La Maldicion de La Espada - Peter Beere
La Maldicion de La Espada - Peter Beere
La Maldicion de La Espada - Peter Beere
los últimos días de la guerra contra los demonios, los hombres se hicieron
con la Espada Maldita. La hoja había sido forjada para un poderoso guerrero,
por unos magos que se hallaban encerrados en cuevas escondidas en unas
colinas solitarias. La Espada Maldita reclamaba el mundo, derrotó a los
demonios y pasó el poder a los hombres. Pero toda victoria tiene que pagar un
precio, y los practicantes de la magia negra robaron la espada del Antiguo
Guerrero. Y con ella fue su alma, condenada para siempre a permanecer en el
purgatorio.
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Peter Beere
La maldición de la espada
Zona Límite: ZL Fantasy - 6
ePub r1.0
Titivillus 27.04.2019
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Título original: Doomsword
Peter Beere, 1997
Traducción: Amparo Hernández
Diseño de cubierta: David de Ramón
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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PRIMERA PARTE
EL ANTIGUO GUERRERO
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PRÓLOGO
Durante siete siglos los nuevos reyes guerrearon buscando la Espada Maldita.
El cielo estaba envenenado por la sangre que allí se vertía, y los padres
mataban a sus hijos cuando iban en busca de la espada, pues la Espada
Maldita poseía el poder de transformar a los hombres en dioses, y de derribar
los cielos.
Huyendo de la carnicería, los viejos reyes se encaminaron hacia el este,
abandonando su hogar a la locura que allí reinaba; y en su largo viaje, uno de
los reyes más ancianos se encontró con la espada. Sucedió por casualidad, y el
viejo rey, puro de corazón, pensó que podría reformar la espada y limpiar su
emponzoñado corazón. Durante siete años mantuvo una pugna con la hoja,
luchando contra sus malas artes.
Pero la espada estaba maldita, por los fuertes hechizos mortales a los que
la habían sometido, y el rey fue destrozado por una criatura nacida en los
infiernos. Así que la espada permaneció en un pozo, oculta durante cuatro
décadas, hasta que un joven la vio. Sin saber apenas nada de los riesgos que
encerraba la Espada Maldita, el joven, con la ayuda de una cuerda, bajó hasta
el fondo del pozo, y cuando tocó su hoja la oscuridad saltó desde allí para
alojarse dentro de su alma. El joven creció rápidamente, y se volvió frío y
perverso, condenado a errar por la tierra destruyendo todo a su paso. Cuanto
tocaba su mano acababa envuelto en llamas, mientras las tormentas del
infierno acechaban su camino. Cuando los jóvenes reyes oyeron esto se
apresuraron a acudir al lugar, y el joven se vio forzado a huir hacia las
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desconocidas colinas del oeste, en donde los locos que aún creen que la
juventud habita allí siguen ofreciéndole sangre.
Pero mientras los jóvenes reyes cazaban dejando pasar los años y
desaprovechando a sus hombres, hubo alguien que guió los pasos del joven de
vuelta al pozo, y allí, debajo del lodo que desprendía un hedor como el de la
muerte, un caballero desconocido encontró la espada. Su nombre era Kalidor,
y venía del oeste; un hombre cruel y déspota que cabalgaba al frente de
hordas embriagadas. Su flota, que surcó en una ocasión los mares hasta los
confines del océano, era temida y odiada por todos. El caballero había
desembarcado en busca de la Espada Maldita, y había abierto una senda
sangrienta a través de las tierras del sur. Las batallas en las que lucharon sus
hordas fueron las más horrendas de todas, tan terribles que hasta de las nubes
caía lluvia de sangre.
Alarmados y sorprendidos por la amenaza que constituía este hombre, al
que llamaron el Caballero Negro, los jefes militares firmaron un pacto para
arrebatarle la Espada Maldita, y fueron en busca de Kalidor a través de las
áridas tierras del reino hasta el océano. Allí, en terribles escaramuzas,
empapando de sangre cada playa, le condujeron a través de la costa hacia las
colinas del norte, y mataron a todas las fuerzas que él mandaba, y eliminaron
a sus hordas de todos los lugares en que se encontraban. Uno a uno, acabaron
con sus guerreros, mientras Kalidor, lleno de rabia, mataba personalmente a
los reyes rivales y mantenía en su poder la Espada Maldita, aunque aún no
había podido dominarla. La lucha final tuvo lugar sobre el puente del Destino,
en donde un ojo de piedra se elevaba sobre un barranco insondable. Los
últimos dos reyes guerreros salieron en busca del Caballero Negro, con sus
hijos pequeños a su lado. Eran los guerreros más poderosos del reino, y sus
espadas podían cortar las rocas y acabar con un troll. La batalla se prolongó
durante más de dieciséis días, hasta un amanecer cubierto de sangre. En esa
última mañana, mientras el sol aparecía por encima de las cumbres de las
montañas, un guerrero herido le arrebató la espada al Caballero Negro, y en
un acto de fe la arrojó desde el puente hacia el vacío que se encontraba
debajo. Luego, los reyes ataron a Kalidor, y dispersaron a todos sus hombres,
y a él le condujeron hacia el oeste, a una isla olvidada, en donde podría
meditar tristemente, solo y exiliado para siempre, y soñar con la gloria
perdida.
Pero mientras pasaban los años, y disminuía la vigilancia, el Caballero
Negro reunió en torno a sí a demonios y perversos hechiceros, y en los pozos
más profundos que se hallaban por debajo de su Torre del Dolor, los puso a
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trabajar a sus órdenes. Mataban a inocentes, y recogían sus cerebros y los
amontonaban sobre fuegos que ardían en honor a dioses maléficos. Y durante
doscientos años masacraron y elevaron sus súplicas para localizar la Espada
Maldita. Cuando al fin descubrieron dónde se hallaba enviaron un mensajero
a la solitaria torre, en donde Kalidor le recibió en audiencia. Se postró,
acobardado por la presencia del rey:
—Mi señor, los hechiceros han encontrado la Espada Maldita en sus
pozos impíos. Incluso ahora intentan traerla, ya que se encuentra muy
apartada del reino. Parece ser que el sucio perro que robó la hoja ha fallecido.
Vieron cómo su alma se elevaba.
El criado levantó la mirada con los ojos medio entornados, y la luz de la
lámpara cayendo sobre su rostro hacía que pareciera una máscara exangüe.
Por debajo de su capa hecha jirones, sus brazos formaban unos ovillos que
semejaban gatos dormidos.
—¿Señor?
—Te oigo —le dijo Kalidor desde su trono, poniéndose en pie, vestido
con un manto negro como la noche.
Cuando se movía por encima del frío suelo de piedra, su capa también
negra producía un sonido similar al siseo de las serpientes. Sus ojos eran
como pozos llenos de fuego.
—El lugar en el que se encuentra la Espada Maldita —dijo—, por lo que
cuentas, no se halla en estas tierras.
—No, me temo que no, mi señor.
Kalidor soltó una especie de gruñido mientras, como un pilar en la noche,
se elevaba por encima de su esclavo, destilando gota a gota un fuego sin luz.
—Ese lugar, ese lejano lugar…
—Un lóbrego mundo inferior.
—¿A qué distancia se encuentra de aquí?
El criado guardó silencio, luchando por encontrar las palabras adecuadas
para transmitir noticias tan poco prometedoras sin levantar su ira. No era tarea
fácil, así que, respirando a fondo, se expresó lo mejor que pudo.
—No estoy seguro, señor —contestó en un tono apagado—. Uno de los
hechiceros dijo que era un mundo diferente. Trabajan con cartas y orbes como
posesos para hacértela llegar.
Kalidor se le quedó mirando, acariciando con los dedos la empuñadura de
su espada.
—Los viejos hechiceros han tenido doscientos años para trabajar en ello
—murmuró el Caballero Negro.
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El criado asintió.
—Sí, es verdad, mi señor. Pero recordad que habéis mandado matar a
muchos de ellos. Los que todavía viven se encuentran muy enfermos, mi
señor, por comer ratas envenenadas.
—Ofréceles comida entonces —dijo con un gruñido el Caballero Negro
—. Ofréceles cualquier cosa que les mantenga vivos. Estoy demasiado cerca
ya como para permitir que esos pequeños obstáculos frustren lo que
ambiciono. He estado esperando durante dos largos siglos. Tengo mis barcos
de guerra en puertos prohibidos. He reunido unas hordas que pueden acabar
con el mundo. Y los guerreros se hallan nerviosos por la espera.
Se agachó y levantó al siervo agarrándole por la garganta. Le lanzó un
aliento que podía conseguir que se marchitaran las hojas de los árboles.
—¿Podrán esos prestigiosos hechiceros, que tanto protestan, jurar sobre
sus almas inmortales que recuperarán la espada?
El siervo movía las piernas mientras el aliento de Kalidor acababa en su
garganta y la sangre vaciaba su cerebro.
—Así lo creo. Pienso que eso dirían ellos; os traerán la espada. Yo… —el
siervo dejó escapar un grito cuando el Caballero Negro le abofeteó—. Están
luchando, incluso ahora, por traérosla de nuevo.
—Entonces dará comienzo la guerra.
—¿La guerra? Inmediatamente, mi señor.
—¿Estoy alimentando a siervos sordos?
El siervo dejó de luchar mientras el color abandonaba su rostro.
—Oh, no, os oigo, mi señor. Yo ya iba a…
—Escucha algo más.
Y el Caballero Negro tomó su espada y marcó una oreja más en el rostro
sorprendido del hombre.
El esclavo permaneció totalmente inmóvil mientras el filo se deslizaba por
su carne, ya que el gritar o protestar le ocasionarían únicamente más dolor.
Luego, vio cómo el Caballero Negro se relamía mientras se inclinaba para
realizar su tarea.
—Estas noticias que me acabas de traer me satisfacen.
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CAPÍTULO 1
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quedaban grabadas en el corazón, y después de cierto tiempo el anciano
confió solamente en él. Decía que Adam era sagrado, aunque algunos
pudieran considerar que eso era una blasfemia y que debería tener cuidado.
Decía que una llama le protegía y que no había que temerla, ya que surgía de
su propio corazón. Cuanto más hablaba el anciano, más fácil le parecía a
Adam detectar la llama. Nunca habló a nadie de la pálida luz azul que
percibía cerca de su rostro o en sus manos. A veces la llama se separaba de él
para tocar a su abuelo. Y el anciano sonreía en esas ocasiones. ¿Qué
significaba esa llama que, sin embargo, no resultaba visible a nadie más? ¿Por
qué ardía sobre la tumba del anciano? ¿Por qué era el destino de Adam
recopilar esas historias y comenzar a soñar con ellas? Se sintió muy solo
mientras caminaba lentamente hacia las verjas, pensando que una parte de sí
mismo se había ido para siempre. Los dos habían estado tan unidos…
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CAPÍTULO 2
Adam abrió la puerta de par en par para que pudiera entrar el hombre en la
laberíntica casa de sus padres. Era un sofocante día de junio, y el hombre
sudaba mucho. Llevaba el chaleco colgado a la espalda, y su rostro parecía
una máscara de color escarlata. Sus manos, enormes y llenas de callosidades,
agarraban un baúl de marinero que se había atascado en la entrada.
—¿Lo llevo arriba?
—Sí, con las demás cosas.
—No tengo suerte. Mira que estar Billy-Joe enfermo… Te digo que uno
más de éstos y me hallaré postrado en cama, y estaré allí reuniéndome con él.
Adam sujetó el picaporte cuando la puerta se fue hacia atrás, y se
preguntaba si podría ofrecerle ayuda o se tendría que apartar del camino. Al
cabo de unos momentos de duda, preguntó casi a regañadientes:
—¿Quiere que le ayude con eso?
—No, hijo —le contestó el hombre—. Una espalda tullida será suficiente
por hoy.
Y con un fuerte empujón impulsó el incómodo baúl a través de la difícil
entrada.
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—Ya no los hacen así, porque acaban con las gentes a la hora de
manejarlos.
El hombre miró con desagrado las escaleras por las que tenía que subir:
una tortuosa y estrecha escalera de caracol que ascendía entre unas paredes
totalmente lisas.
—El sujeto que construyó esta casa debe de haber sido un hombre muy
delgado. ¿Cómo te las arreglas para subir las escaleras?
—Yo subo de lado. Le echaré una mano con esto.
Adam extendió sus brazos y con sus fuertes manos agarró una correa de
cuero.
—Cuidado, no eches los bofes. Y no lo dejes caer o me hará puré.
Subieron el baúl y lo colocaron con el resto de las cosas, un ordenado
montón de cachivaches en el dormitorio de invitados. Allí no había ninguna
imagen de ningún dios; tan sólo se encontraban encerrados en el lugar la vida
y la época en que vivió el abuelo de Adam…
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CAPÍTULO 3
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¿Estaba bromeando en realidad? Probablemente. Sin embargo, nadie sabía
de dónde venía en realidad o cuál era su pasado; sólo las historias que
contaba. Éstas acababan convertidas en exóticos misterios, cuentos sobre un
místico país en donde en tiempos gobernaron los dragones, en donde los
hombres luchaban contra los dioses, los magos preparaban conjuros, y los
lobos… ¿Qué eran los lobos? Los lobos eran los espías de los hechiceros que
utilizaban la magia negra, que aparecían de forma espectral en el mundo para
llevar a cabo una terrible venganza. Adam tuvo que sacudirse antes de que se
dejara llevar por los sueños del anciano…
Desde lo alto de una torre situada en la costa occidental del reino, los
centinelas observaban cómo se acercaba la guerra. Vieron un espeso humo
elevarse como nubes de tormenta, y el sombrío brillo de color rubí de las
armas en la oscuridad. Divisaron pálidos chorros de vapor ascender desde el
lugar en donde se encontraban las nuevas armas. Con sus prismáticos,
observaron las armas colocadas sobre temibles carros de guerra. Oyeron el
canto ininterrumpido de los hechiceros mientras realizaban su trabajo,
celebrando sus envenenados pensamientos. Desde los muros de una lejana
ciudad, los hombres disparaban a las aves mensajeras que traían noticias de
guerra a los espías infiltrados entre sus filas. Luego, el rumor se hizo
realidad al materializarse la verdad; Kalidor se había despertado.
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CAPÍTULO 4
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casa quedaba atrapada directamente en su corazón, como si una tormenta
envolvente hubiera hecho un bucle alrededor de las paredes para protegerles
del mundo.
Adam había contemplado antes otras tormentas, pero no de esa clase en
las que se oyen quejidos de voces extrañas, y en las que el relámpago parecía
haber dedicado especial atención a su casa. Podía sentir cómo crujía a través
de la paja extendida por todas partes a causa del viento, que arrancaba
montones de juncos para lanzarlos como si fueran tiras de tela. Podía oír el
terrible vendaval golpeando las ventanas como si intentara romper los
cristales. Luego, divisó una llama azul que oscilaba por encima de los arcones
y los baúles, un halo de luz que vibraba como si poseyera vida. Después, en el
interior de su cerebro oyó una voz parecida a la de una joven que le decía:
—¡Coge la Espada Maldita! Coge la Espada Maldita…
Había escuchado a su abuelo hablar acerca de aquella hoja mortal; una
hoja forjada para ponerse al servicio del bien, que probó los caminos del mal
y se volvió sedienta de sangre. Había oído que las naciones habían ido a la
guerra por ella y habían luchado durante siglos para hacerla partícipe de su
causa. Había oído que los hechiceros agotaron sus vidas intentando descubrir
dónde se hallaba.
