Circulo Del Crimen 09 - Un Crimen en Holanda - Georges Simenon

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En la penumbra de un establo, el célebre comisario Maigret ayuda a

una joven granjera a traer al mundo un ternero. De esta imprevista


manera Maigret inicia una investigación en un pequeño pueblo
marítimo holandés, Delfzijl, al que la Policía Judicial francesa le ha
enviado para esclarecer el asesinato de un profesor de la Escuela
Naval. La verdad tarda en salir a la luz. El comisario que se siente
extraño entre esas casas y gentes demasiado ordenadas, respetables
y comedidas, se decide a utilizar un antiguo método: aterrorizar al
posible culpable, reconstruir la átmosfera en que se cometió el crimen
para, de este modo, obligarlo a traicionarse o, ¿quién sabe?, a repetir
los mismos actos.
Georges Simenon
Un Crimen en Holanda
Círculo Del Crimen 09

21.08.12
Título original: Un crime en Hollande
Georges Simenon, 1931.
Traducción: Joaquín Jordá
La joven de la vaca
Cuando, una tarde de mayo, Maigret llegó a Delfzijl, tenía apenas algunas
nociones elementales sobre el caso que lo llamaba a esta pequeña ciudad
situada en el extremo norte de Holanda.
Un tal Jean Duclos, profesor de la Universidad de Nancy, realizaba una
gira de conferencias por los países del norte de Europa. En Delfzijl, se alojó
en casa de un profesor de la Escuela Naval, el señor Popinga. Sin embargo, el
señor Popinga había sido asesinado y, si bien no acusaban formalmente al
profesor francés, le rogaron que no abandonara la ciudad y se mantuviera a
disposición de las autoridades neerlandesas.
Eso era todo, o casi todo. Jean Duclos había avisado a la Universidad de
Nancy, la cual, a su vez, había conseguido que un miembro de la Policía
Judicial fuera enviado a Delfzijl.
La misión fue encargada a Maigret. Misión más oficiosa que oficial, y
que él había hecho aún menos oficial al no avisar a sus colegas holandeses de
su llegada.
Jean Duclos le había enviado un informe bastante confuso, seguido de
una lista con los nombres de las personas más o menos mezcladas en la
historia.
Y fue esa lista la que consultó poco antes de llegar a la estación de
Delfzijl:

Conrad Popinga (la víctima): cuarenta y dos años, antiguo capitán de la Marina,
profesor de la Escuela Naval de Delfzijl. Casado. Sin hijos. Hablaba correctamente el
inglés y el alemán, y bastante bien el francés.
Liesbeth Popinga: su esposa, hija del director de un instituto de Amsterdam. Muy
culta. Conocimiento profundo del francés.
Any van Elst: hermana pequeña de Liesbeth Popinga. Pasaba unas semanas en Delfzijl.
Había leído recientemente su tesis de doctorado en derecho. Veinticinco años. Entiende un
poco el francés, pero lo habla mal.
Familia Wienands: habita la casa vecina de los Popinga. Cari Wienands es profesor de
matemáticas en la Escuela Naval. Casado y con dos hijos. Ningún conocimiento del
francés.
Beetje Liewens: dieciocho años, hija de un granjero especializado en la exportación de
vacas de pura raza. Dos estancias en París. Francés perfecto.

La lista no decía mucho. Los nombres no sugerían nada, por lo menos a


Maigret, que llegaba de París después de viajar durante una noche y media.
Delfzijl lo desconcertó desde el primer momento. De madrugada, había
atravesado la Holanda tradicional de los tulipanes, y después Amsterdam, que
ya conocía. La Drenthe, auténtico desierto de brezales con horizontes de
treinta kilómetros surcados de canales, lo había sorprendido.
En Delfzijl se encontró con un decorado que no tenía nada en común con
las tarjetas postales holandesas y cuyo aspecto era cien veces más nórdico de
lo que había imaginado.
Una pequeña ciudad: diez o quince calles como máximo, empedradas con
hermosos adoquines rojos y alineados tan regularmente como los azulejos de
una cocina. Casas bajas de ladrillo, adornadas con profusos revestimientos de
madera de colores claros y alegres.
Era como de juguete. Esta impresión se acentuó cuando, alrededor de la
ciudad, vio el dique que la cercaba por completo. En caso de mar fuerte, los
pasos de este dique podían cerrarse mediante unas pesadas puertas parecidas
a de las esclusas.
Más allá estaba la desembocadura del Ems. El Mar del Norte. Una larga
franja de agua plateada. Cargueros en fase de descarga bajo las grúas del
muelle. Canales y una infinidad de barcos de vela, grandes y pesados como
gabarras, pero preparados para salvar el oleaje marino.
Hacía sol. El jefe de la estación de tren llevaba una bonita gorra
anaranjada con la que saludó con toda naturalidad al viajero desconocido.
Frente a la estación había un café. Maigret entró en él y casi no se atrevió
a sentarse. No sólo relucía como un comedor pequeñoburgués, sino que
reinaba en él la misma intimidad.
Sobre la única mesa del local estaban todos los periódicos del día en tomo
a unas varillas de cobre. El dueño, que bebía cerveza en compañía de dos
clientes, se levantó para atender a Maigret.
—¿Habla usted francés? —le preguntó éste.
Gesto negativo. Cierto malestar.
—Déme una cerveza. Bier! —Y, una vez sentado, sacó el papelito del
bolsillo. Su mirada tropezó con el último nombre. Lo mostró a los clientes y
repitió dos o tres veces—: Liewens.
Los tres hombres hablaron entre sí. Después uno de ellos, un muchacho
con gorra de marino, se levantó e indicó a Maigret que lo siguiera. Como el
comisario no llevaba todavía dinero holandés y quería cambiar un billete de
cien francos, le repitieron:
—Morgen! Morgen!
¡Mañana! ¡Maigret tendría que volver!
El ambiente era familiar. Todo tenía cierta simpleza, incluso candidez.
Sin decir palabra, el «guía» condujo a Maigret a través de las calles de la
pequeña ciudad. A la izquierda, había una tienda llena de anclas antiguas,
cordajes, cadenas, boyas y brújulas que invadían la acera. Más adelante, un
hombre cosía velas en el umbral de su casa.
Y el escaparate de la pastelería exhibía una magnífica selección de
chocolates y sofisticadas golosinas.
—¿No hablar inglés?
Maigret indicó que no.
—¿No alemán?
Al oír la misma respuesta, el hombre se resignó al silencio. Al final de
una calle se veía ya el campo: prados verdes y un canal en el que flotaban los
troncos en casi toda su anchura, en espera de ser remolcados a través del país.
El guía le señaló, a lo lejos, una gran techumbre construida con tejas
vidriadas.
—Liewens. Dag, mijnheer!
Y Maigret prosiguió su camino a solas, no sin antes intentar dar las
gracias a aquel hombre que, sin conocerlo, había caminado durante casi un
cuarto de hora para hacerle un favor.
El cielo era puro, y la atmósfera, de una nitidez asombrosa. El comisario
rodeó un depósito de maderas donde los troncos de roble, de caoba y de teca
alcanzaban la altura de una casa.
Había un barco amarrado. Unos niños jugaban. Después un kilómetro de
soledad. Troncos de árboles en el canal. Vallas blancas alrededor de los
campos y, aquí y allá, magníficas vacas.
Nuevo choque de las ideas preconcebidas con la realidad: la palabra
«granja» le sugería a Maigret un tejado de paja, montones de estiércol y un
hormigueo animal.
Y se hallaba delante de una hermosa y moderna edificación rodeada de un
jardín resplandeciente de flores. En el canal, frente a la casa, había un bote de
caoba de finas líneas y, apoyada en la verja, una bicicleta de mujer totalmente
niquelada.
Buscó en vano un timbre. Llamó sin conseguir respuesta. Un perro acudió
a frotarse contra sus piernas.
A la izquierda de la casa se alzaba un edificio alargado y de ventanas
regulares, aunque sin cortinas, que habría hecho pensar en una cochera de no
ser por la calidad de los materiales y sobre todo por la coquetería de las
pinturas.
Al oír un mugido procedente de ese edificio, Maigret avanzó, rodeó los
macizos de flores y se encontró ante una puerta abierta de par en par.
Era un establo, pero estaba tan limpio como una casa. Por doquier el
ladrillo rojo, que confería a la atmósfera una luminosidad cálida, casi
suntuosa. Tenía canalizaciones para la salida de aguas, un sistema de
distribución mecánica del pienso en los comederos y, detrás de cada
compartimento, una polea de cuya utilidad no se enteró Maigret hasta más
tarde: servía para mantener levantada la cola de las vacas mientras se las
ordeñaba, a fin de que la leche no se ensuciara.
La penumbra reinaba en el interior. Las bestias estaban fuera, a excepción
de una, echada de lado en el primer compartimento.
Una joven se acercó al visitante hablándole en holandés.
—¿La señorita Liewens? —le preguntó Maigret.
—Sí. ¿Es usted francés?
Miraba a la vaca mientras hablaba. Mostraba una sonrisa un tanto irónica
que Maigret tardó un poco en comprender.
También aquí las ideas preconcebidas resultaron falsas.
Beetje Liewens llevaba unas botas negras de caucho que le daban aspecto
de amazona, y un traje de seda verde, cubierto casi completamente por una
bata de enfermera. Una cara sonrosada, demasiado sonrosada quizás. Una
sonrisa sana y alegre, pero carente de sutileza. Ojos grandes, de un azul como
de porcelana. Pelirroja.
A la joven le costó empezar a hablar en francés y pronunciaba las
palabras con fuerte acento holandés. Pero no tardó en familiarizarse de nuevo
con el idioma.
—¿Quiere hablar con mi padre?
—No, con usted.
Ella estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Discúlpeme. Mi padre ha ido a Groninga y no volverá hasta la noche.
Los dos criados están en el canal descargando carbón. La sirvienta se ha ido a
comprar. Y en este momento preciso la vaca está a punto de parir. No nos lo
esperábamos. Estoy completamente sola.
Estaba apoyada en un tomo de mano que había preparado por si tenía que
ayudar al animal. Sonreía mostrando todos sus dientes.
Fuera el sol brillaba. Sus botas relucían como el charol. Tenía las manos
regordetas y rosadas, y las uñas cuidadas.
—Desearía que habláramos de Conrad Popinga.
Pero ella pestañeó. La vaca acababa de levantarse con un salto doloroso y
volvió a caer pesadamente.
—Cuidado. ¿Quiere ayudarme?
Se colocó unos guantes de goma que había dejado cerca.
Así empezó Maigret esta investigación: ayudando a un ternero de pura
raza frisona a venir al mundo, en compañía de una muchacha cuyos gestos
seguros revelaban un entrenamiento deportivo.
Media hora después, mientras el recién nacido buscaba ya las ubres de su
madre, él estaba agachado con Beetje ante un grifo de cobre rojo y se
enjabonaba las manos hasta los codos.
—¿Es la primera vez que hace esto? —bromeó ella.
—La primera.
Tenía dieciocho años. Cuando se quitó la bata blanca, el traje de seda
esculpió unas formas redondeadas que, quizás a causa de la atmósfera
soleada, eran extremadamente atractivas.
—Hablaremos mientras tomamos el té. Venga a casa.
La sirvienta había regresado. El salón era austero, un poco oscuro, pero
de una comodidad refinada. Los pequeños cristales de las ventanas eran de un
color rosa, muy delicado, que Maigret jamás había visto.
Una librería llena de libros. Numerosas obras sobre la cría de animales y
sobre veterinaria. En las paredes, medallas de oro ganadas en exposiciones
internacionales y diplomas.
Y, en medio de todo eso, las últimas obras de Claudel, de André Gide, de
Valéry.
Beetje sonrió con coquetería.
—¿Quiere ver mi habitación?
Ella espiaba sus reacciones. No había cama, sólo un diván recubierto de
terciopelo azul. Las paredes estaban forradas de tela de Jouy. Estanterías
oscuras con más libros; una muñeca, comprada en París, de seda crujiente; un
tocador, o casi, pero de aspecto pesado, sólido y reflexivo.
—¿No es como en París?
—Me gustaría que me contara lo que ocurrió la semana pasada.
El rostro de Beetje se ensombreció, pero no lo suficiente como para dejar
traslucir que se tomaba los acontecimientos de manera trágica.
Y esa sonrisa llena de orgullo al mostrar su habitación lo confirmaba.
—Vayamos a tomar el té.
Y se sentaron uno frente a otro, delante de la tetera recubierta por una
funda que impedía que la bebida se enfriara.
A Beetje le fallaban algunas palabras. En vista de eso, fue a buscar un
diccionario, y a veces se interrumpía largo rato hasta dar con el término
exacto.
Un barco coronado por una gran vela gris se deslizaba por el canal, pero
como hacía poco viento, se ayudaba con la pértiga. Avanzaba entre los
troncos que obstruían el río.
—¿No ha ido todavía a casa de los Popinga? —le preguntó ella.
—Llegué hace una hora y sólo he tenido tiempo de ayudar a parir a su
vaca.
—Claro. En fin, Conrad era un tipo encantador, un hombre realmente
simpático. En primer lugar, había viajado por todo el mundo como segundo
oficial, y después como primer teniente. ¿Se dice así en francés? Luego,
cuando tuvo el título de capitán, se casó y, por agradar a su mujer, aceptó una
plaza de profesor en la Escuela Naval. Eso no era tan bonito. Tenía un yate
pequeño, pero a la señora Popinga le asusta el agua, y él lo vendió. Desde
entonces, sólo tenía un bote en el canal. ¿Ha visto el mío? El suyo es casi
idéntico. Luego, de noche, daba clases particulares a estudiantes. Trabajaba
mucho.
—¿Cómo era?
Ella no lo entendió de inmediato. Acabó por ir a buscar una foto que
representaba a un joven mofletudo, de ojos claro y pelo corto, que tenía un
impresionante aspecto de ingenuidad y de salud.
—Es Conrad. No parece que tenga cuarenta años, ¿verdad? Su mujer es
mayor, quizá tenga cuarenta y cinco, ¿no la ha visto? Y tiene ideas
completamente distintas. Por ejemplo, aquí todo el mundo es protestante,
¿no? Yo soy de la Iglesia moderna. Liesbeth Popinga, por su parte, es de la
Iglesia nacional, que es la más severa, la más, ¿cómo dicen ustedes?,
¿conservatoria?
—Conservadora.
—Eso es. Y es presidenta de muchas asociaciones benéficas.
—¿No la aprecia usted?
—Sí, pero no es lo mismo. Ella es hija del director de un instituto, y mi
padre sólo es granjero, ¿me entiende? Sin embargo, es muy dulce, muy
amable.
—¿Qué ocurrió?
—Aquí suele haber bastantes conferencias. Es una pequeña ciudad, de
cinco mil habitantes, pero queremos estar al corriente de las nuevas ideas. El
jueves pasado dio una el profesor Duclos, de Nancy, ¿lo conoce?
Se asombró mucho de que Maigret no hubiera oído hablar del profesor
Duclos, pues ella lo creía una gloria nacional francesa.
—Es un gran abogado, especialista en cuestiones criminales y, ¿cuál es la
palabra?, psicológicas. Habló de la responsabilidad de los criminales. ¿Se
dice así? Tiene usted que decirme si me equivoco al hablar, ¿eh? La señora
Popinga es presidenta de la sociedad que organiza las conferencias, y los
oradores siempre se alojan en su casa. A las diez de la noche había una
pequeña reunión privada en casa de los Popinga. Estaban el profesor Jean
Duclos, Conrad Popinga y su mujer, también el señor Wienands, con su
mujer y sus hijos.
Y yo. La casa está a un kilómetro de aquí, también junto al Amsterdiep,
que es el canal que está viendo. Bebimos vino y comimos pasteles. Conrad
puso la radio. ¡Ah!, también estaba Any, me olvidaba de ella, la hermana de
la señora Popinga, que es abogado. Conrad quiso bailar, y retiramos la
alfombra. Los Wienands se fueron antes por los niños, pues el más pequeño
lloraba. Viven en la casa de al lado de los Popinga. A medianoche, Any dijo
que quería acostarse. Yo había ido en bicicleta. Conrad quiso acompañarme y
tomó también su bicicleta. Volví aquí. Mi padre me esperaba. Y hasta la
mañana siguiente no nos enteramos del drama. Todo Delfzijl estaba agitado.
Pero no creo que fuera culpa mía. Cuando Conrad regresó, fue a guardar su
bicicleta en el cobertizo, detrás de la casa. Entonces le dispararon con un
revólver. Cayó. Murió al cabo de una media hora. ¡Pobre Conrad, tenía la
boca abierta!
Se secó una lágrima que hacía un extraño efecto sobre su mejilla, lisa y
rosada como una manzana madura.
—¿Eso es todo?
—Sí. Vino la policía de Groninga para ayudar a la gendarmería. Dijeron
que habían disparado desde la casa. Al parecer, el profesor, inmediatamente
después del disparo, bajó la escalera con un revólver en la mano. Y resultó
ser el revólver con el que habían disparado.
—¿El profesor Jean Duclos?
—Sí. Y no lo dejaron irse.
—En suma, en ese momento estaban en la casa la señora Popinga, su
hermana Any y el profesor Duclos.
—Ja!
—Y, durante la velada, estaban además los Wienands, usted y Conrad.
—¡Y también Cor! Me había olvidado.
—¿Cor?
—Bueno, se llama Cornelius, es un estudiante de la Escuela Naval que
iba a menudo a casa de los Popinga para que Conrad le diera clases
particulares.
—¿Cuándo se fue?
—Al mismo tiempo que Conrad y yo. Se subió a su bicicleta y giró a la
izquierda para volver al barco-escuela que está en el Ems-Canal. ¿Quiere
azúcar?
El té humeaba en las tazas. Un coche acababa de detenerse al pie de la
escalinata de tres peldaños. Poco después entró un hombre alto, ancho de
hombros, entrecano, de rostro grave y una pesadez acentuada por su calma.
El granjero Liewens esperó a que su hija le presentara al visitante.
Estrechó vigorosamente la mano de Maigret, pero no dijo nada.
—Mi padre no habla francés.
Ella le sirvió una taza de té, y él bebió de pie, a pequeños sorbos.
Después, en holandés, la joven le puso al corriente del nacimiento del ternero.
Debió de referirse al papel desempeñado por el comisario en el
acontecimiento, porque el señor Liewens lo miró con asombro no exento de
ironía, y a continuación, después de un saludo bastante rígido, se dirigió al
establo.
—¿Han metido al profesor Duclos en la cárcel? —preguntó entonces
Maigret.
—No, no. Está en el Hotel Van Hasselt, vigilado por un gendarme.
—¿Y Conrad?
—Transportaron su cuerpo a Groninga, a treinta kilómetros de aquí. Es
una gran ciudad de cien mil habitantes, con una universidad, donde Jean
Duclos se había alojado la víspera. Es terrible, ¿verdad? No se entiende.
Tal vez fuera terrible, pero no se notaba. Ello se debía a la límpida
atmósfera, al decorado suave y confortable, al té que humeaba, y a todo
Delfzijl, esa pequeña ciudad que parecía un juguete colocado al borde del
mar.
Desde la ventana, dominando la ciudad de ladrillo rojo, se veía la
chimenea y la pasarela de un gran barco mercante que estaban descargando.
Y los barcos, sobre el Ems, se deslizaban hasta llegar al mar.
—¿Conrad la acompañaba a usted a menudo?
—Siempre que yo iba a su casa. Era un amigo.
—¿No se ponía celosa la señora Popinga?
Maigret lo decía por si acaso, porque su mirada acababa de caer sobre el
atractivo pecho de la joven, y quizá también porque había recibido la
bocanada cálida de su aliento en las mejillas.
—¿Por qué iba a sentir celos?
—No lo sé. De noche, los dos solos…
Ella rió, mostrando sus dientes sanos.
—En Holanda siempre es así. Cor también me acompañaba.
—¿Estaba Conrad enamorado de usted?
Ello no dijo ni sí ni no. Cloqueó. Esa es la palabra exacta. Un pequeño
cloqueo de coquetería satisfecha.
Por la ventana vieron cómo su padre sacaba el ternero del establo,
sosteniéndolo como un bebé, y lo dejaba sobre la hierba del prado, a pleno
sol.
El animal se tambaleó sobre sus cuatro patas demasiado delgadas, estuvo
a punto de caerse y, de repente, pareció trotar cuatro o cinco metros antes de
inmovilizarse.
—¿Conrad no la besó nunca?
Nueva risa, pero acompañada de cierto rubor.
—Sí.
—¿Y Cor?
Guardó más las formas y desvió a medias la cabeza.
—También. ¿Por qué me lo pregunta?
Tenía una extraña mirada. ¿Acaso esperaba que Maigret también la
besara?
Su padre, desde fuera, la llamaba. Ella abrió la ventana. Él le habló en
holandés. Cuando se volvió, dijo:
—Disculpe, tengo que ir a la ciudad, a buscar al alcalde para el pedigrí
del ternero. Es muy importante. ¿No va usted a Delfzijl?
Salieron juntos. Ella tomó su bicicleta por el manillar y caminó al lado del
comisario, balanceando un poco las caderas, tan sólidas como las de una
mujer.
—Hermoso país, ¿no es cierto? ¡Pobre Conrad, que ya no podrá verlo!
¡Mañana comienzan los baños! Los años anteriores, él iba todos los días y se
pasaba una hora en el agua.
Maigret caminaba mirando al suelo.
La gorra del «Baes»
En contra de su costumbre, Maigret anotó algunos detalles materiales, sobre
todo topográficos, y puede decirse que tuvo buen olfato, porque a la postre la
solución del caso dependería de minutos y de metros.
Entre la granja de los Liewens y la casa de los Popinga había más o
menos mil doscientos metros. Las dos viviendas estaban al borde del mismo
canal, el Amsterdiep, y, para ir de una a otra, había que tomar el camino de
sirga.
El canal, por otra parte, estaba casi abandonado, pues habían construido
un canal mucho más ancho y profundo, el Ems-Canal, que unía Delfzijl con
Groninga.
El Amsterdiep, enfangado, tortuoso, sombreado por hermosos árboles,
servía casi exclusivamente para el paso de convoyes de troncos y de algunos
barcos de escaso tonelaje.
De vez en cuando, alguna granja. Un astillero de reparación de barcos.
Si se salía de la casa de los Popinga para dirigirse a la granja, se
encontraba primero, muy próxima, a treinta metros, la casa de los Wienands.
Después, una casa en construcción. Luego, un vasto terreno desierto y el
astillero lleno de troncos amontonados.
Pasado este astillero, tras un recodo del canal y del camino se abría un
nuevo terreno baldío. Desde ahí se distinguían claramente las ventanas de los
Popinga y, justo a la izquierda, un faro blanco situado al otro lado de la
ciudad.
—¿Es un faro de luz giratoria? —preguntó Maigret.
—Sí.
—De modo que, por la noche, debe de iluminar un trecho de camino.
—Sí —repitió ella con una risita, como si eso le hubiera recordado algo
divertido.
—¡Poco propicio para los enamorados! —concluyó él.
Ella lo abandonó antes de llegar a la casa de los Popinga con el pretexto
de que iba a tomar un camino más corto, pero probablemente lo hizo para que
no la vieran con él.
Maigret no se paró. La casa era moderna, de ladrillo, con un pequeño
jardín delantero, un huerto detrás, una avenida a la derecha y terreno libre a la
izquierda.
Prefirió alcanzar la ciudad, que quedaba a unos quinientos metros. Llegó
así a la esclusa que separaba el canal del puerto. En la dársena había barcos
de cien a trescientas toneladas, amarrados uno junto a otro, con los mástiles
erguidos y formando todo un mundo flotante.
A la izquierda vio el Hotel Van Hasselt y entró.

