La Maldicion de La Espada - Peter Beere

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En

los últimos días de la guerra contra los demonios, los hombres se hicieron
con la Espada Maldita. La hoja había sido forjada para un poderoso guerrero,
por unos magos que se hallaban encerrados en cuevas escondidas en unas
colinas solitarias. La Espada Maldita reclamaba el mundo, derrotó a los
demonios y pasó el poder a los hombres. Pero toda victoria tiene que pagar un
precio, y los practicantes de la magia negra robaron la espada del Antiguo
Guerrero. Y con ella fue su alma, condenada para siempre a permanecer en el
purgatorio.

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Peter Beere

La maldición de la espada
Zona Límite: ZL Fantasy - 6

ePub r1.0
Titivillus 27.04.2019

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Título original: Doomsword
Peter Beere, 1997
Traducción: Amparo Hernández
Diseño de cubierta: David de Ramón

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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PRIMERA PARTE
EL ANTIGUO GUERRERO

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PRÓLOGO

E n los últimos días de la guerra con los demonios, los hombres se


hicieron con la Espada Maldita. La hoja bahía sido forjada, para un
poderoso guerrero, por unos magos que se hallaban encerrados en cuevas
escondidas en unas colinas solitarias. La Espada Maldita reclamaba el
mundo, y derrotó a los demonios y pasó el poder a los hombres. Pero toda
victoria tiene que pagar su precio, y los practicantes de la magia negra
robaron la espada del Antiguo Guerrero. Y con ella fue su alma, condenada
para siempre a permanecer en el purgatorio…

Durante siete siglos los nuevos reyes guerrearon buscando la Espada Maldita.
El cielo estaba envenenado por la sangre que allí se vertía, y los padres
mataban a sus hijos cuando iban en busca de la espada, pues la Espada
Maldita poseía el poder de transformar a los hombres en dioses, y de derribar
los cielos.
Huyendo de la carnicería, los viejos reyes se encaminaron hacia el este,
abandonando su hogar a la locura que allí reinaba; y en su largo viaje, uno de
los reyes más ancianos se encontró con la espada. Sucedió por casualidad, y el
viejo rey, puro de corazón, pensó que podría reformar la espada y limpiar su
emponzoñado corazón. Durante siete años mantuvo una pugna con la hoja,
luchando contra sus malas artes.
Pero la espada estaba maldita, por los fuertes hechizos mortales a los que
la habían sometido, y el rey fue destrozado por una criatura nacida en los
infiernos. Así que la espada permaneció en un pozo, oculta durante cuatro
décadas, hasta que un joven la vio. Sin saber apenas nada de los riesgos que
encerraba la Espada Maldita, el joven, con la ayuda de una cuerda, bajó hasta
el fondo del pozo, y cuando tocó su hoja la oscuridad saltó desde allí para
alojarse dentro de su alma. El joven creció rápidamente, y se volvió frío y
perverso, condenado a errar por la tierra destruyendo todo a su paso. Cuanto
tocaba su mano acababa envuelto en llamas, mientras las tormentas del
infierno acechaban su camino. Cuando los jóvenes reyes oyeron esto se
apresuraron a acudir al lugar, y el joven se vio forzado a huir hacia las

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desconocidas colinas del oeste, en donde los locos que aún creen que la
juventud habita allí siguen ofreciéndole sangre.
Pero mientras los jóvenes reyes cazaban dejando pasar los años y
desaprovechando a sus hombres, hubo alguien que guió los pasos del joven de
vuelta al pozo, y allí, debajo del lodo que desprendía un hedor como el de la
muerte, un caballero desconocido encontró la espada. Su nombre era Kalidor,
y venía del oeste; un hombre cruel y déspota que cabalgaba al frente de
hordas embriagadas. Su flota, que surcó en una ocasión los mares hasta los
confines del océano, era temida y odiada por todos. El caballero había
desembarcado en busca de la Espada Maldita, y había abierto una senda
sangrienta a través de las tierras del sur. Las batallas en las que lucharon sus
hordas fueron las más horrendas de todas, tan terribles que hasta de las nubes
caía lluvia de sangre.
Alarmados y sorprendidos por la amenaza que constituía este hombre, al
que llamaron el Caballero Negro, los jefes militares firmaron un pacto para
arrebatarle la Espada Maldita, y fueron en busca de Kalidor a través de las
áridas tierras del reino hasta el océano. Allí, en terribles escaramuzas,
empapando de sangre cada playa, le condujeron a través de la costa hacia las
colinas del norte, y mataron a todas las fuerzas que él mandaba, y eliminaron
a sus hordas de todos los lugares en que se encontraban. Uno a uno, acabaron
con sus guerreros, mientras Kalidor, lleno de rabia, mataba personalmente a
los reyes rivales y mantenía en su poder la Espada Maldita, aunque aún no
había podido dominarla. La lucha final tuvo lugar sobre el puente del Destino,
en donde un ojo de piedra se elevaba sobre un barranco insondable. Los
últimos dos reyes guerreros salieron en busca del Caballero Negro, con sus
hijos pequeños a su lado. Eran los guerreros más poderosos del reino, y sus
espadas podían cortar las rocas y acabar con un troll. La batalla se prolongó
durante más de dieciséis días, hasta un amanecer cubierto de sangre. En esa
última mañana, mientras el sol aparecía por encima de las cumbres de las
montañas, un guerrero herido le arrebató la espada al Caballero Negro, y en
un acto de fe la arrojó desde el puente hacia el vacío que se encontraba
debajo. Luego, los reyes ataron a Kalidor, y dispersaron a todos sus hombres,
y a él le condujeron hacia el oeste, a una isla olvidada, en donde podría
meditar tristemente, solo y exiliado para siempre, y soñar con la gloria
perdida.
Pero mientras pasaban los años, y disminuía la vigilancia, el Caballero
Negro reunió en torno a sí a demonios y perversos hechiceros, y en los pozos
más profundos que se hallaban por debajo de su Torre del Dolor, los puso a

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trabajar a sus órdenes. Mataban a inocentes, y recogían sus cerebros y los
amontonaban sobre fuegos que ardían en honor a dioses maléficos. Y durante
doscientos años masacraron y elevaron sus súplicas para localizar la Espada
Maldita. Cuando al fin descubrieron dónde se hallaba enviaron un mensajero
a la solitaria torre, en donde Kalidor le recibió en audiencia. Se postró,
acobardado por la presencia del rey:
—Mi señor, los hechiceros han encontrado la Espada Maldita en sus
pozos impíos. Incluso ahora intentan traerla, ya que se encuentra muy
apartada del reino. Parece ser que el sucio perro que robó la hoja ha fallecido.
Vieron cómo su alma se elevaba.
El criado levantó la mirada con los ojos medio entornados, y la luz de la
lámpara cayendo sobre su rostro hacía que pareciera una máscara exangüe.
Por debajo de su capa hecha jirones, sus brazos formaban unos ovillos que
semejaban gatos dormidos.
—¿Señor?
—Te oigo —le dijo Kalidor desde su trono, poniéndose en pie, vestido
con un manto negro como la noche.
Cuando se movía por encima del frío suelo de piedra, su capa también
negra producía un sonido similar al siseo de las serpientes. Sus ojos eran
como pozos llenos de fuego.
—El lugar en el que se encuentra la Espada Maldita —dijo—, por lo que
cuentas, no se halla en estas tierras.
—No, me temo que no, mi señor.
Kalidor soltó una especie de gruñido mientras, como un pilar en la noche,
se elevaba por encima de su esclavo, destilando gota a gota un fuego sin luz.
—Ese lugar, ese lejano lugar…
—Un lóbrego mundo inferior.
—¿A qué distancia se encuentra de aquí?
El criado guardó silencio, luchando por encontrar las palabras adecuadas
para transmitir noticias tan poco prometedoras sin levantar su ira. No era tarea
fácil, así que, respirando a fondo, se expresó lo mejor que pudo.
—No estoy seguro, señor —contestó en un tono apagado—. Uno de los
hechiceros dijo que era un mundo diferente. Trabajan con cartas y orbes como
posesos para hacértela llegar.
Kalidor se le quedó mirando, acariciando con los dedos la empuñadura de
su espada.
—Los viejos hechiceros han tenido doscientos años para trabajar en ello
—murmuró el Caballero Negro.

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El criado asintió.
—Sí, es verdad, mi señor. Pero recordad que habéis mandado matar a
muchos de ellos. Los que todavía viven se encuentran muy enfermos, mi
señor, por comer ratas envenenadas.
—Ofréceles comida entonces —dijo con un gruñido el Caballero Negro
—. Ofréceles cualquier cosa que les mantenga vivos. Estoy demasiado cerca
ya como para permitir que esos pequeños obstáculos frustren lo que
ambiciono. He estado esperando durante dos largos siglos. Tengo mis barcos
de guerra en puertos prohibidos. He reunido unas hordas que pueden acabar
con el mundo. Y los guerreros se hallan nerviosos por la espera.
Se agachó y levantó al siervo agarrándole por la garganta. Le lanzó un
aliento que podía conseguir que se marchitaran las hojas de los árboles.
—¿Podrán esos prestigiosos hechiceros, que tanto protestan, jurar sobre
sus almas inmortales que recuperarán la espada?
El siervo movía las piernas mientras el aliento de Kalidor acababa en su
garganta y la sangre vaciaba su cerebro.
—Así lo creo. Pienso que eso dirían ellos; os traerán la espada. Yo… —el
siervo dejó escapar un grito cuando el Caballero Negro le abofeteó—. Están
luchando, incluso ahora, por traérosla de nuevo.
—Entonces dará comienzo la guerra.
—¿La guerra? Inmediatamente, mi señor.
—¿Estoy alimentando a siervos sordos?
El siervo dejó de luchar mientras el color abandonaba su rostro.
—Oh, no, os oigo, mi señor. Yo ya iba a…
—Escucha algo más.
Y el Caballero Negro tomó su espada y marcó una oreja más en el rostro
sorprendido del hombre.
El esclavo permaneció totalmente inmóvil mientras el filo se deslizaba por
su carne, ya que el gritar o protestar le ocasionarían únicamente más dolor.
Luego, vio cómo el Caballero Negro se relamía mientras se inclinaba para
realizar su tarea.
—Estas noticias que me acabas de traer me satisfacen.

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CAPÍTULO 1

L ejos del reino, en el verde corazón de Norfolk, se estaba preparando un


funeral. Era un acontecimiento tranquilo, con pocos acompañantes, y las
flores que había junto a la tumba ocupaban también muy poco espacio.
Parecían ligeramente avergonzadas de llevar tanto tiempo sobre el montículo
de tierra. Era miércoles, lo que hacía que la ciudad se encontrara tranquila, ya
que las tiendas cerraban durante esa tarde. Pocos coches interrumpían la paz
que rodeaba la sepultura.
En el camino empedrado que partía de las verjas del cementerio, entre una
hilera de árboles en los que comenzaban a brotar las hojas, la apenada familia
del fallecido, en actitud de oración, tenía fija la vista en la tumba. Se
lamentaban por la muerte de un hombre ya anciano que había disfrutado de
una vida larga y plena, pero que había muerto de forma repentina e
inesperada. No habían podido expresarle cuánto había significado para ellos,
ni tampoco darle su último y triste adiós. Había muerto mientras dormía, con
una dulce sonrisa en su rostro, como si volviera al hogar…
Una vez concluido el servicio, el pequeño grupo se dirigió hacia los
coches que les esperaban en la senda más allá de las verjas. Sólo permanecía
allí una figura que contemplaba la sepultura en donde yacía su abuelo. Era la
primera vez que Adam se había encontrado con la muerte, y sentía que debía
darle su adiós. Pero se marchó con la palabra atragantada en la garganta,
mientras levantaba, al caminar, la tierra con los tacones de sus zapatos.
Su viejo amigo le había abandonado sin decir una sola palabra, después de
haber pasado una vida entera negándose a permanecer callado. Cuando un
hombre tenía tantas cosas que decir, ¿cómo era posible que se quedara en
silencio ahora? Los cuentos que una vez él le había contado, narraciones de
misterio y sobre lugares lejanos, ¿quién se los contaría ahora? ¿Qué voz
llenaría el vacío que dejaba tras él?
Sólo Adam parecía entender que esos cuentos tenían un significado. No
eran simples historias lo que había escuchado, era la vida de un hombre, toda
su vida. Las gentes decían que entre el anciano y su nieto había una unión
especial, que esa era la razón de que Adam pudiera entenderlo cuando los
otros tan sólo reían. A Adam estas historias le impresionaban y se le

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quedaban grabadas en el corazón, y después de cierto tiempo el anciano
confió solamente en él. Decía que Adam era sagrado, aunque algunos
pudieran considerar que eso era una blasfemia y que debería tener cuidado.
Decía que una llama le protegía y que no había que temerla, ya que surgía de
su propio corazón. Cuanto más hablaba el anciano, más fácil le parecía a
Adam detectar la llama. Nunca habló a nadie de la pálida luz azul que
percibía cerca de su rostro o en sus manos. A veces la llama se separaba de él
para tocar a su abuelo. Y el anciano sonreía en esas ocasiones. ¿Qué
significaba esa llama que, sin embargo, no resultaba visible a nadie más? ¿Por
qué ardía sobre la tumba del anciano? ¿Por qué era el destino de Adam
recopilar esas historias y comenzar a soñar con ellas? Se sintió muy solo
mientras caminaba lentamente hacia las verjas, pensando que una parte de sí
mismo se había ido para siempre. Los dos habían estado tan unidos…

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CAPÍTULO 2

L e llevó mucho tiempo a Adam aceptar que su abuelo se había ido de


verdad para siempre. Pasaron algunas semanas, pero aún seguía
pensando en él, veía su rostro reluciente como si estuviera vivo, oía su voz
llena de fuerza hablando de reyes, guerras y batallas que tenían lugar sobre
oscuras llanuras. Eran historias muy pintorescas; sin embargo, Adam creía en
ellas cuando oía al anciano hablar con tanta intensidad y tanta pasión. A veces
pensaba que incluso veía el mundo del que le hablaba el anciano. Era un
mundo de montañas y barrancos sin fin, de caballos enjaezados de negro, de
jinetes esculpidos en oro. Era el hogar de los dioses y los monstruos de la
noche; un lugar mágico. Más de una noche, Adam, sumido en el sueño,
divisaba lejanas colinas medio ocultas por el humo de la guerra. El anciano
había introducido sus sueños en el interior de su descendiente.

Adam abrió la puerta de par en par para que pudiera entrar el hombre en la
laberíntica casa de sus padres. Era un sofocante día de junio, y el hombre
sudaba mucho. Llevaba el chaleco colgado a la espalda, y su rostro parecía
una máscara de color escarlata. Sus manos, enormes y llenas de callosidades,
agarraban un baúl de marinero que se había atascado en la entrada.
—¿Lo llevo arriba?
—Sí, con las demás cosas.
—No tengo suerte. Mira que estar Billy-Joe enfermo… Te digo que uno
más de éstos y me hallaré postrado en cama, y estaré allí reuniéndome con él.
Adam sujetó el picaporte cuando la puerta se fue hacia atrás, y se
preguntaba si podría ofrecerle ayuda o se tendría que apartar del camino. Al
cabo de unos momentos de duda, preguntó casi a regañadientes:
—¿Quiere que le ayude con eso?
—No, hijo —le contestó el hombre—. Una espalda tullida será suficiente
por hoy.
Y con un fuerte empujón impulsó el incómodo baúl a través de la difícil
entrada.

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—Ya no los hacen así, porque acaban con las gentes a la hora de
manejarlos.
El hombre miró con desagrado las escaleras por las que tenía que subir:
una tortuosa y estrecha escalera de caracol que ascendía entre unas paredes
totalmente lisas.
—El sujeto que construyó esta casa debe de haber sido un hombre muy
delgado. ¿Cómo te las arreglas para subir las escaleras?
—Yo subo de lado. Le echaré una mano con esto.
Adam extendió sus brazos y con sus fuertes manos agarró una correa de
cuero.
—Cuidado, no eches los bofes. Y no lo dejes caer o me hará puré.
Subieron el baúl y lo colocaron con el resto de las cosas, un ordenado
montón de cachivaches en el dormitorio de invitados. Allí no había ninguna
imagen de ningún dios; tan sólo se encontraban encerrados en el lugar la vida
y la época en que vivió el abuelo de Adam…

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CAPÍTULO 3

E 1 caluroso verano avanzaba, y Adam se con formó al fin con su pérdida.


Había dejado de esperar que entrara por la puerta, de permanecer a la
escucha de su ruidosa moto. Nunca había entendido cómo alguien tan mayor
podía circular por las carreteras. Aunque la familia raras veces hablaba de él,
los baúles y arcas permanecían exactamente en el mismo lugar en el que los
había dejado, como si el hecho de que se colocaran y se arreglaran supusiera
un adiós final al anciano. Las arcas se llenaron de polvo, y los ratones
construyeron sus nidos en ellas, pues en este tipo de casas siempre se
encontraban ratones.
Fue durante una tarde muy húmeda cuando Adam entró en el desordenado
cuarto de invitados. Llevaba unos pantalones vaqueros grises y una camisa de
algodón muy fina de color blanco, y el cabello le caía formando una onda.
Sus ojos oscuros y expresivos se posaron con cierto aire de tristeza sobre las
cosas de su abuelo. Aunque el cuarto se hallaba en penumbra, el aire era
sofocante, y las sombras se extendían perezosamente sobre el suelo. La
pintura de las paredes mostraba escenas de lagos y colinas, pero parecía
aburrido de ellas. Una mariposa de color naranja atrapada dentro de la
ventana daba golpecitos sobre el cristal con aburrida monotonía. Otra, en el
suelo, hacía un rato que había dejado de luchar, y ahora soñaba con otras
cosas. El cuarto se hallaba tranquilo, excepto por la mariposa, y si no fuera
por el sonido que producía su aleteo no se habría oído ningún ruido. Norfolk
estaba medio dormido. Los padres de Adam se encontraban fuera visitando a
unos familiares.
Después de una búsqueda muy poco metódica a través de los objetos de
los baúles, Adam encontró una fotografía, una imagen descolorida del
anciano sentado en un porche, que debía de haber sido tomada hacía unos
cuantos años. ¿Cómo podía haber llegado su abuelo a ser tan viejo? El
anciano le había dicho en una ocasión que era inconmensurable. ¿Qué quería
decir con ello? Nadie podía tener tantos años. ¿Quién podía permanecer en la
tierra durante doscientos años? Al anciano le habían gustado siempre sus
propias historias, pero ese hecho era muy extraño incluso con sus valores
morales.

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¿Estaba bromeando en realidad? Probablemente. Sin embargo, nadie sabía
de dónde venía en realidad o cuál era su pasado; sólo las historias que
contaba. Éstas acababan convertidas en exóticos misterios, cuentos sobre un
místico país en donde en tiempos gobernaron los dragones, en donde los
hombres luchaban contra los dioses, los magos preparaban conjuros, y los
lobos… ¿Qué eran los lobos? Los lobos eran los espías de los hechiceros que
utilizaban la magia negra, que aparecían de forma espectral en el mundo para
llevar a cabo una terrible venganza. Adam tuvo que sacudirse antes de que se
dejara llevar por los sueños del anciano…

Desde lo alto de una torre situada en la costa occidental del reino, los
centinelas observaban cómo se acercaba la guerra. Vieron un espeso humo
elevarse como nubes de tormenta, y el sombrío brillo de color rubí de las
armas en la oscuridad. Divisaron pálidos chorros de vapor ascender desde el
lugar en donde se encontraban las nuevas armas. Con sus prismáticos,
observaron las armas colocadas sobre temibles carros de guerra. Oyeron el
canto ininterrumpido de los hechiceros mientras realizaban su trabajo,
celebrando sus envenenados pensamientos. Desde los muros de una lejana
ciudad, los hombres disparaban a las aves mensajeras que traían noticias de
guerra a los espías infiltrados entre sus filas. Luego, el rumor se hizo
realidad al materializarse la verdad; Kalidor se había despertado.

Mientras las sombras de la noche se extendían a través de un ambiente


sofocante, Adam descubrió la espada. Descansaba sobre un baúl alargado,
envuelta en tiras de tela, dentro de una estrecha funda. La empuñadura era de
oro pulido, con piedras preciosas engastadas, y brillante como la sangre
plateada. Su hoja parecía estar viva, y cuando Adam alargó sus manos, éstas
se vieron tocadas por chispas argénteas. Sintió un ímpetu dentro de él, como
si su sangre empezara a bullir y los demonios limpiaran su cerebro.
Dejó a un lado la espada y retrocedió un paso, meditando sobre los
oscuros designios que habían confundido su mente. Si aquello era tan sólo un
sueño nacido de los cuentos del anciano, era extraordinariamente
electrizante…

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CAPÍTULO 4

— M i señor, los hechiceros han invocado a un demonio para hacerse


con la espada.
El Caballero Negro apartó la mirada de los carros de guerra ya
preparados y echó hacia un lado una frasca de vino agriado con sangre.
—Ese demonio al que han llamado, ¿no sucumbirá a la espada?
—No, señor, es invencible…

El estampido de un trueno hizo que Adam saliera de su ocioso ensueño. La


noche había llegado con sorprendente prontitud, cayendo sobre la tierra como
una amplia capa negra. La densa atmósfera se debatía como aprisionada entre
un torrente de corrientes procedentes del cielo. En el cristal de la ventana
divisó su propio rostro, pálido, reflejado como si fuera un fantasma. El cuarto
que se hallaba a sus espaldas se oscureció formando charcos de penumbra a
través de los cuales llegaban extraños susurros.
El cuerpo de Adam se estremeció mientras corría las cortinas ante una
tormenta amenazadora que se extendía como un fuego devorador. Un fuerte
viento que provenía del este inclinó violentamente los altos abetos que se
encontraban en los campos de delante.
Un relámpago amenazador apareció en el cielo anunciando una tormenta.
Las sombras del cuarto retrocedieron y luego se alargaron de nuevo.
Llamado desde su mundo inferior por hechiceros practicantes de la magia
negra de la isla, una gran bestia había llegado a la tierra. Su corazón había
sido arrancado, y la bestia no poseía alma. Su capa era negra como la noche, y
sus ojos, negros como el carbón. Era un caballero del infierno que destruía
toda tierra sobre la que ponía su pie…
Adam encendió una lámpara para acabar con la oscuridad, y comenzó a
escuchar la tormenta que al fin estallaba. Todavía faltaba tiempo, sin
embargo, antes de que sus padres volviesen, y con ellos ausentes el ambiente
en la casa se le había vuelto extrañamente tenso, como si las habitaciones
mismas pudieran sentir que aquella extraña tormenta no era en modo alguno
natural. Parecía muy violenta, se había formado con gran rapidez, y la propia

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casa quedaba atrapada directamente en su corazón, como si una tormenta
envolvente hubiera hecho un bucle alrededor de las paredes para protegerles
del mundo.
Adam había contemplado antes otras tormentas, pero no de esa clase en
las que se oyen quejidos de voces extrañas, y en las que el relámpago parecía
haber dedicado especial atención a su casa. Podía sentir cómo crujía a través
de la paja extendida por todas partes a causa del viento, que arrancaba
montones de juncos para lanzarlos como si fueran tiras de tela. Podía oír el
terrible vendaval golpeando las ventanas como si intentara romper los
cristales. Luego, divisó una llama azul que oscilaba por encima de los arcones
y los baúles, un halo de luz que vibraba como si poseyera vida. Después, en el
interior de su cerebro oyó una voz parecida a la de una joven que le decía:
—¡Coge la Espada Maldita! Coge la Espada Maldita…
Había escuchado a su abuelo hablar acerca de aquella hoja mortal; una
hoja forjada para ponerse al servicio del bien, que probó los caminos del mal
y se volvió sedienta de sangre. Había oído que las naciones habían ido a la
guerra por ella y habían luchado durante siglos para hacerla partícipe de su
causa. Había oído que los hechiceros agotaron sus vidas intentando descubrir
dónde se hallaba.
Sin embargo, seguramente no serían nada más que historias, historias y
nada más; tal espada no podía existir. Pero aún se oía la voz:
—La criatura procedente del infierno ha llegado. Coge la Espada
Maldita…
Adam se encontró extrañamente indefenso. Cuando la tormenta desplegó
toda su fuerza se sintió confuso, perdido y fuera de control. La extraña voz le
aterrorizó, la llama azul le dejó perplejo, no podía pensar con claridad…
A continuación se oyó un estruendo como un trueno. La tormenta entró en
la casa, echó abajo la puerta de roble y continuó con el mismo vigor a lo largo
del vestíbulo. Las paredes y el techo crujieron mientras el relámpago lo
iluminaba todo, y hacía visible el paso de la bestia negra…
Era el señor de la tormenta que no tenía alma: el ennegrecido y marchito
pellejo del Antiguo Guerrero. La criatura a la que se había hecho venir del
infierno entraba ahora en la casa y estaba subiendo pesadamente las
escaleras…
Totalmente aterrorizado, Adam tropezó y cayó al suelo cuando la bestia
aulló. La llama azul bailaba en su rostro, urgiéndole a responder y a recoger la
Espada Maldita. Pero se había quedado petrificado, y tan sólo podía esperar y
ver cómo las sombras llenaban el cuarto y la luz de la lámpara parpadeaba.

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Estaba a un paso de encontrarse frente a frente con la rabia almacenada
durante siglos.
Comenzó a moverse, aunque sólo fuera para hacer que desapareciera la
llama que le estaba volviendo loco con su incesante movimiento. La espada
saltó a su mano, y al agarrarla pareció vibrar con su propia locura. La hoja
parecía estar viva; despedía brillantes chispas blancas desde su punta hasta el
suelo, y Adam desató su rabia. La fuerza le hizo echarse hacia atrás cuando
levantó la espada en el aire cortando los arcones y baúles como si no se
encontraran allí. Oyó un ruido, vio el resplandor de una luz azul brillante, y el
universo pareció aturdido. Durante un breve instante la tormenta pareció
refrenarse y la criatura titubeó en el vestíbulo como si se encontrara insegura.
Luego, cuando llegó a la puerta, Adam alzó la espada y el cuarto
explosionó…
Hubo un momento en el que se dejó llevar sin rumbo fijo por el cuarto
como si fuera una mariposa aturdida. El mundo era una tela de color azul
perla con pliegues de color negro. Las estrellas eran chispas diminutas que
despedían fuego. El tiempo era simplemente un escalón entre un mundo y el
siguiente.
Luego, todo se convirtió en profunda oscuridad.

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CAPÍTULO 5

S e despertó gimiendo sobre un lecho de hierba, bajo un sol radiante. No


era Norfolk, estaba completamente seguro de ello. En Norfolk no hacía
tanto calor, ni el sol era tan brillante. Norfolk no presumía de tener en el
horizonte nubes que rodeaban las cumbres de las montañas.
Adam se hallaba en el reino: el mundo de Kalidor, la tierra de la magia
negra. Pero lo único que sabía era que le dolían tremendamente todos los
huesos.