Sin embargo, seguramente no serían nada más que historias, historias y
nada más; tal espada no podía existir. Pero aún se oía la voz:
—La criatura procedente del infierno ha llegado. Coge la Espada
Maldita…
Adam se encontró extrañamente indefenso. Cuando la tormenta desplegó
toda su fuerza se sintió confuso, perdido y fuera de control. La extraña voz le
aterrorizó, la llama azul le dejó perplejo, no podía pensar con claridad…
A continuación se oyó un estruendo como un trueno. La tormenta entró en
la casa, echó abajo la puerta de roble y continuó con el mismo vigor a lo largo
del vestíbulo. Las paredes y el techo crujieron mientras el relámpago lo
iluminaba todo, y hacía visible el paso de la bestia negra…
Era el señor de la tormenta que no tenía alma: el ennegrecido y marchito
pellejo del Antiguo Guerrero. La criatura a la que se había hecho venir del
infierno entraba ahora en la casa y estaba subiendo pesadamente las
escaleras…
Totalmente aterrorizado, Adam tropezó y cayó al suelo cuando la bestia
aulló. La llama azul bailaba en su rostro, urgiéndole a responder y a recoger la
Espada Maldita. Pero se había quedado petrificado, y tan sólo podía esperar y
ver cómo las sombras llenaban el cuarto y la luz de la lámpara parpadeaba.
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Estaba a un paso de encontrarse frente a frente con la rabia almacenada
durante siglos.
Comenzó a moverse, aunque sólo fuera para hacer que desapareciera la
llama que le estaba volviendo loco con su incesante movimiento. La espada
saltó a su mano, y al agarrarla pareció vibrar con su propia locura. La hoja
parecía estar viva; despedía brillantes chispas blancas desde su punta hasta el
suelo, y Adam desató su rabia. La fuerza le hizo echarse hacia atrás cuando
levantó la espada en el aire cortando los arcones y baúles como si no se
encontraran allí. Oyó un ruido, vio el resplandor de una luz azul brillante, y el
universo pareció aturdido. Durante un breve instante la tormenta pareció
refrenarse y la criatura titubeó en el vestíbulo como si se encontrara insegura.
Luego, cuando llegó a la puerta, Adam alzó la espada y el cuarto
explosionó…
Hubo un momento en el que se dejó llevar sin rumbo fijo por el cuarto
como si fuera una mariposa aturdida. El mundo era una tela de color azul
perla con pliegues de color negro. Las estrellas eran chispas diminutas que
despedían fuego. El tiempo era simplemente un escalón entre un mundo y el
siguiente.
Luego, todo se convirtió en profunda oscuridad.
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CAPÍTULO 5
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oración. En ese instante, una sombra gris cayó desde los árboles y corrió a
través del claro hacia el venado. Cuando Lina bajó la ballesta comprobó cómo
la primera arremetida del lobo derribaba a su presa. El ciervo cayó con gran
estrépito. Las pezuñas brillaban sobre la sangre, y ella dejó escapar un grito.
Luego, el animal apareció muerto, y otros doce lobos acabaron de destrozarlo.
Los miembros de Lina se quedaron agarrotados mientras observaba
aquella danza de la muerte. Una sombra había surgido a través de los árboles
y pareció como si toda vida y esperanza hubieran sido absorbidas de las hojas.
Su oscuro cabello resplandeció cuando se retiró de los árboles, forzándose a
atravesar los espinos, pisando algunas ortigas mientras pasaba. Luego, con la
brisa, le llegó el hedor del animal muerto. Después, Lina se dio la vuelta y se
marchó.
Las sombras se alargaban cuando Adam se lavó la cara en el agua del arroyo.
La brisa había cambiado de dirección y ahora llegaba del oeste, trayendo
un ligero olor acre que estropeaba la pureza del aire del bosque. Era el olor a
humo que procedía del ejército acampado a lo largo de la playa. Los guerreros
del reino se estaban reuniendo en el oeste para enfrentarse a Kalidor. El cielo
gris se llenaba de polvo mientras los ejércitos que se hallaban en las llanuras
marchaban hacia su destino.
Adam no estaba informado de nada de esto. Su única preocupación era
encontrar el camino de vuelta a casa. Le parecía totalmente claro que se había
sumergido en un sueño causado por la tormenta. Si pudiera aunque sólo fuera
mantenerse tranquilo, no tendría nada que temer, excepto al mismo miedo. Y
pudo sentir auténtico miedo cuando observó el claro a su alrededor. Los
árboles desnudos resultaban siniestros mientras la noche se acercaba
sigilosamente a la tierra. Luego, le llegó el hedor que dejaban los lobos…
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CAPÍTULO 6
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Ella se arrodilló sobre la hierba para colocar allí una bandeja. Adam no
contestó. Estaba atizando la lumbre con un largo trozo de madera que ardía
lentamente en la punta. Y se preguntaba si aquél sería el sueño más largo que
nadie hubiera soñado.
—Te he dicho que he traído comida —Lina le tocó en el brazo, y él olió
los ricos perfumes que despedía su cabello—. No dejes que se enfríe…
El fuego del campamento se apagó cuando llegó el amanecer a través de
los árboles iluminando el rostro de Adam. Se hallaba tumbado sobre su
costado izquierdo, sobre la espesa hierba, mojada por el rocío. Tenía colocada
una mano debajo de su rostro y se encontraba de cara a la choza. De vez en
cuando se agitaba como un perro que sueña, y las sombras cruzaron su rostro.
Tenía pesadillas acerca del Antiguo Guerrero y también sobre el torturado
demonio al que vio mientras se hundía en el vacío. Se imaginaba que estaba
siendo perseguido a través del tiempo y del espacio…
Cuando los rayos de sol le acariciaron, Adam abrió los ojos y miró
lentamente a su alrededor. La visión era confusa, y sus miembros le dolían,
pero comprendió al instante que se hallaba lejos de su casa. Fue como si le
hubiera golpeado el saber que aquello era la realidad y que se hallaba
atrapado en ella. Formaba tanta parte de ella como los caballos atados a los
árboles, el fuego ya apagado y la silenciosa cazadora que le observaba. ¿Qué
pensaría ella mientras estudiaba sus extrañas ropas y su pelo de punta?
—No soy un hechicero —le dijo, como si esto debiera significar algo.
La cazadora asintió.
—Eso está claro —contestó ella.
—No sé por qué estoy aquí.
—Yo tampoco lo sé —le dijo ella.
—Traigo conmigo la Espada Maldita.
—Debes de estar loco —le dijo.
Y luego se le quedó mirando. Adam no estaba bromeando, podía leerlo
claramente en sus ojos. Él pensaba verdaderamente que había traído de nuevo
la Espada Maldita.
—La Espada Maldita hace mucho tiempo que no está aquí.
—La traigo yo, ya te lo he dicho.
Un escalofrío recorrió su cuerpo…
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CAPÍTULO 7
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—¿Por qué no la enterramos?
—¿Por qué no arriamos una bandera? —dijo Lina sarcásticamente—.
Todo hombre y todo animal estarán fuera buscándola. Seguro que él sabe que
la espada está ya por aquí. Es sólo cuestión de tiempo que dé con el lugar. La
Espada Maldita grita a voces el mal que arrastra en su hoja. Es como un farol
para los que caminan sobre el mal. ¿Por qué no nos ahorramos tiempo
enviándole una nota? ¿Por qué no la enterramos?
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Adam, tremendamente
confundido por el despliegue de sarcasmo mal disimulado de Lina.
—No sé. Si fuera mía, intentaría destruirla. La sumergiría en el fuego.
—¿Dónde? ¿En el fuego que hay aquí encendido?
—En el Fuego Eterno —dijo ella— que arde en las colinas que hay más
allá del puente del Destino. Pero yo no puedo coger la espada porque exigiría
mi corazón y el sacrificio de mi alma.
—¡Oh, genial! ¿Qué ocurrirá, entonces, con mi alma? —protestó Adam, a
quien no le gustaba el modo en que se estaban desarrollando las cosas.
No le gustaba tampoco que continuara mirándole como si le estuviera
juzgando.
Lina encogió levemente los hombros mientras movía la parrilla y ponía
más hierba y musgo sobre el fuego que ardía lentamente.
—Tu alma es tuya. No puedo influir en ti. Podrías simplemente huir o
dirigirte hacia el Fuego y convertirte en un héroe.
—Oh, sí, un héroe, desde luego.
Adam se sonó y desvió su mirada de la de Lina para fijarla en el fuego.
—Quieres decir que es demasiado tarde por lo que a mí concierne, porque
ya estoy sentenciado.
—No necesariamente —dijo Lina con toda tranquilidad—. Si tu abuelo
conservó la espada durante todos estos años sin que le causara ningún daño,
debe de haber trabajado para revocar los conjuros. Tal vez descubriera algo
que nadie más ha sabido…
Pero Adam se vio sorprendido por un nuevo pensamiento y se apartó de
ella.
—Todas esas historias… —murmuró con la mente ausente—. Me estaba
preparando para el caso de que este día se presentara. Sabía que cuando él
muriera ellos intentarían averiguar el paradero de la Espada Maldita, y tenía
que advertírselo a alguien. Pero ¿por qué me eligió a mí? Podía haber elegido
a mi padre…
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—Tal vez los oídos de tu padre no estaban preparados para escuchar. O
puede ser que el corazón de tu padre estuviera vinculado… a otras cosas.
—Debe de haber otras vías… —dijo Adam delicadamente mientras
observaba el molesto viento.
Repentinamente aparecieron por el oeste nubes de tormenta, y se
extendieron por el cielo como una mancha. La brisa de la mañana se había
vuelto ahora helada y los árboles más altos crujían y sacudían sus hojas secas.
—Debe de haber otros hombres que puedan controlar la espada. Dásela a
uno de ellos, a uno de tus guerreros…
—Las naciones hicieron votos para que nadie tocara la espada durante
doscientos años. Es demasiado peligroso; eso les haría cambiar su voluntad y
tendríamos que enfrentarnos a otro Kalidor. Además, en ocasiones como éstas
nadie sabe en quién confiar. Los espías se hallan por todas partes. En este
momento, los caballeros se encuentran reunidos en consejo en la colina y mis
padres han ido allí para parlamentar con el resto. Y de una cosa estoy segura:
no querrían que se supiese que la Espada Maldita está aquí de nuevo.
Adam se volvió para mirarla.
—¿Por qué tú y yo, entonces? ¿Por qué no llevar la espada a dos grandes
guerreros? Nosotros no creo que fuéramos buenos en la lucha.
—Habla sólo por ti —dijo ella con indiferencia.
—¿Por qué tú y yo, entonces? —insistió Adam.
—Lo he considerado —dijo Lina, mientras el humo que desprendía el
fuego formaba remolinos y espirales ante su rostro—. La familia de mi padre
estaba con los guerreros que tomaron el puente del Destino durante los
últimos días del conflicto del Caballero Negro. Lucharon junto a los reyes que
se encargaron de Kalidor, y forzaron su deshonra. Pienso que de algún modo
estamos unidos a través de la muerte con nuestros ancestros. Creo que es una
maldición continuar la lucha que empezaron nuestros antepasados.
Adam se quedó en silencio mientras consideraba sus palabras. Tal vez
eran simplemente un instrumento de un plan mucho mayor. ¿Y qué
significaba la llama azul? Él no había mencionado eso porque ya había dicho
lo suficiente y, como Lina acababa de expresar, ¿en quién se podía confiar
verdaderamente? Tampoco hizo ninguna mención del Antiguo Guerrero, que
él esperaba se hubiera desvanecido ahora…
—¿Quieres un poco de carne? —le preguntó ella.
Él asintió distraídamente y se acercó a coger un pedazo que quemaba en
su mano.
—Deberías dejar que se enfriase —le dijo ella.
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—Lo haré la próxima vez —le respondió—, cuando tenga menos en qué
pensar…
Las nubes de tormenta cubrieron y oscurecieron medio cielo por encima del
bosque. El viento soplaba cada vez con más fuerza y sacudía los árboles. Hizo
que se avivase el fuego y el humo pasaba casi rozando el suelo. La choza, mal
construida, crujió como cuando se hunde una embarcación atrapada en una
tempestad en medio del océano.
—¿El tiempo es siempre así?
—Sólo desde que tú llegaste —le dijo ella—. Debe de saber que la espada
está de nuevo aquí y lo celebra con su furia.
Lina luchaba por colocar en su sitio un trozo de tela que no dejaba de
moverse y que servía para cubrir un agujero de la choza.
—Tendremos que irnos antes de que se haga más tarde, ya que los lobos
saldrán tan pronto como oscurezca. Y los lobos sirven a Kalidor: son sus ojos,
sus oídos, su nariz —le dijo—. Pueden oler la Espada Maldita como si fuera
carne. Tendremos que poner bastante tierra por medio entre los lobos y
nosotros.
Con un gruñido sujetó con unos clavos la tela desgarrada.
—Así que ensilla tu caballo.
—¿Mi caballo? —balbuceó Adam—. ¿Iremos a caballo?
—Tenemos un caballo para cada uno. ¿No sabes montar a caballo?
—No monto desde hace diez años, cuando era un niño.
—Entonces intenta recordarlo.
Ella le lanzó una mochila que aterrizó a sus pies.
—Recoge lo que necesites del interior de la choza. Toma toda la comida
que puedas, ya que éstos son tiempos muy malos. Podemos pasar hambre.
Adam se agachó para coger la bolsa de lona cuando Lina se fue a ensillar
los caballos.
—¿Hasta dónde iremos?
—Tan lejos como podamos —murmuró ella distraída—. Hay un
problema, sin embargo, para llevar la espada, porque si Kalidor consigue
seguir su rastro, puede alterar nuestra ruta. Necesitamos unas cajas que nos
protejan, como las que llevan las brujas. Necesitamos ponernos en contacto
con la tía de mi madre, una bruja llamada Elena, que tiene conocimientos
sobre tales cosas.
—¿Dónde la encontraremos?
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—En algún lugar de las llanuras en dirección hacia el norte del bosque.
—¿En algún lugar?
—Se mueve mucho por los alrededores. Pero se la encuentra
generalmente cerca de las grandes ciudades, donde realiza trucos de magia
para los viajeros estúpidos y les saca su oro.
Lina tensó la cincha. Puso su ballesta delante de ella sobre la silla y se
colgó un pequeño arco de caza, con sus finos dardos de metal, de su cinturón
trenzado.
Mientras Adam continuaba luchando para organizarse, ella desató su
inquieto caballo y saltó sobre sus lomos. Lina murmuraba suaves frases al
oído del animal mientras el muchacho se apresuraba al comprobar que la
tormenta retumbaba por el oeste. Negros nubarrones se desplazaban
lentamente hacia el este, y pronto los tendrían encima de ellos. Ella pensó que
aquello podía considerarse un signo de que ni siquiera los terribles caballeros
negros eran infalibles. Con la lluvia para protegerles y limpiar sus huellas, la
tarea de perseguirles se vería dificultada, y las criaturas de la noche no
conseguirían leer las señales.