Una sala oscura, con revestimiento de madera barnizada, en la que flotaba


un olor a cerveza, ginebra y cera. Un gran billar. Una mesa con barras de
cobre cubiertas de periódicos.
En un rincón, un hombre se levantó en cuanto Maigret apareció y se
dirigió hacia él.
—¿Usted es el hombre que ha enviado la policía francesa?
Era alto, delgado, huesudo, con una cara alargada de rasgos muy
perfilados, con gafas de concha y cabello cortado a cepillo.
—Y usted debe de ser el profesor Duclos —contestó Maigret.
No se lo había imaginado tan joven. Duclos podía tener de treinta y cinco
a treinta y ocho años. Pero algo en él sorprendió a Maigret.
—¿Es usted de Nancy?
—El caso es que en la Universidad de Nancy ocupo una cátedra de
sociología.
—¡Pero usted no ha nacido en Francia!
El encuentro se iniciaba con una escaramuza.
—En la Suiza francesa. Estoy nacionalizado francés. He hecho todos mis
estudios en París y en Montpellier.
—¿Y es usted protestante?
—¿En qué lo ve usted?
¡En nada y en todo! Duclos pertenecía a una clase de hombres que el
comisario conocía bien: hombres de ciencia. El estudio por el estudio. La idea
por la idea. Cierta austeridad en las actitudes y en el comportamiento, al
tiempo que una propensión a las relaciones internacionales. La pasión por las
conferencias, por los congresos y por el carteo con corresponsales
extranjeros.
Era bastante nervioso, si esta palabra puede aplicarse a un hombre cuyos
rasgos no debían de alterarse jamás. En su mesa había una botella de agua
mineral, dos gruesos libros y papeles esparcidos.
—No veo al agente encargado de vigilarlo.
—Le di mi palabra de honor de que no me movería de aquí. Tenga en
cuenta que me esperan las sociedades literarias y científicas de Emden, de
Hamburgo y de Bremen. Debía dar mi conferencia en esas tres ciudades antes
de…
Apareció una mujer rubia y gorda, la dueña del hotel, y Jean Duclos le
explicó en holandés quién era el visitante.
—Sólo pedí que me mandaran un policía por si acaso. En realidad, confío
en aclarar yo mismo el misterio.
—¿Quiere usted decirme lo que sabe? —Y Maigret, dejándose caer en
una silla, pidió—: ¡Un Bols! En vaso grande.
—Aquí tiene, en primer lugar, los planos hechos a escala. Puedo
entregarle una copia. El primero representa la planta baja de la casa de los
Popinga: un pasillo a la izquierda; a la derecha, el salón, y después el
comedor; al fondo, la cocina; detrás, el cobertizo donde Popinga solía guardar
su bote y las bicicletas.
—¿Todos ustedes estaban en el salón?
—Sí. Aunque en dos ocasiones la señora Popinga, y después Any, fueron
a la cocina para preparar el té, porque la sirvienta estaba acostada. Este es el
plano del primer piso: en la parte de atrás, justo encima de la cocina, un
cuarto de baño; en la fachada, dos habitaciones: a la izquierda, el dormitorio
de los Popinga; a la derecha, un cuarto de trabajo con el diván donde Any
dormía; por último, la habitación que me había correspondido.
—¿Desde qué habitaciones pudieron disparar?
—Desde mi habitación, desde el cuarto de baño y desde el comedor de la
planta baja.
—Cuénteme cómo transcurrió la velada.
—Mi conferencia fue un éxito. La di en esa sala.
Y señaló una larga sala, decorada con guirnaldas de papel, que utilizaban
para bailes de sociedad, banquetes y representaciones teatrales. Un estrado
con decorados representaba el jardín de un castillo.
—Después nos dirigimos al Amsterdiep…
—¿Recorriendo los muelles? ¿Puede usted decirme en qué orden
caminaban?
—Yo iba delante, con la señora Popinga, que es una mujer muy culta.
Conrad Popinga flirteaba con esa pequeña granjera, esa imbécil que al reír
enseña todos los dientes y que no entendió nada de mi charla. Luego iban los
Wienands, Any y el joven alumno de Popinga, un muchacho pálido y vulgar.
—Llegaron a la casa…
—Ya le habrán contado que en la conferencia hablé de la responsabilidad
de los asesinos. La hermana de la señora Popinga, que ha terminado la carrera
de derecho y que el próximo curso dará clases, me preguntó algunos detalles.
Comenzamos a hablar del papel del abogado en un caso criminal. Después
sobre la policía científica, y recuerdo que le recomendé que leyera las obras
del profesor vienés Grosz. Defendí la tesis de que el crimen impune es
rigurosamente imposible. Diserté sobre las huellas, el análisis de los restos de
todo tipo, las deducciones. ¡Entretanto, Conrad Popinga se empeñaba en
hacerme escuchar Radio-Paris!
Maigret apenas sonrió.
—¡Lo consiguió! Tocaban jazz. Popinga fue a buscar una botella de
coñac y se asombró de ver a un francés que no bebiera. ¡Él sí bebió, al igual
que la granjera! Estaban muy alegres, y bailaron. «Comme á París!», gritaba
Popinga.
—No lo quería usted mucho —comentó Maigret.
—Un muchacho poco interesante. Wienands, por su parte, aunque a él
sólo le preocupan las matemáticas, nos escuchava. Los Wienands se fueron
porque su bebé empezó a llorar. La granjera estaba muy animada, y cuando
Conrad le propuso acompañarla, los dos se fueron en bicicleta. La señora
Popinga me mostró mi habitación y me quedé allí. Ordené algunos papeles,
los metí en mi maleta y me disponía a tomar unas notas para un libro que
estoy preparando cuando oí un tiro, tan cercano que casi me pareció que
había sido disparado en mi propia habitación. Salí al pasillo y vi que la puerta
del cuarto de baño estaba entreabierta. La empujé. La ventana estaba abierta
de par en par y se oía un estertor en el jardín, cerca del cobertizo de las
bicicletas.
—¿Había luz en el cuarto de baño?
—No. Me asomé a la ventana, y mi mano tropezó con la culata de un
revólver; lo agarré maquinalmente. Adivinaba una forma caída cerca del
cobertizo. Quise bajar. Topé con la señora Popinga, que salía enloquecida de
su habitación. Los dos bajamos corriendo por la escalera. Aún no habíamos
cruzado la cocina cuando nos alcanzó Any; estaba muy alterada, porque bajó
en combinación. Me entenderá mejor cuando la conozca.
—¿Y Popinga?
—Estaba moribundo. Nos miró con los ojos turbios y muy abiertos,
apretándose el pecho con la mano. En el momento en que intenté
incorporarle, se quedó rígido. Había muerto. La bala le había dado en el
corazón.
—¿Eso es todo lo que usted sabe?
—Telefonearon a la gendarmería y a un médico. Llamaron a Wienands,
que vino a ayudamos. Yo sentía cierto malestar. Olvidaba que me habían
visto con el revólver en la mano. Los gendarmes me lo recordaron y me
pidieron explicaciones. Me rogaron cortésmente que permaneciera a su
disposición.
—De eso hace seis días, ¿no?
—Sí. Desde entonces trabajo en resolver el problema, ¡porque sin duda se
trata de un problema! Mire estos papeles.
Maigret vació su pipa sin dedicar una sola mirada a los papeles en
cuestión.
—¿No sale del hotel?
—Podría, pero prefiero evitar cualquier incidente. Popinga era muy
querido por sus alumnos, y a cada momento te tropiezas con alguno de ellos
en la ciudad.
—¿Se ha descubierto algún indicio?
—¡Pues bien, sí! Any, que investiga por su cuenta y confía en averiguarlo
todo, aunque carezca de método, me trae de vez en cuando alguna
información. Debe saber, en primer lugar, que la bañera del cuarto de baño
está cubierta con una tapa de madera que la convierte en tabla de planchar; al
día siguiente, por la mañana, levantaron esa tapa y descubrieron una vieja
gorra de marino que nunca habían visto en la casa. En la planta baja, los
gendarmes descubrieron, en la alfombra del comedor, una colilla de cigarro
de un tabaco muy negro, creo que de Manila, que no es el que fumaba
Popinga, ni Wienands, ni el estudiante; y yo no fumo jamás. Sin embargo, el
comedor había sido barrido inmediatamente después de la cena.
—De lo que usted deduce…
—¡Nada! —exclamó Jean Duclos—. Ya deduciré en su momento. Me
excuso por haberlo hecho venir de tan lejos. Además, habrían podido elegir a
un policía que hablara el idioma del país. Usted sólo me será útil si se
tomaran respecto a mí unas medidas contra las que tendría usted que protestar
oficialmente.
Maigret se acariciaba la nariz mientras esbozaba una sonrisa realmente
deliciosa.
—¿Está usted casado, Monsieur Duclos?
—No.
—Y, antes de venir aquí, ¿conocía usted a los Popinga, o a la pequeña
Any, o a alguna de las personas de la velada?
—¡A ninguna! Ellos sólo me conocían de nombre.
—Claro, claro.
Y tomó de la mesa los dos planos hechos con tiralíneas, se los metió en el
bolsillo, se llevó la mano al borde del sombrero y se fue.

