De La Psicologización A La Neurologización de La Escuela

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http://doi.org/10.17163/soph.n26.2019.

04

Sobre lo “neuro” en la neuroeducación:


de la psicologización a la neurologización de la escuela
On the “neuro” in neuroeducation:
from psychologization to the neurologization of school

Juan Carlos Ocampo Alvarado*


Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, Monterrey / México
[email protected]
Código Orcid: https://orcid.org/0000-0002-9353-7581

Resumen
El presente artículo tiene por objetivo analizar la relación triádica entre la educación, psicología y neurociencias
en el marco de la neuroeducación. Con este fin se llevó a cabo una exhaustiva revisión de la literatura más relevante
en torno a la temática. Los precedentes históricos de la neuroeducación se pueden rastrear hasta la introducción
del discurso psicológico en la educación, lo que posteriormente se transformó en la psicologización de la escuela.
Discutiblemente, la irrupción de lo neuro en la cultura y el advenimiento de las nuevas neurosubjetividades acabaron
por destronar a la psicología de su posición privilegiada en el espacio educativo. Bajo promesas de liberación,
independencia y cientificidad, la neuroeducación prosperó precipitadamente sin atender a la multiplicidad de
dificultades filosóficas, metodológicas y éticas que todavía la agobian. No obstante, la relación estructural entre
psicología y neurociencias atisba la incapacidad de las últimas para desligarse del paradigma psi. Más aún, desde
la contrapsicología, se puede argumentar que lo neuro, más que un estadio independiente, es una extensión de lo
psi acondicionada a la época. Bajo este planteamiento, la neuroeducación no es una alternativa a la predominancia
psicológica sino un retorno a ella que amenaza con la neurologización. Por ende, es imperativo que se revincule el
aprendizaje a la cultura, se reconquisten los espacios educativos y se concientice a los maestros de su agencia para
que la educación pueda, sin ignorar las valiosas aportaciones de las otras disciplinas, reconocerse a sí misma como
un saber autónomo, eminentemente integrador e independiente.

Palabras clave
Neuroeducación, educación, psicología, cultura.

Forma sugerida de citar: Ocampo, Juan Carlos (2019). Sobre lo “neuro” en la neuroeducación: de la
psicologización a la neurologización de la escuela. Sophia: Colección de la
Educación, 26(1), pp. 141-169.

* Investigador en la Carrera de Psicología Clínica y de la Salud del Instituto Tecnológico y de


Estudios Superiores de Monterrey de México. Ha dirigido trabajos investigativos en orientación
vocacional, discapacidad y neurociencias, los cuales han sido publicados en revistas indexadas.
Ha colaborado en proyectos de investigación científica con el Instituto de Neurociencias de
Guayaquil, el centro psicológico PSIPRE S.C. y el Vicerrectorado Académico de la Universidad
Católica de Santiago de Guayaquil.

Sophia 26: 2019.


© Universidad Politécnica Salesiana del Ecuador
Sobre lo “neuro” en la neuroeducación: de la psicologización a la neurologización de la escuela
On the “neuro” in neuroeducation: from psychologization to the neurologization of school

Abstract
The objective of this article is to analyze the triadic relationship between education,
psychology and neuroscience within the framework of neuroeducation. To this end, an exhaustive
review of the most relevant literature on the subject was carried out. The historical precedents of
neuroeducation can be traced back to the introduction of psychological discourse in education,
which later transformed into the psychologization of school. Arguably, the irruption of the neuro
in the culture and the advent of the new neurosubjectivities ended up dethroning psychology of
its privileged position in the educational context. Under promises of liberation, independence
and scientificity, neuroeducation prospered precipitously without addressing the multiplicity of
philosophical, methodological and ethical difficulties that still plagues it. However, the structural
relationship between psychology and neuroscience reveals the inability of the latter to detach
itself from the psi paradigm. Moreover, from the counterpsychology theory and considering its
analog behavior, it can be argued that the neuro, rather than an independent stage, is an extension
of the psi conditioned to this epoch. Under this approach, neuroeducation is not an alternative
to psychological predominance but a return to it which threatens neurologization. Thus, it is
imperative that learning is reconnected to culture, educational spaces are reconquered, and the
teachers are made aware of their agency so that education can, without ignoring the valuable
142 contributions of the other disciplines, recognize itself as an autonomous knowledge, eminently
integrationist and independent.

Keywords
Neuroeducation, education, psychology, culture.

Introducción
Hoy por hoy, el progreso de la neuroeducación es innegable. El matrimo-
nio entre las neurociencias y la educación ya está dando sus primeros y
esperados frutos, que conciernen tópicos de alta relevancia en el ámbito
educativo como: la adquisición de la lectoescritura (Huettig, Kolinsky y
Lachmann, 2018), el aprendizaje de las matemáticas (Cargnelutti, To-
masetto y Passolunghi, 2017), la potenciación de la memoria (Markant,
Ruggeri, Gureckis y Xu, 2016), la relación de la actividad física con el
aprendizaje (Mavilidi, Okely, Chandler y Paas, 2016) y los problemas de
aprendizaje (Camargo y Geniole, 2018). También hay evidencia, como
reportan Pickering y Howard-Jones (2008), de que su popularidad en-
tre educadores está en auge, sin contar que varias instituciones de porte,
como la UNESCO y la Universidad de Harvard, están activamente in-
virtiendo en la nueva disciplina. Incluso sus más abiertos y polémicos
detractores han sido rebatidos o, en su defecto, han claudicado.
El argumento que la sostiene reza así: dado que el aprendizaje está
intrínsecamente relacionado con el funcionamiento cerebral y la neuro-
ciencia es el campo científico que estudia las bases biológicas de dicho
funcionamiento, se deduce como corolario que el proyecto neuroedu-
cativo no es solo factible sino altamente conveniente. Bajo esta lógica,
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la educación podría abandonar el discurso psicológico, otrora valioso y


ahora caduco, para refugiarse en la credibilidad de la biología. A sim-
ple vista, lo expuesto es condición suficiente para justificar la neuroedu-
cación; sin embargo, no todos comparten aquella visión mesiánica del
proyecto. Para empezar, ¿qué motiva esta unión? Así como lo afirman
Ansari, De Smedt y Grabner (2012), “la neuroeducación presume que
el entendimiento de los mecanismos biológicos del aprendizaje es más
informativo, preciso o confiable que otras explicaciones de carácter no-
biológico”. Entonces ¿es el saber neurocientífico intrínsecamente superior
a otros? Ortega y Vidal (2007) dirían que no, pero que esa falsa ilusión
responde a un giro cultural de la última década, llamado neurocultura.
Por último, De Vos (2016) se pregunta: “¿dónde está la educación en la
neuroeducación?” Lo comprendido en este artículo podría aproximarse a
una respuesta. El objetivo que se propone el presente artículo es analizar 143
la relación triádica la educación, psicología y neurociencias en el marco
de la neuroeducación. Con este fin se llevó a cabo una exhaustiva revisión
de la literatura más relevante en torno a la temática. A continuación, se
expone una breve aproximación histórica a la colonización psicológica
de los espacios educativos, desde su introducción en la escuela con los
servicios paraescolares hasta su rol directivo en el replanteamiento de los
objetivos de la enseñanza. Después se describe el advenimiento y auge de
las neurociencias, enfatizando su incidencia en el clima sociocultural e
ideológico contemporáneo y en la configuración de las nuevas subjeti-
vidades de lo neuro. Posteriormente, se analiza a fondo el proyecto de la
neuroeducación, develando las múltiples dificultades que surgen a partir
de la relación interna entre sus constituyentes. Por último, se presenta
una crítica a la neuroeducación, fundamentada en la contrapsicología y,
frente a la permanencia de lo psicológico y la inminencia de lo neuroló-
gico, se rescata la pregunta: ¿qué debe cambiar en la educación con vistas
a la neuroeducación? Para ensayar una posible respuesta es prioritario
explorar el origen de la díada constituida por la psicología y educación.