—¿Estás listo?
—Casi —dijo Adam, mientras envolvía la Espada Maldita en una tela.
No serviría de mucho, pero él se sentía bastante más tranquilo teniendo la
hoja fuera de su vista. Le inquietó el pensar que la espada podría llamar y
guiar a sus enemigos hacia él como una tea encendida. Cuanto más pronto
fuera destruida la Espada Maldita por el Fuego Eterno, más feliz se sentiría.
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CAPÍTULO 8
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donde se elevaban enormes coníferas como si fueran torres. Las cascadas se
hundían retumbando, lanzando velos de espuma. Nubes de mosquitos
zumbaban a través del aire húmedo como si se deleitaran con las tormentas
que se aproximaban. Pero eran simplemente las sombras de las nubes que
avanzaban moviéndose despacio por encima de sus cabezas en su largo viaje
hacia el este.
El caballo de Adam, Alón, jadeaba fatigosamente. El camino que seguían
era estrecho y empinado, y muy resbaladizo por el musgo. Además, a unos
pocos pasos a su izquierda se encontraba una profunda garganta. Las moscas
que volaban alrededor de su cabeza le incomodaban y no paraban de
marearle. Quería volver al pacífico bosque y buscar un lugar en el que
descansar lejos de aquellas molestas moscas. Adam no podía menos que
compadecerse de él. Había mejores cosas que caminar penosamente a lo largo
del sendero, con el trasero magullado mientras las moscas se te comen vivo.
Se quedó mirando a su alrededor tratando de descubrir hasta dónde habían
llegado, y notó cómo se movía una sombra.
Algo estaba emergiendo de un espeso bosquecillo de árboles, a unos
cincuenta metros, debajo de un montículo rocoso. Algo se hallaba sobre
corceles de color negro azabache que avanzaban como un trueno. Eran los
bandidos…
—¡Por todos los dioses! —gritó Adam cuando divisó a la banda al galope,
bajando por las rocas y extendiéndose como un abanico para impedir que
alguien escapara.
Él apenas pudo moverse sobre la silla, aturdido por la velocidad con la
que ellos avanzaban y aterrorizado por el ruido que producían. Si Lina no se
hubiera inclinado para dar unas palmadas sobre las ancas de Alón, los
atacantes le habrían aplastado. La muchacha dio un grito que puso
bruscamente en movimiento a los caballos, y les hizo marchar a través del
claro, abriéndose paso entre las ramas sobre un terreno mojado. Luego se
desvió de repente al alcanzar unos matorrales y un espino que se hallaban
delante de ellos.
Los animales galopaban derechos hacia un río crecido por las lluvias,
formando mantos de espuma que brillaban como un galón plateado. Pasaron
sobre unos troncos caídos con pasmosa facilidad, saltando como gacelas.
Adam luchó para no caerse de lomos de Alón, esquivando raíces y
piedras, y siguiendo a Ramadeen, el caballo de Lina. Las ramas le golpeaban
el rostro, y escuchaba el sonido de su propia voz en sus oídos. Cada vez que
Alón resbalaba, y lo hizo varias veces, a Adam le daba un vuelco el corazón.
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Los cazadores que le seguían ganaban terreno. Sus andrajos, hechos jirones,
de color verde y negro, parecían fundirse con la penumbra del bosque. Al
observar las dificultades que estaba teniendo Adam, Lina se desvió
repentinamente del camino y tomó una senda más suave, esperando ganar
terreno en el interior de la densa penumbra, por debajo de las negras
coníferas. Los dos caballos tronaban a través del bosque, hundiéndose en la
maleza y casi chocando con los abetos, tan absortos en la persecución a la que
les estaban sometiendo que casi se olvidaron de los jinetes que llevaban sobre
sus lomos. Cada uno de ellos corría para alcanzar al caballo que iba en cabeza
abriendo camino. Con la lengua fuera, resoplaban con los pulmones a punto
de estallar. Se sentían invencibles.
El terreno se fue haciendo más escarpado y traicionero; los árboles altos
escaseaban ahora, pero por debajo del cielo amenazador los animales no
dejaban de galopar, imponiéndose un ritmo desesperado. Alcanzaron así una
llanura accidentada situada en el corazón del bosque: un lugar en el que se
encontraban riscos elevados hasta donde se alzaban halcones de alas grises,
un lugar en donde los ríos se convertían en cascadas que encharcaban la
tierra.
Pero los bandidos, sobre sus negros corceles, iban ganando terreno,
compitiendo con Alón, zancada a zancada. Adam podía sentir su aliento a lo
largo del cuello; podía oler su suciedad y su sudor.
Sombras como si fueran un hado gris se acercaban a él por ambos lados.
Eran formas oscuras, de piel y harapos, que poseían ojos llameantes llenos de
furia. Sentía el viento de acero como la hoja de una espada lanzada contra su
rostro, y oyó además un perverso susurro. Pero no podía ir más deprisa. Alón
había dado de sí todo lo que podía. Estaba escupiendo sangre al final de su
valiente y condenado intento de resultar invencible. Visiones de una matanza
pasaron a través de su mente: imágenes de dolor y de acero, y de oscura
sangre derramándose por doquier. Los golpes de tambor que oía en su cabeza
eran los latidos de su corazón. Dio un gran salto para frustrar la suerte que le
esperaba, chocó contra algo, y se formó un revoltijo de miembros que
luchaban por salvarse en aquella pendiente traicionera que conducía hacia un
cañón lleno de espuma. Pero el caballo se estaba cayendo, resbalando
inexorablemente, rodando por la pendiente que llevaba hacia el borde del
cañón, mientras Adam con un pie enganchado en el estribo, estaba siendo
arrastrado tras él.
Cayeron hacia el declive, en donde el agua plateada se alzaba como un
velo desde el cañón. Rocas afiladas se levantaban por todos lados como
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cuchillos esperando para clavarse, y el agua de las cascadas rugía al caer con
enorme estrépito.
Cuando Lina se detuvo al notar la desesperada situación, vio cómo jinete
y cabalgadura caían arrojados hacia aquella especie de nubes plateadas, y
luego se hundían como piedras bajo las aguas para alimentar la creciente
espuma…
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CAPÍTULO 9
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tiraba hacia atrás con fuerza de sus ropas harapientas, haciendo que su larga
capa negra se extendiera como grandes alas abatidas. El caballo sobre el que
había cabalgado piafaba con fuerza en el suelo y relinchaba. Mientras el negro
animal se sacudía, haciendo crujir su arnés, el hombre se inclinó para
asomarse al cañón, protegiéndose los ojos contra las ráfagas de viento que allí
soplaban. Pudo ver el caballo tordo forcejeando contra la corriente, tensando
todos sus miembros para alcanzar la playa que se encontraba lejos de allí.
Pero del joven que había caído con él, ni una señal; el caballo medio ahogado
parecía estar solo. O el río se había tragado al muchacho, o había sido llevado
lejos por las aguas, aunque parecía imposible sobrevivir a la caída, ya fuera
por la tremenda fuerza del agua, o por las temibles rocas que se alzaban por
doquier como dientes afilados.
Pero el bandido no se movía de allí. Parecía sorprendido y trastornado.
Algo acerca del joven le daba vueltas en la cabeza…, algo acerca de ropas o
pertenencias que llevaba…, algo a su espalda…
El bandido no era consciente de ello, pero la voluntad de Kalidor se había
extendido para tocar el entendimiento de los hombres. El mandato del
Caballero Negro había sido:
—Traedme la Espada Maldita…
Y la mente del bandido lo había oído…
Casi se había olvidado de la banda que se hallaba detrás de él, el grupo de
hombres vestidos de negro sentados sobre sus inquietos caballos; y que ahora
contemplaban el rastro dejado por la presa que se les había escapado y que
estaba apremiando a su caballo tordo. La muchacha se alejaba de ellos
mientras su jefe Robart miraba la pequeña extensión de agua que no prometía
ninguna recompensa. Pero ellos no sentían la fuerza de la profunda
determinación del Caballero Negro, que estaba haciendo de él su esclavo.
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CAPÍTULO 10
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convertían los ríos en la distancia sobre las llanuras cuando se encaminaban
por el oeste hacia el mar.
Ensombreciendo todo esto se hallaba la inmensidad del bosque, que se
extendía sobre la tierra como si fuera el manto desplegado de Dios. Los valles
y las peladas pendientes eran como las arrugas en una tela; sus ríos
constituían las costuras.
El día se había aclarado cuando la amenazadora tormenta que envió el
Caballero Negro se retorció sobre sí misma como cuando se desinfla un
balón, y las únicas nubes que allí se podían ver eran las enormes bandadas de
aves silvestres que volaban sobre las llanuras.
Cuando la brisa tiró con fuerza del cabello de Lina, ésta dejó sueltas las
riendas de Ramadeen y le permitió que trotara un poco por entre las rocas
cubiertas de musgo. Después le llevó pendiente abajo, esperando encontrar un
rastro que la acercara al cañón.
Dos horas más tarde los bandidos cruzaron un estrecho puente sobre un
caudaloso río. Se encontraron en algún lugar al norte del sitio donde Adam
había caído, y en donde el río había ido formando meandros hasta que se
cruzó en su camino. Desde allí no sería difícil ascender corriente arriba. Las
orillas casi habían desaparecido y se inclinaban hacia el agua formando
suaves terrazas dispuestas en bancales en los que crecían jóvenes sauces. Allí
Adam podría agarrarse para salir, y…, como por casualidad, Lina en ese
momento reconoció su caballo. Alón pastaba en un pequeño prado salpicado
de verónicas azules, desensillado y caminando penosamente. Parecía que
hubiera pasado la noche bajo una tormenta. Pero no se percibía rastro alguno
de su perdido jinete, aunque Lina cabalgó un poco río arriba voceando el
nombre de Adam. Sólo el eco desde los negros peñascos que se encontraban
frente a ella le contestó. Lina tomó las riendas de Alón y subió un poco a
medio galope buscando hacia el oeste con la esperanza de encontrar algún
rastro del muchacho, aunque parecía una tarea desesperada localizar a Adam
ahora en el bosque. Esperaba sentir la presencia de la espada, porque los
conjuros que se hallaban en el interior de su corazón dejaban oír el sonido de
una sirena, y una o dos veces había sentido ese sonido, como si fuera un
estremecimiento lejano. Pero Lina era también conocedora de que algo
malévolo les esperaba más adelante. Algo oscuro y siniestro, más antiguo que
las mismas colinas, que se hallaba escondido en el camino de la Espada
Maldita.
Sentía cómo dos grandes ejércitos se estaban acercando de un modo
implacable; los antiguos conjuros de la Espada Maldita por un lado, y la negra
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forma de un arte envenenado. De pie sobre la ladera de la colina, Lina notaba
cómo su corazón se helaba dentro de su pecho…
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CAPÍTULO 11
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habían arrojado una maldición que ni ellos mismos podían controlar y que
amenazaba al mundo. Sólo su dueño y señor, Kalidor, cada vez más enfermo,
orgulloso y presuntuoso, pensaba que poseía la inteligencia necesaria para
enviar de nuevo las fuerzas de la oscuridad, al ser él el único que no tenía
miedo.
—¿Qué estás escuchando? —preguntó uno de sus hombres mientras las
sombras caían sobre las cicatrices de Robart.
—Algo lejano, y que se encuentra hacia el sur, buscando lo mismo que
nosotros. Un rival en la búsqueda de la espada.
La mirada de Robart se deslizó hacia un lado para escrutar a fondo a
través del cañón, justo en el momento en el que Lina también lo había hecho,
y él pudo detectar la espada. Avanzaba por debajo de los peñascos y sobre la
playa, hacia un objetivo fatal…
—Abandonaremos aquí la búsqueda. Viajaremos hacia el oeste para
encontrar un camino que lo atraviese.
Robart miró una vez más hacia el sur, lugar de donde el Guerrero quedaba
aún un poco alejado. Sabía que debía localizar la espada antes de que llegara
la nueva fuerza. Hablaba de un mal de tal magnitud como nunca había
conocido, mayor que el antiguo y amenazador poder que se encontraba bajo
las colinas. Parecía como si por todas partes fueran surgiendo negras fuerzas
del mal atraídas por la Espada Maldita…
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retorcía como si le doliera algo, haciendo girar en su rostro unos ojos
amarillos y putrefactos.
—Tú has venido para matarme. Kalidor se apiada al fin de mí —continuó
murmurando la criatura.
Adam se encontraba al mismo tiempo aturdido y conmovido por la bestia.
—No vengo de parte de Kalidor, y no soy tampoco un asesino.
—Vienes para atormentarme —gritó la criatura penosamente, aunque sus
ojos dejaban asomar una pizca de astucia—. Por favor, mátame
inmediatamente, deja que la muerte me sorprenda, ya que me encuentro
angustiado. Durante un milenio me he podrido entre estas cadenas pidiendo
que la muerte pusiera fin a este miserable estado, ya que yo era un hombre
hasta que me crucé con Kalidor, quien me arrojó a este pozo. Envió a magos
malvados para que por medio de hechizos me transformaran en lo que ahora
ves. Durante mil cien años mi vida ha ido perdiendo su fuerza. Por favor,
acaba con ella noblemente.
—No soy un asesino —dijo Adam sintiéndose incómodo, mientras
intentaba que sus miembros dejaran de temblar.
La espada era pesada y quería dejarla en el suelo. Quería sentarse y
encontrar tiempo para pensar. Aquello era demasiado para él, y la presencia
de la criatura le turbaba. Sentía la malicia y temía el modo en que le miraba y,
sin embargo, se había visto atrapado por el dolor durante siglos. ¿No se
apiadaría de la criatura al saber que Kalidor le había preparado ese destino?
Como si hubiera tenido conocimiento de este pensamiento, la bestia habló
de un modo apremiante.
—Veo que te causo un gran horror. Si hay algún espacio en tu corazón
para la piedad, por favor, mátame inmediatamente. Yo también fui un hombre
antes, un padre y un hijo. Preferiría encontrar la muerte ahora que seguir así
un solo día más. Soportar simplemente una hora más ya es demasiado, mi
corazón no puede ya con tanto dolor. Libérame, permite que pueda descansar
en paz. Golpéame en el corazón. Amigo, ten misericordia.
—Yo no puedo matarte —dijo Adam—. Es algo que no puedo hacer.
La enorme criatura asintió como si pudiera entenderlo.
—La compasión a veces es cruel. No podemos matar para salvar, y así
permitimos que continúe el dolor. De ese modo tienen lugar las cosas, según
parece.
—¿No puedes romper tus cadenas?
—Han sido atadas con conjuros. Nada puede romperlas.
—¿Qué sabes de la Espada Maldita? —le preguntó Adam con cautela.
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—La hoja de la Espada Maldita podría romper las cadenas de acero y
deshacer los conjuros. Pero ya no existe la Espada Maldita. La Espada
Maldita fue destruida. La Espada Maldita…
—Yo la tengo.