La comisaría era moderna, cómoda y clara. Esperaban a Maigret: el jefe


de estación había informado de su llegada, y se asombraban de que todavía
no hubiera aparecido.
Entró como si estuviera en su casa, se quitó el abrigo de entretiempo y
dejó el sombrero sobre un mueble.
El inspector enviado desde Groninga hablaba un francés lento y un poco
rebuscado. Era un joven alto, rubio y enjuto, muy amable, que acompañaba
todas sus frases con pequeñas inclinaciones que parecían significar: «¿Me
entiende? ¿Estamos de acuerdo?».
La verdad es que Maigret apenas lo dejó hablar.
—Ya que lleva usted metido en este caso unos seis días, debe de haber
verificado las horas.
—¿Qué horas?
—Sería interesante saber, por ejemplo, cuántos minutos exactamente
tardó la víctima en acompañar a Beetje Liewens a su casa y volver. ¡Espere!
Me gustaría saber también a qué hora llegó la señorita Liewens a la granja; su
padre, que la esperaba, debe de saberlo. Y, en fin, a qué hora el joven Cor
regresó al barco-escuela, donde por la noche hay sin duda un hombre de
guardia.
El policía parecía aburrirse y de repente se levantó como presa de una
inspiración, caminó hasta el fondo de la habitación y regresó con una gorra
de marino completamente deformada. Entonces explicó con lentitud
exagerada:
—Hemos encontrado al propietario de este objeto, que ha sido
descubierto en la bañera. Es un hombre al que llamamos «el Baes». En
francés, usted diría «el patrón».
¿Le escuchaba Maigret?
—No lo hemos detenido; preferimos vigilarlo y, además, es un hombre
muy popular en la zona. ¿Conoce usted la desembocadura del Ems? Cuando
se llega al Mar del Norte, a unos dieciséis kilómetros de aquí, se encuentran
unos islotes arenosos que las grandes mareas equinocciales sumergen casi por
completo. Uno de esos islotes se llama Workum, y un hombre se instaló allí,
con su familia y sus criados, y se empeñó en dedicarse a la ganadería: es «el
Baes». Ha conseguido una subvención del Estado, porque tiene una familia
fija que mantener. Incluso ha sido nombrado alcalde de Workum, aunque
aparte de él y de su familia allí no viva nadie más. Tiene un barco con motor,
con el que va y viene de su isla a Delfzijl.
Maigret seguía sin rechistar. El policía guiñó un ojo.
—Un tipo extraño, de sesenta años y fuerte como un roble. Tiene tres
hijos, que son unos piratas, como él. Porque, ¡escuche!, esto no puede
contarse en voz alta. Ya sabe que a Delfzijl llegan sobre todo troncos de
Finlandia y de Riga. Los vapores que los traen llevan una parte de la carga en
la cubierta, y esa carga va sujeta con cadenas. En caso de peligro, los
capitanes tienen orden de hacer cortar las cadenas y de dejar que la carga de
la cubierta caiga al mar, a fin de evitar la pérdida de todo el barco. ¿Todavía
no lo entiende?
Decididamente, Maigret no parecía interesarse lo más mínimo por esa
historia.
—«El Baes» es muy listo. Conoce a todos los capitanes que vienen por
aquí y ha llegado a un acuerdo con ellos. A la vista de los islotes, siempre hay
una razón para cortar por lo menos una de las cadenas. Unas cuantas
toneladas de madera caen al mar y la marea las transporta hasta la arena de
Workum… ¡Derecho de pecio! ¿Me entiende ahora? Luego «el Baes» reparte
las ganancias con los capitanes. ¡Y su gorra fue encontrada en la bañera! Un
único problema: sólo fuma en pipa. Pero bien podría haberlo acompañado
alguien.
—¿Eso es todo?
—Bueno, el señor Popinga, que tiene relaciones en todas partes, o, mejor
dicho, las tenía, había sido nombrado vicecónsul de Finlandia en Delfzijl
quince días antes de morir.
El joven flaco y rubio se sentía triunfante y jadeaba de contento.
—¿Dónde estaba el barco del «Baes» la noche del crimen?
Lanzó casi un grito:
—¡En Delfzijl, en el muelle, cerca de la esclusa! En otras palabras, a
quinientos metros de la casa.
Maigret llenó una pipa mientras iba y venía por el despacho, mirando sin
ningún interés los informes, de los que no entendía ni una palabra.
—¿No ha descubierto nada más? —preguntó de repente hundiendo ambas
manos en los bolsillos.
Quedó sorprendido al ver sonrojarse al policía.
—¿Ya lo sabe? —Se recuperó—: Claro, ha pasado usted toda la tarde en
Delfzijl. ¡Método francés! —Al hablar parecía que algo lo incomodara—.
Todavía no sé el valor de esa declaración. Cuatro días después del crimen
vino la señora Po— pinga. Me dijo que había consultado con el pastor si
debía hablar o no. ¿Conoce la casa? ¿Todavía no? Puedo entregarle un plano.
—Gracias, pero ya tengo uno —dijo el comisario sacándolo del bolsillo.
Y el otro, estupefacto, continuó:
—¿Ve usted el dormitorio de los Popinga? Desde la ventana sólo se ve un
trocito del camino que conduce a la granja, justo la parte que los rayos del
faro la iluminan cada quince segundos.
—¿Y la señora Popinga, celosa, espiaba a su marido?
—Miraba. Vio pasar las dos bicicletas en dirección a la granja. Después
vio la bicicleta de su marido, que regresaba. Inmediatamente después, a cien
metros de distancia, la bicicleta de Beetje Liewens.
—En otras palabras, después de que Conrad Popinga la dejara en la
granja, Beetje regresó, sola, a casa de los Popinga. ¿Qué dice ella de todo
esto?
—¿Quién?
—La joven.
—Todavía nada, no he querido interrogarla inmediatamente. Es muy
grave. Y usted quizás ya ha mencionado la palabra: ¡Celos! ¿Me entiende?
Además, el señor Liewens es miembro del Consejo.
—¿A qué hora regresó Cor a la escuela?
—Esto sí que lo sabemos. A las doce y cinco minutos de la noche.
—¿Y a qué hora se efectuó el disparo?
—A las doce menos cinco minutos. Pero no hay que olvidar la gorra ni el
cigarro.
—¿Tiene «el Baes» bicicleta?
—Sí, aquí todo el mundo circula en bicicleta. Es muy práctico. Yo
mismo… Pero aquella noche él no la utilizó.
—¿Han examinado el revólver?
—Ja! Pertenecía a Conrad Popinga. Es un revólver de reglamento. Lo
tenía siempre en la mesilla de noche, cargado con seis balas.
—¿A cuántos metros se efectuó el disparo?
—A unos seis. —Pronunciaba seiss—. Es la distancia del cobertizo a la
ventana del cuarto de baño, y también la del cobertizo a la ventana del
dormitorio de Monsieur Duclos. Además, tal vez dispararan desde arriba. Es
imposible saberlo, porque el profesor, mientras guardaba su bicicleta, tal vez
estuviera agachado. De todas formas, no hay que olvidar la gorra. Ni el
cigarro.
—¡Caramba con el cigarro! —masculló Maigret entre dientes. Y, en voz
alta, añadió—: La señorita Any, ¿está al corriente de la declaración de su
hermana?
—Sí.
—¿Qué opina?
—¡No opina nada! Es una joven muy instruida. No habla mucho. No es
como las demás.
—¿Es fea?
Decididamente, cada interrupción de Maigret tenía el don de sobresaltar
al holandés.
—Digamos que no es guapa.
—Bien, en tal caso es fea. Perdone, ¿qué decía usted?
—Ella quiere descubrir al asesino. Se mueve. Ha pedido los informes
para leerlos.
Fue una casualidad. En ese momento entraba una joven con una cartera
de cuero bajo el brazo y vestida con una austeridad que rozaba el mal gusto.
Se dirigió directamente al policía de Groninga y empezó a hablar
locuazmente en su idioma, sin prestar atención al extranjero, o tal vez
desdeñándolo.
El otro se sonrojó, osciló de una pierna a otra, movió unos papeles para
disimular y señaló a Maigret con la mirada. Pero ella seguía sin fijarse en el
comisario.
Sin saber ya qué hacer, el holandés dijo en francés, como a su pesar:
—Dice que la ley se opone a que usted efectúe interrogatorios en nuestro
territorio.
—¿Es la señorita Any?
Facciones irregulares. Boca demasiado grande, con los dientes mal
puestos, sin lo cual no habría resultado especialmente desagradable. Pecho
plano. Pies grandes. Pero, sobre todo, la irritante seguridad de una sufragista.
—Sí. De acuerdo con la ley, ella tiene razón. Pero yo le he dicho que la
costumbre…
—La señorita Any entiende el francés, ¿verdad?
—Creo que…
La joven ni se inmutó; aguardó, con la barbilla alzada, el final de esta
conversación, que no parecía concernirla.
—Señorita —dijo Maigret con una galantería exagerada—, desearía
presentarle mis respetos. Comisario Maigret, de la Policía Judicial. Todo lo
que quisiera saber es qué piensa usted de la señorita Beetje Liewens y de sus
relaciones con Cornelius.
A ella, al intentar sonreír, le salió una forzada y tímida sonrisa. Miró a
Maigret, después a su compatriota, y balbuceó en un francés casi
ininteligible:
—Yo no…, yo… no comprender bien.
Y este esfuerzo bastó para sonrojarla hasta las orejas, mientras pedía
auxilio con la mirada.
El Club de las Ratas del Muelle
Eran una docena de hombres, todos con un pesado chaquetón de lana azul,
gorra de marino y zuecos barnizados, pegados los unos a las puertas de la
ciudad, apoyados los otros en unas bitas de amarre, y apuntalados los últimos
sobre sus piernas, que unos anchos pantalones hacían monumentales.
Fumaban, mascaban tabaco, a menudo escupían y, de vez en cuando, una
frase les hacía reír a carcajadas y darse palmadas en los muslos.
A pocos metros de ellos, los barcos. Detrás, la pequeña ciudad protegida
por sus diques. Algo más lejos, una grúa descargaba carbón de un barco.
Al principio los hombres del grupo no descubrieron a Maigret, que
paseaba a lo largo del warf, y el comisario tuvo todo el tiempo del mundo
para observarlos.
Sabía que, en Delfzijl, a ese grupo lo llamaban irónicamente el Club de
las Ratas del Muelle. Sin que nadie lo informara, habría adivinado que la
mayoría de esos marinos pasaba el día en ese rincón, con lluvia o con sol,
charlando perezosamente y estrellando el suelo de escupitajos.
Uno de ellos era propietario de tres clípers, unos hermosos barcos de vela
y con motor de cuatrocientas toneladas, uno de los cuales estaba remontando
el Ems y no tardaría en entrar en el puerto.
Había personas menos acomodadas, un calafate que no debía de
calafatear gran cosa, y también el encargado de una esclusa abandonada, que
llevaba una gorra del Gobierno.
Pero uno de ellos eclipsaba a todos los demás, no sólo porque era el más
grueso, el más ancho, el de cara más encendida, sino porque se le notaba que
tenía una personalidad más fuerte.
Zuecos. Chaquetón. En la cabeza, una flamante gorra que todavía no
había tenido tiempo de adaptarse a la cabeza y que por eso le quedaba
ridícula.
El tipo era Oosting, más conocido como «el Baes», y fumaba una corta
pipa de barro mientras escuchaba lo que contaban sus compañeros.
Sonreía vagamente. De vez en cuando apartaba la pipa de la boca para
que el humo escapara más suavemente de los labios.
Un pequeño paquidermo. Un bruto macizo, aunque de ojos muy dulces, y
algo a la vez duro y delicado en toda su persona.
Sus ojos estaban fijos en un barco de unos quince metros amarrado al
muelle. Un barco rápido, bien diseñado, probablemente un antiguo yate, pero
sucio y en desorden.
Le pertenecía y, desde donde estaba, su dueño podía ver a continuación el
Ems con sus veinte kilómetros de anchura, el centelleo lejano del Mar del
Norte y, en algún lugar, una banda de arena rojiza: la isla de Workum, el
dominio de Oosting.
Caía la tarde y los resplandores de la puesta de sol enrojecían aún más la
ciudad de ladrillo e incendiaban el minio de un carguero en reparación, cuyos
reflejos se deshilachaban sobre el agua de la dársena.
La mirada del «Baes», que erraba suavemente sobre las cosas, consiguió
en cierto modo incluir a Maigret en el paisaje. Las pupilas, de color azul
verdoso, eran diminutas. Permanecieron fijas en el comisario durante un buen
rato; después el hombre vació la pipa sacudiéndola contra su zueco, escupió,
buscó en su bolsillo una vejiga de cerdo que contenía tabaco y se apoyó más
cómodamente en el muro.
Desde ese instante, Maigret no cesó de sentir sobre él aquella mirada en
la que no había ostentación ni desafío: una mirada tranquila y sin embargo
preocupada, una mirada que medía, evaluaba y calculaba.
El comisario había sido el primero en salir de la comisaría, después de
acordar una cita con el inspector holandés, Pijpekamp.
Any se había quedado allí, aunque no tardó en pasar por el muelle
apresurada, con la cartera bajo el brazo y el cuerpo un poco inclinado hacia
delante, como una mujer indiferente al ajetreo de la calle.
Maigret no la miró a ella, sino al «Baes», que la siguió largo rato con los
ojos y, con la frente algo más arrugada, se volvió después a Maigret.
Entonces, sin saber muy bien por qué, éste avanzó hacia el grupo. Los
hombres enmudecieron y diez rostros se giraron asombrados hacia él.
Se dirigió a Oosting.
—Perdón. ¿Comprende usted el francés?
«El Baes» no contestó y pareció reflexionar. Un marino flaco, cerca de él,
le explicó:
—Frenchman. French-politie.
Fue quizás uno de los minutos más extraños de la carrera de Maigret. Su
interlocutor, vuelto un instante hacia su barco, pareció dudar.
Era evidente que tenía ganas de invitar al comisario a subir con él a
bordo. En el barco se distinguía una pequeña cabina con tabiques de roble,
con la linterna de cardán y la brújula.
Los demás esperaban. Abrió la boca.
Y de pronto se encogió de hombros como diciendo: «¡Es una idiotez!».
Pero no lo dijo. Con una voz ronca que salía de la laringe, pronunció:
—No entender. Hollandsch. English.
La silueta negra de Any, con su velo de luto, cruzó el puente del canal
antes de tomar la orilla del Amsterdiep.
«El Baes» sorprendió la mirada que Maigret dirigía a su gorra nueva, pero
no se inmutó. Una sombra de sonrisa se paseó por sus labios.
En ese momento el comisario habría dado lo que fuera por poder hablar
con aquel hombre, en su idioma, sólo cinco minutos. Y su buena voluntad era
tal que farfulló algunas sílabas en inglés, pero con un acento tan malo que
nadie le entendió.
—¡No entender! ¡Nadie entender! —repitió el que había intervenido
antes.
Los hombres reanudaron su conversación mientras Maigret se alejaba.
Confusamente, sentía que acababa de rozar el corazón del enigma y que,
debido a la imposibilidad de entenderse mutuamente, se apartaba de él.
Al cabo de unos minutos se dio la vuelta. El grupo de las Ratas del
Muelle seguía charlando a la luz del crepúsculo y los últimos rayos de sol
enrojecían la gruesa faz del «Baes», que no dejaba de mirar al policía.
Hasta ese momento Maigret, en cierto modo, había dado vueltas
alrededor del crimen, dejando para el final la visita, siempre penosa, a una
casa en duelo.
Llamó. Eran algo más de las seis. No había caído en la cuenta de que a
esa hora los holandeses acostumbran a cenar y, cuando una sirvienta le abrió
la puerta, en el comedor descubrió a las dos mujeres sentadas a la mesa.
Se levantaron a la vez y con la diligencia, un poco rígida, de colegialas
internas bien educadas.
Vestían de negro de pies a cabeza. En la mesa había té, unas finísimas
rebanadas de pan y embutidos. Pese al crepúsculo, la lámpara no estaba
encendida, pero una estufa de gas, en la que se veía el fuego a través de las
ventanillas de mica, las alumbraba.
Any dio en seguida el interruptor de la luz mientras la sirvienta iba a
correr las cortinas.
—Discúlpenme, por favor —dijo Maigret—. Sobre todo, por llegar a la
hora de la cena.
La señora Popinga, con un torpe gesto, le indicó un sillón y miró a su
alrededor con cierto malestar mientras su hermana se retiraba al otro extremo
de la habitación.
Era prácticamente el mismo ambiente que en la granja: muebles
modernos, pero muy discretos; tonos apagados en una armonía distinguida y
triste.
—Usted viene para…
El labio inferior de la señora Popinga se alzó ligeramente y ella tuvo que
llevarse el pañuelo a la boca para reprimir un sollozo que estallaba de pronto.
Any no se movió.
—Discúlpeme. Ya volveré —le dijo Maigret.
Ella, tratando de recuperar la compostura, le indicó que no. Debía de
tener algunos años más que su hermana. Era de complexión grande, y más
femenina que Any. De facciones regulares, tenía algunos granitos de acné en
las mejillas y dos o tres cabellos grises.
Todos sus gestos revelaban cierta discreta distinción. Maigret recordó que
era hija del director de un instituto, que hablaba correctamente varios idiomas
y que era muy instruida. Pero eso no le impedía ser tímida, con la típica
timidez de burguesa de ciudad pequeña, que se asusta por una nadería.
Recordó también que pertenecía a la más austera de las sectas
protestantes y que presidía la mayoría de las asociaciones benéficas y los
círculos intelectuales femeninos de Delfzijl.
Consiguió dominarse. Miraba a su hermana como para pedirle ayuda.
—¡Lo siento! Pero ¿no le parece increíble? Conrad, un hombre al que
todo el mundo quería… —En un rincón, su mirada tropezó con un altavoz de
la radio y estuvo a punto de echarse a llorar de nuevo—. Era su única
distracción —balbuceó—. Y su bote, en verano, por las tardes, en el
Amsterdiep. Trabajaba mucho. ¿Quién ha podido hacerlo?
Al ver que Maigret callaba, añadió en un tono más melifluo, como si la
atacaran y tuviera que defenderse:
—No acuso a nadie. No sé. Yo no quiero creerlo, ¿me entiende? Fue la
policía la que pensó en el profesor Duclos, porque salió con el revólver en la
mano. Yo no sé nada. Es demasiado horrible. Alguien ha matado a Conrad,
¿y por qué? ¿Por qué a él? ¡Ni siquiera para robar! ¿Entonces…?
—Usted contó a la policía lo que vio por la ventana.
Ella se sonrojó una vez más. Seguía de pie, con la mano apoyada en la
mesa del comedor.
—No sabía si debía hacerlo. Creo que Beetje no ha hecho nada, pero
casualmente la vi. Me dijeron que cualquier detalle, por pequeño que fuera,
podía servir para la investigación. Le pedí consejo al pastor y él me dijo que
hablara. Beetje es una buena chica. Realmente, no se me ocurre quién… Sin
duda fue alguien que debería estar en un manicomio. —No le costaba
encontrar las palabras. Su francés era perfecto, matizado por un acento muy
leve—. Any me ha dicho que ha venido usted desde París expresamente para
investigar el asesinato de Conrad. ¿Es eso cierto?
Estaba más tranquila. Su hermana no se movía de su rincón y Maigret
sólo la veía parcialmente gracias a un espejo.
—Quiere usted visitar la casa, ¿verdad? —Parecía ya resignada a ello. Sin
embargo, suspiró—: ¿Le importaría ir con… Any?
Un traje negro pasó por delante del comisario. La siguió por una escalera
adornada con una alfombra que parecía recién comprada. La casa, coqueta y
que no tenía aún diez años, estaba construida con materiales ligeros, ladrillos
huecos y abeto. Pero las pinturas que recubrían todos los revestimientos de
madera daban frescura al conjunto.
Abrieron primero la puerta del cuarto de baño. La tapa de madera se
hallaba sobre la bañera, convertida así en tabla de planchar. Maigret se asomó
a la ventana, vio el cobertizo de las bicicletas, el huerto bien cuidado y, más
allá de los campos, la ciudad de Delfzijl, donde pocas casas tenían planta baja
y un piso, y ninguna tenía dos pisos.
Any esperaba en la puerta.
—Al parecer está usted realizando investigaciones por su cuenta —le dijo
Maigret.
Ella, aunque se sobresaltó, no contestó, y se apresuró a abrir la puerta de
la habitación del profesor Duclos.
Lecho de cobre. Ropero de madera de pino. Linóleo en el suelo.
—¿De quién era antes esta habitación?
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para articular:
—Mía, cuando venía.
—¿Venía a menudo?
—Sí, yo…
Su turbación se debía a la timidez. Los sonidos morían en su garganta. Su
mirada buscaba auxilio.
—Entonces, como el profesor estaba aquí, usted durmió en el despacho
de su cuñado, ¿no es así?
Ella asintió y abrió la puerta. Había una mesa atestada de libros; entre
otros, estudios recientes sobre compases giroscópicos y sobre pilotaje de
barcos mediante ondas hertzianas. Unos sextantes. En la pared había fotos de
Conrad Popinga en Asia, en Africa, con uniforme de primer teniente o de
capitán.
Una panoplia de armas malayas. Esmaltes japoneses. Encima de unos
caballetes, algunos instrumentos de precisión y una brújula desmontada que
Popinga debía de estar reparando.
Un diván tapizado en reps azul.
—¿El dormitorio de su hermana?
—Al lado.
El despacho comunicaba a la vez con la habitación del profesor y con el
dormitorio de los Popinga, aunque este último estaba decorado con mayor
cuidado. Una lámpara de alabastro en la cabecera de la cama. Un tapiz persa
bastante hermoso. Unos muebles de madera de las islas.
—Usted estaba en el despacho —dijo pensativamente Maigret.
Gesto afirmativo.
—Así pues, usted no podía salir sin pasar por el cuarto del profesor o por
el de su hermana.
Nuevo gesto.
—El profesor estaba en su cuarto. Y su hermana también.
Ella abrió desmesuradamente los ojos y la boca, como si se sintiera
estupefacta.
—¿Usted cree que…?
Maigret recorrió las tres habitaciones mascullando:
—¡Yo no creo nada! Busco. Descarto. Y, hasta el momento, usted es la
única que puede ser lógicamente eliminada, a no ser que el profesor Duclos o
la señora Popinga sea su cómplice.
—Usted, usted…
Pero él continuaba hablando para sus adentros:
—Es evidente que Duclos pudo disparar desde su habitación y también
desde el cuarto de baño. La señora Popinga también habría podido entrar en
el cuarto de baño. Pero el profesor, que entró en él inmediatamente después
del disparo, no la vio allí. ¡Al contrario! La vio salir de su habitación unos
segundos después.
¿No estaba perdiendo Any algo de su timidez? Gracias a esta exposición
técnica, la estudiante prevalecía sobre la joven.
—Pudieron disparar desde abajo —apuntó ella, con la mirada más aguda
y su cuerpo delgado completamente erguido—. El doctor dijo…
—Sin embargo, el revólver que mató a su cuñado es el mismo que Duclos
llevaba en la mano. Tal vez el asesino lo arrojara al primer piso, por la
ventana.
—¿Por qué no?
—¡Evidentemente! ¿Por qué no?
Y, sin esperarla, bajó la escalera, que parecía demasiado estrecha para él
y cuyos peldaños crujían bajo su peso.
Encontró a la señora Popinga de pie, en el salón, casi en el mismo lugar
en que la había dejado. Any lo seguía.
—¿Venía Cornelius a menudo?
—Casi cada día. Tenía clase tres días por semana, el martes, el jueves y el
sábado. Pero los otros días también venía. Sus padres viven en las Indias.
Hace un mes se enteró de que su madre había muerto, y ya estaba enterrada
cuando recibió la carta. Entonces…
—¿Y Beetje Liewens?
La pregunta provocó cierto malestar. La señora Popinga miró a Any, y
ésta bajó los ojos.
—Venía…
—¿Con frecuencia?
—Sí.
—¿Invitada?
La atmósfera iba haciéndose más aguda, más precisa. Maigret notaba que
avanzaba, si no en el descubrimiento de la verdad, sí, al menos, en la
comprensión de la vida de la casa.
—No… Sí.
—Tengo entendido que Beetje no se parece mucho a usted o a Any.
—Beetje es muy joven. Su padre era amigo de Conrad.
Y ella nos traía manzanas, frambuesas, queso fresco…
—¿Estaba enamorada de Cor?
—¡No!
La negación era categórica.
—Usted no la quería mucho, ¿verdad?
—¿Por qué no? Venía, reía, no paraba de hablar… Como un pajarillo,
¿me entiende?
—¿Conoce usted a Oosting?
—Sí.
—¿Se relacionaba con su marido?
—El año pasado Oosting quiso ponerle un motor nuevo a su barco y pidió
consejo a Conrad. Conrad le hizo los planos. Fueron a pescar el zeehond,
¿cómo lo llaman ustedes?, el cazón, sí, el cazón, en los bancos de arena. —
De repente preguntó—: ¿Usted cree que…? ¿La gorra, tal vez? Es imposible.
¡Oosting! —Y gimió, de nuevo alterada—: ¡Oosting tampoco! ¡No! ¡Nadie!
Nadie puede haber matado a Conrad. Usted no conoció a mi marido. Él, él…
Empezó a llorar y desvió la cabeza. Maigret prefirió retirarse. No le
ofrecieron la mano, y él se limitó a inclinarse murmurando excusas.
