Guerreros de Dios Andrzej Sapkowski
Guerreros de Dios Andrzej Sapkowski
Guerreros de Dios Andrzej Sapkowski
¿Qué
pasaba con Praga?
Praga…
Praga apestaba a sangre.
ePub r2.0
Titivillus 08.03.2018
Título original: Bozy bojownicy
Andrzej Sapkowski, 2012
Traducción: Fernando Otero Macías
Ilustración de cubierta: Epica Prima
Diseño de cubierta: Alejandro Terán
¿Os reís? ¿Pensáis que tal cosa es puro disparate? ¿Qué lo uno lo otro niega?
Ahora mismo os mostraré que esto no es así, en absoluto.
Tened la bondad, honorables señores, de mirar por la ventana. Decidme:
¿qué es lo que puede verse a través de ella? ¿Hasta dónde se extiende la
vista? Hasta las cuadras, responderéis sin faltar a la verdad, o incluso hasta
las letrinas que están por detrás de las cuadras. Pero, os pregunto ahora: ¿qué
hay más allá, pasadas las letrinas? Fijaos que, si le hiciera esta pregunta a la
moza que en traernos las cervezas se afana, responderá que más allá de las
letrinas hay una rastrojera, detrás de la rastrojera el corral de Jachym, detrás
del corral una carbonera, y más allá puede que esté ya Kozolupa la Menor. Si
le pregunto a nuestro tabernero, que algo más instruido es, añadirá que no
acaba ahí el mundo, que tras de Kozolupa la Menor está también Kozolupa la
Mayor, y luego el caserío de Kocmyrów, y tras Kocmyrów la aldea de Lazy,
y después de Lazy viene Goszcz, y allende Goszcz seguramente está
Twardogóra. Mas daos cuenta de que, si interrogo a alguien con más luces —
a alguno de los presentes, por ejemplo—, iremos a parar aún más lejos de
nuestras cuadras, de nuestras letrinas y de una y otra Kozolupa, pues las
mentes más preclaras de sobra saben que el mundo tampoco termina en
Twardogóra, sino que más allá están Olesnica, Brzeg, Niemodlin, Nysa,
Glubczyce, Opava, Novy Jicín, Trencín, Nitra, Esztergom, Buda, Belgrado,
Ragusa, Ioánnina, Corinto, Creta, Alejandría, El Cairo, Menfis, Ptolemaida,
Tebas… ¿Y bien? ¿No crece el mundo? ¿No se nos vuelve cada vez más
grande?
Pero eso no es todo. Pues si pasamos Tebas, Nilo arriba, por donde éste
fluye bajo el nombre de río Guijón desde sus fuentes en el paraíso terrenal,
llegaremos a las etiópicas tierras, más allá de las cuales, como es bien sabido,
encuéntranse los desiertos de Nubia, el ardiente país de Kush, la muy rica en
oro Ofir y la inconmensurable Africae Terra, ubi sunt leones. Y ulteriormente
el océano, que baña la tierra toda. Pero es que también en ese océano hay
islas, como Cathay, Taprobana, Bragina, Oxidrata, Gynosophe y Cipango,
donde el clima es portentosámente propicio y las piedras preciosas abundan
por doquier, según escriben sabios como Hugo de San Víctor y Pierre
d’Ailly, o como sir Jehan de Mandeville, quien con sus propios ojos
contemplara aquestas todas maravillas.
Así pues, como hemos visto, en el lapso de los últimos dos siglos ha
crecido el mundo de muy considerable modo. Pero esto ha de entenderse en
el sentido adecuado. Pues, aunque la sustancia del mundo, como tal, no ha
crecido, sí que lo han hecho, ciertamente, los nuevos nombres.
¿Y cómo, preguntaréis, podrá compadecerse todo esto con la aseveración
de que el mundo está menguando? Ahora mismo pasaré a demostrároslo.
Pero, he de advertíroslo de antemano, no quiero oír chanzas ni ocurrentes
comentarios, pues nada de cuanto me dispongo a decir es producto de mi
fantasía, sino que son saberes sacados de los libros. Y nada bien está burlarse
de los libros; al cabo, para que existan, alguien ha tenido antes que echar el
bofe.
Como es sabido, nuestro mundo es un cacho de tierra, con forma de
tortita redonda, enteramente rodeado por el océano y en cuyo centro se
encuentra Jerusalén. Su extremo occidental lo componen las columnas de
Hércules, Calpe y Abila, con el estrecho de Gades entrambas.
Por el mediodía, como explicaba hace un momento, el océano se extiende
más allá de África. En las regiones australes, la India inferior, sometida al
preste Juan, así como los dominios de Gog y de Magog, marcan los límites de
la tierra firme. En la parte septentrional del mundo, el último retazo de tierra
es la llamada Última Thule; en cambio, allí ubi oriens ungitur aquiloni, se
extiende el país de Mogal, es decir, Tartaria. Con todo, por el oriente el
mundo termina en el Cáucaso, un poco más allá de Kiev.
Pero llegamos ya al meollo de la cuestión. O lo que es lo mismo, a los
portugueses. Y más concretamente al infante Enrique, duque de Viseu, hijo
del rey Juan. Portugal, no hay por qué ocultarlo, no es un reino grande en
demasía; el infante, aunque hijo de rey, está el tercero en la cola, así que no
es de extrañar que, desde su residencia de Sagres, dirigiera su mirada más a
menudo y con mayores anhelos hacia el mar que hacia Lisboa. Reunió en
Sagres a astrónomos y cartógrafos, a sabios judíos, a navegantes y capitanes,
a constructores navales. Y así empezó la cosa.
En el Año del Señor de 1418, el capitán Joáo Gongalves Zarco llegó a las
islas conocidas como Insulas Canarias, cuyo nombre se debe a la
extraordinaria cantidad de canes allí atestiguados. Poco más tarde, en 1420, el
propio Gongalves Zarco, en compañía de Tristáo Vaz Teixeira, navegó hasta
otras islas a las que bautizaron como Madeira. En 1427 las carabelas de
Diogo de Silves avistaron unas islas que llamaron Azores; por qué las
llamaron así, sólo Dios y el propio Diogo sabrán. Hace escasos años, en
1434, otro portugués, Gil Eanes, navegó hasta el cabo Bojador. Y corren los
rumores sobre las nuevas empresas que andará preparando el infante Dom
Henrique, a quien algunos empiezan a llamar O Navegador, El Navegante.
En verdad son dignos de admiración tales marinos y en gran estima deben
ser tenidos. Varones son que no conocen el miedo. Pues espanto da el pensar
en adentrarse en el océano con el viento en las velas. Allí todo son tormentas
y aguaceros, rocas submarinas, montañas magnéticas, mares agitados y
pegajosos; los torbellinos son continuos; cuando no hay torbellinos, toca
soportar turbulencias; cuando no hay turbulencias, fuertes corrientes. Aquello
está infestado de criaturas monstruosas, ya sean dragones acuáticos, sierpes
marinas, tritones, hipocampos, sirenas, delfines o platijas. Pululan por esos
mares toda clase de sanguíssugae, polypi, octopi, locustae, cancri, pistrixi et
huic similia. Pero lo más aterrador se encuentra en los extremos, pues allí
donde el océano termina, más allá de su borde, da comienzo el infierno. ¿Por
qué creéis, si no, que el sol poniente se torna tan rojo? Pues porque refleja las
llamas infernales, ni más ni menos. Todo el océano, además, está sembrado
de agujeros; cuando una carabela, en un descuido, pasa navegando sobre uno
de estos agujeros, se precipita sin más al infierno, a todo trapo, entera y
verdadera. Se ve que fue creado de tal modo para disuadir a los mortales de
navegar por los océanos. El infierno es el castigo que aguarda a quienes
quebrantan los preceptos.
Mas eso, por lo visto, no detiene a los portugueses.
Y es que navigare necesse est, y al final del horizonte hay islas y tierras
que esperan a ser descubiertas. Es preciso situar en el mapa la lejana
Taprobana, describir en los roteiros la ruta hasta el enigmático Cipango,
señalar en los portulanos las Insole Fortúnate, las Islas Afortunadas. Hay que
navegar más lejos, siguiendo la estela de San Borondón, la estela de los
sueños, hacia Hy Breasil, hacia lo desconocido. Para que lo desconocido se
vuelva conocido y cercano.
Ved pues —quod erat demostrandum— cómo el mundo se nos achica y
encoge, pues poco falta ya para que todo él aparezca en los mapas, en los
portulanos y roteiros. Y así, de pronto, todos estaremos cerca de todos.
Está menguando el mundo y, por añadidura, es cada vez más pobre en
una cosa: en leyendas. Cuanto más lejos lleguen las carabelas portuguesas,
cuantas más islas y más tierras sean descubiertas, menos leyendas irán
quedando. Cada día que pasa hay alguna que se disipa como el humo. Nos
estamos quedando sin sueños. Y, cuando muere el sueño, la oscuridad se
apodera del lugar que aquél ha dejado huérfano. Pero en la oscuridad,
principalmente cuando la razón, además, está dormida, enseguida se
despiertan los monstruos. ¿Cómo? ¿Qué eso ya lo ha dicho alguien? ¡Mi buen
señor! ¿Acaso hay algo que no se haya dicho ya con anterioridad?
Vaya, pero si tengo la garganta seca… ¿Qué si rechazaría una cerveza?
No, no, de ninguna manera.
¿Qué decíais, piadoso hermano de la orden de Santo Domingo? Ah, sí,
que ya va siendo hora de dejarse de divagaciones y volver a la historia. A
Reynevan, a Scharley, a Sansón y a los otros. Tenéis mucha razón, hermano.
Ya es hora. A eso iba.
Corría el Año del Señor de 1427. ¿Os acordáis de lo que trajo consigo
aquel año? Y tanto. No es cosa que se olvide fácilmente. Pero os lo voy a
recordar.
En la primavera de dicho año, quizá hacia marzo, mas de seguro antes de
la Pascua, promulgó el papa Martín V la bula Salvatoris omnium, en la que
proclamaba la necesidad de acometer una nueva cruzada contra los heréticos
checos. En lugar de Giordano Orsini, un indolente cuya necedad le cubría de
infamia, el papa Martín nombró cardinal y legado a latere a Henri de
Beaufort, obispo de Winchester y hermanastro del rey de Inglaterra. Beaufort,
muy diligente, puso manos a la obra. Al punto se organizó la cruzada que a
sangre y fuego había de castigar a los apóstatas husitas. Preparóse con sumo
cuidado la expedición; hízose abundante provisión de dinero, cuestión
primera en toda guerra. En esta ocasión, oh sorpresa, nadie metió la mano en
la caja. Conjeturan algunos cronistas que los cruzados se habían vuelto más
honrados. Otros opinan, llanamente, que la vigilancia había mejorado.
La Dieta de Frankfurt eligió como caudillo de los cruzados a Otto von
Ziegenhain, arzobispo de Tréveris. Se convocó a quien se pudo, bajo las
enseñas y armas de la cruzada. Y muy pronto estuvieron listos los ejércitos.
Allí acudió con sus huestes Federico Hohenzollern el Viejo, elector de
Brandeburgo. Estaban presentes los bávaros, mandados por el príncipe
Enrique el Rico; estaba el elector palatino Johann de Neumarkt y un su
hermano, el también elector palatino Otto de Mosbach. Acudió al punto de
encuentro el jovencísimo Federico Wettin, hijo de Federico el Pendenciero,
que ya chocheaba. Se presentaron —cada uno acompañado de poderosas
mesnadas— Raban von Helmstett, obispo de Speyer, Anzelm von
Nenningen, obispo de Augsburgo, Friedrich von Aufsess, obispo de
Bamberg, Johann von Brun, obispo de Würzburg, Depolt de Rougemont,
arzobispo de Besanzón. Acudieron ejércitos de Suabia, de Hesse, de
Turingia, de las ciudades norteñas de la Hansa.
La cruzada se puso en marcha a comienzos de julio, una semana después
de San Pedro y San Pablo, cruzó la frontera y se adentró en las tierras de
Bohemia, dejando a su paso un rastro de cadáveres y de incendios. Un
miércoles, víspera de Santiago, los cruzados, contando con el apoyo del
landfryd católico checo, llegaron a las puertas de Stríbro, residencia del señor
husita Pribík de Klenová, y asediaron el castillo, sometiéndolo a un fuerte
castigo con sus pesadas bombardas. No obstante, el señor Pribík resistía con
bravura y no tenía intención alguna de capitular. El asedio se prolongaba y el
tiempo corría. El kurfürst de Brandeburgo, Federico, se impacientó: ¡Valiente
cruzada!, gritaba, propuso avanzar sin demora, atacar Praga. Praga, se
desgañitaba, es el caput regni, quien tiene Praga tiene Bohemia…
Muy caluroso, tórrido, fue el verano de 1427.
Y a esto, diréis, ¿qué pasaba con los guerreros de Dios? ¿Qué pasaba con
Praga?
Praga…
Praga apestaba a sangre.
Capítulo primero
Ya hacía un buen rato que Reynevan se había dado cuenta de que le andaban
siguiendo. Nada más salir del hospicio, junto a la Santa Cruz. Los que le
seguían eran bastante listos, no se dejaban ver, se escondían con mucha
destreza. Pero Reynevan lo había advertido. No era la primera vez.
Sabía —en principio— quiénes se dedicaban a seguirle y a las órdenes de
quién estaban. Aunque eso no tenía mayor importancia.
Tenía que darles esquinazo. Contaba incluso con un plan.
El sol abrasaba de un modo terrible, del cielo manaba fuego. No se veía nada.
La nube de polvo que levantaban los cascos de los caballos de los atacantes
se mezclaba con el espeso humo de la pólvora que, tras la descarga, había
cubierto todo el cuadrado exterior de la fortaleza de carros. Por encima del
clamor del combate y los relinchos de los caballos se alzó de pronto el
chasquido de la madera quebrada, seguido de los gritos de victoria. Reynevan
veía cómo muchos trataban de escapar del humo.
—Han logrado abrirse paso. —Divis Borek de Miletínek suspiró
ruidosamente—. Han reventado los carros.
Hynek de Kolstejn empezó a maldecir. Rohác de Duba trataba de
controlar a su caballo, que no paraba de bufar. Procopio el Rasurado tenía un
semblante pétreo. Segismundo Korybutovich estaba muy pálido.
A través del humo la caballería pesada avanzó con estrépito, los jinetes de
hierro alcanzaban a los husitas que se daban a la fuga y los derribaban con
sus caballos, masacrando a todos aquéllos que no conseguían guarecerse en el
rectángulo interior que delimitaban los carros. Por la brecha seguían
penetrando en tropel más caballeros acorazados.
Pero contra esa masa compacta que se apiñaba al entrar por la brecha,
contra los hocicos mismos de los caballos, contra los rostros mismos de los
jinetes, brotó súbitamente el fuego y el plomo de las bombardas y los
arcabuces, traquetearon las culebrinas, resonaron las espingardas, un copioso
aguacero de saetas brotó de las ballestas. Los caballeros cayeron de las sillas,
los caballos se derrumbaron arrastrando consigo a los hombres, la caballería
se arremolinaba y se apelotonaba, en medio del torbellino se oyó una nueva
descarga, con un efecto aún más mortífero. Sólo unos cuantos jinetes
acorazados pudieron llegar hasta los carros envueltos en humo del rectángulo
interior y fueron despachados de inmediato con alabardas y mayales. Sin
perder un instante, los checos, entre un griterío salvaje, salieron de detrás de
los carros, sorprendiendo a los alemanes con un impetuoso contraataque que
los obligó a retroceder por la brecha en un santiamén. Acto seguido,
taponaron la brecha con carros, y apostaron en éstos más combatientes
armados de ballestas y mayales. Volvieron a tronar las bombardas, los
cañones de las culebrinas echaron humo. Alzada sobre el parapeto de carros,
una custodia irradió un deslumbrante reflejo dorado, centelleó el blanco
estandarte con el Cáliz.
Resultó que no había que ir muy lejos. Hasta uno de los edificios situados en
la fachada meridional de la plaza de Staré Mesto. Reynevan no pudo fijarse
en cuál exactamente: los espías le habían conducido hasta allí por la parte
trasera, atravesando una serie de dependencias, patios, zaguanes y escaleras,
donde reinába la oscuridad y apestaba a cebada mohosa. La parte habitable
era bastante lujosa: como la mayor parte de las casas de ese barrio, había
pertenecido a unos acaudalados alemanes, huidos de Praga después de 1420.
Bohuchval Neplach, llamado Flutek, le estaba esperando en la sala. Bajo
un techo de madera clara. De una de las vigas colgaba una soga. De la soga
colgaba un ahorcado. Con las puntas de sus elegantes botines casi tocaba el
suelo. Casi. Sólo le faltaban un par de pulgadas.
Sin entretenerse con saludos ni otras antiguallas burguesas, casi sin
honrar a Reynevan con una mirada, Flutek señaló al ahorcado con el dedo.
Reynevan sabía de qué se trataba.
—No… —Tragó saliva—. No es éste. Me parece… No, creo que no.
—Míralo bien.
Reynevan lo miró tan bien que estaba convencido de que en las siguientes
comidas se iba a acordar de aquella cuerda clavada en el cuello hinchado, de
aquel rostro desfigurado, de aquellos ojos desencajados y de aquella lengua
ennegrecida que le salía de la boca.
—No, no es éste… Además, qué se yo… A aquél lo vi por detrás…
Neplach chasqueó los dedos. Poco después, el cadáver, libre del dogal,
cubierto con una capa, yacía sobre un escaño, en una postura bastante
macabra, en vista del rigor mortis.
—No. —Reynevan sacudió la cabeza—. Yo diría que no. Aquél…
Hum… Seguramente podría identificarlo por la voz…
—Lo lamento —la voz de Flutek era helada como el viento de febrero—,
pero no va a ser posible. Si éste pudiera hacer oír su voz, tú ya no me harías
ninguna falta. ¿A qué esperáis? Llevaos de aquí esta carroña.
La orden se cumplió de inmediato. Las órdenes de Flutek siempre se
cumplían de inmediato. Bohuchval Neplach, apodado Flutek, que dirigía el
espionaje y contraespionaje de los taboritas, dependía directamente de
Procopio el Rasurado. Y, si aún viviera Zizka, directamente de Zizka.
—Siéntate, Reynevan.
—No tengo tiem…
—Siéntate, Reynevan.
—¿Quién era él…?
—¿El ahorcado? En estos momentos eso no tiene ninguna importancia.
—¿Era un traidor? ¿Un espía católico? Sería culpable de algo, entiendo.
—¿Eh?
—Quería saber si era culpable.
—¿Te preocupa —le dirigió una mirada aviesa— la escatología? ¿Estás
pensando en las cosas últimas? Si es así, sólo puedo referirme al Credo
niceno: Jesucristo fue crucificado en tiempos de Poncio Pilatos, murió, pero
resucitó y de nuevo vendrá con gloria, para juzgar a vivos y muertos. Todos
serán juzgados por sus pensamientos y por sus obras.
Y entonces se determinará quién es culpable y quién no. Se determinará,
por así decir, definitivamente.
Reynevan suspiró y sacudió la cabeza. Él sí que era culpable. Conocía a
Flutek. Podía haberse ahorrado la pregunta.
—Lo importante, en definitiva —Flutek señaló con la cabeza la viga y el
dogal—, no es saber quién era. Lo importante es que le dio tiempo a colgarse
antes de que echáramos la puerta abajo. Que no estoy en condiciones de
obligarle a hablar. Y tú no lo has identificado. Afirmas que no es el mismo de
aquella vez. El mismo al que escuchaste a escondidas cuando conspiraba en
Silesia con el obispo de Wroclaw. ¿Verdad?
—Verdad.
Flutek le recorrió con la mirada. Una mirada siniestra. Los ojos de Flutek,
negros como los de una marta, que sobresalían junto a su larga nariz como las
bocas de dos culebrinas, estaban capacitados para dirigir miradas muy
siniestras. A menudo, en los negros ojos de Flutek aparecían dos diablillos
dorados que de repente, como a una orden, daban una voltereta sincronizada.
Reynevan acababa de ver algo así. Lo cual solía anunciar cosas muy
desagradables.
—Pues yo pienso que no es verdad —dijo Flutek—. Pienso que estás
mintiendo. Que has mentido desde el primer momento, Reynevan.
Nadie sabía de dónde había salido Flutek, un hombre tan cercano a Zizka.
Como es natural, circulaban toda clase de rumores. Según unos, Bohuchval
Neplach se llamaba realmente Yehoram Ben Yitzhak y era judío, un discípulo
de la escuela rabínica a quien los husitas, mira tú por dónde, por un capricho,
le habían perdonado la vida durante la carnicería en el gueto de Chomutov,
en marzo de 1421. Según otros, realmente se llamaba Bohuchval, pero
Gottlob, y era alemán, un comerciante de Pilsen. Otros aseguraban que se
trataba de un monje dominico a quien Zizka —por razones ignotas— había
salvado personalmente de la masacre de sacerdotes y religiosos en Beroun. Y
todavía había otros que aseguraban que Flutek era un párroco de Cáslav que
había olfateado a tiempo la coyuntura, se había unido a los husitas y, con el
entusiasmo de un neófito, le había besado el culo a Zizka con tanta maestría
que se había ganado el puesto. Reynevan se sentía inclinado a creer,
precisamente, esta última versión: Flutek tenía que ser sacerdote, prueba de
ello eran sus viles embustes, su hipocresía, su atroz egoísmo y su codicia
verdaderamente indescriptible.
A su codicia, justamente, le debía Bohuchval Neplach su apodo. Y es que
en 1419, cuando los señores católicos dominaban Kutná Hora, el principal
centro de extracción de metales en Bohemia, la Praga husita, privada de las
minas y las cecas de Kutná Hora, empezó a acuñar su propia moneda:
vellones de cobre con trazas de plata. Era una moneda miserable que
prácticamente carecía de valor, con una paridad que apenas pasaba de cero. A
ese chavo de Praga, objeto de burlas, lo llamaron despectivamente «flutek».
El caso es que, cuando Bohuchval Neplach empezó a desempeñar las
funciones de jefe de espionaje con Zizka, se ganó el mote de Flutek en un
santiamén. Pronto se vio que Bohuchval Neplach estaba dispuesto a lo que
fuera por un triste flutek. Más concretamente: por un triste flutek Bohuchval
Neplach siempre estaba dispuesto a agachar la cabeza, aunque fuera para
hundirla en un montón de mierda. Y también se vio que Bohuchval Neplach
no despreciaba ningún flutek: jamás de los jamases perdía la ocasión de
hurtar o defraudar un triste flutek.
El milagro que había permitido a Flutek mantenerse al lado de Zizka,
quien en su Nuevo Tabor castigaba severamente a los defraudadores y
perseguía el robo con mano de hierro, constituía un enigma irresoluble. Como
enigma era el motivo por el que, más tarde, también Procopio el Rasurado,
hombre igualmente de principios, siguiera tolerando a Neplach. La única
explicación era que, en aquello que hacía para los taboritas, Bohuchval
Neplach era todo un profesional. Y a los profesionales se les perdonan
muchas cosas. Hay que perdonárselas. Porque más vale no vérselas con un
profesional.
—Por si quieres saberlo —prosiguió Flutek—, a esa historia tuya, como a
ti mismo, por lo demás, le he dado, desde el principio, muy poco crédito.
Asambleas clandestinas, conferencias secretas, conjuras universales, todo eso
está muy bien en literatura, es perfecto para, digamos, Wolfram von
Eschenbach… En sus libros, claro, da gusto leer sobre secretos y
confabulaciones; saber del misterio del Grial, de la Terre de Salvaesche, de
Klinschor, de Flegetanis, de Feirefíz, de Titurel y de toda esa gente. En tu
relato había demasiada literatura de esa clase. En otras palabras, sospecho
que no has hecho más que mentir.
Reynevan no dijo nada, se limitó a encogerse de hombros.
Elocuentemente.
—Puede haber toda clase de motivos —siguió Neplach— para tus
confabulaciones. Según dices, huiste de Silesia porque te estaban
persiguiendo, estabas amenazado de muerte. Si eso es verdad, no tenías más
remedio que granjearte la simpatía de Ambrós. Y nada más eficaz que
prevenirle a tiempo de un ataque. Después te llevaron ante Procopio. En cada
fugitivo que llega de Silesia, Procopio siempre cree ver un espía, así que los
cuelga a todos sin distinción y per saldo se sale con la suya. ¿Qué hacer para
salvar el pellejo? ¿Anunciar, por ejemplo, una revelación sobre reuniones
secretas y conjuras? ¿Qué dices, Reynevan? ¿Qué te parece?
—A Wolfram von Eschenbach le daría envidia. Y el torneo de Wartburg
lo ganarías como si nada.
—Motivos para inventarte esas historias —insistió imperturbable Flutek
— tenías de sobra. Pero creo que, de verdad, había sólo uno.
—Está claro. —Reynevan sabía muy bien a qué se refería—. Sólo uno.
—A mí —en los ojos de Flutek aparecieron los dos diablillos dorados—
la hipótesis que más me convence es la de que con tus embustes tratas de
apartar la atención del asunto que realmente importa. De los quinientos
gúldenes que le quitaste al recaudador de impuestos. ¿Qué tienes que decir,
medicucho?
—Lo habitual. —Reynevan bostezó—. Ya hemos pasado por esto otras
veces. A tus preguntas, trilladas y aburridas, tendré que dar, como siempre,
respuestas trilladas y aburridas. No, hermano Neplach, no voy a compartir
contigo el dinero que le quitaron al recaudador. Por distintas razones. En
primer lugar, yo no tengo ese dinero, porque no fui yo quien lo cogió. En
segundo lugar…
—¿Y quién lo cogió?
—Te daré una respuesta aburrida: no tengo ni idea.
Los dos diablillos dorados pegaron un brinco y ejecutaron una enérgica
voltereta.
—Mientes.
—Claro. ¿Puedo irme ya?
—Tengo pruebas de que mientes.
—Ajá.
—Sostienes —Flutek lo atravesó con la mirada— que esa mítica reunión
tuvo lugar el trece de septiembre y que en ella participó Kaspar Schlick. Pero
yo sé, de fuentes dignas de toda confianza, que el 13 de septiembre de 1425
Kaspar Schlick se encontraba en Buda. De modo que no pudo estar en
Silesia.
—Tus fuentes son una mierda, Neplach. O no, esto no es más que una
provocación. Tú quieres dármela con queso, estás tratando de enredarme. Y
tampoco es la primera vez, ¿verdad?
—Es verdad —dijo Flutek sin pestañear—. Siéntate, Reynevan. Todavía
no he terminado contigo.
—No tengo el dinero del recaudador y no sé…
—Cierra el pico.
Estuvieron un tiempo callados. Los diablillos de los ojos de Flutek se
calmaron, casi no se los veía. Pero Reynevan no se hacía ilusiones. Flutek se
rascó la nariz.
—Si no fuera por Procopio… —dijo en voz baja—. Si Procopio no me
tuviera prohibido poneros la mano encima, a ti y a ese Scharley tuyo, ya te
habría exprimido a gusto. Conmigo todo el mundo acaba por hablar, no ha
habido uno solo que guardara silencio. Ten la seguridad de que también tú
habrías contado dónde guardas el parné.
Reynevan ya tenía práctica, no se dejó intimidar. Se encogió de hombros.
—Pues sí —prosiguió Neplach tras una nueva pausa, mirando la soga que
colgaba del techo—. Éste también habría hablado, también le habría
arrancado una confesión. Es una lástima, una verdadera lástima, que le diera
tiempo a colgarse. Sabes, por un momento llegué a creer que podía tratarse
del tipo que estuvo en aquella abadía… Ha sido una enorme decepción que
no le hayas identificado…
—No hago más que decepcionarte. De verdad que lo siento.
Los diablillos dieron un brinco.
—¿De verdad?
—De verdad. Sospechas de mí, haces que me sigan, me acosas, me
provocas. Tratas de averiguar qué es lo que me ha traído hasta aquí, pero
siempre te olvidas del único motivo importante: el checo que estaba
conspirando en la abadía había traicionado a mi hermano, fue él quien lo
entregó a los esbirros del obispo de Wroclaw que le dieron muerte. Y encima
se jactó de su hazaña delante del obispo. Así que, si hubiera sido él el tipo
que colgaba de esa viga, me habría rascado con gusto el bolsillo para pagar
una misa de acción de gracias. Créeme, yo también lamento que no fuera él.
Ni ninguno de los que me enseñaste en otras ocasiones y que me mandaste
identificar.
—Es verdad —reconoció Flutek, aparentemente sumido en sus
pensamientos—. Una vez aposté por Divis Borek de Miletínek. El segundo
fue Hynek de Kolstejn… Pero no era ninguno de ésos…
—¿Preguntas o afirmas? Porque te he repetido cien veces que no era
ninguno.
—Sí, y bien que te fijaste en ellos… aquella vez. Cuando te llevé
conmigo…
—¿En Ústí? Ya me acuerdo…
Toda la suave ladera estaba cubierta de cadáveres, pero el espectáculo
realmente macabro era el que se divisaba en el Zdímicky, un riachuelo que
corría por el fondo del valle. Allí, medio sumergidos en el légamo enrojecido
por la sangre, se amontonaban los cuerpos, restos humanos mezclados con los
caballos muertos. Era evidente lo que había pasado. Las orillas cenagosas
habían retenido a los sajones y a los de Meissen que huían del campo de
batalla, los habían frenado el tiempo suficiente para que se les echara encima,
primero, la caballería taborita y, poco después, las rugientes hordas de
infantería que venían detrás. Los jinetes checos, polacos y moravos no se
entretuvieron demasiado en sus acometidas, enseguida emprendieron la
persecución de la caballería que escapaba hacia la ciudad de Ústí. En cambio,
la infantería, integrada por husitas, taboritas y Huérfanos, se quedó más
tiempo en el riachuelo. Acuchillaron y machacaron a todos los alemanes.
Sistemáticamente, manteniendo el orden, los rodearon, los acorralaron, y
entraron en acción los mayales, las mazas, las cachiporras, las alabardas, las
bisarmas, las gujas, las hachas, las picas y los bieldos. No había cuartel.
Cuando volvían del combate, los batallones de guerreros de Dios,
desgañifados, cantando a coro, cubiertos de sangre de pies a cabeza, no
llevaban prisioneros.
En la otra orilla del Zdímicky, en los alrededores del camino a Ústí, la
caballería y la infantería todavía tenían trabajo. Sobre las nubes de polvo se
elevaban los chirridos del metal, el tumulto, el griterío. El humo negro se
extendía por la tierra, ardían Predlice y Hrbovice, aldeas de la otra orilla del
río. También allí, a juzgar por los ruidos, seguía la matanza.
Los caballos bufaban, doblaban la cabeza, amusgaban las orejas, miraban
de reojo, pateaban. El bochorno era insoportable.
Con estruendo, levantando el polvo, unos jinetes galopaban hacia ellos.
Rohác de Dubá, Wyszek Raczynski, Jan Bleh de Tesnice, Puchala.
—Casi hemos acabado con ellos. —Rohác gargajeó, escupió, se limpió
los labios con el dorso de la mano—. Eran alrededor de trece mil. Nos hemos
cargado, según las primeras estimaciones, a unos tres mil quinientos. De
momento. Porque ahí todavía andan liados. Los caballos de los sajones están
exhaustos, no tienen forma de escapar. Así que podemos añadir unos cuantos
más a la cuenta. Nos acercaremos, a mi modo de ver, a los cuatro mil.
—Puede que esto no sea Grunwald. —Dobko Puchala mostró los dientes
al sonreír. Apenas se veía la cabeza de bisonte de su escudo, tapado como
estaba por una capa de barro ensangrentado—. Puede que no sea Grunwald,
pero tampoco está mal. ¿Qué decís, mi señor?
—Señor Procopio —Korybutovich no parecía haberle oído—, ¿no os
parece que ha llegado el momento de pensar en la caridad cristiana?
Procopio el Rasurado no respondió. Guió a su caballo cuesta abajo, hasta
el Zdímicky. Entre cadáveres.
—La caridad es la caridad —dijo irritado Jakubek de Vresovice,
hetmán[2] de Bílina, que iba algo más retrasado—. ¡Y el dinero es el dinero!
¡Es una lástima, pero es así! Fijaos en ése, sin cabeza, con unas horcas
cruzadas en el escudo. Tiene que ser un Kalckreuth. El rescate no habría
bajado de cien schockgrosches, de los de antes de la revolución. Y ése de ahí,
con los mondongos al aire, el del escudo tronchado donde figuran unas
navajas de poda, va a ser un Dietrichstein. Un notable linaje, no menos de
trescientos,…
En el mismo riachuelo, los Huérfanos, que estaban expoliando los
cadáveres, sacaron de debajo del montón de restos a un mozalbete vivo con
armadura y escudo blasonado. El joven cayó de hinojos, cruzó los brazos,
imploró. Después empezó a gritar. Le dieron un hachazo. Dejó de gritar.
—En campo de sable, un galón almenado de plata —constató sin
emoción Jakubek de Vresovice, experto, por lo visto, en heráldica y en
economía—. Así que es un Nesselrode. De los condes. Por este mocoso
habrían dado unos quinientos. Estamos perdiendo mucho dinero, hermano
Procopio.
Procopio el Rasurado volvió hacia él su cara de aldeano.
—El Señor es el juez —dijo con voz ronca—. Quienes aquí yacen no
tenían su sello en la frente. Sus nombres no constaban en el libro de los
vivos… Además —añadió tras unos momentos de pesado silencio—, no los
habíamos invitado a venir.
—¿Neplach?
—¿Qué pasa?
—Veo que sigues haciendo que me espíen, tus esbirros no me dejan ni a
sol ni a sombra. ¿Se va a mantener esta situación mucho tiempo?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Me parece que no hace ninguna falta…
—Reynevan, ¿acaso yo te enseño a aplicar sanguijuelas?
Estuvieron un rato callados. Flutek no paraba de dirigir miradas a la soga
cortada, que colgaba de una viga del techo.
—Las ratas —comentó pensativo— huyen del barco que se hunde. No
sólo en Silesia las ratas conspiran en abadías y castillos, buscan protección en
el extranjero, les besan el trasero a obispos y duques. Porque su nave se va a
pique, porque tienen el miedo en el culo, porque es el final de las esperanzas
ilusorias. Porque nosotros vamos para arriba, y ellos van para abajo, hacia las
cloacas. Korybutovich se ha desplomado, en Ústí cunde el pogromo y la
masacre, a los austríacos les han dado para el pelo y les han rematado en
Zwettl, en Lausacia los incendios llegan hasta Zgorzelec. Uhersky Brod y
Presburgo son presas del pánico, Olomouc y Tmava tiemblan detrás de sus
murallas, Procopio triunfa…
—Por ahora.
—¿Cómo que por ahora?
—Allí, cerca de Stríbro… Se dice en la ciudad…
—Ya sé lo que se dice en la ciudad.
—Una cruzada viene hacia aquí.
—Lo normal.
—Al parecer, toda Europa…
—No toda.
—Ochenta mil hombres armados…
—Y una mierda. Treinta mil, como mucho.
—Pero dicen…
—Reynevan —le interrumpió tranquilamente Flutek—. Piensa un poco.
Si fuera una auténtica amenaza, ¿seguiría yo aquí?
Callaron por un tiempo.
—Además, en cualquier momento —dijo el jefe de espionaje taborita—
se puede aclarar la situación. En cualquier momento. Escucha.
—¿Qué pasa? ¿Cómo lo sabes?
Neplach le mandó callar con un gesto. Le indicó la ventana. Le hizo una
señal para que aguzara el oído.
Las campanas de Praga habían tomado la palabra.
Soplaba la brisa, trayendo el olor de las flores, de las hojas, del limo, del
humo y de sabe Dios cuántas más cosas.
Y de la sangre.
Praga seguía apestando a sangre. Reynevan no había dejado de notar ese
olor que iba con él a todas partes, lo tenía metido en la nariz. Sentía la
inquietud que despertaba ese olor. Cada vez había menos gente en la calle.
Los espías de Neplach no daban señales de vida. Pero su inquietud no
remitía.
Torció por Stará Pasírská, luego se metió en una callejuela llamada En el
Foso. Iba pensando en Nicoletta, en Catalina Biberstein. Pensaba en ella
intensamente y no tardó en advertir las consecuencias de ese pensamiento. Su
recuerdo se le había presentado con tanta viveza y realismo, con tantos
detalles, que en cierto momento la situación se le hizo insoportable:
Reynevan se detuvo como un autómata y miró a su alrededor. Como un
autómata, porque sabía de sobra que, en cualquier caso, no tenía adonde
acudir. En agosto mismo de 1419, apenas veinte días después de la
defenestración, en Praga habían acabado con todos los burdeles, sin dejar ni
uno, y habían expulsado de la ciudad a todas las jóvenes casquivanas. En lo
tocante al rigor en las costumbres, los husitas eran muy rigurosos.
