Circulo Del Crimen 09 - Un Crimen en Holanda - Georges Simenon
Circulo Del Crimen 09 - Un Crimen en Holanda - Georges Simenon
Circulo Del Crimen 09 - Un Crimen en Holanda - Georges Simenon
21.08.12
Título original: Un crime en Hollande
Georges Simenon, 1931.
Traducción: Joaquín Jordá
La joven de la vaca
Cuando, una tarde de mayo, Maigret llegó a Delfzijl, tenía apenas algunas
nociones elementales sobre el caso que lo llamaba a esta pequeña ciudad
situada en el extremo norte de Holanda.
Un tal Jean Duclos, profesor de la Universidad de Nancy, realizaba una
gira de conferencias por los países del norte de Europa. En Delfzijl, se alojó
en casa de un profesor de la Escuela Naval, el señor Popinga. Sin embargo, el
señor Popinga había sido asesinado y, si bien no acusaban formalmente al
profesor francés, le rogaron que no abandonara la ciudad y se mantuviera a
disposición de las autoridades neerlandesas.
Eso era todo, o casi todo. Jean Duclos había avisado a la Universidad de
Nancy, la cual, a su vez, había conseguido que un miembro de la Policía
Judicial fuera enviado a Delfzijl.
La misión fue encargada a Maigret. Misión más oficiosa que oficial, y
que él había hecho aún menos oficial al no avisar a sus colegas holandeses de
su llegada.
Jean Duclos le había enviado un informe bastante confuso, seguido de
una lista con los nombres de las personas más o menos mezcladas en la
historia.
Y fue esa lista la que consultó poco antes de llegar a la estación de
Delfzijl:
Conrad Popinga (la víctima): cuarenta y dos años, antiguo capitán de la Marina,
profesor de la Escuela Naval de Delfzijl. Casado. Sin hijos. Hablaba correctamente el
inglés y el alemán, y bastante bien el francés.
Liesbeth Popinga: su esposa, hija del director de un instituto de Amsterdam. Muy
culta. Conocimiento profundo del francés.
Any van Elst: hermana pequeña de Liesbeth Popinga. Pasaba unas semanas en Delfzijl.
Había leído recientemente su tesis de doctorado en derecho. Veinticinco años. Entiende un
poco el francés, pero lo habla mal.
Familia Wienands: habita la casa vecina de los Popinga. Cari Wienands es profesor de
matemáticas en la Escuela Naval. Casado y con dos hijos. Ningún conocimiento del
francés.
Beetje Liewens: dieciocho años, hija de un granjero especializado en la exportación de
vacas de pura raza. Dos estancias en París. Francés perfecto.
Mi pequeña Beetje:
Es mejor que no pases esta noche, porque el director viene a casa a
tomar una taza de té.
Hasta mañana. Besos.
Miró a su alrededor con aire de tranquilo desafío. Tomó otra hoja y leyó
lentamente:
Maigret pareció decir que ya bastaba, pero la señora Popinga tomó otra
carta.
—Creo que ésta es la última que escribió:
Mi querida Beetje:
¡Es imposible! Te suplico que seas sensata. Sabes perfectamente que no
tengo dinero y, además, necesitaría mucho tiempo para encontrar una
posición en el extranjero.
Tienes que ser más prudente y no ponerte nerviosa. ¡Y, sobre todo, debes
tener confianza!
¡No temas nada! Si ocurriera lo que temes, yo cumpliría con mi deber.
Estoy nervioso porque en este momento tengo mucho trabajo y cuando
pienso en ti trabajo mal. El director me hizo ayer comentarios críticos. Me
sentí muy triste.
Intentaré salir mañana por la noche diciendo que voy a ver un barco
noruego en el puerto.
Te abrazo, pequeña Beetje.
La señora Popinga los miró a los tres, uno tras otro, cansada, con los ojos
turbados. Su mano se acercó al otro montón, el que ella había traído, y el
granjero se estremeció. Tomó una carta al azar.
Querido y amado Conrad:
Una buena noticia: con motivo de mi cumpleaños, papá ha ingresado mil
florines más en mi cuenta bancaria. Es suficiente para ir a América, porque
he mirado en el periódico la tarifa de los barcos. ¡Y podemos viajar en
tercera clase!
Pero ¿por qué no tienes más prisa? Yo ya no vivo. Holanda me ahoga. Y
parece que la gente de Delfzijl me mira con reprobación.
Sin embargo, me siento muy feliz y orgullosa de pertenecer a un hombre
como tú.
Es absolutamente necesario que nos vayamos antes de las vacaciones,
porque papá quiere que vaya a pasar un mes en Suiza y yo no quiero. Si
ocurriera esto, tendríamos que aplazar nuestro proyecto hasta el invierno.
He comprado unos libros de inglés. Ya me sé muchas frases.
¡Rápido! ¡Rápido! Los dos nos daremos la gran vida, ¿verdad? Ya no
hay por qué seguir aquí. ¡Sobre todo ahora! Creo que la señora Popinga me
pone mala cara. Y sigo teniendo miedo de Cornelius, que me hace la corte y
al que no consigo desalentar. Es un buen chico, bien educado, pero ¡es tan
tonto!
Además, no es un hombre, Conrad, un hombre como tú, que ha viajado
por todas partes, que lo sabe todo…
¿Recuerdas, hace un año, cuando yo me tropezaba contigo y tú ni
siquiera me mirabas?
¡Y ahora puede que vaya a tener un hijo tuyo! En cualquier caso, ¡podría
tenerlo!
Pero ¿por qué eres tan frío? ¿Me quieres menos?
… y acabo por creer que quieres más a tu mujer que a mí, acabo por
sentirme celosa de ella, por detestarla. ¿Por qué, si no, te niegas ahora a
partir?
Ella intentó sonreírle, como las otras veces, pero su sonrisa carecía de
entusiasmo. Se la notaba nerviosa. Después de llegar Maigret, seguía
observando la calle como si temiera ver aparecer a alguien.
—Hace cerca de media hora que lo espero.
—¿Quiere entrar?
—En el café no, ¿entiende?