En el exterior, lo sorprendió la frescura húmeda que llegaba desde el
canal. En la otra orilla, no lejos del astillero de reparación de barcos,
descubrió al «Baes» conversando con un joven alumno de la Escuela Naval.
Ambos estaban de pie y sus siluetas se recortaban en el crepúsculo.
Oosting parecía hablar enérgicamente. El joven, uniformado, bajaba la
cabeza, pero sólo se veía el pálido óvalo de su rostro.
Maigret supuso que el joven debía de ser Cornelius.
Y estuvo seguro de ello cuando le vio un brazalete negro en tomo a la
manga de paño azul.
Los troncos flotantes del Amsterdiep
No fue un seguimiento en el sentido estricto de la palabra. En todo caso,
Maigret no tuvo en ningún momento la sensación de que espiaba a alguien.
Había salido de la casa de los Popinga. Había caminado unos pasos.
Había descubierto a dos hombres al otro lado del canal y se había detenido
resueltamente a observarlos. No se ocultaba. Estaba de pie al borde del agua,
con la pipa entre los dientes y las manos en los bolsillos.
Tal vez porque él no se ocultaba, y tal vez porque los otros tampoco lo
habían visto y proseguían su apasionada conversación, ese instante tuvo algo
de emocionante.
La orilla del canal sobre la que estaban los dos hombres se veía desierta.
Un cobertizo se alzaba en medio de un astillero en el que dos barcos
descansaban sobre unos tablones. Unos botes se pudrían fuera del agua.
Finalmente, sobre el propio canal, los troncos de árboles, que sólo
dejaban ver uno o dos metros de la superficie del agua, daban al paisaje un
toque exótico.
Ya era tarde. Reinaba una semioscuridad y, sin embargo, el aire, límpido,
mantenía los colores en toda su pureza.
La calma era tan intensa que sobrecogía, y el graznido de una rana, en
una charca lejana, provocaba sobresaltos.
«El Baes» hablaba. No alzaba la voz, pero se notaba que ponía énfasis en
cada sílaba, que quería ser comprendido u obedecido. Cabizbajo, el joven,
con uniforme de guardiamarina, escuchaba; sus guantes blancos introducían
dos manchas claras, las únicas, en el paisaje.
De repente se oyó un grito desgarrador: un asno empezó a rebuznar en un
prado detrás de Maigret. Y eso bastó para romper el hechizo. Oosting miró en
dirección al animal, que se enfadaba con el cielo, descubrió a Maigret y paseó
su mirada sobre él sin rechistar.
Dijo todavía unas palabras más a su compañero, se hundió la corta
boquilla de su pipa de barro en la boca y se dirigió a la ciudad.
Eso no significaba nada, ni tampoco demostraba nada. Maigret echó a
andar a su vez, y los dos avanzaron juntos, cada uno por una orilla del
Amsterdiep.
Pero el camino que seguía Oosting se alejaba pronto de la ribera. «El
Baes» no tardó en desaparecer detrás de unos cobertizos. Durante casi un
minuto siguió escuchándose el sordo martilleo de sus zuecos.
Ya había oscurecido, a excepción de un halo imperceptible. Las luces
acababan de encenderse en la ciudad, y también a lo largo del canal, donde la
iluminación terminaba más allá de la casa de los Wienands. La otra orilla,
deshabitada, permanecía en sombras.
Maigret se volvió, sin saber por qué. Gruñó al oír que el asno lanzaba un
nuevo y desesperado rebuzno.
Y a lo lejos, más allá de las casas, vio dos manchitas blancas que
bailoteaban encima del canal. Eran los guantes de Cornelius.
Si no se prestaba mucha atención, y sobre todo si se olvidaba que los
troncos ocupaban casi toda la superficie del agua, el espectáculo era
fantasmal: unas manos que se agitaban en el vacío; un cuerpo que se
confundía con la noche; y, en el agua, el reflejo de la última lámpara
eléctrica.
Ya no se oían los pasos de Oosting. Maigret se dirigió hacia las últimas
casas de la ciudad. Pasó de nuevo por delante de la casa de los Popinga, y
después por delante de la de los Wienands.
No siempre se ocultaba, y además sabía que también él debía de
confundirse con la noche. No perdía de vista los guantes. Y lo entendía:
Cornelius, para no tener que llegar a Delfzijl, donde un puente cruzaba el
canal, franqueaba el agua caminando sobre los troncos de los árboles, que
formaban una balsa. En el centro había que dar un salto de dos metros. Las
manos blancas se agitaron más, describieron rápidamente un semicírculo y se
oyó un chapoteo.
Segundos después caminaba por la orilla; Maigret, a menos de cien
metros, lo seguía.
Todo era inconsciente por ambas partes, y además Cornelius debía de
ignorar la presencia del comisario. Pero el caso es que, en cuanto ambos
dieron los primeros pasos, caminaron acompasados, tanto que los crujidos del
camino se confundían.
Maigret se dio cuenta de ello porque, en determinado momento, su pie
tropezó y el sincronismo dejó de ser perfecto durante una décima de segundo.
No sabía adonde iba. Y, sin embargo, su paso se hacía más rápido a
medida que el joven aceleraba. Más aún: poco a poco se sentía arrastrado por
una especie de vértigo.
Al principio, los pasos eran largos y regulares. Luego se acortaban. Se
precipitaban.
En el preciso instante en que Cornelius pasaba por delante del depósito de
maderas, estalló un auténtico concierto de ranas y hubo un parón seco.
¿Tendría miedo Cornelius? Continuó la marcha, pero más irregular
todavía, a veces con vacilaciones, y otras, por el contrario, con dos o tres
pasos tan rápidos que hubiera podido creerse que echaba a correr.
Ahí terminó el silencio, porque el coro de ranas ya no cesó. Llenaba toda
la noche.
Y el paso se aceleraba. El fenómeno proseguía: Maigret, a fuerza de
acompañar el ritmo del guardiamarina, «sentía» literalmente su estado de
ánimo.
¡Cornelius tenía miedo! Caminaba aprisa porque tenía miedo. Tenía prisa
por llegar. Pero cuando pasaba cerca de una sombra de contornos extraños,
un montón de madera, un tronco seco, un arbusto, su pie se detenía en el aire
una décima de segundo más.
El canal hacía una curva. Cien metros más allá, en la dirección de la
granja, se abría el corto espacio iluminado por los rayos del faro.
El joven pareció tropezar con esta luz. Se volvió. La atravesó corriendo y
de nuevo se giró.
Aunque ya la había superado, seguía girándose mientras Maigret entraba
en la zona luminosa tranquilamente, con toda su anchura, con todo su
volumen, con todo su peso.
El otro debió de verlo. Se paró. El tiempo de recuperar el aliento. Arrancó
de nuevo.
La luz quedaba a sus espaldas. Delante tenían una ventana iluminada: la
de la granja. El canto de las ranas los acompañaba. Por mucho que se
alejaran, seguía igual de próximo, los rodeaba como si centenares de
animales los escoltaran.
Parón brusco y definitivo a cien metros de la casa. Una silueta se apartó
del tronco de un árbol. Una voz cuchicheó.
Maigret no quería retroceder. Habría sido ridículo. No quería ocultarse.
Además, era demasiado tarde: ya había cruzado la zona iluminada por el faro.
Sabían que él estaba allí. Siguió avanzando lentamente, desconcertado
por no tener ya otro paso que acompañara el suyo.
La oscuridad era muy densa debido a los árboles de espeso follaje que
había a ambos lados del camino. Pero se veía un guante blanco encima de
algo.
Un abrazo. La mano de Cornelius detrás del talle de una joven, de Beetje.
Como máximo, le quedaban unos cincuenta metros más. Maigret hizo una
pausa, sacó unos fósforos del bolsillo y prendió uno para encender la pipa,
señalando así su posición exacta.
Después se acercó. Los enamorados se movían. Cuando estuvo sólo a
diez metros, se destacó la silueta de Beetje, que se plantó en medio del
camino con la cara vuelta hacia él, como para esperarlo. Y Cornelius seguía
pegado a un tronco de árbol.
Ocho metros.
Detrás de ellos, la ventana de la granja seguía iluminada: un simple
rectángulo rojizo.
De repente se oyó un gritito ronco, indescriptible, un grito de miedo, de
nerviosismo, uno de esos gritos que preceden a los sollozos y las lágrimas,
como un resorte.
Cornelius lloraba con la cabeza entre las manos y pegado al árbol, como
para protegerse.
Beetje estaba frente a Maigret. Iba cubierta con un abrigo, pero el
comisario vio que debajo llevaba un camisón, con las piernas desnudas y los
pies calzados con zapatillas.
—No le haga caso.
Estaba tranquila. Dirigió incluso una mirada de reproche, también de
impaciencia, a Cornelius.
Este les daba la espalda. Intentaba calmarse. Pero, como no lo conseguía,
sentía vergüenza.
—Está nervioso. Cree…
—¿Qué cree?
—Que lo van a acusar a él.
El joven seguía sin acercarse. Se secó los ojos. ¿Acaso pensaba en
escapar y salir corriendo?
—Todavía no he acusado a nadie —exclamó Maigret por decir algo.
—¿Verdad que no?
Y, vuelta hacia su compañero, le habló en holandés. Maigret creyó
entender o, más bien, adivinar: «¿Ves? El comisario no te acusa. Tienes que
calmarte. No seas infantil». Pero ella calló bruscamente. Permaneció inmóvil,
atenta. Maigret no había oído nada. Al cabo de unos segundos, también él
creyó oír un crujido cerca de la granja.
Eso bastó para reanimar a Cornelius, que miró a su alrededor con las
facciones tensas y los sentidos alerta.
Nadie hablaba.
—¿Ha oído? —susurró Beetje.
El joven, con el arrojo de un gallito, quiso acercarse al lugar de donde
procedía el ruido. Respiraba ruidosamente.
Demasiado tarde. El enemigo estaba mucho más cerca de lo que habían
supuesto.
A diez metros se alzaba una silueta identificable a primera vista: la del
granjero Liewens, en zapatillas.
—¡Beetje! —llamó.
Ella no se atrevió a contestar inmediatamente. Pero cuando él repitió su
nombre, suspiró temerosa:
—Ja!
Liewens seguía acercándose. Pasó primero delante de Cornelius, pero
fingió no verlo. ¿Acaso todavía no había divisado a Maigret?
El caso es que se plantó delante de éste con la mirada dura y las aletas de
la nariz temblando de ira. Se contenía. Permanecía rigurosamente inmóvil.
Cuando habló, se dirigió a su hija, y su voz sonó a la vez incisiva y
amortiguada.
Dos o tres frases. Ella lo escuchaba cabizbaja. Entonces él repitió varias
veces la misma palabra en un tono imperioso, y Beetje explicó en francés:
—Quiere que le diga…
Su padre la espiaba, como para adivinar si ella traducía exactamente su
discurso.
—… que en Holanda los policías no citan a las jóvenes de noche en el
campo.
Maigret se sonrojó como pocas veces le había ocurrido. Una oleada de
sangre cálida hizo zumbar sus oídos.
¡La acusación era tan estúpida y revelaba tanta mala fe!
Al fin y al cabo, Cornelius estaba ahí, agazapado en la oscuridad, con la
mirada inquieta y los hombros encogidos.
Y el padre, en cualquier caso, debía de saber perfectamente que Beetje
había salido para encontrarse con el chico.
Entonces, ¿qué podía contestar? Además, tenía que hablarle a través de
una traductora.
Por otra parte, Liewens no parecía esperar respuesta alguna. El granjero
chasqueó los dedos como para llamar a un perro y le mostró el camino a su
hija; ésta dudó, se volvió hacia Maigret y, sin atreverse a mirar a su
enamorado, caminó finalmente delante de su padre.
Cornelius no se había movido. Sin embargo, alzó la mano, quizá para
detener al granjero cuando pasó por su lado, pero la dejó caer. El padre y la
hija se alejaron. Poco después sonó un portazo en la casa.
¿Acaso las ranas habían enmudecido durante esta escena? Era imposible
afirmarlo, pero su concierto se convirtió ahora en un estruendo ensordecedor.
—¿Habla francés?
Cornelius no contestó.
—¿Habla francés?
—Un poquito.
Miraba con rencor a Maigret, hablaba de mala gana, y se mantenía de
lado, como para ofrecer menos superficie a un ataque.
—¿Por qué tiene tanto miedo?
Brotaron unas lágrimas, pero ni un sollozo. Cornelius se sonó durante
largo rato. Le temblaban las manos. Parecía a punto de sufrir otra crisis.
—¿Teme realmente que lo acusen de haber matado a su profesor? —Y
Maigret añadió bruscamente—: ¡Vámonos!
Lo empujó en dirección a la ciudad. Habló extensamente, porque se daba
cuenta de que su interlocutor no entendía la mitad de sus palabras.
—¿Tiene miedo sólo por usted?
¡Era un chiquillo! El rostro, flaco y con los rasgos todavía poco definidos,
estaba pálido. Los hombros parecían aún más estrechos en el uniforme
ceñido. El gorro de guardiamarina acababa de aplastarlo, de convertirlo en un
niño disfrazado de marino.
Y en todos sus gestos, en la expresión de su rostro, se leía la
desconfianza. Si Maigret hubiera levantado la voz, ¡sin duda él habría alzado
los brazos para protegerse de los golpes!
El brazalete negro, sin embargo, añadía una nota severa y lastimosa.
¿Acaso no hacía sólo un mes que el chaval se había enterado de que su madre
había muerto en las Indias, tal vez un día en que él, en Delfzijl, se sentía muy
contento, o tal vez la noche del baile anual de la escuela?
Regresaría a su casa dentro de dos años, con el grado de tercer oficial, y
su padre lo acompañaría hasta una tumba ya descuidada, o le presentaría a
otra mujer instalada en la casa.
Y la vida comenzaría en un gran vapor: las horas de guardia, las escalas,
Java-Rotterdam, Rotterdam-Java, dos días aquí, cinco o seis horas allá…
—¿Dónde estaba en el momento en que mataron al profesor?
Brotó el sollozo, terrible y desgarrador. El chiquillo agarró las solapas de
Maigret con sus manos enguantadas de blanco, que temblaban
convulsivamente.
—¡No es verdad! ¡No es verdad! —repitió por lo menos diez veces—.
Nein! ¿Usted no entender? ¡No! No es verdad.
Tropezaron de nuevo con el pincel lechoso del faro. La luz los cegaba, los
esculpía destacando todos los detalles.
—¿Dónde estaba usted?
—Por ahí.
Por ahí era la casa de los Popinga, el canal, que debía de cruzar saltando
de tronco en tronco.
Este detalle era importante. Popinga había muerto a las doce menos cinco.
Cornelius había vuelto a su barco exactamente a las doce y cinco.
Ahora bien, para recorrer el camino por el trayecto normal, es decir, por
la ciudad, se precisaban unos treinta minutos.
¡Pero únicamente seis o siete franqueando el canal de esa manera y
evitando el rodeo!
Maigret caminaba, pesado y lento, al lado del joven; éste temblaba como
una hoja, y, en el momento en que sonó una vez más el rebuzno del asno, se
estremeció de pies a cabeza, como si estuviera a punto de escapar.
—¿Quieres a Beetje?
Silencio obstinado.
—¿La viste regresar después de que Popinga la hubiera acompañado?
—¡Eso no es cierto! ¡No es cierto! ¡No es cierto!
Maigret estuvo a punto de calmarlo de un buen empellón.
Sin embargo, lo rodeó con una mirada indulgente, quizás afectuosa.
—¿Ves a Beetje todos los días?
Nuevo silencio.
—¿A qué hora tienes que regresar al barco-escuela?
—Diez. Si no, permiso… Cuando iba a casa del profesor, yo poder…
—… regresar más tarde. Así que, ¿esta noche no?
Estaban en la orilla del canal, en el mismo lugar por donde Cornelius lo
había cruzado. Maigret, con absoluta naturalidad, se dirigió hacia los troncos,
puso el pie sobre uno de ellos y estuvo a punto de caer, porque no estaba
habituado a esas piruetas y la madera resbalaba debajo de sus suelas.
Cornelius titubeaba.
—¡Corre! Van a dar las diez.
El chiquillo se asombró. Debía de estar pensando que ya no volvería a ver
el barco-escuela, que sería detenido, que iban a meterlo en la cárcel.
Por el contrario, el terrible comisario lo acompañaba y tomaba impulso,
como él, para salvar los dos metros de agua del centro del canal. Se
salpicaron mutuamente. En la otra orilla, Maigret se paró para secarse el
pantalón.
—¿Dónde está el barco?
Todavía no había caminado por ese lado del canal. Entre el Amsterdiep y
el nuevo canal, ancho y profundo, accesible a los grandes buques, había un
gran solar.
Al volverse, el comisario descubrió una ventana iluminada en el primer
piso de la casa de los Popinga. Una silueta, la de Any, se movía detrás de la
cortina. Era el despacho de Popinga.
Pero no se podía adivinar en qué tarea estaba enfrascada la joven
abogado.
Cornelius se había tranquilizado un poco.
—Juro… —comenzó a decir.
—¡No!
Eso lo desarmó. Miró a su compañero tan asustado que Maigret le palmeó
el hombro diciéndole:
—¡No hay que jurar nunca! Y menos aún en tu situación. ¿Te casarías
con Beetje?
—Ja! Ja!
—Y el padre de Beetje, ¿aceptaría?
Silencio. Cabizbajo, Cornelius seguía caminando entre las viejas barcas
puestas a secar que obstruían el terreno.
Divisaron la amplia superficie del Ems-Canal. En un recodo del canal se
alzaba un gran barco negro y blanco con todos los ojos de buey iluminados.
Una proa muy alta. Un mástil y sus vergas.
Era una vieja nave de la Marina de Guerra holandesa, de cien años de
antigüedad e incapaz ahora de navegar, que habían amarrado allí para alojar a
los alumnos de la Escuela Naval.
Aquí y allá, figuras oscuras y resplandores de cigarrillos. El sonido de un
piano procedente de la sala de juegos.
De repente repicó una campana lanzada al vuelo, mientras todas las
siluetas dispersas por el muelle se agrupaban en un enjambre delante de la
pasarela; y a lo lejos, por el camino que llevaba a la ciudad, llegaban
corriendo cuatro rezagados.
Una auténtica vuelta a clase, aunque todos esos jóvenes de dieciséis a
veintidós años vistieran el uniforme de oficial de la Marina, guantes blancos
y rígida gorra con galones dorados.
Un viejo cabo de la Marina, acodado en la borda, los veía desfilar uno a
uno fumando su pipa.
Todo vibraba, juvenil y alegre. Se intercambiaban bromas que Maigret no
lograba entender. Los cigarrillos eran arrojados en el momento de franquear
la pasarela. Y, una vez a bordo, proseguían las carreras y los simulacros de
peleas.
Los rezagados, jadeantes, alcanzaron la pasarela. Cornelius, con las
facciones tensas, los ojos colorados y la mirada febril, se volvió hacia
Maigret.
—¡Vamos, corre! —masculló éste.
El otro entendió mejor el gesto que las palabras; se llevó la mano a la
gorra, esbozó torpemente un saludo militar y abrió la boca para hablar.
—Está bien. Lárgate —le dijo Maigret, porque el cabo de la Marina se
disponía a irse y un alumno ocupaba su puesto de guardia.
A través de los ojos de buey podía ver cómo los jóvenes desplegaban sus
hamacas y arrojaban sus ropas con despreocupación.
Maigret no se movió del sitio hasta que hubo visto cómo Cornelius
entraba en la cámara, tímido, incómodo, con el cuerpo ladeado, recibía una
almohada en plena cara y se dirigía a una de las hamacas del fondo.
Otra escena, pero de color más subido, estaba a punto de comenzar. El
comisario aún no había dado diez pasos en dirección a la ciudad cuando
descubrió a Oosting que, al igual que él, había acudido a presenciar el regreso
de los alumnos.
Eran dos hombres ya maduros, y ambos gruesos, pesados y tranquilos.
¿No hacían el ridículo yendo a contemplar a unos chiquillos que se
encaramaban a sus hamacas y se peleaban a almohadonazos?
¿No eran como dos gordas cluecas vigilando a un polluelo atrevido?
Se miraron. «El Baes» no chistó, pero se tocó el borde de la gorra.
Sabían de antemano que entre ellos era imposible cualquier conversación,
dado que no hablaban el mismo idioma.
—Goed avond —masculló, sin embargo, el hombre de Workum.
—¡Buenas noches! —exclamó Maigret, como si fuera un eco.
Seguían el mismo rumbo, un camino que al cabo de unos doscientos
metros se convertía en calle y se adentraba en la ciudad.
Caminaban los dos más o menos a la misma altura. Para separarse, uno de
ellos tenía que reducir ostensiblemente el paso, y ninguno de los dos quería
hacerlo.
Oosting calzaba zuecos. Maigret iba vestido de ciudad. Fumaban los dos
en pipa, con la única diferencia de que la de Maigret era de brezo, y la del
«Baes» de arcilla.
La tercera casa ante la que pasaron era un café, y Oosting entró en él
después de sacudir sus zuecos y dejarlos sobre el felpudo, de acuerdo con la
tradición holandesa.
Maigret sólo se lo pensó un segundo y entró a su vez.
Había una decena de marinos y marineros alrededor de la misma mesa,
fumando pipas y cigarros, y bebiendo cerveza y ginebra.
Oosting estrechó algunas manos, descubrió una silla vacía en la que se
sentó pesadamente, y atendió a la conversación general.
Maigret se instaló aparte, no sin notar que, en realidad, la atención de la
clientela se centraba en su persona. El dueño, que estaba en el grupo, aguardó
unos instantes antes de ir a preguntarle qué quería beber.
La ginebra manó de un recipiente de porcelana y cobre.
Y ese olor a ginebra que reinaba allí, como en todos los cafés holandeses,
hacía su atmósfera muy distinta a la de un café francés.
Los ojitos de Oosting reían cada vez que se fijaban en el comisario.
Este estiró las piernas, luego las metió debajo de la silla, las estiró de
nuevo, y cuando, por hacer algo, llenó una pipa, el dueño se levantó
expresamente para ofrecerle fuego.
—Moie er!
Maigret no le entendía; frunció las cejas y pidió que lo repitiera.
—Moie er, ja! Oost vind.
Los demás escuchaban y se daban codazos. Uno le mostró la ventana y el
cielo estrellado.
—Moie er! ¡Bueno tiempo! —Y trató de explicarle que el viento venía
del este, lo que era perfecto.
Oosting elegía entre los cigarros de una caja. Removió cinco o seis que
habían dejado delante de él, tomó un Manila negro como el carbón, y escupió
la punta al suelo antes de encenderlo.
Después mostró su gorra nueva a sus compañeros.
—Vier gulden.
¡Cuatro florines! ¡Cuarenta francos! Sus ojos seguían riendo.
Entró alguien que abrió un diario y habló de los últimos cursos del flete
en la bolsa de Amsterdam.
Y durante la animada conversación que siguió, muy parecida a una pelea
por las voces sonoras y la dureza de las sílabas, olvidaron a Maigret, que sacó
una monedita de plata de su bolsillo y fue a acostarse al Hotel Van Hasselt.
Las hipótesis de Jean Duclos
Desde el café del Hotel Van Hasselt, donde a la mañana siguiente tomaba su
desayuno, Maigret asistió a un registro del que no había sido informado.
Aunque, ciertamente, sólo había conversado unos minutos con la policía
holandesa.
Debían de ser las ocho de la mañana. La bruma no se había disipado del
todo, pero tras ella se ocultaba el sol de un hermoso día. Un buque de carga
finlandés salía del puerto arrastrado por un remolcador.
Delante de un pequeño café, en la esquina del muelle, había una gran
concentración de hombres, todos ellos con zuecos y gorras de marino y que
discutían en pequeños grupos.
Era la bolsa de trabajo de los schippers, es decir, de los marineros cuyos
barcos, de todos los modelos y hormigueantes de mujeres y de niños,
llenaban una dársena del puerto.
Más lejos descubrió a otro grupo menos numeroso, un puñado de
hombres del Club de las Ratas del Muelle.
Entonces llegaron dos gendarmes de uniforme. Subieron a la cubierta del
barco de Oosting y éste salió por la escotilla, porque, cuando estaba en
Delfzijl, siempre dormía a bordo.
Llegó también un policía de paisano: el inspector Pijpekamp, que dirigía
la investigación. Se quitó el sombrero y habló cortésmente. Los dos
gendarmes desaparecieron en el interior.
Comenzó el registro. Todos los schippers se habían dado cuenta de ello.
Y, sin embargo, no se notó la menor aglomeración ni se vio un solo gesto de
curiosidad.
El Club de las Ratas del Muelle no manifestaba mayor inquietud. Como
máximo, echaban algunas miradas.
El registro duró más de media hora. Los gendarmes, al salir, hicieron el
saludo militar, y el señor Pijpekamp pareció disculparse.
Pero aquella mañana «el Baes» no tenía ganas de bajar a tierra. En lugar
de acercarse a su grupo de amigos, reunido un poco más lejos, se sentó en el
banco de guardia con las piernas cruzadas y miró hacia alta mar, donde el
buque de carga finlandés evolucionaba lentamente, y se quedó inmóvil
fumando su pipa.

