Evita Replicada
Evita Replicada
Evita Replicada
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Evita replicada
Carlos La Casa obtuvo el premio único de novela en el X Certamen Internacional
de Literatura “Sor Juana Inés de la Cruz”, convocado por el Gobierno del Estado de
México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal, en 2018.
El jurado estuvo integrado por Ana García Bergua, Verónica Murguía y J. M. Servín.
C o le cc i ó n le t ras
n a rra t iva
Carlos La Casa
Evita replicada
Alfredo Del Mazo Maza
Gobernador Constitucional
Marcela González Salas
Secretaria de Cultura
Consejo Editorial
Consejeros
Marcela González Salas, Rodrigo Jarque Lira, Alejandro Fernández Campillo,
Evelyn Osornio Jiménez, Jorge Alberto Pérez Zamudio
Comité Técnico
Félix Suárez González, Rodrigo Sánchez Arce, Laura H. Pavón Jaramillo
Secretario Ejecutivo
Roque René Santín Villavicencio
Evita replicada
© Primera edición: Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de México, 2019
D. R. © Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de México
Jesús Reyes Heroles núm. 302,
delegación San Buenaventura, C. P. 50110,
Toluca de Lerdo, Estado de México.
© Carlos Daniel La Casa
ISBN: 978-607-490-258-7
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Herren, se había ido para Buenos Aires con los intención de apoyar
a su partido en un momento tan duro, así que no podían usar los
parlantes de la plaza por los que tantas veces habían salido, vigoro-
sas y afiladas como una espada de libertad, la voz del General y la
de ella, la más amada, Evita. Entonces un vecino le pidió a Sofía que
llevara su radio, todos sabían que era el mejor aparato de Lobos a
pesar de tener más de diez años de antigüedad. La había comprado
con la indemnización que la policía le había dado al padre cuando
recibió un disparo y tuvo que retirarse. Sofía dijo que no tenía pro-
blema, pero se preguntó cómo podrían darle electricidad. Llamó a
Viktor a ver si tenía alguna idea y él le dijo que podía conectarla a la
batería de un auto, para escucharla todos juntos.
Seguía llegando gente. Sofía vio un hombre junto al mástil en el
centro de la plaza con el cuello del abrigo levantado y las manos en
los bolsillos. No lo reconoció, y le llamó la atención que no parecía
triste. Uno de los vecinos trajo termos con café y le ofreció a Sofía,
ella le dijo que gracias, pero no. Otros, también solidarios, sabiendo
que era la hora de la cena, repartían unas viandas caseras improvi-
sadas. Había niños, hombres y mujeres de todas las edades. Un rato
antes de las 21:00 escucharon la pick-up acercándose por la avenida.
Frenó con un ruido seco junto a la plaza y Viktor bajó rápido, de un
salto. Era alto, grandote, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla
izquierda, ahora cubierta por la barba. Usaba un jardinero gastado
y una camisa leñadora abajo.
—¿No tenés frío, nene? —preguntó Nélida.
—Perdonen la demora —se disculpó Viktor con las señoras in-
dignadas por su hora de llegada.
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que una garra invisible los apretaba a todos y cada uno de ellos casi
hasta romperlos. En un acto reflejo, tomó a Viktor del brazo y él se
congeló. La voz de Furnot, a quien todos conocían por ser el heraldo
de los partes de Eva, con tono oscuro y delicado, dijo:
—Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia
de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la Re-
pública que, a las 20:25 horas, ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa
Espiritual de la Nación…
Algunos, incluso sin conocerse, apoyaron sus cabezas sobre el
hombro de quien tenían al lado; las gargantas se trabaron con ganas
de llorar y de retener el sonido de la angustia para escuchar, porque
el locutor siguió informando que al día siguiente el cuerpo sería
trasladado al Ministerio de Trabajo y Previsión, donde sería velado.
Una mujer se tiró contra la pick-up, otra se agarró del borde porque
las rodillas le temblaron ante la fuerza del llanto. La radio empezó
a pasar música fúnebre. Sofía sintió lágrimas en su cara, apoyó su
cabeza sobre el pecho de Viktor, que la abrazó, y se apretó contra él
como si su alma se le saliera del cuerpo y así pudiera retenerla. Des-
pués de consolarla unos momentos, Viktor la soltó para socorrer a
mujeres caídas a las que otras mujeres más angustiadas trataban de
levantar, algunas le pegaban a la pick-up o al suelo y gritaban “¿Por
qué?”. El ruido de la angustia contenida estalló en la plaza de Lobos.
Sofía miró el dolor circulando, el llanto, los gritos que se le-
vantaban al cielo, las súplicas y la bronca, “tan joven, tan bella, tan
peronista”. Viktor se había ido a la vereda, le pegó una trompada
a un árbol y gritó un insulto en ucraniano; las mujeres se abraza-
ban; los ancianos ya encorvados estaban más doblados todavía por
el llanto. Sofía sacó de nuevo su petaca entre la multitud obnubilada
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Cuando abrió los ojos, Sofía vio el color gris que se filtraba por la ven-
tana y supo que afuera estaba nublado. Sintió frío, levantó la fra-
zada hasta taparse la cara y se estiró dentro de la cama. Escuchó
un sonido, un clic monótono y repetitivo: era el disco, que seguía
girando con la púa levantada. “Evita”, pensó. La realidad volvió del
olvido en el que había quedado inmersa por el sueño y pasó la fron-
tera hacia la vigilia; Sofía recordó todo y volvió a sentir la angustia
por la noticia de la noche anterior. Se había olvidado y había sido
un alivio; ahora todo volvía a su conciencia como un estallido: el
anuncio, la radio partida, el miedo ante los hombres que robaban,
el policía amenazándola y, sobre todo, el dolor.
Se sentó en la cama y apagó el Wincofón. “Encima es domingo”,
pensó. Porque en el aire vibraba esa serenidad angustiosa clásica del
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día, esa plancha de depresión que parece apretar las cabezas, hoy
multiplicada al infinito por la pérdida y la congoja. Levantó la per-
siana. Sí, estaba nublado. Apoyó la mano en la ventana, sintió que el
vidrio estaba helado, que tenía una leve escarcha de rocío congelado
en los bordes. Bostezó. Sacó el disco del aparato y sintió una peque-
ña alegría de tenerlo, de saber que a través de ese pedazo de plástico
Evita podía ser evocada para negar su muerte unos segundos y jugar
a su regreso a la vida. Igual que anoche, varias veces se había queda-
do dormida mientras se reproducían los discursos; más de una vez
se le había metido la voz de Eva en los sueños. Lo guardó en su caja
con el logo de Mundo Peronista. Se cambió y fue hasta la habitación
de su padre. No estaba. Escuchó los ronquidos que venían del living,
seguía dormido en la misma posición en la que lo había dejado la
noche anterior, con la mano contra la cara.
Tratando de no hacer ruido, fue a la cocina y puso una pava al
fuego, para tomar mate. Le gustaba ese rito matinal, ese momento
con ella. Durante la semana, lo usaba para revisar las tareas que la es-
peraban durante la jornada. Sábados y domingos se dejaba divagar
en lo que le gustaría hacer, pero ese ejercicio de soñar nunca duraba
más de una o dos horas porque había que volver para lo que su padre
necesitara. Ese día, sin embargo, sintió que el tiempo parecía otra
cosa, que la muerte de Evita había quebrado todas las agendas y
rutinas, que todo debía ser repensado. “Como con Cristo”, pensó,
“antes y después de la muerte de Evita”. Cebándose un mate hizo un
listado mental de las cosas que tenía que hacer: “llamar a Margari-
ta y Claudia para que retiren sus trabajos de costura; también llamar
a Marta y todos los que me deben; comprarle los remedios a papá
y organizarlos; revisar que tenga la ropa limpia”. Iba a pensar: “ir al
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sable y el arma de fuego no, porque yo los metía en otro lado. Pero
ésta era una inquieta... ¿Sabés la de las tijeras?
—Te estoy escuchando —dijo ella—. Viktor, ¿azúcar?
—No. Café negro, por favor.
—Sofía debía tener nueve, diez años. En el barrio había un ve-
cino jodido. López o Sánchez, algo así. Tenía un perro bruto, que
había mordido a otras mascotas y hasta a unos vecinos. A uno le
había sacado un pedazo de gemelo. Jodido el pichicho, muy carni-
cero. Una tarde, Sofía y mi mujer habían sacado una mesita a la ve-
reda, cosían y tomaban mate, y Sánchez salió con el perro a la calle.
El animal se volvió loco de golpe y se le fue encima a mi mujer…
—Y yo le clavé una tijera en el cuello —interrumpió Sofía, con
la mecanicidad de quien ha contado un episodio un millar de veces
y está harto de hacerlo. Traía una bandeja con tazas. Lorenzo tomó
una con cuidado, le temblaba un poco la mano—. Ni lo pensé —si-
guió ella y se sentó en el sillón—. Fue puro instinto.
—Le dimos unos pesos y se quedó conforme. Yo era cana, el
tipo iba a tener quilombos si me denunciaba —contó Lorenzo y
cuando trató de tomar un sorbo estuvo a punto de derramar el café.
Intentó tapar con humor la incomodidad que generaba la contem-
plación de su enfermedad—. ¡Y ahora Sofi es la mejor costurera de
Lobos! Siempre tuvo habilidad para las tijeras, parece.
Lorenzo le guiñó el ojo a la hija y le estiró la mano. Ella lo tomó.
Sonreían.
—Papá, ¿querés escuchar la radio?
—No, está bien. Me duermo de nuevo en un rato.
Viktor apuró el café y se levantó.
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—Sea lo que sea, le voy a decir que no —dijo Sofía. Tito rio con
una carcajada sonora.
—¡No vengo a reclutarla! Putas en Lobos sobran, y son todas
mías, ¿para qué quiero más? —Tito hacía girar el sombrero en sus
manos—. Un minuto, ¿sí?
Sofía miró a los hombres en la vereda, apoyados contra el auto.
Pensó que le hubiera gustado que Viktor estuviera ahí. La hacía sen-
tir segura.
—Un minuto —dijo Sofía.
Entraron y le hizo una seña a Tito para que no pisase en la parte
que se hundía. Él se limpió los pies en la alfombra y miró el piso que
empezaba a ceder.
—Ahí necesita un albañil —Sofía lo miraba—. ¿Su padre está?
—Sí, ¿pero usted no quería hablar conmigo? ¿Y de dónde co-
noce a mi padre?
—Las preguntas de a una. Vengo a verla a usted, sí. Pero su
padre es famoso —Tito miró desde el pasillo al living: en el sillón,
con el diario abierto sobre el pecho, Lorenzo dormía.
—Apúrese, antes que se despierte. ¿Qué quiere?
—Un café, si es tan amable.
—Le pregunto de qué quiere hablar. No le estoy ofreciendo
nada —dijo Sofía.
—Debería, con este frío. Qué peleadora está conmigo… ¡Loren-
zo querido!
El padre de Sofía se había despertado y se desperezaba, Tito fue
hasta el living.
—¡Robertito! —gritó Lorenzo. Tito llegó al sillón. Se dieron la
mano con alegría.
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pensó. Era una suma tan grande, tan lejana a cualquier otra que hu
biera concebido o visto, que la sintió abstracta. Fue a la hoja y anotó:
“Cosas que podría comprar con diez mil pesos: ropa, máquina de
coser, viajar unos días...”. Frenó la escritura. Evita seguía hablando.
Volvió al living, se sirvió un whisky y se sentó en el sillón. Agarró la
guía bajo la mesita del teléfono y buscó el número de Paraíso. Corrió
al cuarto del padre y se asomó, él seguía durmiendo. Cerró la puerta.
Volvió al living, se tomó el vaso lleno de whisky de un trago, se limpió
la boca con el dorso de la mano y marcó el número.
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cara. Sobre la mesa vio una foto de Evita con los ojos recortados. La
levantó: era una máscara, le habían hecho dos agujeros en las pun-
tas y cruzado un hilo para que se sostuviera en la cabeza. Se abrió la
puerta y Sofía se sobresaltó.
