El Himno Nacional Mexicano

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EL HIMNO NACIONAL MEXICANO

Conmemoramos ciento cincuenta años de que el Himno Nacional fuera cantado por primera
vez, en el Teatro Santa Anna, el jefe del Estado y para conmemorar un aniversario más de
la Independencia. Era el 15 de septiembre de 1854. Un año antes, el 12 de noviembre de
1853, Don Miguel Lerdo de Tejada, el real animador del proyecto, a la sazón Oficial Mayor
del Ministerio de Fomento, Colonización, Industria y Comercio había firmado en el Diario
Oficial la convocatoria siguiente:

“Deseando el señor Presidente que haya un canto verdaderamente patriótico que adoptado
por el Supremo Gobierno sea constantemente el Himno Nacional, ha tenido a bien acordar
que, por este Ministerio, se convoque a un certamen ofreciendo un premio, según su mérito,
a la mejor composición poética que sirva al objeto y que ha de ser calificada por una junta
de literatos nombrada para este caso. En consecuencia, todos los que aspiren a tal premio
remitirán sus composiciones a este Ministerio en el término de veinte días contados desde
la primera publicación de esta convocatoria, debiendo ser aquéllas anónimas pero con un
epígrafe que corresponda a un pliego cerrado con el que se ha de acompañar y en el que
constará el nombre de su autor... Otro premio se destina, en los mismos términos, a la
composición musical para dicho Himno extendiéndose, en consecuencia, esta convocatoria
a los profesores de este arte y advirtiéndose que el término para éstos es de un mes después
del día en que se publique oficialmente cuál haya sido la adoptada para que a ella se arregle
la música”.

Miguel Lerdo de Tejada, quien sería el autor de la Ley de Desamortización de Fincas


rústicas y urbanas cuando era Ministro de Hacienda del presidente Benito Juárez, había
viajado con la Comisión que en 1853 visitó Cartagena para llamar a Antonio López de
Santa Anna a retomar el poder en México. Era necesario un hombre carismático para sacar
al país del marasmo en el que se encontraba y Lerdo, seguramente, consideró que era
posible controlar al Caudillo. Este, mordido por un afán insano de poder, era igualmente
sensible a las mujeres y al juego; no era, por tanto, insensato considerar que se le podía
controlar. De cualquier manera, los hombres de aquella Comisión apostaron y perdieron
movidos por los catastróficos hechos recientes:

1. En 1845, Texas había sido anexado por los Estados Unidos;


2. En 1846 se inicia la guerra México-Estados Unidos y en 1847 entran los
norteamericanos en la Ciudad de México;
3. El 2 de febrero de 1848, mediante el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, el país es
despojado por quince millones de pesos de Nuevo México y la Alta California;

Quién le iba a decir a los hombres que pusieron a Santa Anna en el poder, en la que sería su
última vez en la Presidencia, que faltaba aun la venta del sur de Arizona. Nunca pudo
haberlo supuesto don Miguel Lerdo de Tejada, de quien don Luis González ha escrito que
era poseedor de un raciocinio de acero y de quien da constancia, además, el eximio
historiador de que era inclinado al estudio de la Historia y la Economía. Pero Santa Anna
era, en efecto, el Seductor de la Patria y lo que Lerdo tenía en mente era la necesidad de
ilusión, de inspiración, de reencuentro con el sentido ético en la mayoría de los mexicanos.
La búsqueda de un himno para México significaba encontrar un vínculo que de modo
inmediato uniera a los mexicanos en torno a un valor que los trascendiera a cada uno, como
en el plano religioso y más allá de particularidades regionales o étnicas lo lograra
Tonantzin-Guadalupe. Y no estaba de más pues, a diferencia de la simbología religiosa,
ésta, nueva y laica, debía mover a la acción, criticar desde la raíz todo quietismo, por tanto,
el sentido fatal de la resignación.