Cuando Maigret se giró, Jean Duclos bajaba de su habitación; en los


brazos llevaba una cartera, libros y documentos, que dejó sobre la mesa que
se había reservado.
Sin saludar a Maigret, le preguntó:
—¿Qué hay?
—En fin, creo que le desearé que pase un buen día.
El otro lo miró con cierto estupor y se encogió de hombros, como para
expresar que no valía la pena ofenderse.
—¿Ha descubierto usted algo?
—¿Y usted?
—Sabe perfectamente que, en principio, no estoy autorizado a salir de
aquí. Afortunadamente, su colega holandés ha entendido que mis
conocimientos podían serle útiles y me tiene al corriente de los resultados de
la investigación. Es una práctica en la que podría inspirarse a veces la policía
francesa.
—¡Pues claro!
El profesor se precipitó hacia la señora Van Hasselt, que entraba en ese
instante con el pelo sujeto con horquillas, y la saludó como hubiera hecho en
un salón, preguntándole al parecer sobre su salud.
Maigret, por su parte, miraba los papeles que el otro había dejado sobre la
mesa y descubrió nuevos planes y esquemas, no sólo de la casa de los
Popinga, sino también de casi toda la ciudad, con unas líneas de puntos que
debían de representar el camino seguido por determinadas personas.
El sol, que atravesaba las vidrieras multicolores de las ventanas, llenaba
de luces verdes, rojas y azules los tabiques barnizados de la sala. Un camión
de cerveza se había detenido delante de la puerta y, mientras se desarrollaba
la conversación que tuvo lugar a continuación, dos colosos no cesaron de
hacer rodar toneles por el suelo, vigilados por la señora Van Hasselt, vestida
con cierto descuido. Jamás el olor a ginebra y cerveza había sido tan denso.
Maigret, por su parte, jamás se había sentido hasta tal punto en Holanda.
—¿Ha descubierto al culpable? —dijo el comisario medio en broma,
medio en serio, señalando los documentos.
Una mirada vivaz y aguda de Duclos. Y la réplica:
—¡Comienzo a creer que los extranjeros tienen razón! El francés es,
fundamentalmente, un hombre que no puede renunciar a la ironía. ¡En este
caso, muy inútilmente, caballero!
Maigret lo miraba sonriente, nada alterado. Y el otro prosiguió:
—¡No he descubierto al asesino, no! Tal vez he hecho algo más. He
analizado el crimen. Lo he diseccionado. He aislado todos sus elementos, y
ahora…
—¿Ahora?
—Sin duda alguien como usted, aprovechando mis deducciones, cerrará
el caso.
Se había sentado. Estaba absolutamente decidido a hablar, incluso en ese
ambiente que él mismo había tomado hostil. Maigret se instaló delante de él y
pidió un vaso de Bols.
—¡Lo escucho!
—Observe, en primer lugar, que no le pregunto lo que usted ha hecho ni
lo que usted opina. Paso al primer asesino posible, o sea, a mí mismo. Si se
me permite decirlo, yo ocupaba la mejor posición para matar a Popinga y,
además, se me vio con el arma del crimen en la mano instantes después del
atentado. No soy rico, y si soy conocido en el mundo entero, o casi, es por un
pequeño número de intelectuales. Llevo una existencia difícil y mediocre.
Pero no ha habido robo, y de ningún modo podía yo esperar algún beneficio
de la muerte del profesor. ¡Alto ahí! Eso no quiere decir que no puedan
presentarse cargos contra mí. Y no faltará quien recuerde que en el transcurso
de la velada, cuando discutíamos sobre criminología, defendí la tesis de que
un hombre inteligente que comete un crimen, si tiene sangre fría y utiliza
todas sus facultades, puede hacer frente a una policía mal instruida. Algunas
personas pueden deducir de ello que he querido ilustrar mi teoría con un
ejemplo. Entre nosotros, le diré que, de haber sido así, la posibilidad de
sospechar de mí ni siquiera hubiese existido.
—¡A su salud! —dijo Maigret, que seguía las idas y venidas de los
cerveceros de cuello de toro.
—Prosigo. Añadiré que, si yo no he cometido ese crimen, y si de todos
modos hay que suponer que lo cometió alguien que se hallaba en la casa,
puedo deducir que toda la familia es culpable. ¡No se sobresalte! Fíjese en
este plano y, sobre todo, intente comprender las consideraciones psicológicas
que voy a desarrollar.
Esta vez Maigret no pudo evitar sonreír al ver la actitud condescendiente
y despectiva del profesor.
—Usted habrá oído sin duda que la señora Popinga, de soltera Van Elst,
pertenece a la rama más severa de la Iglesia protestante. Su padre, en
Amsterdam, tiene fama de ser un feroz conservador. Y su hermana Any, a los
veinticinco años, ya se mete en política y sostiene las mismas ideas…
»Usted sólo lleva aquí un día, y hay muchas costumbres morales que
todavía no conoce. Por ejemplo, ¿sabe que un profesor de la Escuela Naval se
ganaría una severa reprimenda de sus superiores si lo vieran entrar en un café
como éste? Uno de ellos fue expulsado sólo porque se obstinaba en recibir un
diario que tiene fama de avanzado. Yo vi a Popinga una única noche. Y esa
noche me bastó, sobre todo después de haber oído hablar de él. Usted lo
llamaría un buen chico. E incluso un chico excelente. Cara sonrosada, ojos
claros, alegres… El caso es que había viajado como marino y, a su regreso, se
puso una especie de uniforme de austeridad. Pero el uniforme estallaba por
todas las costuras. ¿Lo entiende? Si, ya sé que a usted eso le hace sonreír.
Una sonrisa de francés.
»Hace quince días se celebró la reunión semanal del club al que
pertenecía. Los holandeses que no van al café se reúnen, con el pretexto del
club, en una sala reservada para ellos, y juegan al billar, o a los bolos. Pues
bien, hace quince días Popinga, a las once de la noche, estaba borracho.
Aquella misma semana, la asociación benéfica que preside su mujer
efectuaba una colecta para comprar ropa a los indígenas de las islas
oceánicas. Y se oyó a Popinga afirmar, con las mejillas coloradas y los ojos
brillantes: "Qué tontería. ¡Están muy bien completamente desnudos! En lugar
de comprarles ropa, mejor haríamos en imitarlos". ¡Naturalmente, usted se
sonríe! ¡Y eso no es nada! Sin embargo, el escándalo todavía dura, y si los
funerales de Popinga se celebran en Delfzijl, habrá personas que dejarán de
acudir a ellos. Sólo le he contado un detalle entre cien, entre mil. ¡Por todas
las costuras, como ya le he dicho, estallaba el caparazón de respetabilidad de
Popinga! Intente medir la importancia del hecho de emborracharse aquí. Hay
alumnos que lo encontraron en ese estado. ¡Tal vez por eso lo adoraban!
»Ahora reconstruya la atmósfera de su casa, a orillas del Amsterdiep.
Acuérdese de la señora Popinga, y de Any. Mire por la ventana. Se ve el final
de la ciudad por ambas partes. Es pequeña, todo el mundo se conoce. Un
escándalo no tarda ni una hora en estar en boca de todos los habitantes. Y se
rumorea de cualquier cosa, hasta de las relaciones de Popinga con ése a quien
llaman «el Baes» y que, todo hay que decirlo, es una especie de pirata.
Fueron a pescar el cazón juntos. El profesor bebía ginebra a bordo del barco
de Oosting. No, no le pido que saque conclusiones apresuradas. Sólo le
repito, y retenga bien la frase, que si el crimen ha sido cometido por alguien
de la casa, toda la casa es culpable.
»Queda esa cabeza loca, Beetje, a la que Popinga siempre acompañaba.
¿Quiere usted otro rasgo de su carácter? Beetje es la única que se baña todos
los días no en un traje de baño con falda, como todas las damas de aquí, sino
en un ceñido bañador. ¡Y, para colmo, rojo!
»Bien, ahora le dejo continuar su investigación. He intentado facilitarle
algunos detalles que la policía suele descuidar. En cuanto a Cornelius Barens,
para mí forma parte de la familia, del bando de las mujeres. Por una parte, si
le parece, están la señora Popinga, su hermana Any y Cornelius. Por la otra,
Beetje, Oosting y Popinga. Si ha comprendido bien lo que le he dicho, es
posible que llegue a resolver el caso.
—¡Una pregunta! —dijo gravemente Maigret.
—Lo escucho.
—¿Usted también es protestante?
—Pertenezco a la Iglesia reformada, sin pertenecer a la misma Iglesia.
—¿En qué bando se coloca usted?
—¡A mí no me gustaba Popinga!
—¿Hasta el punto de…?
—¡Repruebo el crimen, sea cual sea!
—¿No lo vio escuchar jazz y bailar mientras usted hablaba con las
señoras?
—Un rasgo de su carácter que todavía no había pensado comunicarle.
Maigret, magnífico en su actitud seria, casi solemne, se levantó.
—En suma, ¿a quién me aconseja usted que haga arrestar?
El profesor Duclos se sobresaltó.
—No he hablado de arrestos. Le he dado algunas directrices generales en
el terreno de la idea pura, por llamarlo de algún modo.
—¡Evidentemente! Pero ¿y si estuviera en mi lugar?
—¡No pertenezco a la policía! Persigo la verdad por la verdad, y el hecho
de que yo mismo sea sospechoso no me influirá a la hora de juzgar.
—¿Hasta el punto de que tal vez no haya que detener a nadie?
—Yo no he dicho eso. Yo…
—¡Muchas gracias! —concluyó Maigret tendiéndole la mano.
E hizo sonar una moneda contra el cristal de su vaso para avisar a la
dueña. Duclos lo miró de reojo.
—Aquí debe evitar hacer eso —murmuró—. Al menos si quiere pasar por
un caballero.
Cerraban la trampilla por donde habían bajado los barriles de cerveza a la
bodega. El comisario pagó y dirigió una última mirada a los planos.
—Así pues, o usted, o toda la familia.
—Yo no he dicho eso. Escuche…
Pero Maigret ya estaba en la puerta. De espaldas, dejó que sus facciones
se relajaran y, si bien no reía a carcajadas, al menos mostraba una sonrisa
satisfecha.
En el exterior, el sol, un suave calor y la quietud bañaban la atmósfera. El
hojalatero estaba en el umbral de su puerta. El pequeño judío que vendía
material para barcos contaba sus anclas y las marcaba con un trazo de pintura
roja.
La grúa seguía descargando carbón. Los schippers izaban cada uno su
vela, no para zarpar, sino para que se secara la lona. Y éstas, en la maraña de
mástiles, eran como grandes colgaduras, blancas u oscuras, balanceándose
suavemente.
Oosting fumaba su corta pipa de barro en la popa de su barco. Algunas
Ratas del Muelle discutían con calma.
Pero si uno se volvía hacia la ciudad, veía las casas de los burgueses, bien
pintadas, con los cristales limpios, las cortinas inmaculadas y plantas
carnosas en todas las ventanas. Más allá de esas ventanas, una sombra
impenetrable.
A la luz de la conversación con Jean Duclos, ¿no adquiría ese espectáculo
un sentido nuevo?
De un lado, el puerto, los hombres en zuecos, los barcos, las velas, el olor
a alquitrán y agua salada.
Del otro, esas casas bien cerradas, con muebles encerados y tapicerías
oscuras, en las que se hablaba durante quince días acerca de un profesor de la
Escuela Naval que había bebido una o dos copas de más.
Un mismo cielo, de una limpidez de ensueño. Pero ¡qué frontera entre
ambos mundos!
Entonces Maigret se imaginó a Popinga, al que jamás había visto, ni
siquiera muerto, pero que tenía una cara muy simpática, sonrosada, que
delataba sus grandes apetitos.
Y se lo imaginaba a este lado de la frontera, contemplando el barco de
Oosting; el «cinco palos» cuya tripulación había pirateado en todos los
puertos de Sudamérica; los paquebotes holandeses al encuentro de los cuales,
en China, llegaban unos juncos llenos de mujeres menudas y bonitas como
muñecas.
Tenía que resignarse a navegar en un bote inglés perfectamente
barnizado, adornado con cobres relucientes, sobre las aguas lisas del
Amsterdiep, donde había que deslizarse entre los troncos de árboles venidos
del norte y de los bosques ecuatoriales.
A Maigret le pareció que «el Baes» lo miraba de una manera especial,
como si quisiera acercarse a él y hablarle. Pero era imposible. ¡No podían
intercambiar dos palabras!
Oosting lo sabía; permanecía inmóvil y se limitaba a fumar un poquito
más aprisa, a la vez que sus párpados se entornaban a causa del sol.
Cornelius Barens, a esa misma hora, estaba sentado en los bancos de la
escuela y asistía a alguna clase de trigonometría o de astronomía. Aún debía
de estar muy pálido.
El comisario se disponía a sentarse sobre una bita de amarre de bronce
cuando descubrió al inspector Pijpekamp, que se le acercaba con la mano
tendida.
—¿Ha descubierto algo esta mañana, a bordo del barco?
—Todavía no. Era una formalidad.
—¿Sospecha de Oosting?
—Bueno, su gorra apareció en casa de Popinga.
—¡Y el cigarro!
—No. «El Baes» fuma solamente Brasil, y aquél era un Manila.
—¿Hasta el punto de…?
Pijpekamp lo llevó un poco más lejos, para no permanecer bajo la mirada
del dueño de la isla de Workum.
—La brújula perteneció a un barco de Helsingfors. Los salvavidas
proceden de un carbonero inglés, y el resto, igual.
—¿Robados?
—No. ¡Siempre lo mismo! Cuando un buque de carga llega a un puerto,
siempre hay alguien, un mecánico, un tercer oficial, un marinero, a veces el
capitán, que quiere revender algo, ¿me entiende? Luego le cuentan a la
compañía que los salvavidas fueron arrancados por un golpe de mar, que la
brújula ya no funcionaba… Hasta las luces de posición. Todo, ¡a veces hasta
un bote!
—Entonces, eso no demuestra nada.
—¡Nada! El judío, cuya tienda ve ahí, vive exclusivamente de ese tráfico.
—Entonces, ¿su investigación…?
El inspector desvió la cabeza con preocupación.
—Ya le he dicho que Beetje Liewens no regresó inmediatamente. Volvió
sobre sus pasos… ¿Es correcto? ¿Se dice así en francés?
—¡Claro que sí! ¡Siga!
—Puede que ella no disparara.
—¡Ah!
Decididamente, el inspector no se sentía tranquilo. Sintió la necesidad de
bajar la voz, de llevar a Maigret a una parte del muelle completamente
desierta para continuar.
—Está lo del montón de madera. ¿Lo ha visto en el astillero? El
timmerman… ustedes lo llaman el carpintero de ribera, sí. El carpintero
pretende que vio allí de noche a Beetje y al señor Popinga. Como lo oye. A
los dos.
—¡Instalados a la sombra del montón de madera!
—Sí. Y pienso…
—¿Usted piensa…?
—Podría haber dos personas más implicadas. Por ejemplo, el joven de la
Escuela Naval, Cornelius Barens. Quería casarse con Beetje. Y encontraron
una fotografía de la chica en su baúl.
—¿De veras?
—La segunda podría ser el señor Liewens, el padre de Beetje. Es un
hombre muy importante, cría vacas para la exportación. Las envía incluso a
Australia. Es viudo y no tiene más hijos.
—¿Habría podido matar a Popinga?
El inspector se sentía tan violento que a Maigret casi le dio lástima. Se
notaba lo penoso que le resultaba acusar a un hombre importante, que criaba
vacas para exportarlas luego a Australia.
—Todo eso en el caso de que los hubiera visto, ¿verdad?
Maigret era despiadado.
—Hubiera visto ¿qué?
—Al lado del montón de madera, a Beetje y al profesor.
—¡Ah, sí!
—Eso es completamente confidencial.
—¡Pues claro! Pero ¿y Barens?
—Quizá también los vio. Quizá se sintió celoso. Sin embargo, llegó a la
escuela cinco minutos después del crimen. No se entiende muy bien.
—En resumen —dijo el comisario con la misma seriedad que cuando
hablaba con Jean Duclos—, usted sospecha del padre de Beetje y de su
enamorado, Cornelius.
Incómodo silencio.
—Sospecha también de Oosting, porque su gorra fue encontrada en la
bañera.
Pijpekamp tuvo un gesto de desánimo.
—Y finalmente, claro está, del hombre que dejó en el comedor un cigarro
de tabaco de Manila. ¿Cuántos vendedores de tabaco hay en Delfzijl?
—Quince.
—Eso no facilita las cosas. Finalmente, sospecha del profesor Duclos.
—Llevaba el revólver en su mano. No puedo permitir que se vaya, ¿me
entiende?
—¡Sí, le entiendo!
Recorrieron unos cincuenta metros sin decir palabra.
—¿Qué piensa usted? —murmuró finalmente el policía de Groninga.
—¡Ahí está la cuestión! ¡Y también la diferencia entre nosotros dos!
¡Usted, usted piensa algo! ¡Piensa incluso montones de cosas! Mientras que
yo, en fin, creo que todavía no pienso nada. —Y de repente le preguntó—:
¿Beetje Liewens conocía al «Baes»?
—No lo sé. Creo que no.
—¿Cornelius lo conocía?
Pijpekamp se pasó la mano por la frente.
—Puede que sí, puede que no. ¡Más bien no! Pero trataré de averiguarlo.
—¡Eso es! Procure saber si tenían algún tipo de relaciones antes del
crimen.
—¿Usted cree…?
—¡Yo no creo nada en absoluto! Una pregunta más: ¿hay una radio en la
isla de Workum?
—Lo ignoro.
—Hay que averiguarlo.
Resultaba imposible decir cómo había ocurrido, pero existía ahora una
especie de jerarquía entre Maigret y su compañero, y éste lo miraba
prácticamente como miraría a un superior.
—¡Estudie esos dos puntos! Yo tengo que hacer una visita.
Pijpekamp era demasiado educado para preguntar nada con respecto a esa
visita, pero sus ojos estaban llenos de interrogantes.
—¡A la señorita Beetje Liewens! —concluyó Maigret—. ¿Cuál es el
camino más corto?
—El que va paralelo al Amsterdiep.
El barco del práctico de Delfzijl, un hermoso vapor de quinientas
toneladas, describió una curva en el Ems antes de entrar en el puerto. Y «el
Baes» recorría a pasos lentos, pero pesados y contenidos, la cubierta de su
barco, a cien metros de las Ratas del Muelle, amodorrados por el sol.
Las cartas
Fue una casualidad que Maigret no siguiera el curso del Amsterdiep, sino que
tomara el camino que cruzaba las tierras.
La granja, bajo el sol de las once de la mañana, le recordó sus primeros
pasos por suelo holandés, a la joven con las botas relucientes en el establo
moderno, el salón burgués y la tetera con su funda.
Reinaba la misma calma. Muy lejos, casi en el límite del infinito
horizonte, una gran vela colorada que flotaba encima de los prados hacía
pensar en algún buque fantasma bogando en un océano de césped.
Al igual que la primera vez, apareció el perro, en esta ocasión ladrando.
Pasaron cinco largos minutos antes de que la puerta de la casa se entreabriera,
pero apenas unos pocos centímetros, los justos para dejar adivinar el rostro
con manchas coloradas y el delantal a cuadros de la sirvienta.
Y la vieja estuvo a punto de cerrar la puerta antes de que Maigret hablara.
—¿La señorita Liewens? —preguntó.
Los separaba el jardín. La vieja seguía en el umbral y el comisario estaba
al otro lado de la valla. Entre los dos, el perro observaba al intruso y mostraba
los dientes.
La sirvienta movió negativamente la cabeza.
—¿No está aquí? Niet hier?
Maigret había aprendido tres o cuatro palabras en holandés.
Idéntica señal negativa.
—¿Y el señor Mijnheer?
Una última negación y la puerta se cerró. Pero como el comisario no se
fue inmediatamente, la puerta se movió, esta vez apenas unos milímetros, y
Maigret adivinó a la vieja espiándole.
Si se demoró fue porque había visto estremecerse una cortina en la
ventana que correspondía a la habitación de la joven. Detrás de la cortina se
había desvanecido una cara. No pudo verla bien. Pero, por ejemplo, Maigret
distinguió perfectamente un leve gesto de la mano, un gesto que quizá
significaba simplemente «Buenos días», pero que más probablemente quería
decir: «Estoy aquí. No insista. ¡Cuidado!».
La vieja detrás de la puerta, por un lado. Esa mano lechosa, por otro. Y el
perro que saltaba junto a la verja ladrando. Alrededor, las vacas, en los
prados, de tan inmóviles parecían artificiales.
Maigret arriesgó otro pequeño experimento. Adelantó dos pasos, como
para franquear, pese a todo, la verja. No pudo evitar una sonrisa, porque no
sólo la puerta se cerró precipitadamente, sino que el mismo perro, antes tan
feroz, retrocedió con el rabo entre las piernas.
Esta vez, el comisario se fue y tomó el camino del Amsterdiep. Todo lo
que se desprendía de aquella acogida era que Beetje estaba encerrada y que el
granjero había ordenado que no dejaran entrar al francés.
Maigret fumaba su pipa a bocanadas pequeñas y reflexivas. Contempló
un instante el montón de madera donde la joven y Popinga se habían parado
—sin duda se paraban con frecuencia—, sosteniendo la bicicleta con una
mano y abrazándose con el otro brazo.
Y la calma seguía dominando en la atmósfera. Una calma serena, casi
excesiva. Una calma que hacía pensar a un francés que toda esa vida era tan
artificial como una tarjeta postal.
El comisario se volvió de repente y vio, a pocos metros de distancia, un
barco con un elevado estrave que no había oído llegar. Reconoció la vela,
más ancha que el canal: era la que había vislumbrado un poco antes, en el
horizonte, y que ya lo había alcanzado, sin que le pareciera posible que
hubiera recorrido tanto trecho.
En popa, una mujer daba el pecho a un bebé mientras empujaba el timón
con las caderas. Y un hombre, a horcajadas sobre el bauprés y con las piernas
colgando encima del agua, reparaba el velamen.
El barco pasó por delante de la casa de los Wienands, después por delante
de la de los Popinga, y la vela sobrepasaba los tejados. Su gran sombra móvil
recubrió por un instante toda la fachada.
Una vez más Maigret se paró. Titubeó. La criada de los Popinga fregaba
el umbral, cabizbaja y con las caderas empinadas; la puerta estaba abierta.
La mujer se sobresaltó al notar de repente su presencia detrás de ella. La
mano que sostenía la bayeta tembló.
—¿La señora Popinga? —dijo señalando el interior de la casa.
Ella quiso adelantársele. Pero, entorpecida por la bayeta que chorreaba
agua sucia, quedó atrás y él fue el primero en entrar en el pasillo. Oyó una
voz de hombre en el salón y llamó.
Bruscamente se hizo el silencio. Un silencio completo y riguroso. E
incluso más que silencio: una espera, como la suspensión momentánea de
toda vida.
Al fin dos pasos. Una mano tocó el pomo de la puerta desde el interior.
La puerta se movió. Maigret vio en primer lugar a Any, que acababa de
abrirle y lo observaba con hosquedad. Después distinguió una silueta
masculina, de pie junto a la puerta, con polainas de ante y una chaqueta de
paño grueso.
¡El granjero Liewens!
Finalmente, acodada en la chimenea y ocultándose la cara con la mano,
estaba la señora Popinga.
Era evidente que la llegada del intruso interrumpía una conversación
importante, una escena dramática, probablemente una discusión.
Encima de la mesa cubierta por un tapete bordado, había unas cartas
esparcidas en desorden, como si alguien las hubiera arrojado violentamente.
El semblante del granjero era el más expresivo, pero también fue el que se
bloqueó más rápidamente.
—Les estorbo —comenzó a decir Maigret.
Nadie contestó. Nadie abrió la boca. Pero la señora Popinga, después de
echar una mirada desconsolada a su alrededor, abandonó la habitación y se
dirigió casi corriendo a la cocina.
—Créanme que lamento interrumpir su conversación.
Al fin habló Liewens, en holandés. Dirigió a la joven unas frases
incisivas, y el comisario no pudo dejar de preguntar:
—¿Qué dice?
—¡Que volverá! Que la policía francesa… —Las demás palabras no
acaban de salirle.
—… es de una desvergüenza exagerada, ¿verdad? —terminó Maigret por
ella—. El señor y yo ya hemos tenido ocasión de encontramos.
El otro intentaba comprender, fijándose en el tono y en las expresiones de
Maigret.
Y el comisario, por su parte, dejó caer su mirada sobre las cartas, en
concreto sobre la firma de una de ellas: «Conrad».
El malestar alcanzó un punto álgido. El granjero recogió su gorra de una
silla, pero no se resignaba a partir.
—¿Ha venido Liewens a traerle las cartas que su cuñado, Conrad, escribía
a Beetje?
—¿Cómo lo sabe?
Vaya, la escena era muy fácil de reconstruir, sobre todo en esa atmósfera
tan desagradable y tensa. Liewens llega reteniendo la respiración y tratando
de dominar su ira. Entra en el salón, donde lo reciben dos mujeres asustadas,
y habla inmediatamente, arrojando las cartas sobre la mesa.
La señora Popinga, horrorizada, se oculta el rostro con las manos,
negándose quizás a aceptar la evidencia, o bien abrumada hasta el punto de
no poder decir nada.
Y Any intenta enfrentarse al hombre, discutiendo.
Entonces alguien llama a la puerta; todos los presentes se inmovilizan, y
Any la abre.

