Evita Replicada

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Evita replicada
Carlos La Casa obtuvo el premio único de novela en el X Certamen Internacional
de Literatura “Sor Juana Inés de la Cruz”, convocado por el Gobierno del Estado de
México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal, en 2018.
El jurado estuvo integrado por Ana García Bergua, Verónica Murguía y J. M. Servín.

C o le cc i ó n le t ras

n a rra t iva
Carlos La Casa

Evita replicada
Alfredo Del Mazo Maza
Gobernador Constitucional
Marcela González Salas
Secretaria de Cultura
Consejo Editorial
Consejeros
Marcela González Salas, Rodrigo Jarque Lira, Alejandro Fernández Campillo,
Evelyn Osornio Jiménez, Jorge Alberto Pérez Zamudio
Comité Técnico
Félix Suárez González, Rodrigo Sánchez Arce, Laura H. Pavón Jaramillo
Secretario Ejecutivo
Roque René Santín Villavicencio

Evita replicada
© Primera edición: Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de México, 2019
D. R. © Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de México
    Jesús Reyes Heroles núm. 302,
    delegación San Buenaventura, C. P. 50110,
    Toluca de Lerdo, Estado de México.
© Carlos Daniel La Casa
ISBN: 978-607-490-258-7

Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal


www.edomex.gob.mx/consejoeditorial
Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública
Estatal
CE: 217/01/20/19

Impreso en México / Printed in Mexico


Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o proce-
dimiento, sin la autorización previa de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de
México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.
Para Eugenia Filippetti y Valentina Gagliano
Nadie fue capaz de seguir la farsa
como yo, para saber toda la verdad.
Eva Perón
Mi mensaje (1952)
I

—Parece que viene —dijo la señora con el sombrero negro; el aire


de sus palabras se hizo vapor en el frío de la noche y con la mano en
la que tenía el pañuelo, que ya había usado para secarse unas lágri-
mas aunque la muerte de Evita no hubiese sido confirmada, señaló
una silueta que emergía de la niebla. Las veinte o treinta personas
reunidas en la plaza central de Lobos se dieron vuelta para mirar
hacia la esquina pero sólo escucharon pasos; cuando los faroles de
la plaza la iluminaron pudieron verla completa: era una jovencita
flaca con abrigo y un gorro de piel, cargaba una radio Majestic y
debía de pesarle, porque era bastante grande para una persona de
su contextura. Eran las 8:30 del sábado 26 de julio de 1952.
—Qué lindo aparato, Sofía —dijo una señora con un rosario
entre las manos cuando la chica llegó a la plaza.

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Sofía sonrió apenas, a manera de saludo y agradecimiento por


el cumplido; se concentró en mantener la radio firme y la apoyó en
un banco.
—¿No vino el ucraniano? —preguntó y se cerró el cuello del
abrigo. Metió las manos con guantes en los bolsillos, sintió en
uno de ellos su petaca, la promesa del calor que significaba el licor.
“Ahora no”, pensó, “voy a tener que convidar”.
—No, el electricista no llegó —dijo otra de las señoras.
—¿Y de Eva, se sabe algo?
—Ninguna novedad —contestó Mario, de unos ochenta años,
parado con dificultad sobre su bastón. Usaba boina y una bufanda
enorme que le escondía la mitad de la cara—. Le ruego a Dios que
no sufra.
—Está sufriendo, y mucho —dijo la señora del sombrero
negro—. Pobrecita.
—¡No sean tarados! —gritó Atilio enfrente mientras abría
la puerta metálica de su ferretería—. ¿No se dan cuenta que ya se
murió? Estos hijos de puta tienen en vilo a la gente en la calle y…
—¡Callate, tano gorila! —gritó Ernesto desde la plaza y le tiró
un piedrazo a la persiana. Atilio se agachó. La mujer de Ernesto lo
agarraba del brazo e intentaba frenarlo para que no cruzara la calle.
—¡Me voy a laburar para ser útil en serio al país! ¡Ya van a ver
que estiró la pata, van a ver! —gritó Atilio y se metió en el local.
Los vecinos le pidieron a Ernesto que se calmara.
—Y este chico que va a venir, el electricista —preguntó Nélida a
Sofía, como para distraer al grupo del mal momento—, ¿es tu novio?
—No, me ayuda con mi padre —contestó Sofía—. Lo sube en
su pick-up y dan unas vueltas. A veces nos lleva al médico.
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“En mi cuadra nos cambió los enchufes a todos, es un buen mu-


chacho, sí, trabaja bien, a mí me arregló una conexión”, decían los
vecinos y, aunque estaban hablando en voz baja, uno echó un sus-
piro exagerado, era una manera de pedirles que se callaran. Porque
estaban al aire libre, en una plaza, pero lo que estaba sucediendo ya
tenía carácter de velorio. Sofía vio que seguía llegando gente, toda
cabizbaja. Escuchaba los murmullos de los que rezaban o especula-
ban con el estado actual de Evita: “Tiene razón el ferretero, ya debe
haber fallecido, qué vamos a hacer, pobre del General, es la segunda
que se le muere, cuánto dolor, padre nuestro que estás en el cielo”.
Sofía reconoció a la mayoría de las personas, todos vecinos. Había
dos policías en la esquina.
La reunión se había armado de manera espontánea, como cada
movimiento de solidaridad popular desde que se había hecho públi-
co el estado de Evita. Los diarios, en los últimos días, sólo informaban
en un escueto recuadro que su estado se mantenía estable. Pero en la
radio usaban una expresión que, al parecer de Sofía, escondía la viru-
lencia de la enfermedad: “El estado de salud de la señora Eva Perón es
estacionario”. Aquella palabra le parecía horrible, le daba una sensa-
ción de quietud cercana a la muerte. De hecho, desde hacía dos días
ya se rumoreaba con la llegada del final y, hacía unas horas, algunos
vecinos se habían comunicado por teléfono porque parecía que era
cierto: hoy terminaba. Alguien lo sabía porque otro le había conta-
do que tenía un primo que conocía a un amigo del médico de Eva y
así, una larga y borrosa cadena de sospechas y contactos que derivó
en que uno de los hombres pensara que sería bueno estar juntos,
para no recibir el golpe en la soledad de sus hogares. El Munici-
pio de Lobos estaba cerrado porque el intendente, el doctor Ricardo
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Herren, se había ido para Buenos Aires con los intención de apoyar
a su partido en un momento tan duro, así que no podían usar los
parlantes de la plaza por los que tantas veces habían salido, vigoro-
sas y afiladas como una espada de libertad, la voz del General y la
de ella, la más amada, Evita. Entonces un vecino le pidió a Sofía que
llevara su radio, todos sabían que era el mejor aparato de Lobos a
pesar de tener más de diez años de antigüedad. La había comprado
con la indemnización que la policía le había dado al padre cuando
recibió un disparo y tuvo que retirarse. Sofía dijo que no tenía pro-
blema, pero se preguntó cómo podrían darle electricidad. Llamó a
Viktor a ver si tenía alguna idea y él le dijo que podía conectarla a la
batería de un auto, para escucharla todos juntos.
Seguía llegando gente. Sofía vio un hombre junto al mástil en el
centro de la plaza con el cuello del abrigo levantado y las manos en
los bolsillos. No lo reconoció, y le llamó la atención que no pare­cía
triste. Uno de los vecinos trajo termos con café y le ofreció a Sofía,
ella le dijo que gracias, pero no. Otros, también solidarios, sabiendo
que era la hora de la cena, repartían unas viandas caseras improvi-
sadas. Había niños, hombres y mujeres de todas las edades. Un rato
antes de las 21:00 escucharon la pick-up acercándose por la avenida.
Frenó con un ruido seco junto a la plaza y Viktor bajó rápido, de un
salto. Era alto, grandote, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla
izquierda, ahora cubierta por la barba. Usaba un jardinero gastado
y una camisa leñadora abajo.
—¿No tenés frío, nene? —preguntó Nélida.
—Perdonen la demora —se disculpó Viktor con las señoras in-
dignadas por su hora de llegada.
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Sofía sonrió, le daba un poco de gracia el inevitable acento ucrania-


no de Viktor, más marcado cuando usaba palabras con erre. “Perrdo­nen
la demorra, porr favorr”. Viktor alzó la radio del piso como si estuviera
hecha de algodón y la dejó sobre la cabina de la pick-up, abrió el capó,
fue a la parte de atrás y volvió con cables y un destornillador. Ya debía
de haber setenta personas en la plaza y todas miraban la operación en
silencio, expectantes. Sofía aprovechó la atención sobre Viktor, se es-
condió detrás de un gran árbol, sacó la petaca de su abrigo y tomó un
trago de licor de menta. Era, para ella, la manera más efectiva de paliar
el tremendo frío. Viktor desatornilló la parte de atrás del aparato, co-
nectó unos cables y los llevó hasta la batería. Volvió a la radio y la
encendió; salió un ruido de fritura y todos, en el fondo de la enor-
me pena que los embargaba y los unía, sintieron alegría ante la pe-
queña magia de confirmar que el aparato funcionaba. Viktor movió
la peri­lla del dial, pasó por fragmentos de canciones y locutores y si-
guió hasta Radio Nacional, donde pasaban el tango Yo te bendigo, can-
tado por Gardel. Lo dejó ahí, a la espera del parte médico que se emitía
todos los días a las 21:00 en punto. El ucraniano se refregó las manos
y las puso en los bolsillos del jardinero. La gente se acercó a la pick-up,
un poco para escuchar mejor y otro poco porque juntándose sentían
menos frío. Viktor les ofreció a dos mujeres que se sentaran dentro de
la pick-up para que no padecieran tanto, pero ellas eligieron quedarse
afuera. Sofía se apoyó contra la camioneta, al lado de él.
—Tenía miedo que no vinieras —dijo ella.
—No encontraba los cables para hacer la conexión —explicó
Viktor.
Una mujer que parecía tener cien años, sentada en una banque-
ta que se había traído desde su casa, miraba a Sofía y sonreía.
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—¿Qué pasa, abuela? —le preguntó ella con dulzura. A la mujer


le brillaban los ojos. Empezó a llorar. Conmovida e intrigada, Sofía le
tomó la mano.
—Qué parecida sos a Evita, nena —dijo la anciana.
—¿Ves? ¡Yo siempre te lo digo! —gritó Mario, acomodándose
la bufanda. Después miró a la anciana—. Pero ella no me cree, se-
ñora. Piensa que es una burla.
Viktor miró a Sofía. Sonrió.
—Tiene razón —le dijo—, tenés un aire.
Más de una vez se lo habían dicho, pero a ella no le gustaba la
comparación, aunque el parecido era innegable. Incluso tenían
la misma edad, Sofía había cumplido los treinta y tres ese mismo
año, en abril, y Eva unos días más tarde, en mayo. Pero la distancia
que sentía con respecto a Evita era la misma que tenía con una es-
trella del cielo: infinita, imposible de medir.
Sonaron las campanadas en el reloj del Municipio, eran las
21:00. El tango no se interrumpió. Las 21:01, y 21:02; cuando eran
las 21:05 y el parte no había sido emitido, todos esperaron lo peor.
Sin decirse una palabra, la angustia los ligaba. Sonaba el tango A la
gran muñeca, por la orquesta de Di Sarli. La música se cortó y la radio
enmudeció unos segundos. Todos interrum­pieron su diálogo, el
café que tomaban o el sándwich que comían y miraron el aparato
sobre la pick-up, como si dirigirle el sentido de la vista los prepara-
se mejor, como si estuvieran por enfrentarse cara a cara con el mé-
dico que iba a decirles lo que temían. Algunos se tomaron de las
manos. Viktor se asomó a la conexión para confirmar que el silen-
cio no fuera una falla, de la radio salió un ruido de aire anticipan-
do la emisión y Sofía sintió que se abría un agujero en el tiempo,
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que una garra invisible los apretaba a todos y cada uno de ellos casi
hasta romperlos. En un acto reflejo, tomó a Viktor del brazo y él se
congeló. La voz de Furnot, a quien todos conocían por ser el heraldo
de los partes de Eva, con tono oscuro y delicado, dijo:
—Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia
de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la Re-
pública que, a las 20:25 horas, ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa
Espiritual de la Nación…
Algunos, incluso sin conocerse, apoyaron sus cabezas sobre el
hombro de quien tenían al lado; las gargantas se trabaron con ganas
de llorar y de retener el sonido de la angustia para escuchar, porque
el locutor siguió informando que al día siguiente el cuerpo sería
trasladado al Ministerio de Trabajo y Previsión, donde sería velado.
Una mujer se tiró contra la pick-up, otra se agarró del borde porque
las rodillas le temblaron ante la fuerza del llanto. La radio empezó
a pasar música fúnebre. Sofía sintió lágrimas en su cara, apoyó su
cabeza sobre el pecho de Viktor, que la abrazó, y se apretó contra él
como si su alma se le saliera del cuerpo y así pudiera retenerla. Des-
pués de consolarla unos momentos, Viktor la soltó para socorrer a
mujeres caídas a las que otras mujeres más angustiadas trataban de
levantar, algunas le pegaban a la pick-up o al suelo y gritaban “¿Por
qué?”. El ruido de la angustia contenida estalló en la plaza de Lobos.
Sofía miró el dolor circulando, el llanto, los gritos que se le-
vantaban al cielo, las súplicas y la bronca, “tan joven, tan bella, tan
pero­nista”. Viktor se había ido a la vereda, le pegó una trompada
a un árbol y gritó un insulto en ucraniano; las mujeres se abraza-
ban; los ancianos ya encorvados estaban más doblados todavía por
el llanto. Sofía sacó de nuevo su petaca entre la multitud obnubilada
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por la desgracia, tomó un trago y cuando se limpiaba la boca des-


cubrió a unos metros al hombre que no estaba triste, todavía muy
serio para la situación, y vio cómo la mano de ese hombre se metía
en el saco de una vieja que lloraba y le sacaba la billetera. Renovada
de energía por el trago de menta y el miedo, Sofía buscó a los poli-
cías con la mira­da, volvió los ojos al ladrón y descubrió que éste la
estaba mirando fijamente. Asustada, giró para ir hacia Viktor y chocó
con un policía.
—Qué pérdida tan grande —dijo el policía, la trajo hacia él y la
abrazó fuerte. Cambió y bajó la voz para agregar sin ningún atisbo
de angustia—: hacé que no viste nada y seguí llorando, piba.
Sofía se quedó quieta entre los brazos del policía, el ladrón se
acercó y el policía le dijo que no pasaba nada, que estaba todo bien.
El ladrón se quedó unos segundos mirándola a la cara, como si qui-
siera recordarla, quieto en la marea de llanto alrededor, después giró
y salió de la plaza. El policía soltó a Sofía y fue a ayudar a las mu­
jeres y ancianos que caían. El ruido seguía creciendo. Una mujer
abrazó a Sofía y ella la palmeó en la espalda. En la radio seguía la
música sacra. Una señora se había desmayado y era socorrida por dos
vecinos, otra que se había quedado sin aire era apantallada con una
gran foto de Evita. “Qué vamos a hacer, Diosito, llevame con ella”.
Sofía escuchó las frases que pronunciaban los deudos y también
sintió miedo, no quería salir de esa jaula de lamentos para no cru-
zarse con el policía ni con el ladrón. Una mujer gritó “Evita, volvé,
te necesito”, caminó tomándose la cabeza y tirándose de los pelos,
quisieron agarrarle las manos para que no se lastimara pero pare-
cía poseída, caminó unos pasos siempre amagando a caerse, llegó
a la pick-up de Viktor, perdió el equilibrio y se agarró de la radio. La
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música se cortó, la radio cayó al piso y se abrió. La mujer se golpeó


la frente y sangraba, insultaba la radio como si fuera un ser vivo y se
movía, frenética e incontrolable. Viktor agarró a la mujer, la levan-
tó y la llevó a un banco de la plaza, donde la calmaron entre cinco o
seis y le dieron agua fría. Sofía levantó un pedazo de la madera que
cubría la parte de atrás de la radio, que había quedado expuesta.
—Yo te la arreglo —dijo Viktor.
—No te hagas problema.
—Mañana al mediodía te la llevo a tu casa.
Sofía agradeció, Viktor levantó la radio y la dejó en el asiento del
acompañante de la pick-up. Desconectó los cables y cerró.
—¿Te llevo? —preguntó.
Sofía dijo que sí. Subieron a la pick-up, Viktor arrancó y se mar-
charon. Sofía vio que en la esquina de la plaza el ladrón hablaba con
el policía. Los dos estaban serios, y cuando vieron pasar la pick-up la
acompañaron con la mirada hasta que desapareció.
A la plaza seguía llegando gente que con sólo ver el llanto de los
que estaban se informaba de lo que había sucedido. Comentaban
lo escuchado, dónde iba a estar, quién tenía auto para viajar a Bue-
nos Aires y despedirse, cómo ir hasta allá para darle el último adiós.
Una de las mujeres, que había traído una foto de Evita, dejó la ima-
gen parada contra el mástil de la plaza; otra encendió una vela y la
puso junto a la foto. Las dos se arrodillaron y, llorando, se pusieron
a rezar. Atilio abrió la puerta de su local y se asomó. Le dio lástima la
tristeza de sus vecinos. Pensó que con esos llantos parecían una ma-
nada, y estaban en Lobos. Volvió a entrar, y aunque siguió haciendo
el inventario de su ferretería hasta primeras horas de la madrugada,
no pudo quitarse una leve angustia que le oprimió el pecho.
II

Sofía se despidió de Viktor y bajó de la pick-up. Abrió la reja y pasó por


el camino de piedra que atravesaba el jardín. El césped brillaba por
el rocío de la noche. Sacó la llave del bolsillo donde tenía la petaca
y abrió la puerta con suavidad, porque estaba oscuro y eso signifi-
caba que Lorenzo, su padre, dormía. Dio un paso largo para evitar
la parte del suelo que estaba hundiéndose, llegó al living y escu-
chó el llanto. Encendió una lámpara y vio a su padre en el sillón,
tapado con una frazada. Tenía una bata roja con rayas negras y abajo
se veía el pijama celeste que costaba pedirle que se sacara, porque le
gustaba mucho y le recordaba a su mujer. El poco pelo blanco que
le quedaba lo llevaba despeinado. Cada vez que Sofía lo miraba
al empezar el día o, como hoy, al volver de un rato largo sin estar
con él, pensaba en dos cosas: que tenía ganas de tomarse un trago

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y que en ese enfermo de sesenta y seis años no quedaba nada del


gran hombre que había sido, del subcomisario que no iba a parar
“hasta tener el Ministerio de Seguridad”, del que contaba una y
otra vez las heroicas capturas de los malhechores porteños. Ahora
estaba ancho hasta la obesidad, malhumorado y desprolijo aunque
ella se empeñara en que tomara un baño, siempre transpirado y con
la pierna derecha rígida. Ahí había recibido un tiro hacía más de diez
años, tiro que se llevó su carrera de policía y trajo la obligación de
Sofía de convertirse en una mezcla de esclava y enfermera a los die-
ciocho años. Lorenzo levantó la mano para taparse los ojos llenos
de lágrimas, golpeados por la luz.
—Qué mierda —dijo Lorenzo—, qué puta mierda, la puta
madre que lo parió.
Sofía se acercó y levantó la frazada, que estaba por caerse. Loren-
zo giró la cara para esconder su angustia, como un chico que llora y
no quiere que su madre lo descubra.
—Sí, una pena —dijo Sofía y miró la copita donde le dejaba las
pastillas para antes de dormir. Le quedaba una—. ¿Tomaste todo
ya? —preguntó. Lorenzo asintió con la cabeza. “Miente, como siem-
pre”, pensó Sofía. Miró la chata junto al sillón, estaba vacía. Lorenzo
podía caminar, pero le costaba mucho, y a veces la usaba—. ¿Necesi-
tás algo más? —preguntó ella—. ¿Te ayudo a ir al baño?
Lorenzo negó con la cabeza. Seguía llorando. Sofía agarró la
pastilla que había quedado en la copita. No quería pelearse para
obligarlo a tomarla, hoy no tenía fuerzas. Agarró el vaso de agua de
la mesita, fue a la cocina, lo vació en la pileta, lo enjuagó un poco y
lo llenó otra vez. Volvió al comedor y se lo dejó donde estaba.
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—Acá te dejo agua fresquita, papá —puso una servilleta sobre


el vaso, para protegerlo de la suciedad. Lorenzo no se sacaba la
mano de la cara y asintió así, para dejar claro que había escuchado.
Sofía apagó la luz y fue a su cuarto. Al prender la luz allí vio la
mesa de la radio, vacía, junto al tocadiscos Wincofón y arriba su
afiche de Evita, despegado y caído en la esquina superior derecha.
Pasó la mano por la pared, había humedad bajo el empapelado y
la cinta Scotch había cedido. Sacó su petaca, tomó unos tragos y la
dejó sobre la mesa de luz. Se duchó para sacarse el frío, que en los
últimos días había recrudecido, como la angustia y la incertidumbre,
aunque la segunda había terminado e intuía que lo que había ocu-
rrido ese día sería el comienzo de una época triste para todos. Sin
hacer ruido, salió de su cuarto al living y fue a la cocina. Lorenzo
se había dormido con la mano en la cara. Debían de ser las 12:00 de
la noche y no tenía hambre, pero no quería irse a dormir sin nada en
el estómago. Se hizo un café con leche. Como ecos de animales en la
selva, de vez en cuando escuchaba algún llanto, algún grito cuyo sig-
nificado no entendía, pero por el tono debía de ser un pedido de ex­
plicación a Dios, o un ruego a Evita para que resucitara.
Volvió a su cuarto, apoyó el café en la máquina de coser Singer,
sobre un pedazo de jean, para no marcar la madera. Abrió su mesita
de luz lentamente, cuidando que no hicieran ruido las botellas de
coñac, licor y whisky apretadas en el fondo. Le puso un poco de coñac
al café. Abrió uno de los cajones, sacó un alfiler y pinchó con él la es-
quina del póster que se caía, la pared estaba tan húmeda que el metal se
clavó sin problemas. Sacó de su armario una carpeta y la abrió. Eran
fotos y recortes de diarios y revistas sobre Evita, cronológicamente
organizados, desde su primera época de actriz de teatro y cine, con
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promociones de sus programas radiales y reportajes. Sofía la había


descubierto primero como artista, antes de que se convir­tiera en
la Jefa Espiritual de la Nación, título que le habían dado unos días
atrás los senadores y diputados, intentos de volverla inmortal en
vida, de negar lo que hoy, 20:25, finalmente había sucedido. Entre
sus recortes tenía una de las primeras fotos con Perón, cuando dejó
de ser Eva Duarte para ser Evita. La de ella, la de todos. Sofía revisó
sus recortes con una extraña sensación de lejanía, todos esos pape-
les estaban y siempre estarían, pero Evita ya no. Cuando llegó a una
imagen de Eva en la Plaza de Mayo, radiante y saludando a la mul-
titud, sintió ganas de llorar y se las tragó. Cerró la caja, apuró el café
con leche que ya estaba tibio, se puso el camisón y se metió en la
cama. ¿Dónde se había ido Evita? Y todo lo que había pasado hoy,
¿era real? Tenía la esperanza de que mañana, al despertar, todo lo
vivido sería un mal sueño y podría seguir planificando un viaje a
Buenos Aires para visitar a Evita en su fundación, quizá para ver un
discurso suyo y del General en la Plaza de Mayo o en la 9 de Julio.
Dio vueltas en la cama. No podía dormir. Se levantó, fue al ro-
pero antiquísimo que ocupaba la mitad de la habitación y sacó un
disco de pasta, Discursos de Evita. Había salido con la última edición
de la revista Mundo Peronista. Abrió la caja y miró el disco, como es-
perando que hablara solo, como si fuera un custodio del paso de Evita
sobre la tierra, la prueba irrefutable de que esa sensación de muerte
que le ganaba no tenía lógica. Puso el disco en el Wincofón y bajó
el volumen lo más que pudo para no molestar a su padre. Escuchó el
sonido de fritura, al locutor que presentaba los audios en una edi-
ción especial, “es un orgullo traer a los compañeros este documento
histórico”. La voz rugiente de la multitud en la plaza, Perón que la
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presenta y ella que habla. ¿Cómo se atreven a decir que se murió, si


ahí está? Sofía apagó la luz y dejó que el discurso la invadiera, que la
farsa electrónica le aplacara unos minutos ese dolor que le comía los
huesos y Evita, desde el disco, dentro del disco, más viva que nunca,
pide que si deja en el camino jirones de su vida levanten su nombre
y lo lleven como bandera a la victoria, y ya al comenzar esa frase Sofía
dejó que el llanto por fin le ganara y la atravesara, apoyó la cabeza en
la almohada, sintió las lágrimas en las mejillas. Minutos más tarde se
durmió, con el disco todavía girando.
III

Cuando abrió los ojos, Sofía vio el color gris que se filtraba por la ven-
tana y supo que afuera estaba nublado. Sintió frío, levantó la fra-
zada hasta taparse la cara y se estiró dentro de la cama. Escuchó
un sonido, un clic monótono y repetitivo: era el disco, que seguía
girando con la púa levantada. “Evita”, pensó. La realidad volvió del
olvido en el que había quedado inmersa por el sueño y pasó la fron-
tera hacia la vigilia; Sofía recordó todo y volvió a sentir la angustia
por la noticia de la noche anterior. Se había olvidado y había sido
un alivio; ahora todo volvía a su conciencia como un estallido: el
anuncio, la radio partida, el miedo ante los hombres que robaban,
el policía amenazándola y, sobre todo, el dolor.
Se sentó en la cama y apagó el Wincofón. “Encima es domingo”,
pensó. Porque en el aire vibraba esa serenidad angustiosa clásica del

[27]
28

día, esa plancha de depresión que parece apretar las cabezas, hoy
multiplicada al infinito por la pérdida y la congoja. Levantó la per-
siana. Sí, estaba nublado. Apoyó la mano en la ventana, sintió que el
vidrio estaba helado, que tenía una leve escarcha de rocío congelado
en los bordes. Bostezó. Sacó el disco del aparato y sintió una peque-
ña alegría de tenerlo, de saber que a través de ese pedazo de plástico
Evita podía ser evocada para negar su muerte unos segundos y jugar
a su regreso a la vida. Igual que anoche, varias veces se había queda-
do dormida mientras se reproducían los discursos; más de una vez
se le había metido la voz de Eva en los sueños. Lo guardó en su caja
con el logo de Mundo Peronista. Se cambió y fue hasta la habitación
de su padre. No estaba. Escuchó los ronquidos que venían del living,
seguía dormido en la misma posición en la que lo había dejado la
noche anterior, con la mano contra la cara.
Tratando de no hacer ruido, fue a la cocina y puso una pava al
fuego, para tomar mate. Le gustaba ese rito matinal, ese momento
con ella. Durante la semana, lo usaba para revisar las tareas que la es-
peraban durante la jornada. Sábados y domingos se dejaba divagar
en lo que le gustaría hacer, pero ese ejercicio de soñar nunca duraba
más de una o dos horas porque había que volver para lo que su padre
necesitara. Ese día, sin embargo, sintió que el tiempo parecía otra
cosa, que la muerte de Evita había quebrado todas las agendas y
rutinas, que todo debía ser repensado. “Como con Cristo”, pensó,
“antes y después de la muerte de Evita”. Cebándose un mate hizo un
listado mental de las cosas que tenía que hacer: “llamar a Margari-
ta y Claudia para que retiren sus trabajos de costura; también llamar
a Marta y todos los que me deben; comprarle los remedios a papá
y organizarlos; revisar que tenga la ropa limpia”. Iba a pensar: “ir al
29

funeral de Evita”, pero vetó la idea en el mismo momento en que se


le o­currió. Para empezar, no tenía auto, ni sabía manejar. Aunque eso
no era lo más importante, no podía dejar al padre solo más de cuatro
o cinco horas, y la posibilidad de volver a la capital la asustó sin saber
por qué; le parecía ya un territorio ajeno y hostil. Le dieron ganas de
llorar, le hubiera gustado que la sensación del nuevo día en que el re-
cuerdo de la muerte parecía haberse borrado con el sueño, hu­biera
durado más; no sentir esa mezcla de cansancio y angustia que se mul-
tiplicaba y que, sabía con certeza, iría en aumento. “Evita. Nuestra Eva.
¿Y ahora qué?”. Ni siquiera se trataba de una pérdida de sentido, era
como haber perdido la vida y seguir respirando o, peor, flotar en un
limbo que demostraba que la existencia era un capricho ingoberna-
ble, porque si podía pasarle eso a una muchacha tan joven y tan fuer-
te, ¿qué quedaba para el resto de los mortales? Ella era la esperan­za
del cambio posible, basado en la propia fuerza y la generosidad. Pero
Sofía se había pasado los últimos diez años dándole su vida al padre
y al pueblo de Lobos, y no veía ningún atisbo de cambio. Más bien
al contrario. Todo horizonte diferente se veía cada vez más lejos, más
imposible. El ruido de una bocina la sacó de sus pensamientos. Se
asomó por la ventana de la cocina y vio a Viktor que bajaba de su pick-
up. Fue al asiento del acompañante, lo abrió y sacó la radio. Sofía co-
rrió a su cuarto, se puso un saco y salió al jardín, pasó por el camino
de piedras y le abrió la puerta:
—Buenos días, señorita —saludó Viktor. Tenía la misma ropa
que la noche anterior, y más ojeras.
—Varias veces te pedí que me llames Sofía. ¿No dormiste?
—Un poco.
30

Sofía abrió la puerta de la casa, Viktor entró y apoyó los pies en


el trapo de piso de la entrada. El suelo se hundió y crujió, hacién-
dolo tambalear.
—¡Perdón! —exclamó ella—. Me olvidé de avisarte. Tengo las
tablas para cambiarlo, pero nunca pude hacerlo.
Viktor levantó la pierna y se internó en el pasillo, Sofía lo guio
hasta su cuarto.
—¿Cómo está su padre?
—Bien, duerme. Tuteame, ¿querés?
—Es que no me acostumbro al español de argentinos —dijo
Viktor.
Al abrir la puerta del cuarto, Sofía señaló la mesa vacía contra la
pared y Viktor depositó la radio en la mesa. Desenrolló el cable del
enchufe y lo metió en el tomacorriente de la pared.
—Pude arreglar todo. Adentro no le pasó nada. Aproveché para
limpiarla porque tenía los contactos llenos de polvo. Nada más tuve
que pegar la madera que se rompió. ¿Pruebo?
Sofía asintió, Viktor encendió la radio y salió una música sacra.
Hicieron silencio, se quedaron escuchando unos segundos y la apagó.
—¿Cuánto te debo?
—Nada.
—Cobrame el pegamento, aunque sea.
Viktor hizo un gesto que significaba “no hace falta”. Miró la má-
quina de coser, las telas desparramadas, el desorden que era orden
para Sofía, porque ella lo entendía. Por su cara, Sofía intuyó que
todo ese mundo textil a Viktor le parecía de otro planeta.
—¿Sabés algo de Buenos Aires? —preguntó.
31

—Ayer a la noche ya había una fila de diez cuadras para el ve-


lorio —respondió Viktor mientras sacaba un diario enrollado del
abrigo—. Le traje esto —Sofía agradeció y desplegó el diario. Era
un ejemplar de La Verdad. En la tapa estaba la cara de la difunta, ra-
diante y vital, bajo el título “MURIÓ EVITA”—. Algunos se quedaron
durmiendo ahí mismo en la calle, para ser los primeros en entrar.
Con este frío, qué terrible.
—Yo lo hubiera hecho —dijo Sofía.
Desde el living, Lorenzo gritó:
—¡Viva Perón, carajo!
Sofía sonrió.
—Se hace el chistoso porque te debe haber escuchado entrar.
—Vino el ruso, ¿no? —gritó Lorenzo con lágrimas en los ojos.
Viktor y Sofía fueron al living.
—Ucraniano, mi amigo —dijo Viktor y se acercó a Lorenzo, que
le estiró una mano.
—¡Mi ucraniano querido! —gritó Lorenzo, sonreía y lloraba—.
Qué desgraciados somos, rusito, se nos fue la patrona —Viktor
asintió—. ¿Me trajiste vodka, no?
—Papá… —susurró Sofía.
—¿Qué pasa? ¡Siempre me trajo vodka! —Lorenzo le golpeaba
el brazo, jugando—. La última vez que me llevaste al médico toma-
mos una copita.
—No le traigo más porque no puede.
—Yo puedo todo, mi estómago está perfecto. Qué tristeza, ucra-
niano. Si nosotros lloramos así, imaginate el General. Vení, ayuda-
me a acomodarme.
32

Viktor le ofreció sus brazos, Lorenzo apoyó las manos en él y


con esfuerzo se acomodó en el sillón. Sofía le extendió el diario.
—Esto podés, te lo trajo él —dijo—. ¿Tomás café?
—Sí, bien negrito —pidió Lorenzo, y levantó el diario hacia
Viktor—. Gracias, pibe —se puso los anteojos y miró la tapa—. Dios
santo, cuánta gente. Y eso que recién empieza.
—¿Vos tomás café? —preguntó Sofía a Viktor.
—Tendría que irme.
—Dale, ucraniano —dijo Lorenzo y le golpeó una pierna con el
diario—, una vez que me venís a visitar, quedate un ratito.
—Lo preparo rápido, sentate —dijo Sofía y entró en la cocina.
—Qué linda hija tengo, cómo me cuida —dijo Lorenzo. Bajó la
voz—. Pensar que de chica me robaba las armas.
—¡Papá, te escuché! —gritó ella desde adentro—. Basta.
—¿No es verdad? —Lorenzo golpeó la silla junto a su sillón, in-
vitando a Viktor a sentarse—. Yo era cana, ¿sabés?
—Sí, usted me contó.
—¿Cuándo? Me falla el balero, rusito.
—Ucraniano.
—Eso. Lo que pasa es que me cuesta la palabra, no sé por qué.
Ucraniano. Es difícil de pronunciar.
—¡Lo que pasa es que sos vago! —gritó Sofía desde la cocina.
—¡Callate! —exclamó Lorenzo en broma y rieron. Bajó la voz—.
Cuando volvía a casa y me sacaba el uniforme, Sofía se ponía a jugar
con el gorro, el cinturón, todos los chirimbolos. Lo que más le gustaba
eran las esposas, se pasaba horas jugando, abrién­dolas y cerrándo-
las. Chic-chac, chic-chac, todo el día ese ruidito. Era insoportable. El
33

sable y el arma de fuego no, porque yo los metía en otro lado. Pero
ésta era una inquieta... ¿Sabés la de las tijeras?
—Te estoy escuchando —dijo ella—. Viktor, ¿azúcar?
—No. Café negro, por favor.
—Sofía debía tener nueve, diez años. En el barrio había un ve-
cino jodido. López o Sánchez, algo así. Tenía un perro bruto, que
había mordido a otras mascotas y hasta a unos vecinos. A uno le
había sacado un pedazo de gemelo. Jodido el pichicho, muy carni-
cero. Una tarde, Sofía y mi mujer habían sacado una mesita a la ve-
reda, cosían y tomaban mate, y Sánchez salió con el perro a la calle.
El animal se volvió loco de golpe y se le fue encima a mi mujer…
—Y yo le clavé una tijera en el cuello —interrumpió Sofía, con
la mecanicidad de quien ha contado un episodio un millar de veces
y está harto de hacerlo. Traía una bandeja con tazas. Lorenzo tomó
una con cuidado, le temblaba un poco la mano—. Ni lo pensé —si-
guió ella y se sentó en el sillón—. Fue puro instinto.
—Le dimos unos pesos y se quedó conforme. Yo era cana, el
tipo iba a tener quilombos si me denunciaba —contó Lorenzo y
cuando trató de tomar un sorbo estuvo a punto de derramar el café.
Intentó tapar con humor la incomodidad que generaba la contem-
plación de su enfermedad—. ¡Y ahora Sofi es la mejor costurera de
Lobos! Siempre tuvo habilidad para las tijeras, parece.
Lorenzo le guiñó el ojo a la hija y le estiró la mano. Ella lo tomó.
Sonreían.
—Papá, ¿querés escuchar la radio?
—No, está bien. Me duermo de nuevo en un rato.
Viktor apuró el café y se levantó.
34

—La próxima con vodka, rusito —dijo Lorenzo, le dio la mano


y se puso a leer el diario.
—Tu padre te quiere —dijo Viktor cuando estuvieron afuera.
Sofía soltó una carcajada y se tapó la boca con la mano—. ¿Qué pasa?
—Me da risa tu acento, cuando hablás con muchas erres se
nota más. “Tu patre te quierre”. Sí, me quiere. Yo también lo quiero
—Sofía miró la calle, las casas en la vereda de enfrente—. Parece
todo detenido, ¿no?
—Sí —dijo Viktor—. Cuando venía para acá no vi a nadie y se
escuchaba gente llorar.
—Gracias por arreglarme la radio —dijo Sofía—. Ese aparato y
el tocadiscos son las únicas diversiones que tengo.
—De nada. Si querés, un día te arreglo el piso.
Escucharon un ruido y cortaron el diálogo, un auto frenó en la
puerta, del asiento de atrás bajó un hombre con sombrero y abrigo
negros. Sin esperar ni llamar al timbre, abrió la reja de la vereda y
caminó hacia ellos.
—Está todo bien, lo conozco —susurró Viktor para tranquili-
zar a Sofía.
El hombre tenía unos sesenta años y era muy delgado, con la cara
chupada y los pómulos marcados. Se sacó el sombrero, tenía pelo
blanco y ojos verde agua, muy claros. Viktor movió apenas la cabeza
a manera de saludo. El hombre se quedó mirando a Sofía, asintiendo,
como si hubiera encontrado un tesoro muy buscado.
—Pucha, que era cierto —dijo el hombre.
—¿Qué cosa? —preguntó ella.
—Que usted es muy parecida a Evita —interrumpió su con-
templación—. Le pido disculpas, no es respetuoso de mi parte. Me
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presento, yo soy Tito —tomó la mano de Sofía y la besó—. Usted


es Sofía, ya sé. Me gustaría conversar un minuto… Si no interrum-
po —dijo y miró a Viktor.
—Ya me iba —dijo éste, le sonrió a Sofía y salió por el camino.
Sofía lo miró irse. En la vereda, Viktor se saludó sin ganas con los
dos hombres que habían quedado dentro del auto.
—¿Conoce a Viktor? —preguntó Sofía.
—Por supuesto —dijo Tito—. Trabaja para mí.
Sofía no entendía cómo Viktor, “un muchacho tan amable”,
como decían las vecinas, podía trabajar con Tito, que era el dueño
del Paraíso, una pensión al borde de la ruta, donde se escondían un
bar clandestino y un prostíbulo con una gran clientela.
—Yo sé muy bien quién es usted —dijo Sofía y cruzó los bra-
zos por el frío.
—¿Ah, sí? —sonrió Tito—. ¿Quién soy?
—¿Qué necesita? Me esperan adentro.
Tito dio unos pasos hacia atrás y miró a Sofía de arriba abajo.
—Más la contemplo, señorita, y más me impresiono.
Sofía iba a entrar cuando vio que el hombre dentro del auto
bajó. Aunque estaban a unos metros lo reconoció: era el que la
noche anterior había estado robando en la plaza.
—No se preocupe, no vine por él —dijo Tito—. Sé que usted no
va a contar lo que hizo este tarado anoche. Fue una estupidez, yo
no lo autoricé. Cosa de empleados, ven una oportunidad y quieren
hacer más plata —hablaba con una serenidad parecida a la calidez—.
Usted está a salvo, mi amiga. Lo único que le pido, por favor, es un mi-
nuto para hablar.
36

—Sea lo que sea, le voy a decir que no —dijo Sofía. Tito rio con
una carcajada sonora.
—¡No vengo a reclutarla! Putas en Lobos sobran, y son todas
mías, ¿para qué quiero más? —Tito hacía girar el sombrero en sus
manos—. Un minuto, ¿sí?
Sofía miró a los hombres en la vereda, apoyados contra el auto.
Pensó que le hubiera gustado que Viktor estuviera ahí. La hacía sen-
tir segura.
—Un minuto —dijo Sofía.
Entraron y le hizo una seña a Tito para que no pisase en la parte
que se hundía. Él se limpió los pies en la alfombra y miró el piso que
empezaba a ceder.
—Ahí necesita un albañil —Sofía lo miraba—. ¿Su padre está?
—Sí, ¿pero usted no quería hablar conmigo? ¿Y de dónde co-
noce a mi padre?
—Las preguntas de a una. Vengo a verla a usted, sí. Pero su
padre es famoso —Tito miró desde el pasillo al living: en el sillón,
con el diario abierto sobre el pecho, Lorenzo dormía.
—Apúrese, antes que se despierte. ¿Qué quiere?
—Un café, si es tan amable.
—Le pregunto de qué quiere hablar. No le estoy ofreciendo
nada —dijo Sofía.
—Debería, con este frío. Qué peleadora está conmigo… ¡Loren-
zo querido!
El padre de Sofía se había despertado y se desperezaba, Tito fue
hasta el living.
—¡Robertito! —gritó Lorenzo. Tito llegó al sillón. Se dieron la
mano con alegría.
37

—Estás cada vez mejor, atorrante —dijo Tito.


—Y vos dormís en formol —dijo Lorenzo.
—En realidad me lo tomo, así pega más —dijo Tito, y agregó—:
che, traje un regalito. Pero se lo voy a dar a la piba para que te lo ad-
ministre, porque vos sos un desastre.
Tito buscó en el sobretodo y sacó una petaca de whisky. Loren-
zo aplaudió.
—Por fin uno que se apiada de este pobre viejo convaleciente.
—No puede tomar, se lo prohibió el médico —dijo Sofía.
—Un sorbito, nena —suplicó Lorenzo.
—Si lo dice ella, voy a tener que llevármelo —Tito sostuvo la
botella. Miró a Sofía—. ¿Ni un poco?
—Nada —dijo ella.
Tito volvió a guardarse la petaca en el bolsillo de su sobretodo,
se lo sacó y cuando estaba por ponerlo sobre una silla Sofía lo frenó:
—Pasemos a mi habitación, así lo dejamos descansar.
Tito miró a Lorenzo con cara de “qué dura es la piba” y le es-
trechó la mano.
—Dormí, viejo lobo. Nos vemos otro día.
—¿Y vos qué hacés acá? —preguntó Lorenzo.
—Necesito que Sofía me cosa unas ropas, los hombres somos
malísimos para eso.
—Papá, tratá de dormir —dijo Sofía y se adelantó por el pasillo,
hacia su cuarto. Antes de seguirla, Tito sacó la petaca de su bolsillo
y se la tiró a Lorenzo, que la atrapó en el aire y se la escondió detrás
de la espalda—. Apúrese —dijo Sofía, ya en el cuarto.
Tito entró. Ella cerró la puerta.
IV

—Hermosa foto —dijo Tito mirando el póster de Evita que había


vuelto a caerse del lado superior derecho y colgaba con el alfiler
atravesado. Sofía cruzó los brazos, Tito dejó de mover el sombrero
entre las manos. La miró. Ya no sonreía.
—No te mando a la puta madre que te parió porque sos mujer, y
la hija de un amigo —dijo. Sofía quiso hablar, pero no pudo—. Hacé
silencio un rato y escuchá calladita. Desde que llegué me tratás como
si viniera a robarte. Tranquilizate.
Ella sintió miedo y se quedó quieta. Tito se acercó a la máqui-
na de coser, tocó el vestido sobre ella, fue hasta el armario y miró a
Sofía con la misma cara con que la había visto al llegar, inspeccio-
nándola, pero más serio.
—Ponete ahí, al lado de la imagen —ordenó.

[39]
40

Sofía dio un paso al costado y se puso junto al póster de Eva.


Tito se acercó a ella, estiró la mano y clavó el póster en la pared. Vol-
vió a dar unos pasos hacia atrás.
—Va a ser un éxito… —susurró y se acercó a Sofía—. ¿Sabés lo
que hago yo?
—Sí, administrar putas, juego, drogas…
—¡Diversión, querida! Todos necesitan su sana dosis y yo doy
ese servicio. Vienen a mí para aliviarse… Sos peleadora, eh. Brava
como ésta —dijo señalando el cuadro de Evita.
—¿Qué quiere?
—Que trabajes para mí.
—Ya le dije que no.
Tito levantó el dedo.
—Lo que te voy a decir no se lo podés contar ni a tu padre, ¿está
claro? —su voz tenía ese matiz mafioso, de pregunta que en verdad
es una afirmación—. Hoy vienen a Paraíso unas cincuenta perso-
nas, a celebrar la muerte de Evita. Gorilas, que les dicen. Gorilas con
plata. Y a mí se me ocurrió una idea…
Sofía había girado y abrió la puerta.
—No quiero seguir escuchando…
—Te voy a dar diez mil pesos —dijo Tito.
Ella se quedó con el picaporte en la mano, mirando el suelo. Tito
se asomó para confirmar que el padre no escuchase. Apartó a Sofía
y volvió a cerrar la puerta.
—Dejá de hacerte la actriz de radioteatro sufriente y escuchame
bien, porque no lo voy a repetir. Tenés que venir hoy a las 23:00. La
idea es que la imites un poco, con música de fondo. Te ponemos una
peluca rubia y una ropa —se acercó a Sofía y le habló casi al oído—.
41

Y si te hacés la peronista dolida y lo contás para que me caiga la po-


licía, te mato en serio y te exhibo muerta en un cajón —se alejó de
ella, se puso el sombrero y sonrió—. ¡Gracias! —gritó, cambiando
el tono de su voz y salió al pasillo.
—¿Ya te vas? —preguntó Lorenzo en el living.
—Sí, tu hija es una luz, ya me cosió el botón que necesitaba.
Tito se agachó y le dio un abrazo a Lorenzo, que lo palmeó en
la espalda.
—La próxima vez que vengas, avisame, así me depilo —dijo
éste y ambos rieron. Sofía ya esperaba con la puerta abierta. Tito
salió al jardín y ella salió detrás de él.
—No cuente conmigo para lo de hoy.
—Qué rápido rechazás diez lucas. ¿No te vendrían bien para
comprarte un poco de pilcha? ¿O arreglar este agujerito? —dijo Tito
y señaló el suelo que se hundía. Se cerró el abrigo.
—No tiene que ver con la plata —dijo ella—, es una falta de
respeto a la memoria de una mujer honrada. Tampoco puedo dejar
solo a mi padre.
—Te pongo un enfermero a la noche. ¿Querés? O traelo, que
conoce bien el lugar.
—La reja está abierta —dijo Sofía, indignada.
—Si cambiás de opinión, sabés dónde encontrarme —dijo Tito
y cruzó el jardín. El hombre que había robado la noche anterior le
abrió la puerta del auto a Tito para que subiera. Antes de meterse en
el asiento del conductor, el ladrón saludó a Sofía con la mano. Tiró el
cigarrillo y se metió en el auto.
Sofía entró a su casa y cerró la puerta, enojada. ¿Tito conocía a su
padre? ¿Y esta locura de hacer de Evita? ¿De dónde la había sacado?
42

¿Cómo se podían juntar a festejar esta muerte? ¿Y Viktor, trabajaba


para él? Lorenzo le preguntó qué pasaba. “Nada”, gritó Sofía y se
metió en su cuarto.

Cosió su bolsillo mientras escuchaba la radio. Apuró los pedidos


atrasados, para entregarlos y cobrar. Había hecho una lista de los
que no le habían pagado e iba a llamarlos al mediodía. La radio
interrumpió la transmisión de música sacra para informar que
“el excelentísimo presidente de la nación, general Juan Domingo
Perón, en vista de la cantidad de personas que se han presentado
al Ministerio de Trabajo y Previsión para dar su último adiós a la
Jefa Espiritual de la Nación, ha decidido que el duelo nacional se
extenderá por el lapso de tres días consecutivos”. Sofía pensó que
recién el miércoles estarían abiertos los bancos. Fue al teléfono y
discó un número.
—¿Hola, Estela? ¿Cómo está? Sofía le habla. Sí, una tristeza…
Disculpe que la moleste hoy, quería saber si mañana… Ah… No, por
supuesto, si no viaja hoy a Buenos Aires no la ve nunca más, claro.
¿Me paga cuando vuelva y yo le doy la pollera? Quedó perfecta, ni se
nota el zurcido... Un beso para usted, hasta luego.
Fue a la cocina y puso una pava al fuego. Lorenzo, en el si-
llón, con el diario abierto sobre el pecho, roncaba otra vez. Sofía
ya había hecho dos llamados. Uno no la atendió y sospechó que
también se había ido a la capital. Estaban a cien kilómetros, no era
tanto, y como había dicho recién Estela, era la última vez que iban
a poder verla. Pero Sofía no quería pensar en eso. El otro cliente le
43

dijo que todavía no tenía el dinero, que lo disculpara. En el silencio


del domingo, más silencioso por el duelo, Sofía recordó la propues-
ta de Tito. Así como había expulsado de su imaginación la idea de
que nunca más vería ni escucharía a Evita, no se permitió recordar
la propuesta de Tito. “Pero diez mil pesos…”, se dijo. Rápidamente,
enojada consigo misma, se llevó el mate y la pava al cuarto. Cosió
unos minutos, pero no pudo seguir, estaba distraída. Se puso de
pie y se miró en el espejo, en la puerta del gran ropero. No había
caso, ella no se veía parecida. O sí, quizá un poco. Sintió vergüenza.
Se puso seria. Cerró los ojos. Los abrió, levantó apenas el mentón,
sonrió de esa manera que le había visto a Evita a lo largo de esos
años en las fotos y en los noticieros del cine antes de las películas,
la sonrisa que era un agradecimiento al cielo y a su gente por el cari­
ño que recibía, levantó los brazos, saludó a la multitud imaginaria
y agitó las manos. Para no despertar al padre, en vez de hablar, hizo
la mímica con los labios. “Yo sé que ustedes levan­tarán mi nombre
y lo lle­varán como bandera a la victoria”. En la última palabra cerró
el puño, escuchó en su imaginación el ruido de la multitud enarde-
cida. Se acordaba de esa frase en su último discurso. La voz de Evita
ya estaba apagada y lejana, no exhalaba esa energía que era como
un trueno lleno de rebeldía, vitalidad y confianza. Fue esa vez cuan-
do ella, Sofía, lo supo, o mejor dicho, lo entendió: se estaba muriendo.
Había escuchado que tenía una anemia difícil de curar, pero a lo
largo del último año, con el ojo clínico de quien sigue a una per-
sona durante largo tiempo, había advertido su cara afilándose por
la delgadez. También se notaba por su voz, más y más pálida en
cada discurso, en cada transmisión de cadena nacional. En mayo, cuan-
do dijo que dejaría “jirones de su vida”, Sofía sintió que se trataba
44

precisamente de eso: Eva estaba dejando pedazos de su alma en esas


palabras, por el tremendo esfuerzo que le costaba estar de pie y ha-
blar. La sacó de su ensueño el ruido de algo que se rompía. Sofía
corrió al living y vio a Lorenzo, en el piso, que se agarraba el pecho
y gesticulaba. Había tirado el velador.
—¿Papá, qué pasa?
Lorenzo, con la cara roja, apenas pudo decir que no podía res-
pirar. Sofía corrió al teléfono y marcó, cuando la atendieron gritó:
—Doctor, le está agarrando otra vez… Por favor, ¡rápido!
Volvió junto a Lorenzo y le puso una almohada bajo la cabeza.
—Despacito, papi —susurró, acariciándole la cabeza.
Lorenzo respiraba rápido y cortado, pero le guiñó el ojo para
tranquilizarla, como diciendo “no pasa nada”. Sofía sintió cómo su
padre le agarraba la mano con fuerza.

