El primer sacrificio fue ofrecido por Dios mismo en el Edén para cubrir a Adán y Eva luego de su pecado. Este sacrificio anticipó el plan de salvación de Dios a través de la muerte de un sustituto inocente. Más tarde, Caín y Abel ofrecieron sacrificios a Dios, pero solo la ofrenda de Abel, quien ofreció lo mejor con fe, fue aceptada, enseñándonos que Dios valora más la actitud que el regalo en sí. El sistema de sacrificios establecido por Dios tenía el propósito de mantener
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El primer sacrificio fue ofrecido por Dios mismo en el Edén para cubrir a Adán y Eva luego de su pecado. Este sacrificio anticipó el plan de salvación de Dios a través de la muerte de un sustituto inocente. Más tarde, Caín y Abel ofrecieron sacrificios a Dios, pero solo la ofrenda de Abel, quien ofreció lo mejor con fe, fue aceptada, enseñándonos que Dios valora más la actitud que el regalo en sí. El sistema de sacrificios establecido por Dios tenía el propósito de mantener
El primer sacrificio fue ofrecido por Dios mismo en el Edén para cubrir a Adán y Eva luego de su pecado. Este sacrificio anticipó el plan de salvación de Dios a través de la muerte de un sustituto inocente. Más tarde, Caín y Abel ofrecieron sacrificios a Dios, pero solo la ofrenda de Abel, quien ofreció lo mejor con fe, fue aceptada, enseñándonos que Dios valora más la actitud que el regalo en sí. El sistema de sacrificios establecido por Dios tenía el propósito de mantener
El primer sacrificio fue ofrecido por Dios mismo en el Edén para cubrir a Adán y Eva luego de su pecado. Este sacrificio anticipó el plan de salvación de Dios a través de la muerte de un sustituto inocente. Más tarde, Caín y Abel ofrecieron sacrificios a Dios, pero solo la ofrenda de Abel, quien ofreció lo mejor con fe, fue aceptada, enseñándonos que Dios valora más la actitud que el regalo en sí. El sistema de sacrificios establecido por Dios tenía el propósito de mantener
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Domingo
Abel – El mejor sacrificio
El pecado hizo su entrada triunfal y trajo de la mano a su funesta compañera: la muerte. Al transgredir el mandamiento divino, Adán y Eva tiraron del hilo y su vestido comenzó a deshilacharse. ¿Se quedaría Dios de brazos cruzados? ¿O pondría en acción algún plan que pudiera contrarrestar al pecado y su fuliginosa acompañante? (Juan 5:17). Nuestra insubordinación movilizó todos los dispositivos de emergencia del cielo y suscitó la puesta en marcha del más grande plan, uno que se había trazado desde antes de la fundación del mundo: el plan de salvación Después de aquel sombrío día, el mismo Creador salió en auxilio de Adán y Eva y les «hizo [...] túnicas de pieles y los vistió» (Génesis 3:21). ¿De dónde salió la piel que cubrió la desnudez física y moral de quienes se habían rebelado contra el Señor? Dios mismo tuvo que sacrificar un animal inocente a fin de cubrir a los verdaderos culpables. Esto nos da entender que desde el mismo instante en que el hombre pecó Dios ya tenía un plan de Rescate, representándolo con esas túnicas. Tan pronto el pecado se introdujo en el mundo, Dios estableció un medio para neutralizar los efectos que provocaría sobre nosotros y sobre el planeta. Y ese medio consistió en la implementación de un sistema de sacrificios cuyo inicio se remonta al mismo Edén. El primer sacrificio En Génesis 3:21 nos encontramos cara a cara con el cumplimiento de la sentencia divina de Génesis 2:17. Algunos suponen que la Biblia se contradice a sí misma al anunciar que Adán y Eva morirían tan pronto comieran del fruto prohibido, aunque, sin embargo, comieron y vivieron muchos años más. ¿Por qué no perecieron de inmediato? Sencillamente porque alguien murió en su lugar. El animal cuya piel Dios usó para cubrirlos recibió sobre sí la sentencia de muerte que merecían los nuevos pecadores. Al ver morir a aquella criatura indefensa nuestros primeros padres tenían que comprender que el pecado, en todo el sentido de la palabra, no acarrea más que muerte y dolor. De esa manera, nos dice Elena G. de White, «cada víctima ofrecida en sacrificio [...] le volvía a recordar su pecado» (El conflicto de los siglos, cap. 41, pp. 629, 630). Dios, por su inagotable amor e infinita misericordia, buscó la manera de perdonarlos y al mismo tiempo ejecutar su irrevocable sentencia proveyendo un sustituto que ocupara el lugar del pecador. Tanto Adán como Eva debieron comprender que si alguien no moría en lugar de ellos, no