En cualquier caso, en esta reconstrucción Maigret se equivocaba como


mínimo con respecto al carácter de uno de los personajes. Porque la señora
Popinga, a la que imaginaba en la cocina, del todo abrumada a causa de la
revelación, decaída e inconsolable, al cabo de un instante regresó con la
calma que sólo se alcanza en el punto culminante de la emoción.
Y, lentamente, ella también depositó unas cartas sobre la mesa. No las
arrojó. Las depositó. Miró al granjero y después al comisario. Abrió la boca
varias veces antes de conseguir hablar, y entonces dijo:
—Alguien tiene que juzgar. Alguien tiene que leerlas.
En ese momento una oleada de sangre invadió la cara de Liewens. Era
demasiado holandés para abalanzarse sobre las cartas, pero lo atraían
vertiginosamente.
La caligrafía era femenina, papel azulado: evidentemente, cartas de
Beetje.
La desproporción entre los dos montones sorprendía. Quizás había unas
diez notas de Popinga, escritas por una sola cara y casi siempre de cuatro o
cinco líneas.
Y, en cambio, ¡treinta largas y densas cartas de Beetje!
Conrad había muerto. Quedaban esos dos montones desiguales, y otro
montón, el de madera, cómplice de las citas junto al Amsterdiep.
—Será mejor que se calme —dijo Maigret—. Y, después, sería
aconsejable que leyera estas cartas, sin enfadarse.
El granjero, que lo miraba con una agudeza extraordinaria, debió de
entenderle porque, haciendo un gran esfuerzo, dio un paso hacia la mesa.
Maigret se apoyaba en ella con ambas manos. Tomó una nota de Popinga,
al azar.
—¿Sería tan amable de traducirla, señorita?
Pero Any no parecía comprenderle. Miraba el papel sin decir nada. Su
hermana, seria y digna, le tomó la nota de las manos.
—Esta fue escrita en la Escuela Naval —dijo—. No lleva fecha. En la
parte superior dice «las seis». Después:

Mi pequeña Beetje:
Es mejor que no pases esta noche, porque el director viene a casa a
tomar una taza de té.
Hasta mañana. Besos.
Miró a su alrededor con aire de tranquilo desafío. Tomó otra hoja y leyó
lentamente:

Pequeña Beetje, bonita:


Tienes que tranquilizarte. Y debes pensar que todavía queda mucha vida
por delante. Tengo mucho trabajo a causa de los exámenes de los alumnos
de tercero. No podré ir esta noche.
¿Por qué repites siempre que no te quiero? Sin embargo, no puedo
abandonar la escuela. ¿Qué haríamos?
Tranquilízate. Tenemos tiempo por delante. Te beso afectuosamente.

Maigret pareció decir que ya bastaba, pero la señora Popinga tomó otra
carta.
—Creo que ésta es la última que escribió:

Mi querida Beetje:
¡Es imposible! Te suplico que seas sensata. Sabes perfectamente que no
tengo dinero y, además, necesitaría mucho tiempo para encontrar una
posición en el extranjero.
Tienes que ser más prudente y no ponerte nerviosa. ¡Y, sobre todo, debes
tener confianza!
¡No temas nada! Si ocurriera lo que temes, yo cumpliría con mi deber.
Estoy nervioso porque en este momento tengo mucho trabajo y cuando
pienso en ti trabajo mal. El director me hizo ayer comentarios críticos. Me
sentí muy triste.
Intentaré salir mañana por la noche diciendo que voy a ver un barco
noruego en el puerto.
Te abrazo, pequeña Beetje.

La señora Popinga los miró a los tres, uno tras otro, cansada, con los ojos
turbados. Su mano se acercó al otro montón, el que ella había traído, y el
granjero se estremeció. Tomó una carta al azar.
Querido y amado Conrad:
Una buena noticia: con motivo de mi cumpleaños, papá ha ingresado mil
florines más en mi cuenta bancaria. Es suficiente para ir a América, porque
he mirado en el periódico la tarifa de los barcos. ¡Y podemos viajar en
tercera clase!
Pero ¿por qué no tienes más prisa? Yo ya no vivo. Holanda me ahoga. Y
parece que la gente de Delfzijl me mira con reprobación.
Sin embargo, me siento muy feliz y orgullosa de pertenecer a un hombre
como tú.
Es absolutamente necesario que nos vayamos antes de las vacaciones,
porque papá quiere que vaya a pasar un mes en Suiza y yo no quiero. Si
ocurriera esto, tendríamos que aplazar nuestro proyecto hasta el invierno.
He comprado unos libros de inglés. Ya me sé muchas frases.
¡Rápido! ¡Rápido! Los dos nos daremos la gran vida, ¿verdad? Ya no
hay por qué seguir aquí. ¡Sobre todo ahora! Creo que la señora Popinga me
pone mala cara. Y sigo teniendo miedo de Cornelius, que me hace la corte y
al que no consigo desalentar. Es un buen chico, bien educado, pero ¡es tan
tonto!
Además, no es un hombre, Conrad, un hombre como tú, que ha viajado
por todas partes, que lo sabe todo…
¿Recuerdas, hace un año, cuando yo me tropezaba contigo y tú ni
siquiera me mirabas?
¡Y ahora puede que vaya a tener un hijo tuyo! En cualquier caso, ¡podría
tenerlo!
Pero ¿por qué eres tan frío? ¿Me quieres menos?

La carta no había terminado, pero la voz de la señora Popinga fue


debilitándose hasta enmudecer. Por un instante sus dedos removieron el
montón de cartas. Buscaba algo.
Leyó una frase tomada de otra carta:

… y acabo por creer que quieres más a tu mujer que a mí, acabo por
sentirme celosa de ella, por detestarla. ¿Por qué, si no, te niegas ahora a
partir?

El granjero no podía entender ni una palabra, pero prestaba tanta atención


que parecía adivinarlas.
La señora Popinga tragó saliva, tomó una última hoja y leyó con voz aún
más contenida:

He oído decir en el pueblo que Cornelius está aún más enamorado de la


señora Popinga que de mí y que los dos se entienden muy bien. ¡Ojalá sea
cierto! Entonces estaríamos tranquilos y tú ya no tendrías remordimientos.

El papel se le soltó de las manos y fue cayendo hasta posarse en la


alfombra, a los pies de Any, que se quedó mirándolo fijamente.
Hubo un nuevo silencio. La señora Popinga no lloraba. Toda ella
personificaba la tragedia del dolor contenido, de la dignidad conseguida al
precio de un esfuerzo sublime y, a la vez, trágico por el sentimiento
admirable que la animaba.
Ella había vuelto al comedor para defender a Conrad.
Y esperaba un ataque. Seguiría luchando, si era necesario.
—¿Cuándo descubrió estas cartas? —preguntó Maigret con cierta
incomodidad.
—A la mañana siguiente del día en que… —Se atragantó. Abrió la boca
para absorber una bocanada de aire. Los párpados se le hincharon—, en que
Conrad…
—¡Sí!
Maigret la había entendido y la miraba con compasión. Aunque no era
bonita, tenía unas facciones regulares, sin las deformidades que hacían
desagradable el rostro de Any.
Era alta y fuerte, sin ser gorda. Su hermosa cabellera le enmarcaba el
rostro algo rosado típico de las holandesas.
Pero ¿no habría preferido el comisario que fuera fea? De sus rasgos
regulares, de su expresión sensata y reflexiva, se desprendía un inmenso
aburrimiento.
Incluso su sonrisa debía de ser prudente y mesurada, y su alegría, una
alegría cauta, apagada.
¡A los seis años ya debía de ser una niña seria! Y a los dieciséis, igual que
ahora.
Las mujeres como ella parecen haber nacido para ser hermanas, o tías, o
enfermeras, o viudas patrocinadoras de obras de caridad.
Conrad no estaba allí, pero Maigret jamás lo había sentido tan vivo como
en ese instante, con su rostro campechano, su avidez o, mejor dicho, sus
ganas de vivir, su timidez, su temor a enfrentarse a alguien cara a cara, y con
esa radio cuyos diales giraba durante horas para sintonizar el jazz que sonaba
en París, los zíngaros de Budapest, la opereta de Viena, cuando no las lejanas
llamadas de barco a barco.
Any se acercó a su hermana como alguien se acercaría a otra persona que
sufre y que está a punto de flaquear. Pero la señora Popinga avanzó hacia
Maigret, o por lo menos dio dos pasos hacia él.
—Jamás lo hubiera imaginado —suspiró—. ¡Jamás! Yo vivía, yo… Y
ahora que ha muerto, yo…
Por su manera de respirar, Maigret adivinó que padecía una enfermedad
del corazón, y al instante siguiente vio confirmada esta sospecha, porque ella
permaneció largo rato inmóvil con la mano en el pecho.
Alguien se movía en la habitación: el granjero, inquieto y con la mirada
severa, se acercó a la mesa y se apoderó de las cartas de su hija con el
nerviosismo de un ladrón que teme ser sorprendido.
Ella le dejó hacer, y Maigret también.
Sin embargo, Liewens no se atrevía a irse. Habló sin dirigirse a nadie en
concreto. La palabra Franzóse golpeó los oídos de Maigret, y al comisario le
pareció que entendía el holandés como sin duda Liewens, momentos antes,
había entendido el francés.
Reconstruyó la frase, que más o menos debió de ser así: «¿Creen que era
necesario mostrar estas cosas al francés?».
Se le cayó la gorra al suelo, la recogió y se inclinó ante Any, con la que se
tropezó, y ante ella siguió murmurando sonidos ininteligibles hasta que al fin
salió. La sirvienta debió de acabar de fregar la entrada, porque se oyó abrirse
y cerrarse la puerta y después unos pasos alejándose.
Pese a la presencia de la joven, Maigret, con una dulzura de la que no se
habría creído capaz, siguió preguntando a la señora Popinga:
—¿Le enseñó estas cartas a su hermana?
—No. Pero cuando ese hombre…
—¿Dónde estaban?
—En el cajón de la mesita de noche. Yo no lo abría jamás. Allí guardaba
también el revólver.
Any habló en holandés y la señora Popinga tradujo maquinalmente:
—Mi hermana me dice que debería acostarme, porque llevo tres noches
sin dormir. —Pero ella siguió—. Conrad no se habría ido. Debió de «ser
imprudente» una sola vez, ¿verdad? Le gustaba reír, divertirse. Ahora
recuerdo algunos detalles. Beetje siempre traía frutas y pasteles que hacía ella
misma. Yo creía que eran para mí. Después nos pedía que fuéramos a jugar al
tenis: ¡siempre a la hora en que sabía perfectamente que yo no tenía tiempo!
Pero yo me negaba a ver lo malo que podía haber en ello. Estaba contenta de
que Conrad descansara un poco, porque trabajaba mucho y Delfzijl le
resultaba triste. Y pensar que el año pasado Beetje estuvo a punto de viajar a
París con nosotros, ¡y que yo era la que más insistía! —Lo decía con gran
normalidad, con cierto cansancio carente de rencor—. Él no quería irse, ya lo
ha oído. Pero, pese a todo, tenía miedo de disgustarla a ella. Era su carácter.
Le riñeron varias veces porque puntuaba demasiado alto los exámenes. Por
eso mi padre no lo apreciaba. —Colocó un objeto decorativo en su sitio, y ese
preciso gesto de ama de casa cambió el ambiente que se respiraba—. Ah,
cómo me gustaría que todo hubiera terminado. Porque ni siquiera permiten
que sea enterrado. ¿Lo entiende? ¡Yo ya no sé qué hacer! ¡Que me lo
devuelvan! Dios ya se encargará de castigar al culpable. —Más animada,
prosiguió con voz firme—: Sí, ésa es mi opinión. Estos asuntos, ¿verdad?,
conciernen sólo a Dios y al asesino. ¿Qué podemos saber nosotros? —
Pareció asaltarle una idea y se estremeció. Señaló la puerta y dijo muy
rápidamente—: ¡Puede que quiera matarla! ¡Es capaz! Sería terrible.
Any la miraba con cierta impaciencia. Probablemente consideraba inútiles
todas esas palabras, y con voz muy tranquila preguntó:
—¿Qué piensa usted ahora, señor comisario?
—¡Nada!
Ella no insistió, pero su rostro manifestó descontento.
—¡No pienso nada, porque ante todo está la gorra de Oosting! —explicó
—. Usted ha escuchado las teorías de Jean Duclos. Ha leído las obras de
Grosz que le comentó. Un principio: no dejar que las consideraciones
psicológicas lo desvíen a uno de la verdad. Seguir hasta el final el
razonamiento que se desprende de los indicios materiales. —Resultaba
imposible saber si bromeaba o si hablaba en serio—. ¡Pues bien, hay una
gorra y una colilla de cigarro! Alguien los trajo o los arrojó en la casa.
La señora Popinga suspiró para sus adentros:
—No puedo creer que Oosting… —Y, de repente, irguiendo la cabeza—:
Eso me hace pensar en algo que había olvidado.
Pero se calló, como temiendo haber hablado en exceso, ¡como asustada
por las consecuencias de sus palabras!
—¡Diga!
—¡No! ¡No significa nada!
—Por favor.
—Cuando Conrad iba a pescar el cazón en los bancos de Workum…
—Sí. ¿Y qué?
—Beetje iba con ellos, porque ella también pesca. Aquí, en Holanda, las
jóvenes disponen de mucha libertad.
—¿Dormían por el camino?
—A veces una noche, a veces dos.
Se agarró la cabeza con ambas manos, tuvo un exasperado gesto de
impaciencia y gimió:
—No. No quiero pensar más. ¡Es demasiado horrible! ¡Horrible!
Esta vez iba a sollozar. Los sollozos asomaban. Estaban a punto de
estallar cuando su hermana Any le puso las manos sobre los hombros y la
condujo suavemente hasta la habitación contigua.
Almuerzo en el Hotel Van Hasselt
Cuando Maigret llegó al hotel, se dio cuenta de que ocurría algo anormal. La
víspera había cenado en una mesa contigua a la de Jean Duclos.
Pues bien, ahora habían puesto tres cubiertos sobre la mesa redonda que
ocupaba el centro de la sala. El mantel, deslumbrante, conservaba todos sus
dobleces. Además, había tres copas por invitado, y en Holanda eso sólo se ve
en las grandes ceremonias.
En cuanto Maigret entró, el inspector Pijpekamp se acercó a él con la
mano tendida y con la sonrisa de quien ha preparado una agradable sorpresa.
¡Iba vestido de etiqueta! Llevaba un cuello postizo de ocho centímetros
de ancho y chaqué. Recién afeitado, debía de salir de manos del peluquero,
porque todavía olía a loción de violetas.
Jean Duclos, más apagado y con aspecto aburrido, apareció detrás de él.
—Tiene que disculparme, querido colega —dijo el inspector—. Debí
avisarle esta mañana. Me habría gustado invitarlo a mi casa, pero vivo en
Groninga y soy soltero. Así que me he permitido invitarlo a almorzar aquí.
Bueno, un pequeño almuerzo sin pretensiones.
Y, mientras pronunciaba estas últimas palabras, miró los cubiertos y la
cristalería en espera, evidentemente, de las protestas de Maigret.
No llegaron.
—He pensado que, como el profesor es compatriota suyo, a usted le
agradaría…
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo el comisario—. ¿Me permite que vaya a
lavarme las manos?
Lo hizo lentamente, con aire gruñón, en el pequeño lavabo adyacente. La
cocina estaba cerca y se oía un frenético ajetreo de platos y de cacerolas.
Cuando regresó a la sala, el propio Pijpekamp servía el oporto en las
copas y murmuraba con una sonrisa beatífica y modesta:
—Igual que en Francia, ¿verdad? Prosit! Salud, querido colega.
Su buena voluntad era conmovedora. Se esmeraba en encontrar fórmulas
refinadas, en parecer un auténtico hombre de mundo.
—Ya tendría que haberlo invitado ayer. Pero estaba tan, ¿cómo dicen
ustedes?, alterado por este caso… ¿Ha descubierto algo nuevo?
—Nada.
Brilló una chispa en las pupilas del holandés y Maigret pensó: «Ah,
hombrecito, tú sí tienes un triunfo para anunciarme, y me lo sacarás a la hora
de los postres. A menos que la impaciencia te obligue a hablar antes».
No se equivocaba. Sirvieron primero una sopa de tomate, acompañada de
un Saint-Emilion dulce que revolvía el estómago, claramente manipulado
para la exportación.
—¡Salud!
El bueno de Pijpekamp hacía todo lo que podía, y más, y Maigret ni
siquiera parecía darse cuenta. ¡No lo apreciaba!
—En Holanda, nunca bebemos durante la comida. Sólo después. Por la
noche, en las veladas solemnes, un vasito de vino con el cigarro. Tampoco
servimos pan en la mesa. —Y miró de reojo la bandeja de pan que había
pedido. Incluso había elegido oporto en sustitución de la ginebra tradicional.
¡Imposible mejorarlo! Estaba encantado. Miraba la botella de vino dorado
con ternura. Jean Duclos comía pensando en otra cosa.
¡Pero a Pijpekamp le habría gustado introducir mucha animación, mucha
alegría, crear, con la excusa de este almuerzo, una atmósfera de locura, de
auténtica juerga a la francesa!
Sirvieron el huchpot, el plato nacional. La carne nadaba en litros de salsa
y Pijpekamp exclamó con aire misterioso:
—¡Ya me dirá si le gusta!
Por desgracia, Maigret no estaba de buen humor. Presentía a su alrededor
un pequeño misterio que no acababa de explicarse.
Le pareció detectar cierta complicidad entre Jean Duclos y el policía. Por
ejemplo, cada vez que este último llenaba la copa de Maigret, dirigía una
breve mirada al profesor.
El borgoña se caldeaba al lado de una estufa.
—Yo creía que usted bebía mucho más vino.
—Bueno, depende.
Evidentemente, Duclos no se sentía cómodo. Procuraba no intervenir en
la conversación. Con el pretexto de que hacía régimen, bebía agua mineral.
Pijpekamp no pudo aguantar más. Había hablado ya de la belleza del
puerto, de la importancia del tráfico por el Ems, de la Universidad de
Groninga, a la que los hombres más sabios del mundo acuden para dar
conferencias.
—¿Sabe? Hay novedades.
—¿De veras?
—¡A su salud! ¡A la salud de la policía francesa! Sí, ahora el misterio está
prácticamente aclarado.
Maigret lo miró con ojos turbios, sin la menor huella de emoción, ni
siquiera de curiosidad.
—Esta mañana, hacia las diez, me han avisado de que alguien me
esperaba en mi despacho. ¿Adivina usted quién era?
—¡Barens! Siga.
Pijpekamp se sintió aún más afligido por esta respuesta que por el escaso
efecto que había producido en su invitado una mesa tan lujosamente servida.
—¿Cómo lo sabe? Alguien se lo ha dicho, ¿no?
—¡En absoluto! ¿Qué quería?
—Ya lo conoce, es muy tímido, muy, ¿cómo dicen ustedes?, sí,
reservado. No se atrevía a mirarme. Parecía a punto de echarse a llorar. Me
confesó que la noche del crimen, al salir de la casa de los Popinga, no regresó
a bordo inmediatamente. —El inspector esbozó toda una serie de guiños—.
¿Me entiende? ¡Quiere a Beetje! Y estaba celoso porque Beetje había bailado
con Popinga. Y enfadado, porque ella había bebido coñac. Los vio salir a los
dos y los siguió de lejos. Luego espió a su profesor.
Maigret se mostraba despiadado. Y sabía que el otro lo habría dado todo
por un gesto de asombro, de admiración, de angustia.
—¡A su salud, señor comisario! Barens no lo contó inmediatamente,
porque tenía miedo. ¡Pero ahí está la verdad! Inmediatamente después del
disparo, vio a un hombre que corría hacia el montón de madera, y allí debió
de ocultarse.
—Se lo describió minuciosamente, ¿no es cierto?
—Sí.
El otro no entendía nada. Había perdido toda esperanza de asombrar a su
colega. Su montaje había fracasado.
—Un marinero, seguramente un marinero extranjero. Muy alto, muy
delgado y con la cabeza completamente afeitada.
—Y, evidentemente, un barco dejó el muelle al día siguiente.
—Desde entonces se han ido tres. ¡El asunto está claro! No hay que
buscar más en Delfzijl. El asesino es un extranjero, sin duda un marinero que
conoció a Popinga tiempo atrás, cuando éste navegaba. Un marinero al que
Popinga debió de castigar cuando era oficial o capitán.
Jean Duclos ofrecía obstinadamente su perfil a la mirada de Maigret.
Pijpekamp indicó a la señora Van Hasselt, que de punta en blanco presidía la
caja, que trajera otra botella.
Aún faltaba el postre, una obra maestra: un pastel adornado con tres
clases de crema sobre el cual, para colmo, habían escrito el nombre de
Delfzijl en letras de chocolate.
El inspector bajó modestamente los ojos.
—Si quiere cortarlo…
—¿Ha puesto ya a Cornelius en libertad?
De repente el inspector se sobresaltó y miró a Maigret, preguntándose si
se había vuelto loco.
—Pero…
—Si no le importa, lo interrogaremos juntos ahora mismo.
—¡Es muy fácil! Telefonearé a la Escuela Naval.
—Y ordene también que traigan a Oosting, al que interrogaremos
después.
—¿Por lo de la gorra? Ahora eso se explica, ¿verdad? El marinero, al
pasar, vio la gorra sobre la cubierta. La agarró y…
—¡Naturalmente!
Pijpekamp quería echarse a llorar. La profunda ironía de Maigret, aunque
apenas perceptible, lo desconcertaba hasta tal punto que tropezó con el marco
de la puerta al entrar en la cabina telefónica.
El comisario se quedó un momento a solas con Jean Duclos, que seguía
absorto en su plato.
—Ya puestos en ello, ¿por qué no le ha dicho que me pasara
discretamente algunos florines?
Maigret había hablado suavemente, sin acritud, y Duclos alzó la cabeza y
abrió la boca para protestar.
—¡Chist! No tenemos tiempo de discutir. Usted le ha aconsejado que me
ofreciera un buen almuerzo, copiosamente rociado. Le ha dicho que en
Francia se compra así a los funcionarios. ¡Cállese! Y que después yo diría
que sí a todo.
—Le juro que…
Maigret encendió una pipa y se volvió hacia Pijpekamp, que volvía del
teléfono. Este, al mirar la mesa, farfulló:
—Aceptará usted una copita de coñac, ¿no? Hay uno añejo…
—¡Permítame que sea yo quien le invite! Y haga el favor de decirle a la
señora Van Hasselt que nos traiga una botella de coñac y copas adecuadas.
Pero la señora Van Hasselt trajo unas copitas. El comisario se levantó y él
mismo sacó otras de un estante y las llenó hasta el borde.
—¡A la salud de la policía holandesa! —brindó.
Pijpekamp no se atrevía a protestar. El alcohol era tan fuerte que le hizo
asomar lágrimas en los ojos. Pero el comisario, sonriente y feroz, levantaba
su copa una y otra vez y repetía:
—¡A la salud de su policía! ¿A qué hora llegará Barens a su despacho?
—Dentro de media hora. ¿Un cigarro?
—Gracias. Prefiero mi pipa.
Maigret llenó de nuevo las copas con tanta autoridad que ni Pijpekamp ni
Duclos se atrevieron a negarse a beber.
—¡Es un bonito día! —repitió dos o tres veces—. Puede que me
equivoque, pero tengo la impresión de que esta noche será detenido el asesino
del pobre Popinga.
—A menos que esté navegando por el Báltico —replicó Pijpekamp.
—¡Bah! ¿Usted lo cree tan lejos?
Duclos levantó una cara pálida.
—¿Es una insinuación, comisario? —preguntó con voz cortante.
—¿Qué insinuación?
—Parece querer decir que, si no está lejos, tal vez esté muy cerca.
—¡Muy imaginativo, profesor!
Estuvieron a dos pasos de la disputa. En parte se debía a las grandes
copas de coñac. Pijpekamp estaba completamente colorado. Los ojos le
brillaban.
En el caso de Duclos, al contrario, la ebriedad se traducía en una palidez
enfermiza.
—¡Una última copa, señores, y nos iremos a interrogar a ese pobre
muchacho!
La botella estaba en la mesa. Cada vez que Maigret servía, la señora Van
Hasselt se mojaba la punta del lápiz en los labios y anotaba las
consumiciones.
Una vez franqueada la puerta, se zambulleron en una atmósfera cargada
de sol y de calma. El barco de Oosting estaba en su amarre. Pijpekamp se
esforzaba por caminar mucho más erguido que de costumbre.
Sólo tenían que recorrer trescientos metros. Las calles estaban desiertas.
Pasaron ante las tiendas, cerradas, pero limpias y surtidas como para una
exposición universal a punto de inaugurarse.
—Será casi imposible localizar e identificar al marinero —dijo Pijpekamp
—. Pero está bien que sepamos que él fue el asesino, porque así ya no
sospechamos de nadie. Ahora mismo escribiré un informe para que Monsieur
Duclos, su compatriota, quede totalmente libre.
Con paso no demasiado seguro, entró en las dependencias de la policía
local, tropezó con un mueble y se sentó con demasiada contundencia.
No estaba exactamente borracho. Pero el alcohol le quitaba parte de la
dulzura y de la amabilidad que caracteriza a la mayoría de los holandeses.
Con un gesto desenvuelto, pulsó un timbre eléctrico mientras echaba su
silla hacia atrás. Se dirigió en holandés a un agente uniformado que
desapareció y regresó al instante en compañía de Cornelius.
Aunque el policía lo recibió con exagerada cordialidad, el joven pareció
no hacer pie al entrar en el despacho: su mirada se había fijado
inmediatamente en Maigret.
—El comisario quiere preguntarle unas cuantas cositas —dijo Pijpekamp
en francés.
Maigret no tenía prisa. Empezó a recorrer el despacho a lo largo y a lo
ancho sacando pequeñas bocanadas de su pipa.
—Contéstame, mi pequeño Barens, ¿qué te dijo «el Baes» anoche?
El otro movió su delgada cabeza en todos los sentidos, como un pájaro
asustado.
—Yo, yo creo…
—¡Bien! Voy a ayudarte. Todavía tienes un padre, allá en las Indias.
Sería muy triste que le ocurriera algo, que tuviera problemas, no sé. Pues
bien, te diré que un falso testimonio, en un caso como éste, se paga con unos
cuantos meses de cárcel.
Cornelius se ahogaba, no se atrevía a moverse ni a mirar a nadie.
—Confiesa que Oosting te esperaba ayer en la orilla del Amsterdiep y te
dijo que contaras a la policía lo que acabas de contar. Confiesa que nunca has
visto al hombre alto y flaco merodeando en los alrededores de la casa de los
Popinga.
—Yo…
Ya no tenía fuerzas para resistir. Estalló en sollozos. Se desplomó.
Maigret miró a Jean Duclos, y después a Pijpekamp, con esa mirada
pesada pero impenetrable que hacía que lo tomaran por un imbécil. La mirada
era tan mansa y calma que parecía vacía.
—¿Usted cree que…? —empezó a decir el inspector.
—¡Véalo usted mismo!
El joven, cuyo uniforme de oficial lo hacía todavía más poquita cosa, se
sonó, apretó las mandíbulas para sofocar los sollozos y, finalmente, balbuceó:
—Yo no he hecho nada.
Lo contemplaron durante unos instantes mientras intentaba calmarse.
—Eso es todo —decidió finalmente Maigret—. Barens, yo no he dicho
que hayas hecho algo. Simplemente, Oosting te pidió que contaras que habías
visto a un extranjero en las proximidades de la casa, y que de ese modo
salvarías a determinadas personas. ¿A quiénes?
—Juro por la cabeza de mi madre que «el Baes» no precisó… No lo sé,
quisiera morirme.
—¡Pues claro! A los dieciocho años, uno siempre quiere morirse. ¿No
tiene usted nada que preguntarle, señor Pijpekamp?
Este se encogió de hombros como queriendo decir que no entendía nada.
—Vamos, pequeño, ya puedes irse.
—Usted sabe que no es Beetje.
—¡Probablemente, no! Ya es hora de que vuelvas con tus compañeros a
la escuela. —Lo empujó hacia fuera y gruñó—: ¡El siguiente! ¿Ha llegado
Oosting? Por desgracia, no entiende el francés.
Sonó el timbre eléctrico. Al poco, el agente hizo pasar al «Baes», que
llevaba en la mano su gorra nueva y la pipa apagada.
Tuvo una mirada, sólo una, para Maigret. Y, cosa extraña, era una mirada
de reproche. Se quedó de pie delante de la mesa del inspector y lo saludó.
—¿Le importaría preguntarle dónde se encontraba a la hora en que
mataron a Popinga? —dijo Maigret.
El policía tradujo. Oosting comenzó un largo discurso que Maigret no
entendió, pero que quiso cortar:
—No. ¡Interrúmpale! Que responda en tres palabras.
Pijpekamp lo tradujo. Nueva mirada de reproche. Una réplica,
inmediatamente traducida.
—Estaba a bordo de su barco.
—¡Dígale que no es verdad!
Maigret seguía yendo y viniendo con las manos a la espalda.
—¿Qué contesta a eso?
—¡Que lo jura!
—Bien. En ese caso, que diga quién le robó la gorra.
Pijpekamp se mostraba muy dócil. Ciertamente, la presencia de Maigret
imponía.
—¿Qué dice?
—Estaba en su camarote echando cuentas. Por el ojo de buey vio unas
piernas sobre la cubierta. Reconoció un pantalón de marinero.
—¿Y siguió al hombre?
Oosting titubeó, entornó los párpados, chasqueó los dedos y habló
locuazmente.
—¿Qué dice?
—¡Que prefiere contar la verdad! Que sabe perfectamente que acabarán
por reconocer su inocencia. Cuando él subió a la cubierta, el marinero se
alejaba. Lo siguió de lejos y llegó al Amsterdiep, cerca de la casa de los
Popinga. Allí el marinero se ocultó. Intrigado, Oosting esperó, oculto a su
vez.
—¿Escuchó el disparo, dos horas después?
—Sí. Pero no consiguió alcanzar al hombre que huía.
—¿Vio entrar a ese hombre en la casa?
—Sí, en el jardín. Supone que trepó por el canalón hasta el primer piso.
Maigret sonreía. Una sonrisa vaga, feliz, de un hombre sin problemas de
digestión.
—¿Identificaría al hombre?
Traducción. Encogimiento de hombros del «Baes».
—No sabe.
—¿Vio cómo Barens espiaba a Beetje y al profesor?
—Sí.
—Y como tiene miedo de ser acusado, y además quiso poner a la policía
tras una buena pista, le pidió a Cornelius que hablara en su lugar.
—Eso dice él. Pero no hay que creerle, ¿verdad? Es culpable, eso está
claro.
Jean Duclos se impacientaba. Oosting permanecía tranquilo, como un
hombre al que ya nada puede sorprender. Pronunció una frase que el policía
tradujo.
—Ahora dice que no le importa lo que hagamos con él, pero quiere que
sepamos que Popinga era tanto su amigo como su bienhechor.
—¿Y qué piensa usted hacer?
—Mantenerlo a disposición de la justicia. Ha confesado que estuvo allí.
A causa del coñac, la voz de Pijpekamp era más fuerte que de costumbre,
sus gestos más violentos, y sus decisiones también se resentían. Quería
parecer tajante. Se hallaba ante un colega extranjero y pretendía salvar a la
vez su reputación y la de Holanda.
Adoptó una expresión grave y pulsó una vez más el timbre para que
acudiera un agente.
Luego, dando unos golpecitos en la mesa con el abrecartas, ordenó al
agente que llegaba corriendo:
—Detengan a este hombre. ¡Llévenselo! Ya lo veré más adelante. —Lo
había dicho en holandés, pero, por el tono que había empleado, no fue difícil
entenderle. Después se levantó y explicó—: Voy a acabar de aclarar este
caso. No olvidaré destacar el papel que usted ha desempeñado.
Evidentemente, su compatriota está libre.
No podía imaginar que Maigret, viéndole gesticular y con los ojos
brillantes, pensaba para sus adentros: «Mi pobre amigo, no sabes cuánto
lamentarás lo que acabas de hacer cuando, dentro de unas horas, te hayas
calmado».
Pijpekamp abrió la puerta, pero él comisario no se decidía a irse.
—Querría pedirle un último favor —dijo con una cortesía poco habitual.
—Lo escucho, mi querido colega.
—Todavía no son las cuatro. Esta noche podríamos reconstruir el crimen
con todas las personas más o menos implicadas en él. ¿Quiere usted anotar
los nombres? La señora Popinga, Any, Monsieur Duclos, Barens, los
Wienands, Beetje, Oosting y, finalmente, el señor Liewens, el padre de
Beetje.
—¿Qué hará?
—Repetir los hechos sucedidos a partir del momento en que la
conferencia, que se pronunció en el Hotel Van Hasselt, terminó.
Hubo un silencio. Pijpekamp reflexionaba.
—Voy a telefonear a Groninga —dijo finalmente— para pedir consejo a
mis jefes. —Y atento a la reacción de sus interlocutores, algo inseguro de la
broma que iba a soltar, añadió—: Bien, faltará alguien: Conrad Popinga, que
no podrá…
—Yo interpretaré su papel —lo interrumpió Maigret. Y salió, seguido de
Jean Duclos, después de exclamar—: ¡Y gracias por su excelente almuerzo!
Maigret y las jóvenes
Para ir de la comisaría al Hotel Van Hasselt, el comisario evitó pasar por la
ciudad y dio un rodeo por los muelles. Lo seguía Jean Duclos, cuyo paso,
actitud y expresión rezumaban mal humor.
—¿Sabe que ahora todos lo odiarán? —balbuceó finalmente, mientras
contemplaba la grúa en acción y cuyo gancho acababa de rozarle la cabeza.
—¿Por qué?
Duclos se encogió de hombros y dio unos pasos antes de contestar.
—¡De todos modos, no lo entenderá! ¡O bien no querrá entenderlo! Usted
es como todos los franceses.
—Creía que compartíamos la misma nacionalidad.
—Sí, pero yo he viajado mucho, poseo una cultura universal y sé
adaptarme al país adonde voy. Desde que usted está aquí, se ha precipitado
hacia delante sin preocuparse por las contingencias.
—Por ejemplo, sin preocuparme por averiguar si se desea descubrir al
culpable, ¿verdad?
Duclos se animó.
—¿Y por qué no? No se trata del crimen de un libertino. El autor no es un
asesino o un ladrón profesional, no es un individuo al que necesariamente
haya que encerrar para proteger a la sociedad.
—Y si fuera así…
Maigret, jovial, fumaba su pipa y caminaba con las manos detrás de la
espalda.
—Mire —murmuró Duclos señalando el decorado que los rodeaba: la
ciudad aseada y en orden como el aparador de una buena ama de casa, el
puerto demasiado pequeño para que su atmósfera fuera áspera, las personas
de rostro sereno y plantadas en sus zuecos amarillos. Continuó—: Todo el
mundo se gana la vida. Todos son más o menos felices y, sobre todo, todos
refrenan sus instintos, porque así es la regla, algo necesario si se quiere vivir
en sociedad. Pijpekamp le confirmará que los robos son muy escasos, que
quien roba un pan de dos libras no se escapa de pasar varias semanas en la
cárcel. ¿Ve usted algún desorden? No hay vagabundos, no hay mendigos. Es
la limpieza organizada.
—¡Y yo llego y destrozo la porcelana!
—¡Espere! En las casas de la izquierda, cerca del Amsterdiep, viven los
notables, los ricos, los que ostentan algún poder. Todo el mundo los conoce.
Está el alcalde, los pastores de la Iglesia, los profesores, los funcionarios,
todos los que se ocupan de que la vida de la ciudad no se vea alterada, de que
cada cual se mantenga en su lugar sin molestar al vecino. Creo que ya le he
dicho que esas personas ni siquiera se permiten entrar en un café, porque
darían mal ejemplo. Ahora bien, se ha cometido un crimen. Usted olfatea un
drama de familia…
Maigret lo escuchaba contemplando los barcos, cuyas cubiertas se
alzaban más altas que el muelle, como muros abigarrados, porque había
pleamar.
—Ignoro la opinión de Pijpekamp, que es un inspector muy bien
considerado. Pero yo sé que hubiera sido preferible para todos anunciar esta
noche que el asesino del profesor es un marinero extranjero y que las
investigaciones continuarán. Preferible para todos, para la señora Popinga y
para su familia, especialmente para su padre, un conocido intelectual.
También para Beetje y para el señor Liewens. ¡Pero, sobre todo, para el buen
ejemplo! Para los habitantes de las casitas de la ciudad, que observan lo que
ocurre en las grandes casas del Amsterdiep y que están dispuestos a imitarlos.
Usted, usted quiere la verdad por la verdad, por la vanagloria de solucionar
un caso difícil…
—¿Eso le ha dicho Pijpekamp esta mañana? También le habrá
preguntado cómo se podría calmar mi manía por complicar las cosas. Y usted
le contestó que, en Francia, a las personas como yo se las compra con un
almuerzo y, si no, con una propina.
—No hemos sido tan precisos.
—¿Sabe usted lo que pienso, Monsieur Duclos?
Maigret se había detenido para saborear mejor el panorama del puerto.
Un barquito utilizado como tienda iba de nave en nave, se acercaba a
gabarras y veleros y, entre las detonaciones y humos de su motor de gasolina,
vendía pan, especias, tabaco, pipas y ginebra.
—Lo escucho.
—Pienso que usted tiene la suerte de haber salido del cuarto de baño con
el revólver en la mano.
—¿Qué quiere decir?
—¡Nada! Sólo repítame que no vio a nadie en ese cuarto de baño.
—No vi a nadie.
—¿Y no oyó nada?
Desvió la cara.
—No oí nada preciso, aunque tal vez tuve la impresión de que algo se
movía debajo de la tapa de la bañera.
—¿Me disculpa? Veo que alguien está esperándome.
Y se dirigió a grandes pasos hacia la puerta del Hotel Van Hasselt, pues
Beetje Liewens paseaba por la acera en espera de su llegada.