—Disculpame el susto, nena —era Tito. Había dejado la puer-
ta abierta, afuera se veía a Viktor—. ¿Viste qué linda careta? La armé
para una de las chicas, por si vos no venías —Tito la agarró del men-
tón y la miró como quien observa un objeto y medita si lo com-
pra—. Estás perfecta. Qué suerte tuvimos con vos, la puta madre
—le soltó la cara y se limpió el maquillaje blanco en el pantalón—.
Bueno, las chicas cantan una canción más y salen. Hay dos minutos
de descanso, para que la gente pida morfi y chupi, y venís vos. Yo te
presento diciendo “Evita”, como si viniera ella de verdad, ¿me en-
tendés? Ahí vos subís al escenario. El pianista va a tocar la Marcha
peronista, yo pongo el disco, agarrás el micrófono y hacés la mímica.
Sonreí, sé que estás triste pero no seas muerta que esto es una fies-
ta, nadie pagó para sufrir —Tito señaló el dibujo del saco—. Esto
es porque seguro te tiran algo. No te hagas drama, que si exageran
está Viktor. A la salida aguantame que te pago —Tito golpeó las pal-
mas arengando y salió, le habló a Viktor—. ¡Vamos, eh! Grandote,
quedate con ella por si un loco se le va encima. No le rompas nada
a nadie, por favor te pido.
Tito volvió al teatro, Sofía salió y Viktor cerró el camarín. De-
trás de la puerta que daba al escenario, Sofía temblaba. Un poco por
el frío que hacía y más por el miedo, que la iba tomando. Intentó
calmar su respiración, estaba agitada. Escuchó aplausos adentro, la
canción de las chicas había terminado.
—¿Cómo estás? —preguntó Viktor.
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un chicato”, dijo uno y otra vez le tiraron algo, y esta vez estalló en
el centro de su pecho y hubo aplausos. “¡Eso es un tiro!”, gritó uno.
Sofía seguía imitando los movimientos de Evita. Sobre sus pies, en
la punta del escenario, estalló otro huevo y miró a Tito, que en la
oscuridad le hacía señas de que siguiera. Ella levantó la cara pero
no movió los labios, resbaló y se agarró del micrófono. Un huevo
le estalló en la pierna y sintió la humedad, el frío, la viscosidad que
chorreaba. De la primera fila le tiraron un cigarrillo medio fumado
contra la mano y ella gritó de dolor porque se quemó, otro le tiró
la bebida de su vaso gritando que así le apagaba el incendio, otro le
tiró el saco y le pegó en la cara. Un hombre se levantó y gritó “¡Hay
que matarla!”, tambaleando fue al escenario, Viktor lo agarró de la
nuca y lo volvió a sentar. Sofía levantó una mano para parar otro
huevo que iba a su cara. “Seguí”, le gritó Tito, y cuando Sofía bajó el
brazo le pareció advertir que el hombre que manejaba el seguidor al
fondo era Silvio y que reía a carcajadas. Ya su boca no siguió el dis-
curso, susurró “ay, basta” y levantó las manos. “¡Viva Perón, cara-
jo!”, gritó uno y todos rieron y le tiraron huevos a él. Hicieron “uh”
cuando finalmente un huevo explotó justo contra la cara de Sofía
y ella cayó sentada en el escenario. Se cubría porque empezaron a
volar más y más huevos y cosas, como si aprovecharan que ahora
estaba en el piso y eso la convirtiera en un blanco más sencillo. La
gente gritaba “diez puntos para mí”, “gané yo”, “callate, peronista
de mierda”. Sofía se quedó quieta, sintiendo los huevos que caían
sobre su cuerpo, escuchando otros que se quebraban alrededor de
ella, la risa de la gente, Evita hablando en el disco.
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que Sofía lo viera. Caminó al cuarto del padre, en el trayecto vio por el
vidrio de la puerta, parado como un guarda contra la reja de la vereda,
a Viktor, que fumaba un cigarrillo. Sofía abrió con suavidad la puerta
de Lorenzo, él dormía. Después salió al jardín y caminó hacia Viktor.
—¿Cómo le fue, señorita? —le había dicho Esteban la noche
anterior, cuando ella entraba con Viktor a la casa. Se dio cuenta de
que Sofía rengueaba y de que estaba lastimada—. ¿Qué les pasó?
—¿La podés ayudar? —dijo Viktor.
—Sí, claro. Sentala en el sillón —dijo Esteban y abrió su botiquín.
—¿Cómo está mi papá? —preguntó Sofía. Tosió, Viktor la
ayudó a sentarse.
—Bien, comió con ganas y se la pasó descansando —Esteban
trajo agua oxigenada, alcohol y gasas—. ¿Qué le pasó?
—Se cayó —dijo Viktor.
Sofía cerró los ojos, Esteban le limpiaba las heridas de la cara.
—Estoy bien —dijo ella—. Lo puedo hacer yo. Usted tiene que
irse, ¿no?
—No tengo apuro —dijo Esteban. Le pasó agua oxigenada en
una raspadura de la pierna, le aplicó una gasa y le dejó varias para
que se la cambiara. Esteban preguntó por Silvio, que debía ir a bus-
carlo para llevárselo. Viktor le dijo que no iba a venir y le habían
dado la tarea a él, pero viendo cómo estaba Sofía le parecía mejor
quedarse y no iba a poder acompañarlo. Esteban dijo que no había
problema, guardó sus cosas en el botiquín, se despidió y se fue.
Viktor fue al cuarto de Sofía, trajo una frazada y la tapó con ella.
—¿Querés que te prepare algo? —preguntó. Sofía negó y se
acomodó en el sillón. Viktor salió, fue a la pick-up a buscar la valija
y el disco. Cuando volvió, Sofía se había dormido.
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Después los nazis tomaron Kiev en 1941, cuando la guerra estaba em-
pezando. Los ucranianos peleamos fuerte, pero no alcanzó. Me dan risa
los que dicen que sin Eva todo va a estar difícil. Acá tienen todo muy
sencillo, difícil es pasar una semana en un pozo con el agua sucia hasta
los labios y el cuerpo de tu compañero muerto flotando adentro.
Sofía no dejaba de escucharlo y lo miraba. De vez en cuando
le ofrecía café. El dictador nazi que gobernaba Ucrania le manda-
ba aviones con toros al generalísimo Franco en España, y Viktor se
había escondido en uno para escapar. Cuando llegó se pasó dos años
de pueblo en pueblo, haciendo lo que podía. Se quedó en Compos-
tela, una ciudad que en el 47 visitó Evita. “Parecía más reina que la
reina”, dijo Viktor, mientras clavaba las nuevas maderas.
—Evita y Perón ayudaban a España, abandonada por haber co-
laborado con los alemanes. Me escondí en un vapor que venía para
Buenos Aires, pero esta vez el capitán me encontró. Para que no me
denunciaran me ofrecí a trabajar gratis en la sala de máquinas. Al
llegar estuve en la capital un año, di clases de boxeo y lucha en un
gimnasio cerca del Luna Park. El patrón me dijo que un amigo suyo
necesitaba alguien que lo cuidara mientras estuviera en la ciudad.
Era Tito. Tenía que hacer negocios, me dijo. No pregunté nada y lo
acompañé. Fue a cobrarle a uno y nos quisieron acuchillar, ése es al
que le rompí la mano. Después me ofreció venir con él, cuando se
abrió Paraíso —Viktor puso la última tabla, Sofía lo miraba—. Me
dio casa, comida y trabajo. No es el mejor hombre del mundo, pero
le estoy agradecido.
Se limpió las manos en la pileta de la cocina. Volvió al living, se-
cándose con el repasador. Miró el disco en la mesa.
—¿Lo probaste? —preguntó—. Con los golpes, capaz se rayó.
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tristeza cuando estaba ahí parada, tuve una idea. La consulté con el
Consejo de Acción Peronista aquí presente, y con el amigo Tito, que
habló bien de su disposición. Creemos que usted puede ser la mejor
ayuda para nuestra causa —Pantanali tomó un trago de agua. Ca-
rraspeó y siguió—. La partida de Eva nos ha devastado, pero es la
oportunidad de instalar su memoria para siempre. El partido está
planeando un monumento que tendrá la altura de un edificio de
veinte pisos, y para eso necesita fondos.
—¿Quieren que devuelva el dinero de anoche?
—No, compañera. Le agradezco su espíritu de generosidad. Ojalá
pueda demostrárselo al General en persona, él se lo agradecería. Si
cada peronista a lo largo y ancho del país tuviera su sentido de sacri-
ficio y entrega, hoy no padeceríamos este miedo que nos acomete
por la partida de nuestra Jefa. Lo que necesitamos, querida Sofía,
es grabar a Evita con fuego en el corazón de nuestro pueblo, usarla
como motor para seguir el camino a la revolución del General y ase-
gurarnos el fin de los gorilas inmundos que pretenden imponernos
doctrinas ajenas al sentir nacional.
Los ferroviarios, detrás, aplaudieron. Los cuatro hombres de
blanco que fumaban, asintieron a las palabras de su compañero.
Pantanali agarró el sobre en el centro de la mesa, sacó de allí unas
diez fotos y las puso frente a Sofía. Una había sido tomada en un
lugar amplio, el interior de una estación o un patio grande, se veía
una mesa con un cajoncito encima y, de pie, un hombre muy an-
ciano con una banda presidencial, saludado por dos mujeres y, al
costado, una larga fila de gente. El resto de las fotos eran en otros
escenarios, pero en todas se repetía la escena: un hombre siendo sa-
ludado, un cajón sobre una mesa y gente llorando.
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sabiendo que iba a hacer de Evita. Pero muerta. No podía ser co
lorido. Aunque era un homenaje, no había nada que celebrar. Igual,
ella era elegante y distinguida, y Sofía quería conservar ese aire. Se
probó cuatro o cinco vestidos, pero ninguno la convenció. Pensó
que el mejor homenaje para Eva y para los que vinieran a ver a Sofía
en su lugar, era darles lo más parecido a la realidad, como lo intenta-
ban las personas que había visto en las fotos, poniendo una muñeca
tejida con lana o lo que tuvieran a mano. Después de todo, la invi
taron a hacerlo porque era parecida. Agarró los ejemplares del diario
La Verdad de los últimos dos días y buscó fotos, sospechó que en
el cajón ella debía tener puesto algo liviano y sencillo. Sofía recor-
dó que tenía tres sayales que había cosido a un grupo de la parro-
quia para hacer una representación en Domingo de Ramos. Buscó
en el fondo del placard y los encontró. Había uno hermoso, blanco
y largo. Tenía manchas, pero si lo limpiaba y lo dejaba al sol las sa-
caría rápido. Cerró la persiana de su cuarto. Se lo probó y se miró en
el espejo. Fue a la pared, sacó el retrato más chico de Eva que tenía y
lo metió en el marco del espejo del placard, para compararse. Se hizo
un rodete en el pelo. Sacó una bandera argentina de un cajón, y se
la puso sobre los hombros. Se acercó a la foto y la miró de cerca. Dio
unos pasos hacia atrás, para verse de cuerpo entero. Levantó los bra-
zos, como Evita lo hacía en Plaza de Mayo. Se miró el pelo oscuro en
el espejo. Miró la foto de Evita. Sonrió como ella. “Falta algo”, pensó,
y se deshizo el rodete.
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estando sin estar, pareciendo dormida pero no, porque la idea es si-
mular un cuerpo con el espíritu ausente.
