Cuento - La Abuela - Plinio Parra

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Cuento "La Abuela" de Plinio Parra, escritor

colombiano

Por Plinio Parra. Escritor colombiano

Para el viejo Luis

Y pasando Baltasar por Algarrobo, a orillas del río Ariguaní, vio a un hombre meditando bajo un
guayacán.
_¿Quién va? _le preguntó el hombre. _Baltasar, el peregrino, hombre de paz. Y vos, ¿quién eres y
qué haces? _Juan de Ribalta es mi nombre y cuentero soy.
Visito el lugar donde fue sembrado el cuerpo de mi abuela, mujer admirable. Hazme compañía un
momento y te contaré su historia. Y sentándose Baltasar sobre una piedra, le dijo: _Os escucho,
cuentero.
Y dijo Juan de Ribalta: _Has de saber que quien ahí yace fue la reina de mi clan. ¡Y ocurre algo
fantástico, peregrino! Cada vez que mi lengua invoca la palabra familia, la vieja resucita en mis
entrañas.

Siempre la sorprendo en la cocina, con su eterno cetro de reina universal entre las manos. Un
cucharón de palo. Con ese instrumento de poder la vi ejercer su gobierno sobre el mundo.
Triturar fríjoles cabecita negra para espesar la sopa. Señalar linderos entre el bien y el mal.
Otorgar responsabilidades. Conferir honores. Espantar los patos de la hornilla. Acomodar las
brasas en el anafe. Voltear los pescados fritos. Sacar las presas del caldero. Llamarnos,
despedirnos y ampararnos.
En fin, con ese cucharón entre las manos la vi salvando nuestro destino, endulzándonos los
sinsabores y enseñándonos a vivir. Su trono estaba en la cocina. Según ella, es ahí donde
palpita el corazón de todo imperio familiar.
Decía que bastaba que un hombre y una mujer asaran sus carnes en la misma parrilla para
que hubiera matrimonio. Y creo que tenía razón, peregrino, porque entre más me refundo en los
remotos orígenes de la planta familiar, más me tropiezo con sus condimentos filosóficos.

Cuando escarbé las raíces del vocablo Hogar me quemé las manos en su hornilla, porque Fogata
fue la voz matriz que engendró y dio a luz los términos hogar, hoguera y hogareño. Fíjate que aún
mi abuelo, cada vez que hace referencia a los viejos tiempos de nuestra vereda, expresa que era un
pueblo de treinta y tres fogones. Lo que trasladado significa treinta y tres hogares.
Como la abuela jamás supo ser nada diferente a ama de casa, siempre utilizó los vaivenes cotidianos
para espolvorearnos sus pizcas de ciencia y cocernos a fuego lento con sus criterios. Segura, como
nadie, de que es el calor de la gallina lo que convierte a los huevos en pollos.

Entre mi patrimonio espiritual, sin duda, se hallan sus exquisitas apologías sobre la mesa,
elemento del ajuar doméstico que consideraba más importante que el mismo lecho. _La mesa
es un altar _preconizaba_. Donde se come, se ama.

Recuerdo que una vez mamá cometió la candidez de controvertir esta opinión y la abuela despedazó
su argumento con un cálculo de matemática elemental. «Saca cuentas, hija mía _le dijo_. El
comedor es el sitio donde el amor nunca fracasa. En él se echan tres polvos diarios de quince
minutos de extensión cada uno, todos los días, hasta la muerte. Y lo mejor es que, entre más
viejo se es, más duran las cópulas. Pero con la cama sucede lo contrario. En ella se duerme
cada vez más hasta que un día el sueño amanece llamándose muerte».
Quizá por eso acostumbraba decirnos que no hiciéramos el amor sin antes haber comido,
porque era de mal agüero usar la cama primero que la mesa. Y nos explicaba: «Cuando un
hombre y una mujer se devoran a sí mismos como si ellos fueran la cena, después del coito,
sólo hay espacio para el adiós».

