos y pequeñas patatas silvestres, donde
permanecieron durante casi una luna. Para cuando llegaron al tercer
campamento, bajo la sombra de una arboleda de granadillos negros, los días
eran calurosos y los más largos del año. La hierba fresca y clara de la
primavera se había vuelto quebradiza, y había una gran variedad de frutas y
verduras en sazón. Lo menos interesante, según Golpe, eran las hojas de
amaranto que iban a ser picadas y enterradas en recipientes de calabaza
cerrados herméticamente. En lo más crudo del invierno, cuando ya quedara

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poco del resto de la comida, podrían comer las hojas fermentadas, en caso de
que estuvieran pasando mucha hambre.
Un día, a mitad de temporada, las mujeres decidieron regresar a Kura
antes de emprender un segundo viaje en busca de los cultivos de finales de
verano. Burbuja y Golpe estaban trabajando a cuatro manos para cargar una
rastra grande. Comer todos los días hasta saciarse había vuelto más rollizas a
todas, pero Burbuja estaba impresionantemente ancha de cintura, y se
esforzaba sobremanera para meter un bulto de frutos secos en la rastra.
—Déjame a mí —gesticuló Golpe. Levantó el bulto de encima de la
barriga de su prima y la ayudó a depositarlo en la rastra.
—Gracias —respondió Burbuja con señas, y se puso en cuclillas para
descansar—. Supongo que este bebé será igual de pesado cuando nazca, pero
será un alivio poder acostarlo de vez en cuando.
Golpe resopló y Burbuja le guiñó un ojo.
—Estás hecha toda una mujer. Nunca creí que a mi primita le fueran a
crecer unos pechos como ésos. ¡Y mira qué barriga!
—Sí, pero nada que ver con los tuyos. —Golpe echó los hombros un poco
hacia atrás.
Como era costumbre, Silbido y Golpe encabezaron la caravana. Debido al
calor abrasador de mediados de verano y al peso de las rastras, no llegaron al
siguiente campamento hasta el atardecer. Después de una cena improvisada,
las mujeres dispusieron sus pieles de dormir en círculo en torno a las rastras y
los niños. Tres hogueras de vigilancia delimitaban el campamento. Golpe,
Burbuja y Zumbido hicieron el tercer turno, cada una de ellas apostada en una
de las hogueras.
En el aire fresco de la noche Golpe se sentía más animada que durante el
día, y mientras vigilaba acuclillada junto al fuego se le ocurrió una idea. Sin
hacer ruido se puso a recoger todas las ramitas y la hierba seca que encontró a
la luz de la lumbre y las incrustó en su esterilla. Envuelta en una esterilla
erizada, se alejó del fuego reptando en un amplio círculo alrededor del
campamento, para poder acercarse a la hoguera de Burbuja desde el exterior
del perímetro. Se escabullía de arbusto en arbusto, acercándose todo lo
posible a Burbuja sin despertarla. Burbuja estaba en cuclillas junto a su fuego,
las manos entrelazadas sobre su enorme vientre, la barbilla colgando y los
ojos casi cerrados. Con un siseo lo bastante fuerte como para asustar a
Burbuja sin despertar a todo el campamento, Golpe salió de un brinco desde
detrás de su arbusto y se abalanzó sobre su prima danzando como una loca,
envuelta en su disfraz.

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Burbuja trató de dar un salto, pero un pie resbaló y se cayó de espaldas,
los dos pies en el aire, como una tortuga boca arriba. Golpe ahogó su
carcajada con una mano mientras se deshacía de su camuflaje y tendía la otra
mano a su prima para ayudarla a levantarse. Al principio, Burbuja pareció
molesta, pero tras un mohín breve también se echó a reír. Intercambiaron
algunas señas rápidas y enseguida se pusieron a modelar otro disfraz con la
esterilla de Burbuja. Las dos chicas rodearon sigilosamente el campamento en
sentidos opuestos con el fin de acercarse a la hoguera de Zumbido desde
direcciones opuestas. Desde el escondite de un arbusto espeso, Golpe vio a
Zumbido en cuclillas cerca del fuego, meciéndose ligeramente y produciendo
sonidos vagos y graves, como si estuviera canturreándole a un bebé. Al
instante, Golpe oyó la señal de Burbuja, el ululato de una lechuza del bosque,
y respondió con el mismo sonido. Juntas, las dos primas salieron de sus
escondites a la luz de la hoguera de Zumbido y repitieron el número de Golpe,
siseando y bailando como locas. Zumbido levantó la cabeza y las miró
detenidamente.
—Muy bonito —dijo con una seña—. Si no hubiera oído a Golpe reírse
hace un rato me habría llevado un susto de muerte.
A las chicas les dio la risa tonta y echaron un trago de agua con Zumbido.
La luna se había escondido, y tanto el murmullo de las hojas como el ruido
reiterado de los animales nocturnos escarbando ponían a prueba el sentido de
vigilancia de Golpe. Zumbido ladeó la cabeza a la izquierda mientras prestaba
atención a algo, y luego se volvió hacia Golpe.
—Escucha, Golpe. Presta atención a las cosas pequeñas.
Golpe arqueó las cejas.
—¿Qué es lo que oyes?
—Las lechuzas del bosque no son siempre lo que parecen. Ni las
personas. Creo que un día serás una buena Madre, pero no todo el mundo está
de acuerdo conmigo.
El fuego se avivó al caerse un tronco. Las chispas salieron volando hacia
las estrellas, que parecían haberse movido formando constelaciones
irreconocibles.
—¿Quién?
De repente Zumbido giró la cabeza y levantó un dedo. Por un instante
Golpe no oyó nada, y a continuación oyó pasos suaves sobre la hierba seca
más allá de la luz de la lumbre. Zumbido cogió su lanza, y las otras dos
sacaron palos encendidos del fuego. Golpe escrutó la sedosa oscuridad con
ojos entornados, pero la luna ya había desaparecido y ni siquiera su activa

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imaginación podía distinguir las formas de los arbustos de cualquier otra cosa
en movimiento. El sonido de los pasos se desvaneció, y las guardianas no
sintieron deseos de ir tras ellos. Durante el resto de la noche las tres mujeres
dieron vueltas alrededor del campamento, desplazándose de fuego en fuego.
Golpe no oyó más sonidos inquietantes, aunque sus pensamientos se agitaban
como un pozo bajo una cascada. Cuando las vetas grises del alba comenzaron
a extenderse sobre ellas, la ilusión de volver a estar en Kura venció sus
preocupaciones.
Pasado el mediodía, a lo lejos se empezó a adivinar la silueta del elevado
peñón de Kura y la caravana apuró el paso. Las rastras parecieron más ligeras,
y el cansancio de los brazos y el dolor de las piernas, casi imperceptibles, en
cuanto la blancura de la piedra caliza de Kura, y después los refugios,
asomaron a la vista. A Golpe le encantaba la cosecha de verano por la comida
y la socialización, pero regresar al refugio que había protegido a su familia de
tantos inviernos evocaba un sentimiento de seguridad impensable en un
campamento. En el lado este de la aldea, la caravana empezó a dispersarse a
medida que cada familia se dirigía a su refugio. La familia de Golpe no cruzó
el pueblo andando, sino que tiraron de la rastra pesadamente cargada por la
pendiente, hasta más arriba de los refugios superiores, en dirección al refugio
de Silbido, el más próximo a la cima del peñasco. Al llegar a la uwanda, la
familia entera se quedó boquiabierta.
Las pieles de la puerta y la ventana, que habían dejado firmemente
cerradas, habían sido arrancadas y estaban tiradas en el suelo. La uwanda
estaba llena de cosas de la casa que habían sacado de la despensa
herméticamente sellada, y muchas de ellas estaban dañadas.
Golpe y Silbido apoyaron la rastra en el suelo, y Golpe contempló el
estropicio con indignación.
—¡Madre mía! ¿Qué clase de bestia ha hecho esto?
—Quién sabe. Nunca he visto nada parecido —gesticuló Silbido.
Con los ojos como platos y los labios pálidos, caminaron lentamente hacia
la puerta del refugio, apilando las cosas a su paso. Exhaustos, Susurro y
Chasquido se liberaron de sus bultos y se dejaron caer al suelo.
El interior del refugio era un asco. Había entrañas de animales putrefactos
desparramadas por el suelo. Las paredes estaban salpicadas de excrementos, y
había más heces amontonadas dentro del círculo de la hoguera. La despensa
estaba completamente vacía, y parte del muro lateral había sido derribado,
convertido en una pila de escombros de piedra caliza. Horrorizada, Golpe se
arrodilló y recogió una piel de conejo hecha jirones, endurecida con una cosa

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marrón y fétida. De pequeña ella no se separaba de esa piel suave, dormía con
ella y la llevaba a todas partes hasta que su hermano se hizo mayor y empezó
a molestarla con la piel, momento en el que Silbido la había guardado en un
lugar seguro para que Golpe supiera que siempre estaría a salvo. Los ojos se
le llenaron de lágrimas, y Golpe se quejó de aquel hedor horrible que le
irritaba los ojos.
Mientras separaban las cosas que todavía servían de las irreparables,
Golpe oyó un grito procedente de la uwanda principal.
—¿Y ahora qué? —preguntó con señas, mientras salían a toda prisa.
—Susurro, vigila la rastra. —Silbido se lo dijo con señas rápidas mientras
sacaba dos pequeñas lanzas de un costado de la rastra y echaba a correr cuesta
abajo rumbo a la uwanda principal, siguiendo los gritos continuos.
Pasaron junto a dos refugios que estaban tan devastados como el suyo y
llegaron a la orilla de la uwanda principal, donde se agolpaban las otras
mujeres. Golpe no podía ver por encima de ellas, pero Silbido, con los dientes
apretados, se abrió paso entre la multitud y Golpe la siguió. Al llegar a la roca
central, Golpe vio que la que gritaba era Trino. Estaba tumbada en el suelo
echa un ovillo, la cabeza cubierta por los brazos, y gritaba como si un animal
la estuviese devorando. Las demás mujeres parecían petrificadas.
Golpe sintió náuseas. Sobre la roca central alguien había construido una
pirámide con varias losas grandes de piedra caliza, embadurnada con
excrementos. Desde la cúspide de la pirámide, las cuencas vacías de una
calavera humana desollada y calcinada miraban fijamente a las mujeres. De
su boca abierta, congelada en un grito sordo, sobresalía el cabo de una lanza
corta. Por los restos de pelo y barba adheridos a la calavera saltaba a la vista
que era alguien de Kura. Un tajo hendía la cabellera, desde la ceja derecha
hasta la parte posterior de la cabeza, atravesando la oreja derecha.
Una vez que Trino dejó de gritar, se quedó paralizada. Sin responder a
nadie que le hablara, escaló hasta la cima del peñón y se quedó sentada
mirando al oeste. Por ser su última compañera, le correspondía a ella llevar
los restos de Chacal a la cueva de la muerte, una gruta pequeña situada al
nordeste de Kura, pero se negaba a moverse. Gorgorito, su hija mayor de diez
años, envolvió valientemente la cabeza de Chacal en un trozo de piel
andrajosa, la colocó en una rastra y se la llevó a su madre a la cima del peñón,
pero ningún sonido o movimiento parecía sacar a Trino de su vigilia
inexpresiva.
Cuando se puso el sol, los refugios seguían estando inhabitables. Golpe y
varias mujeres jóvenes encendieron una hoguera grande en la uwanda central.

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Silbido organizó los turnos de vigilancia, y por la noche la uwanda se llenó de
mujeres y niños envueltos en sus pieles de dormir. Gorgorito tendió su piel de
dormir entre Golpe y sus hermanos menores. Por la mañana Trino seguía
sentada en la cima, y era evidente que no iba a cumplir con su obligación.
Gorgorito anunció temblando que iría a la cueva de la muerte en lugar de su
madre.
Golpe palmeó el hombro de su prima.
—Eres muy valiente, y conoces tus obligaciones, pero el que le hizo esto a
Chacal todavía debe de andar cerca. Iré contigo.
En el momento de partir, el grupo estaba compuesto por Gorgorito, su
hermano Alboroto, de siete años, Golpe y Susurro. Al ser el mayor de los
hombres, Susurro llevaba un hacha de mano y una lanza demasiado larga para
él, y Golpe tomó la precaución de meter dos lanzas más en la rastra. Estaba
contenta de que su hermano la acompañara, pero si bien Susurro era robusto
para su edad, ella no confiaba en que pudiera protegerla de nada que fuese
más feroz que un roedor recién alimentado. Mientras se preparaban para
partir, Golpe advirtió que Silbido la observaba con una mirada que podría
haber sido de orgullo, aunque los despidiera a la ligera.
La cueva no estaba lejos y el camino era relativamente llano, así que
Golpe echó a andar a un paso más veloz del que emplearía para un viaje
largo. Gorgorito y Alboroto, que tiraban de la rastra, la seguían con dificultad.
Susurro no se rezagaba y se detenía con frecuencia para mirar en todas las
direcciones. Llegaron pronto, sin toparse con nadie en el camino. Justo
cuando Alboroto empezaba a cansarse, empezaron a subir una cuesta poco
pronunciada que los conducía al oscuro agujero de la cueva de la muerte.
Antes de llegar a la abertura, Susurro se detuvo.
—Subiré hasta arriba y echaré un vistazo.
Golpe asintió y lo vio subir hasta el mirador, cruzarse de brazos e intentar
dar una imagen de hombre aguerrido. Aguantó la risa y continuó subiendo la
cuesta junto con Gorgorito y Alboroto. Hacía calor y Golpe sudaba
profusamente, pero al llegar a la boca de la cueva sintió un escalofrío y se le
erizaron los pelos.
La entrada de la cueva era tan baja que Golpe tuvo que agacharse para
entrar. Se asomó al interior frío y oscuro, comprobó que estuviera vacío, y
avanzó. En profundidad y anchura, la cueva tenía las medidas de la estatura
de un hombre, y el techo tenía la altura justa para que ella pudiera estar de
pie. Golpe percibió el húmedo olor a muerte, pero no había indicios de
recientes ocupantes. Una vez había venido con su madre y Pitido, tras la

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muerte de uno de los hijos de Pitido, y después Silbido le había explicado que
las hienas tenían su guarida cerca y que aprovechaban cualquier cosa que
ellas dejaran en la cueva. «La enfermedad proviene de las cosas muertas,
Golpe —le había dicho Silbido—. Nunca comas un animal si no sabes dónde
lo mataron, y siempre que alguien muera hay que traerlo aquí lo antes
posible».
Golpe se volvió y le hizo una seña a Gorgorito y Alboroto para que
entraran en la cueva. Ellos introdujeron la rastra, pero se detuvieron de
inmediato nada más cruzar la entrada, incapaces de ver nada en la repentina
oscuridad. Golpe tomó la cabeza de Chacal y la dejó en el suelo, cerca de la
pared del fondo, donde Pitido había dejado a su bebé.
Mientras se ponía de pie y se daba la vuelta, Susurro irrumpió en la cueva
y se pegó a la pared.
—He visto a alguien. A lo lejos. Eran tres, eso creo, no he podido ver de
qué ukoo vienen, ni si son hombres o mujeres.
Estaba sudado e intentaba parecer lo más alto posible.
Golpe se acercó con cautela a la entrada y echó un vistazo al exterior.
—Los veo. Me parece que son tres hombres. No alcanzo a verles el pelo.
No vienen hacia aquí. Será mejor no atraerlos.
Gorgorito y Alboroto se apartaron espontáneamente de la puerta y se
colocaron detrás de Golpe sin hacer ruido. Golpe permaneció observando
desde la penumbra durante casi una eternidad. Finalmente les habló con
señas.
—Creo que se dirigen a Kura. Vamos. Los seguiremos sin que nos vean, y
si intentan atacar la aldea podremos sorprenderlos por detrás.
Susurro entornó los ojos.
—Estás loca. Deben de ser los que mataron a Chacal, y él era enorme.
Golpe miró a su hermano con dureza.
—¿Y qué crees que le harán a Chasquido?
—Y a Gorgeo —añadió Gorgorito.
Susurro le dio una patada a la pared con el talón y se quedó mirando al
suelo.
—De acuerdo. Vamos.
Con una lanza en una mano y los dos palos de la rastra en la otra, Golpe
salió de la cueva y fue detrás de los hombres. Los niños la seguían de cerca.
Se aproximaban a la cima de cada pendiente con discreción y ocasionalmente
alcanzaban a ver fugazmente a los tres hombres en la distancia, pero no se
acercaban lo suficiente como para identificarlos. Cuando ya estaban cerca de

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la aldea, oyeron aullidos y entonces se dieron cuenta de que los tres hombres
eran de Kura. Parecían dirigirse al refugio de Silbido. Golpe envió a
Gorgorito y Alboroto al refugio de Trino, y luego le dijo a Susurro que la
acompañara, y fueron detrás de los tres hombres.
Golpe y Susurro encontraron a Lucio, Búho y Gavilán en la uwanda de
Silbido, donde Silbido y Pitido se hallaban limpiando. Incómodos, los tres
hombres saludaron a Silbido como si acabaran de volver al comienzo del
otoño. Gavilán, nacido en Jiti y compañero de Burbuja durante el último
invierno, era un hombre fuerte y con aire resuelto, de pelo negro como el
carbón y una expresión franca que variaba fácilmente del ceño fruncido a la
risa. Su primo Búho, que también se había unido a una mujer de Kura durante
varios inviernos, se parecía bastante a Gavilán tanto en su aspecto como en su
temperamento. Lucio, que había sido el compañero de Pitido, parecía capaz
de usar su brazo izquierdo lesionado casi con normalidad, y aunque primero
se dirigió a Silbido correctamente, ahora miraba a Pitido. Ninguno de los
hombres parecía tener heridas nuevas, aunque los tres tenían un aspecto más
débil después del ataque de los de Fukizo. Chasquido bailaba alrededor de
ellos, tratando de abrazar las piernas de los hombres sin recibir pisotones ni
patadas. Plantada en la puerta del refugio, Silbido se mostró segura, pero
Golpe la vio secarse los ojos con el dorso de la mano.
—Bienvenidos —los saludó Silbido con ambos brazos—. Por favor,
compartid mi fuego.
En realidad, el fuego estaba agonizando, pero Golpe dejó la rastra y las
lanzas que portaba y corrió a avivarlo. Los hombres se sentaron a un lado del
fuego y Silbido al otro lado. Golpe hurgó en los paquetes de la cosecha
todavía sin deshacer, y sacó un cesto de carissas recién recogidas que ofreció
a los recién llegados. Los hombres atacaron ferozmente la fruta como si ésta
fuera a escaparse.
—¿Cómo es que habéis vuelto tan pronto? —preguntó Silbido.
Lucio respondió con una mano, mientras se llevaba la comida a la boca
con la otra.
—Hace siete días nos cruzamos con un mercader lejos de aquí, rumbo al
oeste. Nos dijo que había venido a hacer trueques a Kura y que lo había
encontrado todo saqueado y destruido. Hemos venido tan pronto como
pudimos. —Lucio señaló la aldea con la fruta en la mano—. Nos alegra saber
que era un embustero.
Silbido se mecía adelante y atrás.

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—No era un embustero. Ayer, al regresar, encontramos todos los refugios
saqueados, algunos muros derribados y una mugre repugnante por todas
partes. —Bajó la mirada y agitó las manos, como si le quemaran al hablar—.
Y Chacal está muerto. Dejaron su cabeza en la uwanda principal, con una
lanza en la boca.
Lucio cantó un lamento fúnebre, y los otros se le unieron.
—¿Quién lo hizo? —preguntó Búho.
Silbido sacudió la cabeza.
—Conocéis a la gente de Jiti, de Panda Ya Mto, de Gange. Nuestros
hombres son hijos de esos ukoos, y nuestros hijos son compañeros de sus
mujeres. No creo que haya sido ninguno de ellos. Sólo los de Fukizo nos han
hecho daño.
Pitido chasqueó los dedos en señal de aprobación. Gavilán enseñó los
dientes y se frotó una cicatriz que zigzagueaba por su muslo.
—Esos de Fukizo son hijos de las hienas.
—Todavía nos falta mucho para acabar con la cosecha —continuó Silbido
—. Una vez que hayamos terminado de limpiar y guardar la comida tenemos
que volver a partir, o de lo contrario este invierno pasaremos hambre.
—Nosotros no iremos muy lejos —gesticuló Lucio, y miró a los otros
hombres a la espera de una confirmación—. Cazaremos cerca de vuestros
campamentos.
Búho y Gavilán asintieron. Silbido invitó formalmente a los hombres a
dormir en el refugio de los varones, y ellos fueron a ver en qué condiciones se
encontraba.
Bien pasado el mediodía, Trino se presentó en la uwanda de Silbido.
Parecía haber recuperado el control de sí misma. Silbido y Golpe ya habían
limpiado lo peor del desastre y se habían puesto manos a la obra con la
reparación del muro destrozado del refugio. Silbido saludó a su hermana
amablemente y la abrazó, con lo que sólo consiguió que Trino empezara a
sollozar otra vez.
Al final, Trino consiguió gesticular.
—Quiero que Chacal tenga su funeral.
Silbido le palmeó el hombro y la compadeció, pero su expresión hizo
suponer a Golpe que su madre estaba pensando en la cosecha y en todo el
trabajo de limpieza que quedaba por hacer, finalmente, Silbido decidió que un
funeral ayudaría a Trino a controlar sus emociones y dio su aprobación.
Silbido y Pitido colocaron trampas como parte de los preparativos para el

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banquete de la mañana, y los hombres contribuyeron con tres bagres de gran
tamaño.
Al día siguiente, a primera hora, Golpe se dirigió a la uwanda principal,
encendió un fuego grande y asó el pescado y los dos conejos cazados con las
trampas. A la hora en que el sol alumbraba la roca central, la gente empezó a
reunirse. Silbido llegó a la uwanda y se encontró con Lucio, Búho y Gavilán,
que esperaban de pie cerca de la roca, inquietos, mirando a la concurrencia.
Silbido levantó las cejas y se acercó a los hombres, y Golpe se apartó del
fuego para unirse a su madre. Tuvo la sensación de que tanto las mujeres
como los niños que ya habían desplegado sus esterillas estaban observando.
—Gracias por el pescado —gesticuló Silbido.
Lucio dio un paso adelante.
—Nos alegra aportar comida para el funeral de Chacal. Y también
quisiéramos dirigirnos a la gente. Chacal era un entusiasta de las creencias de
Bapoto, al igual que yo. Nos gustaría que el funeral de hoy se pareciera todo
lo posible a los que oficia Bapoto.
—Por supuesto, claro que podéis hacerlo. ¿Quién de vosotros hablará? El
que hable subirá conmigo.
Los hombres miraron a Lucio, expectantes.
—Nos gustaría oficiar la ceremonia. Bapoto cree que en los rituales
antiguos debe hablar la Madre, pero en los rituales nuevos, como el ritual
previo a la cacería o los funerales, debemos hablar los hombres.
Silbido apretó los labios. Se miró las manos, miró hacia la cima del peñón
que se alzaba por encima de la cabeza de los hombres, miró el pescado y los
conejos chisporroteando sobre las brasas del fuego. Golpe nunca había visto a
Bapoto afirmar que en ciertos rituales deberían hablar los hombres, pero a su
madre no le sorprendió la petición. Al final dio su consentimiento. Mientras
los hombres trepaban a la roca, la Madre y su familia desplegaron sus
esterillas y se sentaron. Golpe tuvo la sensación de que muchos de los
presentes hablaban con disimulo, de tal forma que ella no pudiera verles las
manos.
El funeral fue similar al que se celebró en honor a Barranco y Cascada.
Chacal había nacido en Jiti, al igual que Búho y Gavilán, y los dos hablaron
emotivamente de la vida de Chacal. Después, Lucio narró historias de varias
cacerías exitosas lideradas por Chacal, y aseguró a los presentes que Chacal
estaba con la Única y aguardaba junto a Ella la llegada de su familia y sus
amigos. Golpe advirtió que Lucio había prestado atención al sermón de
Bapoto, pues reproducía fielmente cada una de sus ideas. Incluso las

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desarrolló al describir el encuentro entre Chacal, Barranco y Cascada, todos
ahora en compañía de la Única, y para terminar dejó a un lado todas las ideas
de Bapoto y concluyó describiendo con pelos y señales lo que les sucedería a
los de Fukizo si volvía a encontrarse con ellos.
Trino, cuya familia estaba sentada cerca de Silbido, lloraba en silencio,
excepto cuando todos los demás la acompañaban en su lamento, y parecía
estar muy atenta a las palabras de Lucio. Después de que Lucio le cediera la
roca, Silbido se subió e invitó a todos los presentes a compartir la comida. Al
mediodía el acontecimiento había concluido. Los tres hombres armaron sus
morrales y partieron. Las mujeres terminaron de limpiar, repararon todas las
cestas necesarias para el resto de la cosecha y volvieron a sellar las despensas
una vez guardadas las cosas de la casa. A la hora de dormir, las rastras de las
mujeres estaban alineadas en sus uwandas, todo listo para partir a la mañana
siguiente.

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11

Mientras Golpe vigilaba aquella noche, sentada junto al fuego de la uwanda


bajo una luna casi llena, se levantó un viento del oeste. Era cálido y seco, sin
indicios de lluvia, pero olía intensamente, como un rayo. Ella se alejó del
fuego y subió un trozo de la ladera del peñasco, bajo la luz de la luna. Las
estrellas del oeste estaban ocultas, y le pareció que una nube se cernía en el
horizonte, sin acercarse ni alejarse. Se acuclilló en un punto desde donde
podía ver tanto el cielo del oeste como la uwanda de Silbido, y observó
durante largo rato.
La noche estaba vacía y los sonidos apagados. Las lechuzas no ululaban,
las hienas no chillaban. Hasta los sonidos habituales de Kura estaban
ausentes: ningún bebé lloraba, ningún vigilante espantaba a un par de ojos en
la oscuridad. Sintió una opresión en el pecho, y por su mente desfilaron
visiones de su familia, masacrada como Chacal, tendida en silencio, en
pedazos. Su respiración se aceleró mientras rastreaba cualquier mínimo
movimiento allá abajo, cualquier sombra fuera de lugar. Se movió hacia un
mejor punto de observación y se agazapó en la penumbra. Al hacerlo sintió
una extraña sensación en la barriga, como un pinchazo suave con un palo de
punta roma justo debajo del ombligo. En las últimas semanas había sentido
algo similar de vez en cuando, pero nunca tan intenso. Hizo presión con la
mano sobre el punto, y volvió a sentirlo. Se dio tres golpecitos en la barriga;
la barriga respondió. Ahora que ya comprendía, descendió el peñón y fue a
despertar a Silbido.
Silbido murmuró dormida, luego se quitó las pieles en un solo
movimiento y se puso de pie.
—¿Qué ocurre?
—Algo se mueve. —Golpe se tocó la barriga justo debajo del ombligo—.
Aquí.
Silbido asintió.
—Por fin. —Abrazó a su hija.

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Golpe hundió la nariz en el cálido pelo de su madre y percibió el olor de
la esperanza, ausente desde la muerte de Gorgeo. Silbido podía ser
inexplicablemente tolerante con las ideas de Bapoto, pero seguía siendo su
madre.

Una brisa ambulante perturbaba el amanecer. Golpe trataba de darse prisa


con sus tareas de la mañana, pero se distraía una y otra vez. Una piedra en el
muro del refugio recién reparado estaba salida y un poco floja, y se ocupó de
arreglarla hasta que pareció segura. La uwanda central siguió pareciendo
descuidada hasta que las piedras planas con que se había levantado el pedestal
para la cabeza de Chacal fueron esparcidas lejos de la aldea. Cada pequeño
recuerdo de la devastación provocada por los de Fukizo requería de su
atención, requería ser borrado antes de que pudiera volver a salir de Kura.
Cuando llegó la hora del éxodo todo el mundo parecía moverse con
extrema lentitud: leña para los portadores de fuego, un último vistazo a los
morrales, un niño en el lugar equivocado. El sol estaba en lo alto y Golpe
estaba contenta de partir. Silbido, con un portador de fuego en la mano,
emprendió la marcha a un paso que a Golpe, que le pisaba los talones a su
madre con una rastra casi vacía, le parecía demasiado lento. El camino sin
sombra conducía al sudoeste a través de matorrales secos y algún que otro
árbol solitario. Los arbustos aromáticos y el polvo gris hacían que a Golpe le
picara la nariz. Cerca del mediodía dieron la vuelta al final de un peñasco en
dirección este-oeste, lugar en el que ella reconoció un tocón parcialmente
chamuscado. Del cadáver del leopardo no quedaba el menor rastro.
Uno por uno, los niños fueron cargados en brazos o colocados en las
rastras, con lo que el ritmo de la marcha disminuyó aún más. Cuando llegaron
al campamento, ya estaba atardeciendo y empezaba a refrescar. Una cuesta
empinada de cara al norte daba sombra a un claro amplio y despejado no muy
lejos del río Kijito, que en ese tramo era ancho y calmo.
Silbido examinó el claro y miró a Golpe con una expresión amarga.
—La gente de Jiti ya ha estado aquí.
Todo el kunazi de los alrededores había sido recolectado y sólo quedaban
unos pocos frutos pasados. Incluso los baobabs eran una miniatura y estaban
casi incomestibles, pero la gente de Kura no podía caminar más. Tendrían que
montar los refugios con los estómagos vacíos.
Al anochecer, las mujeres estaban organizando la guardia cuando oyeron
unos aullidos en Kura. Lucio llegó corriendo al campamento de mujeres,

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pidió que le encendieran una rama en el fuego y volvió a partir omitiendo los
saludos formales. Golpe frunció el ceño, sin saber si la omisión de los saludos
era una descortesía o si la situación era demasiado extraña para presentarse
con los modales habituales. Lucio subió la cumbre, y en lo alto se reunió con
otras dos figuras. Encendieron un fuego y parecieron acomodarse para pasar
la noche. Golpe entró en el cobijo de Silbido y le dijo que los tres hombres
estaban acampando cerca de allí.
—Muy bien. —Silbido asintió mientras desenrollaba las pieles de dormir
—. No creo que esos tres puedan proteger nos de los de Fukizo, pero me
alegro de tenerlos cerca.
A Golpe le tocó el primer turno de vigilancia. Cuando el campamento se
quedó en silencio después de la primera ronda, se sintió atraída por el
resplandor de la hoguera de los hombres. En algún lugar, Ceniza estaba
durmiendo o vigilando. ¿Tenía un fuego consigo? ¿Tenía hambre o frío,
estaba herido o solo? ¿Se había encontrado con alguien de Fukizo? ¿Qué
pensaría de todo lo ocurrido a mediados del verano, y qué historias tendría
para contar? ¿Regresaría en otoño? Apartó todos esos pensamientos y se
concentró en tratar de sentir los movimientos de su bebé. ¿Nacería durante el
invierno? ¿Nacería en Kura? ¿Estaría presente Ceniza? Con resignación,
deseó que él estuviera a salvo, o al menos tan a salvo como un viajero pudiera
estarlo.

Lucio, Búho y Gavilán acampaban a menudo cerca de ellas. No había una


tradición que rigiera la interacción con las mujeres en verano, de modo que
simplemente se quedaban cerca. En ocasiones venían silenciosamente en
busca de fuego, pero no presentaban sus respetos a Silbido como cuando
regresaban a la aldea, y no le traían piezas de caza o regalos. Las actividades
diarias como caminar, excavar, comer y guardar la cosecha distraían a Golpe
de su presencia, pero cada vez que le tocaba vigilar recordaba que ellos
estaban cerca, y por qué.
Las historias que se contaban por la noche eran para Golpe el principal
aliciente de la cosecha, pero ahora las mujeres no tenían casi nada que contar
por la noche junto a la hoguera. En cuanto se dormían los niños, las mujeres
se enrollaban junto a ellos, atentas a los ruidos de la noche. Había vigilancia,
como siempre, pero las guardianas no eran las únicas que estaban atentas a los
pasos en la oscuridad o a la imitación del sonido de un animal.

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Las largas lluvias de invierno retrasaron la cosecha más de lo normal, pero
también la incrementaron más de la cuenta. Las rastras estaban cargadas hasta
el tope, cada una de ellas tirada por dos mujeres que intercambiaban sus
posiciones con frecuencia. El regreso a Kura al final de la cosecha fue lento y
tedioso, y hasta los niños más pequeños tuvieron que cargar con bultos
enormes. Cuando por fin el peñón blanco empezó a asomar por encima de
Kura, cada vez más cercano, Golpe redujo la marcha. Con una mano haciendo
sombra sobre sus ojos, oteó las cumbres y las colinas que jalonaban la sabana
alrededor de la aldea, y luego se volvió hacia Silbido.
—¿Crees que tenemos que esperar a que los hombres nos alcancen antes
de entrar en el pueblo?
Silbido torció la boca en un gesto de duda.
—Los de Fukizo no han dado señales desde que partimos. Los hombres
tampoco. Hace dos días fui a decirles cuándo teníamos previsto volver, y no
habían visto una sola huella. —Tras mirar en todas las direcciones endureció
la mandíbula—. Entraremos en la aldea. En cualquier caso, espero que los
hombres no estén demasiado lejos.
Golpe asintió y reanudó la marcha hacia Kura. Con la meta a la vista, toda
la caravana apuró el paso. Hasta los más pequeños, que llevaban todo el día
preguntando cuánto faltaba para llegar a Kura, se armaron de energía, y
pronto todos arribaron a la aldea. El refugio de Silbido parecía estar tal como
lo habían dejado; la puerta y la ventana de piel estaban cerradas, y en la
uwanda no se apreciaba nada extraño.
—Echaré un vistazo a la uwanda, principal. —Golpe dejó la rastra en el
suelo y enfiló hacia la uwanda. La plaza parecía en orden. Sin embargo, dio
toda la vuelta al amplio espacio. Al pasar junto a la roca central vio un objeto
pequeño que reposaba justo en el medio. Se acercó y lo recogió; era una cosa
blanca y pequeña. Primero pensó que era un colmillo de jabalí, probablemente
olvidado en las inmediaciones tras el último banquete de otoño, pero mientras
lo observaba empezó a pensar que era demasiado pequeño para ser un
colmillo y demasiado blanco para pertenecer a un jabalí. Sintió que se le
erizaban los pelos de la nuca y arrojó el diente con toda su fuerza. El ruido del
diente saltando montaña abajo se prolongó un buen rato. Al regresar al
refugio de su madre, inspeccionó cada rincón y cada sombra, pero no
encontró nada raro.
Silbido y los niños habían descorrido la puerta y la ventana de piel. Golpe
se asomó y los vio abriendo la despensa sellada.

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—Todo está en orden —anunció, y se puso a descargar la rastra. Después
de extraer lo estrictamente necesario, fue a visitar a varios familiares y se
aseguró de que ellos también hubiesen encontrado todo tal como lo habían
dejado.
Un día Burbuja le hizo a Golpe la pregunta que ella había excluido de sus
pensamientos.
—¿Crees que Ceniza volverá?
La esterilla que Burbuja estaba reparando se negaba a mantenerse en
equilibrio sobre su enorme barriga, y Golpe la enderezó para su prima antes
de responder.
Golpe estaba terminando una cesta nueva, de tejido ajustado y acabado
por dentro con cera de abejas para que la comida que se echaba a perder no
estropeara también la cesta.
—Esta cera se enfría muy rápido. No puedo introducirla en el tejido antes
de que se haga una masa. Claro que volverá.
—¿Volverás a elegirlo?
—Madre mía, todavía estamos en verano. Claro que sí.
Burbuja estudió el rostro de su prima.
—Es difícil acostumbrarse a un nuevo compañero, ¿no es cierto? Gavilán
no es precisamente un gran cazador, pero al menos no es tan desagradable
cuando tiene hambre. Espero seguir con él. Pero Ceniza es aún más pequeño
que Gavilán, ¿no es así?
Golpe eliminó la cera y empezó de nuevo.
—Ceniza es lo bastante grande. Si los de Fukizo regresaran, estoy segura
de que lo haría tan bien como cualquier otro hombre. Sencillamente me
siento… me siento bien con él.
Burbuja resopló.
—Ojalá vuelva para el Enlace para que puedas seguir disfrutando de él.
Golpe miró la cesta con el ceño fruncido y decidió que al fin y al cabo no
necesitaba la cera.

Los hombres que iban llegando a Kura saludaban a Silbido con pequeños
regalos y erecciones evidentes, y Golpe encontró sus olores y sus historias
sumamente interesantes. Sólo unos pocos trajeron algo para Golpe, y ella se
preguntaba si su embarazo la volvía menos atractiva. ¿También Ceniza la
encontraría poco atractiva?

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Una mañana en que le tocó el último turno de vigilancia, se sentó junto al
fuego de la uwanda y contempló el esfuerzo del sol por iluminar un cielo
encapotado con rayos de un color verde grisáceo. Las mujeres llevaban media
luna en la aldea, la cosecha estaba almacenada, y ella sólo había recibido dos
regalos pequeños de los hombres que estaban de regreso. Ahora su cintura era
redonda, y los leves movimientos internos se habían convertido en
indiscutibles patadas y puñetazos. A menudo dormía la siesta, lo que para ella
era inusual, pero también solía pasar la noche en vela, y a veces hacía
guardias cuando no era su turno, ya que a esas horas estaba
irremediablemente despierta.
Era imposible precisar el momento de la salida del sol, pero de pronto el
cielo se tornó más brillante y mudó gradualmente del verde grisáceo a un gris
púrpura y finalmente a un gris. La luz vaga no despertó a los demás, y ella no
encontró motivo para interrumpir su sueño, así que se quedó sentada raspando
una piel seca. Al oír el sonido de unos pasos, cogió una lanza pequeña y se
puso de pie, sorprendida de que alguien se aproximara sin anunciarse
previamente. Bapoto, lento y cansino, subía la cuesta hacia la uwanda, tirando
de una rastra tan pesada que dejaba un profundo surco en la tierra a su paso.
La herida de su brazo había dejado lugar a una cicatriz similar a la de ella, y
otra cicatriz se extendía desde la comisura de la boca hasta la oreja, como si
fuera la prolongación de la delgada línea blanca de sus labios. A diferencia de
la mayoría de los hombres que regresaban, parecía más flaco que a comienzos
del verano, pero había tenido tiempo de mantener su cabello corto, como de
costumbre.
—¡Bapoto! ¿Has venido andando de noche? —Golpe se acercó para
ayudarle con la rastra.
Él soltó los palos de la rastra al borde de la uwanda y caminó tambaleante
hacia el fuego como un niño viejo. Sus manos dibujaron señas apenas
comprensibles.
—Así es. —Bapoto cayó de rodillas delante del fuego, al parecer
demasiado cansado para permanecer en cuclillas—. Así es.
Golpe atizó el fuego y llenó una calabaza con agua del cubo que estaba
junto a la puerta.
—Bebe.
Él se bebió toda el agua.
—¿Dónde está Silbido? —gesticuló, dirigiendo una mirada tensa al
refugio—. ¿Está bien? ¿No…?
—Está durmiendo.