Se produjo un momento de silencio en el que ni se movió ni respiró nadie
en el interior de la oscura mina. Ni la inmunda criatura, que parecía
encontrarse hipnotizada. Ni los negros y rastreros demonios, que acallaron su
charla sobre la muerte. Ni tampoco el propio Adam, que se vio perturbado por
la idea de que no debía haber dicho nada. Se hallaba sobrecogido y débil por
el sufrimiento, y no estaba entrenado para luchar de otro modo que con su
inteligencia, lo que suponía un arma inservible cuando su boca se abría y
desvelaba sus secretos…
—Tú eres en verdad el señor de las tormentas y de la muerte sin redimir
—murmuró la bestia gris.
—No soy ni un guerrero ni un caballero —dijo Adam—. Simplemente
tengo conmigo la espada; ese es mi único papel en todo esto. La espada debe
ser destruida.
La bestia gris inclinó su cabeza.
—Así sea —dijo.
—Yo cortaría tus cadenas si me dejaras pasar. Pero si haces cualquier
movimiento en falso, te la clavaré en el corazón…
La enorme criatura se levantó; luego, con una inclinación de cabeza, le
dijo respetuosamente:
—Tienes mi palabra. Seré tu siervo.
—No quiero un siervo —le dijo Adam—. Te voy a liberar simplemente
porque has sufrido durante mucho tiempo.
Dio un paso hacia atrás para tener espacio para poder balancear la espada
y formar un arco para dejarla caer. La hoja cortó el aire en la oscuridad y
despidió unas pequeñísimas llamas amarillas.
Vio cómo otra llama oscilaba en el aire, la misma llama azul que divisó
cuando aquella criatura salió de los infiernos. Pero en esta ocasión se echó
hacia atrás como si temiera acercarse a la espada.
Con cautela dio un paso hacia delante, hacia el lugar en el que se
encontraba la criatura jadeando y distinguió unas llamaradas de fuego en sus
ojos, bailando como lenguas hambrientas. Luego, la mina resplandeció de luz.
Pero cuando Adam levantó la espada para golpear las cadenas, la bestia
gris dio un salto y lanzó un gemido, a continuación se oyó el sonido de un
trueno, y se le levantó un trozo de carne lleno de pus, y luego agarró la espada
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y la hizo caer de su mano. La bestia se movió con tal fuerza, que el ímpetu le
hizo tambalearse hacia atrás. Adam no había conocido antes tanto dolor y
tanta rabia. Esta rabia relampagueó en el interior de su mente, después intentó
agarrar su corazón y casi le cegó.
Inmediatamente la llama azul se extendió e iluminó su rostro. Se vieron
chispas que lanzaba la carne, y cómo la grasa chisporroteaba. A continuación
la bestia gris alzó las manos para arrancarse los ojos. Estaba agonizando
mientras la llama se iba extinguiendo, tocando y abrasando la carne.
La bestia gris, en el paroxismo de la cólera, soltó un rugido, pero no pudo
tocar la llama que la atormentaba.
Cuando dejó la vaina de la espada repiqueteando en el suelo, el oscuro
espacio se llenó de luz procedente de unas grandes llamaradas de color
naranja. Adam recogió la espada y dio un salto para situarse junto a la
criatura, para poder clavársela en el corazón. La espada resplandeció en su
mano como si supiera dónde se encontraba el peligro, y antes de que Adam
pudiera darse cuenta había asestado un golpe mortal.
El grito de la bestia fue horrendo, parecía no tener fin, era como si la
criatura no pudiera morirse y fuera a continuar gritando para siempre. Cuando
se extinguió su última nota, los maderos de la mina sonaron como si unas
campanas hubieran sido tañidas en los infiernos. Luego se hizo el silencio, y
la llama azul desapareció; la bestia gris se convirtió en polvo por debajo de un
fuego que se iba consumiendo. Los negros demonios desaparecieron como
espantados por la luz. Adam quedó rebozado en el lodo…
Cuando se recobró, se dirigió en dirección norte hacia la entrada de la
mina. Habían colocado maderos para impedir el paso a la gente que fuera por
allí, pero Adam echó abajo la barrera de un puntapié y se encontró de nuevo
al aire libre sobre la ladera de una colina, bañada por la luz anaranjada que
sobre ella arrojaba la puesta de sol. Las obras de la mina, que se encontraban
detrás de él, parecían abandonadas. La triste y engañosa bestia se había visto
liberada al fin para atormentar otros mundos.
Adam había conocido el sabor de la sangre al utilizar la Espada Maldita, y
pronto se daría cuenta de que en este mundo en lucha abierta nada quedaba
igual con la presencia de la espada, tal vez ni siquiera él mismo. Ya que
parecía que, más que ninguna otra cosa, la más deseada y codiciada por todos
era la espada, y mientras la llevara consigo tendría muy poco descanso.
Incluso ahora había sido víctima de sus tretas, que tan sólo ofrecían muerte.
Se encontraba exhausto física y anímicamente, envidiado, desdeñado y
temido por todo lo que se hallaba en aquella tierra. Ya había sido víctima de
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la magia de la espada, y mientras la hoja continuara con él sus destinos se
verían entrelazados. No había ninguna otra salida posible hasta que él arrojara
la espada al Fuego Eterno…
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CAPÍTULO 12
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que estaba seguro de que tendría que combatir para poder marcharse de
aquella tierra, en donde cada árbol y cada piedra parecían verse arrastrados
hacia la espada; en donde todos los que se encontraban, que suponían un
obstáculo, reclamaban solamente la espada. Miró a Lina mientras descansaba
junto al fuego, con sus grandes ojos oscuros perdidos en la luz suave e
inconsciente del fuego. ¿Cómo podrían atravesar los dos aquellas tierras
terribles, llevando consigo la Espada Maldita?
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CAPÍTULO 13
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La posada que surgía ante ellos no parecía el mejor sitio para alojarse,
sino la clase de lugar donde las pulgas se las ingenian para echarle a uno de la
cama; pero podría ser mejor que el duro suelo. Además, el aire de la noche se
hacía cada vez más frío, extendiéndose sobre la llanura en forma de ráfagas
como si se tratara de unas alas de hielo. Era una de esas noches en las que los
lobos grises podrían merodear por allí en busca de sangre y carne.
Llevaron sus caballos hacia el establo que se hallaba detrás de la posada, y
los dejaron sobre un lecho de paja lleno de ratas. Luego, se dirigieron a través
del polvoriento corral hacia la entrada de la taberna. Era un lugar peligroso y
turbulento adonde la gente iba a pelear, así que se quedaron fuera un rato
mientras decidían si valía la pena entrar o no, aun perdiéndose el lecho de
plumas. Pero el dueño les vio y les animó para que entraran, mientras se
limpiaba las manos llenas de grasa sobre su sucio delantal. A continuación les
sirvió unas bebidas fuertes y les ofreció también comida. Intentó cogerles sus
morrales, pero Adam se pegó al suyo, y lo metió debajo de la mesa,
situándolo fuera de la vista. Después les mostró una especie de cabina
parecida a un armario de albañilería que se hallaba debajo de las escaleras de
la taberna, para que guardasen allí sus cosas si querían.
Mientras masticaban la grasienta comida que les trajo una muchacha,
contemplaban a los que se dedicaban a jugar, beber y pelear. Nadie les
molestó. Tan sólo les miraron de arriba abajo, ya que los parroquianos
estaban muy interesados en que surgiera una nueva pelea, y ambos se dieron
cuenta en seguida de que estas broncas constituían uno de los motivos
principales para que fueran allí los clientes. No era la extraña comida o la
ligera y exquisita cerveza, su mejor amigo lo encontraban en la camaradería
de los golpes. Ahora bien, aunque se asestaban muchos trastazos, no se hacían
realmente daño.
Al cabo de un rato, los dos habían olvidado lo que les rodeaba y
empezaban a acordarse de lo cansados que estaban… Fueron conducidos
escaleras arriba por una mujer muy gorda, que era quien compartía el lecho
del dueño de la posada y quien preparaba aquella comida tan grasienta. La
habitación que les dieron era muy pequeña, pero los colchones, blandos,
tenían en su interior plumas de oca. Además, las sencillas sábanas blancas que
cubrían las camas estaban limpias. Atrancaron bien la ventana para evitar el
frío de la noche, se metieron entre las sábanas y apagaron la vela, dispuestos a
dormir. Se encontraban tan cansados que ni se dieron las buenas noches. Lo
último que oyeron fue un enorme estruendo cuando alguien cayó escaleras
abajo…
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Al amanecer del día siguiente, Adam y Lina se pusieron en camino de
nuevo, inmediatamente después de haber tomado su desayuno. Amanecía, y
una ligera niebla gris se extendía sobre la llanura. Las lejanas cumbres de las
montañas aparecían como si fueran siniestros pecios, restos de barcos en
playas fantasmales.
Las ocasionales acacias parecían viajeros abandonados en una isla
desierta; sus ramas se extendían como si llamaran a alguien de una manera
muda y desesperada. Desde las colinas del este, los halcones volaban
silenciosamente a través del aire apacible y suave de la mañana. Tomaron el
polvoriento camino que cruzaba las grandes praderas, y se confundieron con
los pequeños grupos de viajeros, la mayoría de ellos caldereros y
comerciantes que llevaban sus mercancías hacia el norte, quienes les
prestaron muy poca atención. Pero cuando comenzó a atardecer aparecieron
por el camino filas de soldados encaminándose hacia el sur para reunirse allí
con los batallones. El enorme armamento que llevaban, catapultas y ballestas,
les obligó a salirse del camino por el que marchaban los soldados y a abrirse
paso a través de la llanura.
Cuando el sol apareció abrasador sobre un cielo sin nubes, colonias de
hormigas se elevaban en su danza nupcial, y nubes de aleteos de alas les
hicieron buscar el terreno algo más elevado de un montículo. Desde allí
intentaron descubrir la ciudad que buscaban en el norte, aunque no se podía
ver nada excepto un leve resplandor. Mirando a su alrededor, Lina vio unas
sombras que se iban extendiendo sobre la parte sur de la llanura. Algo
avanzaba a galope tendido, levantando nubes de polvo de la tierra
completamente seca y endurecida por el sol. Pasó un poco de tiempo antes de
que incluso la agudeza de sus ojos de cazadora pudiera descubrir qué era.
Cuando por fin se dio cuenta, dejó escapar un suspiro, y se apartó el espeso
cabello que le caía sobre los ojos.
—Los bandidos se acercan —dijo ella—, y traen lobos. Vienen en pos de
la espada…
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CAPÍTULO 14
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maligno mucho mayor que el de Kalidor, que provenía de un mundo que se
hallaba más allá del entendimiento de los hombres. Y el sorprendente
conocimiento de que era el Guerrero nació en él mientras sentía su furioso
avance.
Miró hacia atrás como para ver su rostro; como para conocer la cólera que
podía destruir un mundo. Como para llamar a la bestia que se había unido
ahora a la carrera para reclamar la Espada Maldita.
—¿Qué estás mirando? —le preguntó uno de los bandidos.
—Algo que se encuentra detrás, en el camino que hemos recorrido y que
se acerca de un modo amenazador hacia nosotros. Si no damos alcance a los
jóvenes, estallará una tormenta que devastará nuestras almas.
Robart no dijo más, sino que espoleó a su negro corcel, y le golpeó con su
espada de plano cuando obedeció de mala gana. El caballo, totalmente
agotado, tomó aliento, pensando que era la última vez que lo hada, y corrió al
galope a través de la llanura…
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los acuartelamientos del bosque, y todas las posadas que ha encontrado a su
paso.
—Luego deben hacer que se detenga —añadió el Caballero Negro.
—No encuentran el modo de hacerlo. Rompe todos sus hechizos. Si llega
a hacerse con la espada, será invencible. Eso es lo que dicen los hechiceros.
Antes estas palabras, Kalidor se levantó y la furia se apoderó de su
corazón. El criado se puso pálido y dio un grito ante la mirada de su amo. El
Caballero Negro le alzó y lo lanzó colocándolo sobre un gancho clavado en
la pared.
—Quiero que encontréis el modo de encadenarle, de atraerle, de impedir
que prosiga su marcha. Lanzad conjuros para dejarle ciego hasta que yo
tenga en mi poder la Espada Maldita. ¡Cuando yo posea la espada de la
muerte, entonces grabaré su nombre sobre la piel del propio guerrero!
Kalidor salió de allí mientras el criado intentaba bajarse del gancho de
metal que se estaba clavando en su espalda. No era tarea fácil ser esclavo de
Kalidor, pero pocos se atrevían a quejarse.
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llevaba en su mano. Sus ojos hundidos y sin sangre relampagueaban con una
luz cadavérica arrancada de los pozos del infierno.
Los bandidos suponían un obstáculo entre él y su presa, y tenían que ser
eliminados. Desenvainó su espada y golpeó a un hombre clavándole
limpiamente la espada en el corazón. Su caballo, rodeado de fuego, se puso de
manos para tocar con su pata el aire en esos momentos viciado por la lucha.
Las desaliñadas ropas que llevaba encima el Guerrero parecían oscurecer el
día, como si la noche cabalgara con él…
Sobre una pequeña colina que se elevaba sobre la llanura, Adam y Lina se
congelaban. Podían sentir los terribles estragos del Guerrero a sus espaldas.
Podían oír también los gritos de los bandidos que cabalgaban sin rumbo por la
llanura. Mirando hacia atrás distinguieron una ligera niebla roja
extendiéndose a través del aire, y las huellas de una matanza en la tierra.
Vieron al Antiguo Guerrero como una figura bañada en fuego, golpeando con
su espada a diestro y siniestro para acabar con los bandidos. Observaron el
agujero negro que había contenido en una ocasión su corazón, y sintieron
cómo su mirada se volvía hacia ellos. A través de la hierba seca percibieron
cómo sus ojos relampagueaban; le vieron haciendo dar la vuelta a su caballo
sobre sus cascos de fuego. Y cuando sus corazones se agitaron, el Guerrero
salió en su busca.
Su velocidad era asombrosa mientras cruzaba como un rayo la llanura,
llevando su desenvainada espada manchada de sangre roja. Oyeron estallar en
sus oídos sus gritos de muerte, conocidos por las gentes a través de los siglos.
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CAPÍTULO 15
I nclinados sobre sus negros altares, los hechiceros del Caballero Negro
trabajaban para perfeccionar sus conjuros. Hacían traer elementos de
las colinas prohibidas, almas de hielo y fuego, serpientes que habían
permanecido enroscadas a través de los tiempos.
Hicieron lo posible para mezclarlos todos ellos y convertirlos en
malignas cadenas que sirvieran para atar al Guerrero.
Luego, sus criados lanzaron las cadenas a través del espacio del reino,
llevándolas hacia la tierra sujetándolas con unas varas. Martillearon
remaches caseros que habían sido sumergidos en las aguas de la
necromancia.
El mundo entero tembló cuando se tensaron las cadenas y en todas partes
del espacio se sentía ahogar el Antiguo Guerrero, puesto que las cadenas se
enroscaban alrededor de su cuello para hacerle caer del caballo y
arrastrarle hacia el suelo. Mientras se resistía, los eslabones se rompían en
el aire, y el trueno retumbaba a lo largo de la llanura del reino.
Un relámpago estalló por los conjuros realizados por los hechiceros, en
su lucha por colocarle las cadenas…
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—Era el Antiguo Guerrero. Fue desterrado del mundo y perdió su forma
humana. Su calavera es todo lo que le queda, puesto que el cuerpo que una
vez tuvo adoptó una forma demoníaca.