Lorenzo dormía en su cama y roncaba profundamente. El doctor


Alejandro Tagliaferri, de pelo corto y rulos, hombros pequeños y
traje ajustado, lo tenía tomado del brazo y chequeaba su reloj para
calcularle la presión. Sacó la vista de Lorenzo, acomodó sus ante-
ojos y se paró. Sofía estaba apoyada contra el marco de la puerta,
Tagliaferri salió del cuarto y ella cerró.
—Está normalizado —dijo el doctor—, el calmante hizo efecto
rápido y el pulso está bien. ¿Cuánto hace que no le pasaba?
—Tres semanas —dijo Sofía. Aunque eran apenas las 18:00, la
noche había caído, porque estaban en pleno invierno—. Discúlpe-
me, fue todo tan rápido que no le ofrecí nada. ¿Quiere tomar algo?
45

—La verdad es que me vendría bien —dijo el doctor, se sacó


los anteojos y se apretó el puente de la nariz—, lo de Evita enfer-
mó a muchos y tuve bastante trabajo. Nunca vi algo así, ni cuando
se murió Gardel.
Tagliaferri volvió a ponerse los anteojos y se quedó mirando
a Sofía.
—¿Qué tengo?
—¿No le dijeron que se parece?
—Entre ayer y hoy, usted ya es el tercero.
—Será que la imagen de Eva está más presente...
—¿Café?
—Tiene algo más… ¿fuerte?
Sofía sonrió. “Tengo”, dijo. Fue a la alacena y sacó la botella de
whisky que Tito le había traído a Lorenzo. Volvió con ella y dos vasos
cargados con hielo.
—Mire usted, no sabía que podía darse ese lujo —dijo Taglia-
ferri, sonriendo.
—Se la trajo Tito a papá, parece que son amigos.
El doctor se sentó en una de las sillas del living. Suspiró, estaba
agotado. Sofía llenó los dos vasos con whisky. Se sentó con él, cho-
caron las copas y tomaron.
—Me acuerdo cuando mi mujer quedó embarazada por pri­
mera vez —dijo Tagliaferri, girando el hielo dentro del vaso—. Me
sorprendió la cantidad de embarazadas que empecé a ver. No era
que antes no había, pasa que yo tenía una en mi casa y me llamaban
más la atención. Con usted va a ser lo mismo, hay tanta imagen de
Evita por ahí, que van a verla en usted.
—Espero que no. Además, no me parezco en nada.
46

—Sofía —dijo Tagliaferri—, tu papá está estable y yo puedo


venir todas las veces que haga falta, pero si no lo operás pronto…
—Ya hice trámites en la policía, para ver si lo cubrían —dijo ella.
Terminó su whisky con un trago largo—. No hay caso. Iba a ir a la fun-
dación de Evita, pero con todo esto… No puedo hacer más… —Sofía
se sirvió otro whisky y le ofreció al doctor, que lo rechazó porque toda-
vía tenía su vaso casi lleno—. Le agradezco su preo­cupación. Cuan-
do lo de Eva termine, veré si puedo sacar un crédito para operarlo
afuera. ¿Usted vendría con nosotros?
—No es necesario. Pero iría por el gusto de viajar, nunca salí
de Lobos.
—¿Nunca? —dijo Sofía y tomó casi de un trago su segundo
whisky. Apoyó el vaso y lo movió al centro de la mesa, como si así
pudiera correr las ganas de tomarse un tercero.
—Salvo mis años de estudio en La Plata, he vivido toda mi
vida aquí.
—¿Y no sueña con salir?
—La verdad es que no. Me gusta mi oficio. ¿Sabe lo que quisiera?
Un lugar propio y más grande, además de mi consultorio. Una clí-
nica, a lo mejor.
—¿Con su nombre en la puerta?
—¡Claro! ¡Por mi clínica! —dijo Tagliaferri, levantó su vaso y
terminó el whisky—. Es muy bueno, gracias por convidarme.
Agarró su maletín y dijo que cualquier cosa no dudara en lla-
marlo. Se despidieron, Sofía le abrió la puerta y le agradeció la ge-
nerosidad de su visita. Lo vio irse por el camino de piedra y abrir la
reja. Pensó que este hombre, como Viktor, como otros vecinos del
lugar, habían sido muy generosos con ella y su padre desde que
47

habían llegado a Lobos, hacía ya diez años. No hubiera podido hacer


todo sola.
Entró y miró el reloj. Eran las 8:00 de la noche, la hora de comer,
pero no tenía hambre. Puso una pava al fuego para hacerse un mate
cocido. Fue al cuarto del padre y abrió suavemente la puerta. Loren­
zo roncaba. Se llevó el mate cocido a su cuarto y revisó la hoja con los
diez clientes que había llamado en el día. Cuatro no podían pagar-
le; dos se habían ido a Buenos Aires; uno no atendía; otro no tenía
teléfono y había que ir a verlo personalmente, pero no quería dejar
solo a Lorenzo. Prendió la radio, había música sacra. Cambió el dial,
todas pasaban lo mismo. La apagó y volvió al living. El bastón del
padre había quedado en el suelo, de cuando le había dado el ataque.
Lo levantó y lo dejó en el sillón. Abrió un mueble. Había una serie
de copas que tenían grabado el escudo justicialista y una placa de la
Policía Federal, “A Lorenzo Olarte, en su décimo aniversario dentro
de la fuerza policial”. Cerró. Volvió a su cuarto. Se llevó la taza a la
boca, el mate cocido ya estaba frío. En la misma hoja donde estaban
los nombres de los clientes, anotó: “Cosas para vender. Placa, trein-
ta pesos. Copas, quinientos pesos”. “No valen nada”, pensó, “tendría
que pagar yo para que se lo lleven, es basura”. Arrancó la hoja. Se tiró
en la cama. Se levantó. Agarró su disco. Lo llevó a la mesa. Volvió a
abrir el cuaderno. Anotó: “Disco Evita, ¿seiscientos pesos?”. Tachó lo
último. “Esto no se vende”, dijo. Puso el disco en el Wincofón. Salió
la voz del locutor, anunciando la histórica edición de ese audio, des-
pués Evita, viva desde el fonógrafo. Se paró, se miró en el espejo y
se quedó unos segundos. Tenía agujeros en la ropa. La campana
de la iglesia de Lobos sonó y Sofía miró el reloj, eran las 20:25, es-
taban conmemorando la hora del fallecimiento. “Diez mil pesos”,
48

pensó. Era una suma tan grande, tan lejana a cualquier otra que hu­
biera concebido o visto, que la sintió abstracta. Fue a la hoja y anotó:
“Cosas que podría comprar con diez mil pesos: ropa, máquina de
coser, viajar unos días...”. Frenó la escritura. Evita seguía hablando.
Volvió al living, se sirvió un whisky y se sentó en el sillón. Agarró la
guía bajo la mesita del teléfono y buscó el número de Paraíso. Corrió
al cuarto del padre y se asomó, él seguía durmiendo. Cerró la puerta.
Volvió al living, se tomó el vaso lleno de whisky de un trago, se limpió
la boca con el dorso de la mano y marcó el número.
V

Eran las 11:00 de la noche, Sofía miraba por la ventana de su casa


y tenía una valija a su lado. Vio las luces y escuchó el ruido de un
motor, apareció en su puerta el mismo auto que había llevado a
Tito por la mañana. Bajó el hombre que había robado en la plaza y
otro que no conocía. Entraron, Sofía había dejado sin traba la reja
y ella les abrió la puerta de su casa. El ladrón se tocó el sombrero a
manera de saludo. Parecía gentil, cosa curiosa tratándose del mismo
que le metía la mano en los bolsillos a los que lloraban por Evita.
—Mi nombre es Silvio —dijo él, y finalmente el ladrón tuvo
nombre. Señaló al que lo acompañaba—. Éste es Esteban, él va a
quedarse con su padre.
—Mucho gusto, señorita —dijo Esteban. Traía ropa blanca de
enfermero bajo el abrigo, tenía un flequillo y la voz aflautada. A Sofía

[49]
50

le pareció simpático—. Tiene razón el patrón, usted podría ser la


hermana.
—Acá tiene un listado de lo que hay que hacer —dijo ella, como
si no hubiera escuchado el comentario, y le entregó un papel dobla-
do—. Está durmiendo, pero despiértelo a las 12:00 para que tome la
medicación. En el horno hay comida. Dele la mitad, y sólo la mitad.
Él va a pedirle más. También va a pedirle alcohol. No hay en ningún
lugar de esta casa. Si usted llega a tener encima, por favor, no le dé,
ni salga a comprarle. Yo debería estar volviendo entre las 2:00 y las
3:00 de la madrugada.
—No se haga problema —dijo él—. Vaya tranquila y disfrute.
Sofía pensó que la estaba cargando, o no tenía idea a dónde iba.
¿Disfrutar? ¿De qué? ¿De festejar la muerte de Evita?
—Escuchame, piba —dijo Silvio, con un tono que a ella le pare-
ció grosero, pensó que era el mismo que debía de usar con las chi-
cas que trabajaban en el prostíbulo—, Tito dice que te vio por ahí
un disco de la Evita, quiere que lo usemos.
—¿Para qué?
—No sé, chiquita. Traelo, así te enterás. Dale.
Sofía pensó en mentir y decir que se le había roto o algo así,
pero no tenía ánimos ni ganas. Volvió al cuarto, sacó el disco del
aparato, lo guardó en su caja y salieron.
Ya en el auto, Silvio arrancó el motor y encendió un cigarrillo.
Sofía miró su casa, las luces encendidas en el living, la silueta de Este-
ban moviéndose en el interior. Se dio cuenta de que Silvio le miraba
las piernas.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
51

—Estoy esperando que se caliente el motor, nena —susurró


él—. ¿Estás apurada?
—No —dijo Sofía y se cerró el tapado.
Silvio tenía el pie en el acelerador, el auto hacía un sonido de bes-
tia rugiendo. Arrancó. Desde la casa de Sofía hasta el hotel de Tito
había veinte cuadras. El pueblo parecía abandonado, no había nadie
en la calle y en las puertas de las casas había velas, fotos de Evita o
ambas cosas.
—¿Hay gente para…? —preguntó Sofía, no supo qué palabra
decir.
—¿Para la fiestita? —dijo Silvio. Tenía el cigarrillo en la boca, que
se movía con la marcha del auto—. Muchísima. No sólo gorilas, no
sabés cuántos peronistas están felices de que la rubia haya palmado.
A medida que salían de la avenida principal había menos casas.
Sofía vio dos mujeres en la plaza, los faroles estaban encendidos y
con crespones de luto que volvían la luz pálida. El mástil estaba ro-
deado de velas e imágenes. En la última calle del pueblo, antes de
salir a la ruta, el terreno se elevaba. Cuando pasaron esa subida, Sofía
pudo ver adelante el hotel de Tito, cortándose contra el cielo negro.
Era enorme, una casa de tres pisos construida a comienzos de siglo.
Tito la había comprado en el 45 y se había ocupado de convertirla
en un hotel, pero se sabía que sus usos eran otros: prostíbulo, casa
de juegos y centro de reuniones de políticos y mafiosos de toda ca-
laña. Silvio estacionó el auto. Pasó el brazo por delante de Sofía y
ella se asustó.
—Tranquila, pebeta —dijo él, y le abrió la puerta—. Quería
tener un gesto amable. Corré, que te están esperando.
52

Sofía bajó, subió los escalones hasta la puerta principal y tocó el


timbre. Adentro no se escuchaba nada. Abrió la puerta un hombre
de unos treinta años, con barba de un par de días, despeinado, tenía
la camisa abierta y debajo una camiseta. Estaba en calzoncillos y con
un habano en la boca. Su cara irradió felicidad cuando vio a Sofía.
—¡Epa! —exclamó y Sofía sintió su aliento a alcohol—. Si sabía
que venía usted, guapa, pedía mi turno ahora.
—Carlino, volvé a tu cuarto —dijo una voz detrás del hombre.
Sofía lo reconoció. Era Tito.
—Che, Titi, ¿ésta va para tu equipo? —dijo Carlino y chupó el ha-
bano. Tambaleaba y se agarraba de la manija, para no caerse—. ¿Cómo
no me avisaste? Sos un amarrete, seguro te la guardás para vos.
—Volvé, dale —dijo Tito y lo agarró de la camiseta.
—Pará, che. Que la gatita se quedó dormida, y no quería fumar-
le en el cuarto porque anda con tos —dijo Carlino. Miraba a Sofía
de arriba abajo, se pasó la lengua por los labios.
—Volvé a la cama —le dijo Tito—. Descansá para que tu mujer
no te vea así, ¿no te parece?
—Cuando tenés razón, tenés razón. Un hombre sabio este Tito,
¿eh? —dijo Carlino y abrazó a Tito, que lo llevó hasta la puerta de
un cuarto. Antes de entrar, señaló a Sofía y dijo—: Pero la próxima
vez que venga esta perla, quiero que se me trepe encima.
—Claro —dijo Tito, le abrió la habitación y palmeó a Carlino en
la espalda —. Andá a dormir.
Carlino le tiró un beso a Sofía y entró al cuarto. Tito cerró la
puerta y caminó hasta ella.
53

—Disculpá la recepción, en planta baja está lo más barato


—dijo Tito—. Me alegro que hayas venido. Sentate y te explico. No
tenemos tiempo, abajo ya empezaron.
Tito hizo pasar a Sofía y cerró la puerta. El hall tenía poca luz y
dos sillones grandes de pana de un color que había sido rojo pero
ya era rosa —y hasta blanco— en algunos sectores. Al fondo había
un pasillo en el que se veían puertas; en una de ésas había entra-
do Carlino. Una enorme araña colgaba del techo y estaba apagada.
Vio el cartel de “Recepción” y un mostrador, a un costado. No había
nadie más. Sofía se sentó en uno de los sillones. Escuchó gemidos y
gritos de sexo. Tito fue al mostrador, marcó el teléfono y dio la orden
de que Viktor viniera enseguida. Fue a sentarse con Sofía.
—Te la hago cortita —dijo Tito y se refregó las manos—. Abajo
está toda la gente. Con el temita del duelo no se puede hacer nin-
guna reunión y menos una fiesta, así que vinieron todos. Vas al
ca­marín y te cambiás con una ropa que conseguimos. Pintate de
blanco, pedile maquillaje a las chicas. ¿Trajiste el disco? —Sofía lo
sacó de la cartera y se lo dio—. Perfecto. Yo te anuncio, vos salís y
lo pongo, te parás delante de todos y la imitás. ¿Sabés de memoria lo
que dice?
—No —mintió Sofía.
—Mejor, va a ser más gracioso —dijo Tito—. Mové los labios
y levantá los brazos como una muñeca, con eso alcanza. Vas a estar
diez minutos, más o menos. Si no te dan bola o te putean, no te
hagas cargo, seguí. Esto es un regalo que les hago a mis clientes. Él
te va a acompañar abajo y se va a quedar con vos por cualquier cosa
que necesites —dijo Tito, mirando detrás de Sofía. Ella giró y vio que
entraba Viktor.
54

—¡Mi tanque ruso! —sonrió Tito—. Una vez me quisieron acu-


chillar y éste le rompió la mano, ¿sabías eso? —Sofía negó con la ca-
beza. Tito se dirigió a Viktor—: Acompañá a la señorita al camarín
de lujo del subsuelo. Nos vemos, piba.
Tito se paró y salió por una puerta al costado.
—No sabía que trabajabas acá —dijo Sofía, cuando se que­daron
solos.
—No trabajo acá —dijo Viktor, con un tono con el que intenta-
ba dejar en claro que no estaba de acuerdo con lo que ahí sucedía—.
Cuido a Tito, nada más.
—Ah —dijo ella, cínica. Si Tito le había dicho que el padre co-
nocía el lugar, Sofía ahora se imaginaba dónde era que Viktor lo lle-
vaba cuando salían a tomar aire. “Basta, hay que apuntar a los diez
mil pesos”, pensó—. ¿Por dónde voy? —preguntó, seca.
—Por acá —Viktor caminó unos pasos y llegaron a la cocina. Él
abrió una puerta y dejó al descubierto una escalera que daba hacia
el sótano. Bajaron y Sofía escuchó ruido de fiesta, gente gritando,
choques de copas, risas.
—¿Y esto qué es?
—Era de una familia alemana —explicó Viktor—, llegaron des-
pués de la guerra y armaron un lugar abajo, para tener reuniones
secretas.
Viktor señaló una puerta con ventana, Sofía se asomó y vio el
sótano. Era un pequeño teatro, debía de haber unas treinta o cuaren­
ta personas tomando, hablando a los gritos y fumando, todos ale-
gres y excitados. Al fondo, una barra precaria hecha con tablas, llena
de bebidas. Una tarima de unos cinco metros oficiando de pequeño
escenario, con un micrófono de pie y un piano de pared donde un
55

pianista, doblado sobre el teclado, tocaba un tango. En las mesas,


Sofía vio botellas de whisky de la misma marca que Tito le había de-
jado al padre, y una densa nube bajo el techo, formada por humo
de habanos y cigarrillos. Reconoció a más de un vecino, a políticos
de su pueblo, gente del Concejo Deliberante a quienes les había
arreglado un saco o un pantalón, siempre por intermedio de
sus secretarias. Muchos habían jurado lealtad y amor al partido y al
General. Sofía sacó la mirada de esa reunión, se sintió angustiada.
“Diez mil pesos”, volvió a pensar.
—Mostrame el camarín —dijo.
Siguieron unos pasos hasta una puerta de madera gastada con
el marco torcido. En el centro tenía una estrella pintada con tiza.
Sofía escuchó adentro unas voces chillonas y risitas, Viktor golpeó
y abrió la puerta sin esperar respuesta. Sofía vio una mujer de unos
cincuenta años, pintarrajeada y vestida de bailarina de cancán.
—¡Hola, mi chiquitín! —dijo la mujer y le tiró un beso a Viktor.
—Hola, Renata.
Renata vio a Sofía y gritó:
—¡Ay, carancho! ¡Qué susto, nena! ¡Es como ver un fantasma!
¡Miren, chicas!
Renata hizo un gesto para que Sofía y Viktor entraran. Adentro
del camarín había dos mujeres más, hermanas mellizas, mucho más
jóvenes que Renata. Usaban vestidos ajustados con brillantinas y es-
taban pintándose, una tenía peluca negra y otra, roja. Se acercaron a
Sofía y la miraron de cerca.
—¡Es muy igual! —gritó Peluca Roja, con un chillido agudo. Pe-
luca Negra le tocó la cara a Sofía, que se alejó con rechazo.
56

—Ay, perdoname, es que me impresiona… A ver, ponete de


perfil.
Sofía se quedó quieta. Viktor sonreía.
—Por fi… —dijo Peluca Negra.
Sofía, despacio, movió la cara hacia el costado.
—No puede ser, ¡qué envidia! Yo si soy vos, me le aparezco a
Perón en la casa.
—Igualita a Eva, pero más igualita al padre —dijo Renata, le
agarró la cara y la puso bajo la luz.
—Basta, ayúdenla a prepararse —Viktor miró a Sofía—. Ahí
tenés la ropa que Tito quiere que te pongas. Espero afuera.
—Sí, vos no deberías estar mirando esto —dijo una y se aga-
rró los pechos.
Viktor sonrió y salió. Renata se acercó a Sofía.
—Disculpalas, nena, es que nunca pasa nada y hoy es una fies-
ta. Aunque no hay nada que festejar. Yo soy Renata —se acomodó la
ropa—. Ahora salimos nosotras y hacemos un número. Un cancán.
¡Me vuelve loca! Con lo que me gusta el Moulin Rouge. Yo tendría
que haber nacido en París —Sofía no se había movido de su lugar.
Renata le sonrió—. No tenés ni idea de lo que hablo, ¿no? Bueno,
no importa. Lo que importa es tener un espíritu preparado para la
diversión. ¡A lo nuestro! —tocó la silla a su lado, para que Sofía se
sentase—. Antes vino un contador de chistes que jodía con resucitar
a Evita. Un asco. Yo trabajo acá desde que lo abrió Tito, y lo de hoy
me parece un horror. Pero estos que están emborrachándose tienen
plata, nena, y nos hace falta.
—¿Y Viktor? —preguntó Sofía.
—¿Chiquito? —dijo Renata.
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—Ése es un santo —interrumpió Peluca Roja, que había vuelto


a maquillarse—. Nos cuida como si fuéramos las hijas. Nunca nos
toca, ni aunque nos tiremos desnudas encima de él.
—Una vez me acompañó a lo de un concejal —dijo Peluca
Negra—, y a la vuelta le puse la mano en la entrepierna.
—¿Y la tiene grande? —preguntó Peluca Roja.
—Gigante, como él —rieron—, pero ni me miró, el muy malo.
Me agarró la mano y se la sacó de encima como si fuera un bichito
que le molestaba.
—¡Es puto! —gritó Peluca Roja.
—No quiere líos donde trabaja —dijo Renata.
—Donde se come… —dijo Peluca Roja.
—Ay, nena, disculpanos. Somos máquinas de cotorrear. ¿Qué
estás esperando? Dale, cambiate que no falta tanto.
Golpearon la puerta y abrieron sin esperar respuesta. Era Tito.
—¡Vamos, reinas, tienen que salir! —gritó Tito desde afuera.
Renata se había pasado rouge en los labios y los movía para em-
parejarlo—. ¿Alguna vez hiciste algo así?
—Nunca.
—Ay, bueno, mirá —Renata acercó su silla a Sofía, bajó la voz
como quien está por brindar instrucciones para una misión secre-
ta—. Ellos tendrán la plata pero la reina, cuando estás arriba, sos
vos, ¿estamos? —Sofía asintió—. Además tomaron mucho, es más
fácil, y están contentos porque se murió una de las mujeres más be-
llas y poderosas de la tierra. Qué machistas de mierda. Te van a decir
cosas tan guarangas que ni te las podés imaginar. Pero oíme bien
—Renata levantó su dedo—. Ahí arriba, pendeja, vos brillá. Tenés
58

ángel, yo me doy cuenta. No es sólo porque te parecés a ella, es por-


que tenés ese… no sé. Lo que el escenario pide.
—Callate, chanta —dijo Peluca Roja. Renata le pegó en la oreja
y logró que se le torciera la peluca.
—¡Ay! ¡Bestia! —dijo Peluca Roja, acomodándose el aplique.
—¡Le estoy hablando en serio a la criatura, que está por subir
al escenario por primera vez! Si no le vas a decir algo bueno, que-
date calladita. ¿O no te acordás tus nervios la primera vez que su-
biste, taradita?
Peluca Roja hizo puchero y se contuvo para no llorar.
—Estás divina —dijo Peluca Negra a Sofía.
Golpearon la puerta.
—¡Vamos! —gritó Viktor desde afuera.
—¡Ya va, mierda! —gritó Renata—. Apuremos, chicas, los gorilas
están aburridos de tocarse solos.
Renata besó a Sofía en la mejilla. Salieron las tres. Sofía escuchó
la voz de Tito en el escenario, que las presentaba:
—¡Mis queridos amigos, con ustedes… las Tres Marías!
El piano empezó a tocar un cancán, Sofía escuchó a las chicas
que saludaron a la gente. Trató de concentrarse. Se acercó al per­
chero, había un saco envuelto en plástico, con una etiqueta que
decía “Evita”. Lo abrió y lo desplegó, pensó que estaba mal corta-
do, porque tenía unas líneas rojas en el centro. Se dio cuenta de que
sobre la tela habían dibujado los círculos de un tiro al blanco. Se
puso una camisa blanca, una pollera, zapatos y el saco con el dibu-
jo. También un sombrero con una pluma, parecido a uno que usaba
Eva. Se miró en el espejo del camarín. Quería llorar. Allá, en el teatro,
gritaban y aplaudían. Agarró el maquillaje blanco y se lo pasó por la
59

cara. Sobre la mesa vio una foto de Evita con los ojos recortados. La
levantó: era una máscara, le habían hecho dos agujeros en las pun-
tas y cruzado un hilo para que se sostuviera en la cabeza. Se abrió la
puerta y Sofía se sobresaltó.
—Disculpame el susto, nena —era Tito. Había dejado la puer-
ta abierta, afuera se veía a Viktor—. ¿Viste qué linda careta? La armé
para una de las chicas, por si vos no venías —Tito la agarró del men-
tón y la miró como quien observa un objeto y medita si lo com-
pra—. Estás perfecta. Qué suerte tuvimos con vos, la puta madre
—le soltó la cara y se limpió el maquillaje blanco en el pantalón—.
Bueno, las chicas cantan una canción más y salen. Hay dos minutos
de descanso, para que la gente pida morfi y chupi, y venís vos. Yo te
presento diciendo “Evita”, como si viniera ella de verdad, ¿me en-
tendés? Ahí vos subís al escenario. El pianista va a tocar la Marcha
peronista, yo pongo el disco, agarrás el micrófono y hacés la mímica.
Sonreí, sé que estás triste pero no seas muerta que esto es una fies-
ta, nadie pagó para sufrir —Tito señaló el dibujo del saco—. Esto
es porque seguro te tiran algo. No te hagas drama, que si exageran
está Viktor. A la salida aguantame que te pago —Tito golpeó las pal-
mas arengando y salió, le habló a Viktor—. ¡Vamos, eh! Grandote,
quedate con ella por si un loco se le va encima. No le rompas nada
a nadie, por favor te pido.
Tito volvió al teatro, Sofía salió y Viktor cerró el camarín. De-
trás de la puerta que daba al escenario, Sofía temblaba. Un poco por
el frío que hacía y más por el miedo, que la iba tomando. Intentó
calmar su respiración, estaba agitada. Escuchó aplausos adentro, la
canción de las chicas había terminado.
—¿Cómo estás? —preguntó Viktor.
60

—Mejor que nunca —dijo ella. Lo miró y soltó—: ¿vos venís


acá con mi papá?
—A veces.
—Sos una basura.
Adentro crecían los aplausos. Viktor abrió la puerta del pasillo
que daba al escenario. “Por acá”, dijo a Sofía y señaló una cortina
negra hecha con remiendos. La corrió, ella vio que había otro pasi-
llo oscuro, y al final la parte de atrás de la tarima-escenario, donde
vio al pianista y las chicas saludando. Los hombres en el público
aplaudían y a coro pedían que las chicas se quedaran. Caían papeli-
tos doblados a los pies de ellas, eran billetes. Las chicas salieron por
el pasillo donde estaba Sofía y se la cruzaron.
—¡Ni cuando era puta me tiraron tanta guita! —gritó Renata,
mostrando el puño con billetes—. Aprovechalos, nena, te los de-
jamos calentitos.
—Nosotras nos vamos al fondo porque te queremos ver —dijo
Peluca Roja, sacándose el corpiño con lentejuelas—. Cómo me apre-
taba esto —Sofía la miraba—. No te preocupes, no voy a salir así.
Aunque podría, y se las muestro al ruso a ver si alguna vez me las
toca ¿Rusito, me las tocás?
Las mujeres estallaron en carcajadas. Se corrió la cortina del pa-
sillo y apareció Tito.
—Estuvieron muy bien, culonas. Ahora salgan, que viene la
perla de la noche.
Tito encaró para el escenario.
—Chau, nena —dijo Renata—. ¡Mucha mierda! Dales duro.
Las otras dos le desearon éxito y salieron. Viktor giró para irse y
Sofía lo tomó del brazo, él puso su mano sobre la de ella.
61

—Tranquila, voy a estar al lado del escenario todo el tiempo


—dijo él, le soltó el brazo y salió por la puerta por la que habían en-
trado. Sofía se quedó sola en el pasillo. No podía ver el escenario,
pero sí escuchaba.
—¡Qué número acabamos de ver, señores, la Santísima Trinidad
en persona! —gritó Tito. El público le gritaba “genio”, “ídolo”—.
Calma, amigos, que la noche recién empieza y el velorio es largo
—aplaudieron con rabia, algunos golpeando las mesas con los
puños. Sofía escuchó el titilar de los vasos y los platos. “¡Que muera
el dictador!”, gritó uno, notoriamente borracho por la voz con que
lo dijo—. Sí, por supuesto —dijo Tito—, pero esperemos un poco,
dejémoslo sufrir y pasémosla bien nosotros. Hoy no vamos a matar
a nadie, mis amigos. Más bien… tengo una mala noticia. Vamos a
tener que resucitar a la cerda.
El movimiento en la sala se calmó, Tito hizo silencio. Lo silbaron.
—Hoy es una jornada histórica, amigos —dijo—. No sólo les
he dado un lugar para divertirse cuando arriba, en el mundo, toda
alegría ha sido prohibida por ley —la gente aplaudió. Sofía trataba
de respirar despacio, sentía el corazón latiéndole con fuerza—. Tam-
bién yo, el mismísimo Tito Bonaglia, yo, que sólo quiero su felicidad,
he ejecutado un milagro para su gusto y placer. Porque sé que les
hubie­ra gustado gritarle en vivo y en directo, cara a cara, no en la
cobardía y la soledad de sus casas, no a la foto que sale en el diario,
ni al cajón donde ahora está. No, amigos: a ella. Porque yo sé que
cada vez que ustedes la escuchaban criticando a la oligarquía, al ca-
pitalismo foráneo, a los gorilas, cuando la escuchaban tratando de
imbéciles y mediocres a todos lo que no fueran peronistas, ustedes
querían subir al balcón de la Rosada y arrancarle los pelos. Por eso,
62

hermanos, hoy la traje para ustedes. Señoras y señores, con noso-


tros… ¡La Yegua Espiritual de la Nación, la mismísima Eva Perón!
El silencio en la sala se hizo sepulcral, se escucharon los pasos
de Sofía acercándose al escenario. Como si se colocara una más­cara,
se obligó a sonreír, sintió en las mejillas la tirantez dolorosa de la
risa forzada. Apenas salió, la luz de un seguidor al fondo del teatri-
to cayó sobre su cara y ese resplandor la cegó, se tapó los ojos, no
vio bien el escenario y tropezó contra la tarima. La gente estalló a
carcajadas.
—Discúlpenla —dijo Tito—, volver de la muerte es despertar
de un largo sueño, y vieron que uno está medio tarado en la maña-
na. Venga, Evita, póngase de pie.
Tito se acercó a Sofía y la ayudó a subir al escenario. Ella levantó
los brazos al público. La abuchearon, de la primera fila le tiraron una
bebida que Sofía, al recibirla en la boca, reconoció que era ginebra.
El público rio a carcajadas.
—¡Amigos, calma! —dijo Tito—. Si me la maltratan tendré que
devolverla al infierno—. ¿Van a cuidarla? —gritó Tito, el público
gritó que sí, aplaudió, uno al fondo le agradeció por haberla traído.
“Pero dejamelá, que le pego un poquito”, gritó otro delante y todos
lo aplaudieron. “Si sabía traía dardos”, gritó otro—. Yo los conozco
bien, mis chiquitos. Para que vean qué fantástico anfitrión soy, mis
amigas les darán cosas para descargar su rabia de chimpancés con-
tra este blanco… Chicas, por favor —Renata y las otras dos que ha-
bían bailado pasaron entre la gente y dejaron una canasta en cada
mesa, Sofía no pudo distinguir qué había adentro, porque la luz le
pegaba en la cara—. Evita, ¿está lista para recibir el amor de su pue-
blo? —dijo Tito.
63

Sofía asintió, mostrando sus dientes en la sonrisa forzada. Le


dolían mucho los pies, los zapatos que le habían dado eran un nú-
mero más chico.
—Señores, con ustedes, ¡Eva Perón! ¡Un fuerte abucheo! —gritó
Tito, bajó del escenario y se fue a un costado, donde estaba el toca-
discos.
La gente empezó a gritar, uno tarareó “hi-ja-de-pu-ta”, silabean­
do y haciendo ritmo con las palmas contra las mesas, enseguida
todos los parroquianos se sumaron. Sofía se acercó al micrófono.
Reconoció entre el público, en las mesas de la primera fila, al po-
licía que la noche anterior la había amenazado para que no dijera
nada del robo. Estaba sentado junto al segundo ladrón. En otra
mesa, un hombre pelado y gordito dentro de un traje que le que-
daba un poco apretado, le dirigía una mirada de compasión. Parecía
ser el único que no estaba contento con el espectáculo, lo distinguió
porque su actitud contrastaba con la alegría del resto, que parecían
esperar una orden para abalanzarse sobre ella y desmembrarla. Tito
ya había puesto el disco, se escuchó la fritura, la voz del presentador,
la gente se reía de ese texto hablando sobre “lo inmortal” de la voz
de Eva, sobre la grabación histórica. El silencio que Sofía ya conocía
y la multitud, en un volumen tan alto, como nunca la había escucha-
do, porque acá había parlantes más potentes que su Wincofón. Sofía
escuchó la voz de Evita y empezó a mover los labios de cualquier ma-
nera pero de inmediato los sincronizó con el audio, había mentido
que no lo sabía de memoria pero se dio cuenta de que era más fácil
imitarlo que simular que lo ignoraba, porque lo había escuchado
tantas veces que le salía automático. El público hizo silencio. Sofía
se concentró en su boca y miró adelante, levantó los brazos como
64

frente al espejo de su casa, acompañó las palabras del discurso con


el énfasis que le había conocido a Evita, en especial en los noti­cieros
del cine que había visto cientos de veces porque era amiga del aco-
modador; ella le había cosido los botones de su traje más de una
vez, o arreglado un detalle en una camisa, todo sin cobrarle, y a cam-
bio él la dejaba pasar gratis. Sofía no miraba las películas completas
porque no podía estar tanto tiempo sin atender a Lorenzo, el trato
era que el acomodador le avisara los días que Eva salía en el noti­
ciero antes de las películas. Que eran casi todos. Ella iba esos minu-
tos y la miraba, varias veces en el mismo día, toda la semana si su
padre y su trabajo se lo permitían.
Separó las piernas, para tener un mejor equilibrio porque la
tari­ma era inestable. Hizo con el puño derecho el gesto de combate
que Evita repetía en los discursos y hubo murmullos en la sala. Por
un segundo sintió esa alegría de jugar, el gusto de imitarla, poner
la cara dura y rígida igual a Evita cuando estaba viva y enojada, ad-
virtiendo a la masa popular que la escuchaba sobre los peligros y
desafíos que debían enfrentar juntos como hermanos peronistas.
Otra vez, también, era la alegría de sentir que no se había muerto,
que ayer no había estado en la plaza escuchando la radio, que iba a
escucharla de nuevo, a verla en el cine, que en Navidad anotaría las
frases que le gustaban de su mensaje para las fiestas, ocasión en la
que Eva estaba más dulce. Vendría a casa la sidra con la foto de Perón
y Evita, y el pan dulce. La gente en la salita aplaudió. Uno gritó “Qué
linda sos, putita”, y todos rieron. “Bueno, che, empiezo yo”, gritó
otro y Sofía sintió algo que le estalló en el hombro. Entendió qué era
lo que las chicas habían repartido: huevos. “Veinte puntos”, gritó
uno. “Nah, qué veinte”, gritó otro, “si estás a medio metro”. “Sos
65

un chicato”, dijo uno y otra vez le tiraron algo, y esta vez estalló en
el centro de su pecho y hubo aplausos. “¡Eso es un tiro!”, gritó uno.
Sofía seguía imitando los movimientos de Evita. Sobre sus pies, en
la punta del escenario, estalló otro huevo y miró a Tito, que en la
oscuridad le hacía señas de que siguiera. Ella levantó la cara pero
no movió los labios, resbaló y se agarró del micrófono. Un huevo
le estalló en la pierna y sintió la humedad, el frío, la viscosidad que
chorreaba. De la primera fila le tiraron un cigarrillo medio fumado
contra la mano y ella gritó de dolor porque se quemó, otro le tiró
la bebida de su vaso gritando que así le apagaba el incendio, otro le
tiró el saco y le pegó en la cara. Un hombre se levantó y gritó “¡Hay
que matarla!”, tambaleando fue al escenario, Viktor lo agarró de la
nuca y lo volvió a sentar. Sofía levantó una mano para parar otro
huevo que iba a su cara. “Seguí”, le gritó Tito, y cuando Sofía bajó el
brazo le pareció advertir que el hombre que manejaba el seguidor al
fondo era Silvio y que reía a carcajadas. Ya su boca no siguió el dis-
curso, susurró “ay, basta” y levantó las manos. “¡Viva Perón, cara-
jo!”, gritó uno y todos rieron y le tiraron huevos a él. Hicieron “uh”
cuando finalmente un huevo explotó justo contra la cara de Sofía
y ella cayó sentada en el escenario. Se cubría porque empezaron a
volar más y más huevos y cosas, como si aprovecharan que ahora
estaba en el piso y eso la convirtiera en un blanco más sencillo. La
gente gritaba “diez puntos para mí”, “gané yo”, “callate, peronista
de mierda”. Sofía se quedó quieta, sintiendo los huevos que caían
sobre su cuerpo, escuchando otros que se quebraban alrededor de
ella, la risa de la gente, Evita hablando en el disco.
VI

Sofía estaba sentada, vestida sólo con el corpiño y la bombacha.


Tenía una frazada en los hombros; Renata le pasaba un pañuelo
mojado por la cara, una de las mellizas le limpiaba el pelo y la otra
la tenía tomada de la mano. Le habían preparado un té, que se
enfriaba entre los maquillajes sobre la mesa. En el piso estaba la
ropa de la actuación y exudaba un olor nauseabundo, mezcla de
huevo y alcohol.
—Esto sale en un segundo —dijo Renata, amorosa, sacándole
el maquillaje con el pañuelo.
—Son unos bestias —dijo Peluca Roja, ahora con su pelo corto
y castaño al descubierto.

[67]
68

—Ya está —dijo Renata—. Igual te doy un consejo, cuando lle-


gues a tu casa no te bañes enseguida, que el huevo es muy bueno
para el pelo —una de las mellizas le alcanzó a Sofía unos billetes.
—Pero a mí no me dieron propina —dijo Sofía.
—Cuando hay, la repartimos entre todas —dijo Renata y le cerró
la mano a Sofía para que apretara el dinero—. Tomate el tecito, que
se enfría, y dale que nos vamos, así salimos a tomar una cervecita.
—Tengo que cuidar a mi papá —dijo Sofía. Se sacó la frazada, se
paró y fue al perchero donde estaba su ropa—. Gracias —dijo mos-
trando los billetes y los guardó en el bolsillo de su abrigo.
Golpearon la puerta, “Tito te espera arriba”, dijo Viktor desde
afuera. Renata y las chicas saludaron a Sofía con un beso y salieron.
Una de las mellizas le dijo que le mandara saludos al padre y Sofía
prometió hacerlo. Se cambió despacio, le dolía un poco el hombro
y le costó ponerse su ropa. Salió y se asomó a la sala, el pianista to-
caba como si estuviera solo, con un vaso de cerveza al costado del
piano. Habían encendido todas las luces, las mesas estaban juntas
y los hombres jugaban a las cartas y a los dados. Por el pasillo que
daba al escenario salió Viktor, con el disco en la mano.
—Tomá —dijo y se lo alcanzó—. Tenía huevo encima, lo lim-
pié bien.
Sofía agradeció. Subieron la escalera. En la cocina Paraíso, Tito fu-
maba un largo habano y conversaba con otro hombre: el gordito pelado
de la primera fila, ahora sin saco y con las mangas de la camisa levan-
tadas. También él fumaba un habano y reía, pero se puso serio como si
hubiera sido descubierto en medio de algo obsceno cuando vio a Sofía.
—¡La mujer de la noche! —dijo Tito—. Acá comentábamos con
el señor lo maravilloso de tu actuación.
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—Permítame felicitarla —dijo el gordito y estiró su mano hacia


Sofía. Ella pensó por un segundo que él la estaba cargando, pero ad-
virtió una amabilidad sincera en sus palabras.
Tito se puso el habano en la boca, sacó de su bolsillo un fajo de
billetes y empezó a contar.
—Ya que el duelo popular pinta para largo —dijo—, pensamos
que mañana o pasado podríamos hacer otra…
—No puedo venir más —lo interrumpió Sofía.
—Bueno —dijo Tito, terminó de contar diez mil pesos, guar-
dó el fajo restante en su bolsillo y le alcanzó a Sofía lo que había
se­parado—. Acá tenés todo. Al enfermero le pago yo después… ¿Se-
gura no querés otra función?
—Sí.
—Tendremos que ponerle la careta a Viktor —dijo y rio—. Che,
vago, llevá a Evita a su casa —gritó Tito a Silvio, que leía el diario
echado en el sillón gastado del living.
—Me voy sola —dijo Sofía.
—¿A esta hora? No se ve nada, hace un frío de cagarse y vas a
tener que caminar bastante.
—Buenas noches —dijo Sofía. Caminó al living, abrió la puer-
ta de la casa y salió. El frío le pegó en la cara. Se metió los billetes en
el bolsillo y empezó a caminar rápido. Tenía que pasar por la ruta
y entrar en el pueblo. Se arrepintió de no haber aceptado el auto,
pero no quería estar cerca de Silvio, le generaba un fuerte rechazo.
Tampoco quería pasar un segundo más en ese lugar, ni siquiera con
Viktor. Apretó el disco contra el pecho. Escuchó que la puerta de la
casa se abría y se cerraba. Un hombre venía hacia ella, cuando estu-
vo cerca reconoció a Silvio.
70

—¿Qué quiere? —dijo Sofía y apuró el paso.


—No tengo ninguna gana, pero el patrón insistió en que te lleve.
—No —dijo Sofía, y siguió caminando.
—Nena, hace frío, son las 3:00 de la mañana y tenés una cara de
cansada que das lástima. Te alcanzo, no seas arisca. Igual tengo que
ir sí o sí a tu casa, para ir a buscar al enfermero.
Silvio se desvió y caminó al garaje de Paraíso. Sofía frenó, él
tenía razón en todo, especialmente en que estaba cansada. Pensó
que al llegar seguro que debería hacer más cosas: el enfermero, por
más buena voluntad que pusiera, no habría sabido cómo tratar a
Loren­zo, porque cada vez que ella lo dejaba con alguien él se por-
taba como un chico. Era su manera infantil de decir que la extraña-
ba. Sofía escuchó la música que salía de abajo de la casa, no podía
creer que todavía estuviesen festejando. Fue al garaje, Silvio ya es-
taba adentro pero no había encendido las luces. Pensó en irse. En
la noche, con la luz de la luna, podía ver su respiración convertida
en vapor por el frío. Silvio prendió una lamparita, la luz era tenue,
amarillenta. Sofía vio herramientas y tres hermosos autos en hi­lera.
Silvio sacó del bolsillo sus cigarrillos y encendió uno. Le ofreció a
Sofía, que se negó.
—¿Viste qué lindas máquinas? —dijo Silvio, como si le perte-
necieran.
—Sí.
—¿En cuál querés ir?
—En cualquiera, es lo mismo. ¿Vamos?
—Tranquila, muñeca —dijo Silvio—, estoy esperando que me
traigan las llaves, los autos son del patrón.
—No me digas muñeca.
71

—Uy, qué brava —dijo Silvio—. Tenés que relajarte un poqui-


to, ¿sabés? —se quedaron en silencio, Silvio exageraba el sonido al
exhalar el humo de su cigarrillo y la miraba. Golpeó el auto con la
palma de la mano—. ¡Una belleza este chiche! —exclamó—. Me
gustan los chiches. El patrón se lo compró hace un año, porque le
va bien. Tiene buenos empleados. Como yo. Y como vos, también.
—Yo no soy empleada de nadie —dijo Sofía, y empezó a cami-
nar hacia la salida del garaje—. Me voy sola, chau.
Escuchó los pasos y sintió el brazo de Silvio apretándola, tan
fuerte que se le cayó el disco.
—¡Ay, bruto! Soltame.
Sofía se agachó para agarrar el disco pero Silvio lo empujó con
el pie.
—¿A dónde vas? —dijo él. Sofía iba a hablar pero Silvio le
pegó una cachetada. Ella se congeló, más por la sorpresa que por el
dolor—. Callate, tarada, que adentro hay gente celebrando. Un poco
de respeto, mierdita.
Sofía gritó, Silvio volvió a golpearla con más fuerza, la trajo
hacia él y le puso la mano en la boca.
—Un grito más y te fajo, ¿está clarito? —Sofía asintió, le rodaba
una lágrima por la mejilla que llegó a la mano de Silvio, tapándole
la boca—. Me estás mojando, idiota.
Silvio la agarró del cuello y la tiró al suelo.
—Basta… —dijo ella pero no pudo seguir, Silvio le había pega-
do una patada en el estómago. Sofía sintió que el aire abandonaba
su cuerpo y lo reemplazaba un dolor en el pecho.
—Callate significa callate, ¿o sos tarada?
72

Sofía tosió, Silvio la agarró de las piernas y la arrastró cerca de un


auto. Abrió la puerta de atrás y levantó a Sofía. Ella le tiró una cache-
tada, Silvio corrió la cara y le dio una trompada en el mentón. Sofía
cayó en el asiento de atrás del auto, Silvio la metió adentro y él se
quedó para­do afuera, agarró a Sofía de las piernas, la movió hasta él y
le metió la mano dentro de la camisa.
—Hija de puta, me lastimaste, ¿eso querías? —gritó Silvio y le
dio otra cachetada que Sofía esquivó porque se movía sin parar, in-
tentando que no la inmovilizara. Él la agarró de la cara, Sofía sintió
dolor en la mandíbula porque apretaba los dientes. ¡Cómo te me ha-
cías la retobada cuando veníamos para acá! —dijo Silvio. Atrapó
una pierna de Sofía entre su cuerpo y la puerta del auto y con la otra
mano la agarró del tobillo—. ¿Te pensás que sos importante porque
te parecés a la maldita? ¡Callate!
Sofía había pegado un grito y de pronto hizo silencio. Lloraba.
Silvio se sacó el cinturón y se bajó el pantalón, Sofía cerró los ojos
y tras los párpados vio una sombra cortando la luz amarilla de la
lámpara. Cuando los abrió vio la cara de Silvio, que reía como una
hiena y no tuvo tiempo de sorprenderse cuando una mano enorme
lo agarró de la cabeza y se la reventó contra la ventanilla. El vidrio
estalló, Silvio cayó y Sofía vio a Viktor, que le gritaba a Silvio cosas
que ella no entendía. Debía de ser ucraniano, como la noche an­
terior, cuando le pegó al árbol, sintiendo impotencia por la muerte
de Evita. Viktor le tiró una patada a Silvio en el suelo, Sofía escuchó
algo que se rompió.
—Movete —le dijo Viktor a Sofía. Ella metió las piernas aden-
tro del auto.
73

—Hijo de puta, te voy a matar —susurró Silvio desde abajo,


torcido en el piso. Viktor lo sentó, le puso la cabeza en el marco de
la puerta y se la cerró contra el cráneo, el cuerpo de Silvio tembló
como si le hubieran dado un choque eléctrico de alto voltaje. Viktor
lo levantó del saco como si fuera una bolsa llena de cosas rotas,
salió y lo tiró a un costado del garaje. Volvió al auto, le dio la mano
a Sofía para ayudarla a salir. Ella ya se había bajado la pollera y se-
guía lloran­do. Se tambaleó y se agarró de Viktor. Caminaron afuera,
Viktor levantó el disco, lo sacudió para sacarle el polvo y lo metió
junto a la valija de ella en la pick-up. Subieron. Cuando Viktor arran-
có, Sofía sacó la petaca de su bolsillo y tomó hasta vaciarla. Agarró el
disco y lo abrazó, como si temiera que se le escapase. Viktor la miró,
Sofía todavía temblaba.
VII

La despertó un pájaro. Había muchos en Lobos, y al decirlo Sofía pen-


saba que parecía una oración de un cuento infantil, “Lobos lleno de
pájaros”. Imaginaba un enorme lobo gris, con su barriga llena
de pajaritos amarillos y verdes, porque había de los dos colores en
el pueblo. Esta vez no lo pensó, porque cuando abrió los ojos sin-
tió su cara un poco pegajosa y un dolor en el tobillo. Se encontró
tapada con una frazada. “Viktor”, pensó. Después pensó: “papá”. Se
levantó y casi tropieza, estaba descalza y le costaba apoyar la pierna
derecha, durante el forcejeo se la había doblado, o quizá había sido
cuando Silvio la arrastró, no sabía. La noche anterior era como una
película fuera de foco. Desde antes del ataque, ya el disco girando
y la imitación, la lluvia de huevos… “¡El disco!”, recordó. Pero ahí
estaba, en la mesa, apoyado contra una botella de agua, como para

[75]
76

que Sofía lo viera. Caminó al cuarto del padre, en el trayecto vio por el
vidrio de la puerta, parado como un guarda contra la reja de la vereda,
a Viktor, que fumaba un cigarrillo. Sofía abrió con suavidad la puerta
de Lorenzo, él dormía. Después salió al jardín y caminó hacia Viktor.
—¿Cómo le fue, señorita? —le había dicho Esteban la noche
anterior, cuando ella entraba con Viktor a la casa. Se dio cuenta de
que Sofía rengueaba y de que estaba lastimada—. ¿Qué les pasó?
—¿La podés ayudar? —dijo Viktor.
—Sí, claro. Sentala en el sillón —dijo Esteban y abrió su botiquín.
—¿Cómo está mi papá? —preguntó Sofía. Tosió, Viktor la
ayudó a sentarse.
—Bien, comió con ganas y se la pasó descansando —Esteban
trajo agua oxigenada, alcohol y gasas—. ¿Qué le pasó?
—Se cayó —dijo Viktor.
Sofía cerró los ojos, Esteban le limpiaba las heridas de la cara.
—Estoy bien —dijo ella—. Lo puedo hacer yo. Usted tiene que
irse, ¿no?
—No tengo apuro —dijo Esteban. Le pasó agua oxigenada en
una raspadura de la pierna, le aplicó una gasa y le dejó varias para
que se la cambiara. Esteban preguntó por Silvio, que debía ir a bus-
carlo para llevárselo. Viktor le dijo que no iba a venir y le habían
dado la tarea a él, pero viendo cómo estaba Sofía le parecía mejor
quedarse y no iba a poder acompañarlo. Esteban dijo que no había
problema, guardó sus cosas en el botiquín, se despidió y se fue.
Viktor fue al cuarto de Sofía, trajo una frazada y la tapó con ella.
—¿Querés que te prepare algo? —preguntó. Sofía negó y se
acomodó en el sillón. Viktor salió, fue a la pick-up a buscar la valija
y el disco. Cuando volvió, Sofía se había dormido.
77

—Buen día —dijo ella ahora, en el jardín.


—Buen día.
Sofía miró al cielo. No había salido el sol por completo y hacía
frío, pero estaba despejado y eso prometía un día luminoso, más
amable que las últimas jornadas heladas, grises y un poco lluviosas.
—¿Hace mucho que viniste?
—Nunca me fui —dijo Viktor. Tiró su cigarrillo al suelo y lo
apagó con un pisotón.
—¿Estuviste parado acá toda la noche?
—Sí, tenía miedo que viniera Silvio. Te dejé el disco adentro.
—Lo vi. Gracias.
Sofía miró la camisa leñadora de Viktor, tenía gotas de rocío.
Entraron, Viktor se sentó en una silla del living y Sofía puso una
pava al fuego.
—Te hubieras quedado adentro.
—Es mejor vigilar afuera.
—¿No dormiste nada?
—No.
—¿Y vos creés que vendrá?
—No sé. Es un tipo muy loco. Una vez le pegó a una de las chi-
cas y casi la mata.
Sofía preparó el café, el sonido del agua entrando al filtro y ca-
yendo a la taza se escuchaba con claridad, todo el resto estaba en
silencio. Ya era lunes, pero seguía el clima de domingo multiplica-
do. Sofía sirvió un café para ella y le acercó otro a Viktor. Se sentó
en la silla opuesta de la mesa cubierta con un mantel de goma rojo
y blanco.
—¿Tu padre? —preguntó él y sopló el café para enfriarlo.
78

—Duerme —dijo Sofía y estalló en una carcajada.


—¿Qué pasa? —preguntó Viktor.
Sofía dejó la taza, porque no podía parar de reír.
—Tu acento es hermoso, para grabarlo. “Tu patre duerrme”
—rieron—. Anoche me acuerdo que dijiste “ramos que te chevo a
tu katza”.
—“No es craziozo” —dijo Viktor.
—¿Silvio no se habrá…? —preguntó Sofía, de repente, y se in-
terrumpió, porque no se animaba a pronunciar la última palabra.
—¿Muerto? —dijo Viktor—. No. Yo sé cuándo mato a una per-
sona —Viktor tomó el café como si ya estuviera frío, con rapidez, y
a Sofía le impresionó que no se quemara. El ucraniano se paró—. Si
me quedo quieto me duermo. Te podría arreglar eso —dijo y señaló
la parte de la entrada que estaba hundida.
Sofía buscó las tablas, Viktor fue a la pick-up y trajo su caja de he-
rramientas. Sacó un martillo y un destornillador. Preguntó si había
problema en despertar al padre, porque el trabajo iba a ser ruido-
so, Sofía dijo que el sueño de Lorenzo era tan profundo que afuera
podía venir una revolución y él seguiría roncando. Viktor se agachó
y levantó una de las tablas flojas. Estaba podrida por detrás. Cuan-
do dijo “potridas”, Sofía volvió a reírse. Le preguntó cómo era que
sabía tanto, se excusó y le dijo que no iba a molestarlo. Viktor le dijo
que estaba bien, que mejor hablaran, porque cuanto más ocupado
estaba más despierto se sentía. Mientras rompía el piso y lo despe-
gaba, Viktor le contó que en Ucrania hacía lucha libre, pero que para
ganarse la vida había aprendido electrónica.
—Fui parte del Ejército de Liberación —contó—. Me ocupaba de
sus aparatos de radio. Ellos me enseñaron a llevar la ametralladora.
79

Después los nazis tomaron Kiev en 1941, cuando la guerra estaba em-
pezando. Los ucranianos peleamos fuerte, pero no alcanzó. Me dan risa
los que dicen que sin Eva todo va a estar difícil. Acá tienen todo muy
sencillo, difícil es pasar una semana en un pozo con el agua sucia hasta
los labios y el cuerpo de tu compañero muerto flotando adentro.
Sofía no dejaba de escucharlo y lo miraba. De vez en cuando
le ofrecía café. El dictador nazi que gobernaba Ucrania le manda-
ba aviones con toros al generalísimo Franco en España, y Viktor se
había escondido en uno para escapar. Cuando llegó se pasó dos años
de pueblo en pueblo, haciendo lo que podía. Se quedó en Compos-
tela, una ciudad que en el 47 visitó Evita. “Parecía más reina que la
reina”, dijo Viktor, mientras clavaba las nuevas maderas.
—Evita y Perón ayudaban a España, abandonada por haber co-
laborado con los alemanes. Me escondí en un vapor que venía para
Buenos Aires, pero esta vez el capitán me encontró. Para que no me
denunciaran me ofrecí a trabajar gratis en la sala de máquinas. Al
llegar estuve en la capital un año, di clases de boxeo y lucha en un
gimnasio cerca del Luna Park. El patrón me dijo que un amigo suyo
necesitaba alguien que lo cuidara mientras estuviera en la ciudad.
Era Tito. Tenía que hacer negocios, me dijo. No pregunté nada y lo
acompañé. Fue a cobrarle a uno y nos quisieron acuchillar, ése es al
que le rompí la mano. Después me ofreció venir con él, cuando se
abrió Paraíso —Viktor puso la última tabla, Sofía lo miraba—. Me
dio casa, comida y trabajo. No es el mejor hombre del mundo, pero
le estoy agradecido.
Se limpió las manos en la pileta de la cocina. Volvió al living, se-
cándose con el repasador. Miró el disco en la mesa.
—¿Lo probaste? —preguntó—. Con los golpes, capaz se rayó.
80

Sofía fue hasta su cuarto y lo puso en el tocadiscos, con el volu-


men al mínimo. Funcionaba bien. Volvió a la cocina.
—¿Y vos por qué viniste? —preguntó Viktor.
—Cuando a papá le pegaron el tiro en la pierna y quedó a­fuera
de la policía, se nos complicó todo —dijo Sofía—. Allá vivíamos en
una casa grande, no tenía sentido mantenerla, él se iba a pasar el
resto de la vida sentado. Se la vendimos a una señora simpática, to-
davía me acuerdo de ella. De esto hace diez años, yo estaba en cuar-
to del secundario y abandoné. Esta casa era de una hermana de él y
nos vinimos a vivir con ella, que murió hace dos años. Nos pareció
un lugar tranquilo. También estaba el doctor Tagliaferri, que nos lo
habían recomendado mucho.
—¿Qué hacías allá?
—Cosas menos entretenidas que las tuyas —dijo Sofía—.
Cuando tenía seis años murió mi madre y empecé a trabajar de cos-
turera en una fábrica de medias. Nunca paré. Lo que más me gustaba
era ir al cine y escuchar la radio. A veces extraño la capital, el ruido
que hay ahí, como si hubiera más vida, no sé.
Viktor la miraba. Sofía le sirvió otro café. Él tomó en silencio.
—Voy a salir, tengo que comprar cosas. ¿No querés dormir un
rato? Si te quedás estoy tranquila de que papá está acompañado.
—No tenés que estar sola hasta que sepamos de Silvio.
Sofía le escribió una nota al padre diciendo que ya volvían y sa-
lieron. Lobos seguía detenido por el duelo, Sofía preguntó a unos
vecinos si sabían de algún lugar abierto. Caminaron varias cuadras,
llenas de hojas caídas de los árboles que nadie barría. Las fotos de
Evita contra las ventanas ya mostraban desgaste, pero también había
nuevas, junto a velas consumidas en los bordes de las paredes y los
81

marcos de los ventanas. Encontraron un almacén abierto y com­


praron algunas cosas, el dueño les dijo que aprovecharan porque
ese mismo día se iba a la capital y no sabía hasta cuándo volvería.
Al regresar, vieron un auto en la puerta de la casa de Sofía. Era
el de Silvio y no había nadie adentro. Viktor le dijo que lo esperase
pero Sofía corrió adentro de la casa, temiendo por Lorenzo. Abrió y
encontró a Tito en el sillón del padre, fumando.
—Hola, nena —dijo Tito. Usaba como cenicero la taza en que
Sofía había desayunado esa mañana—. Disculpá que abrí, pero
hacía mucho frío para esperar en el auto. Lorencito duerme como
un bebé, no quise despertarlo.
—¿Qué hace acá adentro? —dijo ella—. Váyase o llamo a la
policía.
—Calmate, chispita. Tenemos que hablar, es importante.
—Fui yo —dijo Viktor—. Lo encontré encima de ella y lo
agarré…
—Silvio es un imbécil y se lo merecía hace rato —interrumpió
Tito—. Está en el hospital con el cráneo roto y no sé si sale. Igual no
me interesa. No vine por eso.
—Yo no tengo nada que hablar con usted —dijo Sofía, sacó de la
bolsa las cosas que había comprado y las puso en la mesa—. Váyase.
—Ruso… —dijo Tito a Viktor—. Vos sabés que si yo digo que
algo es importante, es importante —Viktor lo miraba. Tito rio—.
¿Te me vas a plantar a mí también?
—Si ella no quiere, no quiere —dijo Viktor—. Ayer la pasó mal.
—Bueno —dijo Tito, apagó el cigarrillo dentro de los restos de
café en la taza—. ¿Segura? —Sofía no respondió, seguía guar­dan­do
cosas. Tito sacó un arma de su bolsillo y disparó al techo. Viktor se
82

agachó, Sofía tiró el paquete de harina que tenía en la mano y éste


se abrió en el suelo—. ¿Así le pagás a la mano que te da de comer,
rusito? Te perdono porque vas a ver que tenía razón, que era im-
portante, y porque hay laburo para vos también —Viktor y Sofía le-
vantaron las manos, Tito les apuntaba—. Nena, andá para el auto.
Manejá vos, ruso.
Salieron, Viktor se sentó al volante y Sofía en el asiento del
acompañante. Tito se quedó detrás, apuntándoles.
—Vamos a la estación de tren —dijo.
Hicieron el mismo camino que Sofía había hecho la noche an­
terior, pero al llegar a Paraíso siguieron de largo y salieron a la ruta.
Anduvieron unos cinco minutos más, Tito le dijo a Viktor que fre­nara
junto al galpón y esperase en el auto. Hizo bajar a Sofía, bajó él y fueron
hasta la entrada en cuyo frente había varios autos estacionados, ella re-
conoció el sticker del escudo peronista en los parabrisas de éstos. Tito
golpeó la enorme puerta de chapa, que hizo un ruido metálico. Se es-
cucharon unos pasos y la puerta se abrió hacia el costado, el roce contra
el piso de cemento hizo un ruido molesto, chirriante. De adentro salió
un leve olor a humedad y metal, Sofía vio pedazos de trenes, asientos
sueltos y rotos y una mesa en el centro, iluminada por la clara­boya del
techo de zinc. Alrededor de la mesa había cinco hombres sentados,
todos con traje blanco, corbata negra y una cinta de luto en el brazo
izquierdo. Uno de ellos se paró y se acercó a ella, era el gordito que la
miraba con compasión la noche anterior, el que fumaba junto a Tito
en la cocina. Él le estiró la mano para saludarla, entusiasmado.
—Soy Héctor Pantanali, inspector general de la Policía Peronis-
ta —dijo y le mostró a Sofía un carnet con el mismo escudo que ella
había visto en el auto. Tenía la firma de Perón.
VIII

—Es un gusto estrechar su mano, señorita Sofía —dijo Pantanali—.


Por favor, discúlpenos la manera poco ortodoxa de contactarla, pero
los traidores son numerosos, usted misma vio ayer la cantidad de
gorilas encubiertos que infestan la zona. Queríamos mantener
todo en el más estricto secreto, no teníamos alternativa. Pase, si es
tan amable, serán sólo unos minutos.
Pantanali la condujo hacia la mesa, Sofía descubrió un grupo
de hombres contra una de las paredes del galpón; llevaban mame-
lucos y la miraban felices.
—Los muchachos son del gremio del ferrocarril, que gen­
tilmente nos cedió el lugar —explicó Pantanali. Los cuatro hombres
de blanco en la mesa se pusieron de pie y la saludaron con amabili-
dad, Sofía pensó que debían tener un promedio de cincuenta años.

[83]
84

Había ceniceros porque todos fumaban, un cilindro de plástico y


debajo un sobre de papel madera. Pantanali le acercó una silla a
Sofía y ella se sentó.
—Nuestra tarea es investigar actividades que pongan en riesgo
la estabilidad del gobierno, y por lo tanto la magna obra de nuestro
querido General —dijo Pantanali. Hablaba serio y compenetrado—.
Hemos detectado en Lobos un importante foco de actividad anti-
peronista. Por ese motivo, hace dos meses que vigilo su pueblo. Mi
tarea me impidió estar cerca de Perón y Evita en este momento tan
duro, pero seguir trabajando por la causa es mi mayor homenaje.
—¿Qué tiene que ver conmigo?
—Usted me vio ayer en el evento, que fue preparado gracias a la
generosidad del compañero Alberto, aquí presente —dijo Pantanali
y señaló a Tito—. Esa actividad fue una pantalla para revelar a quie-
nes apoyan la caída del General. Habrá reconocido a vecinos y polí-
ticos que juran dar la vida por Perón y ayer le tiraron huevos a usted
disfrazada de Eva.
Sofía lo sintió indignado hasta la conmoción. Él miró a sus
compañeros.
—¿No es preciosa como Evita misma? —les dijo.
Los otros cuatro asintieron, bajo la pequeña nube de humo que
formaban sus cigarrillos encendidos. Pantanali se apoyó en la mesa,
al lado de Sofía.
—Señorita, para serle franco, anoche pensaba detenerla tam-
bién a usted. Pero sé que lo hizo por necesidad, para apoyar a su
padre. Y sé también, sobre todo, que usted es peronista de ley. Entre
nosotros nos reconocemos, como perros de la misma raza. Ayer,
cuando vi su belleza, su resonante parecido con nuestra Jefa y su
85

tristeza cuando estaba ahí parada, tuve una idea. La consulté con el
Consejo de Acción Peronista aquí presente, y con el amigo Tito, que
habló bien de su disposición. Creemos que usted puede ser la mejor
ayuda para nuestra causa —Pantanali tomó un trago de agua. Ca-
rraspeó y siguió—. La partida de Eva nos ha devastado, pero es la
oportunidad de instalar su memoria para siempre. El partido está
planeando un monumento que tendrá la altura de un edificio de
veinte pisos, y para eso necesita fondos.
—¿Quieren que devuelva el dinero de anoche?
—No, compañera. Le agradezco su espíritu de generosidad. Ojalá
pueda demostrárselo al General en persona, él se lo agradecería. Si
cada peronista a lo largo y ancho del país tuviera su sentido de sacri-
ficio y entrega, hoy no padeceríamos este miedo que nos acomete
por la partida de nuestra Jefa. Lo que necesitamos, querida Sofía,
es grabar a Evita con fuego en el corazón de nuestro pueblo, usarla
como motor para seguir el camino a la revolución del General y ase-
gurarnos el fin de los gorilas inmundos que pretenden imponernos
doctrinas ajenas al sentir nacional.
Los ferroviarios, detrás, aplaudieron. Los cuatro hombres de
blanco que fumaban, asintieron a las palabras de su compañero.
Pantanali agarró el sobre en el centro de la mesa, sacó de allí unas
diez fotos y las puso frente a Sofía. Una había sido tomada en un
lugar amplio, el interior de una estación o un patio grande, se veía
una mesa con un cajoncito encima y, de pie, un hombre muy an-
ciano con una banda presidencial, saludado por dos mujeres y, al
costado, una larga fila de gente. El resto de las fotos eran en otros
escenarios, pero en todas se repetía la escena: un hombre siendo sa-
ludado, un cajón sobre una mesa y gente llorando.
86

—Como ve, el argentino humilde y peronista que no puede


viajar a la capital, siente tanto dolor que está simulando velorios
de Evita con muñecas —dijo Pantanali—. Nosotros queremos dar
un paso más: queremos caracterizarla a usted como Evita y velar-
la —Sofía se congeló y se quedó mirándolo. Pantanali sonrió con
amabilidad y alegría—. Esto podría ser un nuevo hito del país y
del partido, compañera. Como el 17 de octubre, quizá mayor. Usted
podría tributar homenaje a nuestra abanderada sin tener que es-
conderse, ni padecer ataques de los mediocres. Usaríamos el even-
to para recolectar fondos para el monumento. No porque el partido
no pueda afrontar el gasto, sino porque será una manera de hacer
partícipe al pueblo. Por supuesto que usted tendrá un sueldo, que
será el doble de ayer —Sofía iba a hablar, Pantanali se le adelantó—.
El partido pagaría el enfermero que cuidaría de su padre el tiempo
necesario. Sabemos que busca operarlo desde hace un tiempo, por
lo que pondremos a su disposición todos los recursos de Salud Pú-
blica de la Nación para una mejora definitiva, cuando esto termine.
Sofía dejó las fotos en la mesa y cruzó los brazos. Los cinco
hombres se miraron. Uno de los ferroviarios salió de la penumbra y
caminó unos pasos hacia ellos.
—Señorita —dijo a Sofía—, yo tengo una hija y no puedo llevarla
a Buenos Aires a ver a la Señora. Si usted lo hiciera ella podría venir.
—Yo no tengo dinero para viajar —dijo otro, desde las som-
bras—, pero quiero hacer algo por Eva, y sería un orgullo estar con
ustedes en esto.
—Perón nos devolvió los trenes y el trabajo —dijo otro.
Sofía volvió a mirar las fotos. Había varias de las muñecas, esta-
ban hechas de cualquier cosa, en el apuro de poner algo dentro de
87

un cajón para simular el velorio. Sofía suspiró, se echó hacia atrás


en la silla.
—¿Cómo sería? —preguntó.
Pantanali abrió el cilindro de plástico que estaba sobre la mesa,
sacó un plano enrollado y lo desplegó.
—Hicimos este boceto, porque si usted no desea hacerlo vamos
a poner un maniquí caracterizado —dijo Pantanali, abrió el plano, lo
puso frente a Sofía y señaló el centro —. Acá pondríamos el ataúd, que
es donde estamos en este momento. Los muchachos van a limpiar y
organizar todo para que el lugar quede impecable.
—Dentro de un par de horas lo podríamos tener —dijo uno.
—Yo le aviso al gremio y conseguimos a todos. En Lobos somos
cincuenta ferroviarios y si sumamos un pueblo capaz llegamos a
cien —agregó otro.
—Está bien, pibe, con nosotros alcanza —dijo Pantanali.
Sofía pensó que no había dicho nada, pero entre ellos hablaban
como si ella ya hubiese aceptado. Pantanali siguió:
—A su lado ponemos un gran crucifijo y velas idénticas a las que
custodian a la Señora en el Ministerio de Trabajo. Avisaremos a la
gente para que se acerque a una hora determinada. Una vez aquí, abri-
mos y los hacemos formar una fila desde ese lado hacia allá —Seña-
ló una esquina del galpón y después otra—. Algunos muchachos
diri­girán al público para que el trayecto esté claro. La idea es que lle-
guen a usted, que estará vestida como Evita dentro del ataúd, que la
miren unos segundos y sigan. Por supuesto, no pensamos ponerle
una tapa, usted necesita respirar. No les permitiremos tocarla, para
asegurarnos de eso habrá siempre uno de nosotros a su lado. En la
esquina del ataúd, pondremos a alguien con la banda presidencial,
88

para evocar al General. A él sí lo podrán saludar. Si les parece —dijo


Pantanali y miró a sus compañeros—, me gustaría ser yo.
—Yo también quería —dijo otro. Los otros tres se miraron,
pare­cía que todos tenían la misma idea.
—¿Nosotros no podemos? —dijo uno de los ferroviarios.
—Si esto va a durar horas, podríamos turnarnos un rato cada
uno —dijo Pantanali.
—¿Horas? —preguntó Sofía.
—Claro —siguió Pantanali, cada vez más entusiasmado—.
Empezando a las 6:00, avisando en todo Lobos y pueblos cercanos,
calcul­amos que podríamos estar hasta las 10:00 de la noche. Eso
hoy mismo, y a partir de mañana, todo el día. Haríamos pausas para
que usted descanse, por supuesto. Un detalle importante. Al irse, la
gente podrá dejar su donación. También necesitamos a uno de no-
sotros, para cuidar el dinero.
Los ferroviarios murmuraron algo, los hombres de blanco se
comentaban.
—Quiero que Viktor sea Perón —dijo Sofía y en el galpón se
hizo silencio. Ella ya no miraba al plano, sino a Pantanali—. Ésa es
una de mis condiciones.
—¿Quién es Viktor? —preguntó Pantanali.
—El ucraniano gordo y barbudo que trabaja para mí —dijo
Tito, desde su asiento—. Lo menos parecido a Perón que hay en el
mundo. Si pusiéramos un ropero con una banda presidencial col-
gada, sería lo mismo.
—No me importa —dijo Sofía—, quiero que sea él y que se
quede al lado del cajón todo el tiempo.
89

Pantanali y sus compañeros expresaban pena por no poder


jugar el papel del General, pero sabiendo que la causa era más im-
portante que el rol con el que se habían encaprichado, todos asin-
tieron. Pantanali miró a Tito, que fumaba en el asiento.
—Andá a buscarlo —dijo. Tito se paró, apagó el cigarrillo en el
suelo y salió del galpón.
—También quiero que el enfermero para mi padre sea el mismo
de anoche —dijo Sofía—. Yo haré mi propia ropa y una banda presi-
dencial. Me gustaría que el disco con la voz de Evita suene mientras
estoy ahí, no quiero estar horas tirada escuchando los llantos.
Los hombres de blanco murmuraban, felices por las ideas de
Sofía.
—Excelente —dijo Pantanali—. Repasemos, así empezamos a
preparar.
Tito volvió con Viktor y lo llevó hasta la mesa, uno de los ferro-
viarios le alcanzó una silla y le dijo “Siéntese, mi General”, todos
rieron por el chiste, que Viktor no entendió. Pantanali hablaba sobre
lo que había que hacer. Uno de los ferroviarios le alcanzó un mate
cocido a Sofía, ella agradeció y sintió el calor de la taza en sus manos.