La colonización psi: una aproximación histórica


a la psicologización de la escuela
Como es de conocimiento general, muchos temas estudiados por la psi-
cología responden a temáticas propiamente educativas pues la cognición
es el médium del aprendizaje. La historia de la psicología está llena de
ejemplos de esto. La primera evaluación psicométrica de inteligencia fue
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desarrollada específicamente para su uso en centros escolares. El descu-


brimiento de uno de los postulados fundamentales de la corriente con-
ductista, el condicionamiento, se popularizó como una técnica de ense-
ñanza y fue libremente aplicada por educadores. El trabajo de psicólogos
como Piaget, Vygotsky y Ausubel bastan para confirmar la existencia de
una intersección, espontánea y difusa, entre psicología y educación. Aun
así, como plantea De Vos (2016), no es hasta mediados del siglo XX que
se da una auténtica coalición entre psicología y escuela.
Hasta finales del siglo XIX, la psicología estaba compuesta por un
minúsculo grupo de profesionales, de popularidad ínfima y sin influen-
cia en la comunidad científica, que aún recordaba la fuerte polémica en
torno a la naturaleza de su objeto de estudio. Pero poco después, en pa-
labras de Mulvale (2016), los movimientos sociohistóricos abrirían un
144 espacio para la naciente disciplina: el capitalismo se valía de la noción de
individuos emprendedores que creasen su propio destino; la seculariza-
ción despojó al individuo del amparo divino que le proveía significado
y valores; y la neoreligiosidad partió con la idea del Dios trascendental
y las reglas tradicionales para promulgar una fe personal con base en las
necesidades espirituales de cada uno. La psicología, tras adoptar un enfo-
que empírico-naturalista, emergió a la par con la corriente individualista
de la época, contribuyendo a la producción de las nuevas subjetividades:
sujetos autogobernados, autosuficientes y autónomos.
Contando con aquella credibilidad científica y encausada en la
corriente cultural predominante de la época, el periodo de entreguerras
resultó una oportunidad propicia. Los avances en materia de psicometría
fueron bien recibidos para la evaluación estandarizada de inmigrantes,
soldados y educandos, brindándole a la psicología algo de esa tan ansiada
popularidad. No obstante, Lloyd (2015) argumenta que esta no llegaría a
su auge hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la alta pre-
valencia de bajas militares psiquiátricas motivó un incremento sustancial
en el financiamiento de servicios de salud mental y llamó la atención a los
beneficios de la psicología. Pronto, explica Mulvale (2016), los individuos
que buscaban respuestas a los acontecimientos de la guerra, a la felicidad
y a la autorrealización se volcaron a la joven disciplina que, en poco tiem-
po y con suma sutileza, se había introducido en la cultura mainstream.
Tras esta lograda aceptación, la incipiente disciplina se abrió paso
en los centros educativos. Según De Vos (2016), esta primera incursión de
la psicología fue a través de servicios para-escolares como la orientación
vocacional y el acompañamiento psicológico, pero pronto sus avances en
materia cognitiva le confirieron un rol directivo en la escolarización. Para
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Marina (2012), dicha intromisión se justificó en que, considerando que


el aprendizaje también ocurre espontáneamente y de manera involunta-
ria, si el objetivo de la educación era reactuarlo de forma intencionada,
dirigida y óptima, era necesario comprender los mecanismos biopsico-
sociales intrincados. Para inicios del siglo XX, no solo se había dado una
auténtica invasión psicológica de la escuela, sino que esta había sido, para
efectos prácticos, un éxito total.
Para Mayer (2001), el argumento que justificaba este sospechoso
matrimonio era claro: la psicología obtendría problemas prácticos en los
que verificar sus hipótesis y la educación, conocimiento teórico para nu-
trir su praxis. Efectivamente, las corrientes psicológicas predominantes
de ese entonces brindaron numerosas aportaciones a la práctica educati-
va que los maestros, por su parte, acataron diligentemente. Para De Vos
(2016), así fue como la terminología psi inundó la escuela, empezando 145
por el plan de estudios y terminando en el contenido educativo mismo.
Solé y Moyano (2017) señalan que, posterior a la colonización, los objeti-
vos esperados del estudiante ya no referían al aprendizaje, sino a alcanzar
una madurez del yo, un grado de autoestima u otro imperativo psicológi-
co al cual se hacían constantes referencias.
La docencia incorporó a su vocabulario los muchos términos psico-
lógicos que en ese entonces pululaban en la ciencia de la mente, aquellos
concernientes a la personalidad, cognición, conducta, etc. El conocimien-
to psicológico era regularmente aplicado en clase y diferenciarlo del saber
educativo se tornó imposible. Aquel límite espontáneo y difuso entre ambas
disciplinas se había esfumado, pues el discurso psicológico había impreg-
nado todo lo educativo. En su afán por enriquecer la escuela, la psicología
había logrado secuestrarla o mejor dicho, psicologizarla. La educación ha-
bía perdido su espacio de jurisdicción y lo que en un primer momento fue
un leve acto de intrusión, era ahora una invasión a gran escala.
Es innegable que el conocimiento psicológico, al inicio, fue útil
para potenciar el trabajo del docente, permitiendo un mayor enten-
dimiento sobre los procesos cognitivos que operan en el aprendizaje y
reanimando la investigación empírica en la educación; no obstante, el
discurso psicológico no tardó en tornarse hegemónico y corroer aún
más la frágil identidad profesional del educador. A este fenómeno se lo
conocería como colonización psi, el comienzo de una larga historia de
predominio del discurso psicológico en el ámbito educativo. Para efectos
de esta ocupación, De Vos (2008) plantea que la escuela había sido redi-
señada como un lugar no sólo de escolarización, sino de terapia, donde
los maestros dejaron de lado la enseñanza para integrarse a una vasta red
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de detección de desórdenes. Para Solé y Moyano (2017), este es el factor


desencadenante del abuso de clasificaciones diagnósticas en la escuela,
una consecuencia catastrófica pero esperable en la escuela psicologizada.
Bajo la premisa piagetiana de que existe un desarrollo cognitivo-
conductual natural y universal dependiente del avance evolutivo del in-
dividuo, la enseñanza pasa a un segundo plano. La responsabilidad de
cualquier retraso o desviación en la línea de tiempo educativa recae ahora
en el sujeto, quien triunfa o fracasa en alcanzar los logros previstos. En el
caso del fracaso, este es entendido en términos clínicos como una altera-
ción del funcionamiento o desarrollo normal del individuo, un trastorno.
En vista de aquello, la investigación educativa abandonó presto las discu-
siones pedagógicas para concentrarse en las desviaciones que interfieren
en el aprendizaje del individuo, menguando la agencia del maestro. Se-
146 gún De Vos (2016), este sería el principal motivo del súbito incremento
en la prevalencia de enfermedades mentales en los entornos educativos,
fenómeno al que le precedió la sobremedicalización en la infancia.
Así fue como, según Solé y Moyano (2017), los comportamientos
inapropiados y que generan fricción en la dinámica escolar fueron agru-
pados en categorías etiológicas, estancas y superficiales, que rechazaban
por completo la experiencia subjetiva. Para Rodríguez (2016) este des-
enlace no sorprendería a Canguilhem, quien veía en el psicólogo a un
técnico de la normalización social cuyo objetivo es el ajuste de los sujetos
a la realidad vigente, identificando salud con conformismo al orden es-
tablecido y enfermedad con oposición a este. Una vez entrometido en el
entorno educativo la función del psicólogo se torna policiaca, pivotando
entre los conceptos de adaptación y anormalidad bajo los que, desde su
lógica utilitarista, el individuo que cumple con los objetivos curriculares
es normal y el que no, anormal y su inadaptación es patológica.
Para Gracia (2018), la colonización psi es una consecuencia natu-
ral de la incapacidad de la educación para cementar su propia identidad,
inseguridad que la ha llevado a repensar y cuestionar obsesivamente la
validez de su saber. Esto la hace especialmente vulnerable a la invasión y
ocupación de otras que, sobre dudosa garantía, prometen cientificidad
y un marco de referencia robusto. Sobre esta óptica, la educación se ob-
serva a sí misma dependiente y necesitada de una disciplina-otra que le
brinde sostén. Por otro lado, De Vos (2008, 2012, 2014, 2015, 2016) sos-
tiene que la colonización psi es consecuencia del carácter invasivo propio
de la psicología, hecho que sustenta en un complejo análisis sociológico
de la irrupción psicológica en la cultura, la política y la sociedad. Tal posi-
ción es difícilmente novedosa, pues los críticos de las disciplinas psi, des-
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de Husserl hasta Foucault, han advertido sobre la tendencia monopoliza-


dora del discurso psicológico y su naturaleza expansiva e invasiva como
ciencia. Sobre esto, Mulvale (2016) concluiría interrogándose si tras la
irrupción de lo psi en la vida cotidiana se puede imaginar realísticamente
una sociedad des-psicologizada.