El recuerdo realista y minucioso de Catalina despertó otra imagen en su
mente. Blazena Pospíchalová, la dueña de la vivienda que Reynevan
compartía con Sansón Mieles, situada en la esquina de las calles Stepánská y
Na Rybnícku, era una viuda de generosos encantos y unos preciosos ojos
azules. Más de una vez esos ojos se habían fijado en Reynevan de un modo
tan elocuente que cabía sospechar que doña Blazena estaba interesada en algo
que Scharley solía definir, prolijamente, como «uniones basadas
exclusivamente en el deseo, y que no son fruto de un compromiso sancionado
por la Iglesia». El resto del mundo lo definía de un modo notablemente más
breve y más crudo. Pero los husitas esa clase de asuntos, crudamente
definidos, los trataban, como queda dicho, con extremo rigor. Es cierto que,
por lo general, solían hacerlo para guardar las apariencias, pero el caso es que
nunca se sabía quién iba a servirles, ni con qué pretexto, para guardar las
apariencias. Así que, aunque Reynevan captaba las miradas de doña Blazena,
se hacía el despistado. En parte, por miedo a meterse en problemas y, en parte
—en mayor medida, incluso—, por su deseo de mantenerse fiel a su amada
Nicoletta.
Un fuerte maullido lo sacó de sus reflexiones, del callejón que estaba a su
derecha salió de repente un enorme gato bermejo que echó a correr por la
calle. Reynevan, de inmediato, apresuró el paso. Naturalmente, al gato lo
podían haber ahuyentado los espías de Flutek. Pero también podía tratarse de
unos vulgares bandidos, al acecho de un viandante solitario. Caía la noche,
casi no se veía un alma, y en esas circunstancias las calles de Nové Mesto ya
no eran seguras. Aquellos días, con la mayor parte de la guardia ciudadana
engrosando las filas del ejército de Procopio, era muy poco recomendable
deambular en solitario por Nové Mesto.
Reynevan no tenía intención de seguir solo. A una quincena de pasos por
delante de él iban caminando dos vecinos de Praga. Tuvo que hacer un
esfuerzo para darles alcance: marchaban deprisa y, al oír el eco de sus pasos,
aceleraron aún más. De improviso, se metieron en un callejón. Reynevan los
siguió.
—¡Eh, hermanos! ¡No tengáis miedo! Lo único que quería…
Los hombres se volvieron. Uno de ellos tenía un chancro purulento justo
debajo de la nariz. Y un cuchillo en la mano, un cuchillo corriente de
carnicero. Y el otro, más bajo, achaparrado, estaba armado de un machete con
la guarda en forma de ese. Ninguno de los dos era un espía de Flutek.
El tercero, que venía por detrás, el que había ahuyentado al gato, un
hombre entrecano, tampoco era un espía. Sostenía una daga, fina y punzante
como una aguja.
Reynevan retrocedió, pegó la espalda a la pared. Ofreció a los matones su
bolsa de médico.
—Señores… —balbuceó, castañeteando los dientes—. Hermanos…
Tomad esto… Es todo lo que tengo… Pi… pi… piedad… No me matéis…
Las jetas de los matones, que se habían mantenido severas y cerradas, se
relajaron, se distendieron, dibujaron una mueca displicente. En sus ojos, fríos
y vigilantes hasta ese momento, surgió una crueldad desdeñosa. Esgrimiendo
sus armas, se acercaron a aquella presa fácil, digna de menosprecio.
Pero Reynevan había pasado a la segunda fase. Tras su jugada
psicológica a la Scharley, había llegado el momento de emplear otros
métodos. Aprendidos con otros maestros.
El primer tipo no se esperaba en absoluto un ataque, ni contaba con que la
bolsa de médico le acertara de lleno en la nariz ulcerada. Un puntapié en la
pierna hizo tambalearse al segundo. El tercero, el bajito, se quedó estupefacto
al ver que su machete tajaba el aire mientras él mismo se desplomaba sobre
un montón de desechos, después de tropezar en una pierna hábilmente
dispuesta. Viendo que los otros se arrojaban sobre él, Reynevan soltó la bolsa
y en un abrir y cerrar de ojos se sacó un estilete del cinto. Hundió el cuchillo
por debajo del brazo, hizo palanca con la muñeca y el codo, tal como
mandaba Das Fechtbuch, obra de Hans Talhoffer. Empujó a uno de sus
rivales contra el otro, se apartó de un salto, volvió a atacar por un flanco,
empleando la finta recomendada en esas situaciones por el Flos duellatorum,
debido a Fiore da Cividale, en el tomo consagrado a los combates a cuchillo,
capítulo primero. Cuando el esbirro, en un acto reflejo, paró el golpe por
arriba, Reynevan le pinchó en un muslo, de acuerdo con el segundo capítulo
de ese mismo manual. El matón aulló, cayó de rodillas. Reynevan saltó para
atrás, de paso le dio una patada al otro que estaba tratando de levantarse del
montón de basuras, dio un nuevo salto para esquivar su acometida y fingió
que había dado un traspiés y había perdido el equilibrio. Estaba claro que el
matón canoso de la daga no leía a los clásicos y no sabía lo que era una finta,
porque lanzó un ataque tan impetuoso como desmañado, que anduvo tan
cerca de acertar a Reynevan como si hubiera sido una garza con su pico.
Reynevan, tranquilamente, le asió del brazo, se lo retorció, le sujetó del
hombro, como enseña Das Fechtbuch, lo dejó inmovilizado, apoyado contra
el muro. Al tratar de liberarse, el esbirro lanzó un golpe impetuoso con su
puño izquierdo, que acertó de lleno en la punta del estilete, situado de
acuerdo con las indicaciones del Flos duellatorum. La fina hoja se hundió
profundamente. Reynevan oyó el chasquido de los huesos triturados del
metacarpo. El esbirro soltó un grito agudo y cayó de rodillas, apretándose
contra el vientre la mano chorreante de sangre.
El tercer asaltante, el chaparro, se le echó encima rápidamente, lanzó un
machetazo cruzado, de través, de izquierda a derecha, muy peligroso.
Reynevan se apartó, parando el golpe y saltando hacia atrás, a la espera de
alguna de las colocaciones o posiciones descritas en los manuales. Pero ni
Meister Talhoffer ni messer Cividale le hicieron más falta ese día. Por detrás
del matón del machete surgió de repente una cosa muy gris, con una capucha
gris, una almilla gris y unas calzas grises. Se oyó el silbido de un bastón de
madera clara, seguido de un golpe seco, indicativo de un enérgico impacto en
el cogote. El gris era muy rápido. Antes de que el esbirro cayera al suelo, le
dio tiempo a golpearle de nuevo.
Flutek, acompañado de algunos agentes suyos, entró en el callejón.
—Bueno, ¿qué? —preguntó—. ¿Sigues pensando que no hay razones
para tenerte vigilado?
Reynevan respiró hondo, cogiendo aire a bocanadas. Sólo en ese
momento empezaba a bullir en su interior la adrenalina. Se le nubló la vista,
tanto que tuvo que apoyarse en la pared.
Flutek se acercó, se inclinó para examinar al matón de la mano atravesada
que no cesaba de gemir. Imitó, con unos rápidos movimientos, el bloqueo
alemán y el contraataque italiano empleados por Reynevan.
—Vaya, vaya. —Meneó la cabeza con una mezcla de admiración y de
incredulidad—. Los has ejecutado con maestría. Con auténtica maestría.
Quién iba a decir que ibas a alcanzar tanta destreza a base de ejercicios. Sabía
que visitas la casa de un maestro de esgrima. Pero resulta que tiene dos hijas.
Así que creí que te dedicabas a ejercitarte con alguna de ellas. O con las dos.
Dio orden de que amarraran al esbiijo sollozante y ensangrentado. Buscó
con la mirada al que había recibido la herida en el muslo, pero se había
escabullido discretamente. Hizo levantar al que había sido molido a palos.
Estaba aturdido, babeaba y era absolutamente incapaz de fijar la mirada,
bizqueaba continuamente y ponía los ojos en blanco.
—¿Quién os ha contratado?
El esbirro volvió a bizquear y trató de escupir. No lo logró. Flutek hizo
una señal con la cabeza y el tipo se llevó un palo en los riñones. Mientras
intentaba coger aire, soltando un silbido, le volvieron a dar. Con un gesto
indolente, Flutek ordenó que se lo llevaran.
—Ya nos lo contarás —le prometió—. Todo. Conmigo, nadie se queda
callado.
Flutek se volvió hacia Reynevan, que seguía apoyado en el muro.
—Preguntarte por tus sospechas sería un insulto a tu inteligencia. Por eso
te lo pregunto. ¿Tienes alguna sospecha de quién puede ser el responsable?
Reynevan sacudió la cabeza. Flutek también la sacudió, en señal de
aprobación.
—Ya me lo contarán esos perdonavidas. Conmigo, nadie se queda
callado. Hasta Martínek Loquis acabó por hablar, y mira que era duro y
obstinado ese chisgarabís, ese visionario, auténtico mártir de la causa. Esos
truhanes, contratados por unos cuantos grosches prerrevolucionarios, largarán
lo que haga falta nada más ver las herramientas. Pero, de todos modos, pienso
mandar que les calienten bien. Por pura simpatía hacia ti, su víctima
frustrada. No me des las gracias.
Reynevan no le dio las gracias.
—Por pura simpatía —prosiguió Flutek—, voy a hacer otra cosa por ti.
Voy a permitirte vengar personalmente la muerte de tu hermano, con tus
propias manos. Sí, sí, has oído bien. No me des las gracias.
Reynevan tampoco le dio las gracias en esta ocasión. Por otra parte, las
palabras de Flutek aún no habían acabado de llegar hasta él.
—Dentro de un tiempo, uno de mis hombres se presentará ante ti. Te dirá
que te dirijas a la plaza de Staré Mesto, a una casa llamada El Caballito
Dorado, la misma en la que hemos estado charlando hoy. Preséntate allí sin
demora. Y lleva una ballesta. ¿Te acordarás? Muy bien. Adiós.
—Adiós, Neplach.
En el que Flutek mantiene su palabra, Hynek de Kolstejn trae la santa paz a Praga
y la historia hiere y mutila, obligando a los médicos a trabajar duro.
Había que reconocer que el caballero del escudo biselado con campos de
plata y de sable había salvado su vida de un modo sensato e ingenioso. En
primer lugar, estando todavía en la plaza se había deshecho del escudo que lo
identificaba. Mientras los jinetes que se habían visto rechazados por las
barricadas situadas junto al Mercado de Verduras se reagrupaban detrás de la
pequeña iglesia de San Leonardo, donde volvieron a acometer a los vecinos
de Praga y a entregarse a un combate encarnizado, el caballero de plata y
negro, sin dudarlo, había hecho dar la vuelta a su montura y se había
escabullido por una callejuela, despojándose al galope de su capa ricamente
bordada. Fue a parar, ahuyentando a patos y mendigos, a una plazuela
conocida como la plazuela del Charco. Al oír el griterío de los perseguidores,
que se iban acercando, soltó una maldición, saltó de la silla, golpeó al caballo
en las ancas, se coló en un angosto y oscuro pasadizo que llevaba a la calle
Platnérská. Los praguenses, con un alarido, siguieron el golpeteo de los
cascos del animal, que corría hacia el convento de los dominicos y hacia el
río Moldava. Un río en cuyas profundidades, como se podía deducir de los
alaridos de la chusma, que ya resultaban cansinos, en breve encontrarían su
final todos los rebeldes y traidores.
Las voces se apagaron, cada vez estaban más lejos. El caballero respiró
aliviado, sonrió por debajo de su bigote. Ya casi estaba seguro de que la cosa
acabaría bien.
Y quién sabe, tal vez habría acabado bien para él de no haber sido por el
hecho de que Reynevan conocía perfectamente el terreno. La calle Platnérská
y los callejones que salían de ella habían alojado en tiempos
prerrevolucionarios algunos burdeles acogedores y baratos, de modo que
todos los estudiantes y bachilleres de la Universidad Carolina se conocían al
dedillo esa zona. Además, Reynevan y Sansón Mieles recurrían a la magia. A
los amuletos telepáticos. Muy elementales, pero suficientes para establecer
una comunicación rudimentaria. Para seguir la pista y dar con el rastro de
alguien.
El caballero de plata y negro aguardó un instante, aprovechó ese tiempo
para cubrir su armadura con un trozo de tela basta que había por allí. Se pegó
a la pared al oír el estruendo de unas herraduras, pero sólo era un caballo que
corría sin jinete, un overo con el flanco ensangrentado. Tras el caballo pasó
corriendo, renqueando y mugiendo, una vaca manchada: el diablo sabría de
dónde había salido.
Cuando los ruidos cesaron, el caballero se dirigió a toda prisa hacia
Platnérská. Entró en esta calle, se paró un momento, miró a su alrededor,
atento a los ecos de peleas y degollinas, cada vez más apagados. Después se
metió en el primer portal que encontró y apareció en un patio, donde se
dedicó a quitarse las planchas metálicas que podían delatarle. Entre la ropa
que estaba tendida en una cuerda encontró una camisa bastante gastada y
suficientemente amplia, cosida evidentemente para una mujer encinta o gorda
de por sí. Mientras se metía la camisa por la cabeza, hubo un momento en
que no pudo ver nada.
Reynevan y Sansón aprovecharon ese momento.
Reynevan golpeó con ímpetu al caballero con una tabla recogida del
suelo. Sansón agarró al golpeado de los hombros, lo zarandeó, lo levantó, lo
empujó con fuerza contra un muro. Oh prodigio, en lugar de resbalar
impotente por el muro, el caballero rebotó contra él, sacó inmediatamente de
su funda una espada corta y se lanzó al ataque. Sansón se retiró de un salto,
Reynevan alzó su tabla, el caballero la rechazó con fuerza, empujó con la
punta de su arma, con tanta rapidez y destreza profesional que, de no haber
sido por sus lecciones con el maestro de esgrima, Reynevan se habría
despedido de sus entrañas y de su vida. El caballero volteaba hábilmente la
espada en su mano y lanzaba rápidos tajos. Si no hubiera aprendido a hacer
quiebros, la hoja le habría cortado la nuez a Reynevan interesándole las
cervicales.
Sansón puso fin a aquella situación tan alarmante arrebatándole de un
bastonazo el arma al caballero y tumbándolo de un puñetazo. El golpe fue
tremendo, pero tampoco en esta ocasión el caballero estaba dispuesto a
quedarse tendido en el sitio. Se puso de pie, agarró un barril vacío con ambas
manos, lo levantó, soltó un bufido y, poniéndose colorado del esfuerzo, lo
arrojó sobre Sansón Mieles. Pero pinchó en hueso. Sansón atrapó el proyectil
al vuelo. Y se lo devolvió como si fuera una pelota. El caballero, golpeado en
las piernas, cayó sobre un montón de paja.
Ya no pudo volver a levantarse. Reynevan y Sansón se le echaron
encima, lo aplastaron, le retorcieron y amarraron las manos. Le envolvieron
la cabeza con la camisa de mujer. Le sujetaron los pies enrollándole los
tobillos con una larga soga. Y lo llevaron a rastras a un sótano próximo,
tirando de la cuerda. Sin contemplaciones. No les importó que la cabeza del
caballero golpeara rítmicamente contra los peldaños de piedra, ni hicieron
caso de sus gemidos y maldiciones.
Arrojado sobre unos repollos, el caballero se incorporó entre quejidos y
juramentos. Parpadeó cuando Reynevan le quitó la tela que le cubría la
cabeza. Había un ventanuco en el sótano, algo se podía ver. El caballero
estuvo observando largamente a Reynevan, más brevemente a Sansón. No
tardó en darse cuenta de que sólo uno de los dos iba a intervenir en la
negociación. Miró a Reynevan directamente a los ojos, tosió.
—Entiendo. —Hizo un esfuerzo para sonreír—. Muy agudos, hermanos.
¿Para qué compartir con otros cuando puede uno quedarse con todo? Los
tiempos son muy duros e inciertos para andar despreciando un solo grosche.
Y te va a caer un grosche en la bolsa, te lo prometo.
Reynevan, discretamente, respiró aliviado. Hasta ese momento no tenía
una seguridad absoluta y ya estaba preparado de antemano para la frustración
derivada de un eventual error. Pero al oír hablar al caballero ya no le quedó
ninguna duda. Ésa era la voz que había oído dos años antes, el 13 de
septiembre, en Silesia, en la granja del monasterio cisterciense de Debowiec.
—Te la has ganado… —El caballero de plata y negro se humedeció los
labios, miró fugazmente a Reynevan—. Te has ganado una recompensa.
Aunque sólo sea por tu ingenio. Me has cazado de un modo muy astuto, no
hace falta decirlo. Tienes la cabeza bien puesta, eso está claro…
Se interrumpió. Se había dado cuenta de que estaba hablando en vano, y
sus palabras no tenían ningún efecto en su destinatario. Cambió de táctica de
inmediato. Adoptó una expresión orgullosa y modificó su tono. Empezó a
hablar con voz señorial, autoritaria.
—Soy Jan Smiricky de Smirice. ¿Entiendes, muchacho? ¡Jan Smiricky!
El rescate por mí…
—Ahí al lado, en la plaza —le interrumpió Reynevan—, el cadáver de tu
camarada Hynek cuelga ya en la picota, con sus ropas hechas trizas. Aún
queda sitio a su lado.
El caballero no apartó la mirada. Reynevan comprendió con quién estaba
tratando, pero se atuvo a la estrategia que había elegido. Siguió tratando de
intimidar y atemorizar.
—De tus otros compañeros sólo se han salvado los que ha defendido el
cura Rokycana, cubriéndolos con su propio pecho ante las picas del
populacho, y a ésos los han llevado a las mazmorras del ayuntamiento.
Haciéndolos recorrer previamente a toda prisa la «senda de la virtud», una
nueva ocurrencia: una doble hilera de sujetos armados de palos y hachas. No
todos han salido vivos de esa senda. Y la persecución de los restantes aún
dura, y la chusma sigue esperándolos al pie del ayuntamiento. ¿Sabes por qué
te cuento todo esto? Porque tengo unas ganas locas de arrastrarte hasta la
plaza, entregarte a los vecinos de Praga y verte correr mientras te muelen a
palos. ¿Sabes de dónde me vienen todas estas ganas? ¿No se te ocurre?
El caballero entrecerró los ojos. Y después los abrió mucho.
—Eres tú… Ahora te reconozco.
—Traicionaste a mi hermano, Jan Smiricky de Smirice, lo condenaste a
muerte al entregarlo. Pagarás por ello. Ahora mismo estoy pensando de qué
manera. Puedo, como ya te he dicho, ponerte en manos de los praguenses.
Puedo, aquí mismo, con mis propias manos, hincarte un cuchillo entre las
costillas.
—¿Un cuchillo? —El caballero recuperó rápidamente el aplomo,
frunciendo despectivamente los labios—. ¿Tú? ¿Entre las costillas? Ja.
Adelante pues, joven señor de Bielau. ¡Sin miedo!
—No me provoques.
—¿Provocarte? —Jan Smiricky resopló y escupió—. Yo no provoco. ¡Yo
me mofo! Yo conozco muy bien a la gente, sé asomarme al alma a través de
los ojos. Me he fijado en ti y te digo: tú no serías capaz de matar ni a un
pollito.
—Puedo, ya te lo he dicho, llevarte a rastras hasta el ayuntamiento. Ahí te
está esperando toda una multitud de gente menos impresionable que yo.
—Y también puedes besarme el culo. Eso, ni más ni menos, es lo que te
propongo. Y lo que te recomiendo de todo corazón.
—También puedo dejarte en libertad.
Smiricky volvió la cabeza. Sin excesivas prisas, para que Reynevan no
captara el brillo en su mirada.
—Así que —preguntó al cabo de un momento—, ¿un rescate?
—Podemos llamarlo así. Tienes que contestarme a algunas preguntas.
El caballero lo miró detenidamente. Estuvo un buen rato callado.
—Serás mocoso —dijo por fin, torciendo el gesto y arrastrando las
palabras—. ¡No eres más que un tudesco silesio! ¡No eres más que un
medicucho, un curandero! ¿Con quién te crees que andas tratando? ¡Yo soy
Jan Smiricky de Smirice, noble checo, caballero armado, hetmán de Melník y
Rudník! Mis antepasados combatieron en Legnano y en Milán, en la batalla
de Ascalón y en la de Arsuf. Mi bisabuelo alcanzó la fama en Mühldorf y en
Crécy. ¿Contestarte a unas preguntas? ¿A ti? ¡Qué te jodan, patán!
—Tú, noble señor Smiricky, tramaste, como un esbirro cualquiera, la
traición a tus paisanos. A los que te hicieron hetmán, a los que te pusieron al
frente de Melník y Rudník. En agradecimiento, conspiraste contra ellos con
Conrado de Olesnica, obispo de Wroclaw. Hace dos años, en Silesia, en la
granja del monasterio cisterciense. Han pasado dos años completos, pero
seguro que lo recuerdas. Porque yo lo recuerdo. ¡Se dijo cada cosa!
Smiricky clavó en él la mirada. Estuvo unos segundos callado, tragó
saliva varias veces. Cuando por fin respondió, en su voz, además de sorpresa,
sonó una admiración genuina.
—De modo que tú… tú estuviste allí. Lo escuchaste todo. ¡Por todos los
diablos! Hay que reconocer que actúas a lo grande, estás dispuesto a comerte
el mundo. Te admiro. Y a la vez te compadezco. Porque esa gente muere
joven. Y por lo general de una muerte violenta.
Sansón Mieles le mandó, con ayuda de su amuleto mágico, alguna señal
mental. Pero así como durante la persecución la comunicación les había
funcionado pasablemente, ahora, a sólo dos pasos de distancia, la señal
resultaba totalmente ilegible. Es decir, el contenido era ilegible, en cambio la
intensidad era muy nítida. Reynevan interpretó la señal como una sugerencia
para que actuara con determinación.
—Vas a responder a mis preguntas, señor Smiricky.
—No, no pienso responder. ¿Te parece acaso que tienes con qué
asustarme, con qué chantajearme? Una mierda pinchada en un palo, eso es lo
que tienes, joven señor de Bielau. ¿Sabes por qué? Porque ha llegado nuestra
hora. Cada día trae nuevos cambios. En estos tiempos, los mediquillos, los
chantajistas, tienen que actuar muy deprisa si no quieren que sus chantajes se
conviertan en una broma. ¿No te has dado cuenta de lo que ha pasado hoy en
las calles? He entrado en Praga al lado de Hynek de Kolstejn. Hemos venido
directamente desde Kolín, en manos del señor Divis Borek, que nos ha
proporcionado hombres. Venían con nosotros, hombro con hombro, sin
ningún disimulo, las huestes de fervientes católicos y enemigos de los husitas
como Puta de Czastolovice y Otto de Bergow. No es ningún secreto lo que
nos ha traído hasta aquí. Teníamos la intención de tomar el ayuntamiento y
hacernos con el poder, porque Praga es caput regni y quien tiene Praga tiene
Bohemia. Queríamos liberar a Korybut y proclamarlo rey. Rey de verdad,
quiero decir, con la aprobación de Roma. Pretendíamos llegar a un
entendimiento con el papa, partidario, según se dice, de alcanzar un
compromiso en lo tocante a la liturgia: está dispuesto a ceder en la cuestión
del Cáliz y de la comunión sub utraque specie. Está dispuesto a negociar.
Pero no con el Tabor, no con esos radicales, no con una gente que tiene las
manos manchadas de sangre de sacerdotes. Unidos a Oldrich de Rozmberk y
a los señores del landfryd, queríamos acabar con los radicales, derrotar a los
Huérfanos, liquidar al Tabor, imponer de nuevo el orden en el reino de
Bohemia. ¿Comprendes? —Smiricky no se esperó a que Reynevan
respondiese—: Hemos entrado en Praga abiertamente, a cara descubierta. Así
que más claramente no podía mostrar qué es lo que pretendo, contra quién y
contra qué estoy. A quién apoyo, con quién me asocio. Hoy todo se ha
enseñado, todo se ha exhibido. ¿Qué quieres hacer, pues? Ahora, cuando todo
ha salido a relucir, ¿vas a ir a los del Tabor a decirles: «Oídme, hermanos, os
traigo una noticia: Jan de Smirice es vuestro enemigo, está conspirando con
los católicos contra vosotros»? Nieves de antaño, señor de Bielau, ¡nieves de
antaño! La has cagado, has llegado tarde. Naturalmente, si hubiera sido hace
un año, hace un mes incluso…
—Hace un mes —terminó la frase Reynevan, con una sonrisa maliciosa
—, podía haberte delatado, era un peligro para ti. Así que mandaste a unos
matones para que acabaran conmigo a traición. De un modo muy propio de
un caballero, señor de Smirice, muy propio de un noble. En verdad, tienen
que estar muy orgullosos en el otro mundo tus gloriosos ancestros, los héroes
de Ascalón y de Crécy.
—Si te crees que con esos argumentos voy a cambiar de opinión, estás
listo.
—Responderás a mis preguntas.
—¿No te he sugerido ya antes que me beses el culo? Pues te reitero mi
propuesta.
Sansón Mieles se levantó bruscamente. Reynevan habría jurado que Jan
Smiricky se llevó un buen susto.
—¡Esto es una guerra! —dijo a gritos el caballero, confirmando la
impresión de Reynevan—. ¡Una guerra, muchacho! Cualquiera que pueda
perjudicarte es tu enemigo, ¡y a los enemigos se los destruye! Tu hermano
trabajaba para el Tabor, para Zizka, para Svamberk y Hvezda, así que era mi
enemigo, podía hacerme daño y me hizo daño. Por el contrario, el obispo de
Wroclaw era un precioso aliado, valía la pena ganárselo. El obispo quería los
nombres de los espías taboritas que actuaban en Silesia, y se hizo con la lista.
De todos modos, el obispo sospechaba de tu hermano hacía tiempo, aunque
yo no le hubiera ayudado habría ido contra él. El obispo de Wroclaw tiene
sus medios y sus métodos. Te sorprendería comprobar cuán eficaces.
—No creo que me sorprendiera: he visto de todo. Tampoco discuto su
eficacia. Pero ya no vive Jan Hvezda, a quien acabas de mencionar, ni vive
Bohuslav Svamberk. Y tú, en aquella ocasión, en la granja cisterciense, se los
señalaste como objetivo a los esbirros del obispo. Svamberk era de noble
familia. Seguramente más noble y más antigua que la tuya. Con lo que te
gusta presumir de tus antepasados. El cadalso te espera por la muerte de
Bohuslav Svamberk, sus familiares se ocuparán de eso.
Sansón volvió a emitir una señal. Reynevan la captó.
—Hvezda y Svamberk —declaró entretanto Smiricky— murieron de las
heridas sufridas en combate. Por mucho que chismorrees y que acuses, nadie
va a dar crédito a…
—¿Nadie va a dar crédito a la magia negra? —terminó Reynevan—. ¿Era
eso lo que querías decir?
Smiricky apretó los labios.
—¿Pero qué diablos quieres? —estalló de repente—. ¿Vengarte? ¡Pues
véngate de una vez! ¡Mátame! Sí, traicioné a tu hermano, aunque él confiaba
en mí tanto como Cristo confiaba en Judas. ¿Satisfecho? Mentí, por supuesto,
nunca había visto en persona a tu hermano, me había hablado de él… qué
más dará quién. Pero se lo entregué al obispo, y por eso murió. A ti, en
cambio, te tomé por un espía de Neplach, por un provocador y un posible
chantajista. Tenía que hacer algo contigo. El ballestero que había pagado erró
el tiro, lo nunca visto. Intenté envenenarte dos veces, pero se ve que el
veneno no te hace efecto. Contraté a tres matones, no sé qué fue de ellos.
Desaparecieron. Un felicísimo cúmulo de circunstancias, joven señor de
Bielau. De lo más asombroso. ¿No ha hablado alguien hace un momento de
magia negra, casualmente?
Flutek, pensó Reynevan, habrá obligado a hablar a los esbirros
capturados. Seguramente ya le habían llegado antes señales de que se estaba
preparando un golpe de mano, y los matones, sometidos a tortura, habrán
contado el resto, confirmando sus sospechas. A los conjurados les habían
tendido una trampa, no tenían ninguna oportunidad. Al contratar a unos
asesinos a sueldo para ir contra mí, Smiricky ha perdido Praga. Y Hynek de
Kolstejn ha perdido la vida.
—Las ratas abandonan el barco que se hunde —dijo, dirigiéndose a sí
mismo, más que al caballero—. Después de Tachov, y en vista de la fuerza
creciente de Procopio y del Tabor, era vuestra única opción. Una revuelta que
os permitiera tomar el poder, liberar a Korybut y elevarlo al trono, llegar a un
arreglo con el papado y el landfryd. Os jugabais todo a una carta. No ha
salido, qué se le va a hacer.
—Tienes razón, no ha salido —respondió sin mayor emoción el
caballero; miraba continuamente a Sansón, no a Reynevan—. He fallado. Se
mire como se mire, queda claro que pierdo la cabeza. Muy bien, que sea lo
que tenga que ser. Mátame, entrégame a Neplach, haz que la chusma me pase
a cuchillo, como gustes. Yo ya estoy cansado de todo esto. Sólo te haré una
petición, te suplico una cosa… Tengo una doncella en Praga. De baja
condición. Entrégale mi anillo y mi cruz. Y mi talega. Si no es mucho pedir.
Ya sé que es vuestro botín… Pero es una joven humilde…
—Contesta a mis preguntas —Reynevan volvió a percibir las señales
telepáticas de Sansón— y tú personalmente le darás todo eso. Hoy mismo.
Smiricky bajó los párpados para ocultar el brillo de sus ojos.
—Intentas embaucarme. Tú no me vas a perdonar. No vas a renunciar a
vengar a tu hermano…
—Tú sólo lo traicionaste. Otros lo atravesaron con la espada. Quiero
conocer sus nombres. Venga, intenta negociar, ofréceme algo a cambio.
Dame la posibilidad de desquitarme de esa gente y renunciaré a vengarme de
ti.
—¿Qué garantía tengo de que no me vas a engañar?
—Ninguna.
El caballero guardó silencio por un rato, se podía oír cómo tragaba saliva.
—Pregunta —dijo al fin.
—Hvezda y Svamberk. Los asesinaron, ¿verdad?
—Verdad… —Smiricky titubeó—. Probablemente… No lo sé. Sospecho
que sí, pero no lo sé. Es posible.
—¿Magia negra?
—Seguramente.
—En la conversación con el obispo intervino otro hombre. Uno alto.
Delgado. Con cabellos negros que le llegaban hasta los hombros. Cara de
pájaro.
—El consejero del obispo, su ayudante, su hombre de confianza. No me
mires así. Si tú ya lo sabías o te lo imaginabas. Él le hace el trabajo sucio al
obispo. No cabe duda de que fue él quien asesinó a Peter von Bielau. Y a
muchos otros. Acuérdate del salmo noventa…
—La saeta que de día vuela. Timor noctumus. El demonio que devasta a
mediodía…
—Tú lo has dicho. —Smiricky torció el gesto—. Tú has pronunciado esa
palabra. Y puede que hayas dado en el clavo. ¿Quieres un buen consejo,
muchacho? Mantente alejado de él. De él y de…
—De los jinetes negros que gritan «Adsumus». Embriagándose, como los
hashshashin con sus secretas sustancias árabes. Recurriendo a la magia
negra.
—Tú lo has dicho. No vayas contra ellos. Confía en mí y atiende mi
consejo. No intentes siquiera acercarte a ellos. Y si son ellos los que tratan de
acercarse a ti, escapa. Lo más lejos posible y lo más rápido posible.
—Su nombre. El del hombre de confianza del obispo.
—El propio obispo lo teme, no lo dudes.
—Su nombre.
—Él sabe de ti.
—Su nombre.
—Birkart von Grellenort.
Reynevan cogió su estilete. El caballero entornó los ojos instintivamente.
Pero volvió a abrirlos de inmediato, miró con osadía.
—Eso es todo, don Jan Smiricky. Eres libre. Márchate. Y no intentes
atacarme.
—No lo intentará —dijo de repente Sansón Mieles. Los ojos de Jan de
Smirice se abrieron de par en par—. A ti —prosiguió tranquilamente Sansón,
sin recrearse en absoluto en el efecto obtenido—, a ti, Jan de Smirice, la
traición y la intriga no te dan buenos resultados. No son rentables. Y así va a
seguir siendo. Guárdate de intrigas y traiciones.
»Bullen en ti tantas ideas, tantos planes. Tantas ambiciones. En verdad, te
vendría bien que alguien, a tu espalda, te aconsejara a media voz, te
susurrara, te recordara: Rescipiens post te, hominem memento te, cave, ne
cadas. Cave, ne cadas, don Jan Smiricky[4].
»Óyeme, si tienes oídos para oír: Nescis, mi fili, diem fieque horam[5].
Tus ambiciones, señor Smiricky, te harán caer. Pero no conoces el día ni la
hora de la caída.
Cuando Reynevan salió del sótano, Sansón se perdió por un momento, pero
enseguida volvió a aparecer. Los dos avanzaron por los callejones en
dirección a la calle Platnérská.
—¿Crees —empezó Reynevan— que ha sido sensato? Ese discurso final.
¿Qué era exactamente? ¿Una profecía?
—¿Una profecía? —Sansón volvió hacia él su cara de idiota—. No. Me
ha venido a la cabeza. ¿Qué si ha sido sensato? Nada es sensato. Al menos
aquí, en este mundo tuyo.
—Ajá. Cómo no lo habré pillado a la primera. Ya que estamos por aquí,
¿vas a Soukenická?
—Claro. ¿Tú no?
—No. Seguro que hay muchos heridos; conozco a Rokycana: habrá
ordenado trasladarlos a las iglesias. Habrá un montón de trabajo, haremos
falta todos los médicos. Además, Neplach me estará buscando. No puedo
arriesgarme a que me encuentre en El Arcángel.
—Comprendo.
Salieron a la plaza. Ya no colgaba en la picota el cadáver desnudo y
salvajemente mutilado de Hynek de Kolstejn, señor de Kamyk, hetmán de
Litomerice, caballero de la rama de Stepanice de los Valdstejn, de la gran
familia de los Markvartici. Seguramente el cura Rokycana habría ordenado
que lo retiraran de allí. El padre Rokycana, aunque le doliera hacerlo,
toleraba el asesinato y oficialmente lo aprobaba incluso, hasta cierto punto,
naturalmente, y sólo, naturalmente, por una causa justa, siempre y cuando el
fin justificara los medios.
Pero lo que nunca estaba dispuesto a tolerar era que se profanaran los
restos mortales. Bueno, digamos que casi nunca.
—Salud, Reinmar. Dame el amuleto. Eres capaz de perderlo, y en ese
caso Telesma me cortaría la cabeza.
—Salud, Sansón. Ah, se me olvidaba darte las gracias. Por las
sugerencias transmitidas telepáticamente. Gracias a ellas todo ha ido bien con
Smiricky.
Sansón lo miró detenidamente, y su semblante de cretino se iluminó
súbitamente con una amplia sonrisa de cretino.
—Todo ha ido bien —dijo— gracias a tu ingenio e inteligencia. Yo
apenas he ayudado, prácticamente no he intervenido más que en lo de
arrojarle el barril a Smiricky. Y por lo que respecta a las sugerencias, yo no te
he hecho ninguna. Lo único que he hecho telepáticamente ha sido meterte
prisa. Te he pedido que no te entretuvieras. Porque tenía unas ganas locas de
mear.
En el que Reynevan descubre que tiene que cuidarse de una Dueña y de una
Doncella.
—Salud, Scepán.
Scepán de Drahotuse, responsable de la biblioteca, levantó la cabeza de
las páginas, ricamente iluminadas, del Archidoxo magicum de Apolonio de
Tiana.
—Salud, Reynevan —dijo con una sonrisa—. Me alegro de verte. Hacía
tiempo que no venías por aquí.
Le había costado muchos esfuerzos a Reynevan enderezar las relaciones
con Scepán de Drahotuse después de aquella pifia en la biblioteca. Pero lo
había logrado, y los resultados habían superado las expectativas.
—Y éste debe de ser —el bibliotecario se hurgó la nariz con los dedos
sucios de polvo— el honorable don Scharley, de quien tanto he oído hablar.
Bienvenido, bienvenido.
Scepán de Drahotuse, que provenía de la rancia nobleza morava, era fraile
agustino y, evidentemente, nigromante. Hacía muchos años que conocía a los
magos de la congregación del Arcángel, pero se había instalado
definitivamente en el escondrijo de la farmacia en el año 1420, tras el saqueo
y el incendio de su convento en Hradcany. A diferencia del resto de los
magos, prácticamente nunca abandonaba la farmacia —o más bien, la
biblioteca—, casi nunca se le veía en la ciudad. Era un catálogo bibliotecario
andante, conocía todos y cada uno de los libros y sabía localizarlos en un
santiamén: en las caóticas condiciones que imperaban en el aposento se
trataba de una habilidad verdaderamente impagable. Reynevan estaba muy
satisfecho de su amistad con el moravo y pasaba largas horas en la biblioteca.