En las húmedas profundidades de un inmenso bosque que se extendía como


una alfombra por las tierras del sur, una manada de lustrosos lobos grises
apareció con propósitos salvajes. Los animales habían hecho un largo viaje
desde las tierras del norte, en donde habitaban, en busca de la sangre caliente
de los animales silvestres de los bosques. Habían matado muchos ciervos en
su camino entre los árboles; sin embargo, sus estómagos aún pedían más.
Con el paso de los años, los lobos iban extendiendo cada vez más su
dominio, desplegándose hacia el sur a través de las colinas y llanuras, y
llegando hasta el mismo corazón del bosque, que en un principio les había
parecido un lugar inexpugnable. Les acompañaba una maldición: un horrible
hedor y una lobreguez que no desaparecían nunca. Eriales enteros de tierra
quedaban totalmente asolados cuando pasaban por allí esas manadas de lobos.
Hay partes del bosque a las que no tienes que ir, y no importa lo
abrumada que te sientas.
La cazadora olvidó eso en la tensión que se produce durante la caza, y se
desvió de su camino habitual. Lina llevaba con ella su ballesta y su puñal de
fino acero. Su piel era suave y oscura, y sus ojos, de un color azul grisáceo.
Llevaba el cabello recogido en la nuca, retirado de la cara. Tenía diecisiete
años.
Ahora había conseguido cercar, entre hileras de macizos de espinos, al
ciervo que había fallado en el intento de hacerle perder su rastro. Parecía
comprender que ella lo había vencido. Levantó la ballesta, dirigió la punta de
acero pulido de la flecha hacia el corazón del ciervo y pronunció una corta

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oración. En ese instante, una sombra gris cayó desde los árboles y corrió a
través del claro hacia el venado. Cuando Lina bajó la ballesta comprobó cómo
la primera arremetida del lobo derribaba a su presa. El ciervo cayó con gran
estrépito. Las pezuñas brillaban sobre la sangre, y ella dejó escapar un grito.
Luego, el animal apareció muerto, y otros doce lobos acabaron de destrozarlo.
Los miembros de Lina se quedaron agarrotados mientras observaba
aquella danza de la muerte. Una sombra había surgido a través de los árboles
y pareció como si toda vida y esperanza hubieran sido absorbidas de las hojas.
Su oscuro cabello resplandeció cuando se retiró de los árboles, forzándose a
atravesar los espinos, pisando algunas ortigas mientras pasaba. Luego, con la
brisa, le llegó el hedor del animal muerto. Después, Lina se dio la vuelta y se
marchó.

Las sombras se alargaban cuando Adam se lavó la cara en el agua del arroyo.
La brisa había cambiado de dirección y ahora llegaba del oeste, trayendo
un ligero olor acre que estropeaba la pureza del aire del bosque. Era el olor a
humo que procedía del ejército acampado a lo largo de la playa. Los guerreros
del reino se estaban reuniendo en el oeste para enfrentarse a Kalidor. El cielo
gris se llenaba de polvo mientras los ejércitos que se hallaban en las llanuras
marchaban hacia su destino.
Adam no estaba informado de nada de esto. Su única preocupación era
encontrar el camino de vuelta a casa. Le parecía totalmente claro que se había
sumergido en un sueño causado por la tormenta. Si pudiera aunque sólo fuera
mantenerse tranquilo, no tendría nada que temer, excepto al mismo miedo. Y
pudo sentir auténtico miedo cuando observó el claro a su alrededor. Los
árboles desnudos resultaban siniestros mientras la noche se acercaba
sigilosamente a la tierra. Luego, le llegó el hedor que dejaban los lobos…

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CAPÍTULO 6

E n la ventana de una choza situada en algún lugar del camino se


vislumbraba una luz. Por encima de su oscuro tejado, enormes árboles
que formaban un arco como para protegerla, crujían cuando los movía la
brisa. Sus hojas oscuras susurraban sobre una pila de leños situada debajo. Un
poco más allá de este montón se encontraban dos caballos, atados con cuerdas
largas y finas. También podía verse un fuego que ardía en un hoyo hecho en
la tierra, y que lanzaba nubes de humo para mantener apartados a los lobos.
Más allá del fuego no había nada excepto los inmensos árboles negros que
enmarcaban la escena. Exceptuando los aullidos de los lobos en sus lejanas
correrías, todo estaba muy tranquilo. Aturdido por estas cosas, Adam no
creyó prudente dirigirse hacia la puerta. En lugar de eso se abrazó a los
árboles, y avanzando por detrás de donde se hallaban los caballos, miró por la
ventana. Si todo aquello era un sueño, como él pensaba, no habría modo de
saber qué podría soñar la próxima vez. Vio a Lina agacharse sobre una
chimenea humeante y raspar la carne pegada a un caldero. El cabello suelto le
caía alrededor del rostro, y llevaba una blusa de color marrón. Quizá notó que
Adam contemplaba sus piernas, porque se enderezó de repente.
—¿Hay alguien ahí fuera?
Adam se precipitó hacia la puerta y estaba a punto de llamar cuando se
abrió hacia dentro. Había apoyado la espada en la pared, dejándola fuera de la
vista. Intentó esbozar una sonrisa algo forzada.
—Yo no debería estar aquí.
—Pues márchate —le dijo ella, y cerró dando un portazo.
Algunas horas más tarde, Adam se encontraba sentado alimentando el
fuego con hojas y leña que encontró por allí, cuando ella salió a buscarle.
Tenía las manos y el rostro ennegrecidos por el humo pegajoso que le
rodeaba, y los ojos, enrojecidos e irritados. Lina se había recogido el cabello y
se había atado las correas de unas botas de piel de becerro que le llegaban
hasta las rodillas. Esta vez Adam no miró cuando sus piernas quedaron a la
vista. Estaba demasiado cansado.
—He traído algo de comida.

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Ella se arrodilló sobre la hierba para colocar allí una bandeja. Adam no
contestó. Estaba atizando la lumbre con un largo trozo de madera que ardía
lentamente en la punta. Y se preguntaba si aquél sería el sueño más largo que
nadie hubiera soñado.
—Te he dicho que he traído comida —Lina le tocó en el brazo, y él olió
los ricos perfumes que despedía su cabello—. No dejes que se enfríe…
El fuego del campamento se apagó cuando llegó el amanecer a través de
los árboles iluminando el rostro de Adam. Se hallaba tumbado sobre su
costado izquierdo, sobre la espesa hierba, mojada por el rocío. Tenía colocada
una mano debajo de su rostro y se encontraba de cara a la choza. De vez en
cuando se agitaba como un perro que sueña, y las sombras cruzaron su rostro.
Tenía pesadillas acerca del Antiguo Guerrero y también sobre el torturado
demonio al que vio mientras se hundía en el vacío. Se imaginaba que estaba
siendo perseguido a través del tiempo y del espacio…
Cuando los rayos de sol le acariciaron, Adam abrió los ojos y miró
lentamente a su alrededor. La visión era confusa, y sus miembros le dolían,
pero comprendió al instante que se hallaba lejos de su casa. Fue como si le
hubiera golpeado el saber que aquello era la realidad y que se hallaba
atrapado en ella. Formaba tanta parte de ella como los caballos atados a los
árboles, el fuego ya apagado y la silenciosa cazadora que le observaba. ¿Qué
pensaría ella mientras estudiaba sus extrañas ropas y su pelo de punta?
—No soy un hechicero —le dijo, como si esto debiera significar algo.
La cazadora asintió.
—Eso está claro —contestó ella.
—No sé por qué estoy aquí.
—Yo tampoco lo sé —le dijo ella.
—Traigo conmigo la Espada Maldita.
—Debes de estar loco —le dijo.
Y luego se le quedó mirando. Adam no estaba bromeando, podía leerlo
claramente en sus ojos. Él pensaba verdaderamente que había traído de nuevo
la Espada Maldita.
—La Espada Maldita hace mucho tiempo que no está aquí.
—La traigo yo, ya te lo he dicho.
Un escalofrío recorrió su cuerpo…

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CAPÍTULO 7

L ina le preguntó a Adam durante un buen rato acerca de su procedencia.


No parecía muy convencida con su explicación, aunque se mostró
visiblemente agitada al contemplar la Espada Maldita. Lo que más le
sorprendió fue la ignorancia del muchacho acerca de la espada. Parecía no
conocer casi nada sobre la historia del reino, y ella intentó ponerle en
antecedentes como si fuera un crío, mientras trataba de descubrir cualquier
indicio de que estuviera simplemente tomándole el pelo. A ella no le
impresionaba su charla sobre su propio mundo, pues la equiparó con los
desvaríos de un hombre enfermo, pero se quedó horrorizada cuando él
confesó que no había oído hablar de Kalidor.
—¿No has oído hablar de Kalidor, la oscuridad del mundo?
—No se habla de él en el lugar de donde yo vengo —dijo Adam.
—Pero eso es terrible. Es la mayor amenaza que jamás ha conocido este
mundo. Si se apodera de la Espada Maldita, será invencible; destruirá nuestras
tierras y esclavizará al mundo. Hasta la eternidad sufriremos el dolor que
Kalidor ha planeado para nosotros. La oscuridad le servirá de igual modo que
ahora él sirve a lo oscuro, y sus ejércitos y demonios gobernarán para
siempre. Y ahora es posible que tú le hayas devuelto la espada.
—No pude evitarlo —dijo Adam con melancolía—. No fue mi intención;
simplemente ocurrió así. Algo apareció en la oscuridad; tuvo lugar también
esa terrible tormenta.
—El Caballero Negro de las Tormentas —dijo ella—. Llega a todas partes
con su magia negra y sus conjuros. Incluso más allá del vacío a través del cual
cayó la Espada Maldita.
—¿Piensas que mi abuelo…?
—Probablemente fuera el guerrero que se la robó, quitándosela de las
manos.
—Debe de haberme tenido un gran cariño entonces —dijo Adam con
tristeza, mientras se ponía en pie y se movía alrededor del fuego.
Lina había vuelto a encenderlo para preparar algo para el desayuno. Sobre
la parrilla de metal se oía cómo chisporroteaba y lanzaba chispas la carne de
un conejo.

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—¿Por qué no la enterramos?
—¿Por qué no arriamos una bandera? —dijo Lina sarcásticamente—.
Todo hombre y todo animal estarán fuera buscándola. Seguro que él sabe que
la espada está ya por aquí. Es sólo cuestión de tiempo que dé con el lugar. La
Espada Maldita grita a voces el mal que arrastra en su hoja. Es como un farol
para los que caminan sobre el mal. ¿Por qué no nos ahorramos tiempo
enviándole una nota? ¿Por qué no la enterramos?
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Adam, tremendamente
confundido por el despliegue de sarcasmo mal disimulado de Lina.
—No sé. Si fuera mía, intentaría destruirla. La sumergiría en el fuego.
—¿Dónde? ¿En el fuego que hay aquí encendido?
—En el Fuego Eterno —dijo ella— que arde en las colinas que hay más
allá del puente del Destino. Pero yo no puedo coger la espada porque exigiría
mi corazón y el sacrificio de mi alma.
—¡Oh, genial! ¿Qué ocurrirá, entonces, con mi alma? —protestó Adam, a
quien no le gustaba el modo en que se estaban desarrollando las cosas.
No le gustaba tampoco que continuara mirándole como si le estuviera
juzgando.
Lina encogió levemente los hombros mientras movía la parrilla y ponía
más hierba y musgo sobre el fuego que ardía lentamente.
—Tu alma es tuya. No puedo influir en ti. Podrías simplemente huir o
dirigirte hacia el Fuego y convertirte en un héroe.
—Oh, sí, un héroe, desde luego.
Adam se sonó y desvió su mirada de la de Lina para fijarla en el fuego.
—Quieres decir que es demasiado tarde por lo que a mí concierne, porque
ya estoy sentenciado.
—No necesariamente —dijo Lina con toda tranquilidad—. Si tu abuelo
conservó la espada durante todos estos años sin que le causara ningún daño,
debe de haber trabajado para revocar los conjuros. Tal vez descubriera algo
que nadie más ha sabido…
Pero Adam se vio sorprendido por un nuevo pensamiento y se apartó de
ella.
—Todas esas historias… —murmuró con la mente ausente—. Me estaba
preparando para el caso de que este día se presentara. Sabía que cuando él
muriera ellos intentarían averiguar el paradero de la Espada Maldita, y tenía
que advertírselo a alguien. Pero ¿por qué me eligió a mí? Podía haber elegido
a mi padre…

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—Tal vez los oídos de tu padre no estaban preparados para escuchar. O
puede ser que el corazón de tu padre estuviera vinculado… a otras cosas.
—Debe de haber otras vías… —dijo Adam delicadamente mientras
observaba el molesto viento.
Repentinamente aparecieron por el oeste nubes de tormenta, y se
extendieron por el cielo como una mancha. La brisa de la mañana se había
vuelto ahora helada y los árboles más altos crujían y sacudían sus hojas secas.
—Debe de haber otros hombres que puedan controlar la espada. Dásela a
uno de ellos, a uno de tus guerreros…
—Las naciones hicieron votos para que nadie tocara la espada durante
doscientos años. Es demasiado peligroso; eso les haría cambiar su voluntad y
tendríamos que enfrentarnos a otro Kalidor. Además, en ocasiones como éstas
nadie sabe en quién confiar. Los espías se hallan por todas partes. En este
momento, los caballeros se encuentran reunidos en consejo en la colina y mis
padres han ido allí para parlamentar con el resto. Y de una cosa estoy segura:
no querrían que se supiese que la Espada Maldita está aquí de nuevo.
Adam se volvió para mirarla.
—¿Por qué tú y yo, entonces? ¿Por qué no llevar la espada a dos grandes
guerreros? Nosotros no creo que fuéramos buenos en la lucha.
—Habla sólo por ti —dijo ella con indiferencia.
—¿Por qué tú y yo, entonces? —insistió Adam.
—Lo he considerado —dijo Lina, mientras el humo que desprendía el
fuego formaba remolinos y espirales ante su rostro—. La familia de mi padre
estaba con los guerreros que tomaron el puente del Destino durante los
últimos días del conflicto del Caballero Negro. Lucharon junto a los reyes que
se encargaron de Kalidor, y forzaron su deshonra. Pienso que de algún modo
estamos unidos a través de la muerte con nuestros ancestros. Creo que es una
maldición continuar la lucha que empezaron nuestros antepasados.
Adam se quedó en silencio mientras consideraba sus palabras. Tal vez
eran simplemente un instrumento de un plan mucho mayor. ¿Y qué
significaba la llama azul? Él no había mencionado eso porque ya había dicho
lo suficiente y, como Lina acababa de expresar, ¿en quién se podía confiar
verdaderamente? Tampoco hizo ninguna mención del Antiguo Guerrero, que
él esperaba se hubiera desvanecido ahora…
—¿Quieres un poco de carne? —le preguntó ella.
Él asintió distraídamente y se acercó a coger un pedazo que quemaba en
su mano.
—Deberías dejar que se enfriase —le dijo ella.

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—Lo haré la próxima vez —le respondió—, cuando tenga menos en qué
pensar…

Las nubes de tormenta cubrieron y oscurecieron medio cielo por encima del
bosque. El viento soplaba cada vez con más fuerza y sacudía los árboles. Hizo
que se avivase el fuego y el humo pasaba casi rozando el suelo. La choza, mal
construida, crujió como cuando se hunde una embarcación atrapada en una
tempestad en medio del océano.
—¿El tiempo es siempre así?
—Sólo desde que tú llegaste —le dijo ella—. Debe de saber que la espada
está de nuevo aquí y lo celebra con su furia.
Lina luchaba por colocar en su sitio un trozo de tela que no dejaba de
moverse y que servía para cubrir un agujero de la choza.
—Tendremos que irnos antes de que se haga más tarde, ya que los lobos
saldrán tan pronto como oscurezca. Y los lobos sirven a Kalidor: son sus ojos,
sus oídos, su nariz —le dijo—. Pueden oler la Espada Maldita como si fuera
carne. Tendremos que poner bastante tierra por medio entre los lobos y
nosotros.
Con un gruñido sujetó con unos clavos la tela desgarrada.
—Así que ensilla tu caballo.
—¿Mi caballo? —balbuceó Adam—. ¿Iremos a caballo?
—Tenemos un caballo para cada uno. ¿No sabes montar a caballo?
—No monto desde hace diez años, cuando era un niño.
—Entonces intenta recordarlo.
Ella le lanzó una mochila que aterrizó a sus pies.
—Recoge lo que necesites del interior de la choza. Toma toda la comida
que puedas, ya que éstos son tiempos muy malos. Podemos pasar hambre.
Adam se agachó para coger la bolsa de lona cuando Lina se fue a ensillar
los caballos.
—¿Hasta dónde iremos?
—Tan lejos como podamos —murmuró ella distraída—. Hay un
problema, sin embargo, para llevar la espada, porque si Kalidor consigue
seguir su rastro, puede alterar nuestra ruta. Necesitamos unas cajas que nos
protejan, como las que llevan las brujas. Necesitamos ponernos en contacto
con la tía de mi madre, una bruja llamada Elena, que tiene conocimientos
sobre tales cosas.
—¿Dónde la encontraremos?

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—En algún lugar de las llanuras en dirección hacia el norte del bosque.
—¿En algún lugar?
—Se mueve mucho por los alrededores. Pero se la encuentra
generalmente cerca de las grandes ciudades, donde realiza trucos de magia
para los viajeros estúpidos y les saca su oro.
Lina tensó la cincha. Puso su ballesta delante de ella sobre la silla y se
colgó un pequeño arco de caza, con sus finos dardos de metal, de su cinturón
trenzado.
Mientras Adam continuaba luchando para organizarse, ella desató su
inquieto caballo y saltó sobre sus lomos. Lina murmuraba suaves frases al
oído del animal mientras el muchacho se apresuraba al comprobar que la
tormenta retumbaba por el oeste. Negros nubarrones se desplazaban
lentamente hacia el este, y pronto los tendrían encima de ellos. Ella pensó que
aquello podía considerarse un signo de que ni siquiera los terribles caballeros
negros eran infalibles. Con la lluvia para protegerles y limpiar sus huellas, la
tarea de perseguirles se vería dificultada, y las criaturas de la noche no
conseguirían leer las señales.
—¿Estás listo?
—Casi —dijo Adam, mientras envolvía la Espada Maldita en una tela.
No serviría de mucho, pero él se sentía bastante más tranquilo teniendo la
hoja fuera de su vista. Le inquietó el pensar que la espada podría llamar y
guiar a sus enemigos hacia él como una tea encendida. Cuanto más pronto
fuera destruida la Espada Maldita por el Fuego Eterno, más feliz se sentiría.

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CAPÍTULO 8

S e encaminaron hacia el norte siguiendo un sendero que se abría entre los


árboles. El bosque les rodeaba conforme avanzaban: columnas verdes y
grises, océanos rojos y pardos, flores, semillas y espinos, abejas e insectos
saltarines, pájaros cantarines y susurrantes. Las ardillas jugueteaban entre los
orgullosos pinos o construían sus nidos entre las copas de los árboles cuajados
de hojas. Los dulces castaños cubrían el suelo; las enredaderas trepaban y
luego descendían silenciosamente.
En el lecho del bosque se podían ver capas de hongos multicolores que
desprendían toneladas de esporas. El dulce rocío de las flores caía sobre
colonias de hormigas que peinaban el suelo. Por doquier se extendía un fuerte
perfume a flores y un olor a hojas podridas, aunque el olor a tierra húmeda
prevalecía sobre los demás. Encontraban también señales de animales y, a
veces, zorros y ciervos surgiendo de los claros. El bosque se extendía como
una amplia capa, y como si fuera un ser vivo vagaba hacia arriba y hacia
abajo. Nunca estaba igual, pero se movía, se levantaba y se inclinaba a través
de peñascos y depresiones. Cubría un paisaje de ríos y barrancos, de cumbres
de granito y de caídas monumentales. Las cascadas acababan en baños de
espuma, convertidas en el llanto del bosque. Las llores, por otra parte, eran su
sonrisa.
Cruzar el bosque podría llevarles varias semanas. Estaban también
aquellos que vivían en su interior y que nunca habían salido fuera. El bosque
era su hogar, no conocían nada del vasto mundo que se extendía más allá. Allí
vivirían y morirían, y allí sacarían adelante a sus familias, y nunca se
cuestionarían en dónde se hallaban. Si las naciones hacían la guerra o si
reinaba la paz, tampoco les afectaba demasiado.
Entre aquellos árboles vagaba una banda de hombres que atacaban a los
demás. Eran los delincuentes y ladrones, y los asesinos del bosque. Les
llamaban bandidos…

Adam se detuvo para limpiarse el sudor de la cara, porque el aire era


sofocante. Se encontraban en el área de las torrenteras y de los barrancos, en

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donde se elevaban enormes coníferas como si fueran torres. Las cascadas se
hundían retumbando, lanzando velos de espuma. Nubes de mosquitos
zumbaban a través del aire húmedo como si se deleitaran con las tormentas
que se aproximaban. Pero eran simplemente las sombras de las nubes que
avanzaban moviéndose despacio por encima de sus cabezas en su largo viaje
hacia el este.
El caballo de Adam, Alón, jadeaba fatigosamente. El camino que seguían
era estrecho y empinado, y muy resbaladizo por el musgo. Además, a unos
pocos pasos a su izquierda se encontraba una profunda garganta. Las moscas
que volaban alrededor de su cabeza le incomodaban y no paraban de
marearle. Quería volver al pacífico bosque y buscar un lugar en el que
descansar lejos de aquellas molestas moscas. Adam no podía menos que
compadecerse de él. Había mejores cosas que caminar penosamente a lo largo
del sendero, con el trasero magullado mientras las moscas se te comen vivo.
Se quedó mirando a su alrededor tratando de descubrir hasta dónde habían
llegado, y notó cómo se movía una sombra.
Algo estaba emergiendo de un espeso bosquecillo de árboles, a unos
cincuenta metros, debajo de un montículo rocoso. Algo se hallaba sobre
corceles de color negro azabache que avanzaban como un trueno. Eran los
bandidos…
—¡Por todos los dioses! —gritó Adam cuando divisó a la banda al galope,
bajando por las rocas y extendiéndose como un abanico para impedir que
alguien escapara.
Él apenas pudo moverse sobre la silla, aturdido por la velocidad con la
que ellos avanzaban y aterrorizado por el ruido que producían. Si Lina no se
hubiera inclinado para dar unas palmadas sobre las ancas de Alón, los
atacantes le habrían aplastado. La muchacha dio un grito que puso
bruscamente en movimiento a los caballos, y les hizo marchar a través del
claro, abriéndose paso entre las ramas sobre un terreno mojado. Luego se
desvió de repente al alcanzar unos matorrales y un espino que se hallaban
delante de ellos.
Los animales galopaban derechos hacia un río crecido por las lluvias,
formando mantos de espuma que brillaban como un galón plateado. Pasaron
sobre unos troncos caídos con pasmosa facilidad, saltando como gacelas.
Adam luchó para no caerse de lomos de Alón, esquivando raíces y
piedras, y siguiendo a Ramadeen, el caballo de Lina. Las ramas le golpeaban
el rostro, y escuchaba el sonido de su propia voz en sus oídos. Cada vez que
Alón resbalaba, y lo hizo varias veces, a Adam le daba un vuelco el corazón.

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Los cazadores que le seguían ganaban terreno. Sus andrajos, hechos jirones,
de color verde y negro, parecían fundirse con la penumbra del bosque. Al
observar las dificultades que estaba teniendo Adam, Lina se desvió
repentinamente del camino y tomó una senda más suave, esperando ganar
terreno en el interior de la densa penumbra, por debajo de las negras
coníferas. Los dos caballos tronaban a través del bosque, hundiéndose en la
maleza y casi chocando con los abetos, tan absortos en la persecución a la que
les estaban sometiendo que casi se olvidaron de los jinetes que llevaban sobre
sus lomos. Cada uno de ellos corría para alcanzar al caballo que iba en cabeza
abriendo camino. Con la lengua fuera, resoplaban con los pulmones a punto
de estallar. Se sentían invencibles.
El terreno se fue haciendo más escarpado y traicionero; los árboles altos
escaseaban ahora, pero por debajo del cielo amenazador los animales no
dejaban de galopar, imponiéndose un ritmo desesperado. Alcanzaron así una
llanura accidentada situada en el corazón del bosque: un lugar en el que se
encontraban riscos elevados hasta donde se alzaban halcones de alas grises,
un lugar en donde los ríos se convertían en cascadas que encharcaban la
tierra.
Pero los bandidos, sobre sus negros corceles, iban ganando terreno,
compitiendo con Alón, zancada a zancada. Adam podía sentir su aliento a lo
largo del cuello; podía oler su suciedad y su sudor.
Sombras como si fueran un hado gris se acercaban a él por ambos lados.
Eran formas oscuras, de piel y harapos, que poseían ojos llameantes llenos de
furia. Sentía el viento de acero como la hoja de una espada lanzada contra su
rostro, y oyó además un perverso susurro. Pero no podía ir más deprisa. Alón
había dado de sí todo lo que podía. Estaba escupiendo sangre al final de su
valiente y condenado intento de resultar invencible. Visiones de una matanza
pasaron a través de su mente: imágenes de dolor y de acero, y de oscura
sangre derramándose por doquier. Los golpes de tambor que oía en su cabeza
eran los latidos de su corazón. Dio un gran salto para frustrar la suerte que le
esperaba, chocó contra algo, y se formó un revoltijo de miembros que
luchaban por salvarse en aquella pendiente traicionera que conducía hacia un
cañón lleno de espuma. Pero el caballo se estaba cayendo, resbalando
inexorablemente, rodando por la pendiente que llevaba hacia el borde del
cañón, mientras Adam con un pie enganchado en el estribo, estaba siendo
arrastrado tras él.
Cayeron hacia el declive, en donde el agua plateada se alzaba como un
velo desde el cañón. Rocas afiladas se levantaban por todos lados como

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cuchillos esperando para clavarse, y el agua de las cascadas rugía al caer con
enorme estrépito.
Cuando Lina se detuvo al notar la desesperada situación, vio cómo jinete
y cabalgadura caían arrojados hacia aquella especie de nubes plateadas, y
luego se hundían como piedras bajo las aguas para alimentar la creciente
espuma…

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CAPÍTULO 9

A dam se vio lanzado hacia un gran caldero de espuma, furia y agua. El


caballo llegó precipitado desde la altura, y levantó columnas de agua
de la superficie, mientras los ecos de su caída se mezclaban con el rugido y el
ruido atronador de las cascadas. El agua se cerraba alrededor del joven, y el
ruido que taladraba sus oídos le dejó prácticamente sordo. El frío sacó de
golpe el aire de sus pulmones, mientras el susto hizo que su pecho se
contrajera. Comenzó a luchar para subir hacia la superficie, frenado por el
peso de la espada que llevaba colgada a su espalda, pero cada vez que
asomaba a la superficie era succionado hacia abajo de nuevo, llevado por la
corriente.
Unas resbaladizas rocas negras se mofaron de él cuando sus dedos las
rozaron intentando asirse a ellas. Los elevados riscos que se hallaban por
encima eran lisos como el vidrio pulido. No había allí ni ramas de plantas
trepadoras ni raíces extendidas que le sirvieran para agarrarse. Mientras era
golpeado repetidamente contra las paredes del cañón notaba cómo la fuerza
desaparecía de sus miembros congelados y sentía que el terrible tirón del
remolino se apoderaba de él. Exhausto y magullado, Adam hizo un esfuerzo
desesperado para agarrarse a una repisa de piedra que se encontraba por
encima de la línea del agua, pero la corriente le arrastró y le sumergió bajo la
cascada; luego le escupió de nuevo hacia fuera.
La fuerza le lanzó hacia una especie de cueva situada tras la cortina de
agua, un tétrico pozo, muy oscuro, en donde la intensidad de la furia que se
sentía a su espalda resultaba tan sólida y densa como una sábana de duro
acero. Totalmente indefenso, sólo podía oír el mido atronador de las olas al
golpear contra las rocas. Su corazón sonaba como una carraca en el interior de
un pecho agotado. Y cuando pudo examinar el entorno no descubrió otra
forma de salida sino la que había a través del agua en forma de cascada, que
podía convertir sus miembros en polvo. A menos que la fina grieta que se
abría en la cueva y a través de la cual asomaba alguna luz llevara a algún
lugar…
Sobre las escarpadas rocas que se alzaban por encima del cañón, lleno de
espuma, el jefe de los bandidos detuvo su caballo. El viento le azotaba y

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tiraba hacia atrás con fuerza de sus ropas harapientas, haciendo que su larga
capa negra se extendiera como grandes alas abatidas. El caballo sobre el que
había cabalgado piafaba con fuerza en el suelo y relinchaba. Mientras el negro
animal se sacudía, haciendo crujir su arnés, el hombre se inclinó para
asomarse al cañón, protegiéndose los ojos contra las ráfagas de viento que allí
soplaban. Pudo ver el caballo tordo forcejeando contra la corriente, tensando
todos sus miembros para alcanzar la playa que se encontraba lejos de allí.
Pero del joven que había caído con él, ni una señal; el caballo medio ahogado
parecía estar solo. O el río se había tragado al muchacho, o había sido llevado
lejos por las aguas, aunque parecía imposible sobrevivir a la caída, ya fuera
por la tremenda fuerza del agua, o por las temibles rocas que se alzaban por
doquier como dientes afilados.
Pero el bandido no se movía de allí. Parecía sorprendido y trastornado.
Algo acerca del joven le daba vueltas en la cabeza…, algo acerca de ropas o
pertenencias que llevaba…, algo a su espalda…
El bandido no era consciente de ello, pero la voluntad de Kalidor se había
extendido para tocar el entendimiento de los hombres. El mandato del
Caballero Negro había sido:
—Traedme la Espada Maldita…
Y la mente del bandido lo había oído…
Casi se había olvidado de la banda que se hallaba detrás de él, el grupo de
hombres vestidos de negro sentados sobre sus inquietos caballos; y que ahora
contemplaban el rastro dejado por la presa que se les había escapado y que
estaba apremiando a su caballo tordo. La muchacha se alejaba de ellos
mientras su jefe Robart miraba la pequeña extensión de agua que no prometía
ninguna recompensa. Pero ellos no sentían la fuerza de la profunda
determinación del Caballero Negro, que estaba haciendo de él su esclavo.