Sostenía que un hogar era un sentimiento que se debía embotellar. Que un hogar sin troja donde
suceder, se pudría, como todo lo que se dejaba a la intemperie. Que cuatro horcones y ocho palmas
equivalían a la cuota inicial de la ilusión. Y que le fascinaba ver casas vivas: esas que le retoñan
cuartos a medida que la familia crece. «Empiezan como chozas y concluyen como palacios»,
indicaba.
Odiaba con el alma las flores artificiales y los gatos de porcelana, porque eran inventos que
atentaban contra la ternura. Jamás toleró las camas de hierro. Y no gustaba de las viviendas sin
patios. «Las bóvedas se hicieron para los difuntos», declaraba.
Como estimaba que una casa debía ser el universo al alcance de la mano y el deseo, en la
suya nunca faltó un reloj, un diccionario, un frasco de Curarina, cuatro bolas de naftalina, una
mata de ruda, un billete de lotería, un crucifijo, cuatro onzas de sal, una caja de fósforos, una
lámpara, una aguja, un limonero, una tinaja y un mortero.
Mientras que el zarzo personal del abuelo estaba surtido con semillas de guayacán, guayaba,
aguacate y zapote, un anzuelo, una piedra de amolar, una navaja y un almanaque Bristol.

Nos explicaba la vieja que la noche que se metió en la hamaca de mi abuelo, no le pidió amor
porque sabía que la amaba, ni riquezas porque quería tenerlo consigo todas las noches
completas ni promesas de fidelidad eterna porque la fidelidad era algo que había que merecer.
Únicamente le pidió compañía, por sobre todas las cosas. Y mi abuelo, nos consta, le dio
compañía. Se volvió cangrejo de un solo hueco y comensal de un mismo mesón.
Años más tarde, peregrino, sondé la palabra Compañía y quedé perplejo cuando descubrí que
las entrañas latinas de este concepto son cum y panis, cuyo significado es pan que se
comparte. Un peldaño más abajo, sorprendí otro término mágico: Comunión, que literalmente
es comer en unión.
Como has de suponer, estos hallazgos me condujeron de inmediato a la mesa de roble de mi abuela.
Una mesa que jamás, ni siquiera en el trance de las mudanzas, consintió que fuera puesta con las
patas hacia arriba, porque convocaba la mala suerte.

Cuando la familia recibió las visitas sin anuncio de las desgracias, la abuela también estuvo ahí,
invencible, con su cucharón de palo, esa vara mágica que en momentos de naufragio le servía de
remo. Para corroborarlo, un ejemplo:
Una tarde del año 47, el abuelo apareció en la puerta con la mano izquierda colgándole de una tira
de piel a causa de un machetazo impreciso que se asestó cuando cortaba un mazo de hierba para
su yunta de bueyes. Y, naturalmente, para un hombre de su temple, que juzgaba al machete y al
garabato como símbolos de la libertad, aquel cercenamiento constituía un desastre.
Las posibilidades de restauración eran mínimas. Un practicante de medicina le encabezó las venas,
le acomodó los huesos del carpo, le cosió la mano y, con más pericia que ciencia, le recomendó
inmovilidad total.

En consecuencia, el abuelo, abatido, atribulado por el manco futuro que había de esperarle, hizo lo
mismo que los pájaros de canto cuando tienen un ala partida: decidió matarse de hambre. No
contaba con la abuela. La vieja, solidaria con su dolor pero feroz con su candidez, fue a la cocina y
atacó su desaliento en el lugar preciso: el estómago.
Le removió las vísceras con el aroma de sus menestras a fuego lento. Le cuarteó el alma con el
estrépito de los cocos que rompía con destino al arroz. Le exacerbó la codicia con las emanaciones
del dulce de ciruelas en punto de almíbar. Y le irritó el hígado con los espíritus revueltos del café
hirviendo, las caribañolas acabadas de fritar y las mazorcas biches sobre el asador. Fue un milagro
rápido. A las cuatro horas de tortura al viejo le explotaron las ganas de morir y mandó al carajo la
tristeza con su fecha de expiración.
Así era la abuela, peregrino. Así defendía a los seres que amaba. A ella ningún remolino veranero
pudo arrancarle la ropa que tendía en los alambres.