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Se le escapó un largo suspiro, casi un gemido.
—Quise llegar anoche, pero no había luna ni estrellas y estaba muy
oscuro. Acampé cerca del Kijito y reanudé el viaje en cuanto amaneció.
Silbido apareció en la puerta del refugio. Abrió los brazos en señal de
bienvenida, pero cuando vio que Bapoto parecía a punto de desmayarse,
entornó los ojos y agitó las manos. Él empezó a hacer las señas formales
propias del saludo, pero Silbido no adoptó su postura habitual. Empezó a
andar de acá para allá, procurando que estuviera cómodo, y después empezó a
examinarlo.
—¿Estás herido? ¿Qué necesitas?
Golpe trajo otro cazo de agua y Bapoto se lo bebió antes de contestar.
—No estoy herido, sólo cansado y hambriento. Estaré bien después de
descansar. Corrían rumores de que los de Fukizo habían estado en Kura, y
vine tan rápido como pude.
Silbido le contó lo que las mujeres habían encontrado a mitad del verano.
Describió cómo Lucio, Búho y Gavilán habían oficiado el funeral, y él asintió
con gesto de aprobación.
—Nos alegramos de que estuvieran cerca durante la cosecha, por si los de
Fukizo volvían a atacarnos.
—¿Acamparon con las mujeres? —preguntó Bapoto, bufando.
—No, en absoluto. Sólo nos daba tranquilidad saber que no estaban lejos.
—Ella le acarició el brazo de un modo tranquilizador—. Por si acaso.
Bapoto no parecía del todo aplacado, pero sí demasiado cansado para
seguir hablando del asunto. Hizo un gesto con la mano señalando la rastra.
—La mayor parte de ese ñu es tuyo. Lo maté ayer.
Silbido hizo las señas formales de agradecimiento, aunque no fue de
inmediato hacia la rastra.
—¿Qué te apetece comer? Asar el ñu no llevará mucho tiempo y, además,
tenemos la despensa llena.
Bapoto aceptó algunas annonas pequeñas y ácidas y, sin pedir permiso,
llevó sus pieles de dormir al fondo del nicho que los niños ya habían
desocupado. Silbido le lanzó una mirada que habría hecho que cualquiera de
sus hijos pensara dos veces lo que estaba haciendo, pero no le dijo nada.
Silbido y Golpe tuvieron que pedir ayuda a Susurro y Chasquido para sacar al
ñu muerto de la rastra, ya que pesaba más que ellos cuatro juntos. Pitido,
Burbuja, Lucio y Gavilán se acercaron para ayudar a despedazarlo y
recibieron porciones de carne como recompensa. La bebé de Pitido hacía
pinitos alrededor de la uwanda, metiéndose en medio, y Chasquido se puso a

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jugar con ella. Al mediodía, todos descansaban y admiraban su trabajo
mientras las tajadas de hígado se asaban al fuego. El olor de la carne
cociéndose hizo salir a Bapoto del refugio, y Silbido le invitó a sumarse a la
comilona. Pitido levantó las cejas intencionadamente al verlo salir del refugio,
y Silbido se apresuró a explicar que Bapoto había llegado aquella mañana,
agotado, y que sólo había echado una cabezadita.
Varias veces durante la mañana Golpe pensó que Burbuja parecía
distraída. Sus tajadas de carne eran irregulares, como si las cortara sin prestar
atención, y Golpe la veía a menudo dejar la faena y dirigir una mirada perdida
en la distancia. Cuando el hígado estuvo listo para comer, Burbuja pareció
asqueada y debilitada. Pitido miró a su hija con perspicacia.
—Más vale que comas algo. En casa hay una cesta de marulas.
Burbuja asintió, luchó por ponerse de pie y bajó la cuesta andando como
un pato rumbo al refugio de su madre. Gavilán hizo el gesto de levantarse,
pero Pitido agitó la mano y le indicó que volviera a sentarse.
—Yo me ocuparé. Por ahora mantente alejado de ella.
Silbido se inclinó hacia su hermana y le habló con señas.
—Cuando nos necesites, sólo tienes que enviar a Murmullo.
—Gracias. —Pitido miró a su hija con preocupación—. El primer
embarazo es muy difícil.
Bapoto parecía haber vuelto a la normalidad. Comía con ganas, se reía de
los chistes de Lucio, y después de comer ayudó a terminar de descuartizar al
animal. Mientras ellas limpiaban, Lucio se volvió hacia Bapoto.
—¿Puedo usar tu rastra para llevar nuestra carne a casa?
Bapoto se cruzó de brazos y se apoyó en el muro exterior de piedra caliza
que formaba parte del refugio.
—Primero hay una cosa que todos deberíais saber. Ha ocurrido algo.
Los demás lo miraron, y Golpe entornó los ojos.
—En la primavera, al sur de Kura, me encontré con una gacela solitaria
pastando en la madrugada. No había una manada a la vista, pero ella parecía
despreocupada. Mientras yo me planteaba cómo acercarme para ensartarla, vi
a un cachorro de león que la seguía. Al principio pensé que la leona le estaba
enseñando al cachorro a cazar, y que andaba cerca, así que me escondí. Al
cabo de un rato, sin embargo, el león avanzó hacia la gacela y le acarició el
hocico, y ella permitió que el león mamara de su pecho. Después de ver
aquello, algo me impidió cazar la gacela. Ninguna gacela amamantaría nunca
a un cachorro de león, y por eso supe que debía de ser una visión de la Única.

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Golpe estuvo a punto de rugir, incrédula, cuando advirtió que los demás
asentían solemnemente. Bapoto continuó.
—Me quedé sentado durante un rato, pensando en qué podía significar
para nosotros esta visión de la Única. Finalmente me di cuenta de que la
visión nos estaba diciendo que hay algo en nuestra manera de vivir que está
mal, y que necesitamos cambiar. El león, el cazador, sin duda representaba a
los hombres, y la madre gacela representaba a las mujeres. El cambio en las
relaciones entre el león y la gacela viene a decir que algo tiene que cambiar en
las relaciones entre hombres y mujeres. De algún modo, tenemos que procurar
que el débil sea más fuerte, y el fuerte más débil.
Golpe esperaba que Silbido dijera algo conciliador, aunque sin prometer
nada. Se sorprendió cuando su madre arrugó el ceño en actitud vacilante y
apoyó las manos en su regazo mientras Bapoto continuaba.
—Finalmente comprendí que el verdadero significado de la gacela
amamantando al león era éste: hombres y mujeres están destinados a convivir.
Los hombres tendríamos que quedarnos cerca para luchar contra los
invasores. No tendríamos que partir en busca de una mejor caza o de
trueques; tendríamos que asegurarnos de que nuestras compañeras y sus hijos
estén a salvo.
—¡Qué historia tan extraña! —gesticuló Golpe—. Sería divertida si se
contara en el Enlace. ¿No crees, Silbido?
Silbido recorrió las caras de los presentes con la mirada y después volvió
la vista hacia el fuego, mordiéndose el labio inferior. Golpe prosiguió:
—Yo sé que Silbido velará por que estemos todos a salvo y tengamos
suficiente comida.
Pitido miró a su alrededor parpadeando, incómoda, como si no quisiera
ver las señas de Golpe pero no pudiera evitarlo. A Lucio de repente le dio por
limpiarse las uñas, y Gavilán empezó a retirarse lentamente hacia la ladera de
la uwanda. Hasta Susurro y Chasquido parecían incómodos ante la falta de
deferencia de su hermana.
—Necesito tiempo para pensar en esto. De momento id al refugio de los
hombres. En uno o dos días sabré lo que hacer.
Extrañamente, Silbido empleó una combinación de señas ordinarias y
amplias con ambos brazos. Bapoto bajó la mirada y, sin inmutarse, ayudó a
Lucio a meter la carne en la rastra.
Cuando los demás ya se habían ido, Golpe dio a Susurro y a Chasquido
algunos puñados de bayas y hierbas para moler y hacer una pasta, y empezó a
cortar la carne de ñu para el secado. Silbido se puso en cuclillas junto al fuego

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y observó las cenizas que cubrían las brasas al rojo vivo. Al cabo de un rato,
cuando los niños ya habían empezado a machacar las tajadas de carne con su
pasta acabada, Silbido se levantó y se acercó al tocón grande sobre el cual su
hija estaba cortando la carne. El tocón estaba teñido de un rojo oscuro y las
moscas zumbaban sobre las tajadas apiladas entre Susurro y Chasquido.
—Se acabarán matando entre ellos, si no los matamos primero. —Golpe
dividió los cuartos traseros y le dio una parte a su madre.
—¿De qué hablas? —Silbido cogió un hacha de mano y empezó a cortar
tajadas.
—De los hombres. Son muy agradables en otoño, pero ya sabes lo que
sucede en primavera; discuten por todo, algunos pegan a sus mujeres, algunos
se van a escondidas con las mujeres de otros, son insufribles.
Silbido le dio un trozo a Susurro.
—La primavera es dura para todos. Ninguno de nosotros es agradable
cuando tiene hambre.
—No, no lo somos. Y por eso necesitamos ese tiempo durante el verano;
para recordar por qué nos necesitamos el uno al otro, para volver a valorar al
otro. Así es como somos, y así es como funciona, con visión o sin visión.
El silencio y el olor de la sangre de ñu llenaban el espacio entre ellas. A
Golpe empezaba a preocuparle que hubiese podido ofender a su madre, pero
Silbido no parecía molesta.
—Los fukizo me dan miedo —gesticuló la madre, pero la hija pensó que
lo que le arrugaba la frente no era miedo, sino tristeza. Silbido cerró los ojos y
sus facciones se relajaron formando una máscara en blanco—. Tenemos que
proteger a los niños, y para eso necesitamos de los hombres. Es probable que
estos hombres de Fukizo sean como los forasteros de los que habla la historia
de la Séptima Madre, los que secuestraron a las mujeres durante el verano.
Han vuelto para torturarnos y debemos ahuyentarlos, tal como sucedió en la
época de la Séptima Madre. Si luchamos junto a nuestros hombres para
vencer a los de Fukizo podremos evitar los desacuerdos que surgen de una
convivencia prolongada.
Golpe apretó los labios dibujando una línea delgada y cortó el siguiente
trozo de carne con tanta fuerza que quedó incrustado en la superficie del
tocón y tuvo que extraerlo con las uñas antes de pasárselo a Chasquido para
que lo machacara. Silbido sacudió la cabeza.
—Gorgeo siempre confiaba en que tenía más juicio que los demás, y hoy
puedo ver a Gorgeo asomando a través de tus ojos. Es suficiente para que crea
en los espíritus de los que habla Bapoto.

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Golpe miró a su madre arqueando una ceja, y Silbido continuó:
—Nuestras tradiciones están bien, pero debemos hacer lo mejor para el
ukoo. Y así se hará.
Silbido cortó la última tajada con gesto triunfal, y se la entregó a Susurro.
Cuando Golpe terminó de poner toda la carne en la cesta del secado, el sol
estaba a punto de ocultarse. El derrumbe de unas pocas piedras llamó su
atención, y vio a Murmullo, hija de Pitido, subiendo la pendiente. Sus cortas
piernas de niña estaban poco preparadas para un camino tan empinado, y
agitaba los brazos descontroladamente. Golpe aupó a la niña con un brazo y la
ayudó a llegar a la uwanda.
—Más despacio. No te entiendo nada.
Murmullo lanzó un graznido, espantada de sus propios malos modales. Se
enderezó y presentó sus respetos con un ronroneo.
—Pitido cree que el bebé está al llegar.
Golpe chasqueó la lengua con interés. Silbido levantó la vista.
—Dile a Pitido que vendremos enseguida. Susurro y Chasquido pueden
pasar la noche en el refugio de Trino.
Murmullo asintió y empezó a bajar la pendiente rumbo al refugio de su
madre. Silbido reunió algunas cosas en un bulto pequeño y partió hacia el
refugio de Pitido, mientras Golpe llevaba a Susurro y a Chasquido junto con
las pieles de dormir y la cesta del secado llena de carne al refugio de Trino. A
Trino le alegró saber que el bebé de Burbuja estaba a punto de nacer, y aceptó
de buena gana cuidar de los niños y la carne. Sus niños, Gorgorito, Alboroto y
Gorgeo, no tenían ningún interés en el bebé de Burbuja, pero estaban
contentos de que sus primos los visitaran. Golpe le dio las gracias a Trino y se
dirigió cuesta arriba al refugio de Pitido.
En el refugio de Pitido, Golpe se anunció ululando suavemente y se
agachó para pasar por debajo de la puerta de piel. La noche avanzaba, y un
fuego llenaba el recinto con sombras parpadeantes. Mientras sus ojos se
acostumbraban a la luz de la lumbre, Golpe reconoció a tres mujeres de
rodillas en el centro de la habitación. Habían hecho una zanja en el suelo,
tendido una piel grande encima y llenado el hoyo con musgo seco. Burbuja
estaba de rodillas entre las otras dos mujeres, una postrada a cada lado de la
zanja, y tenía los ojos cerrados y las manos apoyadas en sus muslos. Parecía
cansada, pero sumamente concentrada y despierta. Silbido y Pitido
observaban a Burbuja en silencio. Murmullo estaba en cuclillas en el nicho de
dormir, envuelta en una piel, mirando fijamente a su hermana.

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Golpe había presenciado los nacimientos de sus tres hermanos, y había
estado presente en los otros nacimientos a los que Silbido había acudido en
los últimos años, y no le asustaban las miradas serias de las tres mujeres ni el
olor peculiar que ella asociaba con los partos. Silbido levantó la vista hacia su
hija cuando ella entró y saludó. La recién llegada fue hasta el nicho de dormir,
se acuclilló junto a su prima Murmullo y le dio una palmadita en el hombro.
La niña dirigió a Golpe una miraba breve, inquisitiva, y se volvió nuevamente
hacia su hermana.
Al cabo de unos instantes, Burbuja respiró hondo y desplazó el peso de
sus rodillas a sus pies. Mientras se ponía en cuclillas, encorvó su cuerpo
alrededor de su abultado abdomen, sostenido a cada lado por las dos mujeres
mayores. Tras varias respiraciones hondas y pausadas, liberó un rugido
profundo, después respiró despacio unas cuantas veces más, y luego suspiró
mientras volvía a arrodillarse. Nadie hizo ningún ruido o seña. Al igual que en
los otros partos a los que había asistido, Golpe sintió que la intensa
concentración de la madre sumergía a todos y cada uno de los presentes en el
torbellino de su labor, como si la atareada mujer se estuviera valiendo de la
fuerza de las otras mujeres. Burbuja mantenía los ojos cerrados, y a Golpe le
dio la impresión de que su prima estaba en una especie de sueño despierto,
entre la consciencia y la inconsciencia.
Durante las siguientes contracciones Golpe se sentó al lado de Murmullo,
y después se levantó para atizar el fuego. Al moverse, sintió un torrente de
pataditas en su propio vientre, como provocadas por el esfuerzo de Burbuja y,
de forma distraída, se dio unas palmaditas en la barriga mientras regresaba al
nicho de dormir.
—¿Por qué está tardando tanto? —preguntó Murmullo—. En el parto de
Bebé, corrí a toda prisa a avisar a Silbido, y cuando regresé ya había nacido.
—Pues de momento no está tardando tanto para ser su primer bebé. El
primero siempre tarda mucho —gesticuló Golpe con la autoridad de quien ha
presenciado una docena de alumbramientos.
Murmullo movió la cabeza.
—En ese caso yo no tendré bebés.
—¿Y cómo piensas hacer para no tenerlos? —preguntó Golpe, sacudiendo
bruscamente la barbilla.
La niña volvió a mover la cabeza.
—Ya se me ocurrirá algo.
Cuando Golpe volvió a levantarse para atizar el fuego, los rugidos de
Burbuja se convirtieron en gruñidos. Con cada contracción, presionaba la

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mano contra su trasero, como si el bebé estuviera ahí dentro. Durante uno de
estos gruñidos, Silbido se agachó para mirar, y después de la contracción ella
pronunció un chsss para que Burbuja abriera los ojos.
—Puedo ver la cabeza —dijo Silbido con una seña—. Está a punto de
salir.
Ahora Burbuja parecía exhausta.
—Quema.
Siguieron tres contracciones más, y el siguiente gruñido se tornó en un
chillido. Pitido agarró a la escurridiza criatura de pelo castaño antes de que
cayera en la zanja llena de musgo, y dejó a la recién nacida en los brazos de
su hija. Burbuja parecía pasmada mientras el bebé estornudaba en su cara y se
ponía a chillar. Golpe se dio cuenta de que llevaba un rato largo conteniendo
el aliento, y lo soltó. Había pensado poco en su propia labor, pero de súbito se
hizo presente, y ella deseó desesperadamente que acabara pronto.
Al final los chillidos cesaron. Pitido y Silbido ayudaron a Burbuja, todavía
arrodillada en la zanja, a sostener el bebé en una posición apropiada para
amamantarlo, con lo cual el cordón umbilical se estiró al máximo. El bebé
apenas se había agarrado al pecho cuando el rostro de Burbuja retornó a su
anterior estado de concentración, y empezó a empujar otra vez.
Murmullo miró a su prima con preocupación.
—¿Y ahora qué? —le preguntó.
—Lo que viene ahora es la placenta —respondió Golpe con conocimiento
de causa—. Una cosa que se parece al hígado de un antílope. Silbido dice que
es delicioso. Burbuja se lo podrá comer sola. No tiene que compartirlo, pues
ella es la madre.
Murmullo se mostró decepcionada y siguió observando al bebé que
tomaba el pecho. La expresión de Burbuja se volvía más y más intensa, y
gruñía más fuerte que antes. Silbido frunció el ceño y volvió a agacharse para
mirar.
—Coge al bebé, Pitido, por favor —indicó mediante señas cuando se
acabaron las contracciones—. Creo que no es la placenta. —Burbuja y Pitido
miraron a Silbido. Con un dedo en la comisura de la boca del bebé, Pitido
interrumpió la succión y cogió al bebé mientras se reanudaban las
contracciones. Otra cabeza mojada de pelo castaño emergió, y Silbido
extendió las manos para recibir al segundo bebé, un niño. Burbuja se arrodilló
con la boca abierta, jadeante, ante los alaridos del recién nacido.

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Todo el mundo tenía algo que decir acerca de los gemelos. Cuando Trino
visitó a Silbido al día siguiente del parto, comentó que Pitido podía sentirse
afortunada por haber tenido dos nietos a la vez, después de haber perdido
tantos hijos propios, y Silbido le dio la razón. Golpe le dijo a Zumbido que
compadecía a Burbuja, y que esperaba escapar al mismo destino. Los
hombres discutían sobre los gemelos tanto como las mujeres. Bapoto, en su
visita diaria a Silbido, planteaba la idea de que el nacimiento de los gemelos
era sin duda otro mensaje de la Única. Silbido atendía pacientemente mientras
él explicaba que el nacimiento de un niño y una niña en un mismo parto
confirmaba sin duda que la interpretación de su visión había sido correcta;
hombres y mujeres deberían vivir juntos. Golpe hizo una mueca de disgusto y
se mantuvo atenta a la espera de una ocasión para encontrarse a solas con su
madre.
Varios días después, Silbido propuso un viaje para recoger nueces de
karité. Susurro creía que ir a recoger nueces era impropio de un hombre, de
modo que marchaba un poco por delante de su familia con su pequeña lanza
lista, como si la protección de las mujeres dependiera únicamente de él. Golpe
sólo podía caminar distancias cortas, y correr le resultaba casi imposible.
Mientras se contoneaba al lado de Silbido, Golpe llamó a su madre con un
chsss y por medio de señas le dijo:
—¿Qué piensas de la visión de Bapoto? Parece impaciente por que tomes
una decisión.
—¿De veras? —El sarcasmo de Silbido era atípico pero inconfundible—.
Ya van cuatro veces que intenta traer sus pieles de dormir al refugio. Ha
estado en todos los refugios de solteros de la aldea explicando sus ideas de
todas las maneras posibles. Ha organizado tres de sus ritos de cacería sólo
para hombres, aunque no han hecho más que hablar y atrapar conejos. Todo el
mundo espera que anuncie que el Enlace este otoño será permanente, y que no
habrá más viajes de verano para los hombres. Se nos van a pegar como la
savia.

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«Tal vez esté entrando en razón», pensó Golpe. Sin duda Silbido era
consciente de que el plan de Bapoto iba a resultar un desastre.
—Una idea terrible, ¿no te parece?
Silbido apretó los labios.
—Tener a los hombres cerca todo el tiempo será un fastidio, pero un
ataque de los de Fukizo sería peor. Nos ha ido bien con nuestras costumbres
durante mucho tiempo, pero es probable que hacer las cosas de otro modo sea
lo más seguro, al menos por uno o dos años, hasta que estemos seguras de que
los de Fukizo nos dejarán en paz.
Chasquido se asomó por el lado de su madre para ver qué le estaba
diciendo a Golpe, y tropezó con una piedra suelta. Silbido recogió a su hija
menor, y su hija mayor se detuvo para respirar hondo un par de veces.
Mientras reemprendían la marcha detrás de un Susurro impaciente, Golpe
miró a su madre.
—No creo que esto sea bueno para el ukoo. Habrá menos cazadores,
menos carne, más niños con hambre. Los hombres se pelearán más, las
parejas discutirán más. Y lo que es peor, si nuestros hijos son educados de ese
modo las mujeres de otros ukoos los verán como bichos raros y no podrán
encontrar compañera.
Silbido no respondió de inmediato. Aún tenía los labios fruncidos, y
caminaba como si estuviera escogiendo puntos de apoyo al borde de un
precipicio. Finalmente gesticuló:
—Bapoto dice que se encontró con unos hombres de Panda Ya Mto
durante el verano, y que allí también están cambiando las cosas. Porrazo les
ha enseñado a algunos el ritual de la cacería y el ritual de curación, y les ha
hablado de la Única. Pronto la Única será conocida en todos los ukoos.
Golpe no sabía si creérselo. ¿Porrazo? ¿Su hermano el sensato? Podía
estar intrigado por las extrañas ideas de Bapoto, pero era imposible que las
diera por buenas. No querría destruir la tradición. ¿O sí? Ella volvió a mirar a
Silbido, que seguía con su andar lento y resuelto.
—Tú eres mi madre, y eres la Madre de Kura. Decidas lo que decidas,
tendrás mi apoyo, pero yo seguiré confiando en mi juicio, sin importarme lo
que piensen los demás. Nunca intentaré enviar mensajes a un ser invisible, ni
siquiera a uno con un nombre tan insólito como la Única, y nada me
convencerá de que la gente muerta no está realmente muerta.
—Tú eres mi hija, y serás la Madre a su debido tiempo. Lo que cada cual
tiene en la cabeza es cosa suya, ¿no es así? Kura se ha enfrentado a todo tipo
de amenazas en el pasado; podremos sobrellevar una situación como es la de

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convivir con los hombres en verano. —Las palabras de Silbido eran
tranquilizadoras, pero sus manos temblaban nerviosas.
Golpe intentó responder con un zumbido de aprobación, pero el resultado
sonó más como un gemido. Susurro había llegado a orillas del bosquecillo. Se
volvió y anunció con amplias señas que haría un reconocimiento de la zona
para asegurarse de que ellas estaban a salvo.
—Estupendo —le respondió Silbido.
—No regresará hasta tarde —gesticuló Golpe—. Odia recoger nueces.
Silbido asintió y empezó a enseñar a Chasquido qué nueces merecía la
pena guardar en su morral.
A la mañana siguiente, Golpe acorraló a Chasquido y Susurro para que la
ayudaran a pelar nueces de karité. Silbido salió para hablar en privado con
cada mujer de Kura y con cada hombre que se alojaba en el refugio de
solteros. Cuando regresó, pasado el mediodía, había una rata cortapasto del
tamaño de un bebé asándose al fuego, casi hecha, y las nueces estaban todas
peladas y listas para ser molidas. Mientras Silbido se agachaba junto al fuego
y olfateaba la carne, Golpe se fijó en las arrugas del terso rostro de su madre.
Se acuclilló junto a Silbido.
—Trueno ha traído la rata. Es para ti. Le parecía bien que la asara para ti.
Está casi lista para comer. ¿Has hablado con alguien?
—Sí. Las mujeres están preocupadas por los de Fukizo. Los hombres han
estado lejos de las mujeres todo el verano, y cualquier plan que suponga que
estén con nosotras más tiempo les parece bien. En tres días tendremos el
Enlace, y dejaré claro que espero que los hombres se queden el próximo
verano, hasta el otoño siguiente.
Golpe estaba decepcionada, aunque no le sorprendía. Silbido quería
consenso. Gorgeo había sido la Madre desde siempre y tomaba decisiones sin
consultarle a nadie, pero Silbido era diferente.
—¡En tres días! Pero si todavía hace calor, y no hay un solo indicio de
lluvia. ¿Qué prisa hay? —Golpe dio vuelta a la rata y pinchó la carne con un
dedo manchado de nuez. Hizo una seña sin mirar a su madre, pero Silbido
detectó su tácita objeción.
—Ya hay más hombres aquí de los que regresaron el otoño anterior para
el Enlace. Ceniza es un viajero, ¿quién sabe por dónde andará?
Golpe no podía contradecir el razonamiento de su madre, pero tampoco
podía fingir estar contenta. Todos los hombres que estaban de regreso habían
pasado a saludar formalmente a Silbido, y algunos incluso le habían traído
regalos a Golpe. La cesta del secado siempre estaba ocupada con carne o

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pescado, y tenían nuevos cuchillos de obsidiana para prepararla. Trueno
además le había llevado un diminuto paquete de sal, aunque ella sabía que
otras seis mujeres habían recibido el mismo obsequio. La perspectiva de tener
que convivir con un bebé chillón probablemente desalentaba a la mayoría de
los pretendientes, pero aparentemente algunos demostraban interés por su
estatus.
Los tres días siguientes estuvieron gobernados por la locura habitual
previa al Enlace. En cuanto podía tomarse un rato libre de los preparativos del
banquete, Golpe subía a la cumbre situada encima del refugio y escudriñaba
el paisaje en la distancia en busca de algún punto en movimiento que se
acercara a Kura, pero no veía nada interesante. Bapoto parecía estar de
guardia en el refugio de Silbido; saludaba a los hombres que la visitaban
continuamente con una expresión increíblemente similar al gruñido de un
lobo, incluso a los que decían que venían a visitar a Golpe. Después del
primer día de guardia, una Silbido enfadada le sugirió que organizara una
cacería para aportar algo de carne al banquete del Enlace. Aquella noche él
celebró un ritual previo particularmente especial, y consiguió que casi todos
los hombres se le unieran a la mañana siguiente para cazar un jabalí. Dos
solteros desesperados querían aprovechar el tiempo al máximo para
impresionar a las mujeres de Kura, así que se quedaron en la aldea, al igual
que dos ancianos que ya no salían a cazar nada que no pudiera cogerse con
trampas.
La noche previa al Enlace, la partida regresó con dos jabalíes grandes. El
banquete prometía ser el mejor que Golpe recordara, pero ella deseaba que no
fuera tan inminente. Aquella noche hizo el primer turno de vigilancia,
mantuvo el fuego ardiendo con la llama alta y escuchó un sonido ululante que
nunca se aproximó. Cuando empezó a amanecer, Silbido salió del refugio y se
desperezó, y Golpe se fue a dormir de mala gana hasta hacerse de día.
El banquete fue, en efecto, memorable. Los manjares ofrecidos durante la
procesión fueron variados y abundantes. Los cerdos asados en el hoyo de la
uwanda central, con una selección especial de frutas, nueces y verduras a
cargo de Silbido, hacía que todos se relamieran mientras la Madre actual
contaba las historias tradicionales casi tan bien como solía hacerlo Gorgeo.
Golpe presenció los relatos de su madre, comió y chilló, cada cosa a su
debido tiempo, pero su atención estuvo siempre en otra parte, con una oreja
pendiente de oír un aullido lejano, y una mirada que en cada pausa oteaba el
horizonte en busca de una mancha pequeña que pudiera haberse movido
desde la última vez que se había vuelto para mirar.

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En el momento en que dos ancianos empezaron a tocar los tambores, ella
ya había perdido toda esperanza, y empezó a organizar el parvulario en que
los niños mayores cuidaban de los pequeños con una expresión tan pétrea y
vacía como la piedra caliza que se elevaba sobre la aldea. Luego llegó el
momento de la danza, y ella se plantó inexpresiva entre Silbido y Pitido hasta
que recibió codazos en las costillas por ambos lados que la forzaron a unirse.
Se unió automáticamente al gorjeo de las mujeres y golpeó el suelo de tierra
con los pies, sin pensar. Acudieron a su memoria recuerdos del otoño
anterior; había examinado diligentemente cada rostro del círculo exterior que
pasaba ante ella mientras se convencía de que estaba tomando la decisión
correcta. Esta vez las caras de los hombres le resultaban tan frías como las
caras de los lagartos, indistinguibles y carentes de emoción. Los tambores y el
canto llenaban su mente e invadían su cuerpo, pero ninguna visión de pasar el
año venidero con alguno de esos hombres encendía su pasión.
Al final, Silbido dio un paso adelante, cogió a Bapoto de la mano y se
alejó del círculo. Golpe notó que no se retiraron de inmediato, sino que se
quedaron un poco más allá de la luz de la lumbre para ver cómo se
desarrollaba la danza. Era el momento de dar un paso adelante, el momento
de elegir, y ella se apartó del círculo de mujeres y quedó de pie frente a los
hombres. Trueno, al pasar, lo hizo más lentamente, se señaló la cintura con las
manos y trinó en lo que parecía una sincera demostración de ardor, pero ella
permaneció inmutable mientras Trueno era empujado a seguir girando. Otros
hombres también intentaron permanecer delante de ella el mayor tiempo
posible. Finalmente el círculo dio una vuelta completa alrededor de la
uwanda, y Trueno volvió a pasar. Ella dio un paso al frente. Trueno levantó
los brazos victorioso, pero ella no le cogió la mano. Golpe cruzó el círculo y
abandonó la uwanda, tal como Gorgeo había hecho el otoño anterior.
Oyó a varios hombres y mujeres que la llamaban siseando, pero ella se
adentró en la oscuridad. A medida que subía el peñón de Kura hacia la cima,
sus ojos poco a poco se iban acostumbrando a la luz de la luna. De cara al
oeste, se acuclilló con la espalda apoyada en una roca grande y escudriñó
metódicamente las zonas visibles, tal como venía haciendo desde que Silbido
había anunciado el Enlace. Un murciélago pasó volando delante de las
estrellas, una hiena cruzó el río debajo del pueblo, pero no vio nada que
pareciera vagamente humano. Una brisa se llevó el último calor del día, y ella
percibió el aliento de la humedad; el otoño finalmente estaba llegando.
¿También llegaría Ceniza? En alguna parte —Golpe estaba convencida— él

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percibía el mismo soplo inicial del otoño, y eso le recordaba que debería estar
en otra parte.
Se sentó. Una nube pasó por delante de las estrellas, se convirtió en
volutas, y volvió a integrarse, y luego otra se le unió. Oía el canto que se iba
apagando a medida que las parejas iban dejando la uwanda central, y
finalmente hasta los tambores dejaron de sonar. Sólo le llegaban unos pocos
sonidos de la noche; el llanto de un bebé, y un anciano regresando al refugio
de solteros con un ataque de tos que retumbaba en toda la aldea. Cuando creía
que todos excepto los vigilantes estaban dormidos, oyó otro ruido. En alguna
parte del norte del peñón, lejos de la aldea, una piedra desprendida echó a
rodar montaña abajo. Despacio y en silencio, ella se asomó al otro lado de la
roca en la que se había apoyado. La oscuridad al norte del peñón era casi
impenetrable, aunque se distinguían algunas figuras, más oscuras en contraste
con la piedra caliza, escalando sigilosamente la parte de atrás del peñón.
Dando un grito de alarma a pleno pulmón, Golpe salió disparada cuesta
abajo hacia el refugio de Silbido, situado hacia el oeste y a mayor altura que
el resto. La gente salió en avalancha de todos los refugios, y en su descenso
Golpe les hizo señas con ambos brazos: «¡Extraños en la cima!». Antes de
llegar al refugio de Silbido se encontró con Bapoto y Susurro que subían la
pendiente a toda prisa con lanzas en ambas manos. Sin cesar en su alarido
siguió haciendo aspavientos: «¡Extraños! ¡Detrás de la cumbre! ¡Los he
visto!».
Bapoto asintió brevemente y se unió a la fila de hombres y jóvenes que
escalaban con piernas y brazos el peñón hacia la zona superior. Algunos se
sumaban a los gritos de Golpe, pero la mayoría ululaba, incluso aquellos que
habían aprendido el ululato propio de Kura aquel mismo día. Ella levantó la
puerta de piel y entró en el refugio. Silbido, con un hacha grande de piedra en
una mano, intentaba esconder a Chasquido en el nicho debajo de las pieles de
dormir. Al ver a su hija mayor entrando atropelladamente, Silbido le señaló
unas lanzas apoyadas en la pared.
—Basta de gritos. Ya te han oído. Coge una lanza y quédate en silencio.
Golpe cogió la lanza más grande y acomodó la puerta de piel de tal forma
que pudiera vigilar la uwanda sin ser vista. Después de esconder a Chasquido,
Silbido cogió un palo ardiendo y se colocó al otro lado de la puerta, atenta al
fuego para no quemar la piel. La gente de Kura seguía ululando en la cima,
luego se oyeron aullidos de alarma, y finalmente un grito. Las dos mujeres se
quedaron en silencio y vieron algunas sombras borrosas en la uwanda,
proyectadas por la luz de la luna. Los aullidos y gritos de alarma cesaron, sin

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dejar lugar a ningún sonido natural de la noche; el silencio repicaba en los
oídos de Golpe. El mango de la lanza, empapado de sudor, resbalaba entre sus
dedos agarrotados. La tea de Silbido se apagó, y ella la arrojó al fuego con la
punta de los dedos chamuscados.
Ninguna de las mujeres abandonó su refugio. Silbido atizó el fuego con
otra rama, y regresó junto a la puerta con una antorcha nueva. Chasquido echó
una ojeada desde debajo de las pieles, y Golpe le hizo un gesto con la mano.
Una nube se desplazó ocultando la luna, y la uwanda quedó a oscuras. Algo
pequeño susurró en un arbusto cerca del refugio. Un pajaro se despertó en la
noche y pió, soñoliento. Al final Susurro apareció en la uwanda y se anunció
ululando antes de acercarse a la puerta. Silbido tiró de la piel y él se metió en
el refugio.
—¿Y bien? —le preguntó Silbido.
Él se acuclilló junto al fuego, los ojos hinchados de excitación, aunque
sujetando su lanza con todas sus fuerzas. Chasquido salió de debajo del
montón de pieles, se sentó al lado de su hermano y lo tocó en la rodilla, como
queriendo confirmar su presencia.
—Había por lo menos diez extraños en la cima —explicó Susurro—.
Rugieron y se nos vinieron encima, pero cuando vieron cuántos éramos
retrocedieron hacia el norte del peñón. Gavilan alcanzó a uno en el brazo con
su lanza, eso creo, pero el extraño huyó con el resto. Esta noche los hombres
van a patrullar los alrededores de la aldea, y los más jóvenes vigilaremos los
refugios.
—Bien pensado. —Silbido besó a Susurro en la frente—. Tú y yo
podemos hacer el primer turno, si quieres.
Él aceptó, se enderezó y se dispuso a ocupar el puesto de su hermana
mayor en la puerta. Golpe le hizo un gesto de agradecimiento y le cedió el
lugar con una palmadita de aprecio en el hombro. Era tarde, la noche anterior
había dormido poco y, ahora que parecían estar a salvo, el cansancio se
precipitó como una tormenta a última hora de la tarde. Se metió dentro de una
piel, al lado de Chasquido, y se quedó dormida.
Cuando Silbido la despertó, ella vio que Susurro se había quedado
dormido en su puesto y que su madre lo había tapado con su piel de dormir.
Un sueño crispaba su rostro dormido. Con un bostezo Silbido ocupó el lugar
de su hija mayor en el nicho, y Golpe se acuclilló junto a la puerta. La luna
estaba baja. Los únicos sonidos perceptibles eran los susurros de la noche y
algún que otro aullido sordo. Finalmente, el cielo del este se tornó borroso e
incoloro, y un grito ululante anunció que alguien de Kura se acercaba.

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Susurro sacudió la cabeza y fingió estar despierto cuando Bapoto entró en el
refugio.
—¿Habéis visto algo? —preguntó Golpe. Bapoto se volvió lentamente
hacia ella con los ojos entornados. Se mordió el labio, pero no le contestó—.
¿Eran los fukizo?
Él siguió sin responder, sólo le enseñó los dientes en una mueca extraña, y
luego se metió entre sus pieles y se quedó dormido.

Para cuando el sol había salido por completo, Pitido y Lucio llegaron para
compartir unos tuétanos de huesos chamuscados que habían sobrado del
banquete de la noche anterior. Silbido y Bapoto todavía dormían, y Golpe no
encontró motivos para despertarlos. Lucio se quejó de que entre los bebés de
Burbuja, el bebé de Pitido y los invasores no había podido pegar ojo. Sin
embargo, se sentó al lado de Pitido y le acarició la nuca con la nariz. Después
de que se fueran las visitas, Golpe llevó un montón de panes sobrantes a Trino
y Trueno, que parecían tan cansados como Lucio y Pitido, aunque igualmente
felices con su incipiente convivencia.
Cuando Golpe regresó al refugio de Silbido, Susurro y Chasquido estaban
holgazaneando bajo el sol, y Bapoto se había marchado. Silbido estaba en
cuclillas a la sombra del refugio, observando una piel de antílope con el ceño
fruncido, como si hubiera algo en ella que le preocupara, y no respondió al
saludo de su hija. Golpe se arrellanó a su lado con una cesta a medio hacer.
—¿Te encuentras bien?
Silbido asintió.
—¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó Golpe.
—Una nueva envoltura para una tabla de bebé, creo. Si quieres puedes
usar mi vieja tabla, pero yo la he usado desde que nació Susurro y creo que lo
mejor es tener una nueva para cuando nazca tu bebé.
Golpe asintió agradecida y se puso a trabajar.
Cuando su madre le chistó, ella levantó la vista de la cesta casi acabada.
—Bapoto está enfadado. —Las manos de Silbido se entrelazaron sobre la
piel de antílope como un pájaro en un nido, la mirada fija en un punto remoto
del extenso valle.
—¿Por qué? —Golpe tenía una idea bastante clara de por qué Bapoto
estaba enfadado, pero miró a su madre con simulado desconcierto.
—La visión que tuvo durante el verano le ha afectado profundamente.
Cree que es esencial que hombres y mujeres se unan ahora mismo, por

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nuestra seguridad y porque la Única así lo desea. Tú no has elegido a un
compañero y él cree que eso ha ofendido a la Única y nos ha traído la
desgracia, lo que explica el ataque de los fukizo. Esta mañana sugirió que
deberías elegir a un compañero para cumplir con los deseos de la Única y
prevenir un desastre.
Golpe dejó la cesta y chilló furiosa.
—¿Qué? ¿Cómo puedes decir eso? Tú misma no elegiste a nadie en una
ocasión. ¿Cómo es que no me defendiste?
Golpe tuvo la sensación de que el sol súbitamente se desplazaba en el
cielo, y de que todo el valle y todo lo que había en Kura adoptaba un aspecto
sutilmente distinto.
—Escucha, Silbido. No hay ningún ser invisible que le diga a Bapoto que
debo elegir un compañero. Bapoto es fuerte y persuasivo, pero se equivoca.
Los de Fukizo no darán media vuelta porque yo acepte a un compañero contra
mi voluntad.
—Eso no lo sabes. Puede que Bapoto tenga razón. Puede que la Única nos
esté castigando y que tú puedas salvarnos con sólo escoger a un compañero.
¿Por qué tienes que complicarlo todo? El año que viene, cuando los fukizo se
hayan ido, Bapoto se habrá olvidado de esta idea de la convivencia
permanente, y tú podrás estar otra vez con Ceniza, si es que regresa.
Golpe se puso de pie y se marchó de la uwanda, escalando la pendiente
hacia la cima. Silbido cogió la piel y empezó a perforarla de un lado con una
lezna de piedra.