Viktor llevó a Sofía hasta su casa. Entraron y vieron a Lorenzo en el


sillón, despierto.
—Ruso, dejame con mi hija.
Sofía le dijo a Viktor que la esperase en su cuarto y se sentó
junto al padre.
—¿Estás bien? —dijo ella—. ¿Te levantaste solo y viniste para acá?
90

—Sí —dijo Lorenzo—. ¿Qué locura hiciste, Sofi?


—¿Qué decís, papá?
—¿Qué mierda hiciste? —Lorenzo golpeó el apoyabrazos del
sillón con el puño—. Me contaron que te vestiste de putita y fuiste
a imitar a Eva.
—¿Quién te dijo?
—Vine acá porque quería salir un poco del cuarto. Sonó el te-
léfono y me paré para atender, así me movía un poco. Me pregun­
taron si estabas y dije que no.
—¿Quién era?
—No importa. Me dijeron que lo de anoche había estado lindo.
Yo dije de qué mierda hablás y me contó. ¿Es verdad que hicieron
fila para acostarse con vos, disfrazada de Evita? —Sofía lo miraba—.
¡Contestame!
—No fue así, y no quiero hablar de eso. Tengo cosas que hacer.
—¡Vamos a hablar ahora! ¿Me querés decir en qué pensabas,
tarada?
—En la plata que necesitamos para cuidarte.
Lorenzo le pegó una cachetada, quiso pegarle una segunda y
ella lo esquivó, no alcanzó a darle el golpe y cayó del sillón.
—¡Vení acá! —Lorenzo parecía un insecto; arrastrándose sobre
la alfombra, trató de pararse y resbaló.
—¿Querés hablar? —dijo Sofía—. Hablemos de cuando salís a
“tomar aire” con Viktor y él te lleva a Paraíso. Te manda saludos Re-
nata —Lorenzo se quedó quieto, la miraba con rabia, tenía el ceño
fruncido y respiraba con dificultad. Ella se tocó el labio y se miró la
mano. No había sangre, pero le dolía y sentía que empezaba a hin-
charse—. Quedate tranquilo, que no me cogió nadie, si es lo que te
91

preocupa —Lorenzo intentaba subir en el sillón, ella se acercó para


ayudarlo y él gruñó como un perro enojado—. Mañana vuelve el
enfermero y se va a quedar. Lo vas a tener que aguantar, porque voy
a estar afuera varios días.
Lorenzo se había acomodado de cualquier manera, tenía la bata
doblada y arrugada. Agarró el vaso de agua de la mesita y tomó.
—No fui mucho a lo de Tito —dijo, sin mirarla—. A las chicas
las traté bien.
—No tenés nada que explicarme. Si necesitás ir al baño, andá
solo. Tengo que trabajar.
Sofía fue a su cuarto. Viktor estaba sentado en la cama, mirando
las fotos de Evita. Sofía abrió un cajón, sacó un metro y lo desplegó.
Viktor le preguntó si estaba todo bien y Sofía dijo que sí. Mientras
ella le tomaba las medidas, Viktor desvió la mirada al techo, como si
debiera disimular la cercanía física inevitable necesaria para el acto.
A ella no le importó, estaba acostumbrada.
—Alguien llamó y le contó —dijo Sofía—. ¿Sabés quién pudo ser?
—Tito —replicó Viktor—, para que te den menos ganas de
estar acá.
Sofía anotaba las medidas en un papel sobre la máquina de coser.
—Listo, armo una banda presidencial y te la llevo. Andá solo,
por favor —dijo Sofía.
Viktor salió del cuarto y Sofía lo escuchó saludar a Lorenzo, que
no le respondió. Sofía cortó tela blanca y celeste y cosió una banda
presidencial. Abrió el placard y buscó unas ropas que había diseña-
do hacía un tiempo, pensando en Evita. Las tiró todas en la cama
y se las fue probando de a una, mirándose en el espejo. Pensó que
si era difícil, en general, elegir qué ropa ponerse, ahora lo era más
92

sabiendo que iba a hacer de Evita. Pero muerta. No podía ser co­
lorido. Aunque era un homenaje, no había nada que celebrar. Igual,
ella era elegante y distinguida, y Sofía quería conservar ese aire. Se
probó cuatro o cinco vestidos, pero ninguno la convenció. Pensó
que el mejor homenaje para Eva y para los que vinieran a ver a Sofía
en su lugar, era darles lo más parecido a la realidad, como lo intenta-
ban las personas que había visto en las fotos, poniendo una muñeca
tejida con lana o lo que tuvieran a mano. Después de todo, la invi­
taron a hacerlo porque era parecida. Agarró los ejemplares del diario
La Verdad de los últimos dos días y buscó fotos, sospechó que en
el cajón ella debía tener puesto algo liviano y sencillo. Sofía recor-
dó que tenía tres sayales que había cosido a un grupo de la parro-
quia para hacer una representación en Domingo de Ramos. Buscó
en el fondo del placard y los encontró. Había uno hermoso, blanco
y largo. Tenía manchas, pero si lo limpiaba y lo dejaba al sol las sa-
caría rápido. Cerró la persiana de su cuarto. Se lo probó y se miró en
el espejo. Fue a la pared, sacó el retrato más chico de Eva que tenía y
lo metió en el marco del espejo del placard, para compararse. Se hizo
un rodete en el pelo. Sacó una bandera argentina de un cajón, y se
la puso sobre los hombros. Se acercó a la foto y la miró de cerca. Dio
unos pasos hacia atrás, para verse de cuerpo entero. Levantó los bra-
zos, como Evita lo hacía en Plaza de Mayo. Se miró el pelo os­curo en
el espejo. Miró la foto de Evita. Sonrió como ella. “Falta algo”, pensó,
y se deshizo el rodete.
93

Era las 5:00 de la tarde, pero en el cielo se adivinaba que en breve


caería la noche, como siempre sucede en el corazón del invierno. La
puerta del galpón estaba abierta y las luces de adentro encendidas.
Habían traído más lámparas, estufas a garrafa para mitigar el frío y
velas. Viktor, vestido con saco y corbata, levantó un ataúd que había
donado el dueño de la única funeraria de Lobos. Lo puso sobre
una mesa, en el centro del galpón. A un costado, contra la puerta
de chapa y sobre una mesa más pequeña, habían preparado un
tocadiscos. Viktor notó que los otros veinte o treinta hombres en
mameluco, todos trabajando, frenaron y se pusieron a mur­murar,
quietos o junto a la puerta, mirando afuera. Se abrieron y le dejaron
paso a Sofía, que se había teñido de rubio y su pelo brillaba. Entró
al galpón con una valija y el disco bajo el brazo.
—Pruébelo, por favor —dijo ella y se lo alcanzó a uno de los fe-
rroviarios. Sofía fue junto a Viktor.
—Te puse una base abajo, para que no sea tan duro —dijo él. Ella
miró adentro del ataúd, había una frazada con el logo del gremio fe-
rroviario—. Los muchachos consiguieron una bandera, te podemos
tapar con ella.
—Sí, gracias —dijo. Viktor le miraba el pelo. Ella sonrió.
—Te queda bien el rubio.
—¡Vamos, que está llegando la gente! —gritó Tito, aplaudió
para llamar la atención de todos y le señaló a Sofía una oficina al
costado del galpón—. Allá tienen todo, hasta café les hice.
Sofía y Viktor entraron a la oficina, los muebles habían sido api-
lados contra una pared, para hacer espacio. Había un espejo alto, un
escritorio y dos sillas viejas. Sofía dejó la valija en el piso, la abrió y
94

sacó una banda presidencial. Llamó a Viktor, que se acercó. Ella le


limpió una de las solapas del saco con la mano.
—Se manchó moviendo el cajón —explicó Viktor.
—Vos no tenés que hacer más esas cosas —dijo Sofía, con el
tono de una madre que reprende a su hijo al jugar—. Sos Perón,
que se ocupen otros.
Rieron, Sofía le acomodó la banda presidencial. Lo sentó y le
pasó un poco de gomina por el pelo, para simular que era más corto,
como el del General.
—Estás lindo.
—¿Y vos qué te vas a poner? —preguntó él.
—Ya vas a ver. Esperame afuera, me tengo que cambiar.
Viktor salió y Sofía cerró la puerta. Escuchaba que los hombres
iban y venían, acomodaban los restos de vagones inútiles para que
no molestaran. Probaron el disco con el discurso. Afuera empezó a
escuchar murmullos, estaba llegando la gente. Primero se puso el
sayal, despacio, cuidando cada detalle. Se sentó en la silla y se hizo
un rodete en el pelo, igual al que usaba Evita. A Sofía le gustaba
pensar que iba a escucharla estando recostada. Aunque fuera en un
ataúd y la gente la mirase, sería igual a cuando lo hacía en su cama.
Le golpearon la puerta y abrieron. Era Tito, estaba con Pantanali.
Este último la miró unos segundos en silencio.
—Señora —dijo—, podrá sonar exagerado, pero no tengo
dudas de que si el General la viese, estaría feliz.
Sofía agradeció y preguntó si había gente. Tito dijo que calcu-
laba ya unas cincuenta personas. Fueron hasta el centro del gal-
pón. Los ferroviarios se detuvieron al verla pasar. El lugar estaba
más cálido, se sentía el cambio de temperatura producido por las
95

estufas. En la esquina de la mesa con el ataúd había dos enormes


cirios y, justo detrás, un gran crucifijo que habían traído de la capi-
lla de los maquinistas. La idea era que se pareciera lo más posible
al velorio que se desarrollaba en la capital. Toda la chatarra había
sido empu­jada hacia las paredes, para dejar espacio liberado. “Era
lo más rápido”, le explicó uno de los ferroviarios a Sofía, que mira-
ba intrigada los esqueletos de viejos vagones y locomotoras, “para
mañana le sacamos todo y se lo dejamos como usted se lo merece”.
Los asientos de trenes apilados se habían acomodado para que la
gente se sentara si quería descansar. Diez empleados del gremio
tenían saco y corbata, su trabajo sería dirigir la fila. Afuera empe­
zaron a aplaudir, querían entrar. Sofía se quedó mirando la mesa,
el sayal no le permitía estirar las piernas.
—No voy a poder subir sola —dijo, y miró a Viktor—, ¿me ayudás?
El ucraniano la tomó de la cintura, la levantó en sus brazos y la
metió en el ataúd. Sofía se sentó, acomodó un poco las frazadas y
se recostó. Veía el techo del galpón, las chapas oscuras y una que se
notaba más clara, seguramente era una que había sido reemplaza-
da. Aparecieron sobre ella Pantanali, Tito y Viktor.
—Está perfecta —dijo Pantanali.
—Cerrá los ojos, que abro —dijo Tito—. Vos, ruso, no hables
que vas a botonear que sos extranjero, ya bastante poco te parecés
al General. Hacé que sí con la cabeza y chau, a otra, así la gente no
se instala y sale rápido.
Tito le hizo una seña al ferroviario junto al tocadiscos, aquél lo
encendió y echó a andar el audio. Enseguida se escuchó el sonido del
disco comenzando, el ruido de fritura, el locutor presentando el dis-
curso. Viktor cubrió a Sofía hasta la cintura con una bandera y sacó
96

de su bolsillo un rosario. “La Eva de Buenos Aires tiene uno”, dijo y se


lo dio a Sofía. Ella lo agarró, se lo enrolló en la mano derecha y apoyó
las manos sobre su abdomen. Las puertas del galpón se abrieron, la
gente ya entraba. “Yo estoy acá”, susurró Viktor, le acarició las manos
y giró para recibir a las primeras personas. Sofía suspiró y cerró los
ojos. Intentó aflojarse. Escuchó el llanto de una mujer que se aproxi-
maba. Después otro. Sintió sobre su cara otra cara que decía:
—Ay, Evita, Dios mío… Mi General, lo sentimos mucho.
Era la primera espectadora. Tenía cerca de ochenta años, se acer-
có a Sofía y se hizo la señal de la cruz sobre ella. Nunca advirtió que
Sofía respiraba.
Ya había mucha gente adentro, haciendo fila detrás de dos fe-
rroviarios que los frenaban y hacían avanzar, según correspondía,
para llegar hasta Viktor. Sofía no veía cuando le estiraban la mano a
Viktor y el agradecía con la cabeza, en silencio; sí escuchaba cuando
le decían que había que ser fuerte, que estaban con él para lo que
necesitara, que ella no iba a morir nunca porque viviría para siem-
pre en sus obras y el recuerdo de su pueblo.
IX

Desde el comienzo intentó no pestañear para parecer muerta; sintió


tensión en los hombros y en la cara, especialmente en el entrecejo y la
comisura de la boca. Pensó que hacer nada era difícil. Como el disco
sonaba una y otra vez, recordó las veces que intentó dormirse con
la voz de Evita de fondo y lo había logrado, el discurso a veces se
metía en el sueño y participaba en la trama. Al otro día, amanecía
con el disco girando sobre el aparato. “Tengo que hacer lo mismo
que hago en casa, pero sin dormirme”, pensó. Escuchó los salu-
dos de las personas a Viktor, siempre tratándolo de “Perón” o “Mi
General”, llantos que empezaban unos pasos más allá y se iban
haciendo más audibles a medida que se acercaban al cajón; mur-
mullos de los ferroviarios que organizaban a la gente, para que la
fila se moviera sin problemas; y siempre el disco, que giraba hasta

[97]
98

el final del último discurso, uno de los muchachos lo acomodaba


en la bandeja y volvía a comenzar. 20:25 en punto sonaron campa-
nadas por el recordatorio de la muerte, se hizo silencio en el galpón
y la gente lloró más fuerte unos segundos. Los vecinos de Lobos, al
pasar junto al féretro, no habían hecho ningún comentario sobre
Sofía, sobre si era parecida o no, nadie dijo su nombre y todos se
lamentaban por la tragedia. Como si fueran un grupo de actores
que desarrollara una obra, aceptaban al otro en el personaje que
representaba y no le recordaban su identidad real. Más de una vez
Sofía sintió una cara cercana examinándola por unos segundos.
Aunque tenía los ojos cerrados, advertía pequeños movimientos en
la luz a través de los párpados. Con el correr de los minutos, inten-
tando que el afuera no la desconcentrara, sintió que se iba profundo
en su interior, a una zona donde también había sonidos pero eran
todos personales: su pensamiento opinando, la música del cuerpo
haciendo funcionar la vida, un plano diferente al que caía obligada
por el deber de quedarse quieta mientras afuera se sucedían los
saludos a Viktor, el disco, los murmullos, los llantos, todo llegando
como desde otra galaxia.
Tras dos horas de desfile incesante, Sofía escuchó que cerraban
el portón.
Abrió los ojos.
—Estuviste fantástica —dijo Pantanali.
Viktor la ayudó a salir del cajón. Tito se iba con otro peronis-
ta al cuarto donde ella se había cambiado, con la caja que habían
usado para recaudar. Sofía bajó de la mesa, le costó un poco caminar
por haber estado quieta tanto tiempo. No había dormido ni mucho
menos descansado, tenía una extraña sensación en todo el cuerpo.
99

Viktor le estiró el brazo para que se apoyara en él. Los ferroviarios,


con lágrimas en los ojos, se acercaron a ella y le aplaudieron.
—¡Fue un milagro, señorita! —gritó uno—. Vino mi hijo de
cinco años y creyó que usted era la mismísima Evita. Le dije que sí,
para que pudiera sentir el honor de conocerla.
Sofía agradeció y caminó a la oficina. De ahí salió Tito y fue
hacia ella.
—¡Sólo Perón y Evita podrían haberlo hecho mejor! —dijo y
aplaudió a Sofía y a Viktor—. Tráiganles café y agua a los chicos.
Sofía entró al camarín y se sentó. En la mesa había un fajo de
billetes alto, atado con una goma elástica. No vio por ningún lado
el baúl en el que habían recaudado.
—Compañera —dijo Pantanali, señalando el fajo—, eso es
suyo. Brindemos y conversemos de lo que sigue.
El delegado de los ferroviarios entró con una botella de sidra, que
tenía la imagen de Perón y Evita y la leyenda “Feliz Año Nuevo 1952”.
—Quedaron del año pasado —dijo, mientras descorchaba—,
con el invierno que hace se mantuvieron frías.
El corcho salió de la botella con una explosión, pegó en el techo
de la oficina e hizo saltar un pedazo de mampostería. Rieron todos.
Sofía suspiró, se sentía cansada. El delegado sirvió copas y le dio
una a cada uno.
—Señores —dijo Pantanali, con su copa en el aire—. Por esta
noche histórica y por el alma de nuestra Jefa Espiritual, que hoy fue
homenajeada con justicia.
—¡Y por el General! —dijo el delegado.
“Salud”, dijeron todos y tomaron. Pantanali le hizo una seña a
Tito y los dos se acercaron a Sofía.
100

—Esperen afuera, nomás —dijo Pantanali. El delegado abrió la


puerta y salió, Viktor caminó hacia allí, también para irse.
—Que él se quede —dijo Sofía.
Viktor miró a Tito y él a Pantanali, que asintió y cerró la puerta.
—Sofía, hoy ha sido una noche mágica —dijo Pantanali. Se
sentó, se cruzó de piernas. Terminó su copa y la dejó junto a los
maquillajes—. Todo lo que has entregado al partido, tu presencia,
tu vestuario, tu disco, ha sido muy útil, y hemos juntado una canti-
dad de dinero importantísimo para la causa.
—Me alegro —dijo Sofía.
—Pero eso no es nada —continuó—. Vos no podías ver a la
gente, pero llegaban tristes y se iban felices por haberse despedido
de su ángel.
—Tendría que cambiarme —dijo Sofía, mirándose el sayal.
—Claro, ya la dejamos —dijo Pantanali—. Lo que le quería
decir, es que si usted está dispuesta, ahora que el General ha decre-
tado que el funeral dure dos meses…
—¿Qué? —exclamó Sofía. La copa le tembló en la mano.
—¿No escuchó la radio hoy? —preguntó Pantanali, Sofía
negó—. Debido a la cantidad de gente que se acercó al velorio, el
General dijo que el duelo durará dos o tres meses. O lo que haga
falta, para que no quede un solo peronista sin despedirse de Eva. Ya
la vieron novecientas mil personas, calculan cinco millones para el
fin de semana.
—Chiquitina —dijo Tito acercándose—, lo de hoy fue un éxito
en todo sentido. Vos te llevaste dinero, el partido también, y la gente
la alegría de lo que quiere.
—Queremos repetir mañana —dijo Pantanali.
101

—Y pasado —dijo Tito.


—Tengo que cuidar a mi padre —dijo Sofía— y yo no soy Evita,
la verdad es que echada ahí me siento tan boba.
—No se preocupe —dijo Pantanali—, el partido le dará toda
la atención que su padre merece, y un auto a su completa disposi-
ción cuando necesite ir a verlo. Por lo segundo, claro que usted no
es Evita. No es la idea que lo sea. Nadie lo será nunca. El objetivo es
que nuestros queridos compañeros que no tienen, ni ya nunca ten-
drán, la chance de verla, tengan al menos esta oportunidad que su
parecido les brinda.
—No sé. No puedo pensar ahora.
Sofía se tomó la copa de sidra de un trago. Se sirvió otra vez.
Pantanali y Tito se miraban.
—Usted siempre se llevará esto —dijo Pantanali y señaló el fajo
de billetes en la mesa—, es lo mínimo que podemos darle por un
trabajo que en verdad es impagable.
—Sí, pero no es eso…
—Está bien, no se haga problema. Piénselo —dijo Pantanali. Se
paró y cerró su saco—. Descanse. Mañana vamos a hacerlo igual, y
si usted no está, pondremos otra persona o una muñeca, como en
otros pueblos, aprovechando lo que ya instalamos aquí —Pantanali
se paró y le dio la mano—. Gracias por todo, compañera.
Tito, Pantanali y Viktor salieron de la oficina. Sofía se sacó el
sayal y se puso su ropa. Guardó el fajo de billetes en su bolso y
notó, al levantarlo para irse, lo pesado que era. Nunca había visto,
ni menos poseído, tanta plata junta. Calculó, rápido, que eran para
ella dos años de trabajo completo. Se sirvió lo que quedaba de sidra
en una copa y se la tomó rápidamente con un trago largo.
102

Viktor llevó a Sofía en la pick-up. Cruzaron dos o tres palabras en


todo el viaje. Ella estaba pensativa. “¿Otra vez? ¿Tanta gente ven-
dría? ¿Y el resto de la plata? Yo no me parezco a Evita”, pensó, “pero
la gente hoy lloró de verdad”. Al llegar a su casa, Sofía se despidió
de Viktor y bajó. Antes de irse, le preguntó si, en caso de que ella
aceptara seguir siendo Evita, él quería seguir siendo su Perón. Él
dijo “Sí, quierro” y Sofía rio. Entró a su casa y encontró al padre en
el sillón, conversando con Esteban, el enfermero. Reían a carcajadas.
—Hola, nena —dijo Lorenzo. De pronto se puso a llorar.
—¿Qué pasa, papito? —Sofía dejó la valija y se agachó a su altura.
—Acá Esteban me contó lo que hiciste hoy —lloraba como un
chico, abrazó a Sofía como si no la viera hace años—. ¡Estoy orgu-
lloso de vos, hijita!
Esteban se fue a la cocina, le preguntó a Sofía si quería tomar
algo, ella hizo que no con la mano. Lorenzo abrazó a la hija y se
quedó así. Ella lo acariciaba, Lorenzo la besó en la mejilla.
—¡Así que sos Evita! ¡Ésa es mi hija, carajo! —dijo él, sonrién-
dole—. ¿Te salió bien?
—Bárbara —dijo ella—. Si me quedo quieta, parezco muerta
y todo.
Esteban volvió con un té y se sentó con ellos. Sofía les contó
cómo había sido todo, la cantidad de gente, la emoción que flota-
ba en el aire junto a la voz de Eva. Se sentía orgullosa de su idea de
que el disco girase durante la ceremonia. Lorenzo se dobló de risa
cuando les dijo que Viktor hacía de Perón. Unos minutos después,
Esteban agarró sus cosas y se despidió de Lorenzo. Sofía lo acom-
pañó a la puerta.
—¿A qué hora tengo que venir mañana?
103

—¿Quién te dijo que tenés que venir mañana?


Esteban abrió los ojos grandes, burlándola.
—¡Nadie! Me imaginé que si lo de hoy fue un éxito, iban a ha-
cerlo de nuevo.
—No sé —dijo Sofía.
—¿Te lo vas a perder? Se nota que te gustó, y que te da miedo,
porque hiciste algo grande. Bueno, me voy. Avisame o que me digan
ellos a qué hora vengo. Podría llevar a tu papi a verte, que se pasó
todo el día hablando maravillas de vos.
Se despidieron y Sofía volvió a su casa con el padre.
—Contame más —pidió Lorenzo.
—Es raro —dijo ella y se sentó, le dio la mano y se quedaron
así. Lorenzo sonreía, mirándola—. Estoy con los ojos cerrados y no
veo nada. Pero siento todo. Aunque había tristeza, también tenía la
sensación de que la gente estaba contenta.
—Claro, porque vos les diste una oportunidad. Mañana voy.
—No sé si hay mañana. Hoy no te dije porque…
—Porque soy un boludo, ya sé… Perdoname, anoche te hablé
muy mal. ¿Y por qué no tienen mañana?
—No sé si quiero hacerlo.
Lorenzo tiró de la mano de su hija y la llevó hacia él. Sofía si-
guió el movimiento, se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en la
falda del padre.
—¿Te da miedo? —Lorenzo empezó a acariciarle el pelo. Sofía
le abrazó las rodillas. Asintió—. Siempre quisiste hacer algo por el
General y por el partido. Pero desde hace diez años, lo único que
hacés es coser y cuidarme a mí. Sin contar con que a vos te gustaba
el teatro y es un poco eso, ¿no? ¡Tenés que hacer de otra!
104

—Ya tengo la plata que necesitábamos —dijo ella, feliz y tran-


quila. Lorenzo dejó de acariciarla y le levantó la cara. Sofía vio que
su padre se había transformado.
—¿Qué plata? —su cara había pasado de la calma a una mueca
de rabia.
—Me pagaron. Yo acepté por eso. Con esa plata podemos me-
jorar tu tratamiento, arreglar cosas acá…
Lorenzo la empujó y Sofía cayó contra la alfombra.
—¿Le cobraste al partido? —gritó Lorenzo—. ¿Al que me dio
la pensión? ¿Al del hombre que levantó el país? ¡Le sacaste plata a la
gente! —le tiró el bastón a Sofía, que se cubrió con el brazo—. ¡Con-
testame, mierda!
—Pero era para vos, papá… ¿Cuánto hace que querés caminar
bien?
—¡Yo no importo! —Lorenzo intentó pararse. Sofía, llorando,
se acercó a ayudarlo y él la empujó, sacándosela de encima como un
insecto. Tenía la cara roja de furia y golpeaba el sillón con el puño—.
¡Y vos tampoco importás, pendeja! ¿Cobrar? Sos una ladrona, una
gorila. Sos una puta, eso sos.
—Papá…
Lorenzo se paró con esfuerzo, levantó el bastón y caminó a su
cuarto.
—No entres —dijo—, no necesito nada.
Lorenzo pegó un portazo y Sofía sintió un leve temblor en las
paredes. Se tiró en el sillón, llorando, agarró la manta que el padre
usaba y se tapó. No quería moverse, no quería pensar. Le dolía la es-
palda, debía ser la dureza del ataúd, aunque estuviera apoyada sobre
105

frazadas. Antes de dormirse, escuchó en su imaginación a Evita, se


dio cuenta que se había olvidado el disco en el galpón.
X

Escuchó voces que decían su nombre y otro: “Sofía”, “Evita”. Des-


pués ya no distinguió palabras, sólo un murmullo. Estaba en una
cama de hospital. Había una radio prendida en algún lado y sonaba
un tango. “Yo soy la enfermera”, le dijo otra, que era ella misma. Un
cuadro de Perón en la pared, ella no lo veía pero sentía su presencia.
“Yo soy”, repitió la mujer rubia, pero esta vez no agregó el “enfer-
mera”. Se levantó de la cama. Quería correr pero no podía, como si
estuviera bajo el agua. Escuchó su nombre, se acercó a la ventana,
que al llegar era un balcón. “Sofía”, decían. Se miró y se dio cuenta
de que estaba con el sayal. Levantó los brazos y la aplaudieron. En la
multitud, estaba el padre. Empezó el discurso. Tenía una rama en
la mano, que era el bastón presidencial, lo mostró a la multitud, lo

[107]
108

rompió y lo tiró por el balcón. “Yo soy”, escuchó de nuevo su nom-


bre, una y otra vez.
Sofía despertó por los golpes en la puerta, la estaban llaman-
do y ese sonido se había metido en el sueño. Ya era de día, veía
la luz suave de la primera mañana. Miró el reloj, eran las 8:10 pa-
sadas. Todavía le dolía la espalda. “Sofía”, seguían diciendo desde
la calle. Se levantó del sillón y se asomó a la ventana de la puerta.
Había unas cincuenta personas en la vereda, casi todas mujeres y an-
cianos. Reconoció a Tito, a Viktor y a Pantanali entre ellos. Salió y
la gente la aplaudió. “¡Por favor, hágalo de nuevo!”, gritaron. Un
hombre mayor abrió la reja y entró a su jardín, se acercó a Sofía y la
abrazó. Lloraba. “¡Nunca pensé que iba a poder verla, señorita!”, le
dijo. Sofía trató de calmarlo. Como la noche en que esperando la no-
ticia por radio vio llegar gente a la plaza, así llegaban hoy a su puerta:
sin cesar. Venían en grupos, en auto o caminando. Sofía se acercó a
Tito y Pantanali, que fumaban. Viktor parecía un guardaespaldas, le
decía a la gente que dejaran a Sofía, que ya iban a poder hablarle, y
la ayudaba a pasar.
—Fueron al galpón temprano, pensando que ibas a estar —dijo
Tito—, les avisaron que no repetías y se mandaron para acá.
—El partido está dispuesto a contratarte —dijo Pantanali—.
Pedí lo que quieras.
—Que Esteban se instale en mi casa hasta que esto termine
—dijo Sofía—. Si vamos a estar todo el día, necesito descansar en
el medio.
—Claro —dijo Pantanali—. En cuanto al dinero…
—Nada —interrumpió Sofía—. Pagarán el tratamiento de mi
padre cuando terminemos. El resto es todo para el monumento.
109

Sofía sintió que la empujaban, una nena la había abrazado por


un costado, la apretaba con la poca fuerza que le permitían sus ma-
nitas y le decía que la quería mucho. La madre de la nena se acercó,
le dijo a Sofía que le agradecía lo que estaba haciendo, agarró a la
hija del brazo y le gritó que no molestara a la señorita Eva, porque
tenía trabajo que hacer.

Esteban volvió y repasó con Sofía las instrucciones para el cuida­


­do de Lorenzo. Ella no quiso hablar con su padre, que no había salido
del cuarto. Buscó el sayal y la banda presidencial, agregó un poco de
abrigo en la valija y se fue al galpón. Junto a Tito y Pantanali con-
vinieron en que haría turnos de dos horas, cerrarían veinte minu-
tos para que pudiera estirarse, comer o tomar algo, y así hasta que
cayera el sol. El segundo simulacro empezó el miércoles 30 de julio,
un rato antes del mediodía. Cuando Sofía cerró los ojos en el ataúd
y abrieron la puerta de chapa, Viktor le dijo, un poco asustado:
—Preparate que son muchos.
Y empezó la procesión por el féretro. Sofía pensó que debía ser,
porque la primera vez, con los nervios, no había prestado mucha aten-
ción, pero le pareció que la gente estaba más angustiada. Tenía ganas
de abrir los ojos. El disco giraba siempre, la voz de Eva, ya tantas veces
escuchada y conocida, salía una y otra vez desde el a­parato. Para tener
la mente ocupada y distraerse del frío y de la incomodidad, Sofía re-
petía las palabras al mismo tiempo que el disco. Con este ejercicio,
a veces se olvidaba de su cuerpo. “Así debería ser”, pensaba, como
110

estando sin estar, pareciendo dormida pero no, porque la idea es si-
mular un cuerpo con el espíritu ausente.
A medida que el disco se repetía, Sofía le agregaba detalles a
sus películas mentales: se imaginaba en la Plaza de Mayo, miran-
do a Evita que decía el discurso desde el balcón de la Casa Rosada,
otras veces se imaginaba a su lado, bien cerca, desde el punto de
vista de una funcionaria que subió al balcón para compartir el mo­
mento, imaginaba la panorámica de la Plaza de Mayo repleta de
gente corean­do el nombre de Eva, las banderas con leyendas de agra­
de­ci­miento, las imágenes de Perón, hombres trepados a los árboles
como un racimo de descamisados. Éstas eran sus imágenes cuando
escuchaba el disco desde la cama, nunca había jugado a perfeccio­
narlas porque se dormía, pero ahora el disco seguía repitiéndose
como un rezo interminable y podía enfocar, se vio incluso dicién-
dolo con Evita, repetían las palabras a dúo, hacían los mismos ges-
tos y eso le daba una alegría tan grande que necesitaba controlar
su cara para que no se le escapara una sonrisa, mientras los deu-
dos pasaban incansables a mirarla y llorar, a purificar su angustia
y saludar a Viktor, que era el depositario de sus buenos deseos, y en
un momento de la tarde que el disco giraba, el disco insistiendo en
que todos recor­daran la voz de Eva, Sofía llegó a verse a ella sola en el
balcón, no apoyando o imitando a Evita, sino siendo Evita. En ese
juego mental pasaba el tiempo y hasta llegaba a desentenderse de
los comen­tarios que hacían en su cara: “Hasta luego, Señora”, “La
vamos a extrañar”, “¿Por qué?”, “¿Qué hicimos para merecer esta
desgracia?”.
Cerca de las 2:00 de la tarde Viktor le susurró que harían la
pausa. Sofía escuchó que cerraban la puerta y abrió los ojos. Aunque
111

habían conseguido más estufas, sentía frío por la inmovilidad pro-


longada. Un ferroviario se le acercó con una manta y la cubrió. Ella
fue al camarín a tomar café y comer unas galletitas. Pantanali le dijo
que la fila llegaba a la ruta, o sea que serían unos doscientos metros.
“La recaudación va bien”, agregó Tito. Después de la pausa, Sofía
volvió para el segundo turno de dos horas. Algunos visitantes, des-
garrados por el llanto, se tiraban contra el ataúd, los ferroviarios se
encargaban de contenerlos y sacarlos. Una anciana con la cara arru-
gada por el exceso de tiempo, trabajo y angustia, pegó un alarido
tan fuerte que Sofía se movió. La anciana cayó al suelo, inconscien-
te; uno de los hombres del partido la levantó y la llevó a una silla,
la mujer volvió en sí pero Pantanali supo que había que hacer algo.
Fue al hospital de Lobos y pidió ayuda, necesitaban estar listos y
equipados ante emergencias. Volvió con tres enfermeras que se ins-
talaron en una mesa al costado del galpón, les tomaban la presión o
les daban agua a los que parecían más nerviosos y conmovidos, para
serenarlos antes de que tuvieran un colapso que estropeara la oca-
sión, porque aunque se trataba de un velorio simulado, el clima
no dejaba de tener un solapado aire festivo: lo que se celebraba era la
oportunidad de hacerlo, de contar con una Evita real y parecida ahí en
un cajón, para mirarla y llorar sobre ella. En el segundo corte que hi­
cieron para descansar, decidieron que iban a seguir hasta las 10:00
de la noche, porque había cada vez más gente afuera y parecía que
no iba a alcanzar el tiempo para todos.
112

Durante el recreo de las 5:00 de las tarde, que fue un poco más largo,
Sofía y Viktor estaban en el camarín, sentados con los ojos cerrados,
dormitando, Tito y Pantanali contaban la plata.
—Patrón, disculpe —dijo uno de los ferroviarios, tenía unos
veinte años, había entrado sin golpear y parecía asustado. Miró a
Pantanali, que contaba la plata y dijo—: lo busca el comisario.
Tito y Pantanali se miraron.
—Lo conozco —dijo Tito.
—Decíle que pase, pibe —dijo Pantanali.
El ferroviario desapareció. Pantanali metió la urna con la plata
en el placard, donde ya había bolsas llenas con billetes. Sofía y Viktor
se pararon.
—¡Mis felicitaciones a todos! —dijo el comisario al cruzar la
puerta y se sacó su gorro de policía. Miguel Rey tenía unos sesen-
ta años, la cara angulosa y las líneas de la frente marcadas, como
hechas con un objeto cortante y no producto del tiempo. Su andar
era lento y ruidoso porque arrastraba un poco los pies, pegados al
suelo. Otro agente, altísimo y de hombros anchos, entró con él. Se
tocó la gorra a manera de saludo, cerró la puerta y se puso al costado,
como si no quisiera molestar. Sofía le dio la mano a Miguel y él se la
besó—. Sólo estaré un minuto, señores —dijo Miguel y se despren-
dió los botones de su uniforme—. Orgullo de argentino inflama mi
corazón al ver a mi pueblo alegre. Pero como partidario y conocedor
de la seguridad, sé que eventos de esta magnitud son llamadores de
la desgracia… Ustedes están necesitando ayuda, supongo.
Tito y Pantanali se miraron. Miguel miraba a Sofía.
—Sí, es una buena idea —dijo Pantanali—. ¿Usted es peronista?
113

—¡Por supuesto! —dijo Miguel, refregándose las manos—.


Pucha, qué frío está haciendo. Díganme una cosa, ¿cuánto van a
estar con esto? —agarró una cerveza, que Tito tenía en la oficina-
camarín, y se sirvió un vaso.
—Cuatro o cinco días —dijo Tito.
—Ajá, bien —Miguel habló como si hiciera un cálculo comple-
jo. Tomó la cerveza—. ¿Y tiene todos los permisos de la autoridad
competente?
—Claro —dijo Pantanali.
—Ajá, bien —dijo Miguel. Asentía, con un gesto de “me parece
fantástico todo”—. Por ese tiempo, entonces, serían unos cien mil
pesos. Si hay más días se los bonificamos, o arreglamos otro pre-
cio, no hay problema. Todo se conversa —Sofía, indignada, miró a
Tito y a Pantanali. Esperaba que se horrorizaran, que defendieran
el evento como parte de apoyo a la causa. ¿O el comisario no había
dicho que era peronista?
—Me parece razonable —dijo Tito—. ¿Nos deja tres agentes
con nosotros?
—¡Claro! —dijo Miguel, rio con estruendo y le golpeó el hom-
bro a Pantanali—. ¡Viva Perón, carajo! —agarró el vaso y terminó
la cerveza. Lo dejó en la mesa e hizo un sonido de satisfacción. De
afuera llegaba el ruido de la gente, impaciente, acumulándose en la
puerta. Pantanali abrió el placard y separó una cantidad. Miguel se
acercó a Sofía, quiso tocarle la cara y ella se corrió.
—No te asustes, piba —se la quedó mirando, asentía—. Ni que
te hubieran dibujado, che. ¿No serás hija de la Yegua?
—Tomá —dijo Pantanali y le alcanzó una bolsa a Miguel.
114

—Señores, un gusto hacer negocio con ustedes —dijo Mi-


guel—. Acá el compañero —señaló al agente grandote que había
entrado con él— se queda para lo que necesiten, ya les mando a
dos más para que estén cubiertos. Yo vendré cada tanto a ver cómo
anda todo. Tienen mi teléfono para lo que necesiten. Y vos, muñe-
ca brava —dijo y señaló a Sofía—, vas a hacer historia, acordate lo
que te digo.
Cuando Miguel salió de la oficina, el agente grandote le hizo
la venia.

Sofía volvió a su casa cerca de la medianoche. No vio a Lorenzo, que


ya dormía. Esteban le dijo que estaba bien, pero no había querido
hablar ni salir de su cuarto. Al otro día, Sofía se levantó a las 7:00
de la mañana para la tercera jornada consecutiva. Cuando llegó con
Viktor a las 7:30, ya había gente en la puerta del galpón. “Algunos
vinieron ayer a la noche, para entrar primeros”, le dijo uno de los
ferroviarios. Abrieron a las 8:00 de la mañana, estuvieron hasta las
11:00 de la noche, y no llegó a pasar toda la gente. De nuevo, cuando
llegó a su casa, Sofía no pudo ver a su padre. Esteban le dijo que la
rutina se repetía, comía e iba al baño y no salía del cuarto. No quería
escuchar la radio, ni leer el diario.
La cuarta jornada de homenaje, el jueves 31 de julio, alguien
—Sofía ya no sabía quién, porque cada vez eran más los partici-
pantes en el asunto— le había pegado un escudo peronista en el
costado del ataúd. Eran las 5:00 de la tarde, ella estaba dentro del
cajón escuchando el discurso, que ya sabía de memoria. “Hay una
115

sorpresa para vos, Sofi”, dijo Viktor a su lado. Ella se tentó de pre-
guntar y abrir los ojos, pero se contuvo. En tanto tiempo de practi-
car la inmovilidad voluntaria y absoluta, sintió que había adquirido
un control de sí misma inédito, producto de la paradójica actividad
de quedarse quieta evocando una persona muerta pero intentando
mantener un semblante sereno y amable, todo eso generaba una
batalla contra todo lo que dentro de ella sucedía y debía evitar: las
ganas de acomodarse, de estirarse, de moverse, de rascarse, de bos-
tezar, incluso de dormirse. Había podido escuchar, más bien sentir,
la multitud de voces contradictorias en su interior, las que decían
“pedí un recreo ahora, esto para qué lo hacés”, la que trataba a la
primera de gorila y una tercera o cuarta que obligaba a todas a callar-
se y seguir haciendo lo que estaban haciendo: nada. Estar. Ser Eva.
Cuando ya las voces eran atronadoras, inaguantables, cuando algo
en ella clamaba moverse o hablar o comer o todo eso junto, incluso
sin sentir ganas, sólo para salir de la incomodidad de una postura
y una actitud antinaturales —incomodidad que tampoco lo era, se
decía, “porque estoy tirada y quieta sobre estas frazadas”—, enton-
ces pensaba en Evita, en su sacrificio y en su cuerpo, y la voz que se
lo recordaba no era ya una de esas caprichosas sino un comandan-
te interior firme y decidido, que serenaba todo impulso molesto y
Sofía “volvía”, como ella le llamaba a esa sensación de hacerse caso,
y escuchaba a la gente, que era para quien estaba haciendo esto, y se
ponía feliz por lo que les estaba brindando. Otra cosa que le daba
fuerza era recordar sus épocas de búsqueda incesante de fotos de
Eva en revistas, su religioso estar frente a la radio a la hora justa
para poner el dial y escucharla con su voz de ángel perfumado, tra-
yendo desde el misterio de la radio el teatro y la poesía. Fragmentos
116

de capítulos venían a su mente, palabras dichas por Evita una vez y


por Sofía miles, porque ella anotaba en un cuaderno las frases que
le gustaban, textos de personajes que no fueron guardados por ningún
disco, hoy perdidos para el mundo, pero por siempre grabados en
su corazón. Por eso, porque la custodia y la recuerda, “este disco es
un milagro”, pensó Sofía el día que lo había comprado. “Puedo es-
cucharla cuando quiera, hacerla presente conmigo cuando lo nece-
site”. Nunca imaginó que esa pequeña inversión sería tan útil a sí
misma, al partido y a la causa.
“Hay una sorpresa para vos, Sofi”, dijo Viktor a su lado. Sofía
escuchó un sonido familiar: una rueda girando. Viktor no habló,
nadie lo estaba saludando.
—Dame una mano, ruso —escuchó decir a Lorenzo. Por los soni-
dos que siguieron, Sofía intuyó que Viktor y Esteban lo estaban ayu-
dando a bajar de la silla de ruedas y ponerse de pie. La poca luz que
los párpados de Sofía recibían se eclipsó cuando su padre la miró
de cerca, desde arriba. Ella sintió el llanto de Lorenzo, su conmoción.
—Estoy orgulloso de vos, Sofi —susurró él—. No abras los
ojos, eh. Así te miro como si fueras ella. Estás muy linda.
Sofía sintió sus propias lágrimas inundándole los ojos, apretó
el llanto y se contuvo, para darle al padre el espectáculo que él quería
tener. Lorenzo la besó en la frente. Viktor lo ayudó a volver a la silla.
—Está muy linda, señorita —dijo Esteban y le tocó la mano con
el rosario. Vio que bajo los párpados cerrados de Sofía brotaban dos
hilos de lágrimas y caían por el costado de su cara. Esteban sacó un
pañuelo y se las secó. Después saludó a Viktor diciéndole “Perón” y
se llevó a Lorenzo en la silla de ruedas. Cuando salieron del galpón
para volver a su casa, Tito le regaló a Lorenzo una botella de tequila.
XI

El viernes 1 de agosto Sofía salió de la oficina vestida con sayal


para empezar el simulacro, eran las 8:50 de la mañana y afuera la
gente exigía que el acto empezara. Caminó hacia el ataúd junto
con Viktor; comentaban sobre el día anterior y se daban sugeren­
cias para mejorar el acto cuando escucharon un ruido y se abrió la
puerta del galpón.
—¡Todavía no! —gritó uno de los ferroviarios y corrió a cerrarla.
Sofía vio a la gente agolpándose. Los sonidos que había escucha-
do durante los últimos dos días, de pronto tuvieron cara; reconoció a
vecinos de Lobos, otros que no sabía quiénes eran, pero todos tenían
un mismo gesto desconsolado y hacían fuerza para abrir la puer-
ta. Las caras se les iluminaron cuando vieron a Sofía de blanco, de
pie en el centro del galpón. El agente de policía que había dejado el

[117]
118

comisario les gritó que esperasen, sacó su arma y uno del público lo
agarró y le levantó el brazo, el arma se disparó hacia arriba e hizo un
agujero en el techo de chapa. Fue como una señal para el inicio de
una estampida. La gente gritó, asustada, abrió la puerta del galpón
de par en par y empujó a los ferroviarios que trataban de frenarla;
Pantanali y Tito pedían calma a gritos. El policía cayó al suelo y los
ferroviarios también, el público entró en manada; Viktor se quiso
poner delante de Sofía, pero ella no lo dejó. Un hombre de unos cin-
cuenta años, con boina, que había entrado corriendo, frenó cuando
estuvo cerca de Sofía. Los primeros dos o tres que lo siguieron, tam-
bién. La rodearon. Pero ella no sentía miedo: sonreía. El galpón se
había iluminado porque las puertas estaban abiertas de par en par,
la luz del sol se reflejaba en los pedazos de trenes. El policía, dobla-
do y con raspaduras en la cara, se levantó y fue con el arma hacia la
multitud que encerraba a Sofía.
—¡Quieto! —le gritó ella. No sólo el policía, sino que toda la
gente se detuvo. Los que todavía no habían podido ver a Sofía y los
que más atrás no habían escuchado, se asomaban para ver y pre-
guntaban. Ella le pidió al policía que guardara el arma y a una de
las enfermeras que lo atendiera a él y a un hombre al que le san-
graba la nariz. Luego estiró las manos hacia Viktor y le pidió que la
ayudara a subir. Viktor la levantó y Sofía quedó parada en la mesa,
junto al cajón.
—Amigos —dijo, tranquila, como si estuviera acostumbrada a
momentos así—. Queremos que todos pasen a disfrutar lo que el
partido creó para ustedes. Pero tenemos que ser cuidadosos y or-
denados, para no lastimarnos. Vuelvan afuera, por favor, y hagan lo
que los compañeros les pidan. Así como yo elegí venir a realizar esto
119

y tengo una función, ustedes tienen la suya, y es cuidar que estemos


bien y tranquilos. Es lo que le hubiera gustado a Evita, ¿no? Todos
van a entrar, se los prometo.
La gente, murmurando, empezó a salir. El hombre justo frente
a ella se había sacado la boina y la tenía apretada contra el pecho.
“Usted es un ángel, señorita”, susurró. Lloraba.

El mismo día, cerca de la 1:00, Sofía, dentro del ataúd, escuchó que
un hombre hablaba con Viktor. Reconoció la voz del comisario,
Miguel Rey, que se acercó a mirarla. Sofía sintió olor a alcohol sobre
su cara.
—¡Ya te decía yo que ibas a hacer historia! —escuchó—. Están
todos hablando de que te paraste y fue como si hubiera resucitado
la Yegua. Capaz que te casás con Perón y todo, ¿eh?
Miguel se alejó del ataúd y le preguntó a Viktor por Tito y Pan-
tanali. Cuando se fue, Viktor se acercó al cajón.
—No te asustes, que éste vino a molestar —dijo y le tocó la
mano. Ella le hizo una leve caricia, era su manera de confirmarle que
lo había escuchado sin tener que abrir los ojos ni moverse de más.
—Hacemos el descanso ahora —dijo Tito—. Vengan para la
oficina, urgente.
Ella escuchó los sonidos de siempre: los lamentos de la gente
cuando le avisaban que debía irse, los ferroviarios consolándolos,
explicando que más tarde volverían a abrir, la puerta del galpón ce-
rrándose. Sofía abrió los ojos. Se sentó en el cajón, Viktor la ayudó a
120

salir. En la oficina los esperaban Tito y Pantanali, que cerró la puer-


ta. Se lo veía preocupado.
—Tenemos un problema —dijo Pantanali—, y una posible
solución.
Viktor le alcanzó un abrigo a Sofía y se lo puso sobre los hom-
bros. Se sentaron.
—Miguel quiere la mitad de la recaudación —dijo Pantanali.
—Qué hijo de puta —dijo Viktor.
—Ve que la plata entra sin parar, porque hay cada vez más gente
—dijo Tito—. Ayer vinieron desde La Pampa a verte, por ejemplo.
—¿Y cómo saben allá que hacemos esto? —preguntó Sofía.
—No sé, pero al ritmo que venimos —dijo Pantanali—, en diez
días tendríamos la plata para el monumento.
—¿Diez días? —dijo Sofía—. Es mucho, estoy cansada.
—¿Y el funeral de Eva? —preguntó Viktor—. Si termina, no
tiene sentido seguir.
—Allá es igual que acá, pero multiplicado por mil —dijo Panta-
nali y le alcanzó el ejemplar de La Verdad de ese día. En la tapa estaba
la foto de una inmensa hilera de personas sobre la avenida Rivada-
via—. Cinco kilómetros de fila, algunos esperan hasta diez horas.
—¿Y cuál es la solución posible? —preguntó Sofía.
—Hacer la función en pueblos cercanos —dijo Pantanali. Sofía
no entendía.
—Es sencillo, piba —dijo Tito—. Tenemos al gremio ferro­viario
en toda la provincia y el apoyo del partido. Necesitamos pocas cosas.
Vos, el ataúd, el ruso y los elementos. Entra todo en la pick-up. Hasta
podríamos hacer dos o tres ciudades por día.
—Pero me alejaría mucho de mi papá.
121

—Para adelantarme a tus preocupaciones, hablé con Esteban


—dijo Pantanali—. No tiene problema en quedarse el tiempo que
sea necesario.
—¿Vos venís? —le preguntó Sofía a Viktor. Él asintió. Sofía
miró la foto con la gente, en Buenos Aires—. Una semana —dijo
ella—, incluso si el funeral de Evita sigue, yo quiero terminar.
—Está bien —dijo Tito. Se paró—. Que esto quede entre nosotros.
—Le voy a decir a Miguel que sí —dijo Pantanali—, le doy la
mitad de la plata de hoy y ustedes se van hoy a la noche, cuando
terminemos.
—¿Usted no viene? —preguntó Sofía.
—No, voy a coordinar todo con el partido, el cual está más que
orgulloso de su servicio, señorita.
Tito dijo que debían volver, la gente se agolpaba afuera.

Sofía preparaba una valija grande en su cuarto y Esteban le ayu-


daba. Lorenzo se había quedado dormido escuchando la radio, que
hasta hacía un rato seguía transmitiendo las novedades del velorio
en Buenos Aires. Ahora sonaba la eterna, angustiosa y deprimente
música sacra.
—Contame —pidió Esteban—, ¿a qué lugares van?
—No sé —dijo Sofía, doblando un pulóver. Lo metió en la va-
lija y lo empujó, porque no entraba.
—Ese comisario es un cerdo —dijo Esteban y ayudó a Sofía a
cerrar la valija.
122

—Sí, pero no se nos había ocurrido hacerlo en otro lado, quizá


es para mejor —dijo Sofía, giró y se sentó en la cama. Esteban se
sentó con ella—. Me sigue pareciendo que a la gente le hace bien.
—¿Qué cosa?
—Mirarme. Es como si yo no estuviera, pero ellos ven eso. Ven
lo que quieren ver. ¿Entendés?
—Sí. Igual tan loquitos no son, si vos sos igualita —Esteban le-
vantó la valija, la sacó de la cama y la apoyó en el suelo—. Está pesa-
da, nena, ni que te fueras un año.
Sofía le pidió a Esteban que la esperase afuera, porque quería
cambiarse. Cuando él salió, ella abrió el cajón, buscó su petaca, la
llenó con licor de menta y la metió en la valija. Salió del cuarto al
living, vio que Esteban la esperaba en la vereda.
—¿Nena? —se escuchó desde el sillón. Era Lorenzo, que se des-
pertaba. Sofía fue a su lado, le levantó la frazada que lo cubría y lo
besó en la frente.
—Me voy unos días, papi.
—¿Y me dejás con el maricón?
—Se llama Esteban.
—Ya sé —dijo Lorenzo, seguía entre dormido y despierto, casi
sonámbulo—. Es un buen chico, aunque sea maricón.
Sofía rio, apoyó los labios en la frente del padre y le dio un beso
largo, acariciándole el pelo. Lorenzo le sonrió y cerró los ojos. Sofía
salió a la puerta.
—Nunca lo vi tan bien a tu papi —dijo Esteban—. Desde que em-
pezaste a hacer esto de Evita le cambió la cara. Creo que es el orgullo.
La noche era oscura y no había luna. Escucharon el ruido de
unos autos y vieron las luces que se acercaban, Tito en su auto y
123

Viktor en su pick-up frenaron en la puerta de la casa de Sofía y de-


jaron el motor andando. Viktor llevó la valija de Sofía a la parte de
atrás de la pick-up, levantó la lona que cubría el ataúd y los elemen-
tos para la ceremonia de homenaje y guardó la valija abajo. Sofía sa-
ludó a Esteban y subió a la pick-up. Tito, desde su auto, les hizo señas
con las luces. Viktor arrancó; la pick-up y el auto dieron la vuelta y
salieron por donde habían venido.
—¿Dónde vamos? —preguntó Sofía.
—A José Mármol —dijo Viktor—, pero para salir de Lobos te-
nemos que dar toda una vuelta, así no pasamos por la comisaría.
Sofía miró las casas apagadas. La gente seguía de luto, en una
atmósfera de angustia. El frío ayudaba a eso, a las ganas de reple-
garse, de no mirar, de cruzar los brazos y dejarse ganar por el llanto.
La pick-up seguía dando vueltas, Sofía sintió que era un tour secreto
en su propio pueblo. La última parte la hicieron dentro del bosque,
por un camino que ella no conocía. Ni ella ni Viktor hablaron, todo
fue en silencio, cortado por el ruido de la pick-up y el auto de Tito
moviéndose. Salieron a la ruta, faltaba poco para la autopista. Más
adelante, Sofía vio el arco de hierro que cruzaba la entrada al pue-
blo y el reverso del cartel, que del otro lado decía “BIENVENIDOS A
LOBOS” a los que entraban. Del lado de adentro, desde el que ella
miraba, no había nada. Más de una vez, los vecinos habían pedido
a la intendencia que se pusiera un cartel que dijera “GRACIAS POR
SU VISITA”, pero nunca había pasado de ser una idea. Como una
pequeña explosión blanca, en una esquina del arco se prendieron
los faroles de un auto. Era un patrullero, Sofía lo reconoció por la
luz del techo. Viktor frenó y Tito, detrás, también. El patrullero se
movió unos metros y tapó la entrada al pueblo. Bajaron dos policías
124

y caminaron hacia la pick-up de Viktor. Sofía escuchó que atrás Tito


había abierto la puerta. “Miguel”, dijo Viktor a Sofía, sin sacarle la
vista a los policías adelante. Los dos oficiales que se acercaban que-
daron iluminados por la luz de la pick-up, Sofía distinguió al comi-
sario y al agente grandote que custodiaba el simulacro del velorio en
el galpón. Cuando respiraban, el aire se hacía vapor contra el frío de
la intemperie. El agente se quedó parado frente a la pick-up, Viktor
bajó la ventanilla, Miguel se acercó.
—Buenas noches, paisano —dijo Miguel—. ¿Dónde van en
cara­vana, a estas horas?
—Buenas noches, comisario —saludó Viktor.
—¿Qué hacés, piba? —dijo Miguel a Sofía—. ¿No te da vergüen-
za escaparte de tu pueblo, que tanto te necesita? Y con este frío, che.
—Vení, Miguel. Hablemos —dijo Tito, que se había acercado. Le
estiró el brazo y trató de tomar a Miguel por el hombro, pero él se co-
rrió con un movimiento brusco.
—Yo soy la ley, Albertito —dijo Miguel—. Tené cuidado. Y de-
cime señor comisario, ¿está claro? Decime qué mierda hacían o los
mando a la jaula ya mismo.
El agente, iluminado por las luces de la pick-up, miraba a Viktor,
que tenía las manos en el volante.
—No hacíamos nada, señor comisario —dijo Tito. Metió la
mano en el bolsillo de su saco. Asustados por el movimiento, Mi-
guel sacó su arma y el agente también. Sofía gritó—. ¡Tranquilo!
—dijo Tito y levantó las manos—. Tengo algo en el bolsillo, te lo iba
a mandar después. Agarralo vos.
Miguel metió la mano en el bolsillo de Tito y sacó un sobre. Se
alejó unos pasos para ver con la luz de la pick-up.
125

—Decile al grandote que baje el arma —pidió Tito.