El advenimiento de lo “neuro” y el sujeto cerebral


Por lo pronto, De Vos (2015) afirma que, al menos en la educación, el
largo reinado de la psicología como soberano privilegiado ha sido dis-
cutiblemente superado. Durante los últimos años, el estudio interdis-
ciplinar del sistema nervioso ha tenido un inmenso repunte gracias al
descubrimiento de nuevas y mejores tecnologías de imagenología, desde 147
la ahora clásica imagen por resonancia magnética funcional (mejor co-
nocida como fMRI) hasta la novedosa imagenología con tensor de difu-
sión (diffusion tensor imaging). No obstante, su innovadora parafernalia
y su gran poder explicativo no basta para elucidar la preeminencia de las
neurociencias en la sociedad contemporánea. Como aclaran Frazzetto y
Anker (2009), esta se debe a que, al estudiar los factores subyacentes de
nuestra individualidad, los avances en este campo no sólo destacan por
su cientificidad sino por su resonancia a nivel personal, social y cultural.
Como explican Ibáñez, Sedeño y García (2017), el poder explicativo de
las neurociencias le posibilita una perspectiva neurobiológica en tópi-
cos clásicamente monopolizados por la tradición filosófica y psicológi-
ca, como la consciencia, subjetividad e intersubjetividad. Por eso no es
sorpresa que, pese a sus complejidades técnicas y teóricas, haya logrado
captar con facilidad el interés común.
Esta fascinación no es exclusiva de la posmodernidad. Desde los
griegos hasta los filósofos modernos, es notable el lugar privilegiado del
cerebro en el imago social. Según Crivellato y Ribatti (2017), Alcmeón de
Crotona fue el primero en sostener que el alma, entendida como conscien-
cia, se situaba en el cerebro, inaugurando así la teoría encefalocéntrica que
defenderían Hipón de Samos, Hipócrates de Cos y Platón. Posteriormente,
Galeno agrupó las características propias del ser humano en el pneuma ani-
mal, cuya sede era el encéfalo. Descartes continuaría la tradición situando
el alma en la glándula pineal y Bonnet, en un punto conjetural dentro del
cerebro. El nacimiento y auge de la frenología, primera teoría que atribu-
ye cualidades psicológicas a regiones neocorticales específicas, confirma el
vívido interés por el estudio del cerebro en el siglo XIX. En la fecha actual,

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basta con leer a reconocidos autores como Shoemaker, Putnam, Chur-


chland y Ferret que, siguiendo la tradición lockeana, hacen uso constante
de experimentos mentales sobre el cerebro y la mente.
En la actualidad, el neurocentrismo ha traspasado los límites de la
academia y se ha mezclado en la cultura, integrándose exitosamente en
el tejido social. En palabras de Álvarez (2013), el paradigma de lo neuro,
sostenido en la agencia autoritativa del discurso de la ciencia, ofrece la
ilusión de “encontrar respuestas a lo más complejo de nuestra existencia
(...) por qué somos lo que somos y el por qué hacemos lo que hacemos”
(p. 155). Es decir, aquella fascinación histórica del ser humano por el
alma, psique o mente se desplazó al sistema nervioso, deviniendo en un
interés universal por las neurociencias y en el deseo tácito de que su es-
tudio proporcione respuesta a las interrogantes existenciales del ser. Para
148 Frazzetto y Anker (2009), esta es la neurocultura, la irrupción del saber
neurocientífico en la vida diaria, las prácticas sociales y los discursos inte-
lectuales que afecta la forma en la que el individuo se percibe a sí mismo,
su cuerpo y a los demás.
Gazzaniga (2006) plantea que en este nuevo paradigma está implíci-
ta la noción de que el cerebro es aquello que sustenta, administra y genera
el sentido de la identidad y, por lo tanto, es el representante corpóreo de la
subjetividad. Como explican Purdy y Morrison (2009), los atributos psico-
lógicos que en un primer momento estuvieron vinculados exclusivamente
a la mente, la inmaterial res cogitans, eran ahora adscritos irreflexivamente
al cerebro, resultando en una forma mutante de cartesianismo. En la neu-
rocultura, el individuo es reducido a su cerebro y el cerebro es ensalzado
como propiedad definitoria de este. Tal afirmación puede ser ejemplificada
así: si A recibe el corazón de B, A tiene un nuevo corazón; pero si A recibe el
cerebro de B, entonces B tiene un nuevo cuerpo. Si concedemos que el cere-
bro hace la mente y el dualismo cartesiano ha sido efectivamente superado,
Rose y Abi-Rached (2013) preguntan: ¿los neurocientíficos son ingenieros
del alma? Estas y otras preguntas surgen en la era del ser humano “cerebra-
lizado”. Como Ehrenberg (2004) afirma, un ser contenido en un órgano
que implica una nueva concepción subjetiva en sí.
En un primer intento por capturar conceptualmente este fenóme-
no, Changeux (1997) propuso a l’homme neuronal para destacar las bases
materiales de la identidad yoica. Hagner (1997) postuló el homo cerebralis
para explicar el devenir histórico del cerebro, desde su estatuto como re-
cipiente del alma hasta ser el órgano-sujeto. Luego, Rose (2003) propuso
el concepto de yo neuroquímico o neurochemical self, entendido como
la noción de que la personalidad total puede ser resumida en términos
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de balance y desbalance económico de iones, enzimas y neurotransmi-


sores. Por último, los conceptos mencionados convergerían en el sujeto
cerebral, una nueva concepción trabajada por autores como Ehrenberg
(2004), Ortega (2009), Battro, Fischer y Léna (2008) y Silva y Fernan-
dez (2016). Como explican Ortega y Vidal (2006), este sería una figura
antropológica que encarna la noción de que el ser y su personalidad son
esencialmente reducibles a su sistema nervioso, considerando todos los
efectos sociales y culturales que esto acarrea.
Vidal y Ortega (2017) afirman que esta mirada neurocéntrica de
la subjetividad humana se encuentra en el corazón de algunos de los de-
bates actuales de mayor importancia, desde la filosofía hasta la política.
Ciertamente, el acaecimiento de las dimensiones neuro ha permeado en
muchos ámbitos, incluso los más inverosímiles. Uno de ellos es el mer-
cado, en el que ahora es común encontrar productos como música para 149
la estimulación cerebral (Brain.fm), nootrópicos (HVMN), neurobebi-
das (Neuro), neuróbicos y videojuegos de entrenamiento cerebral (Dr.
Kawashima’s Brain Training). Más aún, algunas prácticas que hasta hace
poco eran del orden de la ficción han ganado popularidad con varios
startups emprendiendo proyectos de preservación cerebral química con
criogenización cerebral (Nectome), digitalización mental (Neuralink) y
robotización humana (Humai).
Las neurociencias también lograron permear en otras áreas del
conocimiento, dando inicio a nuevos campos transdisciplinares de co-
nocimientos. Ellos permiten aplicar los flamantes desarrollos teóricos y
las ventajas metodológicas de las neurociencias a su estudio, generando
un inmenso valor en sí mismos, como la neuropsicología, neuroecono-
mía y neuroética. Sin embargo, estos no fueron los únicos epifenómenos
de la irrupción de lo neuro en los saberes. Corredor y Cárdenas (2017)
identificar otras iniciativas que surgieron con el fin de aprovechar la co-
yuntura de lo “neuro” para obtener credibilidad, deviniendo en nichos
pseudocientíficos que poco o nada tienen que ver con la interdicción de la
neurociencia y las disciplinas en cuestión, entre ellos la neurolingüística,
el neuromarketing, la neuromúsica y neurojurisprudencia.