En el pasillo, el comisario titubeó un momento. Tampoco podía recibirla
en su habitación, así que empujó la puerta de la sala de baile, amplia y vacía;
allí las voces resonaron como en un templo.
A la luz del día, la sala tenía un aspecto apagado y polvoriento. El piano
estaba abierto. Había una caja enorme en un rincón y sillas amontonadas
hasta el techo.
Detrás, unas guirnaldas de papel que debieron de servir para un baile de
sociedad.
Beetje conservaba su aspecto saludable. Llevaba un traje chaqueta azul, y
su pecho, debajo de una blusa de seda blanca, era más provocativo que
nunca.
—¿Ha conseguido salir de su casa?
Ella no contestó al momento. Evidentemente, tenía muchas cosas que
contar, pero no sabía por dónde empezar.
—Me he escapado —manifestó al fin—. Ya no podía seguir. ¡Tenía
miedo! La sirvienta vino a decirme que mi padre estaba furioso, que era
capaz de matarme. Ya me había encerrado en mi habitación, sin decirme
nada, porque jamás habla cuando se pone furioso. La otra noche regresamos
sin decirnos palabra, y cerró la puerta de mi habitación con llave. Esta tarde,
la sirvienta me habló por la cerradura. Parece que este mediodía volvió
palidísimo; después de almorzar, paseó a grandes zancadas alrededor de la
granja, y luego se fue a visitar la tumba de mi madre. Va allí cada vez que
tiene que tomar una decisión importante. Entonces rompí un cristal. La
sirvienta me pasó un destornillador y yo desmonté la cerradura. No puedo
volver allí, usted no conoce a mi padre.
—¡Una pregunta! —la interrumpió Maigret.
Y miraba el bolsito de cabritilla, acharolado, que ella llevaba en la mano.
—¿Cuánto dinero se llevó de casa?
—No sé. Unos quinientos florines.
—¿Estaban en su habitación?
Ella se sonrojó y balbuceó:
—No, en el escritorio. Primero quería ir a la estación, pero había un
policía delante. Y pensé en usted.
Estaban allí como en una sala de espera, donde es posible crear una
atmósfera íntima, y ni siquiera se les ocurría separar dos de las sillas
amontonadas para sentarse.
Beetje estaba nerviosa, pero no enloquecida. Tal vez por eso Maigret la
miraba con cierta hostilidad, que asomó sobre todo cuando preguntó:
—¿A cuántos hombres ha propuesto ya que se la lleven?
Desconcertada, desvió la cara y balbuceó:
—¿Qué dice usted?
—A Popinga, en primer lugar. ¿Era el primero?
—No le entiendo.
—Le pregunto si fue su primer amante.
Un silencio bastante largo. Después:
—No pensé que sería tan malo conmigo. Yo vine aquí…
—¿Fue el primero? Empezó hace algo más de un año, pero ¿antes de eso?
—He…, he coqueteado con el profesor de gimnasia del instituto, en
Groninga.
—¿Coqueteado?
—Él fue quien…, quien…
—¡Bien! Así que ya tuvo un amante antes de Popinga. ¿Ha habido otros?
—¡Jamás! —exclamó indignada.
—¿Y ha sido amante de Barens?
—No es cierto, ¡se lo juro!
—Sin embargo, tenía citas con él.
—Porque él se enamoró de mí, pero casi no se atrevía a besarme.
—Y en su última cita, la que yo y su padre interrumpimos, usted le
propuso que se fueran juntos.
—¿Cómo lo sabe?
¡Estuvo a punto de soltar una carcajada! Su ingenuidad era
desconcertante. Había recuperado parte de su sangre fría y hablaba de esas
cosas con mucho candor.
—¿No quiso?
—Se asustó. Decía que no tenía suficiente dinero.
—Y usted le dijo que lo cogería de su casa. En fin, hace mucho tiempo
que piensa en escapar, su gran objetivo en la vida es abandonar Delfzijl en
compañía de un hombre cualquiera.
—¡Un hombre cualquiera, no! —rectificó, ofendida—. Usted es malo. No
quiere entenderlo.
—Claro que sí, claro que sí. Si es de una simplicidad infantil… Usted
ama la vida, le gustan los hombres, las diversiones…
Ella bajó la mirada y manoseó su bolso.
—Se aburre en la granja «modelo» de su papá. Tiene ganas de ver otras
cosas. Y empezó en el instituto, a los diecisiete años, con el profesor de
gimnasia. Pero era imposible irse. En Delfzijl, pasa revista a los hombres y
descubre a uno que parece más audaz que los demás. Popinga ha viajado,
también le gusta la vida, se siente incómodo entre tantos prejuicios. Usted se
arroja a su cuello.
—¿Por qué dice usted…?
—Bueno, tal vez exagero. Digamos que, como usted es una muchacha
bonita, tremendamente atractiva, él le hace por un tiempo la corte. Pero
tímidamente, porque tiene miedo de las complicaciones, miedo de su mujer,
de Any, de su director, de sus alumnos…
—¡Sobre todo de Any!
—En seguida hablaremos de eso. Popinga la besa por los rincones, y
apostaría a que no tiene el valor de aspirar a más. Pero usted cree que ha
llegado el momento. Entonces se cruza todos los días en su camino, le lleva
frutas a su casa, se inmiscuye en el matrimonio, se hace acompañar en
bicicleta y se paran detrás del montón de madera, le escribe cartas donde le
cuenta sus deseos de evasión…
—¿Las ha leído?
—Sí.
—¿Y no cree que fue él quien comenzó? —Siguió, imparable—: Al
principio me decía que era muy desgraciado, que la señora Popinga no le
entendía, que sólo pensaba en el «qué dirán», y que su vida era estúpida, y
todo…
—Pues claro.
—Ya ve usted que…
—Sesenta hombres casados de cada cien le dicen lo mismo a la primera
joven seductora que encuentran. Sólo que el desdichado tropezó con una
joven que se lo tomaba al pie de la letra.
—Es usted malo, muy malo.
Estaba a punto de echarse a llorar. Se contenía, y golpeaba el suelo con el
pie cada vez que decía la palabra «malo».
