Chiaramonte
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"La lucha del Estado moderno es una larga y sangrienta lucha por la unidad del poder.
Esta unidad es el resultado de un proceso a la vez de liberación y unificación: de
liberación en su enfrentamiento con una autoridad de tendencia universal que por ser
de orden espiritual se proclama superior a cualquier poder civil; y de unificación en su
en frentamiento con instituciones menores, asociaciones, corporaciones, ciudades,
que constituyen en la sociedad medieval un peligro permanente de anarquía. Como
consecuencia de estos dos procesos, la formación del Estado moderno viene a
coincidir con el reconocimiento y con la consolidación de la supremacía absoluta del
poder político sobre cualquier otro poder humano. Esta supremacía absoluta recibe el
nombre de soberanía. Y significa, hacia el exterior, en relación con el proceso de
liberación, independencia; y hacia el interior, en relación con el proceso de unificación,
superioridad del poder estatal sobre cualquier otro centro de poder existente en un
territorio determinado’’ PREFACIO
Claro está, la primera dificulta para cumplir este propósito es la clásica cuestión del
"diccionario": cómo definiríamos el concepto de Estado y otros a él asociados, tales,
por ejemplo, como nación, pueblo o soberanía.
Debo aclarar entonces que no partiré de una definición dada de Estado, sino
sólo de una composición de lugar fundada en los atributos que generalmente le
atribuyen los historiadores que se ocupan del tema. 1 Esto obedece en parte a la
notoria multiplicidad de alternativas que la literatura especializada ofrece sobre la
naturaleza del termino Estado
La composición de lugar que adoptarnos en este trabajo es que, aun admitiendo que el
ahondamiento en las dificultades que ofrece el concepto mismo de Estado contribuye
a facilitar la tarea, la mayor parte de los escollos que complican las tentativas de
realizar una historia de los Estados iberoamericanos provienen sin embargo de la
generalizada confusión respecto del uso de época -de la época de la Independencia-
de las nociones de nación y Estado, confusión en buena medida proveniente de otra
que atañe al concepto de nacionalidad.
Se trata, en suma, de las derivaciones aún vigentes del criterio de proyectar sobre
el momento de la Independencia una realidad inexistente, las nacionalidades
correspondientes a cada uno de los actuales países iberoamericanos, y en virtud de
un concepto, el de nacionalidad, también inexistente entonces, al menos en el uso hoy
habitual.
Un concepto que se impondría más tarde, paralelamente a la difusión del
Romanticismo, y que en adelante ocuparía lugar central en el imaginario de los
pueblos iberoamericanos y en la voluntad nacionalizadora de los historiadores
Hacia 1810, el utillaje conceptual de las elites iberoamericanas ignoraba la cuestión
de la nacionalidad y, más aún, utilizaba sinonímicamente los vocablos de Nación
y Estado
Esto se suele desconocer por la habitual confusión de lectura consistente en que
ante una ocurrencia del término nación lo asociemos inconscientemente al de
nacionalidad cuando en realidad los que lo empleaban lo hacían en otro sentido.
Al respecto, la literatura política de los pueblos iberoamericanos no testimonia otra
cosa que lo ya observado respecto de la europea y norteamericana: sin perjuicio de la
existencia en todo
tiempo de grupos humanos culturalmente homogéneos, y con conciencia de esa
cualidad, la irrupción en la Historia del fenómeno político de las naciones
contemporáneas
asoció el vocablo nación a la circunstancia de compartir un mismo conjunto de
leyes, un mismo territorio y un mismo gobiemo.5 Y, por lo tanto, confería al vocablo
un valor de sinónimo del de Estado.
La sorpresa estriba en el uso del término soberanía como sinónimo de entidad política
independiente, esto es, de nación o Estado, uso posiblemente intencional para poder
evitar la resonancia más fuerte del término nación, con esta discusión terminológica, lo
que buscamos no es arribar a una nueva definición de ciertos conceptos sino
aclararnos con qué sentido lo usaban los protagonistas de esta historia y, asimismo,
gracias a ello, evitar
el clásico riesgo de anacronismo por proyectar el uso actual de esos términos
---especialmente en cuanto a la neta distinción de Estado y nación, y al nexo de este
último concepto con el de nacional sobre el de aquella época.
estamos ante un tema cuyo concepto central, el de Estado, ha sido una de las
muletillas más frecuentadas por los historiadores para designar realidades muy
distintas: gobiernos provisorios, alianzas transitorias, y otros expedientes políticos
circunstanciales. Como lo hemos observado en otro trabajo respecto del Río de la
Plata, entre 1810 y 1820, lejos de encontrarnos ante un Estado rioplatense estamos
ante gobiernos transitorios que se suceden en virtud de una proyectada organización
constitucional de un nuevo Estado que, o se posterga incesantemente, o fracasa al
concretar su definición constitucional. Una situación, por lo tanto, de provisionalidad
permanente, que une débilmente a los pueblos
soberanos, y no siempre a todos ellos.