—Pero yo lo he visto antes —dijo Adam—. Fue el que me forzó a venir
aquí. Le he sentido en mis sueños como una gran fuerza amenazadora.
—Y ahora se ha ido de nuevo, de regreso a los dominios demoníacos,
como para atormentarnos —Lina temblaba a pesar de su endurecido corazón
—. Puede volver de nuevo para arrebatarte la espada. Dicen que los
caballeros a los que sirve detentan un poder mucho mayor que el del malvado
Kalidor.
Sus ojos se dirigieron hacia el lugar en el que se encontraban los bandidos
rodeados de enormes charcos de sangre sobre aquella maldita tierra. Sus
caballos se tambaleaban, heridos y destrozados. D i los lobos no quedaba ni
una sola señal.
—La oscuridad luchaba consigo misma —dijo Lina con suavidad—. Y
nosotros, en la ignorancia, nos vimos beneficiados por sus objetivos. Pienso
que esa es una muestra de que aún hay alguna esperanza para nosotros.
—¡Alguna esperanza! —replicó Adam.
La cazadora se sacudió sus miembros para desentumecerse y colocó su
caballo en dirección al norte.
—Debemos localizar a mi tía abuela antes de que vuelva la bestia. Ella
puede penetrar en su mente.
Cabalgaron lentamente hacia las lejanas montañas, atentos a cualquier
cosa que respirara. En el interior de su agitado corazón, Adam era plenamente
consciente de que se encontraban mucho más lejos de lo que pensaba.
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SEGUNDA PARTE
LA VIEJA HECHICERA
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CAPÍTULO 16
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Lina se echó por los hombros una gruesa capa, y guardó un cuchillo de
caza debajo de su túnica gris.
—No creo que tarde mucho, dos horas más o menos. Intenta mantenerte
despierto. Si encuentro a Elena, seguro que querrá partir inmediatamente,
pues no es mujer a la que le guste esperar pacientemente cuando algo la
reclama. Estate preparado para levantar el campamento tan pronto como
lleguemos, ya que tendremos que cabalgar durante la noche.
Adam titubeó durante un momento, luego le ayudó a atar la cuerda con la
que se sujetaba la capa.
—¿Es segura esta ciudad? —le preguntó.
—Tan segura como cualquier ciudad en la que se juntan la codicia y el
oro.
Lina posó en él la mirada de sus ojos azul grisáceos, y luego le acarició la
mejilla con los dedos.
—Estaré bien —le susurró—. No te preocupes. Descansa aquí y cuida de
los animales.
Se marchó inmediatamente, casi sin que él se diera cuenta, y desapareció
en la noche mezclándose con las rocas y los árboles. Durante mucho tiempo
Adam paseó de un lado a otro apartando ramas y piedras, esperando que
volviera.
Cuatro horas más tarde seguía sin haber ninguna señal del regreso de Lina
a lo largo del polvoriento camino de Paridoor. Envuelto en una gruesa manta,
Adam fue hasta la pendiente para asomarse, pero no pudo ver nada en el
camino, excepto los faroles de los viajeros que se dirigían lentamente hacia el
norte. No se oía ni un sonido de pasos avanzando hacia el montículo, sólo el
crujido de los carros y el estruendo de los caballos mientras bajaban. Ni
susurro de voces; tan sólo los gritos de los hombres al encontrarse con sus
compañeros de viaje. Adam se impacientaba cada vez más, y los ruidos
procedentes de la ciudad, los olores a rancio y a grasa, las luces brillantes que
oscilaban, servían únicamente para recordarle lo amenazante que era Paridoor
y lo solo que se sentía. No podía quedarse allí preocupándose acerca de dónde
se hallaba Lina; tampoco podía ir a la ciudad llevando consigo la terrible
Espada Maldita.
Pero el sentido de la lealtad es muy fuerte, y finalmente Adam bajó la
pendiente para encontrarse con los viajeros. Intentó pasar inadvertido, pero la
Espada Maldita parecía gritar sobre su espalda. La sentía como si fuera una
llama proclamando su presencia y pidiendo ser oída. Y algunos ojos se
volvieron hacia ella, aunque se hallaba envuelta en una tela, como si sintieran
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que algo tiraba de ellos cuando el joven avanzaba más deprisa. Se sentían
confundidos al verle, un joven muchacho de buena estatura, solo de noche y
encorvado por el bulto que llevaba a la espalda.
Adam entró en Paridoor con un grupo de carretas, que se empujaban
tratando de asegurarse un sitio. Se encontró en una plaza empedrada de la que
salían seis calles anchas, que llevaban a los mercados de ganado, a las
tabernas y a los bazares. Las calles se hallaban iluminadas por faroles que
lucían como inmensos braseros sobre barras de metal muy altas. Había una
gran hoguera encendida en la plaza, y ante ella se paraba la gente para
comprar pedazos de carne asada. Jaulas con patos y gallinas se escalonaban
junto a una pared a lo largo de unos cien metros. Los mendigos se movían con
áspera arrogancia, pidiendo que se les diera de comer y protestando cuando
no se les entregaba nada. Una larga fila de mutilados y ciegos ocupaban toda
la parte baja de una pared.
Cuando se encontró con una manada de caballos que casi pierde el
control, Adam eligió un camino que parecía menos peligroso que el resto, y
desde un pozo salió agachándose por debajo de unos faroles y atravesó la
plaza, esquivando los montones de suciedad. Mantuvo su cabeza baja, pero se
vio detenido varias veces cuando alguien le bloqueaba el camino o algún
caballo le interceptaba el paso. Se sentía tan fuera de lugar que no podía
pensar sino en lo que tenía delante. Solo y desesperado, se apresuró a bajar
por un callejón que serpenteaba con curvas empedradas por el oscuro corazón
de la ciudad. Aparecían los edificios y las sombras, las iglesias mostraban sus
puertas cerradas con candados y las tabernas se veían rebosantes de gente.
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CAPÍTULO 17
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—Dejadla en paz —les dijo Adam— y regresad al lugar de donde venís, o
de lo contrario acabaré con vosotros.
Los asesinos rieron, pero sin mucho convencimiento, pues la visión de la
hoja vibrando les tenía desconcertados. Uno de ellos sacó un cuchillo muy
largo cuando una gran ráfaga de chispas saltó de la punta de la Espada
Maldita. Una lengua de fuego de color blanco envolvió al hombre de
inmediato, cubriéndole enteramente de los pies a la cabeza con un rayo de luz.
Se iluminó toda la plaza y ecos del fuego brillaron en el cielo. Un grito de
terror se mezcló con el grito de la Espada Maldita, un clamor de victoria, un
alarido de furia y de deseo vehemente, y Adam se tambaleó hacia atrás,
luchando para sostener la espada mientras se agitaba en sus manos. La hoja
brillaba con un fuego interno de color azul pálido. Se mostraba poseedora de
un poder tan terrible como para destruir un país. Y llegó hasta el alma de
Adam tirando de él hacia ese mundo distinto, desesperado.
Luchó contra esto, batallando para no perder el control, intentando
salvarse del terrible vado que se abría ante él. Y mientras luchaba contra las
llamas, la espada se rendía a sus deseos, hasta que casi la dominó. La
controlaba igual que se controla a un perro, y podía desencadenar su fuerza o
dejarla descansar, ya que la espada estaba en su corazón igual que su alma
estaba en ella, y Adam entendió que formaban una unidad.
Avanzó, y los rufianes dejaron caer sus cuchillos y levantaron a su amigo
caído, que hablaba a duras penas. Le arrastraron a través del lodo hasta la
entrada del pasadizo, y la oscuridad cayó tras sus pasos. Sólo quedaban el
silencio y el brillo de la luz mientras Adam, respirando a fondo, dejó que la
furia de la Espada Maldita disminuyera igual que cuando se enfría el vapor.
Luego, dirigió la punta hacia el suelo hasta que tocó la tierra y surgieron de
ella las últimas chispas. Cuando por fin la espada quedó en silencio y
tranquila en las manos de Adam, Lina salió del lugar en donde se había
situado, al abrigo de los asesinos. Durante un rato se quedó mirando
simplemente, como si temiera acercarse al desconcertado joven.
—No deberías haberla mostrado —le dijo ella nerviosa mientras se
aproximaba a donde se hallaba Adam.
—No pude evitarlo. Saltó de repente a mis manos.
—Envuélvela en la tela. Debemos partir inmediatamente de este lugar.
—¿Localizaste a tu tía?
—No, pero oí a alguien decir dónde podía encontrarla…
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Pero encontrar a la bruja Elena y hablar con ella eran dos cosas distintas.
Cuando Adam y Lina la localizaron, se hallaba bien atada y a punto de ser
consumida por una gran hoguera en la plaza mayor. Había engañado a unos
ricos comerciantes en repetidas ocasiones, y estaba a punto de pagar por ello.
—¡Ésta es la vieja hechicera! —gritaba un hombre desde lo alto de una
carreta—. A la bruja se la conoce también con el nombre de la Mentirosa y la
Embaucadora. Así como con el nombre de Elena.
El hombre se volvió a mirarla: un tipo coloradote y corpulento miraba
sobre el hombro a una vieja que pesaba unos cuarenta y cinco kilos. Sus fríos
ojos le observaron distraídamente.
—Fui yo quien la capturó —gritaba el hombre a la muchedumbre que se
había reunido allí para asistir al espectáculo—. Y así, como la ley no actúa,
cae sobre mí enviarla hacia la eternidad.
La vieja hechicera bostezó, y movió los ojos en un gesto de aburrimiento.
—¿Qué pasa con el oficial de justicia? —preguntó alguien entre la
muchedumbre.
—El oficial de justicia ha llegado a la conclusión de que esto es justo y
equitativo. Esta mujer robó un cerdo y lo convirtió en una vaca que luego
parió mellizos. Cada uno de esos malditos mellizos dieron lugar a otros
mellizos y cada uno de ellos parió otros mellizos que tuvieron a otros
mellizos. Y cuando los mellizos de los mellizos se aparearon con los otros
mellizos formaron diez mil mellizos.
—¿Cuánto tiempo duró eso?
—Alrededor de doce años.
—Eso no es posible.
—Sí, si eres una bruja.
—Pero ¿qué daño hay en ello?
—Porque yo compré una manada de vacas y se convirtieron en cerdos.
—¡Deberías haberlos vendido!
—¿Quién quiere diez mil cerdos? —se oyeron grandes carcajadas entre la
muchedumbre—. Además, los cerdos estaban malditos y no sacaría nada
bueno de su carne. La bruja llevó el mal a los cerdos.
Ante esto se levantó un murmullo de desaprobación, y todos los rostros se
volvieron para condenar a la bruja.
—A menos que alguien pueda hablar en su defensa, esta bruja arderá entre
las llamas.
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Bastante por detrás de la muchedumbre, Adam y Lina luchaban por
abrirse paso entre tantos cuerpos juntos. La voz de Lina se dejó oír mientras
un cabrestante levantaba a la vieja hechicera y la ponía sobre las llamas.
—¡Quiero comprarla!
—¿Qué? ¿Que quieres comprar tú a la bruja? —el hombre grueso y
coloradote se rió mientras la muchedumbre prorrumpía en alaridos y se
mofaba de ella—. ¿Qué harías con ella? Eso sí, siempre que la bruja estuviera
de acuerdo en ser vendida como tu esclava. ¿Y cuánto pagarías por ella?
¿Sabes cuánto cuesta una bruja?
—Os daré veinte coronas.
—Oh, por favor, no me hagas perder el tiempo.
—Yo compraré a la bruja con esto —dijo Adam desenvainando la Espada
Maldita casi sin querer.
Se oyó un murmullo de aprensión entre la gente, y el rostro del hombre
palideció mientras retrocedía hacia la carreta.
—Soltad simplemente a la bruja, y nadie será herido —dijo Adam con
total frialdad.
—Ahora espera un minuto —dijo el corpulento hombre desde la carreta
mientras Adam se situaba a su lado.
—Te digo tan sólo que dejes libre a la bruja.
El hombre observaba cómo vibraba la hoja en la mano de Adam.
—¿Sabes qué es esto? —le preguntó—. Es una poderosa arma conocida
como la Espada Maldita.
—Oh, por todos los dioses —suspiró la bruja—. El muchacho es un
idiota.
—¡Es la Espada Maldita! —dijo una voz entre la muchedumbre, y el
nombre fue como un fuego extendiéndose a través de la multitud.
—¿Pero puedes utilizarla? —preguntó en un susurro la voz del hombre.
—Puedo cortarte miembro a miembro y suturarte luego de nuevo —le
contestó Adam.
Las rodillas del hombre comenzaron a temblar cuando descubrió que en
los ojos del joven brillaba un fuego profundo. Podía sentir el eco de las
vibraciones de la Espada Maldita en el cerebro de Adam, y la fuerza y la rabia
que ataban a sus reñidas voluntades. Saltando desde la carreta, gritó:
—¡Soltad a la bruja! —y desapareció entre la muchedumbre.
Se produjo una tremenda conmoción cuando la multitud intentó
dispersarse, diseminándose entre las estrechas calles, pronunciando el nombre
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de la Espada Maldita. La vieja hechicera colocada sobre el cabrestante miraba
con enorme desprecio.
—¡Menudo lío has armado! —dijo.
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CAPÍTULO 18
— E res un joven muy valiente, pero has subestimado los poderes que se
hallan encerrados en el interior de la espada. Piensas que puedes
combatirlos y aprendes a utilizarla, pero te corroerá la mente. Te convertirá en
una concha, y errarás por el mundo como el Antiguo Guerrero.
La vieja hechicera observaba a Adam mientras se recuperaba junto al
fuego, protegido de ojos curiosos por los encantamientos que ella había
arrojado sobre él.
—Esto no es ni bueno ni malo, ya que hay grandes poderes más allá de la
Espada Maldita.
—He visto al Guerrero.
—Lo sé —replicó la hechicera—. Le trajeron al mundo por culpa de sus
hechizos equivocados. La oscuridad no acepta ataduras, y han muerto
hechiceros mejores que el propio Kalidor.
Alimentó la luz del fuego mientras Adam miraba sus ojos oscuros y llenos
de la sabiduría que aporta el paso del tiempo. Ella cortó algo de carne y luego
la pasó por el fuego, para a continuación llevársela a los labios como para
saborear el fuego.
—El Fuego Eterno, cuyo calor nos invade a todos, será el objetivo del
Caballero Negro. Extinguir esta llama será ahora su mayor preocupación:
enviar la negra desesperación a través de todo el mundo hasta que sus
sombras se extiendan por el universo entero y todos los hombres conozcan su
nombre.
Casi inconscientemente, Elena llegó hasta las llamas y cogió una brasa.
—A él le gustaría aplastar el mundo con toda su luz y todo su calor, y así
destruirnos a todos.
A continuación, un poco apartada del fuego, habló Lina:
—Necesitamos algunas capas protectoras si tenemos que luchar con él.
Elena asintió.
—Pero lleva tiempo hacerlas, e incluso entonces no podrás habértelas con
Kalidor, ya que es fuerte y es débil, es la maldición del reino, y nos confunde
a todos nosotros. La terrible fuerza de Kalidor podría medio controlar la
espada, pero él sucumbiría a su voluntad si llega a controlar sus
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pensamientos, y así podría irradiar una fuerza que nos mataría a todos
nosotros, tanto si lo desea como si no. Debes tomar el arma y sumergirla en el
fuego.