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CAPÍTULO 10

E 1 aire se iba enrareciendo mientras Adam avanzaba lentamente,


acercándose a una pared. La grieta le había conducido hacia un mundo
de cuevas, un laberinto subterráneo de antiguas minas de hierro. Las paredes
habían sido apuntaladas con maderos tan viejos como el tiempo, que se
habían convertido en piedra. Una pálida luz gris se filtraba entre unas cañas
colocadas en el suelo. Por las paredes goteaba un agua roja como la sangre,
manchada por el mineral. Los huesos de las criaturas perdidas que no habían
encontrado la salida, se hallaban amontonados allí, en pilas abandonadas.
Las ratas de la cueva saltaron por encima como si fueran hojas cuando
Adam avanzó en medio de la oscuridad para coger la Espada Maldita. La
sujetó, apuntando hacia delante, temeroso de que alguien pudiera estar al
acecho en aquella olvidada tumba… Pues acababa de oír un murmullo de
voces, voces que hacían pensar en la muerte y que exploraban los caminos del
dolor. El sonido que llegaba era tenue, pero, aun intentándolo con todas sus
fuerzas, Adam no pudo expulsarlo de su mente. A veces las palabras le
perseguían, otras veces lograba apartarlas de sí. Cuando aquellos que
murmuraban se movieron, caminando sobre los huesos viejos y secos, se
dejaron oír como si fueran seres inhumanos…

Lina detuvo a Ramadeen cuando se dio cuenta finalmente de que ya no estaba


siendo perseguida. Los bandidos habían hecho un alto en la parte superior del
cañón que se encontraba lleno de nubarrones, e inspeccionaban el terreno,
buscando un camino que les permitiera bajar. Alejada cosa de un kilómetro de
ellos, podía verlos desde arriba relativamente segura.
Se encontraba en una pequeña meseta elevada desde donde divisaba el
cañón, y donde podía dejar que Ramadeen descansara junto a un caudaloso
río. Desde el aventajado lugar en el que se encontraba podía divisar casi todo
el panorama que se extendía ante ella. Por el norte se elevaban las cumbres de
unas montañas, y por el este se desplegaban las onduladas llanuras amarillas
que se extendían a sus pies. Podía contemplar los hilos plateados en que se

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convertían los ríos en la distancia sobre las llanuras cuando se encaminaban
por el oeste hacia el mar.
Ensombreciendo todo esto se hallaba la inmensidad del bosque, que se
extendía sobre la tierra como si fuera el manto desplegado de Dios. Los valles
y las peladas pendientes eran como las arrugas en una tela; sus ríos
constituían las costuras.
El día se había aclarado cuando la amenazadora tormenta que envió el
Caballero Negro se retorció sobre sí misma como cuando se desinfla un
balón, y las únicas nubes que allí se podían ver eran las enormes bandadas de
aves silvestres que volaban sobre las llanuras.
Cuando la brisa tiró con fuerza del cabello de Lina, ésta dejó sueltas las
riendas de Ramadeen y le permitió que trotara un poco por entre las rocas
cubiertas de musgo. Después le llevó pendiente abajo, esperando encontrar un
rastro que la acercara al cañón.
Dos horas más tarde los bandidos cruzaron un estrecho puente sobre un
caudaloso río. Se encontraron en algún lugar al norte del sitio donde Adam
había caído, y en donde el río había ido formando meandros hasta que se
cruzó en su camino. Desde allí no sería difícil ascender corriente arriba. Las
orillas casi habían desaparecido y se inclinaban hacia el agua formando
suaves terrazas dispuestas en bancales en los que crecían jóvenes sauces. Allí
Adam podría agarrarse para salir, y…, como por casualidad, Lina en ese
momento reconoció su caballo. Alón pastaba en un pequeño prado salpicado
de verónicas azules, desensillado y caminando penosamente. Parecía que
hubiera pasado la noche bajo una tormenta. Pero no se percibía rastro alguno
de su perdido jinete, aunque Lina cabalgó un poco río arriba voceando el
nombre de Adam. Sólo el eco desde los negros peñascos que se encontraban
frente a ella le contestó. Lina tomó las riendas de Alón y subió un poco a
medio galope buscando hacia el oeste con la esperanza de encontrar algún
rastro del muchacho, aunque parecía una tarea desesperada localizar a Adam
ahora en el bosque. Esperaba sentir la presencia de la espada, porque los
conjuros que se hallaban en el interior de su corazón dejaban oír el sonido de
una sirena, y una o dos veces había sentido ese sonido, como si fuera un
estremecimiento lejano. Pero Lina era también conocedora de que algo
malévolo les esperaba más adelante. Algo oscuro y siniestro, más antiguo que
las mismas colinas, que se hallaba escondido en el camino de la Espada
Maldita.
Sentía cómo dos grandes ejércitos se estaban acercando de un modo
implacable; los antiguos conjuros de la Espada Maldita por un lado, y la negra

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forma de un arte envenenado. De pie sobre la ladera de la colina, Lina notaba
cómo su corazón se helaba dentro de su pecho…

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CAPÍTULO 11

— T ú oscuridad ante la que él se encontraba.


has venido para matarme —oyó decir a lina criatura desde la

Adam apenas podía ver al animal, aunque sentía su terrible corpulencia y


captaba el hedor a muerte que flotaba a su alrededor. Podía también oler su
rancio aliento y sentir sus lametazos alrededor de sus pies. Sabía que le estaba
observando con unos ojos que amaban la oscuridad, ya que era un animal de
la noche y hacía tiempo que no contemplaba la luz del día. Y ahora podía ver
las gruesas cadenas de hierro que le ataban a la pared en donde se hallaba,
sobre unos charcos llenos de cieno.
—Por fin el Caballero Negro Kalidor ha enviado a alguien para que ponga
fin a mi tormento.
—Yo no soy un asesino —dijo Adam con suavidad, aunque llevaba
levantada la espada para mantener a raya a la criatura.
—Entonces aparta tu espada, ya que yo no tengo fuerzas para luchar.
Estoy en la miseria…

El jefe de los bandidos lanzó un gruñido cuando algo que se encontraba en el


aire le sacó de su ensimismamiento. Se oyó un sonido desde algún lugar hacia
el sur: el sonido que podía hacer un perro cuando lucha por hacerse con un
hueso, tan distante y débil que apenas podía detectarse con el ruido que
producía el viento. Sin embargo, Robart lo captó y le dio vueltas en su mente,
sabiendo, instintivamente, que ese sonido lejano era el de un animal poderoso,
y que una fuerza había penetrado en el mundo.
El sonido arrancaba de las mismas entrañas del bosque, en dirección al
sur, donde ciénagas envenenadas marcaban el fin del reino. Algo surgió desde
el fango para embriagarse de ese aire fétido y envolverle con velos de fuego.
Era el Antiguo Guerrero, que había recorrido un gran trayecto a través del
tiempo para dar con la espada perdida por el malvado Kalidor, aunque los
conjuros habían ido más allá de lo necesario, y el Antiguo Guerrero tenía que
mantenerse alejado de la tierra. Los viejos magos, en su isla maldita, habían
dedicado enteramente sus vidas a servir los deseos del Caballero Negro, y

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habían arrojado una maldición que ni ellos mismos podían controlar y que
amenazaba al mundo. Sólo su dueño y señor, Kalidor, cada vez más enfermo,
orgulloso y presuntuoso, pensaba que poseía la inteligencia necesaria para
enviar de nuevo las fuerzas de la oscuridad, al ser él el único que no tenía
miedo.
—¿Qué estás escuchando? —preguntó uno de sus hombres mientras las
sombras caían sobre las cicatrices de Robart.
—Algo lejano, y que se encuentra hacia el sur, buscando lo mismo que
nosotros. Un rival en la búsqueda de la espada.
La mirada de Robart se deslizó hacia un lado para escrutar a fondo a
través del cañón, justo en el momento en el que Lina también lo había hecho,
y él pudo detectar la espada. Avanzaba por debajo de los peñascos y sobre la
playa, hacia un objetivo fatal…
—Abandonaremos aquí la búsqueda. Viajaremos hacia el oeste para
encontrar un camino que lo atraviese.
Robart miró una vez más hacia el sur, lugar de donde el Guerrero quedaba
aún un poco alejado. Sabía que debía localizar la espada antes de que llegara
la nueva fuerza. Hablaba de un mal de tal magnitud como nunca había
conocido, mayor que el antiguo y amenazador poder que se encontraba bajo
las colinas. Parecía como si por todas partes fueran surgiendo negras fuerzas
del mal atraídas por la Espada Maldita…

Desconocedor de todo esto, Adam se enfrentó a sus propios problemas en el


complejo de minas que se encontraban por debajo de los riscos de piedra
negra, en donde una inmensa criatura obstaculizaba su camino y los demonios
que eran sus esclavos se habían reunido detrás de él.
La bestia podía tragárselo. Adam se dio cuenta de repente de eso, mientras
sus ojos cansados se adaptaban a la lóbrega oscuridad; la criatura parecía
llenar la mina, su aspecto era horrible y sus seis miembros parecían estar
hinchados. Podría compararse con una enorme babosa o crisálida gris, con
unas cavidades del tamaño de un puño para respirar, que resollaban y dejaban
caer flemas. Sus dientes sobresalían entre fragmentos de carne que colgaban
como banderas hechas jirones. Su olor era repugnante.
Sin embargo, a pesar de su aspecto monstruoso y del envolvente olor a
muerte, no le había amenazado ni tampoco realizó ningún movimiento de
acercamiento, atrapada como estaba por las cadenas que la sujetaban a la
pared, y hacían de ella un ser lastimoso. Gemía desesperadamente y se

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retorcía como si le doliera algo, haciendo girar en su rostro unos ojos
amarillos y putrefactos.
—Tú has venido para matarme. Kalidor se apiada al fin de mí —continuó
murmurando la criatura.
Adam se encontraba al mismo tiempo aturdido y conmovido por la bestia.
—No vengo de parte de Kalidor, y no soy tampoco un asesino.
—Vienes para atormentarme —gritó la criatura penosamente, aunque sus
ojos dejaban asomar una pizca de astucia—. Por favor, mátame
inmediatamente, deja que la muerte me sorprenda, ya que me encuentro
angustiado. Durante un milenio me he podrido entre estas cadenas pidiendo
que la muerte pusiera fin a este miserable estado, ya que yo era un hombre
hasta que me crucé con Kalidor, quien me arrojó a este pozo. Envió a magos
malvados para que por medio de hechizos me transformaran en lo que ahora
ves. Durante mil cien años mi vida ha ido perdiendo su fuerza. Por favor,
acaba con ella noblemente.
—No soy un asesino —dijo Adam sintiéndose incómodo, mientras
intentaba que sus miembros dejaran de temblar.
La espada era pesada y quería dejarla en el suelo. Quería sentarse y
encontrar tiempo para pensar. Aquello era demasiado para él, y la presencia
de la criatura le turbaba. Sentía la malicia y temía el modo en que le miraba y,
sin embargo, se había visto atrapado por el dolor durante siglos. ¿No se
apiadaría de la criatura al saber que Kalidor le había preparado ese destino?
Como si hubiera tenido conocimiento de este pensamiento, la bestia habló
de un modo apremiante.
—Veo que te causo un gran horror. Si hay algún espacio en tu corazón
para la piedad, por favor, mátame inmediatamente. Yo también fui un hombre
antes, un padre y un hijo. Preferiría encontrar la muerte ahora que seguir así
un solo día más. Soportar simplemente una hora más ya es demasiado, mi
corazón no puede ya con tanto dolor. Libérame, permite que pueda descansar
en paz. Golpéame en el corazón. Amigo, ten misericordia.
—Yo no puedo matarte —dijo Adam—. Es algo que no puedo hacer.
La enorme criatura asintió como si pudiera entenderlo.
—La compasión a veces es cruel. No podemos matar para salvar, y así
permitimos que continúe el dolor. De ese modo tienen lugar las cosas, según
parece.
—¿No puedes romper tus cadenas?
—Han sido atadas con conjuros. Nada puede romperlas.
—¿Qué sabes de la Espada Maldita? —le preguntó Adam con cautela.

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—La hoja de la Espada Maldita podría romper las cadenas de acero y
deshacer los conjuros. Pero ya no existe la Espada Maldita. La Espada
Maldita fue destruida. La Espada Maldita…
—Yo la tengo.
Se produjo un momento de silencio en el que ni se movió ni respiró nadie
en el interior de la oscura mina. Ni la inmunda criatura, que parecía
encontrarse hipnotizada. Ni los negros y rastreros demonios, que acallaron su
charla sobre la muerte. Ni tampoco el propio Adam, que se vio perturbado por
la idea de que no debía haber dicho nada. Se hallaba sobrecogido y débil por
el sufrimiento, y no estaba entrenado para luchar de otro modo que con su
inteligencia, lo que suponía un arma inservible cuando su boca se abría y
desvelaba sus secretos…
—Tú eres en verdad el señor de las tormentas y de la muerte sin redimir
—murmuró la bestia gris.
—No soy ni un guerrero ni un caballero —dijo Adam—. Simplemente
tengo conmigo la espada; ese es mi único papel en todo esto. La espada debe
ser destruida.
La bestia gris inclinó su cabeza.
—Así sea —dijo.
—Yo cortaría tus cadenas si me dejaras pasar. Pero si haces cualquier
movimiento en falso, te la clavaré en el corazón…
La enorme criatura se levantó; luego, con una inclinación de cabeza, le
dijo respetuosamente:
—Tienes mi palabra. Seré tu siervo.
—No quiero un siervo —le dijo Adam—. Te voy a liberar simplemente
porque has sufrido durante mucho tiempo.
Dio un paso hacia atrás para tener espacio para poder balancear la espada
y formar un arco para dejarla caer. La hoja cortó el aire en la oscuridad y
despidió unas pequeñísimas llamas amarillas.
Vio cómo otra llama oscilaba en el aire, la misma llama azul que divisó
cuando aquella criatura salió de los infiernos. Pero en esta ocasión se echó
hacia atrás como si temiera acercarse a la espada.
Con cautela dio un paso hacia delante, hacia el lugar en el que se
encontraba la criatura jadeando y distinguió unas llamaradas de fuego en sus
ojos, bailando como lenguas hambrientas. Luego, la mina resplandeció de luz.
Pero cuando Adam levantó la espada para golpear las cadenas, la bestia
gris dio un salto y lanzó un gemido, a continuación se oyó el sonido de un
trueno, y se le levantó un trozo de carne lleno de pus, y luego agarró la espada

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y la hizo caer de su mano. La bestia se movió con tal fuerza, que el ímpetu le
hizo tambalearse hacia atrás. Adam no había conocido antes tanto dolor y
tanta rabia. Esta rabia relampagueó en el interior de su mente, después intentó
agarrar su corazón y casi le cegó.
Inmediatamente la llama azul se extendió e iluminó su rostro. Se vieron
chispas que lanzaba la carne, y cómo la grasa chisporroteaba. A continuación
la bestia gris alzó las manos para arrancarse los ojos. Estaba agonizando
mientras la llama se iba extinguiendo, tocando y abrasando la carne.
La bestia gris, en el paroxismo de la cólera, soltó un rugido, pero no pudo
tocar la llama que la atormentaba.
Cuando dejó la vaina de la espada repiqueteando en el suelo, el oscuro
espacio se llenó de luz procedente de unas grandes llamaradas de color
naranja. Adam recogió la espada y dio un salto para situarse junto a la
criatura, para poder clavársela en el corazón. La espada resplandeció en su
mano como si supiera dónde se encontraba el peligro, y antes de que Adam
pudiera darse cuenta había asestado un golpe mortal.
El grito de la bestia fue horrendo, parecía no tener fin, era como si la
criatura no pudiera morirse y fuera a continuar gritando para siempre. Cuando
se extinguió su última nota, los maderos de la mina sonaron como si unas
campanas hubieran sido tañidas en los infiernos. Luego se hizo el silencio, y
la llama azul desapareció; la bestia gris se convirtió en polvo por debajo de un
fuego que se iba consumiendo. Los negros demonios desaparecieron como
espantados por la luz. Adam quedó rebozado en el lodo…
Cuando se recobró, se dirigió en dirección norte hacia la entrada de la
mina. Habían colocado maderos para impedir el paso a la gente que fuera por
allí, pero Adam echó abajo la barrera de un puntapié y se encontró de nuevo
al aire libre sobre la ladera de una colina, bañada por la luz anaranjada que
sobre ella arrojaba la puesta de sol. Las obras de la mina, que se encontraban
detrás de él, parecían abandonadas. La triste y engañosa bestia se había visto
liberada al fin para atormentar otros mundos.
Adam había conocido el sabor de la sangre al utilizar la Espada Maldita, y
pronto se daría cuenta de que en este mundo en lucha abierta nada quedaba
igual con la presencia de la espada, tal vez ni siquiera él mismo. Ya que
parecía que, más que ninguna otra cosa, la más deseada y codiciada por todos
era la espada, y mientras la llevara consigo tendría muy poco descanso.
Incluso ahora había sido víctima de sus tretas, que tan sólo ofrecían muerte.
Se encontraba exhausto física y anímicamente, envidiado, desdeñado y
temido por todo lo que se hallaba en aquella tierra. Ya había sido víctima de

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la magia de la espada, y mientras la hoja continuara con él sus destinos se
verían entrelazados. No había ninguna otra salida posible hasta que él arrojara
la espada al Fuego Eterno…

Lina le encontró descansando cerca de unas rocas al abrigo de la brisa del


atardecer. Él observó con cautela a la cazadora rodeada por los rayos
anaranjados del sol poniente. El viento tiraba hacia atrás de su cabello y los
caballos que se encontraban detrás de ella relinchaban sin parar. Lina no le
preguntó a Adam qué horrores había visto, ya que podía sentir el asombro y el
dolor que se habían apoderado de él. En silencio le agarró de la mano y le
condujo ladera abajo en busca de un río para lavarse…

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CAPÍTULO 12

E sa noche acamparon en un refugio formado por antiguas coníferas que


habían sido arrancadas por las terribles tormentas invernales y lanzadas
contra un risco. A cierta distancia, por detrás de ellas, los bandidos intentaban
encontrar su rastro en la creciente oscuridad. Delante de ellos les esperaban
los peligros y placeres de su viaje hacia el norte.
Encendieron un fuego en el lugar en donde acamparon, y observaron
cómo el humo se elevaba a través de las ramas y adoptaba la forma de
serpientes enroscadas por encima de los árboles. Después vieron salir las
estrellas, que brillaban como perlas diseminadas en un mar negro azabache.
Lina agarró un conejo que había cazado con su arco. Bebieron en unas copas
un tanto viejas que sacó de su morral. Luego hicieron un colchón de helechos
y se acostaron sobre él, junto al crepitante fuego.
Las sombras cayeron sobre ellos cuando se tumbaron envueltos en finas
mantas, con sus cabezas apoyadas sobre las alforjas. El viento de la noche
susurraba los árboles, facilitándoles el sueño.
Adam conservaba la Espada Maldita junto a él, temiendo perderla de
vista. Desde que salió de la lóbrega mina la había tenido todo el tiempo junto
a él, conocedor de cuanto significaba. Era el símbolo del terror y de la
esperanza; un icono para los condenados; una antorcha para alumbrar el
camino. Le había tocado a él, un extraño en esta tierra, para forjar su destino.
No podía confiar en aquel lugar, con su magia y deseos, y tenía que hacerlo lo
mejor posible con lo poco que conocía. Una de las cosas que Adam sabía era
que no habría paz mientras la Espada Maldita continuara existiendo. Sin
embargo, era tan hermosa que deseaba mirarla; quería sacarla de su funda de
tela. Quería sentarse tranquilamente junto al agradable fuego mientras la
sostenía sintiendo su peso en las manos. La hoja parecía estar susurrando
mientras permanecía a su lado, como pidiéndole que alargara la mano y la
cogiera. Pero sabía que los hechizos encerrados en lo profundo de su corazón
estaban intentando seducir su mente.
Hizo esfuerzos para pensar en otras cosas. Pensó en los amigos que había
dejado atrás, en la familia que había quedado en su hogar, y se preguntaba
cómo podría escaparse de este nuevo mundo, y si sobreviviría a la lucha. Ya

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que estaba seguro de que tendría que combatir para poder marcharse de
aquella tierra, en donde cada árbol y cada piedra parecían verse arrastrados
hacia la espada; en donde todos los que se encontraban, que suponían un
obstáculo, reclamaban solamente la espada. Miró a Lina mientras descansaba
junto al fuego, con sus grandes ojos oscuros perdidos en la luz suave e
inconsciente del fuego. ¿Cómo podrían atravesar los dos aquellas tierras
terribles, llevando consigo la Espada Maldita?

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CAPÍTULO 13

A bandonaron el bosque a primera hora de la tarde tres días después. El


sol calentaba mucho en un cielo de un claro color cobalto, y el aire
quemaba como si fuera fuego y estaba tan quieto que no se movía ni una hoja
mientras cabalgaban a través de las desparramadas filas de arbustos que
formaban las tropas de vanguardia del bosque en su batalla interminable con
la llanura. En línea recta, por delante de ellos, se extendía un mar de verdes y
pardos cercado por las laderas de las montañas hacia el norte, que con sus
faldas escarpadas y grises parecían constituir un sólido dique construido para
contener la marea. A lo lejos, al este de donde ellos se encontraban, aparecía
una segunda hilera, y en algún lugar hacia el oeste se hallaba un inmenso mar
hirviente. Pero su camino seguía recto hacia delante, a través del árido
cinturón conocido como Kalamargue.
Dieron de comer a sus caballos antes de proseguir la marcha, y
preguntaron a un guardia fronterizo acerca de la distancia que les separaba de
las ciudades más próximas. La más cercana, en línea recta como el vuelo del
cuervo, se hallaba a dos días de allí a caballo. Se llamaba Paridoor, era un
lugar sórdido, con garitos para el juego y tabernas, pero Lina pensó que ése
era el tipo de lugar en el que su tía abuela, la bruja Elena, podría encontrarse,
pues la vieja dama amaba las ciudades pobres y cutres.
Mientras espoleaban los caballos sobre la verde pradera oyeron el grito
lejano del Antiguo Guerrero. No sabían lo que era, pero ambos sintieron
cómo se agitaba su corazón al escuchar el sonido, que se iba acercando a ellos
a una velocidad realmente inverosímil, avanzando a través de los árboles
como si no fueran sino paja, acabando con todo animal que se cruzara en su
camino, y matando a todos los hombres que encontrara a su paso.

Cuando las sombras de la tarde empezaron a caer lentamente sobre la llanura,


buscaron un lugar para descansar. Se notaban cansados y entumecidos por el
mucho tiempo pasado sobre las sillas, y el calor incesante y el polvo les
habían acabado de agotar. Un baño y un lecho de plumas eran algunas de las
cosas por las que serían capaces en aquel momento de vender sus almas.

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La posada que surgía ante ellos no parecía el mejor sitio para alojarse,
sino la clase de lugar donde las pulgas se las ingenian para echarle a uno de la
cama; pero podría ser mejor que el duro suelo. Además, el aire de la noche se
hacía cada vez más frío, extendiéndose sobre la llanura en forma de ráfagas
como si se tratara de unas alas de hielo. Era una de esas noches en las que los
lobos grises podrían merodear por allí en busca de sangre y carne.
Llevaron sus caballos hacia el establo que se hallaba detrás de la posada, y
los dejaron sobre un lecho de paja lleno de ratas. Luego, se dirigieron a través
del polvoriento corral hacia la entrada de la taberna. Era un lugar peligroso y
turbulento adonde la gente iba a pelear, así que se quedaron fuera un rato
mientras decidían si valía la pena entrar o no, aun perdiéndose el lecho de
plumas. Pero el dueño les vio y les animó para que entraran, mientras se
limpiaba las manos llenas de grasa sobre su sucio delantal. A continuación les
sirvió unas bebidas fuertes y les ofreció también comida. Intentó cogerles sus
morrales, pero Adam se pegó al suyo, y lo metió debajo de la mesa,
situándolo fuera de la vista. Después les mostró una especie de cabina
parecida a un armario de albañilería que se hallaba debajo de las escaleras de
la taberna, para que guardasen allí sus cosas si querían.
Mientras masticaban la grasienta comida que les trajo una muchacha,
contemplaban a los que se dedicaban a jugar, beber y pelear. Nadie les
molestó. Tan sólo les miraron de arriba abajo, ya que los parroquianos
estaban muy interesados en que surgiera una nueva pelea, y ambos se dieron
cuenta en seguida de que estas broncas constituían uno de los motivos
principales para que fueran allí los clientes. No era la extraña comida o la
ligera y exquisita cerveza, su mejor amigo lo encontraban en la camaradería
de los golpes. Ahora bien, aunque se asestaban muchos trastazos, no se hacían
realmente daño.
Al cabo de un rato, los dos habían olvidado lo que les rodeaba y
empezaban a acordarse de lo cansados que estaban… Fueron conducidos
escaleras arriba por una mujer muy gorda, que era quien compartía el lecho
del dueño de la posada y quien preparaba aquella comida tan grasienta. La
habitación que les dieron era muy pequeña, pero los colchones, blandos,
tenían en su interior plumas de oca. Además, las sencillas sábanas blancas que
cubrían las camas estaban limpias. Atrancaron bien la ventana para evitar el
frío de la noche, se metieron entre las sábanas y apagaron la vela, dispuestos a
dormir. Se encontraban tan cansados que ni se dieron las buenas noches. Lo
último que oyeron fue un enorme estruendo cuando alguien cayó escaleras
abajo…

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Al amanecer del día siguiente, Adam y Lina se pusieron en camino de
nuevo, inmediatamente después de haber tomado su desayuno. Amanecía, y
una ligera niebla gris se extendía sobre la llanura. Las lejanas cumbres de las
montañas aparecían como si fueran siniestros pecios, restos de barcos en
playas fantasmales.
Las ocasionales acacias parecían viajeros abandonados en una isla
desierta; sus ramas se extendían como si llamaran a alguien de una manera
muda y desesperada. Desde las colinas del este, los halcones volaban
silenciosamente a través del aire apacible y suave de la mañana. Tomaron el
polvoriento camino que cruzaba las grandes praderas, y se confundieron con
los pequeños grupos de viajeros, la mayoría de ellos caldereros y
comerciantes que llevaban sus mercancías hacia el norte, quienes les
prestaron muy poca atención. Pero cuando comenzó a atardecer aparecieron
por el camino filas de soldados encaminándose hacia el sur para reunirse allí
con los batallones. El enorme armamento que llevaban, catapultas y ballestas,
les obligó a salirse del camino por el que marchaban los soldados y a abrirse
paso a través de la llanura.
Cuando el sol apareció abrasador sobre un cielo sin nubes, colonias de
hormigas se elevaban en su danza nupcial, y nubes de aleteos de alas les
hicieron buscar el terreno algo más elevado de un montículo. Desde allí
intentaron descubrir la ciudad que buscaban en el norte, aunque no se podía
ver nada excepto un leve resplandor. Mirando a su alrededor, Lina vio unas
sombras que se iban extendiendo sobre la parte sur de la llanura. Algo
avanzaba a galope tendido, levantando nubes de polvo de la tierra
completamente seca y endurecida por el sol. Pasó un poco de tiempo antes de
que incluso la agudeza de sus ojos de cazadora pudiera descubrir qué era.
Cuando por fin se dio cuenta, dejó escapar un suspiro, y se apartó el espeso
cabello que le caía sobre los ojos.
—Los bandidos se acercan —dijo ella—, y traen lobos. Vienen en pos de
la espada…

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CAPÍTULO 14

L os bandidos se detuvieron limpiándose el polvo y el sudor de sus rostros.