Golpe tenía la sensación de haberse vuelto invisible para todos los adultos
de Kura. Los niños todavía la buscaban y le pedían que les dejara palpar la
barriga, la invitaban a sumarse a sus juegos y la ayudaban con las tareas que
empezaban a resultarle difíciles a causa de su creciente tripa. Sin embargo, ni
Silbido ni Bapoto le hablaban, ni la miraban, ni compartían con ella el turno
de vigilancia. Silbido preparaba la comida para Bapoto y los niños, y dejaba
las sobras donde Golpe pudiera encontrarlas más tarde. El resto de los adultos
la ignoraban cuando se encontraban con ella, y cada vez que se cruzaran con
ella pasaban a su lado en silencio. Sólo Burbuja dio señales de reconocer su
existencia cuando ella se echó a llorar al pasar por la uwanda de Pitido.
Al principio, Golpe estaba un poco disgustada, aunque distraída la mayor
parte del tiempo. Se preparaba para recibir a su bebé, hablaba con Susurro y
Chasquido, y andaba como un pato por la cumbre desde donde atisbaba las

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manchas lejanas que pudieran ser Ceniza. En sus paseos se cruzaba
ocasionalmente con hombres que la ignoraban, pero nunca con una mujer. Las
mujeres y los niños seguían encerrados en los refugios, e iban a las letrinas o
al río en grupos. Después de siete días de recibir este trato, a Golpe empezó a
hacerle menos gracia, aunque al mismo tiempo ya no le molestaba tanto. Casi
estaba agradecida de no tener que discutir con nadie sobre las ideas de
Bapoto, y esperaba que todo quedara olvidado tras la llegada del bebé. Un
día, al regresar de las letrinas, Silbido la abordó sorpresivamente en la
hoguera de la uwanda.
—Golpe, ven aquí.
Ella se acuclilló junto a su madre y observó que Silbido ya casi había
acabado la tabla de bebé.
—Esta piel ha quedado de maravilla.
—Sí. Quiero que sepas que todo está resuelto. Te hemos encontrado un
compañero aceptable. Bapoto y la Única estarán felices. Estoy segura de que
estarás a gusto con él, y en cualquier caso sólo tienes que ser sociable hasta la
primavera.
—¿A qué te refieres?
—Te está esperando en el refugio. Ve a conocerlo.
Silbido dejó su artesanía en una cesta, se levantó y condujo a Golpe hacia
el refugio con una inclinación de cabeza. Golpe pasó por debajo de la puerta
de piel y se sorprendió al encontrar a dos hombres dentro: Bapoto y
Madriguera, el hombre corpulento de ojos apagados a quien ella había visto
celebrar el ritual de la caza con Bapoto y Chacal. Al igual que el año anterior,
había venido a Kura para el Enlace y se había marchado al día siguiente, sin
ser elegido. Bapoto se movió para colocarse entre Golpe y la puerta, mientras
Madriguera la estudiaba como si ella fuese un conejo.
—Golpe, éste es Madriguera —gesticuló Bapoto—. Está encantado de
regresar a Kura para ser tu compañero. Esto nos protegerá de los ataques de
los fukizo. Le aceptarás. Madriguera le dedicó una mueca desagradable,
exhibiendo la ausencia de sus dos incisivos y un colmillo roto, y avanzó hacia
ella.
Golpe le enseñó los dientes y gruñó. Se apartó y encontró su camino hacia
la salida bloqueado por Bapoto y Madriguera, uno a cada lado del fuego.
Cuando los dos hombres avanzaron hacia ella, saltó por encima del fuego, tan
alto como su voluminosa barriga se lo permitía. El fuego apenas ardía y
Golpe no se quemó, pero los hombres la cogieron en el aire por ambos brazos,
la apartaron del fuego y la arrojaron al suelo de barro haciéndola caer sobre

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manos y rodillas. Bapoto le puso un pie en la nuca y apretó su cara contra el
suelo. Ella forcejeó para girar la cabeza y así poder respirar, y sintió en el
vientre las violentas patadas del bebé.
Bapoto mantenía una mano al ras del suelo para que ella pudiera entender
su mensaje.
—Cálmate. Acepta la voluntad de la Única.
Ella volvió a gruñir, pero sin moverse. Una ira ardiente la cegaba, la
paralizaba, llenaba su garganta con un bramido de furia. Ni el leopardo ni el
león le habían provocado una reacción tan fiera, pero el pie de Bapoto le
aplastaba el cuello impidiendo cualquier reacción.
—¡No estás en tu tierra! ¿Qué te has pensado? —Golpe no podía ver la
cara de Madriguera, pero trataba de hacerle llegar sus palabras con una mano
lo mejor que podía. Bapoto emitió un sonido similar al silbido trémulo con el
que se dirigía a la Única. Madriguera lanzó un zumbido de celo y la sujetó por
las caderas. Mientras la embestía torpemente por detrás, ella rugió, no de
dolor, sino de rabia y humillación. Sus señas apenas se entendían—. ¡Soy la
hija de la Madre y tú una hiena! ¡Vete! ¡No es casual que nadie te haya
elegido nunca como compañero!
Justo antes de que su cerebro furioso pudiera pensar más insultos, ella
advirtió que Madriguera había dejado de gruñir, retirando su ultrajante
miembro y apoyándose en sus talones. Bapoto aflojó la presión sobre su
cuello, se dio la vuelta y la dejó a solas con Madriguera. Ella retrocedió hasta
el nicho de dormir para apartarse de él todo lo posible.
Madriguera volvió a enseñar sus dientes rotos.
—Bapoto dice tú y yo juntos para siempre. Dice salvamos el ukoo. Ahora
todo el mundo me tratará mejor.
Golpe siseó y la mirada lasciva de Madriguera se transformó en una
mirada ausente. Comprendiendo finalmente cómo se sentía ella, se puso de
pie y salió del refugio andando pesadamente. Golpe respiró hondo unas
cuantas veces y trató de organizar sus pensamientos. El ultraje la ensordecía
como una nube de langostas, sus puños apretados contra el suelo. La
desmenuzada piedra caliza se le incrustaba en la espalda mientras consideraba
y descartaba un plan tras otro. ¿Qué podía hacer? Nadie en Kura desafiaba a
la Madre; nadie siquiera ignoraba su presencia. El silencio exterior le dio
valor para asomarse a la uwanda. Estaba vacía. Aparentemente Bapoto y
Madriguera habían ido a llevarle la buena nueva al resto de la aldea, y Silbido
probablemente no quería enfrentarse a su hija hasta que se hubiera calmado.

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Junto a la puerta del refugio había una bolsa de agua vacía y una petaca
con semillas de mango salvaje; Golpe las manoteó mientras cruzaba la
uwanda a toda prisa y bajó la cuesta tan rápido como se lo permitía su
barriga. Los árboles enanos al oeste de Kura la cubrían camino del río, pero al
llegar allí se encontró con Zumbido llenando calabazas a orillas del agua. La
anciana levantó las cejas pero no hizo ninguna seña. Golpe llenó su bolsa de
agua, se colgó la correa al hombro y enfiló río abajo, alejándose de Kura. Oyó
los reiterados chasquidos de dedos de Zumbido y se volvió para encontrarse
con la mujer que contemplaba su partida con ojos brillantes y un gesto de
angustia.
El sol había iniciado su descenso cuando Golpe marchaba tambaleante
hacia el sur. Su ira se había calmado; sus pensamientos recuperaron cierto
orden. Ella era la hija primogénita de la Madre. No aceptaría a un compañero
impuesto por otro, mucho menos por Bapoto, y mucho menos a un búfalo
repugnante como Madriguera. El aislamiento le pesaba como una losa sobre
los hombros. Cabizbaja, hundía los pies en el polvo a cada paso. ¿Dónde
estaría a salvo? En Kura no, ya no. Aquello que Silbido creía lo mejor para
Kura ya no era lo mejor para Golpe. Conocía bien el territorio en todas las
direcciones, sabía lo que podía comer, lo que podía usar y aquello a lo que
debía temer. También sabía que no sobreviviría al invierno sin una reserva de
comida, ni al nacimiento de su bebé sin nadie que la ayudara.
«Cada cosa a su tiempo —pensó—. Primero decide adónde ir».
Quizá Porrazo había regresado a Panda Ya Mto este otoño. Quizá su
compañera querría compartir un poco de comida con una mujer soltera.
Golpe frunció el ceño, escéptica, mientras se miraba los pies, y enfiló
hacia el sudoeste.

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13

Cuando Ceniza pensó en detenerse para mirar atrás por última vez, Kura ya
había desaparecido, perdida detrás del último peñón de piedra caliza. Sus
largas trenzas le cayeron sobre los hombros al darse la vuelta para seguir
corriendo. No iba con un corredor más lento que lo frenase, no estaba
limitado por la necesidad de regresar al campamento antes de que oscureciera;
el placer de estirar sus músculos desaprovechados lo instaba a acelerar el paso
y correr más rápido que en las carreras de largo recorrido. Sus conversaciones
con los mercaderes habían dado forma a su plan; seguir el río Kijito hacia el
sudoeste, hasta llegar al tramo en que queda reducido a un hilo de agua, y
entonces cruzar el río y girar hacia el sur. A menudo tenía la espalda pegajosa
de sudor, y sentía escalofríos cada vez que se paraba a beber a la sombra de
un baobab. Corría con una lanza corta en la mano, por si sorprendía a alguna
presa pequeña, y poco después del mediodía fue recompensado cuando una
ardilla escondida debajo de un arbusto perdió los nervios y se precipitó en su
camino. La carne cocida era un lujo de invierno, así que enseguida reanudó la
marcha, una piel fresca de ardilla ondeando sobre su morral. Al caer la noche
se encontraba lejos, en una región desconocida al sudoeste de Kura. La
sabana jalonada por peñones de piedra caliza había dado paso a unos bosques
elevados y abiertos, interrumpidos por rocas de granito y matorrales. Hacía
más frío que en las elevaciones menores próximas a Kura, y cuando los
pájaros diurnos se callaron y empezaron a aparecer los murciélagos, Ceniza se
alegró de encontrar un matorral espeso debajo del cual desenrollar sus pieles
de dormir.
El día siguiente fue muy parecido, y el siguiente, y el siguiente. El río
Kijito, siempre a su izquierda, se encogía en cada afluente. Pasó una tarde
cazando, una mañana pescando, y un día entero escalando una cumbre de la
zona para tener una mejor vista. Se encontró con algunos cazadores y
mercaderes, con quienes intercambió saludos e información, y se presentó en
varios ukoos, donde negoció con su pequeña provisión de bienes y su mayor
provisión de historias. Los días se convirtieron en una luna, y empezó a

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encontrarse con gentes cuyas señas eran algo diferentes de las que había visto
hasta entonces.
Cuando había viajado desde Kilima el verano anterior, las historias
llenaban los largos días de caminata. Él y Colina adornaban las historias
tradicionales, ampliaban su repertorio y perfeccionaban sus habilidades de
narradores. Las historias que contaba en este viaje, sin embargo, siempre
parecían incluir a Golpe, o incorporaban un personaje similar, o narraban una
aventura parecida a una que había vivido con ella. El otoño nunca estaba lejos
de sus pensamientos.
Hacía mucho que había cruzado el Kijito, y se dirigía al sur cuando se
encontró con un mercader que había hecho trueques con los fukizo, y que le
indicó que siguiera por el paso de una cordillera que estaba a la vista en el
horizonte. En lo alto de aquellas montañas, atravesó un bosquecillo de árboles
que no le llegaban más arriba de las rodillas, deformados por los vientos
crueles y las tormentas de viento hasta adquirir formas fantásticas que
inspiraron los monstruos temibles que aparecerían en la siguiente historia de
Ceniza. Un trozo intrigante de esta madera apareció tirado en el camino, y
Ceniza lo recogió. Cada noche, durante sus breves descansos y antes de
dormir, meditaba sobre las espirales y las intrincadas formas de su hechura,
observándolo desde distintos ángulos. Finalmente, el contorno de la madera
sugería una forma, y él empezaba a hacer una muesca por aquí y a alisar un
borde por allá.
Dos días después de cruzar el paso de montaña salió del bosque de árboles
enanos y deformados para encontrarse con un gran lago cuyas serenas aguas
reflejaban de un modo penetrante el cielo azul y el sol brillante del mediodía.
Los árboles continuaban bordeando un lado del lago, mientras que al otro lado
se extendía una pradera que bullía de insectos voladores y saltarines y donde
unas florecidas rosas hacían erupción. En la pradera también había cuatro
hombres fornidos y mojados, que luchaban por extraer un montón de peces
rebeldes de la maraña de una red.
Ceniza ululó con respeto y avanzó por la costa rocosa en dirección a ellos.
El más grande de los cuatro le devolvió el saludo y caminó hacia él, mientras
los otros se afanaban por volcar la pesca sobre la hierba. El hombre se detuvo
y midió las intenciones del extraño que se acercaba. Tenía la misma estatura
de Ceniza, pero era más ancho de hombros. Al igual que los otros tres, llevaba
el pelo trenzado en una serie de círculos concéntricos alrededor de la cabeza,
y tenía una expresión que Ceniza interpretó como de bienvenida, si bien
enseñaba los dientes más de lo que Ceniza consideraba estrictamente

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necesario para una muestra de simpatía. Cuando se acercó lo suficiente para
entablar una conversación, Ceniza se colocó la lanza debajo del brazo y lo
saludó con señas amplias, las cuales, según había podido comprobar, eran
comprendidas incluso entre los ukoos con lenguaje propio.
—¡Hola! Soy Ceniza, de Kilima.
—Bienvenido, Ceniza. Soy Dika, de Fukizo. —Por suerte, Dika empleaba
señas comunes y corrientes, y no iba armado. Mientras Dika continuaba
acercándose, Ceniza se aseguró de pisar en firme, corrigió ligeramente la
posición de la lanza e imitó la sonrisa dentuda de Dika. Lanzó una mirada a
los otros hombres, que observaban el encuentro a la vez que plegaban la red y
recuperaban un pez extraviado que intentaba regresar al agua.
—¡Buena pesca! —Ceniza señaló al grupo de pescados que se afanaban
con la red.
—Muy buena. Ahumarlos nos llevará el resto del día. ¿Quieres comer con
nosotros? Nos gustaría escuchar una historia, si es que sabes alguna. —Dika
empleaba señas claras, familiares, pero hablaba a un ritmo tal que Ceniza
tenía que prestar atención para no perderse el significado de su mensaje. La
sonrisa de Dika se relajó dando paso a una expresión más próxima a la
curiosidad.
—Gracias. Estaré encantado de ayudaros con la pesca, y de contaros un
par de historias a cambio de la comida. —Ceniza dejó el bulto y la lanza, y
alzó las manos en un gesto de confianza. Dika le indicó que lo siguiera y se
dio la vuelta para regresar con los otros hombres.
Mientras se acercaba, Ceniza realizó un ademán de saludo con las palmas
abiertas, y los otros tres hombres le respondieron imitando el gesto. Ceniza se
presentó, y Dika le presentó a sus compañeros. Agama era bajo de estatura,
delgado y nervudo, y tenía el peinado más elaborado de los cuatro. Ceniza lo
encontró un poco sospechoso. Roca tenía una cara ancha y simpática y era tan
alto, delgado y joven como Ceniza. Halcón era extraordinariamente guapo y
saludó a Ceniza con una mirada triste, introvertida. Antes de que Ceniza se
dispusiera a seguirles, Dika ya había organizado una especie de cadena de
montaje de cinco miembros, y entre todos empezaron a limpiar el pescado
para colgarlo en unos palos largos. El trabajo era repetitivo y no requería de
fuerza física ni concentración, pero evitaba la conversación. Pronto los
pescados colgaban relucientes de los palos en plateadas hileras.
Invitaron a Ceniza a que les acompañara a sus refugios y comiera con
ellos, y él aceptó agradecido, pues no había cazado nada en dos días. Con los
palos sobre los hombros pronto llegaron a una uwanda grande y despejada

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que se curvaba alrededor de un refugio de tamaño considerable. Un esmerado
círculo de piedras en el centro de la uwanda contenía un fuego ardiente.
Aparentemente, el refugio había sido en su origen una cueva poco profunda
de unos dos metros de fondo, coronada por un arco natural en un muro de
granito desmoronado. La cueva había sido ampliada mediante una estructura
de palos inclinados, seguramente incrustados en las muescas del granito, y
techada con pieles ligadas. No había más refugios a la vista, ni tampoco más
gente. Ceniza elogió la idea y la construcción del refugio, y pensó que sin
duda era el refugio de solteros mejor conservado que había visto, y el único
que había visto con ocupantes de verano. Halcón parecía contento.
Halcón escogió una cesta llena de pescado, avivó el fuego de la uwanda y
empezó a preparar la comida. Había un humero ya construido para colocar el
resto del pescado, y los cuatro pares de manos restantes se encargaron de la
tarea breve de colgar los peces, encender el fuego del humero y arreglar las
pieles para permitir la entrada de una corriente de aire apropiada. Cuando
empezó a atardecer, el humero estaba cerrado, y el olor de la comida le hizo a
Ceniza la boca agua.
Cada uno de los hombres se hizo con un plato; Ceniza hurgó en su bulto
en busca de un cuenco de madera. Halcón repartió el pescado, relleno con
cebollas pequeñísimas, judías de primavera y hierbas desconocidas, y cocido
sobre el fuego en cuerdas hechas de las mismas fibras con que se había
construido la red. Los otros hombres parecían estar tan hambrientos como
Ceniza; si bien cada uno recibió de Halcón tres pescados grandes rellenos,
cuando Ceniza levantó la vista de su cuenco vacío ya no quedaban sobras,
excepto un montón de espinas cerca de cada uno de ellos. Roca estaba
masticando una de las cuerdas, y Ceniza descubrió que la cuerda en la que se
había cocido su pescado también estaba sabrosa, aunque era demasiado dura
para tragársela.
Cuando terminaron de comer la noche era cerrada y fría, pero por la
manera en que Agama avivó el fuego Ceniza supo que de momento no tenían
previsto irse a dormir. Dika se puso de pie y localizó una lanza corta apoyada
en el muro del refugio.
—Yo vigilaré primero. —Dika enseñó los dientes del mismo modo
extrañamente amistoso en que lo había hecho antes. Trepó a una roca grande
y plana cerca del borde de la uwanda y se puso en cuclillas de cara al fuego
—. Por favor, cuéntanos historias de tus viajes.
Ceniza comenzó con la historia de cómo había crecido en Kilima, para
dejar luego el ukoo de su madre y no ser aceptado por ninguna de las mujeres

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de las aldeas vecinas. A ellos esta historia les pareció entretenida, así que
siguió con la historia del viaje de Colina el verano anterior, la muerte de
Colina, y su llegada a Kura. Al mencionar Kura, Ceniza vio que los cuatro
hombres hacían señas de reconocimiento, aunque siguieron atendiendo a la
historia sin ningún cambio perceptible en sus expresiones.
Ceniza se envolvió los hombros con una piel de dormir y se reclinó contra
un tocón.
—Dadme un momento hasta que recuerde otra historia. ¿Alguno tiene una
para contar?
Los otros se acomodaron ukoos alrededor del fuego y miraron expectantes
a Halcón, que empezó con una historia similar a una que se contaba en todos
los ukoos, en la cual una montaña echaba humo, escupía cenizas y vomitaba
un líquido caliente que quemaba todo lo que tocaba y que luego se convertía
en piedras negras y brillantes con las que se podían hacer unas herramientas
magníficas. A continuación, Roca narró la caza de un lagarto por la cola. La
cola se le había escurrido de entre las manos y el lagarto se le había escapado.
Ceniza observó que Agama le hacía una mueca a Dika, pero Halcón asintió
dando credibilidad a la historia, y Ceniza remarcó que ya conocía de antes las
historias de esos lagartos. Luego Ceniza contó cómo le habían aceptado en
Kura. Hizo una imitación humorística de la pequeña Gorgeo dando órdenes a
los miembros del ukoo, mucho más altos que ella, y casi hizo llorar a Roca y
Agama con el relato de su muerte. Cuando describió el funeral para Gorgeo
inventado por Bapoto, Dika le lanzó una mirada a Roca que Ceniza no pudo
interpretar, aunque notó que Agama hacía rechinar los dientes.
—Háblanos de ese Bapoto.
Ceniza les habló de cómo Bapoto había llegado a Kura el otoño anterior
con la creencia en un espíritu llamado la Única, de cómo realizaba rituales de
curación para la herida infectada de Golpe, y de cómo mucha gente acabó
convencida de la verdad de esas ideas. Ceniza describió las creencias de
Bapoto tal como él las entendía: la Única trae la buena suerte o la mala suerte;
la Única cura algunas heridas, y hace que otras supuren o se extiendan; la
Única hace que algunos animales vengan pacíficamente para ser sacrificados
y que otros se vuelvan invisibles para los cazadores; y finalmente, la gente
muerta en realidad no muere, sino que parte, bajo otra forma, al encuentro de
la Única.
—En primavera —concluyó Ceniza— casi toda la gente ya estaba
convencida. O al menos los nuevos rituales ya se habían vuelto populares.

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Dika gruñó, y los demás le miraron cuando se puso de pie sobre la roca a
un costado de la hoguera.
—Creo que conocemos a ese Bapoto —dijo con señas, unas señas amplias
y lentas, de modo que pudieran verse en la oscuridad—. Yo nací en Fukizo
hace treinta primaveras. Mi madre se llamaba Áster. Hibisco, su hermana, era
la Madre de Fukizo. Me alimentaron bien y crecí fuerte. Cuando yo tenía
ocho primaveras Bapoto se presentó en Fukizo para la ceremonia de Enlace.
Era un hombre maduro, de unas veinte primaveras quizás, alto y fuerte, y
hasta un niño como yo podía darse cuenta de que todas las mujeres querían
quedarse con él. Fue elegido por la Madre, mi tía Hibisco, pese a que ella era
mucho mayor que él.
»Poco después las cosas empezaron a cambiar. Si bien los hombres
estaban emparejados, empezaron a reunirse en el refugio de solteros por las
noches para tocar los tambores, bailar y producir sonidos extraños. Mi madre
me explicó que Bapoto estaba enseñando a los hombres algo que haría que las
cacerías fueran más exitosas, y al principio parecía que la carne abundaba más
que de costumbre. Después Bapoto nos enseñó un ritual para la gente que
estaba herida o enferma, lo que supuestamente era beneficioso para ellos. La
mayoría de las veces parecía funcionar. La gente empezó a ver a Bapoto
como una especie de segunda Madre y le pedía consejo para todo. Muchas de
las funciones que siempre habían estado a cargo de la Madre, como narrar las
historias tradicionales en las fiestas y hacer de juez en las disputas, pasaron a
manos de Bapoto, con el consentimiento de Hibisco. Finalmente comprendí
que los nuevos rituales de cacería y curación, así como los funerales,
formaban parte de las creencias de Bapoto acerca de la Única.
»Cuando me hice hombre Bapoto ya controlaba nuestras vidas por
completo. Le decía a cada mujer con quién debía emparejarse en el Enlace,
según los deseos de la Única. Informaba a cada madre qué nombre había
elegido la Única para sus hijos. Casi todos lo respetaban y lo querían. La
gente sólo era feliz cumpliendo los deseos de la Única, con el fin de mejorar
su buena fortuna en vida y poder vivir al amparo de la Única después de la
muerte.
»Durante la primavera en la que me convertí en un hombre y me disponía
a dejar el refugio de mi madre, mi tía Hibisco murió. Ella había tenido
muchos hijos varones, pero sólo una hija había sobrevivido para recibir un
nombre, y aquella hija tenía apenas seis primaveras, demasiado joven para
convertirse en la nueva Madre. Mi madre, Áster, tendría que haber sido la
nueva Madre de Fukizo según la tradición, pero algo ocurrió. La noche de la

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muerte de mi tía, Bapoto no se unió a la familia para velar su cuerpo, sino que
abandonó el refugio y la aldea. Al regresar por la mañana, contó una historia
extraordinaria acerca de un encuentro con un león que, en lugar de atacarle, se
había echado y luego huido con el rabo entre las piernas. Bapoto interpretó
este extraño suceso como una revelación de la Única, y declaró que la Única
deseaba que él fuera el nuevo líder de Fukizo.
Dika no empleó la seña «Madre», puesto que ésta se refería a una mujer
con hijos, sino otra seña cuyo significado era «el sucesor». Ceniza se estiró y
añadió otro leño al fuego.
—Se parece mucho al Bapoto que yo conozco. ¿Se convirtió finalmente
en la Madre, quiero decir, en el líder?
—Algo así. La mayoría quería y respetaba a Bapoto, y estaba conforme
con la manera en que había ido asumiendo las obligaciones de Hibisco,
siempre y cuando actuara en su nombre, pero había unos pocos que no
aceptaban a un hombre como líder. Era la primavera, la época en que los
hombres debíamos dejar la aldea. Cuando nos marchamos, un grupo de
mujeres, incluida mi madre, también dejó Fukizo. Partieron rumbo a un sitio
que había sido uno de nuestros campamentos para la cosecha de verano. Allí
construyeron refugios de invierno y lo llamaron Nuevo Fukizo, mientras que
Bapoto se convirtió en el líder de los fukizo que se quedaron. Parecía una
buena solución, y al principio los dos pueblos estaban contentos.
»Pasé el verano entre la caza y el trueque, e inverné en un refugio de
hombres que no estaba muy lejos. De vez en cuando visitaba a mi madre y
hablaba con gente de los dos pueblos. Los que se habían quedado en Fukizo
seguían venerando a Bapoto como un intermediario de la Única. Los que
vivían en Nuevo Fukizo continuaban creyendo en la Única y realizando los
rituales de Bapoto, pero rechazaban la idea de que la Única enviara mensajes
a través de él. Pasó el tiempo, y empezaron a surgir los conflictos entre la
gente de Fukizo y Nuevo Fukizo. Había peleas por quién cosechaba qué,
discusiones entre grupos de cazadores, y los dos pueblos estaban
absolutamente convencidos de que la Única estaba de su lado.
»Hace ocho primaveras murió mi madre, y mi hermana Nerina se
convirtió en la Madre de Nuevo Fukizo. Fue una buena líder, y Nuevo Fukizo
prosperó, pero los conflictos con los antiguos habitantes de Fukizo
aumentaron. Hace tres veranos, después de que las mujeres regresaran de la
cosecha, Bapoto y un grupo de mujeres del antiguo ukoo vinieron a Nuevo
Fukizo y dijeron que la Única había declarado que los dos Fukizo debían
volver a unirse. A mi hermana le pareció que él tenía una actitud

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condescendiente y de reproche, y las mujeres de Nuevo Fukizo lo echaron de
la aldea persiguiéndolo con varas de sauce.
»Nada más regresar del viaje de verano, los hombres de uno y otro pueblo
se enteraron del altercado. Los dos bandos consideraron que sus mujeres
habían sido insultadas, y como se acercaba el Enlace los hombres creyeron
que era una excelente ocasión para demostrar su valentía defendiendo el
honor de las mujeres con las que querían emparejarse. De las dos aldeas
partieron grupos de hombres armados hasta los dientes. Se encontraron en un
desfiladero entre dos pasos de montaña. Yo presencié el combate desde uno
de los picos de las montañas.
Las manos de Dika temblaban mientras narraba, los ojos cerrados y la
cara contraída.
—Los rugidos y los bramidos y los gritos eran ensordecedores. No se
parecía en nada a una cacería, ni a un ataque de animales. Ambos bandos
estaban luchando por sus creencias y por el honor y la reputación de sus
mujeres, y ninguno estaba dispuesto a retroceder.
»La mayoría de los hombres de Fukizo murió aquel mismo día, o días más
tarde. De los hombres de Nuevo Fukizo murieron casi la mitad. Nunca
encontraron el cuerpo de Bapoto, pero suponíamos que se lo había llevado un
leopardo o una hiena antes de ser identificado. Hasta que tú contaste esa
historia no sabíamos que había sobrevivido. Aquel invierno los dos pueblos
pasaron hambre y frío; murió mucha más gente. A la primavera siguiente, las
mujeres de ambos pueblos volvieron a encontrarse con los ojos llenos de
lágrimas. A nadie le importaba ya si Bapoto se comunicaba o no con la Única.
La pena y la miseria habían humillado a todos por igual, y las mujeres se
reconciliaron.
—Seguro que teníais familiares y amigos que murieron en la batalla.
Lamento vuestras pérdidas —dijo Ceniza a los cuatro hombres, y entonó un
lamento fúnebre. Dika asintió agradecido, y los otros también se lamentaron.
Ceniza recordó el ataque de los de Fukizo a la partida de cazadores de
Kura, y pudo fácilmente imaginar la batalla y las heridas que Dika acababa de
describir. Ahora estaban claras las razones por las que los de Fukizo habían
atacado a los hombres de Kura: cuando los fukizo reconocieron a su enemigo
Bapoto, la gente de Kura le acompañaba. Ceniza percibió que los cuatro
hombres reunidos en torno al fuego no estaban molestos con él por su vínculo
con Bapoto, y decidió que podía hablarles de aquel episodio.
—Esta primavera, un grupo de cazadores de Fukizo se topó con Bapoto,
que cazaba en compañía de varios hombres de Kura.

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Agama lanzó un gruñido, y Ceniza observó que sus manos se cerraban en
puño.
—¿Qué fue lo que ocurrió? —preguntó Dika.
Ceniza reprodujo el relato de Trueno sobre el encuentro con los de
Fukizo. Agama prestaba atención, la mandíbula rígida. Roca entornó la
mirada. Halcón parecía a punto de llorar. Dika se mordió el labio inferior.
Una vez que Ceniza acabó de describir las heridas de los hombres de Kura,
les preguntó:
—¿Qué harían los de Fukizo tan lejos de su tierra?
—Muchos de los hombres de Fukizo son nómadas, y el último invierno la
caza fue escasa —explicó Dika con señas—. Puede que después de la cacería
algunos hayan llegado mucho más al oeste que de costumbre. Los fukizo, por
lo general, no son violentos, menos aún lejos de su propia tierra, pero en
contrarte a Bapoto al frente de un nuevo grupo de hombres… En fin…
Ceniza asintió con ironía.
—Entiendo.

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14

«Panda Ya Mto está más lejos de lo que pensaba», se dijo Golpe. Si bien las
mujeres no visitaban otros ukoos, excepto bajo circunstancias extraordinarias,
ella estaba segura de conocer el camino; el pueblo se veía perfectamente
desde un bosquecillo de morojwa en el que ella había recogido fruta. La
adrenalina la había hecho andar durante toda la tarde, pero ahora que se
estaba poniendo el sol los pies le pesaban como los de un elefante, y estaba
segura de que anochecería antes de que pudiera llegar al pueblo. Le crujía el
estómago, pero temía agotar su reserva de nueces de mango y sólo se comió
una. En una colina que se alzaba sobre el río divisó una arboleda enana que
proporcionaba algo de sombra, así que llenó la bolsa de agua y subió la cuesta
con esfuerzo. Justo cuando encontró un sitio donde refugiarse, el sol
desapareció en el horizonte y ella empezó a temblar. El matorral que
finalmente escogió era espinoso y hacía imposible una buena vigilancia, pero
consideró que las zarzas eran el mejor refugio.
Acurrucada de lado, sintió el ardor del cansancio en cada músculo y el
pellizco del hambre en el estómago. Sintió en la espalda el golpe de un brazo
pequeño, o de una pierna pequeña, y se retorció buscando otra posición. El
último resto de coraje se esfumó con la luz del día. Seguramente aquel ruido
había sido una pisada, algo grande. Una rama partida, sin duda un león. Y ese
siseo, ¿era Madriguera? El corazón le latía cada vez más rápido, se le
tensaban los músculos, y el propio pulso retumbaba en sus oídos. Mucho
tiempo después oyó un aullido distante, y al cabo de un rato el chillido de un
conejo. Más oscuridad, una piedra puntiaguda en el costado, una ráfaga de
viento que ocultaba todos los demás sonidos. Una oscuridad interminable.
De repente Golpe abrió los ojos. La luz tenue se escurría entre las zarzas.
Silencio. Tenía todo el lado derecho adormecido, y movió su pierna
torpemente para reanimarla. El movimiento hizo sonar todo el matorral
anunciando su presencia, y ella se quedó helada, atenta a una respuesta, pero
no oyó nada. Cuando volvió a sentir sus miembros se arrastró fuera del
matorral, la nariz colmada con los olores de las hojas secas, las pequeñas

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ramas partidas, la hierba espigada. Se puso de pie y aspiró hondo; no había
indicios de humo, ni de gente, ni de desperdicios amontonados, ni de comida
rancia almacenada; había dejado atrás todos los olores de su pueblo. Un cielo
gris ocultaba cualquier pista sobre la ubicación del sol, y contempló el
paisaje, dudosa, hasta reconocer el hilo de agua que había seguido el día
anterior.
Demasiado agarrotada para otro intento de descanso, Golpe se comió una
nuez, llenó la bolsa de agua y reemprendió la marcha con dificultad. El sol no
aparecía. Los pies le pesaban más que el día anterior, y se preguntaba si las
marcas que ella creía recordar la estarían llevando a otro lugar vagamente
recordado, y no a Panda Ya Mto. Debía de ser cerca del mediodía cuando
divisó unos refugios a lo lejos. ¿Eran refugios? A simple vista no se
correspondían con sus recuerdos del pueblo y el bosquecillo de morojwa, pero
ahora no había nada que hacer; tenía que pedir ayuda. Cuando se anunció
ululando al estilo Kura, varias personas salieron de los refugios y
contemplaron con curiosidad la visión poco frecuente de una mujer que se
acercaba. Ella vio que llevaban el pelo como los de Panda Ya Mto y suspiró
aliviada. En la uwanda más próxima había tres mujeres, dos hombres y varios
niños. Golpe se dirigió a la mujer que parecía la mayor de todas con señas
informales, empleando una sola mano.
—Hola. Soy Golpe, de Kura. Estoy buscando a mi hermano Porrazo; ¿está
invernando en Panda Ya Mto?
Las dos mujeres jóvenes se cruzaron de brazos, intercambiaron muecas y
miraron a la mayor. Los hombres ocultaron sus expresiones con las manos. La
anciana entrecerró los ojos y respondió con sus dedos rígidos.
—La Madre de Panda Ya Mto es Primavera. Su refugio es aquél. —Se
volvió y señaló un refugio cercano, grande y sólido.
«Soy una idiota —pensó—. Equivocarse de Madre; deberían darme con
una vara». Mortificada por sus malos modales, Golpe se deshizo en
agradecimientos a la mujer y siguió su camino hacia el refugio indicado,
donde había una mujer muy alta, de pie y cruzada de brazos, los ojos bien
abiertos. Golpe se presentó empleando los gestos propios de los hombres que
regresan para el otoño.
—Bienvenida, Golpe. —La mujer alta utilizaba una extraña combinación
de señas informales empleadas entre mujeres y señas formales que habría
usado para saludar a un hombre que vuelve—. Soy Primavera, Madre de
Panda Ya Mto. ¿Qué te trae por aquí?

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—Estoy buscando a mi hermano Porrazo. Fue compañero de Rocío;
¿todavía anda por aquí?
—Porrazo sigue estando con Rocío. Mi hijo Relámpago te llevará al
refugio de Lluvia, la madre de Rocío.
Le hizo un gesto con la mano a un muchacho de unas siete primaveras, y
él echó a correr lanzando una mirada atrás para asegurarse de que Golpe lo
seguía.
Golpe runruneó respetuosa y realizó una leve inclinación de cabeza, y
después siguió al muchacho pasando entre dos refugios y rodeando un peñón.
No hizo ruidos ni gestos mientras él la guiaba hasta un pequeño refugio en la
zona más apartada del pueblo y la abandonaba en la uwanda. Golpe ululó
suavemente, y una mujer minúscula de rasgos finos apenas mayor que ella
salió del refugio. Llevaba a un niño de la mano y detrás de ella apareció
Porrazo, que parecía aún más corpulento que la última vez.
Golpe miró a Porrazo con una sonrisa de oreja a oreja, pero se dirigió
primero a la mujer.
—Soy Golpe, de Kura. Soy la hermana de Porrazo.
La mujercita observó a Golpe con grandes ojos, y luego estudió la cara de
Porrazo antes de responder.
—Yo soy Rocío, de Panda Ya Mto. Bienvenida al refugio de mi madre.
Ella ha salido.
El niño luchaba por liberarse de la mano de Rocío, y ella lo aupó contra su
voluntad. Porrazo le guiñó un ojo a Golpe, pero no estaba seguro de si tenía
que saludarla.
—Es un niño precioso. —Golpe saludó con la mano al niño que Rocío
tenía en brazos—. ¿Es tuyo?
Ella lo abrazó, canturreándole, y miró a Golpe por encima de su cabecita.
—Sí.
Golpe miró a Porrazo con desesperación. Su mujer no mostraba señales de
invitarla a entrar, pero, aun así, finalmente él hizo un gesto de disculpa a
Rocío y se dirigió a su hermana.
—¿Qué haces en Panda Ya Mto, Golpe?
—Me he ido de Kura. No lo reconocerías. ¿Sabías que al bebé de Silbido
y a Gorgeo se los llevó un león el invierno pasado, y que Silbido se convirtió
en Madre? —Él lanzó otra mirada a Rocío y asintió con la cabeza; Golpe
continuó—. Te acuerdas de Bapoto, ¿verdad? Silbido lo eligió en el último
Enlace, y él ha utilizado su rango para convertir a casi todo Kura a sus ideas.
Hay rituales para todo, y se supone que ahora el emparejamiento debe ser

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permanente. Bapoto afirma que la Única se comunica con él, y se vale de esa
autoridad para tenerlo todo controlado en Kura.
Porrazo arrugó el entrecejo y chasqueó los labios con preocupación.
Golpe continuó;
—Tengo entendido que aquí las cosas también están cambiando. —Ella
levantó las cejas inquisitivamente, y Porrazo se encogió de hombros.
—Algunos hombres están interesados en el ritual de la caza. Hemos
intentado practicarlo unas pocas veces, y también hemos realizado el ritual de
curación, pero parece que con nosotros no funciona. Esto no se parece en
nada a Kura, supongo. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Qué fue lo que
ocurrió?
—Mi compañero no regresó a tiempo para el Enlace de este otoño, y me
negué a elegir uno nuevo, así que la Única le envió un mensaje a Bapoto
diciéndole que yo tenía que aceptar a Madriguera. ¡En realidad Bapoto me
obligó a aparearme con ese jabalí!
Rocío profirió un ruido de disgusto.
—Eso mismo —gesticuló Golpe—. Así que me largué sin otra cosa que
esta bolsa de agua y estas nueces.
Porrazo no parecía querer mirar a Golpe a los ojos, y Rocío miraba la
barriga de Golpe con un gesto de compasión.
—Por favor, quédate con nosotros. —Las manos de Rocío mostraban un
entusiasmo auténtico en cada seña—. Tenemos mucha comida, nos sobran las
pieles de dormir. Que ni se te ocurra continuar viaje esta noche. —Hizo pasar
a Golpe al refugio, encendió el fuego y empezó a sacar comida de la
despensa, que estaba atiborrada de pescado ahumado, carne seca y toda clase
de frutas y vegetales. Golpe se sentía como si la hubiesen rescatado de las
fauces de una hiena justo antes de que le rompiera el cuello, y emitió un
gorjeo de alivio.
—Gracias. —Golpe se acuclilló junto al fuego. El calor la invadió, y se
estremeció, pese a que no había pasado mucho frío. Porrazo ofreció a su
hermana un cazo de agua y se sentó a su lado.
Entonces Lluvia, la madre de Rocío, apareció en el refugio. Se repitieron
las presentaciones. Rocío volvió a contar la historia de Golpe, y Lluvia reiteró
la invitación para que se quedara en el refugio. Lluvia era aún más pequeña
que Rocío, y puede que alguna vez hubiera sido igual de hermosa, aunque
ahora tuviera arrugas y le quedaran pocos dientes. Golpe ayudó a Rocío y
Lluvia a envolver bien la carne y la verdura en una piel fresca con un poco de
hierbas y distintos tipos de raíces, y enterraron el envoltorio entre las brasas.

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Golpe prestó atención al procedimiento con la esperanza de poder imitarlo
algún día. Invitaron a comer a la hermana de Rocío, Llovizna, con sus dos
hijos y su compañero Conejo, y ellos se sumaron al grupo reunido junto al
fuego en el momento en que el refugio empezaba a desprender un aroma
celestial.
La conversación fue agradable, y a Golpe se le preguntó por las
novedades en Kura. Ella narró los hechos que la habían llevado a abandonar
la aldea y les habló de los gemelos de Burbuja.
—¿Sabéis lo de Chacal? —preguntó Golpe vacilante. Rocío se estremeció
y Porrazo asintió con aire grave—. El primer ataque de los de Fukizo tuvo su
origen en una pelea de cazadores por una manada de cebras. —Golpe lanzó
una mirada a su hermano—. Pero la destrucción posterior ocurrió en Kura, y
lo que le sucedió a Chacal… en fin, ningún animal haría algo tan horrible.
Conejo meneó la cabeza.
—Creo que fui uno de los últimos en ver a Chacal con vida. La primavera
pasada dejé Panda Ya Mto y me dirigí al noroeste, en la dirección de Kura,
pero me caí y me lastimé el tobillo. Estaba descansando en un matorral
cuando pasaron dos hombres. Mi herida me ponía en desventaja, así que me
cuidé de llamar su atención, pero pude ver lo que se decían. Habían dejado
Kura varios días atrás, pero no habían tenido suerte con la caza. Uno de los
hombres intentaba convencer al otro de que debían regresar a Kura, ya que el
primero había olvidado una lanza que necesitaba. Al final, el segundo hombre
aceptó, y ambos regresaron en dirección a Kura.
—¿Conocías a esos hombres? —preguntó Golpe.
—El segundo era Chacal —gesticuló Conejo—. Al primero no lo conocía,
y no podría decir de dónde era.
Finalmente, una vez extinguidas las brasas, abrieron el envoltorio. Muy
animado, Porrazo anunció que Rocío había hecho su comida favorita y
prometió traerle un ñu al día siguiente. Ella resopló y lo acarició con la nariz
detrás de la oreja. La gente comió, se lamieron los dedos y los platos hasta
dejarlos limpios, y los parientes de Rocío se marcharon. Rocío sacó una piel
de dormir adicional y la desplegó cerca del fuego para la invitada. Golpe se
arrodilló junto a Rocío, colmada de gratitud, y le cogió la mano.
—No sé cómo agradecéroslo —le dijo.
Rocío le hizo un gesto con la mano sin darle importancia, aunque
empezaba a tener una buena opinión de los modales de Golpe.