Recuerdo que el principal mandamiento de la familia estaba escrito detrás de un portón. Un


mensaje que había sido grabado con tizones para que fuera perpetuo: «Que a esta casa jamás
entre la guerra». Y aunque te parezca increíble, esa ley nunca fue quebrantada.
Cuando la vieja estimaba que sus cantaletas eran irrefrenables se lanzaba al patio y empezaba a
ventear, primero en susurro y después a todo pulmón, sus largos y temidos memoriales de agravios,
que no dejaban olla sin destapar.
Esa era su forma de arrancarse las espinas del corazón. El abuelo era al revés. Cuando le sofocaban
la paciencia, optaba por silencios irrompibles, tomaba su hamaca a rayas, la colgaba bajo los
nísperos y empezaba a digerir su cólera.
Pero siempre supimos que cuando regresaban a la sala, estaban en paz, como si nada. El imperio
de estos dulces viejos comenzaba allí donde concluía la ciencia de papá y mamá.

Si papá me enseñó a bajar luceros para que ningún puyazo del azar pudiera vaciarme el corazón,
mi abuelo me enseñó a distinguir los luceros frescos de los empollados para que no perdiera el
tiempo dando esperanzas hueras.
Y si mamá me enseñó que cuando los dolores se dividen entre dos los gritos se vuelven arrullos, la
abuela me enseñó que donde duermen dos duermen siete porque cerrada la puerta todo es cama.
Todavía recuerdo las máximas de tenor amoroso con que mis abuelos acostumbraban lijar a tío
Bautista, el bordón de sus hijos.
«Aprende a amar _le exhortaba la abuela_. Dios castiga a los hombres que no saben adobar
a una mujer. Ustedes son felices cuando una mujer les da de comer el alma porque el amor
les entra por la boca. Nosotras somos dichosas cuando un hombre, mientras come, nos dice
linduras porque el amor nos entra por los oídos».
Y subrayaba: «Aprende a amar si quieres ser feliz. Las mujeres de estos tiempos ya no están
dispuestas a morirse sin saber lo que es un orgasmo, ni a disimular su apetito sexual
sembrando matas exóticas, ni mucho menos a matarse el tigre de las ganas con el trinche de
la mano. Ve que te lo digo. Si eres capaz de regalarle sus cinco minutos de cielo, como debe
ser, una mujer te entregará la tierra toda su vida. Por una sencilla razón. Las mujeres siempre
hemos tenido mejor abono para los sentimientos que los hombres. El amor nos hincha.
Nuestros afectos y desafectos son más auténticos. Como enemigas somos hienas. Como
amantes, unas palomas. Y como madres, unas perras».