tendrían ni futuro ni esperanza. Ese primer sacrificio tenía el doble propósito de recordarles su pecado y fijar su mirada en la esperanza de un Salvador. Por tanto, aunque la entrada del pecado fue un momento triste, Dios convirtió nuestra tragedia en un momento de esperanza al realizar el primer sacrificio en favor del pecador. En el mismo lugar donde surgió el pecado también se entonó un canto que exaltó la gracia divina. En el Edén no solo hubo transgresión, también hubo perdón y restauración. Paradójico, ¿verdad? Nuestros primeros padres entendieron anticipadamente la declaración paulina: «Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia» (Romanos 5:20). De hecho, la palabra sacrificio deriva del vocablo latino sacrificium (formado por las raíces sacro, sagrado, y facere, hacer), que significa «apartar algo para un uso sagrado». Un sacrificio es algo que hemos apartado para entregarlo a Dios. Usted se preguntará: ¿qué sentido tiene ofrecerle algo al dueño de todo? Quizá la siguiente ilustración nos ayude a entender lo que diremos más adelante: “Un padre tiene tres hijos pequeños. Cuando llegó el día de Navidad le entregó sus respectivos regalos. Como suele suceder, todos tenían regalos menos el dador de los regalos; es decir, ¡el padre! Varias horas más tarde, uno de sus hijos, subió a la habitación y ¡le regaló veinte dólares a su papá! Con toda la inocencia de un niño le dijo: «Papi, este es tu regalo de Navidad». Cuando le preguntó de dónde obtuvo ese dinero, le dijo que lo había ahorrado de lo que le había dado para su merienda en el colegio. ¿Cree usted que el padre lo regañó y le dijo: «Hijo, no me estás dando nada pues ese dinero te lo di yo mismo»? Por supuesto que no. Aunque el regalo era fruto de lo que había recibido de la mano de su padre, para el padre fue un gran obsequio. Pues bien, algo parecido ocurre con lo que hacemos para Dios. Todo lo que podamos sacrificar a Dios es resultado de lo que él nos ha dado, porque él es dueño de todo. Entonces, ¿para qué darle al que lo tiene todo? En su obra La sombra de la cruz, el pastor Stephen N. Haskell expresa esta valiosa y significativa declaración sobre el tema que estamos estudiando aquí: «En ninguno de los tipos el adorador estaba en contacto tan estrecho con el servicio del santuario como en el sacrificio». Por consiguiente, podemos decir que Dios estableció el sistema sacrificial, entre otras cosas, para estar en contacto con nosotros. El principal motivo no es que el Señor reciba algo, sino que profundicemos nuestra relación con él. De esa manera, al presentarle nuestras dádivas podemos manifestar nuestra gratitud al que nos ha dado todo lo que poseemos. Y aunque todo es del Señor, él se siente halagado cuando nosotros apartamos especialmente para él alguna porción de lo mucho que hemos recibido. En Génesis 4 se muestra el primer relato bíblico en que el ser humano se convierte en un oferente ante Dios. La experiencia de Caín y Abel constituye un ejemplo contundente de los efectos que la entrada del pecado provocó sobre nuestro mundo. Alan Hauser declara acertadamente que «el relato de Caín y Abel en Génesis 4:1-16 está relacionado temática, lingüística y estructuralmente con los hechos narrados en Génesis 2 y 3». Los elementos que forman parte de dicha escena constituyen una versión anticipada y resumida del complejo sistema sacrificial que se institucionalizaría en los tiempos de Moisés. «Caín llevó al Señor una ofrenda [minjá] del producto de su cosecha. También Abel llevó al Señor las primeras y mejores crías de sus ovejas. El Señor miró con agrado a Abel y a su ofrenda [minjá] pero no miró así a Caín ni a su ofrenda» (Génesis 4:3-5). Tanto Caín como Abel trajeron su ofrenda, su regalo, al Señor. Abel ofreció «los primogénitos de sus ovejas». Años después Dios regularizaría la acción de Abel y se reservaría para sí todos los primogénitos, «tanto de hombres como de animales» (Números 3:13). Entre los primeros autores cristianos sobresale la explicación de Ambrosio: «Doble fue la culpa de Caín: primera, que ofreció con retraso; segunda, que ofreció de los frutos, no de las primicias». Por la actitud que mostró ese muchacho todo parece indicar que aunque aparentaba obedecer a Dios, «su forma de proceder revelaba un espíritu desafiante». Si bien es cierto que queda a criterio de cada persona decidir qué ofrendará a Dios, Génesis 4 nos enseña que nuestro Creador se reserva el derecho de aceptar o rechazar lo que provenga de nuestras manos. Y