Ahora bien, los himnos nacionales han sucedido a la constelación de valores religiosos
concretados en música y fiestas de guardar. El hecho había tenido como momento de
iniciación la Revolución Francesa. Esta no sólo es la madre de todas las revoluciones
modernas, la que llevaba en embrión a las que pretendieron trascender el dominio de la
burguesía triunfante y que fue imitada aun en sus manifestaciones exteriores y rituales, sino
que con ella había nacido la canción contestataria. Con razón el compositor del mediodía
francés, Gilbert Bécaud declaró en una entrevista periodística, que no le interesaban las
canciones de protesta pues todas estaban contenidas en La Marsellesa, que no fue, empero,
la única de las canciones que prendieron en el pueblo francés en aquellos años turbulentos,
pero sí la más popular en cuanto que inflamaba los corazones en un ardor guerrero y
reivindicativo tanto como provocaba el odio en hombres y mujeres del Antiguo Régimen.
Junto con La Marsellesa, entre otros himnos, el pueblo francés vibró con los acordes y los
versos del Caira y de La Carmagnole. El nacionalismo a ultranza, la lucha de clases y la
necesidad de venganza se dan cita en esas obras así como el gozo de la eclosión del
sentimiento libertario y de los ideales de igualdad pero, sobre todo, de fraternidad entre los
oprimidos. La Marsellesa influyó a todos los himnos latinoamericanos que tenían como
antecedente aquel himno de Riego que unió a los españoles, primero, contra los
usurpadores franceses y su revolución globalizadora, después, contra el absolutismo
monárquico en su afán libertario y republicano. Y no hay que olvidar que fue la invasión
napoleónica a España la que disparó lo que era inevitable: el movimiento de los territorios
americanos hacia la independencia.

Pues bien, el himno, nuestro himno, que también fue una elección popular, pues el pueblo
había rechazado los que antes se le habían querido imponer, tiene una característica que lo
distingue de todos los que nacieron de la Revolución Francesa, y es que antepone la paz a la
guerra; que rechaza las guerras fratricidas y es, por momentos, como una plegaria para que
los mexicanos respeten y antepongan todo lo que los une por sobre lo que pueda separarlos.
Como si eso no fuera ya mucho, el himno, nuestro himno, tiene una doble y venerable
procedencia: el poeta Francisco González Bocanegra lo escribió enamorado, empujado por
Elisa, su joven esposa, a saber, Guadalupe González del Pino Villalpando, quien, incluso,
lo encierra en un estudio para que se concentre, para que vivan menos apretados, porque
cree en él que era, para los demás, si acaso lo conocían, un poeta sólo discreto: En lo que
toca a la música, Jaime Nunó la había intitulado Dios y Libertad, de modo que ese
sentimiento dominante en la época, el deslumbramiento por la libertad, es decir, por la
autodeterminación, tiene para Nunó un origen divino. Me explico:

El Himno Nacional mexicano es la obra de dos excelentes personas que gracias a sendos
jurados probos, vieron coronados sus esfuerzos y no se dejaron contaminar por presiones,
que las hubo y que fueron muchas. Esas presiones que son inevitables ahí cuando se juega
una buena cantidad de dinero y mucho prestigio en caso de salir triunfador.
Esto, por cierto, ya lo observó Don Quijote cuando Cervantes pone en boca suya que en las
justas poéticas hay que atender al segundo premio y aun al tercero, si lo hubiere, por
encima del primero que es, siempre, producto de razones extra-literarias. De más está decir
que el jurado que premió a González Bocanegra fue presidido por José Joaquín Pesado, el
autor de un poemario magistral, Las aztecas, y de dos novelas ejemplares que han resistido
el paso del tiempo: El inquisidor de México y El amor frustrado. En cuanto al que otorgó la
distinción a Jaime Nunó tuvo que arriesgar, ¡y mucho!, puesto que compitieron los músicos
más prominentes del tiempo, algunos de ellos frustrados autores de himnos nacionales que
miembros del gobierno quisieron imponer y que no entusiasmaron a los mexicanos a
quienes aquellas obras, en general no desdeñables, entraron por un oído y, en breve,
salieron por el otro. Sin ir más lejos, la música de Nunó se impuso a los jurados y al pueblo
que desde su estreno lo cantó haciéndolo suyo desde aquella primera audición colectiva un
15 de septiembre de 1854. Y la música de Nunó, por cierto, venció al hombre más poderoso
en los espectáculos musicales nacionales, el señor Bottessini y otros casi tan influyentes
como él, a saber, los maestros Luna, Canchola, Mier y Rul, Cataño, los hermanos Pérez de
León.