Como ves, peregrino, estamos ante el retrato de una mujer que fue terriblemente sincera, casi cruel,
como un espejo, pero tierna. Mi prima Aidé y su marido sostienen que la abuela es la culpable de su
felicidad conyugal, por el consejo que les dio el día de su boda: «Recuerden que el corazón se llena
de arena cuando se echan polvos huérfanos de amor».
Siempre estuvo enamorada de su viejo. Le encantaba decir que la mejor decisión de su vida había
sido enredar su rosa en el alambre de púas de mi abuelo. Fueron marido y mujer durante sesenta y
un años. Desde el año 38 hasta su muerte, en el 99, pues la muerte era la única cosa de este mundo
que podía estrangular su historia de amor.
Mi abuela amaba tanto vivir que la muerte tuvo que apagarla por partes. Un primer ataque de
trombosis le mató todo lo que tenía en el lado de estribor. Incluso la voz. Por eso el abuelo aceleró
la despedida soplándole al oído un chiste grande que la hizo palmotearse un muslo, a manera de
celebración.
Luego el viejo le encimó un trozo de candor que nos sacudió a todos: _Discúlpame los ratos
de hambre _le dijo. La abuela intentó sonreír, estiró la mano que le quedaba viva y mamá le
dio una pizarra de cartón con una tiza. _«¡Imposible! _escribió con la garra izquierda_. Esos
momentos de amor es todo lo que me queda. Y pienso llevarlos conmigo».
Auténtica hasta el final. Porque ella casi consideró nuestra pobreza como una virtud. Un aforismo
guisado en sus fogones pinta esta convicción: «Quien no ha tomado sopa de huesos, no conoce
el exquisito sabor del tuétano».
A medianoche tuvo un segundo ataque de trombosis que le mató el resto del cuerpo, le quemó las
retinas y creo que la dejó sorda. Sus últimos quince días los pasó así, en coma profundo. Sueño de
muerte que quisimos espantarle, levantándola a balazos de oxígeno, guiados por la torpe
certidumbre de que mientras respirara, era nuestra. Esfuerzo inútil.
La vieja se acabó cuando aspiraba el oxígeno de la bala número catorce. Eran las cinco de la mañana
del 12 de noviembre del 99. Había que admitirlo. La legendaria Olga Fernández era mortal. Ese día
empezó a ser tarde para muchas cosas.
Al abuelo le quedó el aroma de sus caldos entre los dedos. Daba lástima. Pues no era de alambre
ni tenía púas. Por la mañana salía al patio y se ponía a mirar el suelo, como abrigando la secreta
esperanza de que la vieja regresaría transfigurada en matica de llantén o mariposa. Permanecía
siglos viendo cómo las brisas deshilachaban una nube o siguiendo paso a paso el lento cortejo de
las lagartijas sobre las matas de Buenas tardes. A las dos o tres horas de contemplación, cuando
juzgaba que la cópula era inaplazable, dirigía los ojos hacia otras criaturas y se ponía a llorar. Todo
le recordaba a la vieja. Todo.

Sin embargo, quiénes temimos que el abuelo no soportaría la primera semana de ausencia, nos
equivocamos. A los quince días, ya la llaga viva del adiós tenía costra. Y al mes, hubo necesidad de
motilarlo, porque el pelo le crecía en abundancia. Aún llora, pero me consta que ya se le cuelan
sonrisas.
Y no puede ser de otro modo, peregrino. A él la vieja le enseñó, primero que a nosotros, que siempre
hay callejones felices. Siempre. Basta secar los ojos para verlos. Hasta aquí llega esa película vieja
que protagoniza mi abuela. A primera vista es un rollo triste porque finaliza en soledad. Más no te
equivoques, viajero.
Esa aparente soledad es la espuma que cubre los bordes de la copa. Debajo está el elixir.
Porque en eso se convierten todas las abuelas del mundo. En extracto de vida en algún lugar
del alma o del corazón.
Es cierto que las abuelas mueren, pero para volverse hadas madrinas. Y ya sabemos que a
las hadas madrinas no las mata la muerte sino el olvido.
¿Cómo puede morir una mujer que parió siete hijos, vio nacer cincuenta y dos nietos y arrulló
a ciento cuarenta y cinco bisnietos? En lo que a mí concierne, siempre la recordaré como la
mujer que me enseñó que la palabra familia tiene aromas. Que huele a guiso de carne, a
calostro de madre primeriza, a aliento de canela en rama, a tierra mojada, a maduro mango de
azúcar y a sábana sudada.

Y puedes comprobarlo, peregrino. Ninguna enciclopedia del mundo te dice que la palabra familia
huele.
_Tienes razón, cuentero _subrayó Baltasar, conmovido_. Ninguna enciclopedia lo dice. Bella mujer
tuviste por abuela. Bella mujer.

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