Estaba interesado en la herbolaria y farmacéutica y la colección de libros del
Arcángel era una auténtica mina de sabiduría en ese campo. Además de
herbarios y farmacopeas clásicas y bien conocidas, como las de Dioscórides,
Estrabón, Avicena, Hildegarda de Bingen o Nicolás el Rector, la biblioteca
ocultaba verdaderos tesoros. Allí estaban el Kitab Sirr al-Asar de Geber y el
Sefer Ha-Mirkahot de Shabbetai Donnolo, había obras desconocidas de
Maimónides, de Hali, de Apuleyo, de Herrada de Landsberg, así como otros
antidotaría, dispensatoria y ricettaria que Reynevan nunca había visto antes
y de los que jamás había oído hablar. Y dudaba de que tuvieran noticia de
ellos en las universidades.
—Muy bien. —Scepán de Drahotuse cerró el libro y se puso de pie—.
Vamos a la sala de abajo. Espero que lleguemos a tiempo, porque no puede
faltar mucho para el final. A su modo, resulta un tanto extravagante eso de
empezar un conjuro no a medianoche, como cualquier hechicero normal y
respetable, sino a primera hora, pero bueno… Yo no soy quién para criticar
las acciones de alguien como el valde venerandus et eximius Vinzenz Reffin
Axleben de Salzburgo, una leyenda viva, una celebridad andante, maestro de
maestros. Ah, estoy impaciente por ver cómo le va con Sansón al maestro de
maestros…
—¿Vino ayer?
—Sí, ayer por la tarde. Comió, bebió, preguntó en qué podía ayudamos.
Pero entonces le presentamos a Sansón. El venerando se enfureció y estuvo a
punto de largarse, convencido de que le estábamos tomando el pelo. Sansón
recurrió al mismo truquillo que empleó con nosotros el año pasado: le saludó
en latín, y repitió el saludo en koiné y en arameo. ¡Había que verle la cara al
honorable maese Vinzenz! Pero la cosa funcionó, como pasó con nosotros
hace un año. El honorable Vinzenz Reffin miró atentamente a Sansón, con
aire curioso y benevolente, y hasta le sonrió, todo lo que le dejaban los
músculos del rostro, permanentemente petrificados en un gesto tan lúgubre
como arrogante. Después se encerraron ambos en el occultum…
—¿Los dos solos?
—El maestro de maestros —sonrió el moravo— es extravagante también
a ese respecto. Prefiere la discreción. Aunque eso suponga una grave
indelicadeza, por no decir un insulto. El viejo curandero está aquí, maldita
sea, como huésped. A mí no me molesta, me importa un bledo,
Bezdechovsky está por encima de esa clase de cosas, pero Fraundinst,
Teggendorf, Telesma… Están furiosos, por decirlo suavemente. Y desean de
todo corazón que Axleben fracase. Y sus deseos se van a cumplir, en mi
opinión.
—¿Eh?
—Está cometiendo el mismo error que cometimos nosotros el día de
Reyes. ¿Recuerdas, Reinmar?
—Sí, lo recuerdo.
—Hay que darse prisa. Por aquí, don Scharley.
No bajaron mucho, apenas dos pisos, el pozo era bastante más profundo, las
escaleras se hundían en la negrura de las tinieblas, de donde llegaba el
chapoteo del agua. La caverna natural, cuya historia se perdía en el olvido,
llegaba hasta la altura del Moldava. Quién y cuándo había descubierto la
cueva, quién y para qué se había servido de ella, a quién había pertenecido el
edificio que ocultaba desde hacía siglos la entrada a la gruta: nadie sabía nada
de esto. La mayoría de los indicios apuntaban a los celtas: en las paredes de
la gruta abundaban las imágenes y los relieves medio borrados y cubiertos de
musgo, entre los cuales predominaban los característicos ornamentos
primorosamente entrelazados y los círculos recorridos por líneas
serpenteantes. En algunos lugares se veían figuras, no menos características,
de jabalíes, ciervos, caballos y formas humanas con cuernos.
Edlinger Brehm empujó una pesada puerta. Entraron.
En aquella sala subterránea, la llamada sala inferior, estaban sentados a la
mesa los restantes magos del Arcángel: Svatopluk Fraundinst, Radim Tvrdik,
Jost Dun, Walter von Teggendorf. Y Jan Bezdechovsky de Bezdechov.
Jost Dun, apodado Telesma, había sido, al igual que Scepán de
Drahotuse, monje en otros tiempos. Le delataban los cabellos, que, una vez
abandonada la tonsura, le crecían desordenadamente, formando unos tufos
que le asomaban por encima de las orejas y daban al dueño de semejante
peinado cierta pinta de búho. Por lo que Reynevan sabía de él, Telesma había
practicado desde su juventud el ora et labora en el convento benedictino de
Opatovice, y allí había tenido sus primeros contactos con las ciencias ocultas.
Después había estudiado en Heidelberg, donde perfeccionó sus
conocimientos mágicos. Era una autoridad absoluta en todo lo referente a
talismanes, tanto en el ámbito de las bases teóricas de la materia como en el
empleo efectivo de amuletos. También hacía horóscopos totalmente certeros
con los que comerciaba: se los vendía a toda clase de falsos profetas,
pseudoastrólogos y presuntos adivinos, lo cual le dejaba un buen dinero.
Además de los beneficios de la farmacia, las ganancias de Jost Dun
constituían la principal fuente de ingresos de la congregación.
Walter von Teggendorf, que ya no era joven, se había formado en Viena,
Bolonia, Coimbra y Salamanca, y disfrutaba de facultas docendi en todos
estos centros educativos. Le caracterizaba una enorme devoción, casi
religiosa, por la medicina, la alquimia y la magia arábiga, en particular por
Geber y Alkindi, o sea, como le gustaba a él llamarlos, por Musa Zafar el
Sufi AlJabir y por Ya’qub ibn Sabbah AlKindi. Esas aficiones de Teggendorf
se pusieron de manifiesto en su actitud ante el problema de Sansón. En su
opinión, los djinn eran los únicos culpables. En su forma presente, aseguraba,
Sansón es un majnun, es decir, un hombre en cuyo cuerpo un poderoso djinn
había aprisionado, como castigo, a un djinn menor derrotado. Contra ese
encierro, declaraba el hechicero alemán, no había nada que hacer. La única
posibilidad era portarse bien en espera de una amnistía.
El reverendissimus doctor Jan Bezdechovsky de Bezdechov era el mayor,
el más experimentado y el más respetado entre los nigromantes del Arcángel.
Apenas nadie le conocía más de cerca, no le gustaba hablar de sí mismo y de
hecho no lo hacía. Su edad pasaba —algo que rozaba con lo prodigioso y
daba testimonio de unos poderes mágicos que no eran moco de pavo— de los
setenta años, porque se sabía que había dado clase en la Sorbona durante el
reinado de Carlos V el Sabio, fallecido en 1380, y de acuerdo con los
estatutos los profesores universitarios tenían que tener entonces veintiún años
cumplidos. Entre las escuelas en las que se había formado y en las que había
enseñado se contaban con seguridad París, Padua, Montpellier y Praga, y con
certeza estas cuatro no agotaban la lista. Corría un rumor según el cual
Bezdechovsky se había visto envuelto en Praga en un serio debate y una
querella personal muy enconada con el rector, el insigne Jan Sindel. El
fundamento del conflicto, del que Reynevan ya había oído en su época de
estudiante universitario, no se conocía, pero había sido la causa de la marcha
de Bezdechovsky de la institución y de la ruptura de todo contacto con ella. A
partir de 1417 Bezdechovsky, sencillamente, había desaparecido. Todo el
mundo se preguntaba dónde se habría metido. Reynevan también se lo había
preguntado. Ahora ya lo sabía.
—Salud, joven —dijo Bezdechovsky. Era el único de toda la compañía
que no se dirigía a Reynevan por su nombre. Sé tú también bienvenido, don
Scharley. Tu fama te precede. Hemos oído que es ya tu segundo año con los
taboritas. ¿Cómo te va en la guerra? ¿Qué dices?
Jan Bezdechovsky era el único cofrade al que no le interesaba la política.
Los acontecimientos bélicos, de los que vivía toda Praga, dejaban al anciano
indiferente. Preguntaba por mera educación.
—Bueno, la guerra va bien —respondió Scharley cortésmente—. La
justicia triunfa, la injusticia está siendo derrotada. Los nuestros vencen a los
suyos. Quiero decir que los buenos vencen a los malos. La concordia triunfa
sobre el caos. Y Dios está satisfecho.
—¡Ah, ah! —mostró su alegría el viejo hechicero—. ¡Eso está muy bien!
Siéntate a mi lado, don Scharley, cuenta…
Reynevan se unió a los otros magos. Radim Tvrdik le sirvió vino: a
juzgar por el bouquet, un vino español, de Alicante.
—¿Cómo va la cosa? —preguntó Scepán de Drahotuse, señalando con un
movimiento de cabeza la puerta cerrada que conducía al occultum, la sala de
adivinaciones y conjuros—. ¿Hay resultados? ¿O, por lo menos, señales en el
cielo y en la tierra?
Svatopluk Fraundinst resopló. También Telesma, aunque al hacerlo no
levantó la cabeza del talismán, pulimentado y bruñido.
—Herr Meister Axleben —dijo Teggendorf— prefiere trabajar a solas.
No le gusta que alguien le ande mirando por encima del hombro. Guarda
celosamente sus métodos secretos.
—Hasta con aquéllos que le ofrecen su hospitalidad —añadió con acritud
Fraundinst—. Demostrando así por quién los tiene. Por bandidos que están al
acecho de sus secretos. Antes de acostarse, pone a buen recaudo debajo de la
almohada su bolsa y sus botines, no se los vayamos a robar.
—Ha empezado al amanecer —intervino Radim Tvrdik, viendo que
Reynevan estaba más interesado por Sansón Mieles que por las opiniones
sobre Axleben—. Ciertamente, a solas con el objeto, es decir, con Sansón. No
ha querido ayuda, aunque se la hemos brindado. No ha pedido nada, ni
instrumentos, ni incienso, ni el aspergillum. Así que debe de disponer de
algún potente artefacto.
—O bien es verdad —agregó Brehm— lo que dicen del Manusfortis. No
hay por qué despreciarlo.
—Nadie lo desprecia —aseguró Telesma—. Se trata, al fin y al cabo, de
Vinzenz Axleben en persona, magnus experimentator et nigrománticas. Sin
duda, no le faltan conocimientos de magia. Es un maestro. Por eso mismo,
tiene derecho a ser un tanto extravagante.
—Si tú lo dices. —Fraundinst le miró con mala cara—. En mi pueblo,
Malá Smedava, a los que son como Axleben no los llaman «extravagantes».
Se dice, sencilla y llanamente, que son unos capullos, unos presuntuosos y
unos chulos.
—Nadie es perfecto —constató Teggendorf—, incluido Vinzenz
Axleben. ¿Qué tiene unos métodos de trabajo extravagantes? Bueno, ya
juzgaremos qué resultado dan tales métodos. Lo conoceremos y lo
juzgaremos, como dice la Biblia: exfructibus eorum.
—Me juego lo que sea —Svatopluk no se rendía— a que los frutos van a
ser agrios y malogrados. ¿Alguien quiere apostar?
—Yo seguro que no. —Scepán de Drahotuse se encogió de hombros—.
Pues la zarza no da uvas, ni el cardo higos. Axleben va a fracasar con Sansón,
el resultado va a ser el mismo que el que nosotros obtuvimos el día de Reyes.
O sea, ninguno. A Axleben le va a perder lo mismo que nos perdió a
nosotros. El orgullo y la vanidad.
La puerta que llevaba al occultum se abrió y apareció por ella Vinzenz Reffin
Axleben. Recogiéndose los pliegues de su negro manto, se sentó a la mesa y
se bebió de un trago una copa de alicante. Reinaba el silencio, nadie decía
nada, él tampoco abría la boca. Estaba pálido y sudoroso, el sudor le había
pegado los ralos cabellos a las sienes y la coronilla.
Vinzenz Reffin Axleben estaba en Praga de paso. Procedente de
Salzburgo, donde residía, tenía previsto dirigirse a Cracovia para impartir una
serie de lecciones en la academia de esta ciudad. Desde Cracovia el hechicero
pensaba seguir hacia Gdansk, y desde allí, pasando por Kónigsberg, a Riga,
Dorpat y Pemau. Por lo que Reynevan tenía entendido, el destino final del
viaje de Axleben era Uppsala. También había oído otras cosas. Como que
Axleben, siendo un hechicero poderoso, diestro y renombrado, no gozaba de
respeto, por practicar la siempre mal vista nigromancia y la demonomancia, y
sus juegos con cadáveres y con espíritus malignos habían propiciado en
distintos ambientes el boicot de sus camaradas. Los rumores le atribuían el
conocimiento y la capacidad para valerse del Manusfortis, la Mano Poderosa,
un embrujo de una fuerza insólita que podía ser lanzado con un simple
movimiento de la mano. Las habladurías hacían asimismo de Axleben uno de
los cabecillas e ideólogos principales en Europa oriental de los valdenses y de
los partidarios de la doctrina de Joaquín de Fiore, también lo vinculaban a la
Stregheria lombarda. Se conocían igualmente los estrechos lazos de Axleben
con los Hermanos y las Hermanas del Espíritu Libre: a los nigromantes del
Arcángel les chocaba mucho que durante su estancia en Praga Axleben
estuviera disfrutando de su hospitalidad, en vez de alojarse en la casa de la
Rosa Negra, sede clandestina en Praga de la Hermandad. Algunos lo
atribuían a las relaciones amistosas entre Axleben y Jan Bezdechovsky. Otros
sospechaban que el mago tenía sus propios motivos.
—Que me entregarais para siempre a vuestro Sansón —Axleben levantó
por fin la cabeza y paseó la mirada por todos los presentes— es algo de lo
que ni hablar, ¿no?
Reynevan ya se estaba levantando, con una tajante réplica en los labios,
pero le detuvo un codazo de Scharley. El nigromante no se dio ni cuenta: por
lo visto, sólo estaba pendiente de los ojos y la cara de Jan Bezdechovsky. Vio
la respuesta, torció el gesto.
—Sí, claro, entiendo. Pues es una lástima. De buena gana seguiría
conversando con este… con este caballero. Es un tipo leído… Da gusto
hablar con él… Y es muy chistoso. Pero que muy chistoso.
—Bravo, Sansón —murmuró Fraundinst.
—Lo ha agasajado —le respondió Telesma—. Con la Tabla
Esmeraldina…
—No os creeríais —Axleben decidió hacer como que no había oído los
susurros— las cosas que me ha dicho estando dormido. Por eso mismo me las
guardaré para mí, para qué hablar si no os vais a creer lo que os cuente. Sólo
os diré que me ha dado algunos consejos cuando estaba en trance. Algunos,
claro, intentaré tenerlos en cuenta. Ya veremos en qué termina la cosa… Ese
erudito y políglota con cara de cretino —prosiguió tras unos instantes
consagrados al alicante— me ha deleitado, entre otras muchas cosas, con una
extensa cita de La Divina Comedia. Me recordó que no cediera a la tentación
de la vanidad. Que tuviera presente que todo es baldío, que ninguna culpa
queda sin castigo. Porque entre los hechiceros, la verdad, a Alberto Magno se
lo encuentra Dante en el Paraíso, pero Miguel Escoto, Guido Bonatti y
Asdent son castigados por nigromantes y son condenados al Octavo Círculo
del Infierno, el Malebolge, los Malos Fosos, en la Cuarta Sima. Allí gimen y
lloran, derraman abundantes lágrimas, en tanto que los demonios en el
contexto de sus tormentos les retuercen la cabeza y el cuello, de delante atrás,
así que las lágrimas les brotan por el culo. Bonita perspectiva, ¿verdad? Y
hay que añadir que vuestro Sansón me lo recitó con un impecable acento
toscano.
Scepán de Drahotuse y Scharley intercambiaron sonrisas y miradas muy
significativas. Axleben paseó por ellos sus ojos cansados, le indicó a Tvrdik
con una señal que podía volver a llenarle la copa.
—Por un momento —declaró—, se me ha pasado una idea por la cabeza:
¿y si fuera el diablo? ¿El mismísimo diablo encarnado? Ja, no me digáis que
no habéis pensado nada parecido. Esto es un asunto diabólico, de manual:
engañar, embaucar, confundir los sentidos. Diabolus potest, como dicen los
clásicos, sensum hominis exteriorem immutare et illudere. Puede hacerlo de
muchas maneras, entre otras, alterando el propio órgano sensorial, es decir,
nuestro ojo, introduciendo algo en la sustancia ocular de modo que el objeto
que observamos lo veamos tal y como el demonio desea que lo veamos. Hace
ya tiempo que escribieron sobre esta cuestión Buenaventura, Psellos, Pedro
Lombardo, también escribió Witelo, escribió Nicolaus Magni de Jawor, no
estaría de más tener presentes las obras de todos estos autores.
—Tarugo —murmuró Fraundinst.
Axleben volvió a hacer como que no había oído.
—Puedo afirmar, sin embargo —acentuó su afirmación dando un
manotazo en la mesa—, que no nos las vemos aquí ni con el diablo ni con un
caso de posesión diabólica. La injerencia de los demonios en la vida humana
es posible y se produce con notable frecuencia, hemos visto lo suficiente para
no albergar ninguna duda al respecto. Pero se trata de un fenómeno sometido
a la voluntad del Creador, el cual lo permite ad gloriae sue ostensionem vel
ad peccati poenitenciam sive ad peccantis correccionem sive ad nostram
erudicionem. El demonio, como tal, no es el causante. El demonio es
incentor, exdtator e impellator, es el ayudante, instigador e inductor, es quien
acrecienta el mal que duerme en nosotros e incita a nuestra naturaleza
pecadora a que cometa malas acciones. Pero yo… Yo —concluyó— no
encuentro nada maligno en el individuo que me habéis confiado para
examinarlo. En él, aunque sé que parece ridículo, no hay ni sombra del mal.
»Puedo, por lo demás, leer en vuestros rostros que vosotros mismos
también habíais llegado a una conclusión análoga. Y también veo otra cosa
escrita en ellos: un deseo inmenso de que me dé finalmente por vencido. Ya
he admitido mi fracaso. He reconocido que no he conseguido nada. Así pues,
lo confieso: he sufrido una derrota, no lo he logrado. ¿Satisfechos?
Estupendo. Vayamos entonces a alguna taberna, porque me muero de
hambre. Desde mi última visita a Praga no hago más que soñar con los
knedlíky[11] y la col de aquí… ¿A qué vienen esas caras? Pensaba que os
alegraría mi fracaso.
—Pero qué decís, maese Vinzenz. —Fraundinst forzó una sonrisa—. Al
contrario, nos aflige. Si vos no habéis sido capaz de dar con la naturaleza del
fenómeno…
—¿Quién ha dicho —el nigromante se puso tieso— que no he sido
capaz? He sido capaz y he dado con ella… Perispíritu positivo —dijo,
satisfecho al advertir el silencio lleno de tensión y expectación—. ¿Os dice
algo esa definición? No hace falta que pregunte, seguro que sí. Sin duda,
habréis oído hablar de la existencia de algo como el perispíritu circulante.
Está bien descrito en los tratados especializados, que os aconsejo
sinceramente que consultéis.
»Os aconsejo —prosiguió Axleben, sin hacer ni caso a las miradas
hostiles de los hechiceros del Arcángel— que estudiéis el caso de Poppo von
Ostema, gran maestre de la Orden de los Caballeros Teutónicos del Hospital
de Santa María de Jerusalén. Así como el casus tan parecido, de una
naturaleza prácticamente idéntica, de Lucilla, la hija de Marco Aurelio. Tal
vez lo recordéis. ¿No? Haced memoria. Con ese… con Sansón ha pasado lo
mismo que con Lucilla y con Poppo. La esencia del fenómeno es el
perispíritu positivo y el perispíritu circulante. Eso es. Lo sé. Por desgracia, no
basta con saberlo. No soy capaz de hacer nada. Quiero decir que no he
conseguido ayudar a ese Sansón, y sigo sin conseguirlo. Vamos a comer.
—Si vos no lo habéis conseguido —Scepán de Drahotuse parpadeó—,
¿quién lo va a conseguir?
—Rupilius Silesio —respondió de inmediato Axleben—. Sólo él.
—Entonces —Teggendorf rompió un silencio bastante embarazoso—;
¿vive todavía?
—Pero ¿existe de verdad? —le cuchicheó Tvrdik a Telesma.
—Vive. Y es el mayor especialista vivo en materia de cuerpos y entes
astrales. Si alguien puede ayudar en este asunto, es él. Vamos a comer. Ah…
Se me olvidaba… —El nigromante buscó con la mirada a Reynevan, le miró
a los ojos—. Tú eres su amigo, jovencito —afirmó, no preguntó—. Tu
nombre es Reynevan.
Reynevan tragó saliva, asintió con la cabeza.
—Estando en trance, ese Sansón ha profetizado —dijo Axleben con
frialdad—. Ha repetido varias veces la profecía: ha sido clara, inteligible,
precisa. Se refería a ti, precisamente. Tienes que cuidarte de la Dueña y la
Doncella. Eso es lo que ha dicho. —La mirada del nigromante hizo que se
congelaran las sonrisas maliciosas de Scharley y Tvrdik—. Resulta que yo sé
a qué se refería. La Dueña y la Doncella son dos famosas torres. Nada menos
que del famoso castillo Trosky, en Podkrkonosí. Guárdate del castillo Trosky,
joven al que llaman Reynevan.
—Da la casualidad —balbuceó Reynevan— de que no tengo intención
alguna de ir por allí.
—Lo que sí es casualidad —soltó Axleben por encima del hombro,
dirigiéndose hacia la puerta— es que Rupilius Silesio, la única persona que,
en mi opinión, puede ayudar a tu Sansón, vive desde hace más de diez años
en Bohemia. Precisamente, en el castillo Trosky.
Capítulo cuarto
En el que dejamos por una breve temporada a nuestros héroes y nos desplazamos
de Bohemia a Silesia, para comprobar lo que hacen más o menos a la vez algunos
viejos —y otros nuevos— conocidos.
Nada más cruzar las puertas del castillo, espolearon a los caballos, los
pusieron al galope. Por el oeste el cielo oscurecía, se iba volviendo negro.
Las ráfagas de viento aullaban y silbaban en las copas de los abetos,
arrancaban las hojas secas de robles y ojaranzos.
—¡Don Lobo!
—¿Qué?
—¡Gracias! ¡Gracias por haberme liberado!
El sacerdote de ojos de hierro se volvió en la silla.
—Te necesito, Tybald Raabe. Necesito información.
—Entiendo.
—Lo dudo. Ah, Raabe, y otra cosa.
—Decidme, don Lobo.
—Nunca más vuelvas a pronunciar mi nombre en voz alta.
—Ay, señor —dijo Tybald Raabe con la boca llena de repollo y guisantes—.
Pero ¿de dónde iba a sacar yo esas informaciones? Por supuesto, de aquello
que sé puedo daros bastantes detalles. De Peterlin de Bielau. De su hermano
Reynevan y del romance de Reynevan con Adela Sterz, de cómo acabó la
cosa. De lo que pasó en la sede de los raubritter en Kromolin y del torneo en
Ziebice. De cómo Reynevan… Y, ¿cómo le va allí a Reynevan, señor? ¿Goza
de salud? ¿Se encuentra bien? ¿Él? ¿Sansón? ¿Scharley?
—No te apartes del tema. Aunque, ya que estamos, ¿quién es ese
Scharley?
—¿No sabéis? Al parecer, es un monje o un cura pervertido fugado de la
prisión del convento. También se dice, a mí concretamente me lo ha contado
un tal Tassilo de Tresckow, que Scharley participó en la sedición de Wroclaw
del año 1418. Ya sabéis, el 18 de julio, cuando los matarifes y los zapateros
sublevados se cargaron al alcalde Freiberger y a seis concejales. A treinta
rebeldes les cortaron la cabeza por ese motivo en la plaza de Wroclaw, y
otros treinta fueron condenados a pena de destierro. Y, en vista de que
Scharley aún tiene la cabeza encima del pescuezo, tuvo que contarse entre los
desterrados. Yo creo…
—Suficiente —le interrumpió el de ojos de hierro—. Siguiente
información. Lo que te he preguntado antes. Sobre el asalto al recaudador de
impuestos y a la comitiva que transportaba los impuestos recaudados. Una
comitiva de la que formaba parte Reynevan. Y de la que tú también formabas
parte, Tybald.
—Cierto, cierto. —El goliardo cargó una cucharada de guisantes—. Yo sé
lo que sé. Y lo cuento, cómo no. Pero de esas otras cosas…
—De los jinetes negros que gritaban: «Adsumus». Evidentemente, hacían
uso de una sustancia árabe llamada hashsh’ish.
—Justo. Ni sabía ni sé una palabra de todo eso. ¿Cómo iba a enterarme
yo de esas cosas? ¿De dónde iba a sacar la información?
—Prueba —la voz del de los ojos de hierro cambió y se volvió
amenazadora— a buscarla en esta escudilla que tienes delante de tus narices.
Entre los guisantes y los torreznos. La encontrarás, y será mejor para ti.
Ahorrarás tiempo y esfuerzos.
—Comprendo.
—Eso está muy bien. Todas las informaciones, Tybald. Todo lo que haya.
Hechos, habladurías, rumores, todo lo que se comenta en tabernas, mercados,
ferias, claustros, cuarteles y lupanares. Lo que los curas largan en sus
homilías, los fieles en las procesiones, los concejales en los ayuntamientos y
las mujeres junto al pozo. ¿Queda claro?
—Como el sol.
—Hoy es la vigilia de Santa Eduviges, 14 de octubre, martes. Dentro de
cinco días, el domingo, nos vemos en Swidnica. Después de la misa, delante
de la iglesia parroquial de San Estanislao y San Wenceslao. Cuando me veas,
no te acerques. Me alejaré de allí, tú sígueme. ¿Has comprendido?
—Sí, don Lobo… Ejem… Disculpad…
—Ésta es la última que te paso. La próxima vez, te mato.
Confío en que así sea, pensó Domarasc. Confío en que lo haya entendido.
Porque conozco los rumores que rodean a Procopio y a Flutek y que hablan
de traición y de conjura. Una conjura, vaya una cosa. Se forma un «grupo
especial» secreto, para el que se recluta a canallas de la peor especie, que a la
primera señal de peligro desertan, llevándose el dinero que se les ha confiado.
Y después se dice que ha sido una conjura.
Y se envía un asesino a Silesia.
Las lavanderas del río discutían, acusándose unas a otras de prostitución.
Los pescadores echaban pestes. Los alumnos recitaban a Ovidio.
Canónicos y deanes
se meriendan nuestros panes.
«Mío, mío, no de vos».
Ni dios se acuerda de Dios.
El genio del agua estaba muy atento. Aun viviendo en una pequeña laguna
perdida en medio de los bosques en Sciborowa Poreba, en el culo del mundo,
incluso al anochecer, cuando la probabilidad de encontrarse con alguien era
prácticamente nula, mostraba una prudencia extrema. Al emerger no levantó
más olas que un pez y, de no ser porque la superficie de la laguna estaba lisa
como un espejo, el tipo de ojos de hierro que estaba emboscado en los
arbustos no habría visto propagarse los círculos concéntricos de las ondas.
Mientras salía a las cañas de la orilla, el monstruo apenas chapoteó y sólo
produjo un leve crujido: cualquiera habría dicho que andaba por allí una
nutria. Pero el de ojos de hierro sabía que no se trataba de una nutria.
Estando ya en terreno seco, y tras asegurarse de que nada lo amenazaba,
el genio del agua se volvió más confiado. Se enderezó, pateó con sus grandes
pies, dio unos saltos, y al saltar el agua y el cieno le chorrearon de su capote
verde. El genio, ya del todo animado, expulsó el agua de sus agallas, abrió su
bocaza de rana y croó estridentemente, recordando a la naturaleza
circundante quién mandaba allí.
La naturaleza no reaccionó. El genio del agua dio unas cuantas vueltas
entre la hierba, hurgó en el fango, finalmente echó a andar ladera arriba, hacia
el bosque. Y cayó directamente en la trampa. Soltó un chillido al ver delante
de él un semicírculo de arena. Acercó su pie aplanado, lo retiró
desconcertado. De repente cayó en la cuenta de lo que ocurría, croó con
fuerza y se dio la vuelta con ánimo de huir. Pero ya era tarde. El de ojos de
hierro salió de la maleza y cerró el círculo mágico con arena que vertió de un
saco. Una vez cerrado, se sentó en un tocón.
—Buenas tardes —dijo cortésmente—. Me gustaría charlar un rato.
El genio del agua —el de ojos de hierro ya había visto que ese nombre era
muy apropiado para el monstruo— intentó varias veces franquear de un salto
el círculo mágico, naturalmente sin éxito. Resignado, agitó enérgicamente su
cabeza plana, y al hacerlo le salió cantidad de agua de los oídos.
—Brekkrek —croó—. Bhrekkrekekeks.
—Escupe el cieno y haz el favor de repetirlo.
—Bhrekekgreggreggreg.
—¿Te haces el idiota? ¿O me tomas a mí por tal?
—Kuakskwaaaks.
—Lástima de talento, señor genio. A mí no me la das. De sobra sé que
entendéis perfectamente y sabéis hablar en cristiano.
El genio del agua parpadeó con sus párpados dobles y abrió la boca,
ancha como la de un sapo.
—En cristiano… —dijo a borbotones, escupiendo agua—. Sí, claro, en
cristiano. Pero ¿por qué tengo que hablar en alemán?
—Ahí me has dado. ¿Qué tal en checo?
—Bueno, vale.
—¿Cómo te llamas?
—Si te lo digo, ¿me dejarás marchar?
—No.
—Entonces, que te den.
Por un tiempo reinó el silencio. Lo rompió el de ojos de hierro.
—Puedes hacer un buen negocio, señor genio. Quiero que me des una
cosa. No, no quiero que me la des. Digamos que quiero que me la facilites.
—Una mierda te voy a facilitar.
—Ni por un momento he supuesto —dijo con una sonrisa el de ojos de
hierro— que fueras a estar de acuerdo de entrada. Ya contaba yo con que no
habría más remedio que trabajarte. Soy paciente. Tengo tiempo.
El genio se puso a dar saltos, a patalear. El agua volvió a chorrearle del
capote, por lo visto, tenía que tener una buena reserva.
—¿Qué es lo que quieres? —croó—. ¿Por qué me torturas? ¿Yo qué te he
hecho? ¿Qué quieres de mí?
—De ti no quiero nada. Más bien de tu mujer. Por lo demás, está
escuchando nuestra conversación, está allí, justo en la orilla, he visto moverse
un junco y temblar esos nenúfares. ¡Buenas tardes, señora del genio! ¡Os
ruego que no os marchéis, os vamos a necesitar!
En la orilla se oyó un chapoteo, como si se hubiera zambullido un castor
o unas ruedas pasaran por el agua. El genio atrapado se puso a berrear,
recordaba a un avetoro trompeteando con el pico en el pantano. Después
hinchó mucho las agallas y emitió un potente chillido. El de ojos de hierro lo
observaba impasible.
—Hace dos años —dijo tranquilamente—, en el mes de septiembre, el
que vosotros llamáis Mheánh, se produjo aquí mismo, en Sciborowa Poreba,
un ataque, un combate y una escabechina.
El genio volvió a hincharse, resopló. De las agallas le salía el agua a
chorros.
—¿Y a mí qué? Yo no me meto en vuestros asuntos.
—Las víctimas, cargadas con piedras, fueron arrojadas a esta laguna.
Estoy seguro, porque no puede ser de otra manera, de que alguna de las
víctimas aún estaba viva cuando la arrojaron al agua. De que no estaba
muerta antes de que se ahogara. Y, si fue así, la tienes ahí en el fondo, en tu
rehoengan, en tu cubil y tesoro acuático. La tienes ahí en calidad de hevai.
—¿En calidad de qué? No comprendo.
—Claro que comprendes. De hevai de aquél que murió ahogado. Lo
tienes entre tus tesoros. Manda a tu mujer a buscarlo. Dile que lo traiga.
—Tú deliras, tío —dijo, afectando ronquera, el monstruo—, y a mí se me
están secando las branquias… Me ahogo… Me voy a morir…
—No pretendas tomarme por imbécil. Puedes respirar el aire de la
atmósfera tanto tiempo como un cangrejo, no te va a pasar nada. Pero cuando
salga el sol y se levante el viento… Cuando empiece a resquebrajársete la
piel…
—¡Jadzkaaa! —gritó el genio del agua—. ¡Trae aquí el hevai! ¡Ya sabes
cuál!
—Conque también sabes hablar en polaco…
El genio tosió, expulsó agua por la nariz.
—Mi mujer es polaca —contestó de mala gana—. Del lago Goplo.
¿Podemos hablar en serio?
—Claro.
—Escucha entonces, hombre mortal. Has acertado. De los dieciséis que
mataron aquí entonces y arrojaron a la laguna… uno, aunque bastante
agujereado, todavía vivía. El corazón le latía, cayó al fondo envuelto en una
nube de sangre y de burbujas. Los pulmones se le llenaron de agua y murió,
pero… también en eso has acertado… conseguí llegar junto a él antes de que
ocurriera y me apropié de él… Tengo un hevai. Si te lo entrego…
¿prometerás dejarme libre?
—Prometeré. Te lo prometo.
—Aunque resulte… Porque, si sabes tantas cosas, seguramente no creerás
en supersticiones y cuentos… No harás que reviva el ahogado maltratando al
hevai. Eso es una memez, un cuento, una fantasía. No conseguirás nada,
aparte de dispersar su aura. Harás que muera por segunda vez, entre atroces
sufrimientos, tan atroces que es posible que el aura no lo soporte y se
desvanezca. Si, como parece, se trataba de alguien cercano a ti…
—No era nadie cercano —le interrumpió el de ojos de hierro—. Y no
creo en las supersticiones. Proporcióname ese hevai, sólo por un ratito.
Después te lo devolveré, intacto. Y a ti te soltaré.
—Ja. —El genio del agua parpadeó con todos sus párpados—. En tal
caso, ¿a qué venía tanta trampa? ¿Por qué me has atrapado, sometiéndome a
estrés y poniéndome de los nervios? Bastaba con venir, preguntarme…
—La próxima vez.
Se oyó un chapoteo en la orilla, empezó a oler a limo y a pez muerto. Al
cabo de un momento, acercándose despacio, con mucha cautela, como una
tortuga de los pantanos, se unió a ellos la mujer. El de ojos de hierro la
observó con curiosidad, por primera vez en su vida veía a una goplana[15]. A
primera vista apenas se distinguía de cualquier otra mujer, pero el ojo experto
del cura sabía captar hasta los detalles más imperceptibles. Si el genio del
agua silesio recordaba a una rana, la ninfa polaca hacía pensar en una
princesa transformada en rana por un encantamiento.
El genio cogió algo que traía su mujer: parecía una gran almeja cubierta
por una barba de algas. Pero por debajo de las algas se veía una luz. La
almeja iluminaba. Era fosforescente. Como la yesca. O como la flor del
helecho.
El de ojos de hierro dispersó la arena del círculo mágico, liberando al
genio de la trampa. Después tomó el hevai de sus manos. Y notó de
inmediato cómo el pulso le temblaba, cómo el temblor y las palpitaciones se
transmitían de las manos al resto del cuerpo, cómo se difundían y le
traspasaban para ascender finalmente hasta la nuca y los sesos. Oyó una voz,
primero callada, de insecto, luego cada vez más clara y más fuerte.
—… hora de nuestra muerte… Ahora y en la hora de nuestra muerte…
Elencza… Mi niña… Mi niña…
No se trataba, naturalmente, de la voz de nadie, no era una criatura
capacitada para hablar ni una con la que se pudiera conversar, a la que se
pudiera interrogar, al modo de los nigromantes. Como en Amset, Hapy,
Duamutef y Kebehsenuf, los canopos egipcios, como en el anguinum, el
huevo de los druidas, como en el cristal oglain-nan-Druighe, también en el
hevai como en cualquier otro recipiente análogo se encontraba aprisionada un
aura, o más bien un fragmento del aura, que recordaba una sola cosa: el
momento que precedía a la muerte. Para el aura, ese momento se repetía por
toda la eternidad. Por toda la eternidad infinita y total.
—¡Salvad a mi niña! ¡Piedad! Ahora y en la hora… Salvad a mi niña…
Salvad a mi niña… Escapa, escapa, Elencza, ¡no mires atrás! Escóndete,
escóndete, ocúltate entre los matorrales… Nos encontrarán, nos matarán…
Ten piedad de nosotros… Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora
de nuestra muerte. Mi hija… Virgen Santísima… En la hora de nuestra
muerte, amén… ¡Elencza! ¡Huye, Elencza! ¡Huye! ¡Huye!