En la perspectiva de la época, entonces, la preocupación por la nacionalidad estaba
ausente. La formación de una nación o Estado era concebida en términos racionalistas
y contractualistas, propios de la tradición ilustrada, cuando no de una más antigua
tradición contractualista del iusnaturalismo europeo.
Antes de examinar algunos ejemplos que nos ayudan a comprender estos rasgos
que sustentaban las prácticas políticas de la época, agreguemos una observación
más:
que aun cuando parte de los actores políticos de la primera mitad del siglo pasado
leían con simpatía y solían citar a los autores de las modernas teorías del Estado, por
lo general en su acción política no partían pues no tenían realidad desde dónde
hacerlo, de una composición de lugar individualista, atomística, del sujeto de la
soberanía,
sino de la realidad de cuerpos políticos, con todo lo que de valor corporativo
tiene la expresión que utilizamos
Las sociedades formadas por individuos; las naciones, por provincias ... Estamos
entonces en un mundo en el que si bien circulan desde hace tiempo las concepciones
individualistas y atomísticas de lo social, la realidad sigue transcurriendo generalmente
por otros carriles y los proyectos de organizar ciudadanías modernas en ámbitos
nacionales, o se estrellan ante el fuerte marco local de la vida política, o tienden a
conciliar muy dispares nociones políticas
Una de las razones que explican esta emergencia de lo que la vieja historiografía
llamó equívocamente "ámbito municipal" de la Independencia es así esta concepción
de la legitimidad del poder, prevaleciente en la época.
Como lo expresara el apoderado del Ayuntamiento de México en 1808, "dos son las
autoridades legítimas que reconocemos, la primera es de nuestros soberanos, y la
segunda de los ayuntamientos".
La iniciativa del Ayuntamiento mexicano para liderar la constitución de una nueva
autoridad en la Nueva España chocó con el apoyo que la mayor complejidad de la
sociedad en los pueblos novohispanos ofrecía a la postura antagónica del virrey y del
Real Acuerdo. Por una parte, se revivió la idea de la convocatoria a Cortes
novohispanas, en la que participarían además de las ciudades, la nobleza y el clero.
Por otra, se esbozó un conflicto que se repetiría a lo largo de todos los movimientos de
independencia hispanoamericanos: el de la pretensión hegemónica de la ciudad
principal del territorio, frente a las pretensiones de igualdad soberana del resto de las
ciudades. Así, al consultar el virrey Iturrigaray al Real Acuerdo, éste denunció, entre
otras cosas, que el Ayuntamiento de México había tomado voz y representación de
todo el reino.
Sustentadas entonces por una antigua tradición hispánica, pero sobre todo alentados
por el ejemplo de la insurgencia de las ciudades españolas ante la invasión francesa,
las respuestas americanas a la crisis de la monarquía castellana, al amparo de esa
doctrina, se expresan en las iniciales pretensiones autonómicas de las ciudades,
pretensiones que van del simple autonomismo de unas en el seno de la monarquía
hasta la independencia absoluta de otras. En estas primeras escaramuzas, que se
repetirán en el Río de la Plata, Chile, Venezuela y Nueva Granada, están ya
esbozados algunos de los factores, y escollos, del proceso de construcción de los
posibles nuevos Estados.
El primero, conviene insistir, el problema de la legitimidad del nuevo poder que
reemplazaría al del monarca, marcaría el cauce principal en que se desarrollarían
las tentativas de construcción de los nuevos Estados y los conflictos en torno a ellas.
Ya fuera durante el tiempo, de variada magnitud según los casos, en que
el supuesto formal fue el de actuar en lugar, o en representación, del monarca cautivo,
ya cuando se asuma plenamente el propósito independentista, la doctrina de la
reasunción del poder por los pueblos, complementaria de la del pacto de sujeción,
fundamentaría la acción de la mayor parte de los participantes de este proceso Frente
a ella, las ciudades principales del territorio -Santa Fe de Bogotá, Caracas, Buenos
Aires, Santiago de Chile, México ... -, sin perjuicio de haberse apoyado inicialmente en
esa doctrina, darían luego prioridad al concepto de la primacía que les correspondía
como antigua "capital del reino" -según lenguaje empleado en Buenos Aires y en
México.
Y, consiguientemente, los conflictos desatados por esta auto adjudicación del papel
hegemónico en el proyectado proceso de construcción de los nuevos Estados, frente a
la pretensión igualitaria de las demás ciudades fundada en las normas del Derecho de
Gentes -cimiento de lo actuado en esta primera mitad del siglo-, cubrirían gran parte
de las primeras décadas de vida independiente
Este conflicto se prolongó en otro, más doctrinario, que se conformó como una
pugna entre las denominadas tendencias centralistas y federalistas.