Ella observaba a Adam como si éste fuera su destino, ya que nadie en
aquellas tierras podía esperar tener la espada. Sus ojos oscuros mostraban
astucia rodeados por su cabello, que caía como una enorme cascada gris.
—No puedes luchar con él, por lo que debes correr más que él. Nos
necesitas como guías, puesto que eres un extraño en estas tierras. Debemos
volar como el viento, ya que todos los oídos escucharán las historias de
Paridoor.
—Entonces, ¿a qué esperamos? —dijo Adam.
La vieja hechicera, suspirando, le dijo:
—No puedo irme aún. Tengo otras tareas que realizar antes.
Luego, miró hacia otra parte con los ojos empañados.
—Debemos apartar al Caballero Negro como él hizo con el Guerrero,
pues si no hacemos que se detenga, cruzará de una zancada este mundo y se
apoderará de la Espada Maldita. Mis siete hermanas que cabalgan sobre las
alas de las águilas dicen que él se mueve ahora para actuar y es la hora de la
guerra. Tenemos que detenerle y enviarle nuestras maldiciones. Las hermanas
se reúnen ahora.
La hechicera se levantó de repente y se volvió para mirar a Lina, que se
encontraba entre los árboles.
—Me llevaré a Adam conmigo, mientras tú cabalgas hacia el norte en tu
caballo castaño Ramadeen. Vete directamente hacia Drabnaroth, la aldea que
hay junto al pantano, y busca a un hombre humilde al que llaman Pignikker.
—¿Se llama Pignikker?
—Era un ladrón de piaras de cerdos. Ahora no me puedo entretener en
contarte eso. Dile que Elena irá allí, y que necesitamos una embarcación para
que nos traslade a través de los pantanos hacia las colinas del norte. Dile que
la guarde bien y que nos busque un guía de montaña en quien se pueda
confiar.
—¿Puedo ir con ella? —preguntó Adam.
—No, quiero que estés junto a mí. Necesito tener la espada a mi lado. Ni
siquiera lo cuestiones.
A continuación Elena empujó a la cazadora hacia su caballo, que ya la
estaba esperando, y mientras montaba le susurró oraciones y versos.
—Volará como el viento y nunca se desviará ni se caerá. ¡Así que
cabalga! ¡Márchate, hija mía!
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Y Lina cabalgaba ya a todo galope a través de la llanura antes de que
Adam pudiera hacer movimiento alguno para despedirse de ella. Vio cómo
desaparecía envuelta en una nube de polvo.
—Nosotros también debemos cabalgar, Adam.
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—Pero eso no es posible —dijo Adam sorprendido—. La batalla sobre el
puente tuvo lugar hace doscientos años.
—Venimos de mundos diferentes. Doscientos años es sólo una vida aquí.
Él era tu abuelo.
Elena se inclinó hacia atrás para darle una palmada al burro en la grupa, y
el animal hizo un movimiento para acelerar su paso. Pero cuando dejó de
recibir golpes se paró de nuevo, y prosiguió tristemente.
—Era un hombre bueno de verdad. Un noble guerrero que cabalgaba
junto con Melindorm, que fue nuestro mejor rey. Pudo haber sido un príncipe,
pero se enamoró de mí y abandonó todo lo demás.
Se volvió para mirar a Adam y, protegiéndose contra el sol, esbozó algo
así como una sonrisa llena de ironía.
—Así que enamórate de reinas y no pongas los ojos ni en brujas ni en
hechiceras.
Volviéndose de nuevo hacia delante fustigó al terco animal, que con una
estremecedora sacudida se puso al trote. Adam oyó las risas de la hechicera
llenar el aire, y se apresuró a colocarse a su lado.
Esa noche acamparon dentro de un círculo de rocas, que hacían las veces de
centinelas. Las estrellas estaban radiantes en el negro cielo que se elevaba
sobre ellos, y una luna creciente brillaba desprendiendo una luz plateada. El
aire que soplaba entre las piedras era frío y de un gris espectral, como el
aliento helado de las hadas. Elena encendió un pequeño fuego con hierbas y
corteza dispersas por allí; luego, se apagó el resplandor, hasta que sólo quedó
el brillo de las ascuas. Una vez más asó un poco de carne, y preparó un
sabroso estofado en un cuenco de cobre. Mientras cenaba se apartó el cabello,
que formó una especie de glaciares alrededor de su rostro, enmarcando los
ojos profundos, y las sombras que proyectaba sobre las mejillas simulaban las
alas de un pájaro.
—Tuve otro hijo —murmuró mientras sostenía el cuenco, como
retornando a la conversación anterior—. Ella tendría aproximadamente tu
edad cuando murió en el puente, luchando contra Kalidor. Fue la primera en
asestarle un golpe, porque, a pesar de su edad, era ya un verdadero guerrero.
Cuando el Caballero Negro la abofeteó, ella le golpeó en el pecho y en ello
empleó su último aliento. Tú debes de haberla visto…
La hechicera se estiró para coger uno de sus fardos, y sacó un farol en el
que brillaba una llama azul. Mientras lo ponía en el suelo miró a Adam a los
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ojos.
—Ésta es el alma de mi hija que inspeccionó a fondo el universo
buscando a tu abuelo. Lo hizo por la espada y por la paz del mundo, y para
satisfacerme a mí —dijo.
Un silencio mucho más profundo que la quietud de la noche se cernió
sobre el anillo de piedras.
Adam se sintió sorprendido cuando miró la llama, pues la había visto
antes, en este mundo y en el suyo.
—Cuando Raina supo de ti intentó protegerte y guiarte en tu camino.
Adam parecía hipnotizado.
—Es muy hermosa.
—Tal es el regalo que se les otorga a los que se les arrebata la vida siendo
tan jóvenes. No la contemples durante mucho tiempo o te enamorarás, y eso
no está permitido.
Cuando Adam cogió el farol y lo acercó a su rostro, sintió unas oleadas de
calor bajando hacia su alma, y luego distinguió una forma moviéndose en el
interior de la llama, extendiendo sus brazos hacia él. La muchacha era
delgada, de ojos oscuros y muy sensual. Susurraba en su corazón palabras que
nadie más podía oír. Le contó lo triste que había estado, lo solitaria que había
sido su vida y cuánto le necesitaba.
La hechicera se sintió desgraciada mientras lo observaba, pues no estaba
permitida la conversación entre las almas. Los dioses a los que servía Elena
podían pedirle cuentas por haber reunido los dos mundos. Estaba retándoles al
permitir que su hija calmase su dolor, el dolor de haber permanecido sola
durante veinte largas décadas. El precio que la hechicera tendría que pagar
podría ser el de su triste alma, perdida para toda la eternidad.
—Mi hija, Raina —susurró a la noche, maldiciendo su propia debilidad
por dejarse capturar el alma. El pensamiento de verse sola había sido muy
duro de soportar, y ahora sería condenada por ello.
A la mañana siguiente ambos se hallaban en silencio, meditando
tristemente sobre lo que conocían. La hechicera se encontraba impaciente por
ganar algo de terreno, y lamentaba su carácter impulsivo por mostrar a Adam
la llama; sin embargo, sabía en el interior de su corazón que no había sido su
voluntad la que lo había exigido. Había sido Raina, atrapada durante
doscientos años, viendo tan sólo el mundo de su madre, sin ninguna vida
propia. Había sido el anhelo de su hija el que le había dicho:
—Necesito un amigo. Déjame conversar con él.
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Y ahora se habían visto distraídos de la tarea que tenían ante ellos, como
si el mismo Caballero Negro hubiera hecho que sucediera todo eso; como si el
oscuro Kalidor, sintiendo la debilidad de aquellos corazones, hubiera
planeado eso desde hacía mucho tiempo.
—Debemos movernos con rapidez —dijo la hechicera estirando sus
miembros— si queremos tener alguna esperanza de vencer a Kalidor. Tú
debes dejar esto atrás ahora, y guardar tus pensamientos amorosos para
tiempos mejores y más tranquilos.
Luego, espoleó a su burro, mientras Adam la seguía detrás, pensando en la
llama que contenía el alma de Raina: una llama que había visto acompañar al
Guerrero y a la bestia en el interior de la mina. Raina había intentado
ayudarle, aunque no era más que una diminuta llama azul, y había intentado
también luchar contra sus miedos y enemigos. La llama le había hablado de
un modo como nadie lo había hecho antes. Estaba hechizándole con sus
melodiosas palabras e hipnotizándole con su escurridiza forma. Un fantasma
con su danza le envolvía el corazón y se alojaba en su alma.
Mientras la vieja hechicera miraba hacia atrás, una sombra tocó su
corazón, y sintió el dolor y la pena que invadía a su única hija. Tal vez se
había equivocado al reunir el fuego de Raina; quizá ella habría muerto…
—¡Nunca llegaremos allí si sigues cabalgando así! —gritó ella, para
ocultar la culpa y la pena que llevaba dentro. Podía convertir el plomo en oro
y transportar fuego junto con hielo, pero era incapaz de ayudar a su hija.
Despertado del ensueño en el que se hallaba inmerso, Adam espoleó su
caballo, galopando para ponerse a la altura de la hechicera. Ahora bien, cada
uno de ellos cabalgaba como si lo hiciera en solitario, atrapados por sus
secretos pensamientos, malditos por sus propios deseos.
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CAPÍTULO 19
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barcos de guerra de la flota se encontraban en el mar Tirano. El tañido de
los tambores se hacía oír a través de la marea del mundo como si fuera el
toque de difuntos. Mientras los ejércitos aliados del impaciente reino
formaban sus líneas defensivas por encima de los acantilados y de las playas,
ocho mujeres mayores y frágiles se encontraban para crear un conjuro que
les confundiera a todos ellos. Levantaron un huracán desde las
profundidades de la tierra, un remolino de humo que se tragó el cielo; y con
sus antiguas varitas mágicas lo lanzaron hacia el norte, y luego lo trajeron
de nuevo.
La tormenta se hizo mayor y se precipitó barriendo la costa, formando
una bola imposible de resistir, provocando unos vientos y una marea cuya
fuerza se hizo imparable. Y aunque el Caballero Negro llevaba hechiceros en
sus barcos, la furia de la tormenta les cogió de sorpresa. Mientras
trabajaban en un conjuro para acabar con aquello, la negra flota de su señor
se vio llevada hacia la tormenta…
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CAPÍTULO 20
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noche en un día explosivo. Sobre las ruinas del mar Tirano estamparon su
nombre para toda la eternidad.
Olas tan altas como montañas caían sobre las cubiertas arrastrando a
hombres y máquinas de sus puestos y cadenas. Los enormes carros de guerra
cayeron al mar, llevando a sus esclavos humanos con ellos a sumirse en el
olvido. Los caballos nadaban, los hombres se aferraban a toscas balsas; los
mástiles se rompieron como si fueran de papel, las velas cayeron como trapos
de algodón, y las fuerzas del Caballero Negro formadas y vestidas para la
guerra fueron hacia la muerte gritando.
Pero la flota era realmente grande y sus barcos se hallaban muy
diseminados, y, a pesar de toda la furia y la cólera de la tormenta, no pudo
continuar con la misma virulencia sobre los barcos del Caballero Negro al
comenzar los magos a lanzar sus conjuros para anular los de las hechiceras.
Hubo una conflagración cuando los poderes entraron en colisión, y el mal fue
a la guerra con conjuros para salvar el mundo. A través de un mar de espuma
la secreta magia negra luchó por ambas partes por alcanzar la supremacía.
El propio Kalidor subió a grandes zancadas hasta la cubierta de su buque
insignia mientras los hombres se ahogaban a su alrededor y los barcos
chocaban en la oscuridad. Cuando llegó a través del aire el sonido de un
trueno, Kalidor hizo que la tormenta que había sido enviada por las hechiceras
desviara su rumbo hacia el norte. Dejando caer un fuego maldito, mientras un
sudor ensangrentado brotaba de sus poros, cogió la tormenta por la cola y la
llevó a tierra con sus garras. Hizo de la tormenta una vara que rompió con su
rodilla, y luego la lanzó al mar. Sus hombres se aterrorizaron cuando
observaron cómo se manifestaba su orden, al comprobar que su fuego interior
podía controlar una tormenta. Cuando los vientos se encaminaron hacia el
norte, cantaron su nombre y sonó en todo el reino. Este canto era: ¡Kalidor,
Victorioso ante las Tormentas! Y los hombres que se hallaban en tierras
lejanas retrocedían al oír el nombre del Caballero Negro. Parecía invencible
cuando reagrupó a sus barcos y navegó hacia el este.
Pero la tormenta había apartado a su Ilota de la ruta que se había marcado,
y Kalidor se hallaba ahora lejos de las viejas guaridas de los Cárpatos. En
lugar de acercarse a la playa, la flota se aproximaba a una costa de puntos
rocosos y bahías. Los ejércitos del reino se hallaban reunidos sobre los
acantilados, con sus armas apuntadas desde cada cresta y espolón. Cuando los
vigías avistaron tierra estaba claro que los barcos del Caballero Negro habían
encontrado la guerra que se les había prometido.
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CAPÍTULO 21
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hacían sonar sus escudos; los músicos hacían sonar los tambores. Largas filas
de ratas negras surgían desde las bodegas de los barcos, salían a través de los
cabos en una interminable marea y luego se tiraban a los cuellos de los
sorprendidos guerreros para destrozarles las gargantas. Detrás de las ratas
negras, las llamaradas de los dragones resplandecían a través de la oscura
marea. El revoloteo de sus alas anunciaba una segunda tormenta cuando se
tambalearon en el aire.
Y sobre las Rocas Blancas, contra las que las olas chocaban con
estruendo, los partidarios de los reyes se dieron cuenta de que habían sido
traicionados cuando sus propios campesinos se volvieron para cortarles las
gargantas y arrojarles a la marea. Eso fue lo que ocurrió durante las largas
horas de la noche, cuando el heroísmo luchó contra el engaño y la negra
desesperación. Pero cuando llegó el amanecer, las hordas de Kalidor se
habían asegurado unos metros de playa.
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CAPÍTULO 22
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La hoja del arma se movía sobre la garganta del anciano a un milímetro
nada más de la arteria principal.
—Puedo ocasionarte una muerte tal que nadarás en ella, ahogándote en tu
propia sangre.
—Soy un anciano.
—Serás un anciano muerto.
El bandido le ató una cuerda alrededor de sus muñecas.
—No pienses ni siquiera en ello, o te cortaré la garganta antes de que
formules el conjuro.
Arrastró una silla y empujó al anciano hacia ella.
—Dime tan sólo qué necesitas para liberar a un demonio. Se ha visto
atado por medio de conjuros y mentiras debajo de la tierra, encadenado a
Kalidor.
El hechicero se echó a temblar recordando todo lo que conocía acerca de
la vida futura y de la vida que ahora gozaba. Pensó en la oscuridad, en el
interminable y profundo olvido, la posibilidad de que no hubiera luego otra
vida. Después de un buen rato respiró lenta y profundamente, y dejó escapar:
—Necesitamos un alma —le dijo.
Robart soltó un gruñido.
—¿Qué clase de alma? —le preguntó.