El cura se inclinó y colocó el hevai, con su palpitante luz interior, en la
orilla de la laguna. Con delicadeza, con mucho cuidado. Para que no se
rompiera. Para que no se dañara. Para no perturbar, para no alterar el
descanso eterno.
Los cuatro laterales, a la sombra de las arcadas, del patio del claustro de los
premonstratenses de Olbin tenían que servir de ayuda en la meditación,
recordando los cuatro ríos del paraíso, los cuatro evangelistas y las cuatro
virtudes cardinales. Aquella trinchera de la disciplina —como la llamaba San
Bernardo— imponía un orden y una estética. Exhalaba paz.
—Estás muy callado, Goyo —comentó Conrado de Olesnica, obispo de
Wroclaw, observando atentamente al inquisidor—. Tienes mala cara. ¿La
conciencia? ¿O la tripa?
El claustro. El patio. El jardín. La humildad. La paz. Preservar la paz.
—Con una coherencia y una tenacidad dignas de admiración, su
eminencia el obispo se permite dirigirse a mí de un modo marcadamente
familiar. En consecuencia, yo también me permito esta respuesta: una vez
más recuerdo a su eminencia que soy inquisidor papal, delegado de la sede
apostólica en la diócesis de Wroclaw. En virtud de mi rango, se me debe
respeto y el título apropiado. Lo de «Goyo», «Pepo», «Tito» o «Lalo» se lo
puede guardar su eminencia para sus fámulos, canónigos, confesores y
lameculos.
—Su reverencia el inquisidor —el obispo le puso al título tanta
ponderación despectiva como fue capaz— no tiene que recordarme lo que
puedo hacer. Yo lo sé mejor que nadie. Es fácil: en general, puedo hacerlo
todo. Pero, para que no haya reticencias, le diré a su reverencia que estoy
inmerso en un intercambio epistolar con Roma. Con la sede apostólica,
justamente. De resultas de la cual es posible que la carrera de su reverencia,
que prometía ser tan brillante, resulte efímera cual vejiga de pez. Un pinchazo
y ¡pum!, se acabó. Y entonces la más alta dignidad con la que su reverencia
podrá contar en esta diócesis será un empleo a mi servicio como fámulo,
canónigo o lameculos, con todo su inventario, incluido el apelativo familiar
de Goyo. O de Pepo, si así lo prefiere su reverencia. Porque la alternativa
sería el nombre de «hermano Gregorio» en algún convento apartado, entre
bosques tan pintorescos como impenetrables, en un lugar tan alejado de
Wroclaw en la práctica como si estuviera en Armenia.
—Efectivamente. —Gregorio Hejncze entrelazó las manos, se apoyó en
un arco, no bajó la mirada—. Efectivamente, su eminencia episcopal no se ha
permitido muchas reticencias. Pero no tenía por qué haberse tomado tantas
molestias, pues conozco de sobra la existencia del intercambio epistolar entre
su eminencia y Roma. También estoy al corriente, y cómo, de que los
resultados de esa correspondencia son menos que modestos, nulos para ser
más exactos. Nadie, naturalmente, impedirá a su eminencia enviar nuevas
epístolas, continua gotera horada la piedra, quién sabe, puede que al final
algún cardenal se rinda, puede que acaben por destituirme. Personalmente,
tengo mis dudas, pero lo cierto es que todo está en manos de Dios.
—Amén. —El obispo Conrado sonrió y suspiró, satisfecho con la
estabilización del nivel de la conversación—. Amén, Goyo. No eres ningún
zoquete, ¿sabes? Eso es lo que me gusta de ti. Lástima que sea lo único.
—En verdad es una lástima.
—No pongas esa cara. De sobra sabes qué es lo que me molesta de ti, por
qué me empeño en que seas destituido. Eres demasiado blando, Goyo,
demasiado compasivo. Actúas con escasa decisión, con indolencia y sin un
plan. Y eso no es lo mejor en estos tiempos. Haereses ac multa mala hic in
riostra dioecesi surrexerunt. Cunden la herejía y el paganismo. Los espías
husitas proliferan en torno nuestro. Brujas, duendes, espectros y otros
monstruos infernales se mofan de nosotros, llevando sus aquelarres a Silesia,
a cinco leguas de Wroclaw.
Abominables prácticas y cultos satánicos se realizan de noche en
Grochowa, en Klodzka Góra, en Zelezniak, junto a la cumbre del Praded, en
centenares de sitios. Las beguinas levantan la cabeza. Se mofa de la justicia la
impía secta de las Hermanas del Espíritu Santo, sin ser castigada, pues en ella
actúan y tienen la primacía damas nobles, patricias y abadesas de los más
acaudalados conventos. Y tú, inquisidor, ¿de qué puedes presumir? A pesar
de que estuvo en tus manos, se te escapa Urban Horn, apóstata, traidor y
espía husita. A pesar de que estuvo en tus manos, se te resiste Reinmar von
Bielau, hechicero y criminal. Se te escapan, uno tras otro, los mercaderes que
comercian con los husitas: Bart, Throst, Neumarkt, Pfefferkorn y otros. El
castigo, naturalmente, los aguarda, aunque no ha sido decidido e impuesto
por ti. Alguien te ha suplido. Alguien tiene que seguir supliéndote. ¿Qué ha
tenido que pasar para que alguien haya suplido al inquisidor? ¿Qué, Goyo?
—En breve, le aseguro a su eminencia, pondré fin a esa suplencia.
—No haces más que repetirlo. Hace ya dos años, en diciembre,
encontraste a un supuesto testigo cuya confesión iba a desenmascarar a cierta
organización o secta peligrosísima, diabólica, culpable de numerosos
asesinatos. A ese testigo, por lo visto un diácono de la colegiata de
Namyslów, lo fuiste a encontrar, ja, ja, en una casa de locos. Estuve
esperando en tensión para escuchar la confesión de ese chiflado. ¿Y qué
pasó? No conseguiste trasladarlo hasta Wroclaw.
—No lo conseguí —admitió Hejncze—. Por el camino fue asesinado
alevosamente. Por alguien que entiende de magia negra.
—Ay, ay. Magia negra.
—Lo cual demuestra —siguió tranquilamente el inquisidor— que a
alguien le convenía que no hablara. Porque, de haber hablado, alguien habría
salido gravemente perjudicado. Había sido testigo ocular del asesinato del
mercader Pfefferkorn. A lo mejor habría sido capaz de reconocer al asesino si
se lo hubieran mostrado…
—A lo mejor sí. O a lo mejor no. No lo sabemos. Y, ¿por qué no lo
sabemos? Porque el inquisidor papal no es capaz de garantizar la seguridad
de un testigo, aunque el testigo sea un majareta de la Narrenturm. ¡Menuda
cagada, Goyo! ¡Qué descrédito!
»Delante de tus narices —continuó el obispo, sin esperar su reacción—
florece el crimen, nadie está seguro. Caballeros salteadores en connivencia
con los husitas saquean los monasterios. Los judíos profanan las hostias y las
sepulturas. Los herejes roban los tributos, que tanto les han costado a los
pobres. La hija de Johann Biberstein, caballero y magnate, es raptada y
violada, sin duda por husitas, que se vengan así del hecho de que Biberstein
es un buen católico. Y tú, ¿qué haces? Más razones para destituirte. Yo,
obispo de Wroclaw, que tengo en la cabeza un sinfín de asuntos relativos a la
fe, tengo que quemar a los culpables por ti.
—¿Entre los que has quemado hoy —el inquisidor levantó las cejas—
había algún culpable? La verdad es que no me he percatado.
—Percatarse —replicó el obispo— no es tu fuerte, Goyo.
Indudablemente, hay muchas cosas de las que no te percatas. Pero, por
desgracia, ocurren esas cosas, que perjudican a Silesia. A la Iglesia. Y al
Sanctum Officium, al que a pesar de todo sirves.
—Las que perjudican al Santo Oficio son las ejecuciones sin sentido,
concebidas como exhibición. Lo que lo perjudica es la injusticia. Gracias a
estas cosas se desarrolla la leyenda negra, el mito de la Inquisición atroz, todo
esto es agua en el molino de la propaganda herética. Dentro de cien años,
pienso en ello con espanto, sólo quedará esa leyenda, un relato siniestro y
horroroso de mazmorras, torturas y hogueras. Una leyenda en la que todos
van a creer.
—No sabes nada de la gente ni de los procesos históricos —contestó
secamente Conrado de Olesnica—. Y eso te inhabilita como inquisidor.
Deberías saber, Goyo, que siempre hay dos polos. Si hay una leyenda
horrorosa, también habrá una antileyenda. Una contraleyenda. Aún más
horrorosa. Si quemo a cien personas, dentro de cien años unos demostrarán
que quemé a mil. Otros: que no quemé a nadie. Dentro de quinientos años, si
es que este mundo dura tanto, por cada tres que hablen con emoción de las
mazmorras, torturas y hogueras, habrá por lo menos un pardillo según el cual
no existieron mazmorras, no se aplicaron torturas, la Inquisición era
compasiva y justa como un padre, castigaba sin crueldad, limitándose a
amonestar paternalmente, y todas esas hogueras no fueron más que
invenciones y calumnias heréticas. Así que haz tu trabajo, Goyo, y deja lo
demás a la historia. Y a las personas que la interpretan. Y haz el favor de no
darme por culo con la justicia. No fue para hacer justicia para lo que se creó
la institución en la que trabajas. La justicia es el droit de seigneur. Ergo, yo
soy la justicia, pues yo soy aquí el señor, soy el amo, soy un Piasta, soy un
príncipe. Príncipe de la Iglesia, desde luego, pero uno que habet omnia iura
tamquam dux. Tú, en cambio, Goyo, eres, fíjate bien, un siervo.
—De Dios.
—Y una mierda. Eres un criado de la Inquisición, una institución que
debe extirpar cualquier brote de pensamiento y atemorizar a los que piensan,
censurar y reprimir el pensamiento libre, sembrar el pánico y el terror, hacer
que el populacho tenga miedo de pensar. Porque para este preciso fin fue
fundada esta institución. Lástima que sean tan pocos los que lo tienen en
cuenta. Por eso se propaga de este modo y florece la herejía. Florece gracias a
los que son como tú, atrapados y embobados por el cielo, que vagan
descalzos, mendigando en una quimérica imitación de Cristo. Gracias a los
que parlotean sobre la fe, la humildad, el servicio a Dios, a los que permiten
que se posen sobre ellos y se les caguen encima los pájaros y a los que, de
vez en cuando, les salen estigmas. ¿Tú tienes estigmas, Goyo?
—No, su eminencia. No tengo.
—Eso ya es algo. Sigo: todo lo que ves a tu alrededor, padre inquisidor,
no es un juego de Dios. Es un mundo en el que hay que mandar. Gobernar.
Pero el poder es un privilegio de los príncipes. De los señores. El mundo es
un dominium que tiene que someterse a los gobernantes, aceptar con una
profunda reverencia el droit de seigneur, el poder del señor. Está en el orden
de las cosas que los príncipes de la Iglesia sean señores. Al igual que sus
hijos. Sí, sí, Goyo. Nosotros gobernamos el mundo, y después de nosotros
asumirán el poder nuestros hijos. Los hijos de los reyes, los príncipes, los
papas, los cardenales y los obispos. Y los hijos de los mercaderes de sedas,
perdona la franqueza, son y serán vasallos. Súbditos. Criados. Tienen que
servir. ¡Servir! ¿Lo has pillado, Gregorio Hejncze, hijo de un mercader de
Swidnica? ¿Lo has comprendido?
—Mejor de lo que cree su eminencia.
—Pues ve y sirve. Estate atento a las manifestaciones de la herejía, tal y
como pregona tu nombre: Gregorikós. Sé irreconciliable con los herejes, los
impíos, los pervertidos, los monstruos, las brujas y los judíos. Sé implacable
con aquéllos que osan levantar la mente, los ojos, la voz y la mano contra mi
poder y contra mis posesiones. Sirve. Ad maiorem gloriam Dei.
—En lo tocante a esto último puede su eminencia contar enteramente
conmigo.
—Y recuerda. —Conrado volvió a levantar dos dedos, pero esta vez en su
gesto no había ni rastro de bendición—. Recuerda: el que no está conmigo,
contra me est. O conmigo o contra mí, tertium non datur. Quien se muestra
indulgente con mis enemigos, también es enemigo mío.
—Entiendo.
—Eso está bien. Tachemos, pues, lo ocurrido con una gruesa línea.
Vamos a coger una hoja en limpio y a empezar desde el principio. Sapienti
sat dictum est, de entrada vamos a quedar en esto: la semana que viene a los
diez siguientes los vas a quemar tú, inquisidor Goyo. Que Silesia contenga la
respiración por un momento. Que los pecadores tengan presentes las llamas
del infierno. Que los vacilantes se reafirmen en su fe, viendo cuál es la
alternativa. Que los delatores recuerden que hay que delatar, delatar a
raudales y a quien haga falta. Antes de que alguien los delate a ellos. ¡Ha
llegado el tiempo del terror y el espanto! ¡Hay que estrangular la víbora de la
herejía con mano de hierro y guante erizado! ¡Estrangularla y sujetarla, sin
aflojar! Porque a quienes en algún momento flojearon y mostraron flaqueza
les debemos hoy el florecimiento de la herejía.
—La herejía en la Iglesia —dijo con calma el inquisidor— ha existido
desde hace siglos. Desde siempre. Pues la Iglesia siempre ha sido baluarte y
refugio de gente que tenía una fe profunda, pero también un pensamiento
vivo. Siendo al mismo tiempo, por desgracia, permanente asilo, terreno
abonado y lugar donde exhibir sus dotes para criaturas como su eminencia.
—De ti me gustan —dijo el obispo tras un largo silencio— tu inteligencia
y tu sinceridad. Es una verdadera lástima que me disguste todo lo demás.
—Te han traicionado —le repitió con impaciencia Tybald Raabe, que ya
estaba aburrido de tanto repetir—. Te han vendido. Te han usado como cebo.
Estás en peligro de muerte. Tienes que escapar de inmediato. ¿Comprendes lo
que te estoy diciendo?
En esta ocasión —y no antes— Elencza von Stietencron afirmó
sacudiendo la cabeza, en el azul deslavazado de sus ojos se advirtió, de
hecho, un brillo. Tybald se estremeció.
—A casa no vuelvas —dijo con firmeza—. No vuelvas bajo ningún
concepto. No te despidas de nadie, no le digas nada a nadie. Te he traído un
caballo, un alazán, está detrás de la lavandería del hospital. En las albardas
encontrarás todo lo necesario para el viaje. Monta de un salto y ponte
inmediatamente en camino. Da igual que la noche esté al caer. Estarás más
segura en la carretera que aquí, en Ziebice.
»No vayas a Strzelin, con las monjas, será donde busquen primero. Ve a
Frankenstein, y desde ahí sigue por el camino real hacia Wroclaw. Dirígete a
la aduana en Muchobór. Allí cualquiera te puede indicar el camino hasta
Skalka, pregunta por el picadero de doña Dzierzka de Wirsing. Doña
Dzierzka reconocerá este caballo, sabrá que yo te he enviado. Cuéntaselo
todo. ¿Lo has entendido?
Un gesto de asentimiento.
—Con Dzierzka… —el goliardo miró a su alrededor, inquieto— con
Dzierzka estarás segura. Más adelante, cuando todo se calme, te llevaré a
Polonia. Si tanto lo deseas, te harás clarisa. Pero en Staiy Sacz o en
Zawichost. Y ahora en marcha. Que Dios te acompañe, muchacha.
—Y a vos —susurró.
—Tenlo muy presente: no vuelvas a casa. Ponte directamente en camino.
—Lo tendré presente.
El goliardo desapareció en la oscuridad tan repentinamente como había
aparecido. Elencza von Stietencron se desató despacio el delantal. Miró por la
ventana, donde la noche ya se había extendido, borrando casi totalmente en la
negrura del cielo el contorno de las colinas boscosas.
Cogió una capa en el guardarropa, se envolvió la cabeza con una
pañoleta. Y echó a correr. Pero no hacia la lavandería, situada sobre el foso.
Corrió en dirección contraria.
En la habitación en la que vivía, encima del asilo, no había nada que
deseara llevarse. Nada que pudiera llamar suyo. Nada que fuera a echar de
menos.
Excepto el gato.
Se había tomado muy en serio las advertencias del goliardo. Era muy
consciente del peligro. Había comprendido cuál era su origen, recordaba los
ojos de hierro del sacerdote que la había estado interrogando, se acordaba del
temor que había infundido en ella. Pero sólo era un momento, pensaba
mientras corría, sólo un momento, sólo voy a coger el gato, nada más, qué me
puede pasar, si es sólo un momentito…
—Minino, minino… Minino, minino…
El ventanuco estaba entreabierto. Ha salido por ahí, pensó con creciente
temor, como suele salir de noche, siguiendo sus hábitos gatunos… En cuanto
lo encuentre…
—Minino, minino… —Salió corriendo al descansillo, enredándose con
las sábanas tendidas—. Gatito… ¡Gatito!
Bajó corriendo las escaleras. Y enseguida se dio cuenta de que la cosa no
iba bien. El viento helado de la noche se hizo de repente aún más helado, al
respirar el frío le hacía daño en la laringe. Ya no era un frío que despejara,
vivificante, se había vuelto pesado, espeso como flema, como moco, como
sangre coagulada. De pronto se había henchido de la concentración, de la
condensación del mal.
Tres pasos por delante de ella se posó en el suelo un pájaro. Un gran
treparriscos.
Elencza tuvo la sensación de haber arraigado en la tierra, de haberse
quedado atrapada en el suelo por las raíces. No estaba en condiciones de
moverse, no estaba en condiciones ni de temblar. Ni siquiera cuando ante sus
ojos el treparriscos empezó a crecer. A cambiar de apariencia. A convertirse
en un hombre.
Y en ese momento ocurrieron dos cosas a la vez. El gato maulló con
fuerza. Y desde la negrura de la noche apareció corriendo un enorme lobo.
El lobo aceleró el paso, se lanzó de golpe a una carrera desenfrenada, por
fin dio un salto. Pero Treparriscos ya había vuelto a transformarse en un
pájaro, extendió las alas, se achicó a ojos vistas, aleteó, alzó el vuelo. Graznó
triunfalmente cuando los deslumbrantes colmillos del lobo lanzado
chasquearon, sin haberlo alcanzado, justo detrás de las plumas timoneras de
su cola. El lobo aterrizó suavemente, de inmediato se perdió en la oscuridad,
en pos del pájaro que había salido volando.
Elencza cogió el gato y echó a correr. Las lágrimas se le enfriaban en las
mejillas.
Lobo de Hierro corrió tras su presa como cualquier lobo: mantuvo un ritmo
veloz, regular, constante. Levantaba el hocico de vez en cuando y captaba
con claridad el aire impregnado de magia del treparriscos que volaba por
delante. Los ojos del animal iluminaban las tinieblas.
Siguió la persecución, se prolongó la mortal carrera. A través de los
montes Niemczanskie. Sobre los valles del Olawa, del Slezay del Bystrzyca.
Los críos se despertaban en las cunas, chillaban, se ahogaban en llanto.
Los caballos se enfurecían en las cuadras. Las reses se golpeaban en los
establos.
Saltó de la cama, despertando de una pesadilla, un caballero en su refugio
de piedra. A un cura de aldea que recitaba al tuntún el Nunc dimittis se le
cayó el breviario de las manos trémulas. Unos centinelas se frotaron los ojos
en las atalayas.
Siguió la persecución. Por delante, anunciando la cacería como un
ojeador, pasaba corriendo el Espanto. Por detrás de la cacería, la Angustia se
posaba como el polvo.
Uno de los nuevos edificios era enorme, parecía una casa solariega. En la
planta baja había varias estancias, en el piso de arriba varias habitaciones
dispuestas de un modo más bien espartano. En una de esas habitaciones había
un gran lecho, nada espartano. En ese lecho, tapado con un edredón, yacía y
gemía Flutek.
—¿Dónde te metes? —chilló como un loco al ver a Reynevan—. He
mandado que te buscaran en Praga, ¡hasta en Kolín he mandado buscarte! Y
tú… Oooh… Ooooooh… ¡Aaaaaaaaah!
—¿Qué te pasa? Ah, no me digas nada. Ya sé.
—Ah, ¿ya lo sabes? ¡No puede ser! ¿Qué es lo que tengo, entonces? ¿De
qué padezco?
—En general, de cálculos urinarios. Y en este momento tienes un cólico.
Siéntate. Levántate la camisa, vuélvete. ¿Duele aquí? ¿Cada vez que doy un
golpe?
—¡Aaaaaaoooaaay! ¡La puta!
—No cabe duda, un cólico nefrítico —declaró Reynevan—. Además, tú
mismo lo sabes de sobra. Seguro que no es la primera vez, y los síntomas son
característicos: ataques recurrentes de dolor extendiéndose hacia abajo,
náuseas, presión en la vejiga…
—Basta de cháchara. Empieza a tratarme, maldito curandero.
—Pues resulta —Reynevan sonrió— que estás muy bien acompañado.
Cuando estaba prisionero en Constanza, Jan Hus tenía una piedra muy grande
y sufría unos cólicos renales muy dolorosos.
—Ja. —Flutek se cubrió con el edredón y sonrió con cara de mártir—. O
sea, que debe de ser una señal de santidad… Por otra parte, ya no me
sorprende tanto que en aquellos momentos Hus no se retractara… Prefería la
hoguera a estos dolores… Por Dios, Reynevan, haz algo, te lo suplico…
—Enseguida te preparo algo que te alivie. Pero la piedra hay que
eliminarla. Se necesita un cirujano. Mejor un litotomista especializado.
Conozco en Praga…
—¡No quiero! —bramó el espía, no está muy claro si más de dolor o de
furia—. ¡Ya vino uno de ésos aquí! ¿Sabes lo que quería hacer? ¡Quería
rajarme el culo! ¿Entiendes? ¡Rajarme el culo!
—El culo no, el perineo. Hay que cortar, ¿cómo quieres llegar si no a la
piedra? A través del corte se introducen unas pinzas largas que llegan hasta la
vejiga…
—¡Para! —chilló Flutek, poniéndose pálido—. ¡Ni me lo menciones!
Para eso no te habría hecho venir, ni habría mandado caballos de posta…
Cúrame, Reynevan. Recurriendo a la magia. Sé que eres capaz.
—Me parece que deliras. La hechicería es peccatum mortalium. El cuarto
artículo de Praga ordena castigar a los hechiceros con la muerte. Te voy a
preparar una tisana calmante, de momento. Y nepenthes, una medicina
aturdidora, para más tarde. Te la tomarás cuando se presente el litotomista.
Prácticamente no te vas a enterar cuando te haga el corte. Y podrás aguantar
cuando te introduzca las pinzas. Acuérdate, eso sí, de sujetar entre los dientes
una cuña de madera o un cinturón de cuero…
—Reynevan. —Flutek se había quedado blanco como la pared—. Por
favor. Te cubriré de oro…
—Sí, claro, me cubrirás de oro. Pero por poco tiempo. Porque a los
magos condenados a la hoguera se les confisca el oro. Veo que ya se te ha
olvidado, Neplach, que he trabajado para ti. He visto muchas cosas. Y he
aprendido mucho. Además, todo esto es hablar por hablar. No puedo eliminar
esa piedra mágicamente, porque, en primer lugar, es una operación
arriesgada. Y, en segundo lugar, no soy mago y no sé de conjuros…
—Sí que sabes —le cortó Flutek con frialdad—. Estoy muy bien
enterado, sí sabes. Cúrame y me olvidaré de que lo sé.
—¿Conque chantaje?
—No. Favorcillos sin importancia. Estaré en deuda contigo. Como parte
del pago de esa deuda, dejaré de tener presentes ciertos asuntos. Y, si llegas a
estar en apuros, sabré mostrarte mi gratitud. Que se me lleven los demonios,
si…
—Así sea —esta vez fue Reynevan quien le interrumpió—, que se te
lleven los demonios. La operación la llevaremos a cabo a medianoche. Nada
de testigos, solos tú y yo. Voy a necesitar agua caliente, una jarra o una copa
de plata, un barreño con carbones ardientes, una cazuela de cobre, miel,
corteza de abedul y de sauce, unas varas de avellano recién cortadas, algún
objeto de ámbar…
—Tendrás de todo —le aseguró Flutek, mordiéndose los labios de dolor
—. Lo que tú quieras. Llama a mis hombres, imparte órdenes, todo lo que
necesites se conseguirá. Por lo visto, para la nigromancia a veces se requiere
sangre u órganos humanos… Sesos, entrañas… No vaciles en pedirlos… Si
los necesitas, siempre se puede… destripar a alguien.
—Me gustaría creer —Reynevan abrió un estuche con amuletos, regalo
de Telesma— que te has vuelto loco, Neplach. Que el dolor te ha hecho
perder el juicio. Dime que todo eso que estás diciendo no son más que
disparates. Dímelo, por favor.
—¿Reynevan?
—¿Sí?
—De verdad que no voy a recordar nada de esto. Estaré en deuda contigo.
Te prometo que voy a satisfacer todos tus deseos.
—¿Todos? Estupendo.
Reynevan tenía todos los motivos del mundo para sentirse orgulloso. Estaba
orgulloso, en primer lugar, de su precaución. De haberle dado la tabarra
durante tanto tiempo al doctor Fraundinst, hasta que éste —pese a su
resistencia inicial— le reveló sus secretos profesionales y le enseñó algunos
conjuros médicos. También estaba orgulloso de haberse empollado las
traducciones del Kitab Sirr al-Asar de Geber y de Al Hawi de Razes, de haber
profundizado con ahínco en el Regimen sanitatis y el De morborum
cognitione et curatione, y de haber dedicado una gran atención a las
dolencias del riñón y la vejiga, fijándose concretamente en los aspectos
mágicos de la terapéutica. Asimismo, estaba orgulloso —en principio— de
haber despertado en el mago Telesma suficiente simpatía como para que éste
le agraciara con una buena docena de amuletos sumamente prácticos para el
camino. Pero ante todo, como es natural, Reynevan estaba orgulloso de los
resultados. Y los resultados de la operación mágica habían superado las
expectativas. La piedra en el riñón de Flutek, tratada mediante un conjuro,
más la activación debida al amuleto, se había desmenuzado. Un sencillo
conjuro dilatador, empleado comúnmente en los partos, había estimulado el
uréter, un eficaz sortilegio diurético y unas hierbas habían hecho el resto. Al
despertar de su profundo sueño inducido por el nepentkes, Neplach había
expulsado los restos del cálculo junto con cubos de orina. Hubo, también es
cierto, un momento de crisis: de pronto Flutek había empezado a orinar
sangre y, antes de que a Reynevan le diera tiempo a explicarle que después de
una operación mágica se trataba de un fenómeno completamente normal, el
espía se puso a aullar, echó sapos y culebras, cubrió al médico de
improperios, entre los cuales no faltaron calificativos como el de verfluchter
Hurensohn o el de «puto brujo chiflado». Pendiente únicamente de la sangre
que le brotaba del miembro, Neplach llamó a la guardia y amenazó al médico
con quemarlo en la hoguera, empalarlo y azotarlo, en ese mismo orden. Por
fin se fue calmando, y como el alivio del cólico también se dejaba sentir, se
durmió. Y durmió doce horas largas.
Seguía lloviendo sin parar. Reynevan estaba aburrido. Se había pasado
por las charlas del provecto anciano, antiguo espía de Carlos IV[24]. Había
visitado a los que escribían cartas caídas del cielo y visiones apocalípticas, no
había tenido más remedio que tragarse unas cuantas. Se asomó a los graneros,
donde se ejercitaban los Esténtores, una sección especial de los servicios de
inteligencia, integrada por unos tiarrones de potentes —estentóreas— voces.
Los Esténtores estaban adiestrados en la guerra psicológica: tenían que
destruir el ánimo de los defensores de castillos y ciudades asediadas. Se
entrenaban lejos del campamento principal, porque en el curso de sus
ejercicios tenían que gritar de un modo insoportable para el oído.
—¡Rendios! ¡Deponed las armas! ¡O moriréis todos!
—¡Más alto! —chillaba el instructor, dirigiéndolos a base de aspavientos
—. ¡Más alto y más sostenido! ¡Undos! ¡Undos!
—¡Vuestras! ¡Hijas! ¡Deshon! ¡Radas! ¡Vuestros! ¡Hijos! ¡Dego!
¡Llados! ¡En las! ¡Picas! ¡Empa! ¡Lados!
—Hermano Bielau. —Un ayudante de Flutek a quien ya conocía
Reynevan le tiró de la manga—. El hermano Neplach te llama.
—¡La piel a tiras! ¡Os arrancaremos! —vociferaban los Esténtores—.
¡Los huevecillos! ¡Os los cortaremos!
A punto estuvieron de reventar los caballos para poder llegar antes de que
anocheciera. Recorrieron todo el camino de Jicín, estaban ya cerca del
castillo de Kost. Se toparon con dos comitivas de mercaderes, un calderero
con el carro lleno de objetos de cobre, una cuadrilla de acróbatas ambulantes.
Un mendigo. Una mujer con un cesto de ansarinos.
Ninguno de ellos había visto a un poeta de Champaña. Ni a nadie que
respondiera a su descripción. Ni ese día ni en general.
Reynevan había desaparecido. Como si se lo hubiera tragado la tierra.
Scharley insistía en que fueran en pos de Yojta Jelínek y su expedición
hasta darle alcance y poder preguntarle, averiguar qué había pasado, donde
habían dejado a Reynevan. Jan Capek no estaba de acuerdo, se negó
tajantemente. La expedición de Jelínek les llevaba varias horas de ventaja,
sería imposible alcanzarla, sentenció. La noche está al caer. Y el terreno es
peligroso. Demasiado cerca de las fortalezas católicas. Demasiado cerca para
un destacamento que sólo consta de veinte caballos.
Regresaron sobre sus pasos, por el mismo camino, observándolo todo
cuidadosamente. Tratando de descubrir a un jinete solitario. Y, cuando ya
fuera de noche, el resplandor de un fuego de campamento.
No descubrieron nada.
No había ni rastro de Reynevan.
La primera sensación que experimentó al despertarse fue un frío penetrante,
tanto más molesto cuanto que no era capaz de moverse: no podía ni estirarse
ni encogerse para intentar conservar los restos de calor en el cuerpo. Estaba
como paralizado.
Después, gradualmente, fueron despertando y reconociendo su situación
los restantes sentidos. Los ojos abiertos localizaron en todo lo alto las
estrellas del cielo negro de octubre: la Estrella Polar, la Osa Mayor y la
Menor, Arturo en la constelación de Bootes, Vega, Géminis, Capricornio. El
olfato se vio atacado por el hedor, espantoso e insoportable, a pesar del frío y
del hecho evidente de estar al raso, sobre la tierra desnuda, dura y helada. El
oído registró unos gritos desesperados que le llegaban de cerca. Y unas
carcajadas.
El cuello y la nuca le dolían horriblemente, a pesar de eso forcejeó, se
puso a dar tirones: ya había conseguido percatarse de que la imposibilidad de
cambiar de posición obedecía al hecho de que estaba inmovilizado por varios
cuerpos estrechamente pegados al suyo, y de que esos mismos cuerpos eran
los que exhalaban aquel olor tan repulsivo. Los cuerpos reaccionaron a sus
movimientos: se pegaron a él de un modo aún más agobiante y compacto.
Alguien gimió, alguien se quejó, alguien invocó a Dios. Alguien maldijo.
A su derecha —o, lo que es lo mismo, en dirección a Vega y la
constelación de Lira— unos destellos intermitentes iluminaron la negrura de
la noche. El olor del humo se impuso finalmente sobre la fetidez de los
cuerpos humanos. Justamente desde allí, desde la hoguera, le habían llegado
aquellos gritos llenos de desesperación que ahora se habían convertido en
lamentos y sollozos espasmódicos.
Dio un nuevo tirón, haciendo un esfuerzo supremo liberó una mano,
violentamente se quitó de encima uno de los cuerpos, evidentemente de una
mujer y nada flaca. Maldijo, dobló una rodilla.
—Dejadlo, señor —le susurró alguien desde muy cerca—. Nada hagáis.
Será peor si nos oyen…
—¿Dónde estoy?
—Más bajo. Como nos oigan, nos molerán a palos…
—¿Quiénes?
—Ellos. Los martahuzy… Guardad silencio, por el amor de Dios…
Pasos, chasquidos de madera. El brillo de una antorcha. Risotadas.
Torció la cabeza, miró.
El que sujetaba la antorcha tenía la cara llena de granos. Casi no tenía
frente. Daba la impresión de que los negros cabellos, muy tiesos, le nacieran
directamente de las cejas y del entrecejo. Ahora Reynevan ya podía verlo.
Había tres más. Uno llevaba un farol, y sostenía otra cosa en la otra mano.
Los otros dos llevaban a rastras, sujetándole de los sobacos, a un chaval de
trece o catorce años. El chaval gimoteaba.
Lo arrojaron brutalmente al suelo, se agacharon, alumbraron a los que allí
yacían: por fin Reynevan pudo comprobar que estaban amontonados en el
interior de una especie de cercado delimitado por una empalizada poco
compacta. Escogieron a alguien. Hubo quien gritó muy fuerte, con
desesperación, hubo quien chilló, quien volvió a invocar a Dios y los santos.
Un látigo silbó, los gritos desatados sofocaron los ecos de los golpes. El
chiquillo que sacaron a rastras del cercado —aún más joven que el anterior—
lloraba, imploraba piedad. Poco tiempo después, desde más allá de la
empalizada, llegó su grito desgarrador. Y las risas de los martahuzy.
Reynevan maldijo, apretó, impotente los puños. La he liado, pensó. La he
liado.
Hizo memoria.
Los obligaron a atravesar un angosto portón que daba paso a la liza del
castillo, enclaustrada entre murallas. Este patio, que se iba estrechando por la
parte orientada al oeste, estaba sumido en la sombra de la torre del homenaje.
Una vez reunidos en el recinto interior, el zwinger, les quitaron los cepos.
Reynevan se palpó la nuca con la mano entumecida y comprobó que la tenía
despellejada, con sangre. El aprendiz de carpintero empezó a decirle algo,
pero se quedó a medias, y soltó un grito cuando la correa del látigo le golpeó
en la espalda.
—¡A formar, escoria! —bramó el Granujiento—. ¡Firmes! ¡Y ni una
palabra!
A empujones y empellones, los alinearon junto a un muro. Eran en total
—sólo en ese momento Reynevan los pudo contar con precisión— treinta y
tres personas, aparte de él. Había siete mujeres, cuatro ancianos y tres
adolescentes imberbes. Ni los ancianos ni los mozalbetes daban la impresión
de ser apropiados para trabajar como esclavos. Sorprendía que se encontrasen
entre los capturados.
No hubo más tiempo para seguir sorprendiéndose.
Desde la liza hasta el portal que conducía a la torre del homenaje se podía
acceder por unas escaleras de madera, parcialmente techadas. Por esas
escaleras bajaba en ese momento un grupo de hombres ricamente ataviados.
Al llegar abajo, recibieron los saludos del capitán de la guardia y de algunos
burgmanos, tras lo cual se aproximaron a los prisioneros.
—¿Qué tenemos aquí, Hurkovec? —preguntó con interés un hombre
apuesto, de bigote rubio, que encabezaba el grupo. No cabía duda de quién
era: el holgado baquetón estaba engalanado con la figura del pez alado,
emblema del linaje de los Bergow. Era el señor del castillo Trosky, Otto de
Bergow en persona—. ¿Qué tenemos? —repitió—. Unos cuantos mozalbetes,
algunos pordioseros, algunas abuelas y algunos niños. Me parece, Hurkovec,
que ya habíamos aclarado anteriormente ciertas cosas. Quedamos en que
habrías de traerme husitas, cacho cabrón. Husitas, no aldeanos cazados al
azar. ¿O es que te crees que te voy a pagar por los aldeanos? Que, por otra
parte, seguro que son en su mayoría vasallos míos.
—¡Qué Dios me castigue! —El Granujiento se daba golpes en el pecho,
hizo una profunda reverencia—. ¡Qué no vea yo el día de mañana, honorable
señor! Éstos son husitas, auténticos husitas. Todos sin salvedad carroña
herética, verdaderos hijos de Hus.
—No lo parecen —comentó otro caballero, joven y apuesto, con un
sombrero que recordaba a una campana cubriéndole los bucles del cabello.
Casi todos los bordes de su indumentaria estaban recortados, como mandaba
la moda, formando pequeños dientes redondeados—. No lo parecen —
repitió, aproximándose y tapándose la nariz con la manga dentada—. Pero
preguntaremos, por si acaso. ¡Eh, abuela! ¿Tú qué eres? ¿Rindes culto a Hus
como a tu dios?