Habían estado cabalgando durante casi quince horas, a lo largo de una
noche heladora y un día agotador. Sólo la voluntad de Robart mantuvo la
marcha de sus hombres. Pero incluso el jefe, aunque tocado por la llama de
Kalidor, encontraba duro proseguir el camino. Su boca y su garganta estaban
completamente resecas, sus ojos, rojos e irritados, y le temblaba el pulso.
Continuó parpadeando, mientras miraba hacia delante tratando de ver a través
de la neblina que caía sobre la llanura.
La manada de doce robustos lobos que había enviado el Caballero Negro
para que les sirvieran de guías fueron de poca ayuda. A Robart le irritaban
con aquel implacable afán en su avance a través del horno que suponía el aire
de Kalamargue. Nunca se cansaban. Seguían hasta que la piel y la carne de
sus patas se les desgarraban. Robart cogió una tela para limpiarse el rostro
repleto de sudor y ardiente.
—Debemos de estar muy cerca —dijo a sus hombres.
—Muy cerca también de la muerte —murmuró uno de los bandidos que
se hallaba detrás de él—. Los caballos están exhaustos. No podemos
continuar la marcha a este ritmo.
—Los caballos continuarán al galope hasta que yo diga que pueden parar.
—¿Y cuándo será eso? ¿Cuando se encuentren destrozados por las
bandadas de buitres o de halcones? Esto es una barbaridad.
Robart sabía que era cierto, pero no podía ahogar el ansia por hacerse con
la espada. Si lograba encontrarla, podría gobernar el mundo entero. Podría
también derrocar a los reyes y hacer que se le sometieran aceptando su poder.
Podría ser el amo de la mitad del universo, rey de todas las tierras, dueño de
la vida y de la muerte. Sus hombres serían sus esclavos, pero los esclavos más
ricos que el mundo haya conocido jamás.
—Cabalgamos tras los dos jóvenes y los tenemos a nuestra merced sobre
las llanuras —dijo con furia.
Sin embargo, mientras hablaba sintió una fuerza detrás de él que rompía
en pedazos el mundo con un fuego atroz; una fuerza tan poderosa y negra que
no podía sino temer las profundidades de su deseo. Hablaba de un poder

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maligno mucho mayor que el de Kalidor, que provenía de un mundo que se
hallaba más allá del entendimiento de los hombres. Y el sorprendente
conocimiento de que era el Guerrero nació en él mientras sentía su furioso
avance.
Miró hacia atrás como para ver su rostro; como para conocer la cólera que
podía destruir un mundo. Como para llamar a la bestia que se había unido
ahora a la carrera para reclamar la Espada Maldita.
—¿Qué estás mirando? —le preguntó uno de los bandidos.
—Algo que se encuentra detrás, en el camino que hemos recorrido y que
se acerca de un modo amenazador hacia nosotros. Si no damos alcance a los
jóvenes, estallará una tormenta que devastará nuestras almas.
Robart no dijo más, sino que espoleó a su negro corcel, y le golpeó con su
espada de plano cuando obedeció de mala gana. El caballo, totalmente
agotado, tomó aliento, pensando que era la última vez que lo hada, y corrió al
galope a través de la llanura…

En el interior de la torre solitaria sobre tina pequeña peña aislada, los


hechiceros sudaban mientras comprobaban el pavoroso avance del Antiguo
Guerrero que había penetrado secretamente desde otro mundo. ¿Podrían
encontrar alguna vez un modo de hacer que regresara de nuevo a su mundo
la colérica bestia? Había matado bordas de hombres en su viaje hacia el
norte, y cada muerte parecía aumentar su poder. Era más negro que la
noche, y cubría la tierra con ríos de sangre y lodo.
Desesperados, enviaron un mensajero a hablar con Kalidor en su torre
maldita. Le mandaron que fuera de rodillas sobre un lecho de brasas, como
penitencia por su atrevimiento.
—Mi señor; los hechiceros, que han destruido muchas almas, me han
hecho su mensajero —el criado levantó una mirada distorsionada por el
dolor—. Pero no lo elegí yo, y he pagado así mi precio. Mi señor, no me
queda piel ni en las espinillas ni en las rodillas. Los cuervos han picoteado
mis ojos.
Kalidor respiró a fondo y dijo:
—Continúa.
—Los hechiceros están aterrorizados por el gran guerrero.
—Yo soy el gran guerrero.
—El otro guerrero. El Antiguo Guerrero. Dicen que ha trazado un
camino a través de medio mundo, y ha destruido ya varias ciudades, así como

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los acuartelamientos del bosque, y todas las posadas que ha encontrado a su
paso.
—Luego deben hacer que se detenga —añadió el Caballero Negro.
—No encuentran el modo de hacerlo. Rompe todos sus hechizos. Si llega
a hacerse con la espada, será invencible. Eso es lo que dicen los hechiceros.
Antes estas palabras, Kalidor se levantó y la furia se apoderó de su
corazón. El criado se puso pálido y dio un grito ante la mirada de su amo. El
Caballero Negro le alzó y lo lanzó colocándolo sobre un gancho clavado en
la pared.
—Quiero que encontréis el modo de encadenarle, de atraerle, de impedir
que prosiga su marcha. Lanzad conjuros para dejarle ciego hasta que yo
tenga en mi poder la Espada Maldita. ¡Cuando yo posea la espada de la
muerte, entonces grabaré su nombre sobre la piel del propio guerrero!
Kalidor salió de allí mientras el criado intentaba bajarse del gancho de
metal que se estaba clavando en su espalda. No era tarea fácil ser esclavo de
Kalidor, pero pocos se atrevían a quejarse.

Los negros corceles cabalgaban a todo galope a través de la verde llanura,


mientras corrían a su lado los feroces lobos grises. Rígidos sobre los lomos de
sus caballos, los bandidos escupían y maldecían, golpeando las robustas ancas
de sus monturas con la hoja de sólido acero. Los pulmones de los caballos
echaban fuego y sus lenguas jadeaban incesantemente.
Bajo un sol abrasador sus zancadas devoraban la tierra, hasta que al fin, en
la lejanía, en dirección norte distinguieron las figuras de Adam y Lina que se
daban a la fuga, espoleando a sus exhaustos caballos con la intención de
llegar a Paridoor. Sin embargo, su huida parecía destinada al fracaso, pues los
bandidos se comportaban como si estuvieran poseídos. Soportaban el dolor y
la muerte con las espadas desenvainadas. Podían perseguir a la joven pareja e
inundar la llanura con su sangre. Podían levantar palacios cuando Robart
sacaba su espada, ya que serían sus hombres los caballeros de sus nuevas
tierras. Sus mentes se hallaban repletas de sueños y de promesas de oro.
Luego, llegó Armageddon…
Llegó cayendo como un rayo sobre sus espaldas, con un gran grito de
muerte que ahogó los demás ruidos. Llegó lanzando fuego y veneno a través
de la hoja de su espada, y trajo consigo la eternidad. Cuando el Antiguo
Guerrero irrumpió, acabó con seis de ellos simplemente con el látigo que

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llevaba en su mano. Sus ojos hundidos y sin sangre relampagueaban con una
luz cadavérica arrancada de los pozos del infierno.
Los bandidos suponían un obstáculo entre él y su presa, y tenían que ser
eliminados. Desenvainó su espada y golpeó a un hombre clavándole
limpiamente la espada en el corazón. Su caballo, rodeado de fuego, se puso de
manos para tocar con su pata el aire en esos momentos viciado por la lucha.
Las desaliñadas ropas que llevaba encima el Guerrero parecían oscurecer el
día, como si la noche cabalgara con él…
Sobre una pequeña colina que se elevaba sobre la llanura, Adam y Lina se
congelaban. Podían sentir los terribles estragos del Guerrero a sus espaldas.
Podían oír también los gritos de los bandidos que cabalgaban sin rumbo por la
llanura. Mirando hacia atrás distinguieron una ligera niebla roja
extendiéndose a través del aire, y las huellas de una matanza en la tierra.
Vieron al Antiguo Guerrero como una figura bañada en fuego, golpeando con
su espada a diestro y siniestro para acabar con los bandidos. Observaron el
agujero negro que había contenido en una ocasión su corazón, y sintieron
cómo su mirada se volvía hacia ellos. A través de la hierba seca percibieron
cómo sus ojos relampagueaban; le vieron haciendo dar la vuelta a su caballo
sobre sus cascos de fuego. Y cuando sus corazones se agitaron, el Guerrero
salió en su busca.
Su velocidad era asombrosa mientras cruzaba como un rayo la llanura,
llevando su desenvainada espada manchada de sangre roja. Oyeron estallar en
sus oídos sus gritos de muerte, conocidos por las gentes a través de los siglos.

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CAPÍTULO 15

I nclinados sobre sus negros altares, los hechiceros del Caballero Negro
trabajaban para perfeccionar sus conjuros. Hacían traer elementos de
las colinas prohibidas, almas de hielo y fuego, serpientes que habían
permanecido enroscadas a través de los tiempos.
Hicieron lo posible para mezclarlos todos ellos y convertirlos en
malignas cadenas que sirvieran para atar al Guerrero.
Luego, sus criados lanzaron las cadenas a través del espacio del reino,
llevándolas hacia la tierra sujetándolas con unas varas. Martillearon
remaches caseros que habían sido sumergidos en las aguas de la
necromancia.
El mundo entero tembló cuando se tensaron las cadenas y en todas partes
del espacio se sentía ahogar el Antiguo Guerrero, puesto que las cadenas se
enroscaban alrededor de su cuello para hacerle caer del caballo y
arrastrarle hacia el suelo. Mientras se resistía, los eslabones se rompían en
el aire, y el trueno retumbaba a lo largo de la llanura del reino.
Un relámpago estalló por los conjuros realizados por los hechiceros, en
su lucha por colocarle las cadenas…

El sobresaltado corazón de Adam no dejaba de agitarse mientras el Guerrero


desaparecía delante de sus sorprendidos ojos.
Se había sentido tremendamente inútil mientras observaba cómo el jinete
se acercaba a él, sabiendo que moriría cuando le asestara un golpe con su
negra hoja. Sería incapaz de alzar la Espada Maldita para protegerse, ya que
se encontraba petrificado. Pero tan pronto como apareció la fuerza,
desapareció rápidamente de nuevo, y todo lo que dejó tras él fue un
chisporroteo en el aire. El Antiguo Guerrero se vio arrastrado hacia la tierra
para luchar contra los hechizos y conjuros.
—¿Has visto eso? —le dijo a la muchacha cuando dejó de oírse el mido y
la llanura quedó completamente vacía.
Lina se encogió de hombros.

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—Era el Antiguo Guerrero. Fue desterrado del mundo y perdió su forma
humana. Su calavera es todo lo que le queda, puesto que el cuerpo que una
vez tuvo adoptó una forma demoníaca.
—Pero yo lo he visto antes —dijo Adam—. Fue el que me forzó a venir
aquí. Le he sentido en mis sueños como una gran fuerza amenazadora.
—Y ahora se ha ido de nuevo, de regreso a los dominios demoníacos,
como para atormentarnos —Lina temblaba a pesar de su endurecido corazón
—. Puede volver de nuevo para arrebatarte la espada. Dicen que los
caballeros a los que sirve detentan un poder mucho mayor que el del malvado
Kalidor.
Sus ojos se dirigieron hacia el lugar en el que se encontraban los bandidos
rodeados de enormes charcos de sangre sobre aquella maldita tierra. Sus
caballos se tambaleaban, heridos y destrozados. D i los lobos no quedaba ni
una sola señal.
—La oscuridad luchaba consigo misma —dijo Lina con suavidad—. Y
nosotros, en la ignorancia, nos vimos beneficiados por sus objetivos. Pienso
que esa es una muestra de que aún hay alguna esperanza para nosotros.
—¡Alguna esperanza! —replicó Adam.
La cazadora se sacudió sus miembros para desentumecerse y colocó su
caballo en dirección al norte.
—Debemos localizar a mi tía abuela antes de que vuelva la bestia. Ella
puede penetrar en su mente.
Cabalgaron lentamente hacia las lejanas montañas, atentos a cualquier
cosa que respirara. En el interior de su agitado corazón, Adam era plenamente
consciente de que se encontraban mucho más lejos de lo que pensaba.

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SEGUNDA PARTE
LA VIEJA HECHICERA

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CAPÍTULO 16

L a ciudad de Paridoor se encontraba situada junto al Kalamargue como un


pantano lleno de miasmas. Sus calles eran húmedas y olían de una forma
atroz. El humo se extendía sobre ella como una capa. Sus ventanas eran los
ojos de criaturas subidas a árboles negros despojados de ramas. Por encima de
la parte más elevada de los tejados planeaban bandadas de milanos, y
manadas de perros flacos patrullaban unos muros medio desmoronados. Las
puertas hacía tiempo que se hallaban fuera de sus goznes para fabricar
cabañas. Los caminos que conducían a la ciudad parecían hacerlo de muy
mala gana, aunque era dudoso que eso importara gran cosa a los viajeros.
Llegaban a pie y en carros para perder su dinero, duramente ganado, en los
bares de Paridoor.
Atardecía cuando Adam y Lina se detuvieron en una colina coronada de
árboles situada al sur de la ciudad, desde donde podían divisar las calles
atestadas de gente y los fuegos encendidos en las plazas. Podían oír las
carcajadas de las rameras en los bares y el horrible hedor que salía de los
establos, que daban la impresión de no haber sido limpiados nunca. También
les llegó el nauseabundo olor, fuerte y picante, de la matanza de cerdos y
gansos que se servían en el interior de las oscuras posadas.
Después de atar a los caballos, que apenas podían aferrarse a la poca vida
que les quedaba, en un bosquecillo, escondieron las alforjas y morrales en un
agujero que posteriormente cubrieron con piedras. Adam guardó consigo la
Espada Maldita, envuelta en una tela y colgada sobre su espalda, colocándola
bien hasta que sintió que se encontraba segura. Lina dejó a un lado su arco,
pero mantuvo al alcance de la mano las flechas, por si acaso tenía que luchar
con alguien.
—Deberías quedarte aquí —le dijo a Adam mientras soltaba la cincha de
Alón— para cuidar de los caballos, ya que puede aparecer algún lobo.
Además sería imprudente llevar a las calles de Paridoor la Espada Maldita.
Adam asintió y sus ojos reflejaron la penumbra que se había filtrado a
través de los árboles cuando la luz del sol desapareció.
—¿Qué vas a hacer tú? —le preguntó a ella.
—Me dirigiré a la ciudad e intentaré encontrarla.

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Lina se echó por los hombros una gruesa capa, y guardó un cuchillo de
caza debajo de su túnica gris.
—No creo que tarde mucho, dos horas más o menos. Intenta mantenerte
despierto. Si encuentro a Elena, seguro que querrá partir inmediatamente,
pues no es mujer a la que le guste esperar pacientemente cuando algo la
reclama. Estate preparado para levantar el campamento tan pronto como
lleguemos, ya que tendremos que cabalgar durante la noche.
Adam titubeó durante un momento, luego le ayudó a atar la cuerda con la
que se sujetaba la capa.
—¿Es segura esta ciudad? —le preguntó.
—Tan segura como cualquier ciudad en la que se juntan la codicia y el
oro.
Lina posó en él la mirada de sus ojos azul grisáceos, y luego le acarició la
mejilla con los dedos.
—Estaré bien —le susurró—. No te preocupes. Descansa aquí y cuida de
los animales.
Se marchó inmediatamente, casi sin que él se diera cuenta, y desapareció
en la noche mezclándose con las rocas y los árboles. Durante mucho tiempo
Adam paseó de un lado a otro apartando ramas y piedras, esperando que
volviera.
Cuatro horas más tarde seguía sin haber ninguna señal del regreso de Lina
a lo largo del polvoriento camino de Paridoor. Envuelto en una gruesa manta,
Adam fue hasta la pendiente para asomarse, pero no pudo ver nada en el
camino, excepto los faroles de los viajeros que se dirigían lentamente hacia el
norte. No se oía ni un sonido de pasos avanzando hacia el montículo, sólo el
crujido de los carros y el estruendo de los caballos mientras bajaban. Ni
susurro de voces; tan sólo los gritos de los hombres al encontrarse con sus
compañeros de viaje. Adam se impacientaba cada vez más, y los ruidos
procedentes de la ciudad, los olores a rancio y a grasa, las luces brillantes que
oscilaban, servían únicamente para recordarle lo amenazante que era Paridoor
y lo solo que se sentía. No podía quedarse allí preocupándose acerca de dónde
se hallaba Lina; tampoco podía ir a la ciudad llevando consigo la terrible
Espada Maldita.
Pero el sentido de la lealtad es muy fuerte, y finalmente Adam bajó la
pendiente para encontrarse con los viajeros. Intentó pasar inadvertido, pero la
Espada Maldita parecía gritar sobre su espalda. La sentía como si fuera una
llama proclamando su presencia y pidiendo ser oída. Y algunos ojos se
volvieron hacia ella, aunque se hallaba envuelta en una tela, como si sintieran

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que algo tiraba de ellos cuando el joven avanzaba más deprisa. Se sentían
confundidos al verle, un joven muchacho de buena estatura, solo de noche y
encorvado por el bulto que llevaba a la espalda.
Adam entró en Paridoor con un grupo de carretas, que se empujaban
tratando de asegurarse un sitio. Se encontró en una plaza empedrada de la que
salían seis calles anchas, que llevaban a los mercados de ganado, a las
tabernas y a los bazares. Las calles se hallaban iluminadas por faroles que
lucían como inmensos braseros sobre barras de metal muy altas. Había una
gran hoguera encendida en la plaza, y ante ella se paraba la gente para
comprar pedazos de carne asada. Jaulas con patos y gallinas se escalonaban
junto a una pared a lo largo de unos cien metros. Los mendigos se movían con
áspera arrogancia, pidiendo que se les diera de comer y protestando cuando
no se les entregaba nada. Una larga fila de mutilados y ciegos ocupaban toda
la parte baja de una pared.
Cuando se encontró con una manada de caballos que casi pierde el
control, Adam eligió un camino que parecía menos peligroso que el resto, y
desde un pozo salió agachándose por debajo de unos faroles y atravesó la
plaza, esquivando los montones de suciedad. Mantuvo su cabeza baja, pero se
vio detenido varias veces cuando alguien le bloqueaba el camino o algún
caballo le interceptaba el paso. Se sentía tan fuera de lugar que no podía
pensar sino en lo que tenía delante. Solo y desesperado, se apresuró a bajar
por un callejón que serpenteaba con curvas empedradas por el oscuro corazón
de la ciudad. Aparecían los edificios y las sombras, las iglesias mostraban sus
puertas cerradas con candados y las tabernas se veían rebosantes de gente.

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CAPÍTULO 17

D espués de pasarse buscando una eternidad, Adam se sintió


completamente perdido en aquella sombría parte de la ciudad. Había
muy pocos faroles en las calles, e incluso poca gente, y los que se
aventuraban a andar por allí no lo hacían durante mucho tiempo. Se les veía
apresurados sin lanzar ni siquiera una mirada hacia atrás, con las manos
metidas en las mangas de sus ropas.
De los lúgubres portales emergía el ruido que hacían las ratas al corretear,
y el olor a comida y suciedad se sentía como una nube amenazadora. Los ecos
de sus pisadas eran amortiguados por las espantosas y solitarias muertes en
los lejanos callejones.
Un grito de sufrimiento llegó desde un cuarto que se hallaba en la parte
superior de un edificio, y apareció una sombra para ocupar una ventana a la
que servían de marco unas telas viejas. El lastimero sonido del lloriqueo de un
niño que parecía abandonado tardó en dejarse de oír. Adam cruzó una plaza
vacía en donde los arroyos rebosaban dejando brotar un maloliente lodo a
través de unas losas de piedra gris, y unos gatos sin dueño salieron disparados
como fantasmas al amanecer, dejando detrás un rastro de ratas muertas. Un
poco más allá de la plaza asomaba un oscuro pasadizo que conducía a las
puertas claveteadas de un granero, y en el espacio que se extendía delante de
las puertas se encontró a una Lina tensa, luchando para protegerse. La habían
seguido tres hombres que finalmente la habían arrinconado en aquella perdida
parte de la ciudad, en donde nadie podría oírla. Estaban a punto de arrastrarla
cuando Adam gritó y saltó en su defensa. Ya había desenvainado la Espada
Maldita, y en su mano la hoja palpitaba llena de luz lanzando clamorosos
sonidos. Parecía como si la hoja desprendiese vida propia, con una voracidad
que verdaderamente le sorprendió. La espada le arrastraba a una violenta
refriega, y él poco podía hacer para retenerla. Vibraba en su mano, y unos
ecos resonaron en su cerebro, así que Adam comenzó a moverse como si con
ella formara un solo ser. Sintió cómo su poder se extendía a través de sus
miembros, sintió la profundidad de los conjuros contenidos en la hoja. No
conocía ninguna fuerza en la tierra que pudiera resistirse a su asalto, y se
sintió invencible…

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—Dejadla en paz —les dijo Adam— y regresad al lugar de donde venís, o
de lo contrario acabaré con vosotros.
Los asesinos rieron, pero sin mucho convencimiento, pues la visión de la
hoja vibrando les tenía desconcertados. Uno de ellos sacó un cuchillo muy
largo cuando una gran ráfaga de chispas saltó de la punta de la Espada
Maldita. Una lengua de fuego de color blanco envolvió al hombre de
inmediato, cubriéndole enteramente de los pies a la cabeza con un rayo de luz.
Se iluminó toda la plaza y ecos del fuego brillaron en el cielo. Un grito de
terror se mezcló con el grito de la Espada Maldita, un clamor de victoria, un
alarido de furia y de deseo vehemente, y Adam se tambaleó hacia atrás,
luchando para sostener la espada mientras se agitaba en sus manos. La hoja
brillaba con un fuego interno de color azul pálido. Se mostraba poseedora de
un poder tan terrible como para destruir un país. Y llegó hasta el alma de
Adam tirando de él hacia ese mundo distinto, desesperado.
Luchó contra esto, batallando para no perder el control, intentando
salvarse del terrible vado que se abría ante él. Y mientras luchaba contra las
llamas, la espada se rendía a sus deseos, hasta que casi la dominó. La
controlaba igual que se controla a un perro, y podía desencadenar su fuerza o
dejarla descansar, ya que la espada estaba en su corazón igual que su alma
estaba en ella, y Adam entendió que formaban una unidad.
Avanzó, y los rufianes dejaron caer sus cuchillos y levantaron a su amigo
caído, que hablaba a duras penas. Le arrastraron a través del lodo hasta la
entrada del pasadizo, y la oscuridad cayó tras sus pasos. Sólo quedaban el
silencio y el brillo de la luz mientras Adam, respirando a fondo, dejó que la
furia de la Espada Maldita disminuyera igual que cuando se enfría el vapor.
Luego, dirigió la punta hacia el suelo hasta que tocó la tierra y surgieron de
ella las últimas chispas. Cuando por fin la espada quedó en silencio y
tranquila en las manos de Adam, Lina salió del lugar en donde se había
situado, al abrigo de los asesinos. Durante un rato se quedó mirando
simplemente, como si temiera acercarse al desconcertado joven.
—No deberías haberla mostrado —le dijo ella nerviosa mientras se
aproximaba a donde se hallaba Adam.
—No pude evitarlo. Saltó de repente a mis manos.
—Envuélvela en la tela. Debemos partir inmediatamente de este lugar.
—¿Localizaste a tu tía?
—No, pero oí a alguien decir dónde podía encontrarla…

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Pero encontrar a la bruja Elena y hablar con ella eran dos cosas distintas.
Cuando Adam y Lina la localizaron, se hallaba bien atada y a punto de ser
consumida por una gran hoguera en la plaza mayor. Había engañado a unos
ricos comerciantes en repetidas ocasiones, y estaba a punto de pagar por ello.
—¡Ésta es la vieja hechicera! —gritaba un hombre desde lo alto de una
carreta—. A la bruja se la conoce también con el nombre de la Mentirosa y la
Embaucadora. Así como con el nombre de Elena.
El hombre se volvió a mirarla: un tipo coloradote y corpulento miraba
sobre el hombro a una vieja que pesaba unos cuarenta y cinco kilos. Sus fríos
ojos le observaron distraídamente.
—Fui yo quien la capturó —gritaba el hombre a la muchedumbre que se
había reunido allí para asistir al espectáculo—. Y así, como la ley no actúa,
cae sobre mí enviarla hacia la eternidad.
La vieja hechicera bostezó, y movió los ojos en un gesto de aburrimiento.
—¿Qué pasa con el oficial de justicia? —preguntó alguien entre la
muchedumbre.
—El oficial de justicia ha llegado a la conclusión de que esto es justo y
equitativo. Esta mujer robó un cerdo y lo convirtió en una vaca que luego
parió mellizos. Cada uno de esos malditos mellizos dieron lugar a otros
mellizos y cada uno de ellos parió otros mellizos que tuvieron a otros
mellizos. Y cuando los mellizos de los mellizos se aparearon con los otros
mellizos formaron diez mil mellizos.
—¿Cuánto tiempo duró eso?
—Alrededor de doce años.
—Eso no es posible.
—Sí, si eres una bruja.
—Pero ¿qué daño hay en ello?
—Porque yo compré una manada de vacas y se convirtieron en cerdos.
—¡Deberías haberlos vendido!
—¿Quién quiere diez mil cerdos? —se oyeron grandes carcajadas entre la
muchedumbre—. Además, los cerdos estaban malditos y no sacaría nada
bueno de su carne. La bruja llevó el mal a los cerdos.
Ante esto se levantó un murmullo de desaprobación, y todos los rostros se
volvieron para condenar a la bruja.
—A menos que alguien pueda hablar en su defensa, esta bruja arderá entre
las llamas.