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A la mañana siguiente, Golpe y los miembros de la familia de Lluvia ya
habían enrollado las pieles de dormir y desayunado los restos de la noche
anterior, cuando Primavera apareció en la uwanda acompañada de
Relámpago, que tiraba de una rastra pequeña, y de otras dos mujeres. Por los
elegantes modales de las mujeres, Golpe dedujo que debían de ser familiares
cercanos de la Madre de Panda Ya Mto. Con la mirada en el suelo y las
rodillas flexionadas, Lluvia saludó a los recién llegados y los invitó a entrar.
—Gracias, Lluvia, pero hemos venido a aclarar la situación de la mujer de
Kura. —Golpe, que estaba en cuclillas junto a la puerta del refugio, no
observó ningún indicio de disgusto en los ademanes serenos y suaves de
Primavera, aunque tampoco simpatía. Se puso de pie y se acercó a Primavera
con un gesto de respeto, la mirada en el suelo y las manos abiertas en muestra
de sumisión.
—Has tenido un desacuerdo con la Madre de Kura. —Las señas de
Primavera iban dirigidas a Golpe.
—Así es. —«Conejo y Llovizna se lo han contado», pensó Golpe. Se le
aceleró el corazón, pero continuó demostrando la humildad que se esperaba
de ella; todas las mujeres de Kura, excepto su madre y su abuela, siempre la
habían tratado con reverencia, y ahora ella reproducía la misma expresión y
postura.
—Tú no perteneces a Panda Ya Mto. Porrazo está emparejado con una de
nuestras mujeres, y forma parte del pueblo hasta el Nombramiento. Cualquier
huésped suyo es bienvenido siempre y cuando Lluvia quiera alojarlo, pero tú
no eres de Panda Ya Mto, y nunca lo serás. Debes encontrar tu propio camino.
—Golpe dejó entrever un gesto de ansiedad, mientras Primavera continuaba
—. Puede que tengas algunas necesidades. Por favor, acepta esta rastra y
nuestros deseos de buena fortuna. —Primavera le hizo una seña a Relámpago.
El niño tiró de la rastra hasta donde estaba Golpe y la dejó en el suelo.
Golpe se sintió invadida por un torbellino de emociones, aunque se
mantuvo impasible. ¡Caridad! El reparto de caridad podía comprenderlo;
había aprendido de las Madres anteriores a ella la complicada tarea de juzgar
quién necesitaba una ayuda para pasar el invierno, quién ocultaba el
contenido real de su despensa, quién era el menos afectado cuando se trataba
de ayudar a los miembros más hambrientos del ukoo. Pero recibir caridad era
tan humillante como haber sido forzada por el bruto de Madriguera. Golpe

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sintió en las costillas una patada del bebé, que la obligó a pensar en la criatura
que estaba por llegar.
—Se lo agradezco. Es usted una Madre sabia y una gentil anfitriona. —
Golpe se esmeró en hacer una reverencia, parpadeando con excesiva
frecuencia. Primavera y su comitiva se despidieron cortésmente de Lluvia y
se fueron.
Cuando Golpe pudo volver en sí y miró a su alrededor, Lluvia y Rocío
estaban ocupadas reparando cestas y Porrazo estaba concentrado en sacarle
punta a una lanza. Golpe atrajo la atención de todos.
—Todavía es temprano y hace buen tiempo. Gracias por vuestra
hospitalidad.
Hizo una reverencia ante Lluvia y Rocío, y abrazó a Porrazo. Él carraspeó
incómodo y le palmeó la espalda. Golpe se apartó de su hermano, procurando
tragarse el nudo de la garganta, y vio que Rocío metía subrepticiamente una
piel de antílope y algo de carne seca en la rastra, mientras Lluvia preparaba un
portador de fuego. Golpe se despidió amablemente, recogió la rastra y el
portador, y abandonó Panda Ya Mto sin rumbo alguno, como una ramita a la
deriva en el Gran Mar.

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15

Sin un destino preciso, los pies de Golpe la llevaban por lo general hacia el
oeste. Cada vez que pasaba cerca de un río comía un puñado de nueces de
mango y volvía a llenar la bolsa de agua, pero sin deshacer la rastra de la
caridad. Sus pensamientos no iban más allá de los próximos pasos, el próximo
río, la próxima cima. «No soy nada —pensó—. Una mujer sin un ukoo, ¿qué
es? Nada más que la bruma que se consume bajo el sol».
Después del mediodía, pasó cerca de una manada de antílopes. Cerrando
el puño alrededor de la lanza que le hubiese gustado llevar se quedó
mirándolos hasta que ellos la olfatearon y huyeron en estampida. Después de
aquello empezó a llevar una piedra en la mano destinada a algún lagarto
desafortunado o a un pájaro, pero no se le presentó ninguno. Dos días de viaje
con un breve sueñecito ansioso en el medio hicieron su efecto, y ella continuó
andando a duras penas, vacía de emoción y de fuerzas, inconsciente del
camino que había recorrido al azar. Cerca del atardecer se detuvo para
tomarse un breve descanso y reconoció la cumbre donde el leopardo la había
atacado el otoño anterior, lejos de Panda Ya Mto y de Kura.
Una grieta poco profunda al pie de un peñasco elevado de piedra caliza
prometía ser un cobijo, y se acercó con cautela. No había rastros de un
reciente ocupante, y tiró de la rastra hasta el interior de la grieta mientras
buscaba trozos de madera seca y yesca. No habría una segunda oportunidad
de encender el fuego si fallaba la primera. Delante del escondrijo, Golpe
construyó una pila diminuta con agujas de pino y hojas secas y echó las
ascuas de Lluvia en el centro. Al soplar, brilló una lumbre ínfima, pero
finalmente la yesca prendió con unas llamas color naranja que hicieron
retroceder la inquietante oscuridad. Entonces ella abrió la rastra y sacó
algunos trozos de frutas secas y pescado ahumado, y también la piel de
antílope con la que Rocío la había obsequiado. Acurrucada en el fondo de la
grieta y envuelta en la piel, sólo alcanzaba a ver el fuego, que no alumbraba
nada de lo que había al otro lado. Los muros del escondrijo, la rastra y el
fuego parecían ser las únicas cosas que quedaban sobre la tierra.

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Pese a estar agotada, Golpe no podía dormir. El sueño la venció más de
una vez, pero la preocupación por el fuego, por los aullidos lejanos de una
hiena, o una súbita ráfaga de viento, la volvían a despertar. Un amanecer rosa
y oro encontró a Golpe acurrucada en la piel, los ojos vidriosos, petrificada
hasta que el sol se elevó lo bastante como para entrar en el escondrijo y
reanimarla. Se frotó las legañas de los ojos y se arrastró hasta el fuego. La
madera seca había durado toda la noche, pero con lo justo. Tenía que preparar
el portador si iba a seguir viaje, o juntar más madera para mantener vivo el
fuego.
Pero se quedó sentada. El fuego se consumía, el sol ascendía lentamente y
Golpe miraba las llamas agonizantes. En ese momento, de detrás de una
piedra asomó un damán pequeñito blanco y marrón. No pareció reparar en la
inmóvil figura de Golpe, y empezó a juguetear con las ataduras de la rastra,
valiéndose de sus dientes y patas delanteras, con unos dedos gordos como
pezuñas. Al cabo de un rato aparecieron otros dos damanes aún más
pequeños, y se unieron al primero en un intento coordinado por morder los
nudos. Golpe por fin desvió la vista del fuego, y al verlos empezó a recuperar
la energía, como si los esfuerzos entusiastas de los animalitos sirvieran para
reanimarla. Finalmente, se sintió con energías suficientes para levantarse y
ahuyentar a los damanes.
Toda la madera seca de los alrededores se había agotado, así que Golpe
tuvo que recorrer una zona extensa del peñasco buscando leña para reavivar el
fuego antes de que se apagara del todo. En eso estaba cuando descubrió que el
peñasco que albergaba su pequeño escondrijo era similar al de Kura, aunque
no tan alto. Se extendía a lo lejos hacia el oeste opaco y neblinoso,
menguando gradualmente en una aglomeración cárstica.
Tras ocuparse del fuego, tomó algunos bocados y se bebió la última
reserva de agua. Durante la excursión en busca de leña no había visto ningún
río, de modo que Golpe dejó la rastra bien atada en el nicho, escaló con
esfuerzo el peñasco hasta la cima y se dirigió hacia el oeste en busca de agua.
Algunos tramos de la roca desmoronada, blanca y gris, estaban partidos en
forma de agujas puntiagudas, lo que la demoraba considerablemente. El sol
estaba en lo alto cuando finalmente lo vio: un diminuto arroyo que brotaba del
peñasco y bajaba borboteando hasta un pozo pequeño y cristalino. No muy
lejos, encima del manantial, había una terraza relativamente horizontal, a
media altura en la ladera sur del peñasco.
Con una sed abrasadora, pero a su vez exhausta tras escalar el accidentado
peñasco, cayó de rodillas y contempló el agua que centelleaba bajo el sol.

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Finalmente se puso de pie y descendió hasta ella. Al llegar al pequeño
manantial tenía las rodillas y las palmas rasguñadas y sangrantes, y se metió
en el agua helada que le llegaba a la altura de las rodillas, bebió hasta saciarse
y luego se echó boca arriba, con la mirada vacía fija en el cielo incoloro.
Cuando disminuyó el dolor de sus miembros y el bebé empezó a patear
furiosamente, llenó la bolsa de agua, bajó con dificultad hasta el pie de la
montaña, y regresó al escondrijo con su rastra y su fuego. A esa hora el sol
había atravesado el cénit y el ánimo de Golpe había retornado al nadir de la
mañana. Avivó el fuego mortecino, masticó un trozo de carne seca de antílope
y se metió en la grieta para pasar otra noche sola.

El tiempo transcurría lento y en soledad. La tristeza llenaba los


pensamientos de Golpe, le impedía realizar una planificación racional, hasta
la distraía de sus propias acciones. De manera mecánica, poco a poco, un
campamento iba tomando forma en la terraza que estaba casi al nivel del
manantial. Un trozo afilado de granito le servía como martillo; así apareció un
nicho de almacenaje en el muro de piedra caliza. El mismo granito afilado
cortó un árbol joven, recto y sólido, y lo convirtió en una lanza utilizable. La
rastra cedió la piel de cebra y los dos palos torcidos; un refugio improvisado
sirvió para cubrir el nicho. Unas piedras formaron un cerco para proteger los
preciosos leños. A la luz de la lumbre, las fibras de la maleza se retorcieron
para crear una trampa. Un damán gris y marrón se convirtió en el primer
animal asado al fuego. Sin ser consciente de nada salvo de su propio
aislamiento, Golpe apenas se daba cuenta de cómo el peñasco se iba
convirtiendo en algo suyo.
Lo único que la hacía tomar consciencia era el bebé. Cada patada que la
dejaba sin aliento, cada golpe sordo que la enviaba a toda prisa a la letrina la
traía de vuelta al presente, invadida por el pánico. El bebé. La mayoría de los
bebés, ella lo sabía, venía al mundo sin ayuda. Silbido le había enseñado
maneras de hacer las cosas más sencillas, trucos para reducir la pérdida de
sangre, qué hacer con toda la porquería, pero Golpe no podía dejar de pensar
en las madres primerizas que están desamparadas durante una luna o más, y
en la prima de Silbido, que hacía tres primaveras se había desangrado hasta
morir. Siempre que pensaba en el bebé, se retorcía inconscientemente los
pelos del brazo hasta formar mechones erizados. Después de media luna en
soledad, los brazos de Golpe parecían un par de puerco espines desnutridos.

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Desde su uwanda improvisada, Golpe tenía una vista amplia del valle que
se extendía al sur del peñasco y prestaba mucha atención a sus habitantes,
pero ninguno representaba una amenaza inmediata ni constituía una presa
potencial. Las bandadas de patos graznaban al otro lado del peñasco, las
águilas solitarias patrullaban regularmente el valle, donde pastaban las
pequeñas manadas de antílopes, ñus e impalas, pero Golpe no encontraba
ocasión de usar su nueva lanza, ni para defenderse ni para cazar, hasta que
una tarde un grupo de gacelas pasó muy cerca de la base del peñasco, justo
por debajo de su refugio.
Golpe acababa de alimentar el fuego para la noche y estaba regresando de
la letrina cuando las vio pastando distraídas alrededor de un árbol solitario a
escasa distancia. Cogió la lanza que dejaba apoyada en la puerta del refugio y
enfiló lo más sigilosamente posible por el camino que bajaba hasta el pie del
peñasco. Los altos hierbajos la ocultaban mientras avanzaba a gatas hacia las
gacelas, la barriga casi tocando el suelo. Cuando creyó que ya estaba lo
bastante cerca para alcanzar a la gacela más próxima, se levantó, apuntó y
arrojó la lanza con todas sus fuerzas.
La lanza alcanzó a una hembra pequeña justo detrás de las patas
delanteras. La gacela herida dio un salto y echó a correr velozmente hacia el
norte, junto con el resto de la manada. Golpe corrió tras ellas tan rápido como
pudo. Antes de los diez pasos se paró en seco, delante de una cría de
rinoceronte blanco que estaba pastando y que había permanecido oculta entre
los hierbajos. La cría lanzó un chillido, y Golpe oyó la respuesta de un
bramido a sus espaldas, seguido del inconfundible sonido de un rinoceronte
adulto a la carrera. Sin mirar atrás, Golpe pensó en echar a correr hacia su
refugio; no estaba muy lejos y quizá consiguiera escalar más rápido que la
madre rinoceronte, pero en caso de que su perseguidor pudiera subir el
peñasco hasta el refugio ella no tendría dónde esconderse. El árbol solitario
estaba a pocos metros y tenía ramas bajas a las que ella podría llegar sin
problema.
En un abrir y cerrar de ojos, Golpe luchaba por subir su torpe cuerpo a lo
alto del árbol. Se aferraba a las ramas arqueadas con los dedos de los pies,
trepando con los brazos, revolviéndose con desesperación para mantener su
ridícula barriga en equilibrio mientras ésta intentaba apartarla del tronco.
Cuando el enorme herbívoro llegó al árbol, Golpe alcanzó a retirar y salvar su
pie por los pelos a la vez que el cuerno del animal enloquecido se estrellaba
contra el tronco, sacudiéndolo.

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Una hora más tarde ya había oscurecido. La luna todavía no había
asomado, pero Golpe tenía una visión lo bastante clara para saber que la
enorme masa oscura del rinoceronte seguía al pie del árbol. Era capaz de
tolerar la incomodidad tan bien como cualquiera —sentía dolores por todo el
cuerpo, y con la mayoría de ellos no había nada que hacer—, pero aquella
situación era extrema. A cada instante se movía de una rama a otra, se ponía
de pie, trataba de sentarse, y hasta aguantaba el peso de su cuerpo sobre los
brazos durante breves periodos. La madre rinoceronte esperaba. Embarazada
como estaba, varias veces a lo largo de la noche Golpe hizo un esfuerzo por
tranquilizarse y por ahuyentar a su torturador, sin éxito.
Tras una noche que duró lo que tres o cuatro noches normales, el cielo
empezó a iluminarse por el este. La cría gruñó y se alejó hacia el sur, y su
madre la siguió. Golpe esperó hasta que se perdieran de vista antes de bajar al
suelo agarrotada, y con torpeza y dificultad regresó a su refugio. Si bien
estaba agotada, el hambre hizo que volviera a acordarse de la gacela herida.
Después de un breve descanso, y tras comer y beber un poco, volvió a bajar al
valle y enfiló hacia el oeste siguiendo la dirección en que habían huido las
gacelas. Las gotas de sangre y las huellas recientes no fueron difíciles de
rastrear, y prácticamente al instante encontró el cadáver, sin que los buitres lo
hubieran descubierto aún, con su lanza todavía ensartada.
El otoño empezaba a anunciarse. Las tardes se cubrían de nubes negras, y
de vez en cuando ella oía estruendos lejanos, aunque no llovía. Una mañana
fresca y húmeda se despertó bajo un cielo encapotado. Golpe contempló con
el ceño fruncido su lastimoso refugio, del que parecía emanar el aura de un
desastre inminente. Se encogió de hombros con resignación y volvió a atar el
techo de piel del modo más seguro posible, llenó el nicho con leña y echó un
vistazo a sus trampas. A última hora de la tarde seguía sin llover, y un fuego
pequeño y radiante crepitaba en el refugio improvisado donde permanecía
acuclillada.
Al oír un aullido poco claro, apenas audible por encima del sonido del
fuego, salió del refugio a trompicones y se subió a una roca para detectar su
procedencia. Una figura se acercaba desde el este tirando de una rastra a lo
largo de la base del peñasco. La luz ya era escasa para distinguirla. A Golpe le
retumbó el corazón. El fuego evidentemente había delatado su presencia.
¿Acaso alguien venía a robarle sus miserables víveres escondidos? ¿A
atacarla? ¿A llevarla a rastras de vuelta con Madriguera?
Golpe metió una brazada de carne seca de gacela dentro de su piel de
dormir y subió la cuesta con dificultad, lo más rápido que pudo. Una vez que

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alcanzó el otro lado del peñasco, fuera de la vista de su campamento, empezó
a bajar despacio en busca de un escondite. A unas cuantas lanzadas de
distancia hacia el oeste, en la parte inferior del peñasco, un amontonamiento
de rocas cubierto de zarzas ocultaba una hendidura en la que entró encogida
después de meter el bulto. Esta grieta era oscura, pero no húmeda, y no había
nada que indicara que estuviera molestando a un ocupante anterior. Golpe se
echó de costado, y esperó. Al cabo de un rato le pareció oír otro aullido débil,
y luego otro más. El tiempo pasaba lento, sus piernas se acalambraban, y le
rugía el estómago. Finalmente, tras un silencio interminable, distinguió el
sonido de una lechuza de verdad, y decidió que debía moverse antes de que la
rigidez le impidiera realizar otro movimiento de por vida.
Volvió a salir del hueco y se encontró con los últimos restos del atardecer
a punto de desvanecerse. Asomando entre nubes deshechas, la luna alumbró
su camino de regreso al campamento. El fuego se había debilitado, pero no
estaba apagado. Golpe lo avivó, y a la luz de la lumbre vio una rastra que
alguien había dejado en la uwanda. Con un picor en la comisura de los ojos la
arrastró hasta la puerta del refugio y la abrió. La carne de un cerdo pequeño,
ya limpia y muy fresca, reposaba encima de una tienda de verano
desmontada. Al trasladar la carne a una piedra grande y plana para trocearla,
reconoció la tienda de verano: pertenecía a Zumbido.
Mientras trabajaba a la luz de la lumbre, las lágrimas salpicaban la carne.
A Zumbido no le sobraba la carne, y tampoco los bienes. ¿Por qué había
hecho eso? ¿Qué estaba pasando en Kura? La faena le llevó toda la noche,
pero la vida que la había abandonado nada más partir del refugio de su madre
volvió a surgir. El hígado y los riñones asados a la medianoche y la segundad
de disponer de carne seca en el futuro hicieron de la noche larga un tiempo
bien aprovechado. El sol asomó a través de una neblina baja, entibiando la
piel de cerdo dispuesta en un escurridor improvisado, iniciando el secado de
la carne colgada en un bastidor provisional, y alumbrando a una Golpe
agotada que roncaba tendida sobre una esterilla de verano sin desplegar.

El damán blanco y marrón con sus dos crías aparecían a menudo por la
uwanda de Golpe. Las idas y venidas del grupo local la fascinaban; sus
madrigueras eran el producto de una planificación compleja, con agujeros por
todas partes para permitir una rápida huida en caso de que el damán de
guardia diese la alarma de «águila a la vista». Sin embargo, las trampas de
Golpe los confundían, y hacían presa de uno de ellos casi cada día. El damán

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blanco y marrón que frecuentaba la uwanda sabía algo que los demás
ignoraban; Golpe veía cómo enseñaba a sus crías a rodear las lazadas
cuidadosamente dispuestas.
La tienda de verano, tan modesta el año anterior, ahora parecía
extravagante con sus tres pieles tendidas sobre las esterillas recién
remendadas. Dos hogueras, una dentro y una fuera, iluminaban la noche. Ella
no tenía tiempo ni fuerzas para buscar a Ceniza. Cada tarea completada, cada
quehacer doméstico, materializaba la llegada del bebé y desplazaba a Ceniza
a un hermoso pasado olvidado. En sueños, ella emprendía una caminata de
verano con las mujeres de Kura, se daba un banquete, danzaba en la fiesta del
Enlace, y se encontraba con Ceniza paseando por el peñasco, pero cuando
estaba despierta no se permitía pensar en el pasado. Transcurrió una luna
desde su llegada, y Golpe bautizó a su peñasco con el nombre de Asili.
Fueron pasando los días, la primera lluvia vino y se fue. No quedaban
kinanas a la vista en los lechos secos, ni una nuez en los árboles; hasta los
gusanos que extraía de las orillas del manantial habían empezado a escasear.
Probó un poco del musgo que crecía en el río, pero era demasiado amargo y
lo escupió. Subir el peñasco para revisar las trampas la dejaba jadeante y
hacía que la enorme barriga se le endureciera y le doliera. La mañana de la
luna nueva amaneció gris, con nubes oscuras dispersas por un cielo sin color.
El aire era fresco, con una brisa que levantaba el polvo fino convirtiéndolo en
una niebla palpable. Después de sus tareas de la mañana, Golpe se sentó a
acabar un abrigo para el bebé. Las pieles de los diminutos damanes eran tan
pequeñas y finas que su curtido apenas valía la pena, pero no tenía nada más,
y al menos éstas eran muy suaves. Estaba sentada delante de la puerta del
refugio cuando una gota grande salpicó su artesanía. Recogió el abrigo y lo
llevó al refugio.
Avivó el fuego, cogió más madera de la pila y reanudó la tarea a la luz de
la lumbre. La lluvia arreciaba poco a poco, el viento soplaba con más fuerza,
y Golpe oyó truenos en la distancia. Advirtió que las contracciones que había
tenido ocasionalmente durante la luna anterior se hacían más frecuentes, y
algunas la hicieron ponerse de pie y caminar alrededor del fuego. El calor del
refugio se volvió incómodo, y las corrientes de aire que se colaban por las
rendijas de la puerta de piel eran refrescantes, más que frías.
En poco tiempo el viento había empezado a aullar entre las rocas situadas
encima del refugio, y el golpeteo de la lluvia sobre el techo sonaba como los
tambores en la fiesta del Enlace. Tras días de silencio, la cacofonía del techo
la desconcertaba, un acompañamiento al ritmo de sus cada vez más regulares

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contracciones. Las gotas empezaban a deslizarse por el techo de piel y caían
en una pequeña zanja que ella había cavado alrededor del perímetro del
refugio. En medio de las contracciones, Golpe colocó un cuenco debajo del
borde del techo para recoger un poco de agua de lluvia.
Era un día tan sombrío que al ponerse el sol ella no lo notó, pero cuando
la lluvia amainó y ella salió para orinar todo estaba muy frío y oscuro. Ahora
las contracciones eran más intensas y frecuentes. Golpe se balanceó sobre los
talones, jadeando ante la negrura uniforme del cielo, y deseó que el bebé
supiera cómo asomarse al mundo sin ayuda exterior.
Mientras llenaba la bolsa de agua tuvo dos contracciones más, y regresó al
refugio. No podía concentrarse en nada que no fueran las contracciones y los
momentos de alivio entre medio, pero al final se hizo con un palo de cavar y
empezó a abrir una nueva zanja en el suelo del refugio similar a la que
Burbuja había utilizado al dar a luz a sus bebés. Una vez cubierta la zanja con
su piel más vieja y andrajosa y rellena de musgo seco, la lluvia volvió a
arreciar produciendo sobre el techo del refugio el sonido de un tambor.
Pensar se volvió imposible. Una contracción tras otra aplastaron su
comprensión, y el universo se redujo a su útero, sus piernas y su voz. Sintió
una patada del bebé, la única señal que Golpe llegó a percibir en aquel
instante de intensidad. Y entonces la marea retrocedió, como un caracol
enorme que mete la cabeza dentro de su concha, y el mundo volvió a
iluminarse. El refugio volvió a ser visible, la lluvia de fuera tan inconsciente
de la tormenta interior como si acaeciera en una zona remota del mar.
El tiempo pasaba sin que Golpe lo notara; cada momento merecía toda su
atención. Las olas la invadían una y otra vez. La presión aumentaba y
disminuía, cada esfuerzo era agotador, y ella estaba abrumada, sola. Una
sandía se hinchaba en su interior, y tenía que expulsarla. Sonidos como los de
un elefante en celo brotaban de ella y superaban incluso el fragor de la
tormenta. Pero se levantó una nueva oleada, y sintió la cabeza del bebé,
rodeada por el fuego. Sus bramidos se convirtieron en chillidos, desbordada
de energía, y un impulso incontrolable se apoderó de ella. El mundo se partió
en dos.
Silencio. Golpe bajó la mirada hacia el pelo húmedo y oscuro que cubría
la cabeza del bebé. Se agachó y levantó al bebé a medida que aparecía el resto
de su cuerpo, azul y resbaladizo. Los ojos blancos y abiertos como los de un
pez, su cuerpo flácido como una telaraña, la niña reposaba en los brazos de
Golpe, acunada contra su barriga encogida. Muerta, pensó Golpe. Demasiado
extenuada para llorar, emitió un sollozo ronco y empezó a limpiar a su hija

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con la lengua. Las diminutas rodillas se enderezaron, los bracitos se agitaron,
su cara se arrugó y el refugio se llenó con sus gritos de disgusto.
Golpe sujetó a aquella niña ensordecedora y sollozó mientras la aseaba. El
bebé dejó de llorar al instante y enseguida empezó a agitarse hambriento.
Después de años de ver a otras mujeres amamantando a sus hijos, Golpe no
tardó en hacer que su hija se agarrara a un pecho y succionara ruidosamente.
Salió la placenta y Golpe no se paró a pensar en cocerla, ni siquiera esperó a
que Bebé terminara de mamar; la devoró con una sola mano, dejando el duro
cordón umbilical colgando de la barriga de su hija.
Bebé se quedó dormida. Completamente despierta y alegre, Golpe se
separó de su hija, la envolvió en un pañal de cuero relleno de musgo seco y la
dejó sobre la piel de dormir. Un pañal similar pero más grande le sirvió a
Golpe. Bebió un trago de agua de lluvia del cuenco y después llevó el musgo
empapado de la zanja lo más lejos que pudo para no atraer a los depredadores.
La piel andrajosa con que había cubierto la zanja también estaba
ensangrentada, de modo que Golpe la extendió sobre una roca plana para que
se aclarara con la lluvia. La fatiga y el mareo la hicieron regresar al refugio.
Acurrucada junto a Bebé, Golpe examinó su carita del tamaño de una
mano adulta, y vio el futuro en sus párpados perfectos. «Bebé será fuerte y
sabia —pensó—, será valiente y bella. Un ukoo tradicional, libre de teorías
equivocadas, nacerá aquí mismo en Asili. En las fiestas, mis hijas contarán la
historia de cómo la primera Madre llegó a este sitio. —Arrugó la frente—. A
menos que muramos de hambre, o nos maten los de Fukizo, o quizá los
hombres de Kura». Golpe se hundió en un sueño. Soñó que el refugio de
Silbido se desplomaba y quedaba reducido a escombros, mientras Bapoto se
plantaba en el tocón de la uwanda, los brazos en alto, profiriendo su extraño
silbido.

Cuando despertó, ya era de día. La lluvia continuaba resonando en el


techo del refugio, y el cuenco de Golpe se había vuelto a llenar. Salió
gateando de su piel de dormir, dejando que Bebé siguiera durmiendo, y se
puso de pie, dolorida y aturdida. Cuando añadió un tronco, el fuego crepitó y
siseó, produciendo por un instante un ruido más fuerte que el de la lluvia. En
medio del chisporroteo se volvió para escuchar. ¿Qué era ese otro ruido,
amortiguado por el fuego, el viento y la lluvia? Echó una ojeada a Bebé, que
todavía dormía plácidamente, y levantó la puerta de piel. Un sonido ululante,
definitivamente desconocido, llegó a través de la lluvia. Cuatro figuras

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encorvadas con cortes de pelo que no le eran familiares y bultos en la espalda
subían la pendiente a menos de un tiro de lanza. Golpe se mordió el pulgar y
trató de organizar sus pensamientos dispersos. No había dónde esconderse; el
refugio y el fuego la delataban. No podía correr; con sólo permanecer de pie
aparecían chiribitas negras en su campo de visión. Metió a Bebé envuelta en
la piel de dormir en el rincón más oscuro del nicho, vertió unas cuantas
rodajas de fruta seca de morojwa en el cuenco con agua de lluvia, y esperó de
pie fuera, mostrándose lo más erguida posible, cruzada de brazos. Su lanza
corta, de tosca artesanía, estaba apoyada en la pared del refugio junto a la
puerta.
Los hombres hicieron un alto en el camino, algunos metros por debajo del
refugio, y el primero levantó la vista y enseñó unos dientes en buen estado.
Ella hizo lo mismo, insegura de si estaba devolviendo una amenaza o un
saludo. El hombre era alto y fornido, con una frente prominente y el pelo
trenzado en perfectos círculos concéntricos alrededor de la cabeza. Extendió
los brazos para enseñar sus manos vacías, pero a Golpe el gesto no la distrajo;
escrutó cada uno de los puños en busca de hachas de piedra y cada uno de los
bultos en busca de lanzas que sobresalieran. El primer hombre empleó señas
lentas, formales.
—¡Saludos! Yo soy Dika, de Fukizo. Éstos son Agama, Roca y Halcón.
—Señaló con la mano a los otros hombres de uno en uno—. ¿Podemos
acercarnos?
Sus músculos se tensaron imperceptiblemente y de manera instintiva
vigiló su punto de apoyo, pero su expresión se mantuvo inmutable. Levantó
los brazos para contestar, sin parar de pensar. ¿Éstos eran los hombres que
habían atacado Kura?
—Saludos, Dika. Soy Golpe, de… de… Asili. Por favor, compartid mi
fuego.
Ocupada por los cuatro hombres empapados, la uwanda parecía mucho
más pequeña. Ella les devolvió los saludos y los invitó a entrar en el refugio.
Plantándose delante del nicho, Golpe les señaló el fuego, que empezó a sisear
cuando ellos estiraron sus manos sobre él. Mientras se arrodillaban y
desataban sus morrales, ella los observó con detenimiento. El alto y flaco,
Roca, seguía enseñando sus dientes, lo que la tenía desconcertada. Agama, el
pequeño y rudo, fruncía el ceño de cara al fuego y parecía estar vigilando a
Dika. Halcón tenía rasgos finos y perfectos, y manos con dedos afilados.
—Está bien construido el refugio —dijo Halcón con señas—. La manera
en que has unido las pieles del techo es perfecta para que no entre la lluvia, y

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las zanjas de desagüe están bien hechas.
Ella agradeció el elogio sin la menor señal de desconfianza.
Halcón pasó de fijarse en el refugio a fijarse en su dueña.
—¿Vives sola? ¿Necesitas ayuda?
—No, mis hermanas están echando un vistazo a las trampas y mi
compañero está cazando. No están muy lejos. —Ella gesticuló con energía,
tratando de parecer convincente, y le ofreció a Dika un cuenco de agua y
fruta. Él le dio las gracias, bebió un sorbo ceremonial y se lo pasó a Agama.
Mientras los otros probaban el agua y la fruta, Dika continuó:
—Estamos buscando un ukoo llamado Kura. ¿Lo conoces?
A Golpe se le atragantó el corazón. Negó con la cabeza.
—Y a un peregrino llamado Ceniza.
Volvió a negar.
—Lo siento.
El refugio ocupado se calentó enseguida, y los visitantes no tardaron en
secarse. Hicieron circular el cuenco hasta vaciarlo, y luego empezaron a
atarse otra vez los bultos a los hombros. Golpe seguía de pie delante del
nicho, cruzada de brazos, y no escuchaba nada a sus espaldas, pero la lluvia y
el viento sonaban muy fuerte.
—Gracias por tu fuego y tu comida —gesticuló Dika—. ¿Conoces un
refugio de hombres por aquí?
Trazando rayas en el suelo con un palo, ella les explicó cómo llegar al
refugio de hombres cerca de la confluencia de los ríos Kura y Kijito. Agama,
que aparentemente era el que mejor se orientaba, hizo señas de haber
entendido, y luego se marcharon.
Las visitas ya estaban lejos cuando Golpe desenrolló la piel de dormir y
encontró a su hija temblando. Avivó el fuego, sustituyó el musgo en ambos
pañales y abrigó a Bebé dejándola cerca de las llamas. Las dos se durmieron.

Los días y las noches pasaban en una nebulosa de dolores, llantos de Bebé
y agotamiento. Los horarios perdieron su sentido; Golpe se despertaba,
dormía, comía, daba el pecho a Bebé, recolectaba musgo, todo lo que tuviera
que hacer y fuera necesario hacer. Pasar a comprobar las trampas era una
tarea imposible; la cima del peñasco estaba muy lejos, y cada vez que ella se
sentía con fuerzas llovía. Incluso el hoyo de la letrina parecía estar a una
distancia excesiva. Sus pequeñas reservas de carne seca y fruta se iban
reduciendo, y la pila de leña mermaba con alarmante rapidez. Se le empezaba

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a caer el pelo, y las trenzas, sin nadie que se ocupara de ellas, empezaban a
perder el estilo de Kura.
Las tareas más simples la abrumaban. Estaba hambrienta, pero encontrar
algo para comer estaba más allá de sus posibilidades. Excavar en busca de
gusanos no le traía más que frustración, ir hasta el manantial la dejaba
exhausta, y hasta masticar la poca carne que le quedaba requería más esfuerzo
del que podía reunir. Dormía cada vez más. Bebé también dormía, su llanto se
volvía más débil, y rara vez necesitaba musgo en su pañal. Cuando llovía,
Golpe bebía toda el agua que podía recoger, pero al cabo de varios días
seguidos sin lluvia se levantó una mañana sin una gota de agua en el refugio.
El viaje hasta el manantial era inevitable.
¿Dónde estaban las bolsas de agua? ¿Dónde estaba el portabebés? Incluso
en un refugio reducido con una despensa casi vacía, nada estaba donde tenía
que estar, nada le parecía familiar. Colocarse el portabebés alrededor de los
hombros le llevó una eternidad; había olvidado cómo hacer el nudo, las
puntas seguían desatadas. Su hija abrió los ojos con una mirada vacía
mientras Golpe la metía sin fuerzas en el portabebés.
El descenso hasta el manantial requirió de toda su concentración. Llenar
las bolsas de agua era una tarea imposible; Bebé estorbaba, la orilla estaba
muy resbaladiza. Al final consiguió llenar una, pero se le cayó de las manos y
se hundió en el pozo poco profundo. Un descanso, pensó, sólo necesito un
descanso. El barro rezumó a su alrededor cuando se acostó en la orilla de la
charca. Delante de ella, un escarabajo se abrió paso por el barro y empezó a
trepar una brizna de hierba. Ella lo atrapó y se lo comió.
Finalmente se levantó, se metió en el agua helada y recuperó la bolsa. Con
dos bolsas llenas, emprendió el regreso al refugio. Bebé pesaba como un
elefante y las bolsas eran tan difíciles de cargar como el cadáver de una cebra.
De rodillas, arrastraba las bolsas cuesta arriba avanzando como una tortuga.
Se le acalambró la espalda, una piedra le desgarró la rodilla, y finalmente
alcanzó la cima. La uwanda, siempre diminuta, se extendía
interminablemente ante ella; estar de pie era una molestia, avanzar, una
tortura.
Al final encontró el refugio, el fuego, las pieles de dormir. Se quitó el
portabebés. Se acurrucó junto a su hija. ¿Quién era ese que estaba en cuclillas
al otro lado del fuego? Golpe se arrodilló otra vez, un nuevo calambre en la
espalda, la rodilla lastimada que le palpitaba, y ella hablando por señas a un
ser invisible.

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—Pondré el agua en su sitio, Bapoto, después de descansar. Bebé estará
bien aquí. —Sus manos se apoyaron por un instante sobre sus muslos, como
hojas secas abarquilladas, y después volvieron a formar palabras—. Sí, pronto
nos quedaremos sin madera, pero es que estoy tan cansada… Descansaré un
momento, luego iré a por la madera. —Agitó la mano a un costado, escudriñó
las sombras y asintió con la cabeza—. Cuéntame de nuevo lo del ritual. ¿Qué
tengo que hacer para que vuelva la leche?
Al mediodía, Golpe salió tambaleante del refugio y se arrastró hasta la
roca plana donde solía trabajar. Incapaz de ponerse de pie, se arrodilló,
levantó los brazos y elevó sus ojos cerrados al sol. Un silbido trémulo y débil
brotó de sus labios, y se desplomó echa un ovillo. El sol pasó por detrás de
una nube. Ella se alejó de la roca arrastrándose, y volvió a meterse en el
refugio.
Golpe se despertó tumbada junto a su hija. Bebé estaba aferrada a su
pecho, mamando casi sin fuerzas. Una sola chispa en la oscuridad era el
último tronco de madera reducido a una brasa. Mientras la observaba,
desapareció. Golpe suspiró, cerró los ojos y volvió a dormirse.

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16

Encontrar el refugio fue lo más difícil. El peñasco estaba exactamente donde


Agama le había indicado, pero no había ningún fuego que diera señales de
asentamiento, ni respuesta a sus aullidos. Ceniza caminaba al pie del peñasco,
de este a oeste, hasta que éste dio paso a un monte bajo desmoronado que él
escaló hasta la cumbre para continuar en la dirección opuesta. Le dolía el
brazo derecho, y lo llevaba quieto y pegado al cuerpo. El sol había iniciado su
descenso cuando se encontró por casualidad con una lazada colocada con el
nudo hacia arriba, tal como solía hacerlas Golpe. Un desafortunado damán se
retorcía en el interior del lazo. Lo mató y se lo llevó consigo. Agama había
descrito la vertiente norte del peñasco con pelos y señales. Él observó cada
sombra irregular, cada forma sugerente en la pendiente que tenía a sus pies.
No muy lejos de la trampa avistó un techo de piel andrajosa, y empezó a bajar
la cuesta lanzando gritos y aullidos.
Se paró en seco ante un refugio y una uwanda casi en ruinas. Golpe,
destinada a ser una matriarca, había crecido en un espacioso refugio de
piedra, había utilizado herramientas hechas por los mejores artesanos, se
había alimentado de la despensa más abundante de Kura, pero era difícil de
creer que este sitio estuviera habitado por un ser humano. Unas pocas pieles
andrajosas cubrían un refugio de verano que se caía a pedazos, una hoguera
abandonada había sido destruida por los animales, y un hedor de desperdicios
humanos se elevaba desde una letrina excavada a corta distancia. Ceniza
cruzó la uwanda y se plantó en silencio delante de la puerta de piel, dispuesto
a levantarla.
Ululó suavemente al estilo de Kura, y levantó la puerta de piel. El sol
iluminó la entrada orientada hacia el oeste. Una piel arrugada hecha jirones,
dispuesta sobre una esterilla desplegada, se curvaba alrededor del círculo de
la hoguera, frío y vacío. Había una bolsa de agua vacía cerca de la puerta, y
otra llena hasta la mitad junto a la esterilla. Algunos trozos de carne seca
provenientes de la despensa vacía estaban desparramados por el suelo. Ceniza
se quedó petrificado junto a la puerta durante un buen rato, hasta que se

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decidió a entrar. Con la premeditación de un leopardo al acecho, se acercó al
montón de harapos, se arrodilló y alargó la mano.
Un resuello agudo lo asustó, y a continuación se oyó el llanto débil y
aflautado de un bebé debajo de la piel de dormir. Ceniza desenrolló la piel.
Golpe abrió los ojos súbitamente, sus labios blancos y agrietados se
separaron, y gruñó algo que pareció sonar como una amenaza. Agitó una
mano, aunque sin expresar nada comprensible. Acalló el llanto del bebé
mientras intentaba darle el pecho. Ceniza gorjeó con alivio e hizo una seña
torpe con su mano izquierda, aunque normalmente usaba la derecha.
—Madre mía, ¿qué te ha ocurrido? ¿Qué es lo que necesitas?
Los ojos hinchados de Golpe se cerraron, y de su boca salió un estertor. Él
dejó a un lado el bulto y el damán muerto y vertió unas gotas de su agua sobre
los labios de Golpe. Ella se relamió. Él apoyó la cabeza de ella en su pierna y
volcó un chorrito de agua en su boca inerte y la vio tragar, hasta que ella
finalmente abrió los ojos y lo miró como si lo reconociera.
—Ceniza. —Su mano se movía con rigidez, como si se hubiera olvidado
de hablar—. ¿Te ha enviado la Única?
Ceniza la miró boquiabierto. ¿Estaba enferma? ¿Deliraba? ¿Era posible
que hubiese acabado creyendo en los disparates de Bapoto? Los ojos de
Golpe volvieron a cerrarse, su boca inerte se abrió y asomó una lengua seca e
hinchada. «Delira», pensó él. Con su torpe mano izquierda volvió a sujetar la
bolsa de agua encima de su boca, y ella sorbió con desesperación. Cuando él
creyó que ya había bebido lo suficiente, apoyó la cabeza de ella sobre la
esterilla y empezó a desatar su morral. Un nuevo cuchillo de obsidiana facilitó
la tarea de abrir el damán, y se puso a alimentar a Golpe con un bocado tras
otro. Pronto sólo quedaban los huesos y el pellejo marrón del animal.
—¿Quieres sentarte? —preguntó él.
Ella asintió, y él la ayudó a apoyarse contra el muro rocoso del fondo. Ella
tenía las piernas apelmazadas por la sangre, y él tuvo el reparo de mirar hacia
otro lado mientras la ayudaba a moverse. Bebé seguía tomando el pecho, y
ahora Ceniza la oía tragar. Golpe se rascaba el brazo, ausente, y miraba con
una mueca de desagrado todo el vello enmarañado y las zonas lampiñas de
sus dos antebrazos.
Ella le hizo un gesto con la mano para borrar su mirada de preocupación.
—Gracias. Estoy… bien. Perdona por… causarte problemas. —Buscaba
una distracción visual cuando se encontró con un bulto enorme en su
antebrazo, dividido por un corte parcialmente cicatrizado—. ¿Qué le ha
pasado a tu brazo?

