Alemián Sobre El Divorcio de Aira
Alemián Sobre El Divorcio de Aira
Alemián Sobre El Divorcio de Aira
2010)
Por ahí hubo algo de esa cuestión acuática del francés, que tanto lo atraía, en
el hecho de que finalmente pareció optar por la descomposición del relato y no
por su otro extremo, en la estructuración casi únicamente lógica. El agua y A la
búsqueda del tiempo perdido son dos presencias inevitables en El divorcio, la
anteúltima novela de César Aira. Como con el té de Proust, cada vez que el
narrador se lleva la madalena a la boca, el agua que cae sobre uno de los
personajes de la novela desencadena y vuelve a desencadenar un derrame de
anécdotas
¿Qué podemos entender por idiota? En primer lugar: lo único, lo singular. Es “la
inscripción de una singularidad inimitable, la puesta en escena y en
movimiento de una heráldica de la primera persona”, como señaló el francés
Jean Yves Jouannais. Ser idiota es ser único. Esa es la marca de estilo que Aira
reconoce de una vez y para siempre en Cerro. Mientras los demás escritores se
pasan la vida intentando diferenciarse, Cerro nace diferente, dice. Y advierte
después Aira, llamativamente, que Cerro es también, casi, un instrumento de
la reacción.
Perspicaz, Jouannais marca también ciertos límites ideológicos no del arte, sino
de la idiotez en el arte: señala que en la medida en que la idiotez es muy
difícilmente dialectizable, corre el riesgo de alcanzar un punto perverso donde
es posible que un leve deslizamiento haga pasar la cosa no ya por el
esoterismo sino por la religión, no ya por la reversión sino por la reacción (otra
vez!), no ya por del umor (sin “h”, de Jacques Vaché), sino por el
resentimiento, y no ya por la idiotez, sino por el cinismo.
Es como si en el origen pre textual de los relatos de Aira, como una suerte de
primer motor inmóvil, no hubiese tanto una anécdota, una historia, sino una
pregunta. Y el texto fuese una respuesta conceptual, filosófica, a esa pregunta.
O como si hubiese una anécdota, o una historia, sí, pero que reclamara una
resolución no necesariamente ajustada a un nivel argumental. Muchos de los
relatos de Aira tienden a lo ensayístico. La trompeta de mimbre, un libro de
“ensayos” es uno de los más apasionantes que ha escrito Aira. Contes
filosofiques, llamó él mismo, alguna vez, a sus relatos, marcado ya esa
escisión, ese divorcio entre el relato de la acción y el relato del sentido de la
acción. Es cuento, y es filosofía. Es un relato que contiene las dos cosas no
sintetizadas, sino diferenciadas.
Tal vez haya algo de esta cuestión solipsista en la literatura de dos escritoras
emparentadas con su propuesta: Fernanda Laguna y Cecilia Pavón. En los
textos de Pavón y Laguna, escritura, crítica a la propia escritura y respuesta a
la crítica a la propia escritura coinciden. Tienen una voz que habla por todas las
voces. No hay afuera. Como si se dijera: es algo que ellas toman de Aira. Aira,
por su parte, parece tomar, u homenajear, en ellas, esa opción por cierto grado
cero de lo literario, esa opción casi por lo no literario, que practican Pavón y
Laguna.
(Claro que lo no literario, o lo pos literario como categoría literaria es no sólo
absurdo sino un imposible en una sociedad capitalista, donde finalmente lo que
define a lo literario es una cuestión de circulación de los textos. Es la
circulación del texto y no el texto “en sí mismo” lo que le da o no un carácter
literario, a fin de cuentas).
Pero en realidad lo que está haciendo Aira es mostrando cómo ese relato dice
que debe ser leído. No para que le creamos al sentido del relato que nos
propone, sino precisamente para que no le creamos. Para que en esa
exageración, para que en esas vinculaciones insólitas entre relatos insólitos y
explicaciones insólitas, veamos el divorcio, y no el matrimonio.
Contar, para Aira, es algo insoportable. No puede hacerse pie sobre un relato.
A cada paso, el suelo se deshace, se fragmente y desintegra. El relato se
extravía en digresiones, el narrador huye por delante de la historia, la historia
se duplica en una mise en abime, las metáfora se superponen explicándose
con otras metáforas, el narrador no deja que el relato se asiente, se formalice
(hasta cierto punto, un ferdydurkista cabal), y la adjetivación y la elección de
las palabras hacen que el lector, más que está continuamente obligado a
tomar distancia del relato. La miniaturización y magnificación del relato son
como paliativos de esa resignación. La capacidad narrativa de Aira, a pesar de
todo lo que se ha escrito, parece ser inferior a la capacidad de Aira de
desarrollar una inteligencia sobre los relatos. De ahí cierta sensación de
resignación.