Neuroeducación: ¿combinación perfecta


o mezcla inestable?
Estas múltiples apropiaciones de lo neuro, tanto en la cultura popular
como en la academia, señalan la existencia de un fenómeno ulterior, la
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conexión entre neurociencias y el clima sociocultural e ideológico actual.


Sobre esta línea de pensamiento, se puede deducir que la neuroeducación
es otro epifenómeno más de la neurocultura, cuyo propósito particular
es integrar las neurociencias en un nuevo dominio: la educación. En sus
inicios, esta nueva área suscitó tanto interés como desconfianza. Un co-
lectivo, afín a las expectativas de Battro, Fischer y Léna (2008), expresó
su entusiasmo y optimismo con respecto a las posibles aplicaciones de
estos nuevos conocimientos en el ámbito de la política educativa y el aula
de clase. Algunos llegaron incluso a adjudicarse un papel de evangelistas,
predicando las fabulosas promesas de esta naciente disciplina.
Un ejemplo concreto de ello es el artículo de Carew y Magsamen
(2010), publicado por la prestigiosa revista Neuron, cuyo ambicioso tí-
tulo reza Neuroscience and Education: An Ideal Partnership for Producing
150 Evidence-Based Solutions to Guide 21st Century Learning [Neurociencias
y educación: una asociación ideal para producir soluciones basadas en
evidencia para guiar el aprendizaje en el siglo XXI]. Como es evidente
desde su epígrafe, el texto itera insistentemente en el incalculable poten-
cial de la neuroeducación, cuyas únicas barreras, mencionadas en dos
modestos párrafos, son la popularización de neuromitos, tema a tratar
posteriormente, y la necesidad de mayor financiamiento. Atrapados en
esta retórica, la neuroeducación parece ser el cénit del proyecto educativo
y la respuesta científica a la eterna pregunta del cómo educar. Las neu-
rociencias serían la plataforma a partir de la cual la educación habría de
alcanzar su punto álgido de desarrollo.
Otro grupo se mostró escéptico en cuanto a los verdaderos alcan-
ces de la improbable oferta. Cigman y Davis (2009) declararon tajante-
mente que las neurociencias no podrían dar cuenta de la naturaleza del
aprendizaje y lo que constituye el buen hacer humano. Otros, entre los
que destacan Clark (2013) y Bowers (2016), argumentaron que aquellas
seductoras promesas eran o muy generales para ser tomadas con seriedad
o directamente falsas. En este grupo se encuentra Bruer (1997) quien en
su icónico artículo Education and the Brain: A Bridge Too Far [Educación
y el cerebro: un puente demasiado lejos] argumenta que la brecha en-
tre educación y neurociencia podría ser, hasta ese momento, insalvable.
Sin embargo, una década después de la publicación de dicho artículo es
imposible ignorar el extenso marco teórico que se ha ido construyendo.
Investigaciones como las de Ansari, De Smedt y Grabner (2012), Cam-
pbell y Pagé (2012), Nouri y Mehrmohammadi (2012), Zadina (2015)
y Howard-Jones et al. (2016) justifican la relevancia y abogan por la
validez del estudio transdisciplinar de las bases neurofisiológicas que
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sustentan las funciones cognitivas involucradas en los procesos de ense-


ñanza-aprendizaje. Más aún, varias organizaciones, universidades e ins-
tituciones investigativas han realizado evidentes inversiones en el campo
de la neuroeducación.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos
inició el proyecto Brain and Learning para la investigación neuroeduca-
tiva. La UNESCO estableció una beca para investigaciones en neurocien-
cias y educación. Varias universidades de renombre como la Universidad
Colegio de Londres, Universidad de Bristol, Universidad de Columbia,
Universidad de Harvard, y la Universidad Vanderbilt están ofertando
posgrados en la materia. En Latinoamérica, universidades de Bolivia,
Chile, Colombia, México y Paraguay se han sumado a la causa, ofrecien-
do diplomaturas profesionales. Además, artículos sobre neuroeducación
han figurado en algunas de las revistas académicas de mayor impacto en 151
el mundo, como la previamente mencionada Neuron (Carew y Magsa-
men, 2010), Scientific American (Stix, 2011) y Nature Reviews Neuroscien-
ce (Howard-Jones, 2014b). También han surgido publicaciones periódi-
cas especializadas como Mind, Brain, and Education en el 2007, Trends in
Neuroscience and Education y Neuroéducation en el 2012 y Educational
Neuroscience en el 2016. Incluso se han formado asociaciones académi-
cas en torno a la disciplina, entre ellas la International Mind, Brain and
Education Society, la Neuroeducational Network, el Laboratorio de Neuro-
ciencias y Educación y el Centro Iberoamericano de Neurociencias, Edu-
cación y Desarrollo Humano.
Aunque el progreso de esta disciplina es irrebatible, aún hay gra-
ves dificultades que necesitan ser sorteadas. Como plantea Gracia (2018),
la neuroeducación está sujeta a interrogarse compulsivamente por la re-
lación interna que mantienen sus dos componentes esenciales: las neu-
rociencias y la educación. Por eso, para Patten y Campbell (2011), sus
dificultades más urgentes son establecer unas sólidas bases teóricas y
filosóficas, encontrar modelos empíricos que permitan su investigación
y determinar estándares éticos que guíen su desarrollo. La unión entre
neurociencias y educación no puede ser convenientemente reducida a la
aplicación del conocimiento de la primera sobre la praxis de la segunda,
pues este razonamiento superficial ignora el sinnúmero de sutiles e im-
portantes cambios que esta interacción evoca.
Empezando desde las bases, Samuels (2009) señala la existencia de
una contradicción entre las perspectivas filosóficas predominantes en los
constituyentes de la neuroeducación: el empirismo materialista que pri-
ma en las neurociencias y el constructivismo predominante en las cien-
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cias educativas. En una mano, el empirismo materialista plantea que el


conocimiento es perceptible, lo cual implica que es posible acceder a la
realidad y obtener verdades objetivas. En la otra, el constructivismo de
raíces relativistas rechaza esta noción objetando que la realidad es social-
mente construida, imposibilitando la existencia de verdades universales.
Este antagonismo ontológico entre ambas posturas descubre un primer
escollo en el proyecto de la neuroeducación.
Esta grave diferencia es evidente en los estándares metodológicos
de cada área. Por un lado, los neurocientíficos emplean técnicas propias
de las ciencias naturales, procurando correlatos y causalidades a partir
de mediciones neurofisiológicas en contextos experimentales donde exis-
te manipulación de las variables. Por otra parte, como explica Flobakk
(2016), en las ciencias educacionales se pretende abarcar lo complejo de
152 las realidades sociales mediante la medición cualitativa, conformándose
con la exploración y descripción de los fenómenos en sí mismos. La in-
vestigación educativa no pretende conocer ni mucho menos controlar
todas las variables que intervienen en, por ejemplo, el aprendizaje dentro
del aula escolar, pues tal presunción es inviable y requeriría transgredir
los límites propios de sí misma. Crifaci, Cittá, Raso, Gentile y Allegra
(2015) consideran que talvez por esto algunos educadores, cuya tradi-
ción investigativa acostumbra a estudiar ambientes naturales y ricos en
los cuales influyen una miríada de factores, perciben con escepticismo los
experimentos neurocientíficos, artificiales y estériles.
Horvath y Donoghue (2016) plantean un argumento similar a
partir del concepto de niveles de organización. Tomando como ejemplo
la biología, se entiende que los tejidos están compuesto por células, los
órganos están hechos de tejidos, los individuos están constituidos por
órganos y así sucesivamente. Esta transición, mejor definida como inte-
gración desde Bleger (1983), implica un desarrollo polietápico de pro-
gresivo perfeccionamiento y complejización en el que cada estado de
organización coincide con la aparición de nuevas propiedades que no
son exhibidas ni predecibles en el nivel anterior. Las propiedades de las
células no son asimilables a aquellas de los tejidos, órganos o individuos,
por lo tanto, es necesario que se estudien desde diferentes ramas como la
citología, la histología, etc. Así se explicaría, desde los niveles de organiza-
ción, el surgimiento de diferentes áreas científicas o especializaciones que
estudian un mismo fenómeno desde distintos paradigmas.
Como explica Horvath y Donoghue (2016), cada una de estas dis-
ciplinas presupone el empleo de un conjunto único compuesto de pre-
guntas de investigación, terminología y herramientas, incompatible con
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niveles anteriores o posteriores. En otras palabras, aunque cada disciplina