—En suma, él siempre aplazaba la famosa huida, y usted se dio cuenta de
que Popinga jamás se decidiría.
—¡No es cierto!
—Sí lo es. Y la prueba está en que usted, por si acaso Popinga se echaba
atrás, aceptó la devoción de Barens. ¡Prudentemente! Porque él es un joven
tímido, bien educado, respetuoso, al que no conviene asustar.
—¡Es horrible!
—Es una pequeña historia, real como la vida misma.
—Usted me detesta, ¿verdad?
—¿Yo? En absoluto.
—Claro que me detesta. Y, sin embargo, soy tan desdi48ada… Yo quería
a Conrad.
—¿Y a Cornelius? ¿Y al profesor de gimnasia?
Esta vez, lloró. Pataleó.
—Le prohíbo…
—… ¿decir que no los quería? ¿Por qué no? Los quería en la medida en
que significaban para usted otra vida, la gran fuga que siempre la ha
obsesionado.
Ya no escuchaba. Gemía:
—No debí venir. Yo creía…
—… ¿que iba a tomarla bajo mi protección? ¡Pero si estoy haciéndolo!
Sólo que no la considero una víctima, ni una heroína. No es más que una
jovencita ávida, un poco tonta y un poco egoísta, ¡eso es todo! Hay muchas
como usted.
En sus ojos llenos de lágrimas relucía ya la esperanza.
—Todos me detestan —murmuró.
—¿Quiénes son todos?
—La señora Popinga, en primer lugar, porque no soy como ella. Le
gustaría que me pasara el día cosiendo para los indígenas de Oceanía o
haciendo punto para los pobres. Sé que les ha recomendado a las muchachas
del ropero que no me imiten, incluso ha llegado a decir que yo acabaría mal
si no encontraba rápidamente un marido. Me lo han contado.
De nuevo entraba como una bocanada del rancio perfume de la pequeña
ciudad: el ropero, los comadreos, las jóvenes de buena familia reunidas
alrededor de una dama protectora, los consejos y las pérfidas confidencias.
—Pero sobre todo, Any.
—Any la odia a usted, ¿verdad?
—Sí. La mayoría de las veces, cuando yo llegaba, ella se iba del salón y
subía a su cuarto. Yo diría que, hace mucho tiempo, ella adivinó la verdad.
La señora Popinga, pese a todo, es una buena mujer. Sólo intentaba hacerme
cambiar de modales, modificar el corte de mis trajes, ¡y sobre todo conseguir
que leyera otra cosa que novelas! Pero no sospechaba nada, ella le insistía a
Conrad para que me acompañara.
Una extraña sonrisa flotaba en el rostro de Maigret.
—Any es otra cosa. Ya la ha visto: es fea, tiene los dientes torcidos…
Ningún hombre le ha hecho jamás la corte. Y ella lo sabe perfectamente.
Sabe que se quedará soltera. Y por eso ha estudiado una carrera, ha querido
tener una profesión. Finge detestar a los hombres. Pertenece a las ligas
feministas. —Beetje se animaba de nuevo. Se percibía un viejo rencor que
finalmente estallaba—. Así que siempre merodeaba alrededor de la casa,
vigilando a Conrad. Como sabe que está condenada a ser una virtuosa toda su
vida, quiere que todo el mundo lo sea, ¿me entiende? Ella lo adivinó, estoy
segura, y también debió de intentar alejar a su cuñado de mí. ¡Y también a
Cornelius! Veía perfectamente que todos los hombres me miraban, incluido
Wienands, sí; jamás se ha atrevido a decirme nada, pero se pone colorado
como un tomate cuando bailo con él. Claro, su mujer también me detesta…
Puede que Any no le dijera nada a su hermana, puede que sí. Hasta es posible
que ella encontrara mis cartas.
—¿Y que ella lo matara? —preguntó brutalmente Maigret.
—Juro que no lo sé —farfulló—. ¡Yo no he dicho eso! Pero Any es como
un veneno. ¿Es culpa mía que ella sea tan fea?
—¿Está segura de que Any jamás ha tenido novio?
¡Ah!, ahí estaba la sonrisa, más bien la risita de Beetje, esa risa instintiva
y triunfante de la mujer deseable que aplasta a otra más fea.
Parecían unas chiquillas de internado enfrentadas por una tontería
intrascendente.
—Al menos, no en Delfzijl.
—¿Detestaba también a su cuñado?
—No lo sé. ¡No es lo mismo! Él era de la familia. ¿Y acaso toda la
familia no le pertenecía un poco? En todo caso, Any tenía que vigilarlo,
conservarlo.
—¿Pero no matarlo?
—¿Qué cree usted? Siempre repite lo mismo.
—Yo no creo nada. Contésteme, ¿Oosting estaba al corriente de sus
relaciones con Popinga?
—¿También le han contado eso?
—Navegaban juntos en su barco, hasta los bancos de Workum. ¿Los
dejaba solos?
—¡Sí! Él llevaba el timón, en la cubierta.
—Y les dejaba la cabina.
—Era natural, fuera hacía frío.
—¿No ha vuelto a verlo desde…, desde la muerte de Conrad?
—No, se lo juro.
—¿Le ha hecho Oosting la corte alguna vez?
Ella rió de dientes afuera.
—¿Él?
Pese a todo, Beetje estaba tan nerviosa que de nuevo tuvo ganas de llorar.
La señora Van Hasselt, que había oído ruidos en la sala, asomó la cabeza por
el resquicio de una puerta, balbuceó una excusa y regresó a su caja. Siguió un
silencio.
—¿Usted cree que su padre es realmente capaz de matarla?
—Sí, sería capaz.
—Así pues, también habría sido capaz de matar a su amante.
Aterrorizada, Beetje abrió desmesuradamente los ojos y protestó
vivamente:
—¡No! ¡No es cierto! Papá no…
—Sin embargo, cuando usted llegó a su casa la noche del crimen, él no
estaba.
—¿Cómo lo sabe?
—Llegó poco después que usted, ¿no es cierto?