A medida que el disco se repetía, Sofía le agregaba detalles a
sus películas mentales: se imaginaba en la Plaza de Mayo, miran-
do a Evita que decía el discurso desde el balcón de la Casa Rosada,
otras veces se imaginaba a su lado, bien cerca, desde el punto de
vista de una funcionaria que subió al balcón para compartir el mo
mento, imaginaba la panorámica de la Plaza de Mayo repleta de
gente coreando el nombre de Eva, las banderas con leyendas de agra
decimiento, las imágenes de Perón, hombres trepados a los árboles
como un racimo de descamisados. Éstas eran sus imágenes cuando
escuchaba el disco desde la cama, nunca había jugado a perfeccio
narlas porque se dormía, pero ahora el disco seguía repitiéndose
como un rezo interminable y podía enfocar, se vio incluso dicién-
dolo con Evita, repetían las palabras a dúo, hacían los mismos ges-
tos y eso le daba una alegría tan grande que necesitaba controlar
su cara para que no se le escapara una sonrisa, mientras los deu-
dos pasaban incansables a mirarla y llorar, a purificar su angustia
y saludar a Viktor, que era el depositario de sus buenos deseos, y en
un momento de la tarde que el disco giraba, el disco insistiendo en
que todos recordaran la voz de Eva, Sofía llegó a verse a ella sola en el
balcón, no apoyando o imitando a Evita, sino siendo Evita. En ese
juego mental pasaba el tiempo y hasta llegaba a desentenderse de
los comentarios que hacían en su cara: “Hasta luego, Señora”, “La
vamos a extrañar”, “¿Por qué?”, “¿Qué hicimos para merecer esta
desgracia?”.
Cerca de las 2:00 de la tarde Viktor le susurró que harían la
pausa. Sofía escuchó que cerraban la puerta y abrió los ojos. Aunque
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Durante el recreo de las 5:00 de las tarde, que fue un poco más largo,
Sofía y Viktor estaban en el camarín, sentados con los ojos cerrados,
dormitando, Tito y Pantanali contaban la plata.
—Patrón, disculpe —dijo uno de los ferroviarios, tenía unos
veinte años, había entrado sin golpear y parecía asustado. Miró a
Pantanali, que contaba la plata y dijo—: lo busca el comisario.
Tito y Pantanali se miraron.
—Lo conozco —dijo Tito.
—Decíle que pase, pibe —dijo Pantanali.
El ferroviario desapareció. Pantanali metió la urna con la plata
en el placard, donde ya había bolsas llenas con billetes. Sofía y Viktor
se pararon.
—¡Mis felicitaciones a todos! —dijo el comisario al cruzar la
puerta y se sacó su gorro de policía. Miguel Rey tenía unos sesen-
ta años, la cara angulosa y las líneas de la frente marcadas, como
hechas con un objeto cortante y no producto del tiempo. Su andar
era lento y ruidoso porque arrastraba un poco los pies, pegados al
suelo. Otro agente, altísimo y de hombros anchos, entró con él. Se
tocó la gorra a manera de saludo, cerró la puerta y se puso al costado,
como si no quisiera molestar. Sofía le dio la mano a Miguel y él se la
besó—. Sólo estaré un minuto, señores —dijo Miguel y se despren-
dió los botones de su uniforme—. Orgullo de argentino inflama mi
corazón al ver a mi pueblo alegre. Pero como partidario y conocedor
de la seguridad, sé que eventos de esta magnitud son llamadores de
la desgracia… Ustedes están necesitando ayuda, supongo.
Tito y Pantanali se miraron. Miguel miraba a Sofía.
—Sí, es una buena idea —dijo Pantanali—. ¿Usted es peronista?
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sorpresa para vos, Sofi”, dijo Viktor a su lado. Ella se tentó de pre-
guntar y abrir los ojos, pero se contuvo. En tanto tiempo de practi-
car la inmovilidad voluntaria y absoluta, sintió que había adquirido
un control de sí misma inédito, producto de la paradójica actividad
de quedarse quieta evocando una persona muerta pero intentando
mantener un semblante sereno y amable, todo eso generaba una
batalla contra todo lo que dentro de ella sucedía y debía evitar: las
ganas de acomodarse, de estirarse, de moverse, de rascarse, de bos-
tezar, incluso de dormirse. Había podido escuchar, más bien sentir,
la multitud de voces contradictorias en su interior, las que decían
“pedí un recreo ahora, esto para qué lo hacés”, la que trataba a la
primera de gorila y una tercera o cuarta que obligaba a todas a callar-
se y seguir haciendo lo que estaban haciendo: nada. Estar. Ser Eva.
Cuando ya las voces eran atronadoras, inaguantables, cuando algo
en ella clamaba moverse o hablar o comer o todo eso junto, incluso
sin sentir ganas, sólo para salir de la incomodidad de una postura
y una actitud antinaturales —incomodidad que tampoco lo era, se
decía, “porque estoy tirada y quieta sobre estas frazadas”—, enton-
ces pensaba en Evita, en su sacrificio y en su cuerpo, y la voz que se
lo recordaba no era ya una de esas caprichosas sino un comandan-
te interior firme y decidido, que serenaba todo impulso molesto y
Sofía “volvía”, como ella le llamaba a esa sensación de hacerse caso,
y escuchaba a la gente, que era para quien estaba haciendo esto, y se
ponía feliz por lo que les estaba brindando. Otra cosa que le daba
fuerza era recordar sus épocas de búsqueda incesante de fotos de
Eva en revistas, su religioso estar frente a la radio a la hora justa
para poner el dial y escucharla con su voz de ángel perfumado, tra-
yendo desde el misterio de la radio el teatro y la poesía. Fragmentos
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comisario les gritó que esperasen, sacó su arma y uno del público lo
agarró y le levantó el brazo, el arma se disparó hacia arriba e hizo un
agujero en el techo de chapa. Fue como una señal para el inicio de
una estampida. La gente gritó, asustada, abrió la puerta del galpón
de par en par y empujó a los ferroviarios que trataban de frenarla;
Pantanali y Tito pedían calma a gritos. El policía cayó al suelo y los
ferroviarios también, el público entró en manada; Viktor se quiso
poner delante de Sofía, pero ella no lo dejó. Un hombre de unos cin-
cuenta años, con boina, que había entrado corriendo, frenó cuando
estuvo cerca de Sofía. Los primeros dos o tres que lo siguieron, tam-
bién. La rodearon. Pero ella no sentía miedo: sonreía. El galpón se
había iluminado porque las puertas estaban abiertas de par en par,
la luz del sol se reflejaba en los pedazos de trenes. El policía, dobla-
do y con raspaduras en la cara, se levantó y fue con el arma hacia la
multitud que encerraba a Sofía.
—¡Quieto! —le gritó ella. No sólo el policía, sino que toda la
gente se detuvo. Los que todavía no habían podido ver a Sofía y los
que más atrás no habían escuchado, se asomaban para ver y pre-
guntaban. Ella le pidió al policía que guardara el arma y a una de
las enfermeras que lo atendiera a él y a un hombre al que le san-
graba la nariz. Luego estiró las manos hacia Viktor y le pidió que la
ayudara a subir. Viktor la levantó y Sofía quedó parada en la mesa,
junto al cajón.
—Amigos —dijo, tranquila, como si estuviera acostumbrada a
momentos así—. Queremos que todos pasen a disfrutar lo que el
partido creó para ustedes. Pero tenemos que ser cuidadosos y or-
denados, para no lastimarnos. Vuelvan afuera, por favor, y hagan lo
que los compañeros les pidan. Así como yo elegí venir a realizar esto
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El mismo día, cerca de la 1:00, Sofía, dentro del ataúd, escuchó que
un hombre hablaba con Viktor. Reconoció la voz del comisario,
Miguel Rey, que se acercó a mirarla. Sofía sintió olor a alcohol sobre
su cara.
—¡Ya te decía yo que ibas a hacer historia! —escuchó—. Están
todos hablando de que te paraste y fue como si hubiera resucitado
la Yegua. Capaz que te casás con Perón y todo, ¿eh?
Miguel se alejó del ataúd y le preguntó a Viktor por Tito y Pan-
tanali. Cuando se fue, Viktor se acercó al cajón.
—No te asustes, que éste vino a molestar —dijo y le tocó la
mano. Ella le hizo una leve caricia, era su manera de confirmarle que
lo había escuchado sin tener que abrir los ojos ni moverse de más.
—Hacemos el descanso ahora —dijo Tito—. Vengan para la
oficina, urgente.
Ella escuchó los sonidos de siempre: los lamentos de la gente
cuando le avisaban que debía irse, los ferroviarios consolándolos,
explicando que más tarde volverían a abrir, la puerta del galpón ce-
rrándose. Sofía abrió los ojos. Se sentó en el cajón, Viktor la ayudó a
120
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pero que a ella se le hizo eterno, Viktor salió con un pico y una pala,
cerró la puerta, dejó las cosas en la parte de atrás de la pick-up y
subió. Volvieron a la ruta y anduvieron cerca de media hora, cuando
Tito hizo luces nuevamente y salió hacia tres grandes árboles que
había a un costado del camino. Viktor lo siguió y frenó detrás de él.
Bajó de la pick-up, agarró el pico y la pala y fue al auto de Tito. Jun-
tos sacaron los cuerpos del baúl y los llevaron al costado de uno de
los árboles. Viktor empezó a picar la tierra. A Sofía le impresionaba
su serenidad, hacía todo como si fuera su trabajo cotidiano, como
si lo hubiera hecho muchas otras veces. Tito caminó a la pick-up y le
golpeó la ventanilla, ella la bajó.
—Si cambiamos de agenda van a sospechar —dijo Tito—, así
que terminamos y seguimos con todo, tal cual estaba planeado.
Tito encendió un fósforo, quería fumar. Viktor tiró una piedra
a la pick-up, para llamar su atención.
—¡No enciendas nada que nos pueden ver! —gritó Viktor
desde el árbol.
—Este ruso es un soldado —dijo Tito, tiró el cigarrillo al cés-
ped y lo pisó.
Sofía escuchaba el ruido del pico entrando y saliendo de la tierra.
—¿Qué va a pasar con ellos? —preguntó a Tito, mirando los
cuerpos.
—Les van a crecer flores —dijo Tito y la miró fijo, serio—.
Nunca viste nada de esto, lo tenés claro, ¿no? —Sofía asintió—. Qué
ganas de fumar, la puta madre.
—Nos va a faltar una bandera.
—Cualquier unidad básica nos presta. Capaz haya alguna con
Evita estampada. O con tu cara, directamente. Descansá un poco.
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Anduvieron por la ruta 205 hasta José Mármol, donde llegaron cerca
de las 6:00 de la mañana. Todavía la noche era plena, Sofía pensó
que ya era sábado y que hoy, si fuese un día común, el médico ven-
dría pasadas las 10:00 de la mañana a hacerle un chequeo a Lorenzo
y ella estaría allí para recibirlo. Cuando entraron al pueblo, igual que
en Lobos, a Sofía le pareció desierto, y en muchas puertas se veían
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plata, de eso se ocupa el señor con el que hablamos recién. Y yo, por
supuesto. Vos ocupate de morirte, que te sale bien.
Caminaron a una oficina, que habían acomodado para que fun-
cionara de camarín. Ahí había más humedad y más frío. En la mesa
estaba la valija con su sayal, el peine, todo lo que usaba de vestuario.
También el saco de Viktor, su camisa y la banda presidencial.
—¿Cuándo hacemos la pausa? —dijo ella.
—Yo diría que en dos horas —dijo Tito, Sofía suspiró—. Ya
sé que te cansa, pero vos viste la gente que hay. Vamos, cámbiense
que abrimos.
Tito cerró la puerta. Viktor agarró su camisa y su saco y salió para
dejar a Sofía sola. Ella se puso el sayal y se peinó con el rodete. Salió, y
los hombres de corbata negra la miraron. Viktor la ayudó a subir a la
mesa. Sofía se paró en el ataúd y se recostó. Sentía mucho cansancio,
había dormido poco y mal. Pero simular la muerte le resultó senci-
llo, su cuerpo se relajó completo cuando se lo ordenó, e incluso llegó
a dominar un poco el movimiento involuntario de los párpados
cuando cerró los ojos. “Empezamos”, le dijo Tito, sobre el ataúd. Sofía
escuchó ruidos, movían unas sillas, se daban las últimas instruccio-
nes. El hombre de corbata negra y cinta de luto puso el disco. A Sofía
la tranquilizó escuchar esa voz, esa grabación, tenía la calidez del re-
encuentro con algo que le era amado y conocido. Abrieron la puerta
y le indicaron a la gente el camino que debía seguir.