—¡Silencio, mierda! —gritó Miguel. Abrió el sobre y sacó el
dinero. Empezó a reír, agitó los billetes en el aire y dijo—: ¿Vos me
querés arreglar con esta mierdita? ¿Soy tarado, que no me iba a dar
cuenta que se llevan el boliche? Esta piba es una mina de oro, y es de
Lobos. Y Lobos es mío. Todos a la comisaría, ya mismo.
Miguel salió de la luz, se acercó a Tito y sacó sus esposas, Viktor
abrió la puerta y se la pegó en la cara, los billetes que Miguel tenía
en la mano volaron. Sofía gritó, el agente le disparó a Tito, él se aga-
chó tras la puerta abierta y sacó su arma. Viktor bajó la cabeza y
con su mano derecha agarró a Sofía y la tiró hacia abajo. Miguel, en
el piso, le gritó a su compañero “no dispares, tarado”, porque casi
recibe un par de disparos. El agente dejó de disparar, Tito le pegó
un tiro en el hombro y Viktor soltó el freno, arrancó la pick-up con
la puerta abierta, chocó al agente y lo hizo volar por el aire, cayó y
quedó doblado, empezó a arrastrarse al patrullero y Viktor aceleró
otra vez y cuando le pasó por arriba la pick-up se levantó por el cos-
tado izquierdo.
Bajaron, Sofía vio al agente debajo de una rueda. Gritaba. En la
otra esquina, Miguel estaba en el piso, rodeado de billetes, se agarraba
la cara y apretaba su nariz, que chorreaba sangre a borbotones, por el
golpe contra la puerta. Viktor y Tito cruzaron unas palabras. El ucra-
niano volvió a la pick-up, sacó un arma de la guantera y fue hacia el
agente. Sofía vio que Tito le apuntaba a Miguel, en el piso.
—Los van a ir a buscar —dijo Miguel.
Tito apretó el gatillo una vez, el tiro se metió por la frente de
Miguel, que se desplomó en el asfalto en el mismo momento en el
126

que Viktor disparó al agente, torcido bajo la pick-up. Sofía gritó y se


tapó los oídos. Empezó a llorar. Viktor y Tito volvieron a juntarse.
—No podemos dejarlos —escuchó Sofía decir a Tito—, nos van
a echar toda la policía encima. Voy a correr el patrullero, vos poné-
melos en el baúl del auto. ¡Ayudanos, nena! —gritó Tito, Sofía tem-
blaba y miraba al agente—. ¡Nena! —Sofía miró a Tito—. Limpiá la
sangre con la bandera y juntá lo que hay en el piso. ¡Apurate!
Sofía levantó del asfalto las esposas del comisario, los billetes
y el sobre. Fue a la parte de atrás de la pick-up y sacó la bandera con
que cubrían el féretro. Tito fue al patrullero, que había quedado
con el motor encendido, lo movió a un costado del camino y lo
apagó. Viktor levantó del suelo el cuerpo del comisario, se lo cargó al
hombro y caminó al auto de Tito. Sofía se quedó parada en la os­
curidad, en el medio de la ruta, con la bandera doblada en la mano.
Vio en el asfalto, donde Tito había disparado al comisario, una man-
cha de sangre. Le pareció negra.
—¡Dame la guita! —gritó Tito—. ¡Y limpiá! ¡Apurate, que se seca!
Sofía le dio los billetes arrugados y el sobre, que Miguel había
roto. Tito se metió todo en el bolsillo. Ella se agachó y con la ban­dera
limpió la sangre que había quedado en el asfalto, después hizo lo
mismo donde Viktor había rematado al agente. Viktor abrió el baúl
del auto de Tito y metió al comisario; cuando trató de meter al agente,
se dio cuenta de que los dos no entraban. Lo levantó y le dio vuelta,
para que su cabeza quedara del lado de los pies del comi­sario, le torció
el brazo y lo empujó, quedaron uno encima del otro, doblados como
contorsionistas. Sofía le dio la bandera a Viktor, que la tiró junto con
las armas adentro del baúl y lo cerró. Tito subió al auto, Viktor y Sofía
a la camioneta, y juntos salieron de Lobos a toda velocidad.
XII

El auto y la pick-up avanzaban por la ruta vacía, Sofía estaba con


los brazos cruzados y la cabeza apoyada en el asiento, queriendo
hacer desaparecer el miedo que se movía en su interior. Respiró
profundo. Al costado, en la llanura, el cielo estaba negro y se veían
nubes moviéndose rápidamente por el viento. Los vidrios se habían
empañado. En la puerta del conductor había agujeros hechos por
los disparos del agente y se colaba un poco de frío adentro, Viktor
tenía manchas de sangre en las manos y en el hombro.
—¿Qué va a pasar? —preguntó Sofía.
—No sé —dijo él.
Sofía giró en su asiento y miró hacia atrás. Vio la utilería que
usaban en el simulacro, estaba todo desordenado. Se acomodó en
su asiento. Encendió el estéreo y puso la radio. La mayoría de las

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128

estaciones habían terminado su programación y sólo se escuchaba


ruido, salvo en una, que todavía emitía música sacra. Apagó la radio.
Volvió a acomodarse en su asiento. “Vamos a ir todos presos”, pensó.
En su imaginación se repetía el sonido de las armas, el temblor en
su pecho cuando oyó los disparos, el comisario arrastrándose y la
ejecución de Tito, el agente roto por el golpe de la pick-up. Se obli-
gó a repasar los discursos de Eva, la distraían de los últimos even-
tos y le devolvían la alegría. Otro miedo la asaltó al pensar en un
detalle mucho menor que el asesinato que acababan de cometer:
nunca se había ido tan lejos de Lobos, excepto una vez, cuando fue-
ron a consultar con un médico de Buenos Aires por los problemas
de Loren­zo. Estuvieron tres días en un hotel de la Policía Federal,
se enteraron de que la única opción para que la recuperación de su
padre fuese completa era un tratamiento en Estados Unidos, muy
lejos de lo que la obra social y sus ingresos podían costear. Pero
ahora se iba para hacer de Evita muerta.
Viajaron por la ruta casi media hora, hasta que apareció un gal-
pón de los ferroviarios, como el que tenían en Lobos, sólo que éste
decía en la puerta “Estación Máximo Paz”. Tito le hizo luces a Viktor,
el auto y la pick-up salieron de la ruta hacia el galpón, desacelerando
a medida que se acercaban. Frenaron, apagaron las luces y bajaron.
Sofía sintió el contraste entre el interior de la pick-up y el frío de la
intemperie. Tito y Viktor, que se habían adelantado a Sofía, mira-
ban la puerta corrediza, cerrada con una gruesa cadena y un canda-
do. Murmuraban algo entre ellos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sofía.
—Volvé a la pick-up, nena —dijo Tito.
—No, tenemos que hablar, ¿qué va a pasar?
129

—No tenemos nada que hablar, y no sé qué va a pasar, pero ma-


tamos a un comisario —dijo Tito—, y hay que resolver eso. Sere­nate
un poquito, ¿querés?
Viktor trató de romper el candado con la mano, doblándolo. La
cadena golpeaba contra la puerta de chapa y hacía ruido.
—Tranquilo, ruso, que nos van a escuchar —le dijo Tito.
—Yo no maté a nadie —dijo Sofía.
—Si nos agarran fuimos todos, ¿entendés, Evita? —dijo Tito,
mordiendo rabia.
—¿Cuándo vamos a volver a Lobos? —preguntó Sofía.
—Nunca —dijo Tito y sacó su arma—. Dame tu abrigo.
Sofía se sacó el abrigo y se lo dio a Tito. Él lo revisó un poco y
se lo dio a Viktor.
—Doblalo todas las veces que puedas y ponelo encima del can-
dado —dijo.
Una vez que Viktor hizo lo que le había pedido, Tito hundió
el arma en el saco y corrieron la cara. Sofía se alejó. Tito gatilló una
vez, el disparo se escuchó seco y apagado. Viktor extendió el abrigo,
que tenía un poco de humo, y se lo dio a Sofía. Tiró del candado y lo
terminó de romper, sacó la cadena de la puerta y la abrió con suavi-
dad, porque era del mismo modelo que la de Lobos y hacía mucho
ruido. No se veía nada adentro. Viktor entró.
—¿A dónde va? —dijo Sofía. Revisó los agujeros del abrigo y
se lo puso.
—A buscar cosas —dijo Tito—. Volvé que ya nos vamos.
Sofía se metió en la pick-up. Tito volvió a su auto, lo estacionó
frente al galpón y encendió las luces para iluminar a Viktor en el in-
terior. Después de un tiempo, que debió de ser menos de un minuto
130

pero que a ella se le hizo eterno, Viktor salió con un pico y una pala,
cerró la puerta, dejó las cosas en la parte de atrás de la pick-up y
subió. Volvieron a la ruta y anduvieron cerca de media hora, cuando
Tito hizo luces nuevamente y salió hacia tres grandes árboles que
había a un costado del camino. Viktor lo siguió y frenó detrás de él.
Bajó de la pick-up, agarró el pico y la pala y fue al auto de Tito. Jun-
tos sacaron los cuerpos del baúl y los llevaron al costado de uno de
los árboles. Viktor empezó a picar la tierra. A Sofía le impresionaba
su serenidad, hacía todo como si fuera su trabajo cotidiano, como
si lo hubiera hecho muchas otras veces. Tito caminó a la pick-up y le
golpeó la ventanilla, ella la bajó.
—Si cambiamos de agenda van a sospechar —dijo Tito—, así
que terminamos y seguimos con todo, tal cual estaba planeado.
Tito encendió un fósforo, quería fumar. Viktor tiró una piedra
a la pick-up, para llamar su atención.
—¡No enciendas nada que nos pueden ver! —gritó Viktor
desde el árbol.
—Este ruso es un soldado —dijo Tito, tiró el cigarrillo al cés-
ped y lo pisó.
Sofía escuchaba el ruido del pico entrando y saliendo de la tierra.
—¿Qué va a pasar con ellos? —preguntó a Tito, mirando los
cuerpos.
—Les van a crecer flores —dijo Tito y la miró fijo, serio—.
Nunca viste nada de esto, lo tenés claro, ¿no? —Sofía asintió—. Qué
ganas de fumar, la puta madre.
—Nos va a faltar una bandera.
—Cualquier unidad básica nos presta. Capaz haya alguna con
Evita estampada. O con tu cara, directamente. Descansá un poco.
131

—No puedo —dijo Sofía.


Tito caminó a su auto. Sofía bajó de la pick-up y fue a la parte de
atrás. Buscó y abrió su valija. Sacó la petaca, tomó un trago largo y
sintió el licor de menta calentándola por adentro. Se acercó a Viktor
y le ofreció un trago. Él frenó, se secó la frente con la mano y aga-
rró la petaca.
—Gracias —dijo y tomó un sorbo. Sofía se quedó mirando los
cuerpos doblados, uno encima del otro.
—Nunca había visto un muerto.
—El suelo está helado, voy a tardar —explicó Viktor y le devol-
vió la petaca—.Volvé a la pick-up, te va a hacer mal el frío.
Sofía se alejó unos pasos y se quedó mirando a Viktor. Unos mi-
nutos después volvió a la pick-up, le dolían las piernas de estar para-
da, del cansancio, de la angustia y del miedo. Se sentó y dormitó un
poco. Cuando la fosa estuvo terminada, Viktor echó un cuerpo y el
ruido la despertó. Tiró el segundo cuerpo sobre el primero y el so-
nido fue distinto. Después tiró adentro la bandera con sangre y tapó
la fosa con tierra. Viktor volvió a la pick-up, Sofía pensó que tapar el
pozo había sido mucho más rápido que hacerlo.

Anduvieron por la ruta 205 hasta José Mármol, donde llegaron cerca
de las 6:00 de la mañana. Todavía la noche era plena, Sofía pensó
que ya era sábado y que hoy, si fuese un día común, el médico ven-
dría pasadas las 10:00 de la mañana a hacerle un chequeo a Lorenzo
y ella estaría allí para recibirlo. Cuando entraron al pueblo, igual que
en Lobos, a Sofía le pareció desierto, y en muchas puertas se veían
132

altares caseros dedicados a la memoria de Evita. Tito frenó ante una


casa de dos pisos con garaje, bajó y tocó la puerta. Salió a recibirlo un
hombre canoso de unos setenta años, con una bata roja. Se dieron
un fuerte abrazo. Sofía los vio hablar. Tito volvió a su auto, lo apagó,
lo cerró y entró a la casa con el hombre de la bata.
—Es un diputado, amigo de Tito de hace años —explicó Viktor.
Se abrió el portón del garaje; desde adentro Tito le hizo señas
para que metiera la pick-up.
Ya en la casa, Sofía se encontró en un living enorme. En el cen-
tro había una gran mesa de madera donde Tito y el hombre de
bata, sentados, conversaban y reían, haciendo un ruido que con-
trarrestaba con el silencio de la madrugada. A su lado, una mujer
con una bata azul y ruleros les servía café.
—Dios santo —dijo la mujer al ver a Sofía—, Jesús y la virgen.
—No, Magda —dijo el hombre y se paró—. Es Evita.
El hombre se acercó a Sofía, tenía la mirada suave y tranquila, le
recordó la de su padre antes de que le disparasen.
—Mi amigo —le dijo el hombre a Tito—, sos un hombre afor-
tunado. Señorita…
—Sofía —dijo ella.
—Yo soy Ernesto Mancuso, un gusto —no le sacaba la vista de
encima—. Con Perón no te fue tan bien… pero es un gusto igual
—dijo Ernesto y le dio la mano a Viktor.
—Compensan —dijo Tito y tomó un sorbo del café que le había
servido la mujer.
—Ella es Magdalena, mi esposa —dijo Ernesto. La mujer hizo
una inclinación de cabeza, con la cafetera humeante en la mano—.
Por favor, desayunen.
133

Viktor y Sofía se sentaron y tomaron café. Magdalena fue a la


cocina.
—Bueno, hice unos llamados —dijo Ernesto con una seriedad
nueva, como si hubiera estado esperando a que se fuera su mujer
para hablar de cosas importantes—. Encontraron el patrullero, pero
no tienen idea de qué pudo haber pasado. Para no llamar la aten-
ción, te diría que sigas.
Tito asintió. Ernesto contó que tenía todo arreglado para hacer
el evento en un club. Miró a Sofía y habló de la importancia de su
tarea, del momento histórico, del privilegio que significaba pare-
cerse a Eva. Sofía lo escuchaba, pero el cansancio le había ganado el
cuerpo: la tensión acumulada de esos días, lo incómodo del cajón,
el nervio de esa noche, todo se había aflojado con ese café. Sólo
quería dormir.
—Chiquita, qué cara —dijo Magdalena, había vuelto y traía una
bandeja con masitas—. Ernesto, que esta criatura se vaya a dormir
ya mismo.
Sofía rio, Tito dijo que le parecía bien, después de todo, Sofía era
la estrella. Los hombres empezaron a comer y siguieron hablando
cuando se fue. Magdalena la llevó a una habitación y le dijo que se
sintiera como en su casa. Sofía agradeció. Una vez sola, abrió la vali-
ja y sacó su ropa. Se duchó y se acostó. Antes de quedarse dormida,
escuchó pájaros. Amanecía.
XIII

La despertaron golpeando la puerta, cerca del mediodía. Sofía se


puso encima su abrigo agujereado y abrió. Era Viktor, con un desa-
yuno que le mandaban los dueños de la casa; jugo de naranja,
café, dos panes enormes, manteca y mermelada, y un sándwich de
jamón y queso tan grande que podía alimentar a tres personas.
Viktor dijo que había ido al lugar que les habían cedido y había
preparado todo. También dijo que ya había gente esperando, por-
que el gremio lo había informado llamando a todos los afiliados y
hasta lo habían anunciado en la radio local. Viktor dejó la bandeja
en la cama y se dio la vuelta para irse. Sofía le preguntó si él había
comido, Viktor dijo que no.
—¿Y cómo dormiste? —preguntó ella.
—No dormí —dijo Viktor—. Te espero abajo.

[135]
136

Salió y cerró la puerta. Sofía pensó que el ucraniano era un soldado


de su causa, como los descamisados de Evita. Apuró el desayuno por-
que se hacía tarde, pero también porque tenía mucha hambre.
Acomodó la ropa de su valija sobre una silla, se cambió y bajó.
Magdalena estaba levantando las cosas en la mesa del living, los
hombres habían desayunado abajo. Con una ondulación perfecta,
su pelo hacía gala de los ruleros usados la noche anterior.
—¡Pero qué linda está la reina Eva! —dijo Magdalena cuando
vio bajar a Sofía—. ¿Cómo dormiste, pimpollo?
—Bien, gracias.
—El muchacho te espera en la puerta. Mi marido y Tito están
en el salón de actos. Es un lugar hermoso, vas a ver. Capaz que más
tarde te visito, quiero verte haciendo de ella.
—Gracias —dijo Sofía, y salió para la puerta.
—¡Esperá! —gritó Magdalena, dejó el repasador en la mesa y
caminó hacia Sofía. Tocó la parte de atrás de su abrigo, le puso la
mano en la solapa y lo limpió—. Nena, no podés ir con esto. Está
sucio, viejo, ¡y tiene dos agujeros! Esperame un minuto.
Magdalena subió las escaleras. Sofía esperó junto a la mesa. Miró
las fotos en los portarretratos sobre los muebles, el matrimonio se
veía feliz en todas. Afuera, Viktor le tocó la bocina. Unos minu­
tos después, Magdalena bajó con un tapado de piel y unas joyas
en las manos.
—Sacate eso —le dijo a Sofía y señaló su abrigo. Sofía hizo lo
que le decían y lo dejó sobre la mesa. Miró de costado, casi espiando
y maravillada, las joyas que Magdalena había traído. Se dejó poner
el tapado, un collar y aros de perlas.
137

—Ahora sí —dijo Magdalena, acomodándole el cuello—. Sos


toda una Evita.
—No puedo, mire si les pasa algo.
—Son para vos, así entrás como corresponde —afuera, Viktor
hizo sonar la bocina otra vez—. ¡Ay, este chico! Andá, nena. Viva
Evita… carajo —dijo Magdalena y acto seguido le pidió a Sofía que
no le contara a Ernesto que había dicho un insulto, a él no le gustaba
que dijera malas palabras. Sofía sonrió y prometió que no lo haría.
Magdalena la besó en la mejilla.
Cuando Sofía subió a la pick-up, Viktor la miró.
—¿Y ese zorro?
—Me lo regaló la señora —explicó ella.
Viktor manejó hasta el salón de actos que el Partido Justicialista
tenía en José Mármol. A Sofía, el pueblo le pareció igual que Lobos.
Quizá un poco más grande, pero en esencia era lo mismo, casas bajas y
una plaza central rodeada por el Municipio, la iglesia, algún otro edifi-
cio administrativo y el tren; no sólo su estación, sino la certeza de que
se trataba de un lugar en el que ese medio era importante porque su
fundación y su momento actual estaban ligados a la actividad ferro-
viaria, las calles tenían nombres de maquinistas y en las plazas había
esculturas que homenajeaban a gente relacionada con ese transporte.
Doblaron una esquina y Sofía vio una multitud frente a lo que parecía
un depósito. Al acercarse, Sofía reconoció a Tito entre la gente. Viktor
frenó la pick-up, Tito se acercó, le abrió la puerta y estiró su mano para
ayudar a bajar a Sofía. Unas personas gritaron “¡Es Eva!” y corrieron
hacia ella. Tito intentó hacerla pasar, enseguida se les unió Viktor y
los ayudó con su fuerza de empuje a entrar en el local. Dos hombres
de saco y corbata negra habían abierto la puerta y se quedaron afuera
138

conteniendo a la gente; otros cuatro hombres, adentro y con idéntico


uniforme, los acompañaron por un pasillo con piso de alfombra. En-
traron por una puerta vaivén al salón de actos que, justamente, se lla-
maba “Eva Perón”. Sofía vio más hombres adentro. Uno que hablaba
con Tito se acercó a Sofía y le tendió la mano.
—Señora —dijo el hombre y a Sofía le sonó extraño que la lla-
maran así, por un momento sintió que hablaba con otra persona.
No iba a explicar que no estaba casada, que era una señorita, que no
era Eva Perón—. Un lujo y un gusto tenerla con nosotros.
—El señor es el presidente del Partido Peronista en la ciudad
—explicó Tito.
—Ricardo Dameri —dijo el hombre, estrechando la mano de Sofía.
—Yo soy Sofía.
Era un teatro grande, pero no tenía butacas sino sillas, que ha-
bían sido corridas, y el telón estaba cerrado. Sofía sintió olor a hu-
medad y frío. Habían dispuesto las cosas de la misma manera que
en el galpón de Lobos. En el centro, una mesa con el ataúd abier-
to, y perpendicular a ellos un gran crucifijo con el retrato de Evita.
Al costado, otra mesa más pequeña con el tocadiscos. Junto a esa
mesa, un hombre con camisa blanca, corbata negra y cinta de luto
en el brazo probaba el disco. Había bancos largos y sillas distribui-
das contra las paredes. Más al fondo, también igual que en Lobos,
una mesa con dos enfermeras.
—Deberíamos empezar en diez minutos —dijo Ricardo a Tito.
—No hay problema —dijo Tito, rodeó con el brazo a Sofía, que
miraba todo, y caminó con ella—. Mirá, hicimos mejoras. Hay si-
llas para que la gente se quede, si quiere, y les vamos a dar café, para
que no tengan frío. En la puerta están las urnas donde van a dejar la
139

plata, de eso se ocupa el señor con el que hablamos recién. Y yo, por
supuesto. Vos ocupate de morirte, que te sale bien.
Caminaron a una oficina, que habían acomodado para que fun-
cionara de camarín. Ahí había más humedad y más frío. En la mesa
estaba la valija con su sayal, el peine, todo lo que usaba de ves­tuario.
También el saco de Viktor, su camisa y la banda presidencial.
—¿Cuándo hacemos la pausa? —dijo ella.
—Yo diría que en dos horas —dijo Tito, Sofía suspiró—. Ya
sé que te cansa, pero vos viste la gente que hay. Vamos, cámbiense
que abrimos.
Tito cerró la puerta. Viktor agarró su camisa y su saco y salió para
dejar a Sofía sola. Ella se puso el sayal y se peinó con el rodete. Salió, y
los hombres de corbata negra la miraron. Viktor la ayudó a subir a la
mesa. Sofía se paró en el ataúd y se recostó. Sentía mucho cansancio,
había dormido poco y mal. Pero simular la muerte le resultó senci-
llo, su cuerpo se relajó completo cuando se lo ordenó, e incluso llegó
a dominar un poco el movimiento involuntario de los párpados
cuando cerró los ojos. “Empezamos”, le dijo Tito, sobre el ataúd. Sofía
escuchó ruidos, movían unas sillas, se daban las últimas instruccio-
nes. El hombre de corbata negra y cinta de luto puso el disco. A Sofía
la tranquilizó escuchar esa voz, esa grabación, tenía la calidez del re-
encuentro con algo que le era amado y conocido. Abrieron la puerta
y le indicaron a la gente el camino que debía seguir.
Como en Lobos, Sofía escuchó llantos y lamentos, súplicas por
la vida de Evita, consuelos a Viktor. Cuando el disco terminaba, so-
brevolaba ese silencio que resalta en el aire cuando se apaga un
sonido que ha durado largo tiempo. Sofía, con la maestría que va
dando la práctica, había logrado una quietud que le parecía perfecta,
140

no podía verse pero sí sentirse. Quedarse inmóvil y no demostrar


ninguna actividad le requería, paradójicamente, una gran actividad
interior de corrección, chequeo, direccionamiento, darse y acatar sus
propias órdenes: “No muevas tanto los párpados… no aprietes las
manos… no te duermas… ¡no te duermas!”, se decía, y cuando sen-
tía la comodidad perfecta, sin una exagerada relajación que la hiciera
parecer un títere con los hilos cortados, sino con el tono muscu-
lar justo, entonces Sofía volvía a repetir mentalmente el discurso al
mismo tiempo que Evita, porque eso la abstraía, le permitía no darle
atención a las palabras de los deudos. Se imaginó tirada en su cama
escuchando el disco, en un tiempo que era dos días hacia atrás pero
que le parecía mucho más lejano y casi ajeno, como el recuerdo de
un sueño que le hubieran contado.
“Estamos”, dijo Viktor. Habían pasado dos horas, habían hecho
salir a la gente y paraban para descansar. Sofía se impresionó de lo
rápido que se le había pasado el tiempo. Tomaron un café. A los
quince minutos volvieron al salón y abrieron la puerta. Otra vez la
gente, los comentarios, la quietud perfecta, Evita hablando. Cuando
pasó un rato, que Sofía no distinguió cuánto fue, escuchó a Tito que
le decía:
—Nena, no tenés idea la cantidad de gente que hay afuera
—dijo—. ¿Te animás a seguir y hacer la pausa más tarde?
Quieta, para no perder el estado que había ganado, Sofía murmuró:
—Sí.
—Uy, qué fuerte —dijo Tito y miró a Viktor—, parece un muer-
to hablando. ¡Seguimos, muchachos, vamos!
141

El desfile no se detuvo hasta cerca de las 8:00 de la noche. Unas


tres mil personas pasaron por el galpón, cientos de ellas trajeron
flores y coronas.
Cuando cerraron la puerta, Sofía, Viktor, Tito y Ricardo conver-
saron en la oficina. Se podía seguir al otro día, el dinero crecía y la
cantidad de gente también. Corría el rumor por todo el pueblo. Sofía
estaba agotada, pero ella misma propuso continuar hasta las 22:00
horas. Tito le dijo que ya tenía ofertas de otros pueblos, que una
docena de miembros del partido habían llamado a Mancuso pre-
guntando por “eso que había pasado en Lobos”, como lo llamaban.
—Nena —dijo Tito—. ¿Qué querés hacer?
Sofía tomaba café. Dejó la taza y se paró.
—Como dijo el General —dijo—, que esto dure lo que tenga
que durar. Hagámoslo todas las veces que podamos, en todos los
lugares que podamos.
Ricardo se puso de pie. Se levantó, besó a Sofía y explotó en llanto.
—Disculpen, por un momento me pareció ver a la Señora ha-
blando —dijo, secándose las lágrimas.
Volvieron al salón, se acomodaron en sus lugares e hicieron en-
trar a la gente. Finalmente ese día, el sábado 2 de agosto de 1952,
cerraron las puertas a medianoche. Sofía salió del local cubierta por
los hombres peronistas, porque la gente seguía esperándola afuera. Le
tiraron flores que no habían llegado a dejarle adentro. Cuando ella
se metía en la pick-up uno le gritó que era la reencarnación; todos
agradecían y aplaudían, tres corrieron el vehículo llorando y tratan-
do de treparse allá.
Esa noche, agotada pero contenta, Sofía durmió bien. A la ma-
ñana del otro día, Magdalena le mostró el diario, había una mención
142

a lo que estaban haciendo, en una columna de las noticias sociales.


Sofía también miró las fotos del velorio en la capital, la cantidad de
gente haciendo fila para ver a Evita parecía infinita, se perdía en el
horizonte.
XIV

El evento se repitió el domingo 3, esta vez desde las 10:00 de la


mañana, para darle más tiempo a la gente, que no había ido ni a misa
porque quería ver a Sofía. Ya habían rodeado la manzana del local
cuando ella llegó con Viktor, cerca de las 9:30. La policía había hecho
un cerco para contener a la multitud, que calculaban en nueve mil
personas, todo José Mármol y vecinos de otras localidades. “Jamás
vi algo así acá”, le dijo Ricardo cuando ella entraba y Viktor la cubría
para que la gente no la tocase.
Empezaron a las 10:00, Sofía entró rápido en ese estado de rela-
jación que su actividad le requería. En un momento sintió luces, era
el flash de un fotógrafo. Ese día siguieron hasta la 1:00 de la madru-
gada. Veinte personas se desmayaron durante la jornada. Cuando
volvieron a lo de Ernesto, había gente en la puerta de la casa. Tenían

[143]
144

una bandera de Argentina que decía “Gracias, Sofi”. Ernesto y Tito


convinieron en que ya era hora de irse, Ernesto no quería tener esa
gente apostada en la puerta de su casa, y el público del pueblo se re-
petía y las ofertas y pedidos de las otras localidades no paraban de
crecer, había que aprovecharlas.
Durante la noche, con la ayuda de Ricardo, Ernesto y Pantanali,
Tito se contactó con delegados del partido, con otros gremios y con
la mayor cantidad de personas que podrían darle auxilio logístico
para llevar el simulacro de manera rápida a otras partes. Diagramó
un posible itinerario para los próximos cinco días, viendo que el fu-
neral de Eva en Buenos Aires tenía gente para rato. Durmieron unas
horas y partieron para San José, a unos veinte kilómetros de Már-
mol. Se hospedaron en un hotel del gremio de los trabajadores de la
industria textil. Viktor se encargaría de tener los elementos siempre
a punto y de organizar la ambientación; intentaban que Sofía hi­ciera
lo menos posible, apenas unas puntadas a la banda presidencial,
un poco gastada. En San José, su contacto principal fue un amigo
de Ricardo, que le debía favores, y junto con él y un encargado del
partido, Viktor y Tito fueron al nuevo lugar designado —un galpón
de bebidas que fue vaciado y limpiado para ellos— y armaron todo
para hacer el homenaje esa misma tarde. En el hotel, a Sofía la vi-
sitaron representantes del gremio y ella aprovechó para conversar
sobre telas y tecnologías de la industria, que tanto le gustaba coser.
Le regalaron la réplica de un vestido de Evita y le pidieron sacarse
una foto con ella, que se publicó en el diario del gremio. Un grupo
de artistas plásticos le donó un ataúd con colchón a medida, para
que ella estuviera más cómoda, y el dibujo de un fileteado porte-
ño en la parte de afuera. Cerca del mediodía, Viktor llevó a Sofía al
145

galpón y empezaron la representación. Siempre llanto, locura, gri-


tos, gente que quería tirarse contra el ataúd, la mesa de Sofía llenán-
dose de flores.
Ese primer día, en el descanso, a Sofía la entrevistó un perio­
dista del diario El Pilar de San José, y la nota salió a la mañana
siguiente, con una foto de ella en el ataúd y Viktor de pie, reci-
biendo condolencias de parte de dos mujeres de la alta sociedad
del pueblo. A la noche, Sofía pudo hablar con el padre por teléfono,
y también con el doctor Tagliaferri, que le dijo que notaba mejor a
Lorenzo y que ya había estado haciendo averiguaciones para el viaje
de tratamiento, sabiendo que iban a tener los fondos. Sofía también
habló con Esteban, que volvió a reiterarle su orgullo y a darle la tran-
quilidad necesaria para que ella hiciera lo que estaba haciendo sin
preocuparse por su padre. Ella le pidió a Tito un adelanto de su parte
y se lo envió a Lobos con un delegado oficial del partido, con orden
expresa de entregársela en mano a Esteban.
El lunes 4 de agosto, a primera hora de la mañana, fueron a
Temperley, donde el gremio de los gastronómicos les propuso
hacer la representación en la cancha de básquet de su club. Antes
de entrar, Sofía fue entrevistada para la radio, en el vestuario que le
habían dado a ella y a Viktor para descansar y cambiarse.
—¿Cómo vive esto, señorita? —preguntó el periodista.
—La verdad que triste —dijo Sofía—, porque la Señora se nos
fue. Ojalá que esto que el partido hace pueda contribuir a aliviar la
pena de nuestro pueblo y enaltecer su memoria.
La voz se le cortó por el llanto. Afuera se escucharon aplausos,
porque en la calle escuchaban la radio en vivo.
146

—Ustedes no saben, mis queridos oyentes —dijo el periodis-


ta—, lo que es estar cara a cara con una mujer que se parece tanto
a Evita. Por suerte, para nuestro orgullo de peronistas, no se trata
únicamente de una similitud superficial y externa, sino que con su
sensibilidad y entrega nos muestra que también es una digna emu-
ladora de la grandeza espiritual de nuestra querida difunta. No se
pierdan hoy, amigos, desde las 12:00 del mediodía y hasta las 12:00
de la noche, la oportunidad de verla en persona interpretando la
copia del evento que hoy conmueve a todo el país y el mundo, el
funeral de Eva Perón —Tito le hizo una seña al periodista para lla-
mar su atención y susurró con los labios “la plata”—. Les recuerdo
—dijo el locutor— que el ingreso es sin cargo, pero pueden dejar
una donación a voluntad, que será destinada a la construcción del
monumento dedicado a nuestra Jefa Espiritual.
El evento fue colosal. Redefinieron la escenografía y la mecáni-
ca porque el estadio tenía una dimensión superior a todos los lu-
gares anteriores. Pusieron el ataúd en el centro de la cancha y, con
los empleados del lugar y los conocimientos electrónicos de Viktor,
conectaron el tocadiscos al sistema de sonido del estadio, por lo
que la grabación sonaba con un impacto que jamás podría tener
saliendo por el parlante mínimo de una vitrola. Ya que ahora había
demasiada gente, cada dos horas Tito anunciaba por micrófono:
“Nuestra Eva y nuestro Perón van a descansar un rato”. El disco se
interrumpía; Sofía, cubierta con una bandera que le habían donado
los textiles, se levantaba del ataúd y se iba al vestuario con Viktor, a
descansar. La gente la miraba irse y la aplaudía, después algunos se
iban y muchos se quedaban en las tribunas para verla otra vez. En
ese momento el discurso era reemplazado por música clásica, para
147

amenizar la espera antes de que los actores ingresaran nuevamente.


Terminado el descanso, se cortaba la música y Sofía salía envuelta
en la bandera, de la mano de Viktor. Cuando entraba en la cancha,
la ovación era total. Él la ayudaba a subir a la mesa, ella se acostaba
en el ataúd y cerraba los ojos, el disco con los discursos volvía a es-
cucharse, la gente volvía a mirarla y a llorar por el alma de Eva.
XV

El lunes 4 de agosto, en Temperley, Sofía pidió terminar temprano


porque quería descansar. Hicieron la representación hasta las 9:00 de
la noche, volvieron al hotel y cenaron en el comedor. Como algunas
personas se acercaban a saludar a Sofía, se cambiaron a la mesa más
alejada y pidieron no ser molestados. Tenían dos vinos en la mesa,
uno blanco y uno tinto, y Sofía tomaba alternando entre uno y otro.
—Quiero salir —dijo, cuando ya habían comido. Era cerca de
la medianoche.
—¿A dónde? —preguntó Tito.
—A cualquier lado —dijo ella—, hace una semana que estoy
metida en un cajón.
—Hace frío y mañana empezamos temprano —dijo Viktor, que
terminaba su tercera milanesa—. Está todo cerrado.

[149]
150

—Sos un aburrido, ruso —dijo Tito—. Yo sé de un lugar que


está abierto, piba. Vamos.
Sofía fue a la habitación, se puso el abrigo viejo y agujereado
que había traído de Lobos, era un poco más discreto que el tapa-
do que le había regalado Magdalena. Subieron al auto de Tito, que
manejó unos minutos y frenó ante un bar en una esquina. Adentro
había gente tomando, fumando y riendo, y se escuchaba música.
—¿El luto no es obligatorio? —preguntó Sofía, sorprendida,
cuando bajaron del auto. Le costaba caminar en línea recta, pero el
ejercicio de hacer de Evita le había dado una nueva percepción y con-
trol de su cuerpo, así que disimulaba bien.
—Si se le paga a quien corresponda, no —dijo Tito y encendió
un cigarrillo—. Es un bar de gorilas pudientes, como los de Lobos.
No tienen ganas de quedarse en casa tomando agua mineral y es-
cuchando música funeraria.
Tito les abrió la puerta y Sofía y Viktor pasaron. Adentro, sona-
ba el tango Por una cabeza. Había unas veinte mesas, distribuidas en
un largo salón. Detrás de la barra había botellas en hileras, con un
espejo de fondo. Sofía pensó en su canuto, bajo la mesa de luz en el
cuarto de su casa. ¿Lo habría encontrado Esteban? Lo imaginó to-
mando las bebidas que allí tenía, mientras Lorenzo dormía. Tito se
acercó al hombre en la caja y se saludaron con afecto.
—Éste conoce a todos —le dijo a Viktor, que buscaba una mesa.
Estaba lleno, no encontraba ninguna. Tito volvió con el hombre de
la caja y éste saludó a Sofía.
—Acá mi amigo nos da una mesa —dijo Tito, palmeándole el
hombro.
—Lo que guste, señorita Eva —dijo el hombre—. La casa invita.
151

Sofía sonrió apenas, estaba empezando a hartarse de que no la


llamaran por su nombre. Un mozo le pidió a un grupo de personas
en una mesa que se corriera un poco, puso una mesa circular y les
trajo tres sillas. El de la barra trajo una copita de Tía María a cada uno
y dijo que era de cortesía. Sofía pidió un Cinzano, Tito una botella
de vino y Viktor un vodka.
—¿Viste que eras ruso? —le dijo Tito. Viktor no lo escuchó,
tenía hipo y se ocupaba de ver cómo podía cortárselo manipulan-
do la respiración.
—Me parece que comí rápido —dijo el ucraniano.
Brindaron y tomaron. Sofía hizo un gesto de disgusto cuando
probó.
—A licor regalado no se le mira la etiqueta, Eva —dijo Tito.
Viktor se lo estaba terminando, con un fondo blanco. Apoyó la copa
y eructó. “Perrdon”, dijo. Le costaba disimular la erre. Seguía con
hipo.
—Esto es feo —dijo Sofía, señalando la copita con Tía María—.
Y no soy Evita. Basta con eso.
Empezó otro tango. Les trajeron los tragos y platitos con maní,
queso y papas fritas, Viktor empezó a comer como si no probara un
bocado desde hacía una semana. Sofía preguntó de dónde salía la mú-
sica y Viktor se quedó quieto, mirando hacia una de las paredes del
bar. Dijo una palabra que no entendieron. Sofía abrió grandes los ojos.
—¿Qué? —preguntó, riendo a carcajadas. Viktor terminó su
vodka y se paró—. ¿Qué dijo? —le preguntó Sofía a Tito.
—Creo que es “Dios mío”, en ucraniano —dijo Tito—. Cuando
está borracho o enojado parece como poseído y habla en su idioma.
152

Viktor caminó hacia lo que había visto y lo había maravillado:


una enorme fonola naranja. Un hombre había puesto allí una mo-
neda y elegía un disco. Viktor se acercó al aparato, le puso la mano
encima y lo acarició. El hombre, incómodo, miró a Viktor, que le
sonrió feliz.
—“Qué marravicha”.
—Sí —dijo el hombre, el ucraniano le metía miedo, con su ta-
maño y su borrachera—. Córrase un poco, quiero elegir una canción.
Viktor pasó la mano por el vidrio, adentro se veían los discos
apilados. El hombre activó de mala gana cualquier botón para ale-
jarse del ruso, que parecía hipnotizado, y se fue. Empezó a sonar
Cambalache. Mientras tanto, en la mesa de Sofía y Tito, un mozo
traía un vino blanco y lo descorchaba.
—Una invitación… —dijo el mozo.
—¡Qué generoso es este lugar! —dijo Sofía.
—Pero no de la casa, se los envía aquel caballero —dijo el mozo
y señaló una mesa en la que había un hombre solo, tomando un
Martini. Tenía traje azul oscuro, elegante, una corbata roja ancha, el
pelo echado hacia atrás con gomina y un bigote fino. El hombre los
miró y levantó su copa, Sofía levantó la mano agradeciendo y le hizo
una seña de que se acercara.
—¿Lo conocés? —le preguntó Tito y Sofía negó con la cabeza.
Viktor se acercó a Tito y le pidió monedas—. No tengo, ruso. Salí
que estás en pedo.
Viktor murmuró una puteada, volvió a la fonola y la golpeó,
para que el tango terminase. El hombre que les había regalado la
botella se acercó a la mesa de Sofía y Tito.
—Permítame felicitarla, señorita —dijo.
153

—Gracias.
—Es impresionante lo suyo. No me refiero al parecido, de eso
no voy a hablar, porque sospecho que usted está harta. Pero estuve
dos veces en el estadio mirando lo que hace, y puedo decirle que lo
verdaderamente impresionante es usted, y la manera en que mane-
ja el evento, señorita Sofía.
—Acompáñenos, si gusta. ¿Cómo es su nombre?
—Soy Enrique —dijo él y miró a Tito—. A usted también lo fe-
licito, por ser el descubridor de esta belleza.
Viktor levantó un poco la fonola y logró frenar el tango. Se
palpó los bolsillos, se acercó a una pareja a su lado y les pidió una
moneda. En otra mesa, cinco hombres lo miraban enojados, entre
ellos estaba el que había puesto el tango. También miraban a Sofía
y hablaban sobre ella, lo mismo que otros que la habían reconoci-
do. El bar quedó un poco más silencioso sin música, Viktor silbaba
una melodía extraña y golpeaba la fonola, porque le había tragado
la moneda.
—¿Qué piensa de lo que está generando, señorita? —pregun-
tó Enrique.
Sofía tomó del vino que Enrique les había regalado. Le pareció
delicioso. El encargado, desde la barra, le pedía a Viktor que no gol-
peara el aparato.
—Creo que a la gente le hace bien —dijo Sofía.
—Yo creo lo mismo —dijo Enrique—. ¿Sabe que el monumento
que planean para Evita será cuatro veces más grande que la Estatua de
la Libertad? —Sofía abrió los ojos, sorprendida—. Calculo que serán
bastantes funciones hasta juntar el dinero necesario, ¿no es cierto?
154

—Sí —dijo Tito, seco. No parecía tener ánimos de conversar. Los


cinco hombres que miraban a Viktor se levantaron de su mesa.
—No lo tome a mal, amigo —dijo Enrique, mirando a Tito—,
es un comentario halagador. No tengo dudas de que harán todo lo
necesario.
Después del último puñetazo que Viktor le había pegado a la
fonola, empezó a sonar When the saints go marching in, en versión de
Louis Armstrong.
—Basta de tango y lamentos —gritó Viktor, alegre. Se puso a
mover la mano, siguiendo el ritmo de la trompeta. Se acercó a la
mesa, miró a Enrique—. ¿Y éste quién es?
Enrique estalló en una carcajada.
—Qué Perón más simpático —dijo—. Ebrio y amante de la mú-
sica imperialista.
—¡Ni borracho ni yankee! —gritó Viktor.
—El señor le mandó un vino a Sofía —dijo Tito.
—¿Un regalito a Eva? —dijo Viktor y se agarró de la silla para no
caer. Se sirvió del vino y probó, abrió los ojos de lo rico que le había
parecido. Terminó la copa y se sirvió otra.
—Parece que le gustó, señor Juan Domingo —dijo Enrique.
—Sí, pero igual, cuidado con mi novia, señor. Evita es sólo de
Perón.
Viktor se movió hacia atrás y empezó una danza que debía ser
la que correspondía a la canción ucraniana que silbaba antes, pero
ahora con la marcha de Louis Armstrong de fondo. Sonreía y daba
pequeños saltitos con las manos levantadas, movimientos que he-
chos por su gran cuerpo le daban el aire de un oso mareado. Se le
acercaron dos de los hombres de la mesa que lo estaban mirando,
155

entre ellos el que había molestado en la fonola. Los otros tres fueron
hasta la mesa de Sofía.
—Usted es Evita, ¿no? —dijo uno. Ella bufó, harta.
—Sí —dijo Tito—, resucitada y chupando vino. Un milagro, eh.
—Quiero decir… —dijo el hombre. Tenía la corbata floja y dos
botones de la camisa desabrochados. Los otros seguían miran­do
a Sofía.
—Ya entendimos lo que quisiste decir —lo interrumpió Enri-
que—, ahora volvé a tu mesa y dejanos disfrutar.
—Yo quiero un autógrafo —dijo uno de los hombres.
—Yo también —dijo el que había hablado primero. Se palpó el
bolsillo—, me parece que no tengo lapicera. Qué macana.
—Muchachos —dijo Enrique, muy tranquilo. Uno de los otros
hombres le había puesto una mano en el hombro a Viktor y él frenó
su danza—, la señorita es analfabeta y no sabe escribir.
—No te creo —dijo el de corbata floja.
—Por última vez —continuó Enrique, simulando no escu-
char—, yo les recomendaría que nos dejen tranquilos.
—Al grandote, más que a nadie —dijo Tito.
Los tres hombres se fueron sobre Enrique, que sacó un arma de un
lugar que Sofía no llegó a distinguir porque, apenas se movieron, Tito
se le había echado encima para protegerla. Enrique disparó hacia
abajo y le reventó el pie al de la corbata floja y los otros dos se con-
gelaron. Viktor le rompió la nariz con una trompada a uno de los
que se le habían acercado y éste cayó noqueado, agarró del cinturón
y el cuello al que le había interrumpido el baile, lo puso horizon-
tal y lo sacó por una ventana del bar, el hombre atravesó el vidrio y
cayó en la vereda. El zapato del que había recibido el tiro chorreaba
156

sangre y él se movía a los saltos, parecía bailar al ritmo de la trom-


peta de Louis Armstrong anunciando el final de la santa marcha,
los dos que estaban junto a él lo miraban, pálidos, como estaban
de espaldas a Viktor no vieron cuando el ucraniano los agarró de la
nuca, ni entendieron qué cosa los arrastró y les abrió la frente contra
la fonola. La música se cortó pero el disparado igual quedó saltando
en un pie, Enrique lo empujó y cuando estuvo en el suelo le puso
el caño a unos centímetros de la cara, le dijo que tuvieran la amabi-
lidad de no aparecer en la ceremonia y mejor todavía si se iban del
pueblo ahora mismo. El hombre se arrastró un poco y se paró, gritó
de dolor cuando apoyó el pie estallado y salió junto con el del tabi-
que partido y los dos que tenían la frente abierta por el golpe contra
la fonola. Afuera, los cuatro levantaron como pudieron al que estaba
en la vereda entre esquirlas y se fueron.
Enrique volvió a la mesa y terminó su copa de vino. Sofía, detrás
de una silla, se puso de pie. Tito guardó su arma, que no había usado.
Enrique saludó y dijo que los veía al otro día, que descansaran.
—¿Y quién me paga por esto? —gritó el hombre tras la barra,
angustiado.
—Cobrámelo a mí —dijo Enrique. Se cerró el saco y le guiñó
un ojo a Sofía. Se dio la vuelta, sacó su billetera y le dio todos sus
billetes al hombre tras la barra—. Con esto creo que alcanza, cual-
quier cosa vengo mañana —dijo. Agarró su sombrero del perchero
junto a la puerta, le sacudió unos vidrios que habían caído cuando
el hombre atravesó la ventana y se fue.
Sola, automática, la música volvió a salir de la fonola. Sofía le
preguntó a Tito si sabía quién era, él dijo que nunca lo había visto,
pero que no le caía bien. Sofía pensó que él conocía su nombre,
157

aunque ella nunca se lo había dicho. Viktor, borracho y feliz, como


si no hubiera pasado nada, hacía saltitos de baile ucraniano disfru-
tando de la nueva canción.

El martes 5 de agosto a las 8:00 de la mañana, en el vestuario de la


cancha de básquet, ya preparada y antes de salir para la primera fun-
ción, Sofía miró en el diario las fotos del funeral en Buenos Aires.
Iban más de diez días y no había una fecha estipulada para el final
porque la cantidad de gente seguía creciendo sin parar. Viktor se
puso la banda presidencial, mirándose en el espejo. Por el ruido
afuera, Sofía dedujo que el estadio estaba repleto. Tito entró al ves-
tuario con un fotógrafo, una mujer y un niño de unos cinco años
con una hoja en las manos.
—Él es Emilio —dijo Tito—, quiere regalarte algo.
Emilio estiró la hoja y la madre se quedó detrás, sonriendo.
Sofía había visto a Eva saludando chicos en los noticieros del cine,
supo a la perfección cómo tenía que hacer y lo hizo sin pensar. Se
agachó, besó al chico en la mejilla y agarró lo que le ofrecía. Era el
dibujo de dos garabatos que intentaban ser personas, una de las
cuales tenía una larga cabellera rubia y el otro algo como una ban-
dera cruzándole el pecho. “Son ustedes, Perón y Evita”, dijo Emilio,
emocionado. El fotógrafo les pidió a todos que se juntaran, Viktor
levantó al chico y se lo sentó en su hombro, Emilio rio como un cas-
cabel. Sacaron más fotos y se despidieron.
Después, Viktor y Sofía caminaron por el pasillo desde el
vestuario hasta la salida de la cancha, donde los escoltaron los
158

“hombres de luto”, como ella los llamaba. Porque Perón había de-
cretado un vestuario específico para los peronistas: camisa blanca,
corbata negra y cinta en el brazo; la cinta debería ser usada por un
año, y la corbata negra por el resto de su vida. Si usaban saco, debía
ser negro. Eran tantos y cada vez más los colaboradores, que Sofía
no hacía tiempo a saber el nombre de todos, así que los había bau-
tizado con ese nombre genérico. Cuando salió, confirmó que había
percibido bien, el estadio estaba repleto. Levantó las manos y salu-
dó, había gente en las tribunas y en la cancha, donde se armaba una
larga fila, organizada por los hombres de luto, para quienes qui­
sieran ver el cajón de cerca. Viktor la ayudó a subir a la mesa, Sofía
se metió en el ataúd y se tapó con la bandera, acomodándola para
que quedara prolija.
Se puso el tocadiscos y empezó la grabación. Los hombres de
luto movieron las vallas para que pasara la gente a verla, mante-
niendo un perímetro delimitado, donde más hombres controlaban
que no fuera hacia el ataúd nadie que no saliera de la fila. El primer
deudo saludó a Viktor. Sofía no escuchaba tan claramente como
antes la voz de la gente, porque el espacio era mucho más grande y
eso hacía que los llantos y comentarios se le perdieran. Sí escuchaba
sus pasos, porque el piso de la cancha era de una madera que al pi-
sarla hacía mucho ruido. Lo que escuchaba más y mejor que nunca
era la voz de Eva, porque el sistema de sonido la proyectaba a todos
los rincones de la cancha de básquet y retumbaba. Pero ese día, el
disco con el discurso de Evita se trabó y quedó repitiendo una pa-
labra, el estadio se llenó con esa sensación de extrañeza parecida al
miedo que genera la repetición mecánica de una palabra, como si el
aparato, en un arranque de autonomía y psicosis, se hubiese vuelto
159

loco. A Sofía y a todos les entraron unas ganas terribles de que eso
terminara inmediatamente; si Evita en el discurso, cuando fluía, era
una bendición, entonces el disco saltando era el infierno, era la ex-
presión diabólica de una máquina que parecía haber cobrado vida
y que se había empeñado en quedarse estancada en una frase y un
golpe (“en nombre del General” —chiq— “en nombre del Ge­neral”
—chiq— “en nombre del General” —chiq—) y esa insistencia traía
también la desilusión ante la realidad, porque confirmaba que se
trataba de un disco, de un aparato, de una mentira.
El hombre de luto frenó el disco y volvió a ponerlo, los deudos
volvieron a andar, pero a los cinco minutos otra vez el disco se de-
tuvo en un surco que no paró de repetir, ametrallando con las mis-
mas palabras una y otra vez. El hombre de luto movió la púa apenas
hacia atrás, el audio continuó unos segundos y volvió a saltar en la
misma parte. En un impulso inconsciente, sin pensarlo, Sofía abrió
los ojos, se sentó en el ataúd y miró al hombre del disco, que lo había
sacado, ella quería darle un consejo sobre cómo colocarlo, pero el
público se asustó, entonces Sofía miró a la gente y comprendió, por
primera vez en todo el viaje, en todas las representaciones, que es-
taba haciendo algo donde era observada. Porque los que estaban en
la cancha se habían olvidado del disco y la miraban con una mezcla
de admiración y espanto: el simulacro de cadáver se había sentado y
tenía los ojos abiertos. Y respiraba. Y tenía las emociones de un ser
vivo, una mezcla de miedo porque se le hubiera roto el disco, y rabia
contra lo que intuía que era un error del hombre, que seguramente
lo había puesto mal. El acto de la representación se había roto, como
un truco de magia al que de pronto se le ven los hilos, pero Sofía sin-
tió que era el comienzo de otro. Viktor se acercó al cajón. “¿Querés
160

revisar tu disco?”, le preguntó en voz baja, porque el estadio estaba


en un silencio absoluto. Sofía asintió con un gesto mínimo, le estiró
la mano y él la ayudó a pararse, cuando estuvo erguida hubo excla-
maciones de admiración y sorpresa. Sofía tenía la bandera argentina
enrollada en el cuerpo y se la acomodó para no pisarla, dio un paso
para sacar los pies del ataúd y los puso en la mesa.
En una tribuna alta, un hombre empezó a aplaudir. Después otro
y otro, hasta que todos estallaron en un aplauso general, como si Sofía
hubiese terminado una acrobacia riesgosa. Levantó la mano para sa-
ludar, le iba a pedir ayuda a Viktor para bajar pero cuando saludó
el aplauso creció de una manera descomunal y fue una revelación:
comprendió que echada y simulando la muerte, la gente no podía
hacer un ruido semejante, no podían entregarle el afecto que le te-
nían a Eva en un juego que evocaba un funeral. Levantó la mano
porque iba a pedir que la dejaran hablar, quería agradecer y bajar para
ver si su disco se había rayado, ojalá que no, ojalá fuera que la púa se
había gastado o algo que les permitiera seguir pronto, pero la gente
aplaudía desbordada, con rabia y locura, como si hubieran recibido
una noticia excelente, una noticia que habían esperado toda la vida.
Sofía le pidió el micrófono a Tito, iba a decir que pronto resol-
verían todo. Un hombre con traje blanco, al costado de la fila de la
gente que iba a entrar, la miraba estudiándola, como si viera otra
cosa además de lo que veía. Era Enrique. Destacaba por el traje de
color entre tanto luto, ropa gastada y abrigo de invierno oscuro. Sofía
le sonrió. Tito apoyó en la mesa, junto a ella, el pie del micrófono con
el micrófono ya incorporado, para no subir él ni hacerla agachar a
ella. Sofía acercó su boca al micrófono y advirtió que mucha gente
del público lloraba. Recordó cuando se había parado en la silla en el
161

galpón, en Lobos, unos días atrás; recordó la postura que practicaba


frente al espejo; las caras de los hombres y mujeres de Buenos Aires
en las fotos de los diarios; la mueca de dolor por lo irreversible que
convivía con la conciencia de la muerte, y la certeza de que habían
perdido algo mayor que una líder: habían perdido la esperanza. Re-
cordó la voz de su padre, diciéndole que estaba orgulloso de su Eva.
Entendió aquello que decían los que habían estado al borde de la
muerte, cuando contaban que habían visto toda su vida en un segun-
do. Pero lo que pasó por la mente de Sofía fueron los últimos días,
desde la humillación con huevos en el sótano, Renata y las mellizas
con peluca, hasta el dibujo de Emilio que también, unos pasos más
allá y a upa de la madre, lloraba. Sofía levantó el puño y la gente se
calló. Cerró los ojos y sintió un vértigo, el salto al vacío y la adrenalina
de ser observada por miles de personas, confiando en las veces en las
que había repetido los discursos de Evita, abrió los ojos y gritó con
fuerza y modulación perfecta:
—¡Compañeros del Partido Peronista!
El tono, el tiempo y la pronunciación hicieron sentir que el
disco había vuelto a empezar. Pero esta vez el sonido era claro. Sin
fritura, sin electricidad, sin ruido ambiente, sin la multitud que for-
maba parte de la grabación. Limpia y cristalina. Vital. Sofía, o algo en
Sofía, porque así parecía lo que se contemplaba y ella así lo sentía, Sofía
como recipiente de lo que en ella se expresaba, repitió palabra por
palabra el primer discurso del disco con una evocación tan perfecta
que incomodaba a quienes miraban, porque esta mujer, de pie en el
diminuto escenario, con un ataúd vacío detrás, metida en un sayal
blanco y envuelta en una bandera argentina, contradecía a fuerza de
vida la supuesta realidad que contaban los diarios que publicaban
162

la foto de una mujer igual, pero quieta y muda dentro del cajón.
El recuerdo de otros discursos y de otras fotos la asistieron para
que el cuerpo cobrara las formas precisas que acompañaban su voz;
hizo sin esfuerzo el gesto contraído cuando recordaba a los vende-
patria, el puño en alto martillando el aire y desafiando al destino al
hablar de los enemigos del General, el dedo índice derecho surcan-
do el aire, marcando las directivas a seguir, queridos compañeros y
hacia el final, cuando Sofía declamó (cuando Evita dijo) “Y sólo de
esta manera lograremos el objetivo de la revolución socialista, ese
que Perón y sus trabajadores anhelan para nuestro suelo”, no llegó
a agregar el “muchas gracias” que remataba el discurso porque ya
la multitud de la realidad en la cancha de básquet gritaba y aplaudía
“E-vi-ta”, “E-vi-ta”, y Sofía, por primera vez desde aquella noche de
soledad y miedo en la que supo de la muerte de Eva, lloraba a mares
pero de una manera nueva, alegre. Hasta Viktor lloraba, grandote y
payaso bajo la banda presidencial. Tito aplaudía como loco y Enri-
que sonreía y los hombres de luto se abrazaban, mientras la gente
le tiraba a Sofía, y no a la mesa del ataúd, las flores que habían lleva-
do para saludar a la muerta y que resultaron ser ofrendas para una
jubilosa expresión de vida.
XVI

La gente todavía aplaudía cuando Sofía empezó a decir el segundo


discurso del disco. Le salió igual de enérgico y copiado a la perfección.
Durante la última frase, que la gente también conocía por haberlo
escuchado en los últimos días, el público se abalanzó sobre ella,
eu­fórico y a los gritos, Viktor y los hombres de luto lograron conte-
nerlos y Sofía corrió al camarín, rodeada de policías. Entró y se sentó en
un banco, agotada. Vio su bandera argentina con algunos jirones, en el
arrebato, el público se la había roto. Tito entró en el camarín.
—Disculpame, no sé qué hice —dijo Sofía.
—Yo tampoco —dijo él—, pero es lo que vas a hacer de ahora
en más. ¡Sos increíble!
Tito aplaudió. Afuera, la policía seguía frenando a la gente
y el ruido crecía. Tocaron la puerta del vestuario y Tito abrió. Era

[163]
164

Enrique, con una enfermera de la Fundación Evita y algunos hom-


bres de luto. La enfermera saludó a Tito con respeto, él tenía impor-
tancia entre los que colaboraban, porque era el descubridor, dueño
y custodio de la joya actual. También porque había sido generoso
con ellos: si bien lo hacían por la causa, Sofía había visto más de una
vez a Tito entregándoles billetes de la colecta, que la mayoría de los
hombres y mujeres rechazaban.
—Me mandaron para que vea a la señora —dijo la enfermera.
—Estoy bien —dijo Sofía.
—¿No te lastimaron? —preguntó Enrique.
Sofía negó. Tenía la bandera entre las manos y trataba de serenarse.
Afuera, la multitud gritaba: “E-vi-ta”. La enfermera miró a Sofía y dijo:
—Señorita —empezó a llorar y trató de contenerse—… Gracias.
—Denle algo de tomar a la gente para que no se vaya —dijo
Enrique a la enfermera, ella inclinó la cabeza y salió. Tito miraba
a Enrique.
—Soy del partido —explicó Enrique—. Tenemos que hablar.
Enrique les dijo a los hombres de luto que se quedaran afuera
y no dieran paso a nadie. Cerró la puerta.
—Estuviste fantástica —le dijo a Sofía. Ella sonrió y bajó la mirada.
—¿Usted quién es, amigo? —dijo Tito.
Enrique se quedó mirándolo.
—Necesito su palabra de honor —dijo, mirando a los dos—, de
que nada de lo que hablemos saldrá de estas paredes.
Sofía asintió, asustada. Tito preguntó qué pasaba y le pidió que
hablara rápido. Enrique sacó algo del bolsillo interior de su saco y se
lo mostró a Tito. Era un portadocumento con el escudo del Partido
165

Justicialista y adentro un carnet que decía “Policía Peronista”. Esta-


ba firmado por Perón.
—¿Policía Peronista? —dijo Tito—. ¿Trabajás con Pantanali?
—Ellos están encargados de rastrear actividades en contra del
General —dijo Enrique—. Nosotros somos una jerarquía superior.
—¿Nosotros quiénes? —preguntó Sofía.
—Yo y muchos de los que están trabajando en tu evento.
—¿Y por qué nos cuenta esto ahora? —preguntó Sofía.
Enrique guardó su carnet. Se sentó junto a ella.
—Están pensando asesinarte —dijo Enrique—. Mis agentes
encubiertos tienen la tarea de protegerte.
Sofía se puso pálida. Tiró la bandera rota, se paró y fue a buscar
un abrigo, porque el vestuario estaba helado.
—Explicame más —dijo Tito, con calma—. Si mentís le cuento
al ruso, ya viste que no tiene problema en tirar gente por la ventana.
—Calmate un poco —dijo Enrique—, porque a vos también te
estamos cuidando.
—¿De qué? Yo me sé proteger solo.
—No creas, si te encuentra la policía, te borran. A los dos. Al ruso
también. Porque ustedes mataron a un comisario y a un agente.
Tito se quedó duro. Sofía miraba un locker vacío y les daba la
espalda. De afuera venía un ruido cada vez mayor, la gente seguía
gritando “E-vi-ta”, pedía que Sofía volviera.
—¿Dónde está el ucraniano? —preguntó Enrique.
—En el estadio —dijo Tito.
—Mejor, así no se entera más gente. Escuchen bien, porque
no tendría que estar acá —dijo Enrique. Sofía se sentó, miraba al
piso y respiraba con dificultad, abrazándose a sí misma a través
166

del abrigo—. Sabíamos lo que estaba pasando en Lobos, pero no


le dimos mayor importancia, hasta que supimos que el comisario
había desaparecido y que ustedes ya no estaban. La policía de allá
está enojada, no van a tardar en encontrarlos. A vos también te bus-
can, nena.
Sofía empezó a llorar. Él se agachó en el piso, junto a ella, y le
puso una mano en la pierna, la acarició, para tranquilizarla.
—¿Y yo qué hice?
—Legalmente sos cómplice de asesinato. Pero no sólo te bus-
can ellos. Hay facciones del peronismo que miran lo que hacés
como una blasfemia y quieren que termine. No parecían serias sus
amenazas, pero los tipos que el otro día se nos acercaron en el bar
eran de un grupo que venimos siguiendo. Ya están cerca de ustedes
y con ganas de liquidarte.
—¿Y por qué venís ahora a avisarnos? —preguntó Tito.
—Porque los pudimos cuidar. Pero si ya querían matarla cuan-
do hacía de Evita muerta, haciendo de Evita resucitada van a tener
más ganas —dijo Enrique—. Para los peronistas que no quieren
verla, sería el final de la herejía, y para los gorilas, el gusto que el cán-
cer no les dejó tener. Piba —Enrique miró a Sofía—, estás haciendo
historia y te vamos a apoyar, pero tenés que cuidarte.
Enrique se paró y se cerró el botón del saco.
—Una última cosa —dijo—… Ni una palabra al ruso. Creemos
que está pasando información a uno de los grupos que los buscan.
—¿Qué? —dijo Sofía— ¿Viktor?
—Sí —dijo Enrique—. ¿Cómo creen que se enteraron de que
iban a estar en el bar?
—¿Les avisó el ruso? Imposible —dijo Tito.
167

—Imposible que Evita reviva y esta piba lo hace —dijo Enrique.