—Inmediatamente después, pero…
—En sus últimas cartas, usted manifestaba cierta impaciencia. Notaba
que Conrad se le escapaba; la aventura comenzaba a asustarlo y en ningún
caso abandonaría su hogar para irse con usted al extranjero.
—¿Qué quiere decir?
—¡Nada! Hago una pequeña puntualización. Seguro que su padre no
tardará en llegar.
Ella miró angustiada a su alrededor. Parecía buscar una salida.
—No tema nada. Esta noche la necesito.
—¿Esta noche?
—Sí. Vamos a reconstruir los actos y los movimientos que hicieron todos
la noche del crimen.
—¡Me matará!
—¿Quién?
—¡Mi padre!
—Yo estaré allí. No tema nada.
—Pero…
Se abrió una puerta. Entró Jean Duclos, la cerró rápidamente detrás de él,
giró la llave en la cerradura y se acercó, nervioso.
—Cuidado. El granjero está aquí. Él…
—Acompáñela a su habitación, profesor.
—¿A mi…?
—¡A la mía, si lo prefiere!
Se oyeron pasos en el corredor. Cerca del escenario había una puerta que
comunicaba con la escalera de servicio. Beetje y el profesor salieron por allí.
Maigret abrió la otra puerta y se encontró cara a cara con el granjero
Liewens, que lo miró por encima del hombro.
—¿Beetje?
De nuevo se presentaba el problema del idioma. No lograban entenderse.
Maigret se limitó a obstruirle el paso con su fornido cuerpo y a ganar unos
segundos, mientras trataba de evitar que estallara la ira de su interlocutor.
Jean Duclos no tardó en bajar y adoptó una actitud falsamente
desenvuelta.
—Dígale que su hija le será devuelta esta noche, y que lo necesitamos a él
para la reconstrucción del crimen.
—¿Es preciso?
—¡Traduzca, diantre! ¿No ve que se lo estoy diciendo?
Duclos lo hizo con voz almibarada. El granjero los miró a los dos.
—Dígale también que esta noche el asesino estará entre rejas.
Duclos lo tradujo. Entonces Maigret tuvo el tiempo justo de saltar y de
derribar a Liewens, que había sacado un revólver e intentaba llevarse el
cañón a la sien.
La pelea fue breve. Maigret era tan pesado que su adversario no tardó en
quedar inmovilizado y desarmado, pero los dos cuerpos chocaron con una
pila de sillas que se desplomó con estruendo e hirió al comisario en la frente;
pero la herida era leve.
—¡Cierre la puerta con llave! —gritó Maigret a Duclos—. Es mejor que
no entre nadie.
Y se incorporó resoplando.
Reconstrucción
Los Wienands fueron los primeros en llegar, a las siete y media en punto. En
ese momento, en la sala de fiestas del Hotel Van Hasselt sólo había tres
hombres esperando; cada uno estaba en un rincón y no se dirigían la palabra.
Eran Jean Duclos, algo nervioso, paseando de un lado a otro de la sala; el
granjero Liewens, ceñudo, inmóvil en una silla; y Maigret, apoyado en el
piano, con la pipa en la boca.
Nadie había pensado en encender todas las luces. Una enorme bombilla,
colgada a gran altura, difundía una luz gris. Las sillas seguían amontonadas
en el fondo, a excepción de una fila, la primera, que Maigret había hecho
colocar.
Sobre el pequeño escenario vacío había una silla y una mesa cubierta con
un paño verde.
Los Wienands se habían arreglado mucho para la ocasión. Obedeciendo
al pie de la letra las instrucciones recibidas, habían traído a sus dos hijos. Se
notaba que habían cenado a toda prisa, y posiblemente habían dejado el
comedor en desorden para llegar con puntualidad.
Wienands se descubrió al entrar, buscó a alguien a quien saludar y, tras
intentar dirigirse al profesor, llevó a su familia a un rincón. Allí esperaría en
silencio. Su cuello postizo era demasiado alto y el nudo de la corbata estaba
mal hecho.
Cornelius Barens llegó casi inmediatamente después, tan pálido y
nervioso que parecía a punto de escapar al menor susto. Él también intentó
acercarse a alguien, agruparse, pero no se atrevió y se quedó junto al montón
de sillas.
El inspector Pijpekamp trajo a Oosting, que lanzó una profunda mirada a
Maigret. Las últimas en llegar fueron la señora Popinga y Any. Entraron
apresuradamente, se detuvieron un segundo y se dirigieron a la primera hilera
de sillas.
—Haga bajar a Beetje —ordenó Maigret al inspector—. Que uno de sus
agentes vigile a Liewens y a Oosting. No estaban aquí la noche del drama.
Los necesitaremos después. Pueden quedarse en el fondo de la sala.
Cuando Beejte entró, primero desconcertada y después voluntariosamente
erguida, esbozando un gesto de orgullo al ver a Any y a la señora Popinga,
todos parecieron contener el aliento.
Y no porque la atmósfera resultara dramática, pues no lo era. Al
contrario, era sórdida.
Unos enanitos en una gran sala vacía e iluminada por una sola bombilla.
Costaba imaginar que pocos días antes ciertas personas, los notables de
Delfzijl, hubieran pagado por sentarse en una de las sillas amontonadas,
entraran posando para la galería, intercambiaran sonrisas y apretones de
mano, se hubieran sentado delante del estrado, muy arreglados, y hubieran
aplaudido la entrada de Jean Duclos.
¡Ahora era como si de pronto se contemplara el mismo espectáculo por el
otro extremo del catalejo!
Debido a la espera, y a la incertidumbre que todos tenían con respecto a
lo que iba a ocurrir, los rostros no expresaban siquiera inquietud o dolor. ¡Se
trataba de otra cosa! Los ojos estaban tristes, inexpresivos. Las facciones
cansadas, confusas.
Y la luz agrisaba los rostros. La propia Beetje había dejado de ser
atractiva.
Todo carecía de prestigio, de grandeza. Era patético o ridículo.
En el exterior, silenciosamente, se habían formado algunos grupos de
personas, porque a última hora de la tarde había corrido el rumor de que iba a
ocurrir algo. Pero sin duda nadie imaginaba que el espectáculo fuera tan poco
apasionante.
