Casa Tomada, de Julio Cortázar

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CASA TOMADA (1969)

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy


que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de
sus materiales), guardaba tos recuerdos de nuestros bisabuelos, el
abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era
una locura, pues en esa casa podían vivir ocho personas sin
estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a
las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas
habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a
mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera
de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar
pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos
para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que
no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor
motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a
comprometemos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada
idea que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos,
era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos
en nuestra casa.
Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con
el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de
su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de
su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres
tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no
hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, mechas para mí, mañanitas y chalecos para
ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento
porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de
algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene
tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que
devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta
por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en
literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la
Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene,
porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho
Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver
está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré
el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas
blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercera; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer
con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses
llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene
solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa
y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el
suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor,
una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes
quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez
Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba
esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros
dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y
el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la
puerta cancel daba al living De manera que uno entraba por el
zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las
puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a
la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la
puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien
se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir
por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño.
Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy
grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre
en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de
roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta
tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso
lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en
el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles
de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da
trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un
momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los
pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin
circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran
las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la
pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada
puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina
cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venia
impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un
ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o
un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde
aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes que
fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo;
felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el
gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con
la bandeja del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del
fondo. Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro? Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir
en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en


reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me
gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos
dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros
de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca.
Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la
abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene
pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con
frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con
tristeza.

—No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado
de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto
que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo,
no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se
acostumbró a ir conmigo a la cocina para ayudarme a preparar el
almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de
noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que
abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora
nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de
comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer.
Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir
a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de
papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho,
cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de
Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de


trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito


de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y
Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no
pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida.
Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que
viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el
cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de
noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar,
toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador,
los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso, todo estaba callado en la casa. De día eran los
rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un
crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble,
creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que
quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz
más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay
demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan
en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando
tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no
molestamos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene
empezaba a soñar en voz alta, me desvelaba en seguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche
siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la
cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio
(ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el
baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó
la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a ni lado sin
decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando
claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina
y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo, casi al
lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice
correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los
ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos, a espaldas
nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán.
Ahora no se oía nada.

—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las


manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo.
Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el
tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté
inútilmente.
—No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en


el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la
noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella
estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve
lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla.
No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera
en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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