Golpearon la puerta, Tito miró a Enrique, que asintió. “Pase”, dijo
Tito. Se abrió la puerta y entró Viktor, que frenó cuando vio a Enrique.
—Mucho gusto, Perón —dijo Enrique a Viktor, que lo miró con
mala cara.
—Ah. Vos sos el del bar.
—Sí, vine a felicitarlos —dijo Enrique—. Me estaba yendo. Gra-
cias de nuevo —dijo, miró a Sofía y a Tito y salió del vestuario.
—¿Qué hacía acá? —preguntó Viktor. Se acomodó la banda
presidencial que se le había doblado en la lucha con la gente—. Ese
tipo no me cae bien.
—A mí tampoco. Nos quería ofrecer un lugar para seguir —dijo
Tito—. ¿Qué pasa afuera?
—La gente está loca —dijo Viktor—. ¿Qué hacemos?
Sofía miró a Tito, quería saber si le iba a decir a Viktor sobre lo
que Enrique les había comentado. Pero Tito empezó a hablar sobre
cómo seguir con las presentaciones. ¿Viktor? ¿Venderlos? No era
ilógica la idea, al final, se trataba de un mercenario. Tito dijo que no
podían suspender, había demasiado público. Después de unos mi-
nutos de charla, definieron que el tiempo del velorio había pasado,
que Evita ya estaba muerta en la realidad del funeral de Buenos Aires
y que a partir de ahora, Sofía actuaría con el vestido que le habían
donado los del gremio textil y haría la imitación de tres discursos.
Enrique y Tito salieron a organizar y dejaron a Sofía en el vestuario,
para que se preparase.
En la soledad, sintió que había cometido un error al levantarse e
imitarla. Pero su cuerpo se lo había pedido: los años de seguir a Evita
en todos los medios posibles y de repetir el disco, muchas veces en su
168

casa primero, y más que nunca en los últimos días, habían resultado
ser ensayos involuntarios que terminaron por imprimir en ella sus
modos, esas maneras que Sofía tanto amaba y un rato antes, cuan-
do el disco se había rayado, se agruparon en su pecho y le exi­gieron
salir. Todo lo que tenía en sí de ella, de Evita, se había expresado hacia
a­fuera. “No había mejor momento que éste”, pensó, “porque es cuan-
do la gente lo necesita”. Se puso el vestido que le habían donado.
Le quedaba perfecto. Llamó al hombre de luto que custodiaba en la
puerta, avisando que ya estaba lista. Un grupo de policías vino a bus-
carla y la acompañaron hasta el estadio. Apenas se asomó, fue ova-
cionada un rato largo. Estaba la misma gente y más, porque en esos
veinte minutos había corrido la noticia y todos querían ver la resu-
rrección de Eva, como la estaban llamando. La mesa y el ataúd ya no
estaban, le habían puesto una tarima y habían colgado otra bandera
detrás. “Ya habrá tiempo de mejorarlo”, pensó.
Subió e imitó tres discursos en el mismo orden del disco. No
importaba que repitiera lo que la gente ya había escuchado, lo im-
portante era el acto, estar, moverse como ella y evocarla con su voz
y su energía. Cuando quiso bajar, la gente pidió otra, como en un
recital. Costaba contenerlos tras las vallas. Sofía sabía de memoria y
con detalle los siete discursos del disco, así que hizo dos más. Cuan-
do se despidió, le gritaban “E-vi-ta” y Sofía pensó que su público
también hacía un acto de imitación, porque sonaba igual a la mul-
titud del disco.
XVII

A la mañana siguiente, y con la ayuda de cinco peronistas que se con-


virtieron en su mano derecha, Tito organizó una agenda para visitar
Adrogué, San José, San Francisco Solano y Glew en cuarenta y ocho
horas, con la idea de hacer entre cuatro y cinco funciones en cada
lugar. Sus muchachos, como les decía Tito, eran células de un cuerpo
que funcionaba a la perfección: iban a ver posibles lugares para hacer
la representación y, junto con otros peronistas locales, conseguían
sillas, los equipos, y hacían la difusión, formando un circuito de orga-
nización impecable unido por el amor a una causa. Ya no podrían usar
unidades básicas, porque eran pequeñas para el volumen de público
que el evento empezó a manejar; iban a ir a estadios o grandes salo-
nes de actos.

[169]
170

La nueva dinámica también les trajo ventajas. Permitía que la


representación durase menos, ya no se trataba de tener diez o doce
horas a Sofía quieta y a la gente pasando a su lado, ahora era un even-
to único, un momento compacto que duraba veinte minutos, o un
poco más si Sofía quería repetir otro discurso. Por seguridad, a Tito y
a Enrique les pareció más práctico hacer entrar y salir al público entre
una y otra función, para no exponer a Sofía mucho tiempo. Conta-
ban con decenas de agentes y hombres de luto para ese trabajo. Si
la gente quería repetir, debía pagar otra entrada, ya no podía dejar
su dinero en cualquier momento. Además, Tito había advertido que
ese sistema no era efectivo, porque algunos se iban sin dejar nada y
la recaudación bajaba drásticamente.
La logística, con la buena colaboración de todos, se resolvió de
una manera sencilla. Donde fueran debía haber algo más alto que una
mesa, un escenario en el mejor de los casos, y un micrófono proba-
do y con potencia si el lugar era amplio, para que todos pudieran
escuchar esa voz que parecía bajar del cielo. También los lugares que
oficiaran de camarín debían ser más cuidados, sin humedad, con té
y agua dispuesta para proteger la garganta de Sofía, que se esforzaba
con la imitación y más todavía con el clima, porque el frío no cesaba.
Ya no había que trasladar el ataúd, el cuadro, la cruz; abandonaron
toda la escenografía que acompañaba la ceremonia funeraria en el
depósito del Club Temperley. Un grupo de carpinteros hizo una ré-
plica del balcón de la Casa Rosada, articulado y desarmable, para
llevar en la pick-up. El gremio de trabajadores gráficos imprimió
una gigantografía de cinco metros de una multitud y otra del fondo
del balcón, con Perón y sus principales dirigentes mirando al centro
de la imagen, como si disfrutaran de las palabras de Sofía. Ambas
171

piezas se colgaban con tanzas y se enrollaban, y eran sencillas para


trasladar. Viktor abandonó su rol porque no había nadie a quien con-
solar, se quitó la banda presidencial y se ocupó de estar abajo del esce­
nario mientras Sofía hacía su número, custodiándola en secreto. Sofía
dormía en el auto cuando Viktor la llevaba, o unas pocas horas de las
noches en los hoteles, porque el nuevo formato le permitía actuar
menos pero demandaba socializar más, conocer diputados o conce-
jales que habían brindado el espacio y que a cambio querían fotos
con ella, periodistas que hacían notas que servían para difundir
la próxima fecha, todos recordando que lo hacían para impulsar la
construcción del monumento más grande que vería la humanidad.

La tarde del miércoles 6 de agosto, en San Francisco Solano, durante


una pausa antes de una segunda función, Tito buscó a Sofía en el
camarín y la llevó a una oficina dentro del club en el que estaban
actuando. Tenía que saludar a un concejal peronista que había ges-
tionado el uso del lugar. La gente de la segunda tanda ya estaba en
sus asientos, Sofía escuchaba los murmullos adentro, en la cancha.
La idea era saludar al concejal y salir a actuar, pero mientras subía
una escalera camino a la oficina, Sofía vio a través de unas venta-
nas que afuera, en la puerta del club, había una multitud agolpada.
Frenó y se quedó mirándolos.
—¿No estaba adentro la gente? —preguntó.
—Son los que no tienen para pagar —explicó Tito.
—¿Cómo? —gritó ella, enojada.
—Que no pueden… —dijo Tito, y se sorprendió de estar asustado.
172

—Hacelos pasar a todos, Tito —dijo ella y siguió caminando.


—Si hacemos eso las funciones van a terminar tardísimo, hay
que acomodarlos, y no vamos a poder recaudar…
—¡Dejame de joder con la recaudación! —gritó Sofía—. ¿O no
juntaron plata para cinco monumentos? Todos adentro, Tito, ¿enten-
dés? —él suspiró—. Poné más gente que ayude, no sé. Pero no quiero
que uno solo quede afuera sin cumplir su deseo de ver a Evita.
—De verte a vos —dijo Tito.
—Sí, vos me entendés. Quizá hicieron un gran sacrificio para
venir, así que hacete el favor…
—Está bien, calmate —dijo Tito, y miró hacia el primer piso,
por encima de ellos—. Vamos, que nos espera el concejal.
Sofía, desde la escalera, seguía mirando a la gente que estaba
afuera. Giró y volvió por donde habían caminado, Tito le gritó que
qué pasaba, qué estaba haciendo. Sofía se acercó a la puerta princi-
pal del club, la gente la vio y gritó y lloró y le pidió entrar, la policía
que custodiaba la entrada hizo una barricada para que nadie pasara.
El público tenía carteles con la foto de Evita y abajo decía: “Sofía”.
Ella iba a saludar y sintió que le agarraban el brazo: era Tito.
—¿Qué hacés? —le susurró en el oído—. Te van a matar.
—No, me adoran —dijo Sofía y miró a uno de los agentes—.
Córrase.
Un policía que frenaba a la gente le dio paso, Sofía levantó las
manos y saludó a la gente, que gritó de felicidad, le tiraron flores,
le rogaron que hiciera la función un día más para poder verla. Los
otros policías que acordonaban el lugar hacían fuerza para que no
se produjera una avalancha.
173

—¡Amigos! —dijo Sofía. La gente hizo silencio, “va a hablar,


cállense”, gritaron varios—. Es un honor inmerecido el amor y el
cariño que me tributan. Esperamos poder complacer a cada uno
de los argentinos que tienen el deseo de participar de esta des-
pedida que, siendo tan amarga, intentamos hacer más llevadera
—los policías, que tenían los brazos levantados para no dejar
pasar a la gente, habían girado la cabeza para ver a Sofía hablando.
Ella continuó—. Les prometo que el dinero no será un impedimen-
to y el ingreso será gratuito. A pesar de ello, quizá no lleguemos a
poder encontrarnos, porque el lugar es limitado y mi energía tam-
bién. Cuando termine la próxima representación, haremos una más
para ustedes, así que tengan paciencia —la gente aclamó, Sofía no
sabía cómo terminar, recordó los discursos de Evita y repitió—.
¡Adiós, mis queridos descamisados!
La gente seguía aclamándola. Algunos lloraban. Los policías
tuvieron que ponerse más firmes, Tito agarró a Sofía del brazo, la
metió adentro del club y cerró la puerta.
—¿Gratis? —dijo Tito.
—Sí, para todos ellos —dijo Sofía—. Volvé a poner la urna para
recaudar, seguro que ponen lo que tienen. Y que no me entere que
andás cobrando.
—¿Si no, qué? —gruñó Tito.
Sofía frenó. Apretó los puños. Le sonrió.
—Si no, te ponés una peluca y actuás vos.
Fueron hasta la oficina y Sofía saludó al concejal. Volvió e hizo
la segunda representación, que fue un éxito. Salió para descansar.
Terminada la siguiente, se irían del pueblo. Cuando ingresaba la
gente que había sido invitada por Sofía, Tito entró al camarín y le
174

dijo que otra vez tenían que saludar a alguien importante. La llevó
a la misma oficina, abrió la puerta y Sofía vio adentro a Enrique. Fu-
maba y estaba sentado encima de un escritorio.
—Después de esto te vas a dedicar a la política, ¿no? —dijo
Enrique.
—No sé qué voy a hacer —dijo ella—. Volver a Lobos, supongo.
Enrique exhaló mirando a un costado, para no llenar a Sofía de
humo. La miró.
—Vos no volvés más.
—Decinos qué pasa, tenemos que empezar —dijo Tito.
—Acá tu manager está apurado —dijo Enrique a Sofía—. Los
estoy siguiendo en la gira. Estás cada vez mejor.
—Sí, te veo en primera fila —dijo ella.
—¿Cómo hacés? Ahora que hablás, estás más ocupada que
cuando jugabas al velorio —dijo Enrique.
—Tenemos que volver, nos quedan cuatro funciones —in-
sistió Tito.
Enrique se desabrochó el saco. Miró a Tito.
—Tengo una propuesta que puede interesarles. De paso, saca-
mos a la chica un rato del circo que armaste para cuidarla, porque
las amenazas siguen.
—No hablen de mí como si no estuviera —dijo Sofía. Miró a
Tito—. Esperame en el salón.
Tito la miró con furia. Enrique disfrutaba de la escena.
—Tenemos que empezar en cinco minutos —dijo Tito.
—Si no llego, tendrán que esperar —dijo ella—. Es una función
gratis, seguro que pueden aguantar.
175

—No lo digo por eso, lo digo porque nos tenemos que ir


—dijo Tito. Sofía no habló, ni le bajó la mirada. Tito miró a Enrique,
resignado—. Cualquier cambio lo hablás conmigo, porque yo soy el
que tiene clara la agenda.
Tito salió y cerró la puerta. Enrique le sonrió a Sofía y la invitó
a sentarse.
—No tengo mucho tiempo —dijo ella—, quiero repasar los
discursos.
—Qué profesional —dijo Enrique—. Tenemos un trabajo
para vos, que también sería una ayuda para nosotros. Mañana va
a haber un congreso del partido, en Exaltación de la Cruz, cerca de
Capilla del Señor. Es para pensar la línea de acción que seguire-
mos los peronistas.
—¿Y por qué no esperan que termine el funeral?
—Porque los gorilas no descansan —dijo Enrique—. Están apro-
vechando esto que nos tiene ocupados. Saben que con Evita se murió
la mitad del peronismo, quizá la parte más importante, el corazón,
porque el General es el cerebro, pero ella era el sentimiento, el alma
del movimiento. Están reclutando adeptos, comprando políticos que
quieren cambiarse de bando porque piensan que el peronismo se
muere, y parece que están planeando otro golpe, como el que qui­
sieron hacernos el año pasado. Tenemos que movernos rápido.
—¿Y yo qué puedo hacer?
—Venir conmigo a la reunión, por dos motivos. El primero es
que nos gustaría usar tu cara para sacar un molde y hacer bustos e
imágenes de Eva. No podemos usar el cuerpo de ella, habría que in-
terrumpir el funeral y además la fisionomía le cambió mucho, por
la enfermedad.
176

—Sí, estaba muy flaquita al final.


—Podríamos encargárselo a un artista para que lo haga desde
una foto, pero llevaría más tiempo, y con tu hermosa cara, tan pare-
cida a la de ella, podemos tenerlo rápido…
—¿Y eso para qué? —preguntó Sofía. Enrique sonrió.
—¿Te acabo de decir que tenés una hermosa cara y no me
decís nada?
Sofía sonrió.
—Gracias —dijo y lo miró fijo, simulando que el sentirse hala-
gada no le había hecho mella—. Me hacés perder el tiempo. ¿Para
qué quieren las imágenes?
—Para distribuir en el país y dar soporte a todos los homenajes,
junto con afiches y discos como el que estás usando. Es para apoyar
su memoria, un contraataque a los gorilas que buscan la desapari-
ción de su recuerdo. El otro motivo es porque al mediodía quere-
mos que hagas la imitación en un evento cerrado, para la gente del
partido. Sería ahí mismo, en la iglesia. Todo nos llevaría veinticuatro
horas. Te vamos a pagar bien.
—Me conocés, sabés que eso no importa.
—No, no te conozco —dijo Enrique—. Y sí que importa el pago.
Pero como vos quieras. Eso sí, no le podés contar a Tito, porque él va
a querer una parte. Ni tampoco al ruso. A ése lo estamos vigilando
todavía. ¿No viste nada sospechoso estos días?
—Lo veo menos, ya no es más Perón —dijo Sofía—. Está bien.
Vamos y volvemos al otro día. Ese dinero que quieren darme, ¿po-
drías mandárselo a mi padre?
—Por supuesto —dijo Enrique y se paró, le dio la mano y se
acercó a ella—. Lo de mañana será una inyección de energía para
177

todo el partido, que necesita mitigar la angustia. Te doy las gracias


adelantadas, en nombre de todos.
Cuando salieron de la oficina, Tito esperaba fumando a un costa-
do. Enrique le comentó que al otro día iba a pasar a buscarla a las 6:00
de la mañana y se la iba a llevar por un día, que avisara a los gremios
o a quien correspondiera, para los cambios de agenda. Tito pregun-
tó a dónde iban y para qué, Sofía le dijo que no se metiera. Después
preguntó si había dejado entrar a la gente que no podía comprar la
entrada y Tito le dijo que sí, pero que se apurase porque la muche-
dumbre estaba ansiosa.

Ahora que la hacía viva, los del gremio textil le regalaron más vesti-
dos idénticos a los que usaba Evita. Sofía terminaba de guardarlos
en la valija, porque quería llevarlos todos para que Enrique eli-
giera con ella cuál usar en la ceremonia del día siguiente, cuando
le golpearon la puerta de la habitación. Era la chica que hacía la
limpieza a la mañana, la había ido a ver y quería saludarla. “Soy
Celia”, dijo y pidió perdón casi llorando por molestarla, Sofía pensó
que se notaba que tenía un origen muy humilde. Conmovida, la
hizo pasar. Conversaron sobre el tremendo frío que hacía y Sofía le
regaló un pulóver que ya no usaba. Cuando Celia se fue, Sofía levantó
el teléfono y pidió, vía operadora, hablar con el padre. La atendió Este-
ban, le dijo que Lorenzo ya dormía y estaba bien, había armado una
carpeta con recortes de diarios y revistas que mencionaban a Sofía, y
se quejaba de no tener manera de grabar la radio cuando hablaban
de ella. Había tenido unos mareos leves, pero nada grave. El doctor
178

lo había encontrado bien en su chequeo semanal. Sofía le contó su


periplo y, aunque Esteban era ajeno a la familia y estaba lejos, ella
lo sentía un amigo. Le describió la batalla del bar, a Viktor bailando
con jazz de fondo, a Enrique defendiéndola y lo que se venía al día
siguiente, que la tenía nerviosa.
—¡Seguro va a estar Perón! —dijo Esteban.
—No, está en la capital —dijo Sofía—. ¿Viste su cara en las fotos
de los diarios?
—Sí, pobrecito. Pero ¿quién te dice? Capaz te va a ver. Si yo fuera
él, me darían ganas de ver la reencarnación de mi mujer.
—Qué exagerado.
Rieron los dos. Tocaron la puerta de la habitación otra vez.
Cuando Sofía preguntó quién era, se escuchó un “Viktor” del otro
lado de la puerta. Sofía se despidió de Esteban, colgó el teléfono y
abrió la puerta. Viktor parecía cansado.
—¿Qué pasa? —preguntó ella—. Estaba por irme a dormir.
—Tito me contó que mañana te vas con Enrique.
—Sí. Voy a compartir la plata con ustedes, obvio.
—Eso no me importa —dijo Viktor y dio un paso para entrar,
pero Sofía no abrió la puerta. Viktor frenó y la miró—. No es buen
hombre.
—Lo importante es apoyar al General y honrar la memoria de Eva.
—Éste no honra nada, te está usando.
—¿Y vos no? —Viktor iba a hablar, Sofía siguió, acelerada y
enojándose a medida que hablaba—. ¿Y Tito? ¿Tampoco me usa?
¿Todos lo hacen por el bien? Dejame de joder, Viktor. Empecé me-
tida en un cajón, ahora me paré y hablo con todo el mundo. Si
fuera por Tito, desde la primera vez me pone en un cuarto y ofrece
179

“Una noche con Evita”. ¿Así que ahora Enrique es malo? ¿Y vos sos
bueno? ¿Que llevás a mi papá de putas? —Viktor bajó la mirada—.
Andá a dormir, que mañana tenés el día libre, porque yo no estoy y
a nadie le interesa verte de Perón.
—Dejame acompañarte, ¿o no te dejan?
—¡Yo hago lo que se me canta! —gritó Sofía—. Y no quiero ir
con vos. Ni con nadie. Hasta el viernes.
Viktor no dejó de mirarla cuando Sofía le cerró la puerta.
XVIII

A las 5:30 de la mañana sonó el teléfono de la habitación de Sofía, era


el encargado del hotel para avisarle que un auto la esperaba abajo. Se
preparó y bajó a las 6:00 en punto. Enrique fumaba, apoyado contra
un hermoso Mercedes Benz azul, largo, tenía el motor en marcha y
las luces encendidas. “Digno de una reina como vos”, dijo él, tiró el
cigarrillo al piso y lo apagó con un pisotón. Agarró la valija de Sofía y
la guardó en el baúl. Le abrió la puerta del acompañante y ella, dán-
dole la mano, subió. Hacía frío y todavía era de noche, pero Sofía ya
se sentía muy despierta, enérgica y entusiasmada. Tocó los detalles
de nácar en la guantera, con el logo de la marca, que siempre le había
gustado. Enrique subió y arrancó.
—Es un viaje de dos horas, calculo que llegamos con la luz del
día —dijo él.

[181]
182

—Me gusta viajar de noche.


Enrique le preguntó si quería encender la radio, aunque lo más
probable era que hubiese música sacra o comentarios sobre el fu­neral.
Sofía dijo que no, que mejor conversaran. La ruta estaba desierta, os-
cura y silenciosa, sólo se escuchaba el ruido del auto sobre el asfalto
y el motor, suave y a toda marcha. Enrique le preguntó a Sofía por su
vida en Lobos, ella le contó desde más atrás: la estadía en la capital,
sus ganas de volver a ver las luces de la calle Corrientes, las horas in-
terminables de coser y escuchar el disco que terminó sirviendo para
lo que hoy hacía, la atención permanente, amorosa y agotadora hacia
su padre y el detalle milagroso de la bala que casi lo mata, hoy con-
vertido en un problema que requería una solución y que este periplo
agotador haciendo de Evita podría solucionar definitivamente.
—Pero la plata para eso ya la tenés, ¿no?
—Sí, pero me gustaría no trabajar más de modista, y seguro que
mi papá va a necesitar cuidados una vez operado, aunque empiece
a caminar mejor.
—Lo que querés es una jubilación temprana —dijo Enri-
que—. Está muy bien. Cuando termine todo, voy a estar igual de
ocupado, porque los gorilas de adentro y los buitres de afuera no
dan tregua. Pero contá conmigo para lo que necesites. A tu padre
le podemos dar el mejor tratamiento que haya en Argentina, y con-
tactar embajadas en el exterior si hay que llevarlo afuera, lo que sea
necesario para que esa carga se te alivie.
Sofía le agradeció. Enrique le preguntó qué haría si pudiese
vivir en Buenos Aires, con su padre, curado y atendido. Ella dijo que
no sabía bien. Algo relacionado con el arte. Actriz, quizá. O escribir
notas para el diario. A lo mejor no viviría con su padre, si existiera
183

un lugar donde pudiera dejarlo una vez que estuviera tranquila de


que él tendría todo lo necesario para estar bien. Él dijo que todo eso
podría arreglarse y Sofía sintió una paz inédita. Siempre la habían
ayudado, “pero nunca como Enrique”, pensó. Ella miró con aten-
ción su perfil, el bigote cortado prolijo, los ojos verdes, el aire sereno
de quien ha estado en grandes batallas y sobrevivió para contarlas.
En eso se parecía a Viktor. “Pero el ucraniano no tiene modales”,
pensó Sofía. Era capaz de emborracharse, comer como un conde-
nado a muerte en su última cena, bailar y eructar y pegar y tirar a
la gente por la ventana, todo en el lapso de cinco minutos. En cambio,
Enrique era un caballero. Dijo que no iba a hablar más, y le pregun-
tó a él por su vida.
—Te imaginarás —dijo Enrique—, que no puedo contar mucho.
—Cierto, es todo secreto.
—Bueno, no todo —Enrique dejó una mano en el volante y con
la otra sacó los cigarrillos del saco—. ¿Te molesta si fumo?
—Qué considerado. No, no me molesta.
Enrique sacó del bolsillo del traje un paquete de Particulares,
tomó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Después sacó un pequeño
rectángulo metálico, algo que Sofía no reconoció. Era un encendedor.
Él lo sostuvo en la mano, con el dedo pulgar abrió la tapa y lo encen-
dió. Ella lo miraba intrigada.
—Se llama Zippo —dijo Enrique, pitó su cigarrillo para que to-
mara el fuego y le bajó la tapa al encendedor con un movimiento
preciso. Se lo alcanzó a Sofía—. Si me lo ven me rajan, porque es de
Estados Unidos. Pero el grabado se lo mandé a hacer yo —Sofía vio
que de un lado el encendedor tenía grabada la firma de Perón y del
otro lado la leyenda “Justos. Libres. Soberanos”—. Es lo único que
184

tengo del capitalismo foráneo. La verdad es que están bien hechos


y aguantan. Mirá… —Enrique bajó la ventanilla y entró un viento
fuerte y frío, agarró el encendedor, lo prendió y lo sacó, estirando
el brazo sobre la ruta, la mecha vibraba y hacía un leve ruido al cho-
car contra el aire que la golpeaba, pero no se apagó—. Así de fuerte
es el peronismo, Sofía. Lo pueden atacar duro, se puede morir una
de sus líderes principales, pero no tienen cómo apagarlo —cerró el
encendedor, se lo guardó y subió la ventanilla—. Vos también sos
así, una gran luchadora.
Sofía sonrió.
—¿Entonces? —preguntó ella—. ¿Qué me podés contar, ade-
más de que tenés un encendedor vendepatrias?
—Yo era policía, como tu papá —dijo él—. Hice una buena
carrera, estaba por llegar a ser comisario. Pero más subía y más por-
quería veía. Así que me cansé y renuncié. Fue en el 46, cuando ganó
Perón y me vino a buscar uno de los Veinte, que yo conocía de antes.
—¿Los qué?
—El Grupo de los Veinte. Son las personas más cercanas a
Perón. Después del intento de bajarlo el año pasado, quedaron die-
cisiete, porque tres estaban complotando.
—¿Y con ésos qué pasó?
—Los querían fusilar, pero el General los mandó a la cárcel. Yo
los hubiera colgado sin problema —dijo él—. Uno de ésos me co-
nocía y me llevó hasta Perón, que quería armar una policía espe-
cial... Y acá estamos —Enrique pitó y exhaló, el interior del auto se
llenaba de humo. A Sofía le gustaba cuando Enrique pitaba, porque
cerraba los párpados y fruncía el ceño, como si el acto de inhalar
185

necesi­tara de toda la cara—. Siempre digo que soy un cazador en la


selva, busco gorilas y los capturo.
—¿Y tenés familia?
—Sí, todos los peronistas —dijo Enrique—. Hoy vas a cono-
cer a muchos —Sofía lo miraba—. Una vez estuve casado, fue hace
tanto que ni me acuerdo.
Enrique prendió la radio. Movió el dial y llegó a una señal donde
dos hombres hablaban, saludaban a “los peronistas que empeza-
ban el día temprano”. Era una emisión especial con comentarios
sobre el funeral, narraban qué había pasado el día anterior, qué gre-
mios lo habían visitado, cuánta gente —que era cada vez más—
rodeaba las manzanas cercanas a la Plaza de Mayo, en una fila que
llegaba a los cinco kilómetros. Cuando empezaron a pasar música
sacra, Enrique apagó. Anduvieron un rato en silencio, Sofía se aco-
modó y apoyó la cabeza en su asiento.
—Si querés, dormí, no me molesta.
—No —dijo Sofía—. Me gusta hablar con vos —bostezó.
Rieron.
—Sí, claro —dijo Enrique. Frenó el auto en el medio de la ruta.
Bajó la ventanilla y tiró el cigarrillo. Se quitó el saco y se lo puso en-
cima a Sofía—. Dormí, que hoy tenés la función de tu vida.
Sofía se acomodó en el asiento, estaba cómoda, tibia en el in-
terior del Mercedes Benz, cuyo largo le permitía estirar las piernas.
Volvió a examinar el perfil de Enrique. Pensó que este hombre le
gustaba. Se durmió.
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Abrió los ojos y vio el horizonte clareando. Sintió frío, aunque tenía
su tapado y el saco de Enrique encima. Él llevaba la camisa arreman-
gada. Sofía lo miró.
—Buen día —dijo Enrique.
—Hola —Sofía se sentó derecha, miró hacia afuera, pasó la
mano por el vidrio empañado—. ¿Cuánto dormí?
—Hora y media, más o menos. Ya llegamos.
Enrique sacó el auto de la autopista y se metió por otro camino.
Anduvo unos diez minutos más, entre las calles de un pueblo que
a Sofía, igual que los otros, le hizo recordar Lobos. Todos tenían la
misma estructura, como si los hubiera diseñado la misma persona.
Enrique frenó ante un gran edificio.
—Ésta es la Municipalidad, acá vamos a parar —dijo—. Des-
cansá y comé, que más tarde vienen a tomar el molde de tu cara.
Allá enfrente va a ser el número —señaló una iglesia cruzando la
plaza—, cerca de las 12:30. Después venimos con todos los del par-
tido para almorzar juntos.
Se abrieron las puertas del Municipio, enormes, y dos hombres
de luto con anteojos negros se acercaron al auto. Tenían un porte
distinto a los que habían ayudado en la representación, más con-
centrados, más marciales.
—Éstos son mis soldados —dijo Enrique—. Te van a cuidar.
Enrique bajó y habló con ellos. Uno de los hombres volvió a la
Municipalidad y el otro al auto con Enrique, éste le abrió la puerta
a Sofía para que saliese. El hombre saludó a Sofía con un gesto, se
metió en el auto y se lo llevó.
—Vení, ya te prepararon todo —dijo Enrique.
187

Sofía entró al Palacio Municipal. Había otro hombre en un pe-


queño hall de recepción, que también la saludó. Detrás de él, dos
largas puertas de madera con vidrio. Enrique las abrió y Sofía vio,
adelante, el inmenso hall principal en cuyo centro estaba el comien-
zo de una escalera y en sus esquinas había dos bustos dorados, uno
de Perón y otro de Evita. El de ella tenía una corona al pie. Había
placas de bronce por toda la pared, que recordaban fechas o cele-
braban homenajes. Adentro, largas mesas armadas con tablas, hom-
bres sentados o parados, todos con camisa blanca, corbata negra y
cinta de luto sobre la camisa, iban y venían, hablaban por teléfono o
entre ellos, llevaban y traían carpetas, se gritaban recordatorios y pe-
didos. También había mujeres. Más silenciosas y quietas, organiza-
ban papeles, escuchaban órdenes, tipeaban en máquinas de escribir
o servían café. Fue una de ellas la primera que reparó en la entrada
de Sofía. Dejó la carpeta que sostenía en una mesa y se acercó a ella.
—Señora… —dijo. Empezó a llorar. Sofía le apoyó una mano
en el hombro.
—Tranquila —dijo Sofía—, no pasa nada. Un gusto, yo soy…
No pudo terminar de hablar, porque la mujer explotó en llanto
y el ruido hizo eco en el hall, agarró la mano de Sofía y la besó. Se
acercaron otras mujeres. Los hombres aplaudían. Enrique le pidió a
la mujer que lloraba que les dejara el paso, la mujer se recompuso y
pidió perdón, más hombres y mujeres salieron de los despachos
y ahora ya todos aplaudían. Subieron al primer piso, Sofía iba sa-
ludando a medida que caminaba. Todos le gritaban que cualquier
cosa que ella necesitara les avisara, que estaban a sus órdenes, para
servirle. En el primer piso, Enrique abrió una puerta de madera larga
y antigua y Sofía se encontró ante un despacho de lujo, con muebles
188

antiguos, sillones que le parecieron muy cómodos, una biblioteca


inmensa y un espejo que cubría toda la pared.
—Es el despacho del intendente —dijo Enrique—, te lo cedió
para que lo uses.
Enrique cerró y apoyó la valija en un sillón. Miró a Sofía unos
segundos, la tomó de la mano, la atrajo hacia él y la besó. Sofía cerró
los ojos y se dejó besar, relajada. Enrique la abrazó.
—Estoy contenta de estar haciendo esto —dijo Sofía, despa-
cio, al oído de Enrique, que la abrazó más fuerte—. Y de haberte
conocido.
Se quedaron unos segundos quietos. Golpearon la puerta y no
rompieron la posición, rieron, él la besó y fue a abrir. Eran dos hom-
bres, usaban delantales azules y tenían valijas.
—Señor, disculpe —dijo uno que tenía anteojos redondos y el
pelo tirado hacia atrás, con mucha gomina—. Somos los artesanos.
Enrique los hizo pasar. Los hombres desplegaron sobre la mesa
unas tiras de venda enyesada, frascos, tijeras y un bol con agua. Dis-
tribuyeron papel de diario en el piso y pusieron encima una silla,
donde sentaron a Sofía.
—Vamos a sacar el molde —dijo uno, amable y con tono de
disculpas por lo que iba a implicar el proceso—. Taparemos su cara
durante una hora, aproximadamente. No verá nada, ni podrá hablar.
“Está bien”, dijo Sofía. Enrique le dijo que volvía en un rato. Uno
de los hombres le puso a Sofía una cofia para protegerle el pelo y le
aplicó vaselina en la cara, el otro, sobre el escritorio, cortó las tiras
de venda enyesada. Cuando terminó le dijo a Sofía que cerrase los
ojos, para empezar.
189

Le llenaron la cara de tiras hasta cubrirla toda; Sofía sentía el


calor de la vaselina y la venda, y veía un color blanco a través de
los párpados. Los hombres no se dirigieron una palabra en todo el
proceso. Cuando terminaron, uno dijo “andá a avisar”, se abrió y se
cerró la puerta. Volvió Enrique y le dijo a Sofía que, mientras espera-
ban que el molde se secara, una mujer iba a hacerle las manos, para
que estuviera todavía más hermosa en la función del mediodía. Los
hombres dijeron que volvían en una hora, otra vez la puerta se cerró
y se abrió, una mujer saludó a Sofía, le dijo que la iba a arreglar. Se
sentó en un banquito junto a ella, desplegó en una mesita esmaltes
y cosas y empezó a hacerle las manos en silencio. Enrique le dijo a
Sofía que salía un rato, la puerta se abrió y se cerró otra vez, Sofía
sentía todos los sonidos muy nítidos y pensó que la quietud y la ce-
guera obligadas, como en el ataúd, le despertaban el oído. Cuando
se quedaron solas, la mujer habló:
—La verdad, señora —dijo, mientras le limaba las uñas de la
mano izquierda—. Es hermoso lo que usted está haciendo por el
partido. Desde que Eva, Dios la tenga en la gloria, nos dio el voto,
ninguna mujer fue tan importante para el peronismo.
Sofía quiso sonreír y agradecer, pero la máscara se lo impedía.
La mujer siguió hablando de lo que el pueblo estaba sufriendo, de
cómo ella misma había querido ir a Buenos Aires pero le pareció
mejor quedarse y ayudar a Enrique y la causa, de todo lo que Evita
le había dado a ella y a la Argentina. Sofía volvió a relajar el cuerpo
como se había enseñado a hacerlo en el cajón. No podía hablar ni
pestañear, y no quería moverse. “Es una sensación parecida a flotar”,
pensó. Dejó de escuchar a la mujer, como si se elevara diez metros
en el aire y sólo quedara un murmullo debajo de ella, a pesar de que
190

la mujer estaba a su lado y seguía hablando sin parar como un loro,


hilvanando una idea tras otra, mezclando frases del peronismo con
personajes históricos, eventos de su familia y del país. La puerta se
abrió: eran los artesanos.
—Quédese quieta que vamos a retirar la máscara.
Sofía sintió dedos tocando el borde del yeso, levantaron el
molde y a cada centímetro la luz se hacía más intensa para ella.
Cuando le sacaron toda la máscara, Sofía todavía sentía como si la
tuviera puesta, tenía la cara pesada, dura y un poco pegajosa. “Listo”,
dijo uno de ellos. Sofía se sacó los apósitos sobre los ojos y se tapó
con la mano, porque la hería la luz. El hombre de anteojos sostenía
la máscara y la miraba admirado, era una copia brillante y exacta de
las facciones de Sofía.
—Parezco muerta —dijo ella.
—No importa —dijo el hombre—, es un molde base, con esto
podremos hacer otras con gestos y darle vida.
—¿Ya está? —preguntó Enrique, que había entrado. El hombre
levantó el molde y se lo mostró—. Perfecto. Si no necesita más nada,
déjenos que hay que preparar a la señora.
Sofía se lavó la cara, los hombres levantaron sus cosas y sa­lieron.
Unos minutos después entraron seis mujeres con cajas de za-
patos, vestidos, maquillaje y una pequeña valija de elementos de
pelu­quería. Una de ellas, que parecía muy seria, había entrado con
una carpeta. También entró un hombre alto con una cámara de fotos.
Todos hablaban con Enrique, que les daba órdenes y los organi­zaba.
En el medio del ruido él le explicó a Sofía que quería tener recuerdos de
este evento, por eso las fotos mientras ella iba y venía del baño con
un vestido nuevo y entre todos aprobaban o proponían sugerencias.
191

La ropa era de mejor calidad que la que ella venía usando, habían
llamado a los mismos diseñadores de Eva, que con gusto habían co-
laborado. Cuando se decidieron por uno para el acto lo dejaron a un
costado y volvieron a sentar a Sofía y la maquillaron y peinaron,
ella repasó la letra de sus discursos con la mujer que tenía la car-
peta. Enrique le daba órdenes a todos, incluida Sofía. Pero cuando
podían cruzar sus miradas en el vértigo de actividad sin que nadie
los viera, porque todos estaban absortos en sus tareas, Sofía y En-
rique se mostraban con los ojos la nueva chispa que habían encen-
dido, el recordatorio de su pequeña escena de amor y las ganas de
volver a abrazarse, la promesa de que apenas pudieran volverían a
repetir ese beso y más.
Una de las maquilladoras dijo “creo que ya está”. Sofía se paró y
caminó al enorme espejo. Se miró de un costado y del otro. El fotó-
grafo disparó una docena de flashes. Las mujeres aplaudieron, Sofía
saludó como Evita y aplaudieron más fuerte. Una se le fue encima y
la abrazó, después otra, algunas reían y lloraban. “No me toquen, que
me despeinan”, dijo Sofía. Golpearon la puerta y Enrique abrió. Era un
hombre de luto, que le habló al oído. Enrique dijo que ya tenían que
cruzar, despidió a las mujeres y les ordenó que fueran a la iglesia.
Ellas y el fotógrafo salieron conversando, felices y ruidosos, todos
sentían el orgullo de haber contribuido a la construcción de una ré-
plica bellísima y exacta. Sofía se quedó sola con Enrique, en la habi-
tación. Cuando él cerró la puerta, el silencio contrastó con el ruido
que había unos segundos antes.
—Estás hermosa —dijo Enrique. Se acercó. Le acarició la cara.
La besó despacio—. Quiero darte algo —dijo y metió la mano en el
bolsillo interno de su saco. Sacó un portalapicera con el logo de la
192

marca grabado: Parker—. Espero que la disfrutes. El grabado lo hizo


un artesano del partido.
Sofía lo miraba con felicidad. Abrió su regalo, la lapicera era de
nácar color negro y brillaba; tenía la firma de Eva grabada en el costado
y un diminuto escudo justicialista incrustado en el capuchón. Sofía la
destapó y la pluma brilló entre ellos. “Es muy linda”, le dijo. Volvió a
tapar la lapicera, dejó todo en la mesa y se tiró a los brazos de Enri­
que, riéndose. Se besaron. “Cuidado que me corrés el maquillaje”,
dijo ella. “Vamos, que tenemos que mostrarte a todos”, dijo él.

Salieron y bajaron por la escalera. En el hall, unos veinte hombres


de luto, con anteojos de sol, custodiaban la puerta. Uno habló, Sofía
creyó que se dirigía a ella, pero no, hablaba con un aparato parecido
a un teléfono, grande, y decía “la señora ya está en camino”. Sofía
vio, bajo los trajes, que estos hombres de luto portaban armas. Se
pegó a Enrique.
Dos hombres abrieron las puertas, miraron a los costados y les
hicieron una seña para salir; Sofía era casi empujada por Enrique, que
la tenía agarrada del brazo. Salió rodeada por cinco hombres de luto
hasta el auto, que ya estaba en marcha y con el conductor dentro. En
la plaza, enfrente, ahora había mucha gente que gritaba y cantaba, se
mezclaban su nombre y el de Evita en un canto ininteligible: “Sofi-
ta”. Sofía y Enrique subieron al asiento de atrás, uno de los hombres
cerró la puerta y el resto de los casi veinte hombres de luto rodeó al
auto. Arrancaron despacio.
193

—¿No vamos allá enfrente? —preguntó ella, Enrique asintió—.


¿Y por qué en auto?
—Para que no te vean —dijo Enrique—, y porque es más seguro.
El coche andaba lento y los hombres que lo rodeaban lo acompa-
ñaban con una caminata rápida. Doblaron en una esquina y en otra,
haciendo las dos cuadras que separaban el Municipio de la iglesia.
—Podríamos haber caminado —dijo ella, Enrique sonrió—, es
un lindo día.
—Las estrellas no caminan —le dijo.
Frenaron en la puerta de la iglesia, en cuyo frente Sofía vio una
gran cantidad de banderas pintadas a mano, “Fracción Peronismo Bo-
naerense V”, “Peronismo Autóctono”, “Central Evita Gladiadora”, entre
muchas otras, varias con dibujos de Perón y Evita, de un descamisado
arquetípico portando la bandera argentina, de San Martín, de Bel-
grano, de otros que Sofía no tenía idea quiénes eran, del Plan Quin-
quenal, de decenas de gremios.
—Todos son parte del movimiento, por eso los invitamos
—dijo Enrique—. Voy a ver si está todo bien y vuelvo.
Enrique bajó, habló con uno de los hombres de luto y ése, junto
con otros, entraron a la iglesia. El resto se acercó al auto y lo rodeó,
dándole la espalda a Sofía y tapándole la vista hacia afuera.
En la plaza crecían los gritos. Sofía repasó el primer discurso. A
veces se le escapaba un susurro, un movimiento de labios cuando
repetía una parte.
—Señora, disculpe —dijo el chofer, con un respeto que a Sofía
la conmovió. El hombre se sacó los anteojos de sol, giró y miró a
Sofía. Parecía de unos sesenta años y tenía los ojos azules, muy claros.
Miró hacia el lado por el que Enrique se había ido, bajó la voz para
194

que no lo escucharan los hombres pegados al auto—. Quisiera pe-


dirle un favor, si es tan amable.
—No dé más vueltas, vamos —dijo ella, alegre.
El chofer abrió la guantera, revolvió papeles, sacó uno doblado
y se lo alcanzó a Sofía. Era una foto de él con Evita. Ella estaba lumi-
nosa y con buen semblante, debía de ser del 47 o 48, cuando la en-
fermedad era inimaginable. El chofer metió la mano en el costado
del saco y Sofía recordó las armas, se echó hacia atrás, pensó que él
estaba furioso por la imitación que ella hacía, que le estaba mos-
trando la foto para confirmarle lo que ella siempre supo: que no se
parecía en nada.
—Espere, por favor —dijo Sofía, temerosa, sospechó que él
era parte del complot del que la había advertido Enrique—. Lo que
hago es un homenaje, no es una burla…
El chofer, que nunca registró el miedo de Sofía, sacó una lapi-
cera del bolsillo.
—No hay nada que disculpar —dijo él—. El día que nos sacamos
la foto, la Señora me dijo que se la alcanzara si quería su firma, pero se
me murió antes. ¿No me la firmaría usted? Me llamo Darío.
Sofía miró la foto. Se recordó a ella misma, las primeras veces
que vio y escuchó a Evita, esa sensación de estar frente a una per-
sona divina, con una misión destinada a cambiar la historia del
mundo, porque llevaría a la Argentina y a la mujer a un lugar nunca
antes ocupado, al verdadero sitial que les correspondía.
—Era linda, ¿no? —dijo Darío.
—Muy —dijo ella. Sofía tomó la lapicera que el chofer le había
extendido, y escribió sobre la foto: “Para Darío, con todo mi cariño
peronista”. Él miraba contento la foto, llenándose de palabras.
195

—Apúrese, que van a venir a buscarla y si me ven me retan


—dijo Darío.
Sofía dudó un segundo. Después firmó abajo, bien claro:
“Evita”. No le costó hacerla porque la conocía bien. Así como había
escuchado mil veces el discurso y reproducía cada inflexión de su
voz, había visto la firma de Eva en medios gráficos, en artículos que
había recortado, y no le costó simular el trazo, la “E” inicial larga y
redonda, las líneas doblándose a la derecha. Sintió el gusto de un
trabajo artístico impecable, y del bien que le hacía a este hombre
emocionado. Darío guardó todo en la guantera y justo golpearon el
vidrio de la ventanilla de Sofía. Era Enrique. Abrió la puerta y dijo:
—Vamos, te están esperando.
Le dio la mano y ella bajó. Hubo una ovación en la plaza. Un
grupo de los hombres de luto le daban la espalda y controlaban a la
gente, otros armaron un camino en la escalinata hasta la puerta de
la iglesia, otros rodeaban a Sofía. A ella le pareció que los hombres
de luto se multiplicaban, como si fueran fabricados por una máqui-
na. La gente seguía gritando. Sofía frenó. “Vamos”, dijo él. “Quiero
saludar”, dijo ella.
—Señor —dijo un hombre de luto—, tenemos que entrar, es
peligroso.
—Callate vos —dijo Sofía al hombre—. Ábranse un poco.
Enrique miró a los hombres que los rodeaban, les dijo que se
detuvieran y le hicieran espacio a Sofía. Ellos dieron unos pasos
hacia atrás, Sofía quedó expuesta en la escalinata de la iglesia. Miró
a la gente, levantó el brazo y agitó la mano y la multitud explotó
en una masa de ruidos furiosos, súplicas para entrar y verla, tocar-
la. Sofía vio fotos que no supo si eran de ella o de Evita. Enrique le
196

dijo al oído “entremos”, ella tiró un beso a la gente y el pecho del


hombre de luto a su lado recibió un disparo, otro estalló contra la
puerta de la iglesia e hizo saltar astillas de la madera. La gente gritó
y empezó a correr, uno de los hombres de luto fue sobre Sofía para
protegerla, otros dos sacaron a Enrique, el tercer disparo cayó en el
mármol de la escalinata cuando ya Sofía estaba cubierta por cinco
hombres que la habían tirado al suelo. Enrique gritó a los que acor-
donaban la entrada a la iglesia que no se movieran, ordenó a los
que Sofía tenía encima que la llevaran adentro y al resto que saliera
a buscar a los gorilas hijos de mil putas. La multitud se dispersó, los
hombres de luto metieron a Sofía en la iglesia y la llevaron hasta la
oficina parroquial. Escuchó gritos, de la iglesia salía gente para ver
qué pasaba y los hombres de luto les pedían a todos que volvieran
adentro. Cuatro hombres de luto, dos agarrando cada hoja, cerraron
la gran puerta de la parroquia.
XIX

En la oficina parroquial le dieron un vaso de agua a Sofía. Enrique


buscó un doctor en el público y encontró a uno que la revisó ape-
nas, ella estaba bien, salvo un leve raspón en la pierna, que se había
hecho cuando los hombres de luto la tiraron al piso. También tenía
algunas arrugas en el vestido. Sofía tomó el agua y se paró.
—Señor —dijo uno de los hombres de luto—, es más seguro
que vuelva a la Municipalidad.
—No voy a permitir que un grupo de monitos armados nos
arruine el homenaje —dijo ella y miró a Enrique.
Él les pidió a todos que salieran. Le preguntó si estaba segura
de continuar. Sofía dijo que sí. Enrique señaló una puerta en la ofi-
cina y le dijo que daba directo a la iglesia, le pidió que le diera unos
minutos para ordenar a la gente y que saliera por ahí. Besó a Sofía

[197]
198

en la mejilla, le dijo que iba a estar en primera fila mirándola y dis-


frutándola, y salió.
Sofía esperó un momento y abrió un poco la puerta para ver
adentro de la iglesia. Vio a Enrique parado delante de la gente, pedía
disculpas, les contaba lo sucedido y lo que Sofía había dicho: que
esto había que hacerlo para no darle el gusto a los gorilas. Cuando
terminó su introducción hubo aplausos, y después se hizo un silen-
cio sepulcral. Sofía sintió que el corazón le latía con fuerza. Respiró
profundo y entró a la iglesia. Caminó por el pasillo, entre los bancos,
repletos de gente. Sus pasos retumbaron. En el altar habían pues-
to un pequeño escenario, donde la esperaba el cura, que tenía unos
cuarenta años. Vestía una túnica verde y una estola púrpura, con
dos cruces de color dorado en las puntas. Sonreía. Le dio la mano a
Sofía para ayudarla a subir. Ella miró de frente al público y vio que
arriba había otro piso, también lleno de gente. Habían colgado una
bandera con la cara de Eva y una de la cgt.
—Compañeros —dijo el cura, muy tranquilo. Su voz era finita,
pero se escuchó en toda la iglesia. Sofía se dio cuenta de que no habían
puesto micrófono—. Como Cristo antes de la crucifixión, estamos en
la prueba más dura que al General y a la nación les fue dado atra-
vesar. También, como Él, hoy vamos a resucitar. Dicen, hermanos,
que el peronismo no se lleva bien con la Iglesia, pero yo, que estoy
al frente de esta casa parroquial desde hace diez años, doy fe de que
el peronismo es la bendición más grande que ha caído sobre la pa-
tria. Por eso hoy hemos elegido un lugar sagrado para juntarnos a
pensar. Celebremos, para que este acto nos recuerde que somos una
fraternidad en busca de la patria justa, libre y soberana, y no indivi-
duos desperdigados sin unión ni causa, ovejas sueltas de un rebaño
199

diezmado. Y aunque hoy, amados míos, todos somos más peronis-


tas que nunca, es un honor presentarles a una persona que, en este
momento, es el exponente más firme del movimiento. Su arribo es
nuestro milagro, ella es una enviada divina que nos ganamos por
el amor a la causa que defendemos.
Se acercó a Sofía y en voz baja le preguntó al oído:
—¿Cómo se llama, hermana? —Sofía contestó: “presénteme
como Eva, para que no se rompa la magia”. El hombre asintió,
sonriéndole cómplice. Volvió a mirar al público—. Con ustedes,
amigos, un regalo de nuestro Señor. Un mensaje de nuestra Gran
Compañera, Evita.
Quizá por el nervio del atentado reciente, o por el sentido de lo
sagrado que imponía el lugar, no hubo aplausos ni hurras. Sofía sa-
ludó al cura, él la besó en la mejilla, bajó de la tarima y se sentó en un
banco. Cuando se hizo el silencio, Sofía cerró los ojos, se tapó la cara
con las manos y respiró profundo. Escuchó comentarios. Uno pensó
que se sentía mal. Cuando sacó las manos reveló un ceño duro, un
gesto de enojo profundo. Era como si se hubiese puesto una máscara.
—¡Compañeros! —exclamó.
En la extraña acústica del recinto, la voz sonó idéntica a la de
Evita y retumbó. Se escucharon “oh”, “increíble”, “es ella”. Sofía
frenó, con el puño en alto. Respiraba profundo. Repitió:
—¡Compañeros!
Y otra vez frenó, con la cara apretada en un gesto de rabia, quie-
ta, el pecho resoplando como si corriese una maratón. Con el trajín
y los nervios, se había olvidado el comienzo del discurso. El cura la
miraba dándole aliento y nunca había dejado de sonreírle. En uno
200

de los primeros bancos vio a Enrique, que la miraba con ternura. Sin
romper la postura, se serenó.
—Hoy quisieron atentar contra mi vida —dijo Sofía, y sintió
que se aflojaba, se había liberado de la obligatoriedad de seguir el
discurso del disco, algo en ella que quería hablar sin trabas salió y
ella lo dejó salir, desplegarse—. Pero hemos demostrado una vez
más que el peronismo es más fuerte que los estúpidos buitres ca-
rroñeros que intentan resquebrajarnos a nosotros, los pilares de la
causa de nuestro Conductor y la patria, hemos demostrado —dijo,
y miró a Enrique— que somos una llama poderosa, imposible de
apagar por ninguna tormenta.
Algunos entre la audiencia, que la habían escuchado en repre-
sentaciones anteriores, supieron que no estaba repitiendo ningún
discurso. Estaba hablando ella. Otros que no la habían visto nunca,
pero que sí conocían al detalle la manera de hablar de Eva, quedaron
impactados con la cercanía lograda por esa mujer.
Sofía sentía enojo, miedo y angustia por el reciente episodio, le
pareció que compartía esas emociones con todos, recordaba el dis-
paro silbando cerca, el tumulto. Y habló. Usó todas las palabras que
tenía disponibles y que había acumulado de tanto escuchar y repe-
tir el discurso, los patrones de armado y sintaxis, los mecanismos
de la apología del amor y el apoyo a la causa y sin un solo error de
modulación, libre, hilvanando conceptos y propuestas de acciones,
pedidos de apoyar todavía más al General, loas a Perón que siem-
pre le parecían escasas, detallando lo sucedido en las escalinatas e
invitando a que fuera el final del miedo entre las filas peronistas,
terminó con un grito:
201

—Dicen que estoy muerta, pero verán que estoy más viva que
nunca, porque sigo latiendo en Perón, en el partido y en el pecho
de cada uno de los descamisados que me dan la inmortalidad; y si
antes, compañeros, me tenían miedo, a partir de hoy deberán doblar
sus rodillas ante la fuerza de mi inmortalidad, porque ya he dejado
jirones de mi vida, pero ustedes demostraron que han levantado mi
nombre y lo llevan como bandera a la victoria.
Terminó acompañando la última palabra con el puño bien alto,
y la iglesia estalló en aplausos, en un griterío que derivó en el clá-
sico “Evita, Evita”. Ella hizo que no con la mano y empezó a gritar
“Perón, Perón”, y la gente cambió su canto a ése, para seguirla. Dos
hombres de luto la escoltaron para que bajara de la tarima, el cura
subió a avisar que harían una breve misa en honor de Evita, y des-
pués se irían al salón principal de la casa parroquial, para hacer un
plenario urgente, de cara a decidir futuras acciones del peronismo.
En la oficina la esperaba Enrique. Se abrazaron, y así se que­
daron unos segundos. Él le dijo que tenían que volver a la Munici-
palidad, para que descansara un poco, y después tenía otra sorpresa
para ella. Afuera, entre el auto, en la calle y la puerta de entrada, esta
vez la esperaban más hombres de luto, ya debían custodiarla unos
cincuenta, y otra cantidad igual o mayor controlaba a la gente para
que no se le acercara. “¿Dónde los fabricarían?”, pensó y rio de su
propio chiste. Se notó feliz. A pesar del atentado, sabía que había
tenido una buena función. Se metió con Enrique en el auto que
manejaba Darío e hicieron las dos cuadras hacia la Municipalidad.
202

Sofía se bañó y, aunque hacía frío, salió apenas con una toalla. En
el cuarto que le habían armado había estufas y eso calentaba el
ambiente. Cansada pero aliviada por haber terminado la única
representación del día, se tiró en el sillón y cerró los ojos. Pensó en
el atentado. En la foto y la firma. Pensó que le había salido bien, que
su trazo era bueno. Se sentó en el escritorio, con la toalla alrededor
del cuerpo, agarró una hoja y con la lapicera que le había regalado
Enrique practicó la firma de Eva muchas veces; aprovechando que la
tenía grabada en el costado de la lapicera, la usaba como referen­cia
para mejorarla en cada intento. Era un juego, la relajaba y la distraía.
Golpearon la puerta y entró Enrique, sin esperar respuesta.
—Bella —dijo él, se quedó quieto cuando vio que Sofía usaba
sólo una toalla y bajó la mirada y cerró la puerta—. Disculpame…
Cambiate, por favor, que alguien te quiere conocer.
—Estoy muy cansada. ¿No puede ser más tarde?
—La verdad que no. Ponete la mejor ropa de Evita que tengas, dale.
—Ufa. ¿Y quién es? —Sofía se paró y fue a la pila de vestuarios
que le habían dejado las mujeres. El vestido que había usado antes
se lo habían llevado para arreglar.
—Un hombre que va a servir a tu causa —dijo Enrique. Sofía tenía
en la mano un vestido igual al que usaba Evita en eventos diplomáti-
cos—. Ése no —dijo Enrique y señaló la réplica de uno que Evita usaba
para actos oficiales, el más elegante de la colección que tenía—. Ése.
—Bueno —dijo Sofía—, me lo pongo y vamos. Enrique giró
para salir y escuchó: “no hace falta que te vayas”. Se quedó mirando
a Sofía. Ella se puso seria. Caminó unos pasos hacia atrás y dejó caer
la toalla que tenía puesta, despacio. Enrique disfrutaba de la visión
203

del cuerpo desnudo de Sofía, que brillaba contra la luz, húmedo por
la ducha reciente. Ella le sonreía.
Él se sentó en un sillón y encendió un cigarrillo, disfrutando de
mirar cómo ella se ponía primero la ropa interior y después el vesti-
do, jugando a que él no estaba. Sofía terminó de cambiarse, se acercó
a Enrique, él se puso de pie y la besó unos momentos.
—Si no fuera por quien te espera —dijo él—, te juro que nos
quedaríamos.
—Debe ser importante —dijo Sofía.
Él la tomó de la mano y salieron. Enrique la llevó al segundo
piso del Municipio.
—Si es el intendente —dijo ella cuando subían—, le hubieras
dado mi agradecimiento por haberme dado su oficina en habita-
ción, y me dejabas durmiendo.
—O yo dormía con vos —dijo él, y la miró—. No es el inten-
dente. Pongámonos serios, que sos Evita, nunca podría hablarle así
a la mujer del presidente.
Las ventanas del hall del segundo piso estaban abiertas y el sol
entraba por ellas, iluminándolo con un blanco brillante. Enrique
abrió una puerta y le hizo un gesto a Sofía, para que entrara.
—Esperame acá —dijo él—, ya vengo.
Sofía entró y escuchó los pasos de Enrique que se alejaban por
el hall. En una de las paredes de la sala vio un gran cuadro de Perón
y Eva. Sofía buscó la firma del artista, pero no la encontró. Quien lo
hubiese pintado había logrado transmitir la luz de Eva, esa chis-
pa que la animaba y que había visto en las primeras imágenes que
había conocido de ella, en la foto que le había firmado a Darío, en
todo acto donde Eva se había mostrado en sus inicios. “La luz que
204

se fue apagando con el cáncer”, volvió a pensar. Perón tenía su traje


militar. Escuchó pasos en el hall, debía ser Enrique, que volvía. En-
tonces Sofía reparó en que Evita, en el cuadro, usaba el mismo ves-
tido que ella tenía puesto.
—Me acuerdo el día que posamos para eso —escuchó a sus es-
paldas. La voz era suave pero profunda, honda y un poco raspada.
Sofía la reconoció. Giró para mirarlo—. La chinita estaba que trinaba
porque quería otra ropa, pero yo le dije que ese traje le quedaba her-
moso. La pintura quedó bien, ¿no le parece, compañera?
Sofía no pudo moverse, ni hablar. El hombre caminó unos
pasos y se acercó a ella, la miró a la cara con admiración, como si
también observase una bella pintura.
—Cómo me hacés acordar a Eva —dijo Perón, y sonrió.
XX

Perón le dio la mano a Sofía. Ella lo miraba con los ojos muy abiertos.
—Mucho gusto —dijo él—, yo soy Juan Perón.
Enrique estaba en el marco de la puerta y los miraba. Sofía rio
con una carcajada y empezó a llorar, no sabía si por miedo o alegría,
o por una gran angustia que le explotó en el centro del pecho, por-
que ver al General en persona le recordó a Eva con más fuerza que
en los últimos días. Su percepción no terminaba de aterrizar en lo
real, en confirmar que era un hombre de carne y hueso. Perón la in-
vitó a sentarse en uno de los sillones verdes que había en la sala.
—Vaya nomás, compañero —dijo Perón a Enrique.
—Cualquier cosa estoy afuera, mi General —dijo él y cerró la
puerta.