He dicho que nuestro himno procede de dos excelentes personas, y diré más: dos personas
que no sólo cultivaron los sentimientos más nobles, sino que ganaron el sustento con su
trabajo y que dieron ejemplo de esa justa medianía en lo económico a la que haría
referencia Benito Juárez. Si experimentamos un profundo agradecimiento cuando
escuchamos y, acaso, cuando cantamos nuestro himno es que éste, en la perfecta
conjunción de letra y música comunica, precisamente, eso: un agradecimiento sin reservas a
la vida.

En efecto: Francisco González Bocanegra era hijo de un andaluz, militar del ejército
español avecindado en San Luis Potosí, ciudad donde nació el poeta. Su esposa, mexicana,
lo libraba de la ley de expulsión de los españoles del 20 de marzo de 1829. Pero él,
considerando tal decreto injusto, como en esencia lo era, no se quiso someter y se fue con
su familia a España. Cuando en 1836 reconoce el gobierno español la independencia de
México, la familia regresa a San Luis reconociendo, implícitamente, que San Luis era su
hogar y México su patria. He ahí algo que suele dejar en los hijos una huella indeleble que
es la fidelidad a la verdad por sobre las propias conveniencias, el no someterse a lo que se
considera injusto. Y así sucedió con González Bocanegra quien fue, a lo largo de su vida, lo
que hoy llamaríamos un servidor público de carrera que, liberal moderado, sirvió en
gobiernos distintos con probidad y celo. Así lo hizo durante los gobiernos de Santa Anna,
de Juárez y, también, de Miramón cuando se le nombró director del Diario Oficial, es decir,
un cargo de carácter técnico. Pero eran los tiempos del recelo, y él, que en el himno había
advertido:

“mas si osare un extraño enemigo


Profanar con su planta tu suelo,
Piensa, ¡oh, Patria querida!, que el Cielo
Un soldado en cada hijo te dio”,

Él, que lo había escrito, tiene ahora miedo; miedo y un poco de vergüenza, acaso lo oprime
un sentimiento de rebeldía. Lo podemos imaginar en su desazón decirse una y otra vez que,
aunque liberal, tanto liberales como conservadores eran mexicanos, si nos apuramos un
poco, tan católicos los unos como los otros –hasta un anticlerical y agnóstico como
Altamirano escribió una novela de radical fondo cristiano, Navidad en las montañas-, que
el general Miramón había sido un niño héroe, y el general Tomás Mejía, indígena puro con
un historial en el ejército que no podía sino suscitar admiración. Es posible sí, tanto como
seguramente le repugnaba lo que era una traición al ideal republicano. Pero él era un
burócrata, un hombre medido de recursos que tenía que velar por su familia, que con el
mismo celo estaría dispuesto a servir a don Benito, como ya lo había hecho, llevando a
buen recaudo su tarea rutinaria. Sí, era un pequeño burgués que cumplía su deber de
ganarse el sustento con su trabajo y de velar por su familia que, después de todo, no hacía
daño a nadie. ¡Con qué facilidad, pienso, los ambiciosos de poder, de prestigio y de
popularidad condenan a las pequeñas personas que hacen bien su trabajo y sólo aspiran a
vivir en paz! El himno, por su parte, refleja, auténticamente, los anhelos íntimos de
González Bocanegra una y otra vez:

“Ciña, ¡oh, Patria!, tus sienes de oliva,


De la Paz el arcángel divino,
Que en el Cielo tu eterno destino,
Por el dedo de Dios se escribió”.