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Bastante por detrás de la muchedumbre, Adam y Lina luchaban por
abrirse paso entre tantos cuerpos juntos. La voz de Lina se dejó oír mientras
un cabrestante levantaba a la vieja hechicera y la ponía sobre las llamas.
—¡Quiero comprarla!
—¿Qué? ¿Que quieres comprar tú a la bruja? —el hombre grueso y
coloradote se rió mientras la muchedumbre prorrumpía en alaridos y se
mofaba de ella—. ¿Qué harías con ella? Eso sí, siempre que la bruja estuviera
de acuerdo en ser vendida como tu esclava. ¿Y cuánto pagarías por ella?
¿Sabes cuánto cuesta una bruja?
—Os daré veinte coronas.
—Oh, por favor, no me hagas perder el tiempo.
—Yo compraré a la bruja con esto —dijo Adam desenvainando la Espada
Maldita casi sin querer.
Se oyó un murmullo de aprensión entre la gente, y el rostro del hombre
palideció mientras retrocedía hacia la carreta.
—Soltad simplemente a la bruja, y nadie será herido —dijo Adam con
total frialdad.
—Ahora espera un minuto —dijo el corpulento hombre desde la carreta
mientras Adam se situaba a su lado.
—Te digo tan sólo que dejes libre a la bruja.
El hombre observaba cómo vibraba la hoja en la mano de Adam.
—¿Sabes qué es esto? —le preguntó—. Es una poderosa arma conocida
como la Espada Maldita.
—Oh, por todos los dioses —suspiró la bruja—. El muchacho es un
idiota.
—¡Es la Espada Maldita! —dijo una voz entre la muchedumbre, y el
nombre fue como un fuego extendiéndose a través de la multitud.
—¿Pero puedes utilizarla? —preguntó en un susurro la voz del hombre.
—Puedo cortarte miembro a miembro y suturarte luego de nuevo —le
contestó Adam.
Las rodillas del hombre comenzaron a temblar cuando descubrió que en
los ojos del joven brillaba un fuego profundo. Podía sentir el eco de las
vibraciones de la Espada Maldita en el cerebro de Adam, y la fuerza y la rabia
que ataban a sus reñidas voluntades. Saltando desde la carreta, gritó:
—¡Soltad a la bruja! —y desapareció entre la muchedumbre.
Se produjo una tremenda conmoción cuando la multitud intentó
dispersarse, diseminándose entre las estrechas calles, pronunciando el nombre

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de la Espada Maldita. La vieja hechicera colocada sobre el cabrestante miraba
con enorme desprecio.
—¡Menudo lío has armado! —dijo.

Abandonaron la ciudad lo más rápidamente que pudieron, huyendo de allí


como si fueran ladrones a los que andaban buscando. La bruja lanzó unos
conjuros para cubrir sus rastros y produjo una niebla envolvente que se
deslizaba por las paredes, pero ella sabía en el fondo de su corazón que eran
hechizos menores contra el arte de la Espada Maldita. Atraería la atención
tanto de amigos como de enemigos, intentando hacerse con su voluntad.
Podía saberlo por la expresión del rostro de Adam, y la tensión que reflejaba,
que mostraba la gran lucha que llevaba a cabo para combatirla.
—Si luchas con demasiada fuerza, derrotará a tu alma de una vez y para
siempre —le dijo a Adam.
El muchacho no contestó, ya que estaba mirando a través de la niebla un
lago de dolor que constituía el hogar de la Espada Maldita; era el estanque
secreto en el que los viejos magos habían enfriado la antigua hoja. Pudo ver el
espanto que sentían las almas perdidas que vigilaban en sus playas, las
víctimas de la hoja que ella no liberaría nunca. Las almas gritaban en vano
para que alguien acabase con su miseria.
—No tienes por qué residir ahí —le dijo la bruja jadeando a su lado—,
aunque ella intentará arrastrarte hacia ahí dentro. La Espada Maldita es
mucho más que un arma: es magia profunda.
Sus finas manos agarraron el brazo de Adam como para darle fuerzas,
forzando su propia y firme voluntad para que fluyera por sus venas. Pero la
conmoción fue tan grande que Adam cayó al suelo.

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CAPÍTULO 18

— E res un joven muy valiente, pero has subestimado los poderes que se
hallan encerrados en el interior de la espada. Piensas que puedes
combatirlos y aprendes a utilizarla, pero te corroerá la mente. Te convertirá en
una concha, y errarás por el mundo como el Antiguo Guerrero.
La vieja hechicera observaba a Adam mientras se recuperaba junto al
fuego, protegido de ojos curiosos por los encantamientos que ella había
arrojado sobre él.
—Esto no es ni bueno ni malo, ya que hay grandes poderes más allá de la
Espada Maldita.
—He visto al Guerrero.
—Lo sé —replicó la hechicera—. Le trajeron al mundo por culpa de sus
hechizos equivocados. La oscuridad no acepta ataduras, y han muerto
hechiceros mejores que el propio Kalidor.
Alimentó la luz del fuego mientras Adam miraba sus ojos oscuros y llenos
de la sabiduría que aporta el paso del tiempo. Ella cortó algo de carne y luego
la pasó por el fuego, para a continuación llevársela a los labios como para
saborear el fuego.
—El Fuego Eterno, cuyo calor nos invade a todos, será el objetivo del
Caballero Negro. Extinguir esta llama será ahora su mayor preocupación:
enviar la negra desesperación a través de todo el mundo hasta que sus
sombras se extiendan por el universo entero y todos los hombres conozcan su
nombre.
Casi inconscientemente, Elena llegó hasta las llamas y cogió una brasa.
—A él le gustaría aplastar el mundo con toda su luz y todo su calor, y así
destruirnos a todos.
A continuación, un poco apartada del fuego, habló Lina:
—Necesitamos algunas capas protectoras si tenemos que luchar con él.
Elena asintió.
—Pero lleva tiempo hacerlas, e incluso entonces no podrás habértelas con
Kalidor, ya que es fuerte y es débil, es la maldición del reino, y nos confunde
a todos nosotros. La terrible fuerza de Kalidor podría medio controlar la
espada, pero él sucumbiría a su voluntad si llega a controlar sus

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pensamientos, y así podría irradiar una fuerza que nos mataría a todos
nosotros, tanto si lo desea como si no. Debes tomar el arma y sumergirla en el
fuego.
Ella observaba a Adam como si éste fuera su destino, ya que nadie en
aquellas tierras podía esperar tener la espada. Sus ojos oscuros mostraban
astucia rodeados por su cabello, que caía como una enorme cascada gris.
—No puedes luchar con él, por lo que debes correr más que él. Nos
necesitas como guías, puesto que eres un extraño en estas tierras. Debemos
volar como el viento, ya que todos los oídos escucharán las historias de
Paridoor.
—Entonces, ¿a qué esperamos? —dijo Adam.
La vieja hechicera, suspirando, le dijo:
—No puedo irme aún. Tengo otras tareas que realizar antes.
Luego, miró hacia otra parte con los ojos empañados.
—Debemos apartar al Caballero Negro como él hizo con el Guerrero,
pues si no hacemos que se detenga, cruzará de una zancada este mundo y se
apoderará de la Espada Maldita. Mis siete hermanas que cabalgan sobre las
alas de las águilas dicen que él se mueve ahora para actuar y es la hora de la
guerra. Tenemos que detenerle y enviarle nuestras maldiciones. Las hermanas
se reúnen ahora.
La hechicera se levantó de repente y se volvió para mirar a Lina, que se
encontraba entre los árboles.
—Me llevaré a Adam conmigo, mientras tú cabalgas hacia el norte en tu
caballo castaño Ramadeen. Vete directamente hacia Drabnaroth, la aldea que
hay junto al pantano, y busca a un hombre humilde al que llaman Pignikker.
—¿Se llama Pignikker?
—Era un ladrón de piaras de cerdos. Ahora no me puedo entretener en
contarte eso. Dile que Elena irá allí, y que necesitamos una embarcación para
que nos traslade a través de los pantanos hacia las colinas del norte. Dile que
la guarde bien y que nos busque un guía de montaña en quien se pueda
confiar.
—¿Puedo ir con ella? —preguntó Adam.
—No, quiero que estés junto a mí. Necesito tener la espada a mi lado. Ni
siquiera lo cuestiones.
A continuación Elena empujó a la cazadora hacia su caballo, que ya la
estaba esperando, y mientras montaba le susurró oraciones y versos.
—Volará como el viento y nunca se desviará ni se caerá. ¡Así que
cabalga! ¡Márchate, hija mía!

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Y Lina cabalgaba ya a todo galope a través de la llanura antes de que
Adam pudiera hacer movimiento alguno para despedirse de ella. Vio cómo
desaparecía envuelta en una nube de polvo.
—Nosotros también debemos cabalgar, Adam.

A media mañana del día siguiente se hallaban ya a seis leguas de la ciudad de


Paridoor, con la Espada Maldita envuelta en unas tiras de tela y atada a la
espalda de Adam. Viajaban hacia el este a través de la elevada llanura,
encaminándose hacia las colinas que se alzaban como dinosaurios. Un sol
exterminador succionaba los últimos vestigios de vida de las praderas, que se
hallaban a punto de convertirse en polvo.
Mientras cabalgaban a través de la llanura aparecieron grandes bandadas
de pájaros, volando como hojas de otoño sacudidas por la tormenta. Liebres
del desierto sorprendidas cruzaban la tierra a grandes zancadas y saltos. Las
flores, privadas de humedad, se marchitaban. Por encima de las colinas se
estaban formando negras nubes, pero se movían hacia el norte, sin amenazar
la llanura. El lejano sonido del trueno se oía rugir como dioses cansados de
sus fatigosos días.
Adam guardaba silencio mientras observaba a Elena cabalgar sobre un
desventurado asno cargado de cestos y fardos. Llevaba ahora el cabello
recogido en trenzas que brillaban cuando les daba el sol como conos tejidos
de acero. Su piel estaba tan bronceada y tirante como un trozo de pergamino,
y sus manos, adornadas de dedos muy largos, eran finas como varas de
abedul. Sentía su voz, fuerte y profunda, susurrar casi continuamente.
—Yo siempre pensé que algún día vendríais uno de vosotros —murmuró
ella—. Exactamente así, ya que, a pesar de todos los años que hace que él se
fue, yo sabía que aún vivía.
—¿Quién? —le preguntó Adam.
—Tu noble abuelo. Al que puedo ver cuando te miro a los ojos. Fue un
hombre muy poderoso cuya sangre corre por tus venas.
—¿Tú conociste a mi abuelo?
Elena asintió.
—Estuve enamorada de él. Fue el padre de mi primer hijo, que murió
nada más nacer. Luego, la pena se apoderó de él. A menudo cruzó por mi
mente que pudo haber sido la pena la que hizo que él cogiera la espada y
saltara al vacío. Tranquilizó mi corazón el saber que sobrevivía y que perdura
a través de su descendencia.

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—Pero eso no es posible —dijo Adam sorprendido—. La batalla sobre el
puente tuvo lugar hace doscientos años.
—Venimos de mundos diferentes. Doscientos años es sólo una vida aquí.
Él era tu abuelo.
Elena se inclinó hacia atrás para darle una palmada al burro en la grupa, y
el animal hizo un movimiento para acelerar su paso. Pero cuando dejó de
recibir golpes se paró de nuevo, y prosiguió tristemente.
—Era un hombre bueno de verdad. Un noble guerrero que cabalgaba
junto con Melindorm, que fue nuestro mejor rey. Pudo haber sido un príncipe,
pero se enamoró de mí y abandonó todo lo demás.
Se volvió para mirar a Adam y, protegiéndose contra el sol, esbozó algo
así como una sonrisa llena de ironía.
—Así que enamórate de reinas y no pongas los ojos ni en brujas ni en
hechiceras.
Volviéndose de nuevo hacia delante fustigó al terco animal, que con una
estremecedora sacudida se puso al trote. Adam oyó las risas de la hechicera
llenar el aire, y se apresuró a colocarse a su lado.

Esa noche acamparon dentro de un círculo de rocas, que hacían las veces de
centinelas. Las estrellas estaban radiantes en el negro cielo que se elevaba
sobre ellos, y una luna creciente brillaba desprendiendo una luz plateada. El
aire que soplaba entre las piedras era frío y de un gris espectral, como el
aliento helado de las hadas. Elena encendió un pequeño fuego con hierbas y
corteza dispersas por allí; luego, se apagó el resplandor, hasta que sólo quedó
el brillo de las ascuas. Una vez más asó un poco de carne, y preparó un
sabroso estofado en un cuenco de cobre. Mientras cenaba se apartó el cabello,
que formó una especie de glaciares alrededor de su rostro, enmarcando los
ojos profundos, y las sombras que proyectaba sobre las mejillas simulaban las
alas de un pájaro.
—Tuve otro hijo —murmuró mientras sostenía el cuenco, como
retornando a la conversación anterior—. Ella tendría aproximadamente tu
edad cuando murió en el puente, luchando contra Kalidor. Fue la primera en
asestarle un golpe, porque, a pesar de su edad, era ya un verdadero guerrero.
Cuando el Caballero Negro la abofeteó, ella le golpeó en el pecho y en ello
empleó su último aliento. Tú debes de haberla visto…
La hechicera se estiró para coger uno de sus fardos, y sacó un farol en el
que brillaba una llama azul. Mientras lo ponía en el suelo miró a Adam a los

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ojos.
—Ésta es el alma de mi hija que inspeccionó a fondo el universo
buscando a tu abuelo. Lo hizo por la espada y por la paz del mundo, y para
satisfacerme a mí —dijo.
Un silencio mucho más profundo que la quietud de la noche se cernió
sobre el anillo de piedras.
Adam se sintió sorprendido cuando miró la llama, pues la había visto
antes, en este mundo y en el suyo.
—Cuando Raina supo de ti intentó protegerte y guiarte en tu camino.
Adam parecía hipnotizado.
—Es muy hermosa.
—Tal es el regalo que se les otorga a los que se les arrebata la vida siendo
tan jóvenes. No la contemples durante mucho tiempo o te enamorarás, y eso
no está permitido.
Cuando Adam cogió el farol y lo acercó a su rostro, sintió unas oleadas de
calor bajando hacia su alma, y luego distinguió una forma moviéndose en el
interior de la llama, extendiendo sus brazos hacia él. La muchacha era
delgada, de ojos oscuros y muy sensual. Susurraba en su corazón palabras que
nadie más podía oír. Le contó lo triste que había estado, lo solitaria que había
sido su vida y cuánto le necesitaba.
La hechicera se sintió desgraciada mientras lo observaba, pues no estaba
permitida la conversación entre las almas. Los dioses a los que servía Elena
podían pedirle cuentas por haber reunido los dos mundos. Estaba retándoles al
permitir que su hija calmase su dolor, el dolor de haber permanecido sola
durante veinte largas décadas. El precio que la hechicera tendría que pagar
podría ser el de su triste alma, perdida para toda la eternidad.
—Mi hija, Raina —susurró a la noche, maldiciendo su propia debilidad
por dejarse capturar el alma. El pensamiento de verse sola había sido muy
duro de soportar, y ahora sería condenada por ello.
A la mañana siguiente ambos se hallaban en silencio, meditando
tristemente sobre lo que conocían. La hechicera se encontraba impaciente por
ganar algo de terreno, y lamentaba su carácter impulsivo por mostrar a Adam
la llama; sin embargo, sabía en el interior de su corazón que no había sido su
voluntad la que lo había exigido. Había sido Raina, atrapada durante
doscientos años, viendo tan sólo el mundo de su madre, sin ninguna vida
propia. Había sido el anhelo de su hija el que le había dicho:
—Necesito un amigo. Déjame conversar con él.

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Y ahora se habían visto distraídos de la tarea que tenían ante ellos, como
si el mismo Caballero Negro hubiera hecho que sucediera todo eso; como si el
oscuro Kalidor, sintiendo la debilidad de aquellos corazones, hubiera
planeado eso desde hacía mucho tiempo.
—Debemos movernos con rapidez —dijo la hechicera estirando sus
miembros— si queremos tener alguna esperanza de vencer a Kalidor. Tú
debes dejar esto atrás ahora, y guardar tus pensamientos amorosos para
tiempos mejores y más tranquilos.
Luego, espoleó a su burro, mientras Adam la seguía detrás, pensando en la
llama que contenía el alma de Raina: una llama que había visto acompañar al
Guerrero y a la bestia en el interior de la mina. Raina había intentado
ayudarle, aunque no era más que una diminuta llama azul, y había intentado
también luchar contra sus miedos y enemigos. La llama le había hablado de
un modo como nadie lo había hecho antes. Estaba hechizándole con sus
melodiosas palabras e hipnotizándole con su escurridiza forma. Un fantasma
con su danza le envolvía el corazón y se alojaba en su alma.
Mientras la vieja hechicera miraba hacia atrás, una sombra tocó su
corazón, y sintió el dolor y la pena que invadía a su única hija. Tal vez se
había equivocado al reunir el fuego de Raina; quizá ella habría muerto…
—¡Nunca llegaremos allí si sigues cabalgando así! —gritó ella, para
ocultar la culpa y la pena que llevaba dentro. Podía convertir el plomo en oro
y transportar fuego junto con hielo, pero era incapaz de ayudar a su hija.
Despertado del ensueño en el que se hallaba inmerso, Adam espoleó su
caballo, galopando para ponerse a la altura de la hechicera. Ahora bien, cada
uno de ellos cabalgaba como si lo hiciera en solitario, atrapados por sus
secretos pensamientos, malditos por sus propios deseos.

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CAPÍTULO 19

L as siete hermanas de la hechicera Elena se encontraron en una arboleda


secreta. Se dieron cita a medianoche respondiendo a la llamada de
Elena, y trajeron con ellas sus propias llamas para alimentar constantemente
el fuego. Lo pusieron sobre un hoyo que excavaron en el suelo y lo rodearon
de copos de oro.
—La mayoría de ellas son ya muy viejas —le advirtió Elena a Adam
mientras ataban los caballos a unos árboles.
—No les permitas que te lean las palmas de las manos ni que miren detrás
de tus orejas, o encontrarán todo tipo de cosas.
Se puso encima una capa, con una especie de chal largo plateado que se
colocó en la garganta con un gusano aún vivo. Se adornó el cabello con flores
que hizo que se convirtieran en latón para que formaran un casco.
—Mantén la cabeza baja y la espada escondida o alguna seguro que se
corta con ella. Y todo lo que necesitamos es mezclar la sangre con los
conjuros…
Adam le obedeció. Encontró un lugar en el que descansar debajo de unos
árboles que se bamboleaban, y se quedó mirando cómo oscilaba la oscura
llama de Raina. Con lo poco que había dormido el día anterior, encontraba
difícil mantenerse despierto. De hecho, se dejó llevar por el sueño incluso
cuando las hermanas que habían sido convocadas formaron su anillo de
hechiceras. Era como si las brujas hubieran lanzado conjuros para mantener
sus ritos en secreto.

Los barcos de Kalidor partieron con la marea de medianoche para formar la


flota en el mar. Se vieron cubiertos por una oscura niebla que se tragó toda
la luz. Llevaban soldados de infantería y carros de guerra. También
acarreaban dragones, basiliscos, lanzas y ballestas. Sobre sus amplias
cubiertas traían diez mil corceles, todos ellos enjaezados de negro.
Los esclavos remaban en filas a través de los estrechos, y en el mar
abierto desplegaron las velas de color negro azabache. A lo largo de toda la
costa del reino se encontraban ya preparadas las defensas mientras los

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barcos de guerra de la flota se encontraban en el mar Tirano. El tañido de
los tambores se hacía oír a través de la marea del mundo como si fuera el
toque de difuntos. Mientras los ejércitos aliados del impaciente reino
formaban sus líneas defensivas por encima de los acantilados y de las playas,
ocho mujeres mayores y frágiles se encontraban para crear un conjuro que
les confundiera a todos ellos. Levantaron un huracán desde las
profundidades de la tierra, un remolino de humo que se tragó el cielo; y con
sus antiguas varitas mágicas lo lanzaron hacia el norte, y luego lo trajeron
de nuevo.
La tormenta se hizo mayor y se precipitó barriendo la costa, formando
una bola imposible de resistir, provocando unos vientos y una marea cuya
fuerza se hizo imparable. Y aunque el Caballero Negro llevaba hechiceros en
sus barcos, la furia de la tormenta les cogió de sorpresa. Mientras
trabajaban en un conjuro para acabar con aquello, la negra flota de su señor
se vio llevada hacia la tormenta…

—¡Despierta, Adam! —murmuró Hiena—. El rito ha terminado.


Le cogió el farol y lo colocó en su fardo mientras él se frotaba los ojos y
se sentaba medio aturdido. Cuando miró alrededor de la arboleda no vio a
nadie; las hechiceras hacía tiempo que se habían marchado.
—¿Salió todo como pensabas? —le preguntó él.
—No lo sé. Ya veremos. Oiremos el furor del Caballero Negro si no ha
sido rechazado. Pero la historia recordará que las hechiceras hicieron todo lo
que pudieron en la batalla que libró el mundo.
Elena limpió las mejillas de Adam con un trapo húmedo, pues el aire se
había vuelto muy caliente y seco después de la magia que había tenido lugar
allí. El rostro de Elena parecía cansado y había adquirido un tono grisáceo; no
era tarea fácil luchar contra Kalidor.

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CAPÍTULO 20

S obre la abrasadora llanura que se extendía al sur de Paridoor parecía


moverse una figura ensangrentada. Se la veía tendida, desgarrada, rota y
retorcida tras varios días de vagar por allí. Su mente se hallaba perdida en la
niebla como sumida en el olvido. Se había quemado y endurecido hasta que
su piel se abrió y su lengua se apergaminó. Aquella figura había sido una vez
un príncipe: el bandido, Robart Guy, que con su banda de ladrones había
recorrido todo el bosque. Pero no parecía tan elegante arrastrándose por el
suelo del reino. Una fuerte brisa le arrancaba sus ropas hechas jirones y le
tiraba con fuerza del cabello.
Vio unos enormes moscones revoloteando alrededor de los caballos
muertos. No pudo oír más latido que el de su propio corazón, que sentía frágil
y débil dentro del pecho.
Al cabo de un tiempo encontró algo de agua que se llevó a los labios,
dejando caer algunas gotas calientes de la pequeña cantimplora de cuero. Las
limpió de su rostro mientras hacía una mueca por el dolor que le causaba la
respiración forzada en la garganta. Oyó una voz en algún lugar dentro de su
cerebro, y pensó que debía de ser la voz de Kalidor. Pero era el demonio que
se encontraba debajo de la tierra para llegar a su cerebro, diciendo:
—Desátame…
Estaba delirando y luchaba por descubrir qué significaban las palabras del
Guerrero. Lo único que Robart podía entender era que si le obedecía se vería
recompensado. Obtendría riquezas que no podía ni imaginar, y podría matar a
Kalidor y convertirse en el nuevo Caballero Negro. El demonio trabajaba
sobre él aprovechando su estado febril, y poco a poco fue apoderándose de él.

Mientras Robart escuchaba, los barcos de Kalidor luchaban contra la tormenta


que les habían enviado las hechiceras. El poder de la magia parecía no tener
fin, y todos estaban ensordecidos por la terrible furia de la rabiosa tempestad
y por el rugido de las olas. Desde las agitadas profundidades subían negras
aguas, la lluvia no dejaba de caer y el viento azotaba desde todos los puntos.
Cuando las ráfagas de luz estallaron en el cielo sulfuroso convirtieron la negra

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noche en un día explosivo. Sobre las ruinas del mar Tirano estamparon su
nombre para toda la eternidad.
Olas tan altas como montañas caían sobre las cubiertas arrastrando a
hombres y máquinas de sus puestos y cadenas. Los enormes carros de guerra
cayeron al mar, llevando a sus esclavos humanos con ellos a sumirse en el
olvido. Los caballos nadaban, los hombres se aferraban a toscas balsas; los
mástiles se rompieron como si fueran de papel, las velas cayeron como trapos
de algodón, y las fuerzas del Caballero Negro formadas y vestidas para la
guerra fueron hacia la muerte gritando.
Pero la flota era realmente grande y sus barcos se hallaban muy
diseminados, y, a pesar de toda la furia y la cólera de la tormenta, no pudo
continuar con la misma virulencia sobre los barcos del Caballero Negro al
comenzar los magos a lanzar sus conjuros para anular los de las hechiceras.
Hubo una conflagración cuando los poderes entraron en colisión, y el mal fue
a la guerra con conjuros para salvar el mundo. A través de un mar de espuma
la secreta magia negra luchó por ambas partes por alcanzar la supremacía.
El propio Kalidor subió a grandes zancadas hasta la cubierta de su buque
insignia mientras los hombres se ahogaban a su alrededor y los barcos
chocaban en la oscuridad. Cuando llegó a través del aire el sonido de un
trueno, Kalidor hizo que la tormenta que había sido enviada por las hechiceras
desviara su rumbo hacia el norte. Dejando caer un fuego maldito, mientras un
sudor ensangrentado brotaba de sus poros, cogió la tormenta por la cola y la
llevó a tierra con sus garras. Hizo de la tormenta una vara que rompió con su
rodilla, y luego la lanzó al mar. Sus hombres se aterrorizaron cuando
observaron cómo se manifestaba su orden, al comprobar que su fuego interior
podía controlar una tormenta. Cuando los vientos se encaminaron hacia el
norte, cantaron su nombre y sonó en todo el reino. Este canto era: ¡Kalidor,
Victorioso ante las Tormentas! Y los hombres que se hallaban en tierras
lejanas retrocedían al oír el nombre del Caballero Negro. Parecía invencible
cuando reagrupó a sus barcos y navegó hacia el este.
Pero la tormenta había apartado a su Ilota de la ruta que se había marcado,
y Kalidor se hallaba ahora lejos de las viejas guaridas de los Cárpatos. En
lugar de acercarse a la playa, la flota se aproximaba a una costa de puntos
rocosos y bahías. Los ejércitos del reino se hallaban reunidos sobre los
acantilados, con sus armas apuntadas desde cada cresta y espolón. Cuando los
vigías avistaron tierra estaba claro que los barcos del Caballero Negro habían
encontrado la guerra que se les había prometido.

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CAPÍTULO 21

B ajo una lluvia de piedras y flechas, los barcos de la flota negra


intentaron aproximarse a la costa para desembarcar las tropas. La línea
de la costa les desafiaba, rompiendo con sus grandes fauces de espuma; el
tronar de las olas era como los gritos de batalla de los dioses oyéndose por
debajo del mar.
Los arqueros del reino disparaban como máquinas posesas; las ballestas
lanzaban sus dardos tallados a partir de las vigas. Grandes tinajas de aceite
hirviendo eran vaciadas por los acantilados formando una especie de sábanas
de fuego. Los barcos negros se aproximaban y se hicieron trizas cuando las
rocas lanzadas desde arriba hicieron que cayeran los acantilados que se
hallaban erosionados por las aguas. Los caballos negros luchaban por subir
las pendientes, que se habían vuelto muy resbaladizas por el barro, fustigados
por los negros jinetes.
En aquellos primeros momentos murieron diez mil soldados,
cuatrocientos barcos resultaron quemados y un basilisco ahogado. El mar se
volvió rojo envuelto en llamas, y los gritos de los hombres formaron un
lamento sin fin. El cielo negro se iluminó cuando el fuego creó una especie de
amanecer, y las violentas olas lanzaron las llamaradas al aire. Los grises
acantilados crujían y gruñían bajo el paso de los hombres, y se hundían en el
mar.
Dos mil arqueros se encontraban sobre una roca sacudida por la
tempestad, disparando dardos envenenados creados por Kalidor. Lanzaron un
saludo de fuego para identificar a los guerreros del rey y traspasar el corazón
del reino. Cuando los primeros hombres cayeron con estrépito, fueron
apartados a un lado y otros hombres ocuparon su lugar. La línea de guerreros
parecía no tener fin, y, sin embargo, se vio cortada. Águilas estáticas se
precipitaron para agarrar sus presas, desgarrando las lenguas y los ojos de los
hombres heridos y agotados. Se vieron abatidas también las hordas de
murciélagos que surgían de los acantilados, atraídos por la sangre del reino. Y
todavía llegaban barcos cayendo sobre las playas, desembarcando sobre rocas
y bancos, deslizándose por encima de los animales y los cadáveres. Los
caballos negros no dejaban de salpicar por la playa; los negros espadachines

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hacían sonar sus escudos; los músicos hacían sonar los tambores. Largas filas
de ratas negras surgían desde las bodegas de los barcos, salían a través de los
cabos en una interminable marea y luego se tiraban a los cuellos de los
sorprendidos guerreros para destrozarles las gargantas. Detrás de las ratas
negras, las llamaradas de los dragones resplandecían a través de la oscura
marea. El revoloteo de sus alas anunciaba una segunda tormenta cuando se
tambalearon en el aire.
Y sobre las Rocas Blancas, contra las que las olas chocaban con
estruendo, los partidarios de los reyes se dieron cuenta de que habían sido
traicionados cuando sus propios campesinos se volvieron para cortarles las
gargantas y arrojarles a la marea. Eso fue lo que ocurrió durante las largas
horas de la noche, cuando el heroísmo luchó contra el engaño y la negra
desesperación. Pero cuando llegó el amanecer, las hordas de Kalidor se
habían asegurado unos metros de playa.