Maigret se dirigió en primer lugar a la señora Popinga.
—¿Quiere usted instalarse en el mismo asiento que la otra noche? —dijo.
En su casa, horas antes, su aspecto era trágico. Ahora toda ella había
cambiado. Parecía más vieja. Se le notaba que el traje chaqueta, mal cortado,
le abultaba más en un hombro que en otro, y que tenía los pies grandes, así
como una cicatriz en el cuello, debajo de la oreja.
El caso de Any era peor: su rostro nunca había sido tan asimétrico.
Llevaba un traje ridículo y ceñido en exceso, y un sombrero horrible.
La señora Popinga se sentó en el centro de la primera fila, en el puesto de
honor. La noche de la conferencia, con las luces, con todo Delfzijl detrás de
ella, debía de sonrojarse de orgullo y placer.
—¿Quién estaba a su lado?
—El director de la Escuela Naval.
—¿Y al otro?
—El señor Wienands.
Rogaron a éste que ocupara su asiento. No se había quitado el abrigo. Se
sentó torpemente, mirando hacia otra parte.
—¿La señora Wienands?
—Al final de la fila, por los niños.
—¿Beetje?
Esta ocupó su lugar por sí misma, y dejó una silla vacía entre ella y Any:
la silla de Conrad Popinga.
Pijpekamp seguía en pie, a cierta distancia de la escena, desconcertado,
asombrado, incómodo y, además, preocupado. Jean Duclos esperaba su tumo.
—Suba al escenario —le ordenó Maigret.
El profesor fue tal vez el que perdió más prestigio. Flaco, mal vestido,
costaba trabajo imaginar que, una noche, cien personas se hubieran
molestado en acudir a escucharle.
El silencio era tan angustioso como la luz, a la vez demasiado precisa e
insuficiente, que caía del techo alto. Desde el fondo de la sala, «el Baes»
tosió tres o cuatro veces expresando el malestar general.
El propio Maigret no dejaba de sentir cierta inquietud. Vigilaba la puesta
en escena. Su pesada mirada iba de una persona a otra, deteniéndose en
menudos detalles, en la pose de Beetje, en la falda demasiado larga de Any,
en las uñas descuidadas de Duclos, quien, a solas en su mesa de
conferenciante, intentaba mantener la compostura.
—¿Durante cuánto tiempo habló?
—Tres cuartos de hora.
—¿Leyó su conferencia?
—Oh, no. Es la vigésima vez que la doy. Ya ni siquiera utilizo notas.
—Así pues, miraba a la sala.
Y fue a sentarse un instante entre Beetje y Any. Las sillas estaban
bastante cercanas. Su rodilla tocó la de Beetje.
—¿A qué hora terminó la velada?
—Hacia las nueve, porque antes de la conferencia una joven tocó el
piano.
El piano seguía abierto, con una Polonesa de Chopin en el atril. La señora
Popinga empezó a mordisquear su pañuelo. En el fondo, Oosting movía sus
pies sin cesar sobre el suelo cubierto de serrín.
Eran las ocho y algunos minutos. Maigret se levantó y comenzó a
caminar.
—¿Quiere resumirme, Monsieur Duclos, el tema de su conferencia?
Pero Duclos se sintió incapaz de hablar. O, mejor dicho, quiso comenzar
su charla desde el principio. Murmuró después de algunos carraspeos:
—No infligiré a la inteligente población de Delfzijl la injuria de…
—Disculpe. Usted habló de criminalidad. ¿De qué aspecto de ella?
—En concreto, de la responsabilidad de los criminales.
—Y decía usted que…
—… que nuestra sociedad es la responsable de esas faltas que se cometen
en su seno y que llamamos crímenes. Hemos organizado la vida para el
mayor bien de todos. Hemos creado las clases sociales y es necesario que
cada individuo ocupe su lugar en una de ellas.
Mientras hablaba, contemplaba el paño verde. Su voz carecía de claridad.
—¡Ya basta! —gruñó Maigret—. Sé cómo sigue: «Hay individuos
excepcionales, enfermos o inadaptados. Tropiezan con barreras
infranqueables, se ven rechazados por parte de unos y otros, y caen en el
crimen». Supongo que es eso, ¿no? No es nuevo. Conclusión: «Nada de
cárceles, sino centros de reeducación, hospitales, casas de reposo y clínicas».
Duclos, enfadado, no contestó.
—En fin, habló de todo eso durante tres cuartos de hora y citó ejemplos
llamativos: a Lombroso, Freud y compañía. —Consultó su reloj y dijo,
dirigiéndose sobre todo a la primera hilera de sillas—: Les ruego que
aguarden todavía unos minutos.
En ese instante uno de los niños Wienands se echó a llorar. Su madre,
demasiado nerviosa, lo riñó para que se calmara. Wienands, viendo que ella
no lo conseguía, se sentó al niño en sus rodillas, comenzó a acariciarlo con
dulzura y luego le pellizcó el brazo para hacerlo callar.
Había que contemplar la silla vacía, entre Any y Beetje, para recordar que
había ocurrido un crimen. ¡Y, quizá, ni eso!
¿Acaso Beetje, con su figura saludable, pero banal, era capaz de sembrar
la discordia en un matrimonio?
Sólo poseía una cosa atractiva, y la magia del simulacro ideado por
Maigret subrayaba la verdad pura y simple devolviendo los acontecimientos a
su crudeza inicial: poseía dos hermosos senos que la seda resaltaba aún más,
unos senos de una joven de diecinueve años que temblaban levemente debajo
de la blusa, lo justo para hacerlos parecer más vivos.
Un poco más lejos se veía a la señora Popinga, ella, que ni a los
diecinueve años había tenido unos senos semejantes, ella, demasiado vestida,
envuelta en ropas sobrias, de buen tono, que le quitaban cualquier atractivo
carnal.
Después Any, angulosa, fea, plana, pero enigmática.