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—Se rompió el hueso, pero me cuido. Está sanando, y ya no duele mucho.
Él le enseñó la hinchazón, que mudaba del morado al amarillo y al verde,
y la herida que se cerraba en una cicatriz dentada.
—¿Cómo ocurrió?
—Tú primero. Cuéntame qué pasó contigo.
—Sí. Antes un poco más de agua.
Ceniza llevó todas las bolsas al manantial y las llenó con agua fresca y
cristalina. Poco a poco, Golpe parecía volver en sí, pero él no entendía qué le
había ocurrido, por qué estaba allí, por qué estaba tan enferma y confundida.
¿Toda la situación había sido causada por el bebé? ¿Qué podía hacer él para
recuperar a la Golpe que conocía?
Ceniza regresó al refugio con las bolsas de agua, y entonces abrió su bulto
y le ofreció un surtido de carne seca de antílope y bagre ahumado. El rostro
de ella se iluminó con el olor del pescado, y por primera vez desde su llegada
él reconoció algo de la Golpe de siempre. Ella sostenía al bebé en un brazo y
hablaba con la otra mano mientras Ceniza le daba trozos de pescado sin
espinas.
Sus señas eran lentas, hechas con una mano que parecía rígida o poco
entrenada. Comenzando por la primavera, cuando él se marchó de Kura, ella
le narró el verano y el fallecimiento de Chacal, el otoño y la visión de Bapoto,
el Enlace permanente. Cuando Ceniza se enteró de que la habían obligado a
aceptar a Madriguera hizo rechinar los dientes. Con la mirada en sus propios
pies, ella admitió que había recibido la caridad de la gente de Panda Ya Mto y
de Zumbido, mencionó brevemente la visita de los de Fukizo y apenas habló
del alumbramiento. Finalmente, su mano cayó como un pájaro herido y ella se
quedó contemplando con la mirada en blanco la coronilla de Bebé. Bebé se
había quedado dormida y babeaba leche sobre el brazo de Golpe. Ella la
metió en una piel de dormir que estaba a su lado y luego continuó.
—Estaba hambrienta, y cansada, y tan confundida. Veía… cosas. El fuego
se apagó, y no sabía qué hacer. —Hablaba empleando las señas más pequeñas
que él hubiera visto—. Le pedí a la Única que te enviara, y después de eso me
quedé dormida. —Volvió a mirar a Ceniza.
Él sacudió la cabeza incrédulo.
—¿Se lo pediste a la Única? ¿Cómo?
—Me… subí a una roca e imité el silbido de Bapoto. Deseé que tú
vinieras.
Al imaginarse a Golpe pidiendo deseos como los niños que parten en dos
la clavícula de un ave, Ceniza no supo si reír o llorar. Sin embargo se limitó a

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darle una palmadita en el pie.
—Pues aquí estoy. —Se puso de rodillas ante ella y empezó a hacer las
señas del saludo formal de otoño. Golpe se echó a reír.
—Me encontraste tendida en mi propia sangre, sin fuego ni comida, ¿y te
diriges a mí como si fuera la Madre? No tengo nada que ofrecerte, y debo
tener el aspecto de algo que ni las hienas se comerían. Lo único que me queda
es suplicarte que me ayudes. —Se puso de rodillas y se inclinó ante Ceniza
tocando el suelo con la frente.
Aquello era demasiado. Los recuerdos de Golpe le habían traído hasta
aquí —la risa, los aullidos con que dirigía sus planes, los graznidos histéricos
cuando se apareaban—, y ahora ella se había convertido en otra persona. No
sabía qué hacer con esta nueva Golpe. ¿Seguía habitando en ella la Golpe de
antes?
La tomó del brazo y la ayudó a incorporarse.
—Ahora te toca ser la Madre.
Señaló a Bebé, y ella le devolvió una mueca irónica.
—Es tu turno. Dime qué te ha ocurrido.
—La primavera pasada partí dispuesto a averiguar por qué los de Fukizo
atacaron Kura. Los cazadores se habían encontrado con ellos muy lejos, al
este, y los mercaderes a quienes les pregunté creían que los de Fukizo
también vivían por allí, así que me dirigí hacia el este. Alguien me sugirió que
siguiera por una cordillera, y al final me encontré con cuatro hombres: Roca,
Halcón, Dika y Agama. —Ceniza esbozó la sonrisa extraña y dentuda de Dika
—. Dika nació en Fukizo y desde que dejó el ukoo de su madre vive con los
solteros. Esos cuatro eran amigos desde hacía varias primaveras, y me
cayeron bien. En fin, me contaron cómo Bapoto había estado a punto de
destruir a los de Fukizo unas primaveras atrás. Ellos pensaban que estaba
muerto. Ahora la hermana de Dika es la Madre, y él y sus amigos se
preocupan mucho por ese ukoo. Cuando llegamos a la conclusión de que la
partida de caza de los de Fukizo había atacado Kura para vengarse de Bapoto,
pensamos que podríamos ayudarlos a llegar a un acuerdo para detener el
enfrentamiento.
Ella resopló.
—Apuesto a que entregar a Bapoto a los Fukizo calmaría a todo el
mundo.
—No lo sé… De todos modos, queríamos hacer lo que estuviera a nuestro
alcance para que las cosas volvieran a la normalidad. Los otros no podían
partir de inmediato porque estaban con la cosecha de nueces, así que

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quedamos en encontrarnos en la primera luna llena de otoño. Les dije cómo
llegar al refugio de hombres cerca de Kura, y partí enseguida.
»Hace más de una luna, lejos de Kura, me encontré con un cazador, un
hombre enorme. Llevaba un antílope sobre los hombros como quien lleva el
peso de una piel adicional. Reconocí su manera de ulular, típica de los fukizo,
y yo ululé al estilo de la tribu de mi madre, la de Kilima. Su nombre era
Pedernal, y compartimos una comida y nos contamos historias. Yo le conté
varios relatos, incluido uno muy parecido a la historia de Bapoto y los de
Fukizo, pero con los nombres cambiados. Cuando él se dio cuenta de que yo
conocía la historia de su ukoo, me narró una historia intrigante. El invierno
pasado, la caza cerca de Fukizo era muy escasa. Un grupo de hombres que se
habían emparentado allí dejaron la aldea en primavera para ir en busca de
presas y viajaron muy lejos hacia el nordeste, donde se encontraron con
Bapoto, que estaba cazando con un grupo de hombres de Kura. Él se había
cortado el pelo y al principio ellos no lo reconocieron, pero cuando vieron
quién era intentaron matarlo. En medio de la refriega, Barranco y Cascada
resultaron heridos accidentalmente. Los de Fukizo llevaron a los hombres
heridos a su campamento y cuidaron de ellos hasta que se recuperaron.
Durante aquel tiempo los dos hombres de Kura y los de Fukizo aprendieron
cosas sobre Bapoto los unos de los otros. Cuando ellos dejaron el
campamento de los de Fukizo no querían ponerse de parte de nadie y
regresaron a Jiti para el Enlace de ese otoño. Algunos de Fukizo regresaron a
su antigua región para pasar el otoño, pero la mayoría creía que había que
encontrar a Bapoto y acabar con este asunto para poder volver a casa con
honor. Confié en Pedernal y lo acompañé para encontrarnos con el resto de
los fukizo. Ellos compartieron su comida conmigo, escucharon mi historia y
se mostraron razonables.
—¿Dijeron algo los de Fukizo acerca de Chacal y de lo que le hicieron a
Kura durante el verano? —preguntó Golpe.
—No. Al parecer nunca habían estado allí. Aparentemente, habían pasado
todo el verano buscando a Bapoto, sin éxito. Estaba claro que era el único de
Kura con el que tenían cuentas pendientes, pero, cuando les sugerí que
hicieran las paces, uno de ellos pensó que yo quería proteger a Bapoto y me
arrojó una piedra grande. Levanté el brazo para protegerme y se fracturó con
el impacto de la piedra. Por suerte, los demás hombres pensaban que yo
sencillamente estaba equivocado, y no me veían como una mala persona. Así
que se llevaron a mi agresor y se ocuparon de mi brazo. Dolió. —Omitió del

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relato el recuerdo de Pedernal enderezándole el brazo, de él vomitando de
dolor mientras lo sujetaban entre tres hombres.
»Alguien ahuecó un pedazo de tronco partido y Pedernal lo ató a mi
brazo. No me dejaban moverme para nada. No podía cazar, no podía ni
siquiera llevar el agua. Me hubiera muerto de hambre sin ellos. Debían de
sentirse responsables, o sentir pena por mí, quién sabe.
»Un día me dejaron solo en el campamento con una provisión de comida
y agua mientras se iban a buscar a Bapoto. Yo no tenía manera de avisar a
nadie, y me aterrorizaba la idea de que te hicieran daño. Cuando regresaron
dos días después, Pedernal me dijo que un vigilante dio la alarma a la gente
de Kura antes de que ellos se acercaran al pueblo, y que se vieron obligados a
abandonar el plan, así que supuse que probablemente te encontrabas bien.
»Pasó más de una luna y el brazo todavía me dolía, pero yo no hacía aquel
ruido horrible, así que Pedernal quitó la tablilla y me ayudó a preparar el
equipaje. Fui directo a Kura, y supe que tú te habías marchado. Silbido me
ignoró, y todos los demás siguieron su ejemplo. Únicamente Zumbido se
dignó mirarme, y enseguida se echó a llorar y entró corriendo en su refugio.
Golpe meneó la cabeza.
—¿Y que pasó después?
—Fui al refugio de solteros cerca de Kijito donde iba a encontrarme con
los conciliadores. Allí había algunos hombres, y me contaron lo de Chacal.
Allí también estaban los cuatro de Fukizo, que me hablaron del encuentro
contigo. Es bueno saber que sólo la gente de Kura recibe el sobre de un
sonido, y que en ningún caso se vuelve a utilizar el nombre de una persona
que está viva. —Ella se quedó con la boca abierta, y él esbozó una sonrisa—.
Conque Asili, ¿eh? Parece un buen nombre para este sitio. En fin, cuando les
dije a mis cuatro amigos dónde estaba el campamento de los de Fukizo, se
dirigieron allá para convencerlos de que regresaran a casa antes de que el
invierno les impidiera seguir viaje. Y les dije que estaría aquí contigo.
Golpe asintió. Echó un vistazo al lastimoso refugio, especialmente gris
por la caída del sol.
—Me temo que no tengo nada que ofrecerte. Y esta noche hará frío.
—Mañana iré a conseguir fuego. Esta noche nos abrigaremos bien.
Golpe quería limpiarse la sangre de las piernas. Ceniza se ofreció a vigilar
el sueño de Bebé, mientras ella bajaba al manantial apoyándose en una rama
sólida y aferrándose a los arbustos. Entretanto, él se puso a recoger toda la
comida desparramada por el suelo del refugio, abrió la rastra y metió todo lo
que traía en la despensa. Si bien no podía encender el fuego, recogió tanta

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madera como pudo con su mano izquierda y la apiló en el interior del refugio.
De vez en cuando miraba a Bebé, que parecía más delgada que todas las
hermanas bebés que él había tenido, y lanzó una mirada al manantial allá
abajo, aunque sin interrumpir a Golpe en sus progresos dolorosamente lentos.
Finalmente, ella volvió a subir arrastrando los pies, agotada, el pelo revuelto,
vistiendo un pañal de cuero grande.
Él se fijó en la braga y Golpe entrecerró los ojos.
—Me duele todo, estoy cansada y tengo frío. Vamos a dormir.
—Tengo algunas cosas para tí. —Ceniza señaló con las mano las cosas
que había sacado del morral. Con los miembros rígidos, ella se arrodilló en el
círculo vacío de la hoguera. La colección de nuevas herramientas, un nuevo
recipiente de sal, las cinco pieles, cada uno de los regalos suscitó profusos
agradecimientos. Cuando él exhibió varias docenas de pescados ahumados, a
Golpe le temblaron las manos de emoción al tiempo que expresaba su
gratitud, y la carne seca —casi una pieza entera de antílope— hizo que se le
cayeran las lágrimas. La última ofrenda fue una cajita ovalada del tamaño de
su mano. Mientras él la sostenía, ella se dio cuenta de que estaba hecha con
dos preciosos caparazones de tortuga. Los dos eran del mismo tamaño y
forma, los bordes pulidos de tal modo que se unían perfectamente, y ligados
con una tira de piel de cebra.
Golpe suspiró.
—¡Es preciosa! ¿La hiciste tú?
Ceniza asintió.
—Que coincidieran los dos caparazones fue pura suerte. Encontré de
casualidad un montón de estas tortugas en una charca, casi todas del mismo
tamaño. Aquel día comí bien. Ábrela.
Ella deshizo el nudo de piel de cebra y separó las dos partes. Dentro, en
un lecho de hierba seca, reposaba una pieza de madera curiosamente tallada.
No era ninguna herramienta que hubiese visto antes, ningún alimento
reconocible. Juntó las cejas mientras observaba el objeto, y luego una
sensación cálida se expandió desde el centro de su pecho hasta los dedos de
las manos y los pies mientras levantaba la vista.
—Soy yo.
Él esbozó una sonrisa dentuda propia de los de Fukizo.
Cuando el día se esfumó en la oscuridad y la lluvia empezó a azotar el
techo del refugio, Bebé se despertó y volvió a tomar el pecho. Golpe y Ceniza
comieron unos trozos más de bagre ahumado, revisaron las costuras del
refugio y las zanjas del desaguadero, y se acurrucaron en las pieles de dormir.

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Ella se quedó dormida al instante. Ceniza había envuelto su brazo roto en una
piel dura para evitar moverlo mientras dormía, pero todavía le dolía, y se
quedó despierto durante un buen rato, aspirando los olores domésticos de
Golpe y bebé, con una ligera sensación de intranquilidad.

Por la mañana la lluvia apenas era un susurro sobre el tejado, como si en


vez de agua estuviesen cayendo hojas. Una débil luz diurna entraba por las
rendijas de la puerta de piel, y Ceniza se despertó para encontrarse con una
cara peluda blanca y marrón tan cerca de sus ojos que apenas conseguía
enfocarla. Cuando abrió bien los ojos, la madre damán salió por la puerta
dando brincos, y otras dos manchas más pequeñas gris y marrón salieron
como flechas de la despensa y la siguieron. Él hizo un esfuerzo para salir de
entre las pieles calientes y abrió la puerta. Una ráfaga de aire frío y unas gotas
de lluvia hicieron que Golpe se moviera, aunque sólo se cubrió la cara con las
pieles. Él se aseguró de que hubiera agua suficiente para varios días, cogió el
portador de fuego de Golpe y le prometió que regresaría lo antes posible.
Sin su enorme morral, Ceniza hizo el recorrido en menos tiempo y llegó al
refugio de los hombres en la confluencia del río Kijito antes del anochecer.
Los solteros ocupaban una cueva natural que comprendía varios espacios
irregulares en varios niveles y un pequeño espacio central donde ardía el
fuego. Los dos hombres mayores y uno de la edad de Ceniza que habitaban la
cueva tenían cada cual su propia provisión de comida por separado y parecían
evitarse unos a otros dentro de lo posible. Sin embargo, todos dormían
alrededor del mismo fuego. Los hombres dieron su consentimiento para que
Ceniza se quedara a pasar la noche, dispusieron que hiciera un turno de
vigilancia y que se marchara lo antes posible con su portador de fuego
recargado. Ninguno de ellos compartió su comida.
Ceniza apenas pegó ojo. Cuando ya había clareado lo suficiente como
para echar a andar, cargó brasas y cenizas calientes en el portador de piedra y
partió. Si bien la lluvia era una amenaza, llegó a Asili sin que las ascuas se
apagaran. Encontró a Golpe despellejando un damán, con la niña colgando
por delante en el portabebés. En el círculo de la hoguera ya estaba montada la
pila de yesca. Cuando él entró, Golpe se enderezó y lo recibió con un amago
de sonrisa.
—¡Ha vuelto a surtir efecto!
Con una mirada socarrona, Ceniza graznó un saludo y después se arrodilló
junto al círculo de la hoguera. Las brasas brillaron cuando las sopló, y el

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arreglo de hierbas y piñas de pino que Golpe había preparado ardió enseguida.
Primero la leña menuda, luego los trozos más grandes, chisporrotearon y se
encendieron. Después Ceniza construyó una estructura de madera fraccionada
alrededor de las llamas y se quedó frente al fuego balanceándose sobre los
talones. Golpe se puso en cuclillas al otro lado, envolviendo el portabebés con
los brazos. Ceniza la miró enarcando las cejas.
—¿Qué es lo que ha surtido efecto?
—La Única ha hecho que regreses. Esta mañana hice el ritual, y aquí
estás.
Ceniza la miró desconcertado. ¿Estaba de broma?
—Cogí el portador y te dije que regresaría. No deberías estar sorprendida
de verme.
Bebé lanzó un graznido molesto. Golpe se puso de pie y empezó a
contonearse y a canturrear dulcemente. Bebé se calmó.
Al día siguiente, Ceniza tenía el brazo tieso e hinchado, le dolían las
piernas y tenía que levantarse. Se esmeró en hacer todo lo necesario:
comprobar las trampas, coger agua del río, recoger leña. Golpe aceptó beber
del agua que él había traído del manantial y comer el bagre ahumado que le
ofreció, pero no parecía interesada en nada más y se acostó echa un ovillo
entre las pieles de dormir. Unas veces Bebé tomaba el pecho y otras veces
dormía, pero después del mediodía Bebé ya no tenía ni sueño ni hambre, y
empezó a alborotar hasta que Ceniza la aupó y la metió en el portabebés.
Parecía más despierta que antes, pero seguía estando muy delgada. Durante
un buen rato se quedó boquiabierta mirando el cielo, la cara de Ceniza y todo
lo que se moviera. Ceniza seguía su mirada.
—¿Qué ves en el cielo? —le preguntó él—. ¿Y en mi cara?
Finalmente, volvió a quedarse dormida, pero Ceniza procuró no extraer
conclusiones.
Algunos días Golpe volvía a parecerse a la de antes; se levantaba, recogía
madera, cargaba agua, preparaba la comida y respondía a los intentos de
conversación de Ceniza. Por las mañanas, cuando estaba más animada, él la
invitaba a aparearse, pero ella lo rechazaba con un gesto sin darle ninguna
explicación. La mayoría de las veces Golpe sólo se movía cuando era
estrictamente necesario, no utilizaba señas y empleaba escasos sonidos para
comunicarse. Ocasionalmente, cuando creía que Ceniza no andaba cerca, se
subía a la roca de la uwanda, levantaba los brazos y emitía un silbido extraño,
que no era el silbido de Bapoto, pero se le parecía. Ceniza la veía un poco
más alegre después de estos episodios, así que no le decía nada. Ella seguía

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llevando el pañal de cuero, y Ceniza comenzaba a preguntarse si era
definitivo,
Bebé cambiaba día a día cuando no estaba durmiendo o comiendo, Ceniza
la llevaba por los alrededores y le enseñaba cosas que él creía que podían ser
interesantes: los destellos del agua del arroyo, una manada de gacelas
pastando, una piedra lisa y rosada. El objeto favorito de ella parecía ser la
cara de Ceniza. Bebé emulaba su sonrisa, se reía de sus morisquetas, trataba
de tocar sus ojos, le tiraba de la barba, y Ceniza estaba seguro de que ella
prefería su cara a la de su madre, aunque nunca se lo mencionó a Golpe.
¿Había sido un error regresar? Esta Golpe era muy distinta de la anterior,
no mostraba el menor interés por nada de lo que alguna vez había significado
algo para ella, y al parecer estaba convencida de que había provocado su
regreso enviándole mensajes a la Única. Tras su resistencia decidida y tenaz a
las ideas de Bapoto, había sido persuadida por algo que había ocurrido
durante su ausencia. ¿Había alguna esperanza de volver al entendimiento
tácito que habían compartido? ¿Había siquiera la esperanza de volver a
aparearse?
En estas cosas estaba pensando Ceniza una mañana en la que Bebé
inesperadamente descubrió que sus manitas le pertenecían, e insinuó una seña
con la que según él había querido decir «Ceniza». Él se alegró mucho y pensó
que quizá Golpe se estuviera recuperando de su enfermedad y que pronto
volvería a ser la de siempre. Mientras tanto, Bebé necesitaba a alguien con
quien hablar.
Un día ventoso, la luz fría del sol se coló entre las nubes movedizas e hizo
que la lluvia de la noche anterior se evaporara. Ceniza y Golpe habían
recogido toda la madera caída y seca de los alrededores, pero cada día hacía
más frío y no había madera suficiente. Ceniza pensó que su brazo ya estaba lo
bastante fuerte como para usar el hacha grande de piedra, así que se llevó a
Golpe en una expedición para cortar árboles. Al mediodía ya había regresado
a Asili varias veces, arrastrando un tronco o dos cada vez, y el montón de
madera parecía de mejor calidad que antes.
Satisfechos con el trabajo de la mañana, se desplomaron delante de la
puerta del refugio y con buen apetito devoraron uno de los bagres ahumados
más grandes. Golpe se reía con los intentos de hacer señas de Bebé y
reconoció por sí misma la seña de «Ceniza». Del pescado no quedaba más
que un montón de espinas blancas y limpias, y la niña se había quedado
dormida en el portabebés cuando Golpe finalmente se quitó el pañal. A
Ceniza se le levantaron las cejas, junto con otras partes de su anatomía. ¿Era

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por fin una invitación? Ella emitió un zumbido que él no había oído desde la
primavera anterior. Cuando él se acuclilló contra la roca grande de la uwanda
y abrió los brazos, lo invadió el recuerdo de la primera noche juntos durante
el Enlace. «¡Ella me eligió a mí! ¡Una mujer, la más hermosa, la más
poderosa! ¡Me eligió el primero!» Con cuidado, ella apoyó su espalda contra
él, procurando no molestar a la niña en el portabebés. Los dos se mostraban
un poco tímidos, incluso serios, pero pronto él descubrió que ella todavía
podía lanzar los mismos graznidos histéricos que a él tanto le gustaban.
Cuando Ceniza se desplomó de nuevo contra la roca grande y Golpe le apoyó
las nalgas en el pecho, él pensó que fuera lo que fuese lo que la había afligido,
ya se empezaba a recuperar. Mientras tanto, Bebé había permanecido dormida
en el portabebés.
Él estaba contemplando a Golpe mientras se dormía a intervalos en una
parcela soleada, cuando oyó un grito en la distancia. La tocó con el pie y ella
levantó la cabeza, aguzando el oído. Al instante el sonido se repitió, y esta vez
él no dudó que se trataba del característico aullido de los de Fukizo. Ambos se
levantaron y vieron a cuatro figuras al pie del peñasco andando a paso raudo,
próximas al punto donde comenzaba el camino de ascenso hasta el refugio.
—Dika y compañía, creo —gesticuló él.
—Sí, son ellos.
Golpe ululó a modo de respuesta, y los cuatro miraron hacia arriba y
saludaron con las manos. Ella les devolvió el saludo, y al instante Dika, Roca,
Agama y Halcón arribaron a la uwanda. La saludaron formalmente, como si
fuesen extranjeros, y Golpe se echó a reír.
—Espero que no hayáis venido a Asili por la ceremonia de Enlace —dijo
ella—. Ya es un poco tarde.
Los cuatro hombres ulularon a carcajadas palmeándose las espaldas los
unos a los otros.
—Hermoso bebé. —Halcón señaló con la mano a la niña que dormía en el
portabebés, y los demás asintieron.
Golpe agradeció por señas y los invitó a compartir el fuego de la uwanda.
Ceniza añadió un tronco, y ella fue a buscar un cesto de nueces de marula y
una bolsa de agua para ir pasando.
—Parece que tu brazo está mucho mejor. —Agama observó cómo Ceniza
cogía el tronco con ambas manos—. Sea cual sea el ejercicio que hayas
estado practicando, te ha sentado de maravilla.
Los hombres se rieron una vez más.
Ceniza miró a Golpe.

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—Sí, es cierto. Este lugar me sienta bien. ¿Encontrasteis a los demás de
Fukizo? ¿Qué ocurrió?
Dika partió una nuez con los dientes.
—Todos ellos culpan a Bapoto por la pérdida de un ser querido. Después
de que los echaran de Kura, discutieron si debían intentarlo otra vez o
regresar a Fukizo, y la decisión fue unánime; todos y cada uno de ellos
quieren matar a Bapoto con sus propias manos. Les dijimos que tú
seguramente les contarías a los de Kura la historia de Bapoto, pero ellos
creían que los de Kura tan sólo le obligarían a marcharse. Con eso no les
bastaba.
—¿Qué hay de lo que ocurrió a mitad del verano? —preguntó ella—. ¿Por
qué mataron a Chacal?
Dika masticó un momento, pensativo.
—Les conté lo que las mujeres de Kura habían encontrado a su regreso, y
parecían horrorizados. Supongo que podían estar mintiendo. Puede que
estuviesen avergonzados y decidieran fingir que no sabían nada de eso, pero
no lo creo. Conozco a esos hombres, y son honorables. Todos ellos matarían a
Bapoto si pudieran, así como a cualquiera que intentase protegerlo, pero no
matarían a alguien sólo para causar el espanto de mujeres y niños. Al menos
eso es lo que yo creo.
Golpe frunció el ceño.
—¿Quién más lo podría haber hecho?
Un silencio perplejo se instaló en la uwanda, apenas interrumpido por el
ruido de las nueces partidas.

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La llegada de las visitas sacó a Golpe de su letargo. Ellos la trataban como
a la Madre de Asili y, de algún modo, desde debajo de esa apatía asfixiante y
soporífera, salió a la luz la Madre para cuyo papel había sido preparada desde
su nacimiento, y que ella pareció asumir con naturalidad. Las ocupaciones de
la vida normal conspiraron para hacer que se sintiera normal; cuanto más se
comportaba como ella misma, más volvía a sentirse tal y como era. Llevar la
leña, repasar las trampas, copular con Ceniza, atender a Bebé, empresas que
hasta entonces le habían parecido inaccesibles se volvían gradualmente
posibles.
Ceniza también parecía contento de tener visitas, y su cambio de actitud
hizo que Golpe se diera cuenta de hasta qué punto su estado de infelicidad
había puesto a prueba el buen humor de Ceniza. Ella los invitó a construir su
refugio de hombres en los alrededores, y Ceniza los ayudó a escoger un sitio,
una cueva no muy lejos de allí, aunque más alejada del manantial. Tener
vecinos, aunque no fueran parientes, hizo que Asili se sintiera un poco menos
hostil, un poco más familiar. Con otra gente alrededor, Golpe evitaba
pensamientos más complicados que los requeridos por las tareas que tenía
entre manos, y, sin embargo, el hecho de que Bebé se moviera en sueños
durante su turno de vigilancia le inspiraba otras ideas. «Mi hija no tiene ukoo,
y es por mi culpa. Ni amigos de la infancia, ni mujeres para compartir la
cosecha, ni ceremonia de Enlace que le proporcione un compañero. Las
mujeres —las que llevan nuestra sangre— aguantan todos los desastres.
¿Quiénes son los nuestros?». Bebé se chupó el dedo durante un momento y
finalmente se volvió a dormir.
Una mañana, poco después de que el refugio de los hombres estuviera
construido, Golpe subió a la cima del peñasco para ver las trampas. Fuera de
la vista de su refugio, se encaramó a una roca, cerró los ojos, levantó los
brazos y emitió un suave silbido trémulo, como había hecho cada mañana
desde el retorno de Ceniza. En su fuero interno, le dio las gracias a la Única
por Ceniza y por Bebé, por los alimentos y la salud, por sus nuevos vecinos.
Cuando abrió los ojos se encontró con Roca a pocos pasos de ella,
contemplándola boquiabierto.
Golpe se había preguntado si Roca era un poco retrasado; rara vez
hablaba, y sus ojos muy separados no daban indicio de una actividad mental
intensa. Ella lo saludó con un aullido y bajó de un salto de la roca.
—¿Estabas saludando a la Única? —le preguntó él—. Tenemos entendido
por Ceniza que ambos estáis en contra de Bapoto y de sus ideas.
Golpe agitó las manos, confundida.

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—Cómo lo sabes… quiero decir… tú no eres seguidor…
Roca sonrió.
—La mayoría de los de Fukizo y mucha gente en los ukoos vecinos son
seguidores de la Única, aunque no están de acuerdo con Bapoto. En alguna
que otra ocasión yo me he unido a un ritual de cacería, y si tengo alguna
petición especial que hacer saludo a la Única por las mañanas, nunca está de
más. Halcón a veces se apunta, pero los más viejos nos silban si nos ven
haciéndolo.
—Comprendo. —Golpe parecía interesada en un águila en el horizonte,
pero hacía señas dirigidas a Roca—. Bueno, Ceniza piensa que Bapoto utiliza
estas ideas para tener controlada a la gente, cuando es probable que ni
siquiera él mismo crea en ellas. Tengo que darle la razón en lo primero, pero
lo cierto es que yo no sé en lo que creo. Cuando Bebé nació estábamos solas y
teníamos hambre. El fuego se apagó, y le pedí a la Única que enviara a
Ceniza. Cuando me desperté, él estaba aquí.
Roca asintió.
—He oído historias parecidas.
—Sí, pero Ceniza dice que a él no le envió la Única. Si menciono a la
Única pone mala cara. Si me pilla en medio de mis saludos matinales resopla
y se da media vuelta.
—Dika y Agama podrían reaccionar de la misma manera, así que mejor
no les menciones a la Única. Pero como yo digo, vigilar todos los hoyos de la
madriguera no puede hacerte ningún daño. ¿Quién sabe lo que podría ser de
ayuda?

Poco después, una mañana fría y despejada, los hombres se fueron a cazar
gacelas, excepto Halcón, que se quedó con Golpe tejiendo alfombrillas para el
refugio de los hombres. Los hombres habían elogiado las alfombrillas de
Golpe y querían algunas para su refugio, pero ninguno de ellos sabía tejerlas,
así que ella le estaba enseñando a Halcón. Hasta el momento, dos de ellas
habían llegado a cubrir la mitad del suelo del refugio. Por lo que ella había
entendido, Dika y Agama eran pareja, y también lo eran Roca y Halcón. Ella
no estaba del todo enterada de cómo funcionaba eso, ya que ellos no se
apareaban en público como lo hacía todo el mundo, pero parecían satisfechos
con sus emparejamientos. Un fuego ardía en el refugio de los hombres, y
Bebé estaba tendido al descubierto sobre una piel de leopardo al lado de
Golpe, capaz, aunque no del todo, de darse la vuelta por sí sola. El pequeño

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pañal ya no era necesario; Golpe estaba muy compenetrada con los hábitos de
su hija, así que podía llevarla afuera justo a tiempo para evitar que se hiciera
caca dentro.
Un aullido lejano típico de Panda Ya Mto se hizo oír por encima del
chisporroteo del fuego. Halcón dejó su tejido y salió a la uwanda, mientras
Golpe seguía trabajando. Ella había completado otra hilera cuando la puerta
de piel se abrió y Halcón volvió a entrar, seguido de Conejo, el compañero de
la hermana de Rocío a quien Golpe había conocido en Panda Ya Mto. Ella
colocó su tejido en una cesta y se puso de rodillas para recibir los saludos de
Conejo.
—Bienvenido, Conejo. Éste es el fuego de Halcón, pero estoy segura de
que estás invitado a compartirlo.
Halcón sonrió y le hizo un gesto a Conejo para que se acercara al fuego.
Conejo dirigió una mirada confundida a Halcón y al fuego, se puso en
cuclillas enfrente de Golpe y acercó las manos a las llamas. Halcón rebuscó
unos instantes en la despensa y sacó una fuente de verduras de invierno
mezcladas con trozos de chenga ahumado, que ofreció primero a Golpe y
después a Conejo.
—Estoy buscando a Relámpago, el hijo de nuestra Madre —dijo Conejo
con señas—. Ayer dejó la aldea para ir a recoger gusanos y no ha vuelto.
Todos los hombres de Panda Ya Mto lo están buscando. ¿Habéis visto algo?
Golpe y Halcón negaron con la cabeza.
—¿No se han encontrado rastros de él cerca de Panda Ya Mto? —
preguntó Golpe.
—Hemos encontrado huellas de hiena cerca de nuestro arroyo, junto con
las huellas del muchacho. Me sorprendería mucho que encontraran algo más,
pero nuestra Madre está tan apenada que queremos hacer el esfuerzo, por si
acaso. —Conejo masticó un puñado de verduras y lo saboreó con admiración.
Golpe sacudió la cabeza.
—Yo lo conocía. Un muchacho de aspecto fuerte y sano. Lo siento.
Conejo asintió y siguió masticando pensativo.
—Tu bebé también se está poniendo fuerte. Mira, casi puede darse la
vuelta.
Halcón se acuclilló al lado de Conejo y le habló.
—Golpe me contó acerca de un hombre de Panda Ya Mto que vio a
Chacal con otro hombre a principios del verano pasado. ¿Eras tú?
—Así es.
—¿No tienes ni idea de quién podría haber sido el otro hombre?

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—No me era nada familiar. Ni siquiera podría decir a qué ukoo
pertenecía, porque casi no tenía pelo en la cabeza.
Halcón siseó y lanzó una mirada a Golpe.
—¿Bapoto? El no…
Antes de que terminara de decirlo, Bebé balanceó una pierna por encima
de su cuerpo. Con un tremendo esfuerzo cayó sobre su estómago y chilló
sorprendida.
Conejo celebró la hazaña de Bebé chasqueando los dedos con entusiasmo.
—¡Buena chica! En fin, mejor que me vaya si quiero regresar a Panda Ya
Mto al anochecer. Gracias por el fuego y la comida.
Se puso de pie, se despidió respetuosamente de Golpe y, algo vacilante, de
Halcón, y salió por debajo de la puerta de piel.

Halcón le ofreció a Golpe los últimos trozos de chenga, él mismo lamió la


fuente y luego se dirigió a ella.
—Puede que a alguien de Kura le interese saber algunas cosas de Bapoto.
—Si se pudiera convencer a Silbido de que los de Fukizo sólo son
peligrosos para Bapoto…
Él le palmeó la rodilla.
—Entonces podrías regresar a casa.
Ella tragó saliva y negó con la cabeza.
—No, eso nunca. Silbido no me protegió. Ella hizo lo que creía mejor
para Kura, pero no puedo confiar en que hará lo mejor para mí y mi hija.
Halcón volvió a coger su tejido y miró cómo Bebé conseguía darse la
vuelta una vez más. La pequeña estiró su manita derecha hacia la pared de la
cueva. Un segundo más tarde pegó un grito. Golpe la recogió; una hinchazón
rojiza se estaba formando en el dorso de la mano de Bebé, y un escorpión
negro del tamaño de la mano de Golpe intentaba escabullirse dentro de una
grieta en la base del muro. Halcón lo mató con una piedra grande de raspar y
lo arrojó a la pila de la basura.
Bebé seguía gritando, y al instante Golpe lloraba con ella. Nada consolaba
a la niña, y la hinchazón seguía creciendo. Sus ojos marrones se dilataron
convirtiéndose en hoyos negros, sus brazos y piernas empezaron a temblar
violentamente, y su llanto no cesaba. Empezó a salirle espuma de la boca y la
nariz. Golpe envolvió su puño diminuto en una piel suave, lo dejó en remojo
en el agua fría del río, lo apretó con fuerza bajo su brazo, pero nada evitó ni
detuvo el llanto de Bebé. Golpe la acunaba y le canturreaba entre sollozos.

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Halcón daba vueltas, le ofrecía agua, comida y ayuda. Alimentaba el fuego y
salía a ver si venían los cazadores. La mano de Bebé aumentaba de tamaño y
se oscurecía. Sus gritos se volvieron resuellos de dolor, y la espuma en su
boca se tornó rosada. Finalmente, el sol se acercó al horizonte. Los cazadores
no habían regresado.
Golpe se encaramó a la roca que presidía la uwanda del refugio de los
hombres, cerró los ojos, levantó a la niña temblorosa por encima de su cabeza
y se puso a trinar con una entonación extraña y ahogada. «Salva a Bebé. —
Tan resonante en su cabeza como los gritos de Bebé, lo repitió para sí misma
—. Salva a Bebé. Seguramente la Única puede oírme. Salva a Bebé».
Mientras estaba de pie sobre la roca, los resuellos cesaron y los temblores
se calmaron. Golpe bajó los brazos y contempló los ojos abiertos de Bebé.
Ahora sus piernas y brazos, flojos y exánimes, descansaban en paz, sus
músculos respiratorios libres de tensión.
Golpe lanzó un aullido, y en la distancia un lobo le respondió.
Los cazadores regresaban en la oscuridad. Habían cazado una cebra y
atado la res a unos palos que llevaban sobre los hombros. Una media luna les
proporcionaba luz suficiente para enfilar sus pasos hacia Asili, pero estaba
demasiado oscuro y la cebra pesaba mucho como para que pudieran correr.
Halcón los oyó ulular en la distancia y bajó la cuesta para encontrarse con
ellos. Desde el refugio de los hombres, hecha un ovillo junto al cuerpo de
Bebé, Golpe oyó el lamento de Ceniza como una piedra afilada que se le
clavaba en el pecho.
Aquella noche ella se tumbó junto al cuerpo de Bebé en el lugar donde el
escorpión la había atacado, desvelada, silenciosa. Los cinco hombres estaban
sentados o en cuclillas alrededor del fuego. Mantenían las llamas controladas,
compartían un poco de comida y trataban de rellenar vacíos normalmente
ocupados por la tradición y por las decisiones de una Madre. La cueva de la
muerte que usaba la gente de Kura estaba muy lejos de Asili. Ceniza sabía de
otra cueva menos remota hacia el sudoeste, cerca de una guarida ocupada a
menudo por las hienas; Golpe dio su consentimiento para llevar a Bebé hasta
allí. Ceniza se ofreció a llevarla en su lugar, pero la mirada de incomprensión
de Golpe y el estado de conmoción de los otros hombres no necesitaban de
una respuesta. Por la mañana, Ceniza armó una rastra pequeña, y los hombres
la siguieron, con Ceniza presidiendo el cortejo.
Con Golpe los hombres tardaron más en llegar a la cueva de lo que
habrían tardado viajando solos; ella todavía no se encontraba lo bastante
fuerte para andar a paso raudo tirando de una rastra, ni siquiera de una

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ligeramente cargada. Después de un coro de lamentos y un breve descanso,
emprendieron el viaje de regreso, con Golpe llorando silenciosamente.