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CAPÍTULO 22

L ejos del humo de la guerra, el hechicero de un pueblecito trabajaba en su


humilde choza. Tenía un gato negro, un loro, un grupo de ocas blancas y
una vaca enana, pero no era un hombre rico ni importante, sino sólo un pobre
anciano. Su espeso cabello estaba plagado de canas, y su barba gris era muy
larga. Estaba un poco cargado de espaldas y una cicatriz desigual le cubría el
labio superior. Tenía una piel oscura muy curtida y picada por la viruela.
Trabajaba mucho tiempo al aire libre, lanzando conjuros para los habitantes
del pueblo: haciendo crecer las alubias, logrando que los guisantes fueran más
grandes, que los perros corrieran tras la caza, consiguiendo que las muchachas
feas y aburridas resultaran atractivas. Él estaba muy contento, ilusionado aún
con algunos sueños, aunque las ambiciones que había tenido hacía tiempo
habían desaparecido con los años. Parecía desde fuera que la vida de Asgarok
estaba muy asentada y tranquila hasta que una tarde el bandido Robart le hizo
una visita…
Asgarok levantó la vista de su sopa cuando oyó llamar a la puerta.
—¿Quién llama?
—Un viajero fatigado buscando un remedio.
—Mi tienda cierra de noche. ¿No puedes elegir otra hora un poco más
razonable?
—Me espera un largo camino por delante.
Continuó llamando a la puerta y el anciano, respirando a fondo, apartó el
plato hacia un lado y se puso en pie.
—No soy joven, necesito descansar —dijo mientras descorría el cerrojo y
abría la puerta.
Con un movimiento rápido Robart le sujetó y le amenazó con un cuchillo.
—¿Qué estás haciendo? No tengo nada…
Robart cerró la puerta de una patada y arrastró al anciano.
—Necesito un hechizo —le dijo—. Un hechizo muy antiguo para liberar a
un demonio.
—¿Liberar a un demonio? —repitió el anciano—. ¡Esos hechizos han sido
prohibidos bajo pena de muerte!
—La ley no manda aquí, pero yo puedo matarte si ese es tu deseo.

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La hoja del arma se movía sobre la garganta del anciano a un milímetro
nada más de la arteria principal.
—Puedo ocasionarte una muerte tal que nadarás en ella, ahogándote en tu
propia sangre.
—Soy un anciano.
—Serás un anciano muerto.
El bandido le ató una cuerda alrededor de sus muñecas.
—No pienses ni siquiera en ello, o te cortaré la garganta antes de que
formules el conjuro.
Arrastró una silla y empujó al anciano hacia ella.
—Dime tan sólo qué necesitas para liberar a un demonio. Se ha visto
atado por medio de conjuros y mentiras debajo de la tierra, encadenado a
Kalidor.
El hechicero se echó a temblar recordando todo lo que conocía acerca de
la vida futura y de la vida que ahora gozaba. Pensó en la oscuridad, en el
interminable y profundo olvido, la posibilidad de que no hubiera luego otra
vida. Después de un buen rato respiró lenta y profundamente, y dejó escapar:
—Necesitamos un alma —le dijo.
Robart soltó un gruñido.
—¿Qué clase de alma? —le preguntó.
—Un alma que se ofrezca voluntariamente.
—¿Dónde hallaremos un alma así?
El anciano se encogió de hombros.
—Eso te lo dejo a ti.

El bandido entró en la bulliciosa taberna justo antes de la medianoche.


Llevaba una capa para disimular sus brazos sarnosos, y se había puesto la
capucha para esconder su terrible rostro. Mientras se movía entre la multitud
parecía un viajero desamparado en la noche. Pidió una jarra de cerveza y miró
a su alrededor, intentado ver algo a través de unas cortinas de humo tan
espeso como la niebla en invierno, e intentando no prestar atención a los
ruidos que se oían por el lugar, pues le distraían. Lo que él estaba buscando
era a algún hombre solitario que permaneciera sentado al margen de las risas
de los demás. La clase de hombre que necesita alguien con quien hablar, y a
quien ofrecer una bebida. Y pudo ver a uno junto al mostrador, con una jarra
en la mano, y una sonrisa forzada en su rostro esperando desesperadamente

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que llegara la camarera para devolverle la sonrisa. Aún no tendría los
dieciocho años, aunque se le notaba ya cansado por la cerveza bebida.
—Éste es un lugar agradable —le dijo Robart afablemente cuando se situó
junto al hombre.
—Sí, así es —le replicó el joven—. Llevó aquí catorce horas y ni una sola
vez me he sentado. Acabé mi trabajo a las ocho… y, ¿qué día es hoy?
—Hoy es martes.
—Oh, sí, martes. Lo sé —murmuró el hombre—. Ha sido mi último día
en la granja del viejo Rabunta. El viejo me despidió porque su nuevo vecino
construyó un artilugio. ¿Puedes creerte eso?
Miró el rostro de Robart, y éste vio sus ojos enrojecidos y fatigados.
—¿Podrías tener tú un ingenio que realizara el trabajo de los hombres,
ayudado por la fuerza del agua?
Robart gruñó y negó con la cabeza encapuchada.
—Para esos hombres somos tan sólo paja.
—Tienes razón —replicó el bandido—. Tienes razón, muchísima razón.
Somos tan sólo paja… para ellos.
Mientras el hombre daba un fuerte puñetazo en el mostrador Robart le
propinó una palmadita en el hombro.
—Vamos, toma otro trago. Bebamos un poco más.
Hizo una seña al tabernero y le pidió que les llevara una jarra con seis
cuartos de cerveza…
Dos horas más tarde, el hombre, Tobian, estaba casi dormido. Robart le
dio un codazo.
—Esa muchacha, detrás de la barra.
—¿Quién? ¿Sarah Rosie-Lee? —balbuceó el hombre—. Una muchacha
muy bonita. Una muchacha muy atractiva.
—Apuesto lo que sea a que te gusta.
—Oh, sí; nos gusta a todos.
Tobian entornó los ojos y miró la estancia, pero todo cuanto pudo ver
entonces fue el humo como un remolino y el espacio como si se hallara
perdido dentro de una nube.
—Es una muchacha muy atractiva. De hecho, para decir verdad, estoy
medio enamorado de ella.
—Puedo entenderlo. Parece la clase de chica por la que podría morir un
hombre.
—Oh, sí, moriría por ella —dijo Tobian gravemente.
—Tú darías tu alma por ella.

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—Desde luego que daría mi alma por ella.
Los ojos de Robart se iluminaron.
—Eso es todo lo que quería oír —murmuró con cierta dulzura.
Sobre la desierta llanura, bajo un sol resplandeciente se cortó la garganta
de Tobian. Cuando la sangre se derramó sobre la tierra polvorienta, el mago
Asgarok encerró el alma huidiza, y en una jarra de arcilla la mezcló con
algunas hierbas para así aquietarla. Vertió luego unas gotas de aceite, y
ofreció una plegaria, después miró en todos los libros que había llevado
consigo, ya que la tarea de atar almas no era la clase de arte que podía ser
memorizado.
—Podría tomar años —dijo él.
—Te daré dos horas más.
Robart limpió la sangre de su espada, luego se sentó a la sombra de la
tienda del hechicero. Utilizó una ramita de un árbol para espantar a las
moscas mientras se entretenía con sus botas. Tenía una piedrecita dentro de
una de ellas, y estaba pensando que cuando fuera rey y estuviera rodeado de
sus riquezas podría disponer de alguien simplemente para que le sacara las
chinas.
—Tendré alguien para que me quite las botas —le dijo a Asgarok, y el
anciano se volvió en redondo y frunció el ceño sorprendido—. Para quitarme
mis botas nuevas, porque tendré botas nuevas todos los días.
Asgarok asintió distraídamente mientras volvía de nuevo a su trabajo,
arrojando los primeros conjuros para proteger el alma; ya que las cadenas del
Caballero Negro seguramente tendrían hechizos defensivos que podrían
destrozar el alma.

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CAPÍTULO 23

— D ebemos cabalgar más deprisa para llegar a Drabnaroth —murmuró


Elena.
Miraba con ansiedad hacia el oeste, en donde un humo de guerra
amenazador se extendía sobre la tierra.
—El Caballero Negro ha llegado y nuestro destino está en manos de los
guerreros mortales.
Elena fustigó a su burro, urgiéndole para que cabalgara al trote, aunque
parecía un intento vano querer superar la marcha de la guerra que se
avecinaba. Pero no había alternativa: tenían que ganar la carrera para cruzar la
llanura, meciendo la llama de Raina.

El hechicero Asgarok miró a su alrededor y se frotó las manos.


—El alma está preparada —dijo.
—¿Sí?
Robart se sentó y se sacudió el polvo de la ropa. Miró hacia el oeste,
donde podía oír los tambores de guerra. Pero ahora no le asustaban porque
había encontrado a un señor que era invencible.
—¿Funcionará entonces?
—Así se dice en el libro, aunque francamente tengo mis dudas de que sea
de verdad efectivo. Los demonios de la tierra lucharon durante dos mil años
para apartar el mundo de los hombres, y casi lo lograron. Fue sólo la Espada
Maldita quien lo hizo venir de nuevo, y sólo la magia negra puede controlar a
esos negros demonios, que nacieron con mentiras en sus lenguas y malicia en
sus corazones.
—Pero ése es un problema mío —dijo Robart con aire de indiferencia—.
Tu trabajo es hacer venir de nuevo a ese demonio.
—Te destrozará el alma.
—Yo destrozaré tu corazón si no haces lo que te digo.
Asgarok gruñó y movió su cabeza con arrojo, y Robart extendió el brazo
para coger su cuchillo por si el mago se rebelaba. Pero en el fondo de su
corazón había algo que llamaba la curiosidad de Asgarok. Él nunca había

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hecho aquello, jamás había realizado conjuros tan poderosos. Tenía deseos de
conocer si estaba en su poder hacer venir a un demonio, y romper las antiguas
leyes… Tenía que intentarlo.
—Puede que no funcione —le dijo.
—Más te vale que no sea así —Robart de una zancada se situó a su lado y
le dio un codazo en el pecho—. Este señor al que sirvo recompensa bien a sus
siervos, pero acaba con sus enemigos.
—Yo no soy su enemigo —le contestó el anciano hechicero—. Sirvo
simplemente a una fuerza que traspasa la dimensión temporal.
—Deja ya todas esas monsergas y pon a trabajar al alma.
—Como desees, Robart.
El viejo hechicero se agachó y cogió la jarra de arcilla. La golpeó
ligeramente por fuera y le quitó el corcho. Se oyó salir de allí un suspiro
impuro procedente de su negro corazón cuando apareció algo gris. Era como
una larga serpiente siseando y lanzando fuego; se enrolló alrededor de la jarra
y la estrujó convirtiéndola en polvo. Robart dio un salto hacia atrás y
desenvainó su espada.
—No nos hará ningún daño ahora.
Asgarok se inclinó y cogió la serpiente, agarrándola por detrás de sus
mandíbulas. Tocó sus ojos amarillos y besó su lengua reluciente.
—Ahora a trabajar —dijo él.
El alma se echó hacia atrás formando un arco como si estuviera a punto de
atacar, y Asgarok la tiró al suelo y la hizo moverse con el pie. Ella se revolvió
violentamente alrededor de sus pies, y convirtió un trozo del suelo en cenizas;
luego, se arrojó con fuerza sobre la tierra.
Fue como un relámpago abriéndose camino a la fuerza entre el esquisto y
el basalto. Rompió repentinamente cuevas secretas y ríos fríos y negros.
Convirtió la tierra en polvo y la escupió de nuevo en forma de riachuelos de
fuego.
Por debajo del mundo, a través de océanos de roca, la serpiente-alma
avanzaba sobre las cadenas del Caballero Negro. Y mientras rompía las
ataduras que mantenían sujetos los eslabones, un terremoto golpeó la tierra. El
Antiguo Guerrero hizo un gesto de triunfo, pero se encontraba aún atrapado
en la tierra entre barras de acero. Observando desde arriba, el viejo hechicero
se retorció las manos.
—Necesitamos más almas… —dijo suspirando.

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CAPÍTULO 24

L ina se sentó a esperar en un banco de piedra caliza al sur de Drabnaroth.


Observaba el camino angosto que provenía de las llanuras, en el punto
en el que empezaba a ensancharse a través de las tranquilas granjas y los
campos. La piedra de la que se formó era sorprendentemente blanca en
contraste con el verde.
Un perezoso río brillaba hacia el oeste por entre los campos: el indolente
Gupterol, que fluía a través de una pequeña marisma antes de emerger de
nuevo formando riachuelos para alimentar al lago Malibón. Sobre el río se
hallaban grandes bandadas de garcetas blancas, que descansaban sobre los
campos como lagartos sobre la hierba. Caminaban entre las manadas de
bueyes y los ciervos como pálidos aristócratas. Familias enteras de
recolectores de lúpulo trabajaban en los campos que se encontraban hacia el
oeste. Llevaban brillantes pañuelos y arneses de cuero, de los que colgaban
grandes cestas como si fueran niños a sus espaldas. Los chiquillos y los perros
corrían de un lado a otro de los campos, gritando excitados. En el lado norte
de la aldea, las colinas de Grey Devais se elevaban como olas, cargando sobre
sus espaldas largas hileras de coníferas que habían sido plantadas allí. En
primavera, antes de que las ramas se hicieran más frondosas, serían talados
los árboles y trasladados al pantano. Acabarían transformados en robustas
balsas sobre el lago Malibón con destino a las ciudades del oeste.
Más allá de las colinas de Grey Devais y del gran lago Malibón, la
poderosa cordillera Tundra impulsaba sus accidentadas cumbres a través de
alfombras de nieve y de niebla. Sería por este camino por donde Lina y su
grupo se encaminarían finalmente. Navegarían por el Gupterol, luego
cruzarían el lago Malibón y vararían en el muelle de Treffick, un campo de
madereros situado hacia el norte. Desde allí, si encontraban un guía preparado
para llevarles, marcharían a través de la cordillera. Tendrían que hacer frente
a las tormentas de nieve y a las águilas de las cumbres y atravesar la
Pendiente del Diablo, una cadena montañosa siempre helada. Tendrían que
andar siempre por estrechos caminos por los que incluso las cabras monteses
corrían el riesgo de despeñarse.

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Todo esto por la Espada Maldita, para poderla sumergir en el Fuego
Eterno: su último y valiente intento de acabar con el malvado Kalidor. El
tiempo de los hechizos y los conjuros había pasado, y era hora de dejar el
mundo en manos de las gentes.
La mirada de Lina se quedó fija al distinguir dos figuras en la lejanía. Se
movían con lentitud, ya que el burro parecía lastimado, y Adam y Elena
cabalgaban ambos sobre el fatigado Alón. El agotado pollino caminaba
penosamente detrás de Alón, cojeando de manera lastimosa.
Exhaustos por el sol abrasador, se habían enrollado unas telas alrededor
de la cabeza para protegerse los ojos. Parecían truhanes del desierto mientras
seguían el camino que les llevaba hasta Drabnaroth. Lina salió a su encuentro
cabalgando a medio galope sobre Ramadeen, que levantaba a su paso nubes
de polvo. Dio un bufido antes de hacer un alto en el camino, y un remolino de
polvo surgió a su alrededor. Cuando Adam sujetó las riendas del fatigado
caballo para detenerse, una alegre y franca sonrisa apareció en el rostro de
Lina. Sintió un gran alivio al comprobar que no había sufrido ningún daño,
salvo algún corte y algunos golpes.
—Pareces indestructible.
Adam le sonrió.
—Fue un viaje muy largo y difícil —le dijo—. Luchamos contra
tormentas de arena y fuimos picoteados por nubes de avispas.
—Yo he estado muy descansada.
—Sí, así parece —le contestó Adam—. Pero mi bronceado es mejor que
el tuyo.
—Tú estás rojo como una langosta.
—No tiene importancia.
Elena luchaba por bajarse de los lomos de Alón, intentando apartar con el
pie su vaporosa falda, que se había enganchado en el morral.
—¿Encontraste a ese Pignikker?
—Sí.
—¿Está sobrio?
—Casi —contestó Lina.
—¡Bah!
Elena bufaba mientras se sacudía el polvo de sus ropas dando unas
palmadas a su falda marrón con tanta fuerza que parecía como si la odiara.
—¿Se ha hecho con una barca?
—Dijo que buscaría una.
—Buscarla no es suficiente.

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Elena se estiró y miró de soslayo el camino.
—¿Dónde está ese tonto borracho?
—Durmiendo en el interior de un establo.
—¿Durmiendo en el interior de un establo?
Los ojos de la hechicera se agrandaron.
—Ahora mismo le sacaré de allí.
Se dirigió hacia allí murmurando una sarta de amenazas y maldiciones
mientras Adam abandonaba lentamente la silla caliente de Alón con la espada
aún a la espalda.
—Me alegro de verte de nuevo.
—También yo me alegro —dijo Lina alegremente.

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CAPÍTULO 25

T ras pasar una noche en el pajar de un establo en el camino hacia


Drabnaroth, recogieron sus cosas por la mañana temprano y se
encaminaron hacia la ciudad. El día era suave, con nubes algodonosas de un
tono rosado que se movían por el cielo sin rumbo fijo. Una brisa que llegaba
del este traía el aroma de los limonares salvajes que se encontraban en aquella
dirección.
Luego, dejaron pastar a los caballos por los campos, y vieron pasar muy
cerca una bandada de golondrinas que cazaba moscas sobre la hierba. Oyeron
cantar a un cuco desde una hendidura que se hallaba en un espino sobre el
nido de una becada.
Más allá de un pequeño riachuelo se detuvieron para buscar cuando el
coloradote Pignikker se quejó por haber perdido su sombrero. Armó un
verdadero lío hasta que el sombrero apareció en su bolsillo posterior. Era un
hombre pequeño de mediana edad, rechoncho y muy velludo, como para
compensar el poco cabello que le quedaba en la cabeza, y tenía una voz de
cascajo que se quejaba constantemente del trato que Elena le daba. Los dos se
hallaban en el camino de vuelta, decía haciendo alarde de ello
frecuentemente, aunque nunca explicaba qué era lo que les unía. Lina decía
que debía de haber sido el novio de Elena, pero cuando la hechicera lo oyó
por casualidad le lanzó una mirada fulminante.
Los cuatro se hallaban llenos de confianza, pero lo que más les alegró fue
que Elena encontrara al fin tiempo para elaborar una capa que les protegiera.
Teniendo la Espada Maldita envuelta en una capa, las posibilidades de que
alguien les siguiera se habían visto reducidas en gran manera, y un abrumador
peso parecía haberse levantado de sus cansados hombros. Se encaminaron
hacia el oeste, hacia las orillas del Gupterol, en donde una barca de fondo
plano y remos había sido situada entre un espeso bosquecillo de adelfas.
Pignikker la miró con orgullo.
—Tuve muchos problemas para conseguir esta barca, no creáis.
—¡Cállate! —le dijo Elena, quien era incapaz de hablar con Pignikker sin
dar la impresión de que estaba siempre y sin ningún motivo molesta con él.

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Pero le ayudó a cargar la pequeña embarcación, y la empujó fuera del
lodo que rodeaba al atestado banco, dispersando a los pececillos pardos que
abundaban en aquella zona poco profunda.
Cuando ya todos estaban a bordo usaron largas pértigas para ayudar a la
barca a entrar en el perezoso río, y luego la corriente les llevó río abajo. Era
aún muy temprano; el único signo de vida que se veía era una granja que se
hallaba junto a los campos cercanos. Cuando la velocidad de la barca aumentó
por la corriente del río usaron las pértigas para mantenerla en su curso.

A media tarde habían dejado ya atrás los campos y avanzaban a través de un


paisaje bastante llano. Las colinas del Grey Devais se acercaban, pero
también el olor acre del pantano que se hallaba un poco más adelante. Por
ambas márgenes del río se extendían grandes espacios abiertos de barro, que
se podían oír crujir suavemente. El día se iba haciendo cada vez más húmedo,
y las nubes de insectos pululaban por el aire cuando cesó la agradable brisa de
la mañana. Ahora se limpiaban constantemente el sudor de la frente. El río
había comenzado a dividirse en una red que se extendía a través de altas
hileras de juncos y espadañas. Surgían grandes islas coronadas por las espesas
plantas de los márgenes que arrastraban sus raíces como si fueran pilares.
Águilas que se alimentaban de peces les observaban desde las perchas de los
árboles. Los caimanes se deslizaban desde los márgenes del río para
sumergirse en charcos llenos de ondas. Las libélulas volaban entre los juncos.
De repente apareció un olor a gas, precedente del pantano, tan intenso y denso
que encender una llama habría resultado una temeridad.
—Este olor me desagrada mucho —musitó Elena.
A Pignikker, sin embargo, le gustaba.
Alzaron un toldo para apartar los mosquitos, y Elena hizo arder
lentamente algunas hierbas que podrían haber acabado con un buey. Pero las
nubes de insectos parecían no darse cuenta y devoraban las hierbas. Cuando
los brazos del río se hicieron más anchos tuvieron que usar las pértigas para
ayudarse a navegar por entre los juncos del pantano. Al caer la tarde se
encontraban casi atrapados en un cieno maloliente y humeante.
—Ésta es la ciénaga —subrayó Pignikker.
—Bájate y tira de la barca —le dijo la hechicera.
No de muy buena gana, su guía saltó por la borda y se hundió hasta la
cintura en un lodo fétido y pegajoso. Con una cuerda atada alrededor del
pecho tiró de la pequeña embarcación, gruñendo patéticamente. Tuvo que

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sufrir las picaduras de las culebras de agua, así como las amonestaciones de la
hechicera, que parecía convencida de que simulaba el daño. Al cabo de un
rato encendió una tea para facilitar las cosas, y Pignikker avanzó abriéndose
paso. La ciénaga desapareció en las playas repletas de aluviones que rodeaban
al lago Malibón. Éste era un inmenso lago que se extendía de oeste a este,
salpicado de islas. En algunas partes era tan profundo que ningún hombre ni
ningún mago conocía a cuantos metros se hallaba el fondo. Había albergado
en tiempos enormes bancos de peces y calamares, pero habían sido tan
saqueados que los supervivientes se habían quedado en las profundidades.
Cada año, los pescadores acudían desde las cabañas que se encontraban junto
a la orilla, pero al no encontrar pesca recogían sus redes y se marchaban.
La mayoría de las islas se hallaban deshabitadas, aunque se vinculaban a
algunas de ellas extraños rumores. Se decía que durante la noche podían oírse
voces y verse pálidas luces moviéndose de un sitio a otro. Pero la mayoría de
ellas eran santuarios o lugares para explorar, en donde los mineros excavaban
para buscar oro. Había dos grandes asentamientos en las dos islas principales,
hacia el oeste del muelle de Treffick.
Cuando el grupo de Adam alcanzó la línea de la costa después de haber
arrastrado la barca durante la última media legua, la oscuridad había cubierto
el cielo, y montaron su campamento junto al resto de un barco embarrancado.
Por la noche, unos enormes búhos cazadores, que apreciaban la carne
humana, velaban por encima de las negras corrientes. Desde la playa
arrojaron piedras, y encendieron un gran fuego para mantener apartadas a las
aves poniendo fin a la oscuridad que se cernía a su alrededor. Escuchaban el
ruido de los búhos sobre el agua y de las nutrias entre los juncos, y los
susurros de las pequeñas olas cuando rompían sobre la playa. Oyeron a lo
lejos el sonido de una campana, y distinguieron las lejanas luces de un barco
que se encaminaba hacia un puerto.
Pero sobre todo eso se hallaba un cielo oscuro e intacto, tan negro como
una tumba y como boca de lobo. La noche parecía tensa, como si el lago
supiera que la Espada Maldita se hallaba por allí.

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CAPÍTULO 26

A l amanecer del día siguiente se alejaron de la playa con la ayuda de


largas y pesadas pértigas. Les quedaba un día de navegación antes de
alcanzar el muelle de Treffick, y la brisa que movía sus ropas parecía
impaciente. No había tiempo que perder, así que comieron mientras
navegaban.
La ruta que habían tomado pasaba entre dos islas inusitadamente grandes
y cubiertas de vegetación muy espesa. Aunque en ambas abundaban la fauna
y la flora, y tenían bahías bien protegidas, nadie vivía en ellas. Se decía que la
mayor de ellas contenía las tumbas de unos reyes muertos hacía ya mucho
tiempo, y de la más pequeña, que se había visto maldita por una plaga
pestilente.
Las pequeñas ciudades que una vez habían sido prósperas se habían
convertido en un lugar abandonado y lleno de maleza y parras asfixiantes.
Pero el grupo no tenía intención alguna de desembarcar en ninguna de las
dos islas, ya que el curso que debían seguir continuaba en línea recta, entre las
principales corrientes. Si se desviaban de su camino, cabría la posibilidad de
que encontrasen algún remolino. Así que Elena cogió una piedra para poder
dar una guía a la brújula y Pignikker fijó un remo en la popa para que actuara
como timón. Así prosiguieron, sin ningún incidente hasta la tarde. Luego
apareció una niebla que se extendió por todo el lago y cubrió las dos islas
mayores, que en esos momentos flanqueaban. Parecían navegar por una
estrecha y blanca garganta, sobre la que sobresalían escarpadas rocas de
pizarra que se precipitaban por encima de ambas islas, y cuando la niebla se
presentó en forma de bancos y haciéndose más espesa, su ruta se hizo
impenetrable. El mineral de hierro de las rocas afectaba a la brújula, de modo
que perdieron el curso y tuvieron que desplegar una vela. Mientras la barca
navegaba lentamente oyeron el ruido de las olas rompiendo sobre las rocas.
Se deslizaron poco a poco hacia la abrigada bahía de la isla más pequeña. No
podían continuar sin una ruta clara, ya que los remolinos se encontraban más
arriba, en donde se hallaban las principales corrientes del lago. La niebla era
ahora tan densa que hasta el sol había desaparecido de su vista. Sólo podían
esperar tristemente, sentados sobre los trozos de pizarra que habían caído de

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las pendientes laderas que se alzaban por encima de sus cabezas. La playa se
hallaba sembrada de piedras, y el lago, tranquilo y negro. El aire húmedo
helaba sus huesos.
En la isla, la diosa Barognigod, creadora de las nieblas, había estado sin
descanso durante mucho tiempo. No era una verdadera diosa, excepto para
aquellos a los que servía, que pensaban que Barognigod había hecho el cielo y
la tierra, pero podía parecer una diosa cuando se ponía sus velos y extendía
todos y cada uno de sus miembros. Podía sembrar el terror en el ojo humano,
y paralizar a sus enemigos con una cuchillada de sus colmillos. Durante
algunos milenios se había sentado en la isla, esperando pacientemente.
Los feyland que la atendían, seres algo más avanzados que los monos,
habían trabajado durante siglos para colmar todos sus caprichos. Le habían
ofrecido perros y cabras, caballos y hombres para calmar su apetito. Pero
había una cosa que deseaba verdaderamente Barognigod, y que no había
encontrado en su servidumbre. La diosa Barognigod quería succionar la llama
de un alma humana.
Ahora por fin percibía una a través de su extraña y escurridiza luz: una
temblorosa mancha de luz azul en la niebla. Sus miembros flexionados
temblaron cuando sintieron la calidez de Raina, y de sus largos colmillos
goteó sangre. Desde su fortaleza cubierta de niebla, daba órdenes:
—Traedme esa llama o moriréis con toda seguridad, y matad a todo
hombre que se interponga en vuestro camino. Traedme también su carne.
Luego, dio a los feyland polvos para adormecer, para que lo arrojaran a
los ojos de los viajeros, y también largas y exquisitas espadas con las que
cercenar sus gargantas. Les entregó asimismo cuencos de plata para que
colocaran allí los corazones que arrancaran de los pechos.
Les ofreció recompensas de libertad y otra recompensa cuando esta última
tarea fuera hecha. Dijo que debían navegar a través del lago.
Su malvada diosa les había mentido.