estudie diferentes aspectos de un mismo fenómeno, parten de premisas
radicalmente distintas que dificultan, si no imposibilitan, el intercambio.
Esto lo explica Castorina (2016) al plantear que cada disciplina se defi-
ne por sus objetos de estudio, por tanto, su marco de referencia es ade-
cuado para la investigación de unos fenómenos particulares, pero no de
otros. Así, las neurociencias se ocuparían de los fenómenos neurológicos,
mientras la educación trataría de los procesos de enseñanza-aprendizaje
y aunque haya coincidencias entre ellas, no es posible pasar injustificada-
mente de una categoría de fenómenos a otra. Por ende, aunque educación
y neurociencias coincidan en un mismo objeto, este será abordado desde
distintos niveles de integración, suponiendo una dificultad cooperativa.
Si bien es cierto, educación y neurociencias no comparten un mis-
mo objetivo; no obstante, en palabras de Battro, Fischer y Léna (2008), el 153
aunamiento de esfuerzos entre ambas disciplinas, con el fin de dilucidar las
complejas relaciones biopsicosociales del aprendizaje, constituye el llama-
do proyecto de la neuroeducación. Tomando en cuenta los innegables pro-
gresos de la disciplina hasta la fecha, se debe conceder que entre neurocien-
cias y educación hay una asociación, sino del todo correcta, al menos eficaz.
No obstante, la eficiencia de tal relación sigue en entredicho. La capacidad
de ambas disciplinas para colaborar mutuamente no ha sido corroborada
en la práctica e incluso, como postula Zadina (2015), existe evidencia en
contra. El proyecto neuroeducativo requiere, en primera instancia, abrir
canales de comunicación efectivos entre neurocientíficos y educadores,
pero la distancia entre ambas disciplinas presenta un problema. Una co-
municación deficiente puede generar malentendidos que, en esa área gris
entre neurociencias y educación, se les da el nombre de neuromitos.
Los neuromitos son suposiciones erróneas sobre el funcionamien-
to cerebral basadas en la malinterpretación o exageración de resultados
de investigación neurocientífica (Ansari, De Smedt y Grabner, 2012;
Ferrero, Garaizar y Vadillo, 2016). Aunque muchas investigaciones se
han centrado en denunciar su alta prevalencia entre educadores, otras
como las de MacDonald, Germine, Anderson, Christodoulou y McGrath
(2017) y Papadatou-Pastou, Haliou y Vlachos (2017) han demostrado
que los neuromitos no son exclusivos de dicho colectivo. En el ámbito
de la política pública existen ejemplos de medidas tomadas en base a
simplificaciones de presupuestos neurocientíficos, tal como señalan Pur-
dy y Morrison (2009) y Lowe, Lee y Macvarish (2015). Así también, hay
evidencia de que los neuromitos son comunes en la población general.
Pallarés-Domínguez, (2016) destaca como algunos de los más frecuen-
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tes los siguientes: un hemisferio cerebral predomina sobre otro, solo se


utiliza el 10% de la capacidad cerebral, la existencia de estilos preferentes
de aprendizaje y la música clásica durante la vida intrauterina estimula el
desarrollo cerebral, entre otros.
Según Bruer (1997), uno de los primeros en advertir sobre el acae-
cimiento de los neuromitos, el desarrollo de la neuroeducación pende de
la habilidad de educadores y neurocientíficos para entablar un puente
entre ellos; no obstante, concluye que existe una brecha insalvable en-
tre ambas disciplinas y que es necesario un tercer elemento intercesor, la
psicología cognitiva. En lo posterior, autores como Tokuhama-Espinosa
(2013) se ceñirían a la ahora celebérrima metáfora del puente de la neu-
roeducación. Algunos acordarían que es imprescindible que la psicolo-
gía actúe como intermediario entre las dos disciplinas esenciales. Otros
154 como Codina (2014) consideran que esta por sí sola sería insuficiente,
por lo tanto, sería necesaria la integración de más elementos interme-
diarios, como la filosofía o la ética, para suplir aquella función. Im, Cho,
Dubinsky y Varma (2018) propusieron un modelo novedoso que adopte
tanto la psicología cognitiva como la psicología educativa.
Aunque estas han sido las propuestas más populares, no han sido
las únicas. Crifaci, Cittá, Raso, Gentile y Allegra (2015) sugirieron la
adopción de un sistema de pensamiento alternativo que permita la co-
laboración entre ambas disciplinas, la cognición corpórea (o embodied
cognition). Este modelo de mente sostiene que la cognición emerge de la
coacción de los procesos cognitivos, motores y perceptivos. Como expli-
can Lalancette y Campbell (2012), si se considerase la mente y el cerebro
como diferentes elementos de una misma unidad, la mente-cerebro, se
evita caer en una lógica mentalista o materialista de la experiencia sub-
jetiva. Otra propuesta novedosa es la de Gerdes, Tegeler y Lee (2015),
quienes recomiendan un cambio de perspectiva hacia una neuroeduca-
ción alostática, sugiriendo una revisión constructivista de la óptica neu-
rocientífica a la luz del novedoso concepto biológico de alostasis. Este, en
contraposición a la homeostasis, plantea una posibilidad de permanecer
estable al ser variable. Aunque aún es temprano para evaluar la acogida
de estas últimas propuestas, son alternativas innovadoras que se deben
tomar en cuenta.
En última instancia, como explican Horvath y Donoghue (2016),
el consenso tiende a la adopción de al menos un mediador, la psicología,
concluyendo que la traducción directa entre neurociencias y educación
es una quimera. Algunos como Andrade (2006) ya habrían atisbado esta
cualidad de intercesor de la psicología en otras ramas como la pedagogía
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o la filosofía de la educación. Aunque la discrepancia entre niveles expli-


cativos y la proliferación de neuromitos han evidenciado la necesidad de
al menos un intermediario entre educación y neurociencias, no queda
claramente explicitada su función ni cómo se concibe su integración en el
proyecto neuroeducativo. Por una parte está la analogía del puente brue-
riano que, más que una explicación, es una metáfora intuitiva y atractiva.
Por otra está el argumento de la mediatización o traducción que, aunque
más desarrollado, implica tácitamente que el conocimiento neurocien-
tífico, como materia cruda, debe ser procesado a través de la psicología
previo a ser aprovechado por parte de los educadores. Ya en aras de la for-
malización de esta nueva disciplina, es imperativo pensar, sino repensar,
de que forma deberán interactuar los elementos asociados más allá de la
materialidad de los hechos.
a metáfora del puente y el argumento de traducción son insoste- 155
nibles porque se basan en un modelo lineal de interacciones sencillas,
poco realista y limitativo. Estos responden perfectamente al tratamiento
que en la literatura se ha dado a la neuroeducación. Desde sus inicios,
la neuroeducación ha sido vista como una mezcla, esto es una sustancia
formada a partir de dos o más componentes unidos, pero no efectiva-
mente combinados. En otras palabras, se entiende que sus elementos no
han reaccionado entre sí, por lo que conservan su identidad y propie-
dades individuales. Esta mirada relega a la neuroeducación al campo de
las subdisciplinas, sin opción a desarrollarse independientemente o por
fuera de los límites de sus constitutivos. Si este fuera el caso, bastaría con
justificar teóricamente una alianza estratégica entre ambas ciencias, sin
ahondar en la intrincada relación entre ellas. Concedido que no es así,
una transliteración del sistema coloidal de la química puede ser útil para
conjeturar una alternativa.
Si algo deja en claro la bibliografía es que los dos componentes
primarios de la neuroeducación son inmiscibles, en tanto son incapaces
de integrarse de forma homogénea debido a sus discrepancias. Por ello
es necesario desechar la idea de una combinación perfecta y abrazar la
alternativa posible. En química, la adición de un tercer agente en función
emulsificante es posible dispersar un componente en otro, logrando in-
tegrar dos sustancias inmiscibles. Bajo este ejemplo, la neuroeducación
sería una unión más o menos estable entre neurociencias y educación,
utilizando la psicología no como un añadido, sino como un agente emul-
sificador que habilita la incorporación. La neuroeducación no es un pro-
ceso lineal de transmisión ni traducción, sino que, así como en la práctica
y en los sistema coloidal, sus elementos se inmiscuyen íntimamente disi-
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pando las divisiones reales o imaginarias entre ambos. De este modo, se