Al principio, Golpe se sintió tal como lo había hecho antes de que Ceniza
la encontrara, pesada como un elefante y con las fuerzas de un pájaro. Sólo se
movía para beber y para ir a la letrina. Los hombres trocearon la cebra y le
ofrecieron una tajada de hígado perfectamente asada, pero ella la rechazó con
un gesto de la mano. Ceniza trajo agua y madera, y discretamente dejó un
poco de comida donde Golpe pudiera encontrarla, y luego la dejó a solas. Al
segundo día ella comió unos pedazos de carne de antílope, y al tercero se
levantó e hizo sus labores de la mañana.
—No es lo mismo —le explicó a Ceniza—. Nunca será lo mismo. Pero
aquí estamos, y hay trabajo que hacer.
Sus rituales matinales se acabaron. Antes de la muerte de Bebé, no se
había molestado en ocultárselos a Ceniza, pero ahora él ya no oía silbidos a lo
lejos, ni veía su silueta recortada contra el cielo en la cima del peñasco, con
los brazos en alto. Una mañana, temprano, ella se encontró con Roca cerca
del lugar donde él la había descubierto saludando a la Única, y él le ofreció
unirse al ritual matinal. Ella soltó un bufido.
—Hazlo tú.
Roca meneó la cabeza.
—¿Por qué la Única permite una cosa así? ¿No es capaz de mantener a los
bebés a salvo? ¿O es que no quiere?
Golpe miró hacia el oeste, a las nubes informes aún no iluminadas por el
sol de la mañana. Ella había llegado a creer que la Única vivía hacia el oeste,
sobre la cima alta de una montaña, o en una cueva enorme, pero esa creencia
había pasado al territorio de las leyendas, junto con la idea de que Gorgeo
sería la Madre eternamente y de que Silbido siempre la protegería.
—Quizá no haya que preguntarse por qué. —Golpe hizo una seña de
despedida, palmeó el brazo de Roca y siguió caminando hacia la siguiente
trampa.
Golpe olvidó la visita de Conejo, pero Halcón no. Unos días después del
ataque del escorpión, él contó a los demás que Conejo había visto a Chacal
poco antes de su muerte con un hombre de poco pelo parecido a Bapoto.
Ceniza se ofreció a ir de cacería cerca de Kura con la esperanza de encontrar a
alguien que quisiera escuchar la historia de cómo Bapoto casi llevó al pueblo
de Fukizo a la destrucción y de su posible conocimiento de las circunstancias

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en las que murió Chacal. En cuanto el tiempo mejoró, Ceniza partió de
excursión en esa dirección, pero los hombres de Kura siempre estaban
cazando en grandes grupos y Bapoto siempre estaba con ellos. Pasó una luna
y Ceniza sólo encontró a unos pocos hombres que cazaban por su cuenta,
ninguno de los cuales se mostró dispuesto a reconocer su presencia.
Después de que ocho días de tormenta impidieran a los hombres de Asili
ir de cacería, éstos partieron una mañana en busca de un antílope. Al
anochecer todavía no habían regresado. A Golpe no le sorprendió —las
expediciones de caza a menudo duraban más de un día—, pero durmió mal.
Por la mañana ya había realizado sus labores y asado un par de lagartijas en el
fuego de la uwanda cuando oyó aullidos a lo lejos que no supo reconocer.
Desde una roca grande alcanzó a ver a cinco figuras familiares al pie del
peñasco, dos de las cuales sostenían los extremos de un palo del que colgaba
un antílope. Ella los saludó con la mano y trató de imitar el extraño sonido
que acababa de oír.
Cuando llegaron a la uwanda, el fuego estaba llameando y las
herramientas de trinchar estaban dispuestas sobre la roca grande, listas para
ser usadas. Ella los recibió con entusiasmo.
—¡Buena cacería! ¿Y ese nuevo saludo?
Ceniza dejó en el suelo un extremo del palo.
—El nuevo saludo de Asili. Anoche lo estuvimos practicando. A Halcón,
además, se le ha ocurrido un estilo de trenzas. ¿Qué te parece?
En su fuero interno ella pensó que era la clase de cosas que los hombres
hacían cuando se les dejaba hacer lo que les diera la gana, pero gesticuló:
Me parece genial. Podemos usarlo. ¿Os habéis cruzado con alguien?
Este animal nos hizo correr un buen trecho, y cuando lo cogimos ya
estábamos cerca de Kura. —Mientras Ceniza narraba los hechos, el resto de
los hombres y Golpe empezaron a despedazar el antílope, sin dejar de
prestarle atención—. Ya se había puesto el sol y no queríamos regresar de
noche con los hoyos en la tierra cubiertos de agua de la tormenta, así que nos
metimos en una cueva pequeña. Como estábamos tan cerca de Kura, nos
pareció una buena oportunidad para informar a alguien sobre Bapoto, así que
subí a la aldea por el oeste y me encontré con Susurro y otro muchacho
vigilando. Él me reconoció y me dejó pasar sin dar la alarma.
»El refugio de Zumbido está un poco alejado del resto, así que me acerqué
sin cruzarme con nadie más. Tenía miedo de darle un pequeño susto, pero ella
tampoco dio la alarma. Escuchó la historia completa sin interrumpirme. No sé
si me creyó, pero me ayudó a salir del pueblo sin que Bapoto me viera.

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Golpe apretó los labios mientras arrancaba una pezuña.
—Ahora todo el mundo debe estar al tanto de que estuviste allí. Espero
que a Zumbido no le pase nada malo.

Al día siguiente hubo tormenta, y al siguiente también. Cuando por fin


salió el sol, los hombres fueron corriendo hasta el río Kijito, armados con
redes, mientras Golpe se apresuraba a supervisar las trampas y a recoger toda
la leña posible antes del próximo aguacero. En lo alto de la cumbre volvió a
colocar la última trampa y se puso de pie. Una figura femenina encorvada se
acercaba desde el este caminando al pie del peñasco. Golpe bajó a la uwanda
y reconoció al visitante. Era Silbido. Su madre ascendió por el sendero que
conducía al manantial, miró hacia arriba y ululó. Golpe le respondió con el
nuevo saludo de Asili.
Con los dientes apretados, Silbido llegó a la pequeña uwanda y miró a su
alrededor —la pila de madera empapada, el refugio que se caía a pedazos, el
frío círculo de la hoguera—, y luego a su hija, que estaba plantada delante de
la puerta de piel. Saltaba a la vista que Silbido estaba embarazada, y Golpe
pensó que había envejecido varios años desde el Enlace. Silbido se quedó
quieta, como sin saber qué saludo utilizar.
—Bienvenida a Asili, Silbido —la saludó Golpe, invitándola formalmente
a pasar—. Por favor, comparte mi fuego.
Aún sin palabras, Silbido la siguió dentro y se puso en cuclillas cerca del
fuego mientras Golpe lo avivaba y añadía madera.
—¿Por qué has dejado tu ukoo, Silbido? Hace frío y es peligroso.
Silbido recorrió el interior del refugio con la mirada y luego habló con
gestos rígidos y lentos.
—Zumbido dijo que tu bebé… yo no la creí, por supuesto.
—Una picadura de escorpión. Zumbido decía la verdad.
—Por favor, Golpe, vuelve a casa. Has nacido para ser la Madre de Kura.
Este Asisha o como lo llames no es para ti, ni para tus hijas. —Silbido dejó
escapar un pequeño graznido, y a Golpe le pareció que había empezado a
entonar un lamento fúnebre para luego reprimirse.
»Bapoto ha tenido otra visión. Es el tiempo de la reconciliación. Tú y
Ceniza tenéis que regresar. Bapoto no dirá nada acerca de tu desobediencia y
los rumores que habéis difundido, y vosotros no seguiréis repitiendo mentiras
sobre él. Viviremos en paz y a salvo de los de Fukizo.

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Las manos de Silbido cayeron sobre sus muslos, como si estuviese
cansada, y se meció temblorosa.
Golpe se estiró para sujetar a su madre.
—Ceniza no le mintió a Zumbido. Los de Fukizo nos han dicho la verdad.
Bapoto estuvo a punto de destruir su ukoo con sus visiones y deseos de
autoridad, y le vieron con Chacal justo antes de que apareciera muerto. Tienes
que expulsarlo de Kura, o te hará más daño.
—¡Los de Fukizo! ¿Ahora te entiendes con los de Fukizo? ¿En que estás
pensando?
Golpe meneó la cabeza.
—Son sólo gente que está terriblemente furiosa con Bapoto por la
pesadilla que les ha hecho vivir. Por favor, créeme.
Silbido desplazó el peso a sus rodillas y miró fijamente el fuego.
—Por favor, regresa. Todo volverá a ser como antes. Por favor.
Golpe miró a su madre con ojos que habían visto lo que Silbido nunca
vería, y vio a una mujer que no conocía. ¿Quién era esta Silbido? ¿Dónde
estaba la líder serena, la jueza excelente, la comadrona paciente? Golpe
sacudió la cabeza.
—Imposible. Bapoto se equivoca sobre cómo funciona el mundo. No
puedo ser la Madre de una gente que cree en lo que él dice.
Las lágrimas echaron a rodar por las mejillas de Silbido.
—Ya no soy joven. Voy a tener otro bebé, quizás antes de la primavera.
Podría ocurrirme algo, y Chasquido es demasiado pequeña para ser la Madre.
Pitido es inteligente, pero está lisiada. Trino tiene carisma, pero es tonta.
¿Qué ocurrirá con Kura si el parto sale mal?
—Podría ocurrirte algo, es cierto, pero tú has parido a cinco bebés y
ayudado a parir a muchos más; eres una experta. Todo saldrá bien.
Golpe palmeó el hombro de su madre y le ofreció su bolsa de agua.
—Bebe un trago, te traeré un poco de carne seca.
Silbido aceptó una tajada de carne seca y un poco de agua, y luego se
levantó, aparentemente más serena.
—Gracias por tu hospitalidad.
Empleó señas formales, pero Golpe le respondió con una sola mano.
—Adiós. Cuídate a la vuelta, está empezando a llover otra vez.
Vio a Silbido perderse de vista, mientras sacudía la cabeza. La confusión
de Golpe se había aclarado, y ahora sabía dos cosas: Silbido nunca debía ser
la responsable de la seguridad de ella y Bebé, y ella nunca podría ser la Madre
de Bapoto y sus aliados. No obstante, deseó que sus predicciones para

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tranquilizar a Silbido no resultaran falsas. Con el ceño fruncido, Golpe volvió
a entrar en el refugio.

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18

Los días más cortos quedaron atrás y el sol empezó a salir un poco más
temprano, aunque el invierno se volvió más cruel. Truenos, relámpagos y
vientos se sumaban a las lluvias frecuentes. Hacía demasiado frío para salir a
cazar, pero el mantenimiento de la zanja de drenaje y la reparación de los
daños del viento tenían que hacerse por muy bajas que fuesen las
temperaturas. Golpe y Ceniza dormían todo lo que podían, pero aun así la
reserva de comida desapareció rápidamente. Por suerte, la población de
damanes no pareció verse afectada por el clima, y las trampas seguían estando
más allá de su entendimiento.
Después de una tormenta con fuertes vientos que obligaron a Golpe y
Ceniza a sentarse sobre las estacas que sujetaban el refugio, ella se levantó
una mañana y descubrió que podía producir nubes blancas con su aliento
dentro del refugio. Deseaba con desesperación quedarse arropada entre las
pieles de dormir hasta que Ceniza se levantara y atizara el fuego, pero tenía
que visitar la letrina. Golpe se deslizó fuera de las pieles y mientras levantaba
la puerta de piel procuró que no entrara frío en el interior.
Nada más salir se resbaló y cayó de espaldas. El suelo estaba cubierto por
algo brillante, frío y sumamente resbaladizo. Los arbustos, las rocas y hasta
los charcos estaban cubiertos por la misma cosa dura y transparente. Si se
miraba a naves de un trozo de la extraña sustancia el mundo aparecía
distorsionado en formas curiosas, y ella disfrutó de la sensación helada,
húmeda y suave de aquella cosa sobre su lengua. Se preguntó si el agua
solidificada había aparecido en Kura, si Chasquido también estaría jugando
con ella. Enseguida recordó para qué se había levantado y bajó por el sendero
que conducía a la letrina, deslizándose parte del camino sobre su trasero.
Cerca del mediodía empezó a caer una lluvia fría. Ceniza avivó las llamas
hasta que el fuego amenazó con incendiar el techo del refugio, y luego sacó
las herramientas para empezar a tallar una nueva pieza de madera. Golpe
trabajaba en una piel cerca del fuego.
—¡Ceniza! ¿Has oído algo?

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A través del estrépito de la lluvia y el viento a ella le había parecido oír un
aullido de Kura. Él giró la cabeza, aguzando el oído. El sonido se oyó otra
vez, con más claridad. Golpe cubrió a ambos con la piel en la que estaba
trabajando, y juntos salieron al aguacero. Una figura encorvada ya había
cruzado el manantial y se acercaba a la uwanda. Ceniza ululó el retumbante
saludo de Asili, y la figura levantó la vista y agitó una mano en el aire. Era
Zumbido. El camino era traicionero, y a la anciana le llevó tiempo subir hasta
la uwanda. Al entrar en el refugio y sacudirse, los tres estaban empapados y
temblando. El fuego siseaba y crepitaba.
—Bienvenida, Zumbido —la saludó Golpe, y se sumergió en la despensa
en busca de algo para comer.
—Gracias. Necesito… Necesitamos ayuda.
Golpe se dio la vuelta y observó con atención a la visita. Tenía un corte
encima del ojo izquierdo y sostenía el brazo derecho en un ángulo extraño.
—Por supuesto. ¿Qué necesitáis?
Ceniza ayudó a Zumbido a arrodillarse junto al fuego y la cubrió con una
piel seca, mientras Golpe cogía un puñado de nueces para ella.
—Verruga y yo le dimos noticias tuyas a Burbuja.
Golpe y Ceniza intercambiaron miradas.
—Al poco tiempo se enteró todo el mundo. Burbuja se puso contenta al
saber que seguías viva, y le entristeció lo de tu bebé. Gavilán, el compañero
de Burbuja, es hermano de Conejo. Gavilán ya sabía que Conejo había visto a
Chacal la primavera pasada, y estaba de acuerdo en que el otro hombre podía
ser Bapoto. Empezaron a correr rumores de que Silbido y Bapoto tuvieron
una discusión sobre esto, y de que Silbido vino a verte.
Golpe asintió.
—Me pidió que hiciera las paces con Bapoto y que regresara a Kura. Me
negué.
Zumbido todavía estaba temblando, pero consiguió esbozar una sonrisa.
—Después de eso Silbido declaró que todo el mundo debía rechazarnos.
A Verruga, a mí, a Burbuja y a Gavilán. Nadie nos creía, o al menos nadie lo
admitía. Burbuja y Gavilán no tuvieron mayores problemas: Pitido los
ignoraba, pero les permitió quedarse en su refugio. Como Verruga y yo ya no
pertenecíamos a Kura, Bapoto ordenó el desalojo de nuestro refugio y vino
con sus matones para echarnos. Verruga se enfrentó a ellos, y ahora está
herido, apenas puede hablar. Yo recogí todo lo que encontré a mano y me
llevé a Verruga, pero en su estado no llegamos muy lejos. Burbuja y Gavilán

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nos siguieron, y yo dejé a Verruga con ellos, pero estamos sin fuego y no
podemos cargar con Verruga.
Golpe no dijo nada a Zumbido sobre sus heridas, pero sospechó que
Verruga no había peleado solo.
—Iremos ahora mismo. Llevaremos una rastra para Verruga. Todavía nos
queda mucha luz.
Ceniza miró a Golpe.
—Esta tormenta no se ha acabado. ¿Y si el viento vuelve a levantarse? Tú
deberías quedarte aquí, mantener el fuego encendido, cuidar que el refugio no
salga volando, y yo haré que los otros hombres vengan conmigo para ayudar a
Verruga.
Golpe asintió.
—Pero tienes que traer a Burbuja y a los niños lo antes posible. Si no, los
pequeños se congelarán.
Mientras Golpe equipaba una rastra grande, Ceniza subió la cuesta a toda
prisa para pedir ayuda. Decidieron que Halcón se quedara a cuidar del refugio
y del fuego, y los otros tres salieron a la lluvia arrastrando dos rastras grandes.
Después de que los hombres se hubiesen marchado, Golpe dio a Zumbido un
poco de agua y carne de cebra y echó un vistazo a sus heridas. El corte
encima del ojo había sangrado sobre su cuello y su pecho. Golpe lo limpió
bien y no alcanzó a ver ningún hueso en el fondo. A Zumbido le habían
torcido el brazo contra la espalda y el codo estaba hinchado y lastimado, pero
no parecía roto en ningún sitio.
—Creo que las dos heridas se curarán con descanso.
Zumbido le dio las gracias, se acurrucó al lado del fuego y se quedó
dormida.
Golpe levantó la puerta de piel para contemplar el otro lado de la uwanda,
y se quedó contemplando la lluvia hasta que la oscuridad la hizo desistir y
atar las pieles del refugio. Se acurrucó al lado de Zumbido, pero cada ráfaga
de viento, cada cambio en el sonido de la lluvia perturbaban su sueño.
Finalmente reapareció la tenue luz gris, y ella reanudó su vigilia junto a la
puerta, la atención dividida entre la lluvia y una alfombrilla a medio acabar.
Zumbido se puso de pie como una jirafa recién nacida sobre las patas de otro
animal. Golpe compartió con ella algunas nueces apenas comestibles, y las
dos se pusieron a trabajar en una piel de gacela que necesitaba ser estirada y
raspada. Ninguna mencionó a los que ambas estaban esperando, pero las dos
miraban con frecuencia a través de la lluvia mientras trabajaban.

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Cuando el cielo gris había alcanzado su máximo resplandor, Golpe oyó un
saludo ululante propio de Kura. Pasó por debajo de la puerta de piel y vio a
Bapoto subiendo por el sendero con un bulto pequeño sobre la espalda
encorvada. La lluvia había amainado un poco, pero él venía empapado, y una
nube de vapor se desprendía de su cuerpo a medida que escalaba. Ella dejó
caer la puerta de piel a sus espaldas y esperó silenciosa a que se acercara, los
brazos cruzados sobre su pecho.
Si bien seguía siendo tan alto y musculoso como siempre, caminaba como
un hombre más viejo que el que ella recordaba, y se detenía cada tanto con la
espalda cargada como si su pequeño morral pesara más de lo que él podía
aguantar. Tenía el pelo enmarañado adherido al cuerpo, y su respiración
sonaba esforzada. Al llegar a la uwanda se dispuso a ulular por segunda vez,
pero se interrumpió al ver a Golpe delante del refugio. Ni bien la reconoció,
graznó un saludo breve y empezó a hacer las señas del saludo formal, pero
ella lo interrumpió con un gruñido que brotó del fondo de su garganta. La
puerta de piel se levantó y Zumbido apareció con una lanza corta en su mano
izquierda. Bapoto se acuclilló delante de las dos mujeres y clavó la mirada en
el suelo.
—Por favor, no me ataquéis. Silbido se está muriendo.
Golpe dejó de gruñir. Realizó una seña formal de bienvenida y le indicó
con un gesto que entrara en el refugio. Mientras se acuclillaba delante del
fuego, el pelo corto de Bapoto goteaba sobre sus hombros y las alfombrillas.
Golpe y Zumbido se sentaron enfrente de él, al otro lado de las llamas, de
brazos cruzados. Golpe levantó los brazos, inquisitiva.
—¿Y bien?
—Silbido enfermó poco después de venir aquí. Tiene la cara y los pies
hinchados, no come ni bebe, está ardiendo, su orina es oscura. Y eso no es
nada. Esta mañana no sabía quién era y preguntaba por ti una y otra vez. Al
final tuve que prometerle que vendría a buscarte. —Las manos de Bapoto
cayeron sobre sus rodillas. Tragó saliva varias veces y ocultó el rostro.
Su clara emoción conmovió a Golpe. No podía compadecerse de él, pero
había hecho un peligroso viaje en medio de la tormenta por Silbido, y Silbido
aún era su madre. Una súbita ráfaga de viento bramó alrededor del refugio,
desató uno de los nudos de seguridad del techo y los mojó a todos con gotitas
de lluvia que se colaron por una abertura reciente. Golpe se levantó de un
salto y volvió a atar las ligaduras. Para cuando el refugio volvía a estar
intacto, Bapoto ya se había repuesto. Golpe volvió a cruzarse de brazos y bajó
la vista hacia Bapoto.

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—Iré a Kura.
Zumbido sacudió la cabeza, rugiendo para sí misma.
Bapoto dio las gracias y se puso de pie.
—Silbido estará agradecida.
Golpe buscó en la despensa una correa para sujetar su bolsa de agua y un
trozo de carne seca, y se la ató al hombro. Zumbido rondaba cerca de la
puerta, mirando ora a Golpe, ora a Bapoto.
—Yo también iré —dijo.
—Necesito que te quedes. Mantén vivo el fuego y vigila que el viento no
se lleve el refugio. Dile a Halcón adónde he ido.
Zumbido asintió y les levantó la puerta de piel para que pasaran. Mientras
Golpe seguía cuidadosamente a Bapoto por el camino de descenso, se detuvo
en la primera curva para dedicarle a Zumbido una sonrisa propia de Fukizo y
ulular como los de Asili. Zumbido le respondió desde el borde de la uwanda y
los siguió con la mirada hasta perderlos de vista. Poco después de que girasen
hacia el norte al final del peñasco, empezó a llover otra vez, con un viento que
castigaba sus rostros. La lluvia se hizo más intensa y la visión de Golpe se
redujo a la espalda de Bapoto. Sólo alcanzaba a ver dónde pisaba en el
momento justo de dar el paso, y detrás de ellos retumbaban los truenos.
Bapoto se volvió y sonrió de manera desagradable.
—Qué suerte que ya no estamos en ese peñasco. Probablemente nos
caería un rayo.
Ella apretó los dientes y consideró subirse a una roca grande y floja.
Puesto que podía ver muy poco, le pareció que no habían avanzado nada.
Sólo podía pensar en Silbido, y en si sería capaz de reconocerla cuando
llegaran, o si ya estaría muerta. Estaba empapada y temblaba, aunque el
esfuerzo de trepar a las rocas mojadas y movedizas la mantenía en calor.
Pensó que a esas alturas ya tendría que empezar a reconocer los hitos de las
proximidades de Kura, pero no aparecía ninguno. Arrastraba los pies. Cuando
empezó a rezagarse, ululó para que Bapoto se volviera.
—Creo que nos hemos desviado un poco por la tormenta. Creo que
tenemos que ir más hacia la derecha.
Señaló la dirección en la que creía que debía de estar Kura, pero la
visibilidad seguía siendo tan escasa que no estaba del todo segura.
—Vamos bien. Avanzamos despacio porque el camino no es seguro. Pero
si quieres podemos desviarnos un poco a la derecha.
Bapoto parecía bastante orientado, así que Golpe lo siguió tan de cerca
como pudo procurando no perder pie, y trató de mantenerse a sotavento de él.

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El viento se desplazaba lentamente hacia la izquierda, de modo que ella se
encontró caminando a la derecha de Bapoto en lugar de seguirle.
Bapoto pareció dar un traspié y caer justo delante de ella; ella lo esquivó y
resbaló sobre una roca suelta. Mientras ella se tambaleaba sobre un solo pie,
Bapoto la empujó con fuerza, y ella se desplomó por una pendiente empinada
y cayó al vacío por un agujero parcialmente oculto. Su grito se interrumpió de
golpe al aterrizar con manos y rodillas sobre un montón de desechos de roca,
deslizarse unos metros hacia abajo y acabar sumergida en un pozo de agua
fría. Ella lanzó un grito de alarma para que Bapoto se asomara al agujero en el
que había caído, y la cara de él apareció inmediatamente en el centro del
círculo de luz que se abría en lo alto.
Golpe podía ver claramente sus señas. De pie en medio de la luz gris, él
gesticulaba con ambos brazos.
—Tú ignoraste el poder de la Única. La Única curó tu brazo y tú no
mostraste gratitud. La Única nos proporcionó carne y una cosecha abundante,
y tú no mostraste gratitud. La Única nos ordenó que permaneciéramos unidos
en parejas y tú te mostraste irrespetuosa delante de todo el pueblo. La Única
te pidió que regresaras a Kura y tú desobedeciste. Se te ha guiado con
paciencia y comprensión, y tú has seguido ignorando la autoridad de la Única.
Ahora Ella está furiosa, y la visión que tuve ayer me reveló que debes sufrir
un castigo para que el poder de la Única sea glorificado.
—¡Bapoto! ¡Por favor, ayúdame! —gesticuló ella del modo más claro
posible, pero Bapoto la ignoró.
—Ésta es la cueva de los incrédulos, Golpe. Puedes unirte a Suricata y a
Chacal en vuestra conjura contra la Única. Te negaste a aceptar los rituales, y
ahora ya sabes dónde acaban los incrédulos. Adiós.
Bapoto desapareció, y en la boca de la cueva ella sólo vio un círculo de
cielo gris del que caían grandes gotas de lluvia.
Evaluó sus heridas. Tenía rasguños y sangre en las palmas y las rodillas,
pero no parecía tener fracturas. La cueva era más o menos circular y de una
anchura considerable. El techo superaba la altura de un árbol grande, con la
abertura cerca de un muro. La abertura era del ancho de su brazo extendido.
El detrito de muchos años había caído por el agujero formando un montículo
de desechos cuyo pico más alto ocupaba el centro de la abertura de la cueva.
El otro lado de la cueva estaba cubierto de agua.
Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, los detalles de aquel
espacio se volvieron más fáciles de apreciar, y ella observó que la pila de
desechos estaba compuesta de rocas de diversos tamaños, fragmentos de

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madera podrida, residuos de otras plantas, algunos huesos de animales y, lo
que le sorprendió especialmente, una lanza de madera de buena hechura. Ella
cogió la lanza y la examinó. El astil había sido moldeado a la medida de la
mano de alguien, y llevaba una curiosa marca tallada. Golpe dio vuelta a la
lanza y la sostuvo en lo alto para exponerla a la luz, y fue entonces cuando,
con un nudo en la garganta, reconoció la suricata grabada en el arma. Era la
lanza de Suricata.
Se quedó con la lanza en la mano y siguió investigando la cueva. Cerca de
la parte inferior de la pila, junto a la orilla del agua, encontró una colección de
huesos más grandes, huesos humanos. Habían sido movidos por los animales,
pero ella dedujo que debieron de haber pertenecido a una persona alta,
posiblemente un hombre. Uno de los grandes fémures estaba partido en dos.
Golpe se estremeció, agradecida de no haberse roto nada en la caída. Golpe
no veía una manera clara de salir del apuro, pero apenas había empezado a
estudiar las posibilidades y de momento estaba lejos de rendirse.
Se acuclilló al borde del agua, lejos de la lluvia incesante que entraba por
la abertura de la cueva, y notó que el nivel del agua estaba subiendo. «No
puede ser que llueva tanto aquí dentro —pensó—. Debe de ser una fuente, o
quizás un río subterráneo». En la región cárstica de Kura abundaban los pozos
ciegos y los arroyos subterráneos, y ella suponía que había caído en uno de
ellos. Comió un trozo de carne seca, que ya no lo estaba tanto, y bebió agua
de la bolsa. A medida que el nivel del agua ascendía, ella subía poco a poco la
pila de desechos. La luz gris en lo alto de la abertura comenzó a extinguirse
cuando Golpe llegó al punto más alto del montículo. Golpe apretó el pequeño
bulto contra su pecho y empezó a temblar violentamente.
Cuando el agua le llegó a la altura de las rodillas creyó sentir un pez que
ocasionalmente le rozaba las piernas, y entonces, alarmada, empezó a lanzar
patadas. Pero cuando el agua ascendió a la altura de su cintura, dejó de sentir
las piernas y el pez dejó de molestarla. La lluvia cesó, y el círculo gris encima
de ella empezó a oscurecerse. A medida que la luz languidecía dando paso a
una negrura absoluta, el goteo del agua y el chapoteo de los peces también se
alejaban. El mundo desapareció, y sólo quedó un temblor. Se hizo de noche.

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La descripción del sitio donde Zumbido había dejado a Verruga, Burbuja y


Gavilán había sido lo bastante clara para Ceniza, pero las marcas eran más
difíciles de reconocer en medio de la tormenta, y finalmente tuvo que admitir
que no sabía dónde estaba ni adónde iba. La lluvia dificultaba la visibilidad
desde las elevaciones del terreno, los caminos se habían borrado y hasta la
dirección del sol era incierta. Afortunadamente, Agama había prestado
atención a Zumbido, y ya casi se había familiarizado con la zona. Mientras
Ceniza estudiaba el paisaje desde una colina, Agama le tocó el brazo y le
señaló un árbol con un doble tronco inusual, y se encaminó en esa dirección.
Ceniza lo siguió, aliviado.
Ya había oscurecido por completo cuando llegaron al baobab enorme que
Zumbido les había descrito. En algún momento del pasado, un rayo había
partido un lado del árbol. Con el tiempo el interior del árbol se había
erosionado, dejando un nicho tan grande como el refugio de Golpe. Tras el
aullido de Ceniza, Gavilán salió e hizo un gesto con la mano a los cuatro
hombres para que entraran.
Verruga estaba acurrucado en una esquina, gimiendo suavemente.
Burbuja estaba sentada de piernas cruzadas junto a la entrada con un bebé
debajo de cada brazo, amamantando a los dos a la vez. El contenido de dos
rastras grandes había sido introducido a la fuerza en el interior, dejando el
espacio justo para que los cinco hombres se refugiaran de la lluvia. Dika se
arrodilló junto a Verruga y apoyó una mano en su brazo hasta que abrió los
ojos.
—Soy Dika, de Asili. Déjame ver esas heridas.
Verruga se dio la vuelta y las enseñó, y todos los hombres hicieron una
mueca de dolor. Dika abrió su morral y preparó una cataplasma con un polvo
rojo fino mezclado con corteza de árbol molida. Los gemidos de Verruga se
convirtieron en un suspiro de alivio, y se quedó dormido.
Gavilán se apretujó al lado de Burbuja. Bebé niño terminó de mamar y
Burbuja se lo pasó a Gavilán, que le permitió sentarse en su regazo y tirar de

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su barba sin protestar. Gavilán tuvo que inclinarse hacia delante para hacer
señas a ambos lados del bebé.
—Gracias por venir. Verruga no podía seguir andando, y Burbuja no
puede moverse muy rápido con los bebés. Yo no podía dejar solos a Verruga
y a las mujeres. Muchas gracias.
Con un gesto, Ceniza le restó importancia.
—No es nada. Por la mañana os llevaremos a Asili. Pronto estaréis secos
y abrigados.
Un trueno sacudió el árbol y los bebés se echaron a llorar.

La noche fue larga e incómoda, ya que nadie podía acostarse excepto


Verruga, pero había suficientes pieles de dormir y comida y agua para calmar
sus estómagos. Durante una pausa en la tormenta, Ceniza se quedó dormido
apoyado en el hombro de Agama, y se despertó mucho más tarde cuando
Verruga bramó de dolor porque alguien tropezó con él. La luz gris de primera
hora de la mañana sorprendió a siete adultos malhumorados y dos bebés
inconscientes que se revolvían y luchaban por salir a la fría mañana.
Burbuja consiguió sacar a Bebé niña por la puerta justo a tiempo.
—No piséis la caca —dijo con señas.
Les llevó mucho tiempo hacerse una idea de cómo emprenderían el viaje.
El árbol estaba al sudeste de Kura, y en una mañana al trote se podía llegar a
Asili, pero con el mal tiempo sería una larga y penosa caminata. Ceniza y
Agama decidieron que la mejor ruta era enfilar recto hacia el oeste, hasta
llegar casi al sur del peñón blanco de Kura, luego hacia el sur en dirección a
la vertiente este del peñasco de Asili, y después hacia el oeste a lo largo de la
cara sur del peñasco, rumbo al manantial de Asili. Burbuja se puso en marcha
a toda prisa sin perder tiempo, cargando con los dos bebés, acompañada por
Gavilán, que llevaba sus rastras, y Agama, que hacía de guía. Dika, Roca y
Ceniza propusieron turnarse para tirar de dos rastras, una con las pertenencias
de Zumbido y la otra con la carga de Verruga, pero Verruga descubrió que los
tumbos eran peor que intentar andar. Renunció a la idea de ir a cuestas y
empezó a caminar arrastrando los pies, tan rápido como le era posible, con los
otros tres hombres haciéndole compañía y tirando de la rastra de Zumbido.
Empezó a llover otra vez. Con la escasa visibilidad era difícil mantenerse
juntos, así que Dika sacó una cuerda ligera de su equipaje y cada uno de los
hombres se agarró a ella. Viajar en línea recta era tan complicado como el día
anterior, y Ceniza se detenía a menudo para orientarse y dejar que Verruga

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descansara. El peñón de Kura estaba oculto en la neblina, y Ceniza tuvo que
intuir dónde estaba el punto exacto para desviarse hacia el sur. Si bien el cielo
estaba plano y gris como la pizarra y no ofrecía ninguna indicación sobre la
hora del día, siguieron avanzando hasta que Ceniza supuso que ya era cerca
del mediodía, y entonces se detuvieron debajo de un montículo para comer y
descansar.
Verruga encontró una superficie relativamente plana y se acurrucó de
costado. Los otros hombres se sacudieron y se pusieron en cuclillas para
comer rodajas de fruta y trozos de carne seca de sus morrales. Un ruido que
anunciaba la presencia de algo de gran tamaño trepando por la vertiente hizo
que los tres se pusieran de pie y empuñaran las lanzas. Una figura subió a
duras penas por el camino resbaladizo en medio de la neblina, se sujetó con
fuerza a una rama para mantener el equilibrio, y finalmente se irguió. La
figura se acercaba al montículo cuando Ceniza reconoció a Bapoto. La sangre
chorreaba de su pelo y llenaba una cicatriz que se extendía desde la comisura
de la boca hasta la oreja, y que parecía pintada.
Bapoto levantó la vista y vio a tres hombres de pie armados con lanzas.
Cayó de rodillas, los ojos clavados en el suelo, y levantó ambas manos.
—Estoy desarmado, y herido.
Dika lanzó una mirada a Verruga.
—¿Lo matamos?
Verruga se puso de rodillas y miró a Bapoto.
—A mí me faltan fuerzas para hacerlo, y a vosotros os falta un motivo,
pero me alegro de que alguien haya empezado la tarea. ¿Qué ha pasado
contigo, pedazo de estiércol?
—Es Silbido, todo esto es por Silbido. Está enferma, se está muriendo,
quería ver a Golpe, lo pedía una y otra vez, quería ver a Golpe. Fui a buscarla,
pero nos atacaron, los de Fukizo nos atacaron.
Ceniza dio un paso adelante bajo la lluvia y cogió a Bapoto del brazo.
—¿Golpe? ¿Dices que salió de Asili contigo?
—¡Por favor! Silbido se está muriendo; quería ver a Golpe. —Bapoto no
oponía resistencia. Seguía de rodillas, la mirada baja. Ceniza lo soltó—. Nos
tendieron una emboscada, eran seis u ocho hombres enormes, un grupo de
guerreros, probablemente, iban a atacar Kura. A Golpe la apalearon, quizás
esté muerta. A mí me pegaron en la cabeza, perdí el conocimiento. Cuando
me desperté se habían ido. Necesito llegar a Kura. Tenemos que estar
preparados, organizar a nuestros guerreros.

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Roca rugió con escepticismo y Ceniza se volvió para mirarlo. En ese
momento Bapoto se puso de pie de un salto y cayó de cabeza cuesta abajo por
la pendiente que acababa de subir. Los hombres se sobresaltaron, corrieron
unos pasos tras él y al instante regresaron al montículo. Verruga escupió en el
sitio donde había estado Bapoto y los demás hombres gruñeron exhibiendo
los dientes.
Dika negó con la cabeza.
—Ese hombre es un embustero. ¿Por qué iban a atacar a Golpe los de
Fukizo? ¿Por qué iban a dejar a Bapoto con vida? Si Golpe está muerta,
probablemente él la mató. Apuesto a que Golpe fue la que le atizó ese golpe
en la cabeza.
—No creo que mintiera respecto a que Golpe está muerta —gesticuló
Roca—. Si aparece con vida, todo el mundo sabrá que es un mentiroso.
Ceniza apartó la mirada y se quedó contemplando la lluvia. «Ella no
puede estar muerta —pensó—. Si así fuera lo sabría, lo sentiría».
—Regresemos a Asili. Si consiguió escapar es probable que vuelva a casa.
Dika y Roca asintieron y recogieron sus bultos, y Verruga se puso de pie
con un gruñido.

Cuando los cuatro hombres rodearon la vertiente este de Asili y enfilaron


hacia el oeste al pie del peñasco, las nubes elevadas dejaban ver las columnas
de humo que se alzaban desde ambos refugios. A Ceniza se le aceleró el
corazón, pero se contuvo y siguió caminando al ritmo de Verruga. Dika lanzó
el alarido ululante de Asili. Enseguida Halcón se deslizó cuesta abajo por el
sendero.
—¿Puedes andar, Verruga? ¡Madre mía! Subid al refugio de los hombres.
Los otros ya están allí, y yo estoy preparando algo de comer.
Ceniza atrajo la mirada de Halcón y levantó las cejas. Halcón dejó pasar a
los demás y luego se volvió hacia él.
—Golpe no está aquí.
—Lo sé. Nos encontramos con Bapoto. —Ceniza relató el encuentro y
Halcón movió la cabeza.
—Ella no ha regresado.
Cuando estaban todos apretujados en el refugio de los hombres, Agama
atizaba el fuego, pensativo.
—Bapoto hará que los de Kura se enfrenten a los de Fukizo, y ellos
probablemente no tienen idea de lo que ocurre.

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Dika frunció el ceño.
—No sé qué conclusión sacar. Que los de Fukizo ataquen a Bapoto se
entiende, pero entonces ¿qué ocurrió con Golpe? Si Bapoto miente, ¿qué está
tramando? Tiene que haber una manera más fácil de presionar a los de Kura
para que vayan a por los de Fukizo.
—Los hombres de Kura atacarán por sorpresa —gesticuló Halcón—, y
probablemente los maten salvajemente. Los de Fukizo son sólo diez, y en
Kura hay por lo menos cuarenta hombres.
Gavilán se inclinó a la luz de la lumbre.
—Parece que lo justo sería advertir a los de Fukizo.
Bebé niño, apoyado entre las rodillas de Gavilán, gorjeaba e intentaba
subir por una de sus orejas.
—De hecho, lo justo sería tratar de ayudarles —añadió Agama—. No digo
que tengamos que regresar a Fukizo, allí no hay sitio para nosotros. Pero creo
que deberíamos resistir con ellos cuando Bapoto y la gente de Kura los
ataquen.
Ceniza asintió.
—Estoy de acuerdo. Yo también apoyaré a los de Fukizo, pero también
tengo que hacer todo lo posible por averiguar qué ocurrió con Golpe. —Se le
hizo un nudo en la garganta y apartó la mirada del fuego.
A Burbuja le dio el hipo mientras derramaba lágrimas sobre Bebé niña.
—Seguro que si estuviese a salvo ya habría regresado.
Los hombres acordaron partir en busca de Golpe tan pronto amaneciera.
Burbuja y Zumbido tenían miedo de quedarse en Asili; Zumbido estaba
segura de que Bapoto regresaría con malas intenciones, pero sólo Verruga
estaba dispuesto a no participar de la acción.
—Y probablemente tengamos que protegerlo —gesticuló Zumbido,
sacudiendo bruscamente la barbilla.
Con una lanza, Agama trazó líneas en el suelo y explicó a cada uno de los
hombres qué área entre Asili y Kura debía rastrear. No se olvidó de Fukizo.
—El que la encuentre la traerá a Asili y enviará la señal del aullido al
siguiente hombre. Éste enviará la señal al resto para que nos reunamos aquí.
—Dibujó toscamente unas higueras para representar el campamento de los
Fukizo.
Una vez planificado todo, Zumbido y Verruga se fueron a dormir con
Ceniza al refugio de Golpe, mientras que Burbuja y Gavilán se quedaron en el
refugio de los hombres.