—¡Soy inocente! ¡Buen señor! ¡Soy una pobre viuda!
—¿Y tú, muchacho? ¿Recibes la comunión bajo ambas formas?
—¡Soy inocente! ¡Piedad!
—Mienten, noble señor —aseguró el Granujiento entre reverencias—.
Mienten, herejes de mierda, para salvar el pellejo. ¿No mentiríais vos en su
lugar?
El joven apuesto lo miró con un desprecio asesino, parecía dispuesto a
darle un puñetazo si así se lo sugerían. Pero se limitó a escupir.
Tras lo cual se volvió hacia De Bergow. Y hacia el anciano caballero que
estaba a su lado, de digno semblante y labios altivamente hinchados, que
vestía un gambesón acolchado. A éste Reynevan ya lo había visto en alguna
parte, lo habría jurado. Tras un momento de reflexión, llegó a la conclusión
de que también había visto antes al del sombrero acampanado.
—No sé, de verdad que no sé, honorable don Otto —se dirigió el de
semblante digno a De Bergow, abriendo los brazos—. Tenemos un pedido de
los patricios de las Seis Ciudades. A mí me ha hecho el encargo Bautzen. El
aquí presente don Hartung von Klüx de Czocha representa los intereses de
Zgorzelec, don Lutpold von Kócheritz, a quien acabáis de ver, los de Lóbau.
Pero nuestros encargos hacen referencia a los husitas. No a una chusma
ignota, digna de lástima.
Otto de Bergow se encogió de hombros.
—¿Qué os puedo decir, honorable don Lotar von Gersdorf? —preguntó
—. Quizá sólo una cosa: esta chusma ignota, antes de empezar a arder en las
hogueras de Bautzen o Zgorzelec, implorará compasión en checo. Como los
verdaderos husitas. No habrá quien los distinga.
Lotar Gersdorf hizo con la cabeza un gesto de reconocimiento y
comprensión de la lógica del argumento. Y Reynevan se acordó por fin de
dónde y cuándo los había visto, a éste y al apuesto Hartung von Klüx, con su
indumentaria dentada y su sombrero que recordaba a una campana. Los había
visto a ambos dos años antes. En Ziebice. En el torneo con ocasión de la
fiesta del nacimiento de la Virgen María.
Gersdorf, Klüx y algunos otros caballeros se apartaron para deliberar.
Aquéllos que hasta el momento habían estado callados se acercaron a
examinar a los cautivos. Dos de ellos no llevaban ningún emblema que
permitiera identificarlos, el tercero, ataviado con más prestancia, llevaba
sobre el gambesón un escudo dividido en seis columnas de gules y plata. Era
el blasón de los Schaff, fácilmente reconocible. A Gocze Schaff, señor de
Greifenstein, también lo recordaba Reynevan del torneo de Ziebice. Por
tanto, éste que estaba en Trosky debía de ser su hermano Janko, heredero y
señor del castillo de Kynast.
Desde el portón y la atalaya, se oyó el estrépito de los cascos, una
compañía de hombres a caballo entraba despacio en la liza. Al frente
cabalgaban dos heraldos. Uno, vestido de blanco, portaba un estandarte azur
con tres lises de plata. En el estandarte de oro del segundo heraldo había un
asta de ciervo de gules. Reynevan, haciendo un esfuerzo, consiguió tragar
saliva. Conocía ese escudo. Se habían presentado conocidos.
En el que se demuestra que nada agudiza tanto el ingenio como el hambre y la sed.
Aunque si se trata de resolver algún misterio, nada mejor que mear sobre restos
humanos. Necesariamente, en el Día de Difuntos.
—Visum repertum, visum repertum, visum repertum. Cabustira, bus tira, tira,
ra.
Al repetir el conjuro obtuvo idénticos resultados que al pronunciarlo por
primera vez. Los muros de la oubliette —o, como prefería De Bergow, de la
hladomoma— brillaron como fósforo, resplandecieron como la carcoma en el
bosque. Se confirmaba que lamentablemente era cierta la información de que
la mazmorra estaba protegida por algún poderoso hechizo defensivo. En
cambio, no se iluminaba, no emitía la menor luz, el esqueleto encadenado a la
pared, en el que Reynevan debía ver a Rupilius Silesio, eminente teórico y
práctico de los arcanos de la nigromancia. Eminente o no, Rupilius, como
esqueleto de alegre sonrisa, a diferencia de las paredes, no emitía magia
alguna, de donde se seguía irrefutablemente que las obras de los magos son
más duraderas que ellos mismos.
Reynevan se sintió algo desanimado: había abrigado la esperanza tácita
de que el periapto le permitiría detectar algo que le resultara útil en su
situación. Como hechicero que era, Rupilius pudo haber introducido de
matute en la mazmorra algún objeto mágico, aunque fuera metido en el recto,
como había hecho en su día el visionario Circuios, encerrado en la
Narrenturm. Sin embargo, Rupilius Silesio no tenía nada consigo. Y estaba
allí, le indicaba la razón, quieto en ese rincón y exhibiendo los dientes, en
medio de otros huesos carcomidos y dispersos. Si hubiera tenido otras
opciones, le indicaba la razón, no habría acabado así.
Tras imponer severamente silencio a la razón, Reynevan se llevó el
amuleto a la boca, después a la frente.
—Visum repertum, visum repertum, visum repertum…
Las manos le temblaban ligeramente, el susurro apenas traspasaba la
laringe y los labios. El hambre le mortificaba. La sed, más aún. Empezaba a
apoderarse de él un sentimiento extraño, nada agradable.
Un sentimiento de desesperación.
Reynevan llevaba mucho tiempo solo. Demasiado como para saber que era la
hora negra, y que roer un mendrugo de pan está especialmente indicado a esa
hora. Al desaparecer por la pared, Rupilius Silesio le había dejado en una
soledad atroz, con un miedo atroz y sometido a la tortura, aún más atroz, de
la esperanza. Ya volverá, pensaba una y otra vez, movido por la engañosa
esperanza. No va a volver, me abandonará aquí a mi suerte, se reafirmaba la
lógica en su mente, por qué iba a volver, qué gana ayudándome. A aquél que
dejan encerrado en la oubliette de hecho lo olvidan, lo borran de la
memoria…
Por encima centelleó una luz, se oyó un chasquido metálico. Vienen a
sacarme de aquí, pensó Reynevan. Aún hay esperanzas… Pero igual a De
Bergow se le ha acabado la paciencia, el temor heló la esperanza.
Y ha decido arrancarme la confesión recurriendo a otros métodos. Me
sacan de aquí, pero para arrastrarme a la cámara de torturas…
Arriba hubo un estruendo tremendo, algo rechinó, tintineó, la rejilla se
abrió con un chirrido, seguido de un golpe y un crujido. Alguien eclipsó la
luz con su cuerpo, de la oscuridad emergió de repente la silueta de la escalera
de mano, la estaban bajando.
—Sube, Reynevan —le llegó desde lo alto la voz de Rupilius Silesio—.
¡Deprisa, deprisa!
Yo no le he confesado cómo me llamo, cayó en la cuenta mientras
trepaba por los escurridizos travesaños. No le he revelado mi nombre, mucho
menos ese apelativo familiar. Éste es telépata, vidente, o bien…
Al llegar arriba, descubrió que era «o bien», precisamente. Y a Reynevan
se le escapó un gemido, atrapado en un abrazo que conocía de sobra, y que
era propio de un oso.
—¡Sansón!
—Sí, señor: Sansón —confirmó con leve acritud Rupilius Silesio, que
estaba a su lado—. Tienes unos camaradas envidiables, muchacho. No están
nada mal, nada mal. Y ahora toca moverse, en marcha.
—Pero de qué modo…
—No hay tiempo —le cortó el hechicero—. ¡En marcha! Os espera un
largo camino.
Subieron por las escaleras, una vez arriba una puerta de hierro los llevó
hasta la cámara de torturas, llena de aparatos y utensilios que helaban la
sangre en las venas. En un rincón, apenas visible, había una portezuela que
daba a un angosto pasillo. Pasaron por delante de bastantes puertas, Rupilius
no se detuvo hasta llegar a la quinta o la sexta.
—¡El Ab! Elevamini ianuae!
La puerta se abrió, obedeciendo su gesto y el conjuro bíblico, la
franquearon. En la estancia había gran cantidad de cajas y bultos. Rupilius
dejó la linterna en uno de ellos, se sentó en otro.
—Vamos a descansar —ordenó—. Tenemos que hablar.
Reynevan se había sentado junto a una caja llena de libros. Limpió un
poco el polvo. Culliyyat de Averroes. Ars Magna de Raimundo Lulio. De
gradibus superbiae et humilitatis de Bernardo de Claraval.
—Éstas son —Rupilius, con un amplio gesto, señaló los bultos— mis
posesiones. Libros y cosas así. Cosas necesarias para mis trabajos. Algunas
de esas cosas tienen su precio. La mayoría no. La mayoría no tienen precio.
Supongo que sabéis a qué me refiero.
»Tú, Reynevan, eres Toledo. En cuanto a ti, Sansón, no sé del todo quién
eres, aunque sin duda tú mismo barruntas la esencia del asunto, lo cual nos va
a permitir ahorrar tiempo y esfuerzos. Así que, sin pararme en detalles que,
sin ánimo de ofender, os importan un carajo, os diré: Otto de Bergow, que
durante diez años fue, además de mi esponsor, un buen señor para mí, de
pronto dejó de ser bueno, empezó a exigirme cosas que yo era incapaz de
llevar a cabo. O que no quería hacer. Habiendo caído en desgracia ante mi
señor, mis días iban a terminar en aquella oubliette, condenado a morir de
hambre. Conseguí que en la mazmorra concluyera la existencia de mi viejo y
querido cuerpo. Y la del espíritu de otra persona, separado del cuerpo, este
mismo cuerpo del que ahora me valgo. El transporte se verificó con cierta
precipitación, la misma precipitación con la que había elegido el objetivo. El
resultado es que ahora en Trosky no soy más que un simple criado. Como tal,
no puedo sacar de aquí mis cosas. Unas cosas por las que siento mucho
apego. Mucho apego, ¿comprendéis? Os propongo el siguiente trato: yo
facilito vuestra fuga del castillo. Vosotros a cambio regresáis aquí en el
término de dos años y me ayudáis con la mudanza. ¿Estamos de acuerdo?
Vosotros diréis.
—Una cosa primero, maestro Rupilius —dijo Reynevan, acariciando los
herrajes de la encuadernación del Enchiridion del papa León—. He venido a
Trosky para…
—Ya sé para qué has venido hasta aquí —le interrumpió el hechicero—.
Ya hemos tenido ocasión Sansón y yo de discutir un poco ese tema. Y ya
sabemos bastante.
—Es verdad. —El gigante respondió con una sonrisa a la mirada de
Reynevan—. Ya sabemos bastante. No todo. Pero constituye un avance.
—No se trataba de lograr un avance —Reynevan se mordió los labios—,
sino de encontrar un procedimiento que permita resolver definitivamente el
problema. Tú mismo lo has dicho, Sansón: ya va siendo hora de que vuelvas
a casa. Me pediste que hiciera todo lo posible. Y ahora, cuando tenemos esa
posibilidad al alcance de la mano…
—¿No me has oído? —Nuevamente, Rupilius le impidió terminar la frase
—. He dicho que lo hemos resuelto. Que ya sabemos bastante. Pero no
tenemos nada al alcance de la mano, por desgracia. De momento.
—Ya sabíamos alguna cosa. En Praga se ocupó de Sansón Vinzenz
Axleben. Un verdadero maestro de maestros. Aseguró que se trataba de algún
cuerpo astral. Y de un perispíritu. Un perispíritu… hum… que gira
positivamente.
—El perispíritu circulante. —Rupilius torció el gesto—. Bueno, bueno.
La verdad es por la hipótesis se reconoce al maestro. ¿Y os explicó el maestro
de maestros de qué va realmente?
Los pasillos que iban recorriendo eran todos ellos de origen natural, formados
por la fuerza de las aguas. Únicamente en el tramo inicial, debajo mismo de
Trosky, se apreciaban señales de la injerencia humana. No obstante, las
paredes excavadas eran tan rudimentarias y los restos de picos y demás
utensilios que se veían en distintos sitios estaban tan oxidados que parecía
evidente que allí no se realizaban trabajos de minería desde hacía siglos. El
castillo Trosky, que se había empezado a edificar hacia el año 1370, no se
había erigido sobre una roca virginal. Nadie discutía que la Dueña y la
Doncella se alzaban sobre una antiquísima construcción, que llegaba muy
hondo.
A medida que avanzaban, iban disminuyendo las huellas de la actividad
minera, hasta desaparecer por completo, cediendo el terreno a las estalactitas,
tan naturales como majestuosas, de las que goteaba un agua densa sobre las
estalagmitas. El piso se tornó muy irregular, tenían que ir despacio y con gran
precaución. En cierto momento —no era la primera vez— algo crujió bajo el
pie de Sansón. El gigante se agachó, iluminó con la linterna. Y suspiró.
Las huellas de la actividad humana habían desaparecido. Pero no las
huellas del propio ser humano. O sus restos, para ser más exactos. Allí había
huesos humanos diseminados. Y ellos los estaban pisando.
Desde hacía ya un rato Reynevan tenía preparado el periapto
Visumrepertum, en ese instante lo activó con su mano un tanto temblorosa, y
con un conjuro.
No se había equivocado: la caverna subterránea se iluminó con un
fogonazo. La luz de la linterna despertó a unas sombras malignas que se
movían por las paredes como grandes murciélagos. Con aquella iluminación,
las imágenes que cubrían las paredes parecían cobrar vida. Unos meandros en
espiral giraban de una manera que daba vértigo, caballos y ciervos se
encabritaban, las serpientes se trenzaban y se destrenzaban. Unos hombres
con cuernos bailaban.
—Son celtas —dijo Sansón. Seguramente estaba en lo cierto.
—No nos quedemos aquí.
Unas calaveras rodaron entre sus pies con gran estruendo, crujieron unas
tibias al ser aplastadas.
La siguiente caverna se abría ante ellos, tenía una bóveda muy alta, tan
alta que se perdía en las tinieblas. La luz de la linterna y el resplandor del
periapto rescataron de las sombras un nuevo relieve en la roca. Suspiraron al
unísono.
Por encima de un túmulo formado por cráneos, asomaba exhibiendo la
dentadura y con los ojos desencajados una cara monstruosa, una máscara
diabólica, la faz del mismísimo demonio cornudo. Debajo de una pelleja
ajada aún relucía la pintura roja, un tanto desvaída, con que habían rociado en
su día al ídolo macabro. Por todas partes había huesos humanos apilados.
—Éstos —Reynevan tragó saliva— no son celtas.
—No —ratificó Sansón. Hablaba haciendo un gran esfuerzo, como si
estuviera muy cansado—. No nos detengamos. Sigamos, hasta que salgamos
de aquí de una vez. Algo maligno se cierne sobre este lugar.
Y sobre toda la zona.
Continuaron, con mucho cuidado de torcer a la derecha, siempre a la
derecha, pero las bifurcaciones se multiplicaban a medida que el pasillo se
estrechaba.
Finalmente, el espacio era tan reducido que tenían que avanzar en fila.
Por detrás de la pared, Reynevan podía oír claramente el murmullo del agua
corriendo.
Podía tratarse del arroyo que había mencionado Rupilius. Llevaban
vagando bajo tierra, calculó, bastante más de una hora, tenían que estar ya a
una distancia considerable del castillo Trosky, por lo menos a un cuarto de
milla, puede que más incluso.
—Me parece —se detuvo de pronto— que he sentido un soplo de aire en
la cara… Tapa la linterna. Igual vislumbramos alguna luz…
—No se detecta nada. Afuera todavía es de noche.
El pasadizo se iba haciendo cada vez más angosto. Ya ni siquiera podían
ir en fila, tenían que avanzar de costado, paso a paso, primero una pierna,
luego otra. Cada dos por tres, Reynevan se rozaba la tripa con la roca, los
grandes botones de la almilla se le estaban llenando de raspones. Para Sansón
Mieles, con un gálibo sensiblemente mayor, un pasadizo tan estrecho tenía
que ser un infierno. Reynevan oía al gigante quejarse y maldecir.
—¿Sansón?
—Sigue, sigue… Estoy detrás de ti…
—¿Podrás pasar?
—Sí… Ya veré cómo… Tú sigue… Encuentra la salida… Avísame…
Tiene que estar cerca…
El soplo frío en el rostro de Reynevan se hizo claramente perceptible,
también le pareció sentir los aromas del bosque, a abeto, a piñas. Empezó a
abrirse paso más deprisa, a realizar movimientos cada vez más impetuosos.
Súbitamente, el pasadizo se ensanchó y pudo ver las estrellas. Daba la
sensación de que tenía la salida a apenas un paso.
—¡Aquí está la salida! —gritó—. ¡Sansón! ¡Ya estoy fuera! ¡Ya estoy
fueee… eeeeeeh!
Perdió pie, con un grito se precipitó hacia abajo. Por suerte no cayó de
muy alto, fue a parar a un canchal, los cantos resbaladizos cedían bajo su
peso, parecían vivos, se desmoronaban, rodó con las piedras por la empinada
pendiente, dio una voltereta por encima del alud, se estampó contra una peña,
al final aterrizó en el musgo, con ambas manos hundidas en el agua
espumeante y helada del arroyo.
Y en un instante advirtió que no estaba solo.
Cayó en la cuenta antes incluso de oír el resoplido del caballo, los golpes
de las herraduras contra las piedras. Y la voz.
—Reinmar de Bielau. Salud, salud. Pero qué alegría.
Conocía esa voz. La luna, asomando por un pequeño hueco entre las
nubes, daba suficiente luz como para que Reynevan pudiera vislumbrar el
caballo moro de pelo lustroso y la silueta del individuo que sujetaba las
riendas, su cara pálida, de pájaro, brillando en la oscuridad, su melena negra
que le llegaba hasta los hombros. Reynevan ya había visto a ese tipo, ya
había oído esa voz. Y Jan Smiricky de Smirice le había revelado su nombre.
Era Birkart Grellenort, esbirro y mano derecha del obispo. El hombre que
mató a Peterlin. Reynevan se quedó petrificado.
—¿Te sorprende? —Los dientes de Treparriscos centellearon—. ¿Qué
esté aquí esperando? Conozco este pasadizo desde hace años, pobre imbécil.
Sabía que intentarías escapar por aquí. Y ya me habían informado de que
estabas en Trosky. Tengo ojos y oídos por doquier. Y te he atrapado, Bielau.
Por fin te he atrapado…
Se oyó un chasquido en el canchal, Sansón Mieles bajaba por mitad de las
piedras. Como un rayo. O un ángel vengador. De pronto retumbó un trueno,
estalló —¡en noviembre!— un relámpago cegador. El caballo de Treparriscos
se puso de manos entre relinchos salvajes, el jinete desenvainó violentamente
la espada. Y a la vista de Reynevan la arrojó, presa de pánico reculó algunos
pasos.
—¡Reayahyah! —bramó—. ¡Bartzabel! ¡Ha Shartatan!
Hubo otro relámpago. Antes de que le deslumbrara, Reynevan pudo ver
cómo a Treparriscos se le contraía el rostro en una mueca de terror, cómo
apretaba los ojos, cómo hacía unos aspavientos descoordinados. Y de pronto
empezó a menguar, a desvanecerse, a transformarse, hasta que por fin echó a
volar, en forma de pájaro, chillando salvajemente.
—Adsuuumus! —se oyó, cerca de allí, y una serie de voces fueron
respondiendo a la llamada, unas más próximas, otras más alejadas.
Resonaban los relinchos, el eco de los cascos.
—Adsuuumus Adsuuumuuus!
—Coge el caballo —dijo Sansón, jadeante, poniéndole en la mano a
Reynevan las riendas de la montura negra—. Monta y al bosque…
—¿Y tú?
—No te preocupes por mí. Tenemos que separarnos. Nos reuniremos al
alba. ¡Huye! ¡Adelante!
Montó de un salto, Sansón palmeó con fuerza al caballo en la grupa, la
bestia relinchó y partió al galope, entre los abetos. Aunque la carrera por el
bosque oscuro prometía acabar en catástrofe, Reynevan, aturdido por los
acontecimientos, no frenó al caballo, éste, por lo visto, sabía acomodar el
ritmo a las circunstancias y sortear los obstáculos. Por detrás, más tarde a los
lados, se oía ruido de cascos y unos gritos salvajes. Reynevan se pegó a las
crines.
—Adsuuumus! Adsumuuus!
La luna se ocultó por detrás de las nubes, sumiendo el mundo en una
oscuridad impenetrable. Sólo entonces Reynevan empezó a refrenar a la
montura, sin grandes dificultades. La galopada había dejado extenuado al
caballo moro, que resoplaba entre estertores y estaba bañado en sudor.
Reynevan lo detuvo, aguzó el oído. Los gritos seguían llenando el bosque. Y
los silbidos. El caballo moro soltó un resoplido.
Otro silbido agudo, más cercano. El caballo estiró con fuerza la cabeza y
relinchó. Reynevan lo agarró de los ollares, eso no ayudó, el animal se
sacudió bruscamente, volvió a relinchar, con más energía.
Comprendiendo que estaba respondiendo a una llamada, Reynevan sin
pensárselo dos veces, saltó de la silla, arrancó una rama de un arbusto y
fustigó al caballo en las ancas. El caballo se lanzó al galope con un ruido
estridente, mientras Reynevan se adentraba corriendo en el bosque. En
sentido contrario. Cuanto más lejos mejor. Corría a lo loco, sin reposo, el
miedo le daba fuerza y ligereza.
Lo único que se movía por allí cerca era una bandada de cornejas
revoloteando por encima del bosque. Lo único que se podía oír, los salvajes
graznidos de esas cornejas.
No había ni rastro de los jinetes negros, el viento no traía ecos de su
Adsumus. Se diría que habían perdido su rastro. A pesar de eso, Reynevan
tardó mucho en dejar su escondrijo en la colina. Quería estar completamente
seguro, sin sombra de duda. La altura le proporcionaba además cierta
oportunidad de orientarse en aquel terreno. O sea, en aquel despoblado
rocoso y boscoso.
Su colina —o más bien monte— no tenía, sin embargo, suficiente altura
como para abarcar con la vista, desde la cumbre, un horizonte demasiado
amplio, se lo tapaban otras cumbres más altas. En concreto, no se veían por
ninguna parte ni la Dueña ni la Doncella, las torres del castillo Trosky, cuya
vista le habría permitido fijar los puntos cardinales.
Desde Trosky, calculó, habrían estado más de una hora caminando bajo
tierra, lo que suponía una distancia de un cuarto de milla, aproximadamente.
Después la galopada por los bosques, después una larga carrera. Suponiendo
que hubiera galopado y corrido en línea recta, habría recorrido en total unas
dos leguas, a lo sumo. Así que no podía estar demasiado lejos del lugar por
donde había salido del subterráneo, donde lo había sorprendido Grellenort.
Donde Sansón…
Grellenort, pensó, se había asustado de Sansón. Birkart Grellenort, el
asesino de Peterlin. Un mago capaz de convertirse en pájaro, timor nocturnis,
demonio que devasta al mediodía, el esbirro del obispo, un esbirro al que
temía el propio obispo, como le había asegurado en Praga Jan Smiricky. ¿Y
un tipo como ése se caga de miedo al ver a Sansón Mieles, un gigantón con
cara de tonto?
También puede ser cierto. Sansón Mieles no es de este mundo. Se dio
cuenta nada más verlo Huon von Sagar, se dieron cuenta los magos del
Arcángel, se dio cuenta Axleben, se ha dado cuenta Rupilius. Sólo yo sigo
tratando a Sansón como a un buen camarada, como a un colega. Tengo un
velo en los ojos que me impide ver con claridad.
Suspiró, pero al mismo tiempo se sintió aliviado. Hasta ese momento le
habían hecho sufrir los remordimientos de conciencia, el pensamiento de que
había obedecido a Sansón y había salido corriendo, dejando a su compañero
en peligro. Ahora se daba cuenta de que Sansón podía arreglárselas
perfectamente sin su ayuda. Seguro que ha eludido la persecución sin
ninguna dificultad, pensó, muy probablemente ya hace rato que se ha unido a
Scharley y el resto de la compañía. Con toda seguridad, ya me estarán
buscando.
A pesar de lo cual, debo seguir, pensó. La ropa de esta noche aún no se
me ha secado, cada vez hay más nubes, está refrescando. Si no me muevo,
me voy a quedar dormido y lo mismo me congelo. Si echo a andar, entraré en
calor. Aunque no vea a Scharley ni a Sansón, seguro que me encuentro con
alguien, con buena gente, y me podré informar. Daré con una senda o un
camino, saldré a la carretera, el castillo Trosky se halla cerca de una ruta muy
frecuentada, la que va de Praga a Zittau, pasando por Jicín o Turnov. Aunque
al sur de Trosky hay otra carretera, una ruta secundaria que lleva a Zittau
pasando por Mimon y Jablonné. Conozco esa otra ruta, por allí volvía yo de
Michalovice, allí fue donde Jelínek me vendió a los martahuzy de Hurkovec.
Jelínek… Te voy a arrancar la piel a tiras, canalla…
Rupilius dijo que la salida del subterráneo se encuentra al nordeste del
castillo. En las proximidades de la aldea de Ktová, o algo así. Después de
salir de la caverna, teníamos que seguir el curso de un arroyo. Ahí mismo
está el arroyo. Pero ¿se referiría a ése?
Ese arroyo, en el que se había dado un chapuzón por la noche que por
poco no le cuesta un enfriamiento mortal, formaba unos meandros muy
cerrados, se perdía entre barrancos sinuosos. Sólo Dios sabía adonde iría a
parar. En todo caso, admitió, es el único camino lógico. El arroyo tiene que
desembocar en alguna parte. Aun estando completamente perdido, seguir el
curso de un arroyo impide que nos movamos en círculo. Las aldeas crecen
junto a los arroyos, cerca de sus orillas se instalan los carboneros, los
pegueros, los leñadores.
Las últimas reflexiones sobre las ventajas de los arroyos las hizo ya en
marcha.
Caminaba muy rápido, todo lo rápido que le permitía aquel terreno tan
abrupto. Se cansaba y se quedaba sin aliento, pero así entró en calor, tanto
que las ropas mojadas empezaron a soltar vapor y se secaron pronto, ya no
sentía aquel frío penetrante de antes. Sin embargo, aunque ya llevaba
recorrido un buen trecho, no había encontrado ningún rastro cerca del arroyo,
salvo las sendas holladas por los corzos y los agujeros en el barro que habían
dejado los jabalíes.
El cielo se cubrió, como había previsto, ya estaba incluso cayendo
aguanieve.
De pronto, el bosque empezó a clarear notablemente, por detrás de unos
arces que crecían al borde de un calvero, Reynevan divisó el contorno de
unas construcciones de madera. Con el corazón en un puño, apretó el paso,
una vez en el calvero casi echó a correr.
Las construcciones eran unas cabañas revestidas de corteza, en su
mayoría en ruinas. No se veía nada en su interior. Todas las huellas humanas
quedaban medio ocultas por la hierba y la maleza. Las astillas y virutas que
cubrían partes considerables del terreno estaban ennegrecidas, ni siquiera
olían ya a resina. Había un hacha olvidada, clavada en un tocón, toda
herrumbrosa. Los leñadores —pues a ellos sin duda pertenecían las cabañas
— debían de haber abandonado el calvero hacía ya años.
—¿Hay alguien aquí? —Reynevan prefería asegurarse—. ¡Eh! ¡Eeeeeeh!
Oyó un rumor a su espalda. Se volvió rápidamente, a pesar de lo cual
apenas consiguió entrever vagamente cómo algo desaparecía detrás de la
esquina de una cabaña. Algo pequeño. Como un niño.
—¡Eh! —Echó a correr en esa dirección—. ¡Alto! ¡Espera! ¡No temas!
La pequeña criatura no era un niño. Los niños no son greñudos y no
tienen cabeza de perro. Ni unas garras que les llegan hasta el suelo. No salen
corriendo dando extraños saltos, balanceándose sobre unas patas torcidas y
cortas, haciendo mucho ruido. Reynevan se lanzó en su persecución. Hacia
una brecha en la espesura que indicaba que por allí había un paso. Y una
vereda. Cuando la alcanzó, el monstruo peludo se paró. Se dio la vuelta.
Abrió mucho los ojos. Y exhibió los caninos.
—No temas… —Reynevan resoplaba—. No te voy a…
El monstruo —un kobold del bosque, un waldschrat— le interrumpió con
un fuerte chillido, que sonaba extrañamente burlón. Le respondió un coro de
chillidos semejantes. Que llegaban de todas partes. Antes de que Reynevan se
diera cuenta de la que había liado, se le echaron encima como veinte más.
A uno le dio una patada, a otro lo derribó de un puñetazo, pero justo
después era él quien estaba en el suelo. Los kobolds le cubrieron como
piojos. Reynevan gritó, pateó, coceó, golpeó al tuntún, hasta mordió, sin
ningún resultado. Cada vez que se libraba de uno, el hueco que dejaba lo
ocupaban dos más. La situación empezaba a parecer inquietante. De repente
un kobold le hundió las garras en el pelo y las orejas, mientras otro se le
sentaba en plena cara, taponándole la nariz y la boca con sus peludas
posaderas. Empezó a ahogarse, presa del pánico. Notó cómo unos dientes se
clavaban en sus muslos y pantorrillas. Coceaba torpemente, los kobolds se le
colgaban de las piernas, no había forma de desprenderse de ellos. Reynevan
dio un tirón con la cabeza para sacarla del trasero peludo que le estaba
aplastando y soltó un grito. Salvaje, como el de un animal.
Y —como en los cuentos— le llegó la ayuda. De pronto la vereda se llenó
de gritos, relinchos, ecos de cascos herrados. El kobold que estaba sentado en
la cara de Reynevan salió pitando, también se libró éste del peso en las
piernas. Justo encima de él, Reynevan vio el vientre de un caballo y un
escarpe de hierro en un estribo, captó de reojo el brillo de una espada, vio
cómo salpicaba sangre de una cabeza perruna al ser degollada. Justo a su lado
se encogía y se aovillaba otro waldschrat, clavado en el suelo por una
rogatina. Alrededor, los cascos de los caballos no paraban quietos, hacían
saltar la arena mojada. Alguien maldijo groseramente, alguien se rió a
carcajadas. Como si hubiera de qué.
—Levanta —le dijeron desde arriba—. Hemos ahuyentado a esos
demonios.
Se levantó. Le rodeaban unos jinetes armados. En medio de ellos había un
caballero con armadura que estaba limpiando la sangre de la espada. El
mismo que le había mandado levantarse. Reynevan vio el rostro bigotudo,
ensombrecido por la visera alzada del bacinete. Aquella cara le sonaba de
algo.
—¿Estás entero? ¿No se te han comido nada?
Los jinetes estallaron en una carcajada al ver cómo se llevaba
instintivamente la mano a las calzas, desgarradas por los colmillos. El
caballero se quitó el casco. Reynevan lo reconoció al momento.
—Pues sí que ha valido la pena —dijo, apoyando el puño en el arzón,
Janko Schaff, señor del castillo de Kynast—. Ha valido la pena rondar por
esta zona un par de días. Tenía el presentimiento de que conseguirías escapar
de Trosky. Reynevan von Bielau.
El piso de la senda estaba todo levantado, el musgo del claro que la bordeaba
había sido arrancado por numerosas pisadas de caballos. Los hombres de
Schaff formaron un círculo, vigilantes, empuñando sus armas. Los tiradores
tensaron las ballestas, observando con mucha atención el camino y la linde
del bosque.
—Aquí ha habido una buena refriega —juzgó el guía rastreador del
grupo, Gwido Buschbach, un tipo bajo, rechoncho y no demasiado joven para
ser armiguer—. Unos treinta caballos. Han combatido y luego se han
dispersado. Ayer, a juzgar por las boñigas de los caballos.
—¿Quién ha combatido con quién? —preguntó Schaff— ¿Hay algún
indicio?
—Sólo esto. —Buschbach se encogió de hombros—. Colgaba de una
rama. No nos va a decir mucho.
—Puede que sí —se animó a intervenir Reynevan, algo pálido, mirando
el jirón de tela negra—. Ya nos lo ha dicho. Yo sé quién suele llevar esta
clase de capas.
—Y, entonces, ¿a qué esperas? ¡Habla!
—Os va a costar creerlo.
—Eso es cosa mía.
Con ventisca o sin ventisca, con lobos o sin lobos, a Reynevan le daba igual.
Tenía que escapar, y aquélla era su única oportunidad. Ahora, en plena
noche, cuando Schaff y sus hombres estaban ahítos, apáticos y soñolientos.
En la oscuridad del zaguán, mientras Moser cambiaba algunas palabras y
chistes verdes con Dorninger, que estaba de vuelta, Reynevan cogió su
zamarra. Y una pesa de buen calibre, de una balanza que había allí.
El patio lo recibió con frío y ventisca. Y con tinieblas. Llegaron al pajar
casi a tientas.
—Ten cuidado —le advirtió Moser, que iba por delante—. Hay un arado
por aquí cerca…
Se tropezó, cayó con estrépito. Cuando, echando sapos y culebras, se
incorporó apoyándose en las manos, Reynevan ya se le echaba encima, con el
peso en la mano, ya estaba a punto, a punto, de levantar la mano para atizarle
al infeliz en la nuca. En ese momento, sobre el fondo de un montón de
estiércol cubierto de nieve, pasaron fugazmente unas sombras, se oyó un
golpe sordo. Moser soltó un gemido y cayó de bruces. Acto seguido, en los
ojos de Reynevan resplandecieron cien luces, y en su cabeza retumbaron cien
truenos. El patio, la cabaña, el granero y el montón de estiércol empezaron a
bailar, con un frenético taconeo, mientras el cielo y la tierra se cambiaban de
sitio repetidamente.
No llegó a caer, varios pares de brazos poderosos le sostuvieron. Le
cubrieron la cabeza con un saco basto. Le ataron las manos. Le echaron en la
silla de un caballo que no paraba de cocear y resoplar. Enseguida el caballo
se lanzó al galope, golpeando las piedras con los cascos. A Reynevan le
castañeteaban los dientes, resonando por debajo del saco, tenía miedo de
morderse la lengua.
—¡En marcha! —ordenó alguien con la voz ronca y repulsiva—.
¡Adelante! ¡Adelante! ¡Al galope!
El viento aullaba y silbaba.
Capítulo decimosegundo
En el que Reynevan regresa a Silesia, Con una esperanza de vida tan larga como
la de una cachipolla del género Ephemera, pero, a pesar de todo, con un nuevo
motivo para vengarse.
La nieve se derretía a velocidad de vértigo, bastaba con ese escaso sol que se
abría paso entre las nubes. El viento se calmó. Ya no hacía tanto frío.
Había vuelto el otoño.
Szklarska Poreba: Reynevan ya se había enterado, atento a las
conversaciones, del nombre de aquella aldea con iglesia, medio despoblada,
donde el destacamento de Flotsch y Wamsdorf se perdió de vista,
adentrándose en un desfiladero que conducía al paso de Santiago, que
separaba, por lo que le había oído decir a alguno, los montes Karkonosze de
los Jizerské. Nikolau Dachs estuvo siguiéndolos un rato con la vista, con aire
preocupado, le dijo algo a Biberstein, señalando ya a los que se alejaban, ya a
Reynevan. Biberstein hinchó los carrillos, dirigió una mirada maliciosa a su
prisionero, sacudió la cabeza. Después dio una orden. Dachs se inclinó.
—¡Señor Liebenthal! —llamó, dirigiéndose al grupo—. ¡Señor Stroczil,
señor Priedlanz, señor Kuhn! Haced el favor de venir aquí.
Los cuatro caballeros salieron del grupo, se acercaron a él, con
curiosidad, pero con evidente desgana. Algo que Dachs no se tomó a mal.
—Nuestro señor Ulrich von Biberstein ordena que llevemos a este
criminal —señaló a Reynevan— a Silesia, al castillo de Stolz, y que una vez
allí se lo entreguemos a su hermano, don Johann Biberstein. Al prisionero
hay que entregarlo antes de cinco días, es decir, el lunes como muy tarde,
porque hoy estamos a jueves. Hay que entregarlo sano, salvo e intacto. El
señor Biberstein ha decidido poner al frente de la escolta al señor Liebenthal.
Pero todos respondéis con vuestras cabezas por el prisionero y por el
cumplimiento de las órdenes. ¿Estamos? ¿Señor Liebenthal?
—¿Y por qué nosotros precisamente? —preguntó con aspereza el tal
Liebenthal, frotándose la barbilla partida, negra por la barba incipiente—. ¿Y
por qué sólo cuatro?
—Porque así lo ha ordenado el señor Ulrich. Y porque así se lo he
aconsejado yo.