Como en Lobos, Sofía escuchó llantos y lamentos, súplicas por
la vida de Evita, consuelos a Viktor. Cuando el disco terminaba, so-
brevolaba ese silencio que resalta en el aire cuando se apaga un
sonido que ha durado largo tiempo. Sofía, con la maestría que va
dando la práctica, había logrado una quietud que le parecía perfecta,
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—Gracias.
—Es impresionante lo suyo. No me refiero al parecido, de eso
no voy a hablar, porque sospecho que usted está harta. Pero estuve
dos veces en el estadio mirando lo que hace, y puedo decirle que lo
verdaderamente impresionante es usted, y la manera en que mane-
ja el evento, señorita Sofía.
—Acompáñenos, si gusta. ¿Cómo es su nombre?
—Soy Enrique —dijo él y miró a Tito—. A usted también lo fe-
licito, por ser el descubridor de esta belleza.
Viktor levantó un poco la fonola y logró frenar el tango. Se
palpó los bolsillos, se acercó a una pareja a su lado y les pidió una
moneda. En otra mesa, cinco hombres lo miraban enojados, entre
ellos estaba el que había puesto el tango. También miraban a Sofía
y hablaban sobre ella, lo mismo que otros que la habían reconoci-
do. El bar quedó un poco más silencioso sin música, Viktor silbaba
una melodía extraña y golpeaba la fonola, porque le había tragado
la moneda.
—¿Qué piensa de lo que está generando, señorita? —pregun-
tó Enrique.
Sofía tomó del vino que Enrique les había regalado. Le pareció
delicioso. El encargado, desde la barra, le pedía a Viktor que no gol-
peara el aparato.
—Creo que a la gente le hace bien —dijo Sofía.
—Yo creo lo mismo —dijo Enrique—. ¿Sabe que el monumento
que planean para Evita será cuatro veces más grande que la Estatua de
la Libertad? —Sofía abrió los ojos, sorprendida—. Calculo que serán
bastantes funciones hasta juntar el dinero necesario, ¿no es cierto?
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entre ellos el que había molestado en la fonola. Los otros tres fueron
hasta la mesa de Sofía.
—Usted es Evita, ¿no? —dijo uno. Ella bufó, harta.
—Sí —dijo Tito—, resucitada y chupando vino. Un milagro, eh.
—Quiero decir… —dijo el hombre. Tenía la corbata floja y dos
botones de la camisa desabrochados. Los otros seguían mirando
a Sofía.
—Ya entendimos lo que quisiste decir —lo interrumpió Enri-
que—, ahora volvé a tu mesa y dejanos disfrutar.
—Yo quiero un autógrafo —dijo uno de los hombres.
—Yo también —dijo el que había hablado primero. Se palpó el
bolsillo—, me parece que no tengo lapicera. Qué macana.
—Muchachos —dijo Enrique, muy tranquilo. Uno de los otros
hombres le había puesto una mano en el hombro a Viktor y él frenó
su danza—, la señorita es analfabeta y no sabe escribir.
—No te creo —dijo el de corbata floja.
—Por última vez —continuó Enrique, simulando no escu-
char—, yo les recomendaría que nos dejen tranquilos.
—Al grandote, más que a nadie —dijo Tito.
Los tres hombres se fueron sobre Enrique, que sacó un arma de un
lugar que Sofía no llegó a distinguir porque, apenas se movieron, Tito
se le había echado encima para protegerla. Enrique disparó hacia
abajo y le reventó el pie al de la corbata floja y los otros dos se con-
gelaron. Viktor le rompió la nariz con una trompada a uno de los
que se le habían acercado y éste cayó noqueado, agarró del cinturón
y el cuello al que le había interrumpido el baile, lo puso horizon-
tal y lo sacó por una ventana del bar, el hombre atravesó el vidrio y
cayó en la vereda. El zapato del que había recibido el tiro chorreaba
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“hombres de luto”, como ella los llamaba. Porque Perón había de-
cretado un vestuario específico para los peronistas: camisa blanca,
corbata negra y cinta en el brazo; la cinta debería ser usada por un
año, y la corbata negra por el resto de su vida. Si usaban saco, debía
ser negro. Eran tantos y cada vez más los colaboradores, que Sofía
no hacía tiempo a saber el nombre de todos, así que los había bau-
tizado con ese nombre genérico. Cuando salió, confirmó que había
percibido bien, el estadio estaba repleto. Levantó las manos y salu-
dó, había gente en las tribunas y en la cancha, donde se armaba una
larga fila, organizada por los hombres de luto, para quienes qui
sieran ver el cajón de cerca. Viktor la ayudó a subir a la mesa, Sofía
se metió en el ataúd y se tapó con la bandera, acomodándola para
que quedara prolija.
Se puso el tocadiscos y empezó la grabación. Los hombres de
luto movieron las vallas para que pasara la gente a verla, mante-
niendo un perímetro delimitado, donde más hombres controlaban
que no fuera hacia el ataúd nadie que no saliera de la fila. El primer
deudo saludó a Viktor. Sofía no escuchaba tan claramente como
antes la voz de la gente, porque el espacio era mucho más grande y
eso hacía que los llantos y comentarios se le perdieran. Sí escuchaba
sus pasos, porque el piso de la cancha era de una madera que al pi-
sarla hacía mucho ruido. Lo que escuchaba más y mejor que nunca
era la voz de Eva, porque el sistema de sonido la proyectaba a todos
los rincones de la cancha de básquet y retumbaba. Pero ese día, el
disco con el discurso de Evita se trabó y quedó repitiendo una pa-
labra, el estadio se llenó con esa sensación de extrañeza parecida al
miedo que genera la repetición mecánica de una palabra, como si el
aparato, en un arranque de autonomía y psicosis, se hubiese vuelto
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loco. A Sofía y a todos les entraron unas ganas terribles de que eso
terminara inmediatamente; si Evita en el discurso, cuando fluía, era
una bendición, entonces el disco saltando era el infierno, era la ex-
presión diabólica de una máquina que parecía haber cobrado vida
y que se había empeñado en quedarse estancada en una frase y un
golpe (“en nombre del General” —chiq— “en nombre del General”
—chiq— “en nombre del General” —chiq—) y esa insistencia traía
también la desilusión ante la realidad, porque confirmaba que se
trataba de un disco, de un aparato, de una mentira.
El hombre de luto frenó el disco y volvió a ponerlo, los deudos
volvieron a andar, pero a los cinco minutos otra vez el disco se de-
tuvo en un surco que no paró de repetir, ametrallando con las mis-
mas palabras una y otra vez. El hombre de luto movió la púa apenas
hacia atrás, el audio continuó unos segundos y volvió a saltar en la
misma parte. En un impulso inconsciente, sin pensarlo, Sofía abrió
los ojos, se sentó en el ataúd y miró al hombre del disco, que lo había
sacado, ella quería darle un consejo sobre cómo colocarlo, pero el
público se asustó, entonces Sofía miró a la gente y comprendió, por
primera vez en todo el viaje, en todas las representaciones, que es-
taba haciendo algo donde era observada. Porque los que estaban en
la cancha se habían olvidado del disco y la miraban con una mezcla
de admiración y espanto: el simulacro de cadáver se había sentado y
tenía los ojos abiertos. Y respiraba. Y tenía las emociones de un ser
vivo, una mezcla de miedo porque se le hubiera roto el disco, y rabia
contra lo que intuía que era un error del hombre, que seguramente
lo había puesto mal. El acto de la representación se había roto, como
un truco de magia al que de pronto se le ven los hilos, pero Sofía sin-
tió que era el comienzo de otro. Viktor se acercó al cajón. “¿Querés
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la foto de una mujer igual, pero quieta y muda dentro del cajón.
El recuerdo de otros discursos y de otras fotos la asistieron para
que el cuerpo cobrara las formas precisas que acompañaban su voz;
hizo sin esfuerzo el gesto contraído cuando recordaba a los vende-
patria, el puño en alto martillando el aire y desafiando al destino al
hablar de los enemigos del General, el dedo índice derecho surcan-
do el aire, marcando las directivas a seguir, queridos compañeros y
hacia el final, cuando Sofía declamó (cuando Evita dijo) “Y sólo de
esta manera lograremos el objetivo de la revolución socialista, ese
que Perón y sus trabajadores anhelan para nuestro suelo”, no llegó
a agregar el “muchas gracias” que remataba el discurso porque ya
la multitud de la realidad en la cancha de básquet gritaba y aplaudía
“E-vi-ta”, “E-vi-ta”, y Sofía, por primera vez desde aquella noche de
soledad y miedo en la que supo de la muerte de Eva, lloraba a mares
pero de una manera nueva, alegre. Hasta Viktor lloraba, grandote y
payaso bajo la banda presidencial. Tito aplaudía como loco y Enri-
que sonreía y los hombres de luto se abrazaban, mientras la gente
le tiraba a Sofía, y no a la mesa del ataúd, las flores que habían lleva-
do para saludar a la muerta y que resultaron ser ofrendas para una
jubilosa expresión de vida.
XVI
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casa primero, y más que nunca en los últimos días, habían resultado
ser ensayos involuntarios que terminaron por imprimir en ella sus
modos, esas maneras que Sofía tanto amaba y un rato antes, cuan-
do el disco se había rayado, se agruparon en su pecho y le exigieron
salir. Todo lo que tenía en sí de ella, de Evita, se había expresado hacia
afuera. “No había mejor momento que éste”, pensó, “porque es cuan-
do la gente lo necesita”. Se puso el vestido que le habían donado.
Le quedaba perfecto. Llamó al hombre de luto que custodiaba en la
puerta, avisando que ya estaba lista. Un grupo de policías vino a bus-
carla y la acompañaron hasta el estadio. Apenas se asomó, fue ova-
cionada un rato largo. Estaba la misma gente y más, porque en esos
veinte minutos había corrido la noticia y todos querían ver la resu-
rrección de Eva, como la estaban llamando. La mesa y el ataúd ya no
estaban, le habían puesto una tarima y habían colgado otra bandera
detrás. “Ya habrá tiempo de mejorarlo”, pensó.
Subió e imitó tres discursos en el mismo orden del disco. No
importaba que repitiera lo que la gente ya había escuchado, lo im-
portante era el acto, estar, moverse como ella y evocarla con su voz
y su energía. Cuando quiso bajar, la gente pidió otra, como en un
recital. Costaba contenerlos tras las vallas. Sofía sabía de memoria y
con detalle los siete discursos del disco, así que hizo dos más. Cuan-
do se despidió, le gritaban “E-vi-ta” y Sofía pensó que su público
también hacía un acto de imitación, porque sonaba igual a la mul-
titud del disco.
XVII
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dijo que otra vez tenían que saludar a alguien importante. La llevó
a la misma oficina, abrió la puerta y Sofía vio adentro a Enrique. Fu-
maba y estaba sentado encima de un escritorio.
—Después de esto te vas a dedicar a la política, ¿no? —dijo
Enrique.
—No sé qué voy a hacer —dijo ella—. Volver a Lobos, supongo.
Enrique exhaló mirando a un costado, para no llenar a Sofía de
humo. La miró.
—Vos no volvés más.
—Decinos qué pasa, tenemos que empezar —dijo Tito.
—Acá tu manager está apurado —dijo Enrique a Sofía—. Los
estoy siguiendo en la gira. Estás cada vez mejor.
—Sí, te veo en primera fila —dijo ella.
—¿Cómo hacés? Ahora que hablás, estás más ocupada que
cuando jugabas al velorio —dijo Enrique.
—Tenemos que volver, nos quedan cuatro funciones —in-
sistió Tito.
Enrique se desabrochó el saco. Miró a Tito.
—Tengo una propuesta que puede interesarles. De paso, saca-
mos a la chica un rato del circo que armaste para cuidarla, porque
las amenazas siguen.
—No hablen de mí como si no estuviera —dijo Sofía. Miró a
Tito—. Esperame en el salón.
Tito la miró con furia. Enrique disfrutaba de la escena.
—Tenemos que empezar en cinco minutos —dijo Tito.
—Si no llego, tendrán que esperar —dijo ella—. Es una función
gratis, seguro que pueden aguantar.