—Un alma que se ofrezca voluntariamente.
—¿Dónde hallaremos un alma así?
El anciano se encogió de hombros.
—Eso te lo dejo a ti.
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que llegara la camarera para devolverle la sonrisa. Aún no tendría los
dieciocho años, aunque se le notaba ya cansado por la cerveza bebida.
—Éste es un lugar agradable —le dijo Robart afablemente cuando se situó
junto al hombre.
—Sí, así es —le replicó el joven—. Llevó aquí catorce horas y ni una sola
vez me he sentado. Acabé mi trabajo a las ocho… y, ¿qué día es hoy?
—Hoy es martes.
—Oh, sí, martes. Lo sé —murmuró el hombre—. Ha sido mi último día
en la granja del viejo Rabunta. El viejo me despidió porque su nuevo vecino
construyó un artilugio. ¿Puedes creerte eso?
Miró el rostro de Robart, y éste vio sus ojos enrojecidos y fatigados.
—¿Podrías tener tú un ingenio que realizara el trabajo de los hombres,
ayudado por la fuerza del agua?
Robart gruñó y negó con la cabeza encapuchada.
—Para esos hombres somos tan sólo paja.
—Tienes razón —replicó el bandido—. Tienes razón, muchísima razón.
Somos tan sólo paja… para ellos.
Mientras el hombre daba un fuerte puñetazo en el mostrador Robart le
propinó una palmadita en el hombro.
—Vamos, toma otro trago. Bebamos un poco más.
Hizo una seña al tabernero y le pidió que les llevara una jarra con seis
cuartos de cerveza…
Dos horas más tarde, el hombre, Tobian, estaba casi dormido. Robart le
dio un codazo.
—Esa muchacha, detrás de la barra.
—¿Quién? ¿Sarah Rosie-Lee? —balbuceó el hombre—. Una muchacha
muy bonita. Una muchacha muy atractiva.
—Apuesto lo que sea a que te gusta.
—Oh, sí; nos gusta a todos.
Tobian entornó los ojos y miró la estancia, pero todo cuanto pudo ver
entonces fue el humo como un remolino y el espacio como si se hallara
perdido dentro de una nube.
—Es una muchacha muy atractiva. De hecho, para decir verdad, estoy
medio enamorado de ella.
—Puedo entenderlo. Parece la clase de chica por la que podría morir un
hombre.
—Oh, sí, moriría por ella —dijo Tobian gravemente.
—Tú darías tu alma por ella.
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—Desde luego que daría mi alma por ella.
Los ojos de Robart se iluminaron.
—Eso es todo lo que quería oír —murmuró con cierta dulzura.
Sobre la desierta llanura, bajo un sol resplandeciente se cortó la garganta
de Tobian. Cuando la sangre se derramó sobre la tierra polvorienta, el mago
Asgarok encerró el alma huidiza, y en una jarra de arcilla la mezcló con
algunas hierbas para así aquietarla. Vertió luego unas gotas de aceite, y
ofreció una plegaria, después miró en todos los libros que había llevado
consigo, ya que la tarea de atar almas no era la clase de arte que podía ser
memorizado.
—Podría tomar años —dijo él.
—Te daré dos horas más.
Robart limpió la sangre de su espada, luego se sentó a la sombra de la
tienda del hechicero. Utilizó una ramita de un árbol para espantar a las
moscas mientras se entretenía con sus botas. Tenía una piedrecita dentro de
una de ellas, y estaba pensando que cuando fuera rey y estuviera rodeado de
sus riquezas podría disponer de alguien simplemente para que le sacara las
chinas.
—Tendré alguien para que me quite las botas —le dijo a Asgarok, y el
anciano se volvió en redondo y frunció el ceño sorprendido—. Para quitarme
mis botas nuevas, porque tendré botas nuevas todos los días.
Asgarok asintió distraídamente mientras volvía de nuevo a su trabajo,
arrojando los primeros conjuros para proteger el alma; ya que las cadenas del
Caballero Negro seguramente tendrían hechizos defensivos que podrían
destrozar el alma.
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CAPÍTULO 23
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hecho aquello, jamás había realizado conjuros tan poderosos. Tenía deseos de
conocer si estaba en su poder hacer venir a un demonio, y romper las antiguas
leyes… Tenía que intentarlo.
—Puede que no funcione —le dijo.
—Más te vale que no sea así —Robart de una zancada se situó a su lado y
le dio un codazo en el pecho—. Este señor al que sirvo recompensa bien a sus
siervos, pero acaba con sus enemigos.
—Yo no soy su enemigo —le contestó el anciano hechicero—. Sirvo
simplemente a una fuerza que traspasa la dimensión temporal.
—Deja ya todas esas monsergas y pon a trabajar al alma.
—Como desees, Robart.
El viejo hechicero se agachó y cogió la jarra de arcilla. La golpeó
ligeramente por fuera y le quitó el corcho. Se oyó salir de allí un suspiro
impuro procedente de su negro corazón cuando apareció algo gris. Era como
una larga serpiente siseando y lanzando fuego; se enrolló alrededor de la jarra
y la estrujó convirtiéndola en polvo. Robart dio un salto hacia atrás y
desenvainó su espada.
—No nos hará ningún daño ahora.
Asgarok se inclinó y cogió la serpiente, agarrándola por detrás de sus
mandíbulas. Tocó sus ojos amarillos y besó su lengua reluciente.
—Ahora a trabajar —dijo él.
El alma se echó hacia atrás formando un arco como si estuviera a punto de
atacar, y Asgarok la tiró al suelo y la hizo moverse con el pie. Ella se revolvió
violentamente alrededor de sus pies, y convirtió un trozo del suelo en cenizas;
luego, se arrojó con fuerza sobre la tierra.
Fue como un relámpago abriéndose camino a la fuerza entre el esquisto y
el basalto. Rompió repentinamente cuevas secretas y ríos fríos y negros.
Convirtió la tierra en polvo y la escupió de nuevo en forma de riachuelos de
fuego.
Por debajo del mundo, a través de océanos de roca, la serpiente-alma
avanzaba sobre las cadenas del Caballero Negro. Y mientras rompía las
ataduras que mantenían sujetos los eslabones, un terremoto golpeó la tierra. El
Antiguo Guerrero hizo un gesto de triunfo, pero se encontraba aún atrapado
en la tierra entre barras de acero. Observando desde arriba, el viejo hechicero
se retorció las manos.
—Necesitamos más almas… —dijo suspirando.
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CAPÍTULO 24
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Todo esto por la Espada Maldita, para poderla sumergir en el Fuego
Eterno: su último y valiente intento de acabar con el malvado Kalidor. El
tiempo de los hechizos y los conjuros había pasado, y era hora de dejar el
mundo en manos de las gentes.
La mirada de Lina se quedó fija al distinguir dos figuras en la lejanía. Se
movían con lentitud, ya que el burro parecía lastimado, y Adam y Elena
cabalgaban ambos sobre el fatigado Alón. El agotado pollino caminaba
penosamente detrás de Alón, cojeando de manera lastimosa.
Exhaustos por el sol abrasador, se habían enrollado unas telas alrededor
de la cabeza para protegerse los ojos. Parecían truhanes del desierto mientras
seguían el camino que les llevaba hasta Drabnaroth. Lina salió a su encuentro
cabalgando a medio galope sobre Ramadeen, que levantaba a su paso nubes
de polvo. Dio un bufido antes de hacer un alto en el camino, y un remolino de
polvo surgió a su alrededor. Cuando Adam sujetó las riendas del fatigado
caballo para detenerse, una alegre y franca sonrisa apareció en el rostro de
Lina. Sintió un gran alivio al comprobar que no había sufrido ningún daño,
salvo algún corte y algunos golpes.
—Pareces indestructible.
Adam le sonrió.
—Fue un viaje muy largo y difícil —le dijo—. Luchamos contra
tormentas de arena y fuimos picoteados por nubes de avispas.
—Yo he estado muy descansada.
—Sí, así parece —le contestó Adam—. Pero mi bronceado es mejor que
el tuyo.
—Tú estás rojo como una langosta.
—No tiene importancia.
Elena luchaba por bajarse de los lomos de Alón, intentando apartar con el
pie su vaporosa falda, que se había enganchado en el morral.
—¿Encontraste a ese Pignikker?
—Sí.
—¿Está sobrio?
—Casi —contestó Lina.
—¡Bah!
Elena bufaba mientras se sacudía el polvo de sus ropas dando unas
palmadas a su falda marrón con tanta fuerza que parecía como si la odiara.
—¿Se ha hecho con una barca?
—Dijo que buscaría una.
—Buscarla no es suficiente.
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Elena se estiró y miró de soslayo el camino.
—¿Dónde está ese tonto borracho?
—Durmiendo en el interior de un establo.
—¿Durmiendo en el interior de un establo?
Los ojos de la hechicera se agrandaron.
—Ahora mismo le sacaré de allí.
Se dirigió hacia allí murmurando una sarta de amenazas y maldiciones
mientras Adam abandonaba lentamente la silla caliente de Alón con la espada
aún a la espalda.
—Me alegro de verte de nuevo.
—También yo me alegro —dijo Lina alegremente.
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CAPÍTULO 25
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Pero le ayudó a cargar la pequeña embarcación, y la empujó fuera del
lodo que rodeaba al atestado banco, dispersando a los pececillos pardos que
abundaban en aquella zona poco profunda.
Cuando ya todos estaban a bordo usaron largas pértigas para ayudar a la
barca a entrar en el perezoso río, y luego la corriente les llevó río abajo. Era
aún muy temprano; el único signo de vida que se veía era una granja que se
hallaba junto a los campos cercanos. Cuando la velocidad de la barca aumentó
por la corriente del río usaron las pértigas para mantenerla en su curso.
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sufrir las picaduras de las culebras de agua, así como las amonestaciones de la
hechicera, que parecía convencida de que simulaba el daño. Al cabo de un
rato encendió una tea para facilitar las cosas, y Pignikker avanzó abriéndose
paso. La ciénaga desapareció en las playas repletas de aluviones que rodeaban
al lago Malibón. Éste era un inmenso lago que se extendía de oeste a este,
salpicado de islas. En algunas partes era tan profundo que ningún hombre ni
ningún mago conocía a cuantos metros se hallaba el fondo. Había albergado
en tiempos enormes bancos de peces y calamares, pero habían sido tan
saqueados que los supervivientes se habían quedado en las profundidades.
Cada año, los pescadores acudían desde las cabañas que se encontraban junto
a la orilla, pero al no encontrar pesca recogían sus redes y se marchaban.
La mayoría de las islas se hallaban deshabitadas, aunque se vinculaban a
algunas de ellas extraños rumores. Se decía que durante la noche podían oírse
voces y verse pálidas luces moviéndose de un sitio a otro. Pero la mayoría de
ellas eran santuarios o lugares para explorar, en donde los mineros excavaban
para buscar oro. Había dos grandes asentamientos en las dos islas principales,
hacia el oeste del muelle de Treffick.
Cuando el grupo de Adam alcanzó la línea de la costa después de haber
arrastrado la barca durante la última media legua, la oscuridad había cubierto
el cielo, y montaron su campamento junto al resto de un barco embarrancado.
Por la noche, unos enormes búhos cazadores, que apreciaban la carne
humana, velaban por encima de las negras corrientes. Desde la playa
arrojaron piedras, y encendieron un gran fuego para mantener apartadas a las
aves poniendo fin a la oscuridad que se cernía a su alrededor. Escuchaban el
ruido de los búhos sobre el agua y de las nutrias entre los juncos, y los
susurros de las pequeñas olas cuando rompían sobre la playa. Oyeron a lo
lejos el sonido de una campana, y distinguieron las lejanas luces de un barco
que se encaminaba hacia un puerto.
Pero sobre todo eso se hallaba un cielo oscuro e intacto, tan negro como
una tumba y como boca de lobo. La noche parecía tensa, como si el lago
supiera que la Espada Maldita se hallaba por allí.
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CAPÍTULO 26
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las pendientes laderas que se alzaban por encima de sus cabezas. La playa se
hallaba sembrada de piedras, y el lago, tranquilo y negro. El aire húmedo
helaba sus huesos.
En la isla, la diosa Barognigod, creadora de las nieblas, había estado sin
descanso durante mucho tiempo. No era una verdadera diosa, excepto para
aquellos a los que servía, que pensaban que Barognigod había hecho el cielo y
la tierra, pero podía parecer una diosa cuando se ponía sus velos y extendía
todos y cada uno de sus miembros. Podía sembrar el terror en el ojo humano,
y paralizar a sus enemigos con una cuchillada de sus colmillos. Durante
algunos milenios se había sentado en la isla, esperando pacientemente.
Los feyland que la atendían, seres algo más avanzados que los monos,
habían trabajado durante siglos para colmar todos sus caprichos. Le habían
ofrecido perros y cabras, caballos y hombres para calmar su apetito. Pero
había una cosa que deseaba verdaderamente Barognigod, y que no había
encontrado en su servidumbre. La diosa Barognigod quería succionar la llama
de un alma humana.
Ahora por fin percibía una a través de su extraña y escurridiza luz: una
temblorosa mancha de luz azul en la niebla. Sus miembros flexionados
temblaron cuando sintieron la calidez de Raina, y de sus largos colmillos
goteó sangre. Desde su fortaleza cubierta de niebla, daba órdenes:
—Traedme esa llama o moriréis con toda seguridad, y matad a todo
hombre que se interponga en vuestro camino. Traedme también su carne.
Luego, dio a los feyland polvos para adormecer, para que lo arrojaran a
los ojos de los viajeros, y también largas y exquisitas espadas con las que
cercenar sus gargantas. Les entregó asimismo cuencos de plata para que
colocaran allí los corazones que arrancaran de los pechos.
Les ofreció recompensas de libertad y otra recompensa cuando esta última
tarea fuera hecha. Dijo que debían navegar a través del lago.
Su malvada diosa les había mentido.
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campamento ardía con un brillo tenue, como entorpecido por la humedad del
aire. Los sonidos de la noche parecían apagados y vagos, envueltos en la
niebla.
Pignikker fue a buscar algo más de leña.
Elena intentó lanzar un conjuro para que la niebla se levantara, pero no
tuvo éxito. Lina dejó a su lado el morral, y se colocó junto al fuego envuelta
en una manta.
Era casi medianoche cuando Adam caminó hacia la bahía, incapaz de
dormir y de quedarse tumbado en el suelo. Allí de pie se puso a lanzar piedras
al agua, oyendo cómo caía cada una de ellas, ya que no podía verlas. Se
hallaba triste y a un millón de millas de distancia del ánimo y fortaleza que
había sentido al amanecer, cuando todo le había parecido posible. Ahora los
miembros de su grupo, la Espada Maldita, Kalidor, todos parecían un sueño
pasajero. Sintió la muerte cuando contempló el lago: el pensamiento de que
todas las cosas mueren y todo desaparece. Se encontraba en un estado de
ánimo muy bajo cuando se volvió desde la playa y regresó de nuevo. Cuando
llegó al campamento, los animales de la noche estaban agazapados sobre sus
amigos. Los feyland eran negros y enanos, y por sus colmillos escurría saliva
verde. Sus brillantes ojos amarillos fulguraban con un fuego envenenado. Sus
manos robustas e hirsutas sujetaban a sus amigos por el cuello, intentando
arrancarles la vida. Pero ninguno luchaba, ya que les habían lanzado a los ojos
el polvo que les hacía dormir, provocándoles terribles sueños a través de los
cuales surgían los malvados monstruos. Sus amigos sabían que estaban
muriéndose, pero no podían salir de sus pesadillas. Adam dio un grito
espantoso mientras corría hacia el claro y cogía una rama encendida del fuego
ya medio apagado.