En otra de las estrofas, sus miedos más ciertos aparecen:

“Ya no más de tus hijos la sangre,


Se derrame en contienda de hermanos;
Sólo encuentra el acero en sus manos
Quien tu nombre sagrado insultó”.

El amor que experimentó por Elisa, su esposa y la única mujer que le acompañó a lo largo
del camino, que lo hiciera exclamar en su agonía las que fueron sus últimas palabras:
“Elisa, Elisa, ¡cuánto te he querido”, está presente en una de las más entrañables estrofas
del canto nacional:

“Vuelve, altivo, a los patrios hogares.


El guerrero a cantar su victoria,
Ostentando las palmas de gloria
Que supiera en la lid conquistar.
Tornáranse sus lauros sangrientos,
En guirnaldas de mirtos y rosas,
Que el amor de las hijas y esposas,
También sabe a los bravos premiar”.

No hay otro himno en la historia que privilegie el hogar y la paz sobre la aventura y la
guerra, que esté tan despojado del rencor, que humille de tal manera la soberbia, la
prepotencia, la crueldad sin mengua alguna del sentimiento sagrado de la defensa a ultranza
del honor nacional.
Francisco González Bocanegra, sin embargo, vivió, desde que se desató con furia la
violencia entre unos y otros mexicanos en los años previos al Imperio lleno de miedo,
escondiéndose, apareciendo cada vez que podía ante su Elisa. Veía la multiplicación de
acusaciones y de asesinatos a mansalva, el renacimiento del odio entre hermanos, la
suspicacia enseñorearse de la sociedad, los horrores de una nueva guerra civil. Así, viendo
a su Elisa sólo en las noches, entrando en su casa como ladrón furtivo, lo sorprendió la
muerte el 11 de abril de 1861.

No tuvo el consuelo de escuchar o, al menos enterarse de las palabras de Benito Juárez en


Monterrey en el año de 1864: “Ni una sola nota, ni una sola palabra se quite al Himno
Nacional”. Este, expurgadas dos estrofas por el reconocimiento implícito que contenían de
Santa Anna una y de Iturbide otra –discretísimos reconocimientos, por cierto querían ahora
los aduladores de siempre hacerlo de Juárez, que andaba de itinerante en su lucha contra el
Imperio. Pero Juárez, tan honesto como irritable con los cortesanos, dejó para siempre el
Himno como se cantó desde los inicios de la gesta liberal.

(En este punto, es bueno recordar que el tiempo y el gusto popular privilegió 4 de las 10
estrofas compuestas por González Bocanegra intercalando cuatro veces el coro del inicio,
“Mexicanos al grito de guerra/el acero aprestad y el bridón/ y retiemble en sus centros la
tierra/al sonoro rugir del cañón”. Finalmente, y durante el gobierno del general Manuel
Avila Camacho, un 4 de mayo de 1943 se declaró ese formato como el oficial).