175
Ahora que la hacía viva, los del gremio textil le regalaron más vesti-
dos idénticos a los que usaba Evita. Sofía terminaba de guardarlos
en la valija, porque quería llevarlos todos para que Enrique eli-
giera con ella cuál usar en la ceremonia del día siguiente, cuando
le golpearon la puerta de la habitación. Era la chica que hacía la
limpieza a la mañana, la había ido a ver y quería saludarla. “Soy
Celia”, dijo y pidió perdón casi llorando por molestarla, Sofía pensó
que se notaba que tenía un origen muy humilde. Conmovida, la
hizo pasar. Conversaron sobre el tremendo frío que hacía y Sofía le
regaló un pulóver que ya no usaba. Cuando Celia se fue, Sofía levantó
el teléfono y pidió, vía operadora, hablar con el padre. La atendió Este-
ban, le dijo que Lorenzo ya dormía y estaba bien, había armado una
carpeta con recortes de diarios y revistas que mencionaban a Sofía, y
se quejaba de no tener manera de grabar la radio cuando hablaban
de ella. Había tenido unos mareos leves, pero nada grave. El doctor
178
“Una noche con Evita”. ¿Así que ahora Enrique es malo? ¿Y vos sos
bueno? ¿Que llevás a mi papá de putas? —Viktor bajó la mirada—.
Andá a dormir, que mañana tenés el día libre, porque yo no estoy y
a nadie le interesa verte de Perón.
—Dejame acompañarte, ¿o no te dejan?
—¡Yo hago lo que se me canta! —gritó Sofía—. Y no quiero ir
con vos. Ni con nadie. Hasta el viernes.
Viktor no dejó de mirarla cuando Sofía le cerró la puerta.
XVIII
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Abrió los ojos y vio el horizonte clareando. Sintió frío, aunque tenía
su tapado y el saco de Enrique encima. Él llevaba la camisa arreman-
gada. Sofía lo miró.
—Buen día —dijo Enrique.
—Hola —Sofía se sentó derecha, miró hacia afuera, pasó la
mano por el vidrio empañado—. ¿Cuánto dormí?
—Hora y media, más o menos. Ya llegamos.
Enrique sacó el auto de la autopista y se metió por otro camino.
Anduvo unos diez minutos más, entre las calles de un pueblo que
a Sofía, igual que los otros, le hizo recordar Lobos. Todos tenían la
misma estructura, como si los hubiera diseñado la misma persona.
Enrique frenó ante un gran edificio.
—Ésta es la Municipalidad, acá vamos a parar —dijo—. Des-
cansá y comé, que más tarde vienen a tomar el molde de tu cara.
Allá enfrente va a ser el número —señaló una iglesia cruzando la
plaza—, cerca de las 12:30. Después venimos con todos los del par-
tido para almorzar juntos.
Se abrieron las puertas del Municipio, enormes, y dos hombres
de luto con anteojos negros se acercaron al auto. Tenían un porte
distinto a los que habían ayudado en la representación, más con-
centrados, más marciales.
—Éstos son mis soldados —dijo Enrique—. Te van a cuidar.
Enrique bajó y habló con ellos. Uno de los hombres volvió a la
Municipalidad y el otro al auto con Enrique, éste le abrió la puerta
a Sofía para que saliese. El hombre saludó a Sofía con un gesto, se
metió en el auto y se lo llevó.
—Vení, ya te prepararon todo —dijo Enrique.
187
La ropa era de mejor calidad que la que ella venía usando, habían
llamado a los mismos diseñadores de Eva, que con gusto habían co-
laborado. Cuando se decidieron por uno para el acto lo dejaron a un
costado y volvieron a sentar a Sofía y la maquillaron y peinaron,
ella repasó la letra de sus discursos con la mujer que tenía la car-
peta. Enrique le daba órdenes a todos, incluida Sofía. Pero cuando
podían cruzar sus miradas en el vértigo de actividad sin que nadie
los viera, porque todos estaban absortos en sus tareas, Sofía y En-
rique se mostraban con los ojos la nueva chispa que habían encen-
dido, el recordatorio de su pequeña escena de amor y las ganas de
volver a abrazarse, la promesa de que apenas pudieran volverían a
repetir ese beso y más.
Una de las maquilladoras dijo “creo que ya está”. Sofía se paró y
caminó al enorme espejo. Se miró de un costado y del otro. El fotó-
grafo disparó una docena de flashes. Las mujeres aplaudieron, Sofía
saludó como Evita y aplaudieron más fuerte. Una se le fue encima y
la abrazó, después otra, algunas reían y lloraban. “No me toquen, que
me despeinan”, dijo Sofía. Golpearon la puerta y Enrique abrió. Era un
hombre de luto, que le habló al oído. Enrique dijo que ya tenían que
cruzar, despidió a las mujeres y les ordenó que fueran a la iglesia.
Ellas y el fotógrafo salieron conversando, felices y ruidosos, todos
sentían el orgullo de haber contribuido a la construcción de una ré-
plica bellísima y exacta. Sofía se quedó sola con Enrique, en la habi-
tación. Cuando él cerró la puerta, el silencio contrastó con el ruido
que había unos segundos antes.
—Estás hermosa —dijo Enrique. Se acercó. Le acarició la cara.
La besó despacio—. Quiero darte algo —dijo y metió la mano en el
bolsillo interno de su saco. Sacó un portalapicera con el logo de la
192
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de los primeros bancos vio a Enrique, que la miraba con ternura. Sin
romper la postura, se serenó.
—Hoy quisieron atentar contra mi vida —dijo Sofía, y sintió
que se aflojaba, se había liberado de la obligatoriedad de seguir el
discurso del disco, algo en ella que quería hablar sin trabas salió y
ella lo dejó salir, desplegarse—. Pero hemos demostrado una vez
más que el peronismo es más fuerte que los estúpidos buitres ca-
rroñeros que intentan resquebrajarnos a nosotros, los pilares de la
causa de nuestro Conductor y la patria, hemos demostrado —dijo,
y miró a Enrique— que somos una llama poderosa, imposible de
apagar por ninguna tormenta.
Algunos entre la audiencia, que la habían escuchado en repre-
sentaciones anteriores, supieron que no estaba repitiendo ningún
discurso. Estaba hablando ella. Otros que no la habían visto nunca,
pero que sí conocían al detalle la manera de hablar de Eva, quedaron
impactados con la cercanía lograda por esa mujer.
Sofía sentía enojo, miedo y angustia por el reciente episodio, le
pareció que compartía esas emociones con todos, recordaba el dis-
paro silbando cerca, el tumulto. Y habló. Usó todas las palabras que
tenía disponibles y que había acumulado de tanto escuchar y repe-
tir el discurso, los patrones de armado y sintaxis, los mecanismos
de la apología del amor y el apoyo a la causa y sin un solo error de
modulación, libre, hilvanando conceptos y propuestas de acciones,
pedidos de apoyar todavía más al General, loas a Perón que siem-
pre le parecían escasas, detallando lo sucedido en las escalinatas e
invitando a que fuera el final del miedo entre las filas peronistas,
terminó con un grito:
201
—Dicen que estoy muerta, pero verán que estoy más viva que
nunca, porque sigo latiendo en Perón, en el partido y en el pecho
de cada uno de los descamisados que me dan la inmortalidad; y si
antes, compañeros, me tenían miedo, a partir de hoy deberán doblar
sus rodillas ante la fuerza de mi inmortalidad, porque ya he dejado
jirones de mi vida, pero ustedes demostraron que han levantado mi
nombre y lo llevan como bandera a la victoria.
Terminó acompañando la última palabra con el puño bien alto,
y la iglesia estalló en aplausos, en un griterío que derivó en el clá-
sico “Evita, Evita”. Ella hizo que no con la mano y empezó a gritar
“Perón, Perón”, y la gente cambió su canto a ése, para seguirla. Dos
hombres de luto la escoltaron para que bajara de la tarima, el cura
subió a avisar que harían una breve misa en honor de Evita, y des-
pués se irían al salón principal de la casa parroquial, para hacer un
plenario urgente, de cara a decidir futuras acciones del peronismo.
En la oficina la esperaba Enrique. Se abrazaron, y así se que
daron unos segundos. Él le dijo que tenían que volver a la Munici-
palidad, para que descansara un poco, y después tenía otra sorpresa
para ella. Afuera, entre el auto, en la calle y la puerta de entrada, esta
vez la esperaban más hombres de luto, ya debían custodiarla unos
cincuenta, y otra cantidad igual o mayor controlaba a la gente para
que no se le acercara. “¿Dónde los fabricarían?”, pensó y rio de su
propio chiste. Se notó feliz. A pesar del atentado, sabía que había
tenido una buena función. Se metió con Enrique en el auto que
manejaba Darío e hicieron las dos cuadras hacia la Municipalidad.
202
Sofía se bañó y, aunque hacía frío, salió apenas con una toalla. En
el cuarto que le habían armado había estufas y eso calentaba el
ambiente. Cansada pero aliviada por haber terminado la única
representación del día, se tiró en el sillón y cerró los ojos. Pensó en
el atentado. En la foto y la firma. Pensó que le había salido bien, que
su trazo era bueno. Se sentó en el escritorio, con la toalla alrededor
del cuerpo, agarró una hoja y con la lapicera que le había regalado
Enrique practicó la firma de Eva muchas veces; aprovechando que la
tenía grabada en el costado de la lapicera, la usaba como referencia
para mejorarla en cada intento. Era un juego, la relajaba y la distraía.
Golpearon la puerta y entró Enrique, sin esperar respuesta.
—Bella —dijo él, se quedó quieto cuando vio que Sofía usaba
sólo una toalla y bajó la mirada y cerró la puerta—. Disculpame…
Cambiate, por favor, que alguien te quiere conocer.
—Estoy muy cansada. ¿No puede ser más tarde?
—La verdad que no. Ponete la mejor ropa de Evita que tengas, dale.
—Ufa. ¿Y quién es? —Sofía se paró y fue a la pila de vestuarios
que le habían dejado las mujeres. El vestido que había usado antes
se lo habían llevado para arreglar.
—Un hombre que va a servir a tu causa —dijo Enrique. Sofía tenía
en la mano un vestido igual al que usaba Evita en eventos diplomáti-
cos—. Ése no —dijo Enrique y señaló la réplica de uno que Evita usaba
para actos oficiales, el más elegante de la colección que tenía—. Ése.
—Bueno —dijo Sofía—, me lo pongo y vamos. Enrique giró
para salir y escuchó: “no hace falta que te vayas”. Se quedó mirando
a Sofía. Ella se puso seria. Caminó unos pasos hacia atrás y dejó caer
la toalla que tenía puesta, despacio. Enrique disfrutaba de la visión
203
del cuerpo desnudo de Sofía, que brillaba contra la luz, húmedo por
la ducha reciente. Ella le sonreía.
Él se sentó en un sillón y encendió un cigarrillo, disfrutando de
mirar cómo ella se ponía primero la ropa interior y después el vesti-
do, jugando a que él no estaba. Sofía terminó de cambiarse, se acercó
a Enrique, él se puso de pie y la besó unos momentos.
—Si no fuera por quien te espera —dijo él—, te juro que nos
quedaríamos.
—Debe ser importante —dijo Sofía.
Él la tomó de la mano y salieron. Enrique la llevó al segundo
piso del Municipio.
—Si es el intendente —dijo ella cuando subían—, le hubieras
dado mi agradecimiento por haberme dado su oficina en habita-
ción, y me dejabas durmiendo.
—O yo dormía con vos —dijo él, y la miró—. No es el inten-
dente. Pongámonos serios, que sos Evita, nunca podría hablarle así
a la mujer del presidente.
Las ventanas del hall del segundo piso estaban abiertas y el sol
entraba por ellas, iluminándolo con un blanco brillante. Enrique
abrió una puerta y le hizo un gesto a Sofía, para que entrara.
—Esperame acá —dijo él—, ya vengo.