—Os lo agradecemos de todo corazón —dijo sarcásticamente otro de los
miembros de la escolta, que llevaba un gorro de castor ladeado—. O sea, hay
que conducirlo a Stolz sano y salvo. Y, si no, respondemos con la cabeza.
Muy bien.
—¿Y si intenta escapar? —El tercero, un jayán de bigote rubio, le dirigió
una mirada lúgubre a Reynevan—. ¿Podemos al menos partirle una pata?
—En ese caso existe el riesgo —respondió fríamente Dachs— de que el
señor de Stolz ordene que os rompan una pata a vosotros.
—¿Y entonces qué? —El bigotudo no daba su brazo a torcer—. ¿Atarlo y
llevarlo en un saco? ¿O meterlo en un tonel de hierro, como aquél en el que
Conrado de Glogów tuvo metido a Enrique el Gordo? O si no…
—¡Suficiente! —le cortó Dachs—. El prisionero tiene que estar dentro de
cinco días en Stolz, sano y salvo. Os va en ello la cabeza, y no hay más que
hablar. Por mi parte añadiré que tendría que estar chiflado para intentar
escapar. Hay demasiados cazadores siguiéndole el rastro y, caiga en las
manos de quien caiga, le espera la muerte. Y una muerte ni rápida ni dulce.
—¿Y en Stolz qué? ¿Acaso le van a cubrir con flores?
—No es asunto mío —Dachs se encogió de hombros— con qué lo vayan
a cubrir. Pero sí sé lo que le espera en Zgorzelec, en Zittau, en Bautzen: la
tortura y la hoguera. Si le vuelven a coger De Bergow o Schaff, tampoco
escapará a una muerte horrible. Así que no creo que se escape…
—No pienso escapar —declaró Reynevan, que ya estaba cansado de
guardar silencio—. Puedo dar mi palabra. ¡Jurar por la cruz y por todos los
santos!
Los caballeros estallaron en una carcajada tan salvaje como sincera. A
Dachs se le saltaban las lágrimas.
—Ay, señor de Bielau —se enjugó las lágrimas de las mejillas—, ¡pero
qué bien has estado! ¿Dices que podrías jurarlo? ¡Pues jura todo lo que te dé
la gana! Nosotros te vamos a atar con una buena soga. Y te vamos a llevar a
lomos de una yegua cojitranca, para que no sueñes siquiera con salir
galopando. Todo ello en aras de la seguridad. Nada personal.
No tardaron mucho en partir. A Reynevan, de acuerdo con la promesa de
Dachs, le ataron las manos, sin saña superflua, pero con fuerza y firmeza. De
acuerdo con esa misma promesa, lo subieron en un caballo —o más bien en
un penco abominable, que de caballo sólo tenía el nombre— torpe, con las
patas traseras tan torcidas que, evidentemente, no sólo era incapaz de galopar,
sino también de trotar. En semejante cabalgadura, desde luego, no se podía ni
soñar con la huida: no habría sido posible adelantar ni a una pareja de bueyes
uncidos a un yugo.
Marchaban hacia el este. En dirección a Jelenia Góra. Hacia la carretera
que unía Zgorzelec con Swidnica, Nysa y Racibórz.
Voy a Silesia, pensaba Reynevan, rascándose la nariz, que le picaba, con
el cuello de piel de la capa. Regreso a Silesia, como había proclamado. Como
había prometido. A mí mismo y a otros.
Si Flutek se enterase, seguro que se iba a alegrar. Estamos a principios de
noviembre, apenas cuatro días después de Difuntos. Falta un montón para la
Navidad, y ya estoy en Silesia.
Marchaban hacia el este. En dirección a Jelenia Góra. Hacia la llamada
carretera de los Sudetes, que une Zgorzelec con Swidnica, Nysa y Racibórz.
Que pasaba por Frankenstein. Y por las inmediaciones del castillo de Stolz.
El castillo, pensaba Reynevan rascándose la nariz con el cuello de la capa,
donde vive mi Nicoletta. Y mi hijo.
Tras recorrer una milla, más o menos, justo cuando la campana de la iglesia
anunciaba el mediodía, hicieron su entrada en Janowice, una aldea grande a
orillas del Bóbr. Como una hora más tarde llegaron a una encrucijada: su
camino se cruzaba en ese punto con la carretera que iba de Swierzawa a
Landeshut. La ruta, hasta entonces desierta, se pobló de viajeros, y los
ánimos de la escolta mejoraron considerablemente. Los caballeros dejaron de
mirar a todas partes, conscientes de que ahora, en medio de aquel gentío,
estaban mucho más seguros que en los solitarios bosques de las estribaciones
de Karkonosze. Priedlanz volvió a lamentarse, recordando lo mucho que
echaba de menos a cierta mujer, Stroczil redobló sus alabanzas de los
burdeles frecuentados antaño. Otto Kuhn tarareaba cancioncillas bávaras.
Únicamente Liebenthal seguía igual de nervioso, irritable y enojado. Casi
todos los viajeros con los que se cruzaba le hacían soltar entre dientes una
invectiva. Un buhonero judío se convirtió en «asesino de Cristo»,
«sanguijuela» y —cómo no— «sama». Todos los mercaderes, naturalmente,
eran «ladrones», y los mineros de la vecina Miedzianka eran «vagabundos
valones». Un grupo de frailes menores en peregrinación se ganó el apelativo
de «putos vagos», y unos caballeros hospitalarios que marchaban armados
pasaron de largo como una «banda de sodomitas».
—¿Sabéis una cosa? —comentó de pronto Stroczil, intuyendo
correctamente la razón de su estado de ánimo—. Lo que yo pienso es que
aquella figura negra que nos venía siguiendo no era un hombre.
—¿Y entonces qué era?
—Un espíritu. Un demonio. Aquello era Karkonosze, ¿o es que ya se os
ha olvidado?
—El rübezahl[37]… —dedujo Kuhn—. Jo, jo…
—El rübezahl —dijo Priedlanz muy convencido— tiene cuernos de
ciervo y unas enormes barbas. Aquél no tenía nada de eso.
—El rübezahl puede cambiar de aspecto.
—La puta… Nos vendría muy bien un crucifijo. O una cruz cualquiera.
¿Alguno tiene una? ¿Y tú, Bielau? ¿No llevarás una cruz por casualidad?
—No.
—Pues habrá que rezarle a algún santo, cojones… Pero ¿a cuál?
—A los Catorce Auxiliadores —sugirió Stroczil—. A todos de golpe.
Entre ellos hay algunos tíos con un par. Como mínimo San Jorge, como sabe
todo el mundo. De los otros, San Ciríaco encadenó al diablo. Santa Margarita
sometió a un dragón, y San Eustaquio a un león. San Vito… San Vito
también hizo algo, no recuerdo qué. Pero seguro que hizo algo.
—San Vito —intervino Kuhn— daba unos pasos de baile muy divertidos.
—Eso. ¿No os lo decía yo?
—¿Queréis cerrar el pico de una puta vez? —rugió Wiliych von
Liebenthal—. ¡Estas cosas le ponen a uno enfermo!
—Fijaos, qué pedazo de cortejo.
Efectivamente, había que reconocer que el cortejo con el que se habían
cruzado, procedente de Bolków, resultaba imponente. Al frente marchaba un
heraldo, vestido de azul y plata, con un gallardete ajedrezado de idénticos
colores. Le seguían unos jinetes armados y unos cortesanos engalanados que
rodeaban una carroza tirada por cuatro rucios, revestida de una vistosa tela y
decorada con cintas azuladas. En la carroza, en compañía de unas cortesanas,
viajaba una corpulenta matrona, tocada con una cofia, irradiando un aura de
dignidad.
—Rosamunda von Borschnitz —la identificó Priedlanz, haciendo una
reverencia.
—De la casa de los Bolz —confirmó Stroczil a media voz—. Ja, por lo
visto en tiempos era una mujer de una belleza asombrosa. Mi difunto padre
solía contar que en sus años mozos media Silesia estaba colado por ella, los
solteros andaban detrás de ella como los perros detrás de las perras, porque,
además de ser muy gentil, contaba con una buena dote. Al final se casó con
Kunon Borschnitz, ése que…
—Ni los más viejos del lugar recuerdan —le interrumpió Liebenthal
maliciosamente— los tiempos en que tu padre era joven. Los obispos de
Wroclaw, por lo visto, aún obedecían fielmente al metropolitano de Gniezno,
los Piastas gobernaban en el ducado de Swidnica y el rey checo Wenceslao
IV, según dicen, era un chavalín. Hace de eso mucho tiempo. La Borschnitz
está hecha un carcamal, pasa de largo de los sesenta, es un milagro que aún se
tenga en pie. ¡Espolead a los caballos, maldita sea, ni que fuerais pisando
huevos! ¡Hereje, arrea a esa yegua! ¡Eh! ¡Vamos, que alguien le zurre a ese
jamelgo en las ancas!
—Calma, Wiliych.
Tuvieron que hacer noche en Bolków, una población situada al pie de una
montaña en cuya cumbre se alzaba una fortaleza tan famosa como
inquietante.
Esta vez durmieron en una venta: Liebenthal se decidió por fin a echar
mano de la bolsa que le había entregado Dachs para los gastos de viaje.
También se regalaron con un banquete en forma de empanadillas
abundantemente sazonadas, acompañadas de setas y col.
Reynevan, que comió hasta hartarse, no soñó aquella noche.
Al día siguiente, el cielo volvió a cubrirse de nubes bajas, empezó a
lloviznar. Marchaban en silencio, sin romperlo casi nunca. Iban mirando a
todas partes, pero no había ni rastro de aquel jinete que les había seguido.
Había desaparecido. Como un espíritu. ¿Y si era de verdad un espíritu? ¿Y si
era de verdad ese rübezahl, el demonio de Karkonosze? A lo mejor, había
desaparecido en cuanto se habían alejado de esos montes…
Lloviznaba.
A última hora de la tarde mejoró el tiempo. Cuando llegaban a
Swiebodzice.
En el que distintas cosas salen a la luz en el castillo de Stolz. Entre ellas el hecho
de que la culpa de todo la tienen, por este orden, la perfidia de las mujeres y
Wolfram Pannewitz.
—No tan alto, señores —hipaba el joven simpático—. No tan alto. Conviene
tener presentes las reglas de la conspiración.
—Conssspira… conspiración —declaró con voz aguardentosa el enano de
la capucha—. ¡Adelante! ¡Eh, Raabe! ¿Dónde está esa famosa fonda? ¡No
hacemos más que andar, y tenemos la garganta seca!
—Aún queda como media legua —él canoso del gorro picudo se
tambaleaba en la silla—. Media legua… Puede que una… ¡En marcha! ¡Más
deprisa ese caballo, Reinmar de Bielau!
—Tybald… Nomina sunt odiosa… La conspiración…
—¡Anda ya!
Uno de los capturados tenía los cabellos rubios como la paja, al igual que las
cejas y las pestañas, al igual que la barba que le crecía en la barbilla ancha y
prominente. El otro, más viejo, estaba bastante calvo. Ninguno de los dos
decía ni palabra, no hacían ningún ruido. Estaban amarrados, con la espalda
apoyada en la pared, con la mirada ausente dirigida hacia el frente. Sus
rostros eran rígidos, inexpresivos, sin rastro de emoción. Algo sorprendidos
tendrían que estar, asombrados al comprobar cómo, pese a los ruidos de las
libaciones, ninguno de sus vencedores estaba beodo. Cómo les habían llegado
voces desde un sitio donde no había nadie. Cómo los habían estado
esperando, cómo habían caído en una trampa planeada y llevada a cabo con
absoluta precisión. Tendrían que estar sorprendidos. Puede que lo estuvieran.
Pero no lo demostraban. De vez en cuando el centelleo de una vela hacía que
revivieran sus ojos mortecinos. Pero sólo era una falsa impresión.
Reynevan estaba sentado en un jergón, observando en silencio. El mamun
se ocultaba en un rincón, apoyado en el goedendag. Tybald Raabe se
entretenía con la navaja, abriéndola y cerrándola.
—Yo te conozco —rompió el largo silencio el goliardo, señalando al
calvo con el cuchillo—. Te llamas Jakub Olbram. Tienes en arriendo el
molino de los cistercienses de Henryków, cerca de Lagiewniki. Qué curioso,
todo el mundo te considera un soplón del abad, ¿no sería eso una tapadera?
Porque, por lo que veo, no sólo sabes delatar. También te gusta asesinar a
traición.
El tipo calvo no reaccionó. No se dignaba mirar siquiera a quien le
hablaba, hacía como si no oyera lo que le estaba diciendo. Tybald Raabe
abrió la navaja con un chasquido y la dejó abierta.
—Cerca de aquí, en el bosque, hay un pequeño lago —se dirigió a
Reynevan—. Hay más de dos varas de cieno en el fondo. Nunca los van a
encontrar.
»Ya puedes olvidarte de tu misión —añadió muy serio—. Has encontrado
al Vogelsang. Sólo que ya no es el Vogelsang. Es una cuadrilla de
bandoleros, dispuestos a matar para defender su botín. ¿No lo entiendes?
Dotaron al grupo de unos fondos enormes. Una gran cantidad de dinero para
organizar redes y grupos de sabotaje, para preparar “operaciones especiales”.
Ellos se quedaron con la pasta, cometieron un desfalco. Saben lo que les va a
pasar cuando Flutek consiga dar con ellos, por eso evitaban los contactos.
Ahora les ha entrado el canguelo, son un peligro. Ellos, y nadie más que
ellos, fueron los que atentaron contra ti en Cieplowody. Por eso, te lo
aconsejo: sin compasión. Una piedra al cuello, y al agua.
En las caras de los dos hombres amarrados no apareció ni una sombra de
emoción, en sus ojos muertos no se vislumbró ni rastro de vida. Reynevan se
puso de pie, le cogió la navaja al goliardo.
—¿Quién me disparó con una ballesta en Cieplowody? ¿Quién mató a los
clérigos? ¿Vosotros?
Ni la menor reacción. Reynevan se inclinó, les cortó las ataduras. Primero
a uno, luego a otro. Arrojó el cuchillo a sus pies.
—Sois libres —anunció lacónicamente—. Podéis marcharos.
—Cometes un error —dijo Tybald Raabe.
—De lo más estúpido —añadió el mamun desde su rincón.
—Soy —Reynevan no parecía escucharlos— Reinmar de Bielau.
Hermano de Peter de Bielau, a quien conocisteis bien en otros tiempos. Estoy
al servicio de la misma causa que Peter. Estoy aquí alojado, en la posada de
la Campana de Plata. Voy a quedarme aquí una semana entera. Si se presenta
aquí la Inquisición o los hombres del obispo, las noticias llegarán a Bohemia.
Si una noche de éstas muero a manos de asesinos alevosos, las noticias
llegarán a Bohemia. Procopio sabrá que no puede contar con el Vogelsang,
porque el Vogelsang ya no existe.
»En cambio —prosiguió poco después—, si las cosas son como dice
Tybald, aprovecharéis bien estos siete días. En menos de una semana no da
tiempo a que llegue a Bohemia ninguna noticia. Os debería bastar, en ese
plazo se puede llegar muy lejos. Neplach os encontrará de todos modos, tarde
o temprano, pero eso ya es asunto suyo y vuestro. A mí no me interesa. Y
ahora largaos de aquí.
Los prisioneros liberados le miraban, pero como quien mira un objeto,
una cosa que le resulta totalmente indiferente. Sus ojos estaban muertos y
vacíos. No dijeron una sola palabra, no emitieron ningún sonido.
Simplemente, se marcharon.
Se hizo un largo silencio.
—Ya lo estás viendo, Raabe —Jon Malevolt rompió el hielo—. Se ha
consagrado a la causa. Es curioso, no tiene ninguna pinta de tonto. Aunque
las apariencias engañan.
—Cuando los husitas tengan su propio papa —comentó Tybald Raabe—,
tendrá que proclamarte santo. Si no lo hace, será que es un capullo
desagradecido.
Cuando se volvió a mirarla por última vez, estaba en la orilla del bosque,
brillando en la luz del sol que descendía hacia el ocaso. En aquel resplandor,
en la claridad invernal —lo constató con una seguridad penetrante—, ya no
era Jutta de Apolda, la hija del copero de Schónau, la conversa de las clarisas.
En la orilla del bosque, a lomos de la yegua gris, era una diosa. Una figura
luminosa de increíble belleza, una visión ultraterrena, divina fades, miranda
species. Venus celestial, señora de los elementos. Elementorum omnium
domina.
La amaba y la adoraba.
Capítulo decimosexto
Regresaba despacio, pensativo, con la vista clavada en las crines del caballo,
dejando que arrastrara los cascos perezosamente por la nieve mojada, sin
ocuparse apenas de la ruta. Tras cruzar la carretera de Wroclaw, tomó un
atajo, siguiendo el mismo camino que a la ida. No tenía prisa, a pesar de que
estaba anocheciendo, y la esfera roja del sol se iba ocultando lentamente tras
las copas de los árboles.
El caballo resopló, los cascos retumbaron en los maderos y tablones.
Reynevan alzó bruscamente la cabeza, tiró de las riendas. Había llegado antes
de lo previsto a la pasarela que unía los dos extremos del barranco del
bosque, en cuyo fondo bramaba y se agitaba un impetuoso torrente. La
pasarela no era demasiado ancha, parecía inestable y estaba bastante
carcomida. Antes, yendo a toda prisa al encuentro de Jutta, la había cruzado a
caballo. Ahora prefería desmontar y llevar de la mano al inquieto animal.
Estaba a mitad de camino cuando vio aparecer en la pasarela, desde detrás
de unas hayas, a un jinete con un capote negro.
Reynevan se quedó paralizado. Instintivamente, volvió la cabeza para
comprobar si podía volver grupas en el puente, pero era impensable. Su
instinto no le había engañado. También había un jinete a su espalda. Le
rechinaron los dientes, se maldijo por su descuido y su falta de atención.
Otro jinete vino a unirse al que se había quedado en el extremo de la
pasarela. Reynevan sujetó con fuerza las riendas y el bocado del caballo, que
seguía resoplando. Palpó la empuñadura del estilete. Y se quedó a la espera
del desarrollo de los acontecimientos.
Era evidente que quienes le bloqueaban el paso también estaban a la
expectativa, ya que ninguno decía nada ni hacía el menor gesto. Reynevan
miró hacia abajo del puente. No le hizo gracia lo que vio. El barranco era
profundo, y las rocas que asomaban en el agua espumeante presentaban unos
bordes y aristas terriblemente afilados.
—¿Quiénes sois? —preguntó, aunque sabía quiénes eran—. ¿Qué queréis
de mí?
—Eres tú —dijo el que estaba a su espalda, quitándose la capucha— el
que quieres algo de nosotros. Ya va siendo hora de que aclares qué. Y por
orden de quién.
Reynevan lo reconoció de inmediato. Era aquel tipo alto y moreno, de
cara indefinida y pinta de aprendiz errante. El que primero le había estado
observando en la posada de Cieplowody y luego le había salvado,
facilitándole el caballo.
También los otros le mostraron la cara. Conocía a uno de ellos. Se trataba
de aquel rubio, muy rubio, de barbilla prominente, que dos semanas atrás
había irrumpido de noche en su habitación con una navaja andaluza en la
mano. Al tercero, de jeta chupada y huesuda que recordaba a una calavera, no
lo conocía y no lo había visto en su vida. Pero se imaginaba quién podía ser.
—¿Y dónde está el cuarto? —preguntó en tono arrogante—. ¿Ese tal
Olbram, o como quiera que se llame? ¿Ése que no consiguió acuchillarme en
La Campana, cuando estaba durmiendo?
El de la cara de calavera se echó la capa hacia atrás, dejándola caer sobre
uno de los flancos del caballo, y descubrió una ballesta montada. Las
modestas dimensiones y la línea del objeto revelaban que se trataba de un
arma de caza, no de guerra. Esa clase de ballestas eran inferiores a las de
guerra en lo referente al alcance y la fuerza de su disparo, pero las superaban
claramente en precisión. Un ballestero experto no podía fallar con un arma
como ésa, y a menos de veinte pasos acertaría en una manzana con la misma
seguridad que Guillermo Tell del cantón de Uri.
—Puedo rozar a tu caballo. —Cualquiera diría que el de la jeta de
calavera le había leído el pensamiento a Reynevan—. Sólo rozarlo, con la
saeta. El caballo se te echará encima y te sacará del puente. Encontrarán tu
cadáver en el fondo del barranco, con los huesos rotos, tus superiores de la
Inquisición creerán que ha sido un accidente. Anotarán tu baja y se olvidarán
de ti.
—No sirvo a la Inquisición.
—Me da igual a quién sirvas. Yo a los provocadores los huelo. Tu olor
llega hasta aquí.
—¡Yo también tengo buen olfato! —Reynevan, aunque petrificado por el
terror, seguia aparentando arrogancia—. Y aquí apesta a traidor, a ladrón y a
defraudador, y encima a vulgar esbirro. Basta ya de parloteo. Dispara,
mátame de una vez, miserable canalla. Oh, cómo me alegra pensar en lo que
hará contigo Neplach cuando caigas en sus manos.
—Estás temblando de miedo, espía —dijo el rubio—. Todos los espías
sois unos cobardes.
Reynevan soltó el ronzal, cogió el estilete.
—Entra en la pasarela, ya que eres tan valiente —gruñó—. ¡Aquí no hay
sitio para los dos! ¡Venga, adelante! ¿O es que sólo usas ese cuchillo español
con los que están durmiendo?
El de la jeta de calavera bajó la ballesta, rió secamente. El aprendiz
moreno le secundó, poco después también el rubio prorrumpió en una
carcajada.
—No hay duda —dijo—. Es clavadito a su hermano.
—Clavadito a su hermano —repitió el de la jeta de calavera—. Acércate,
Reinmar de Bielau, hermano de Peter de Bielau. Queremos darte un apretón
de manos, Reynevan, hermano de nuestro camarada, en recuerdo de nuestro
llorado Peterlin.
Reynevan sacó a su caballo, que no paraba de bufar, de la pasarela. Tenía
un aspecto marcial, y controlaba el temblequeo de las rodillas. El de cara de
calavera le estrechó la mano, le dio unas palmaditas en el hombro. De cerca
se apreciaba su extrema delgadez, su complexión netamente cadavérica.
—Perdona nuestra excesiva vigilancia —dijo—. Así nos lo ha enseñado
la vida. Y gracias a esa enseñanza seguimos vivos.
»Como bien has supuesto —prosiguió—, somos el Vogelsang. No hemos
traicionado, no nos han captado, no hemos cambiado de bando. No hemos
malversado los fondos que pusieron a nuestra disposición. Estamos listos
para actuar. Creemos que vienes en nombre de Procopio y Neplach. Creemos
que los representas, que te han otorgado plenos poderes. Que, siguiendo
órdenes suyas, nos vas a dirigir, porque ha llegado la hora. Dirígenos, pues,
Reynevan. Confiamos en ti. Me llamo Drosselbart.
—Bisclavret —se presentó el rubio, tendiéndole la mano.
—Rzehors. —La mano del aprendiz de rostro atezado era dura y áspera
como un tablón sin cepillar.
—Gracias por el caballo en Cieplowody.
—No hay de qué. —Los ojos de Rzehors eran aún más duros que su
mano—. Nos intrigaba adonde pensabas ir con ese caballo.
—¿Me habéis seguido el rastro?
—Queríamos saber adonde ibas —repitió como un eco el rubio,
Bisclavret—. Dónde pensabas buscar ayuda.
—Aquellos religiosos…
—Dominicos de Swidnica, espías de la Inquisición. Habían visto a
Rzehors, no queríamos correr ningún riesgo… Sobre todo, porque había en la
posada otros dos tipos que también despertaron nuestras sospechas. Así
que…
—Así que hicimos lo que había que hacer —remató Rzehors fríamente—.
Y te seguimos. Algunos pensaron que irías a todo galope hasta Swidnica,
justamente, a acogerte al amparo de la Inquisición… Olbram…
—Claro —comentó Reynevan, aprovechando el silencio del rubio—. ¿Y
dónde está ese Olbram? ¿Mi frustrado asesino?
Bisclavret estuvo un buen rato callado. Rzehors carraspeó suavemente.
En los finos labios de Drosselbart se dibujó una extraña mueca.
—Han surgido diferencias de opinión —dijo por fin el flaco—. En
relación contigo, con tu persona. En relación con lo que había que hacer. No
hemos llegado a un acuerdo, así que…
—Así que se ha marchado —intervino rápidamente Rzehors—. Ahora
somos tres. No nos quedemos aquí, la noche se echa encima. Vayamos a
Gdziemierz.
—¿A Gdziemierz?
—Hemos verificado Gdziemierz y tu posada de La Campana —dijo
Drosselbart—. Es una buena guarida, muy segura. Queremos trasladarnos
allí. ¿Tienes algo en contra?
—No.
—Entonces, a caballo y en marcha.
Caía la noche, por suerte era clara, había luna, la nieve relumbraba y
brillaba.
—Habéis tardado mucho en confiar en mí —afirmó Reynevan cuando
salieron del bosque a la carretera—. Estuvisteis a punto de matarme. Soy
hermano de Peterlin, y sin embargo…
—Ha llegado un tiempo —le interrumpió Drosselbart— en que el
hermano traiciona al hermano y se convierte en un Caín para él. Ha llegado
un tiempo en que el hijo traiciona al padre, la madre al hijo, la esposa al
esposo. Los súbditos traicionan al rey, el soldado al capitán, y el sacerdote a
Dios. Sospechábamos de ti, Reinmar. Había motivos.
—¿Qué motivos?
—En Frankenstein estuviste en las mazmorras de la Inquisición —
respondió Rzehors, que cabalgaba al otro lado—. El inquisidor Hejncze podía
haberte captado. Obligarte a colaborar, valiéndose del chantaje o las
amenazas. O comprándote sin más.
—Justamente —confirmó gravemente Drosselbart, colocándose la
capucha—. De eso se trataba. Y no sólo de eso.
—¿De qué más?
—Neplach —soltó desde atrás Bisclavret— te ha enviado a Silesia para
servir de cebo. Él era el pescador, nosotros el pez, y tú la lombriz en el
anzuelo. No podíamos creernos que fueses tan ingenuo como para prestarte a
ese montaje. Sin algún propósito oculto, sin traerte entre manos algún doble
juego. No estábamos seguros de cuál era ese propósito ni de cuál era tu juego.
Pero teníamos derecho a temernos lo peor. Admítelo.
—Pues sí, lo admito —concedió de mala gana.
Cabalgaban. La luna brillaba. Las herraduras resonaban en el suelo
helado.
—¿Drosselbart?
—¿Sí, Reinmar?
—Antes erais cuatro. Ahora sois tres. ¿Y al principio? ¿No erais más?
—Sí. Pero hemos encogido.
—Circulan rumores —dijo Scharley, guiñando los ojos por el sol— de que se
prepara una aceifa. Una de las grandes. Podría decirse: una invasión. Podría
decirse incluso que una guerra.
—Si has estado con Flutek en la Montaña Blanca —Reynevan se estiró
—, tienes que saber lo que se prepara. Seguro que Flutek no ha dejado de
darte instrucciones.
—Corren rumores —Scharley no se dejó achantar— de que en esta guerra
se te ha asignado un papel muy importante. Que vas a estar, como dice el
poeta, en el mismísimo centro de los acontecimientos. De donde se deduce
que todos vamos a estar en el centro de los acontecimientos.
Estaban en la terraza de la posada de La Campana, disfrutando del sol,
que calentaba gratamente a pesar del frío moderado. La nieve se había
refugiado en la ladera boscosa. Los carámbanos que colgaban del tejado
goteaban perezosamente. Sansón parecía dormitar. ¿Estaría dormido de
verdad? La noche anterior habían estado platicando hasta muy tarde, y
seguramente no hubiera hecho ninguna falta descorchar la última damajuana.
—Estando en el centro de los acontecimientos bélicos —continuó
Scharley—, y teniendo además un importante papel que desempeñar, es de lo
más fácil jugarse el cuello. O cualquier otra parte del cuerpo. Es de lo más
fácil, cuando llega la guerra, perder alguna parte del cuerpo. A veces esa
parte es la cabeza. Y entonces la cosa se pone de verdad complicada.
—Ya sé adonde quieres ir a parar. Déjalo.
—Ya veo que me lees el pensamiento, de modo que no hace falta que
añada nada. Porque la conclusión, si no me equivoco, también me la has
leído.
—Te la he leído, sí. Y te diré: combato por la causa, por la causa iré a la
guerra y por la causa desempeñaré el papel que se me asigne. La causa del
Cáliz debe vencer, a eso se encaminan todos nuestros esfuerzos. Gracias a
nuestros esfuerzos y a nuestro empeño, el utraquismo y la fe verdadera
triunfarán, se acerca el final de la injusticia, el mundo va a cambiar a mejor.
Por eso daré mi sangre. Y mi vida, si hace falta darla.
Scharley suspiró.
—La verdad es que no nos escondemos —recordó con calma—.
Peleamos. Tú haces carrera como médico y como espía. Yo asciendo en la
jerarquía militar del Tabor, y a la chita callando voy amasando un buen botín.
Ya he reunido bastante. En varias ocasiones ya, sirviendo al Cáliz, nos hemos
librado por un pelo de la muerte. Y todo nos da igual, seguimos tentando el
destino, abriéndonos paso a codazos, saltando de una misión a otra, a cual
peor. Ya va siendo hora de hablar en serio con Flutek y Procopio. Que sean
los jóvenes quienes se jueguen el cuello en el campo de batalla, en la primera
línea, nosotros nos hemos ganado un descanso, ya hemos hecho bastante para
poder pasamos el resto de la guerra tumbados indolentemente sub tegmine
fagi. Eventualmente, deberían asignamos, en pago por nuestros servicios, un
buen puesto en el estado mayor. Esos puestos, Reinmar, aparte de ser
cómodos y rentables, tienen una ventaja inestimable. Cuando todo empieza a
tambalearse, a hundirse, a venirse abajo, es fácil desde esos puestos darse a la
fuga. Y, en momentos como ésos, uno puede trincar a espuertas…
—¿Y por qué iba a empezar nada a tambalearse y a hundirse? —dijo
Reynevan en tono sombrío—. ¡Nos espera la victoria! ¡El Cáliz triunfará, se
acerca el verdadero Regnum Dei! ¡Por eso luchamos!
—Aleluya —concluyó Scharley—. No es fácil hablar contigo, muchacho.
Renuncio, pues, a argumentar, y termino con una proposición concisa y
concreta. ¿Me escuchas?
—Te escucho.
Sansón abrió los ojos y levantó la cabeza, en señal de que él también
estaba escuchando.
—Larguémonos de aquí —dijo tranquilamente Scharley—. A
Constantinopla.
—¿Adónde?
—A Constantinopla —repitió con una voz de lo más seria el demérito—.
Esa ciudad tan grande a orillas del Bosforo. Perla y capital del estado
bizantino…
—Ya sé lo que es Constantinopla y dónde está —le interrumpió
pacientemente Reynevan—. Preguntaba para qué queremos ir.
—Para vivir allí.
—¿Y por qué tendríamos que vivir allí?
—Reinmar, Reinmar. —Scharley le miró con lástima—. ¡Constantinopla!
¿No lo comprendes? El gran mundo, la alta cultura. Una vida maravillosa, un
sitio maravilloso para vivir. Eres médico. Te compraríamos un iatreion en las
cercanías del hipódromo, muy pronto serías célebre como especialista en
enfermedades mujeriles. A Sansón lo colocaríamos en la guardia del basileos.
Yo, en virtud de mi naturaleza sensible, que no tolera los esfuerzos, no me
dedicaría a nada en absoluto… fuera de la meditación, los juegos de azar y
alguna pequeña estafa ocasional. Por las tardes iríamos a Hagia Sophia a
rezar por nuestros ingresos, pasearíamos por la Mese, alegrándonos los ojos
con la vista de las velas en el mar de Mármara. En cualquiera de las tabernas
del Cuerno de Oro comeríamos pilaf con cordero y pulpo frito, regándolo en
abundancia con vino especiado. ¡Eso sí que es vida! Sólo Constantinopla,
muchachos, sólo Bizancio. Os digo que dejemos Europa atrás, que dejemos
esta oscuridad, este salvajismo, que nos sacudamos este polvo asqueroso de
las sandalias. Vayamos allá donde hace calor, donde hay abundancia y
bienestar, donde la cultura y la civilización. ¡A Bizancio! ¡A Constantinopla,
la ciudad de las ciudades!
—¿Marcharnos al extranjero? —Reynevan sabía que el demérito estaba
de broma, pero le siguió el juego—. ¿Dejar la tierra de nuestros padres y
nuestros abuelos? ¡Scharley! ¿Y dónde está tu patriotismo?
—Aquí está. —Scharley le mostró dónde con un gesto obsceno—. Yo soy
un hombre de mundo. Patria mea totus hic mundus est.
—En otras palabras —Reynevan no se rendía—, ubi patria, ubi bene.
Buena filosofía para un vagabundo o para un gitano. Tienes patria, tuviste un
padre. ¿No sacaste nada del hogar paterno? ¿Ninguna enseñanza?
—Claro que sí. —Scharley se indignó ostensiblemente—. Muchas
enseñanzas, prácticas y de otro tipo. Un montón de máximas llenas de
sabiduría, cuyo recuerdo me permite vivir dignamente hoy en día.
»Todavía —se enjugó las lágrimas en un gesto teatral— resuena en mis
oídos la honorable voz de mi padre. Jamás olvidaré sus nobles consejos, que
guardo en mi memoria y me sirven de guía inmutable en la vida. Por ejemplo:
Enero, frío o templado, pásalo abrigado. O bien: De donde no hay no se
puede sacar. O: El que bebe fino y pee fuerte, lejos tiene la muerte. O este
otro…
Sansón resopló. Reynevan suspiró. Los carámbanos goteaban.
Urban Horn regresó el 18 de enero. Las malas noticias que traía sacaron al
grupo de su indolente apatía invernal.
El duque Juan de Ziebice había sufrido un atentado. Fue el día de Reyes,
la festividad de la Epifanía. Cuando el duque salía de la iglesia una vez
acabada la misa, el agresor consiguió burlar a la guardia y se abalanzó sobre
él con un estilete. Juan se salvó únicamente merced al sacrificio de dos de sus
caballeros, Timoteo von Risin y Ulrich von Seiffersdorf, que le protegieron
con sus cuerpos. Risin, incluso, recibió la cuchillada destinada al duque,
circunstancia que aprovecharon los otros para reducir al atacante. Resultó ser
nada menos que Gelfrad von Sterz, un caballero que había desaparecido años
atrás en tierras lejanas y a quien todos, incluida su propia familia, daban por
muerto.
Los comentarios sobre lo ocurrido recorrieron Silesia en un santiamén.
Casi nadie abrigaba dudas acerca de los motivos de Gelfrad Sterz, todos
estaban al corriente del romance del duque Juan con la mujer del caballero, la
bella borgoñona Adela. Todos sabían de qué manera tan desconsiderada
había tratado el duque Juan a su antigua amada al concluir su romance, todos
estaban enterados de la muerte que había sufrido Adela como consecuencia
de semejante trato. Y aunque nadie, claro está, ensalzaba la acción de Gelfrad
ni trataba de justificarla, entre los caballeros de castillos y plazas fuertes el
asunto dio mucho que hablar. Y procuraron que en Ziebice estuvieran al tanto
de lo que se decía. Y, a pesar de que el duque Juan, fuera de sí, exigía un
castigo atroz para su agresor, sometiéndole a monstruosos suplicios, la
influencia de la opinión pública le obligó a bajar el tono. Tomaron partido
por Gelfrad no sólo sus parientes próximos, como los Haugwitz, los Baruth o
los Rachenau, sino todas las familias nobles con algún poder en Silesia.
Gelfrad Sterz, se recordaba, era un caballero, y un caballero de rancio
abolengo, y además había actuado cegado por el quebranto a su honor, y ya
se sabía quién era el culpable de su menoscabo. El duque Juan montó en
cólera, pero sus consejeros no tardaron en convencerle de que renunciara a
una ejecución sádica. Unos tiempos como aquéllos, en los que en cualquier
momento se podía esperar un ataque husita, no eran los más adecuados, le
dijeron, para estar a mal con la nobleza. El único que tomó partido por el
obstinado duque fue el obispo de Wroclaw, Conrado, aún más obstinado que
él. El obispo rechazaba la tesis de la defensa del honor, consideraba que todo
era un asunto político, difundió la idea de que Gelfrad Sterz había actuado
instigado por los husitas, y reclamaba para él una muerte atroz por traición al
estado, brujería y herejía. Sterz, bramaba el obispo, había actuado por
motivos no menos abyectos que Chrzan, el asesino del duque Przemek de
Cieszyn, y en consecuencia había que quemarlo vivo y amputarlo con
tenazas, como a ese tal Chrzan. Los caballeros de Silesia no querían ni oír
hablar de semejantes cosas, se opusieron con firmeza e impusieron su
criterio. Tanto insistieron que a Gelfrad poco le faltó para salir de rositas:
únicamente iba a ser condenado a destierro, los caballeros no consentían que
se le impusiera un castigo más severo. Para mayor indignación del duque
Juan y del obispo. Así pues, Gelfrad Sterz habría salvado su vida de no haber
sido por una menudencia. En el juicio el caballero no sólo no había dado
muestras de arrepentimiento, sino que llegó a declarar que ningún destierro le
impediría intentar un nuevo atentado contra la vida del duque, que no
descansaría hasta derramar la sangre de su enemigo. Y no quiso retractarse de
sus palabras. Ante tal dictum los magnates silesios se quedaron sin
argumentos. Se lavaron las manos, y Juan de Ziebice condenó gustoso a
muerte al caballero. Mediante decapitación por espada.