[205]
206

Perón miraba a Sofía. Ella le sonreía y rezaba para que las lá-
grimas no le hubieran corrido el maquillaje. Se le había doblado el
sombrero con pluma y se lo acomodó, aunque tenía la sensación de
que a Perón no parecía importarle nada de eso.
—¿Cómo está, mi General?
—Qué te puedo decir, chiquita. A vos que te veo buena y pero-
nista de ley, no te voy a andar con macanas. La verdad que estoy triste.
—Claro. Yo también. Todos nosotros lo estamos, mi General.
—¡Basta de decirme así que no estamos en la guerra! —dijo
Perón—. Decime Juan. Te vi en la iglesia, ¿sabés? —Perón sacó una
cigarrera de su saco, la abrió y le ofreció a Sofía, que negó con la cabe-
za. Encendió su cigarrillo con un encendedor que tomó de la mesa,
pitó y exhaló el humo—. Qué emotivo lo que hiciste, y qué corajudo
balas. Eva estaría muy orgullosa, chinita.
—Gracias.
—¿Así que sos de mi pueblo? Yo nací en Lobos, ¿sabías?
Sofía le dijo que sí, que había ido a visitar su casa natal, ahora
convertida en un museo. Le contó apenas de su trabajo, de cómo
escuchaba sin cesar los discos de Evita, su descubrimiento tempra-
no, su colección de fotos. Sonreía y se trababa por los nervios. Perón
la trataba como si fuera una charla entre amigos en un café, y eso a
Sofía le fue dando tranquilidad y calma. Pasados unos cinco minu-
tos, él apagó el cigarrillo en un cenicero sobre la mesa y se acomo-
dó en el sillón.
—Sofía —dijo Perón—, en vistas del parecido que manejas con
Eva, y de la completa entrega que haces a su causa, quisiera pedir-
te un favor.
—Lo que necesite, mi General.
207

—Con los muchachos estuvimos pensando, y nos pareció


buena la idea de que hagas unas funciones, o como se llame esto
que hacés…
—Homenaje.
—Así es, señorita. Que hagas homenajes en la capital, ya que
hay tanta gente. ¿No te parece? El partido seguiría brindándote lo
que necesites y quieras. Yo voy a estar siempre con Eva, pero cual-
quier cosa la hablan conmigo.
—Claro que sí, mi General. Va a ser un orgullo.
A Perón se le borró la sonrisa. Sofía vio en sus ojos un destello
de angustia.
—Sos linda como ella, también —dijo Perón y le acarició la
cara. Golpearon la puerta y la expresión de Perón volvió a ser for-
mal, como un gran actor que en un segundo se recompone de una
angustia simulada—. Pase.
Abrieron, era un hombre de luto grandote, con bigotes anchos
y anteojos negros.
—General, tendríamos que volver —dijo el hombre y se quedó
mirando a Sofía, esperando la respuesta.
—¿Viste qué parecida que es? —dijo Perón—. Tenés razón, che.
Vamos. Llamámelo a Enrique, por favor —el hombre salió y dejó
la puerta abierta. Perón se puso de pie y ella lo imitó—. Tengo que
rajar, ¿sabés? La gente me anda buscando y van a armar barullo.
Sofía asintió. Perón sacó de su bolsillo una bolsita de felpa roja,
atada con un cordón del mismo color.
—Me hubiera gustado hacerte un agradecimiento formal y pú-
blico, pero ya sabés que tengo enemigos también adentro del partido,
y sería un riesgo que no te merecés, con todo lo que ya pasaste.
208

Perón abrió la bolsa y sacó un broche con la forma del escudo


justicialista, dorado y con brillantes incrustados. Abrió el alfiler que
lo cruzaba y se lo puso en la solapa a Sofía.
—Hicimos dos, uno para dejarle a Eva en el cajón y el otro para
un museo que va a llevar su nombre. Pero quiero que lo tengas vos,
que seguís viva, por suerte para mí y para todos los compañeros.
Perón le acomodó el broche en la solapa, la tomó de los hom-
bros y la atrajo hacia él, Sofía pensó por un segundo que iba a be-
sarla, pero la abrazó. Ella recordó la foto de él y Eva, abrazándose en
el balcón de la Rosada, el último 17 de octubre. Evita ya estaba en-
ferma, parecía una flor secándose y cerca de romperse, y él una torre
segura donde ella se apoyaba. Sofía sintió el calor de Perón, lo sin-
tió vulnerable y supo que él, el hombre más poderoso del país, el
temido, respetado y amado con igual furor y locura, se aflojaba en
los brazos de ella como quizá Evita se había aflojado en los suyos
más de una vez. Desde la puerta abierta, Enrique carraspeó. Perón
salió del abrazo sin vergüenza y sin soltar a Sofía de los hombros.
—Pase, compañero —dijo Perón a Enrique—. Gracias por man-
darme traer para ver esto. Tenía razón, es una verdadera joya, mi
amigo. Dígame una cosa, con respecto a los que dispararon…
—Ya los estamos buscando, mi General.
—Muy bien —dijo Perón—. Acá Sofía me comentó que no
tiene problema en seguir dando una mano en Buenos Aires, así que
ocúpese usted. Y a usted, chinita, espero verla pronto.
Perón le dio la mano a Enrique y salió. Sofía escuchó sus pasos,
alejándose. Cuando todo quedó en silencio, Sofía se dejó caer en el
sillón, porque le temblaban las piernas. Enrique se le acercó.
—Qué nervios, ¿no? —dijo Enrique, y la tomó de la mano.
209

—Gracias por esto —dijo ella.


—Dijo que sos una verdadera joya —murmuró Enrique—. Esto
también, me parece —agregó señalando el prendedor de Sofía—.
Tuviste un día lleno de regalos, ¿no?
Enrique le sonreía. Sofía se paró de un salto y lo besó.
XXI

Sofía volvió a su habitación y durmió un poco en el sillón. Al medio-


día almorzó con la cúpula central del partido. Habían puesto mesas
en el hall de la Municipalidad, y una docena de dirigentes gremia-
les, políticos y otros con cargo que Sofía no entendió, le dedicaron
palabras de homenaje, agradecimiento y alabanza.
A las 3:00 de la tarde, cuando el frío era un poco más tolerable
porque el sol había calentado un poco el aire, Sofía y Enrique sa­
lieron de Exaltación de la Cruz para volver a Temperley. Cansada
por el viaje del amanecer, el miedo por los disparos, la actuación
y, sobre todo, el impacto de haber estado con el General, Sofía se
durmió apenas arrancaron y así estuvo todo el viaje. Llegaron a las
7:00 de la tarde, ya había anochecido hacía rato. A unas cuadras del
hotel, Enrique frenó el auto y apagó el motor. Sofía se desperezó y

[211]
212

se acomodó en el asiento. Enrique giró para mirarla de frente. Esta-


ba muy serio. Apoyó el antebrazo en el volante y habló:
—El General te dio su aprobación y su apoyo —dijo—. Los pre-
parativos para la función en Buenos Aires están en marcha. Pero
tenés que dejar a Tito y a Viktor hoy mismo. No les podés contar
nada, porque… —Enrique calló. Ella lo miró, alerta.
—¿Qué pasa?
—Agarramos al que disparó. Nos dijo que Tito y Viktor cola-
boraron con él.
—Imposible.
—Le avisaron dónde ibas a estar, Sofía. Despertate —dijo Enri-
que, levantando un poco la voz—. El que agarramos había estado si-
guiéndote desde acá, siempre en contacto con ellos. ¿O no es cierto
que a Tito y Viktor no los veías nunca, salvo cuando hacías la función?
No quiero que te pase nada. Me voy a quedar en el hotel en una ha-
bitación junto a la tuya, con dos hombres. Vamos a vigilar a Tito y al
ruso y no los voy a agarrar hasta que te vayas, para que no haya qui-
lombo. Vos y yo mañana, a primera hora, salimos para la capital. De-
ciles que tenés que volver a Lobos porque tu padre está grave. Actuá
normal, para que no se den cuenta —Enrique la tomó del mentón, le
levantó la vista. Sofía estaba asustada—. Chiquita, yo te voy a cuidar.
Pero tenemos que irnos sin armar escándalo, no como se fueron de
Lobos ustedes. Ayudame. Confiá en mí. Te llevé ante el General, ¿no?
Sofía asintió. Apoyó su cabeza en el hombro de Enrique. Él le
acarició el pelo.
—Estoy cansada.
—Ya sé, linda —dijo Enrique con suavidad—. Falta poco y ter-
mina todo. Mañana a primera hora nos vamos. Bajemos acá. Andá
213

caminando y yo te sigo a unos metros, para que no me vean. Yo voy


a entrar por la puerta de servicio, atrás —dijo Enrique y besó a Sofía.
Ella bajó y caminó la calle que la separaba del hotel. Enrique la
siguió hasta que ella entró y desapareció. Adentro, Sofía preguntó en
recepción por Tito y Viktor, le dijeron que los dos habían salido. Una
vez en su habitación, ella se sentó en la cama. Como la primera vez en
el cajón, experimentó una cantidad tal de emociones y pensamientos
que le parecieron infinitos, imposibles de organizar, muchos contra-
dictorios. Había una mezcla de miedo y alegría, de tristeza y euforia
por haber conocido a Perón y la promesa de actuar en la capital, porque
una vez que esto terminara ella sería libre de todo. También sentía un
poco de preocupación, porque no había podido hablar con Lorenzo.
Y Viktor y Tito entregándola, eso le daba rabia, aunque en el fondo
seguía dudando de que fuera cierto, pero supo que era por el dolor que
le causaba la traición, las ganas que tenía de que todo eso fuera men-
tira. Otra cosa sí era cierta: Perón era real. Este pensamiento la alegró.
El General había estado con ella y la había besado, le había hecho en-
trega de una joya que habían fabricado sólo para dos personas, ella y
Evita. Sofía era leal, siempre se había sentido así, pero más bien como
una enfermera o un telegrafista, un soldado de rango menor dentro
de un ejército, siempre al costado de la guerra, asistiendo a los que po-
nían el cuerpo en las batallas. Ahora sentía que estaba en el frente, en
la vanguardia de un episodio histórico, porque su caudilla principal
se había ido y era un momento decisivo para que los gorilas se reaco-
modaran y atacasen. “Vamos a la capital, sí, porque lo pidió Perón. Ya
viste que él confía en Enrique”.
Llamaron a la puerta. Por la manera bruta en que habían gol-
peado, Sofía intuyó que era Viktor.
214

—Pasá —dijo Sofía, tirada en la cama.


Viktor abrió y se asomó, con el picaporte en la mano. “Pasá”,
repitió ella.
—No, está bien —dijo él—. Supimos del atentado.
—¿Y Tito?
—No sé. ¿Cómo estás? —Viktor miró las valijas en la cama.
—Me voy a la capital —dijo ella—, el General me necesita.
—¿Qué? —dijo Viktor.
—Lo conocí. Hablé con él y me dio esto —se acercó y le mos-
tró el prendedor en la solapa—. Es igual al que tiene Eva en el cajón.
Hicieron dos, y uno me lo dio a mí.
—¿Te vas con Enrique? —preguntó Viktor. Claramente el pren-
dedor no le importaba, miraba a Sofía a los ojos con preocupación y
enojo. Ella se sacó el prendedor y se lo guardó en el bolsillo del abri-
go. Viktor entró y cerró la puerta.
—Sí, me voy con él.
—Enrique no es un príncipe, es un cocodrilo.
—Me salvó la vida en el atentado —dijo Sofía y empezó a levan-
tar la voz a medida que hablaba, como en un discurso—, me llevó
delante del General y me cuidó más que ustedes todo este tiempo
—Viktor la miraba como si no escuchara sus palabras, su cara había
pasado de la rabia y la preocupación al asombro, porque Sofía hacía
los mismos gestos que durante sus imitaciones de Eva—. ¡Así que
no me digas cómo es Enrique y andá, que van a pensar que uno de
los gorilas que atentan contra mí sos vos!
Abrieron la puerta sin llamar, era un hombre de luto.
—Señorita —le dijo a Sofía, miró a Viktor—, ¿está todo bien?
—Sí, no hay problema.
215

—¿Vos quién sos? Rajá de acá —dijo Viktor.


El hombre de luto miró a Sofía, como preguntándole qué debía
hacer.
—Está bien, vaya —dijo ella—. No se quede en la puerta escu-
chando.
—Sí, señora —dijo el hombre, cruzó una mirada con Viktor
y salió.
—¿Tenés cuidadores? —preguntó él.
—Andate. Me voy mañana, sola. El partido me necesita.
—El partido, puede ser. Enrique no. Enrique te usa.
—Sos un ruso quejoso que no logró nada —dijo Sofía—. Vi-
niste entre las ratas al fin del mundo y terminaste de títere de un
mafioso barato. Ahora te disfrazás de Perón sin parecerte en nada a
él. En nada, te lo juro, porque yo lo vi de cerca.
Se quedaron en silencio. Sofía estaba agitada, había hablado rá-
pido. Se sentó en la cama. “No soy ruso”, dijo Viktor. “Y vos no sos
Evita”, agregó. Dio la vuelta, abrió la puerta y cerró despacio.
Sofía sacó del placard lo que le quedaba de ropa y accesorios, y
empezó a meterlos en la valija. Pensó que en Buenos Aires debería
cambiar el guardarropa completo. Con modistas y diseñadores tra-
bajando en exclusiva para ella podría mejorar su ropa. “Perón podría
ayudarme a elegir”, pensó. Dejó de guardar, dio vuelta la valija y tiró
todo en el piso, seleccionó cuatro o cinco prendas que le parecieron
dignas. “El resto las voy a mandar a hacer, todas nuevas”. Sonó el
teléfono, atendió.
—Me imaginaba que ibas a volver con esta noticia —dijo Tito,
del otro lado—. El ruso me contó que te vas. Perdonalo, está más
triste que otra cosa.
216

—Yo sé que ustedes hicieron mucho por mí, pero…


—Vos hiciste por nosotros también —la interrumpió Tito—,
y todos por el partido. Ya está. Vení a mi habitación que te doy tu
parte y cerramos. ¿O ya se van?
—En unas horas.
—Te espero —dijo Tito—. Te preparo la plata y la contás. Si
querés, tengo los registros de lo que fuimos haciendo. Te doy lo
tuyo y lo del partido, también, ya que vas para allá, así lo llevás a la
Comisión del Monumento en Buenos Aires.
Sofía suspiró, cansada. Pensó en decirles que se quedaran con
todo, que se ocuparan ellos. No quería moverse, no quería verlos,
sólo quería estar con Enrique, ya en Buenos Aires, ya siendo Evita
delante de un público nuevo y más grande. Pensó, con lógica par-
tidaria, que no podía dejar librado al azar o a los cálculos de este
hombre las cuentas de todo lo hecho, quería confirmar el número
y la entrega de los fondos para la realización del monumento. Pero
quizá se ponía en peligro. ¿No habían colaborado en el atentado?
“No importa”, pensó Sofía.
—Dame cinco minutos y voy.
Terminó de armar las valijas, dejó toda la ropa que ya no quería
en una silla. Incluso el abrigo negro que había traído desde Lobos,
agujereado por el disparo. Bajó a la recepción del hotel y se acercó al
mostrador, que estaba oscuro. Se escuchaba una radio.
—Buenas noches —dijo Sofía.
El hombre que atendió pegó un respingo, se paró con un mo-
vimiento brusco.
—Uf, discúlpeme, señora, es que su voz, y la cara estando así,
todo oscuro, es igualita.
217

—Discúlpeme usted, no quería asustarlo.


—No, me dio una alegría, aunque no parezca. Me habían dicho
que estaba en el hotel, pero nunca me la cruzaba. ¿En qué la puedo
ayudar?
—Yo me voy mañana temprano, pero arriba en la habitación
dejo bastante ropa, me gustaría que se la hiciera llegar a Celia.
—¿La chica que limpia la habitación? —preguntó el hombre.
—No le diga así, que las personas tienen nombre. Usted, ¿cómo
se llama?
—César —dijo el que atendía y empezó a temblarle el mentón.
Estaba por llorar, Sofía le preguntó qué le pasaba—. Usted es tan
buena —dijo él—. Celia es mi hija y su ropa le va a venir bien, le doy
las gracias. Si me permite, le quiero pedir una cosa más…
Sofía asintió. Pensó que Tito la esperaba. César abrió el diario y
le mostró una foto de ella haciendo de Eva.
—Hoy salió una nota de usted —dijo él—, ya que se va a ir me
gustaría…
Esta vez no dudó un segundo:
—Sí, claro —dijo Sofía, sonriendo.
César le alcanzó una lapicera y Sofía escribió sobre la hoja. Es-
cuchó afuera un motor que arrancaba.
—¡Se nos va Perón también! —dijo César, lamentándose.
—¿Cómo?
—Es la pick-up del muchacho que hacía de Perón. Bajó hace un
rato a entregar las llaves.
Sofía escuchó la pick-up alejándose y confirmó finalmente que
Enrique tenía razón: si Viktor huía así, entonces estaba involucra-
do. Mientras caminaba hacia la habitación de Tito, pensó que si
218

en verdad él estaba vendiendo información sobre su paradero a


quienes querían dañarla, debería avisarle a Enrique que iba a en-
contrarse con él, para que la protegiera. Cambió de planes y fue a
la habitación que estaba junto a la suya. Golpeó y le abrió el hom-
bre de luto que había interrumpido su discusión con Viktor. De-
trás, en una mesa, estaba Enrique con otro hombre. Sofía les dijo
que iba a ver a Tito para recolectar su dinero. Enrique dijo que iban
a estar atentos y sacó su arma. Le pidió que subiera y ellos la se­
guirían detrás. Sofía fue al séptimo piso y golpeó la puerta de la
habitación de Tito.
XXII

—Pasá —gritó Tito, adentro. Sofía entró.


Tito estaba contando plata, susurrando para sí mismo los nú-
meros, sobre una mesa llena de billetes desparramados y de dinero
organizado en pilones, cada uno sujetado por una gomita elásti-
ca. También había una hoja plagada de cuentas, tachaduras, fechas
y palabras. Tenía un cigarrillo en la boca, la camisa arremangada y
fuera del pantalón, arrugada como si llevara días sin dormir ni cam-
biarse. Sobre la habitación flotaba el humo acumulado del cigarrillo,
debía de estar así desde hacía horas.
—Dame un segundo que ya termino —dijo—. Servite lo que
quieras —le hizo un gesto con la cabeza, indicando una mesita con
ruedas, llena de bebidas.

[219]
220

—No, está bien —dijo Sofía. Vio una valija grande abierta con
ropa y otra de color rojo—. ¿Te vas, también? —preguntó. Tito no
respondió, siguió contando y murmurando números. Sofía, pen-
sándolo mejor, se sirvió un buen vaso de whisky. Tito contaba en voz
más alta, los últimos billetes que tenía en la mano, como dando por
terminado el acto. Hizo un fajo con ellos, los ató con una bandita
elástica y anotó en el papel.
—¡Listo! ¿Qué decías?
—Que ya te vas…
—Ah, sí —dijo Tito—. Sin vos no se puede hacer nada —Tito
le entregó a Sofía la hoja, iba poniendo las manos en cada columna
de billetes a medida que hablaba. Se sacó el cigarrillo de la boca y
habló—. Acá está lo que se recaudó completo, lo que usamos para
producción, lo que va al partido y lo que saqué para vos, para mí y
para Viktor. Vení, contalo.
—No, está bien —dijo ella, hastiada. El humo y el olor le mo-
lestaban—. Necesito descansar antes de irme.
—Entonces brindemos por el final de nuestra sociedad. Tengo
un tinto que nos mandaron los compañeros de Mendoza.
—Me voy a dormir —dijo Sofía. Tito abrió su placard y volvió
con el vino.
—Guardá la plata ahí —dijo él y señaló la valija roja—. Es para vos.
Sofía metió allí los billetes, cuando terminó tuvo que hacer
fuerza para cerrar la valija, de tan llena que estaba. Se sentó en la
cama, mientras Tito servía el vino. Abrió la ventana para que corriera
un poco el aire. Salió al balcón, respiró profundo. El cansancio le
iba tomando el cuerpo, hacía un esfuerzo mental para no sucum-
bir, quería un poco de distracción antes de lo que, intuía, sería una
221

gira más pequeña pero más demandante y exigida que la anterior.


Por ahora Tito no daba signos de estar complotando contra ella, ni
contra nadie. Sofía tenía la sensación de que él también quería que
todo esto terminara.
—Parece que estás en el balcón de la Rosada, ¿eh? —dijo Tito,
tras ella. Sofía giró asustada. Él tenía dos copas llenas con vino, una
en cada mano—. Hey, ¿qué pasó? ¿Te asustaste, chiquitina?
—No te escuché.
—Salud, Evita. Por tu nuevo puesto en el partido.
Tito chocó su copa con la de Sofía y tomó el vino de un trago.
Sofía probó y le pareció exquisito. Le dijo a Tito que entraran, por-
que hacía frío. Sofía se sentó en el borde de la cama y Tito en una
silla, junto a la mesa.
—¡Estaba enojado el ruso! —exclamó Tito—. ¿Qué pasó?
—Nada. Se cree que soy una nena.
Tito sonreía. Tomó un trago de vino.
—Qué rico esto, che —dijo, mirando la copa. La dejó en la mesa.
Prendió otro cigarrillo—. Qué cara de cansada, Sofi.
—Sí, mucho —dijo ella y terminó su copa.
—¿Y no me vas a contar nada?
—¿De qué?
—¡De Perón, nena! —dijo Tito, alegre.
—Es un… —Sofía se frenó, dejó la copa en el suelo—. ¿Cómo
sabés que lo vi?
—Soy viejo y cafishio, pero no boludo —dijo Tito y se sirvió
otra copa—. Era cantado que iba a ir.
—Está triste pero entero, porque es fuerte —dijo Sofía, y se paró
para irse. “Qué cansada estoy”, pensó, “me estoy quedando dormida”.
222

—Claro, si vos fueras mi mujer y te murieras, yo estaría triste.


¿Más vino?
—No —dijo Sofía y miró la mesa con la botella. Le pareció extraña
su forma, como si la luz saliera desde adentro y el contorno se esfu-
mara. Debía ser el efecto de la lámpara cerca del vidrio. Y el cansancio.
—¿Y qué te dio Perón? —dijo Tito, terminó su segunda copa y
la dejó en la mesa.
—Un abrazo —dijo Sofía. Rio, sorprendida de su propia respues-
ta. Trató de recomponerse. “Si no me voy ya, me duermo acá parada”,
pensó—. Me prometió hacer más… por el partido, allá… en Buenos
Aires —sintió una ráfaga de sueño tomándole el cuerpo, Tito habló
y Sofía no escuchó bien lo que él había dicho—. ¿Qué? —dijo ella.
—Te preguntaba si Perón te dio algo más —dijo Tito.
Sofía se apoyó en la mesa, caminó unos pasos y se recostó en la
cama. “Me duermo”, pensó. “Me apago”. La luz que venía desde
la lámpara en el techo le molestaba en los ojos. Tito estaba mirán­
dola desde arriba.
—Qué putita sos —dijo él junto a su cara y Sofía sintió la sali-
va que le salpicaba la mejilla. Quiso limpiarse y decir algo, pero la
boca no le respondió, su voluntad y su cuerpo se habían divorciado.
Tito le metió la mano en los bolsillos, encontró el prendedor que
le había regalado Perón y lo sacó—. Te dan algo y no sos capaz de
compartirlo conmigo, que te llevé a donde estás.
—¿Eh? —dijo Sofía. Le pareció que tenía fiebre.
—Yo te hice. Fui el que vio de lo que eras capaz. Vos querés lle-
varte todo, ni un poco me ibas a dejar. Te hacías la especial y al final
sos igual que mis putas de Lobos.
223

—Tito… no sé de qué hablás… —murmuró Sofía, pero no


pudo asegurar si había llegado a decirlo o si sólo lo había pensa-
do; se arrastró en la cama hacia atrás, para apoyar la cabeza sobre
la almohada, empezó a sentir los antebrazos y las piernas rígidos,
pesados como plomo.
—Yo las fabrico —continuó Tito, parecía hablar con una au-
diencia invisible—, las convierto en un éxito y siempre me pasa lo
mismo, viene uno con más plata y se las lleva. Un diputado, un oli-
garca, un empresario. Se olvidan de mí. Como si no me debieran
nada y hubieran hecho todo ellas solas. El platudo las deja y vuel-
ven, obvio. Vos no vas a volver, Sofía, porque no te voy a dejar ir.
“El vino”, pensó Sofía. Tito entró al baño, Sofía quiso hablar
pero no podía, las palabras se formaban en su cerebro pero no te-
nían fuerza que las impulsara a salir. Tito volvió con algo en la
mano, Sofía escuchó un ruido de plástico y le pareció que lo que
Tito abría era una jeringa pero no estaba segura, ahora veía borroso.
“No me estoy quedando dormida, me estoy muriendo”.
—¿Qué hacías vos antes de que yo te diera lugar, eh? —dijo
Tito—. Coser ropita y cambiarle los pañales a tu papá. Ahora se la
chupás al príncipe de Perón y te creés reina.
Tito armó la jeringa y la hizo absorber aire. Sofía creyó escuchar
un ruido. Sí, eran golpes en la puerta, sonaban apagados, parecían
venir de una habitación en un piso más alto, pero supo que era ahí
porque Tito gritó “¿quién es?” y miró a un costado. “Me duele la ca-
beza”, pensó Sofía. “La luz me molesta”. No quería cerrar los ojos
pero se le cerraban solos, pesados. Tito caminó a la puerta y la ba­
jaron de una patada. Sofía abrió los ojos con un esfuerzo titánico,
vio a Enrique que tenía un arma y le apuntaba a Tito, que gritaba
224

algo que Sofía no entendía, sí vio que Tito hizo el movimiento de


bajar los brazos pero Enrique no bajó el arma y le disparó una, dos,
tres, cuatro veces y cada fogonazo que salía del revólver era un ruido
chiquito en el cerebro de Sofía y una chispa blanca que salía del caño
y empujaba a Tito como una mano hasta que Sofía dejó de verlo,
porque desapareció por el balcón.
Sofía se dormía, se hundía hacia adentro, flotaba y caía en un
pozo dentro de sí misma. Como cuando estaba en el cajón, pero sin
voluntad. “Me muero”, pensó. “Papá. Perón”. Enrique corrió a Sofía
y la levantó, ella ya veía todo negro pero llegó a escucharlo, que an-
gustiado le rogaba que aguantara, que se quedara con él, que todo
iba a estar bien.
XXIII

“Mi cabeza”, pensó Sofía. Duele. Volvía del sueño y sentía el pulso
que hacía palpitar el cerebro, como si la sangre, bombeando, quisiera
expandirse a una zona más allá del cuerpo, abrirlo y salir. “Duele
mucho. ¿Y? Debemos apoyar a Perón. El capitalismo foráneo. Hay
algo extraño en todo esto. Hay algo extraño en mí. Hay ruidos,
afuera. Adentro, una multitud que clama por mi nombre. Jirones de
mi nombre. Puf, qué cansancio. El sonido del cuerpo: pum, pum.
Todo está oscuro pero hay luces. Relámpagos. Algo extraño, sin
duda. Viktor y Perón se dan la mano y no. Viktor no es Perón: yo
se lo dije. Yo sí soy Evita. Sofita. Así firmo. Soy la mujer que llora
cuando la mira. El hombre del autógrafo. ¿Cuál? ¿El chofer o el del
hotel? Hay algo extraño en todo esto. Estoy delirando”, pensó Sofía.

[225]
226

Volvió centímetro a centímetro de esa zona pegajosa que es el


despertar de un sueño inducido por químicos, en un cuerpo que ya
estaba terriblemente cansado. No reconoció el cuarto del hotel. Sí
reconoció a Enrique, sentado en una silla, frente a la cama, mirán­
dola preocupado. Fumaba y su cara parecía escondida en una nube
de humo. “Como Tito, anoche. ¿Anoche? ¿Cuándo? No sé, no estoy
segura del tiempo. Pero Tito no me da confianza y Enrique sí”.
Enrique sonrió cuando la vio despierta.
—¿Qué pasó? —preguntó Sofía, trató de levantarse un poco de
la cama, pero gritó por un dolor de cabeza súbito y punzante que la
tensó hasta el cuello.
—Tranquila —dijo Enrique, se sentó junto a ella, le acomodó la
almohada—. Quedate quieta. Descansá.
Enrique le agarró la mano. Seguía mirándola. De nuevo, el
plomo en los párpados. Sueño. Ganas de dormir. No: la palabra co-
rrecta era apagarse. Volver. Se durmió.
Abrió los ojos y estaba más fresca. Enrique seguía sentado a su
lado. ¿Amanecía? Sí. Enrique hablaba con otro hombre.
—¿Qué pasó? —preguntó Sofía otra vez. Su propia voz le pare­
ció extraña, cavernosa. Estaba mejor que hacía un rato antes, lo
notaba en su cuerpo. Tenía el miedo de la ignorancia, de haberse
desconectado del tiempo y del espacio por una cantidad de horas
que le parecían eternas.
—Tranquila —dijo Enrique. Sofía pensó que él era el único que
podía decirle eso sin hacerle sentir que la trataban como a una es­
túpida. Con Enrique eso no le pasaba. El otro hombre se acercó, es­tiró
su mano a la cara de Sofía y ella lo rechazó con violencia—. Es el doc-
tor, dejalo —explicó Enrique—. Lo traje yo. No pasa nada.
227

El doctor miró el color bajo los ojos de Sofía.


—Está mejor —le dijo a Enrique—. Que descanse el resto del
día. Mañana, si se siente bien, puede volver a su actividad normal.
—¿Qué pasó? —preguntó Sofía—. ¿Qué me hicieron?
—Nada —dijo Enrique, y se volvió al doctor—. Gracias, cual-
quier cosa lo llamo.
No, la habitación no era del hotel en el que estaba… ¿Hasta
hacía un rato? Tito y el dinero, el vino, todo, hasta la jeringa —si
es que había sido una jeringa— volvía a proyectarse en su imagi-
nación, como una película que no había terminado de ver y que
quisiera recordar para deducir la continuidad de la trama. Enrique
acompañó al doctor a la puerta, cruzó unas palabras con él y lo des-
pidió. Volvió al lado de Sofía, le acarició el pelo y le alcanzó un vaso
de agua que tenía en la mesa de luz.
—Tomá esto —dijo Enrique. Sofía obedeció. Todavía le dolía
un poco la cabeza, y también la espalda. Enrique se sentó a su lado.
Ella lo miraba ansiosa—. Teníamos razón, Tito era parte del grupo
que hizo el atentado. Viktor también, por eso se fue antes, sabía que
los estábamos por descubrir. Anoche Tito te metió algo en el vino
para dormirte y…
Enrique frenó, bajó la vista.
—¿Matarme? —dijo Sofía.
Enrique le sacó el vaso de la mano y lo devolvió a la mesa de luz.
—¿Cuánto estuve así?
—Un día entero —dijo Enrique—. Él ya lo había hecho con
otras. Hubo mujeres en Lobos que desaparecieron cuando no querían
trabajar con él. Una vez dormida, te inyecta una burbuja de aire. En
media hora tenés un paro cardíaco y listo. Parece muerte natural y
228

se termina. Nadie investiga mucho, tratándose de lo que parece ser


una prostituta borracha.
Enrique le agarró la mano, ella se dejó, suspiró y se acomodó en
la cama. Se sentía nauseabunda, con una suciedad interna idéntica
a la que deja una borrachera fortísima con bebida barata. Tosió, le
pareció que iba a vomitar.
—Te metió analgésico para caballos de carrera —dijo Enri-
que—. Te vas a sentir mal un rato. Para los humanos es como un
veneno.
—¿Y qué pasó cuando me desmayé?
—Un doctor te hizo un lavaje y te traje para acá, para salir de
la zona, por si había más gorilas que quisieran lastimarte. Le di
toda la plata al partido. La tuya también, para que te la guarden.
Hablé por teléfono con el General —dijo Enrique y, por un segun-
do, a Sofía se le pasaron todos los dolores y miedos—. Dice que si
querés se suspende todo, que lo importante es que vos estés bien.
Enrique le acarició el pelo. Le acomodó la sábana en el hombro.
—No —dijo ella—. Vamos hasta el final.
Sofía se sentó en la cama, miró la habitación.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Enrique sonrió. “Vení”, le dijo y le dio el brazo. Sofía se paró,
y se apoyó en él para salir de la cama. Fueron hasta la ventana y él
abrió la cortina. Sofía, apoyándose primero en Enrique y después en
el marco, reconoció afuera el Obelisco y la 9 de Julio. “Las luces del
centro”, pensó. Todo estaba quieto y vacío, tal como parecía estar el
mundo desde el sábado 25 de julio a las 20:25. Sintió la mano de
Enrique que la tomaba por la cintura. Ella giró y lo tomó de la cara.
Le dio un beso profundo, largo. Trató de sacarle el saco.
229

—Ahora no, andá a descansar —dijo Enrique.


—Estoy muy bien. ¿Tengo que descansar todo el día? —pre-
guntó ella. Él asintió—. No quiero. Andá a decirles a tus muchachos
que no molesten.
Enrique salió y pidió a los hombres de luto que no los inte-
rrumpieran. Cuando volvió, Sofía había cerrado todas las cortinas y
lo esperaba desnuda en la cama.
XXIV

A la mañana siguiente Sofía despertó y, otra vez, Enrique fumaba


a su lado. Pero esta vez ella se sentía perfecta, renovada. En el desa-
yuno comió con ganas; Enrique tomó una taza de café negro.
—Siento que estamos de vacaciones —dijo Sofía.
—Si querés, cuando todo termine nos vamos —dijo él y ella lo
miró sonriendo—. Podemos llevar a tu padre, también.
—Hablando de eso, ¿hay teléfono? —dijo Sofía. Enrique señaló el
aparato junto a la mesa—. ¿Y a dónde me vas a llevar? —Sofía em-
pezó a untar su tercera tostada.
—Donde quieras.
Golpearon la puerta, Enrique abrió y asomó la cabeza. Sofía rio, él
estaba en calzoncillos. Enrique cruzó unas palabras con alguien y vol-
vió a la cama. Le dijo que ya estaban para empezar. “Cuando pueda te

[231]
232

bordo el escudo peronista en los calzones”, dijo ella. Enrique la besó.


Mientras Sofía levantaba la bandeja del desayuno y la llevaba a la
mesa, él se cambió. “Estudiá”, dijo Enrique, “en una hora vengo a bus-
carte”. Cuando se iba, Sofía lo agarró de la corbata y lo besó en los la-
bios. Él se acomodó el saco riendo y salió de la habitación.
Sofía se cambió y repasó las transcripciones de los discursos.
Le parecía que hacía años que no lo hacía, y que a partir de ahora
sería diferente. Estaba en un nuevo nivel. Sola. Acompañada por En-
rique, por supuesto, pero ya no dependía de nadie. Ya Perón la había
premia­do, ya estaba en Buenos Aires, ya se había liberado de los que
la traicionaban. No tenía idea ni dónde, ni para quién o quienes
sería la función de ese día. Perón se la había pedido y con eso le bas-
taba. Confiaba en estos hombres.
Practicó posturas y gestos en el espejo del hotel, improvisó dis-
cursos basándose en los que ya conocía. Se sirvió un té, fue al te-
léfono y marcó el número de su casa. Nadie atendió. Volvió a las
transcripciones. Ensayó de pie, le pareció mejor cuidar la energía
y se sentó. Inquieta por no haber sido atendida, agarró el teléfono y
marcó de nuevo. Dejó que el tono sonara diez veces: los contó. En
el undécimo, golpearon la puerta. Sofía se consoló diciéndose que
más tarde volvería a intentarlo y abrió. Cinco mujeres entraron en
fila con vestidos y adornos, hablando entre ellas. Era como en Exal-
tación de la Cruz, pero mejorado. Todo era más brillante, más colori-
do, más caro y más concentrado, porque éstas no se detuvieron a ver
a Sofía y llorar: como si fuera una muñeca, la agarraron y le hicieron
pruebas, la midieron, le ponían un vestido y se lo sacaban, una de
ellas cosía. Lo otro diferente era que la escuchaban más, le pregun-
taban y pedían su aprobación; Sofía hablaba con las cinco al mismo
233

tiempo, decidiendo sobre todo lo relacionado a su vestuario. Sonó


el teléfono y Sofía, que estaba cerca, atendió, cuando una mujer le
ponía un alfiler para marcar la pollera que tenía puesta.
—¿Papá? —dijo Sofía.
—No, soy yo —dijo Enrique—. ¿Cómo va todo por ahí?
—Muy bien.
—En quince minutos voy a buscarte.
Sofía cortó y repitió lo que había dicho Enrique: “en quince mi-
nutos vienen a buscarme. Apúrense, chicas”, agregó. La habitación
se volvió ruidosa como un gallinero invadido por un zorro, “no hay
tiempo, no llegamos, estoy hecha un desastre”, decía Sofía. “Los
hombres de la Cámara de Comercio son tan exigentes”, chilló una,
“¿así que voy a la Cámara de Comercio?”. “Sí, ¿no sabías?”. “Nadie
dice nada. ¿Y vos cómo te llamás?”. Irma y Beatriz y Liliana le decían
sus nombres a Sofía, que repasaba mentalmente el discurso pero un
poco, porque había decidido que quería improvisar. “Mejor hablo
yo, no Evita”, pensó en paralelo mental al ruido de afuera. “Yo es-
tuve en el Ministerio, tendrías que hacer tu número”, gritó una, se-
guían cosiendo y entonces Sofía gritó: Irma, que le cosía el vestido
que tenía puesto, la había pinchado con un alfiler.
—Disculpe —dijo Irma. Una gotita de sangre brotó de la pierna de
Sofía, que miraba a Irma con furia—, necesito que se quede quieta…
El silencio que se hizo cuando Sofía le pegó la cachetada a Irma
fue tan pesado que, por contraste, se dieron cuenta del ruido que
estaban haciendo. Irma se quedó dura, tomándose la mejilla. Sofía
respiraba con fuerza, parecía un toro. “Tarada”, le gritó a Irma. Una
de las mujeres se acercó a Irma y le susurró algo al oído, la tomó
del brazo y la sacó de la habitación. Cuando cerraron la puerta, las
234

otras volvieron a trabajar en silencio. Sofía se quedó con los brazos


levantados.
—Limpien mi sangre y terminen conmigo, por favor —dijo—.
Como sea.

Diez minutos más tarde, Enrique y Sofía subían a un auto. Había


poca gente en la calle, parecía que todos estaban en el Ministerio de
Trabajo, intentando ver el cuerpo de Evita. El auto bajó por la ave-
nida Rivera, hasta el barrio de Colegiales. En el asiento de atrás, él le
dio la mano. Le explicó ante quiénes iba a actuar, eran empresarios
que habían apoyado al peronismo en sus comienzos y que habían
sido retribuidos con la justicia que correspondía a su lealtad. Hoy
les darían este espectáculo en homenaje, y a su vez se les pedirían
nuevas contribuciones para el monumento.
—¿Pero todavía no se juntó la plata para el monumento?
—preguntó Sofía.
—Son proyectos caros, linda —dijo Enrique y le sonrió.
El coche frenó en un antiguo palacio residencial. Enrique bajó del
auto y le abrió la puerta. No había una multitud esperándola, y eso a
Sofía le pareció extraño. Entraron al palacio, que tenía un piso de
damero y techos altísimos. De las paredes colgaban cuadros, Sofía
desconocía los nombres de los pintores, aunque había visto imá-
genes parecidas en las secciones de cultura de diarios y revistas, cuando
buscaba fotos para recortar de Evita. Un mayordomo con moño y librea,
alto y esforzado en el arte de pararse derecho, les pidió el abrigo.
También los esperaban dos hombres de luto, de los que Sofía antes
235

veía más seguido. Pensó que no sabía los nombres de ninguno,


salvo el de Darío. Le hablaron a Enrique al oído. El mayordomo los
acompañó a una salita, contigua al salón principal. Una vez adentro,
Sofía y Enrique se sentaron. Enrique le sonreía, mientras se pren-
día un cigarrillo. Le dijo que iba a entrar con la gente, a socializar un
poco y ver cómo andaba todo, y que después la anunciaría un locutor.
Señaló una puerta espejada, le dijo que daba al salón y que entrara por
allí. Enrique la besó en la frente y salió.
Sofía miró las estatuas en miniatura y los cuadros de la habita-
ción. Igual que con los de la entrada, no sabía de quiénes eran, pero
le pareció que valían mucho. “Cuando esto termine, puedo estudiar
más”, pensó. Estaba nerviosa. Hoy era distinto. “Es como pasar de ser
extra en un teatro municipal a ser protagonista de una función en el
Colón”, pensó. Ansiosa, Sofía abrió la puerta espejada y se asomó. La
vista daba al salón principal, iluminado por tres largas arañas de vi-
drio que colgaban del techo, la cúpula tenía una pintura con motivos
de ángeles. Espió con atención, calculó que había unas veinte mesas,
con seis personas cada una, todas vestidas con elegancia. Le pareció
raro ese tipo de acto en el medio del funeral, no tenía nada de triste-
za. Dos hombres pasaron con una copa y un cigarro, a Sofía le pareció
que hablaban en inglés. No vio banderas, ni imágenes de Perón ni de
Eva. Incluso había una pequeña orquesta con piano, bajo, guitarra,
trompe­ta y batería. Enrique hablaba con una persona y otra, o con los
hombres de luto. Un hombre se acercó al micrófono, con voz impo-
nente —evidentemente era un locutor— les daba a todos la bien-
venida a esta “Gala nacionalista”. “¿Gala nacionalista?”, se preguntó
Sofía. Pero Enrique le había dicho que no importaba el nombre. “Estoy
nerviosa”, pensó. Le pareció reconocer la voz del locutor, de alguno
236

de los programas de radio que escuchaba en Lobos. Recordó que no


había podido comunicarse con su padre ni lo había vuelto a intentar.
Sofía se miró en el vidrio espejado de la puerta. Cerró los ojos y
respiró profundo. Desde adentro del salón, dos mozos abrieron las
puertas, una cada uno, y Sofía quedó expuesta. La orquesta empe-
zó a tocar la Marcha peronista en clave de música clásica. Los invi-
tados se pusieron de pie y la aplaudieron con respeto, sin gritos ni
escándalos. Ella saludaba con la mano derecha. Trató de distinguir
entre las caras a alguien conocido, pero no pudo. Enrique, en una
mesa al fondo, aplaudía. El salón era de un lujo desconocido para
ella, sólo había visto cosas parecidas en revistas y películas. Sofía ca-
minó, atravesando el piso damero hacia el micrófono que le cedió
el locutor. Tenía el signo de lra, y brillaba, como nuevo. Con esa
percepción aumentada que genera el pánico escénico, vio que dos
mozos, al fondo del salón, donde nadie los veía porque estaban a es-
paldas del público, discutían. Otro mozo, cerca de la mesa más larga,
miraba a Sofía preocupado, como si la conociera.
Sofía agarró el micrófono y la orquesta cerró con un redoble, los
invitados se sentaron y comentaban su parecido cuando se produjo
una enorme explosión, que aunque fue en la esquina opuesta del
salón a donde ella estaba, empujó a Sofía al piso. Vio cuerpos volan-
do y doblados, como si la mano de un gigante los hubiera revoleado,
y oyó los gritos de miedo que llegaron a terminar algunos y otros
no. La bomba sacudió las arañas de vidrio que estallaron en mi­
llares de pedazos, hubo más gritos y empezaron a sonar disparos.
Sofía, en el suelo y aturdida, vio el fuego levantándose, estaba entre
cuerpos que sangraban, más adelante algunas personas caían ante
los disparos que venían del fondo, varios mozos usaban revólveres
237

y ametralladoras. El polvo que había sacudido la explosión flotaba


en el aire y se cortaba con el silbido de las balas. Había llantos, algu-
nos buscaban a sus amigos o partes de su cuerpo. Los hombres de
luto que no habían muerto o estaban mutilados sacaron sus armas
y atacaron. Enrique, lleno de polvo y sangre, apareció junto a Sofía,
la agarró del brazo, la levantó y corrió con ella hacia la salida. Le gritó
algo que ella no escuchó porque seguía habiendo tiros, más hom-
bres de luto entraron con sus armas en alto y le disparaban a los
mozos, otro grupo cubrió a Enrique y Sofía, que corrió como pudo
tapándose los oídos, que le dolían. Cayeron algunos hombres de
luto pero lograron llevarlos hasta la salida, los metieron en un auto
y arrancaron. Sofía escuchó las balas pegando en la carrocería y el
vidrio de una de las ventanillas reventó.
Salieron de la batalla y doblaron la calle, seguían escuchándose
gritos y disparos. Sofía se sacó las manos de los oídos y se las miró:
sangraban.
XXV

Enrique le dijo al hombre de luto que manejaba que salieran de la


capital y fueran hasta el Policlínico de Avellaneda.
—Estoy bien —decía Sofía, para tranquilizarlo.
No tenía claro si la sangre en sus manos era de ella o si se había
manchado con la de otro. Las piernas le dolían, y también le san-
graban, porque se había clavado algunas esquirlas de cristal de las
arañas.
—No importa, vamos para allá —repitió Enrique—. Es más
seguro.
Dieron vueltas para evitar el centro, repleto de gente y cortado
por el velorio de Evita. Cuando llegaron al Policlínico de Avellaneda,
Enrique bajó corriendo y buscó ayuda. Metieron a Sofía en una sala
de guardia y enseguida la atendieron dos médicos, que le sacaron

[239]
240

esquirlas de la pierna y le dieron unos puntos en un corte más gran-


de. Le lavaron algunas partes del cuerpo con agua oxigenada, para
sacarle la sangre seca de ella, y también de otros. Por lo demás, sólo
necesitó un tranquilizante. Durmió una media hora, hasta que vol-
vió el médico. Estaba con Enrique, que tenía una mano vendada.
—Tuviste suerte —dijo el doctor—. ¿Sabías que acá fue donde
le hicieron la última operación a Eva?
—¿Cómo fue? —preguntó Sofía.
El doctor esbozó una sonrisa que tenía un poco de tristeza.
—Duro. Era una leona muriéndose. Su espíritu seguía ahí, pero
el cuerpo no le respondía. Estaba flaquita, era un poco impresionan-
te —el médico le dio un blíster y miró a Enrique—. Le dejo unos
analgésicos, por si duelen los puntos. El resto está impecable, la
chica es irrompible —se despidió de los dos y salió. Enrique acercó
una banqueta a la cama.
—¿Cómo estás, mi amor?
Sofía lloró.
—Me asusté —dijo, entre lágrimas. Enrique le tomó la mano con
su mano sana y ella miró la que tenía vendada—. ¿Vos cómo estás?
—Bien. Sólo un rasguño.
—¿Y la gente?
—Muchos no tuvieron suerte —dijo Enrique—. Pero tengo
una buena noticia. Es sobre el General.
—¿Va a venir? —Sofía se limpió las lágrimas de las mejillas con
el antebrazo.
—Le gustaría, pero no puede. Tiene que estar junto a Eva hasta
el final —Sofía asentía—. Pero quiere que hagas algo por él. Decidió
que el domingo termina el funeral y quiere que sea como vos y todos
241

los peronistas auténticos se lo merecen —se acercó a Sofía y bajó un


poco la voz—. Van a llevar a Eva a la cgt para dejarla ahí hasta que
construyamos el monumento. El domingo a la tarde quere­mos hacer
un último acto en su memoria, con vos. Va a ser grande.
—¿Muy grande?
—En la cancha de Racing. Esperamos más de ochenta mil per-
sonas —Sofía suspiró, apretó la mano de Enrique—. Vos tenés que
ocuparte de seguir haciendo tu maravilla. Vamos a encargarnos de
la seguridad, te prometo que nunca más va a pasar lo de hoy, no
voy a permitirlo —Enrique mordió rabia e impotencia y golpeó la
camilla frente a la que estaba Sofía, ella lo agarró de las manos y lo
trajo hacia ella. Le acarició el pelo sobre la frente. Lo abrazó y sintió
que Enrique la apretaba—. Si te hubiera pasado algo, no me lo per-
donaría jamás.
—Estoy bien gracias a que me rescataste. Por supuesto que voy
a hacer lo del domingo. Pero no por Perón, ni por Evita. Lo voy a
hacer por vos.
Enrique la besó.
—Salgamos de acá —dijo—. Te llevo a un hotel cerca de la can-
cha y descansás ahí. A la tarde empezamos a ensayar y preparamos
todo. Tenemos sólo un día.
Sofía dijo que estaba bien, que no se preocupara. No necesitaba
ensayar, de hecho. Las últimas veces, los discursos habían sido im-
provisaciones sobre la base de los que ya conocía de memoria. Le
pidió a Enrique que le prometiera que él iba a estar cerca de ella. Él
sonrió y le dijo que sí, que iba a estar cerca.
242

Enrique llevó a Sofía al hotel Ciervo, a unas veinte cuadras de la can-


cha de Racing. Sofía llamó a su casa en Lobos, y otra vez no pudo
hablar con su padre, porque nadie atendía. Se reunió con las mujeres
que la habían preparado para organizar el último gran acto. Le dijo
a la que la ayudaba a repasar los discursos que no la necesitaba más
porque iba a improvisar. Irma, la mujer a la que le había pegado la
cachetada, ya no era parte del equipo. Enrique fue a su habitación
y pasaron la noche juntos.
A la mañana siguiente, Sofía leyó la fecha del diario: 9 de agos-
to de 1952. “Qué rápido está pasando todo”, pensó. Desayunaron y,
antes de salir hacia el estadio, Sofía se puso la lapicera que le había
regalado Enrique en el bolsillo del abrigo. “Nunca se sabe cuándo
me pedirán que firme”, pensó. Ya en el auto, Enrique sacó una hoja
del bolsillo y se la mostró a Sofía.
—Ésta es la agenda, vamos a repasarla. Hoy vamos a Racing,
para que conozcas. Vas a tener un camarín en el vestuario. Después
volvés al hotel.
—No quiero estar adentro todo el día —dijo Sofía—. Me gus-
taría pasear, tengo ganas de ir a la ciudad, no volví nunca desde que
me fui.
—Es peligroso.
—Un poco, mi amor… —dijo Sofía, con tono infantil—, por favor.
—¿Y por qué no lo hacemos el lunes, cuando ya terminamos?
—El lunes quiero volver a Lobos, así estoy con papá. No me
atendieron las últimas veces que llamé, y con lo que pasó no pude
intentarlo de nuevo.
—Hoy mismo me ocupo de que uno de los muchachos llame.
Seguro que allá está todo bien. Y lo otro, te doy un auto con chofer,
243

para que te cuide, ¿está bien? —Sofía lo besó en la mejilla—. Pero


antes de que anochezca te quiero en el hotel. Los gorilas salen en la
noche y son peligrosos.
—¡Sí, señor! —dijo Sofía, burlándose—. ¿Mañana puedo ir a
ver a Eva?
—Imposible.
—¡Pero nunca más voy a poder!
—Una vez que esté a cubierto en la cgt, me ocupo de que la visites
un día. Sos la que más derecho tiene. Pero mañana es muy peligroso.
—Está bien —dijo Sofía. Siguieron repasando. Al otro día, ella
esperaría en el hotel mientras Enrique iba al último responso de
Evita y acompañaba el cuerpo. Eso sería a las 12:00 del mediodía.
A las 16:00 vendría a buscarla un auto y la llevaría al estadio de Ra-
cing. El acto estaba convocado para las 18:00, pero dos horas antes
ya abrirían las puertas del estadio. Cerca de las 20:00, Sofía comen-
zaría su represen­tación, para finalizarla 20:25, en conmemoración
al horario del fallecimiento de Evita, con las campanadas de toda la
ciudad saludan­do su paso a la eternidad. Todo esto lo conver­saron
en el auto, hasta que Sofía distinguió, adelante, una gigantesca
construcción: el estadio de Racing.
—Se llama “Juan Domingo Perón”, ¿sabías? —dijo Enrique.
Sofía negó—. Él los ayudó a construirlo, porque no tenían dónde
jugar. Cereijo, un funcionario cercano al General, es hincha fanáti-
co y les consiguió la guita. A unas cuadras está el de Independiente
—dijo Enrique y señaló hacia adelante, donde se veía la construc-
ción—. “A los enemigos hay que tenerlos cerca”, dice Perón. Ra-
cing le hizo caso.
244

Dos hombres de luto custodiaban una enorme puerta celeste


con el número 11, que en la parte superior decía “Entrada socios”.
La abrieron cuando vieron llegar el coche. Adentro había más hom-
bres de luto, algunos sólo con la corbata negra pero siempre con
la cinta. Todos los saludaron al entrar. Enrique y Sofía bajaron del
auto y un hombre viejito, canoso y doblado, que le llegaba a Sofía a
los hombros, los guio con amabilidad por las columnas dentro del
estadio hasta que vieron, desde la platea, el césped, de un hermoso
color verde claro y cortado muy prolijo. Adentro de la cancha había
un centenar de obreros llevando y trayendo largos fierros y un esce-
nario casi terminado, con dos gigantescos bustos de Perón y Evita
de cada lado.
—Me gustaría ver el camarín de la señora, Adolfo —dijo Enri-
que al anciano de luto. Salieron de la platea y bajaron por un ascen-
sor hasta el subsuelo. Adolfo no paraba de hablar con Enrique sobre
los detalles de la organización. Cuando llegaron al camarín, Sofía vio
que lo habían acondicionado como una habitación de lujo. Salieron
del vestuario y bajaron dos pisos por una escalera, hasta el primer
subsuelo del garaje. Estaba lleno de autos. “Son todos de los mu-
chachos”, le dijo Enrique a Sofía. Sofía se quedó rezagada, dio unos
pasos hasta una puerta negra de chapa que decía “2do Subsuelo”,
escuchó ruidos y se acercó. Cuando agarró el picaporte, apareció la
mano de Enrique que la tomó del brazo.
—Ahí no, mi amor —dijo—. ¿Escuchás? Están armando las
cosas para mañana, si te ven te van a querer saludar y se demora
el trabajo.
Salieron del garaje. Sofía, Enrique y sus custodios atravesaron
corredores y pasillos hasta que salieron directo al campo de juego.
245

Había unos soportes clavados contra la pared del fondo del esce­
nario, Sofía le preguntó a Enrique qué eran.
—Vamos a poner antorchas —dijo él—. Treinta y tres, una por
cada año de vida de Eva.
—Qué lindo —dijo Sofía.
—Ese pibe —dijo Enrique y señaló a un policía muy joven— va
a estar cuidando el escenario. Es de la Federal, y muy peronista. Se
ofreció a estar las veinticuatro horas adentro del estadio.
El policía miraba los obreros que trabajaban armando la estruc-
tura. Sofía iba a acercarse a él, pero se detuvo, porque un hombre de
luto vino corriendo. Parecía preocupado, llamó a Enrique y le pidió
un minuto. Él se acercó y el hombre de luto le habló. Enrique vol-
vió a Sofía.
—Tengo que irme —dijo él y llamó a Darío, que estaba con
ellos. Darío se acercó—. Llevala donde ella quiera y cuidala. Es tu
responsabilidad.
—Sí, señor —dijo Darío.
—A las 7:00 la quiero de vuelta en el hotel.
—A las 8:00 —dijo Sofía.
Enrique miró a los custodios, sonriendo.
—Lo que diga la señora —la besó y se fue con un grupo de
hombres de luto.
XXVI

Unos minutos después, Sofía estaba en el coche con Darío.