La antigua tradición que explicaba el origen del poder como una facultad soberana
emanada de la divinidad, recaída en el "pueblo" y trasladada al príncipe median
Te el pacto de sujeción, al dar lugar a la figura de la retroversión del poder al pueblo
-en casos de vacancia del trono o de anulación del pacto por causa de la tiranía del
príncipe-, devino inevitablemente en lberoamérica en una variante por demás
significativa, expresada por el plural pueblos. La literatura política del tiempo de la
Independencia aludía, justamente, a la retroversión del poder a "los pueblos", en
significativo plural que reflejaba la naturaleza de la vida económica y social de las
Indias, conformada en los límites de las ciudades y su entorno rural -sin perjuicio de
los flujos comerciales que las conectaban-. Esos pueblos que habían reasumido el
poder soberano se habían también dispuesto de inmediato a unirse con otros pueblos
americanos en alguna forma de Estado o asociación política de otra naturaleza, pero
que no implicara la pérdida de esa calidad soberana.
Esta tendencia a preservar la soberanía de los "pueblos" dentro de los posibles
Estados a erigir, si bien se apoyaba naturalmente en una antigua tradición doctrinaria y
una no menos antigua realidad de la monarquía castellana -cuyo poder soberano se
ejercía sobre un conjunto de "reinos" o "provincias", muchos de los cuales
conservaban su ordenamiento jurídico político en el seno de la monarquía- era sin
embargo impugnable por doctrinas propias de corrientes más recientes del
iusnaturalismo, que forman parte de la teoría moderna del Estado, las que postulaban
la indivisibilidad de la soberanía y juzgaban su escisión, territorial o estamental, como
una fuente de anarquia.
Asunción del Paraguay fue una de las primeras en recurrir a la idea de una con
federación para defender su autonomía, en este caso frente a Buenos Aires. El
Programa del gobierno provisorio, publicado en un Bando del 17 de mayo de 1811,
prevé el futuro inmediato ... ‘’ uniendo y confederándose con la misma ciudad de
Buenos Aires para la defensa común y para procurar la felicidad de ambas Provincias
y las demás del continente bajo
un sistema de mutua unión, amistad y conformidad, cuya base sea la igua1dad de
Derechos’’
Por otra parte, es de advertir que la más temprana reunión de las ciudades en Estados
fue facilitada en México por la existencia, desde tiempos de la Constitución de Cádiz.
Las reformas liberales, que culminaron en 1834, serían en realidad intermedias entre
el centralismo y el autonomismo, dado que alejaron definitivamente el riesgo de
emergencia de soberanías independientes.
El federalismo brasileño había terminado por asumir ese carácter, federal, alejándose
del confederacionismo, en apoyo al nuevo Estado nacional y con explícitas
dec1araciones de su intención de no repetir el proceso hispanoamericano. De manera
que las expresiones soberanas del autonomismo local tuvieron corta vida y en
vísperas de promediar el siglo parecían ya superadas, con alguna transitoria
excepción, como la de la riograndense República
Farroupilha entre 1835 y 1845.
Por paradójico que parezca, ]os mismos factores que en muchas de las ex colonias
hispanas llevaron a la autonomía o a una unión confederal, en Brasil se orientaron
hacia la organización de un Estado centralizado
El concepto es el de una antigua tradición del Derecho de Gentes, que Bodino explicaba
de una manera que puede sorprendemos: mientras haya un poder soberano, fuere
individual o colectivo, existe una república, la cual debe contar, al menos, con un mínimo
de tres familias, compuestas éstas con un mínimo de cinco personas.
Es decir, una república soberana podía existir con un mínimo de quince personas .
Aunque en ciertos casos los acuerdos necesarios fueron fruto del condicionamiento
de las negociaciones por la imposición de una ciudad o provincia más fuerte, la
emergencia del Estado nacional, si ajustada a Derecho, sería entonces fruto de un
acuerdo contractual.
De tal manera, la relación Estado y nación cobra otra fisonomía. No se trata ya,
entiendo, de examinar qué es primero, y por lo tanto determinante, de lo otro. Si es
la nación la que da origen al Estado o, como se ha solido alegar desde hace cierto
tiempo atribuyendo a esta perspectiva el valor de hecho de una anomalía, si es el Estado
el que conformó la nación.
Se trata, si bien miramos, de un falso dilema, originado por la ya comentada confusión
introducida por el enfoque anacrónico del principio de las nacionalidades. Pues, de hecho,
lo que se intenta al afirmar que es el Estado el que habría creado la nación, no es otra
cosa que subrayar la conformación de una determinada nacionalidad por parte del Estado.
Y, en tal caso, la composición de lugar que actualmente parece más razonable es la de
advertir que no hay mucho de qué sorprenderse pues tal parece haber sido el caso de la
generalidad de las naciosnes modernas, no sólo de las iberoamericana
Si, como es evidente, podemos re conocer
la existencia de fuertes sentimientos de nacionalidad en las poblaciones de
los diversos Estados iberoamericanos, esto no indica, en manera alguna, una supuesta
identidad étnica originaria que habría sido el sustento de estos Estados. En cambio esa
historia proporciona valiosos elementos de juicio para verificar cuáles fueron los acuerdos
políticos que dieron lugar a la aparición de diversas nacionalidades y, por otra parte,
cuáles fueron los procedimientos utilizados por el Estado y los intelectuales -los
historiadores en primer lugar- para contribuir a reforzar la cohesiónnacional mediante el
desarrollo del sentimiento de nacionalidad siguiendo, por lo común, criterios difundidos a
partir del Romanticismo.