es bueno que sepamos que «Dios no quedará satisfecho sino con lo mejor que podamos ofrecerle» (Patriarcas y profetas, cap. 30, p. 321). Ello nos lleva a sugerir que en primera instancia la ofrenda de Caín no recibió el agrado divino, no porque fuera mala en sí misma, sino porque no era lo mejor que Caín podía ofrecerle. Él trajo su ofrenda al altar, pero ello no erradicó la actitud egoísta que la manchaba y creyó qué cumplir la ceremonia externa ya lo hacía merecedor de la aceptación divina. Por eso su actitud es un reflejo exacto de quienes pretenden obtener la salvación no por fe, sino por obras. A propósito de esto Elena G. de White declaró: «El esfuerzo que el hombre pueda hacer con su propia fuerza para obtener la salvación está representado por la ofrenda de Caín. Todo lo que el hombre pueda hacer sin Cristo está contaminado con egoísmo y pecado» (Mensajes selectos, tomo 1, cap. 56, p. 426). En cambio, Abel, que ofreció los primogénitos de sus ovejas, no solo dio al Señor sus mejores presentes, sino que además los adornó con un elemento que es vital a la hora de ofrecer un sacrificio a Dios: la fe. El libro de Hebreos nos dice que «por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín» (Hebreos 11:4). La fe constituye el factor esencial que nos impulsa a realizar una entrega completa a Dios tanto de lo que tenemos como de lo que somos. A través de sus dones Abel puso de manifiesto su confianza en la venida del verdadero Cordero de Dios, Jesucristo (Juan 1:29). En otro sentido, al ofrecer sus mejores animales en sacrificio al Señor, Abel demostró conocer un principio clave del sistema sacrificial: «Sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebreos 9:22). Llama mucho la atención que el texto haga mención al hecho de que Dios primero miró a Abel y luego a su ofrenda: «Miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda» (Génesis 4:4) Él primero acepta a la persona, y luego el don que ella ofrece; porque es la actitud del individuo lo que le añade valor a su sacrificio, no el precio de lo que sacrifique. Por eso Jesús consideró de mayor valor la pequeña ofrenda de la viuda, y menospreció las grandes cantidades que ofrendaban los ricos (Lucas 21:1-4). Elena G. de White confirma que «una luz procedente del cielo consumió la ofrenda de Abel» (Historia de la redención, cap. 6, p. 55). ¿Por qué Dios consumió la de Abel y no la de Caín? La sierva de Dios nos ofrece la respuesta: «Lo que se efectúa mediante la fe es aceptable ante Dios. El alma hace progresos cuando procuramos ganar el cielo mediante los méritos de Cristo» (Mensajes selectos, cap. 56, p. 426). Eso fue lo que hizo Abel, y es lo que debemos hacer nosotros. Por eso a los imitadores de Caín, Dios le diría por medio del profeta: «Porque misericordia quiero, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocausto» (Oseas 6:6) y «Mejor es obedecer que sacrificar; prestar atención mejor es que la grasa de los carneros» (1 Samuel 15: 22). A Jesús le encantaba comparar a sus seguidores con las ovejas. En cierta ocasión dijo: «Mis ovejas oyen mi voz [...], y me siguen» (Juan 10:27). ¿Adónde nos lleva seguir a Jesús? «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lucas 9:23). Las ovejas que van tras las huellas de Cristo tienen el mismo destino que su maestro: la cruz. Dios espera que seamos ovejas que estén listas para ser ofrecidas en su altar. A ello se refirió Pablo cuando dijo: «Por lo tanto, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro verdadero culto» (Romanos 12:1). Nuestro sacrificio, entonces, no es más que nuestra respuesta al llamamiento de amor que hemos recibido de parte de Cristo. El hecho de que sea un sacrificio vivo marca un contraste con los animales que se presentaban muertos en el altar del santuario. Dios quiere nuestra vida, no nuestra muerte. La ofrenda no es algo que le damos a Dios: ¡nosotros somos la ofrenda! Una entrega completa y total, sin ningún tipo de reparos, es el mayor regalo que podemos presentar ante el altar del cielo. El profeta Miqueas se preguntó: « ¿Con qué me presentaré ante Jehová y adoraré al Dios Altísimo ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? Hombre, él te ha declarado lo que es bueno, Lo que pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, amar misericordia y humillarte ante tu Dios» (Miqueas 6: 6-8). Si ponemos en práctica la recomendación del profeta, seremos un sacrificio vivo y agradable. Esa es la adoración más agradable a la vista de nuestro Salvador.