¡Popinga había encontrado a Beetje, ese Popinga bon vivant, ese Popinga
ávido por saborear las cosas buenas! Y no se había fijado en el rostro de
Beetje, en esos ojos color de porcelana, no había adivinado los deseos de
evasión que se ocultaban detrás de aquella cara de muñeca.
Sólo tuvo ojos para aquel pecho vivo, aquel cuerpo sano y atractivo.
La señora Wienands, por su parte, ni siquiera era ya mujer. Era una madre
y una ama de casa. Ahora sonaba a su mocoso, que ya no tenía ni fuerzas
para llorar.
—¿Tengo que seguir aquí? —preguntó Jean Duclos, desde la tarima.
—Por favor.
Maigret se acercó a Pijpekamp y le habló en voz baja. El policía de
Groninga salió poco después en compañía de Oosting.
En el café jugaban al billar; se oía el choque de las bolas.
Y, en la sala, todos respiraban con dificultad. Parecía una sesión de
espiritismo, en espera de algo espantoso. Any fue la única que, de repente, se
atrevió a levantarse y a exclamar después de titubear un buen rato:
—No veo adonde quiere llegar. Es, es…
—Es la hora. ¡Perdón! ¿Dónde está Barens?
Se había olvidado de él. Lo encontró al fondo de la sala, apoyado en una
pared.
—¿Por qué no ha ocupado su lugar?
—Usted ha dicho que nos colocáramos como la otra noche. —La mirada
era huidiza y la voz jadeante—. Y la otra noche yo estaba en los asientos de
cincuenta centavos, con los demás alumnos.
Maigret ya no se ocupó de él y fue a abrir la puerta que comunicaba con
un porche. Por ahí podían salir a la calle sin tener que cruzar el café. Vio tres
o cuatro siluetas en la oscuridad.
—Supongo que, terminada la conferencia, se formó un grupito al pie de la
tarima: el director de la escuela, el pastor, algunas personalidades felicitando
al orador…
Nadie contestó, pero esas palabras bastaban para evocar la escena: las
hileras de asistentes dirigiéndose hacia la salida, ruidos de sillas,
conversaciones, y allí, cerca del escenario, un grupo, apretones de mano,
elogios…
La sala se vaciaba. El último grupo se dirigía finalmente hacia la puerta.
Barens alcanzó a los Popinga.
—Ya puede venir, Monsieur Duclos.
Todos se levantaron. Pero ninguno de ellos interpretaba con naturalidad
su papel. Miraban a Maigret. Any y Beetje fingían no verse. Wienands, torpe
y cohibido, cargaba con el niño más pequeño.
—Síganme. —Y, poco antes de la puerta, añadió—: Vamos a dirigimos a
la casa en el mismo orden que el día de la conferencia. La señora Popinga y
Monsieur Duclos, por favor.
Se miraron, dudosos, y avanzaron unos pasos por la calle oscura.
—Señorita Liewens, usted iba con Popinga. Siga, yo la alcanzaré dentro
de un momento.
Beejte casi no se atrevía a caminar sola por la calle, y temía sobre todo a
su padre, custodiado en un rincón de la sala por un policía.
—El señor y la señora Wienands.
Fueron los más naturales, porque teman que ocuparse de los niños.
—Ahora usted, Any, y Barens.
Este último estuvo a punto de echarse a llorar, y tuvo que morderse los
labios, pero, pese a todo, pasó delante de Maigret.
El comisario se volvió entonces hacia el policía que custodiaba a
Liewens.
—La noche del drama, a aquella hora, él estaba en su casa. ¿Quiere
acompañarlo allí y hacerle repetir exactamente todos sus movimientos?
Parecía un cortejo mal ordenado. Los que iban delante se paraban,
preguntándose si debían seguir avanzando. Había vacilaciones y parones.
La señora Van Hasselt, desde la puerta, asistía a la escena a la vez que
respondía a los jugadores de billar, que le hablaban.
Tres cuartas partes de la ciudad dormían y las tiendas estaban cerradas.
La señora Popinga y Duclos tomaron el camino del muelle, y se adivinaba
que el profesor intentaba tranquilizar a su acompañante.
Pasaban alternativamente de la luz a la oscuridad, porque las farolas de
gas estaban espaciadas.
Divisaron el agua negra, los barcos que se balanceaban, cada uno de ellos
con un fanal en la arboladura. Beetje, sabiendo que Any iba detrás de ella,
intentaba caminar con desenvoltura, pero el hecho de ir sola dificultaba esta
actitud.
Mediaban algunos pasos entre cada grupo. Cien metros más allá vieron
claramente el barco de Oosting, porque era el único pintado de blanco. No
había luz en los ojos de buey. El muelle estaba desierto.
—¿Quieren pararse todos ustedes en el lugar donde están? —dijo Maigret
de modo que lo oyeran todos los grupos.
Se quedaron inmóviles. La noche era muy oscura. El pincel luminoso del
faro pasaba muy por encima de sus cabezas, sin iluminarlos.
Maigret se dirigió a Any:
—¿Estaba exactamente en este lugar en la comitiva?
—Sí.
—¿Y tú, Barens?
—Sí. Creo que sí.
—¿Estás seguro? ¿Estabas al lado de Any?
—Sí. Espere, no estaba aquí, sino diez metros más allá, porque Any me
dijo que un hijo de los Wienands arrastraba el abrigo por el suelo.
—¿Y te adelantaste unos pasos para avisar a los Wienands?
—Sí, a la señora Wienands.
—Lo hiciste en pocos segundos, ¿no?
—Sí. Los Wienands siguieron caminando, y yo esperé a Any.
—¿No notaste nada anormal?
—No.
—¡Adelanten todos diez metros! —ordenó Maigret.
Y entonces la hermana de la señora Popinga quedó exactamente a la
altura del barco de Oosting.
—Acércate a los Wienands, Barens. —Luego Maigret le dijo a Any—:
¡Tome la gorra que está encima de la cubierta!
Sólo tenía que dar tres pasos y agacharse. La gorra estaba allí, negra sobre
la madera blanca, muy visible, y su escudo despedía reflejos metálicos.
—¿Por qué quiere usted…?
—¡Tómela!
Los demás, más alejados, intentaban averiguar qué ocurría.