puede escapar de las visiones simplistas de la neuroeducación y concebir
una interacción más realista entre sus componentes.
Así la inquisición de De Vos (2016) sobre el dónde de la educación
puede reformularse en sentido de cuánta educación en la neuroeduca-
ción. Al igual que la primera pregunta se interrogaba por la presencia o
ausencia y no la ubicación precisa de la educación, la reformulación de
la pregunta sobre el cuánto no ambiciona una respuesta cuantitativa sino
relativa. Si la neuroeducación es la agregación medianamente consolida-
da de educación y neurociencias, debe haber una proporción. Volviendo
al ejemplo anterior, el proceso de emulsión se resume como la disolución
de un constituyente en otro debido a la acción emulsificante; sin embar-
go, la naturaleza de la sustancia resultante cambia no sólo debido a la
156 proporcionalidad de los componentes, sino también a la afinidad de cada
uno con el emulsificante. Bajo la misma regla, la neuroeducación no sólo
se actualiza en función de la proporción relativa de educación y neuro-
ciencias, sino también según la afinidad de cada una con la psicología.
Lograda la unión, aún queda un último dilema por resolver. La
educación contiene dos aspectos, uno descriptivo y otro normativo,
que deberá asumir la neuroeducación. El primero, fácil de convenir, se
concentra en estudiar los contextos de enseñanza y las experiencias de
aprendizaje de los estudiantes con el fin de entender a profundidad el
proceso educativo; no obstante, el segundo aspecto, aquel que busca es-
tablecer principios y procedimientos que guíen los objetivos de la edu-
cación determinando un ideal, es infinitamente más problemática. Para
Nouri (2016), el quid de la cuestión radica en que el aspecto normativo
limita al descriptivo, pues la ideología dominante determina que tipo de
aprendizaje es considerado educativo o no, distinguiéndolo del mero en-
trenamiento, la propaganda o la adoctrinación. Por lo tanto, como afirma
Koetting y Malisa (2004), toda acción educativa obliga una decisión de
preferencia a priori por ciertos valores y fines humanos por sobre otros, lo
cual no solo direcciona su práctica sino que la define en sí misma. Nieves
(2017) y Collado (2017), en sus respectivos trabajos, tratarían indirecta-
mente sobre esta temática desde diferentes abordajes.
Así como la educación no puede ser una empresa moralmente
neutra, la neuroeducación tampoco, en tanto asume la tarea de la prime-
ra. Sin embargo, considerar que todas las propiedades que se adscriben a
la educación son heredadas directamente por la neuroeducación resulta,
en el mejor de los casos, en una incongruencia teórica. Por lo tanto, se
asume que el componente axiológico de la educación es intrínseco en su
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materia, mientras que en la neuroeducación no lo es y esta última debe


justificar tal potestad para sí. Tal empeño se ve realizado bajo el término
neuroética que, según Lalancette y Campbell (2012), pese a ser acuñado
por primera vez para referir a la bioética aplicada al cerebro, hoy en día se
ocupa de cuestiones íntimas de nuestro entendimiento de lo que nos hace
humanos y expone preconcepciones profundamente arraigadas sobre la
relación mente y cerebro. Más aún, debe demostrar que la neuroeduca-
ción, bajo las condiciones que se han expuesto previamente, puede ser
confiada con la trascendental de normar la transmisión de cultura.
Según Clark (2013), Hume ya había planteado la imposibilidad de
derivar una conclusión prescriptiva de un cuerpo de declaraciones des-
criptivas pues haría falta una o más premisas normativas. La neuroedu-
cación pasa frecuentemente del ser al deber-ser sin admitir la inadmisi-
bilidad lógica de aquello o sin reconocer la introducción arbitraria de un 157
componente normativo. Entendido que las neurociencias, por la natura-
leza formal de su disciplina, no conllevan aspectos normativos, entonces
estos últimos deben ser de la educación, la psicología o, en su defecto, la
educación psicologizada. Si la neuroeducación, en efecto, se rige por por
la ética de la educación, esta última debe adaptarse para contemplar al
nuevo proyecto. Por último, se mantienen en pie dos hipótesis: o la neu-
roeducación asume premisas normativas de la psicología o las asume de
una educación a priori psicologizada.
Para los críticos de los saberes psi, entre ellos Mulvale (2016), las
tendencias individualistas de la psicología y su singular capacidad para
producir sujetos acomodados a las exigencias de un sistema, haciendo uso
de la credibilidad de la que goza la ciencia, la convierten en un aparato
ideológico formidable y a los psicólogos, en arquitectos de la preservación
del statu quo. Por tanto, para Rodríguez (2016), la psicología más que una
ciencia o disciplina científica, es “una técnica provista de un discurso que
justifica sus rendimientos al servicio de la sociedad” (p. 106). En tanto aso-
ciada de una manera u otra a la educación y tomando parte en el proceso
de transmisión de cultura, no solo su alcance crece exponencialmente, sino
también su posibilidad de irruir en las industrias culturales.
Paradójicamente, las preocupaciones centrales del proyecto neu-
roeducativo no parecen girar en torno a la educación ni a las neurocien-
cias, sino más bien a aquel terciador tras bambalinas. La neuroeducación
se presentó como la panacea del ámbito educativo, prometiendo romper
con la predominancia hegemónica del discurso psicológico en la educa-
ción y ratificar la cientificidad de la investigación educativa. Mediante
esta nueva disciplina, se esperaba que la educación trascendiese los lí-
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mites teóricos impugnados por la psicología y pueda des-psicologizar la


escuela. No obstante, el consenso en torno a la nueva disciplina no solo
rescata el papel crucial de la psicología en la neuroeducación, sino que lo
destaca como único adherente capaz de posibilitar la interdicción de los
demás componentes. Con base en lo expuesto, el cometido neuroeduca-
tivo tambalea y sus promesas parecen transformarse en amenazas. Lo que
es todavía más preocupante es que la psicología, como plantea De Vos
(2015), es un elemento más que problemático.

De la psicologización a la neurologización:
el renacer de la crítica psi
158 Según Purdy y Morrison (2009), Wittgenstein afirma que toda iniciativa
de mapear la naturaleza exacta del aparato mental está condenada a fallar
ya que pretende aprehender un proceso ulterior supuestamente escon-
dido detrás de manifestaciones visibles, pero en el mejor de los casos,
solo encuentra concomitantes del rasgo buscado. Un ejemplo que cita
Castorina (2016) es que en las neurociencias cognitivas se tiende a con-
fundir conexiones psicológicas con conexiones neurofisiológicas o, mejor
dicho, actividad mental con actividad cerebral. Las técnicas de imageno-
logía cerebral constituyen la garantía de objetividad de la investigación
neurocientífica. En un caso estándar, afirma Clark (2013), se pide a los
participantes que realicen ciertas tareas cognitivas, como leer o escribir,
y se registra la actividad neuronal asociada. Sin embargo, Álvarez (2013)
reconoce que la data, recogida y resumida en factores numéricos, refiere
a una variable física; sin embargo, por muy precisa que esta sea, sigue
siendo insignificante hasta que se añade un marco teórico que le dé sen-
tido. De Vos (2016, p. 9) pregunta “¿qué es un marcador de la actividad
cerebral? ¿Qué es una actividad significativa? ¿Cómo se definen las áreas
del cerebro y sus límites?”.
En palabras de Smeyers (2016), todo lo que es observable son los
correlatos neuronales de la actividad mental, no la actividad mental en sí
misma. De Vos (2015) concuerda en que las neurociencias pueden mos-
trar imágenes mudas de reacciones químicas y eléctricas en el cerebro,
pero por mucho que se tenga por medir, contar y registrar, no hay nada
por saber. Aquello registrado es un conjunto de puntos que solo tienen
sentido cuando se aparean con constructos psicológicos, tales como la
autoestima, depresión o ansiedad. No obstante, estas categorías no son
neutrales, pues contienen presuposiciones normativas condicionadas por
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configuraciones sociohistóricas particulares. Más aún, su veracidad o,