Sofía entró y escuchó los pasos de Enrique que se alejaban por
el hall. En una de las paredes de la sala vio un gran cuadro de Perón
y Eva. Sofía buscó la firma del artista, pero no la encontró. Quien lo
hubiese pintado había logrado transmitir la luz de Eva, esa chis-
pa que la animaba y que había visto en las primeras imágenes que
había conocido de ella, en la foto que le había firmado a Darío, en
todo acto donde Eva se había mostrado en sus inicios. “La luz que
204
Perón le dio la mano a Sofía. Ella lo miraba con los ojos muy abiertos.
—Mucho gusto —dijo él—, yo soy Juan Perón.
Enrique estaba en el marco de la puerta y los miraba. Sofía rio
con una carcajada y empezó a llorar, no sabía si por miedo o alegría,
o por una gran angustia que le explotó en el centro del pecho, por-
que ver al General en persona le recordó a Eva con más fuerza que
en los últimos días. Su percepción no terminaba de aterrizar en lo
real, en confirmar que era un hombre de carne y hueso. Perón la in-
vitó a sentarse en uno de los sillones verdes que había en la sala.
—Vaya nomás, compañero —dijo Perón a Enrique.
—Cualquier cosa estoy afuera, mi General —dijo él y cerró la
puerta.
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206
Perón miraba a Sofía. Ella le sonreía y rezaba para que las lá-
grimas no le hubieran corrido el maquillaje. Se le había doblado el
sombrero con pluma y se lo acomodó, aunque tenía la sensación de
que a Perón no parecía importarle nada de eso.
—¿Cómo está, mi General?
—Qué te puedo decir, chiquita. A vos que te veo buena y pero-
nista de ley, no te voy a andar con macanas. La verdad que estoy triste.
—Claro. Yo también. Todos nosotros lo estamos, mi General.
—¡Basta de decirme así que no estamos en la guerra! —dijo
Perón—. Decime Juan. Te vi en la iglesia, ¿sabés? —Perón sacó una
cigarrera de su saco, la abrió y le ofreció a Sofía, que negó con la cabe-
za. Encendió su cigarrillo con un encendedor que tomó de la mesa,
pitó y exhaló el humo—. Qué emotivo lo que hiciste, y qué corajudo
balas. Eva estaría muy orgullosa, chinita.
—Gracias.
—¿Así que sos de mi pueblo? Yo nací en Lobos, ¿sabías?
Sofía le dijo que sí, que había ido a visitar su casa natal, ahora
convertida en un museo. Le contó apenas de su trabajo, de cómo
escuchaba sin cesar los discos de Evita, su descubrimiento tempra-
no, su colección de fotos. Sonreía y se trababa por los nervios. Perón
la trataba como si fuera una charla entre amigos en un café, y eso a
Sofía le fue dando tranquilidad y calma. Pasados unos cinco minu-
tos, él apagó el cigarrillo en un cenicero sobre la mesa y se acomo-
dó en el sillón.
—Sofía —dijo Perón—, en vistas del parecido que manejas con
Eva, y de la completa entrega que haces a su causa, quisiera pedir-
te un favor.
—Lo que necesite, mi General.
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—No, está bien —dijo Sofía. Vio una valija grande abierta con
ropa y otra de color rojo—. ¿Te vas, también? —preguntó. Tito no
respondió, siguió contando y murmurando números. Sofía, pen-
sándolo mejor, se sirvió un buen vaso de whisky. Tito contaba en voz
más alta, los últimos billetes que tenía en la mano, como dando por
terminado el acto. Hizo un fajo con ellos, los ató con una bandita
elástica y anotó en el papel.
—¡Listo! ¿Qué decías?
—Que ya te vas…
—Ah, sí —dijo Tito—. Sin vos no se puede hacer nada —Tito
le entregó a Sofía la hoja, iba poniendo las manos en cada columna
de billetes a medida que hablaba. Se sacó el cigarrillo de la boca y
habló—. Acá está lo que se recaudó completo, lo que usamos para
producción, lo que va al partido y lo que saqué para vos, para mí y
para Viktor. Vení, contalo.
—No, está bien —dijo ella, hastiada. El humo y el olor le mo-
lestaban—. Necesito descansar antes de irme.
—Entonces brindemos por el final de nuestra sociedad. Tengo
un tinto que nos mandaron los compañeros de Mendoza.
—Me voy a dormir —dijo Sofía. Tito abrió su placard y volvió
con el vino.
—Guardá la plata ahí —dijo él y señaló la valija roja—. Es para vos.
Sofía metió allí los billetes, cuando terminó tuvo que hacer
fuerza para cerrar la valija, de tan llena que estaba. Se sentó en la
cama, mientras Tito servía el vino. Abrió la ventana para que corriera
un poco el aire. Salió al balcón, respiró profundo. El cansancio le
iba tomando el cuerpo, hacía un esfuerzo mental para no sucum-
bir, quería un poco de distracción antes de lo que, intuía, sería una
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“Mi cabeza”, pensó Sofía. Duele. Volvía del sueño y sentía el pulso
que hacía palpitar el cerebro, como si la sangre, bombeando, quisiera
expandirse a una zona más allá del cuerpo, abrirlo y salir. “Duele
mucho. ¿Y? Debemos apoyar a Perón. El capitalismo foráneo. Hay
algo extraño en todo esto. Hay algo extraño en mí. Hay ruidos,
afuera. Adentro, una multitud que clama por mi nombre. Jirones de
mi nombre. Puf, qué cansancio. El sonido del cuerpo: pum, pum.
Todo está oscuro pero hay luces. Relámpagos. Algo extraño, sin
duda. Viktor y Perón se dan la mano y no. Viktor no es Perón: yo
se lo dije. Yo sí soy Evita. Sofita. Así firmo. Soy la mujer que llora
cuando la mira. El hombre del autógrafo. ¿Cuál? ¿El chofer o el del
hotel? Hay algo extraño en todo esto. Estoy delirando”, pensó Sofía.
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Había unos soportes clavados contra la pared del fondo del esce
nario, Sofía le preguntó a Enrique qué eran.
—Vamos a poner antorchas —dijo él—. Treinta y tres, una por
cada año de vida de Eva.
—Qué lindo —dijo Sofía.
—Ese pibe —dijo Enrique y señaló a un policía muy joven— va
a estar cuidando el escenario. Es de la Federal, y muy peronista. Se
ofreció a estar las veinticuatro horas adentro del estadio.
El policía miraba los obreros que trabajaban armando la estruc-
tura. Sofía iba a acercarse a él, pero se detuvo, porque un hombre de
luto vino corriendo. Parecía preocupado, llamó a Enrique y le pidió
un minuto. Él se acercó y el hombre de luto le habló. Enrique vol-
vió a Sofía.
—Tengo que irme —dijo él y llamó a Darío, que estaba con
ellos. Darío se acercó—. Llevala donde ella quiera y cuidala. Es tu
responsabilidad.
—Sí, señor —dijo Darío.
—A las 7:00 la quiero de vuelta en el hotel.
—A las 8:00 —dijo Sofía.
Enrique miró a los custodios, sonriendo.
—Lo que diga la señora —la besó y se fue con un grupo de
hombres de luto.
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en una situación que prometía ser eterna; así le pareció a Sofía que
vivía la gente la muerte de Eva.
—Yo vivía por esta zona —dijo Sofía, cuando se acercaron a
Villa Crespo—. Siga hasta Canning, por favor.
Darío hizo lo que ella le había pedido. En el centro del cruce de
las avenidas Rivera y Canning había una garita para control del trá-
fico vacía, sin policía. Sofía sabía que la mayoría de los agentes esta-
ban en el funeral de Eva. Darío detuvo el auto y Sofía bajó.
—¿Qué hace?
—Quiero caminar sola —dijo ella—. Es el barrio de la infancia.
—Tengo que acompañarla.
—No, quédese. Nos vemos acá en una hora. Vaya a tomar un
café, haga lo que quiera.
—Tengo que acompañarla. Además, no hay cafés abiertos,
usted lo sabe.
—Yo le hice un favor —dijo ella, seria—. Ahora necesito uno de
su parte. Déjeme un poco sola, ¿sí?
Darío resopló, el comentario de Sofía lo había tocado.
—La espero acá. En una hora, ni un minuto más —dijo Darío
y volvió al auto. Sofía caminó por avenida Rivera hacia Aráoz. Ante
la contemplación de las fachadas, sintió esa mezcla de regreso en el
tiempo y lejanía que genera visitar lugares donde se vivió hace años.
Algunos frentes estaban pintados de un color nuevo. Llegó a la es-
quina de Julián Álvarez, donde todavía estaba la sucursal del Banco
Nación. Dobló hacia Lerma. Una mujer que debía tener su edad ca-
minaba hacia su lado, tenía un vestido azul y un abrigo. Sofía la re-
conoció. “Adela”, pensó. Una vecina de los años de infancia. Adela
levantó la mirada de una manera mecánica, como se mira a veces
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—Yo te conozco.
—Sí —dijo Sofía.
—¡Sos Evita! —gritó la mujer y rio de su propia ocurrencia. No,
es un chiste. Ya sé, sos la hija de Lorenzo, me acuerdo patente. ¿Querés
pasar? ¡Esperame que te abro! —chilló la mujer antes de esperar
respuesta a su pregunta.
Desapareció de la ventana y unos segundos después Sofía escu-
chó que abría la puerta. La mujer la abrazó y la invitó a pasar. Cuando
entró a su antigua casa, Sofía experimentó, más que antes, esa sensa-
ción extraña de volver a lugares del pasado que ya sentimos ajenos,
como recordar un sueño que una vez fue nítido y con el tiempo se fue
esfumando en sus detalles concretos, pero no en la impresión que
nos dejó. Sofía miró el piso del zaguán, recordaba bien esos dibujos
de los azulejos porque los usaba para jugar, le gustaba saltarlos de
a dos; y en las insoportablemente calurosas tardes de verano, cuan-
do todos dormían la siesta, se tiraba de espaldas y se dejaba atrapar
por el frío de ese piso. No pudo frenar a mirarlo más en detalle, ya
la señora la metía en el living.
—¿Cómo era tu nombre, nena? —dijo la mujer—. Esperá…
¡Sandra!
—Sofía. ¿Y usted?
—Yo soy Hortensia. Mis amigos, los pocos que me quedan
vivos, me dicen Chicha. Por qué carancho Hortensia se transformó
en Chicha, nunca me explicaron, pero bueno…
Hortensia le hizo una seña para que se sentara, abrió un viejo
armario, sacó dos copitas y trajo una ginebra.
—Preferiría tomar algo caliente —dijo Sofía.
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no le importa lo que pasa pero que necesita una buena imagen para
la tapa de la edición matutina. Ésos le habían llamado la atención.
Éstas eran las fotos de ellos, los que espiaban.
Se alejó de la pizarra y fue a otra mesa, más larga y de una ma-
dera diferente, más gruesa, sólida. Tenía manchas blancas, polvillo,
herramientas que le parecieron de carpintería y una pila de objetos
blancos. Tomó uno y lo miró. Al igual que el resto, era una máscara
de su cara dormida, sacada del molde en yeso, modificada para que
se pareciera más a la Evita que dormía dentro del cajón, pero sin la
delgadez mortuoria y repulsiva que tenía en los últimos meses. Una
mezcla de lo mejor de cada una, con una expresión de reposo y paz
en la muerte. La cara de Eva no tenía eso, en su descanso final se no-
taba la tensión impresa por los meses de dolor que le había infligido
el cáncer. Debía haber doscientos moldes en esa mesa. Sofía siguió
caminando, a unos pasos había cuatro mesas largas y altas con ataú-
des que tenían una ranura en la parte superior de la tapa y, encas-
trada en ese hueco, una copia de la cara de Sofía en yeso. Había más
de una docena y un papel escrito a mano con instrucciones para
armarlos. “Montaje final”, decía la hoja. Había también lijas, má-
quinas que Sofía ignoraba cómo nombrar, suponía que para cortar
maderas o cosas así. Todo un taller.