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Mientras Zumbido aplicaba otra cataplasma a la herida de Verruga,
Ceniza subió a la cumbre y estudió el panorama. La lluvia se había reducido a
una llovizna, y una estrecha franja anaranjada apareció entre el horizonte
oeste y el borde inferior de las nubes. Hacia el norte, la única señal de Kura
era la cima blanca del peñón, resaltada por los rayos horizontales de la puesta
de sol. La prolongada sombra del peñasco de Asili se extendía hacia el este,
alcanzando el horizonte, vacío y negro.
Los viajes del último verano, y los del verano anterior, pasaron ante sus
ojos, largos y tórridos y polvorientos. Siempre buscando algo, pensó. Esta vez
era Golpe. A Ceniza le ardían los ojos, y una ráfaga de viento le hizo temblar.
Al volverse para empezar a bajar, un damán blanco y marrón chilló a sus crías
para que volvieran a la madriguera.
Ceniza durmió mal y se despertó con un aullido cercano. Salió del refugio
con su morral y sus dos mejores lanzas, parpadeó ante el resplandor del sol y
se encontró con Dika, Halcón, Roca y Agama, que le estaban esperando en la
uwanda con similares equipamientos. Zumbido y Verruga salieron detrás de
él, y una Burbuja de ojos hinchados se acercó con ambos bebés en brazos.
Ceniza la saludó con un aullido y le preguntó:
—¿Dónde está Gavilán?
Burbuja movió la cabeza.
—Cogió su morral y algunas lanzas y partió con la primera luz del alba.
Me dijo que se encontraría con vosotros, y que os deseaba suerte en la
búsqueda. —Sus manos temblaban vacilantes.
Ceniza asintió con la cabeza, y los hombres se dirigieron hacia el este
siguiendo la base del peñasco. Al final del peñasco se desplegaron en abanico
sobre el terreno escabroso, todos dirigiéndose más o menos hacia el norte,
aunque tomando diferentes rutas. El suelo todavía estaba húmedo y el aire era
frío, pero la tormenta no había provocado nuevos corrimientos de tierra ni
depresiones. Los ojos de Ceniza recorrían el suelo en busca de ramas partidas,
manchas de sangre, cualquier rastro de Golpe, pero no veía nada fuera de lo
común.
«Si se dirigía a Kura tiene que haber venido por aquí —pensó—. Tiene
que haber algo». Ceniza amplió el alcance de su rastreo y vislumbró a Agama
al este y a Dika al oeste, pero las huellas seguían sin aparecer. A media
mañana se estaba acercando a Kura, y dio la vuelta a la aldea buscando alguna
pista de una persona herida, pero fue nuevamente en vano. El sol seguía en lo
alto y el campamento de los de Fukizo se hallaba a medio día de trote, así que
Ceniza recorrió su área asignada una vez más, yendo y viniendo por la

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sabana, todo el camino hasta Asili y de vuelta hasta Kura. Finalmente se
desvió hacia el oeste y luego hacia el noroeste rumbo al campamento de los
de Fukizo.
El día seguía siendo sorprendentemente despejado. El vapor ascendía en
el aire radiante desde el pelo empapado de Ceniza, dejándole las puntas
erizadas en una extraña parodia del estilo que Golpe había estado
perfeccionando. Estaba encrespado, como un fiero guerrero de un ukoo
desconocido.
Los de Fukizo no se habían movido del bosquecillo de higueras, el mismo
sitio donde habían tenido su campamento durante la anterior visita de Ceniza.
Mientras se acercaba, poco después del mediodía, oyó un aullido de Asili, e
interrumpió la exploración de los alrededores. Dika salió de un matorral de
alcornoques enanos y se acercó al trote a Ceniza.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Ceniza.
—Nada. ¿Y tú?
—Barro y agua estancada. ¿Cómo te han recibido los de Fukizo?
—Bien, no saben nada del ataque a Bapoto y Golpe. Ninguno de ellos ha
salido del campamento durante días a causa de la tormenta, ni siquiera para
cazar. Al principio daban por sentado que habíamos regresado para quedarnos
con ellos. Luego, cuando les contamos lo de Bapoto, unos pocos se
enfurecieron y querían ir a por él de inmediato, pero los demás los detuvieron
al saber que los hombres de Kura probablemente iban a atacarles. Todavía no
han decidido qué hacer. Yo salí a buscarte para que no te atacaran
accidentalmente a tu llegada.
—Gracias —gesticuló Ceniza—. Supongo que se acordarán de mí
después de haber cuidado de mi brazo durante todo aquel tiempo, pero por si
acaso coge tú mis lanzas.
Dika sonrió y cogió las lanzas.
Los pequeños refugios estaban dispersos entre los árboles, pero Ceniza
advirtió que el único fuego era uno que ardía en el centro del campamento,
alrededor del cual estaban Roca, Verruga, Halcón y Agama, acuclillados junto
a los hombres de Fukizo. Uno de ellos, alto y de mirada fiera, al que Ceniza
reconoció como Pedernal, gesticulaba empleando ambos brazos. Mientras se
acercaban, Dika aulló suavemente.
Pedernal dejó de hablar y les hizo un gesto con la mano para que se
arrimaran al fuego.
—Bienvenido, Ceniza. Lamento que hayas perdido a tu compañera. No sé
lo que ha ocurrido, pero estoy seguro de que ha sido culpa de Bapoto. ¿Cómo

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está tu brazo?
—Hola, Pedernal. Mi brazo está como nuevo. —Ceniza levantó su brazo
derecho, y Pedernal lo inspeccionó.
—Excelente. ¿Has venido para unirte a nosotros?
—Así es. Lo que sea que le haya ocurrido a Golpe, es culpa de Bapoto.
Pelearé con vosotros, lo haré por ella.
Ceniza y Dika encontraron un sitio en el círculo de hombres, que les
ofrecieron agua y comida. La discusión que había sido interrumpida por su
llegada continuó. Pedernal y otros cuatro hombres sostenían que los de
Fukizo tenían que preparar una defensa ante el previsible ataque de los de
Kura. Tres de ellos estaban a favor de un ataque preventivo contra Kura, y
uno, aparentemente el más anciano de todos los presentes, sugería una
retirada a Fukizo lo antes posible, ya que los hombres de Kura los superaban
ampliamente en número. Los hombres de Asili se abstuvieron de opinar.
Finalmente, cuando ya estaba oscureciendo, todos habían acordado un plan.
Los de Fukizo invitaron a los visitantes a compartir sus refugios. Ceniza
estaba agotado, pero una vez más durmió poco.
A la mañana siguiente estaba nublado, pero por suerte no llovió en todo el
día. Los hombres de Asili ayudaron a Pedernal y a los otros a desmontar los
refugios, preparar los morrales, guardar la comida y mover todo a una
distancia de diez tiros de lanza, a un sitio en el que un valle irregular situado
entre dos de los peñones omnipresentes se estrechaba hasta formar un
desfiladero sin salida, las pendientes empinadas cubiertas de cantos rodados
lo bastante grandes para ocultar a varios hombres. Ceniza y Pedernal fueron
designados exploradores, y partieron rumbo a Kura haciendo todo lo posible
por no ser vistos ni oídos, mientras el resto de los hombres levantaba dos
refugios cerca del paso estrecho del cañón y escondía sus pertenencias y el
resto de los refugios en varias cuevas pequeñas.
Los exploradores regresaron al atardecer, cuando empezaban a caer las
primeras gotas. Los hombres ya habían trasladado los fuegos del antiguo
campamento a los refugios.
—Los hombres de Kura han dejado la aldea —informó Ceniza—. Se han
dispersado, como si cazaran por separado, pero todos se dirigen más o menos
hacia el noroeste. Pronto oscurecerá, y esta noche no habrá luna ni estrellas.
Atacar en la oscuridad y bajo la lluvia parece demasiado temerario, incluso
para Bapoto. Creo que acamparán al descubierto y atacarán al amanecer.
Pedernal asintió.

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—Nosotros también acamparemos al descubierto. Dos hombres cuidarán
del fuego en los refugios, y el resto ocuparemos nuestras posiciones de
ataque.
Roca y uno de los de Fukizo se ofrecieron para quedarse en el refugio y
hacer que pareciera ocupado. Mantuvieron las llamas ardiendo vigorosamente
e imitaron del mejor modo posible los ronquidos de un grupo de hombres
mucho más numeroso, mientras los demás pasaron la noche casi sin dormir
escondidos en las laderas escarpadas del cañón, jalonadas de cantos rodados.
Cerca de la mañana paró de llover y asomaron algunas estrellas. Ceniza y sus
aliados prepararon un copioso desayuno de carne de cebra antes de que la
primera luz del alba apareciera en el cielo.
Tan pronto como la luz del día permitía el lanzamiento certero de una
lanza, Ceniza oyó el sonido de una lechuza, la señal de los vigilantes de
Fukizo. Los hombres de Kura se acercaban. Ceniza se aseguró de llevar su
hacha de piedra atada al pecho con una correa, empuñó su mejor lanza con la
mano derecha y la otra con la izquierda, listo para pasarla de una mano a la
otra para un segundo lanzamiento. Al instante, Ceniza oyó pasos a la carrera,
y se puso tenso aguardando la señal de Pedernal, el canto de un grillo fuera de
estación. Al oírla, Ceniza se puso de pie de un salto y buscó a Bapoto entre la
treintena de hombres que corrían silenciosos por el fondo del cañón ocho
metros más abajo. ¡Ahí estaba! En el centro del pelotón, con la cabeza
agachada y un hacha en cada mano, era fácil de reconocerle por su pelo
cortado al rape. Impulsada por la adrenalina, la lanza de Ceniza salió arrojada
en un vuelo veloz y certero y alcanzó al hombre en el cuello. Al caer hizo
tropezar a varios de los otros hombres, pero en su caída Ceniza pudo verle la
cara y se dio cuenta de que no era Bapoto, sino un desconocido. En un
santiamén, Ceniza pasó la otra lanza a su mano derecha y buscó otra cabeza
rapada.
¡Allí! Había otra cabeza con el pelo cortado al rape en medio de los que
todavía seguían corriendo, ahora a tan sólo un tiro de lanza de los refugios.
Ceniza apuntó y volvió a probar, y el silbido de la lanza recorrió el aire
gélido, pasó limpiamente por detrás de Bapoto y se clavó en el pie de alguien.
Se produjo otro choque en cadena. Las lanzas de los de Fukizo habían
desordenado el ataque de los de Kura, y sólo unos pocos hombres
continuaban su carrera hacia los refugios. Bapoto se detuvo y retrocedió,
ayudó a levantarse a algunos de los que estaban en el suelo y agitó los brazos
de forma incoherente en un intento por organizar un contraataque dirigido a
los hombres que estaban en lo alto.

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Ahora Ceniza veía las lanzas saliendo desde las puertas abiertas de los
refugios. Dos de los hombres que se habían acercado más a los refugios
cayeron, uno alcanzado en la parte superior del brazo y el otro en la pierna.
Los lanzadores salieron de los refugios siguiendo los cabos de sus lanzas,
subieron la cuesta corriendo y se unieron al resto de los de Fukizo. Los
hombres de Kura empezaron a recoger lanzas utilizables del suelo, pero no
parecían saber qué hacer a continuación. Bapoto, en el medio de la turba,
trataba de dividirlos en dos unidades, al parecer con la intención de enviar a
cada una a subir por una de las pendientes del cañón, pero con escaso éxito.
Ceniza pensó que los hombres de Kura no se daban cuenta de que los de
Fukizo sólo estaban concentrados en Bapoto.
Si los de Fukizo hubiesen aprovechado la confusión de los de Kura para
dejar fuera de combate a tantos como les fuera posible, podrían haber
compensado su desventaja numérica, pero su ofensiva no estaba motivada por
el odio a los de Kura. Un único propósito los unía, y todos excepto uno de los
atacantes de Kura eran meros obstáculos. Ceniza se unió a otros hombres que
se agrupaban a un lado del valle, justo encima de Bapoto, listos para bajar la
pendiente y cargar contra su objetivo. En la pendiente opuesta se formó otro
grupo, y a la siguiente señal de Pedernal ambos grupos se precipitaron cuesta
abajo dirigidos hacia Bapoto en estrecha alineación.
Las dos unidades de Fukizo rompieron la formación de los de Kura. Al
llegar al pie de la cuesta, Ceniza perdió de vista a Bapoto, pero su ímpetu lo
llevó a atravesar la masa de hombres de Kura mientras apartaba a la mayoría
a empujones. Repartía hachazos a diestro y siniestro, entrando en contacto
ocasionalmente con algo o alguien, pero sin prestar atención a nada que no
fuera localizar a Bapoto. Las melenas de los hombres de Kura, Fukizo y Asili
estaban por todas partes, pero no veía a ninguna cabeza con el corte al rape de
Bapoto, y entonces se abrió paso a la fuerza hasta el otro lado de la batalla, y
se vio trepando la pendiente de enfrente, en solitario. Se volvió, a una altura
lo bastante elevada como para ver qué estaba ocurriendo, y se le cayó el alma
a los pies.
El valle estaba invadido de puños cerrados que se agitaban, algunos
empuñando un arma y otros no, y cada uno de los de Fukizo luchaba al menos
contra dos hombres de Kura. Varios de Fukizo habían caído, lo que había
permitido a los kura redoblar el ataque contra los que seguían de pie. Los
rugidos, gritos, gruñidos y golpes eran ensordecedores. Ceniza recorrió la
pendiente del valle con la mirada, y más allá de la refriega divisó a cinco o
seis hombres de Kura que corrían cuesta abajo. Aparentemente, Bapoto iba a

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la cabeza. Ceniza lanzó un rugido y echó a correr tras ellos. El rugido atrajo la
atención de Dika y de algunos de Fukizo, que se libraron de los hombres de
Kura con los que estaban combatiendo y corrieron detrás de Ceniza.
En poco tiempo Bapoto y su grupo de Kura llegaron al lugar donde los
muros del estrecho cañón se abrían ensanchando el valle. Ceniza y los demás
de Fukizo seguían rezagados, seguidos por unos cuantos hombres de Kura
que habían echado a correr detrás de ellos. Ceniza creía que él y los suyos
tendrían dificultades para alcanzar a Bapoto una vez que pudiera correr sin
obstáculos en campo abierto, y que tampoco podrían llevar a cabo un ataque
efectivo después de una carrera agitada. Sin embargo, cuando Bapoto y su
grupo llegaron a la boca del cañón, dos grupos de entre siete y ocho hombres
cada uno se lanzaron al ataque desde las ruinas cársticas, en una embestida
simultánea desde ambas orillas del valle. Ceniza reconoció las melenas de los
hombres de Panda Ya Mto, y enseguida supo adonde había ido Gavilán. Los
hombres que seguían a Bapoto se dispersaron, lo que permitió a Ceniza, Dika
y otros de Fukizo darles alcance.
En medio del caos, Ceniza volvió a perder de vista a Bapoto. Consiguió
salir de la reyerta a golpes y trepó a una roca para tener una mejor vista de la
batalla. En lo alto del valle, los restantes hombres de Kura se dieron cuenta
por fin de que su líder se marchaba y abandonaron el sitio del ataque inicial
para seguirle. Los de Kura que habían emprendido la retirada junto con
Bapoto fueron derrotados por completo; algunos lucharon para escapar de los
atacantes de Panda Ya Mto y otros huyeron en tropel hacia Kura. Era tal la
desbandada, que para Ceniza era difícil identificar a alguien, y mucho más
reconocer a Bapoto, pero pronto vio con claridad que toda la gente de Kura
había abandonado el valle, en el que sólo quedaban los hombres de Panda Ya
Mto, Fukizo y Asili.
Ceniza se apeó de la roca y trató de ayudar a los que estaban más cerca.
Vio a Dika no muy lejos de él, la cara cubierta de sangre, tratando de
encontrar a Agama. Gavilán y Halcón asistían a un hombre de Panda Ya Mto
que no podía caminar. Mientras Ceniza subía por el cañón rumbo a los
refugios de los de Fukizo, advirtió que si bien casi todo el mundo estaba
herido, no parecía que las heridas fuesen graves. Pedernal, aparentemente
ileso, encontró una provisión de pieles de conejo entre los pertrechos de los
de Fukizo y le dio la mitad a Ceniza para que las repartieran entre los que
sangraban más. Ceniza descubrió que tenía un tajo detrás de la oreja izquierda
que llevaba un rato sangrando sobre su espalda; se sintió un poco ridículo

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mientras se ataba una piel de conejo alrededor de la cabeza, pero decidió que
prefería tener un aspecto extraño antes que sangrar innecesariamente.
Mientras Ceniza repartía las pieles, se encontró con el cadáver de
Cascada, que había sido herido y luego curado por los de Fukizo. Barranco,
primo de Cascada, estaba sentado cerca, lamentándose, y a través de él Ceniza
supo cómo se habían visto envueltos en la batalla. En el otoño, Cascada y
Barranco habían encontrado compañeras en Jiti. Mientras cazaban, se habían
encontrado con hombres de Panda Ya Mto que iban camino de unirse a la
defensa de los de Fukizo, y se habían sumado a ellos. Cascada había recibido
un golpe en la nuca con un hacha de piedra, y su cuerpo yacía en el suelo bajo
los rayos intermitentes del sol. Sus ojos estaban fijos en las nubes rotas, y su
cuerpo ya se había enfriado en la gélida mañana. Ceniza ayudó a envolver el
cadáver en una piel grande que los de Fukizo habían prestado a Barranco para
que pudiera llevarlo a la cueva de la muerte.
El hombre de cabeza rapada al que Ceniza había ensartado en el cuello
con su primera lanza yacía en el mismo lugar donde se había desplomado.
Mientras Ceniza recuperaba su lanza, sintió pena por ese hombre que sin duda
se había dejado influir tanto por las ideas de Bapoto que hasta había adoptado
su extraño corte de pelo. Tras hacer algunas preguntas, dio con un hombre
relativamente ileso de Panda Ya Mto que había sido pariente lejano del
hombre muerto de Kura, y amablemente se ofreció a llevar el cuerpo del
hombre rapado a la cueva de la muerte una vez que hubiera terminado de
asistir a sus amigos.
Cerca de los refugios de los de Fukizo, Dika y Agama estaban inclinados
sobre Roca, que yacía de espaldas y respiraba de un modo superficial,
acelerado y atroz. No parecía estar herido, de no ser por unos cortes en los
brazos, pero se señalaba la costilla más baja de la izquierda y hacía muecas de
dolor. Aceptó un poco de agua de Agama y después intentaron incorporarlo,
pero entonces perdió el conocimiento. Ceniza pidió prestada una piel a los de
Fukizo, cortó dos arbolillos, y entre los tres hicieron una camilla para Roca,
que se incorporó gritando mientras lo tumbaban encima. Apenas había pasado
el mediodía cuando Ceniza, Dika, Halcón, Gavilán y Agama partieron a casa
con Roca, otra vez inconsciente sobre la camilla.

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20

Al principio ella pensó que el parche de oscuridad un poco menos negra que
había encima de su cabeza era imaginario; su deseo desesperado de luz y
calor estaba haciendo que se inventase la mañana. Pasó otra eternidad, y el
pedazo de cielo sobre la cabeza de Golpe se volvió de un gris plomizo.
Lentamente se iluminó mudando a un color pizarra, luego plateado, y
finalmente a un zafiro deslumbrante. Un rocío intermitente había entrado por
la abertura de la cueva durante la noche, pero por la mañana no se veía una
sola nube en el minúsculo círculo de cielo que ella podía ver. Tenía los pies
completamente adormecidos, y el dolor le punzaba las piernas a medida que
comenzaban a despertarse. Lechuzas ululantes y hienas chillonas se habían
hecho oír a lo lejos en la negrura absoluta del momento más gélido de la
noche, junto con la máxima subida del nivel del agua y su lenta retirada, pero
a la hora en que la luz del sol coloreó el círculo en lo alto, el agua ya se había
desplazado hacia el otro lado de la cueva y las hienas llevaban mucho tiempo
en silencio.
La bolsa de agua estaba vacía, así que Golpe bebió un poco del agua
turbia, masticó uno de los dos trozos de carne seca humedecida que le
quedaban y dio fuertes pisotones hasta que sus piernas entraron en calor,
consiguiendo aplacar el dolor y empezar a sentir los pies a medida que se
reanimaban. Estaba atrapada y hambrienta, pero tenía agua. Le dolían los
pies, pero seguía viva, y tenía que haber una manera de salir. Mientras
valoraba la utilidad de cada trozo de basura en la cueva, hizo durar un
pedacito de carne en su boca todo lo posible.
El montón de escombros apilado debajo de la boca de la cueva era
inestable; se movía mientras ella lo escalaba. Pedazos de madera y roca
cuidadosamente seleccionados lo volvieron más estable y capaz de soportar
rocas de mayor tamaño. Para mover las piezas más grandes de los escombros
tuvo que levantar rampas con el lodo del suelo de la cueva, depositado por las
corrientes ocasionales. El trabajo era agotador; enseguida se desgarró las uñas
y le sangraban, y le dolían la espalda y los brazos. Mientras el día avanzaba,

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un rayo de sol entró en la cueva y alumbró la pirámide que estaba creciendo
en el interior. El agua se retiró del suelo de la cueva hasta que sólo quedó un
hilo de arroyo que la atravesaba a lo largo de un muro. El agua ligeramente
sulfurosa le daba náuseas, pero tenía tanta sed que la bebía igualmente. A la
hora en que la boca de la cueva empezó a oscurecerse por segunda vez, la
cima del montículo que estaba justo debajo había ganado unos cuantos metros
de altura, y ella temblaba de cansancio. Cuando ya estaba demasiado oscuro
para seguir trabajando en la pirámide, se metió en un nicho en el interior de
un muro con un trozo de madera húmeda y podrida donde sentarse. Hizo
durar el último bocado de carne seca hasta quedarse dormida.
Se despertó en la fría y húmeda oscuridad, tan negra que se llevó las
manos a la cara para asegurarse de que nada le cubría los ojos. Algo pequeño
pasó corriendo por el suelo, ¿una rata? Algo duro bajó rodando desde lo alto
de la cueva, cayó ruidosamente sobre la pirámide, rebotó y emprendió una
huida temblorosa por el suelo. Cerca se oyó el grito de una hiena, un grito de
caza, y al instante un hocico que olfateaba desde la abertura de la cueva.
Rígida como una piedra, Golpe contuvo la respiración para pasar
desapercibida. ¿Dónde había dejado la lanza de Suricata? ¿Estaba cerca como
para cogerla sin hacer ruido? La noche transcurrió lenta; la hiena al parecer se
marchó. Puede que se quedara dormida. Cuando un tenue círculo de luz débil
volvió a aparecer en lo alto de la cueva, todos sus músculos estaban
agarrotados, y pasó un rato hasta que sus piernas acalambradas se aflojaron.
El día estaba nublado, y la cueva permanecía oscura y fría. Golpe trabajó
sin descanso encajando rocas y trozos de madera en la pirámide. Pronto ya
había usado todos los escombros sueltos y empezó a arrancar pedazos
incrustados de piedra caliza y troncos enterrados a medias. Fue un trabajo
lento. Al principio había evitado usar los huesos humanos, pero luego se dio
cuenta de que los huesos de los brazos y las piernas le servirían para
estabilizar la estructura, y también los incorporó a la construcción.
La pirámide crecía. A medida que el pico se elevaba era necesario
ensanchar la base, y para eso se necesitaban más materiales. Con el palo más
resistente que encontró, Golpe se puso a cavar por todas partes, y añadió al
montículo cada piedra, cada hueso de animal, cada trozo de madera. Sus
excavaciones abarcaban todo el suelo de la cueva, y al final ya no quedaba
nada por extraer. Dondequiera que escarbara sólo hallaba una capa fina de
lodo y un bloque sólido de piedra caliza debajo. Su pirámide había alcanzado
la altura deseada.

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Al tercer día, la luz en el interior palideció. Golpe subió hasta la cima de
su obra y tocó con las manos el techo y los suaves muros próximos a la boca
de la cueva. Sin el asidero de la piedra caliza y con la abertura a medio metro
por encima de su alcance, no podía subir por sí misma. Hambrienta y
frustrada, se echó a llorar. Cuando el último haz de luz abandonó la cueva,
volvió a refugiarse en el nicho empuñando una lanza. El hambre la quemaba
por dentro y en alguna parte se oía un goteo, plop… plop… plop.
Aquella noche, como las anteriores, pareció interminable, pero no se oían
ratas correteando ni hienas respirando. La oscuridad era total, densa e
impenetrable. Ni peces, ni refriegas de roedores, ni alaridos de hienas, nada
vivo alrededor. Sólo aquel plop… plop… plop constante que llenaba la
oscuridad, sus oídos, su mente y su consciencia. Lo demás no existía, ni el
montículo de piedras y escombros, ni la lanza con la suricata grabada en
miniatura, ni el agua turbia y sulfurosa, sólo aquel plop… plop… plop.
«Estoy viva —pensó—. Me pellizco el brazo. Duele. Estoy viva. El suelo
de la cueva está frío, el aire huele a pescado rancio y hojas podridas. Estoy
viva. Pero no hay nada que llene la espera hasta que caiga la próxima gota, la
espera… y… la… gota».
Empezó a gritar. Gritaba y gritaba; tenía la garganta irritada, seguramente
le sangraba, y aquel plop… plop… plop… que seguía y seguía. Los gritos se
agotaron y fueron sustituidos por sollozos. Los sollozos de otra persona. ¿De
quién? De alguien que gemía, gemía, gemía.

La luz. Debió de haberse quedado dormida. Ya era de día. Golpe volvió a


trepar hasta la cima de su construcción y se quedó observando el medio metro
vertical que la condenaba a su encierro. No había utilizado la lanza de
Suricata como material; en su mente era lo que mantenía a raya a las ratas y a
las hienas. Esta vez había subido a la cima con la lanza, y a modo
experimental golpeó con la punta el lateral de la abertura de la cueva. Una
muesca diminuta apareció en el muro de piedra caliza. ¿Funcionará?
Golpe clavó la lanza febrilmente, haciendo surgir un asidero. La punta
afilada de madera se rompió. Encontró una piedra del tamaño de su puño que
parecía más sólida que la piedra caliza, la calzó en una rama robusta y a
fuerza de golpes cinceló varios asideros más en el muro. No podía llegar más
alto, de modo que todos estaban cerca del borde inferior de la abertura, pero
eran un buen comienzo. Cerca del mediodía el sol se asomó a la boca de la
cueva, y Golpe decidió que era el momento de intentarlo. Sabía que con el

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estómago vacío no dispondría de fuerza suficiente, así que bebió agua del
arroyo y se preparó para la hazaña.
Primero escaló hasta lo alto de la pirámide y arrojó fuera de la cueva todas
las cosas que quería llevarse con ella: la lanza de Suricata, su bolsa de agua y
la correa sin peso alguno. Golpe sabía que tenía brazos fuertes; desenterrando
kinanas era la más rápida de Kura. Metió los dedos en dos de los asideros
recientemente moldeados y se elevó buscando la salida de la cueva. Intentó
llegar con una mano hasta el siguiente asidero, pero sus dedos resbalaron en
el primero, y cayó sobre la cima de la pirámide y bajó rodando un trecho del
montículo.
Descansó y volvió a intentarlo. «Un asidero para la mano derecha y otro
para la izquierda, arriba, hazte un ovillo hasta que los pies lleguen al otro
lado, ya casi. Vuelve a columpiarte, ¡ya casi!». Finalmente logró apoyar los
pies en uno de los lados de la abertura mientras con su espalda presionaba
contra el lado contrario. Una piedra afilada se desprendió sobre su espalda,
pero ella hizo una fuerte presión con los pies y alcanzó a subir con su mano
derecha, y luego con la izquierda. «Haz fuerza con los brazos, levanta la
espalda, haz fuerza otra vez, mueve un pie». Se deslizaba hacia arriba como
una oruga, moviendo un miembro por vez. Al final llegó al borde superior del
agujero con una mano y un pie. Haciendo un esfuerzo tremendo se dio
impulso con los otros dos miembros y se arrastró encima del borde, donde se
quedó tumbada boca abajo, luchando por respirar.
Sintió unas gotas de lluvia sobre su espalda; el sol que antes le había dado
ánimos se había esfumado. No tardó en levantar la cabeza y mirar alrededor.
Allí estaban la correa, la bolsa de agua, la lanza. Al instante el dolor en sus
dedos, brazos y espalda desapareció, y Golpe se puso de pie de un salto,
chillando y ululando. Recogió sus cosas y escaló el monte rocoso más cercano
en busca de orientación. Sobre una cumbre inconfundible crecía un árbol de
formas extrañas al que ya no ocultaba la brumosa lluvia, y que le permitió
deducir de inmediato que se hallaba muy al este de la ruta que iba de Asili a
Kura.
Frunció el entrecejo y masticó una uña rota. ¿Y ahora adónde voy?
¿Silbido me necesita? ¿Se está muriendo o está muerta? ¿Ha llevado Ceniza a
Burbuja y los demás a Asili? ¿Está esperando allí, o ha salido a buscarme?
¿Dónde está Bapoto? Una brisa fría susurró en un matorral, y ella echó a
andar en busca de posibles escondites.
La lluvia le golpeaba la cara. Sin haberlo decidido, se vio corriendo a
grandes zancadas hacia el sudeste, rumbo a Asili. ¿Tenían comida para

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Burbuja y los demás visitantes? ¿Leña? El dolor de sus músculos maltratados
y de sus manos y pies lastimados la hacía seguir adelante, una visión de
comida y fuego ante sus ojos y ruidos sospechosos que parecían seguirla de
cerca. Empuñaba con fuerza su lanza de punta roma. Bapoto probablemente
mentía acerca de Silbido, pensó. Silbido probablemente no sabía nada de todo
esto. El sol asomó por un instante a través de un hueco entre las nubes y el
horizonte, y Golpe aceleró el paso.
Empezó a ulular mucho antes de que alguien tuviera la posibilidad de
oírla. Cuando llegó al manantial debajo de su refugio, Zumbido salió por la
puerta de piel, ululó y agitó su brazo izquierdo de manera incoherente. Golpe
luchaba con manos y pies buscando asideros en el empinado camino que
llevaba al refugio, sus músculos a punto de estallar, su aliento una sucesión de
boqueadas agonizantes. Nada más pisar la uwanda se echó en brazos de
Zumbido y lloró. Zumbido le palmeó la espalda con su brazo ileso y luego
retrocedió para hablarle con señas.
—¡Madre mía, tienes un aspecto horrible! Bebe agua y entra. Tengo un
par de damanes asándose.
Las manos de Golpe temblaban en el aire, como si hablar estuviera fuera
de su alcance. Zumbido la rodeó con el brazo y la llevó al refugio. Golpe cayó
de rodillas. La alfombrilla estaba cálida y seca. Ella apoyó su rostro en la
alfombrilla y se llenó las fosas nasales con el olor de la hierba seca, el sudor
de Ceniza y las cosas de Bebé. Se colocó boca arriba y se quedó mirando el
agujero de ventilación, las volutas de humo que se arremolinaban en el techo
y salían y se fundían con el cielo encapotado. Otro olor, el de la carne asada,
hizo que se le hiciera la boca agua.
Zumbido le ofreció un puñado de marulas secas.
—El damán ya casi está; esto te calmará el hambre hasta que esté hecho.
Quiero saber qué ha sido de ti, pero puedo esperar hasta que te sientas capaz
de hablar. Iré a buscar a Burbuja y a los bebés. Verruga no se encuentra bien,
pero él puede contarte lo que ha ocurrido.
Hizo un gesto con la mano hacia el fondo del refugio, donde un Verruga
de aspecto desdichado estaba a cuatro patas, cubierto con pieles de dormir.
Golpe se llenó la boca de frutos secos.
—¿Dónde está Ceniza?
—Los hombres se han marchado al campamento de los de Fukizo. Es una
larga historia, te la contaré cuando regrese.
Golpe se tumbó junto al fuego con los ojos cerrados y el calor penetrando
en sus músculos. Poco después se sentó y bebió agua de la bolsa. Verruga

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abandonó su posición aparentemente incómoda para adoptar otra.
—Bapoto nos dijo que estabas muerta.
—Faltó poco. Él intentó matarme. ¿Cómo estás tú, Verruga?
Él se encogió de hombros y probó otra posición. Zumbido y Burbuja
entraron en el refugio, cada una con un bebé en brazos. Ambas mujeres
emitieron gorjeos de alivio, y Burbuja dejó en el suelo un recipiente de piedra
que olía a carne de ñu, amaranto fermentado y miel. Los dos bebés de
Burbuja estaban despiertos; se pusieron contentos cuando los dejaron sobre
una piel de dormir, donde podían empujarse mutuamente, chillar e intentar
ponerse de pie.
Una calabaza con agua iba pasando de mano en mano mientras Golpe
contaba a Zumbido y Burbuja lo que había ocurrido después de que Bapoto y
ella partieran juntos de Asili bajo la tormenta. Cuando ella repitió las palabras
de Bapoto asomado a la boca de la cueva, Verruga gruñó y escupió.
—Es un asesino. Uno bastante torpe, pero un asesino al fin.
El relato de Golpe despertó la curiosidad de su auditorio, que aullaba
asombrado, como si estuviera asistiendo a una historia legendaria contada a la
luz de la lumbre, y una vez que acabó la narración su terrible experiencia
parecía aún más real, más lejana, como la aventura de una Madre vivida hacía
mucho tiempo. Al final miró a la cara a los presentes.
—Bapoto dijo que Silbido se estaba muriendo. Él es una serpiente
embustera, pero cuando ella estuvo aquí se mostró preocupada por el
desenlace del parto. Puede que esté enferma de verdad. Tengo que ir a Kura, y
preferiría no ir sola. ¿Cuándo vendrán Ceniza y los demás? ¿Qué es lo que ha
ocurrido?
Burbuja se puso de rodillas y empezó a contarle.
—Bien, lo que ocurrió fue que Gavilán, Agama y yo vinimos aquí con los
bebés poco después de que tú te hubieses marchado con Bapoto. Me
sorprendió que no nos cruzáramos, pero la tormenta era terrible. Los demás se
encontraron con Bapoto. Tenía un corte en la cabeza y les dijo que los de
Fukizo os habían atacado. Les dijo que tú habías muerto.
Zumbido también se puso de rodillas.
—No le creímos, por supuesto.
—Daba la impresión de que Bapoto estaba reclutando guerreros para ir en
busca de los de Fukizo, así que los hombres fueron a advertirles, y tal vez a
ayudarles.
Golpe se fijó en la herida inflamada de Zumbido, y luego en Verruga, que
se retorcía incómodo debajo de la piel de dormir. Apretó los dientes, y sintió

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las punzadas de sus propias heridas. ¿Ceniza se había ido para ayudar a los de
Fukizo a luchar contra los hombres de Kura? Golpe sacudió la cabeza.
—Parece que la carne ya está hecha —gesticuló—. ¿Tú qué dices,
Zumbido?
Zumbido movió uno de los pequeños muslos para ver si se desprendía, y
después retiró los dos damanes asados del fuego. Dividió la carne y el
revoltijo de Burbuja, ofreciéndole a Golpe una ración más abundante. Ella la
aceptó mirando con sentimiento de culpabilidad a Burbuja y a los bebés.
Verruga se acuclilló a medias y se zampó su porción tan rápido como
pudo. Golpe advirtió que uno de sus testículos estaba negro y tenía el tamaño
de dos puños. Ella sintió ganas de vomitar y apartó la mirada hasta que él
terminó de comer y se acostó de lado con sumo cuidado, volviéndose a cubrir
con la piel de dormir.
Verruga se volvió hacia Golpe.
—No sabemos nada de Silbido, pero no puedes ir sola a Kura, y ninguno
de nosotros está en forma para protegerte si Bapoto vuelve a atacarte.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Qué pasó con los demás? ¿Cuándo regresarán?
Burbuja liberó una mano para contestar.
—Esta mañana pasó un grupo grande de Panda Ya Mto, y Gavilán iba con
ellos. Subió hasta aquí y nos dijo que los de Panda Ya Mto también iban a
unirse a los de Fukizo.
Golpe arqueó las cejas.
—¿Porrazo estaba con ellos?
—No estoy segura.
El fuego ardía con poca fuerza. El anochecer entró en los rincones del
refugio, y Golpe tiritó. Burbuja se dispuso a regresar al otro refugio, y
Zumbido se ofreció a llevar uno de los bebés. Cuando ella regresó, Golpe se
había enrollado en su piel de dormir y roncaba suavemente. Se empezaba a
quedar dormida cuando oyó a lo lejos un saludo ululante de Asili. Mientras
Golpe se quitaba las pieles de dormir, Zumbido ya había salido del refugio.
Fuera, una luna llena iluminaba a varias figuras que subían por la cuesta. Tres
de ellas llevaban una camilla improvisada y aparentemente pesada, y otras
dos les seguían a cierta distancia. Ella respondió al saludo y lanzó otro aullido
en dirección a la cumbre de Burbuja. Mientras ella bajaba al encuentro de
Zumbido, reconoció a Ceniza, Gavilán y Halcón, que cargaban con Roca en la
camilla. Un poco más atrás, Dika ayudaba a Agama a subir la cuesta.

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Ceniza iba delante. Al reconocer a Golpe dejó escapar un gorjeo de alivio
que ella pudo oír en la distancia, y aulló un saludo ferviente. El cansancio que
sentía ella se fue esfumando a medida que bajaba para encontrarse con ellos,
cogía a Ceniza por la cintura, brevemente aunque con entusiasmo, y echaba
una mano a Gavilán, que cargaba con dos de los palos de la camilla.
Incapaces de hacer señas, subieron con la camilla hasta el refugio de los
hombres y la depositaron con delicadeza en el suelo. Ceniza y Golpe se
arrodillaron a los pies de Roca, pero ninguno miró al hombre herido.
—Bapoto dijo que estabas muerta.
—Lo estaría, si se hubiese salido con la suya.
Cogió la mano de Ceniza y se la llevó a la cara; una mezcla de polvo,
sangre y Ceniza impregnó sus fosas nasales, y dejó escapar un sonido mezcla
de jadeo y sollozo. Él hundió su mejilla en su pelo y ella lo oyó contener el
aliento. Entonces los dos se volvieron hacia Roca. Burbuja había preparado
una esterilla y una piel de dormir junto al fuego, y los demás movieron a Roca
de la camilla. Él gruñó e hizo una mueca de dolor, pero no parecía consciente
de que estaba en casa. Las mujeres ofrecieron a los hombres las sobras de la
cena, y mientras ellos comían Golpe y Burbuja iban y venían trayendo agua al
refugio de los hombres. Cuando regresaron con la última carga, Bebé niña se
despertó, y Bebé niño la siguió. Burbuja se volvió hacia Golpe.
—¿Puedo llevarlos a tu refugio para que no molesten?
Golpe asintió y le señaló la puerta con un gesto. Burbuja se llevó a los
bebés y Gavilán la acompañó cargando con pieles y otras cosas necesarias.
Los demás se quedaron para atender las heridas de Roca, que estaba acostado
boca arriba, los ojos cerrados, una respiración áspera e irregular. Halcón y
Golpe le limpiaron las heridas de los brazos, pero eran las menores y
evidentemente no eran la causa de su agonía.
—Está afectado por dentro —le dijo a Golpe, inexpresivo—. Le duele
aquí. —Halcón señaló el costado izquierdo de Roca. Después de atender las
heridas de sus brazos, Halcón se sentó a su lado con un viejo trozo de esterilla
humedecido. De tanto en tanto colocaba la esterilla mojada sobre los labios
agrietados de Roca, y él absorbía.
Agama tenía una herida sin limpiar en la parte frontal del muslo. Zumbido
y Dika lo acostaron sobre su piel de dormir y empezaron a limpiársela, pero él
apartó las manos de Zumbido.
—Sólo Dika, por favor.
Zumbido asintió comprensiva y se situó para curar la cabeza de Dika,
mientras él se ocupaba de Agama.

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Golpe apartó los cabellos de Ceniza y le echó un vistazo a su herida.
—Cuéntame qué pasó.
—No es nada. Ni siquiera lo sentí —respondió con señas, pero continuó
con una breve explicación de los hechos de los últimos tres días mientras
Golpe lavaba su pelo ensangrentado con agua de una calabaza grande y
limpiaba su herida con la lengua. Gruñó un poco cuando ella unió los bordes
de la herida y la cubrió con una piel de conejo suave y limpia.
Ella atendía a sus señas con interés, aprobando con un zumbido su
decisión de ayudar a los de Fukizo y frunciendo el ceño decepcionada ante la
noticia de que Bapoto se había escapado.
—¿Viste a mi hermano? —preguntó—. ¿Porrazo estaba allí?
—Me temo que no he llegado a conocerlo.
—¿Y Silbido? ¿Has oído algo de ella? ¿Es verdad que se está muriendo?
Él se encogió de hombros y enseñó las palmas vacías como muestra de su
falta de información.
—Ahora cuéntame qué te ha pasado a ti.
Golpe repitió la historia que ya había contado a Zumbido, Verruga y
Burbuja. Esta vez tomó un poco más de distancia de los hechos, y le resultó
un poco más sencillo que el primer relato. Ceniza era un buen oyente. Le
estuvo acariciando el pie mientras ella narraba con señas. Lanzó un rugido en
la parte en que Bapoto le dirigía a Golpe aquellas palabras, se lamentó al
saber que ella había encontrado la lanza de Suricata, tarareó alegre ante su
muestra de ingenio y emitió un gorjeo final para celebrar su astuta
escapatoria. Después ella regresó al lado de Roca y se acuclilló junto a
Halcón. Tocó la mano de Roca y canturreó como si estuviera calmando a un
bebé con cólicos. El rostro de Roca se relajó.
—¿Podemos ayudarle? —preguntó Ceniza.
Halcón negó con la cabeza.
—No creo que se pueda hacer nada, salvo darle agua y esperar.
Dika terminó de limpiar la pierna de Agama y la envolvió con una piel de
conejo limpia.
—No puedo ponerme en cuclillas con esta cosa —gesticuló Agama—.
Tendré que sentarme sobre mi pobre trasero hasta que se cure.
Dika se rió entre dientes.
—Suerte que tienes trasero de sobra.
Agama arrojó a Dika un pedazo de baobab. La madera seca rebotó en su
nariz, y él le dedicó a Agama una sonrisa más bien desolada.