La sentencia se ejecutó con presteza, el 15 de enero, el jueves anterior al
segundo domingo después de Epifanía. Gelfrad Sterz marchó hacia la muerte
con serenidad y valor, aunque descalzo. No soltó ningún discurso desde el
cadalso. Se limitó a mirar al duque Juan y pronunció una sola frase, en latín.
—¿Qué? —preguntó Reynevan sordamente—. ¿Qué dijo?
—Hodie mihi, eras tibi.
Reynevan no pudo disimular su abatimiento, era demasiado evidente y
llamativo. Sintiendo la necesidad de sincerarse, de quitarse ese peso de
encima, les contó a sus compañeros toda la historia. La historia de Adela, del
duque Juan, de Gelfrad Sterz. De la venganza. Ninguno hizo el menor
comentario. Salvo Drosselbart.
—La venganza, según dicen, es un placer —aseguró el flacucho—. Pero
por lo general es el placer estúpido de un idiota que se recrea soñando con el
placer. Sólo un idiota coloca la cabeza en un tronco cuando puede ahorrarse
colocarla. Hodie mihi, eras tibi, hoy por ti, mañana por mí… Te han brillado
los ojos al oír estas palabras, Reinmar de Bielau, me he dado cuenta. Sé lo
que estás pensando. Y sólo te pido una cosa: no seas idiota. ¿Puedes
prometerlo? ¿A todos nosotros?
Reynevan asintió con la cabeza.
En el que el jueves 18 de marzo del año 1428 o, como suele decirse en las
crónicas: in crastino Sánete Gertrudis Anno Domini MCCCCXXVIII unos XIV mil
aldeanos se zurraron la badana en la batalla de Nysa. Las pérdidas de los
vencidos ascienden a circa M caídos. En cuanto a las pérdidas de los vencedores,
los usos de los cronistas ordenan su omisión.
—¡Hus hereje! —escandían las primeras filas de los ejércitos del obispo
formados en Mnisia Laka—. ¡Hus hereje! ¡Hu! ¡Hu! ¡Hu!
La noticia de que los taboritas se aproximaban a Nysa debía de haberle
llegado al obispo de Wroclaw hacía ya tiempo, lo cual no tenía nada de
extraño: lo difícil, más bien, habría sido maniobrar en secreto con un ejército
integrado por más de siete mil hombres[50] y cerca de doscientos carros, sobre
todo si ese ejército se dedicaba a incendiar cuantas aldeas encontraba a su
paso, con las tierras colindantes de propina, marcando a las claras su ruta a
base de humo y resplandores. Así que el obispo Conrado había tenido
suficiente tiempo para aprestar sus tropas. También había tenido suficiente
tiempo el estarosta de Klodzko, don Puta de Czastolovice, para acudir en su
ayuda. Tras reunir una fuerza de mil cien jinetes y casi seis mil soldados de
infantería, provistos de una poderosa retaguardia integrada por pequeños
burgueses armados, y contando además con las murallas de la ciudad, el
obispo y don Puta decidieron afrontar la batalla en campo abierto. Cuando
Procopio el Rasurado se presentó en Nysa, encontró en la zona de Mnisia
Laka a los silesios armados, formados bajo sus enseñas y listos para el
combate.
En cuanto los hetmans tuvieron todo dispuesto para la lucha —algo que
hicieron deprisa—, Procopio se puso a rezar. Rezaba con calma y en voz
baja. Haciendo caso omiso a los improperios de los silesios.
—¡Hus hereje! ¡Hus hereje! ¡Hu! ¡Hu! ¡Hu!
—Señor —dijo, abriendo los brazos—. Señor de los Ejércitos, a ti
recurrimos en nuestras plegarias. Sé nuestro escudo y nuestra protección,
nuestra roca y nuestra fortaleza entre las amenazas de la guerra y el
derramamiento de sangre. Sea tu bondad con nosotros, pecadores.
—¡Hijos del diablo! ¡Hijos del diablo! ¡Hu! ¡Hu! ¡Hu!
—Perdónanos nuestros pecados y nuestras deudas. Arma con tu poderío a
nuestros soldados, acompáñalos en el combate, dales coraje y valor. Sé
nuestro consuelo y nuestro amparo, danos la fuerza para poder derrotar al
Anticristo, a nuestros enemigos, que también son tuyos.
Procopio se persignó, otros también hicieron la señal de la cruz: Jaroslav
de Bucovina, Jan Bleh, Otík de Loza, Jan Tovacovsky. Con gestos más
amplios, al estilo ortodoxo, se persignó el príncipe Fiodor Ostrogski, recién
llegado de prender fuego a Mala Scinawa. Se persignaron Dobko Puchala y
Jan Zmrzlík, que venían de incendiar Strzelecki y Krapkowice. Arrodillado al
lado de la bombarda, Markolt se persignaba, se daba golpes de pecho y no
cesaba de repetir: Mea culpa.
—Dios de los cielos. —Procopio alzó los ojos—. Tú que domeñas el mar
soberbio. Tú que amansas sus crecidas olas. Tú que pisoteaste a Rahab como
si fuera carroña, que dispersaste a los enemigos con tu brazo poderoso. Haz
que también hoy, en estos campos, salga derrotada la fuerza hostil. Al
combate, hermanos. Atacad en el nombre de Dios.
—¡Adelante! —gritó Jan Bleh de Tesnice, haciendo bailar a su caballo al
frente de las tropas—. ¡Adelante, hermanos!
—¡Adelante, guerreros de Dios! —Zikmund de Vranov blandió su maza
de armas, haciendo una señal para que la custodia se alzara por delante de la
avanzadilla—. ¡Al ataque!
—¡Al ataqueee! —repetían los centuriones por toda la línea—. ¡Al
ataqueee! Al ataqueee… Al ataqueee…
La masa de la infantería taborita se estremeció, crujieron las armas y las
armaduras como las escamas de un dragón. Y como un gigantesco dragón
comenzó su avance. Integrada por cuatro mil soldados, con mil quinientos
pasos de anchura en la parte frontal y doscientos cincuenta de fondo, la
formación iba derecha contra el ejército silesio congregado en Nysa.
Mezclados entre las filas traqueteaban los carros.
Reynevan, quien, siguiendo el ejemplo de Scharley, se había encaramado
en un peral en una linde para tener mejores vistas, no conseguía, por más que
lo intentaba, localizar al obispo Conrado entre los silesios. Sólo veía la
enseña roja y dorada del obispo. Reconoció el pabellón de Puta de
Czastolovice y al propio Puta, trotando delante de las líneas de caballeros y
evitando que cargaran caóticamente. Vio a un nutrido destacamento de
sanjuanistas, entre los cuales tenía que encontrarse Ruprecht, duque de Lubin,
pues no en vano era el prior de la orden. Identificó las figuras y colores de
Ludwig, duque de Olawa y de Niemcza. Descubrió —y le rechinaron los
dientes— el estandarte de Juan de Ziebice, con un águila partida, mitad de
ella de sable y mitad de gules.
Los taboritas avanzaban, marchaban con paso regular y acompasado.
Chirriaban los ejes de los carros. Protegida por los largos paveses, con las
armas en alto, la línea de infantería campesina silesia no vacilaba, el
mercenario que la comandaba, un caballero de armadura completa, galopaba
a lo largo de la formación, desgañitándose.
—Aguantan… —le comentó a Procopio Blazej de Kralupy, el
nerviosismo aleteaba en su voz—. Esperan a que estemos a tiro… La
caballería no va a precipitarse…
—Ten fe en Dios —replicó Procopio, sin desviar la mirada del campo—.
Ten fe en Dios, hermano.
Los taboritas avanzaban. Todos vieron adelantarse a Jan Bleh, ponerse al
frente de la formación. Fue como si diera una señal. Todos sabían qué clase
de orden estaba impartiendo. Sobre la compañía en marcha se elevó una
canción. La coral de los guerreros.
Empezó como si nada, el cielo se encapotó, sopló un viento algo más frío y
penetrante, cayeron algunos copitos de nieve. Sin previo aviso, en un
momento, aquellos escasos copos se transformaron en una densa ventisca
blanca. La nieve, más pesada, cubrió el camino en un santiamén, vistió de
blanco los abetos, rellenó las rodadas. Envolvía el rostro de los viajeros, se
fundía en sus pestañas, les aguaba los ojos. A medida que ascendían el
puerto, el tiempo empeoraba: las rachas de viento, soplando con furia,
levantaban remolinos, ya no se veía nada más allá de las crines de los
caballos blanqueadas por la nieve. Después de cegarlos, la ventisca empezó a
jugar con los otros sentidos: habrían jurado que en medio de las ráfagas se
oían risas salvajes, carcajadas, gritos, aullidos. Ninguno de los miembros del
grupo era exageradamente supersticioso, pero todos empezaron de pronto a
contraerse extrañamente y encorvarse en las sillas, y los caballos, dejados a
su aire, llevaban un trote cada vez más vivo, aunque de vez en cuando
bufaban inquietos.
Por fortuna, el camino les condujo hasta una hondonada, al abrigo,
además, de un hayedo. Y después sintieron humo y divisaron una lucecilla.
Remaba en silencio. Con ese tiempo, ni a los perros les apetecía ladrar.
Casi medio siglo más tarde, removiéndose en el duro escabel, un viejo monje,
cronista del monasterio de los agustinos de Zagan, mientras corregía y
completaba un pergamino en el escritorio, mojó la pluma en la tinta.
El Portillo del Agua también estaba vigilado por una fuerza no menos
considerable. Bisclavret maldijo en silencio.
—No va a ser nada fácil —musitó al fin—. Apuesto a que en las demás
puertas pasa lo mismo. Mal, mal, mal. De la idea de controlar y abrir alguna
de las puertas de la ciudad ya podemos irnos despidiendo. Hay que cambiar
de planes.
—¿Qué propones? —Scharley pestañeó—. ¿Dar media vuelta y largarnos
de la ciudad? ¿Antes de que sea demasiado tarde?
—No —intervino Reynevan—. Nos quedamos.
—¿Y tú —el demérito lo midió con la mirada— estás acaso en pleno uso
de tus facultades mentales? ¿Cómo para sentirte autorizado a decidir?
—Estoy en pleno uso de toda clase de facultades. Nos quedamos en
Klodzko.
—Espero que no sea para hacer penitencia. Lo digo porque hace apenas
un momento dabas la impresión de ser un penitente necesitado de expiación.
—Se acabaron las impresiones. —Reynevan frunció el entrecejo—. He
seguido tus consejos y he decidido dominarme. Y os recuerdo que tenemos
órdenes. Los Huérfanos cuentan con nosotros, podemos contribuir a la toma
de la ciudad. Hay que verificar todas las puertas.
Mas aquello resultó ser una traición, no eran monachi, sino heréticos qui se
Orphanos appellaverunt, vestidos con hábitos arrebatados a los cistercienses
cuando in feria III pasee atacaron el monasterium Cisterciense de Kamenz, el cual
monasterio eodem die efractum et concrematum est. No eran corderos de Dios,
sino lobos, lupi in vestimento ovium, aquellos notorios traidores que se hacían
llamar Vogilsang, fementidos, Judas, truhanes sin honor y sin fe. Se introdujeron
aquellos infames por una puerta indebidamente abierta, atacaron a los guardias,
tras ellos entraron en tropel otros Orphani, ocultos hasta entonces en un carro,
bajo una lona, como los aqueos en el caballo de madera. Mataron a los guardias,
abrieron las puertas de par en par, y al punto irrumpieron al galope los equites
heréticos, tras la caballería entró corriendo la infantería, y en dos padrenuestros
había en la ciudad más de quinientos herejes, y seguían llegando. Y cundió una
angustia terrible…
Los jinetes de Salava, muy poco adecuados para el combate entre los
edificios, se dispersaron por los callejones, dejando en manos de la infantería
el asalto al convento de los dominicos. De un centenar largo de hombres,
capitaneados por Smil Pulpan, teniente del hetmán de Náchod, un tipo
regordete con la cabeza rapada al cero. Reynevan lo conocía. Ya lo había
visto anteriormente.
—¡Sus y a ellos! —vociferaba Smil Pulpan, indicando con la espada la
dirección de la carga—. ¡Sus y a ellos! ¡Golpead! ¡Matad!
Los husitas se lanzaron al ataque entre alaridos, sucumbiendo uno tras
otro en el diluvio de disparos. Pero enseguida volvían a la carga.
—¡Sus y a ellos! ¡Muerte a los papistas!
Apoyados por burgueses y artesanos, los dominicos defendían brava y
encarnizadamente su morada, pero era aquélla una defensa desesperada. La
superioridad de los Huérfanos era abrumadora, la furia de su ataque
terrorífica. Los religiosos cedían ante su empuje, se retiraban dejando
cadáveres vestidos con hábitos blancos, entregando a los husitas un edificio
tras otro del convento.
El último bastión de su defensa fue la iglesia del Alzamiento de la Santa
Cruz, el atrio y la entrada principal, taponada por una barricada. Los monjes
se batieron aquí hasta el último virote de ballesta y hasta la última bala de
arcabuz. Y hasta el último hombre.
Cuando los Huérfanos, enfurecidos por la resistencia, alcanzaron el
presbiterio, sorteando cadáveres, el haz de luz de colores que penetraba a
través de las vidrieras les permitió ver únicamente a dos monjes vivos. Uno
de ellos, con la cabeza gacha, estaba arrodillado junto al altar, al lado mismo
del antepodium. El otro, con su propio cuerpo y con un crucifijo, protegía al
arrodillado.
—Templum Dei sanctum est —Su voz, aunque fina, se alzó hasta la
bóveda y retumbó como un eco—. ¡Quién destruya el templo de Dios será
destruido por Dios! ¡Retroceded, fuerzas infernales! ¡Retroceded, satanes,
herejes, antes de que Dios os alcance!
—Es Juan Buda —aclaró diligente uno de los silesios que colaboraba con
los Huérfanos—. En cuanto al otro, el que está arrodillado, es Nicolás
Karpentariusz, el prior de esta gente. Ambos predicaban contra las
enseñanzas del maestro Hus. El único checo bueno es el checo muerto, así
concluían todos sus sermones. Ambos bendijeron las armas de las tropas que
marcharon contra Náchod.
Smil Pulpan tenía la mejilla y el cuello llenos de sangre, se tapaba una
oreja con la mano: una saeta disparada por una ballesta le había arrancado
una parte apreciable. Durante el asalto al convento y la iglesia había sufrido
como una docena de muertos y otros tantos heridos, pero la oreja, al parecer,
le había enfurecido en un grado muchísimo mayor.
—¿Conque el único checo bueno es el checo muerto? —repitió
maliciosamente—. Entonces no estáis de suerte, curillas. Porque habéis caído
en manos vivas y malas. Os vamos a enseñar lo malo que puede ser un checo
vivo. Prendedlos. ¡Al patio con ellos!
—¡No os atreváis a tocarme! —gritó Juan Buda—. No os atreváis a…
Se llevó un puñetazo en la cara, se calló. El prior no opuso resistencia.
—Vexffla Regisprodeunt… —imploraba, arrastrado por toda la nave—.
Fulget Crucis mysterium… Quo carne camis conditor… Suspensus est
patíbulo…
—Se le ha ido la olla —sentenció alguno de los Huérfanos.
—Es un himno. —Smil Pulpan, Reynevan lo había oído comentar, era
sacristán antes de la revolución—. El himno Vexilla Regis. Se canta en
Semana Santa. Y hoy es Viernes Santo. No puede haber un día más a
propósito para el martirio.
Enfrente de la iglesia la turba de los Huérfanos envolvió a ambos
religiosos. Casi de inmediato se descargó el primer puñetazo, la primera
patada, siguieron otros, después los garrotes y los petos de las hachas se
pusieron en marcha. El prior cayó. Juan Buda se mantenía en pie, rezando en
voz alta, escupiendo sangre de los labios partidos. Smil Pulpan le miraba con
odio. A una señal suya trajeron de la leñera un tocón para cortar los maderos.
—Así que bendecías las armas que marchaban contra Náchod, papista. La
forma en que te vamos a castigar nos la enseñaron precisamente los esbirros
del obispo en Náchod. Adelante, hermanos.
Se llevaron a rastras a Juan Buda, le colocaron una pierna encima del
tocón. Uno de los husitas, un enorme jayán, levantó un hacha y tajó. Juan
Buda chilló de una forma monstruosa, del muñón palpitante la sangre manaba
a chorros. Los Huérfanos levantaron al dominico que se agitaba entre
espasmos, le colocaron la otra pierna encima del tocón. El hacha cayó con un
golpe sordo y un chasquido, hasta la tierra tembló del impacto. Juan Buda
chilló de forma aún más monstruosa.
Berengar Tauler dio algunos pasos vacilantes, se apoyó con las dos
manos en la pared de la iglesia y vomitó. Reynevan se controló, aunque a
costa de un gran esfuerzo. Sansón se puso muy pálido, de pronto miró a lo
alto, al cielo. Estuvo mirando mucho tiempo. Como si esperase algo de allí.
En un tocón, que para cortar la leña solía servir, aquellos verdugos, haeretici, que
al mismo diablo, su amo y maestro, sobrepujar querían en saña e iniquidad,
valiéndose de hachas a aquel desgraciado sus extremitatis todas una por una le
amputaran. Tamaña atrocidad no acierta a describir mi pluma, tiémblame la
mano, de los mis ojos lacrimae manan… Nicolaus Carpentarius, Johannes Buda et
Andreas Cantoris, martyres de Ordine Fratrum Praedicatorum, atormentados por
la Palabra Divina y por el testimonio que habían de dar. ¡Dios, Dios, Dios, a ti
clamamos! Usquequo, Domine sanctus et veras, non iudicas et vindicas sanguinem
nostram?
Mientras tanto, los Huérfanos saquearon la iglesia, dejándola vacía de todo
cuanto representaba un mínimo valor. Las imágenes sagradas, las tablas de la
sillería y los restos medio partidos del altar que carecían de valor ardieron en
una enorme pira. A una orden de Pulpan los dos monjes mutilados y
agonizantes fueron conducidos a la hoguera y a ella arrojados. Los husitas,
formando un abanico a su alrededor, contemplaron cómo los dos cuerpos
privados de extremidades se movían torpemente y se retorcían en medio de
las llamas. El caso es que no ardieron muy bien, empezaba a llover. Smil
Pulpan se manoseaba la oreja desgarrada, maldecía, escupía.
—¡Tenemos a otro! —gritaron unos, irrumpiendo precipitadamente desde
el atrio—. ¡Hermano Pulpan! ¡Lo hemos pillado! ¡Se había escondido en el
ambón!
—¡Traédmelo aquí! ¡Traedme a ese papista!
Arrastrado por los husitas, llegó gimoteando, intentando resistirse,
soltando coces. Reynevan lo reconoció al momento: el diácono Andrzej
Kantor. Sólo llevaba puesta una camisa, se ve que lo habían cazado justo
cuando trataba de desembarazarse de su hábito de dominico. Al pasar a su
lado, descubrió a Reynevan.
—¡Señor de Bielau! —vociferó—. ¡No permitáis que me torturen! ¡No lo
permitáis! ¡Salvadme, señoooooor!
—Me vendiste, Kantor. ¿Recuerdas? Me condenaste a una muerte segura
como Judas. Así que morirás como Judas.
—¡Señooor! ¡Piedad!
—Traedlo acá. —Pulpan señaló el tocón ensangrentado—. Será el tercer
mártir. Omne trinum perfectum!
Quizá fuera un impulso lo que le hizo decidirse, algún recuerdo borroso.
Quizá fuera una debilidad momentánea, fruto del cansancio. Quizá aquella
mirada, cargada de profunda tristeza, de Sansón Mieles, que captó con el
rabillo del ojo. Reynevan no supo muy bien qué fue lo que le llevó a actuar, a
hacer lo que hizo y no otra cosa. Le arrebató la ballesta a un bohemio que
estaba a su lado, apuntó, apretó el gatillo. El virote impactó en Kantor justo
debajo del esternón con tanta fuerza que le atravesó de parte a parte, y cerca
estuvo de arrancar al diácono de manos de sus verdugos. Cuando cayó al
suelo ya no vivía.
—Tenía algo con él —se justificó Reynevan en medio de un silencio
profundo, un silencio sepulcral—. Tenía una cuenta pendiente con él.
—Entiendo. —Smil Pulpan asintió con la cabeza—. Pero no vuelvas a
hacerlo nunca más, hermano. Porque puede que otros no lo entiendan.
Christus surrexit
Mala nostra texit
Et quos dilexit
Hoc ad celos vexit
Kyrieleison!
—Estoy empezando —anunció Scharley, sentado a los pies del altar—. Estoy
empezando a apoyar activamente la doctrina de Hus, de Wiclif, de Payne y
demás ideólogos husitas. La iglesia, realmente, necesita un cambio… Bueno,
puede que no se trate de convertirse de buenas a primeras en una cuadra,
como la colegiata de Brzeg, pero sí en un refugio donde pernoctar. Hay que
ver qué bien se está aquí. No te llueve encima, no sopla el viento, apenas hay
pulgas… Sí, Reinmar. En lo que respecta a las iglesias, me voy a convertir a
tu religión, voy a comenzar el noviciado. Puedes considerarme un
aspirante…
Reynevan sacudió la cabeza mientras arrojaba leña a la hoguera que,
junto con Berengar Tauler, había hecho en medio de la nave central. Sansón
suspiró. Estaba algo apartado, leyendo a la luz de la vela un libraco que había
escarbado de la pila que había debajo del púlpito. Cuando saquearon la
iglesia, nadie había mostrado codicia por los libros. De qué iban a servir.
—Se está de lujo en la iglesia. —Drosselbart partió otra tabla más de la
galería del presbiterio—. Leña para el fuego no nos falta. Tenemos para un
año.
—Y también hay comida —añadió Bisclavret, mordisqueando una
salchicha que había encontrado en la sacristía, más tiesa que un palo—. Es
verdad eso que dicen: qui altan servit, ex altan vivit.
—Y siempre se encuentra alguna copa donde beber. —Rzehors levantó
un cáliz lleno de un vino incautado en el lugar—. Nada de andar, como un
perro, dando lametazos del barril… Siempre es posible preservar la
dignidad… ¿No es verdad, Sansón? ¡Sansón!
—¿Decías? —El gigante levantó la cabeza—. Ah, sí… No os lo vais a
creer, en esta obra latina he encontrado una frase en polaco. Y la obra es del
año 1231, de la época de Enrique el Barbudo. En el frontispicio, fijaos, figura
la fecha: Anno vemm Millesimo CCXXXI, y al pie aparece escrito, en grandes
letras: benefactor noster Henricus Cum Barba Dei gratia dux Slesie,
Cracouie et Poloniae…
—¿Qué dice —se interesó Drosselbart— esa frase polaca?
—Recorda duenna mía —leyó Sansón Mieles— nostras amortas, et mi
probre coragon, dexado del mucho amor[57]:
—Qué idiotez.
—Tienes razón.
—Y la rima es una mierda.
—También en eso tienes razón.
Procedentes del pórtico se oyeron, repetidos por el eco, unos pasos, un
chirrido, un golpe, el ruido de unas voces nerviosas. Una antorcha y una tea
iluminaron la oscuridad, su luz permitió identificar a los recién llegados.
Scharley soltó un taco. Evidentemente, los había reconocido. Pesek Krejcír,
predicador de los Huérfanos, uno de los subordinados de Procopio. Detrás de
Krejcír venían algunos mozalbetes armados. Scharley soltó otro taco.
Y es que las tropas del Tabor, al igual que las de los Huérfanos, iban
siempre en sus correrías acompañadas por mujeres que se ocupaban, ante
todo, de la intendencia y la cocina, a veces también de atender a enfermos y
heridos. Esas mujeres, viudas en su mayoría, llevaban consigo a sus hijos.
Con el tiempo, con los mayores de éstos surgió una formación característica
del ejército husita: los escuadrones de adolescentes. A base de incorporar en
las expediciones a zagales de las aldeas y a golfillos de las ciudades, estos
escuadrones crecieron rápidamente. Pronto se convirtieron asimismo en las
mascotas y los benjamines del ejército, en el ojito derecho de todo el mundo.
Conscientes de su estatus y su supremacía, los amados soldaditos se
envalentonaron de un modo increíble. La propaganda husita, al presentarlos
como los «hijos de Dios del nuevo orden», difundió y alentó en aquellos
rapaces el fanatismo y la crueldad, y semejante simiente —como pasa
siempre con la chiquillería— cayó en un suelo excepcionalmente propicio.
Comúnmente llamaban a aquella alegre manada los «pequeños honderos»,
pues los armaban sobre todo con hondas, un arma de zagales y golfillos.
Aunque Reynevan nunca había visto a los honderos emplear sus hondas en la
batalla. Ni, en general, los había visto combatir. En cambio, sí había visto a
aquellos arrapiezos en otras circunstancias. Después de la batalla de Ústí los
«hijos de Dios» les iban sacando los ojos a los sajones caídos, metiendo unas
varillas afiladas por las rendijas del yelmo. Últimamente, en Glucholazy, en
Nysa, en Bardo, en Frankenstein y en Zlotoryja, a los heridos los habían
golpeado, pateado, lapidado, mutilado, escaldado con agua y leche hirviendo.
—¿Cómo es esto? —inquirió severamente Krejcír, señalando el cáliz del
que bebía Rzehors—. ¿Quebrantas las normas, hermano? ¿Castigo buscas?
¡El botín hay que depositarlo en las cubas comunes! ¡Quién intente quedarse
con algo, así sea poco, recibirá castigo! ¡Así figura en las Sagradas
Escrituras! ¡Acán, hijo de Zéraj, de la tribu de Judá, que robó un manto y un
lingote de oro del botín destinado a Dios, fue quemado y apedreado en el
valle de Acor!
—Pero si esto no es más que latón chapado en plata… —bufó Rzehors—.
De todos modos, pensaba entregarlo, tomadlo.
—¿Y esto? —El predicador le quitó el libro de las manos a Sansón—.
¿Qué es esto? ¿No sabes, hermano, que llega una Nueva Era? ¿Qué en esta
Nueva Era no van a ser necesarios los libros ni la escritura, porque la ley de
Dios se escribirá en los corazones? ¡Qué el viejo mundo perezca en el fuego!
El libro con la frase en polaco del año 1231 voló a la hoguera.
—¡Qué perezca el viejo mundo! ¡Y que perezca con él su falsa sabiduría!
¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
Cada vez que gritaba, un libro iba a parar a las llamas. Más de un
Tractatus acabó en el fuego, más de un Codex, más de una Crónica sive
gesta… Sansón se quedó quieto, con los brazos caídos, sonriendo. A
Reynevan no le gustaba un pelo esa sonrisa. Pero Krejcír se sacudió el polvo
de las manos, le quitó una maza reforzada y claveteada a uno de los
honderos, miró a su alrededor, se dirigió a una nave lateral. Descubrió una
imagen. La adoración del Niño.
—¡Una Nueva Era! —exclamó—. ¡Los hombres arrojarán a los topos y a
los murciélagos sus ídolos de plata y sus ídolos de oro! Dice Dios: ¡dad la
espalda a vuestras deidades, apartaos de todas vuestras inmundicias!
Tomó impulso, la maza destrozó con estrépito la tabla pintada. Uno de los
mozalbetes se echó a reír estúpidamente.
—¡No te harás —bramó el predicador, descargando la maza sobre la
siguiente pintura— escultura ni imagen alguna! ¡Ni de lo que hay arriba en
los cielos! ¡Ni de lo que hay abajo en la tierra! ¡Ni de lo que hay en las aguas
debajo de la tierra!
Se hizo astillas La expulsión del Paraíso, cayó de la pared, hendida, La
Anunciación, se partió por la mitad La adoración de los Reyes Magos. Se
rompió en mil pedazos Santa Eduviges, luminosa y brumosa, como si fuera
obra del Maestro de Flémalle. Krejcír derribaba las obras sin
contemplaciones, el eco llenaba la sala. En su locura golpeó también la
policromía de los muros, desconchó los rostros de los querubines en el friso
de una pilastra. Y en ese momento reparó en una escultura. Todos repararon
en ella. Y se quedaron pasmados.
Tenía la cabeza levemente inclinada, con sus menudas manos recogía el
manto plegado, cada uno de cuyos pliegues entonaba un himno a la maestría
del tallista. Ligeramente encorvada, aunque con orgullo, como si quisiese
acentuar el abultamiento de su vientre, la Madona encinta los miraba con sus
ojos tallados y pintados, y en esos ojos había Gratia y Agape. La Madona
encinta sonreía, y en esa sonrisa el artista había esculpido la grandeza, la
gloria, la esperanza, la claridad del alba después de la negra noche. Y las
palabras magníficat anima mea Dominum, pronunciadas en silencio y con
amor.
Mugía el buey, balaba la cabra. El humo flotaba bajo, se extendía hacia los
juncos del riachuelo. Gemía y se lamentaba un herido recién cosido por el
barbero de Sobótka. Entre los refugiados circulaban los minoritas, pendientes
de las manifestaciones de una eventual epidemia. Estos monjes son un regalo
de Dios, pensaba Dzierzka. Entienden de epidemias, detectan si hay algo. Y
no tienen ningún temor. Si pasara algo, no saldrían corriendo. Ellos no. No
conocen el miedo. En ellos pervive la valentía discreta y callada de Francisco.
Era una noche tibia, había un aroma a primavera. Por allí cerca, alguien
rezaba en voz alta.
Elencza, que dormía en el regazo de Dzierzka, se movió, dejó escapar un
gemido. Está cansada, pensó Dzierzka. Está extenuada. Por eso tiene un
sueño tan intranquilo. Por eso la torturan las pesadillas.
Otra vez.
La lluvia de proyectiles incendiarios, que duró varias horas, fue más eficaz
aún de lo esperado. El fuego hizo estragos en los tejados de las casas, en
muchos sitios ardieron también los baluartes de madera adosados a los
muros, las llamas hicieron retirarse a los defensores con más prontitud que
los disparos de ballestas, espingardas y arcabuces. Obligados a apagar los
incendios, los habitantes de Chojnów no estaban en condiciones de defender
las murallas, a las que ahora trepaban decenas de husitas: los taboritas a
ambos lados de la Puerta de Legnica, los Huérfanos a lo largo de casi toda la
cortina septentrional.
Los gritos de guerra y los alaridos se intensificaron de repente.
Incendiada y sometida al castigo de la bombarda, crujió la Puerta de Legnica,
una de sus hojas se sostuvo a duras penas, la otra se vino abajo entre una
erupción de chispas. Hacia la puerta, con un chillido salvaje, se precipitó la
infantería, los mayaleros de Jan Bleh, tras ellos la caballería desmontada: los
bohemios de Zmrzlík y Otík de Loza, los moravos de Tovacovsky y los
polacos de Puchala.
Reynevan y Scharley entraron corriendo con estos últimos. En esta
ocasión nadie les había prohibido tomar parte en la lucha: por el contrario,
para obligar a los defensores de Chojnów a estirar sus líneas, Procopio y
Královec habían ordenado que todos los hombres en condiciones de portar un
arma participasen en el asalto.
Tras franquear la puerta, fueron derechos a las entrañas mismas del
incendio, en una estrecha callejuela entre dos casas en llamas. Algunos
defensores que intentaron presentar resistencia en esa callejuela fueron
masacrados en un santiamén, el resto se dio a la fuga. Desde el norte cesaron
los disparos, mientras crecían los chillidos: estaba claro que los Huérfanos
habían superado la resistencia en las murallas y habían penetrado en el
interior de la ciudadela.
Llegaron a la plaza mayor, alargada, delante de ellos se alzaba la masa
pétrea de la iglesia. Y la alta torre, envuelta en humo. Antes de que se dieran
cuenta, la torre les escupió fuego y hierro. Reynevan vio cómo las balas y
flechas araban el suelo a su alrededor, cómo caían a su lado los hombres. El
griterío cesó.
Se arrodilló. A uno de los heridos le taponó la carótida, destrozada por
una saeta. A su lado se revolcaba y aullaba otro herido, un cañón de mano le
había arrancado una pierna por debajo de la rodilla. Un tercero estaba
encogido, la sangre le brotaba a chorros del vientre. Un cuarto se limitaba a
temblar.
—¡Levanta, Reynevan! ¡Corre hacia la torre!
No prestó atención, concentrado como estaba en aquella hemorragia que
intentaba vanamente contener. Cuando el herido expectoró sangre y murió, se
ocupó del de la pierna amputada. Rompió una camisa para hacer unas tiras,
las anudó, le vendó. El herido no paraba de aullar.
De una casa en llamas saltó un hombre con una jabalina, tras él salió
corriendo un chaval con la ropa medio quemada, llevaba un perrillo en
brazos. Al instante, al hombre le reventaron la cabeza con un mayal. Al
mozuelo lo clavaron a una puerta con la punta de una pica. Lo atravesaron de
lado a lado, junto con el perro. El chaval colgaba de la pica, el perro se
agitaba, gañía, golpeaba el aire con las patas delanteras.
—¡Sus y a ellooos!
Desde una calle lateral, acorralando y masacrando a los vecinos que
intentaban huir despavoridos, irrumpieron los Huérfanos, chamuscados,
negros como diablos. Scharley tiró a Reynevan de un brazo. Éste dejó al
herido al que estaba atendiendo, echó a correr, sorteando cadáveres.
En la plaza, junto a la iglesia, el combate tocaba a su fin. Los defensores
de la torre —entre los cuales había numerosas mujeres y niños— fueron
sacados del edificio, arrastrados hasta las murallas. Allí estaba Jaroslav de
Bucovina, impartiendo órdenes. Los ruidos de la masacre que llegaban desde
la parte meridional de la ciudad sofocaban su voz, pero sus gestos no dejaban
lugar a dudas. Apelotonaron a los cautivos, los empujaron contra las
murallas. Los fueron sacando del grupo de uno en uno, de dos en dos. Los
obligaban a arrodillarse.
Y los mataban. Corrían regueros de sangre, formando un río espumoso
que arrastraba los restos de paja y el estiércol de los desaguaderos.
—¡Piedad! ¡Gentes! —imploraba una burguesa con una falda parda,
obligada a ponerse de rodillas—. ¿Por qué? ¿Por qué? Por Dios bendi…
Un golpe de maza le abrió la cabeza como una manzana. Cayó sin un
gemido.
—Porque os llamé y no respondisteis —explicó Procopio el Rasurado,
que estaba a su lado—. Hablé y no oísteis. Sino que hicisteis lo que me
desagrada, y lo que no me gusta elegisteis. Por eso, yo os destino a la espada,
y todos vosotros caeréis degollados.
—¡Hermanos! ¡Guerreros de Dios! —clamó Královec—. ¡Sin cuartel!
¡Nadie ha de vivir, todos a cuchillo! ¡Degollad! ¡Y quemad la ciudad! ¡Qué
no quede piedra sobre piedra! ¡Qué no crezca la hierba en cien años!
Con gran estruendo, las llamas estallaban sobre los tejados de Chojnów.
Y el bramido de los asesinados subía aún más alto. Muy alto, por encima de
los remolinos de humo.
—Jesús —suspiró Jan Královec—. ¿Qué es esto? ¿Es que esta ciudad está en
medio del mar?
—Ése es el Oder, con uno de sus brazos. —Urban Horn señaló las aguas,
que ocupaban una superficie muy extensa—. Y éste es el Olawa, que rodea la
ciudad por el sur.
—Y no es mala defensa contra un posible avance —juzgó Jira de Recice
—. Podría decirse que no se necesitan murallas.
—Pues también las hay —dijo Blazej de Kralupy—. Y bien fuertes.
Tampoco faltan atalayas… ¡Y no digamos ya torres de iglesias! ¡Casi como
en Praga!
—Esa primera —señaló, jactándose de sus conocimientos, Horn— es San
Nicolás de Szczepin, y allí, mirad, está la Puerta de Nicolás. Esa iglesia tan
grande con una torre alta es la parroquia de Santa Isabel. Y esa otra, no
menos imponente, también es una iglesia parroquial, la de María Magdalena.