—Pero yo no he…
—¡No importa! No estamos todos. Cada uno de nosotros debe interpretar
varios papeles… No es más que un experimento…
Tomó la gorra.
—Ocúltela debajo de su abrigo. Alcance a Barens. —Maigret subió a la
cubierta del barco y llamó—: ¡Pijpekamp!
—Ja!
Y el policía se asomó por la escotilla delantera. La escotilla comunicaba
con el camarote donde dormía Oosting, y el camarote no tenía la suficiente
altura para que un hombre pudiera permanecer de pie, por lo que
lógicamente, para fumar una última pipa, por ejemplo, podía asomarse la
cabeza y apoyar los codos en la cubierta.
Oosting estaba precisamente allí, en esta actitud. Desde el muelle, desde
el lugar donde se encontraba la gorra, nadie podía verlo, pero él veía
perfectamente al ladrón de la gorra.
—¡Bien! Que repita lo mismo de la otra noche. —Maigret adelantó a los
grupos—. ¡Sigan caminando! Yo ocuparé el lugar de Popinga.
Se colocó al lado de Beetje. Delante de él iban la señora Popinga y
Duclos, detrás los Wienands, y, al final, Any y Barens. Más lejos se oía un
ruido: Oosting, vigilado por el inspector, se ponía en marcha.
A partir de ahora ya no pasarían por calles iluminadas. Después del
puerto, había que bordear la esclusa desierta que separaba el mar del canal.
Después comenzaba el camino de sirga, con los árboles a la derecha y, a
medio kilómetro, la casa de los Popinga.
Beetje balbuceó:
—No entiendo nada.
—¡Chist! La noche está tranquila. Pueden oímos, de la misma manera que
nosotros oímos las voces de los que nos preceden y de los que nos siguen.
Así que Popinga le habló en voz alta de diversas cosas, sin duda de la
conferencia, ¿no?
—Sí.
—Sólo que, en voz baja, usted le hizo ciertos reproches.
—¿Cómo lo sabe?
—Da igual. ¡Espere! Durante la conferencia, usted estaba a su lado, e
intentó tocarle la mano. ¿Él la rechazó?
—Sí —balbuceó impresionada, mirándolo con los ojos muy abiertos.
—Y usted insistió.
—Sí. Antes no era tan prudente, me besaba incluso en su casa, detrás de
las puertas. Una vez en el mismo comedor, mientras la señora Popinga nos
hablaba desde el salón. En los últimos tiempos se había vuelto miedoso.
—Muy bien, usted le hizo reproches. Le repitió que quería irse con él, sin
dejar de conversar en voz alta.
Se oían pasos delante, pasos detrás, murmullos, Duclos decía:
—Le aseguro que esto no encaja en ningún método de investigación
policial.
Detrás, la señora Wienands reñía a su niño en holandés.
Descubrieron la casa, envuelta en la oscuridad. No había luz alguna. La
señora Popinga se detuvo ante la puerta.
—Usted se paró igual que ahora, ¿verdad? ¿Su marido llevaba la llave?
—Sí.
Los grupos se juntaron.
—Abra —dijo Maigret—. ¿La criada estaba acostada?
—Sí, igual que hoy.
Una vez abierta la puerta, ella dio el interruptor. Se iluminó el pasillo y, a
la izquierda, el perchero de bambú.
—¿Notaron que Popinga, desde ese momento, estaba muy contento?
—¡Sí, muy contento! Pero no era natural. Hablaba demasiado fuerte.
Se quitaron los abrigos y los sombreros.
—Disculpen, ¿todo el mundo se quitó los abrigos aquí?
—Todos, excepto Any y yo —dijo la señora Popinga—. Nosotras
subimos a los dormitorios para arreglamos un poco.
—¿Sin entrar antes en ninguna otra habitación? ¿Quién encendió la luz
del salón?
—Conrad.
—Suban, por favor. —Y subió con ellas—. —Any tenía que cruzar su
habitación para llegar a la suya, ¿recuerda si se entretuvo un rato en la de
usted, señora Popinga?
—No, no lo recuerdo.
—Por favor, repitan los mismos gestos. Any, deje en su habitación la
gorra, el abrigo y el sombrero. ¿Qué hicieron ustedes dos aquella noche?
El labio inferior de la señora Popinga se alzó.
—Me empolvé un poco —dijo con voz infantil—. Me pasé el peine. Pero
no puedo… ¡Es espantoso! Me parece que oía la voz de Conrad abajo.
Hablaba de la radio, de sintonizar Radio-Paris.
La señora Popinga arrojó su abrigo sobre la cama. Lloraba sin lágrimas,
de puro nerviosismo. Any, de pie en el despacho que ahora utilizaba como
dormitorio, esperaba.
—¿Bajaron juntas?
—Sí. ¡No! Ya no lo sé. Creo que Any bajó un poco después que yo. Me
adelanté para preparar el té.
—En tal caso, ¿le importaría bajar?
Se quedó a solas con Any. Maigret, sin decir una palabra, le tomó la gorra
de las manos, miró a su alrededor y ocultó la gorra en el diván.
—Venga.
—¿Cree usted…?
—No. Bajemos. ¡Vaya!, no se ha empolvado.
—Nunca lo hago.
Tenía ojeras. Maigret la hizo pasar delante de él. Los peldaños de la
escalera crujieron. Abajo había un silencio absoluto, tanto que, cuando
entraron en el salón, el ambiente era irreal. Parecía un museo de figuras de
cera. Nadie se había atrevido a sentarse. Sólo la señora Wienands arreglaba
los cabellos desordenados de su hijo mayor.
—Siéntense como la otra noche. ¿Dónde está el aparato de radio?
Él mismo lo encontró, giró el dial, se oyeron silbidos, voces, fragmentos
de música, y sintonizó finalmente una emisora en la que dos cómicos
interpretaban una pieza francesa. «El colono le dijo al barítono…» Movió un
poco el dial y se oyó la voz con mayor claridad. Dos o tres silbidos más…
«… y es un buen tipo, el barítono. Pero el colono, amigo mío…».