Cuando cayó la tarde, la niebla aún no mostraba ningún signo de levantarse.


El grupo había comenzado a explorar la isla buscando un lugar en donde
acampar, resignados a perder medio día de viaje. Su esperanza era que la
noche pudiera llevarse la niebla, de modo que pudieran partir al amanecer.
Encontraron un claro a pocos metros de la bahía, en donde algunos
árboles con muchos años habían sido derribados por una tormenta. Allí
colocaron sus fardos, pero era una reunión muy triste. Incluso el fuego del

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campamento ardía con un brillo tenue, como entorpecido por la humedad del
aire. Los sonidos de la noche parecían apagados y vagos, envueltos en la
niebla.
Pignikker fue a buscar algo más de leña.
Elena intentó lanzar un conjuro para que la niebla se levantara, pero no
tuvo éxito. Lina dejó a su lado el morral, y se colocó junto al fuego envuelta
en una manta.
Era casi medianoche cuando Adam caminó hacia la bahía, incapaz de
dormir y de quedarse tumbado en el suelo. Allí de pie se puso a lanzar piedras
al agua, oyendo cómo caía cada una de ellas, ya que no podía verlas. Se
hallaba triste y a un millón de millas de distancia del ánimo y fortaleza que
había sentido al amanecer, cuando todo le había parecido posible. Ahora los
miembros de su grupo, la Espada Maldita, Kalidor, todos parecían un sueño
pasajero. Sintió la muerte cuando contempló el lago: el pensamiento de que
todas las cosas mueren y todo desaparece. Se encontraba en un estado de
ánimo muy bajo cuando se volvió desde la playa y regresó de nuevo. Cuando
llegó al campamento, los animales de la noche estaban agazapados sobre sus
amigos. Los feyland eran negros y enanos, y por sus colmillos escurría saliva
verde. Sus brillantes ojos amarillos fulguraban con un fuego envenenado. Sus
manos robustas e hirsutas sujetaban a sus amigos por el cuello, intentando
arrancarles la vida. Pero ninguno luchaba, ya que les habían lanzado a los ojos
el polvo que les hacía dormir, provocándoles terribles sueños a través de los
cuales surgían los malvados monstruos. Sus amigos sabían que estaban
muriéndose, pero no podían salir de sus pesadillas. Adam dio un grito
espantoso mientras corría hacia el claro y cogía una rama encendida del fuego
ya medio apagado.
Moviéndola alrededor de su cabeza hizo que las criaturas se alejaran, pero
con su risa se mofaban de él. Era como si un fantasma permaneciera aún en el
claro mucho rato después de que los feyland se hubieran ido llevándose el
alma de Raina. Era como el rumor de los murciélagos al moverse entre los
árboles que bordeaban la arboleda. Había algo malévolo alrededor de las
notas inquietantes, y pusieron a prueba los nervios de Adam, haciendo que
todo su cuerpo se convulsionara. Agarró a la hechicera, que dormía y no
despertaba, no importaba cuánto gritara. Se dirigió hacia Pignikker, que tenía
el rostro azulado, y después gritó al oído de Lina. Posteriormente vio abierto
el fardo que llevaba la hechicera, y un oscuro y gran vacío en donde tendría
que estar el farol que contenía a Raina.

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Oyó a las negras bestias escaparse entre los árboles, y escuchó sus
gruñidos y bufidos cuando discutían en su correría. Estaban desapareciendo
en la noche cuando alcanzó su capa protectora y sacó la Espada Maldita.

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CAPÍTULO 27

E l Caballero Negro Kalidor estaba en lo alto de los sangrientos


acantilados mientras moría el último de sus enemigos. Murieron
atormentados, después de que les hubieran arrancado el corazón de sus
pechos. Murieron con la lengua dorada cuando se vieron privados de la
respiración. Murieron con vergüenza y con rabia, sabiendo que habían
fracasado en su intento de rechazar las terribles hordas.
Los ejércitos de la noche se extendían ya sobre los acantilados manchados
de sangre, arrebatando a los defensores sus carros y sus armas, sus almádenas,
en suma, todos sus dispositivos de guerra. Subieron los negros sabuesos en
sus jaulas desde las profundidades, y los caballos, para formar de nuevo la
caballería. Liberaron de sus cadenas a animales feroces, que no tenían
nombre, para que examinaran el terreno. Llamaron a dragones, manticores,
arpías y vampiros, todos ellos criaturas de la noche, para que les prestaran
ayuda. En suma, rotas las líneas, se extendieron sobre las llanuras.

Adam saltó entre los árboles que le obstruían el paso ayudándose de su


espada. Dando golpes a diestro y siniestro, se fue abriendo camino,
empuñando la fría Espada Maldita con ambas manos, invadido su pecho de un
terror espantoso. Su rostro se quedó petrificado en una mueca llena de
tensión, y rogó desesperadamente para que la espada cobrara vida. Pero
permanecía en silencio entre sus manos presas del nerviosismo; no refulgía ni
vibraba, seguía siendo tan sólo una hoja; y Adam necesitaba que le
transmitiera fuerza y esperanza, para sentir su poder abrumador.
Cruzó un ancho río, salpicando a su paso al atravesar sus heladas aguas y
saltar sobre unas piedras lisas semejantes a lápidas grises. Se abrió camino a
través de la ribera del río, pinchándose las manos con los espinos mientras las
ramas le golpeaban el rostro. Pero su presa permanecía en lo alto por encima
de su cabeza, apartándose de él, desvaneciéndose sus voces entre la densa
jungla. Por rápido que corriera Adam, no podía alcanzar a las veloces
criaturas. Llegó después a un desfiladero, un camino escarpado que se abría a
través de la roca en una extensa cuenca en donde crecía muy poca vegetación.

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Era un simple espacio vacío, lleno de troncos de árboles y ramas secas. La
niebla se había levantado, y una luna brillante apareció en el cielo iluminando
rocas grises que parecían haber sido pulidas y largas tiras de unos filamentos
largos y gruesos que colgaban entre los árboles. Era como si sobre las ramas
hubiera sido extendido algodón dejándolo caer en forma de sábanas plateadas
como tendido a secar. Adam notó que se adhería como algodón azucarado
cuando apartaba las hebras siguiendo la llama de Raina.
El aire se volvió helador, y esos momentos, en los que Adam caminaba a
través de la penumbra apartando las hebras pegajosas, le parecieron como un
sueño. Se hallaba rodeado de árboles desnudos y de rocas grises de aspecto
amenazador. Por encima de él todo era oscuridad. Era como si estuviera en
una caverna alejada del aire libre, y el silencio que la rodeaba era irritante e
intenso. Instintivamente disminuyó el ritmo de la marcha y adoptó un paso
más cauteloso. Algún ser vivo se encontraba por allí, de eso estaba
completamente seguro, tan seguro como hubiera estado de cualquier otra
sensación. No sabía aún de qué se trataba, pero había entrado ya en la guarida
de la macabra Barognigod. La diosa se estremeció cuando sus fieles esclavos
le llevaron el farol. Avanzaron de rodillas, vestidos con chalecos de piel
negra, y con sus rostros inclinados hacia el suelo para evitar la mirada de sus
ojos abrasadores. Hicieron el signo de una cruz sobre sus pechos gruesos y
fuertes, y murmuraron oraciones llenas de fervor. Dos de ellos entonaban
cánticos y llevaban, en las manos, una especie de rosarios y cada pocos pasos
se agachaban para besar el suelo por el que su todopoderosa diosa podía
dignarse caminar. Otro de ellos mató a un pollo y derramó su sangre por allí,
esparciendo las espesas hebras blancas que seguían sus pasos, ya que las
hebras se hallaban por todas partes, y se habían unido en una extendida red.
Su extensión cubría diez hectáreas, y en su corazón se hallaba al acecho la
poderosa reina de los feyland, una extraña criatura de múltiples piernas, una
hechicera con los colmillos envenenados, la araña Barognigod.

El sumo sacerdote colocó el farol sobre un altar de piedra. Llevaba una larga
casaca hecha con una tela manchada de sangre, y una estela de piel blanca
rateada de un zorro ártico. Tenía su cabeza una banda pintada con una mezcla
hecha de pezuña de órix molida y sangre. Sostenía un crisol en el que ofrecía
la sangre, obtenida del niño más pequeño de la tribu de los feyland. La vertió
sobre la roca y, ayudándose de sus manos, la fue extendiendo, como si fuera
una pegajosa brea de color carmesí.

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Cuando se secó la sangre se marchó de nuevo, pronunciando las palabras
sagradas en una lengua hacia ya mucho tiempo olvidada. Las sabía de
memoria, pero no tenía la más mínima idea de lo que significaban. Eran las
palabras que Selibu, su antiguo rey, había oído cuando condujo a su tribu
feyland hacia la tierra prometida, un viaje en el que entraron en conflicto con
los saqueadores del norte, quienes les empujaron hacia la isla.
Cuando sus palabras se oyeron a través de la oscuridad del bosquecillo, el
sumo sacerdote sintió cómo un temblor recorría todos los hilos. La reina
Barognigod se revolvía en su cueva, poniendo a prueba su apetito. Había
apartado de sus pensamientos la carne fresca, ya que había una comida mejor
para satisfacer su apetito. Saboreaba con deleite la idea de devorar con sus
negros colmillos el alma de Raina. Era lo tabú, lo prohibido, el Acto Sin
Nombre, tomar un alma obtenida por la muerte de otro, apoderarse de sus
pensamientos y de sus sueños, de su chispa de vida, para toda la eternidad. Se
decía que sólo Rugzudik, el demonio del sur, se había atrevido a romper los
votos que protegían a las almas humanas, pero mientras la impresionante
criatura araña se movía sobre su lecho de cráneos, planeaba ser la siguiente en
hacerlo.

Adam se detuvo en el borde del bosquecillo sagrado en donde los esclavos


feyland alimentaban a su repugnante diosa. El aire era hediondo, porque los
árboles se hallaban cubiertos con piel y jirones de carne que colgaban medio
putrefactos. El olor se alojó en su garganta como si se propusiera quedarse
allí. Hizo que su epidermis le hormigueara y el vello de su cuello se erizara.
Buscó a los feyland, pero los simios habían desaparecido entre los árboles,
abriéndose camino por entre los glóbulos de su limo. Todo lo que Adam
podía ver ahora era el farol sobre la roca y el crisol que el sumo sacerdote
había colocado allí. No distinguía ningún signo de vida, no oía nada
amenazador, y, sin embargo, sentía algo. Era un temblor en la imponente red,
una sensación de algo enorme moviéndose a lo lejos. Cuando saltó al suelo
del maloliente y silencioso bosquecillo oyó cómo se acercaba la diosa.
Casi de forma inmediata la Espada Maldita recobró la vida, y pequeñas
lenguas de fuego de color azul claro comenzaron a aparecer a lo largo de la
hoja. Adam captó la visión momentánea de un destello en unas láminas
lejanas que producían el mismo sonido que las escamas de un lagarto. Dio un
paso adelante, pero había sido atrapado por los hilos que se adhirieron a las
plantas de sus pies como lapas a una roca. Cuando llevó hacia abajo la Espada

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Maldita pareció convertirse en fuego, y ardió directamente a través de las
hebras. Dio otro paso, pero se quedó enredado de nuevo, esta vez por hilos
más fuertes, y por grandes bolas de limo. Ahora la estocada de la Espada
Maldita gastó un poco más de tiempo en quemar las hebras. Luchó por abrirse
paso hasta donde se hallaba la llama de Raina dando golpes a través de las
hebras, caminando y quedando atrapado. Cada vez que daba un paso se
adherían más hebras a sus pies y liaban sus piernas. Se estaba viendo cada vez
más rodeado por los nidos de la red, atrapado como una mosca. Cuando la
tensión de Adam crecía los movimientos de la espada se hacían más lentos.
Ésta casi gritó cuando él intentó sacarla de aquella espesa y pegajosa masa de
hebras retorcidas y limo. Cuando miró alarmado, divisó la cabeza de la
criatura que asomaba entre los árboles.
En esos momentos, cuando apareció la poderosa diosa, sujetó la Espada
Maldita con todas sus fuerzas. Era enorme y parecía llenar toda su visión. Su
envoltura exterior brillaba con una luz de color azul bronce. Estaba cubierta
de escamas de adamante y hierro. Sus ojos eran de fuego color rubí. Aunque
se movía pesadamente, con pasos bien estudiados, la diosa cruzó la tierra a
una velocidad aterradora. Constituía una torre de piernas, ojos y mandíbulas
precipitándose a través del bosquecillo. Los árboles se inclinaban ante ella, las
rocas crujían bajo sus pies, el bosquecillo temblaba como un tambor tañido
por puños poderosos. Con ella llegó el rancio olor de la caverna de la muerte
en donde devoraba sus piezas muertas. El hedor de miembros y huesos
acumulados en el transcurso de los años rezumaba a través de los poros de
Barognigod.
Cuando la diosa se acercó a Adam mostró unos colmillos ácidos: largas
lanzas de piel y huesos afilados en forma de puntas; brillantes gotas de
veneno refulgentes que luego caían goteando a tierra, como lluvia
envenenada. Cuando se inclinó sobre él, sus poderosos orificios hiladores
lanzaban hilos plateados tan gruesos como las maromas de los barcos, que
arrojaba por el aire como relucientes sedales de pesca echados a una carpa un
poco alejada.
La diosa se movía en círculos, observando la espada de Adam como si
representara la amenaza de una presa desconocida. Se balanceaba hacia
derecha e izquierda, y tendía sus filamentos como para probar la espada.
Mientras sucedía todo esto, Adam permanecía inmóvil, temeroso de mover
sus pies por miedo a verse aún más enredado; pero podía sentir cómo la
pálida Espada Maldita empezaba a latir con fuerza y brillar con luz mortecina
en forma de aviso. Se hallaba cerca del farol y podía oír el alma de Raina

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urgiéndole a que se cuidara de la súbita acometida de la araña. Cuando sus
oídos se llenaron con su voz, la araña embistió en primer lugar haciendo una
finta hacia la derecha. Adam golpeó hacia arriba. El movimiento del arma
hizo temblar las láminas de la fulgurante araña. Una gota de veneno le salpicó
y le quemó a través de su camiseta blanca, llegando hasta la carne. Cuando
Adam se quitó la camiseta para lanzársela a la bestia, buscó un lugar más
blando por debajo de su caparazón. Pero la araña continuó moviéndose en
círculos, arremetiendo y precipitándose de nuevo.
La mirada de Adam la seguía mientras daba vueltas por el lugar, las
hebras de hilo de seda envolvían sus piernas hasta que se encontró totalmente
atado formando una especie de capullo blanco que le inmovilizaba hasta la
cintura. Su única esperanza residía ahora en la espada que se había despertado
para neutralizar la amenaza. La espada y Adam se movieron, compartiendo la
tensión y la furia. La araña les desagradaba y su olor les ofendía; el
despliegue de posturas parecía simplemente arrogancia. Adam se hallaba a
punto de abatir a una diosa, y podía percibirlo ahora. Se sintió inmortal,
protegido por la espada; nada podría dañarle, nada se interpondría en su
camino. Rodeado de un destello de luz rompió los hilos que le mantenían
atrapado.
Parecía rugir cuando avanzó hacia el animal alzando la espada y haciendo
que saltaran llamaradas y chispas. La araña retrocedió aturdida y confusa
cuando Adam se abalanzó sobre ella. Le asestó un terrible golpe haciendo
silbar la espada en el aire y le produjo un terrible tajo a través de la lámina
que protegía toda una pierna. El cuerpo de la araña se estremeció y cayó al
suelo. Luego, se precipitó sobre el joven, escupiendo saliva envenenada para
abrasar y cegar sus ojos. Y extendió sus piernas para aplastarle con su peso
cuando él se acercara para golpearla.
Adam le asestó un golpe brutal, con todas sus fuerzas, hundiendo la
espada en sus oscuras tripas. El muchacho abrió con fuerza las láminas, cortó
su carne y vio manar su espesa sangre. Cuando la diosa saltó hacia atrás
atontada y aturdida, sorprendida por el dolor y confusa por el derramamiento
de su sangre, Adam habló:
—Te daré la vida —le dijo— cuando acabe contigo y haga de ti un
cadáver. Podría destruirte.
Adam mantenía en lo alto la espada, y la diosa vio cómo su hoja
resplandecía con intensos destellos y estallidos de luz azul plateada.
—Esta es la Espada Maldita a la que no se le resiste nada y a la que no
sobrevive nadie.

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La diosa se acobardó ante el balanceo de la espada, sintió el poder que
poseía en su interior y la rabia que embargaba a Adam. Cuando cogió el farol,
ella le observó con ojos que mostraban el brillo del miedo. Mientras
Barognigod se iba alejando la observaba con suma precaución, pero ella no
pensaba desafiarle ahora, pues la diosa Baragnigod comprobaba la existencia
de grandes poderes, mayores incluso de los que poseen los propios dioses.
Tendría que contentarse con los estúpidos esclavos feyland, comer los
cadáveres y beber la sangre que ellos le servían, sabiendo que estaba sola en
una oscura y vacía cueva atrapada por su soledad…

Adam volvió al claro en el que sus amigos aún continuaban durmiendo y les
quitó el polvo mágico de los ojos. Encendió el fuego de nuevo por si acaso
volvían los feyland, y se sentó para protegerles con la espada apoyada sobre
sus rodillas. Esperó hasta el amanecer, momento en que sus amigos
despertaron y miraron a su alrededor sorprendidos. Elena le preguntó sobre
todo lo que había pasado, y le hizo meter la espada dentro de su capa
protectora. Desenvainada, era capaz de sacar los ojos de todos los animales
del reino. Eso significaba que Kalidor sabría ahora dónde se hallaban, e
incluso algo más, podría saber el lugar exacto en el que se encontraban.
Estaría haciendo planes para interceptar al grupo antes de que llegasen al
cañón. Así que el tiempo era muy importante, por lo que apagaron el fuego,
pusieron a flote la barca y subieron sus cosas a bordo, y cuando el sol salió
por encima del lago Malibón navegaron rumbo al norte. Era un día claro y la
niebla había desaparecido. Las islas que se hallaban a su espalda parecían tan
serenas como el sueño. No se oía por ninguna parte ni a la diosa Barognigod
ni a sus fieles esclavos, los feyland.

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TERCERA PARTE
EL PUENTE DEL DESTINO

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CAPÍTULO 28

E 1 humo del muelle de Treffick formaba círculos por encima de la


ciudad como una especie de halo de color gris. La población, surgida
para la explotación forestal, se había edificado alrededor de los aserraderos de
madera, de los que salían tablas para dar la vuelta al mundo. El zumbido de
las sierras se dejaba oír día y noche como el de gigantescos moscardones
enfadados. Era también un lugar de descanso para los cazadores de las
colinas, quienes se reunían en las calles fangosas para hablar sobre sus
últimas presas, alrededor de un fuego, con los perros y los mulos a su lado. En
las afueras de la ciudad, en un rincón del lago, se encontraba un malecón en
donde las barcazas atadas con grandes maromas cargaban furtivamente, como
si se sintieran avergonzadas de robar el corazón del bosque. A lo largo de la
playa se amontonaban maderos, como animales esperando a que se les
sacrificara.
Cuando Pignikker condujo la barca entre las barcazas allí atracadas, los
hombres que trabajaban en las cubiertas le hicieron señas. Parecían conocerle,
y él les saludó a su vez en señal de reconocimiento. La hechicera no mostraba
alegría por haber llegado al muelle sin ningún contratiempo, pero su mente no
paraba y sus pensamientos estaban ahora más allá de la ciudad maderera, en
las blancas cumbres que había detrás. Sería la última etapa de su viaje hacia el
cañón. Sólo debía cruzar el puente del Destino antes de alcanzar el Fuego
Eterno. Pero Kalidor sabía ahora hacia dónde se encaminaba el grupo, y
estaría esperando.
Las noticias acerca del avance del Caballero Negro se habían extendido
rápidamente desde los acantilados sobre los que habían luchado sus tropas.
Nada les detendría ahora; parecían invencibles. Cruzaron el reino en una
marcha atroz, izando sus banderas envenenadas en todas las tierras en las que
habían acabado con sus habitantes. Ninguna fuerza humana ni animal podía
detener su avance, y la anciana hechicera se sentía asustada. Si Kalidor se
apoderaba de la Espada Maldita, el mundo entero sería suyo, y ellos eran tan
sólo cuatro personas para enfrentarse a sus hordas enfurecidas. La hechicera
miraba más allá de la ciudad, hacia las lóbregas y negras colinas en donde se
encontraba su destino.

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—Elena —le preguntó Adam con toda naturalidad—, ¿por qué odias tanto a
Pignikker?
Elena se agitó y se volvió para mirar a Adam.
—¿Por qué me preguntas eso? Yo no odio a Pignikker.
—Nunca eres amable con él. Nunca le contestas. Y él te venera.
Elena resopló y llevó la vista hacia donde se encontraba la barca en donde
la rechoncha figura de Pignikker se agachaba, sujetando el timón.
—Es un tonto —dijo ella— que debería querer cosas menos
insignificantes que hechiceras bien entradas en años.
—¿Piensas que te quiere?
—Oh, sí —dijo la vieja hechicera—. Ha estado enamorado de mí durante
muchos años, más de los que puedo recordar, desde que éramos niños
pequeños que corrían por los campos de nuestro lejano hogar.
Adam estaba sorprendido.
—Pero tú eres mayor que él.
—Sólo mi rostro. Tenemos la misma edad. En una ocasión le di un regalo
que se convirtió en una maldición, y, sin embargo, continúa queriéndome.
Después suspiró profundamente como si estuviera buscando dentro de su
mente aquellos lejanos momentos, ya un poco borrosos.
—Éramos unos tontos que pensábamos que el mundo era nuestro.
Vivíamos en Herring Port, una ciudad de la costa, no muy lejos del fuerte de
Kalidor, en las colinas de los Cárpatos.
—¿Conocías a Kalidor?
—Oh, sí. Era nuestro señor y nosotros sus siervos.
Elena se sentó y se acarició su enmarañado cabello, mientras miraba el
lago y su reflejo en él.
—Él era carpintero, y yo la hechicera del pueblo; y, qué tiempos aquellos,
lo bien que lo pasamos —sonrió a Adam con la mirada perdida en el pasado,
con sus dulces ojos grises a punto de llorar—. De todos los hombres que he
conocido ha sido Pignikker al que más he querido, pero no podía ser. Mis
hermanas solían molestarme —dijo gritando—. Le llamaban hombre de
piedra y otras estupideces. Pero él era muy amable y sufría sus mofas como si
fueran halagos.
La hechicera prosiguió hablando:
—Cuando teníamos diecisiete años hicimos el pacto de que nunca nos
separaríamos y que nos amaríamos tanto, durante tanto tiempo, de forma tan

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auténtica y tan profundamente, que nadie se interpondría entre nosotros —en
ese momento la visión de la hechicera se nubló mientras pensaba en un
pasado, ahora oscurecido con los miedos y la pérdida de lo que podía haber
sido; ya que nadie tiene un pasado completo y fuera de toda duda; y nadie lo
tiene todo—. Un hombre muy malo llegó allí, Kalidor, que quería que le
formulara unos simples hechizos para que su rostro grueso resultara hermoso,
y, como una diablura, puse una enorme verruga sobre su nariz aguileña.
—Pudo haberte matado.
—Casi lo hace —le dijo ella—. Fue Pignikker el que me sacó de la
ciudad, escondida dentro de un barril en el que había cerveza que aún saboreo
a veces. Así que tuve que marcharme entonces, y me quedé en las colinas,
mientras Pignikker permanecía allí para cubrir el rastro. Y no nos
encontramos hasta después de varios años, cuando la guerra ya había
empezado.
La pequeña barca vibró porque una ola la levantó y la caló con el
remolino que levantó una barcaza. Pignikker la enderezó y soltó una
maldición que Adam se vio forzado a oír.
—La guerra fue terrible. Todo estaba lleno de muerte, y no se veía ningún
tipo de solución ni algún asomo de que aquello pudiera superarse. Estábamos
preparados para morir, y por caminos separados intentamos llegar a un
arreglo. Pignikker y yo nos encontrábamos en una cueva cuando las hordas de
Kalidor llegaron y se extendieron por todas partes. Iban a quemarnos, y en un
momento de locura recé una oración desesperada. Pignikker me pidió que lo
hiciera así, y realicé un conjuro para que no pudiésemos cambiar y
permaneciéramos como estábamos, tan llenos de vida, bendecidos con nuestro
fuego interno. El conjuro se apoderó de nosotros, pero antes de que se
completara tuve que salir huyendo de la cueva, pues vi a Kalidor. Pignikker se
quedó, y fue sólo él quien se vio predestinado a permanecer siempre con esa
edad. Joven, sin mí —dijo ella, mirando a Adam a los ojos—. Por tanto, me
hago vieja y mi cabello se vuelve gris, y estoy destinada a morir. Pero cuando
él me mira continúa viendo aquella mujer que le lanzó el hechizo.
—Pero si él aún te ama…
—Él ama a un sueño —dijo ella—. Ama a la muchacha que fui, y a la
joven en la que me convertí. No ve las arrugas, el cabello, el rostro, el
aspecto; sólo mi recuerdo.
—No, él te ve —dijo Adam—. Ve a la que quiere ver. La mujer que
amaba, y a la que amará siempre. Este amor es completo porque nunca
palidece.

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—¿Y cómo sabes tú eso? —le preguntó ella.
—Sé que te ama —dijo Adam francamente.
Elena miró hacia otro lado ajustándose su chal gris. La embarcación
llegaba al muelle de madera.
—Y tú amas el alma de Raina, mientras hay una muchacha ahí detrás que
está enamorada de ti.
Se puso en pie de repente y lanzó una cuerda mientras Adam miraba hacia
atrás, donde estaba sentada la cazadora. Se hallaba ensimismada mirando el
lago.

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CAPÍTULO 29

E n su marcha imparable, las hordas de Kalidor masacraron el reino.