mejor dicho, su aceptación generalizada por parte de la comunidad psi-
cológica depende de su adherencia al marco de referencia predominante
de la época. Incluso los constructos teóricos más estudiados y populares
han sufrido graves transformaciones conceptuales.
Por ejemplo, hasta finales del siglo pasado, los psicólogos experi-
mentales consideraban que los procesos sensoriales simples constituían
la esencia de la inteligencia y los medían haciendo uso de una colección
de instrumentos de bronce, como explica Gregory (2012). Con el adveni-
miento de la psicometría, la inteligencia pasó a ser un conjunto unitario
que agrupa distintas capacidades como el juicio, la comprensión y el ra-
zonamiento. Cada modelo o teoría de la mente, desde la computacional
hasta la conexionista, abogaba por su propia definición de inteligencia y a
su vez, por su propia metodología preferida. Por último, se desarrollarían 159
innumerables teorías entre las que destacan la bifactorial, multifactorial,
triárquica y gardneriana. Si algo prueba este breve tránsito por la historia
de la inteligencia es que la disensión es una constante en la comunidad
psicológica. Arribar a una definición consensual, con este o cualquier
otro constructo psicológico, no es tarea fácil e incluso si se lograse tal
nivel de aquiescencia, solo sería temporal y no absoluto.
El psicólogo contemporáneo presupone que utilizando evaluacio-
nes psicométricas es posible cuantificar fiablemente casi cualquier carac-
terística psicológica de un individuo. Este rasgo subyacente, que aparente-
mente existe sin mediación en la naturaleza, es reificado haciendo un uso
excesivo e indiscriminado de técnicas estadísticas como si aquellas fueran
evidencia fehaciente. De la misma forma, el neurocientífico parte de la
premisa de que sus observaciones, extraídas con sofisticados instrumentos
de imagenología cerebral, son fieles corresponsales de cierta característica
psicológica definitoria, obviando el hecho de que los primeros son indica-
dores fisiológicos y los segundos, constructos hipotéticos. La realidad sub-
jetiva del individuo es reducida a un conjunto de mediciones arbitrarias
cuya relación con el rasgo a estudiar es temporal y, además, convencional.
Las neurociencias cognitivas solo pueden ofrecer conocimiento sobre los
concomitantes neuronales del pensamiento, pero no del pensamiento en
sí. Autores desde Purdy y Morrison (2009) hasta Lowe, Lee y Macvarish
(2015) concuerdan en aquello. De Vos (2016) resume afirmando que es la
investigación neurocientífica la que no puede desembarazarse de su heren-
cia psicológica, pues trabaja con base en conceptos ajenos y es estructural-
mente incapaz de desligarse del paradigma psi.

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Una vez establecida la profunda relación entre psicología y neu-


rociencias, la irrupción de lo neuro en la cultura deja de parecer un fe-
nómeno extraño para la historia. El neurocentrismo, la neurocultura, la
neuromanía y la neurofilia, todos términos que hacen referencia a una
fascinación, obsesión, exaltación y propagación de lo neuro tienen sus
paralelas en la crítica psi pasada y contemporánea. El concepto de psi-
cologismo, como lo planteó Mulvale (2016), ya señalaba grosso modo
la tendencia del discurso y práctica psicológica de extenderse fuera de
los límites de la academia para permear otras áreas de estudio y la coti-
dianidad en sí misma. La psicologización, en cambio refería al proceso
en el que las teorías psicológicas se tornan centrales en nuestras nuevas
tentativas por entendernos a nosotros mismos, a los otros y al mundo,
resultando en un cambio fundamental de la subjetividad moderna, como
160 explica De Vos (2015). Así como las mutaciones teóricas, tecnológicas,
económicas y biopolíticas en décadas pasadas permitieron que la psi-
cología escape los límites del laboratorio e impregne el mundo exterior,
Rose y Abi-Rached (2013) afirman que la coyuntura actual ha abierto sus
puertas a la neuroinvasión.
Por una parte, se podría argumentar que el comportamiento in-
vasivo de lo neuro es análogo al de lo psi. Alternativamente, es posible
repensar lo neuro no como un estadio independiente, sino como una
evolución o extensión del discurso psi. Siguiendo a Mulvale (2016), la
psicología es la ciencia predilecta para aprehender todo lo que el materia-
lismo científico no puede: lo humano, el significado, la moral y el espíri-
tu; pero al abarcar todo lo inherentemente humano, también se torna un
prisma para experimentar la vida. En la actualidad, afirma De Vos (2008),
la psicología es tan prevalente que opera en la invisibilidad, aseverándose
a sí misma como una realidad directa y pura de la cual no parece haber
escape: el hombre posmoderno es el homo psychologicus viviendo en un
habitat a priori psicologizada, este habitat es la ideología, como la de-
finió Althusser (1988), una representación imperceptible de la relación
imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia que
por su condición transhistórica puede variar de contenido, según las for-
maciones sociohistóricas particulares de una época, pero cuya función
permanece inalterable.
El tratamiento de la psicología no como ciencia o técnica, sino
como ideología, abre la posibilidad de comprender su transmudación
histórica. Según Rodríguez (2016), Canguilhem ya había planteado que la
psicología entendida como una ciencia natural eventualmente desembo-
caría en una psicología de las bases neurofisiológicas. Esta predicción iría
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de la mano con la de Cassirer, quien en 1927 afirmó que el psicologismo


no había sido vencido y que, aunque diferente en forma y justificación,
podría reaparecer bajo nuevas apariencias, según investigaciones de Mul-
vale (2016). Por último, cuando Husserl se refirió a la psicología como
una calamidad permanente, Rodríguez (2016) hipotetiza que pudo haber
estado atendiendo a su naturaleza transhistórica. Presentado el caso, no
sería precipitado argumentar que las neurociencias son, de hecho, una
nueva y reconfigurada expresión de los saberes psicológicos, adaptada a
la sociedad contemporánea en su condición de posmoderna, cientificista
e infatuada por las seductoras promesas del tecnocapitalismo.
En este caso, la neuroeducación no es una alternativa a la colo-
nización psi sino una vuelta hacia él, un retorno al discurso psicológico
que ha dominado históricamente la educación. Esta denuncia se encuen-
tra sucintamente expresada en el ingenioso título del artículo de De Vos 161
(2015): Deneurologizing Education? From Psychologisation to Neurologisa-
tion and Back [¿Deneurologizando la educación? De la psicologización a
la neurologización y de vuelta]. Por lo tanto, el psicologismo y la psico-
logización serían más que meros antecedentes conceptuales del neurolo-
gismo y neurologización, sino que serían sus predecesores genealógicos
directos. La implementación de los saberes neurocientíficos en las refor-
mas curriculares escolares no sería una sustitución de un discurso por
otro, sino una actualización. Más aún, la introducción de estrategias de
enseñanza neuroeducativas en las aulas de clase no vendrían a empoderar
al educador, sino a reenactar aquella primera invasión psi de la escuela. La
pregunta fundamental que se plantea De Vos (2015) es: ¿qué cambia en
la educación cuando el discurso psicológico predominante es sustituido
por el neurocientífico? La respuesta aquí propuesta es que lo psi no ha
sido ni va a ser sustituido por lo neuro, pues el último no es más que una
extensión fenoménica del primero. La fachada biologicista, ultrapositiva
y neurológica que acompaña el proyecto neuroeducativo no es más que
eso, un frágil semblante. Más allá de lo formal, el discurso psi se mantiene
tan vigente, vigoroso y hegemónico como nunca.
La etapa de colonización transcurrió sin oponencia de la educación
que, por omisión, ha aceptado la dominancia psi de su espacio epistemológi-
co. Así se conceda el alegato de Gracia (2018), sobre la dependencia de la edu-
cación, o el de De Vos (2016), sobre la pervasividad de la psicología, los efec-
tos de la psico-neuro-logización en la escuela ya son evidentes y hay motivos
para pensar que podrían engravecer. Por ejemplo, si como Solé y Moyano
(2017) afirmamos que el modelo de conocimiento académico e investigativo
de la psicología ya estaba provocando una “asfixia del pensamiento” en el
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Sobre lo “neuro” en la neuroeducación: de la psicologización a la neurologización de la escuela
On the “neuro” in neuroeducation: from psychologization to the neurologization of school