Quiso pensar algo bueno. Quiso pensar en una escuela de arte
peronista en el interior del Racing Club, en esculturas que serían
exhibidas en cien puntos diferentes para mantener encendida la
llama del recuerdo. Separados del resto, había un ataúd diferente,
de metal, y otro que parecía estar lleno de algo, porque la tapa esta-
ba un poco levantada. Lo abrió: estaba repleto de dinero. Fue hasta
la última mesa, sobre ella había un gran mapa de Buenos Aires en el
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que habían marcado lo que sería la ruta del cuerpo de Eva desde el Mi-
nisterio al Congreso el día siguiente. Tres carpetas, una de las cua-
les tenía escrito en la tapa “Operativo Muñeca”. La abrió y el terror
se le disparó en el cuerpo cuando vio adentro fotos de su padre, de
Esteban, de Viktor y del doctor Tagliaferri; más fotos de ella en sus
representaciones y recortes de los diarios donde había salido. Tam-
bién una agenda del día siguiente, para el acto en Racing. La última
línea la hizo soltar la carpeta: “Una vez extinta la réplica, llamar al
doctor para que inicie embalsamado urgente”.
Y anotado a mano, debajo y bien grande:
“NO OLVIDAR SACARLE EL PRENDEDOR”.
El documento estaba firmado por Enrique.
Sofía escuchó ruidos y en un acto reflejo, se agachó. Todo con-
tinuó en silencio, excepto por la gota, que seguía cayendo. Otra vez,
ruido: una tos. Después un sonido incoherente, un hilo de voz fina
y gastada, a la que le costó pronunciar una única palabra que Sofía
sólo pudo comprender la tercera vez que la repitió.
—Ayuda.
Sofía caminó unos pasos hacia el lugar de donde salía la voz.
Contra la pared, al fondo y escondido, había un hombre, maniatado
por la espalda a una silla. Tenía un traje blanco manchado de tierra
y sangre, llevaba la camisa desabrochada y le colgaba un moño roto.
Reconoció el uniforme de los mozos del palacio, en el evento donde
había explotado la bomba el día anterior. Por la sangre en el pecho,
Sofía supo que lo habían torturado. Tenía la cara desfigurada y le
costaba hablar, por la hinchazón de los labios a punto de reventarse.
—Agua… —murmuró.
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Sofía fue a la mesa con los documentos, tiró las cosas de un la-
picero, y lo llenó con agua del charco que se había formado por la
gotera. No le parecía lo mejor, pero era lo único. Cuando se lo puso
en la boca al hombre, él abrió los labios y se quejó con dolor, porque
le sangraban. Lamió como un perro, rápido y desesperado. Después
escupió, con la mirada en el suelo, dijo:
—Váyase.
—¿Quién sos?¿Qué es todo esto?
El hombre la miró. Tenía la cara muy hinchada.
—Esto es la muerte de Perón —dijo el hombre—, váyase antes
de que vuelvan.
Sofía intentó desatar al hombre. No pudo, había que cortar la soga.
—Deje, no podríamos salir. Me van a matar, ya está… —dijo el
hombre y se calló, movió la cabeza negando, parecía un loco—. ¡Per-
dónenos por todo, señorita! —dijo y a Sofía le pareció que él llora-
ba, pero entre la oscuridad en la que estaban y la cara hinchada del
hombre, no podía verlo bien.
—¿Perdón por qué? ¿Nosotros quiénes?
—En la basílica queríamos dispararle a Enrique. La bomba tam-
bién era para él. No sabíamos que usted iba a estar. Pero no podía-
mos desperdiciar la oportunidad.
—No entiendo nada —dijo Sofía.
—Enrique es el cabecilla de los traidores de Perón —dijo el
hombre, la miraba enojado, como si ella tuviera la culpa de no ha-
berlo sabido—. El General no sabe lo que está pasando detrás de
él. Los del palacio eran todos oligarcas que quieren aprovechar la
muerte de Eva y financiar el golpe que está armando Enrique con
una facción… —el hombre tosió, escupió sangre—. Te llevó para
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mostrarte, para que vean que te parecés, porque sos parte del pro-
yecto, y para reírse un rato de vos, Sofía.
—Usted necesita ayuda.
El hombre rio y se quejó, porque la sonrisa hizo que le doliera
la cara.
—Vos nos ayudaste. No sabíamos cómo llamar a nuestro grupo y
apareciste. Te seguimos a todas partes, mientras tratábamos de frenar
a Enrique. En los últimos días, decidimos llamarnos Sofía Capitana.
El hombre tosió y escupió sangre. Sofía se corrió unos pasos.
—¿Y a vos por qué te hicieron esto?
—Quieren que delate a mis compañeros.
Afuera del garaje se escucharon ruidos. El hombre pareció reco-
brar ánimos por un segundo y habló rápido:
—Llamá al taller Los Ángeles, en Banfield. El teléfono está en la
guía. Dejalo sonar dos veces, cortá y llamá al minuto. Preguntá por
Aníbal, decile que hablaste con Fabricio, contale quién sos y avisa-
le que mañana en el acto pueden terminar con Enrique y todos los
hijos de puta —el hombre tosió, los pasos y los murmullos se es-
cuchaban más cerca, había gente bajando las escaleras—. Andate
—Sofía se quedó mirando a Fabricio, soltó el lapicero en que le
había dado agua—. ¡Andate!
Fabricio se le echó encima como si quisiera morderla, perdió
el equilibrio y cayó, atado a la silla. Sofía corrió a la otra punta del
garaje y quedó iluminada bajo los focos, junto a las mesas. No tenía
por dónde salir, la rampa estaba tapada y la única puerta de salida
era aquella por la que se acercaban los ruidos. Sobre una mesa junto
a ella había un ataúd de metal negro, diferente a los otros, abrió la
pesada tapa, subió a la mesa y se metió en él, cerró la tapa y quedó
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sintió débil. Temblaba. Fue a Fabricio, tenía los ojos abiertos bajo
un charco de sangre negra, que todavía seguía saliendo despacio de
su cabeza. Subió al primer subsuelo por la escalera y bordeó la parte
interna del estadio hasta la puerta 13, abrió la traba y salió. Fue fácil,
era de noche y no había hombres de luto, estaban todos del otro
lado del estadio, dedicados a la tarea de encontrarla.
Corrió por la calle Cordero tres cuadras. Podía ver, a unos pocos
metros adelante, la cancha de Independiente. Llegó a un bar, en la
puerta habían pegado una estampita de Evita con una falsa espiga
de maíz. Se sacó el abrigo, se envolvió el puño con él y rompió el vi-
drio. Entró por la abertura que había dejado, se agachó bajo el mos-
trador y se quedó unos minutos así, respirando agitada, tratando de
no moverse. Desenrolló el abrigo y se cortó la palma de la mano con
una astilla de vidrio. Fue a la cocina, abrió la canilla sobre la bacha
y puso debajo la mano herida, pero apenas vio que la tinta de los
números que había anotado se diluía, la sacó. Salpicando el suelo y
el mostrador, fue al teléfono sobre la barra, junto a la caja registra
dora. Rogando que la atendieran y haciendo fuerza para no llorar,
para que se le entendiera cuando hablara, marcó el número borroso
que tenía anotado en su mano.
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no era para cuidarla, sino para evitar que se les volviera a escapar.
Apoyó la cabeza en el hombro de uno de ellos y se lo llenó de moco
y lágrimas. Por la velocidad con que la llevaron, Sofía intuyó que
Enrique debía de estar bastante alarmado. Al llegar, el hombre de
luto que manejaba bajó y corrió al hotel. Los que tenía a los costa-
dos no se movieron. Sofía sintió que la miraban como a un bicho
raro al que había que temer. Había salido todo bien, hasta ahora.
Ella trataba de sostener la angustia que se había generado, para
seguir llorando si era necesario. Del hotel salió Enrique, acompa-
ñado por otros hombres de luto, entre los que estaba Darío.
—¿Qué pasó? —le dijo a Sofía, desde la ventanilla. Su tono era
de rabia, pero trataba de disimularlo—. ¿Dónde estabas?
Los hombres de luto bajaron del auto. Enrique les hizo una
seña para que se alejaran, subió al auto con ella y cerró la puerta.
—Papi —dijo Sofía y la boca se le contrajo con la angustia—,
papi se murió… Iba a buscarte cuando dejé a Darío cambiando la
rueda, y me angustié mucho. Me volví loca, no sé qué me pasó… Él
no tiene la culpa, mi amor. Fui yo que…
Sofía lo abrazó y se deshizo en llanto sobre su hombro.
—Se murió mi papi… —gritaba.
—Lo siento, chiquita —dijo Enrique. Miró a Darío, que bajó la
vista—. Qué susto me diste.
Enrique bajó con ella, dijo a todos que se fueran y llevó a Sofía
a su habitación. Una vez dentro, la sentó en la cama.
—Contame de nuevo cómo te enteraste —pidió Enrique.
—Fuimos a un bar con Darío. Había un teléfono y llamé, ¿viste
que yo quería hablar con él hace rato y no lo encontraba? Bueno, ahora
no me atendían. Se me ocurrió llamar al doctor, y él me dijo que…
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Sofía le dijo a Irma que podía irse. Ella caminó por el pasillo al-
fombrado del hotel y salió. Sofía cerró la puerta con fuerza. Al rato,
llegó Enrique.
—¿Cómo estuvo todo? —preguntó ella.
—Muchísima gente, ni te imaginás —dijo él—. Unos venían
directo de la cgt a hacer fila a Racing. ¿Estás lista?
Sofía se levantó de la silla y agarró la cartera.
—Más que nunca.
Enrique la besó. Sofía se puso el abrigo que había traído de
Lobos. Él le preguntó por qué iba a usar ése, tan feo y viejo. Sofía
dijo: “porque quiero hacer una versión más austera”. “¿El prende-
dor?”, preguntó él. “Acá en el bolsillo”, dijo Sofía. Lo sacó y se lo
mostró a Enrique, sonriendo. “Para que no te olvides de sacárme-
lo”, pensó.
Cuando bajaron por el ascensor, Enrique preguntó si había te-
nido problemas con el hombre que le había dejado en la puerta.
—No, mi amor —dijo Sofía—. Es un santo.
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una valla para que pasaran. “Tengo que entrar”, dijo Martín a Viktor,
“me voy al escenario”. Los hombres con sobretodo siguieron cami-
nando, a medida que avanzaban, la cantidad de gente y policías era
cada vez menor. Rodearon todo el estadio hasta una puerta celeste,
mucho más pequeña que las oficiales por donde la gente ingresaba
al estadio. Allí un policía fumaba relajado.
—Disculpe —dijo Viktor—, mis compañeros están buscando
el baño.
Aquellos a quienes había llamado “compañeros” se pusieron
frente a Viktor y el policía, formando un muro. El policía sintió que
algo raro pasaba, se movió para sacar su arma pero no llegó a hacer-
lo ni a gritar, Viktor le tapó la boca con su mano gigante y le mos-
tró su arma con la otra. Uno de los hombres abrió la puerta y todos
entraron. Cerraron. Nadie escuchó el disparo contra el policía. Su
cigarrillo a medio fumar, pisoteado pero todavía encendido, había
quedado afuera.
—Es la hora —dijo Enrique, con gran cansancio, pero también feli-
cidad. Sofía se paró y agarró su abrigo. Enrique la ayudó a ponérselo
y, tomándola de la solapa, la besó.
—Es tu hora, Evita —dijo.
—Me llamo Sofía —contestó ella—. Pero sí, es mi hora.
Salieron del vestuario. En el pasillo los esperaban unas vein-
te personas, entre policías y hombres de luto. Caminaron hacia la
cancha. Ella volvió a escuchar las frases de siempre: “es igual”,
“qué perfecta”, “vivo retrato de la Señora”. Sofía tenía las manos en
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días del simulacro de Sofía, todos cayeron sobre lo que estaban ma-
nipulando (dinero, ataúdes, papeles y fósforos) y lo mancharon con
sangre. Ninguno llegó a sacar su arma.