Moviéndola alrededor de su cabeza hizo que las criaturas se alejaran, pero
con su risa se mofaban de él. Era como si un fantasma permaneciera aún en el
claro mucho rato después de que los feyland se hubieran ido llevándose el
alma de Raina. Era como el rumor de los murciélagos al moverse entre los
árboles que bordeaban la arboleda. Había algo malévolo alrededor de las
notas inquietantes, y pusieron a prueba los nervios de Adam, haciendo que
todo su cuerpo se convulsionara. Agarró a la hechicera, que dormía y no
despertaba, no importaba cuánto gritara. Se dirigió hacia Pignikker, que tenía
el rostro azulado, y después gritó al oído de Lina. Posteriormente vio abierto
el fardo que llevaba la hechicera, y un oscuro y gran vacío en donde tendría
que estar el farol que contenía a Raina.
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Oyó a las negras bestias escaparse entre los árboles, y escuchó sus
gruñidos y bufidos cuando discutían en su correría. Estaban desapareciendo
en la noche cuando alcanzó su capa protectora y sacó la Espada Maldita.
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CAPÍTULO 27
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Era un simple espacio vacío, lleno de troncos de árboles y ramas secas. La
niebla se había levantado, y una luna brillante apareció en el cielo iluminando
rocas grises que parecían haber sido pulidas y largas tiras de unos filamentos
largos y gruesos que colgaban entre los árboles. Era como si sobre las ramas
hubiera sido extendido algodón dejándolo caer en forma de sábanas plateadas
como tendido a secar. Adam notó que se adhería como algodón azucarado
cuando apartaba las hebras siguiendo la llama de Raina.
El aire se volvió helador, y esos momentos, en los que Adam caminaba a
través de la penumbra apartando las hebras pegajosas, le parecieron como un
sueño. Se hallaba rodeado de árboles desnudos y de rocas grises de aspecto
amenazador. Por encima de él todo era oscuridad. Era como si estuviera en
una caverna alejada del aire libre, y el silencio que la rodeaba era irritante e
intenso. Instintivamente disminuyó el ritmo de la marcha y adoptó un paso
más cauteloso. Algún ser vivo se encontraba por allí, de eso estaba
completamente seguro, tan seguro como hubiera estado de cualquier otra
sensación. No sabía aún de qué se trataba, pero había entrado ya en la guarida
de la macabra Barognigod. La diosa se estremeció cuando sus fieles esclavos
le llevaron el farol. Avanzaron de rodillas, vestidos con chalecos de piel
negra, y con sus rostros inclinados hacia el suelo para evitar la mirada de sus
ojos abrasadores. Hicieron el signo de una cruz sobre sus pechos gruesos y
fuertes, y murmuraron oraciones llenas de fervor. Dos de ellos entonaban
cánticos y llevaban, en las manos, una especie de rosarios y cada pocos pasos
se agachaban para besar el suelo por el que su todopoderosa diosa podía
dignarse caminar. Otro de ellos mató a un pollo y derramó su sangre por allí,
esparciendo las espesas hebras blancas que seguían sus pasos, ya que las
hebras se hallaban por todas partes, y se habían unido en una extendida red.
Su extensión cubría diez hectáreas, y en su corazón se hallaba al acecho la
poderosa reina de los feyland, una extraña criatura de múltiples piernas, una
hechicera con los colmillos envenenados, la araña Barognigod.
El sumo sacerdote colocó el farol sobre un altar de piedra. Llevaba una larga
casaca hecha con una tela manchada de sangre, y una estela de piel blanca
rateada de un zorro ártico. Tenía su cabeza una banda pintada con una mezcla
hecha de pezuña de órix molida y sangre. Sostenía un crisol en el que ofrecía
la sangre, obtenida del niño más pequeño de la tribu de los feyland. La vertió
sobre la roca y, ayudándose de sus manos, la fue extendiendo, como si fuera
una pegajosa brea de color carmesí.
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Cuando se secó la sangre se marchó de nuevo, pronunciando las palabras
sagradas en una lengua hacia ya mucho tiempo olvidada. Las sabía de
memoria, pero no tenía la más mínima idea de lo que significaban. Eran las
palabras que Selibu, su antiguo rey, había oído cuando condujo a su tribu
feyland hacia la tierra prometida, un viaje en el que entraron en conflicto con
los saqueadores del norte, quienes les empujaron hacia la isla.
Cuando sus palabras se oyeron a través de la oscuridad del bosquecillo, el
sumo sacerdote sintió cómo un temblor recorría todos los hilos. La reina
Barognigod se revolvía en su cueva, poniendo a prueba su apetito. Había
apartado de sus pensamientos la carne fresca, ya que había una comida mejor
para satisfacer su apetito. Saboreaba con deleite la idea de devorar con sus
negros colmillos el alma de Raina. Era lo tabú, lo prohibido, el Acto Sin
Nombre, tomar un alma obtenida por la muerte de otro, apoderarse de sus
pensamientos y de sus sueños, de su chispa de vida, para toda la eternidad. Se
decía que sólo Rugzudik, el demonio del sur, se había atrevido a romper los
votos que protegían a las almas humanas, pero mientras la impresionante
criatura araña se movía sobre su lecho de cráneos, planeaba ser la siguiente en
hacerlo.
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Maldita pareció convertirse en fuego, y ardió directamente a través de las
hebras. Dio otro paso, pero se quedó enredado de nuevo, esta vez por hilos
más fuertes, y por grandes bolas de limo. Ahora la estocada de la Espada
Maldita gastó un poco más de tiempo en quemar las hebras. Luchó por abrirse
paso hasta donde se hallaba la llama de Raina dando golpes a través de las
hebras, caminando y quedando atrapado. Cada vez que daba un paso se
adherían más hebras a sus pies y liaban sus piernas. Se estaba viendo cada vez
más rodeado por los nidos de la red, atrapado como una mosca. Cuando la
tensión de Adam crecía los movimientos de la espada se hacían más lentos.
Ésta casi gritó cuando él intentó sacarla de aquella espesa y pegajosa masa de
hebras retorcidas y limo. Cuando miró alarmado, divisó la cabeza de la
criatura que asomaba entre los árboles.
En esos momentos, cuando apareció la poderosa diosa, sujetó la Espada
Maldita con todas sus fuerzas. Era enorme y parecía llenar toda su visión. Su
envoltura exterior brillaba con una luz de color azul bronce. Estaba cubierta
de escamas de adamante y hierro. Sus ojos eran de fuego color rubí. Aunque
se movía pesadamente, con pasos bien estudiados, la diosa cruzó la tierra a
una velocidad aterradora. Constituía una torre de piernas, ojos y mandíbulas
precipitándose a través del bosquecillo. Los árboles se inclinaban ante ella, las
rocas crujían bajo sus pies, el bosquecillo temblaba como un tambor tañido
por puños poderosos. Con ella llegó el rancio olor de la caverna de la muerte
en donde devoraba sus piezas muertas. El hedor de miembros y huesos
acumulados en el transcurso de los años rezumaba a través de los poros de
Barognigod.
Cuando la diosa se acercó a Adam mostró unos colmillos ácidos: largas
lanzas de piel y huesos afilados en forma de puntas; brillantes gotas de
veneno refulgentes que luego caían goteando a tierra, como lluvia
envenenada. Cuando se inclinó sobre él, sus poderosos orificios hiladores
lanzaban hilos plateados tan gruesos como las maromas de los barcos, que
arrojaba por el aire como relucientes sedales de pesca echados a una carpa un
poco alejada.
La diosa se movía en círculos, observando la espada de Adam como si
representara la amenaza de una presa desconocida. Se balanceaba hacia
derecha e izquierda, y tendía sus filamentos como para probar la espada.
Mientras sucedía todo esto, Adam permanecía inmóvil, temeroso de mover
sus pies por miedo a verse aún más enredado; pero podía sentir cómo la
pálida Espada Maldita empezaba a latir con fuerza y brillar con luz mortecina
en forma de aviso. Se hallaba cerca del farol y podía oír el alma de Raina
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urgiéndole a que se cuidara de la súbita acometida de la araña. Cuando sus
oídos se llenaron con su voz, la araña embistió en primer lugar haciendo una
finta hacia la derecha. Adam golpeó hacia arriba. El movimiento del arma
hizo temblar las láminas de la fulgurante araña. Una gota de veneno le salpicó
y le quemó a través de su camiseta blanca, llegando hasta la carne. Cuando
Adam se quitó la camiseta para lanzársela a la bestia, buscó un lugar más
blando por debajo de su caparazón. Pero la araña continuó moviéndose en
círculos, arremetiendo y precipitándose de nuevo.
La mirada de Adam la seguía mientras daba vueltas por el lugar, las
hebras de hilo de seda envolvían sus piernas hasta que se encontró totalmente
atado formando una especie de capullo blanco que le inmovilizaba hasta la
cintura. Su única esperanza residía ahora en la espada que se había despertado
para neutralizar la amenaza. La espada y Adam se movieron, compartiendo la
tensión y la furia. La araña les desagradaba y su olor les ofendía; el
despliegue de posturas parecía simplemente arrogancia. Adam se hallaba a
punto de abatir a una diosa, y podía percibirlo ahora. Se sintió inmortal,
protegido por la espada; nada podría dañarle, nada se interpondría en su
camino. Rodeado de un destello de luz rompió los hilos que le mantenían
atrapado.
Parecía rugir cuando avanzó hacia el animal alzando la espada y haciendo
que saltaran llamaradas y chispas. La araña retrocedió aturdida y confusa
cuando Adam se abalanzó sobre ella. Le asestó un terrible golpe haciendo
silbar la espada en el aire y le produjo un terrible tajo a través de la lámina
que protegía toda una pierna. El cuerpo de la araña se estremeció y cayó al
suelo. Luego, se precipitó sobre el joven, escupiendo saliva envenenada para
abrasar y cegar sus ojos. Y extendió sus piernas para aplastarle con su peso
cuando él se acercara para golpearla.
Adam le asestó un golpe brutal, con todas sus fuerzas, hundiendo la
espada en sus oscuras tripas. El muchacho abrió con fuerza las láminas, cortó
su carne y vio manar su espesa sangre. Cuando la diosa saltó hacia atrás
atontada y aturdida, sorprendida por el dolor y confusa por el derramamiento
de su sangre, Adam habló:
—Te daré la vida —le dijo— cuando acabe contigo y haga de ti un
cadáver. Podría destruirte.
Adam mantenía en lo alto la espada, y la diosa vio cómo su hoja
resplandecía con intensos destellos y estallidos de luz azul plateada.
—Esta es la Espada Maldita a la que no se le resiste nada y a la que no
sobrevive nadie.
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La diosa se acobardó ante el balanceo de la espada, sintió el poder que
poseía en su interior y la rabia que embargaba a Adam. Cuando cogió el farol,
ella le observó con ojos que mostraban el brillo del miedo. Mientras
Barognigod se iba alejando la observaba con suma precaución, pero ella no
pensaba desafiarle ahora, pues la diosa Baragnigod comprobaba la existencia
de grandes poderes, mayores incluso de los que poseen los propios dioses.
Tendría que contentarse con los estúpidos esclavos feyland, comer los
cadáveres y beber la sangre que ellos le servían, sabiendo que estaba sola en
una oscura y vacía cueva atrapada por su soledad…
Adam volvió al claro en el que sus amigos aún continuaban durmiendo y les
quitó el polvo mágico de los ojos. Encendió el fuego de nuevo por si acaso
volvían los feyland, y se sentó para protegerles con la espada apoyada sobre
sus rodillas. Esperó hasta el amanecer, momento en que sus amigos
despertaron y miraron a su alrededor sorprendidos. Elena le preguntó sobre
todo lo que había pasado, y le hizo meter la espada dentro de su capa
protectora. Desenvainada, era capaz de sacar los ojos de todos los animales
del reino. Eso significaba que Kalidor sabría ahora dónde se hallaban, e
incluso algo más, podría saber el lugar exacto en el que se encontraban.
Estaría haciendo planes para interceptar al grupo antes de que llegasen al
cañón. Así que el tiempo era muy importante, por lo que apagaron el fuego,
pusieron a flote la barca y subieron sus cosas a bordo, y cuando el sol salió
por encima del lago Malibón navegaron rumbo al norte. Era un día claro y la
niebla había desaparecido. Las islas que se hallaban a su espalda parecían tan
serenas como el sueño. No se oía por ninguna parte ni a la diosa Barognigod
ni a sus fieles esclavos, los feyland.
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TERCERA PARTE
EL PUENTE DEL DESTINO
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CAPÍTULO 28
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—Elena —le preguntó Adam con toda naturalidad—, ¿por qué odias tanto a
Pignikker?
Elena se agitó y se volvió para mirar a Adam.
—¿Por qué me preguntas eso? Yo no odio a Pignikker.
—Nunca eres amable con él. Nunca le contestas. Y él te venera.
Elena resopló y llevó la vista hacia donde se encontraba la barca en donde
la rechoncha figura de Pignikker se agachaba, sujetando el timón.
—Es un tonto —dijo ella— que debería querer cosas menos
insignificantes que hechiceras bien entradas en años.
—¿Piensas que te quiere?
—Oh, sí —dijo la vieja hechicera—. Ha estado enamorado de mí durante
muchos años, más de los que puedo recordar, desde que éramos niños
pequeños que corrían por los campos de nuestro lejano hogar.
Adam estaba sorprendido.
—Pero tú eres mayor que él.
—Sólo mi rostro. Tenemos la misma edad. En una ocasión le di un regalo
que se convirtió en una maldición, y, sin embargo, continúa queriéndome.
Después suspiró profundamente como si estuviera buscando dentro de su
mente aquellos lejanos momentos, ya un poco borrosos.
—Éramos unos tontos que pensábamos que el mundo era nuestro.
Vivíamos en Herring Port, una ciudad de la costa, no muy lejos del fuerte de
Kalidor, en las colinas de los Cárpatos.
—¿Conocías a Kalidor?
—Oh, sí. Era nuestro señor y nosotros sus siervos.
Elena se sentó y se acarició su enmarañado cabello, mientras miraba el
lago y su reflejo en él.
—Él era carpintero, y yo la hechicera del pueblo; y, qué tiempos aquellos,
lo bien que lo pasamos —sonrió a Adam con la mirada perdida en el pasado,
con sus dulces ojos grises a punto de llorar—. De todos los hombres que he
conocido ha sido Pignikker al que más he querido, pero no podía ser. Mis
hermanas solían molestarme —dijo gritando—. Le llamaban hombre de
piedra y otras estupideces. Pero él era muy amable y sufría sus mofas como si
fueran halagos.
La hechicera prosiguió hablando:
—Cuando teníamos diecisiete años hicimos el pacto de que nunca nos
separaríamos y que nos amaríamos tanto, durante tanto tiempo, de forma tan