Aquella voz populachera y guasona resonaba en el salón perfectamente
ordenado, donde todo el mundo mantenía una inmovilidad absoluta.
—¡Siéntense! —vociferó Maigret—. ¡Preparen el té! ¡Hablen! —Quiso
mirar a través de la ventana, pero los postigos estaban cerrados. Fue a abrir la
puerta, y llamó—: ¡Pijpekamp!
—Sí —contestó una voz en la sombra.
—¿Dónde está?
—¡Detrás del segundo árbol, sí!
Maigret regresó. La puerta se cerró. La pieza había terminado y el locutor
anunciaba: «Disco Odéon, número veintiocho mil seiscientos setenta y
cinco…».
Pitidos. Música de jazz. La señora Popinga se pegó a la pared. En la
audición, se adivinaba otra voz que gangueaba en un idioma extranjero y
sonaba a veces un chasquido; después la música recomenzaba.
Maigret buscó a Beetje con la mirada. Se había desplomado en un sillón.
Lloraba a lágrima viva. Balbuceaba entre sollozos:
—Pobre Conrad, Conrad…
Y Barens, exangüe, se mordía los labios.
—¡El té! —ordenó Maigret a Any.
—Todavía no. Habían enrollado la alfombra para retirarla. Conrad
bailaba.
Beetje soltó un sollozo más agudo. Maigret miró la alfombra, la mesa de
roble y su tapete bordado, la ventana, y también a la señora Wienands, que no
sabía qué hacer con sus hijos.
Alguien que espera la hora
Maigret los dominaba a todos gracias a su estatura, o, mejor dicho, a su
corpulencia. El salón era pequeño. Pegado a la puerta, el comisario parecía
demasiado grande incluso para sí mismo. Estaba serio. Quizá nunca fue tan
humano como cuando pronunció, lentamente, con una voz apagada:
—La música sigue. Barens ayuda a Popinga a enrollar la alfombra. En un
rincón, Jean Duclos habla, escuchándose a sí mismo, delante de la señora
Popinga y de Any. Wienands y su mujer piensan que deberían irse a causa de
los niños, y lo comentan en voz baja. Popinga ha tomado una copa de coñac,
y eso basta para excitarlo. Ríe, canturrea, se acerca a Beetje y la invita a
bailar.
La señora Popinga miraba fijamente al suelo. Any mantenía sus ojos
febriles clavados en el comisario.
—El asesino ya sabe que va a cometer un crimen —terminó Maigret—.
Una persona está viendo bailar a Conrad y sabe que dentro de dos horas este
hombre que ríe con una risa algo demasiado sonora, que quiere divertirse por
encima de todo, que tiene sed de vida y de emociones, sólo será un cadáver.
El impacto de estas palabras casi pudo oírse. La boca de la señora
Popinga se abrió para lanzar un grito que no llegó a articular. Beetje seguía
sollozando.
De repente, la atmósfera había cambiado. Estaban a punto de buscar a
Conrad con la mirada. A Conrad, que bailaba. A Conrad, acechado por las
dos pupilas de un asesino.
Sólo Jean Duclos se atrevió a exclamar:
—¡Tremendo! —Y, como nadie le escuchaba, prosiguió para sí mismo,
con la esperanza de ser oído por Maigret—: ¡Ahora he entendido su método,
y no es nuevo! Aterrorizar al culpable, sugestionarlo, devolverlo a la
atmósfera de su crimen para obligarlo a confesar. Algunos criminales,
tratados de esa manera, repetían a su pesar los mismos gestos.
Pero no pasaba de un murmullo confuso. Esas palabras no eran las que
debían oírse en ese momento.
El altavoz seguía difundiendo música, y eso bastaba para tensar la
atmósfera en algunos grados.
Wienands, después de que su mujer le hubiera cuchicheado algo al oído,
se levantó tímidamente.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Pueden irse! —le dijo Maigret antes de que comenzara a
hablar.
¡Pobre señora Wienands, pequeña burguesa bien educada, a quien le
habría gustado despedirse de todo el mundo, hacer saludar a sus niños, y no
sabía cómo hacerlo y estrechaba la mano de la señora Popinga sin saber qué
decir!
Había un reloj de pared sobre la chimenea. Marcaba las diez y cinco.
—¿Todavía no es la hora del té? —preguntó Maigret.
—¡Sí! —contestó Any, levantándose y dirigiéndose a la cocina.
—Perdón, señora, ¿no acompañó usted a su hermana a preparar el té?
—Poco después.
—¿La encontró en la cocina?
La señora Popinga se pasó una mano por la frente. Se esforzaba por no
caer en el embotamiento. Miró el altavoz con desesperación.
—Ya no lo sé. Espere. Creo que Any salía del comedor, porque el azúcar
está en el aparador.
—¿Había luz?
—No. Aunque quizá… ¡No! Me parece que no.
—¿No se dijeron nada?
—¡Sí! Yo le dije: «Conrad no debe beber más, porque, si no, comenzará a
comportarse de manera inadecuada…».
Maigret se dirigió al pasillo en el momento en que los Wienands cerraban
la puerta de entrada. La cocina era muy clara, de una limpieza meticulosa. El
agua se calentaba en un hornillo de gas. Any levantaba la tapa de una tetera.
—No hace falta que haga té.
Estaban solos. Any lo miró a los ojos.
—¿Por qué me ha obligado a llevarme la gorra? —preguntó.
—No tiene importancia. Venga.
En el salón, nadie hablaba ni se movía.
—¿Piensa usted dejar esta música hasta el final? —se atrevió, sin
embargo, a protestar Jean Duclos.
—Depende. Hay alguien a quien también me gustaría ver: a la sirvienta.
La señora Popinga miró a Any, que contestó:
—Está durmiendo. Se acuesta siempre a las nueve.
—Bien, vaya a decirle que baje un momento. No vale la pena que se
vista. —Y, con la misma voz de recitador que había adoptado al principio,
repitió obstinado—: Usted, Beejte, bailaba con Conrad. En el rincón se
hablaba de temas serios. Y alguien sabía que habría un muerto, alguien sabía
que era la última noche de Popinga.