ámbito educativo, marginando “cualquier experiencia singular y práctica de


pensamiento que no se circunscriban a la investigación de laboratorio o a los
excesos de la evaluación estadística” (p. 102), entonces el paradigma neuro-
científico causará una hipoxia. La investigación neurocientífica, por su obse-
sión cuantitativista, no puede distinguir entre elementos cualitativamente di-
símiles ni tampoco admitir variables que no operen, en el sentido numérico,
sobre un quantum del aprendizaje, reduciendo así la intrincada interrelación
de factores escolares a unas pocas mediciones ineficaces.
Para Mulvale (2016), la intromisión de lo neuro también afectaría
las líneas de investigación educativa, trayendo la posibilidad de que los
temas se distancien de su naturaleza social para responder directamente
a aquellas cuestiones que más relevantes al poder institucionalizado. De
Vos (2015) va más allá y se pregunta si la neuroeducación no será el ins-
162 trumento que por fin consiga mercantilizar la escuela. Sobre esto, ya ha
habido, si no ejemplos concretos, varias advertencias que iteran sobre po-
sibles y existentes intervenciones neuroeducativas fraudulentas comer-
cializadas directamente a educadores, como las que presentan Howard-
Jones (2014b) y Jorgensson (2003). En la misma línea, varios críticos han
denunciado la ya existente sobremedicalización de los problemas escola-
res, pero Rose y Abi-Rached (2013) conjeturan que, bajo el paradigma de
la neuroeducación, la industria farmacéutica puede redoblar su influen-
cia en el sistema diagnóstico de los trastornos de aprendizaje y promover,
aún más, el uso de neurofármacos como primera línea de intervención
para problemas conductuales. Estas posibles amenaza no son novedosas,
pues estaban presentes antes de la llegada de lo neuro y esto último solo
las engravece. Así que, frente a la permanencia de lo psi y la inminencia
de lo neuro, la pregunta, antes fundamental y ahora urgente, es: ¿qué debe
cambiar en la educación con vistas a la neuroeducación?
Para Solé y Moyano (2017), la expansión generalizada de la psico-
logía y las neurociencias están, en última instancia, “vaciando la escuela y
otros contextos educativos de su función pedagógica, esto es, el ejercicio
de su responsabilidad en la cadena generacional y la construcción de la
filiación social” (p. 102). Por ello, es clave rescatar a Hurtado y Giral-
do (1992), quienes afirmaban que es menester del educador asumir una
identidad profesional y generar un saber propio, legitimado en su expe-
riencia y práctica, que le permita superar la dependencia intelectual hacia
otras áreas y el anquilosamiento de la propia disciplina. Sin embargo, la
educación no es sola responsabilidad del maestro, sino también de todo
aquel que haga de la educación una ciencia: neurocientíficos, psicólo-
gos, neuroeducadores y especialmente, filósofos de la educación. Debido
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a su condición singular, la tarea de estos últimos es abrir un espacio fuera


de las ideologías desde el cual puedan ser criticadas, por lo tanto, deben
contribuir al imperioso debate sobre los problemas filosóficas que son
generalmente ignorados por aquellos que no están críticamente compro-
metidos a este campo. En este último campo, ya es posible ver el trabajo
de Clark (2013), De Vos (2015) y Mulvale (2016).
Contrario a la propuesta de Solé y Moyano (2017), este artículo
no aboga por un “retorno de la función educativa para hacer frente a ese
discurso y (...) establecer un nuevo contrato pedagógico capaz de superar
el psicologismo” (p. 102). Para Hurtado y Giraldo (1992), la reivindica-
ción de las ciencias educativas no puede hacerse ignorando las valiosas
aportaciones de las otras disciplinas, sino posibilitando su interdicción y
haciéndose un lugar para sí misma. Aunque la interrogante, en algún mo-
mento, fue si la neuroeducación puede funcionar de manera estable bajo 163
todas las contingencias que componen su situación, la respuesta en la
actualidad es clara y contundente: la neuroeducación llegó para quedarse.
Pese a todas las críticas, su influencia en el entorno educativo, la política
pública y la sociedad en general sigue creciendo exponencialmente. Una
vez que se revincule el aprendizaje con la cultura, se reconquisten los es-
pacios educativos y los maestros sean ideológicamente conscientes de su
agencia en el futuro de la escuela, entonces la educación podrá recono-
cerse a sí misma como un saber autónomo y eminentemente integrador
donde confluyen interdidácticamente diversas disciplinas, sin dejarse di-
luir por estas y sin perjuicio de su propia independencia.

Conclusión
Con base en los argumentos previamente discutidos, se puede concluir
que: la neuroeducación ya es un hecho incontrovertible y no una posibi-
lidad contingente; esta no implica la superación del discurso psicológico,
sino su ratificación, ya sea como agente estructural que habilita la cohe-
sión o como herencia irrenunciable de la educación y las neurociencias;
y que no basta con reconocer sus varios logros, sino que hay que asumir
prudentemente su perentoriedad. A este punto, toda iniciativa que per-
siga parar o si quiera refrenar el persistente avance de la neuroeduca-
ción está sentenciada al fracaso. Este es efecto de una compleja trama de
motivaciones sociohistóricas que, como un sistema de engranajes, solo
obedece su propia marcha. El análisis de aquellos motivadores, que datan
de mucho antes de la colonización psi y ameritan un profundo estudio

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Sobre lo “neuro” en la neuroeducación: de la psicologización a la neurologización de la escuela
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transdisciplinar, puede dar sentido a las transformaciones presentes y


atisbar tímidamente posibles escenarios a futuro.
Por lo tanto, es preciso redirigir los esfuerzos de la oponencia infruc-
tuosa al análisis reflexivo, lo que en suma será beneficioso para todas las áreas
involucradas. Esto requiere, por supuesto, cambios sustanciales en la manera
como se ha venido abordando la temática. En primera instancia, se debe partir
enseguida con el excesivo profetismo en cuanto al potencial de la neuroeduca-
ción, empezando con las demasiado ambiciosas y prematuras promesas que
giran alrededor proyecto. La mayoría de estas, como ya menciona la literatura,
son o tan generales que rozan con lo propagandístico o infundadas, por lo que
podrían ser incluso falsas. Después, urge abandonar los modelos simplistas,
como el de la metáfora del puente y la estructura de mediación-traducción,
por unos más realistas que favorezcan una óptica sensata, holística y orgánica.
164 Por último, todo plan de educar en el que no este presente la educación es, en
el mejor de los casos, un desengaño y en el peor, un peligro.
El proyecto de la neuroeducación no debe, aunque pudiese, conti-
nuar hasta que los educadores no estén en la vanguardia, encauzando el
desarrollo de la incipiente disciplina. Esto amerita, además de una sólida
identidad como practicantes de tan histórica y trascendental disciplina,
un sentido de pertenencia de los propios saberes y de la propia praxis.
Por lógica, este paso previo es el único que posibilita la agenciación del
educador en el futuro de la educación, empoderándose de su rumbo. En
última instancia, está en el educador hacerse un lugar propio frente a la
ideología contemporánea que lo amenace, pese a la paradoja que implica
buscar un espacio en aquello que por concepto es ubicuo. Es en este mo-
mento, cuando los esfuerzos parecen vanos frente a la inevitabilidad del
porvenir, que la tarea de criticar haciendo uso de las herramientas filosó-
ficas se convierte en el modo por antonomasia de resistencia.

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Fecha de recepción de documento: 19 de junio de 2018


Fecha de revisión de documento: 20 de agosto de 2018
Fechas de aprobación de documento: 22 de octubre de 2018
Fecha de publicación de documento: 15 de enero de 2019

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