—¿Dónde quiere ir, señora? —preguntó él.
—A la capital, al centro —dijo Sofía.
—Va a estar difícil, por el tema del funeral.
—No importa. Vamos despacio.
Sofía miraba feliz y ansiosa por la ventanilla, como si estuviese
por comenzar una película cuyo estreno había esperado largo tiempo.
Darío salió de Avellaneda, por la autopista, y bajó en Constitución. En-
tonces Sofía pudo ver, y sentir, de una manera más cercana, el impacto
de la muerte de Evita. Los altares callejeros eran muchísimos más, en
escalones o en cualquier hueco que soportase una vela y una foto de
ella rubia, pelo suelto o atado, morocha, con rodete, con el General,
con sombrero, saludando desde un tren, de perfil y seria, de frente

[247]
248

y sonriendo, nítida o borrosa, pero siempre ella, multiplicada al infi-


nito para sentir que no se había ido, como si exhibir todas las imá-
genes que certificaban su paso en la Tierra pudiera traerla de vuelta,
como si recordarla con toda la intensidad humana posible fuera un
tributo para que el Altísimo, conmovido y dadivoso, dispen­sara el
milagro lógico de que esa mujer, en aparien­cia dormida en el ataúd,
recuperase la vida a fuerza de evocarla. No había casi nadie en las ca-
lles, y los que estaban parecían deambular, aplastados por la triste-
za si eran peronistas y camuflados en el apuro si eran gorilas, quizá
querien­do festejar pero sabiendo que no debían hacerlo en público.
A Sofía le pareció que la angustia era una nube que aplastaba Bue-
nos Aires. De pronto, sintió ganas de llorar. El auto iba por la 9 de
Julio, llegando a Avenida de Mayo.
—Vaya hasta avenida Rivera, y baje por ahí —dijo Sofía.
—¿Conoce la ciudad? —dijo Darío, sorprendido.
—Sí, viví acá hasta los dieciocho años.
—¿Segura que no quiere ver por acá? —“Por acá” era la gente
triste, la Plaza de Mayo, los faroles enlutados.
—Segura. Ya vi todo.
Darío bajó el auto desde la 9 de Julio hasta avenida Rivera y dobló.
Sofía apoyó la espalda en el asiento. El auto la arrullaba. Quería que
todo eso terminara rápido. Quería volver con su padre. Quería estar
con Enrique, pero de otra manera. Pensó que había tenido suerte de
conocerlo, de ser apoyada y rescatada de lo que podría haber sido
el final de su vida. Abrió los ojos, la avenida seguía casi vacía y las
personas igual: también parecían vacías. Había visto fotos del crac
del 29 en Estados Unidos, las caras derrotadas y los cuerpos rotos de
quienes habían perdido su trabajo o su fortuna, y estaban inmersos
249

en una situación que prometía ser eterna; así le pareció a Sofía que
vivía la gente la muerte de Eva.
—Yo vivía por esta zona —dijo Sofía, cuando se acercaron a
Villa Crespo—. Siga hasta Canning, por favor.
Darío hizo lo que ella le había pedido. En el centro del cruce de
las avenidas Rivera y Canning había una garita para control del trá-
fico vacía, sin policía. Sofía sabía que la mayoría de los agentes esta-
ban en el funeral de Eva. Darío detuvo el auto y Sofía bajó.
—¿Qué hace?
—Quiero caminar sola —dijo ella—. Es el barrio de la infancia.
—Tengo que acompañarla.
—No, quédese. Nos vemos acá en una hora. Vaya a tomar un
café, haga lo que quiera.
—Tengo que acompañarla. Además, no hay cafés abiertos,
usted lo sabe.
—Yo le hice un favor —dijo ella, seria—. Ahora necesito uno de
su parte. Déjeme un poco sola, ¿sí?
Darío resopló, el comentario de Sofía lo había tocado.
—La espero acá. En una hora, ni un minuto más —dijo Darío
y volvió al auto. Sofía caminó por avenida Rivera hacia Aráoz. Ante
la contemplación de las fachadas, sintió esa mezcla de regreso en el
tiempo y lejanía que genera visitar lugares donde se vivió hace años.
Algunos frentes estaban pintados de un color nuevo. Llegó a la es-
quina de Julián Álvarez, donde todavía estaba la sucursal del Banco
Nación. Dobló hacia Lerma. Una mujer que debía tener su edad ca-
minaba hacia su lado, tenía un vestido azul y un abrigo. Sofía la re-
conoció. “Adela”, pensó. Una vecina de los años de infancia. Adela
levantó la mirada de una manera mecánica, como se mira a veces
250

cuando se pasa junto a una persona cualquiera. Sofía supo que


ella no la había reconocido, y no habló. No quería. No quería ha-
blar con nadie. Quería estar, caminar, liberarse un rato de la pre-
sión de exponerse, de saludar e imitar. Adela pasó de largo a su
lado, en silencio.
Sofía fue directo hacia la que había sido su casa, en Julián Ál-
varez 1058. Miró la fachada, la puerta de entrada de chapa también
blanca, gastada. Una ventana-balcón con macetas que daba a la calle
y detrás una persiana metálica, también blanca. Adentro, se escu-
chaba música. Era un tango. La ventana se abrió y Sofía vio aparecer
a una mujer de unos sesenta años que tosía con fuerza. Era canosa
pero se había teñido de negro. Tenía los ojos oscuros y una mira-
da liviana y tranquila, llevaba anteojos de marco grueso, silbaba y
en la mano tenía una pava, con la que se puso a regar una planta.
—A ver, chiquita —le dijo a un potus—, que el frío te va a secar.
Igual no te puedo dar mucho, no seas angurrienta.
La mujer echó agua y Sofía pudo ver, por el humo que echaba,
que la pava estaba cargada con agua caliente. Reconoció a la mujer
de cuando le habían vendido la casa, hacía ya diez años. Era viuda, su
mari­do le había dejado una fortuna, y había comprado el lugar para
ella sola. La mujer bostezó, vio a Sofía y pegó un respingo.
—¡Nena, qué susto! —gritó con una voz exageradamente
afecta­da—. Estoy chiflada, sí. Pero el agua caliente les hace bien, ¿sa-
bías? Eso sí, nunca tiene que estar hirviendo, para no quemarlas, po-
brecitas. ¿Y a vos qué te pasa? ¿Estás bien? —Sofía sonrió—. Tenés
cari­ta de cansada. ¿Qué hacés mirando mi casa, se puede saber?
—Nada —dijo Sofía. La mujer se acomodó los anteojos y exa-
minó a Sofía.
251

—Yo te conozco.
—Sí —dijo Sofía.
—¡Sos Evita! —gritó la mujer y rio de su propia ocurrencia. No,
es un chiste. Ya sé, sos la hija de Lorenzo, me acuerdo patente. ¿Querés
pasar? ¡Esperame que te abro! —chilló la mujer antes de esperar
respuesta a su pregunta.
Desapareció de la ventana y unos segundos después Sofía escu-
chó que abría la puerta. La mujer la abrazó y la invitó a pasar. Cuando
entró a su antigua casa, Sofía experimentó, más que antes, esa sensa-
ción extraña de volver a lugares del pasado que ya sentimos ajenos,
como recordar un sueño que una vez fue nítido y con el tiempo se fue
esfumando en sus detalles concretos, pero no en la impresión que
nos dejó. Sofía miró el piso del zaguán, recordaba bien esos dibujos
de los azulejos porque los usaba para jugar, le gustaba saltarlos de
a dos; y en las insoportablemente calurosas tardes de verano, cuan-
do todos dormían la siesta, se tiraba de espaldas y se dejaba atrapar
por el frío de ese piso. No pudo frenar a mirarlo más en detalle, ya
la señora la metía en el living.
—¿Cómo era tu nombre, nena? —dijo la mujer—. Esperá…
¡Sandra!
—Sofía. ¿Y usted?
—Yo soy Hortensia. Mis amigos, los pocos que me quedan
vivos, me dicen Chicha. Por qué carancho Hortensia se transformó
en Chicha, nunca me explicaron, pero bueno…
Hortensia le hizo una seña para que se sentara, abrió un viejo
armario, sacó dos copitas y trajo una ginebra.
—Preferiría tomar algo caliente —dijo Sofía.
252

—¡Esto es muy caliente! —dijo Hortensia. Sirvió las dos co-


pitas silbando un tango que Sofía no reconoció, levantó una, dijo
“salud” y se tomó de un trago la suya. Sofía la imitó—. Ahora sí te
hago un cafecito, ¿querés?
—No tengo tiempo, en verdad.
—¡Siempre hay tiempo para un cafecito! Además, ¿qué tenés
que hacer? ¿Ir al velorio de la rubia? ¡Me tienen harta con el velorio!
Estoy contenta porque mañana termina.
Hortensia se fue a la cocina. Sofía se paró y caminó por el living.
La antigua imagen que tenía del lugar y esta nueva se fundieron
en su imaginación. En una mesita con carpeta había un teléfono
blanco, igual a los que usaban las heroínas de las películas argenti-
nas. Sintió frío y el calor de ginebra expandiéndose en su interior.
No vio una sola foto de Perón o Evita, un solo signo de adhesión al
movimien­to y eso le gustó; era una manera de descansar, de rela-
jarse en una burbuja momentánea. Para signo del partido, ya estaba
ella. Sí había una foto de Hortensia con un hombre y dos niños, en
blanco y negro, un retrato sacado en una casa de fotos. Lo supo por-
que abajo estaba su firma, Apolo. Una alfombra roja cubría todo
el piso. Recordaba que Hortensia había comprado la casa con el
mobiliario, pero evidentemente ella lo había vendido o tirado. En
una esquina estaba la radio. Muebles en que debía guardar vajilla
y mantelería. Había también una televisión. Era la primera vez que
Sofía veía una en la realidad, y no en las fotos de las publicidades de
las revistas. En Lobos, sólo una persona tenía televisor.
—¿Te gusta mi aparatito? —dijo Hortensia. Apoyó una bandeja
con dos cafés y una azucarera en la mesa—. Lo primero que pasaron
253

fue el discurso de Eva, el 17 de octubre del año pasado. El día que


dijo que si se moría la iban a levantar, qué sé yo…
—“Y aunque deje en el camino jirones de mi vida” —dijo
Sofía—, “yo sé que ustedes levantarán mi nombre y lo llevarán
como bandera a la victoria”.
—Epa —dijo Hortensia—. Hasta igualita en la voz, te sale.
—No había visto ninguna tele.
—¡Es el futuro! Lo único que hay ahora es el velobodrio, pero
ya habrá más y mejores cosas, seguro.
—¿El qué?
—El velobodrio, una palabra que inventó mi amiga Lidia. El ve-
lorio que es un bodrio, lo único que pasan. En la radio es igual, hay
música de muerte todo el día. Dan ganas de suicidarse.
—¿Puedo ver un poco?
Hortensia se acercó al televisor, giró una perilla y del vidrio se
hizo la luz, una imagen y Perón, estrechando la mano de un hom-
bre. Un locutor que decía lo mismo: “El Excelentísimo General sa-
luda a los enviados del país vecino de Uruguay”.
—Pobre Juancito —dijo Hortensia—. Para mí es un tarado,
pero me da pena —Sofía se quedó mirando la televisión. Pensó que
le hubiera venido bien tener una para ver a Evita y así poder imitarla
mejor—. Disculpame —dijo Hortensia, seria—. ¿Vos sos peronista?
—Estem… Un poco.
—Yo no, pero me da pena, porque está triste. Mirá qué cara de
desgraciado tiene. Aunque ya me gustaría que termine el luto. ¿Viste
la cantidad de gente que va? Parece que están todos anémicos. Ya
se murieron veinte en avalanchas. Vení, sentémonos que se nos en-
fría el cafecito.
254

Sofía contemplaba la magia de ese aparato iluminado desde


adentro, donde las figuras se movían. Pensó que era un pequeño
cine en casa. Vio las caras desahuciadas de los deudos, con una an-
gustia que parecía más grande en esas imágenes que estaban ani-
madas, y no fijas como en las fotos. Perón saludaba a todos. Tenía la
congoja que ella le había sentido en su encuentro, pensó en él con
amor, pensó que lo que harían al otro día en Racing sería maravillo-
so, ojalá él pudiera ir. Se sentó y se dedicó a Hortensia.
—¿Y cómo se sintió acá, en la casa?
—Bien —Hortensia sopló el café y tomó un sorbo—, es un ba-
rrio muy tranquilo.
—Sí —dijo Sofía y pensó que Lobos era todavía más tranquilo,
casi un desierto al lado de lo que era esta calle. Aunque en esos días
de luto todo Buenos Aires, todo el país recorrido parecía un desier-
to donde los pocos que pasaban semejaban a peregrinos extravia-
dos, empujados por el dolor. Conversaron relajadas, más bien habló
Hortensia, de su día a día con las plantas, con sus recorridos por dos
o tres negocios de la zona. En el patio había pajaritos y ella les tiraba
migas de pan a la mañana. Sonó el teléfono, con una campanilla fina
y casi graciosa. Hortensia se levantó y atendió, cruzó unas palabras
con quien la había llamado y volvió a sentarse con Sofía.
—Es una amiga —explicó—. Nos juntamos estos días a escu-
char un disco o jugar a las cartas. Todo con cuidado, porque si ven dos
personas juntas y no están llorando te acusan de traidor y vas preso.
“Papá”, pensó Sofía.
—Disculpe , ¿me permitiría usar el teléfono?
—Claro, nena. Total, no me llama nadie. No tengo novio. ¿Vos
tenés novio?
255

—Me parece que sí.


—¿Te parece? ¡Que se defina rápido el muchacho! —dijo Hor-
tensia y sonrió—. Decile que yo digo eso, porque sos linda y debés
tener mil pretendientes.
Sofía fue al teléfono y marcó el número de su casa. Nadie aten-
dió. En la impaciencia, advirtió que estaba enrollando su dedo en
el cable. Pensó que era hora de probar otra cosa. Marcó el número
del doctor Tagliaferri, lo sabía de memoria por las muchas veces
que lo había llamado para combinar un turno, o para que auxi­liara
a Lorenzo.
—Hola —dijeron del otro lado, Sofía reconoció la voz del doc-
tor Tagliaferri. Lo escuchó raro, ido. Sería la distancia.
—¿Doctor? Hola, soy Sofía.
—Gracias a Dios —dijo el doctor y echó un gran suspiro, pare-
ció aliviarse de una carga que lo aquejaba—. ¿Estás bien?
—¿Qué pasó?
—Probé llamándote a hoteles de gremios, a la Central del Par-
tido, pero nadie sabía decirme dónde estabas. Me parece que no
querían que habláramos.
—¿Qué pasó?
—¿Estás sola?
—No.
—¿Podés hablar?
—Un poco. Sí.
—Va a ser mejor que vengas a Lobos.
—Imposible. Estoy en la capital. ¿Qué pasó?
—Sofía, tu papá está muerto. Esteban también —Sofía se dejó
caer en la silla junto al teléfono. Hortensia miraba la tele. Perón
256

saludaba gente—. Hacía días que no me llamaba y fui a ver cómo


estaban. Llegué y encontré la puerta abierta. Estaban los dos en el
comedor. Les dispararon a quemarropa.
Sofía se dobló en la silla, resistió el impulso de gritar y soltar el
teléfono, porque tenía el deseo de saber qué había pasado. Horten-
sia soplaba su café. Perón saludaba a una mujer.
—Llamé a la policía. Dice que el arma era de Viktor —continuó
Tagliaferri—. Lo buscan por esto, por matar a Tito y hasta al comisario.
—¿Y usted lo vio?
—Sí, vino a verme —dijo Tagliaferri. Hortensia tomaba café, la
mujer que saludaba a Perón se había puesto loca de angustia, llora­
ba y se abrazaba al General—. Me dijo que no tiene nada que ver.
Le creí, Sofía. Me dejó el teléfono de donde va a estar, por si vos te
contactabas. ¿Confiás en él?
—Deme ese teléfono.
Sofía iba a pedirle papel a Hortensia, pero le daba vergüenza
que ella viera su angustia, las lágrimas que ya le caían. Buscó en el
bolsillo la lapicera que le había regalado Enrique y le quitó el capu-
chón con la boca, porque en la otra mano tenía el teléfono. Tembla-
ba y el capuchón se le cayó. Ya lo levantaría, ahora había que anotar
bien el número. Tagliaferri dictó el teléfono despacio y Sofía se lo
escribió en la mano. La pluma le raspaba la palma.
—Los forenses que recibieron los cuerpos acá en Lobos son
amigos míos —dijo Tagliaferri—. Me contaron que al otro día fue
gente del partido y se los llevó, decían que iban a ocuparse ellos del
entierro. Disculpame, no pude hacer nada.
—Está bien. Gracias, doctor.
257

—¿Vos dónde...? —empezó a decir Tagliaferri, pero Sofía cortó


y pensó que debía volver para ver a Enrique. Si alguien podía ayu-
darla, era él. Claramente, los gorilas habían vuelto a atacar con un
acto mucho más salvaje y siniestro para quitarle a Sofía las ganas de
subir al escenario la noche siguiente.
—¿Estás bien? —preguntó Hortensia.
—Sí —dijo Sofía y rompió a llorar. Hortensia la abrazó. Sofía,
sentada, la tomó de la cintura.
—Chiquitita, ¿qué pasó?
Hortensia la acariciaba, Sofía seguía llorando con espasmos.
Detuvo el llanto de golpe y se paró como impulsada por un resorte.
Se guardó la lapicera en el bolsillo.
—Tengo que irme ya.
—Esperá, descansá un poco.
Sofía salió del living, pasó por el zaguán y abrió la puerta de
calle. El frío le pegó en la cara, cerró la puerta y empezó a caminar
a la esquina, cada vez más rápido. Las lágrimas volvían a caer, con
más fuerza. Cuando llegó a la avenida Rivera, aceleró hasta correr.
Corría y lloraba y gritaba, sola, como si escapara de una maldición,
como si la persiguieran para matarla. Unos metros antes de llegar al
auto de Darío, donde él la esperaba leyendo un diario, Sofía se cruzó
con dos mujeres un poco más grandes que ella. Se echó sobre una
de ellas, que la abrazó.
—Querida, tranquila —le dijo la otra mujer—. Todas estamos
muy mal por Evita.
La que la había abrazado le acariciaba la espalda, dijo que Evita
ya no sufría y que había que pensar en eso. Sofía lloraba a gritos.
Darío salió del auto y se acercó a ellas.
258

Hortensia apagó la tele pensando en lo loca que estaba la chica que


la había visitado. Cuando metió las tazas en la bandeja para llevarlas
a la cocina, vio un resplandor bajo la mesita del teléfono. Se agachó
y lo levantó. Era el capuchón de una lapicera, en el que reconoció el
escudito del Partido Justicialista.
—Qué espanto —susurró.
Fue a la cocina, lavó, secó y guardó las tazas y la cafetera. Boste-
zó, pensó que ella era muy activa pero el velorio constante le daba
fiaca, ganas de quedarse en la cama todo el día. Antes de irse a dor-
mir la siesta, levantó la tapa del cesto y tiró el capuchón peronista
a la basura.
XXVII

Sofía y Darío hicieron la vuelta a Avellaneda en silencio. Él, de vez


en cuando, la espiaba por el espejo retrovisor. Ella miraba por la
ventanilla hacia la nada, con la mirada perdida. Cuando estaban por
llegar al hotel, Sofía le dijo:
—Vamos a Racing, necesito ver a Enrique —Darío la miró por el
espejo. No podía hacer eso, ella lo sabía—. Por favor —suplicó Sofía
al borde de las lágrimas.
Ya había llorado mucho. Después de abrazarse con las mujeres,
se había ido con Darío y le había contado la verdad de su angustia.
—Bueno —dijo él en el auto—, vamos al estadio.
A modo de agradecimiento, Sofía le sonrió. No podía más que
eso, tenía un fuerte dolor en los antebrazos y el pecho, sentía que con-
tenía tal cantidad de angustia que si la liberaba la tendría llorando

[259]
260

por horas, y no le dejaría nada de la energía necesaria para el acto del


día siguiente. A pesar de que la noticia era tremenda, nunca dudó de
que fuera a hacerlo. También sentía un vacío, porque todo esto lo
estaba haciendo por el movimiento al que se había entregado, pero
también por su padre, para darle el mejor tratamiento y un buen
lugar los últimos años de su vida. El segundo motivo había cadu-
cado, ahora todo sería por Perón y por la memoria de Evita. Y por
Enrique, como le había dicho a él. “Sí, pero cómo me duele”, grita-
ba en su interior, sintiendo que volvía a ser niña, que quería escon-
derse, llorar debajo de su cama y que vinieran a decirle que todo
es­taría bien, que papá sólo estaba de viaje. Pensó que no había sido
tan buena la idea de ir a la casa de su infancia, para enterarse allí, por
teléfono, de que su padre había muerto. Sintió culpa por no haber
intentado llamar más seguido, por no escaparse unas horas del circo
del que era parte, y visitarlo un rato en Lobos. Ya no lo vería nunca.
¿Y el cuerpo? Todas ésas eran preguntas que escuchaba en simultá-
neo en su mente, con la práctica que le había dado escucharse a sí
misma en las horas de imitar a Evita muerta.
Sofía respiró profundo. Las últimas semanas se había demos-
trado a sí misma un autocontrol y una valentía inéditos. No iba a
claudicar. Recordó que en la última conversación con su padre él le
había demostrado el orgullo que sentía por ella debido a lo que es-
taba haciendo. Eso le daba fuerzas y la mantenía con el ánimo para
el último paso que se acercaba. Sólo unas horas más y ya todo ter-
minaría. No tendría sentido seguir haciendo el simulacro una vez
que Eva fuera depositada en la cgt. ¿Habrían hecho los moldes para
los bustos? Sería divertido verlos.
261

Unas cuadras antes del estadio, algo bajo el auto estalló y se


hundió la parte delantera izquierda. No fue un sonido grande, pero
Sofía estaba hipersensible a los ruidos tras la explosión del día an­
terior. Eso y la angustia que cargaba le hicieron pegar un fuerte grito.
—Tranquila —dijo Darío—, debe ser una rueda.
Estaban a unas cuadras del estadio. Darío bajó y chequeó la rueda.
Sofía también bajó y se quedó mirando la gran mole de cemento a
unos metros: Racing Club. Los negocios estaban cerrados. Más allá,
hacia adelante, estaba la cancha de Independiente, los llamados Dia-
blos de Avellaneda.
—Voy yendo, Darío —dijo Sofía y empezó a caminar al estadio.
—Señora, espere, tengo que acompañarla.
—¿Vas a dejar el auto solo?
Darío volvió a mirar la rueda. El neumático había reventado y
estaba abierto.
—Son dos cuadras. Necesito ver a Enrique rápido. Le digo a él
que me lleve al hotel.
—Avísele que me quedé cambiando la rueda y vengan, así los llevo.
Sofía se acercó a Darío y lo besó en la mejilla. “Gracias”, dijo
ella. “Todo va a estar bien”, le dijo él, “lo siento mucho por su padre, se-
guramente fue un gran hombre”. A Sofía se le humedecieron los ojos.
“Como a Perón cuando hablaba de Eva”, pensó. “No vamos a llorar
más”, pensó también.
—Sería bueno —dijo él— que Enrique no supiera que la dejé
allá sola con la mujer…
—No se preocupe. Diré que me acompañó a un bar y desde ahí
llamé. Nos vemos después, Darío.
262

Sofía caminó al estadio, cuando estaba a menos de una cuadra,


desde la esquina, vio a un hombre de luto entrando en la puerta 11.
Le gritó para que la esperase, pero él no la había escuchado. No vio
ningún otro hombre de luto, custodiando ninguna puerta. “Todos
los peronistas deben estar ya en la cgt, haciendo fila para ver a Eva
por última vez”, pensó. “Yo quisiera, pero éste es mi deber”.
Entró, hizo el mismo camino que unas horas atrás, se asomó
al estadio y en el escenario vio al policía joven, solo, iba a llamarlo
pero vio que el hombre de luto que había entrado antes abrió una
puerta que daba a las escaleras interiores. Sofía lo siguió y recordó
la última puerta, la que daba al segundo subsuelo y en la que Enri-
que le había sugerido no entrar para no distraer a los muchachos. Si
Enrique estaba en algún lado debía ser ahí, o al menos estarían los
hombres de luto que sabrían dónde encontrarlo. Si todavía él temía
que su presencia desconcentrara a los muchachos porque iban a
querer saludarla, eso no sería problema, porque ella no estaba de
ánimos y no les robaría ni un minuto. Tenía miedo de que notaran
su tristeza y le preguntaran qué había pasado, pero no tenía ganas
de responder, de contarle a quien se le cruzase que su padre había
muerto. Era mejor espiar un poco hasta encontrar a Enrique. Escu-
chaba los pasos del hombre de luto que bajaba y lo siguió sin que
se diera cuenta. El hombre de luto llegó al primer subsuelo, subió a
un auto y salió por la rampa hacia afuera. Sofía lo vio hacer y esperó
unos segundos, se acercó a la puerta que daba al segundo subsue-
lo. Esta vez, a diferencia de la mañana, no escuchó ruidos. La abrió
y vio una escalera que bajaba hasta el garaje, adentro parecía estar
oscuro, salvo por el reflejo de una luz muy tenue. Bajó despacio.
Por lo poco que podía ver, notó que la escalera en la que estaba era
263

idéntica a las anteriores, pero le faltaban las barandas y pintura a la


pared, como si en el apuro por inaugurar el estadio hubieran dejado
los lugares menos visibles, o que tendrían poco uso, sin terminar.
En la penumbra, escuchó una gota que parecía caer sobre un charco
y un zumbido molesto, como de aparato eléctrico. Cuando terminó
el descenso, se asomó al segundo subsuelo y entró.
Vio al fondo que la rampa de entrada y salida del garaje había
sido cubierta por grandes paneles. Una docena de postes con lám-
paras en la parte superior, que no eran de la construcción original,
iluminaban una parte sectorizada del espacio en el que había mesas
largas con cosas, sillas y un enorme pizarrón. Vio una heladera
Siam, ése era el murmullo eléctrico. A su derecha había una puerta
con un cartel que decía “Basura”. Sofía abrió, era un espacio de cua-
tro por cuatro, con un container y la enorme boca del ducto encima.
Era como el incinerador de algunos edificios, seguramente echaban
la basura por ahí hasta abajo, para recogerla completa, y después la
sacaban en un camión. El olor le produjo náuseas y cerró la puerta.
Caminó hacia el sector iluminado, al fondo. Allí vio unas cajas lar-
gas, de madera, distinguió en ellas manijas que brillaban. “Serán
partes de autos”, pensó. Vio un armario chiquito. Quedó frente al
dorso de un panel sostenido por soportes y con ruedas, claramente
era un pizarrón. Dio la vuelta para mirarlo de frente y se alegró: en
él había, clavadas, fotos de Evita. Cientos. Las primeras eran de su
mejor época, vital y llena de energía, en innumerables actos. Sofía
caminó disfrutando cada una, y a medida que se acercaba al final del
pizarrón iban apareciendo imágenes de otras épocas. Era una línea
de tiempo hecha con imágenes, parecido a lo que había hecho ella
sin querer con su carpeta. Pero esto era muy profesional. Las últimas
264

imágenes eran recientes, de Evita dentro del cajón. Dejó de sonreír


cuando se dio cuenta de que algunas de esas fotos no eran de Eva,
sino de ella, de Sofía, en los últimos días: con el niño, con las mu­jeres
que la preparaban; muchas en el ataúd, simulando la muerte, en los
galpones y salones de actos. Fotos de ella durmiendo, también. Se
acercó a una y la examinó, por la ropa que tenía puesta en la toma re-
conoció que eran de cuando Tito la había dormido. Descubrió tam-
bién, porque ya estaba más cerca e iluminada y podía entender, que
aquello que brillaba no eran manijas de autos, sino ataúdes. Sintió
un vértigo subiéndole del estómago, como si la percepción se hu-
biera adelantado y hubiera comprendido todo lo que esto implicaba
y, ante la imposibilidad de correr, porque la razón seguía pidiendo
que se quedara para entender, el miedo se expresó en una convul-
sión y ganas de vomitar al costado de la larga mesa donde buscaba
recomponerse. Mesa sobre la cual también había fotos de Evita, de
los distintos actos donde la había representado. Y el molde de una
cara. Su cara. Sofía escuchó mil ideas en simultáneo en su interior,
una multitud gritando posibilidades. “Corré, salvate, ¿de qué? No
estaba claro. ¿No? No, pero no me gusta nada”.
Respiró profundo. La gota seguía cayendo y ahora la veía con-
tra la pared del fondo, un caño corría y atravesaba la pared, una pér-
dida dejaba caer minúsculas cantidades de agua sobre un charco
que todavía era pequeño pero que prometía crecer. Se acercó otra vez
a la pizarra. Había cientos de fotos suyas dentro del cajón, en todos
los ángulos y todos los escenarios donde la había representado en la
primera semana. Recordó que algunas personas le tomaban foto-
grafías con una actitud escéptica, no tenían ni la emoción del deudo
que quiere llevarse un recuerdo, ni el desgano del periodista a quien
265

no le importa lo que pasa pero que necesita una buena imagen para
la tapa de la edición matutina. Ésos le habían llamado la atención.
Éstas eran las fotos de ellos, los que espiaban.
Se alejó de la pizarra y fue a otra mesa, más larga y de una ma-
dera diferente, más gruesa, sólida. Tenía manchas blancas, polvillo,
herramientas que le parecieron de carpintería y una pila de objetos
blancos. Tomó uno y lo miró. Al igual que el resto, era una máscara
de su cara dormida, sacada del molde en yeso, modificada para que
se pareciera más a la Evita que dormía dentro del cajón, pero sin la
delgadez mortuoria y repulsiva que tenía en los últimos meses. Una
mezcla de lo mejor de cada una, con una expresión de reposo y paz
en la muerte. La cara de Eva no tenía eso, en su descanso final se no-
taba la tensión impresa por los meses de dolor que le había infligido
el cáncer. Debía haber doscientos moldes en esa mesa. Sofía siguió
caminando, a unos pasos había cuatro mesas largas y altas con ataú-
des que tenían una ranura en la parte superior de la tapa y, encas-
trada en ese hueco, una copia de la cara de Sofía en yeso. Había más
de una docena y un papel escrito a mano con instrucciones para
armarlos. “Montaje final”, decía la hoja. Había también lijas, má-
quinas que Sofía ignoraba cómo nombrar, suponía que para cortar
maderas o cosas así. Todo un taller.
Quiso pensar algo bueno. Quiso pensar en una escuela de arte
peronista en el interior del Racing Club, en esculturas que serían
exhibidas en cien puntos diferentes para mantener encendida la
llama del recuerdo. Separados del resto, había un ataúd diferente,
de metal, y otro que parecía estar lleno de algo, porque la tapa esta-
ba un poco levantada. Lo abrió: estaba repleto de dinero. Fue hasta
la última mesa, sobre ella había un gran mapa de Buenos Aires en el
266

que habían marcado lo que sería la ruta del cuerpo de Eva desde el Mi-
nisterio al Congreso el día siguiente. Tres carpetas, una de las cua-
les tenía escrito en la tapa “Operativo Muñeca”. La abrió y el terror
se le disparó en el cuerpo cuando vio adentro fotos de su padre, de
Esteban, de Viktor y del doctor Tagliaferri; más fotos de ella en sus
representaciones y recortes de los diarios donde había salido. Tam-
bién una agenda del día siguiente, para el acto en Racing. La última
línea la hizo soltar la carpeta: “Una vez extinta la réplica, llamar al
doctor para que inicie embalsamado urgente”.
Y anotado a mano, debajo y bien grande:
“NO OLVIDAR SACARLE EL PRENDEDOR”.
El documento estaba firmado por Enrique.
Sofía escuchó ruidos y en un acto reflejo, se agachó. Todo con-
tinuó en silencio, excepto por la gota, que seguía cayendo. Otra vez,
ruido: una tos. Después un sonido incoherente, un hilo de voz fina
y gastada, a la que le costó pronunciar una única palabra que Sofía
sólo pudo comprender la tercera vez que la repitió.
—Ayuda.
Sofía caminó unos pasos hacia el lugar de donde salía la voz.
Contra la pared, al fondo y escondido, había un hombre, maniatado
por la espalda a una silla. Tenía un traje blanco manchado de tierra
y sangre, llevaba la camisa desabrochada y le colgaba un moño roto.
Reconoció el uniforme de los mozos del palacio, en el evento donde
había explotado la bomba el día anterior. Por la sangre en el pecho,
Sofía supo que lo habían torturado. Tenía la cara desfigurada y le
costaba hablar, por la hinchazón de los labios a punto de reventarse.
—Agua… —murmuró.
267

Sofía fue a la mesa con los documentos, tiró las cosas de un la-
picero, y lo llenó con agua del charco que se había formado por la
gotera. No le parecía lo mejor, pero era lo único. Cuando se lo puso
en la boca al hombre, él abrió los labios y se quejó con dolor, porque
le sangraban. Lamió como un perro, rápido y desesperado. Después
escupió, con la mirada en el suelo, dijo:
—Váyase.
—¿Quién sos?¿Qué es todo esto?
El hombre la miró. Tenía la cara muy hinchada.
—Esto es la muerte de Perón —dijo el hombre—, váyase antes
de que vuelvan.
Sofía intentó desatar al hombre. No pudo, había que cortar la soga.
—Deje, no podríamos salir. Me van a matar, ya está… —dijo el
hombre y se calló, movió la cabeza negando, parecía un loco—. ¡Per-
dónenos por todo, señorita! —dijo y a Sofía le pareció que él llora-
ba, pero entre la oscuridad en la que estaban y la cara hinchada del
hombre, no podía verlo bien.
—¿Perdón por qué? ¿Nosotros quiénes?
—En la basílica queríamos dispararle a Enrique. La bomba tam-
bién era para él. No sabíamos que usted iba a estar. Pero no podía-
mos desperdiciar la oportunidad.
—No entiendo nada —dijo Sofía.
—Enrique es el cabecilla de los traidores de Perón —dijo el
hombre, la miraba enojado, como si ella tuviera la culpa de no ha-
berlo sabido—. El General no sabe lo que está pasando detrás de
él. Los del palacio eran todos oligarcas que quieren aprovechar la
muerte de Eva y financiar el golpe que está armando Enrique con
una facción… —el hombre tosió, escupió sangre—. Te llevó para
268

mostrarte, para que vean que te parecés, porque sos parte del pro-
yecto, y para reírse un rato de vos, Sofía.
—Usted necesita ayuda.
El hombre rio y se quejó, porque la sonrisa hizo que le do­liera
la cara.
—Vos nos ayudaste. No sabíamos cómo llamar a nuestro grupo y
apareciste. Te seguimos a todas partes, mientras tratábamos de frenar
a Enrique. En los últimos días, decidimos llamarnos Sofía Capitana.
El hombre tosió y escupió sangre. Sofía se corrió unos pasos.
—¿Y a vos por qué te hicieron esto?
—Quieren que delate a mis compañeros.
Afuera del garaje se escucharon ruidos. El hombre pareció reco-
brar ánimos por un segundo y habló rápido:
—Llamá al taller Los Ángeles, en Banfield. El teléfono está en la
guía. Dejalo sonar dos veces, cortá y llamá al minuto. Preguntá por
Aníbal, decile que hablaste con Fabricio, contale quién sos y avisa-
le que mañana en el acto pueden terminar con Enrique y todos los
hijos de puta —el hombre tosió, los pasos y los murmullos se es-
cuchaban más cerca, había gente bajando las escaleras—. Andate
—Sofía se quedó mirando a Fabricio, soltó el lapicero en que le
había dado agua—. ¡Andate!
Fabricio se le echó encima como si quisiera morderla, perdió
el equilibrio y cayó, atado a la silla. Sofía corrió a la otra punta del
gara­je y quedó iluminada bajo los focos, junto a las mesas. No tenía
por dónde salir, la rampa estaba tapada y la única puerta de salida
era aquella por la que se acercaban los ruidos. Sobre una mesa junto
a ella había un ataúd de metal negro, diferente a los otros, abrió la
pesada tapa, subió a la mesa y se metió en él, cerró la tapa y quedó
269

en la oscuridad total, y ya completamente quieta, como sabía ha-


cerlo por haberlo practicado, reconoció la voz de Enrique llegándo-
le opaca a través del metal, pero nítida y clara porque hablaba a los
gritos y parecía furioso.
XXVIII

—¡Pantanali, no me joda! —gritó Enrique. Caminaba rápido y un


grupo de veinte hombres de luto lo seguía. Muchos de ellos tenían
bolsitas con paquetes—. Está todo en orden, ya le dije.
—Pero en la cúpula de la facción tenemos algunas inquietudes
—dijo Pantanali.
Habían llegado a la mesa más larga del garaje. Los hombres de
luto se quitaron el saco, lo pusieron en los respaldos de las sillas y
se sentaron. Hacían ruido, acomodándose. Enrique apagó el cigarri-
llo en el suelo, sonrió y miró a Pantanali.
—Vayan a un psicoanalista, para que se las saque —dijo, aga-
rró la bolsa que traía, sacó un paquete y se lo dio a un hombre luto.
Éste abrió el papel y lo puso en la mesa, eran fetas de jamón crudo
y queso. Todo el equipo hacía lo mismo: se sentaba y abría sus

[271]
272

paquetes con fiambres, se repartían vasos y platos y servilletas y


cuchillos. Cuando Enrique se quitó su saco y giró para dejarlo en el
respaldo de la silla, Pantanali le vio el arma en el cinturón—. Vamos
a hacer un repaso, quédese y cualquier cosa me pregunta —dijo
Enri­que—. Pero no cambiaremos nada, si no es necesario. Bastante
me costó llegar acá.
—Nos costó —dijo Pantanali, seco.
—El que puso el cuerpo fui yo, mi amigo —dijo Enrique, le
palmeó el hombro y dejó ahí su mano. Fue apretándola a medida que
habló—. El que pasó mil horas con el culo sentado en el auto, fui yo.
El que casi muere disparado y bombardeado, fui yo. El que convenció
a la insoportable muñequita parlante para que mañana haga la gran
representación, fui yo. El que se cargó a su cafishio, también. ¿Sigo?
—No es desconfianza —aclaró Pantanali. Se corrió para liberar­se
de la mano de Enrique—, pero tenemos miedo de que Perón se entere.
—Perón no entiende. Se lo digo de primera mano, porque lo
vi el día que vino a ver a Sofía. Dígale a los suyos que está todo en
orden —un hombre de luto le alcanzó a un sándwich a Enrique,
éste lo agarró y lo mordió. Masticando, miró a Pantanali y se lo ofre-
ció—. ¿Quiere?
—Gracias, ya almorcé —dijo Pantanali. Se desabrochó el saco y
se sentó—. Me quedo para el repaso.
Algunos hombres de luto fueron a la heladera Siam y vol­vieron
con botellas de cerveza, las destaparon y se llenaron los vasos.
—Por última vez, tranquilo —dijo Enrique. Devoraba su sánd-
wich, rápido—. Ustedes son los políticos que se juntaron con la
idea. Una idea que está bien, porque bajar al General es necesario.
Pero yo soy el que está en el campo y ejecuto —Enrique aplaudió,
273

llamando al orden—. ¡Vamos, gente! A repasar para mañana. ¿Es-


tamos listos?
Los hombres de luto asintieron, y siguieron masticando. Algu-
nos se habían arremangado las camisas. Enrique dejó su sándwich
medio mordido en la mesa, agarró el plano de Buenos Aires que
estaba sobre la mesa, ahora lleno de miguitas, lo sacudió y lo clavó
en la pizarra.
—Me dejan hablar hasta que termine, para evitar preguntas pe-
lotudas que desconcentran —se limpió la boca con la mano, carras-
peó—. La idea es salir a las 10:00 del Ministerio, desde acá —puso el
dedo en el plano y fue haciendo el movimiento a medida que nombró
los lugares—, vamos a bajar por Rivadavia hasta Congreso, velarla
una hora o dos y volver hasta la cgt, donde va a quedar el paquete. ¿Qué
horario manejan para que termine? —preguntó a Pantanali.
—A las 12:00 —dijo él—. Calculen que entre demoras por im-
previstos, o lentitud por la cantidad de gente, será cerca de la 1:00.
—Bien, yo voy a ir hasta que salga del Congreso y me vengo
para acá. Ustedes tres —dijo Enrique y señaló a unos hombres de
luto mientras caminaba hacia donde estaban los ataúdes— se que-
dan hasta que Evita entra a la cgt. Después, dos se vienen para acá
y uno queda allá, por cualquier cosa. El acto en Racing está pro-
gramado para las 6:00. Vamos a abrir las puertas 12 y 13 para que
entre la gente, ninguna otra, porque si no es un quilombo. Pone-
mos cuatro ataúdes para los que quieran meter guita, háganles ra-
nuras y un cartelito lindo que avise que es para el monumento, con
una fotito de Eva.
—¿Y ese que parece un auto? —preguntó un hombre de luto,
mirando el ataúd de metal donde estaba metida Sofía.
274

—Este chiche —dijo Enrique y lo tocó— es una réplica del que


van a usar para Evita. Acá va la nuestra.
—¿A qué hora terminamos? —preguntó Pantanali.
—La piba va a hablar media hora, hasta 20:25 —dijo Enrique.
Volvió a la mesa, agarró su sándwich y le dio un mordisco—. La
hora en que supuestamente murió Eva.
—¿Supuestamente? —preguntó un hombre de luto, mastican-
do su segundo sándwich.
—Eva murió 20:23 —explicó Pantanali—. El Ministerio dijo y
veinticinco porque es más fácil de recordar.
—¡Qué hijos de puta! —dijo otro—. Y encima la quieren em-
balsamar, como si fuera un animal.
—Hablemos de cómo seguimos después del acto, por favor
—rogó Pantanali.
—Acá el amigo —Enrique señaló a uno de los hombres de luto
que levantó la mano con su copa de vino servida—, le va a poner
una inyección a Sofía con una burbuja de aire, apenas ella termine
el discurso. No deja secuelas, como usted quería, para no marcar el
cuerpo ni dañarlo. Es lo que yo le había enseñado a Tito. Por suer-
te no llegó a hacerlo, si no hoy no tendríamos este negocio entre
manos. Yo me ocupo de ponerla en ese ataúd —Enrique señaló el
ataúd metálico—, y con una pick-up nuestra lo llevamos a la cgt,
donde usted nos va a estar esperando. Le llevo el cuerpo y la plata
que hayamos recaudado, todo junto.
—Apúrese —dijo Pantanali—, el doctor tiene que hacerle unas
cosas rápido, porque si no se descompone.
—Yo llego en punto con la muerta, y ustedes le hacen lo
que quieren —dijo Enrique. Dejó el sándwich y se encendió un
275

cigarrillo—. Me preocupa un poco el gallego, el embalsamador ofi-


cial. Dicen que es amigo de lo correcto.
—Mañana cuando usted llegue no va a estar, lo vamos a soli-
citar para algo —dijo Pantanali—. El lunes va a tener un accidente.
—¡Me encantan los accidentes! —dijo Enrique, los hombres
de luto rieron.
—¿Se encargó de la familia? —preguntó Pantanali.
—Ya borramos al padre y toda la documentación que certifi-
ca su existencia. El enfermero fue un costo lateral, pobrecito. Nos
queda el ruso borracho, es un eslabón suelto, pero es menor, no me
preocupa. Para el resto del mundo, Sofía no existió nunca.
—Igual es importante terminar con todo. Búsquelo.
—Sí, amigo. Cálmese un poco, cómase un sándwich y dígame
cómo está la parte que le corresponde a usted.
—Todo en orden. Usted nos da a Sofía y se lleva el cuerpo de
Eva a Ezeiza, donde va a tener un avión esperándolo. A partir de allí
nos encargamos nosotros. Queme todos los papeles cuando termi-
ne, por favor —Pantanali miró a los hombres de luto. Se paró—.
Muchachos, el partido está agradecido por sus servicios. Prefiero no
decir más de lo que sucederá con el cuerpo de nuestra Jefa, delante
de ustedes, para no comprometerlos con la justicia si algo sale mal.
—Siempre y cuando le den cristiana sepultura a Eva… —dijo uno.
El resto apoyó, masticando, el comentario de su compañero.
—Claro, por eso es que hacemos todo esto —dijo Pantanali—.
¡No vamos a permitir que a la Señora la mutilen y la exhiban como a
un títere! Cuando sea enterrada, les prometo informarles del lugar,
y si ya tenemos control del gobierno hacemos un viaje para verla y
repatriarla.
276

—¡Viva Evita! —gritó uno de los hombres de luto. El resto


aplaudió. Pantanali se paró y salió hacia la puerta.
—Lo acompaño —dijo Enrique, caminaron unos pasos jun-
tos—. A mí más que una excursión para ver la tumba —le susurró
a Pantanali—, me interesa el tema de la guita. Cada vez que nos cru-
zamos, me evita hablar del asunto, “compañero”.
—Porque no podía hacerlo delante de todos, por si alguno de
los suyos es un gorila encubierto —dijo Pantanali.
—Respondo de mis muchachos con mi propia vida —dijo
Enrique.
Subieron unos escalones. Cuando salieron de la vista de los
hombres de luto, Pantanali frenó y habló:
—Mañana reparta todo lo que deje la gente con ellos, así les
damos algo. Cuando me traiga el cuerpo, usted tendrá su segundo
cheque, no se haga problema. Le pido la misma confianza que me
pidió usted a mí.
—No me hago ningún problema —dijo Enrique—, pero si
eso no es así como me decís, los busco y los embalsamo a ustedes
—Enrique le guiñó el ojo—. Chau, Pantanali. Pida ayuda a alguno
de los muchachos que están arriba para salir, que Racing parece un
laberinto.
Pantanali salió del subsuelo, Enrique volvió a la mesa con sus
muchachos.
—¡Abran un par de sidras, che, que mañana no vamos a poder!
—dijo Enrique.
Varios hombres de luto fueron a la heladera Siam y sacaron si-
dras con la etiqueta de Perón y Evita, un regalo del gobierno para
su gente en la Navidad del año anterior. Hubo ruido de tapones de
277

botellas saltando, risas, las copas que se llenaban y brindaban. Enri­


que levantó la suya.
—Compañeros —dijo—, mañana se termina un largo camino
juntos. Sepan que hicimos lo más digno que puede hacer un pero-
nista auténtico: apoyar a Eva, el auténtico corazón del movimiento, y
evitarle la humillación anticristiana que significaba su embalsama-
do. Ya lo dice la Biblia, “del polvo somos y al polvo volvemos”, así
que estamos cumpliendo con un mandato divino. La historia estará
con nosotros. ¡Viva Eva! —“¡Viva!”, gritaron todos juntos y tomaron,
Enrique se quedó mirando la botella.
—Era linda Eva —dijo uno.
—Sí, yo la vi una vez. Parecía un ángel —agregó otro.
—Qué pena me daba cuando estaba flaquita —dijo otro que se
servía su segunda copa.
—La verdad que la pibita es igual. ¿Cómo se enteró de ella, jefe?
—preguntó uno de los hombres de luto a Enrique.
—Por Pantanali —dijo Enrique—. La encontró él, en un sóta-
no. Lo que estaba haciendo empezó a crecer y unos días después me
contactó para que lo ayudara. Le pagué a unos tipos para que la mal-
trataran en un bar y me presenté como un héroe. Se la compramos a
Tito, el que la manejaba. Pero ese día se levantó del cajón y empezó
a hablar. Era una cosa maravillosa, nos pareció mejor tenerla viva y
usarla un poco más.
—Jefe, hablando de usarla —dijo un hombre de luto en tono
pícaro—, acá si nos permite, los muchachos queríamos…
—¿Qué pasa? —dijo Enrique. Tomó la sidra. Sonreía. El que
estaba junto al que venía hablando le golpeó el codo y también
sonrió. El que había empezado a hablar continuó.
278

—Que todos estos días, queríamos preguntarle por ella. ¿Cómo


es en la cama?
—¡Son una manga de minitas chusmas! —gritó Enrique, los
hombres de luto estallaron en carcajadas y se aflojaron, viendo que
el jefe se había tomado el comentario a bien.
—¡Dele, comparta! —gritó otro, al fondo. Se sirvieron más
vasos, algunos tomaban del pico.
—¿La verdad? —dijo Enrique—. ¿Quieren la verdad?
—¡La verdad desnuda! —gritó uno.
—Bueno, manga de pajeros. Lamento desilusionarlos, pero esta
piba es pésima en la cama —dijo Enrique—. Toda tensa. Me pare-
ce que era virgen. O estaba nerviosa, qué sé yo. La habían querido
matar un par de veces, eso debe generar tensión en la conchita, ¿no?
Los hombres de gris se rieron y tomaron. Unos se armaban un
tercer sándwich, otros comían fiambre directamente del paquete,
sin pan.
—Pero… —dijo Enrique y se quedó pensativo. Caminó unos
pasos, se apoyó en un ataúd—. ¿Saben qué? En un momento de la
noche, cuando estaba arriba de ella, medio aburrido… porque en-
cima la tarada creía que estábamos en una radionovela, ¿vieron? Se
enamoró un poquito. Bueno, arriba de ella, haciendo mi trabajo,
cerré los ojos… y me imaginé que estaba con Evita. Eso me calen-
tó, me puse loco.
—¡Muy bueno! —gritó uno.
—Me olvidé de que estaba con una rubia desconocida y me
imaginé que estaba con la mujer de Perón, dándole bien fuerte, a
lo bestia.
—¡Bien a lo gorila! —gritó otro, rieron todos.
279

—Y cuando tengamos el cuerpo no sean tan chanchos de tocar-


lo, que yo digo que me imaginé eso cuando estaba viva, ¿eh? Bueno,
basta de chismes y a laburar. ¡Salud, por mañana, que será nuestro
día histórico! —dijo Enrique.
“Salud”, gritaron todos. Brindaron. Cuando tomaban la sidra,
escucharon un sonido extraño. Una risa opaca, apagada. Enrique
miró hacia el fondo. Los hombres de luto también.
—Es el gorila atado —susurró uno—. Le dimos un rato largo,
pero no habló.
Enrique terminó su copa de un trago, la dejó en la mesa y cami-
nó hasta donde estaba Fabricio, todavía con la cara en el barro, con-
tra el piso. Los hombres de luto fueron detrás de él.
—¿Día histórico? —susurró Fabricio, con los labios rotos.
Reía—. Histórico va a ser cuando los fusilen, estúpidos.
Enrique se acercó y le levantó la cara.
—Por última vez —dijo Enrique—. Decinos quiénes son tus
compañeros.
Fabricio rio. Con un movimiento rápido, Enrique sacó su arma
de la cintura y le disparó en el muslo. Fabricio gritó y el espasmo
que le produjo el dolor le contrajo la columna, como a un gato asus-
tado. Respiraba rápido, profundo, de su frente caían gruesas gotas
de sudor sobre la sangre ya seca. Enrique le apoyó el pie sobre la ca-
beza y apuntó.
—¿Qué hacías en el piso? —preguntó Enrique—. ¿Querías
tomar agüita?
—Esperá… —susurró Fabricio, con un hilo de voz. Se mordió
los labios.
280

—No espero nada —dijo Enrique y cargó el tambor del arma.


Fabricio empezó a balbucear en voz baja. Los hombres de luto se
acercaron, Enrique acercó su oído a Fabricio—. Más fuerte, no me
hagas agacharme.
Un hombre entró corriendo al garaje, Enrique le apuntó y los
hombres de luto sacaron sus armas. Era Darío.
—Señor… —Darío frenó su carrera, miró a Enrique pisando a
Fabricio.
—¿Qué pasó? —preguntó Enrique.
—No encuentro a la Muñeca —susurró Darío, temeroso.
—¿No estaba con vos?
—Sí, pero volvimos —dijo Darío, seguía mirando el pie de Enri­
que sobre Fabricio—, ella me dijo que venía a verlo a usted.
—¡Tarado! Te pedí que te quedaras con ella todo el tiempo.
Entonces se escuchó lo que Fabricio decía. “Un grido de gora-
zón, Viva… Perón”. Estaba cantando la Marcha peronista y levantó
la voz con su último aliento, con el último resquicio de energía que
parecía quedarle, mientras Enrique le hundía el cráneo con el zapa-
to. Fabricio cerró los ojos y cantó más fuerte, Enrique le reventó la
sien de un disparo y la Marcha se interrumpió.
—Si Sofía no aparece, terminás así —le dijo Enrique a Darío—.
¡Todos a buscar a la Muñeca, vamos! —gritó.
Los hombres de luto volvieron a la mesa, buscaron sus sacos y
salieron corriendo del garaje.
Cuando no hubo ningún ruido excepto la gotera, lejana y bo-
rrosa a través del metal, Sofía levantó la tapa del ataúd y se levantó.
Respiró una bocanada de aire que le pareció fresco y nuevo, a pesar
de la humedad que inundaba el aire en el garaje. Bajó y tropezó, se
281

sintió débil. Temblaba. Fue a Fabricio, tenía los ojos abiertos bajo
un charco de sangre negra, que todavía seguía saliendo despacio de
su cabeza. Subió al primer subsuelo por la escalera y bordeó la parte
interna del estadio hasta la puerta 13, abrió la traba y salió. Fue fácil,
era de noche y no había hombres de luto, estaban todos del otro
lado del estadio, dedicados a la tarea de encontrarla.
Corrió por la calle Cordero tres cuadras. Podía ver, a unos pocos
metros adelante, la cancha de Independiente. Llegó a un bar, en la
puerta habían pegado una estampita de Evita con una falsa espiga
de maíz. Se sacó el abrigo, se envolvió el puño con él y rompió el vi-
drio. Entró por la abertura que había dejado, se agachó bajo el mos-
trador y se quedó unos minutos así, respirando agitada, tratando de
no moverse. Desenrolló el abrigo y se cortó la palma de la mano con
una astilla de vidrio. Fue a la cocina, abrió la canilla sobre la bacha
y puso debajo la mano herida, pero apenas vio que la tinta de los
números que había anotado se diluía, la sacó. Salpicando el suelo y
el mostrador, fue al teléfono sobre la barra, junto a la caja registra­
dora. Rogando que la atendieran y haciendo fuerza para no llorar,
para que se le entendiera cuando hablara, marcó el número borroso
que tenía anotado en su mano.
XXIX

Apenas terminó de hablar por teléfono, Sofía sacó el mantel de una


mesa y lo puso sobre el hueco que había quedado en la puerta al
romper el vidrio. El mantel quedó flameando como la bandera de
un ejército derrotado en el centro de un campo de batalla. La ciudad
parecía desierta, pero seguramente cuando alguien viera eso, daría
aviso a la policía. Si los hombres de luto no pasaban antes. Sostuvo
las puntas del mantel con unos broches que encontró cerca de la
caja y apoyó una mesa y algunas sillas contra la puerta para apre-
tarla y cerrar el paso. Era una barricada poco infalible, lo sabía. Logró
impedir un poco el paso del frío. Anochecía. Miró el reloj sobre la
pared, con un logo de Coca-Cola. 6:30 de la tarde. Limpió las esquir-
las del abrigo y volvió a ponérselo. Agarró un enorme cuchillo de la
cocina y se apoyó contra la barra, en la oscuridad, de cara a la puerta.

[283]
284

Las ventanas tenían pintadas la leyenda “Café La Academia”, que


ella leía al reverso porque las miraba desde adentro.
Sí, el mantel era la defensa menos sólida del mundo. Pero no iba
a entregarse fácil. Sintió que no tenía chance, los hombres de luto
la encontrarían. ¿Y entonces? ¿Qué iba a hacer? ¿Acuchillarlos? Eran
todos más grandes y más fuertes que ella. Sin contar con que tenían
armas. A uno, quizá, podría herir. Pero les alcanzaría con la fuerza de
una mano sola para frenarla. Sintió el mango del cuchillo empezan-
do a humedecerse con la transpiración. Se miró la mano, ahora sí se
había borrado el número. No importaba, el llamado estaba hecho.
Sintió sed. Estaba en un bar y tenía todo a su disposición, pero no
quería moverse para no hacer ruido. Le parecía que el sonido de
una chapita saltando llamaría la atención de todos los vecinos. “Me
estoy volviendo loca”, pensó. Pasaron dos horas y ella no se movió.
Sí escuchaba las voces, la multitud en su interior, la muchedumbre
más reconocida por el ejercicio de jugar a Evita. “Bendita decisión la
de haber aceptado”, pensó. “Bendita no: maldita. No mires el reloj”.
Miró el reloj, había pasado una hora. Una hora quieta escuchando
el silencio afuera y el ruido adentro. En la calle, un auto, cada tanto,
que no se detenía a mirar ese frente extraño de un bar, con un man-
tel colgando. Así de ciegos ponía a la gente la desgracia de la muerte
de Eva. Sofía transpiraba. “No te muevas. No salgas de la trinchera”.
Se acordó de las historias que Viktor le había contado, durante la re-
sistencia del ejército ucraniano. Más horas. No mires el reloj. No lo
mires. Si no pasa algo, tendré que salir. Van a encontrarme. Las 9:00
de la noche. Sofía se paró y fue a la heladera, sacó la primera botella
que encontró, un agua tónica. Buscó un destapador junto a la caja
registradora. Pfffsst, la chapita saltó y antes de que rodara en el piso
285

Sofía ya se había llevado el pico a la boca y tomaba con ganas, como


si fuera la última bebida de su vida. “Fernet”, pensó. “Es un bar, se­
guro que hay en algún lado. Es que vos nunca tomás en los bares”,
dijo una voz. Era ella. Sin soltar la botella de la que tomaba, buscó
entre las bebidas alcohólicas, cuando vio la luz de un vehículo que
se detenía afuera. Apagaron las luces y el motor, abrieron la puerta
y ahora se acercaban. Sofía se agazapó tras el mostrador, en la pe-
numbra vio una mano que corrió el mantel que tapaba la puerta y
enseguida le tiró la botella de gaseosa a la silueta. El hombre —era
voz de hombre— gritó de dolor. Sofía agarró el cuchillo y lo levan-
tó, dispuesta a la pelea.
—¡No voy a volver! —gritó—. ¡Me van a tener que matar!
¡Hijos de puta!
Viktor arrancó el mantel y se agarró la cabeza, dolorido por el
golpe de la botella contra su frente. Sofía sonrió y enseguida, como
si esa risa hubiera sido una llave o una autorización, soltó el cuchi-
llo, empezó a llorar sin control y cayó al piso. Viktor corrió hacia
ella y la levantó, la sentó en una mesa, la calmaba pidiéndole que
hiciera silencio.
—Perdoname —murmuró Sofía. Sentía que toda su tensión de
las últimas horas se aflojaba y también sus ganas de morirse, de ter-
minar con todo, la angustia—. Papi se murió —dijo—, lo mataron.
—Ya sé —dijo Viktor.
A Sofía la cabeza le daba vueltas, el corazón le latía con fuerza.
Quería vomitar y no. Quería gritar y llorar. Quería abrazar a Viktor
y lo abrazó.
—Tranquila, vení —dijo él.
286

Viktor dejó el bolso que traía en la mesa y lo abrió, sacó una


linterna, agarró de la mano a Sofía y la llevó a la cocina. Dejó la lin-
terna contra el suelo para que, pegando contra la pared, iluminara
sin tener que prender la luz. Sentó a Sofía en una banqueta. Fue a
la heladera y sacó una Paso de los Toros. La destapó con los dientes
y se la alcanzó.
—Perdón que te hice venir —dijo ella.
—Tardé porque di muchas vueltas para llegar sin que nadie me
viera. Explicame qué pasó —dijo él.
—Pasó que me equivoqué.
Viktor se sentó en otra banqueta y Sofía le contó todo sobre
los últimos días y lo que había descubierto. En el medio de su rela-
to, Viktor vio que ella tenía la mano manchada con sangre, agarró
el repasador que le parecía más limpio, lo humedeció y se lo pasó.
Sofía sintió que Viktor no la miraba con aires de superioridad, ni
con ganas de decirle “yo te dije”; la escuchó atento, tratando de cap-
tar cada detalle para saber qué decisiones tomar.
—Tenías razón —dijo Sofía.
—Ya está —dijo Viktor.
—¿Y vos qué hiciste? —preguntó Sofía.
—Fui a ver a un conocido que me debía unos favores, me dio
un auto y me metí en Lobos —dijo Viktor—. Cuando llegué pasé
por tu casa, quería saber si habías llamado. Vi policías en la puerta
y seguí de largo. Fui a ver al doctor y le dejé el teléfono. Estuve en el
aguantadero de Tito. Siento mucho lo de tu padre, Sofía —ella to-
maba la Paso de los Toros del pico y lloraba—. Iba a dejar todo de-
finitivamente mañana temprano, si no me llamabas.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sofía.
287

—¿Llamaste a donde te dijo Fabricio?