Aquélla es la torre del ayuntamiento. Y aquélla de allí, en cambio, es la
iglesia…
—De Santa Dorotea —sin inmutarse, le quitó la palabra Procopio el
Rasurado, que por lo visto conocía Wroclaw igual de bien—. Y allí, en la isla
de la Arena, está el templo de Nuestra Señora. Detrás de la isla de la Arena
está la isla de la Catedral, ahí está la colegiata de la Santa Cruz, y al lado la
catedral, que sigue en construcción. Más lejos… Olbin, el gran monasterio de
los premonstratenses. Y allá, ah, sí, Santa Catalina y San Adalberto, de los
dominicos. ¿Contentos? ¿Os habéis enterado de todo? Eso está muy bien,
porque no vais a ver de cerca las iglesias de Wroclaw. Por lo menos no en
esta ocasión.
—Está claro —asintió Jan Tovacovsky de Cimburk—. Habría sido una
demencia atacar la ciudad.
—¡Hombre de poca fe! —Procopillo torció el gesto y escupió—. ¡Si
Josué hubiese pensado como tú, Jericó habría seguido en pie hasta el día de
hoy! El poder de Dios derriba murallas…
—Dejad a Dios —le cortó tranquilamente Dobko Puchala—. Ni Jericó ni
gaitas, asaltar ahora Wroclaw no se le ocurre ni al que asó la manteca.
Los capitanes husitas hablaban entre dientes. En su mayoría estaban de
acuerdo con las opiniones el moravo y el polaco. Sin embargo, el centelleo en
los ojos de Královec, Jan Bleh y Otík de Loza atestiguó que, de haberse
presentado la ocasión, lo habrían intentado de buena gana.
—No obstante, hemos venido desde muy lejos —a Procopio, como de
costumbre, no se le escaparon esos centelleos— para llegar hasta esta guarida
del Anticristo. Tenemos ante nosotros un camino muy largo y muy difícil, de
modo que sería un pecado no darle al Anticristo una lección de doctrina
religiosa.
Ante ellos, al pie de una colina, corría por un valle poco profundo el río
Sleza, que en primavera inundaba los prados por los que pululaban las
cigüeñas. Ya verdeaba el abedular, con un bello verdor primaveral. Los
cerezos alisos estaban cuajados de flores. Centellas y ranúnculos florecían en
los prados anegados, cubiertos por las alfombras amarillas que formaban las
cerrajas. Reynevan miró a su alrededor. Las fuerzas principales del Tabor y
de los Huérfanos estaban cruzando el Bystrzyca por un puente que habían
tomado en Lesnica, muy cerca de la aduana, reducida a cenizas.
—Vamos a darles —prosiguió Procopio— a esos wroclawianos y al
Anticristo de su obispo una lección ejemplar. Esa aldehuela, al pie de la
colina, ¿cómo se llama?
—Zemiki, buen señor —se apresuró a explicarle uno de los solícitos
campesinos que les servían como guías—. Y esa otra es Muchobór…
—Incendiad las dos. Ocúpate tú de eso, hermano Puchala. Anda, allí veo
un molino… Allí hay otro. Allí una aldea… Y allí también. ¿Y allá qué
tenemos? ¿Una ermita? ¡Hermano Salava!
—¡A tus órdenes, hermano Procopio!
Antes de una hora el fuego y el humo se elevaban al cielo y el aire fresco
de mayo se volvía irrespirable por el olor a chamusquina.
En el que la fiebre a ratos sube y a ratos baja, mientras los dolores son cada vez
más agudos. Y para colmo de males hay que salir pitando.
—¿Dorota?
—¿Sí, Reinmar?
—Cuando nos conocimos, hace ahora tres años, justamente aquí, en
Olawa, en la carretera de Strzelin… Tenías intención de recorrer mundo.
Como tú dijiste, aunque no fuera más que ir hasta Wroclaw… a ganarte el
pan… No has ido muy lejos…
—Estuve en Wroclaw. —La meretriz retiró la escudilla de la que estaba
dando de comer a Reynevan—. Estuve allí y me volví. Resulta que el pan es
parejo en todas partes. Y en todas partes cuesta el mismo esfuerzo ganárselo.
Así que volví a las viejas costumbres, a Brzeg, al lupanar de La Corona. Que
cuando muera, pensé, me den tierra en el mismo camposanto que a mi pobre
madre. Pero más tarde, cuando empezó esta guerra, los monjes precisaban de
ayuda en los hospitales, había heridos y enfermos sin cuento. Había que echar
una mano… Y decidí echar una mano. Primero en Brzeg, en el Espíritu
Santo. Después vine a parar aquí, a Olawa.
—Te decidiste por el hospital… Es un trabajo duro y pesado, algo sé yo
de eso… Puede incluso que más duro y más ingrato que…
—No, Reinmar. No más.
Fue poco menos que un milagro, pero el boticario de Olawa disponía de los
específicos necesarios. Fue poco menos que un milagro, pero se los vendió a
Elencza von Stietencron. Fue poco menos que un milagro, pero su efecto fue
evidente tras las primeras aplicaciones. La milenrama, Achillea millefolium,
una planta que constituía el elemento principal del unguentum achilleum, no
sin razón debía su nombre al del héroe de Troya: indefectiblemente, con
rapidez y seguridad, curaba las heridas recibidas en el combate. El ungüento,
aplicado varias veces al día, contuvo la gangrena, redujo la fiebre y
disminuyó visiblemente la inflamación. Al día siguiente de iniciarse el
tratamiento Reynevan ya podía sentarse, dos días más tarde —ciertamente,
no sin la ayuda de Dorota y Elencza— levantarse. Y ocuparse de Sansón.
Cuando apenas llevaban veinticuatro horas suministrándole dodecatheon, una
mixtura cuya eficacia sólo era superada por la legendaria hierba moly[60].
Sansón abrió los ojos. Pese a lo escaso de la dosis del remedio conseguido en
la farmacia de Olawa, pasados otros dos días el gigante recuperó la
consciencia, lo suficiente como para empezar a quejarse de un dolor de
cabeza insoportable. Para eso no hacían falta medicinas, Reynevan le trató el
dolor de cabeza recurriendo a un conjuro y a la imposición de manos. Pero el
dolor de Sansón suponía un reto considerable, y antes de conseguir vencerlo
sudó la gota gorda. Ambos, médico y paciente, yacieron exhaustos a lo largo
de toda la jornada siguiente. Hasta el 19 de mayo.
Y el 19 de mayo empezaron los problemas.
—Pelo negro —le repitió Dorota Faber—. Vestido de negro. Melena larga,
hasta los hombros. La cara recuerda a un pájaro. La nariz como un pico. Y
una mirada de diablo. ¿Conoces a alguien así?
—Sí lo conozco, maldita sea —rezongó, enjugándose el sudor frío que de
pronto le había cubierto la frente—. Sí lo conozco, no sabes cuánto.
—Porque él a ti te conoce. Fue a ver al maestre que está al frente del
hospital y te describió con todo rigor. Preguntó si no hubiera aquí nadie con
tus rasgos. Por suerte, el maestre es persona decorosa, y encima es de los que
nunca se acuerdan de una cara. Así que, con toda sinceridad, negó que
hubiera visto a nadie semejante a ti y que alguien así estuviera ingresado en el
hospital. Y cuando ese pajarraco negro empezó a exigir que le dejaran pasar,
el maestre no le dio su consentimiento, invocando las órdenes del duque y el
acuerdo que garantiza un asilo seguro a los husitas. Acto seguido, trató de
amedrentar, de amenazar, mas al comprobar que era inútil se marchó. No sin
antes anunciar que piensa volver con una autorización del duque, dispuesto a
revolver el hospital, y que como te encuentre y se demuestre que el maestre
del hospital ha mentido va a haber más que palabras. Ay, Reynevan, me da
que ese pajarraco realmente es de los que saben enmarañar la vida a los
demás. Y de los que acusan de gozo haciéndolo.
—Tienes muchísima razón.
—También me da que va a volver con la autorización del duque.
—Tienes toda la razón del mundo. Tengo que largarme de aquí. Dorota.
De inmediato. Hoy mismo.
—También yo tengo que largarme —gimió Elencza. Estaba blanca como
el papel—. También yo —confesó— conozco a ese… hombre. Creo que ha
llegado hasta Olawa siguiendo mi pista. Me viene persiguiendo.
—No es posible —la contradijo Reynevan—. ¡Es a mí a quien persigue!
Me tiene echado el ojo. Yo soy su objetivo.
—No. Soy yo. Estoy segura de que soy yo.
Sansón se sentó en el camastro. Tenía una mirada plenamente lúcida.
—Creo —aseguró con plena lucidez— que los dos os equivocáis.
Empezaba a clarear.
—¿Reinmar?
—¿Sansón? Creía que…
—Estoy consciente. En términos generales. ¿Dónde estamos? ¿Nos falta
mucho aún?
—No sé.
—Estamos cerca —terció Elencza—. El convento está cerca. Oigo las
campanas… El oficio matutino… Ya hemos llegado…
La voz y las palabras de la muchacha les dieron nuevas fuerzas, la euforia
venció al cansancio y la fiebre. La distancia que los separaba de su meta la
superaron rápido, no supieron ni cuándo llegaron. Emergiendo en la viscosa y
velluda grisura del alba, el mundo se volvió completamente irreal, engañoso,
ilusorio, inaprehensible, todo lo que ocurría a su alrededor parecía ocurrir en
un sueño. Más propios de un sueño eran los chotacabras que volaban por el
aire, más propio de un sueño era el convento, más propio de un sueño el
portillo, con sus bisagras que chirriaban. De la neblina, como de un sueño,
salió la hermana portera con su hábito gris de lana gruesa de Frisia. De
ultratumba pareció su grito… Y las campanas. El oficio matutino, Reynevan
no hacía más que darle vueltas, laudes matutine… ¿Y dónde está el cántico?
¿Cómo es que no cantan las monjas? Ah, pero si es Bialy Kosciól, la orden de
las clarisas, las clarisas no cantan las horas, sino que las rezan… Jutta…
¿Jutta? ¡Jutta!
—¡Reynevan!
—Jutta…
—¿Qué te ha pasado? ¿Qué tienes? ¿Estás herido? ¡Madre de Dios!
Bajadlo de la silla… ¡Reynevan!
—Jutta… Yo…
—Ayudadme… Levantadlo… ¡Ay! ¿Qué te pasa?
—El hombro… Jutta… Ya… Puedo ponerme de pie… Sólo tengo flojera
en las piernas… Ocupaos de Sansón…
—Vamos a trasladarlos a los dos a la enfermería. Ahora mismo, de
inmediato. Ayudadme, hermanas…
—Aguarda.
Elencza von Stietencron no desmontó, esperaba en la silla. Con la cabeza
vuelta. No se dignó mirarlo hasta que él no pronunció su nombre.
—Decías que tienes a donde ir. Pero a lo mejor prefieres quedarte…
—No. Me voy ahora mismo.
—¿Adónde? En caso de que quisiera encontrarte…
—Dudo que quieras.
—De todos modos.
—Skalka, cerca de Wroclaw… —dijo titubeando, como haciendo un
esfuerzo—. La hacienda y el acaballadero de doña Dzierzka de Wirsing.
—¿Con Dzierzka? —Reynevan no disimuló su asombro—. ¿Estás con
Dzierzka?
—Adiós, Reinmar de Bielau. —Se dio la vuelta con su caballo—.
Cuídate. Y yo…
»Yo procuraré olvidarte —añadió en voz baja. Cuando ya estaba lo
bastante lejos del portillo del convento como para que no pudiera oírla en
ningún caso.
Capítulo vigesimotercero
En el que el verano del año del Señor de 1428, usado como un grato y deleitoso
idilio, pasa por Reynevan cual instante fugaz. Tanto que dan ganas de rematar
esta historia con las clásicas palabras: «Y vivieron felices muchos años». Pero de
qué sirve que den ganas cuando, por desgracia, no es posible.
Poco después de San Pedro y San Pablo, cuando el aciano teñía los prados de
azul, se presentó una desapacible temporada de lluvias. El lugar retirado en el
que Reynevan y Jutta solían entregarse a sus transportes amorosos se
convirtió en un barrizal. La abadesa veía a los enamorados pasear un rato
bajo los arcos del claustro, mirándose a los ojos, hasta que finalmente se
despedían y se separaban. Una tarde, una vez concluidas en la abadía ciertas
labores de reacondicionamiento en los aposentos, ordenó que fueran a verla.
Y los acompañó hasta una celda, perfectamente limpia y decorada con flores.
—Aquí vais a vivir —les comunicó secamente—. Y dormir. Los dos.
Desde ahora. Desde esta misma noche.
—Te lo agradecemos, madre.
—No me lo agradezcáis. Y no perdáis el tiempo. Hora ruit, redimite
tempus.
Era el primer día de agosto. El día de San Pedro Encadenado. Para las Viejas
Razas y las hechiceras, la fiesta de Hlafmas. El festival de las cosechas.
—Este invierno me preguntaste una cosa. —Se volvió hacia ella, la miró a los
ojos—. Me preguntaste si estaba dispuesto a dejarlo todo. Si estaba dispuesto,
así, sin más, a escapar, a marcharme contigo al fin del mundo. Te respondo
afirmativamente. Te amo, Jutta, deseo unirme a ti hasta el fin de mis días. El
mundo, por lo visto, hace todo lo que está en su mano para impedírnoslo.
Dejemos todo, pues, y huyamos. A Constantinopla, si hace falta.
Ella estuvo largo tiempo callada, acariciándole pensativa.
—¿Y qué hay de tu misión? —preguntó al fin, pronunciando despacio y
midiendo sus palabras—. Pero si tú tienes una misión. Tienes unas
convicciones. Tienes un compromiso realmente importante y sagrado.
Quieres cambiar la faz del mundo, arreglarlo, hacerlo mejor. ¿Entonces?
¿Abandonas tu misión? ¿Renuncias a ella? ¿Te has olvidado del Grial?
Peligro, pensaba Reynevan. Atención. Peligro.
—La misión —continuó Jutta, hablando aún más despacio—. Las
convicciones. La vocación. La abnegación. Los ideales. El Reino de Dios y el
deseo de que venga a nosotros. La lucha para que venga a nosotros. ¿Crees
que son cosas a las que uno puede renunciar, Reinmar?
—Jutta —se decidió, incorporándose sobre un codo—. No puedo ver
cómo te pones en peligro. Los rumores sobre la fe que aquí profesáis circulan
por ahí, mucha gente sabe qué es lo que pasa en este convento, yo lo he
averiguado este mismo invierno, a finales del año pasado. No es, por lo tanto,
ningún secreto. Las delaciones podrían llegar a los destinatarios adecuados.
Vivís bajo una gran amenaza. Maifreda da Pirovano murió en la hoguera en
Milán. Quince años más tarde, en 1315, en Swidnica quemaron a medio
centenar de beguinas… —Y a los adamitas en Bohemia, pensó de repente.
¿Y las picardas torturadas y abrasadas? La causa a la que me he consagrado
persigue a los disidentes con idéntica saña que Roma—. Cualquier día —
ahuyentó aquellos pensamientos— puede ser el día de tu perdición, Jutta.
Puedes perecer…
—Tú también puedes perecer —le interrumpió—. Has podido caer en la
guerra. Tú también te has arriesgado.
—Sí, pero no por…
—Por una fantasía, ¿verdad? Venga, dilo bien alto. Fantasías. ¿Fantasías
de mujeres?
—En absoluto quería…
—Sí querías.
Callaron. Por la ventana entraba la noche de agosto. Y los grillos.
—Jutta.
—Dime, Reinmar.
—Vámonos. Te quiero. Nos queremos, y el amor… Encontraremos el
Reino de Dios en nosotros. En nosotros mismos.
—¿Puedo creerte? Que vas a renunciar…
—Créeme.
—Es tanto lo que me ofreces —dijo ella tras un largo silencio—. Lo
valoro. Y eso hace que te quiera aún más. Pero si abandonamos los ideales…
Si tú renuncias a los tuyos, y yo a los míos… No puedo negar que eso sería
como…
—¿Cómo qué?
—Como la endura. Sin esperanza en el consolamentum.
—Hablas como una cátara.
—Montségur pervive —susurró con los labios pegados a su oído—. El
Grial aún no ha sido hallado.
Le rozó, le rozó y le fulminó con su suave pero eléctrica caricia. Cuando
se puso de rodillas, sus ojos llameaban en la oscuridad. Cuando se inclinó
sobre él, fue tan delicada, tan pausada, como la ola que alisa la arena de la
playa. Su aliento era ardiente, más ardiente aún que sus labios. Sansón tenía
razón, alcanzó a pensar Reynevan antes de que el placer le privara de la
facultad de razonar. Este lugar es mi Ogigia. Y ella es mi Calipso.
—Montségur pervive. —Pasaron algunos instantes antes de que
Reynevan escuchara su claro susurro—. Y pervivirá. No se rinde y jamás será
conquistado.
Iam es mutata,
a colore nunc spoliata![70]
Iam es mutata,
a colore nunc spoliata!
Ya desde lejos pudo ver que algo no iba bien en el convento. El portillo,
habitualmente cerrado a cal y canto, estaba abierto de par en par. Dentro, en
el patio, cruzaban fugazmente siluetas de hombres y caballos. Reynevan se
encogió en la silla y obligó a su montura a galopar de un modo aún más
alocado.
Y en ese momento le atraparon.
Tal y como se esperaba Reynevan, la comitiva del duque Juan fue toda
derecha por la carretera de Ziebice. Pero, en contra de sus expectativas, el
duque no se dirigió a Ziebice, sino que ordenó hacer un alto en Henryków.
En las inmediaciones del monasterio. A los cistercienses que acudieron
corriendo a darle la bienvenida el duque les agradeció la acogida, y dispuso
acampar en la linde del bosque, bajo un enorme roble. Encendieron allí una
gran hoguera, empezaron a preparar las viandas que les sacaron los monjes,
descorcharon un tonelete. Reynevan contempló todo aquello desde el caballo,
del cual no le permitían apearse. Tres hombres lo vigilaban sin descanso.
Tenía el cuerpo entumecido por culpa de las apretadas ligaduras, y estaba
aterido de frío.
No tuvo ocasión de ver a Jutta. La tenían encerrada en uno de los carros
cubiertos, no la dejaban salir. Durante la marcha el propio duque se había
acercado en varias ocasiones a mirar bajo la lona. También Treparriscos
había echado algunos vistazos al carro. Reynevan temblaba, presintiendo lo
peor.
Pronto quedó claro a qué obedecía la parada, y precisamente bajo aquel
roble. Allí, en el extremo de la aldea, empezaron a aparecer jinetes.
Caballeros con armadura completa. Cada uno con su séquito, más o menos
nutrido, de armiguers, arqueros e infantes.
A los invitados los iba saludando Hyncze von Borschnitz, mariscal del
duque. El propio Juan de Ziebice se limitaba a fruncir los labios, y con unos
gestos mínimos de la cabeza daba a entender que aceptaba las respetuosas
reverencias. Sólo a uno de los caballeros le prestó Juan algo más de atención.
En su escudo figuraba una manzana de sinople, traspasada por tres espadas.
El blasón de los Füllstein.
—Salud, señores —por fin se dignó hablarles el duque Juan—. Debo
expresar mi agradecimiento a aquéllos a quienes servís por haberos enviado,
a petición mía, como sus representantes. Gracias también a vosotros por el
esfuerzo. Bienvenidos a mis tierras. Doy la bienvenida a Opava y el ducado
de Glubczyce en la persona del noble señor Füllstein. Doy la bienvenida al
obispado de Wroclaw y la ciudad de Grodków en la persona del señor
estarosta Tannenfeld. Bienvenida sea Wroclaw, bienvenida Swidnica.
Los nombrados respondieron con reverencias. Los enviados de Wroclaw
no llevaban señales visibles, pero en uno de ellos Reynevan reconoció con
asombro al caballero de rapiña Hayn von Czirne. Swidnica estaba
representada por un caballero que llevaba en su escudo el botador de plata de
los Oppeln. El representante del obispo, el estarosta de Grodków,
Tannenfeld, llevaba en la silla un escudo con una corona de ruda de sinople
sobre burelas de gules y oro, una figura que recordaba al blasón de la casa de
Ascania.
—La razón por la que el preclaro duque os ha llamado —se dirigió a los
reunidos Hyncze Borschnitz— ya la habrán adivinado los nobles señores con
seguridad. Los herejes bohemios han vuelto a invadir nuestras tierras.
Nuevamente amenazan la ciudad de Klodzko. Y nuevamente, una vez que
hayan dado cuenta de Klodzko, vendrán contra nosotros. Ha llegado el
momento de unir nuestras fuerzas. ¡De presentar resistencia!
—Los husitas no podrán con Klodzko —juzgó el enviado de Swidnica, el
Oppeln con el botador en el escudo—. Don Puta de Czastolovice ha
reforzado las defensas, tiene una guarnición poderosa y valiente. A traición
no le van a coger, pues a los espías husitas los ha pescado como cangrejos.
Ahora mismo los somete a tortura y los va ejecutando de uno en uno, y para
colmo tiene a su servicio a nuestro verdugo de Swidnica. Se dice, je, je, que
el maestro tiene mucho trabajo con los husitas.
—Y nosotros —Borschnitz se retorcía el bigote—, gracias a eso,
disponemos de buenas informaciones. ¡Sabemos bastante del enemigo!
¿Queríais decir algo al respecto, honorable señor Reibnitz?
—Pero eso —dijo uno de los representantes de Wroclaw, compañero de
Hayn von Czirne— que sabéis de los husitas no es ningún secreto, ni lo
sabéis sólo vosotros. Todo el mundo lo sabe todo sobre ellos. Los manda Jan
Královec de Hradek, a quien ya conocíamos. Tiene a sus órdenes dos
centenares de hombres a caballo, unos tres millares y medio de soldados de
infantería y doscientos carros con artillería. Imagino lo que vamos a decidir
aquí. Y pregunto: ¿lograremos reunir una fuerza capaz de medirse con la de
Královec?
—Eso enseguida lo sabremos —respondió Juan de Ziebice—. De
vosotros depende justamente, honorables señores. Pues confío en que con
buenas noticias habréis sido enviados. Trasladadme, así pues, tales noticias.
Por orden. Tú primero, Reibnitz, en vista de que ya habías tomado la palabra.
—Noble duque. —El de Wroclaw se enderezó—. Debéis perdonarme,
pero no estaba hablando, me limitaba a preguntar. Yo, Jorg Reibnitz de
Falkenberg, soy un simple asalariado. Hago lo que me mandan. Y los señores
del consejo de la ciudad de Wroclaw me han mandado que no abra la boca y
me limite a escuchar. Así pues, escucharé primero lo que otros hayan de
decir. Porque, por orden de los señores del consejo, mi deber es averiguar
quiénes de los aquí representados tienen intención de combatir a los husitas.
Y quiénes, como de costumbre, van a preferir entenderse con ellos y llegar a
un acuerdo.
Füllstein de Opava se ruborizó ligeramente, pero no dijo nada,
limitándose a levantar con orgullo la cabeza. Juan de Ziebice se puso de
morros. Oppeln no se contuvo.
—¡Lo pasado, pasado está! —estalló—. ¡Y lo que sea, será! Swidnica ha
demostrado que sabe batirse con los herejes, lo ha demostrado tan claramente
como cualquiera de los aquí presentes. ¿Quién derrotó a los husitas en
Kratzau, quién le dio para el pelo a ese Královec que hoy está a las puertas de
Klodzko? ¡Nosotros! ¡Señor estarosta Albrecht von Kolditz y señor teniente
de estarosta Stosz! La caballería de Swidnica estuvo presente en la batalla de
Kratzau, con la carroña herética quedó cubierto el campo de batalla. ¡No
tienen derecho a murmurar de Swidnica aquéllos que hasta el presente sólo
han sabido huir ante los husitas!
—Bien dicho —la sonora voz del duque Juan se elevó por encima del
murmullo—. Justas e importantes palabras ha pronunciado el caballero Von
Oppeln. Un nombre importante. Kratzau, nobles caballeros. No lo olvidéis:
¡Kratzau!
—Un Kratzau no hace primavera —advirtió Tamsz von Tannenfeld,
estarosta de la ciudad episcopal de Grodków, que hasta entonces había
guardado silencio—. Ha pasado un mes desde la batalla, y el presunto
derrotado Královec vuelve a darnos quebraderos de cabeza en Klodzko. La
de Kratzau, no lo niego, fue una batalla importante, pero sería más sensato
ver aquello como un golpe de suerte.
—O como un grano —dijo Reibnitz—. Que le cayó a una gallina ciega.
Los caballeros se carcajearon. Oppeln se puso colorado.
—¡La envidia habla por vosotros! —gritó—. Tenéis envidia de la fama y
la gloria de Swidnica y las Lausacias. Los señores Kolditz y Von Polenz
marcharon con arrojo a la batalla, con las frentes y las enseñas bien altas, y en
una carga de caballería, como el mismísimo Ricardo Corazón de León en
Ascalón, puesto que audaces fortuna iuvat, vencieron en el campo a los
herejes, los aplastaron sin piedad, les arrebataron el botín y los carros, los
expulsaron de Lausacia. ¡Y vosotros les tenéis envidia! Porque aquí en
primavera os dieron para el pelo, salíais corriendo como liebres cada vez que
veíais a un husita…
—Tened cuidado con vuestras palabras —siseó Hayn von Czirne.
—¿Qué pasa? ¿Acaso no es verdad? —Oppeln puso los brazos en jarras,
sin inmutarse ante su cara furiosa—. Procopio incendió media Silesia,
mientras vosotros os cagabais de miedo en los pantalones detrás de las
murallas de Wroclaw.
Hayn enrojeció de ira, Jorg Reibnitz lo contuvo, poniéndole la mano en la
hombrera.
—Kolditz y Polenz —dijo— atacaron en Kratzau una columna en
marcha, estirada, a los carros que iban tan llenos de botín que apenas podían
moverse. Con una carga repentina dispersaron la formación de los husitas,
masacraron a los enemigos sorprendidos y aterrados, no les permitieron que
cargaran y dispararan sus armas. De no ser así, aquello no habría sido
Ascalón, sino Hattin. Y en Swidnica, en lugar de festejarse la victoria, se
habría vivido una gran aflicción.
—¡Por eso mismo, por eso Swidnica y los lausacianos merecen la gloria!
—El mariscal Borschnitz se rió con naturalidad—. Lo inteligente es
aprovecharse del lugar, el momento y la superioridad, sacar partido de las
circunstancias, golpear al enemigo de forma imprevista, sorprenderle con una
táctica sensata… Eso es lo que disponen los grandes capitanes. No de otro
modo vencieron a Zizka y Procopio, gloria a los señores prebostes, que
supieron vencer a los husitas con sus propias armas. Eso les envidio, el
triunfo y la gloria les envidio. Y para nada me avergüenzo de tales cosas.
—La victoria en Kratzau —intervino Füllstein— nos ha infundido nuevos
ánimos. Nos ha devuelto la esperanza que habíamos perdido. Quiera Dios que
tengamos otra victoria como ésa.
—Quiéralo Dios —proclamó, irguiéndose con orgullo, Juan de Ziebice—.
Y yo os la proporcionaré. Os conduciré en persona al combate con los
heréticos. A una victoria que eclipsará la de Lausacia. Os conduciré, estoy
seguro, a tamaña gloria que Polenz y Kolditz caerán en el olvido. Ellos en
Kratzau apenas desplumaron a Královec. Nosotros vamos a hacerle picadillo.
Los cadáveres de los herejes irán a parar a la hoguera, y a los que caigan
prisioneros les arrancaremos la piel a tiras en el cadalso. Eso es exactamente
lo que os propongo, lo que propongo a vuestros duques, estarostas y consejos
municipales. Que nos aliemos, que ataquemos unidos a los bohemios, que
celebremos la Navidad con la noticia de su exterminio. ¿Quién está conmigo?
¿Y con qué fuerzas? ¿Eh? ¿Qué dice Wroclaw? ¿Swidnica? ¿Opava?
—En nombre de Wenceslao Przemkowic, preclaro duque de Glubczyce y
Hradec —dijo Füllstein a toda prisa, como temiendo que alguien se le
adelantara—, prometo cien lanzas de la caballería de Opava. El preclaro
duque dirigirá las tropas en persona.
—El obispo Conrado —dijo después de pensárselo el estarosta
Tannenfeld— ofrece su escuadrón al completo. Reforzado con los
destacamentos de Grodków y Otmuchów. En conjunto, setenta lanzas.
—La ciudad de Wroclaw —dijo Jorg Reibnitz con los brazos en jarras—
aporta ciento cincuenta jinetes. ¿Qué hay de Swidnica?
—La ciudad de Swidnica —declaró Oppeln con orgullo— contribuyó
decisivamente a la victoria en Kratzau. En vista de que ahora nuestro amado
duque Juan promete una victoria que eclipsará la de Kratzau, Swidnica no
puede quedarse al margen. No vamos a dejar que se nos haga sombra tan
fácilmente ni que se nos borre de los registros históricos. Swidnica pone
ciento cincuenta caballos de primera clase, bajo el mando del señor teniente
de estarosta Stosz. En Swidnica todos estaremos encantados de ver a los
husitas hechos picadillo. Pero antes quizá nos comunique nuestro amado
duque Juan qué método piensa poner en práctica para conseguirlo.
—En primer lugar, lo conseguiremos merced a nuestra fuerza —replicó
de inmediato Juan de Ziebice—. Teniendo en cuenta lo que habéis dicho, he
calculado que nuestra potencia asciende a varios millares de jinetes,
trescientos de ellos de caballería pesada. Královec tiene cuatro mil soldados
de infantería y apenas doscientos jinetes. Y dado que un caballero acorazado
vale por una decena de infantes, contamos con superioridad. En segundo
lugar, procederemos con ellos del mismo modo que en Kratzau. Cargaremos
emboscados contra la columna en marcha. Después de conseguir que se
dirijan a un sitio donde estaremos esperándolos.
—¿Y de qué manera —Oppeln levantó las cejas— vamos a conseguirlo?
—Tenemos nuestros medios.
El treparriscos echó a volar desde las almenas del castillo de Nysa, dio una
voltereta, arrastrado por la ráfaga de viento que soplaba desde los montes
Rychleby. Estabilizó el vuelo, soltó un graznido, se adentró en la noche.
Volaba en dirección al macizo del Sleza. Pero no al mismo monte Sleza. El
Sleza era para aficionados, para diletantes, como escenario para la brujería
era un pelín trivial y excesivamente pregonado. El treparriscos volaba hacia
el Radunia, se dirigía a su cumbre alargada. Al muro de piedra y a la roca que
había en su centro mágico, que recordaba a un catafalco. Al monolito que ya
estaba allí cuando los mamuts pisaban las estribaciones de los Sudetes y las
grandes tortugas ponían sus huevos en la actual isla de la Arena.
Tras aterrizar en la roca, el treparriscos cambió de apariencia. El viento
sacudió sus negros cabellos. Levantando ambas manos, dio un grito. Un grito
salvaje, fuerte, prolongado. Se diría que todo el Radunia había temblado al
oír ese grito.
En un lugar apartado, en la cumbre de una montaña remota, se
encendieron unos fuegos rojos en las ventanas del castillo de Sensenberg, que
dominaba un precipicio rocoso. El cielo sobre la vieja fortaleza se iluminó
con un resplandor rojizo. El portón se abrió con estruendo. Resonó un grito
diabólico y el trote de unos caballos.
Los Jinetes Negros acudían presurosos a la llamada.
Encima de los carros del wagenburg, entre los carros y bajo los carros,
esperaban alerta dos mil quinientos guerreros de Dios. Un millar aguardaba
en la retaguardia, en formación cerrada, dispuestos a relevar a los muertos y
heridos. En medio de la plaza se agolpaba la sección de asalto de los
Huérfanos, doscientos jinetes de caballería ligera.
Apagaron las hogueras. Junto a los carros, dejaron braseros encendidos.
—¡Ya vienen! —avisaban las hlídki según regresaban—. ¡Ya vienen!
—¡Todo el mundo listo! —ordenó Královec a los hetmans—. Reynevan,
quédate aquí conmigo.
—Quiero combatir en un carro. En primera línea. Te lo ruego, hermano.
Královec guardó un largo silencio, mordisqueándose el bigote. A la luz de
la luna no había forma de adivinar la expresión de su rostro.
—Comprendo —dijo al fin—. La verdad es que me lo imaginaba.
Petición denegada. Te quedas a mi lado. Ambos marcharemos, llegado el
momento, a combatir con la caballería. Viene contra nosotros un millar de
caballos, muchacho. Un millar de caballos. Subido en un carro, en el campo
de batalla… En todas partes, hazme caso: vas a tener ocasiones de sobra de
satisfacer tus ansias de muerte.
El wagenburg seguía esperando, concentrado, en silencio: un silencio
sepulcral, apenas alterado, muy de vez en cuando, por el resoplido de un
caballo, el chasquido de un arma o la tos de algún combatiente.
La tierra empezó a temblar de forma evidente. Primero levemente,
después cada vez con más fuerza. A Reynevan le llegó el golpeteo seco de los
cascos chocando con la tierra helada. Los Huérfanos empezaron a toser
nerviosamente, los caballos resollaban. Encima de los carros y bajo los carros
ardían y centelleaban las lumbres de las mechas.
—Esperad —repetía de vez en cuando Královec. Los comandantes
transmitían la orden por toda la línea.
El estruendo de los cascos iba en aumento. Cada vez cobraba más fuerza.
Ya no cabía duda. Oculta por las tinieblas, la caballería pesada pasaba del
trote al galope. La fortaleza de los Huérfanos era el objetivo de la carga.
—Dios mío —dijo de pronto Královec—. Dios mío… ¡No es posible!
¡Cómo pueden ser tan necios!
El estruendo de los cascos aumentaba. La tierra se estremecía. Las
cadenas que unían los carros tintineaban. Chasqueaban y resonaban,
chocando unas con otras, las hojas de bisarmas y alabardas. Temblaban cada
vez más fuerte las manos que aferraban las astas. Crecían las toses nerviosas.
—¡Doscientos pasos! —gritó desde los carros Vilém Jenik.
—¡Preparados!
—¡Preparados! —repitió Jan Kolda—. ¡Venga, muchachos, todos juntos!
—¡Cien pasos! ¡Ya se veeen!
—¡Fuego!
La fortaleza de carros se iluminó con el fuego de mil cañones. Y con el
ruido ensordecedor de mil disparos.
En medio de los bufidos de los caballos, en medio del griterío, en medio del
tumulto y los chasquidos, súbitamente aclaró las tinieblas el fuego. Indolente
al principio, apenas visible, atizado después por el viento que se había
levantado antes del alba, finalmente estalló con furia y con fuerza. En una
llamarada alta y clara se inflamaron los techos de paja de las cabañas de
Schwedeldorf y Staiy Wielislaw, ardieron los almiares al pie de la aldea de
Czerwona Góra, prendieron los graneros, cobertizos y chamizos a orillas del
Wielislawka. Algunos fueron incendiados por orden de Královec, otros había
mandado quemarlos a sus hombres en el momento del ataque el duque Juan.
El objetivo era el mismo: que hubiera claridad. Claridad suficiente para poder
matar.
Treparriscos veía todo aquello y Reynevan veía todo aquello. Reynevan veía
a Treparriscos y Treparriscos veía a Reynevan. Se observaban a través del
sangriento campo de batalla con una mirada oscurecida por el odio. Hasta que
Reynevan gritó enfurecido, espoleó al caballo y cargó contra Treparriscos
blandiendo la espada.
Treparriscos soltó las riendas, levantó ambas manos impetuosamente,
hizo con ellas un complicado gesto en el aire. Al instante le envolvió una
claridad que crepitaba y despedía chispas, en torno a las manos extendidas
empezó a crecer e hincharse una esfera de fuego. Pero Treparriscos no
consiguió lanzar el embrujo. No tuvo tiempo. Mientras Reynevan avanzaba al
galope, un grupo de jinetes, viniendo de un extremo del campo de batalla, se
dirigía contra Treparriscos, ya estaba casi a punto de echársele encima. Y
desde los carros acudía en masa la infantería de Litomysl, armada con
mayales y alabardas. Treparriscos gritó un conjuro, agitó los brazos como si
fueran alas. Ante los ojos de Reynevan y de los asombrados Huérfanos, desde
la silla del negro semental alzó el vuelo, aleteando, un gran pájaro. Se elevó,
ganó altura y voló por el cielo, lanzando salvajes chillidos. Se alejó volando y
desapareció.
—¡Hechicería! —gritó Matej Salava de Lipa—. ¡Hechicería papista! ¡Uf!
Para descargar su rabia, le asestó un hachazo en la cabeza al negro
semental. El caballo cayó de rodillas, después se derrumbó hacia un lado,
dejando rígidas las patas.
—¡Allí! —bramó Salava, señalando—. ¡Allí están, malnacidos! ¡Están
huyendo! ¡A ellos, hermanos! ¡Golpead! ¡Por Kratzau!
—¡Por Kratzau! ¡Golpead! ¡Sin cuartel!