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En algún momento de la noche cayó un aguacero. La respiración de Roca
se volvió más ruidosa, más áspera, y él absorbió el trozo de esterilla húmedo.
Un ratón husmeó la puerta de piel. La respiración de Roca se volvió más
suave. Una lechuza ululó y otra le respondió. Golpe volvió a atizar el fuego,
que amenazaba con extinguirse. La respiración áspera de Roca se detuvo —
Golpe contuvo el aliento— y al instante se reanudó, acelerada y débil. Ceniza
trajo más leña. Halcón volvió a posar la esterilla mojada sobre los labios de
Roca, pero él no reaccionó. La respiración áspera cesó; Halcón acercó el oído
a la cara de Roca; todavía respiraba. Una luz pálida y gris empezó a filtrarse
por las rendijas de la puerta, y Golpe salió en busca de agua.
Mientras regresaba del manantial, ella oyó el bramido de Halcón, similar
al de aquel rinoceronte blanco que la había embestido. Empujó la puerta del
refugio y entró. Halcón estaba echado encima de Roca, y su pena hacía
temblar el techo de piel. Su cuerpo se sacudía mientras el bramido se
convertía en un llanto convulso. Dika y Agama se sentaron juntos cerca del
muro de atrás, abrazados y en silencio. Golpe tuvo la impresión de que se
estaban mordiendo la lengua, como si temieran que el menor sonido derivara
en un aullido de dolor similar al de Halcón.
Sin hacer ninguna seña, ella dejó el agua en el suelo y empezó a entonar
un lamento fúnebre. Ceniza se arrodilló junto a Halcón y le palmeó la espalda,
y Golpe cogió de una en una las manos a Halcón, Dika y Agama. Ella miró a
Ceniza y con una breve inclinación de cabeza le señaló la puerta, y ambos
salieron arrastrando los pies. La brisa cortante del amanecer le provocó un
ardor en los ojos, y ella cayó en la cuenta de lo poco que había dormido
durante las últimas cinco noches, desde que Zumbido arribara a Asili.
Entraron en el refugio de Golpe, sin hacer ruido para no despertar a los bebés,
y durmieron. Cuando Golpe despertó, cerca del mediodía, Burbuja y su
familia ya se habían levantado y marchado. Dika estaba de pie junto a la
puerta, y quería que Ceniza les echara una mano para llevar el cuerpo de Roca
a la nueva cueva de la muerte.
Envolvieron el cuerpo con la piel de dormir de Roca y lo ataron a un palo
largo, según la costumbre de los de Fukizo. Mientras los cuatro hombres
levantaban el palo para emprender el camino hacia la cueva de la muerte,
Golpe se preguntó de qué lado del bulto estaban los hombros robustos de
Roca y sus grandes ojos marrones. Se restregó los ojos y vio a los dos bebés
de Burbuja, sujetos a su madre por delante y por detrás, alargando las manitas
en un intento por alcanzarse. Cuando los hombres regresaron con el palo y la

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piel vacíos, Golpe estaba acurrucada en su refugio sobre la esterilla, de cara al
fuego. Ceniza no dijo nada sobre el cadáver de Bebé, y ella no preguntó.

A la mañana siguiente, Golpe ya se había acostumbrado a sus cada vez


más tolerables dolores, y su fatiga se había hecho llevadera. Sin decir nada
fue en busca de agua, se puso a recoger madera y ayudó a los heridos con sus
lesiones. Los demás estaban tensos y preocupados, y sólo Zumbido hizo
observaciones sobre el tiempo, señaló algunos rastros de animales y se dedicó
a entretener a los bebés. Unas pocas comidas no habían llenado el estómago
vacío de Golpe, y el hambre la llevó a hacer una impresionante base de leña y
a reunir los ingredientes para el estofado de invierno de Rocío. Por la tarde el
aroma del refugio atrajo al resto de la gente. Se acuclillaron formando un
círculo y apenas hablaron, mientras se les hacía la boca agua.
Sin su habitual espíritu bromista, Dika y Agama ocupaban un rincón y se
acicalaban mutuamente con solemnidad. Halcón se mordía los nudillos, los
ojos desenfocados y casi tan vacíos como los de Roca cuando le envolvieron
la cara. Burbuja y Gavilán trataban de distraer cada cual a uno de los bebés
malhumorados, y Zumbido ayudaba a Verruga a preparar otro emplasto para
su herida.
Burbuja y Golpe cruzaron miradas.
—Cuéntanos otra vez la historia de la cueva. Hay quien no conoce los
detalles.
Golpe negó con la cabeza, pero los demás insistieron y Ceniza adoptó una
expresión suplicante de ojos grandes que la hizo sonreír y empezar de
inmediato. Pronto la atmósfera de la historia invadió el refugio, y la reacción
del público a su relato se expresaba en chasquidos de lenguas y dedos, y en
siseos oportunos. Cuando llegó a la parte de su regreso a Asili tras haber
conseguido salir de la cueva, frunció el ceño e hizo una pausa antes de
continuar.
—¿Y qué sabemos de Silbido? Bapoto es un embustero, pero puede que
haya utilizado la verdad para sus propios fines. Cuando Silbido vino a verme
estaba preocupada por su futuro parto, y no parecía tan fuerte como siempre.
Puede que esté muerta, o muriéndose, tal como él dijo.
Burbuja resopló.
—Deja que Bapoto cuide de ella.
Golpe frunció el ceño.

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—Ella me ha traicionado, pero es la Madre de Kura, y tiene que saber lo
que Bapoto ha hecho. ¿Cómo podría liderar a su gente sino? —Dirigió sus
señas a Dika—. Tú sabes lo que le hizo al ukoo de tu madre. Yo sé lo que le
hizo a Suricata, y lo que intentó hacer conmigo. Del mismo modo podría
destruir Kura.
Ceniza movió la cabeza.
—Ya ha intentado matarte una vez. Y si volviera a intentarlo no creo que
Silbido pudiera evitarlo, ni aunque él lo hiciera delante de toda la aldea.
—No puedo vencer a todos los hombres de Kura, Ceniza, pero Silbido
tiene que oír la verdad, me crea o no. Necesito ir a Kura.
Agama gruñó por lo bajo, Dika endureció la mandíbula, y hasta Halcón se
mostró preocupado. Zumbido le dio una palmadita a Golpe en la rodilla.
—Si es cierto que Silbido está muerta o agonizando, no hay nada que tú
puedas decirle para aliviarla. Estamos todos agotados, hambrientos y heridos.
Tenemos que hacer lo que podamos aquí, por Asili.
Golpe asintió con tristeza.
—Por Asili. —Las brasas del estofado de invierno se habían apagado. Ella
abrió el envoltorio de piel por una esquina y probó un pequeño trozo de carne
—. Es hora de comer.
Nada más acabar con el estofado, los bostezos se fueron contagiando de
unos a otros. Agama invitó a Burbuja y Gavilán a dormir en el refugio de los
hombres, y Zumbido y Verruga se quedaron en el de Golpe. Todo estaba en
silencio cuando Golpe hizo la última visita al hoyo de la letrina. En el camino
de regreso se encontró con Halcón, que aparentemente la andaba buscando.
—Iré contigo a Kura. Ellos no creyeron a Zumbido cuando les contó lo
que Bapoto había hecho a los de Fukizo, pero yo le vi hacerlo. Tendrán que
creerme. —Ahora había una chispa de vida en los ojos vacíos de Halcón.
Golpe negó con la cabeza.
—No. No puedo permitírtelo. No harán ninguna distinción entre alguien
de Asili o de Fukizo; te matarán antes de que puedas abrir la boca.
—No si estoy contigo. Tú puedes ser una exiliada, pero eres la hija
primogénita de la Madre. Te han respetado y escuchado durante mucho
tiempo como para atacar a tu acompañante sin previo aviso.
Golpe no estaba de acuerdo con él, pero la idea de llevar a alguien que
había sido testigo de la vida de Bapoto tal vez podría reforzar su propia
historia a ojos de su madre.
Al final aceptó.

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—De acuerdo. Pero si Ceniza se entera se interpondrá en mi camino con
la tozudez de un búfalo de agua. ¿Podemos encontrarnos aquí cuando todos
estén durmiendo? La luna saldrá en breve, y todavía es luna llena. Podemos
llegar a Kura antes del amanecer. Nos encontraremos con Silbido cuando
salga el sol.
Halcón asintió con la mandíbula tensa y regresó al refugio de los hombres.
La luna asomaba por encima de los árboles cuando Golpe regresó con una
correa, una bolsa de agua y la lanza de Suricata. Halcón la estaba esperando.
Con una mueca fiera dio una estocada al aire con su lanza y gesticuló:
—¡Andando!
Ella estaba nerviosa, y cada refriega de roedores, cada movimiento de
murciélagos dentro de su visión periférica la asustaba. ¿Estaría Silbido
dispuesta a escucharles? ¿Protegería a Halcón? ¿Protegería a su propia hija?
¿Seguiría con vida? Los pies de Golpe encontraron el camino hacia Kura sin
seguir un rumbo consciente, aunque sus pensamientos vagaban muy lejos.
Recuerdos inconexos y miedos asaltaban su mente. Su andrajosa y amada piel
de conejo. Ella y Silbido sentadas a orillas del río, recordando a Suricata. El
pie de Bapoto en su nuca. Las lágrimas de Silbido derramándose sobre su
barriga de embarazada.
Halcón andaba con paso lento, sin gesticular, los puños apretados. Golpe
lo miraba de reojo mientras caminaba e intentaba comparar su vida y sus
pérdidas con las suyas, pero no podía. ¿Acaso perder a un compañero era
como perder a un bebé? Alejarse del propio ukoo por tener otras creencias,
¿era mejor o peor que alejarse por tener otros hábitos de apareamiento? No
tenía la menor idea. La noche era fría pero estaba despejada, y un paso
enérgico ayudaba a Golpe a mantenerse en calor. La luna ya se hallaba en su
descenso cuando llegaron a un pequeño bosque de granadillos negros cercano
a Kura, y se metieron a gatas en la espesura a la espera del amanecer.
Cuando se hizo de día, Golpe guió a Halcón hasta el lugar donde el río se
ensancha y se ralentiza, el mismo sitio en que ella y Silbido habían estado
sentadas en una ocasión recordando a Suricata. No quería encontrarse con
ningún vigilante, y sabía que a Silbido le gustaba visitar el río a menudo
cuando estaba embarazada para enjuagarse las manos y el pelo y meter sus
pies hinchados en el agua, así que propuso esperar entre unos arbustos a que
apareciera Silbido o alguien que quisiera ir a buscarla. Ocuparon un lugar
desde donde podían ver el camino y el río casi sin ser vistos.
Algunas personas bajaban al río por agua, pero entre ellas no había
ninguna en la que Golpe confiara para enviar un mensaje a Silbido. A media

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mañana ella vio la silueta de una mujer embarazada que se acercaba. Una vez
convencida de que era Silbido, le hizo señas a Halcón para que se quedara
escondido y fue a su encuentro.
Silbido se asustó, pero reconoció a Golpe y gorjeó aliviada. Con sus pies
hinchados y su enorme barriga apenas podía moverse, pero rodeó a Golpe con
los brazos como si la hubiese visto por última vez el día anterior. Golpe aspiró
el aroma de su madre, y por un instante supo que Silbido le haría caso. La
mujer mayor miró a su hija a la cara y le habló con señas.
—Bapoto dijo que los de Fukizo te habían matado.
—Mentira. Fue Bapoto el que trató de matarme, pero no lo consiguió.
—¿Qué? —Silbido empleó una seña obscena que Golpe nunca le había
visto hacer—. ¿De qué estás hablando?
—Verás, por eso estoy aquí. Quiero contarte lo que me pasó. Ven y
siéntate, pon los pies en remojo, que te lo contaré todo.
Golpe llevó a Silbido al agua y la ayudó a sentarse vacilante en la orilla
del río. Le contó su historia a su madre, desde su partida de Kura hasta el
nacimiento de Bebé, el regreso de Ceniza con los cuatro de Fukizo, la muerte
de Bebé, y la mentira de Bapoto sobre la enfermedad de Silbido. Repitió las
palabras de Bapoto después de que la empujara a la cueva, y le dijo que había
encontrado los huesos y la lanza de Suricata. Silbido tomó la lanza de manos
de su hija y la examinó. Si bien tenía la punta rota, la pequeña suricata
grabada en el astil era claramente visible. El rostro se le descompuso, y
entonó un breve lamento fúnebre.
—Conozco ésta. Aquel otoño fue su mejor lanza.
Golpe continuó con el relato, haciendo parecer que escapar de la cueva
había sido mucho más fácil de lo que fue. Finalmente acarició la mano de
Silbido y decidió confiarle lo de Halcón.
—He traído a un acompañante, un hombre llamado Halcón. Él también
tiene una historia que contarte. Era de Fukizo, pero ahora vive en el refugio
de los hombres de Asili. Bapoto estuvo vinculado a la tribu de Fukizo antes
de venir a Kura, y Halcón sabe por qué los dejó. Por favor, préstale atención.
No quiere causarte ningún daño a ti ni a nadie de Kura.
Silbido se puso tensa y miró a su hija a los ojos durante un largo rato.
—Veré a Halcón, si tú respondes por él.
En ese momento, Golpe le hizo señas a Halcón, que había podido
presenciar toda la conversación desde el arbusto. Él se puso de pie y salió del
matorral donde había estado esperando. Golpe estaba tan acostumbrada a su
apariencia que ya no reparaba en ella, pero ahora lo vio como lo veía su

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madre, alto y extraordinariamente atractivo, con el pelo esmeradamente
acicalado al estilo que ellos habían inventado para los hombres de Asili. Ella
oyó a Silbido quedarse sin aliento, y comprendió que su madre pensaba que
Golpe estaba emparejada con Halcón. Casi se echó a reír.
—Ceniza sigue siendo mi compañero. Halcón ha venido conmigo porque
conoce de primera mano todos los antecedentes de Bapoto cuando estaba con
los de Fukizo.
Silbido asintió con la cabeza y se levantó para recibir a Halcón. Él la
saludó ceremoniosamente, y Silbido volvió a sentarse y a poner los pies en el
agua.
—Los formalismos no son necesarios, Halcón. Por favor, cuéntame tu
historia.
Halcón se sumergió en la historia de Bapoto y los de Fukizo. Al principio
Silbido lo escuchó educadamente, y después con ira y ansiedad en aumento.
Cuando él terminó de narrar la batalla reciente, desde la mirada de un hombre
de Asili más que de la de uno de Kura, Silbido estaba a punto de estallar. Se
levantó bruscamente y los salpicó con agua, tan enérgica como la madre de la
infancia que Golpe recordaba.
—¡Lo siento! ¿Por qué no venís conmigo y contáis todo eso a la gente?
Convocaré a todo el mundo en la uwanda central ahora mismo. La gente de
Kura tiene que saberlo, y tienen que creerlo.
Golpe sintió una oleada de alivio. Todavía podían atacarla, pero al menos
su madre la había creído. Al menos su madre no se dejaría enredar otra vez en
las mentiras de Bapoto. Podía ocurrir que el pueblo entero cargara contra
ellos, que no volviera a ver a Ceniza nunca más, pero la confianza de Silbido
le permitía dominar el miedo, y aceptó. Halcón, con los labios un poco
pálidos, también aceptó. Silbido se volvió y subió la pendiente camino de la
uwanda principal, con Golpe y Halcón siguiéndola de cerca.
Al llegar a los refugios más próximos, Silbido llamó a todo el pueblo de
Kura con aullidos estridentes, y la gente dejó lo que estaba haciendo y fue tras
ella, mirando con desconfianza a Golpe y Halcón. Golpe caminaba lo más
erguida posible y trataba de conservar una expresión serena y digna. Dejó que
Halcón pasara delante y se colocara entre ella y Silbido.
—Mantén los ojos bien abiertos —le dijo con señas. Él asintió.
Cuando llegaron, la uwanda central estaba llena de gente. Golpe
contempló a la multitud; Bapoto estaba al este de la uwanda, de brazos
cruzados, empuñando una lanza. Pitido y Trino llegaron con retraso, pero se
reunieron con sus parientes, delante. Los demás parientes y amigos de Golpe

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se colocaron cerca de Pitido y Trino. Cuando parecía que todo el mundo
estaba listo, Silbido se subió a la roca grande y plana y empezó a hacer señas
con ambos brazos.
—¡Mi gente! Prestad atención a Halcón, un hombre honorable de Asili. Él
está bajo mi protección, y nadie le hará daño mientras sea un invitado en
Kura. —Silbido bajó de un salto y le tendió la mano a Halcón para ayudarle a
subir. Estaba más pálido que antes, pero mantenía la espalda recta y la mirada
fija mientras contemplaba a la gente de Kura.
Golpe nunca había visto a Halcón dirigirse a un grupo numeroso, pero
enseguida descubrió que tenía un gran talento para hablar en público. Hablaba
con señas pausadas y claras, escogía señas que todo el mundo comprendía,
pero lo hacía con una profundidad emocional que Gorgeo difícilmente
hubiese podido igualar. Envolvió al público con su relato a la manera de los
mejores contadores de historias, y pronto la mayoría estaba inmersa en las
remotas tribulaciones de un ukoo al que sólo habían considerado como un
clan de asesinos. Halcón miraba fijamente a los espectadores de uno en uno,
consiguiendo que se compenetraran y se interesaran por su gente tanto como
él.
Cuando empezó a hablar de cómo el cisma casi había destruido a los de
Fukizo hacía cinco primaveras, Bapoto lanzó un rugido y empezó a ir de un
lado a otro gesticulando y haciendo aspavientos.
—¡Este hombre miente! Es uno de esos de Fukizo asesinos, y se ha
inventado esta historia para cumplir con su propósito. ¡Os quiere engañar para
que le aceptéis y luego poder mataros mientras estáis durmiendo! ¡No le
creáis ni una sola palabra!
Halcón prosiguió como si Bapoto fuera invisible. Unos pocos empezaron
a prestar atención a Bapoto, y algunos hombres de Kura parecían debatirse
inquietos entre Bapoto y Halcón y acabaron por coger sus lanzas. Finalmente,
Halcón terminó y se apeó de la roca. Silbido lo abrazó como si fuera su hijo y
volvió a subirse a la roca.
—Ahora prestad atención a Golpe, mi hija, Madre de Asili. Bapoto nos ha
dicho que vio cómo los de Fukizo la mataban. Conocéis a esta mujer tan bien
como a vuestras propias hijas. Puede que no crea en lo que nosotros creemos,
pero sabéis que es honesta y digna de confianza.
Golpe sustituyó a su madre en la roca. Con una expresión severa, Silbido
se colocó entre Halcón y la gente que estaba delante, y miraba fijamente a
cualquier hombre que representara una amenaza. Ninguno de ellos era lo

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bastante valiente o lo bastante estúpido como para apuntar con una lanza a la
Madre de Kura.
Golpe les contó cómo la gente de Asili había venido a vivir allí. Les contó
que Bapoto había ido a buscarla para traerla a Kura en medio de una tormenta
porque según él Silbido se estaba muriendo. Bapoto volvió a rugir e insultó a
Golpe. Agitaba los brazos empuñando dos lanzas y trataba de que la gente le
mirase a él y no a Golpe, pero no lo conseguía. Cuando ella repitió las señas
que Bapoto le había dirigido asomado a la abertura de la cueva, él ya había
echado a andar hacia el camino del este que se alejaba de la uwanda. Golpe
enseñó la lanza de Suricata, que varias personas reconocieron, y algunos
hombres rugieron. Cuando ella contó cómo había salido de la cueva, la gente
respondió con chasquidos de dedos y lenguas, y algunos ulularon de un modo
rítmico y estridente, como si estuvieran asistiendo a un cuento contado
durante una fiesta. Algunos jóvenes que estaban en una esquina debajo de un
árbol se pusieron a bailar.
La historia de Golpe llegó a su fin. Con un grito espeluznante, Bapoto
arrojó a Golpe una de sus lanzas. Ella la vio con el rabillo del ojo y la
esquivó. Aun así, el tiro le hizo un tajo en el perfil de su rostro desde la oreja
izquierda hasta la comisura de la boca. Pese a no ir armado, Halcón se
encaramó a la roca de los oradores y se colocó delante de Golpe justo en el
momento en que Bapoto arrojaba la segunda lanza. El arma de madera
atravesó el cuello de Halcón. Medio metro de la lanza sobresalía desde el
punto de entrada, y un palmo desde el orificio de salida. La punta
ensangrentada rozaba la mejilla de Golpe. Por un instante él se quedó con la
mirada en blanco, los brazos abiertos, y finalmente se derrumbó sobre el
regazo de Trino.
A esto sucedió el caos. Las mujeres cogieron a los niños y se alejaron de
la uwanda. Un enjambre de lanzas se agitaba en el aire, algunas
aparentemente arrojadas al tuntún. La ira y el pánico se elevaron sobre la
multitud como una erupción volcánica. Golpe se llevó las manos a la cara. La
sangre manaba sobre su cuello y su pecho, aunque la herida no parecía
profunda. La restañó con una mano mientras saltaba de la roca de los
oradores. Trino había extraído la lanza del cuello de Halcón y lo tenía cogido
en sus brazos para facilitarle la pesada respiración. Golpe cogió la lanza, se
metió en medio del revoltijo de codos, gritos y armas arrojadas al azar y se
abrió paso a empujones, corriendo hacia donde había visto a Bapoto por
última vez.

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La gente abandonaba la uwanda en todas las direcciones. Golpe llegó al
borde de la plaza y trepó de un salto a un viejo tocón, utilizado alguna vez
como mesa de trabajo en los banquetes. La coronilla canosa de Bapoto saltaba
a la vista en medio de las numerosas cabezas de pelo castaño que lo rodeaban.
Fue a por él, esquivando los gritos de los niños y algún martillo revoleado al
tuntún, hasta que consiguió salir de la multitud. Bapoto huía hacia el este,
fuera del alcance de Golpe y su lanza, pero ella se colocó la lanza al hombro y
corrió tras él montaña abajo. Boqueaba al respirar, sentía un calambre en el
costado, pero pisaba firme sobre la piedra caliza desmenuzada, con todo su
empeño.
Bapoto era fuerte, pero no tenía la musculatura joven de Golpe. Cuando
llegó al final de su descenso y giró ligeramente hacia el sur rumbo al río
Kijito, Golpe había recortado tanta distancia que estaba segura de poder
alcanzarle con su lanza. Rugiendo como una leona, echó la lanza hacia atrás y
la lanzó contra la espalda ancha de Bapoto. Su velocidad y la fuerza de su
brazo dieron al arma el impulso necesario para alcanzar su blanco, pero
después de su choque con Halcón la punta había quedado algo roma. Golpeó
a Bapoto entre los omóplatos y cayó al suelo. Él tembló y trastabilló al sentir
el impacto, pero se recuperó de inmediato y siguió corriendo.
Golpe cayó de rodillas y se llevó las manos a la cara. No tardó en
recuperar el aliento. Se puso de pie y regresó a Kura caminando penosamente,
con lágrimas de frustración y dolor en su rostro ensangrentado. Al llegar a la
uwanda, principal, el caos había dado paso a una aglomeración de gente
confundida. Las mujeres estaban en cuclillas entre los niños, calmando a los
que lloraban, mientras que los hombres permanecían de pie cerca de sus
compañeras, vigilantes y armados. Al aproximarse a la roca de los oradores,
ella vio el cuerpo de Halcón que yacía junto a Trino y su familia, los ojos
cerrados, tieso y exánime. Golpe se arrodilló al otro lado y le cogió una de las
manos aún tibias. Derramó lágrimas sobre su brazo y enseguida las limpió,
una por una.
Silbido le tocó suavemente el hombro.
—¿Y Bapoto?
Golpe movió la cabeza.
—Consiguió huir.
Silbido volvió a subir a la roca y ululó reclamando la atención de la
multitud.
—¡Gente de Kura! Nuestras Madres nos han enseñado a hacer frente a las
dificultades. Cuando las manadas se desplazan, cuando el tiempo cambia,

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cuando la cosecha se retrasa, recordamos las enseñanzas de nuestras Madres,
recogidas en nuestras historias, y así sobrevivimos. Nuestras tradiciones son
el tronco del árbol de Kura, nos mantienen fuertes y nos ayudan a crecer.
Ahora todo el mundo atendía a Silbido, e incluso Golpe había levantado la
vista hacia ella.
—Pronto llegará la época del Nombramiento, y lo celebraremos como
siempre lo hemos hecho. Nuestros hombres se irán de caza y trueque, como
cada verano. Las mujeres recogeremos la cosecha y nos prepararemos para
otro invierno, igual que siempre. Kura seguirá fiel a las tradiciones de
nuestras Madres. Si alguien quiere celebrar un ritual de cacería o de curación,
o un funeral, no hay nada malo en ello, pero ninguno de nosotros volverá a
proclamar que tiene un conocimiento especial o privilegios que le permitan
destruir nuestras tradiciones. El que quiera irse con Bapoto que se vaya ahora
mismo, y que tenga mucha suerte. No le perseguiremos, y tampoco
perseguiremos a Bapoto, pero ni él ni nadie que decida irse con él volverá a
ser bien recibido, nunca más.
Un hombre alto que había agitado su lanza mientras Halcón hablaba se
dio media vuelta y se marchó de la uwanda a grandes zancadas. Una mujer se
echó a llorar y empezó a ir y venir, pero al final optó por no seguirlo. Golpe
tocó el pie de Silbido y le hizo saber que quería volver a subir. Silbido le
indicó con la mano que subiera a la roca, y enseguida se apeó. Golpe se plantó
lo más erguida posible y no hizo caso de las lágrimas que seguían brotando
para ensuciar su rostro.
—Soy una hija de Kura, pero mi camino me ha llevado lejos de aquí,
rumbo a un lugar tan cercano como el río Kijito, pero tan remoto como el
Gran Mar. No os guardo rencor por haberme rechazado el otoño pasado, pero
no puedo compartir vuestras creencias. Asili es mi hogar, como fue el de
Halcón. Mi hija nació allí, y pertenezco a ese lugar como vosotros pertenecéis
a éste. Estáis todos invitados a visitar Asili, o incluso a quedaros si os
encontráis más cómodos con nuestras creencias. Kura siempre estará en mi
corazón, y espero ser bienvenida cuando venga de visita.
Un murmullo de aprobación se alzó en el aire, y Silbido ayudó a Golpe a
descender de la roca.

La gente de Kura se dispersó sin dejar de hablar y prodigando miradas a


Golpe, que permanecía en cuclillas junto al cuerpo de Halcón. Susurro y
Chasquido se acercaron a su hermana, y ella los estrechó entre sus brazos.

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Chasquido se volvió para mirar de frente a Golpe y empezó a limpiarle la
herida de la cara, mientras Silbido iba a buscar una rastra. Los hermanos
menores de Golpe la ayudaron a atar el cuerpo de Halcón y lo llevaron a la
uwanda de Silbido.
En la despensa de Silbido quedaban pocas frutas y poca carne, pero había
abundantes verduras de primavera. Mientras Chasquido terminaba de limpiar
la herida de Golpe, Silbido preparaba una fuente grande de amarantos
cortados de raíz. Los miembros de la familia se apiñaron y comieron mientras
Golpe les contaba lo que sabía sobre la vida de Halcón: su nacimiento en
Fukizo, su llegada a Asili, la muerte de su compañero. Todos prestaban
atención y comían y miraban la rastra con gesto pensativo. Silbido ofreció a
Golpe un puñado de nueces para su viaje de regreso a Asili, pero Golpe había
visto la despensa semivacía y no aceptó. Silbido en ningún momento le
propuso a Golpe que se quedara en Kura.
Golpe decidió llevar el cuerpo de Halcón a la cueva de la muerte de Kura,
ya que estaba cerca. Partió al mediodía, arrastrando el remolcador por la ruta
situada más al este, mientras Silbido, Susurro y Chasquido la despedían con
retumbantes aullidos de Kura hasta perderla de vista. El sueño atrasado volvió
a apoderarse de Golpe, que caminaba con la pereza de un armadillo. En medio
del aturdimiento, casi se sorprendió al llegar a la cueva. La encontró igual que
la última vez: vacía y con olor a humedad. El cadáver ahora estaba rígido, y
ella desató la correa de piel y lo colocó de cara al muro del fondo. A Golpe ya
no le quedaban lágrimas, pero se sentó por un instante en la entrada de la
cueva a entonar un lamento fúnebre antes de enrollar la rastra y continuar
viaje hacia el sur, rumbo a Asili.
No había andado mucho cuando vio a Ceniza y Dika que se acercaban
como si vinieran de Kura. Ella ululó e hizo que los dos hombres echaran a
correr, y al instante Ceniza la levantó en sus brazos y la sujetó con fuerza,
como si ella fuese a intentar escapar. Cuando Golpe se apartó para hablar con
señas, Ceniza pestañeó violentamente como si tuviera algo en el ojo, y fue
Dika el que tuvo que explicar cómo la habían encontrado.
Cuando Ceniza se había levantado aquella mañana para descubrir que
Golpe no estaba, enseguida imaginó adonde podía haber ido. Advirtió que
Halcón también había desaparecido, de modo que él y Dika partieron rumbo a
Kura. Llegaron justo después de que ella se hubiese marchado. Silbido los
recibió gentilmente y les narró la muerte de Halcón y la huida de Bapoto. Tras
descansar un instante, habían salido a buscarla.

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Los tres se lamentaron al unísono durante un rato y después se
encaminaron hacia el sur sin hablar. Cuando el peñasco de Asili surgió en la
distancia, Golpe observó un árbol de morojwa sobre la cara este recortado
contra el cielo gris, sus ramas desnudas, inmóviles y moribundas. El árbol
permaneció a la vista durante un largo rato, y al llegar al extremo del peñasco
en el que tenían que girar hacia el oeste ella cayó en la cuenta de que las
ramas del árbol, moribundas en apariencia, estaban cubiertas de pequeñas
flores amarillas que recién empezaban a abrirse. Sobre una de las ramas había
una rata que olfateaba los capullos y devoraba los más jóvenes. Ella se
estremeció y corrió hacia el árbol.
Ceniza y Dika ulularon a dúo mientras se acercaban a Asili. Zumbido
salió del refugio de Golpe y respondió al saludo. Burbuja, con los dos bebés a
cuestas, Gavilán y Agama, salieron del refugio de los hombres y bajaron a la
pequeña uwanda. Verruga pasó por debajo de la puerta de piel y se arrodilló
con torpeza cerca del fuego. Cuando Golpe llegó a la pequeña uwanda, saludó
a todos de uno en uno. Con aire sombrío abrazó a Zumbido y a Burbuja, y
acarició las manos de Verruga, Gavilán, Agama y Dika. Finalmente acarició a
Ceniza con la punta de la nariz y luego subió a la roca plana de escasa altura
que usaba como superficie de trabajo. Los demás se pusieron en cuclillas a su
alrededor, y ella habló con señas, empleando ambos brazos, como si se
dirigiera a una enorme multitud.
—¡Bienvenida a casa, gente de Asili!

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GLOSARIO

Agama: especie de lagarto


Amaranth: planta comestible
Annona: árbol frutal
Asili (swahili): hogar, origen o ancestro
Asisha (swahili): incitar a la rebelión
Bambara: legumbre comestible (crece bajo tierra).
Baobab: árbol de gran tamaño con hojas y frutos comestibles
Carissa: árbol frutal
Chenga: especie de pez
Dika: nuez comestible
Egusi: semillas comestibles de una especie de calabaza
Fukizo (swahili): humo, vaho, vapor
Fuu (swahili): especie de baya
Gwaru: especie de habichuela comestible
Hipparion: especie de caballo desaparecida
Hyrax: mamífero herbívoro de cola corta y el tamaño de un conejo
Imbe: especie de fruto
Jiti (swahili): árbol de gran tamaño
Kao (swahili): morada, vivienda
Kilima (swahili): colina
Kinana (swahili): ñame
Kujito (swahili): río pequeño, arroyo
Kunazi (swahili): especie de fruta
Kura (swahili): destino, ocasión
Marula: especie de árbol con frutos y nueces comestibles
Mavue (swahili): hierba alta
Mchi (swahili): mano de mortero
Medlar: especie de árbol frutal
Morojwa: especie de árbol frutal
Mpingo: árbol florido (también conocido como ébano).

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Mungomu: especie de nogal
Nerina: flor típica del sur de África
Panda ya Mto (swahili): bifurcación de un río
Serval: especie de gato salvaje africano
Shazia (swahili): aguja grande para tejer esteras
Ukoo (swahili): clan
Unanasi (swahili): planta fibrosa
Uwanda (swahili): espacio abierto, plaza de un pueblo

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NOTA DE LA AUTORA

La hija de la tribu está ambientada en el sudeste de África hace


aproximadamente medio millón de años. Sus personajes son humanos en
tanto que son nuestros antepasados, pero pertenecen a otra especie, el Homo
erectus o bien el Homo ergaster, dependiendo de la denominación que se
utilice. El mundo de Golpe está basado en parte en el trabajo de científicos —
paleoantropólogos, biólogos y psicólogos evolucionistas— y en parte en la
especulación. Los rasgos geológicos, las tecnologías y el sistema social que
dan forma a la estructura de la vida del personaje surgen de una combinación
de hechos con una base científica razonablemente sólida, teorías plausibles y
conjeturas aventuradas (aunque probablemente acertadas).
Parte de la tecnología utilizada por los personajes de La hija de la tribu
tiene su fundamento en hallazgos arqueológicos, y otra parte es especulativa.
Las hachas, cuchillos, martillos y molientes de piedra datan de esta época, no
así las lanzas con punta de piedra o las puntas de flecha. Los restos de los
fogones antiguos, donde las llamas ardían constantemente en un mismo lugar
durante un periodo prolongado, demuestran que aquella gente podía controlar
el fuego y que permanecía en un sitio durante periodos extensos, aunque no
nos explica cuándo aprendió a encender las hogueras. Por eso la gente de
Golpe debe mantener vivo el fuego u obtenerlo de un rayo o de otra persona.
La creación de recipientes fue un avance tecnológico sumamente importante,
pues hizo viable la recogida y almacenamiento de los alimentos, y la
posibilidad de transportar agua permitía realizar viajes más largos.
Lamentablemente, no quedan restos arqueológicos de los recipientes tejidos,
de madera o de cuero de este periodo, pero su existencia parece plausible, ya
que el nivel de destreza requerido para elaborar las conocidas herramientas de
piedra es tan avanzado que aquellos artesanos también debían de poseer la
técnica para construir recipientes.
Los detalles de la estructura social del pueblo de Golpe se basan en el
modelo de varias especies, sobre todo en el de los pueblos de cazadores-
recolectores, y en el de los grupos de babuinos y hienas. Los animales grandes

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y peligrosos tenían que optar por una vida bastante solitaria (es el caso de los
orangutanes), o bien tener una compleja estructura social para evitar matarse
los unos a los otros con regularidad. Las estructuras sociales no se fosilizan,
pero dado que hay huesos de grandes animales de esta era que parecen haber
sido cazados y troceados por grupos de personas, lo más probable es que los
humanos no vivieran en soledad. Por eso Golpe vive en una sociedad
matriarcal con conciencia de estatus que, en cierto modo, se parece a la de los
grupos no agrícolas modernos, y, en otras cosas, a las de hienas y babuinos,
pero que sin embargo cuenta con otras características propias.
La sociedad de Golpe se inspira en varios aspectos en la organización
social de las hienas manchadas. Las hienas viven en grupos de cincuenta,
aproximadamente, y tienen un sistema de castas rígido y hereditario. Los
cachorros heredan el rango de la madre. Las hembras se quedan con su clan
de nacimiento, y los machos son expulsados en la pubertad. Los machos
expulsados deben unirse a otros clanes para encontrar pareja y pasan a ocupar
el rango más bajo al unirse al nuevo grupo. El emparejamiento es a menudo
controlado por las mujeres hembras. Los machos no participan en la cría de
los cachorros. Las hembras emparentadas dentro del clan mantienen unidos a
los cachorros en una madriguera, todas amamantando a la camada sin hacer
distinciones.
La organización del pueblo de Golpe es similar a la de las hienas en varios
aspectos. La gente de Kura son mujeres más o menos emparentadas, y con
una clara conciencia de estatus. Los hijos heredan el rango de las madres. En
la pubertad, los niños ya han adquirido el conocimiento y las habilidades
necesarias para la vida adulta, y asumen un papel adulto sin un periodo de
adolescencia transitorio, como en la mayoría de los clanes animales y
sociedades humanas preagrícolas. En su madurez, los hombres jóvenes dejan
la aldea natal para encontrar pareja en otro clan. El emparejamiento está
determinado en gran medida por la mujer, y el hombre adopta su rango. En
cada clan las mujeres emparentadas viven juntas durante el año, compartiendo
la cría de los niños hasta cierto punto, mientras que los hombres permanecen
con el clan sólo durante el invierno y pasan los veranos transitorios cazando y
haciendo trueques.
Es difícil precisar el periodo de desarrollo del lenguaje hablado. La
laringe humana es de cartílago y no se fosiliza, de modo que es imposible
saber con certeza si Golpe habría empleado un lenguaje hablado o de señas, o
simplemente vocalizaciones como muchas otras especies. El Homo erectus
dominaba el fuego, la elaboración de herramientas sofisticadas y el

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intercambio de bienes en lugares lejanos, con lo que es probable que aquellos
humanos hubiesen sido capaces de desarrollar ideas de suma complejidad
durante mucho tiempo. Esas ideas complejas probablemente llevaron al
desarrollo del lenguaje. Como consecuencia, Golpe y su gente se comunican
con un lenguaje de señas que no requiere de una laringe moderna que se
corresponda con cualquier evidencia fósil aparecida.
El conocimiento acerca de las capacidades, el aspecto y el estilo de vida
de los antepasados del hombre es en su mayor parte impreciso, de modo que
La hija de la tribu parte de suposiciones que concuerdan con los datos
disponibles y que se adecuan mejor a la historia. La religión primitiva, los
primeros indicios del arte, todos y cada uno de los atributos humanos
comenzaron en alguna parte, y es inevitable que nos preguntemos por su
origen. Imaginemos una visita al pasado en una burbuja suspendida en el
tiempo. Allí una predecesora nuestra canturrea a su bebé; ella podría ser
nuestra hermana. Más allá hay otros que atrapan un lagarto y se lo comen:
inconcebible. A lo lejos, dos extraños se saludan y negocian la paz entre sus
familias; podría tratarse de dos jaurías de perros salvajes, o de alemanes y
franceses. Siempre hemos sido lo mismo, e inimaginablemente distintos.

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AGRADECIMIENTOS

Gracias a mi familia y a mis amigos por tolerar mis obsesiones. A Ann


Rittenberg por desenterrar su manuscrito, y a Trish Grader por confiar en una
rara avis. Las observaciones de Mary Jones, Elaine Tietjen y Karen Levin
fueron cruciales. Un agradecimiento especial al paleoantropólogo Thomas
Plummer; sin él, este libro no hubiese sido posible. Para todos los
colaboradores que quedan sin mencionar, mil disculpas y toda mi gratitud.

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DEBRA AUSTIN (Estados Unidos) es una obstetra convertida en escritora a
tiempo completo. Además de sus estudios en física, posee amplios
conocimientos de paleontropología, disciplina por la que siente pasión. Con
su novela La hija de la tribu consigue acercarnos, con rigor y sentido del
entretenimiento, a los misterios del origen de la humanidad. En sus propias
palabras: «He situado la historia de La hija de la tribu en el sudeste de África
hace aproximadamente medio millón de años. Los personas, por ello, son
“personas” en el sentido de que son antepasados de los humanos modernos,
pero su especie es homo erectus u homo orgaster, según la nomenclatura que
utilicemos. La historia se basa en parte de teorías muy plausibles, y en parte
en pura especulación imaginativa que probablemente no sea de todo errónea.
Las características geológicas y tecnológicas, y las estructuras sociales que
componen el decorado de la hija de la tribu son el resultado de combinar
multitud de datos, teorías y opiniones de expertos, hasta crear una novela con
la que aprendamos a la vez que pasemos un rato inmersos en un mundo lejano
y fundamental para comprender lo que hoy somos».

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