Ella intentó sonreírle, como las otras veces, pero su sonrisa carecía de
entusiasmo. Se la notaba nerviosa. Después de llegar Maigret, seguía
observando la calle como si temiera ver aparecer a alguien.
—Hace cerca de media hora que lo espero.
—¿Quiere entrar?
—En el café no, ¿entiende?
En el pasillo, el comisario titubeó un momento. Tampoco podía recibirla
en su habitación, así que empujó la puerta de la sala de baile, amplia y vacía;
allí las voces resonaron como en un templo.
A la luz del día, la sala tenía un aspecto apagado y polvoriento. El piano
estaba abierto. Había una caja enorme en un rincón y sillas amontonadas
hasta el techo.
Detrás, unas guirnaldas de papel que debieron de servir para un baile de
sociedad.
Beetje conservaba su aspecto saludable. Llevaba un traje chaqueta azul, y
su pecho, debajo de una blusa de seda blanca, era más provocativo que
nunca.
—¿Ha conseguido salir de su casa?
Ella no contestó al momento. Evidentemente, tenía muchas cosas que
contar, pero no sabía por dónde empezar.
—Me he escapado —manifestó al fin—. Ya no podía seguir. ¡Tenía
miedo! La sirvienta vino a decirme que mi padre estaba furioso, que era
capaz de matarme. Ya me había encerrado en mi habitación, sin decirme
nada, porque jamás habla cuando se pone furioso. La otra noche regresamos
sin decirnos palabra, y cerró la puerta de mi habitación con llave. Esta tarde,
la sirvienta me habló por la cerradura. Parece que este mediodía volvió
palidísimo; después de almorzar, paseó a grandes zancadas alrededor de la
granja, y luego se fue a visitar la tumba de mi madre. Va allí cada vez que
tiene que tomar una decisión importante. Entonces rompí un cristal. La
sirvienta me pasó un destornillador y yo desmonté la cerradura. No puedo
volver allí, usted no conoce a mi padre.
—¡Una pregunta! —la interrumpió Maigret.
Y miraba el bolsito de cabritilla, acharolado, que ella llevaba en la mano.
—¿Cuánto dinero se llevó de casa?
—No sé. Unos quinientos florines.
—¿Estaban en su habitación?
Ella se sonrojó y balbuceó:
—No, en el escritorio. Primero quería ir a la estación, pero había un
policía delante. Y pensé en usted.
Estaban allí como en una sala de espera, donde es posible crear una
atmósfera íntima, y ni siquiera se les ocurría separar dos de las sillas
amontonadas para sentarse.
Beetje estaba nerviosa, pero no enloquecida. Tal vez por eso Maigret la
miraba con cierta hostilidad, que asomó sobre todo cuando preguntó:
—¿A cuántos hombres ha propuesto ya que se la lleven?
Desconcertada, desvió la cara y balbuceó:
—¿Qué dice usted?
—A Popinga, en primer lugar. ¿Era el primero?
—No le entiendo.
—Le pregunto si fue su primer amante.
Un silencio bastante largo. Después:
—No pensé que sería tan malo conmigo. Yo vine aquí…
—¿Fue el primero? Empezó hace algo más de un año, pero ¿antes de eso?
—He…, he coqueteado con el profesor de gimnasia del instituto, en
Groninga.
—¿Coqueteado?
—Él fue quien…, quien…
—¡Bien! Así que ya tuvo un amante antes de Popinga. ¿Ha habido otros?
—¡Jamás! —exclamó indignada.
—¿Y ha sido amante de Barens?
—No es cierto, ¡se lo juro!
—Sin embargo, tenía citas con él.
—Porque él se enamoró de mí, pero casi no se atrevía a besarme.
—Y en su última cita, la que yo y su padre interrumpimos, usted le
propuso que se fueran juntos.
—¿Cómo lo sabe?
¡Estuvo a punto de soltar una carcajada! Su ingenuidad era
desconcertante. Había recuperado parte de su sangre fría y hablaba de esas
cosas con mucho candor.
—¿No quiso?
—Se asustó. Decía que no tenía suficiente dinero.
—Y usted le dijo que lo cogería de su casa. En fin, hace mucho tiempo
que piensa en escapar, su gran objetivo en la vida es abandonar Delfzijl en
compañía de un hombre cualquiera.
—¡Un hombre cualquiera, no! —rectificó, ofendida—. Usted es malo. No
quiere entenderlo.
—Claro que sí, claro que sí. Si es de una simplicidad infantil… Usted
ama la vida, le gustan los hombres, las diversiones…
Ella bajó la mirada y manoseó su bolso.
—Se aburre en la granja «modelo» de su papá. Tiene ganas de ver otras
cosas. Y empezó en el instituto, a los diecisiete años, con el profesor de
gimnasia. Pero era imposible irse. En Delfzijl, pasa revista a los hombres y
descubre a uno que parece más audaz que los demás. Popinga ha viajado,
también le gusta la vida, se siente incómodo entre tantos prejuicios. Usted se
arroja a su cuello.
—¿Por qué dice usted…?
—Bueno, tal vez exagero. Digamos que, como usted es una muchacha
bonita, tremendamente atractiva, él le hace por un tiempo la corte. Pero
tímidamente, porque tiene miedo de las complicaciones, miedo de su mujer,
de Any, de su director, de sus alumnos…
—¡Sobre todo de Any!
—En seguida hablaremos de eso. Popinga la besa por los rincones, y
apostaría a que no tiene el valor de aspirar a más. Pero usted cree que ha
llegado el momento. Entonces se cruza todos los días en su camino, le lleva
frutas a su casa, se inmiscuye en el matrimonio, se hace acompañar en
bicicleta y se paran detrás del montón de madera, le escribe cartas donde le
cuenta sus deseos de evasión…
—¿Las ha leído?
—Sí.
—¿Y no cree que fue él quien comenzó? —Siguió, imparable—: Al
principio me decía que era muy desgraciado, que la señora Popinga no le
entendía, que sólo pensaba en el «qué dirán», y que su vida era estúpida, y
todo…
—Pues claro.
—Ya ve usted que…
—Sesenta hombres casados de cada cien le dicen lo mismo a la primera
joven seductora que encuentran. Sólo que el desdichado tropezó con una
joven que se lo tomaba al pie de la letra.
—Es usted malo, muy malo.
Estaba a punto de echarse a llorar. Se contenía, y golpeaba el suelo con el
pie cada vez que decía la palabra «malo».
—En suma, él siempre aplazaba la famosa huida, y usted se dio cuenta de
que Popinga jamás se decidiría.
—¡No es cierto!
—Sí lo es. Y la prueba está en que usted, por si acaso Popinga se echaba
atrás, aceptó la devoción de Barens. ¡Prudentemente! Porque él es un joven
tímido, bien educado, respetuoso, al que no conviene asustar.
—¡Es horrible!
—Es una pequeña historia, real como la vida misma.
—Usted me detesta, ¿verdad?
—¿Yo? En absoluto.
—Claro que me detesta. Y, sin embargo, soy tan desdi48ada… Yo quería
a Conrad.
—¿Y a Cornelius? ¿Y al profesor de gimnasia?
Esta vez, lloró. Pataleó.
—Le prohíbo…
—… ¿decir que no los quería? ¿Por qué no? Los quería en la medida en
que significaban para usted otra vida, la gran fuga que siempre la ha
obsesionado.
Ya no escuchaba. Gemía:
—No debí venir. Yo creía…
—… ¿que iba a tomarla bajo mi protección? ¡Pero si estoy haciéndolo!
Sólo que no la considero una víctima, ni una heroína. No es más que una
jovencita ávida, un poco tonta y un poco egoísta, ¡eso es todo! Hay muchas
como usted.
En sus ojos llenos de lágrimas relucía ya la esperanza.
—Todos me detestan —murmuró.
—¿Quiénes son todos?
—La señora Popinga, en primer lugar, porque no soy como ella. Le
gustaría que me pasara el día cosiendo para los indígenas de Oceanía o
haciendo punto para los pobres. Sé que les ha recomendado a las muchachas
del ropero que no me imiten, incluso ha llegado a decir que yo acabaría mal
si no encontraba rápidamente un marido. Me lo han contado.
De nuevo entraba como una bocanada del rancio perfume de la pequeña
ciudad: el ropero, los comadreos, las jóvenes de buena familia reunidas
alrededor de una dama protectora, los consejos y las pérfidas confidencias.
—Pero sobre todo, Any.
—Any la odia a usted, ¿verdad?
—Sí. La mayoría de las veces, cuando yo llegaba, ella se iba del salón y
subía a su cuarto. Yo diría que, hace mucho tiempo, ella adivinó la verdad.
La señora Popinga, pese a todo, es una buena mujer. Sólo intentaba hacerme
cambiar de modales, modificar el corte de mis trajes, ¡y sobre todo conseguir
que leyera otra cosa que novelas! Pero no sospechaba nada, ella le insistía a
Conrad para que me acompañara.
Una extraña sonrisa flotaba en el rostro de Maigret.
—Any es otra cosa. Ya la ha visto: es fea, tiene los dientes torcidos…
Ningún hombre le ha hecho jamás la corte. Y ella lo sabe perfectamente.
Sabe que se quedará soltera. Y por eso ha estudiado una carrera, ha querido
tener una profesión. Finge detestar a los hombres. Pertenece a las ligas
feministas. —Beetje se animaba de nuevo. Se percibía un viejo rencor que
finalmente estallaba—. Así que siempre merodeaba alrededor de la casa,
vigilando a Conrad. Como sabe que está condenada a ser una virtuosa toda su
vida, quiere que todo el mundo lo sea, ¿me entiende? Ella lo adivinó, estoy
segura, y también debió de intentar alejar a su cuñado de mí. ¡Y también a
Cornelius! Veía perfectamente que todos los hombres me miraban, incluido
Wienands, sí; jamás se ha atrevido a decirme nada, pero se pone colorado
como un tomate cuando bailo con él. Claro, su mujer también me detesta…
Puede que Any no le dijera nada a su hermana, puede que sí. Hasta es posible
que ella encontrara mis cartas.
—¿Y que ella lo matara? —preguntó brutalmente Maigret.
—Juro que no lo sé —farfulló—. ¡Yo no he dicho eso! Pero Any es como
un veneno. ¿Es culpa mía que ella sea tan fea?
—¿Está segura de que Any jamás ha tenido novio?
¡Ah!, ahí estaba la sonrisa, más bien la risita de Beetje, esa risa instintiva
y triunfante de la mujer deseable que aplasta a otra más fea.
Parecían unas chiquillas de internado enfrentadas por una tontería
intrascendente.
—Al menos, no en Delfzijl.
—¿Detestaba también a su cuñado?
—No lo sé. ¡No es lo mismo! Él era de la familia. ¿Y acaso toda la
familia no le pertenecía un poco? En todo caso, Any tenía que vigilarlo,
conservarlo.
—¿Pero no matarlo?
—¿Qué cree usted? Siempre repite lo mismo.
—Yo no creo nada. Contésteme, ¿Oosting estaba al corriente de sus
relaciones con Popinga?
—¿También le han contado eso?
—Navegaban juntos en su barco, hasta los bancos de Workum. ¿Los
dejaba solos?
—¡Sí! Él llevaba el timón, en la cubierta.
—Y les dejaba la cabina.
—Era natural, fuera hacía frío.
—¿No ha vuelto a verlo desde…, desde la muerte de Conrad?
—No, se lo juro.
—¿Le ha hecho Oosting la corte alguna vez?
Ella rió de dientes afuera.
—¿Él?
Pese a todo, Beetje estaba tan nerviosa que de nuevo tuvo ganas de llorar.
La señora Van Hasselt, que había oído ruidos en la sala, asomó la cabeza por
el resquicio de una puerta, balbuceó una excusa y regresó a su caja. Siguió un
silencio.
—¿Usted cree que su padre es realmente capaz de matarla?
—Sí, sería capaz.
—Así pues, también habría sido capaz de matar a su amante.
Aterrorizada, Beetje abrió desmesuradamente los ojos y protestó
vivamente:
—¡No! ¡No es cierto! Papá no…
—Sin embargo, cuando usted llegó a su casa la noche del crimen, él no
estaba.
—¿Cómo lo sabe?
—Llegó poco después que usted, ¿no es cierto?
—Inmediatamente después, pero…
—En sus últimas cartas, usted manifestaba cierta impaciencia. Notaba
que Conrad se le escapaba; la aventura comenzaba a asustarlo y en ningún
caso abandonaría su hogar para irse con usted al extranjero.
—¿Qué quiere decir?
—¡Nada! Hago una pequeña puntualización. Seguro que su padre no
tardará en llegar.
Ella miró angustiada a su alrededor. Parecía buscar una salida.
—No tema nada. Esta noche la necesito.
—¿Esta noche?
—Sí. Vamos a reconstruir los actos y los movimientos que hicieron todos
la noche del crimen.
—¡Me matará!
—¿Quién?
—¡Mi padre!
—Yo estaré allí. No tema nada.
—Pero…
Se abrió una puerta. Entró Jean Duclos, la cerró rápidamente detrás de él,
giró la llave en la cerradura y se acercó, nervioso.
—Cuidado. El granjero está aquí. Él…
—Acompáñela a su habitación, profesor.
—¿A mi…?
—¡A la mía, si lo prefiere!
Se oyeron pasos en el corredor. Cerca del escenario había una puerta que
comunicaba con la escalera de servicio. Beetje y el profesor salieron por allí.
Maigret abrió la otra puerta y se encontró cara a cara con el granjero
Liewens, que lo miró por encima del hombro.
—¿Beetje?
De nuevo se presentaba el problema del idioma. No lograban entenderse.
Maigret se limitó a obstruirle el paso con su fornido cuerpo y a ganar unos
segundos, mientras trataba de evitar que estallara la ira de su interlocutor.
Jean Duclos no tardó en bajar y adoptó una actitud falsamente
desenvuelta.
—Dígale que su hija le será devuelta esta noche, y que lo necesitamos a él
para la reconstrucción del crimen.
—¿Es preciso?
—¡Traduzca, diantre! ¿No ve que se lo estoy diciendo?
Duclos lo hizo con voz almibarada. El granjero los miró a los dos.
—Dígale también que esta noche el asesino estará entre rejas.
Duclos lo tradujo. Entonces Maigret tuvo el tiempo justo de saltar y de
derribar a Liewens, que había sacado un revólver e intentaba llevarse el
cañón a la sien.
La pelea fue breve. Maigret era tan pesado que su adversario no tardó en
quedar inmovilizado y desarmado, pero los dos cuerpos chocaron con una
pila de sillas que se desplomó con estruendo e hirió al comisario en la frente;
pero la herida era leve.
—¡Cierre la puerta con llave! —gritó Maigret a Duclos—. Es mejor que
no entre nadie.
Y se incorporó resoplando.
Reconstrucción
Los Wienands fueron los primeros en llegar, a las siete y media en punto. En
ese momento, en la sala de fiestas del Hotel Van Hasselt sólo había tres
hombres esperando; cada uno estaba en un rincón y no se dirigían la palabra.
Eran Jean Duclos, algo nervioso, paseando de un lado a otro de la sala; el
granjero Liewens, ceñudo, inmóvil en una silla; y Maigret, apoyado en el
piano, con la pipa en la boca.
Nadie había pensado en encender todas las luces. Una enorme bombilla,
colgada a gran altura, difundía una luz gris. Las sillas seguían amontonadas
en el fondo, a excepción de una fila, la primera, que Maigret había hecho
colocar.
Sobre el pequeño escenario vacío había una silla y una mesa cubierta con
un paño verde.
Los Wienands se habían arreglado mucho para la ocasión. Obedeciendo
al pie de la letra las instrucciones recibidas, habían traído a sus dos hijos. Se
notaba que habían cenado a toda prisa, y posiblemente habían dejado el
comedor en desorden para llegar con puntualidad.
Wienands se descubrió al entrar, buscó a alguien a quien saludar y, tras
intentar dirigirse al profesor, llevó a su familia a un rincón. Allí esperaría en
silencio. Su cuello postizo era demasiado alto y el nudo de la corbata estaba
mal hecho.
Cornelius Barens llegó casi inmediatamente después, tan pálido y
nervioso que parecía a punto de escapar al menor susto. Él también intentó
acercarse a alguien, agruparse, pero no se atrevió y se quedó junto al montón
de sillas.
El inspector Pijpekamp trajo a Oosting, que lanzó una profunda mirada a
Maigret. Las últimas en llegar fueron la señora Popinga y Any. Entraron
apresuradamente, se detuvieron un segundo y se dirigieron a la primera hilera
de sillas.
—Haga bajar a Beetje —ordenó Maigret al inspector—. Que uno de sus
agentes vigile a Liewens y a Oosting. No estaban aquí la noche del drama.
Los necesitaremos después. Pueden quedarse en el fondo de la sala.
Cuando Beejte entró, primero desconcertada y después voluntariosamente
erguida, esbozando un gesto de orgullo al ver a Any y a la señora Popinga,
todos parecieron contener el aliento.
Y no porque la atmósfera resultara dramática, pues no lo era. Al
contrario, era sórdida.
Unos enanitos en una gran sala vacía e iluminada por una sola bombilla.
Costaba imaginar que pocos días antes ciertas personas, los notables de
Delfzijl, hubieran pagado por sentarse en una de las sillas amontonadas,
entraran posando para la galería, intercambiaran sonrisas y apretones de
mano, se hubieran sentado delante del estrado, muy arreglados, y hubieran
aplaudido la entrada de Jean Duclos.
¡Ahora era como si de pronto se contemplara el mismo espectáculo por el
otro extremo del catalejo!
Debido a la espera, y a la incertidumbre que todos tenían con respecto a
lo que iba a ocurrir, los rostros no expresaban siquiera inquietud o dolor. ¡Se
trataba de otra cosa! Los ojos estaban tristes, inexpresivos. Las facciones
cansadas, confusas.
Y la luz agrisaba los rostros. La propia Beetje había dejado de ser
atractiva.
Todo carecía de prestigio, de grandeza. Era patético o ridículo.
En el exterior, silenciosamente, se habían formado algunos grupos de
personas, porque a última hora de la tarde había corrido el rumor de que iba a
ocurrir algo. Pero sin duda nadie imaginaba que el espectáculo fuera tan poco
apasionante.
Maigret se dirigió en primer lugar a la señora Popinga.
—¿Quiere usted instalarse en el mismo asiento que la otra noche? —dijo.
En su casa, horas antes, su aspecto era trágico. Ahora toda ella había
cambiado. Parecía más vieja. Se le notaba que el traje chaqueta, mal cortado,
le abultaba más en un hombro que en otro, y que tenía los pies grandes, así
como una cicatriz en el cuello, debajo de la oreja.
El caso de Any era peor: su rostro nunca había sido tan asimétrico.
Llevaba un traje ridículo y ceñido en exceso, y un sombrero horrible.
La señora Popinga se sentó en el centro de la primera fila, en el puesto de
honor. La noche de la conferencia, con las luces, con todo Delfzijl detrás de
ella, debía de sonrojarse de orgullo y placer.
—¿Quién estaba a su lado?
—El director de la Escuela Naval.
—¿Y al otro?
—El señor Wienands.
Rogaron a éste que ocupara su asiento. No se había quitado el abrigo. Se
sentó torpemente, mirando hacia otra parte.
—¿La señora Wienands?
—Al final de la fila, por los niños.
—¿Beetje?
Esta ocupó su lugar por sí misma, y dejó una silla vacía entre ella y Any:
la silla de Conrad Popinga.
Pijpekamp seguía en pie, a cierta distancia de la escena, desconcertado,
asombrado, incómodo y, además, preocupado. Jean Duclos esperaba su tumo.
—Suba al escenario —le ordenó Maigret.
El profesor fue tal vez el que perdió más prestigio. Flaco, mal vestido,
costaba trabajo imaginar que, una noche, cien personas se hubieran
molestado en acudir a escucharle.
El silencio era tan angustioso como la luz, a la vez demasiado precisa e
insuficiente, que caía del techo alto. Desde el fondo de la sala, «el Baes»
tosió tres o cuatro veces expresando el malestar general.
El propio Maigret no dejaba de sentir cierta inquietud. Vigilaba la puesta
en escena. Su pesada mirada iba de una persona a otra, deteniéndose en
menudos detalles, en la pose de Beetje, en la falda demasiado larga de Any,
en las uñas descuidadas de Duclos, quien, a solas en su mesa de
conferenciante, intentaba mantener la compostura.
—¿Durante cuánto tiempo habló?
—Tres cuartos de hora.
—¿Leyó su conferencia?
—Oh, no. Es la vigésima vez que la doy. Ya ni siquiera utilizo notas.
—Así pues, miraba a la sala.
Y fue a sentarse un instante entre Beetje y Any. Las sillas estaban
bastante cercanas. Su rodilla tocó la de Beetje.
—¿A qué hora terminó la velada?
—Hacia las nueve, porque antes de la conferencia una joven tocó el
piano.
El piano seguía abierto, con una Polonesa de Chopin en el atril. La señora
Popinga empezó a mordisquear su pañuelo. En el fondo, Oosting movía sus
pies sin cesar sobre el suelo cubierto de serrín.
Eran las ocho y algunos minutos. Maigret se levantó y comenzó a
caminar.
—¿Quiere resumirme, Monsieur Duclos, el tema de su conferencia?
Pero Duclos se sintió incapaz de hablar. O, mejor dicho, quiso comenzar
su charla desde el principio. Murmuró después de algunos carraspeos:
—No infligiré a la inteligente población de Delfzijl la injuria de…
—Disculpe. Usted habló de criminalidad. ¿De qué aspecto de ella?
—En concreto, de la responsabilidad de los criminales.
—Y decía usted que…
—… que nuestra sociedad es la responsable de esas faltas que se cometen
en su seno y que llamamos crímenes. Hemos organizado la vida para el
mayor bien de todos. Hemos creado las clases sociales y es necesario que
cada individuo ocupe su lugar en una de ellas.
Mientras hablaba, contemplaba el paño verde. Su voz carecía de claridad.
—¡Ya basta! —gruñó Maigret—. Sé cómo sigue: «Hay individuos
excepcionales, enfermos o inadaptados. Tropiezan con barreras
infranqueables, se ven rechazados por parte de unos y otros, y caen en el
crimen». Supongo que es eso, ¿no? No es nuevo. Conclusión: «Nada de
cárceles, sino centros de reeducación, hospitales, casas de reposo y clínicas».
Duclos, enfadado, no contestó.
—En fin, habló de todo eso durante tres cuartos de hora y citó ejemplos
llamativos: a Lombroso, Freud y compañía. —Consultó su reloj y dijo,
dirigiéndose sobre todo a la primera hilera de sillas—: Les ruego que
aguarden todavía unos minutos.
En ese instante uno de los niños Wienands se echó a llorar. Su madre,
demasiado nerviosa, lo riñó para que se calmara. Wienands, viendo que ella
no lo conseguía, se sentó al niño en sus rodillas, comenzó a acariciarlo con
dulzura y luego le pellizcó el brazo para hacerlo callar.
Había que contemplar la silla vacía, entre Any y Beetje, para recordar que
había ocurrido un crimen. ¡Y, quizá, ni eso!
¿Acaso Beetje, con su figura saludable, pero banal, era capaz de sembrar
la discordia en un matrimonio?
Sólo poseía una cosa atractiva, y la magia del simulacro ideado por
Maigret subrayaba la verdad pura y simple devolviendo los acontecimientos a
su crudeza inicial: poseía dos hermosos senos que la seda resaltaba aún más,
unos senos de una joven de diecinueve años que temblaban levemente debajo
de la blusa, lo justo para hacerlos parecer más vivos.
Un poco más lejos se veía a la señora Popinga, ella, que ni a los
diecinueve años había tenido unos senos semejantes, ella, demasiado vestida,
envuelta en ropas sobrias, de buen tono, que le quitaban cualquier atractivo
carnal.
Después Any, angulosa, fea, plana, pero enigmática.
¡Popinga había encontrado a Beetje, ese Popinga bon vivant, ese Popinga
ávido por saborear las cosas buenas! Y no se había fijado en el rostro de
Beetje, en esos ojos color de porcelana, no había adivinado los deseos de
evasión que se ocultaban detrás de aquella cara de muñeca.
Sólo tuvo ojos para aquel pecho vivo, aquel cuerpo sano y atractivo.
La señora Wienands, por su parte, ni siquiera era ya mujer. Era una madre
y una ama de casa. Ahora sonaba a su mocoso, que ya no tenía ni fuerzas
para llorar.
—¿Tengo que seguir aquí? —preguntó Jean Duclos, desde la tarima.
—Por favor.
Maigret se acercó a Pijpekamp y le habló en voz baja. El policía de
Groninga salió poco después en compañía de Oosting.
En el café jugaban al billar; se oía el choque de las bolas.
Y, en la sala, todos respiraban con dificultad. Parecía una sesión de
espiritismo, en espera de algo espantoso. Any fue la única que, de repente, se
atrevió a levantarse y a exclamar después de titubear un buen rato:
—No veo adonde quiere llegar. Es, es…
—Es la hora. ¡Perdón! ¿Dónde está Barens?
Se había olvidado de él. Lo encontró al fondo de la sala, apoyado en una
pared.
—¿Por qué no ha ocupado su lugar?
—Usted ha dicho que nos colocáramos como la otra noche. —La mirada
era huidiza y la voz jadeante—. Y la otra noche yo estaba en los asientos de
cincuenta centavos, con los demás alumnos.
Maigret ya no se ocupó de él y fue a abrir la puerta que comunicaba con
un porche. Por ahí podían salir a la calle sin tener que cruzar el café. Vio tres
o cuatro siluetas en la oscuridad.
—Supongo que, terminada la conferencia, se formó un grupito al pie de la
tarima: el director de la escuela, el pastor, algunas personalidades felicitando
al orador…
Nadie contestó, pero esas palabras bastaban para evocar la escena: las
hileras de asistentes dirigiéndose hacia la salida, ruidos de sillas,
conversaciones, y allí, cerca del escenario, un grupo, apretones de mano,
elogios…
La sala se vaciaba. El último grupo se dirigía finalmente hacia la puerta.
Barens alcanzó a los Popinga.
—Ya puede venir, Monsieur Duclos.
Todos se levantaron. Pero ninguno de ellos interpretaba con naturalidad
su papel. Miraban a Maigret. Any y Beetje fingían no verse. Wienands, torpe
y cohibido, cargaba con el niño más pequeño.
—Síganme. —Y, poco antes de la puerta, añadió—: Vamos a dirigimos a
la casa en el mismo orden que el día de la conferencia. La señora Popinga y
Monsieur Duclos, por favor.
Se miraron, dudosos, y avanzaron unos pasos por la calle oscura.
—Señorita Liewens, usted iba con Popinga. Siga, yo la alcanzaré dentro
de un momento.
Beejte casi no se atrevía a caminar sola por la calle, y temía sobre todo a
su padre, custodiado en un rincón de la sala por un policía.
—El señor y la señora Wienands.
Fueron los más naturales, porque teman que ocuparse de los niños.
—Ahora usted, Any, y Barens.
Este último estuvo a punto de echarse a llorar, y tuvo que morderse los
labios, pero, pese a todo, pasó delante de Maigret.
El comisario se volvió entonces hacia el policía que custodiaba a
Liewens.
—La noche del drama, a aquella hora, él estaba en su casa. ¿Quiere
acompañarlo allí y hacerle repetir exactamente todos sus movimientos?
Parecía un cortejo mal ordenado. Los que iban delante se paraban,
preguntándose si debían seguir avanzando. Había vacilaciones y parones.
La señora Van Hasselt, desde la puerta, asistía a la escena a la vez que
respondía a los jugadores de billar, que le hablaban.
Tres cuartas partes de la ciudad dormían y las tiendas estaban cerradas.
La señora Popinga y Duclos tomaron el camino del muelle, y se adivinaba
que el profesor intentaba tranquilizar a su acompañante.
Pasaban alternativamente de la luz a la oscuridad, porque las farolas de
gas estaban espaciadas.
Divisaron el agua negra, los barcos que se balanceaban, cada uno de ellos
con un fanal en la arboladura. Beetje, sabiendo que Any iba detrás de ella,
intentaba caminar con desenvoltura, pero el hecho de ir sola dificultaba esta
actitud.
Mediaban algunos pasos entre cada grupo. Cien metros más allá vieron
claramente el barco de Oosting, porque era el único pintado de blanco. No
había luz en los ojos de buey. El muelle estaba desierto.
—¿Quieren pararse todos ustedes en el lugar donde están? —dijo Maigret
de modo que lo oyeran todos los grupos.
Se quedaron inmóviles. La noche era muy oscura. El pincel luminoso del
faro pasaba muy por encima de sus cabezas, sin iluminarlos.
Maigret se dirigió a Any:
—¿Estaba exactamente en este lugar en la comitiva?
—Sí.
—¿Y tú, Barens?
—Sí. Creo que sí.
—¿Estás seguro? ¿Estabas al lado de Any?
—Sí. Espere, no estaba aquí, sino diez metros más allá, porque Any me
dijo que un hijo de los Wienands arrastraba el abrigo por el suelo.
—¿Y te adelantaste unos pasos para avisar a los Wienands?
—Sí, a la señora Wienands.
—Lo hiciste en pocos segundos, ¿no?
—Sí. Los Wienands siguieron caminando, y yo esperé a Any.
—¿No notaste nada anormal?
—No.
—¡Adelanten todos diez metros! —ordenó Maigret.
Y entonces la hermana de la señora Popinga quedó exactamente a la
altura del barco de Oosting.
—Acércate a los Wienands, Barens. —Luego Maigret le dijo a Any—:
¡Tome la gorra que está encima de la cubierta!
Sólo tenía que dar tres pasos y agacharse. La gorra estaba allí, negra sobre
la madera blanca, muy visible, y su escudo despedía reflejos metálicos.
—¿Por qué quiere usted…?
—¡Tómela!
Los demás, más alejados, intentaban averiguar qué ocurría.
—Pero yo no he…
—¡No importa! No estamos todos. Cada uno de nosotros debe interpretar
varios papeles… No es más que un experimento…
Tomó la gorra.
—Ocúltela debajo de su abrigo. Alcance a Barens. —Maigret subió a la
cubierta del barco y llamó—: ¡Pijpekamp!
—Ja!
Y el policía se asomó por la escotilla delantera. La escotilla comunicaba
con el camarote donde dormía Oosting, y el camarote no tenía la suficiente
altura para que un hombre pudiera permanecer de pie, por lo que
lógicamente, para fumar una última pipa, por ejemplo, podía asomarse la
cabeza y apoyar los codos en la cubierta.
Oosting estaba precisamente allí, en esta actitud. Desde el muelle, desde
el lugar donde se encontraba la gorra, nadie podía verlo, pero él veía
perfectamente al ladrón de la gorra.
—¡Bien! Que repita lo mismo de la otra noche. —Maigret adelantó a los
grupos—. ¡Sigan caminando! Yo ocuparé el lugar de Popinga.
Se colocó al lado de Beetje. Delante de él iban la señora Popinga y
Duclos, detrás los Wienands, y, al final, Any y Barens. Más lejos se oía un
ruido: Oosting, vigilado por el inspector, se ponía en marcha.
A partir de ahora ya no pasarían por calles iluminadas. Después del
puerto, había que bordear la esclusa desierta que separaba el mar del canal.
Después comenzaba el camino de sirga, con los árboles a la derecha y, a
medio kilómetro, la casa de los Popinga.
Beetje balbuceó:
—No entiendo nada.
—¡Chist! La noche está tranquila. Pueden oímos, de la misma manera que
nosotros oímos las voces de los que nos preceden y de los que nos siguen.
Así que Popinga le habló en voz alta de diversas cosas, sin duda de la
conferencia, ¿no?
—Sí.
—Sólo que, en voz baja, usted le hizo ciertos reproches.
—¿Cómo lo sabe?
—Da igual. ¡Espere! Durante la conferencia, usted estaba a su lado, e
intentó tocarle la mano. ¿Él la rechazó?
—Sí —balbuceó impresionada, mirándolo con los ojos muy abiertos.
—Y usted insistió.
—Sí. Antes no era tan prudente, me besaba incluso en su casa, detrás de
las puertas. Una vez en el mismo comedor, mientras la señora Popinga nos
hablaba desde el salón. En los últimos tiempos se había vuelto miedoso.
—Muy bien, usted le hizo reproches. Le repitió que quería irse con él, sin
dejar de conversar en voz alta.
Se oían pasos delante, pasos detrás, murmullos, Duclos decía:
—Le aseguro que esto no encaja en ningún método de investigación
policial.
Detrás, la señora Wienands reñía a su niño en holandés.
Descubrieron la casa, envuelta en la oscuridad. No había luz alguna. La
señora Popinga se detuvo ante la puerta.
—Usted se paró igual que ahora, ¿verdad? ¿Su marido llevaba la llave?
—Sí.
Los grupos se juntaron.
—Abra —dijo Maigret—. ¿La criada estaba acostada?
—Sí, igual que hoy.
Una vez abierta la puerta, ella dio el interruptor. Se iluminó el pasillo y, a
la izquierda, el perchero de bambú.
—¿Notaron que Popinga, desde ese momento, estaba muy contento?
—¡Sí, muy contento! Pero no era natural. Hablaba demasiado fuerte.
Se quitaron los abrigos y los sombreros.
—Disculpen, ¿todo el mundo se quitó los abrigos aquí?
—Todos, excepto Any y yo —dijo la señora Popinga—. Nosotras
subimos a los dormitorios para arreglamos un poco.
—¿Sin entrar antes en ninguna otra habitación? ¿Quién encendió la luz
del salón?
—Conrad.
—Suban, por favor. —Y subió con ellas—. —Any tenía que cruzar su
habitación para llegar a la suya, ¿recuerda si se entretuvo un rato en la de
usted, señora Popinga?
—No, no lo recuerdo.
—Por favor, repitan los mismos gestos. Any, deje en su habitación la
gorra, el abrigo y el sombrero. ¿Qué hicieron ustedes dos aquella noche?
El labio inferior de la señora Popinga se alzó.
—Me empolvé un poco —dijo con voz infantil—. Me pasé el peine. Pero
no puedo… ¡Es espantoso! Me parece que oía la voz de Conrad abajo.
Hablaba de la radio, de sintonizar Radio-Paris.
La señora Popinga arrojó su abrigo sobre la cama. Lloraba sin lágrimas,
de puro nerviosismo. Any, de pie en el despacho que ahora utilizaba como
dormitorio, esperaba.
—¿Bajaron juntas?
—Sí. ¡No! Ya no lo sé. Creo que Any bajó un poco después que yo. Me
adelanté para preparar el té.
—En tal caso, ¿le importaría bajar?
Se quedó a solas con Any. Maigret, sin decir una palabra, le tomó la gorra
de las manos, miró a su alrededor y ocultó la gorra en el diván.
—Venga.
—¿Cree usted…?
—No. Bajemos. ¡Vaya!, no se ha empolvado.
—Nunca lo hago.
Tenía ojeras. Maigret la hizo pasar delante de él. Los peldaños de la
escalera crujieron. Abajo había un silencio absoluto, tanto que, cuando
entraron en el salón, el ambiente era irreal. Parecía un museo de figuras de
cera. Nadie se había atrevido a sentarse. Sólo la señora Wienands arreglaba
los cabellos desordenados de su hijo mayor.
—Siéntense como la otra noche. ¿Dónde está el aparato de radio?
Él mismo lo encontró, giró el dial, se oyeron silbidos, voces, fragmentos
de música, y sintonizó finalmente una emisora en la que dos cómicos
interpretaban una pieza francesa. «El colono le dijo al barítono…» Movió un
poco el dial y se oyó la voz con mayor claridad. Dos o tres silbidos más…
«… y es un buen tipo, el barítono. Pero el colono, amigo mío…».
Aquella voz populachera y guasona resonaba en el salón perfectamente
ordenado, donde todo el mundo mantenía una inmovilidad absoluta.
—¡Siéntense! —vociferó Maigret—. ¡Preparen el té! ¡Hablen! —Quiso
mirar a través de la ventana, pero los postigos estaban cerrados. Fue a abrir la
puerta, y llamó—: ¡Pijpekamp!
—Sí —contestó una voz en la sombra.
—¿Dónde está?
—¡Detrás del segundo árbol, sí!
Maigret regresó. La puerta se cerró. La pieza había terminado y el locutor
anunciaba: «Disco Odéon, número veintiocho mil seiscientos setenta y
cinco…».
Pitidos. Música de jazz. La señora Popinga se pegó a la pared. En la
audición, se adivinaba otra voz que gangueaba en un idioma extranjero y
sonaba a veces un chasquido; después la música recomenzaba.
Maigret buscó a Beetje con la mirada. Se había desplomado en un sillón.
Lloraba a lágrima viva. Balbuceaba entre sollozos:
—Pobre Conrad, Conrad…
Y Barens, exangüe, se mordía los labios.
—¡El té! —ordenó Maigret a Any.
—Todavía no. Habían enrollado la alfombra para retirarla. Conrad
bailaba.
Beetje soltó un sollozo más agudo. Maigret miró la alfombra, la mesa de
roble y su tapete bordado, la ventana, y también a la señora Wienands, que no
sabía qué hacer con sus hijos.
Alguien que espera la hora
Maigret los dominaba a todos gracias a su estatura, o, mejor dicho, a su
corpulencia. El salón era pequeño. Pegado a la puerta, el comisario parecía
demasiado grande incluso para sí mismo. Estaba serio. Quizá nunca fue tan
humano como cuando pronunció, lentamente, con una voz apagada:
—La música sigue. Barens ayuda a Popinga a enrollar la alfombra. En un
rincón, Jean Duclos habla, escuchándose a sí mismo, delante de la señora
Popinga y de Any. Wienands y su mujer piensan que deberían irse a causa de
los niños, y lo comentan en voz baja. Popinga ha tomado una copa de coñac,
y eso basta para excitarlo. Ríe, canturrea, se acerca a Beetje y la invita a
bailar.
La señora Popinga miraba fijamente al suelo. Any mantenía sus ojos
febriles clavados en el comisario.
—El asesino ya sabe que va a cometer un crimen —terminó Maigret—.
Una persona está viendo bailar a Conrad y sabe que dentro de dos horas este
hombre que ríe con una risa algo demasiado sonora, que quiere divertirse por
encima de todo, que tiene sed de vida y de emociones, sólo será un cadáver.
El impacto de estas palabras casi pudo oírse. La boca de la señora
Popinga se abrió para lanzar un grito que no llegó a articular. Beetje seguía
sollozando.
De repente, la atmósfera había cambiado. Estaban a punto de buscar a
Conrad con la mirada. A Conrad, que bailaba. A Conrad, acechado por las
dos pupilas de un asesino.
Sólo Jean Duclos se atrevió a exclamar:
—¡Tremendo! —Y, como nadie le escuchaba, prosiguió para sí mismo,
con la esperanza de ser oído por Maigret—: ¡Ahora he entendido su método,
y no es nuevo! Aterrorizar al culpable, sugestionarlo, devolverlo a la
atmósfera de su crimen para obligarlo a confesar. Algunos criminales,
tratados de esa manera, repetían a su pesar los mismos gestos.
Pero no pasaba de un murmullo confuso. Esas palabras no eran las que
debían oírse en ese momento.
El altavoz seguía difundiendo música, y eso bastaba para tensar la
atmósfera en algunos grados.
Wienands, después de que su mujer le hubiera cuchicheado algo al oído,
se levantó tímidamente.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Pueden irse! —le dijo Maigret antes de que comenzara a
hablar.
¡Pobre señora Wienands, pequeña burguesa bien educada, a quien le
habría gustado despedirse de todo el mundo, hacer saludar a sus niños, y no
sabía cómo hacerlo y estrechaba la mano de la señora Popinga sin saber qué
decir!
Había un reloj de pared sobre la chimenea. Marcaba las diez y cinco.
—¿Todavía no es la hora del té? —preguntó Maigret.
—¡Sí! —contestó Any, levantándose y dirigiéndose a la cocina.
—Perdón, señora, ¿no acompañó usted a su hermana a preparar el té?
—Poco después.
—¿La encontró en la cocina?
La señora Popinga se pasó una mano por la frente. Se esforzaba por no
caer en el embotamiento. Miró el altavoz con desesperación.
—Ya no lo sé. Espere. Creo que Any salía del comedor, porque el azúcar
está en el aparador.
—¿Había luz?
—No. Aunque quizá… ¡No! Me parece que no.
—¿No se dijeron nada?
—¡Sí! Yo le dije: «Conrad no debe beber más, porque, si no, comenzará a
comportarse de manera inadecuada…».
Maigret se dirigió al pasillo en el momento en que los Wienands cerraban
la puerta de entrada. La cocina era muy clara, de una limpieza meticulosa. El
agua se calentaba en un hornillo de gas. Any levantaba la tapa de una tetera.
—No hace falta que haga té.
Estaban solos. Any lo miró a los ojos.
—¿Por qué me ha obligado a llevarme la gorra? —preguntó.
—No tiene importancia. Venga.
En el salón, nadie hablaba ni se movía.
—¿Piensa usted dejar esta música hasta el final? —se atrevió, sin
embargo, a protestar Jean Duclos.
—Depende. Hay alguien a quien también me gustaría ver: a la sirvienta.
La señora Popinga miró a Any, que contestó:
—Está durmiendo. Se acuesta siempre a las nueve.
—Bien, vaya a decirle que baje un momento. No vale la pena que se
vista. —Y, con la misma voz de recitador que había adoptado al principio,
repitió obstinado—: Usted, Beejte, bailaba con Conrad. En el rincón se
hablaba de temas serios. Y alguien sabía que habría un muerto, alguien sabía
que era la última noche de Popinga.