Ahora bien, ¿se hubiera sostenido el poema patrio de González Bocanegra sin la
musicalización de Jaime Nunó? Difícilmente. La composición de Nunó tiene el duende, esa
aura misteriosa que aquello donde prende queda, ipso facto, inmortalizado de manera que
no se olvida jamás. Perfecta conjunción de ritmo y melodía, de marcha guerrera y de
lirismo amoroso en esa tradición de los músicos provenzales. Porque Jaime Nunó era un
catalán del Pirineo, y desde los remotos tiempos medievales los cantos de los trovadores de
Provenza llenaron de delicadas melodías toda la Europa latina. Pero Nunó, que hermanaría
su música con los versos de González Bocanegra, vivió una vida paralela a la de éste, sólo
que mucho más larga pues moriría hasta el año de 1908 en la ciudad norteamericana de
Búfalo, donde trabajaba, donde había nacido su esposa y nacieron sus hijos. Él fue,
también, una persona cuya existencia estaba regida por la ética. No la falsa ética del fariseo,
del beato, de los hombres de mala fe. Su ética era la que suele darse naturalmente,
espontáneamente en las personas que se han sentido amadas y que luego han amado: que
tienen un día, como cualquiera, que confirmar esa vía o pasar sobre ella y negarla. Y Nunó
fue alguien que confirmó como adulto lo vivido desde la infancia. Para mantener a la
familia con la muerte del padre, tuvo que dejar el terruño y marchar a Barcelona como más
tarde dejar Cataluña rumbo a lo desconocido al igual que tantos otros en la España
decadente y pobre de aquellos años. En su caso, y puesto que nunca dejó de estudiar
música, de ejercer como músico, obedeciendo a un destino –como se decía entonces-, o sea,
a un puesto oficial que lo destinaba a Cuba como director de la Banda del Regimiento de la
Reina. De cualquier modo, por aquello de que lo que Naturaleza no da, Salamanca no lo
presta, el hecho es que Nunó no podía ser sino músico, que a base del mucho trabajar y el
poco dormir había conseguido apoyos para estudiar en Italia con el maestro Mercadante,
compositor de óperas olvidadas, de algunos nada despreciables conciertos para flauta y
orquesta y un notable pedagogo, y que al regresar a España destaca y es, por ello mismo,
premiado con el destino referido. Y si le duele dejar España, para él, hombre de bien,
primero es el deber y después la devoción, así el pesado deber de emigrar al trópico es
recompensado por la actividad que iba a desempeñar. A partir de ahí, el azar, la buena
estrella, acaso la Providencia, acabaría para fijarlo para siempre en la historia ya que de no
ser por el Himno Nacional mexicano nada hubiera quedado de su obra, como si esta
composición revelara a los demás, quizás también a sí mismo, su obra. En realidad fue un
profesor notable, tan riguroso como amoroso y excelente director de bandas: gran memoria,
un oído privilegiado que le permitía captar el más mínimo desafinado, un buen
administrador. Como González Bocanegra fue Nunó, en lo suyo, un servidor civil ejemplar.

Y hete aquí que en La Habana toca para Santa Anna, que se encontraba de visita, de paso
de Turbaco, para regresar a México y asumir el liderazgo por última vez. Santa Anna se
emociona, hace amistad con el músico y, dadivoso, lo invita a México ofreciéndole un
puesto. Seguramente Jaime Nunó experimentó una irresistible simpatía por el general,
seguramente también era la oportunidad de escapar del calor bochornoso del trópico que a
un hombre del Pirineo debía resultar penoso, sobre todo si se trata de alguien con una
sensibilidad a la que le iba más el carácter de los hombres del altiplano: discreto y
reservado. Y en México, en efecto, Jaime Nunó, desde que llega se hallará, se sentirá a
sabor. Hombre que cultivaba la soledad, en México multiplica sus amistades y repara en
que su tentación de regresar a España va, poco a poco, desapareciendo. Para su buena
fortuna conoce y hace una amistad profunda con un paisano suyo, el guitarrista Narciso
Bassols, que había decidido echar raíces en esta tierra y cuyos conciertos gozaban de
popularidad. El caso es que gana el concurso y logra que esa música que llevaba dentro, esa
música en la que se ha plasmado a sí mismo, se convierta en el Himno Nacional de un país
al que acababa de llegar y que siente, empero, que conoce, que adivina, como se conoce de
primera intención lo que habrá de buscarse durante toda una vida. Sólo que... Jaime Nunó
era un hombre de lealtades. Santa Anna ha caído en desgracia, ha huido y es un apestado.
Nadie le defiende como nadie honrado lo hubiera hecho. Pero Nunó sabe que fue el general
quien lo trajo a México, quien le dio ocupación en México. Sin que nadie se lo pida, Nunó
renuncia a su puesto y sin esperar respuesta, sabiendo que su popularidad podría arreglar
todo, se marcha en el más completo anonimato de regreso a La Habana. Como ha escrito
Cid y Mulet, “Jaime Nunó sale para La Habana dejando en México el fruto máximo de su
inspiración”. Su corazón y su nombre quedaban, para siempre, vinculados con México.