Sofía negó con la cabeza.
—Si existen, vamos a necesitar a esa gente.
Viktor le contó sus ideas, basadas en lo que había visto del fun-
cionamiento de los hombres de Enrique y lo que Sofía le había con-
tado. Había una guía del año 1950 bajo la barra, Sofía buscó “taller
de Los Ángeles”, en Banfield. Llamó, hizo sonar dos veces la cam-
pana y cortó. Volvió a llamar al minuto, enseguida la atendió una
voz áspera y sin signos de haber sido despertado, sino de haber sido
interrumpido en plena actividad, que dijo:
—Hola.
—Quiero hablar con Aníbal —dijo Sofía.
—Yo soy Aníbal.
—Soy Sofía. Fabricio está muerto —dijo ella—. Sé que los ata-
ques no fueron para mí. Mañana van a matarme, pero podemos ter-
minar con ellos. Necesito ayuda.
—Usted dirá, señora —dijo la voz al otro lado.
—Junte a sus hombres y espere. En una hora lo van a llamar
de parte mía.
Viktor y Sofía salieron del bar y caminaron hasta el estadio. En
la puerta 10 había un hombre de luto, fumando. Bordearon el esta-
dio hasta la puerta 20, que tenía un pequeño candado. Viktor sacó
un arma de su bolso y lo rompió de un culetazo. Adentro estaba os-
curo, Sofía se guio con la poca luz que le daba la noche para llegar
al escenario por la parte de atrás. Se veía el césped, azul por la luna
y con puntos brillantes por el rocío de la noche, cerca de escarchar-
se por el frío. Detrás de una cortina estaban los equipos de audio
y el micrófono radial con el logo de lra 1, que usaba Sofía en sus
288

presentaciones. Viktor se acercaba a la consola de sonido cuando


vieron un rayo de luz, una linterna los iluminó y vieron que el joven
policía que custodiaba el escenario les apuntaba con su arma.
—¡Quietos!
El gritó retumbó en toda la cancha. Viktor se congeló. Sofía es-
taba detrás de él y el policía apenas veía su relieve.
—¡Tranquilo, compañero! —gritó ella y su voz fue tan idéntica
a la de Evita que Viktor se asustó. Pero vio la cara del chico traspa-
sada por el miedo, como si hubiera aparecido un fantasma—. Cál-
mese, carajo. Soy yo. Soy la Señora. Soy Eva.
Viktor advirtió el leve temblor en las manos del policía, una
sosteniendo el arma y la otra la linterna. Faltaba un leve empujón a
su razón para convencerlo, Sofía salió de atrás de Viktor y caminó
hacia el policía.
—Me están jodiendo —murmuró el chico—. Voy a llamar al
comisario. Quédese quieta, señora. Por favor, no me haga disparar.
—Compañero —dijo Viktor con calma pero sin perder de vista la
temblorosa mano del policía que sostenía el arma, para tirársele enci-
ma en cuanto advirtiera que podía disparar—. Escúchela, es la verdad.
No cometa una locura.
—¡Vos callate! —le dijo Sofía a Viktor con un tono imperativo
y descalificador—, el compañero puede pensar solo.
—¿Qué está pasando, mierda? —dijo el policía.
Sofía le agarró la mano donde tenía la linterna y la dirigió hacia
su cara.
—Míreme bien, compañero. Soy yo. Ahora haga lo que le digo,
o el problema lo va a tener con el General, no con el comisario —el
chico tragó saliva. Sofía le sostuvo la mirada—. ¿Sos peronista vos?
289

El policía asintió. Todavía tenía el ceño fruncido, una parte suya


no terminaba de creer y pensaba de manera autónoma cómo resol-
ver el acertijo que se le presentaba.
—Pero… —balbuceó y bajó el arma.
—¿Cómo te llamás?
—Martín.
—Simulé mi muerte por el bien del peronismo, Martín —dijo
Sofía. Viktor seguía con admiración las palabras que ella pronun-
ciaba y los gestos de Martín, maravillado ante el milagro que se le
había presentado—. Vinimos a verlo a usted, porque me lo reco-
mendaron directamente del partido —continuó Sofía—. Apague
la luz, por favor.
—¿Y lo del cáncer? ¿La chica que va a actuar mañana? —pre-
guntó Martín.
—Todas mentiras para salvar a la patria, a Perón y a mi persona
—dijo Sofía—. Porque los gorilas estaban a punto de asesinarme y
ahora que creen que estoy muerta, seré su peor amenaza. La chiquita
es parte del partido, pero no es Eva. Eva hay sólo una, y soy yo.
—¡Yo sabía que era mentira! —soltó Martín—. Siempre lo supe.
Martín apagó la linterna, la noche les daba un poco de luz por
la luna y el cielo abierto. Las sombras de los tres se reflejaban en el
escenario.
—Compañero —dijo Sofía—, mañana daré un último discur-
so aquí y me iré del país. Siguen queriendo matarme, pero pode-
mos terminar con todos los gorilas y así podré volver. Necesitamos
su ayuda.
—Lo que quiera, Señora.
290

—El compañero aquí presente —Sofía señaló a Viktor, que ya


estaba relajado y disimulaba la sonrisa ante la ingenuidad de Mar-
tín— queda con usted. Necesita acceso al escenario y a otros lugares
del estadio, sin que nadie sepa. Dele todo lo que necesite.
—Claro, Señora.
—Y ni una palabra de esto a nadie.
—Pierda cuidado —murmuró Martín—. Siempre fue suyo mi
cora­zón, Señora. Lo sacrificaré por usted una y mil veces, si es necesario.
El tono de Martín irradiaba amor y calidez sinceros, Sofía sentía
un poco de culpa. Se acercó a él, lo agarró de la cara y lo besó des-
pacio, en la mejilla.
—Tengo que irme —dijo Sofía—. Cuando la victoria sea nues-
tra, el partido le dará una recompensa digna de su lealtad.
—Ayudarla es mi recompensa —dijo Martín—. Viva Perón.
—Viva usted, compañero —dijo ella—. Mañana, no crea nada
de lo que escuche. Crea sólo en mí.
—Así será, Señora.
—¿Cómo va a ser la seguridad mañana? —preguntó Viktor.
—Habrá dos policías por cada puerta —Martín hablaba en tono
de informe policial, como si hubiera empezado una representación
y debiera parecer más serio—. Seremos pocos agentes, porque la
mayoría está destinada al servicio final de mañana en el Congreso.
Yo estaré en el escenario.
—Señora, necesito un minuto con usted —dijo Viktor.
Sofía y Viktor se fueron a un costado.
—Yo me ocupo de esto y de hablar con los del movimiento
—dijo él—. Cuando mañana veas que empiezan los problemas,
andá al garaje a buscarnos. Tenés que irte ya, tiene que parecer…
291

—No te hagas problema —dijo Sofía—, en estos días aprendí


a actuar bien.
—Sí —dijo Viktor—, hasta yo vi a Eva resucitada.
Sofía sonrió y miró a Martín, que los esperaba.
—Tratalo bien al pibe, que es bueno —dijo ella, abrazó a Viktor,
saludó con la mano a Martín y bajó del escenario. Salió por la puerta
por la que había entrado la primera vez que había visitado el esta-
dio. Se asomó para confirmar que no hubiera nadie. En la oscuridad
casi total, caminó hasta la esquina. Vio en otra puerta, unos metros
adelante, al hombre de luto que fumaba en la puerta 10.
Sofía se apoyó contra un árbol y se relajó. Cerró los ojos. Puso
cara de angustia exagerada, pensó en todo lo que la había asustado
en los últimos días, en su padre levantándola cuando ella era chica
y ella levantándolo a él cuando quedó inválido y el llanto, suave
primero y furioso después, se levantó de su estómago y su pecho
hasta su cara y sus ojos, hasta que empezó a llorar con espasmos,
con mocos y lágrimas, y cuando sintió que había sido invocado con
éxito y podría quedarse, gritó y empezó a correr hacia al hombre de
luto. Corría, lloraba y gritaba como una loca desencajada, como si
la persiguiera el demonio. Simuló un tropiezo sobre el empedra-
do, la caída fue perfecta para no lastimarse, el hombre de luto ya la
había escuchado y corría hacia ella. Cuando llegó, la cara de Sofía era
una masa contraída por la angustia, las lágrimas y los mocos, pero
en realidad una zona en su interior comandaba la actuación, como
si ella fuera en verdad dos: una titiritera que daba las órdenes y el
títere que había aprendido a obedecer.
—¡Señora! —dijo el hombre de luto, se agachó para ayudarla
a levantarse, le dio un pañuelo, más hombres de luto que habían
292

escuchado los ruidos ya llegaban—. ¡Por fin la encontramos! ¿Está


bien? ¿Qué pasó?
—Se murió mi papá —susurró—. Se murió mi…
No habló más. Gritó como una enferma, desgarrada por el
dolor. Los hombres de luto la levantaron, Sofía se apoyó en ellos
para caminar. Todos le ofrecían sus pañuelos.
XXX

Sonó el teléfono blanco y Sofía abrió los ojos. Se incorporó en la


cama, atendió. Estaba en la suite nupcial. Había una barra con bebi-
das, una radio y un tocadiscos.
—En nombre del hotel Libertador —dijo una voz cálida, del
otro lado— le deseamos buenos días, señora.
—Gracias —dijo Sofía, estirándose—. Tráiganme el desayuno,
por favor.

La noche anterior, entre dos hombres de luto la habían cargado y


la habían llevado hasta el auto. Uno se sentó al volante y a ella la
sen­taron atrás, en el medio, un hombre a cada lado. Sofía supo que

[293]
294

no era para cuidarla, sino para evitar que se les volviera a escapar.
Apoyó la cabeza en el hombro de uno de ellos y se lo llenó de moco
y lágrimas. Por la velocidad con que la llevaron, Sofía intuyó que
Enrique debía de estar bastante alarmado. Al llegar, el hombre de
luto que manejaba bajó y corrió al hotel. Los que tenía a los costa-
dos no se movieron. Sofía sintió que la miraban como a un bicho
raro al que había que temer. Había salido todo bien, hasta ahora.
Ella trataba de sostener la angustia que se había generado, para
seguir llorando si era necesario. Del hotel salió Enrique, acompa-
ñado por otros hombres de luto, entre los que estaba Darío.
—¿Qué pasó? —le dijo a Sofía, desde la ventanilla. Su tono era
de rabia, pero trataba de disimularlo—. ¿Dónde estabas?
Los hombres de luto bajaron del auto. Enrique les hizo una
seña para que se alejaran, subió al auto con ella y cerró la puerta.
—Papi —dijo Sofía y la boca se le contrajo con la angustia—,
papi se murió… Iba a buscarte cuando dejé a Darío cambiando la
rueda, y me angustié mucho. Me volví loca, no sé qué me pasó… Él
no tiene la culpa, mi amor. Fui yo que…
Sofía lo abrazó y se deshizo en llanto sobre su hombro.
—Se murió mi papi… —gritaba.
—Lo siento, chiquita —dijo Enrique. Miró a Darío, que bajó la
vista—. Qué susto me diste.
Enrique bajó con ella, dijo a todos que se fueran y llevó a Sofía
a su habitación. Una vez dentro, la sentó en la cama.
—Contame de nuevo cómo te enteraste —pidió Enrique.
—Fuimos a un bar con Darío. Había un teléfono y llamé, ¿viste
que yo quería hablar con él hace rato y no lo encontraba? Bueno, ahora
no me atendían. Se me ocurrió llamar al doctor, y él me dijo que…
295

Otra vez Sofía explotó en llanto como un bebé con hambre, el


sonido era insoportable. Era la mejor estrategia para no seguir ha-
blando.
—Si querés, dejamos todo y te vas para Lobos —dijo Enrique.
—¡No! —dijo ella, secándose las lágrimas con la manga del
abrigo. Pensó que el gran actor de la novela era él, no ella—. Papi
quería lo mejor para el General, y estaba orgulloso de mí. Termine-
mos y me llevás vos. Vamos juntos.
—Está bien.
—Y después nos vamos de viaje, como me prometiste —dijo
Sofía—. Lejos.
Enrique volvió a abrazarla. Se paró y fue hasta la mesa, sobre la
que había unos papeles.
—Yo sé que es tarde y estás cansada y lo de tu papá…
—Hagámoslo —dijo ella—, repasemos y vos andá si tenés que
irte. Te necesitan para lo de mañana, ¿no?
Enrique asintió, sonriendo. Era la 1:00 de la madrugada del do-
mingo 9 de agosto y faltaban un par de horas para que comenzara el
traslado de Eva al Congreso. El repaso fue breve: Sofía iba a quedarse
en la habitación hasta que él viniera a buscarla, cerca de las 16:00.
Irían al estadio, donde se había citado a la gente para las 18:00 y su
discurso sería a las 20:00, hasta que sonara la campana evocando la
hora de Eva. Ella simuló sorpresa a cada detalle, porque ya conocía
toda la agenda, la había escuchado desde adentro del ataúd.
—Aprovechá para descansar —dijo él, con una estima fingida
a la perfección—. Mañana es tu día.
—Voy a descansar y estudiar mucho, para ser mejor Evita que
ella misma.
296

—Dejo un hombre en la puerta, para lo que necesites.


“Un hombre en la puerta para que no me escape”, pensó Sofía.
—Gracias —dijo ella—. Ya me voy a dormir. Mañana escucho
el funeral por la radio y estudio. No voy a necesitar nada. Sólo a vos.
Enrique se acercó y la besó.
—Mañana termina todo, mi amor.
—Sí —dijo Sofía—. Todo.
Enrique se puso el traje, el sombrero y salió rápido.
—Pediles abajo que me llamen a las 10:00 —dijo Sofía.

Ahora tenía la bandeja del desayuno. Era el más suculento de todos


los que había comido desde que había dejado Lobos. “La bandeja
sola debe costar el dinero que yo gano en un año”, pensó. Abrió
la carpeta con los discursos de Eva, para simular que estudiaba si
llegaba a entrar alguien. Pero todos, menos el hombre de luto que
Enrique le había dejado en la puerta, estaban en el Ministerio de Tra-
bajo y Previsión, y acompañarían el cajón por su largo cortejo. Sofía
distribuyó las cosas de la bandeja del desayuno por la mesa. Encendió
la radio y movió el dial hasta que apareció la única emisora, donde un
locutor con voz de ultratumba relataba el velorio de Evita. Bajó el
volumen y volvió a la mesa. Era un gesto para que la sintieran com-
prometida con la causa, para que cuando Enrique preguntara a su
espía qué había estado haciendo ella durante el día le respondiera:
“escuchando el funeral”. Se dedicó a escribir ideas para el discurso
de esa noche. Lo hizo hasta el mediodía, cuando el locutor anunció
cómo sacaban a Evita del Ministerio y la infinita marea humana la
297

acompañaba por la avenida Rivadavia camino al Congreso. Pidió un


almuerzo liviano y se recostó.
En la cama, de sábanas blancas y con un camisón del mismo
color, Sofía se sintió tranquila por un momento. “Si algo sale mal,
me matan”, pensó de pronto. “Pero hay que simular calma”, se dijo.
Otra vez las voces. “Basta de diálogo infinito. No hay que escuchar a
la multitud interior: hoy mando yo”, dijo. “Va a salir todo bien”. Era
fácil escucharse a sí misma porque, salvo la radio, el silencio alre-
dedor y en la calle era total. El país estaba acompañando a Eva. Ella
tenía que confiar en Viktor y los amigos de Fabricio. Se levantó y
rompió en pedazos las hojas donde había apuntado las ideas para el
discurso. Dio vueltas en la cama, no podía dormir. Cerca de las 3:00,
abrió la puerta, le pidió al guardia que trajera a las mujeres que de-
bían prepararla y pidió que Irma, aquella a la cual le había pegado
la cachetada, estuviera con ellas.
—Pero la echamos y hay que buscarla —dijo el hombre de luto.
—Entonces haga su trabajo —dijo Sofía—. Encuéntrela.
Quince minutos después golpearon la puerta, eran las mujeres
e Irma estaba con ellas. Vistieron, peinaron y maquillaron a Sofía en
silencio. Cuando terminaron, Sofía les pidió a todas que se retirasen.
—Irma —dijo Sofía, cuando las mujeres salían—. Usted qué-
dese, por favor.
Las mujeres la miraron, salieron y cerraron la puerta.
—Señora —susurró Irma, con la mirada hacia el piso—, sé que
le hice mal…
—Quiero darte esto —dijo Sofía.
La chica levantó los ojos y vio que Sofía le estiraba el disco con
las grabaciones de Evita, el que ella usaba para ensayar los discursos.
298

—Te vi cómo lo mirabas —dijo Sofía—. Llevalo. Yo no lo voy


a usar más.
Irma agarró el disco, miró apenas a Sofía y volvió a bajar la mirada.
—Gracias —dijo y enrojeció.
—¿Qué pasa? —preguntó Sofía.
Irma, llena de vergüenza, agregó:
—Es que no tengo donde escucharlo, señora.
Sofía miró la habitación y señaló el Wincofón sobre la mesa. Era
un último modelo, mucho mejor que el que ella tenía en Lobos. Per-
tenecía al hotel y tenía su logo, una “HL” de color oro.
—Entonces, eso también es para vos —dijo Sofía.
Irma se puso feliz, miró a Sofía que le asintió, como diciendo
“sí, es tuyo”. Irma apoyó el disco sobre el aparato, lo desenchufó y lo
levantó. Cuando se iba, giró para mirarla y dijo con orgullo:
—Hoy voy a estar en primera fila, señora.
—Entonces nos vemos en un rato —dijo Sofía y le abrió la
puerta. Cuando Irma salió con el aparato en la mano, uno de los
hombres de luto se le fue encima y la asustó.
—¿Qué hacés? —dijo el hombre de luto—. ¡Devolvé eso!
—¡Tranquilo, mierda! —le dijo Sofía, al hombre de luto, que se
congeló—. No sea imbécil, es un regalo mío para la señorita.
El hombre de luto se quedó perplejo, mirando a Sofía, al disco,
a Irma.
—Pero es del hotel —dijo el hombre de luto.
—Y usted es mío —dijo Sofía—. Haga lo que le digo, si quiere
seguir trabajando.
299

Sofía le dijo a Irma que podía irse. Ella caminó por el pasillo al-
fombrado del hotel y salió. Sofía cerró la puerta con fuerza. Al rato,
llegó Enrique.
—¿Cómo estuvo todo? —preguntó ella.
—Muchísima gente, ni te imaginás —dijo él—. Unos venían
directo de la cgt a hacer fila a Racing. ¿Estás lista?
Sofía se levantó de la silla y agarró la cartera.
—Más que nunca.
Enrique la besó. Sofía se puso el abrigo que había traído de
Lobos. Él le preguntó por qué iba a usar ése, tan feo y viejo. Sofía
dijo: “porque quiero hacer una versión más austera”. “¿El prende-
dor?”, preguntó él. “Acá en el bolsillo”, dijo Sofía. Lo sacó y se lo
mostró a Enrique, sonriendo. “Para que no te olvides de sacárme-
lo”, pensó.
Cuando bajaron por el ascensor, Enrique preguntó si había te-
nido problemas con el hombre que le había dejado en la puerta.
—No, mi amor —dijo Sofía—. Es un santo.
XXXI

Cuando el auto llegó a Racing una larga fila de gente ya se agolpaba


ante las puertas del estadio. Sofía bajó y muchos la saludaron a gri-
tos, emocionados, le decían que la estaban esperando, que no habían
ido a la cgt para estar cerca de ella, “porque usted es Evita viva”. Los
hombres de luto corrían a la gente para dejar pasar a Sofía y a Enrique.
Entraron y bajaron a los vestuarios. Sofía había llevado la carpeta
con los discursos y se puso a repasar, Enrique fue a ver que todo estu-
viera en orden. El mismo hombre que había custodiado su puerta en
el hotel se quedó en la del vestuario. Pasadas las 5:00 empezó a irse
la luz y encendieron las lámparas del estadio. Era uno de los días más
fríos del año, pero Sofía escuchaba, aun desde ahí abajo, a la multi-
tud que iba llegando. Un hombre de luto entró para dejarle un café.
—¿Cuánta gente hay? —preguntó Sofía.

[301]
302

—Calculamos que noventa mil —dijo él—. En media hora em-


pieza el acto, así que en un rato vengo a buscarla, para que espere-
mos atrás del escenario.
Sofía asintió y agradeció. Tomó su café despacio, saboreándolo.

La Policía Federal hizo un perímetro de diez cuadras alrededor de


la cancha, por eso la gente puede caminar por las calles empedra-
das. Hay clima de procesión. Entre la multitud, quince hombres con
sobretodos negros y vestidos de luto, igual que los hombres de Enri-
que, se dirigen al estadio. Del grupo destaca uno, grandote y cor-
pulento: Viktor. Hay uno canoso, de ojos grises y facciones que
recuerdan a un animal salvaje. Se llama Aníbal. Tiene casi cincuenta
años y se le nota el temple, forjado en años de trabajo duro en su
taller mecánico. Ahora comanda una organización clandestina que
hasta hace unos días no tenía nombre y hoy se llama Sofía Capitana.
En sus diálogos con Viktor vaticinó que el futuro del peronismo
será armado, o no será nada. Los otros miembros del grupo oscilan
entre los veinte y cuarenta años. Todos se parecen en la mirada a
su jefe: concentración absoluta, como si fueran a disparar o ser dis-
parados en cualquier momento. De hecho, tienen armas bajo los
abrigos. No parecen afligidos, como la mayoría, pero como la gente
está encerrada en su angustia nadie repara en ellos.
A metros de la puerta 13, Viktor hizo un gesto y lenta, sutilmen-
te, salieron de la multitud hacia el costado de la cancha. Se cruzaron
con gente que lloraba, sentada en el umbral de la vereda. Y más poli-
cías. Cientos. Viktor saludó a uno de ellos. Era Martín, que les corrió
303

una valla para que pasaran. “Tengo que entrar”, dijo Martín a Viktor,
“me voy al escenario”. Los hombres con sobretodo siguieron cami-
nando, a medida que avanzaban, la cantidad de gente y policías era
cada vez menor. Rodearon todo el estadio hasta una puerta celeste,
mucho más pequeña que las oficiales por donde la gente ingresaba
al estadio. Allí un policía fumaba relajado.
—Disculpe —dijo Viktor—, mis compañeros están buscando
el baño.
Aquellos a quienes había llamado “compañeros” se pusieron
frente a Viktor y el policía, formando un muro. El policía sintió que
algo raro pasaba, se movió para sacar su arma pero no llegó a hacer-
lo ni a gritar, Viktor le tapó la boca con su mano gigante y le mos-
tró su arma con la otra. Uno de los hombres abrió la puerta y todos
entraron. Cerraron. Nadie escuchó el disparo contra el policía. Su
cigarrillo a medio fumar, pisoteado pero todavía encendido, había
quedado afuera.

—Es la hora —dijo Enrique, con gran cansancio, pero también feli-
cidad. Sofía se paró y agarró su abrigo. Enrique la ayudó a ponérselo
y, tomándola de la solapa, la besó.
—Es tu hora, Evita —dijo.
—Me llamo Sofía —contestó ella—. Pero sí, es mi hora.
Salieron del vestuario. En el pasillo los esperaban unas vein-
te personas, entre policías y hombres de luto. Caminaron hacia la
cancha. Ella volvió a escuchar las frases de siempre: “es igual”,
“qué perfecta”, “vivo retrato de la Señora”. Sofía tenía las manos en
304

los bolsillos. En el derecho tenía el prendedor y la lapicera, sin el capu-


chón. “Tendría que haberle dado todo a Viktor”, pensó, “si fallamos, al
menos él podría venderlo”. Recordó a su padre, a Esteban, escuchaba
más y más gente, una multitud tranquila, pero cada murmullo suma-
ba a un ruido que le generaba vértigo, intuía un mar de gente en la can-
cha. Sofía y el séquito frenaron detrás del escenario.
Escuchó la voz del presentador del evento, un reconocido locutor
peronista, agradeciendo la presencia de todos. Invitó a un minuto de
silencio inicial para recordar a nuestra querida Eva Perón, Jefa Espiri-
tual de la Nación.

—Éste ya está —dijo un hombre de luto en mangas de camisa,


transpirado y con un cigarrillo a medio terminar en la boca. Tocó
un ataúd vacío. A su lado tenía fajos de billetes, atados con gomi-
tas—. Lleven otro ya, que si la gente no tiene dónde dejar la guita
no pone nada. ¡Vamos, rápido!
El garaje del segundo subsuelo estaba lleno de hombres de luto
desmantelando lo que había sido su cuartel en las últimas cuaren-
ta y ocho horas. Dos de ellos buscaron un ataúd y salieron por la
escalera. Arriba, en el estadio, había pasado el minuto de silencio y
cantaban el himno. El sonido se oía apenas, como si la cancha no
estuviera unos metros sobre ellos, sino mucho más lejos.
—Apúrense que en un rato traen a la Muñeca —dijo uno de
los hombres.
—Che, el anarquista está echando mal olor —dijo otro que api-
laba fajos dentro de un ataúd. Miró el cadáver de Fabricio, a unos
305

metros. Tenía varias moscas rondándole—. Habría que tirarle un


saco encima, no sé, algo.
—¡Tirale el tuyo, piola! —gritó uno y todos rieron.
—Ataúdes sobran —gritó otro, jocoso, que encastraba el molde
en yeso de la cara de Sofía en un cajón.
—No son ataúdes, son alcancías —dijo otro, que apagaba su
cigarrillo—. Prefiero meter guita antes que un muerto. Más si es
un gorila.
—Aguantá, que en un rato nos vamos —gritó uno—. Que se
lo coman las ratas.
—¿Así que el fiambre se pudre? —dijo el que había apilado los
papeles y ahora los rompía. A su lado tenía una botella de alcohol y
fósforos. Miró el escritorio, confirmó que lo había vaciado—. ¡Mu-
chachos! ¿Falta algo para mí? ¿Una hojita suelta? ¿Alguien quiere
quemar su libreta de casamiento? ¿Algo? —dijo y miró a todos al-
rededor, sus compañeros rieron, miraron apenas por sobre lo que
estaban haciendo y negaron.
—Es una tortura, me cansé —dijo el que había acomodado los
fajos de billetes. Fue al armario y sacó una tela que parecía haber
sido usada para pintar, porque estaba toda manchada de blanco.
Cuando la estiró para tirarla sobre Fabricio escuchó un silbido y vio
el agujero en la tela, le ardió el estómago con un chasquido y allá, en
la puerta frente a él, unos diez hombres de luto les disparaban. Eran
Viktor y los Sofía Capitana, pero los de luto no sabían, murieron cre-
yendo que habían sido traicionados por su propia gente, y el himno
cantado por las noventa mil personas a viva voz, emocionadas, permi-
tía que el sonido de las balas desparramándose en el subsuelo pasara
desapercibido. Quizá algún hombre de luto reconoció a Viktor de los
306

días del simulacro de Sofía, todos cayeron sobre lo que estaban ma-
nipulando (dinero, ataúdes, papeles y fósforos) y lo mancharon con
sangre. Ninguno llegó a sacar su arma.
En esta noche, la más fría del año, la multitud compartía un sabor
de tristeza que los unía, que ya podían sentir en la despedida formal
que había tenido lugar esa mañana, con el último responso a Eva. Y
ahora, el homenaje último, el cierre, antes de que Argentina volviera
a la normalidad de la que el duelo la había sacado, aunque todos su­
pieran que su corazón se había rajado en un lugar imposible de arre-
glar y que la vuelta a la rutina era sólo en actos, porque durante un
tiempo tendrían en su cotidianidad la sensación de una parte ausen-
te, embargada en el recuerdo de la amada. Algo así dijo en su discurso
el locutor que presentaba el acto, después del himno. Sofía escucha-
ba de pie, rodeada de hombres de luto y policías. Veía el color entre
naran­ja y amarillo que irradiaban las treinte y tres antorchas sobre el
escenario. Enrique miraba a Sofía con adoración, ella le sonrió y ad-
miró la capacidad que los dos tenían para la mentira.
—Señores —dijo el presentador, sobre el escenario—. Bienve-
nidos al último acto en nombre de nuestra amada, amadísima Eva
Perón. Nos aprieta el corazón la congoja, mas también queríamos
recordar a quien tanto nos ha dado con esas mismas emociones que
ella supo generarnos: júbilo, regocijo, gozo y alegría de un encuen-
tro entre compañeros y hermanos descamisados de toda la nación.

307

Los hombres fueron a Fabricio, atado y en el piso. La sangre estaba


seca y el cuerpo duro y rígido, blanco. Aníbal se agachó y le cerró
los ojos.
Viktor fue al teléfono. Marcó un número, dejó que la llamada
sonara dos veces y cortó. Rompieron los paneles que tapaban la
rampa y unos minutos después, una ambulancia de la Fundación
“Eva Perón” entró al segundo subsuelo del garaje, conducida por
otro de los Sofía Capitana. La habían robado el día anterior y esta-
ban a la espera del llamado para traerla, en un aguantadero cerca-
no. El que la había manejado bajó, se sacó su delantal blanco y se lo
dio a Viktor. Al ucraniano le quedaba corto y hasta tuvieron tiempo
de reírse. Volvieron a cubrir con los paneles la entrada de la rampa
al garaje, para estar más protegidos. Los Sofía Capitana abrieron un
ataúd y pusieron a Fabricio dentro.
—Lo vamos a tener que dejar acá —dijo Aníbal, y miró a
Viktor—. No quiero que termine tirado en la basura. ¿Usted se
puede ocupar?
Aníbal levantó una botella de alcohol que estaba en la mesa.
Viktor asintió.
En la cancha, la gente aplaudía al locutor, que ya anunciaba el
número final. Los Sofía Capitana se despidieron de Viktor, subieron
al primer subsuelo y se atrincheraron. Viktor guardó todo el dinero
en dos ataúdes y los metió en la ambulancia.

Noventa mil personas aplaudían. Ciento ochenta mil manos. “A


continuación, unas palabras de…”. El locutor dijo un nombre
308

pero Sofía no escuchó bien, porque el miedo la embargó. Era una


locura. Todo. Allá, en el escenario, como si estuviera a kilómetros
de distancia, un hombre proclamaba las virtudes de la ausente, su
santidad o cosas así, una parva de cualidades celestiales que hacían
de Evita todo, menos humana, y que en el día de hoy hemos visto
otra manifestación cabal de que el peronismo es la fuerza viva más
importante que ha pisado la faz de esta nación, que el estoico amor
del General por su esposa y por su pueblo bla bla bla… el mandata-
rio demostró en los últimos catorce días una muestra de…
A Sofía, metida en el fondo de su miedo, todo le pareció absur-
do, lejano. Irreal. Pero la gente aplaudía. Otra persona habló de Eva
como si tuviera cualidades divinas. “Pero al final se murió”, pensó
Sofía, como si hubiera hecho un descubrimiento. “Así que era tan
humana como yo”.
—Señora, ¿todo en orden? —dijo alguien a Sofía. Era Martín.
—¿Qué hacés acá, pibe? Rajá a donde tenés que estar —gritó
Enrique, furioso—. ¿Y ustedes, boludos —dijo mirando a los hom-
bres de luto—, cómo lo dejan pasar?
—Señor, soy policía —dijo Martín.
—Y yo soy Dios —dijo Enrique—. Tomátelas.
Martín salió. Sofía le puso una mano en el pecho a Enrique,
para que se calmara. Y como si se hubiera tratado de una hoja que
un viento leve hubiera arrastrado, el miedo de Sofía desapareció.
Porque la noche anterior Viktor había convenido con Martín que si
los “Sofía Capitana” lograban entrar, un grupo de ellos iba a insta-
larse en la primera fila de la multitud y otro en el primer subsuelo
del garaje, para protegerla de cerca y apoyar su escape, y Martín, que
podía acceder a todos los sectores del escenario, le avisaría a Sofía
309

con una señal que ellos lo habían conseguido. Y la señal era ésta:
iba a pasar a su lado y preguntarle si estaba todo bien. Sofía sintió
que había algo más grande a lo que se estaban encomendando. Ya
no era miedo de morir, era miedo de no poder cumplir esta tarea,
su verdadera misión: decir la verdad.
Aliviada y con la fuerza que da una certeza inexplicable con pa-
labras, escuchó al presentador que decía: “vamos a ver el milagro
en escena, compañeros”. No era una fiesta, sino un homenaje, pero
la multitud clamó. Se apagaron las luces del estadio y quedaron las
treinta y tres antorchas. Sofía miró a Enrique. Se acercó y le dio un
largo beso en la boca. Los hombres de luto bajaron la mirada.
Sofía se agarró de la baranda de acero y subió los peldaños de
la escalera tras el escenario. Sus pasos, como la noche anterior, se
escucharon nítidos sobre la madera. Sólo que ahora tenía enfren-
te noventa mil personas y el micrófono estaba en el centro. Vio por
primera vez la magnitud de la escenografía que habían instalado ya
terminada, eran largas paredes con los bustos en relieve de Perón y
Evita, una estructura faraónica igual a los actos más recordados del
Partido Justicialista. Se paró frente al micrófono. La multitud termi-
nó de aplaudir y el aire se cubrió de silencio, ese que está cargado de
electricidad, del magnetismo que flota cuando se espera la llegada
de una palabra largo tiempo anhelada.
Sofía, quieta, cerró los ojos. Sintió, en su espalda, el calor de las
treinta y tres antorchas.
XXXII

De una torre en el centro de la cancha, se encendió una luz que apuntó


a la cara de Sofía. Un color blanco furioso atravesaba sus párpados.
Abrió los ojos y quedó cegada por ese haz que la azotaba. Pero no bajó
la vista, miró la luz de frente y se adaptó a la claridad. Recorrió el esta-
dio con la mirada. Sentía la demanda, la dulce ansiedad de esta gente
por escucharla, esperando sus palabras como si ella fuera una profeta.
Debajo, agarrados contra las vallas que separaban el escenario del
estadio, había madres con sus niños, emocionadas. No encontró, ni
quiso buscar, a los Sofía Capitana. Miró a su izquierda: dentro del
escenario, pero fuera de la vista del público, un hombre manejaba
la consola para el micrófono. Tenía auriculares y la miraba feliz.
Detrás de él estaba Martín, el joven policía. El viento hacía flamear
las antorchas, que parecían banderas de fuego.

[311]
312

“¡Viva Evita!”, gritó un hombre en el público y en su grito se


notó que contenía el llanto. Nadie se animó a pedirle silencio. Otras
voces repitieron lo mismo. Antes de diez segundos la masa humana
coreaba: “E-vi-ta”. Sofía veía las manos y los cuerpos moviéndose,
acomodándose en el poco espacio libre que había. “E-vi-ta, E-vi-ta,
E-vi-ta”. Sofía levantó el puño y el canto cesó. Miró a Enrique y a
los hombres de luto, podía ver sus caras allá, debajo de la escalera
que daba al escenario. Estaban con el presentador, y con ellos tam-
bién estaba ahora Pantanali, todos escondidos como ratas. Mirando
a Enri­que, Sofía se sacó el sombrero y lo tiró al piso. Volvió a mirar a
la multitud, se deshizo el rodete, se soltó el pelo y se lo sacudió para
liberarlo. La gente murmuró.
—¡Compañeros! —gritó Sofía frente al micrófono—. Han sido
días de dolor y tristeza. Todavía lo son, en especial para mí. No sólo
por Evita. Ayer han matado a mi padre.
La gente murmuró con más fuerza, Enrique y los hombres de
luto se miraron, preocupados, porque Sofía no sólo había dicho
algo personal, sino que no había impostado la voz para simular la
de Evita: ésta era su voz.
—Amigos —continuó Sofía, la gente hizo silencio—. No soy
Evita. Nunca podría serlo y nunca lo quise, porque sería irrespetuo-
so, además de imposible. Ella es la luz más grande que ha ilumi-
nado esta patria y yo soy como ella decía ser en relación a nuestro
querido General: soy pequeñita. Eva es el sol y yo apenas una estre-
lla fugaz, que hoy termina su camino. Hoy, compañeros, estamos
juntos para recordarla, para levantar al cielo sobre nosotros, en este
estadio magnífico que lleva el nombre de nuestro líder, una última
plegaria para nuestro ángel.
313

La gente se había quedado dura y muda, mirándola con asom-


bro e inquietud. Los hombres de luto se movían, Pantanali le decía
algo a Enrique. Sofía levantó los brazos y miró a la gente.
—Compañeros —dijo—, sabemos que si algo Evita detestaba,
por sobre todas las cosas, era la mentira. Así que no quiero men-
tirles. No sigamos jugando a su resurrección, debemos aceptar su
partida, como pueblo maduro que somos. No puedo simular que
soy su doble. No debo, compañeros. Ya no quiero disfrutar un aplauso
que no es para mí. Ni ustedes pueden, ni merecen, seguir sintiéndola
viva, porque lo que el corazón necesita para crecer es abrazar y asu-
mir la pérdida.
El silencio era absoluto, salvo por el crepitar de las antorchas y
una ráfaga de viento, que de vez en cuando se levantaba y hacía on-
dear el fuego. Muchos habían bajado la vista, otros habían empeza-
do a llorar de una manera silenciosa.
—Amigos, hermanos, compañeros… No sé cómo llamarlos.
¿Qué importa? El último acto de Evita fue convertirnos en una fra-
ternidad, porque el dolor de su muerte nos hizo vibrar a todos. Sean
sinceros conmigo, ¿alguna vez, en toda su vida, sintieron el lazo que
nos unió en estos días? Yo nunca lo había hecho. Entonces, si abra-
zamos la verdad, ella va a unirnos todavía más.
Sofía escuchó movimiento detrás de ella. Miró a su derecha, En-
rique ya no estaba en el grupo, Pantanali le decía algo a los hombres
de luto y a los policías. Subieron los escalones suficientes para estar
más cerca del escenario sin ser vistos por el público. Sofía escuchó
llantos entre la gente. Miró a la izquierda: Enrique había pasado por
detrás del escenario y estaba en la consola, cruzaba unas palabras
314

con el técnico y con Martín. Se quedó detrás de ellos, miran­do a


Sofía. Ella volvió al micrófono.
—Porque la verdad, compañeros, como dice el General, es la
única realidad. Y yo quiero que ustedes conozcan la realidad.
Se escuchó una campanada lejana. Sofía cerró los ojos y dejó el
puño en alto. Eran las 20:25. Lentamente, llegando en el aire, más
campanarios se iban sumando y con diferencia de segundos em-
pezaban sus doce golpes, hasta que todas las campanas de Buenos
Aires repiquetearon al mismo tiempo, y las noventa mil personas
miraron a Sofía. Ella abrió los ojos y señaló al cielo.
—¡Ésta es la primera gran mentira que nos contaron! —gritó—.
Evita murió dos minutos antes, compañeros, pero nos dijeron 20:25
porque es más fácil de recordar, y cuanto más se recuerda un dolor,
más manipulables somos.
Hubo murmullos en el público. Enrique le indicó al sonidista,
con un gesto, que cortara el audio. El hombre se sacó los auricu­lares
para hablar, Martín sacó su arma y le apuntó a Enrique, le dijo al so-
nidista que no tocara nada.
—¡Todo esto es una farsa! ¡Yo soy una farsa, compañeros!
—gritó Sofía, rápidamente, porque los hombres de luto se movían
inquietos como cucarachas nerviosas, unos ya subían por la esca­lera,
otros salieron a buscar a Enrique al otro lado del escenario—. ¡Los
organizadores de este evento están armando una facción disidente
dentro del partido para derrocar al General! ¡Y se están robando el
dinero que ustedes brindaron a la causa creyendo que apoyaban al
monumento!
Los murmullos del público se convirtieron en gritos y abu-
cheos, Pantanali se había ido, un hombre de luto subió al escenario,
315

y apenas se asomó vio del otro lado que Martín le apuntaba a Enri-
que y se congeló.
—¡Y estos muñecos! —gritó Sofía, señalando al hombre de luto
que había subido y ahora estaba quieto bajo las luces—. ¡Quieren ma-
tarme para cambiarme con el cuerpo de Eva! ¡Quieren darles a ustedes
una cualquiera en lugar de la reina que los amó! —la gente se acercó al
escenario, algunos empezaron a treparse en la columna que remataba
en el busto de Eva. En la que soportaba el busto de Perón, otro grupo
arrancaba la bandera—. ¡Hay que frenarlos, ya mismo! —gritó Sofía,
cada vez con más ardor—. ¡No dejen que los engañen! ¡Recuperen su
dinero y destruyan esta infamia! ¡Que el alma de Evita no se vaya del
mundo con esta mancha! ¡Porque el verdadero y único homenaje es,
y será siempre, el amor de su pueblo!
La muchedumbre aclamó a Sofía, el escenario tembló porque lo
sacudía la gente desde abajo, una antorcha cayó en el escenario y En-
rique aprovechó para girar y golpear a Martín. Los hombres de luto
sacaron sus armas y apuntaron a Sofía pero cayeron abatidos por un
grupo de hombres que, en la primera fila, y vestidos igual que ellos,
les dispararon: los Sofía Capitana. “¡Viva Perón, carajo!”, gritó uno.
Sofía se agachó entre los disparos, otro hombre de luto le apuntó y
uno del público que ya había escalado hasta el esce­nario se le tiró
encima y recibió el disparo por ella. Cayeron más antorchas, pero el
escenario dejó de moverse y se estabilizó por el peso de la gente que
había subido, era un ejército tomando posesión de un castillo con-
quistado. Un grupo de hombres de luto corrió hacia Enrique, pero
él saltó desde donde estaba.
Los Sofía Capitana rodearon a Sofía y bajaron del escenario con
ella mientras el caos se esparcía aquí y allá en gritos e insultos. Unos
316

habían agarrado antorchas y juraban quemar el mundo, otros grita-


ban que querían su dinero. Algunas mujeres pedían por sus hijos,
perdidos en la revuelta. El haz de luz que había iluminado a Sofía
en su discurso se cortó: la gente también había conquistado esa
torre y la volteaba. Cada hombre de luto que el público encontraba
era atacado a golpes, ellos se defendían a tiros. El escenario ya esta-
ba tomado entero y volvía a moverse, cayeron todas las antorchas, ca-
yeron los bustos de Eva y Perón y la estructura se dio vuelta como un
barco en medio de una tormenta. Sofía corría por los pasillos hasta
el vestuario, rodeada por los Sofía Capitana, que cruzaban tiros con
los hombres de luto. Ellos disparaban a quemarropa para acertar-
les y evitar el escape de Sofía, en el medio de sus balas caía gente
inocente del público, que era pisoteada, porque la multitud en es-
tampida se expandía y manaba hacia todos los sectores del estadio
como un chorro de agua imparable. Muchos, apoyando a Sofía, les
saltaban encima a los hombres de luto, ellos se defendían entre sí y
fusilaban a los que se interponían en su camino.
Sofía y los que la custodiaban corrieron hasta el primer subsue-
lo, unos se quedaron en la puerta y evitaron que la gente bajara, para
que ella se metiera sola en el segundo nivel, donde había quedado
Viktor. Un balazo pegó en la pared, otro bajó a uno de los hombres
de Sofía: los hombres de luto volvían, recargados. Los Sofía Capi-
tana caían pero un auto se fue encima de los hombres de luto y los
revoleó. El conductor bajó y con sus compañeros de armas se atrin-
cheraron tras el auto. Arriba, los gritos de la multitud enloquecida
seguían. Sofía bajó al segundo nivel. Viktor echaba el alcohol sobre
el cajón donde habían puesto a Fabricio.
—¿Qué hacés? —preguntó ella.
317

—Se lo prometí a los muchachos —dijo Viktor—. ¿Estás bien?


—Sí, vamos —dijo ella.
Viktor corrió a la ambulancia. Escucharon un ruido fuerte, me-
tálico. No había nadie. Viktor dijo que debía ser la gente rompiendo
las puertas, los Sofía Capitana eran fuertes pero pocos en número,
tenían que irse ya. Sofía vio los cuerpos de los hombres de luto, des-
parramados encima de las mesas y en el piso. No le importó ninguno.
“Sacate eso y ponete este delantal que te traje”, dijo Viktor. Sofía
estaba quieta, frente a un ataúd con su molde de yeso. “¿De dónde
sacaste alcohol?”, preguntó ella. Viktor señaló la mesa donde los
hombres de gris contaban la plata, los billetes estaban manchados
con sangre y había una docena de botellas de alcohol. Sofía arras-
tró un ataúd y lo apiló sobre otro, tiró junto a ellos los moldes de su
cara que no habían sido encastrados. Arriba se escuchaban los tiros.
“Ayudame”, gritó Sofía. Viktor apiló casi sin esfuerzo la docena de
ataúdes que tenían la cara de Sofía, ella tiró las fotos de su familia
y todos los papeles del Operativo Muñeca dentro de uno de ellos.
Con una botella de alcohol en cada mano, roció todo. “Apurate”,
dijo Viktor. Sofía le tiró un fósforo a las cosas y el fuego se levantó
instantáneo, se expandió sobre las superficies que había rociado y
empezó a crecer.
Viktor cayó de un tiro, Sofía miró: Enrique salía del cuarto de
la basura con el arma en la mano, caminaba rengo y le apuntaba
a Sofía. “Pendeja hija de puta”, dijo él y se acercó a la ambulancia.
Sofía empezó a correr y Enrique disparó al aire, ella frenó y levantó
las manos. La hoguera crecía. “¿Qué hiciste, tarada?”, gritó Enrique
y le disparó a Sofía, que pegó un grito de dolor y cayó al suelo. Él se
acercó agarrándose la pierna, que se había lastimado en la caída por
318

el ducto. Gruñía. Llegó a Sofía, la giró en el piso para dejarla boca


arriba y le puso el pie en el hombro en el que ella había recibido el
disparo. Sofía gritó. Podía oler a Enrique: apestaba a basura. Afuera,
los gritos parecían los de un manicomio. La madera de los cajones
crepitaba. Enrique le apuntó a Sofía a la cara y cargó el tambor del
arma. “Tendría que haberte pegado un tiro después de haberte co-
gido”, dijo él y pisó el hombro de Sofía. Ella gritó y el dolor le hizo
saltar las lágrimas. Advirtió que unos metros más allá, junto a la
ambulancia y pronto a ser alcanzado por el fuego, Viktor se movía.
Enrique agarró a Sofía del pelo, la levantó, ella gritó por el dolor en
el cuero cabelludo y él la tiró sobre la mesa donde habían fabricado
los moldes. Sofía se golpeó la frente, empezó a marearse y vio rojo:
era sangre, que le bajaba de la herida que se había hecho. Enrique
se acercó otra vez, ella trató de patearlo; él le agarró el pie y le pegó
una trompada. Sofía cayó sobre la mesa y quedó boca arriba, respi-
rando con dificultad por el dolor, el llanto, la sangre y el humo que
tomaba el lugar. Enrique le metió la mano en un bolsillo y buscó
rápido, desesperado. “¿Dónde está el prendedor?”, gritó. Sofía no
habló. Los disparos del primer piso se habían apagado, pero había
más y más gritos, ya no importaba quién ganara la batalla porque
la multitud descontrolada y furiosa estaba apropiándose del esta-
dio, como salvajes. Por la cercanía del ruido, se escuchaba que pron-
to entrarían por la rampa. Todo se veía naranja, las llamas sobre los
restos del Operativo Muñeca buscaban el techo, los moldes de yeso
con la cara de Sofía se derretían. Enrique puso a Sofía de costado,
moviéndola como una cosa. Le metió la mano en el otro bolsillo del
abrigo, sacó la lapicera sin capuchón y la dejó en la mesa, volvió a
meter la mano en ella, a moverla y entonces sacó el prendedor y lo
319

levantó, los brillantes y las piedras relucieron contra la luz del fuego.
Le puso a Sofía el arma en el pecho y le sonrió, hubo un brillo fugaz
entre ellos y Enrique gritó como un animal herido de muerte: Sofía
había agarrado la lapicera y con un movimiento rápido se la hun-
dió en el ojo derecho. Enrique siguió gritando y se contrajo en un
espasmo que le hizo disparar, Sofía giró en la mesa, recibió el tiro
en la espalda y cayó al piso. “Hija de puta”, gritaba Enrique, con una
voz tensada por el desgarro que le apretaba la cara, trataba de sacar-
se la lapicera del ojo cuando Viktor le rompió un ataúd en la espal-
da; el golpe expulsó la lapicera de la cuenca ocular y salió con el ojo
enganchado a la pluma, una pelota viscosa, blanca y roja que cayó
al suelo junto con Enri­que, quien intentó levantarse, pero Viktor
volvió a pegarle con una tabla, restos que le habían quedado en las
manos tras el primer golpe. La cara de Enrique se rompió contra el
piso pero no se quedó quieto, empezó a reptar haciendo un sonido
gutural, mezcla de insultos y llanto. Viktor levantó a Sofía del piso
y ella gritó, las balas en el cuerpo le dolían. La metió en la parte de
atrás de la ambulancia, entre los ataúdes con dinero, y tapó todo con
una sábana. Los paneles que cubrían la rampa del garaje se abrieron,
la gente tuvo el impulso de entrar pero se frenó ante la magnitud
del fuego. La carrocería de la ambulancia hervía y Viktor arrancó to-
cando bocina, la gente se corrió para dejarlo pasar; cuando Viktor
dobló la curva del segundo subsuelo camino al primero, lo último
que vio por el espejo fue la multitud yendo hacia Enrique, que se
arrastraba y se defendía con las manos, como una araña en peligro.
La ambulancia subió al primer subsuelo y de allí a planta baja,
Viktor encendió la sirena y tocó bocina, gritando por la ventanilla
que llevaba heridos y que le dejaran lugar. En la vereda del estadio,
320

la policía le hizo un cordón para salir; ya en la avenida se cruzó con


patrulleros, autobombas y más ambulancias como la que él mane-
jaba, que iban a toda velocidad hacia Racing. Viktor manejó hasta
el estadio de Independiente, miró por el espejo para confirmar que
nadie lo siguiera y aceleró a fondo sobre la ruta vacía.
XXXIII

—Fue el último día del velorio de Evita, hace dos meses —dijo
el hombre tras la barra de la parrilla Chacho, en el corazón de La
Pampa, mientras secaba los vasos. Y agregó con orgullo—: yo
estuve ahí.
Tenía cerca de sesenta años y la piel curtida. En su cara se leía
una mezcla de ciudad y campo; rasgos mestizos, como de otra
época, convivían con una barbilla dura y una mirada tranquila y al
mismo tiempo penetrante.
El comedor estaba lleno y las personas terminaban su almuer-
zo, porque era la 1:00 del mediodía pasadas y a esa hora, en Santa
Rosa, es casi tarde: había que irse a dormir la siesta. El sol de octubre
no era como el del verano, pero en esta zona se hacía sentir; la prima-
vera había llegado, y aunque la llanura era igual de seca y desolada,

[321]
322

flotaba en el aire la vitalidad de la nueva estación, como un perfume


que se hubiera liberado sobre la tierra. Aunque no hacía tanto calor,
el problema era que no corría aire, por eso el viejo ventilador de
techo giraba, pero apenas en su menor velocidad, con esa sensación
hipnótica que dan los ventiladores en primera velocidad, como si no
tuvieran ganas de hacer su trabajo y los hubieran obligado a moverse.
El lugar, decían, había sido una de las primeras pulperías. El dueño
anterior lo había reformado manteniendo detalles originales de cons-
trucción, con una madera que parecía, más que antigua, milenaria,
junto a signos de lo gaucho y campestre adornando las paredes. Uno
de los sectores del comedor era al aire libre y tenía techo de paja.
—¿En serio estuvo? —preguntó el hombre grande, acodado en
la barra. Tenía la barba abundante pero prolija y buen porte, como
si hubiera sido fisicoculturista en una época de su juventud, y aun-
que hoy entrenase menos, el cuerpo mostrase restos de esa gloria
muscular. Había terminado de comer su enorme milanesa napolita-
na y se pasaba un escarbadientes—. Cuénteme qué pasó, entonces.
—Basta, che. Tenemos que irnos —dijo la mujer a su lado. Le
habló como si fuera un chico. Ella también había terminado de
comer. En su caso, una ensalada mixta. Usaba el pelo corto y os­
curo. Sus facciones eran suaves, hermosas.
El hombre tras la barra terminó de secar los vasos y los guardó.
Y arrancó a contar. Porque el tema que habían rozado durante el al-
muerzo era el peronismo y sus extraños últimos eventos. De hecho,
junto a las herraduras, monturas de caballo y grabados de Molina
Campos, había un cuadro con la foto de Evita y Perón tomada en
la Residencia Presidencial, felices con el caniche blanco y peludi-
to sobre las piernas de ella. El grandote —que ya había dejado el
323

escarbadientes y había bostezado— había preguntado si sabía de


lo ocurrido en Racing y el hombre de la barra, que también era el
dueño, le había dicho que por supuesto, que no sólo sabía, sino que
para él estaba todo claro. Y que había estado ahí.
—Yo viajé a Buenos Aires porque quería verla —dijo, levantó los
platos del hombre y de la mujer y los dejó sobre la heladera mostra-
dor. Empezó a pasar sobre la barra el mismo trapo que había usado
para secar los vasos—, me enteré que iba a haber una cosa en Racing,
un evento homenaje, algo así. Yo fui, total, ya estaba ahí. Sabía que
todo el tiempo el velorio había estado imposible de gente. Pero no
sabe lo que fue esto, no cabía un alma.
—No me diga —dijo el grandote. La mujer lo miraba.
—Le juro —dijo el hombre—, ni la Plaza del 17 de octubre
debía estar tan abarrotada de peronistas. Habló uno y otro y di­jeron
cosas lindas sobre la Eva. Que era una diosa, y una reina. Qué sé yo.
Después salió la tilinga.
—¿La tilinga? —preguntó la mujer.
—Sí, señora, así le decían. Pero, yo que la vi, le aseguro que de
tilinga no tenía nada.
—Ah —dijo la mujer. Ahora el grandote la miraba a ella.
—Porque se plantó como una peronista de ley, le digo. Sí, se-
ñora. Con unos ovarios que le debe haber enviado el espíritu de la
Eva desde el más allá. Ahí nomás contó todo lo que le habían hecho.
Que querían matarla, que le estaban robando a la gente. ¡Y se armó
un quilombo! ¡Mamita! Fuego, piñas, tiros, qué sé yo cuánta cosa. A
los tres días, el mismo tiempo que tardó en resucitar Cristo, empezó
a aparecer la plata en las casas de la gente. Unos diputados querían
324

pedir que declaren a Evita santa, ¿sabe? Parece que unos gremios
van a pedir por ella, también.
—¿Y ella cómo se llamaba? —preguntó la mujer.
—Sonia —dijo el hombre, dobló el repasador y lo dejó en la
barra, se quedó pensando unos segundos—. O Soraya, no me acuer-
do. Era de un pueblito, la obligaron a hacer de Evita. Antes la obli-
gaban a trabajar como prostituta, parece. Pobre chica —el hombre
se acercó a la pareja, bajó la voz y habló con la confianza que le daba
el haberlos atendido los últimos cinco días, sentía que ya eran ínti-
mos—. Dicen, también, que fue novia de Perón.
—Qué yegua —dijo el grandote.
—¿Fue novia de Perón antes o después de lo de Racing? —pre-
guntó la mujer.
—Antes y después. Parece. Dicen que Evita lo dejaba acostarse
con ella, porque ya estaba enfermita, pobrecita, y no podía darle…
alegrías al General, no sé si me explico.
—Clarísimo —dijo la mujer. Miró al hombre, seria—. ¿Vamos,
mi amor?
El grandote pagó y le agradeció al dueño la abundancia de las
porciones especiales para “compañeros” que les había servido los
últimos días.
—¿Así que ya se van? —dijo el dueño—. Bueno, ha sido un
gusto.
El grandote y la mujer se dieron la mano con el hombre tras la
barra. Él le dijo a ella:
—¿Le puedo hacer un comentario, señorita?
Ella se quedó quieta y miró al grandote, preocupada.
325

—Se lo digo porque ya entramos en confianza, y sé que son


peronistas —dijo el dueño. Sonrió—. Usted se parece un poqui-
to a Eva.
—Me lo han dicho —dijo ella.
Ya al aire libre, en la puerta de la parrilla, el grandote se des­
perezó y tomó una bocanada de aire fresco frente a la llanura que
se extendía. Agarró su paquete de cigarrillos y vio que estaba vacío.
—Así que también fui puta, y me acosté con Perón —dijo Sofía.
—Yo siempre lo supe —dijo Viktor—, te gustan los viejos.
Ella lo golpeó en el hombro y rieron. Cruzaron y se metieron en
su nuevo auto, un Ford amarillo y blanco.

La noche del último acto, después de salir del estadio y manejar


unas horas, Viktor llamó al doctor Tagliaferri. Se encontraron en
el aguantadero de Viktor en Lobos, Tagliaferri sacó las balas del
cuerpo de Sofía y de Viktor. Ella necesitaba reposo, la primera
semana la pasó en cama y fue cuidada por los dos. Viktor también
lo hubiera necesitado, pero se ocupó de lo más urgente: contactó a
sobrevivientes de Sofía Capitana; junto con su ayuda devol­vieron
la ambulancia a la fundación y dinero a municipios manejados
por peronistas que sabían que eran honestos. También le envia-
ron fajos con billetes a Martín, el joven policía que permitió que
Sofía hablara, y otro al bar al que ella le había roto la puerta, donde
se había metido tras haber descubierto el Operativo Muñeca. Viktor
desmanteló la pick-up y compró un auto. El doctor le consiguió anfe-
taminas, con las que bajó de peso drásticamente en tres semanas.
326

Eso, y la barba larga, le permitieron mayor libertad de movimiento.


Cuando Sofía se recuperó, se cortó el pelo y se tiñó. Salieron de Bue-
nos Aires, con la idea de instalarse en Chile. Sofía le dejó su casa al
doctor Tagliaferri, para que la convirtiera en la clínica que él quería.
Perón ofreció disculpas por lo que había pasado, desmanteló su
aparato de seguridad e inició investigaciones. En sus declaraciones,
Pantanali decía estar “consternado por las acusaciones infundadas
que se le hacían”. Al mismo tiempo que Viktor y Sofía hacían lo ne-
cesario para desaparecer, cambiándose el físico todo lo que podían
y comprando documentos falsos, se levantó un mito sobre ella y
lo sucedido en Racing. El dueño de la parrilla no era el primero de
los que ya se habían cruzado y “juraba” haber estado, y aportaba un
nuevo dato a la leyenda: que Sofía era en verdad Eva —con lo cual
Martín, el joven policía, debía estar contento—, que Perón sabía todo
y que lo había ocultado; que Enrique era amante de Perón y que que-
ría regalarle el cuerpo de Sofía; que los Sofía Capitana eran del fbi,
junto a otra larga y abundante colección de datos ficticios —o reales,
pero torcidos hasta lo absurdo— que alimentaban la confusión y la
fantasía. Lo único real era el agradecimiento que la gente profesa-
ba a Sofía, cada día había una nueva noticia sobre lo que ella “mila-
grosamente” había realizado, sumada a la admiración que le tenían
por haberse atrevido a decir lo que dijo. Todo se había quemado y
ella había desaparecido y parecía que la verdad, fuera cual fuera, no
importaba, importaban más los actos, y el de devolver el dinero a
mucha de la gente estafada hizo que su leyenda creciera sin parar.
327

Sofía y Viktor habían dejado el Ford frente a la parrilla, el sol le había


pegado mientras almorzaban y hacía calor dentro del auto. En el
horizonte, un micro se acercó por la ruta. Viktor sacó un mapa de la
guantera y lo estudió. Si bien la idea inicial era llegar a Chile, cuando
vieron que la misma leyenda ficticia que iba tejiéndose alrededor
de lo sucedido los ayudaba a desaparecer, tomaron una actitud más
tranquila, porque Sofía quería recorrer un poco antes de instalarse
en otro lado.
El micro frenó ante la parrilla. Era naranja y blanco, iba repleto
y bajó un grupo de todas las edades, felices y cantando. Un chico de
unos veinte años se quedó afuera y se encendió un cigarrillo. Viktor,
enfrente, bajó la ventanilla y le gritó, para que cruzara. El joven, ama-
ble, se acercó.
—¿Me convidás uno? —preguntó Viktor—. Te lo compro.
—No pasa nada, compañero —dijo el chico, sacó un cigarrillo
de su paquete y se lo dio a Viktor—. ¿La señorita quiere?
—No, gracias —dijo Sofía—. ¿De dónde son?
—Centro de Unidades Básicas de La Pampa, señorita —dijo el
chico—. Vamos para Buenos Aires, a festejar el 17 con el General
—el joven lo contaba excitado, reía y pitaba su cigarrillo—. Paramos a
comer y le metemos derecho, a ver si llegamos para la marcha de hoy.
—Hoy es 15, faltan dos días para el 17 —dijo Viktor.
—¿Ustedes son de acá? —preguntó el chico, Viktor negó—.
¿Escucharon hablar de lo que pasó en Racing?
—Un poco —dijo Sofía.
—Es así —dijo el chico, lleno de confianza—: una vez al año
hay reunión general de unidades básicas y van los que pueden, ¿vio?
328

Porque somos muchos. Pero este año hacemos una extra, para ver
si encontramos a Sofía.
—Qué bien —dijo Sofía—. ¿Y saben dónde está?
—No le puedo decir —dijo el chico, exagerando el suspenso.
—No seas gorila —dijo Viktor.
—Parece que en un burdel de Buenos Aires, escondida —dijo el
chico. Sofía y Viktor se miraron—. Yo la admiro, si hizo eso. Se mete
en lo más feo para pasar desapercibida. Buena idea, ¿no?
—La verdad que sí —dijo Sofía.
—Tenemos un viaje largo, amigo —dijo Viktor—. ¿Me vendés
el paquete?
—Tenga —dijo el chico y se lo entregó. Viktor sacó un billete de
cien pesos, que era más del quíntuple de lo que valía el atado entero,
y se lo estiró. El chico negó con la cabeza.
—Agarralo, dale —dijo Sofía—, y andá a comer que se te hace
tarde, nene.
—Bueno, muchas gracias —el chico agarró el billete con una
felicidad enorme y se lo metió en el bolsillo—. ¿Seguro no quieren
venir con nosotros?
—Vamos para otro lado —dijo Sofía.
El chico agradeció de nuevo y volvió al micro, desde donde varios
compañeros y amigos lo llamaban. El chofer y otros pasajeros sa­
lieron con paquetes envueltos, unos pedían que ya los abrieran, el
chofer les pedía que se apurasen. Subieron cantando la Marcha pe-
ronista y el micro salió rápido, echando su humo sobre el camino
de tierra.
Viktor se puso los anteojos negros, arrancó y fue hacia el lado
por el que se había ido el micro. Frenó despacio, giró el auto y
329

cambió a la dirección opuesta. Sofía bajó la ventanilla y apoyó el


codo en la puerta. Todavía escuchaban el canto de la gente, parecían
una hinchada que celebra la victoria de su equipo. Sofía agarró el es-
pejo retrovisor y lo movió un poco, vio el micro yéndose y levantando
polvo, unos sacudían las banderas colgadas de las ventanillas. Viktor
arrancó, Sofía se miró en el espejo y lo volvió a su lugar. La Marcha
peronista cantada por la gente fue bajando de volumen, hasta que
Sofía escuchó únicamente el sonido del auto avanzando por la ruta.
Se acomodó en su asiento y miró el horizonte que tenía adelante.
Índice

11 I

21 II

27 III

39 IV

49 V

67 VI

75 VII

83 VIII

97 IX

107 X
117 XI

127 XII

135 XIII

143 XIV

149 XV

163 XVI

169 XVII

181 XVIII

197 XIX

205 XX

211 XXI

219 XXII

225 XXIII

231 XXIV
239 XXV

247 XXVI

259 XXVII

271 XXVIII

283 XXIX

293 XXX

301 XXXI

311 XXXII

321 XXXIII
Evita replicada, de
Car los La Casa, se terminó de impri-
mir en enero de 2020, en los Talleres Gráficos
Santa Bárbara, S. de R. L. de C. V., ubicados en Pedro
Cortés núm. 402-1, colonia Santa Bárbara, C. P. 50050, To-
luca, Estado de México. El tiraje consta de 2 mil ejemplares.
Para su formación se usó la tipografía Borges, de Alejandro
Lo Celso, de la Fundi­dora PampaType. Concepto editorial: Félix
Suárez, Hugo Ortíz, Juan Carlos Cué y Erika Lucero Estrada Ruíz.
Formación, portada y supervisión en imprenta: A­driana
Juárez Manrí­quez. Cuidado de la edición: Maria­
na Aguilar Mejía, Laura Zúñiga Orta y el autor.
Editor responsable: Félix Suárez.

EVITA_REPLICADA_R02.indd 335 12/20/19 2:11 PM


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