Se oyeron ruidos, pasos, un portazo en el segundo piso de la casa, donde


había únicamente buhardillas. Después fue creciendo un murmullo. Any fue
la primera en entrar. Una silueta esperaba de pie, en el pasillo.
—¡Pase! —gruñó Maigret—. Que alguien le diga que no debe tener
miedo, que pase.
La sirvienta tenía unos rasgos desvaídos, una cara ancha y chata,
atemorizada. Se había limitado a echarse un abrigo sobre un camisón de
felpa, de color crema, que le llegaba a los pies. Tenía los ojos turbios de
sueño y los cabellos en desorden. Olía a cama tibia.
El comisario se dirigió a Duclos.
—Pregúntele en holandés si fue amante de Popinga.
La señora Popinga desvió la cabeza dolorosamente. Le tradujeron la
pregunta. La criada negó enérgicamente con la cabeza.
—¡Repita la pregunta! Pregúntele si alguna vez el señor Popinga intentó
propasarse con ella.
Nuevas protestas.
—Dígale que, si no dice la verdad, puede ir a la cárcel. Divida la pregunta
en dos. ¿La besaba? ¿Entró alguna vez en su habitación estando ella dentro?
La joven del camisón estalló en lágrimas y exclamó:
—¡Yo no he hecho nada! Le juro que no he hecho nada.
Duclos traducía. Con los labios apretados, Any miraba a la sirvienta.
—¿Llegó a ser exactamente su amante?
Pero la sirvienta no podía hablar. Protestaba. Lloraba. Pedía perdón.
Articulaba palabras interrumpidas por sollozos.
—«¡No creo!»—tradujo finalmente el profesor—. Por lo que yo entiendo,
bromeaba con ella. Cuando estaba a solas con ella en la casa, daba vueltas a
su alrededor en la cocina. La besaba. Una vez entró en su habitación mientras
se vestía. Le daba chocolate a escondidas. ¡Pero nada más!
—Dígale que puede ir a acostarse.
Se oyó cómo la joven subía la escalera. Instantes después, se escucharon
idas y venidas en su habitación. Maigret se dirigió a Any.
—¿Quiere ser tan amable de subir y ver qué hace?
Lo supieron casi inmediatamente.
—¡Quiere irse en seguida! ¡Está avergonzada! ¡No quiere seguir una hora
más en la casa! Pide perdón a mi hermana… Dice que se irá a vivir a
Groninga o a otro lugar, pero que se marchará de Delfzijl. —Y Any añadió,
agresiva—: ¿Es eso lo que usted buscaba?
El reloj marcaba las diez cuarenta. Una voz anunciaba por el altavoz:
«Nuestro programa ha terminado. Buenas noches, señoras… buenas noches,
señoritas… buenas noches, señores».
Después se oyó una música lejana, muy amortiguada, de otra emisora.
Maigret, nerviosamente, apagó la radio y se produjo un silencio brutal y
absoluto. Beetje ya no lloraba, pero seguía ocultándose la cara con ambas
manos.
—¿La conversación prosiguió? —preguntó el comisario con visible
cansancio.
Nadie contestó. Las facciones todavía estaban más marcadas que en la
sala del Hotel Van Hasselt.
—Les pido perdón por esta sesión tan penosa. —Maigret se dirigía
especialmente a la señora Popinga—, pero no olvide que su marido seguía
todavía con vida. Estaba aquí, algo excitado por el coñac. Seguro que siguió
bebiendo.
—Sí.
—¡Estaba condenado, entiéndalo! Y por alguien que estaba mirándolo. Y
los demás, los que están aquí en este momento y se niegan a decir lo que
saben, se convierten de ese modo en cómplices del asesino.
Barens soltó un hipo y se echó a temblar.
—¿No es cierto, Cornelius? —le dijo Maigret a bocajarro, mirándolo a
los ojos.
—¡No! ¡No! No es verdad.
—Entonces, ¿por qué tiemblas?
—Yo, yo…
Estaba a punto de sufrir una nueva crisis, como le ocurrió en el camino de
la granja.
—Escúcheme, Barens. Beetje se fue con Popinga, y tú saliste
inmediatamente después. Los seguiste por un momento. Viste algo.
—¡No! No es verdad.
—¡Espera! Después de que se fueran los tres, se quedaron aquí la señora
Popinga, Any y el profesor Duclos. Estas tres personas subieron al primer
piso.
Any asintió con la cabeza.
—Cada una entró en su propia habitación, ¿no es cierto? ¡Dime lo que
viste, Barens!
El aludido se removió inútilmente. Maigret lo mantenía, palpitante, bajo
su mirada.
—¡No! ¡Nada! ¡Nada!
—¿No viste a Oosting, oculto detrás de un árbol?
—¡No!
—Sin embargo, merodeaste alrededor de la casa. Tuviste que ver algo.
—No sé. No quiero… ¡No! ¡Es imposible!
Todos lo miraban. Él no osaba mirar a nadie. Y Maigret, despiadado,
siguió:
—Primero viste algo en el camino. Las dos bicicletas iban delante, tenían
que pasar por el tramo iluminado por el faro. Estabas celoso. Esperabas. Y
tuviste que esperar bastante tiempo. Más de lo que correspondía a la longitud
del camino.
—Sí.
—En otras palabras, la pareja se paró a la sombra del montón de madera.
Eso no te asustó, aunque tal vez te enfadaras o empezaras a desesperarte. Así
pues, viste otra cosa, y terrible. Lo bastante terrible como para que te
quedaras aquí cuando ya era la hora de volver a la escuela. Te hallabas cerca
del montón de madera. Sólo podías ver una ventana.
De repente, Barens se incorporó, asustado, perdiendo todo el control de sí
mismo.
—Es imposible que usted lo sepa. Yo, yo…
—La ventana de la señora Popinga. Había alguien en aquella ventana.
Alguien que, como tú, había visto pasar a la pareja mucho más tarde de lo
normal por el rayo luminoso del faro. Alguien que, por lo tanto, sabía que
Conrad y Beetje se habían parado en la oscuridad durante largo rato.
—¡Yo! —dijo con claridad la señora Popinga.
Y ahora fue Beetje la que se asustó y la miró con los ojos desorbitados
por el terror.
Al contrario de lo que todos esperaban, Maigret ya no hizo ninguna
pregunta más. Eso añadió cierto malestar. Tenían la impresión de que,
llegados al punto culminante, se paraban de repente.
Y el comisario fue a abrir la puerta de la casa y llamó:
—¡Pijpekamp! Venga, por favor. Deje a Oosting donde está. Supongo
que habrá visto que las luces de las ventanas de los Wienands se encendían y
apagaban. Deben de estar acostados.
—Sí.
—¿Y Oosting?
—Sigue detrás del árbol.
El inspector de Groninga miraba a su alrededor con asombro. Se
respiraba una paz incomprensible. ¡Y las caras eran las de personas que
habían pasado noches y noches sin dormir!
—¿Quiere quedarse aquí un momento? Voy a salir con Beetje Liewens,
como hizo Popinga. La señora Popinga subirá a su habitación, al igual que
Any y el profesor Duclos. Les ruego que repitan exactamente lo mismo de la
otra noche. —Y, dirigiéndose a Beetje, le pidió—: ¿Quiere venir?
Fuera hacía frío. Maigret rodeó el edificio y encontró, en el cobertizo, la
bicicleta de Popinga y dos bicicletas de mujer.
—Tome una.
Después, mientras circulaban lentamente por el camino de sirga, en
dirección al montón de madera, le preguntó:
—¿Quién propuso que se pararan?
—Conrad.
—¿Seguía alegre?
—No. En cuanto salimos, vi que se ponía triste.
Ya habían alcanzado el montón de madera.
—Bajemos. ¿Estaba cariñoso…?
—Sí y no. Estaba triste. Creo que era a causa del coñac. Al principio, eso
le había dado alegría. Al llegar aquí, me tomó en sus brazos y me dijo que era
muy desdichado, que yo era una buena chica. Sí, eso dijo exactamente. Que
yo era una buena chica, pero que llegaba demasiado tarde y que, si no
tomábamos precauciones, todo acabaría con una desgracia.
—¿Y las bicicletas?
—Las apoyamos aquí. Notaba que él tenía ganas de llorar.
Ya lo había visto así otras veces, las noches en que había tomado una
copa. Añadió que él era un hombre, que para él eso no tenía importancia,
pero que una joven como yo no debía jugarse la vida en una aventura.
Después me juró que me quería, que no tenía derecho a estropear mi vida,
que Barens era un buen chico y que yo acabaría por sentirme muy feliz con
él.
—¿Y entonces?
Respiró con fuerza y estalló.
—Le grité que era un cobarde e intenté montar de nuevo en la bicicleta.
—¿Qué hizo él?
—Sujetaba el manillar de mi bici para impedir que me fuera. Decía: «Te
lo explicaré. No es por mí. Es…».
—¿Y qué explicó?
—¡Nada! Porque le dije que, si no me soltaba, yo gritaría. Me soltó.
Pedaleé. Me siguió, sin dejar de hablar. Pero yo corría más. Sólo oía:
«¡Beetje! ¡Beetje! Escúchame un momento».
—¿Eso es todo?
—Cuando vio que llegaba a la valla de la granja, dio media vuelta. Yo me
giré y lo vi inclinado sobre su bicicleta, muy triste.
—¿Y corrió detrás de él?
—¡No! Lo odiaba porque quería que me casara con Barens. Él quería
estar tranquilo, ¿verdad? Pero cuando fui a empujar la puerta, me di cuenta de
que no llevaba mi chal. Quise recuperarlo y volví para buscarlo. No me
tropecé con nadie por el camino. Cuando regresé a casa, mi padre no estaba
allí. Volvió más tarde, y no me dio las buenas noches. Estaba pálido, y sus
ojos tenían una mirada malvada. Pensé que nos había espiado y que quizá se
había ocultado detrás del montón de madera. A la mañana siguiente, debió de
registrar mi habitación. Encontró las cartas de Conrad, porque ya no volví a
verlas. Después me encerró.
—¡Venga!
—¿Adónde?
Maigret ni siquiera contestó. Pedaleó hacia la casa de los Popinga. Había
luz en la ventana de la señora Popinga, pero a ella no se la veía.
—¿Usted cree que ha sido ella?
El comisario mascullaba para sus adentros:
—Regresa tristón, preocupado. Seguramente, se baja de la bicicleta aquí.
Rodea la casa sosteniendo su bicicleta por el manillar. Sabía que su
tranquilidad estaba amenazada, pero era incapaz de escaparse con su amante.
—Y, de repente, ordenó—: Quédese aquí, Beetje.
Condujo la bicicleta a lo largo del camino paralelo al edificio. Entró en el
patio y se dirigió hacia el cobertizo, donde el bote barnizado, en la oscuridad,
tenía la forma de un largo huso.
La ventana de Jean Duclos estaba iluminada. Se adivinaba al profesor
sentado delante de una mesita. A dos metros, la ventana del cuarto de baño,
entreabierta, pero a oscuras.
—No debe de tener ninguna prisa por entrar —seguía monologando
Maigret—. Se agacha así, para meter la bicicleta en el cobertizo.
Se entretenía tocando la bici. Parecía esperar algo. Y algo ocurrió, en
efecto, pero algo descabellado: un ruidito arriba, en la ventana del cuarto de
baño, un ruido metálico, el chasquido de un revólver descargado.
Inmediatamente después le llegó el ruido como de una pelea, la caída de
dos cuerpos al suelo.
Maigret entró en la casa por la cocina, subió rápidamente al primer piso,
empujó la puerta del cuarto de baño y giró el conmutador.
Dos cuerpos pataleaban en el suelo: el del inspector Pijpekamp y el de
Barens, que fue el primero en inmovilizarse mientras su mano derecha, al
abrirse, soltaba el revólver.
La ventana iluminada
—¡Estúpido!
Eso fue lo primero que dijo Maigret antes de recoger a Barens —en toda
la extensión de la palabra—, levantarlo y sostenerlo un instante, porque si no
el joven se habría caído de nuevo. Se abrieron algunas puertas. Maigret gritó:
—¡Que baje todo el mundo!
Tenía el revólver en la mano. Lo manejaba sin ninguna precaución,
porque él mismo había sustituido los proyectiles originales por cartuchos sin
pólvora.
Pijpekamp se cepillaba su chaqueta llena de polvo con el dorso de la
mano. Jean Duclos preguntó señalando a Barens:
—¿Es él?
El joven alumno de la Escuela Naval daba lástima: no parecía un gran
culpable, sino un escolar pillado en falta. No se atrevía a mirar a nadie, y no
sabía qué hacer con las manos ni con la mirada.
Maigret encendió las luces del salón. Any fue la última en aparecer. La
señora Popinga se negó a sentarse y, debajo de su traje, se adivinaba que le
temblaban las rodillas.
Entonces, por vez primera, notaron al comisario incómodo. Llenó una
pipa, la encendió, la dejó apagar, se sentó en un sillón, y se levantó
inmediatamente.
—Estoy metido en un asunto que no me concierne —dijo muy
rápidamente—. Había un francés implicado y me enviaron a mí para
esclarecer el caso. —Volvió a encender la pipa para reflexionar. Se volvió
hacia Pijpekamp—. Beetje está fuera, al igual que su padre y que Oosting.
Hay que decirles que vuelvan a sus casas o que entren, depende. ¿Quieren
que se sepa la verdad?
El inspector se dirigió a la puerta. Al cabo de poco entraba Beetje,
humilde y tímida; después Oosting, con la frente testaruda; y finalmente, al
mismo tiempo que Pijpekamp, un Liewens pálido y huraño.
Entonces vieron que Maigret abría la puerta del comedor y lo oyeron
rebuscar en un armario. Cuando regresó, llevaba en la mano una botella de
coñac y una copa.
Bebió a solas, malhumorado. Todos estaban de pie a su alrededor y él
parecía intimidado.
—¿Quiere saberla, Pijpekamp? —Y, brutalmente, añadió—: Mala suerte,
¿no? ¡Sí! ¡Mala suerte si su método es el bueno! Somos de países diferentes,
de razas diferentes, y los climas son diferentes. Cuando usted intuyó que se
trataba de un drama familiar, se precipitó sobre el primer testimonio que le
permitía zanjar el caso, y decidió: ¡crimen de un marinero extranjero! Tal vez
sea preferible para la salud pública. Ningún escándalo, ningún mal ejemplo
dado por la burguesía al pueblo… Sólo que yo no consigo quitarme de la
cabeza la imagen de Popinga, aquí mismo, poniendo la radio y bailando bajo
la mirada del asesino. —Gruñó, sin mirar a nadie—: El revólver fue
encontrado en el cuarto de baño. Por consiguiente, dispararon desde el
interior. Porque es de idiotas creer que el culpable, una vez realizado el
crimen, tuviera la suficiente valentía para arrojar el arma por una ventana
entreabierta. ¡Y sobre todo de dejar una gorra en la bañera y una colilla de
cigarro en el comedor!
Comenzó a caminar por la habitación, procurando siempre no mirar a sus
interlocutores. Oosting y Liewens, que no le entendían, lo miraban
intensamente, tratando de adivinar el sentido de sus palabras.
—Esa gorra, esa colilla, y, finalmente, el arma tomada de la mesilla de
noche del propio Popinga, era demasiado. ¿Me entienden? Era querer
demostrar demasiado. Era liar todo en exceso. Oosting, o cualquier persona
llegada de fuera, habría dejado quizá la mitad de esos indicios, ¡pero no
todos! Por consiguiente, premeditación. Por consiguiente, deseos de escapar
al castigo.
»No había más que proceder por eliminación. «El Baes» fue el primero en
quedar descartado. ¿Qué motivos tenía para entrar en el comedor, dejar allí
un cigarro, subir después al dormitorio a buscar el revólver y por último
abandonar su gorra en la bañera?
»Después descarté a Beetje, porque ella, a lo largo de la velada, no subió
al primer piso, no pudo dejar allí la gorra, y tampoco pudo robarla a bordo, ya
que caminaba al lado de Popinga.
»Su padre habría podido matarlo después de haber sorprendido a su hija
con su amante. Pero entonces ya era demasiado tarde para subir al cuarto de
baño.
»Queda Barens. No subió arriba, no robó la gorra. Estaba celoso de su
profesor, pero, una hora antes, todavía no tenía ninguna certeza.
Maigret calló y vació la pipa golpeándola contra su tacón, sin preocuparse
de la alfombra.
—Esto es prácticamente todo. Nos quedan la señora Popinga, Any y Jean
Duclos. No hay prueba alguna contra ninguno de los tres. Pero tampoco hay
imposibilidad material. Jean Duclos salió del cuarto de baño con el revólver
en la mano. Pudo incluso hacerlo para demostrar su inocencia. Sin embargo,
de vuelta de la ciudad, mientras caminaba con la señora Popinga, no pudo
robar la gorra. Y la señora Popinga, que iba con él, tampoco pudo hacerlo.
»La gorra sólo pudo robarla alguien del último grupo: Barens o Any. Y
hace un momento quedó demostrado que Any permaneció a solas un
momento delante del barco de Oosting. El cigarro no importa: basta con
agacharse en cualquier lugar para recoger una colilla. De todos los que
estaban aquí la noche del crimen, Any es la única que pudo permanecer arriba
sin testigos, y entrar, además, en el comedor. Pero tenía, con respecto al
crimen, la mejor de las coartadas. —Y Maigret, con la mirada siempre
huidiza, evitando posarla en sus interlocutores, dejó sobre la mesa el plano de
la casa realizado por Duclos—. Any sólo puede entrar en el cuarto de baño
pasando por el dormitorio de su hermana o por el de Duclos. Un cuarto de
hora antes del asesinato, está en su dormitorio. ¿Cómo llegará al cuarto de
baño? ¿Cómo tiene la certeza de poder pasar, llegado el momento, por uno de
los dos dormitorios? No olviden que ha estudiado, no sólo derecho, sino
obras de criminología. Las ha discutido con Duclos. Han hablado juntos de la
posibilidad del crimen impune desde un punto de vista científico.
Any, erguida, estaba exangüe, pero mantenía, sin embargo, la serenidad.
—Tengo que hacer un paréntesis. De todos los presentes, yo soy el único
que no conoció a Popinga. He tenido que hacerme una idea de él a partir de
los testimonios: tenía tanta ansia de placeres como timidez y respeto ante las
responsabilidades y, sobre todo, ante los principios establecidos. Un día de
euforia acarició a Beetje, y ella se convirtió en su amante. ¡Sobre todo porque
ella así lo quiso! Hace un momento he interrogado a la sirvienta. También la
acarició, como quien no quiere la cosa, de pasada, pero no llegó más lejos,
porque no fue especialmente estimulado. En otras palabras, desea a todas las
mujeres. Comete pequeñas imprudencias, roba aquí un beso, allá una caricia.
Pero prefiere, por encima de todo, su seguridad. Ha sido capitán de la Marina.
Ha conocido el encanto de las escalas sin preocuparse por el mañana. Pero es
funcionario de Su Majestad y quiere conservar su puesto, al igual que su casa,
su hogar y su mujer. ¡Se halla en una situación comprometida, entre los
deseos y los rechazos, entre la locura y la prudencia! A su edad, Beetje no lo
entendió y creyó que se escaparía con ella. Any vive en su entorno íntimo.
¿Qué más da que no sea bonita? Es una mujer, es el misterio. Un día…
El silencio, a su alrededor, era penoso.
—No estoy diciendo que él llegara a ser su amante. Pero también con ella
fue imprudente. Y Any lo creyó, se enamoró perdidamente de él, aunque su
pasión fuera menos ciega que la de la señora Popinga. Así vivieron los tres.
La señora Popinga, confiada; Any más reservada, más apasionada, más
celosa, más sutil. Adivinó sus relaciones con Beetje. Olió en ella a la
enemiga. Tal vez buscara y encontrara sus cartas… Aceptaba compartir a
Conrad con su hermana, pero no con una joven guapa y saludable con la que
él podía escaparse. Decidió matarlo. —Y Maigret concluyó—: ¡Eso es todo!
¡Un amor que se convierte en odio! ¡Un amor-odio! Un sentimiento
complejo, feroz, capaz de inspirar cualquier cosa. Decidió matarlo, y lo
decidió fríamente. ¡Matar sin dar pie a la menor acusación!
»Casualmente, el profesor habló esa noche de los crímenes impunes, de
los asesinos con rigor científico. Ella es una mujer tan apasionada como
orgullosa de su inteligencia. Cometió el crimen artístico, un crimen que debía
ser atribuido fatalmente a un vagabundo… La gorra, el cigarro, y la coartada
irrefutable: no podía salir de su dormitorio para asesinarlo sin pasar por el
dormitorio de su hermana o el de Duclos. Durante la conferencia vio unas
manos que se buscaban; por el camino, Popinga iba con Beetje; bebieron y
bailaron, se fueron juntos en bicicleta… Bastaba con inmovilizar a la señora
Popinga en su ventana, despertar sus sospechas. Y mientras la creían en su
dormitorio, pudo pasar, ya en combinación, a sus espaldas. Todo estaba
previsto. Llegó al cuarto de baño, y disparó. La tapa de la bañera estaba
abierta, la gorra ya estaba allí. Le bastaba con meterse dentro. Después del
disparo entró Duclos, encontró el arma en el antepecho de la ventana, salió
precipitadamente y, al tropezarse con la señora Popinga en el rellano, bajó
con ella. Any, ya preparada y semivestida, los siguió.
»¿Quién podía suponer que no salía de su dormitorio, que no estaba
aterrorizada? Ella, cuya mojigatería era legendaria, ¡se mostraba ante todos
de esa manera! Ni la menor piedad. Ni los menores remordimientos. Los
odios amorosos sofocan todos los demás sentimientos. ¡Sólo queda la
voluntad de vencer!
»Oosting, que había visto robar la gorra, calló. Confluyeron su respeto
hacia el muerto y su amor por el orden. Era preciso evitar el escándalo en
tomo a la muerte de Popinga, y llegó incluso a dictar a Barens una
declaración que hiciera pensar en un crimen cometido por un marinero
desconocido.
»Liewens, que había visto a su hija regresar a la casa después de que
Popinga la hubiera acompañado, y que al día siguiente leyó las cartas, creyó
que Beetje era la culpable, la encerró y se obstinó en descubrir la verdad.
Pensando que yo iba a detenerla, hace unas horas intentó matarse.
»Y, finalmente, Barens, que sospechaba de todo el mundo, se debatía en
el misterio y se sentía sospechoso él mismo. Barens había visto a la señora
Popinga en la ventana. ¿No habría sido ella la que había disparado después de
descubrir que su marido la engañaba? Lo habían recibido en esta casa como a
un hijo. Huérfano, había encontrado en ella una nueva madre. Quiso
sacrificarse, salvarla. Nos olvidamos de él en el reparto de los papeles, y vino
a buscar el revólver. Se metió en el cuarto de baño y quiso disparar. ¡Iba a
matar a la única persona que lo sabía todo y, sin duda, suicidarse después! Un
pobre muchacho heroico, y con una generosidad que sólo se posee a los
dieciocho años.
»Eso es todo. ¿A qué hora hay un tren para Francia?
Nadie dijo una palabra. Todos quedaron inmovilizados por el estupor, la
angustia, el miedo o el horror. Al fin Jean Duclos habló:
—Ha hecho grandes progresos en el caso…
Entretanto, la señora Popinga salió del salón como un autómata, e
instantes después la encontraron tendida en su cama, víctima de un ataque
cardíaco.
Any no se movió. Pijpekamp intentó hacerla hablar:
—¿No tiene nada que decir?
—Hablaré en presencia del juez de instrucción.
Estaba muy pálida. Las ojeras le llegaban hasta la mitad de las mejillas.
Sólo Oosting estaba tranquilo, pero miraba a Maigret con unos ojos llenos
de reprobación.
El caso es que, a las cinco y cinco de la mañana, el comisario subió a
solas al tren en la pequeña estación de Delfzijl. Nadie lo acompañó. Nadie le
dio las gracias. ¡Incluso Duclos se excusó diciendo que debía tomar el tren
siguiente!
Amaneció cuando el tren cruzaba un puente sobre un canal. Unos barcos,
con las velas flojas, esperaban. Un funcionario se preparaba para hacer
pivotar el puente en cuanto hubiera pasado el convoy.
Dos años después, el comisario se encontró a Beetje en París. Se había
casado con el dueño de un concesionario de bombillas holandesas y había
engordado. Beetje se sonrojó al reconocerlo.
Le explicó que tenía dos niños y le dio a entender que su marido le
proporcionaba una vida mediocre.
—¿Y Any? —preguntó.
—¿No lo sabe? Todos los diarios de Holanda hablaron de ello: se mató
con un tenedor el día del proceso, minutos antes de comparecer ante el
tribunal. —Y añadió—: Venga a vemos. Avenue Víctor Hugo, número
veintiocho. No tarde demasiado, porque la semana próxima nos vamos a la
nieve, a Suiza. Nos gustan mucho los deportes de invierno.
Ese día, en la Policía Judicial, Maigret encontró el modo de regañar a
todos sus inspectores.

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