En La Habana, Nunó no tiene dificultad en emplearse pero al cabo de pocos años le ofrecen
un contrato para tocar en Nueva York. Inician años de giras como director de orquesta
aunque su residencia sigue siendo La Habana. En una de esas giras recaba, lleno de ilusión,
escriben, en México. Ahora, en la corte de Carlota y de Maximiliano no se haya, escriben,
que el ambiente versallesco que ha impregnado a Chapultepec, simplemente, no le va,
dicen. Y Nunó regresa no a Cuba, sino a la ciudad de Búfalo, esa fría villa del norte del
Estado de Nueva York, donde le han ofrecido apoyarlo en el sueño de muchos años atrás:
crear una academia. Lo hace y será el resto de su vida lo que nunca había dejado de ser: un
formador de músicos. En Búfalo se enamora de una joven, Catherine Remington, con la
que se casa.
Búfalo es, desde ese momento, su casa. Pasan muchos años y en 1876 regresa a España
donde reencuentra a sus hermanos después de haber pasado 25 años fuera. Pero él ya no es
de allí y vuelve a Búfalo.

Ese hombre ya no sale de su casa ni de su academia. Vive para enseñar, para su mujer, para
los dos hijos que han procreado. Ese hombre, sin embargo, necesita volver a México. Es el
único viaje que le ilusiona pero, como González Bocanegra, su hogar es su patria y no se
moverá si no es por obra del azar... o de la Providencia, como aquel hombre religioso
prefería decir. Y el azar, o la Providencia o la buena estrella se hacen presentes cuando
Nunó ha cumplido 77 años.

En un restaurante lo reconoce un militar mexicano, el capitán Hernández Covarrubias,


quien se encuentra en Búfalo junto con una misión oficial de mexicanos. Todos,
emocionados, le prometen a Nunó que se le hará un homenaje en México.

Jaime Nunó regresará a nuestro país, a la sazón gobernado por el general Porfirio Díaz. Los
homenajes serán numerosos, pero, para él, lo más importante ha sido escuchar en todas
aquellas celebraciones su música, esa música que es su yo más íntimo y entrañable pero,
también, hombre como es de compromisos concretos, el reencuentro con su amigo de
aquellos años lejanos, Narciso Bassols, catalán y mexicano. Cuando regresa de México le
confía a su mujer que tiene que regresar con ella y los muchachos a México, que lo
comprenda. Ella lo apoya y él moverá durante muchos años cielo y tierra para que le den
aquí un trabajo. No desea otra cosa: él es y ha sido una persona que no ha pedido limosna,
que como Antonio Machado con su dinero paga el traje que lo cubre y la mansión que
habita. Pero en México, tristemente, si te vi no me acuerdo, y Nunó morirá en los Estados
Unidos un 18 de julio de 1908. Hoy sus restos reposan junto con los de González
Bocanegra en el Panteón de las personas ilustres. Menos mal.

En conclusión: el Himno Nacional de México transmite una acción de gracias sin asideras y
en ello reside el carácter que lo distingue de cualquier otro. No podía ser de otra manera por
ser el producto de hombres que veían el bosque sin desdeñar los árboles, que amaron y se
comprometieron con seres concretos a partir de los cuales se abrieron y se dieron en
amistad a los demás. Hombres, en fin, para quienes la guerra no estaba sustentada en el
odio partidario y que sólo tenía sentido si por ella se conquistaban la justicia, la libertad y la
paz.

Por eso ese himno, sólo marcial en una lectura superficial, es un verdadero himno a la
alegría, y la alegría sólo brota de aquel que está libre del resentimiento y de la envidia, que
ha sido coherente consigo y los valores que sirve a lo largo de su vida. En esto consiste su
grandeza, nada más y nada menos. El pueblo, que no pierde el buen sentido, lo hizo suyo y
lo ha reiterado una y otra vez como suyo desde hace ya 150 años y sigue riendo la
primavera al paso alegre de la paz.

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