En esta noche, la más fría del año, la multitud compartía un sabor
de tristeza que los unía, que ya podían sentir en la despedida formal
que había tenido lugar esa mañana, con el último responso a Eva. Y
ahora, el homenaje último, el cierre, antes de que Argentina volviera
a la normalidad de la que el duelo la había sacado, aunque todos su
pieran que su corazón se había rajado en un lugar imposible de arre-
glar y que la vuelta a la rutina era sólo en actos, porque durante un
tiempo tendrían en su cotidianidad la sensación de una parte ausen-
te, embargada en el recuerdo de la amada. Algo así dijo en su discurso
el locutor que presentaba el acto, después del himno. Sofía escucha-
ba de pie, rodeada de hombres de luto y policías. Veía el color entre
naranja y amarillo que irradiaban las treinte y tres antorchas sobre el
escenario. Enrique miraba a Sofía con adoración, ella le sonrió y ad-
miró la capacidad que los dos tenían para la mentira.
—Señores —dijo el presentador, sobre el escenario—. Bienve-
nidos al último acto en nombre de nuestra amada, amadísima Eva
Perón. Nos aprieta el corazón la congoja, mas también queríamos
recordar a quien tanto nos ha dado con esas mismas emociones que
ella supo generarnos: júbilo, regocijo, gozo y alegría de un encuen-
tro entre compañeros y hermanos descamisados de toda la nación.
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con una señal que ellos lo habían conseguido. Y la señal era ésta:
iba a pasar a su lado y preguntarle si estaba todo bien. Sofía sintió
que había algo más grande a lo que se estaban encomendando. Ya
no era miedo de morir, era miedo de no poder cumplir esta tarea,
su verdadera misión: decir la verdad.
Aliviada y con la fuerza que da una certeza inexplicable con pa-
labras, escuchó al presentador que decía: “vamos a ver el milagro
en escena, compañeros”. No era una fiesta, sino un homenaje, pero
la multitud clamó. Se apagaron las luces del estadio y quedaron las
treinta y tres antorchas. Sofía miró a Enrique. Se acercó y le dio un
largo beso en la boca. Los hombres de luto bajaron la mirada.
Sofía se agarró de la baranda de acero y subió los peldaños de
la escalera tras el escenario. Sus pasos, como la noche anterior, se
escucharon nítidos sobre la madera. Sólo que ahora tenía enfren-
te noventa mil personas y el micrófono estaba en el centro. Vio por
primera vez la magnitud de la escenografía que habían instalado ya
terminada, eran largas paredes con los bustos en relieve de Perón y
Evita, una estructura faraónica igual a los actos más recordados del
Partido Justicialista. Se paró frente al micrófono. La multitud termi-
nó de aplaudir y el aire se cubrió de silencio, ese que está cargado de
electricidad, del magnetismo que flota cuando se espera la llegada
de una palabra largo tiempo anhelada.
Sofía, quieta, cerró los ojos. Sintió, en su espalda, el calor de las
treinta y tres antorchas.
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y apenas se asomó vio del otro lado que Martín le apuntaba a Enri-
que y se congeló.
—¡Y estos muñecos! —gritó Sofía, señalando al hombre de luto
que había subido y ahora estaba quieto bajo las luces—. ¡Quieren ma-
tarme para cambiarme con el cuerpo de Eva! ¡Quieren darles a ustedes
una cualquiera en lugar de la reina que los amó! —la gente se acercó al
escenario, algunos empezaron a treparse en la columna que remataba
en el busto de Eva. En la que soportaba el busto de Perón, otro grupo
arrancaba la bandera—. ¡Hay que frenarlos, ya mismo! —gritó Sofía,
cada vez con más ardor—. ¡No dejen que los engañen! ¡Recuperen su
dinero y destruyan esta infamia! ¡Que el alma de Evita no se vaya del
mundo con esta mancha! ¡Porque el verdadero y único homenaje es,
y será siempre, el amor de su pueblo!
La muchedumbre aclamó a Sofía, el escenario tembló porque lo
sacudía la gente desde abajo, una antorcha cayó en el escenario y En-
rique aprovechó para girar y golpear a Martín. Los hombres de luto
sacaron sus armas y apuntaron a Sofía pero cayeron abatidos por un
grupo de hombres que, en la primera fila, y vestidos igual que ellos,
les dispararon: los Sofía Capitana. “¡Viva Perón, carajo!”, gritó uno.
Sofía se agachó entre los disparos, otro hombre de luto le apuntó y
uno del público que ya había escalado hasta el escenario se le tiró
encima y recibió el disparo por ella. Cayeron más antorchas, pero el
escenario dejó de moverse y se estabilizó por el peso de la gente que
había subido, era un ejército tomando posesión de un castillo con-
quistado. Un grupo de hombres de luto corrió hacia Enrique, pero
él saltó desde donde estaba.
Los Sofía Capitana rodearon a Sofía y bajaron del escenario con
ella mientras el caos se esparcía aquí y allá en gritos e insultos. Unos
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levantó, los brillantes y las piedras relucieron contra la luz del fuego.
Le puso a Sofía el arma en el pecho y le sonrió, hubo un brillo fugaz
entre ellos y Enrique gritó como un animal herido de muerte: Sofía
había agarrado la lapicera y con un movimiento rápido se la hun-
dió en el ojo derecho. Enrique siguió gritando y se contrajo en un
espasmo que le hizo disparar, Sofía giró en la mesa, recibió el tiro
en la espalda y cayó al piso. “Hija de puta”, gritaba Enrique, con una
voz tensada por el desgarro que le apretaba la cara, trataba de sacar-
se la lapicera del ojo cuando Viktor le rompió un ataúd en la espal-
da; el golpe expulsó la lapicera de la cuenca ocular y salió con el ojo
enganchado a la pluma, una pelota viscosa, blanca y roja que cayó
al suelo junto con Enrique, quien intentó levantarse, pero Viktor
volvió a pegarle con una tabla, restos que le habían quedado en las
manos tras el primer golpe. La cara de Enrique se rompió contra el
piso pero no se quedó quieto, empezó a reptar haciendo un sonido
gutural, mezcla de insultos y llanto. Viktor levantó a Sofía del piso
y ella gritó, las balas en el cuerpo le dolían. La metió en la parte de
atrás de la ambulancia, entre los ataúdes con dinero, y tapó todo con
una sábana. Los paneles que cubrían la rampa del garaje se abrieron,
la gente tuvo el impulso de entrar pero se frenó ante la magnitud
del fuego. La carrocería de la ambulancia hervía y Viktor arrancó to-
cando bocina, la gente se corrió para dejarlo pasar; cuando Viktor
dobló la curva del segundo subsuelo camino al primero, lo último
que vio por el espejo fue la multitud yendo hacia Enrique, que se
arrastraba y se defendía con las manos, como una araña en peligro.
La ambulancia subió al primer subsuelo y de allí a planta baja,
Viktor encendió la sirena y tocó bocina, gritando por la ventanilla
que llevaba heridos y que le dejaran lugar. En la vereda del estadio,
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—Fue el último día del velorio de Evita, hace dos meses —dijo
el hombre tras la barra de la parrilla Chacho, en el corazón de La
Pampa, mientras secaba los vasos. Y agregó con orgullo—: yo
estuve ahí.
Tenía cerca de sesenta años y la piel curtida. En su cara se leía
una mezcla de ciudad y campo; rasgos mestizos, como de otra
época, convivían con una barbilla dura y una mirada tranquila y al
mismo tiempo penetrante.
El comedor estaba lleno y las personas terminaban su almuer-
zo, porque era la 1:00 del mediodía pasadas y a esa hora, en Santa
Rosa, es casi tarde: había que irse a dormir la siesta. El sol de octubre
no era como el del verano, pero en esta zona se hacía sentir; la prima-
vera había llegado, y aunque la llanura era igual de seca y desolada,
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pedir que declaren a Evita santa, ¿sabe? Parece que unos gremios
van a pedir por ella, también.
—¿Y ella cómo se llamaba? —preguntó la mujer.
—Sonia —dijo el hombre, dobló el repasador y lo dejó en la
barra, se quedó pensando unos segundos—. O Soraya, no me acuer-
do. Era de un pueblito, la obligaron a hacer de Evita. Antes la obli-
gaban a trabajar como prostituta, parece. Pobre chica —el hombre
se acercó a la pareja, bajó la voz y habló con la confianza que le daba
el haberlos atendido los últimos cinco días, sentía que ya eran ínti-
mos—. Dicen, también, que fue novia de Perón.
—Qué yegua —dijo el grandote.
—¿Fue novia de Perón antes o después de lo de Racing? —pre-
guntó la mujer.
—Antes y después. Parece. Dicen que Evita lo dejaba acostarse
con ella, porque ya estaba enfermita, pobrecita, y no podía darle…
alegrías al General, no sé si me explico.
—Clarísimo —dijo la mujer. Miró al hombre, seria—. ¿Vamos,
mi amor?
El grandote pagó y le agradeció al dueño la abundancia de las
porciones especiales para “compañeros” que les había servido los
últimos días.
—¿Así que ya se van? —dijo el dueño—. Bueno, ha sido un
gusto.
El grandote y la mujer se dieron la mano con el hombre tras la
barra. Él le dijo a ella:
—¿Le puedo hacer un comentario, señorita?
Ella se quedó quieta y miró al grandote, preocupada.
325
Porque somos muchos. Pero este año hacemos una extra, para ver
si encontramos a Sofía.
—Qué bien —dijo Sofía—. ¿Y saben dónde está?
—No le puedo decir —dijo el chico, exagerando el suspenso.
—No seas gorila —dijo Viktor.
—Parece que en un burdel de Buenos Aires, escondida —dijo el
chico. Sofía y Viktor se miraron—. Yo la admiro, si hizo eso. Se mete
en lo más feo para pasar desapercibida. Buena idea, ¿no?
—La verdad que sí —dijo Sofía.
—Tenemos un viaje largo, amigo —dijo Viktor—. ¿Me vendés
el paquete?
—Tenga —dijo el chico y se lo entregó. Viktor sacó un billete de
cien pesos, que era más del quíntuple de lo que valía el atado entero,
y se lo estiró. El chico negó con la cabeza.
—Agarralo, dale —dijo Sofía—, y andá a comer que se te hace
tarde, nene.
—Bueno, muchas gracias —el chico agarró el billete con una
felicidad enorme y se lo metió en el bolsillo—. ¿Seguro no quieren
venir con nosotros?
—Vamos para otro lado —dijo Sofía.
El chico agradeció de nuevo y volvió al micro, desde donde varios
compañeros y amigos lo llamaban. El chofer y otros pasajeros sa
lieron con paquetes envueltos, unos pedían que ya los abrieran, el
chofer les pedía que se apurasen. Subieron cantando la Marcha pe-
ronista y el micro salió rápido, echando su humo sobre el camino
de tierra.
Viktor se puso los anteojos negros, arrancó y fue hacia el lado
por el que se había ido el micro. Frenó despacio, giró el auto y
329
11 I
21 II
27 III
39 IV
49 V
67 VI
75 VII
83 VIII
97 IX
107 X
117 XI
127 XII
135 XIII
143 XIV
149 XV
163 XVI
169 XVII
181 XVIII
197 XIX
205 XX
211 XXI
219 XXII
225 XXIII
231 XXIV
239 XXV
247 XXVI
259 XXVII
271 XXVIII
283 XXIX
293 XXX
301 XXXI
311 XXXII
321 XXXIII
Evita replicada, de
Car los La Casa, se terminó de impri-
mir en enero de 2020, en los Talleres Gráficos
Santa Bárbara, S. de R. L. de C. V., ubicados en Pedro
Cortés núm. 402-1, colonia Santa Bárbara, C. P. 50050, To-
luca, Estado de México. El tiraje consta de 2 mil ejemplares.
Para su formación se usó la tipografía Borges, de Alejandro
Lo Celso, de la Fundidora PampaType. Concepto editorial: Félix
Suárez, Hugo Ortíz, Juan Carlos Cué y Erika Lucero Estrada Ruíz.
Formación, portada y supervisión en imprenta: Adriana
Juárez Manríquez. Cuidado de la edición: Maria
na Aguilar Mejía, Laura Zúñiga Orta y el autor.
Editor responsable: Félix Suárez.