Mataron a granjeros, a guerreros poderosos y a mujeres jóvenes que se
hallaban en los campos con sus hijos en brazos. Quemaron hogares y
posadas, prendieron fuego a las salas de reunión, incendiaron los almacenes
de madera. Arrasaron los viñedos y los graneros, espantaron a las manadas
de bueyes y envenenaron las tierras. Derribaron los árboles, prendieron
fuego a las banderas, destrozaron los tejados de las casas. Un reguero de
muerte quedaba a su paso, mientras los jinetes cabalgaban en vanguardia
buscando nuevas presas. Nada detenía su avance, ni los arqueros les hacían
aflojar su marcha, ni las defensas rompían su ritmo.
Kalidor, el Caballero Negro, era como un trueno entre ellos, cabalgando
sobre un corcel de color negro azabache enjaezado de rojo. Portaba una
espada de fuego con tanta sangre que su llama eclipsaba al sol. Llevaba
ropas confeccionadas con piel humana, un escudo fabricado con huesos,
guantes hechos con almas. Sus botas goteaban con la sangre de aquellos
sobre los que había pisado en su imparable avance. Había visto el resplandor
de la Espada Maldita en una isla lejana en el momento en que Adam sacó la
espada de la funda que la protegía, y sabiendo el camino que debía tomar,
conociendo su objetivo, se encaminó hacia él.
Ninguna fuerza se oponía a ello, ya que la mayoría de los hombres que se
habían desplegado a lo largo del flanco oeste de las tierras por las que
cabalgaba ya estaban muertos. Lo único que se movía era la bandera que
dejó atrás, que hacía ondear el viento.

El guía de montaña que Pignikker había contratado se encontró con ellos en el


muelle. Era un hombre alto procedente de las provincias del norte, y que
parecía tener como cabello un nido de pájaros. La barba que lucía era pura
maraña, y tan negra como el ala del cuervo; sus ojos eran también más negros
que el carbón.
Cuando se encontró con ellos estaba de muy buen humor.
—Mi nombre es Bulribar y soy muy fuerte. Tengo más fuerza que un oso.

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—Ya lo veo, Bulribar —dijo la hechicera tranquilamente mientras
examinaba los robustos brazos.
—Puedo arrancar árboles.
—Bien, lo tendremos en cuenta si nos encontramos con algún árbol que
haya que arrancar.
Luego, se volvió hacia Pignikker.
—¿Dónde has encontrado a este hombre?
—Él es todo lo que pude conseguir.
—Ya veo.
Elena se dio la vuelta y se enfrentó al montañero, que era tan alto, que los
ojos de ella estaban al nivel de su cinturón.
—¿Conoces bien estas montañas?
—Como la palma de mi mano. ¡Mi nombre es Bulribar!
Lo pronunció como si adorara el término, y Elena se vio forzada a
preguntarle cuál era el significado de su nombre.
—¡Significa aquel que come como un toro!
—Ya veo. ¡Qué curioso! —respondió Elena.
Los viajeros pasaron aquella tarde en una taberna en el centro de la
ciudad. Esperando hablar a solas, se quedaron un poco desconcertados cuando
el robusto montañero llamó a sus amigos, y, aturdido por la bebida, les
presentó a cada uno de ellos con todas sus virtudes.
—Éste es Prapplegraff, capaz de escupirle a un árbol y hacer caer una
paloma.
—Eso es muy singular —dijo la hechicera—. Realmente curioso.
—Y éste es Brobag, que puede comerse la serpiente más larga que podáis
imaginar. Eso le lleva varios días.
—Y no me sorprende —dijo la hechicera con toda tranquilidad.
—Éste es Grubatol.
—¿El que se casó con una osa?
—¿Cómo sabes eso? —le preguntó Bulribar mirándola muy sorprendido
—. ¿Os habíais visto antes?
—He acertado por casualidad —murmuró la hechicera.
—Ya veo. Bien, no importa —dijo el montañero siguiendo con sus
presentaciones—. Éste es Pusbucket.
Continuó con sus veinte amigos, pero en mitad de las presentaciones
Adam y Lina se marcharon al muelle y se sentaron allí sobre unas piedras, a
mirar el lago.

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Era una noche tranquila, y la luz de la luna, intensa, convertiría el lago
Malibón en un escudo de plata. Podían ver las luces lejanas de los barcos
rastreadores que se encaminaban hacia el puerto con la mayor parte de sus
redes vacías. Podían oler el fuerte olor a madera de las fogatas que se
encendían en las calles, y oír los ladridos de los perros que luchaban por
hacerse con algún pedazo de carne. Captaron el sonido lúgubre de una
campana anunciando que un servicio iba a empezar a continuación. Alguien
estaba pescando en el borde del muelle con una caña larga y curvada. Se
encontraba con él un amigo que hacía ya un rato que había dejado de pescar y
estaba medio tumbado a su lado. Oyeron el débil graznido de unos gansos que
volvían a casa para pasar la noche, y, cuando encontraron a unos cazadores
borrachos, los gritos que procedían de estos hombres que reñían entre sí. Y
sobre todos los sonidos, el ruido que producían los enormes aserraderos,
zumbando durante toda la noche.
Todo eso parecía quedar muy lejos de la guerra de Kalidor, así como el
conocimiento de que un día no muy lejano esa ciudad sería destruida. Los
cazadores serían matados o huirían hacia las colinas, y los madereros
desaparecerían.
—¿Qué piensas que ocurrirá cuando esto se acabe? —preguntó Adam
tranquilamente.
—No lo sé.
Lina suspiró. Luego, sacó un trozo de madera de un montón de
desperdicios y lo lanzó al lago. Contemplaba las ondas que se formaban
después hasta que desaparecían; luego, tiraba otro trozo.
—Venceremos a Kalidor, ya que si desaparece la Espada Maldita él
perderá el deseo y gran parte de su magia negra. Será enviado a su isla, y las
torres serán reconstruidas para vigilarle. La oscuridad volverá al lugar de
donde provino, y reinará la armonía hasta que otra espada o algo igual de
perverso salga del corazón de alguien y nos amenace de nuevo.
—¿Será siempre así?
—Tal vez. No puedo saberlo; no soy adivino —Adam caminaba sobre el
muelle grasiento, mirando fijamente las piedras bajo sus pies—. ¿Y qué será
de ti? —le preguntó—. ¿Qué harás cuando todo esto termine?
—Volveré a mi casa —dijo ella—. Cazaré ciervos de nuevo y soñaré con
Kalidor —dio un gran suspiro—. ¿Y qué harás tú entonces? ¿Te quedarás en
el norte o viajarás hacia el sur?
—¿Al lugar en el que nos encontramos?

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—Es allí a donde voy a ir —dijo Lina con dulzura. Respiró a fondo y le
dijo—. Si alguna vez me necesitas, si te encuentras solo y buscas un amigo…
—apartó la mirada, y se puso a contemplar las estrellas—. Podrías venir a mi
casa conmigo.
—Yo también tengo mi casa —dijo Adam con toda tranquilidad, aunque
ignoraba por completo cómo volver a ella.
—¿Y tienes amigos allí? ¿Un amigo tan bueno como yo?
—No tengo amigos como tú. Nada tan bueno como tú.
Adam le cogió la mano mientras miraban el lago observando cómo los
barcos navegaban de vuelta a casa.

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CAPÍTULO 30

E 1 Antiguo Guerrero irrumpió desde su sepultura entre las rocas


bramando por todo el mundo. Se había deshecho de sus ataduras, y
luchaba en la tierra, levantando sus garras en dirección hacia el cielo como
una criatura poseída. Había sido ayudado en esto por todas las almas que
Asgarok había sacrificado. Ahora, desnudo y herido, se hallaba sobre la tierra,
quemado por las cadenas del brujo, marcado por la roca feroz. Advirtiendo la
presencia de Asgarok, temiendo como temía a los hechiceros, acabó en
seguida con él.
—La llanura de Albadroth —el bandido Robart se arrodilló para saludar a
su señor.
—¿Dónde está mi negro corcel?
—El caballo se ha perdido en el valle del olvido. Ahora bien, os tengo
preparado otro caballo…
El Guerrero lo vio y, frunciendo sus labios renegridos, hizo alarde de un
gran desdén.
—No quiero ese caballo. Tráeme un animal plateado de la manada de
Dornok.
—¿La manada de Dornok?
—Sí, se encuentra a varios días de aquí.
—Sé dónde se encuentra, mi señor —le contestó Robart—. ¿Queréis que
cabalgue hacia allí, ahora?
—¿A qué esperas? No tenemos tiempo que perder.
El bandido se levantó y montó en su caballo, un poco ofendido por no
haber sido mejor tratado. Había trabajado mucho y duramente… Pero tal vez
los demonios recompensaban de otras maneras.
—Iré a buscar un caballo entonces.
Robart cabalgó durante toda la noche, dejando que el Guerrero se
sumergiera en las olas de cansancio, ya que supuso un trabajo exhaustivo
vencer los conjuros de los magos, y aún no se había recuperado del todo. Eso
podría llevarle varios días, y no estaba bien dejar que un esclavo contemplara
la debilidad de su señor. La primera norma de un señor es mantener ocupados
a sus esclavos. Cuando se hubiera recuperado podría reanudar la búsqueda,

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sabiendo que el rastro de la Espada Maldita quizá se hubiera vuelto invisible
ahora. Pero un arma tan poderosa como la espada no se mantendría inactiva
durante mucho tiempo.
Usando como almohada para apoyar su cabeza al hechicero que había
matado, se tumbó en el suelo para recuperar la fuerza. Podría descansar un
poco, recuperarse de sus heridas y luego dejar que la furia se abriese paso en
él. Tomaría al bandido Robart como esclavo para que le sirviese en todos sus
deseos, y cuando se cansase de él devoraría su corazón aún caliente. Los
criados podían complacer a sus señores también de otras maneras, no sólo
cayéndoles caballos.

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CAPÍTULO 31

A la mañana siguiente, muy temprano, el grupo partió del muelle de


Treffick con unos cuantos mulos. Llevaban provisiones para tres
semanas, aunque en principio el viaje no les ocuparía más de seis días, pero
sería insensato subestimar la amenaza que suponía la cordillera de la Tundra.
Muchos montañeros y cazadores se habían perdido sobre las peligrosas
laderas, o habían sido arrollados por un alud o muertos por el hielo y los
lobos. Muchos se habían perdido y algunos habían desaparecido en las fauces
del Logra, una criatura nacida de la mitología, una bola de fuego que
descendía por las cumbres. Pero la existencia del Logra no era la principal
preocupación de los viajeros, ya que su mente se hallaba ocupada en el
objetivo hacia el que se dirigían. Si sobrevivían al viaje, alcanzarían el puente
del Destino y se enfrentarían a Kalidor. Él constituía el obstáculo que se
alzaba entre ellos y su meta, la fuerza que debían derribar para alcanzar el
Fuego Eterno. Contra un hombre así la bola de fuego parecía algo muy poco
importante.
El día había amanecido tranquilo, soplaba una suave brisa y el cielo se
hallaba despejado de nubes. Las onduladas estribaciones de la misteriosa
cordillera de la Tundra las recorrieron a un paso bastante rápido, de modo que
a última hora de la mañana no se veía nada más que un trazo borroso sobre las
playas del lago Malibón. Aún podían percibir el humo, pero el ruido de los
aserraderos se había dejado de oír, y también los gritos y ladridos en las calles
de la pequeña ciudad. Más allá se distinguía el lago Malibón como un espejo
brillante, al incidir sobre él los rayos del sol.
Pero después, tras coronar un cerro, la ciudad y el lago desaparecieron, y
se encontraron en las silenciosas y solitarias colinas en donde se habían
extendido grandes bosques antes de que los madereros llegaran allí y acabaran
con ellos. Los madereros se dirigían ahora hacia el este para buscar nuevos
abastecimientos de árboles, y a su paso sólo quedaban parajes rocosos sobre
las colinas. Las águilas ratoneras poblaban el aire, como si continuaran
buscando las perchas que habían conocido antes.
Algunas leguas por delante del grupo las colinas comenzaban a elevarse
formando paredes de roca escarpada de la singular cordillera de la Tundra, en

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donde íbices y cabras se colgaban de los lugares más insospechados por
encima de las vertiginosas pendientes. Cuando el grupo llegara allí, se vería
inmerso en las nieblas que rodeaban la cordillera de la Tundra como un frío y
gris cinturón. Luego, caerían grandes heladas, extendiéndose hasta las
cumbres con sus capas de nieve. Dos días más tarde llegarían a la pendiente
del Diablo, una gran extensión de hielo que se había cobrado muchas vidas.
Después de todo esto, sólo tendrían que cruzar el rápido río Zíniga, y se
encontrarían seguros en casa, siempre que el río se encontrara de buen humor
y que su tiburón estuviera pacífico. Y que la tribu barbeó se hallara
entretenida con algo que no fuera la defensa de su territorio…
El aire se iba haciendo cada vez más frío mientras el grupo seguía su
camino a través de las solitarias colinas grises por donde sólo rondaban los
halcones y los peculiares y lejanos lobos para acompañarles. El límpido cielo
presentaba un tinte metálico y el sol amarillento parecía tenue y anémico. El
aire se notaba enrarecido, aunque apenas habían comenzado la ascensión a las
cumbres. El imponente Slyne Bank se encontraba aún por delante de ellos, un
recuerdo de la guerra con los demonios, que se habían hecho con su control, y
en una desesperada tentativa para superarlos los hombres habían levantado
terraplenes, resultando una especie de diversión para atraer a los demonios,
aunque hubo hombres valientes que se sacrificaron para hacer de señuelo.
Unas veinte mil almas se perdieron mientras otras más valientes luchaban por
alcanzar el reino del demonio. Tales hazañas se oyeron contar a través de los
tiempos: cuentos sobre héroes que acababan de morir y sobre aquellos que
habían desaparecido mucho antes. El pasado del reino es glorioso y honra aún
a sus muertos de forma singular.
El estado de ánimo de los viajeros se iba ensombreciendo mientras se
acostumbraban a la monótona rutina de los irritantes y tercos mulos.
Hablaban poco, e incluso el alma de Raina parecía arder con menos calor, y
su llama era menos brillante. Se había mostrado tranquila y pálida desde que
dejaron el muelle de Treffick, pues Raina había notado un cambio. Adam y
Lina compartían ahora un afecto más fuerte, y ese calor estaba eclipsando la
luz del farol de Raina. Podía sentir cómo se apartaba de ella Adam y se dirigía
hacia los brazos mortales de Lina, dejando su llama atrás.
Tal vez la tristeza de Raina fuera contagiosa, ya que al comenzar la tarde
su estado de ánimo se había extendido, y todos se hallaban absortos en sus
propios pensamientos, que no compartían con nadie.
—Formamos una triste estampa —dijo Bulribar muy serio a Elena, la
hechicera.

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Elena alzó la mirada del farol que contenía el alma de Raina, y lo envolvió
tapándolo con los pliegues de su ropa y poniéndolo de nuevo sobre su regazo.
—Será la época del año. Es el momento de la vida. El momento de hacer
y pensar en muchas cosas.
Bulribar soltó un gruñido. Su mulo iba tan cargado que se tambaleó
cuando se subió sobre sus lomos.
—Sé que algunas cosas son todavía eternas. La tundra no cambia nunca.
Elena miró hacia las blancas montañas que se hallaban por encima de
ellos, con un cielo inmaculado al fondo.
—Incluso las cumbres pueden venirse abajo si Kalidor sale victorioso y se
apodera de la Espada Maldita.
—¡Oh, la Espada Maldita! —dijo Bulribar resoplando—. Eso forma parte
de los sueños de los niños. Nunca ha existido esa espada. Y en cuanto a
Kalidor, ¿quién es ese señor advenedizo? Nunca llegará tan lejos. La guerra
no se extenderá hasta aquí. Nosotros somos simples cazadores de ciervos y
linces —Bulribar miró a su alrededor contemplando sus dominios, y durante
un momento la determinación que mostraba su rostro pareció capaz de
impedir la guerra—. La guerra no llegará hasta aquí —repitió, aunque esta
vez lo dijo sin tanta vehemencia, como si pudiera caber alguna duda—. ¿Pero
qué buscas tú? —le preguntó a Elena, volviéndose hacia ella—. ¿Por qué
viajas por aquí, a través de la gran cordillera de la Tundra? Pocos viajeros
piden un guía y alquilan mulos sólo para atravesar la cordillera. La mayoría
de los hombres que pueden encontrarse en esta zona son cazadores…
—Yo no soy un hombre —respondió ella.
—Cuéntame qué te trae por aquí.
—Simplemente atravieso esta comarca.
—¿Yendo hacia dónde? ¿Hacia el norte? Nada bueno se encuentra allí.
No pareces pertenecer a la tribu de los barberi.
—Es un asunto de familia —dijo Elena tranquilamente, mirando las
colinas.
—¿Con la tribu barberi? No eres amiga suya. Nadie se lleva bien con
ellos. ¿Y qué es lo que lleva ese joven en el interior de esa capa protectora?
Elena pronunció una oración para borrar los pensamientos de su mente.
Pero, aun distraída como estaba, pudo ver por la expresión de los ojos del
hombre que lo que le había dicho no se lo había creído del todo.

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Cuando acamparon esa noche el aire era tan frío que el grupo se puso encima
todas las pieles que llevaban consigo para dormir. Encendieron un fuego que
fueron alimentando con leños. La aguda vista del cazador descubrió una
manada de lobos merodeando por allí. Aunque establecieron turnos de
guardia, encontraron difícil poder conciliar el sueño cuando les tocaba el
descanso. Las cumbres parecían asfixiarles al elevarse sobre sus cabezas. Los
mulos no se sosegaron porque presentían la presencia de los lobos. Fue una
larga y fría noche en la que los únicos sonidos escuchados fueron los del
crepitar del fuego y el incesante monólogo de un malhumorado Pignikker,
lamentándose por cualquier cosa.
Pero este hombrecillo ayudó a que se les borrara de algún modo la tristeza
señalándoles el lamentable aspecto que presentaban, y con la ayuda de sus
frascas, que había llenado de cerveza, se las arreglaron para pasar la noche.

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CAPÍTULO 32

A última hora de la mañana siguiente se hallaban ya inmersos en las


nieblas que rodeaban la cordillera de la Tundra. Bulribar cabalgó en
cabeza para examinar el camino que les esperaba mientras los otros se
mantenían en fila detrás. Pasaron cuerdas de seda entre las sillas de montar, y
de este modo el grupo quedó atado. Los lobos les seguían, pero aún un poco
detrás y el cazador colocó trampas para detenerlos. El Logra se hallaba
también por allí, pero todavía no lo habían reconocido, ya que se encontraba
escondido entre las rocas de un espolón destruido por el viento. Parecía que el
animal del que hablaban los mitos no sólo existía, sino que también estaba
dotado de inteligencia.
Un frío viento les golpeó cuando salieron de la niebla y se encontraron
con un camino helado. Estaban por encima del límite de las nieves perpetuas
y caían grandes copos de nieve, arrastrados desde las laderas, que les cegaban.
Un mulo se encabritó asustado, se salió del camino y se hundió en la niebla.
Se oyó un estruendo antes de que la cuerda de seda se rompiera, y el animal
desapareció. Parecía un mal presagio que ocurriera eso ante las laderas que se
elevaban vertiginosamente por delante de ellos.
Se vieron obligados a seguir un camino de piedra y hielo, pegados a la
roca desnuda para resguardarse del viento. Los copos se arremolinaban en sus
rostros, se les pegaban a sus vestiduras y les helaban la piel que no se hallaba
a cubierto. Los mulos se tambaleaban cuando el viento trataba de empujarles
fuera del camino y lanzarles al vacío. Pignikker dejó oír un grito cuando su
mulo golpeó contra una roca y se rompió una pata.
—¿No puedes lanzar un conjuro? ¿Eres o no una hechicera?
—No puedo controlar esta fuerza, los elementos están ahora fuera de mi
alcance —la voz de Elena casi se perdía ante el resoplido de los mulos y el
rugido del viento.
Incapaces de seguir avanzando, buscaron un lugar en el que refugiarse, y
se acurrucaron agotados en un hueco que se abría entre las rocas. El suelo era
una alfombra de hielo, pero se cubrieron con gruesas pieles y colocaron a los
mulos a ambos lados. Intentaron encender un fuego con astillas que habían
guardado en los fardos, pero el viento apagaba las llamas y se llevaba la

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madera. Cuando se cubrieron con bufandas anudándoselas alrededor del
cuello, tapándose la boca y los ojos, aparecieron cristalitos de hielo que
salieron lanzados hacia aquella especie de cueva. La oscuridad llegó con la
tormenta, ayudada por el gris fantasmal de los copos de nieve.
—¿El tiempo aquí es siempre como ahora? —gritó Pignikker, acurrucado
detrás.
—A veces —dijo Bulribar—. Las ventiscas vienen y van.
—Ahora te tengo un mayor respeto. Trabajar en una tierra como ésta
endurece a cualquier hombre.
El montañero gruñó y frunció la frente dubitativo.
—¿Es eso un cumplido?
—El mejor que conozco.
—Bien, tienes razón, hombrecito.
—Gracias —contestó Pignikker.
Esa conversación constituyó el único momento de distensión, ya que no
había nada que el grupo pudiera hacer para poner fin a la tormenta. Después
el viento se intensificó y se acurrucaron cuanto pudieron en aquel oscuro
hueco. No conseguían proporcionar un poco de calor a aquel lugar y no puede
decirse que estuvieran muy cómodos, de modo que sintieron cómo el
pesimismo caía sobre ellos. Fue en ese momento, cuando se encontraban con
la moral por los suelos, cuando los hambrientos lobos de las montañas se
lanzaron al ataque.
Llegaron gruñendo, en grupos de tres o cuatro, surgiendo de la oscuridad
como espectros de cazadores. Agujas de hielo se clavaban en su piel, sus ojos
mostraban un brillo voraz y movían ferozmente las mandíbulas. Cuando se
precipitaron hacia el grupo de mulos, el caos entró a formar parte de aquel
apretado espacio, y en medio de todo esto, del torbellino de sangre y del
hedor de la piel canina, el grupo luchaba por defenderse.
Elena examinó el brazo de Adam cuando se disponía a sacar su espada.
—Déjaselo a los otros —le dijo—. Esta lucha no es para ti.
Adam se tambaleó hacia atrás al ser golpeado por un lobo mientras la
hechicera empuñaba un palo.
Lucharon con palos y con las manos desnudas sin tiempo para coger los
cuchillos. Lucharon con uñas y dientes, con tanta violencia como los propios
lobos. Lina gritaba por la sed de sangre de la lucha, y su mente parecía volver
a la escena de los lobos en el gran bosque. Cuando recordó cómo vio matar a
aquel ciervo, sacó un cuchillo y luchó. Utilizó el arma con gran fiereza y
abrió la espesa piel. Cuatro lobos cayeron a sus pies y dos más se

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escabulleron por la cueva. Su brazo se hallaba dolorido, pero no hizo caso
cuando fue en ayuda de Pignikker. Éste había caído entre un grupo de lobos, y
luchaba desesperadamente para defender ojos y garganta de la acometida.
Daba patadas intentando que se alejaran, cuando Lina se unió a la lucha. Los
lobos quedaron sorprendidos por la fuerza de sus golpes, y Lina derribó a dos
de ellos antes de que se reagruparan. Pignikker se puso en pie, encontró a un
tercer lobo y lo arrojó de la cueva. Pero la manada de lobos desapareció tan
súbitamente como había llegado, dejando cuatro mulos muertos y dos más
heridos. La nieve se hallaba manchada de sangre y la cueva resonó en ese
momento con el sonido de jadeos y aullidos.
Fue la hechicera Elena la que echó de menos a un hombre cuando dirigió
la vista alrededor de la cueva. Su rostro expresaba sorpresa al hablar en medio
de la tormenta:
—Pignikker se ha ido —les dijo.

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CAPÍTULO 33

L os lobos no le han podido arrastrar fuera, y tampoco se ha podido subir a


las rocas —dijo Bulribar con preocupación—. Yo estaba aquí. Le habría
visto caer… —se asomó por la pendiente hacia las grises nieblas de debajo—.
Pignikker no se cayó. Lo juro por mi vida. Yo le habría salvado.
—No está aquí, sin embargo —dijo la hechicera intentando
desesperadamente ocultar un horror cada vez más patente.
—Algo le ha ocurrido…
—¡Bien, eso es obvio! —explotó la hechicera. Luego suspiró
profundamente—. Estoy muy afectada —dijo—. Pignikker significa mucho
para mí.
—También significa mucho para mí. Se ha hecho amigo mío. Estoy muy
preocupado —dijo Bulribar.
El grupo se puso a buscar, usando la pálida luz del farol de Raina, algún
signo que pudiera haber dejado una pandilla de ladrones, examinando el suelo
en busca de alguna huella. Se veían rastros recientes de lobos en abundancia,
que iban desapareciendo según se formaban nuevas capas de nieve, pero no
había ninguna señal de las botas con suela gruesa de goma, del hombrecito, ni
ningún indicio que indicara haber sufrido daño alguno. Pasaron mucho tiempo
llamándole en medio de la tormenta, recibiendo tan sólo la risa del viento
como respuesta maníaca. El hombre se había ido, barrido de la faz de la tierra
como si nunca hubiera existido.
—Debe de estar en algún lugar —dijo entre dientes Elena, cuando
finalmente pudo encender una tea.
Las ramas chisporroteaban mientras mantenía en alto la antorcha, que
arrojó luego un espeso humo, como un enjambre de avispas silenciosas. Ardió
después el magnesio blanco que, tras sacar de una bolsita, había arrojado
sobre ella. El resplandor hizo que los mulos, ya en tensión después de la breve
refriega con los hambrientos lobos, dieran un brinco. Resoplaban en la
oscuridad, y su oscura piel brillaba al ser iluminada por el resplandor de la
tea.
Elena se movía lentamente y mantenía en alto la antorcha para iluminar la
pared de la cueva. Pasando por encima de un charco de sangre, y cuando llegó

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al centro, descubrió una fina grieta, como si la roca tuviera goznes. Se apoyó
sobre ella y sintió una ráfaga de aire, luego se volvió y llamó mediante señas
a Bulribar para que acudiera a donde ella estaba.
—Empuja esta pared —le dijo.
—¿La pared?
—No es una pared, tan sólo una pantalla colocada aquí por medio de la
magia.
—No me gustan los hechiceros.
—Empuja la pantalla —insistió ella— si quieres encontrar a Pignikker.
El hombretón titubeó un momento mientras examinaba la estría de la
grieta; luego echó hacia atrás su enorme pie para estamparlo en la piedra. Se
oyó un crujido tremendo, y cayeron fragmentos de pared como murciélagos
muertos.
—Empuja de nuevo —le dijo ella.
Bulribar volvió a empujar, y toda la pared de la cueva se vino abajo, y a
través de nubes de polvo, la luz de la antorcha de Elena dejó ver una cueva
más allá. Era un vasto lugar, grande como la tumba de un gigante, en donde
las estalactitas colgaban como dientes de dinosaurios. Grandes charcos negros
cubrían casi todo el suelo, y en el primero de ellos se hallaba Pignikker.
—¡El pequeño Pignikker! —dijo Bulribar dando un grito y abriéndose
paso a través de las piedras para alcanzar a su amigo recién encontrado.
Elena se hallaba justo detrás, moviéndose a una velocidad sorprendente en
alguien de su edad.
—Es un gran guerrero, aunque antes era carpintero. ¿Visteis cómo luchó
con los lobos mientras los tenía a su espalda? Eso resulta un tanto extraño en
un hombre de su estatura. Debe de tener una nueva técnica.
Elena le lanzó una mirada fulminante, pero Bulribar era sincero, lleno de
cariño por el viejo carpintero. Su admiración no conocía límites, y sus ojos se
hallaban humedecidos por las lágrimas mientras miraba al hombre. Mientras
la pareja, nerviosa, se arrodillaba para examinar a Pignikker, Adam y Lina se
separaron para explorar la enorme cueva con cautela, porque no sabían lo que
podían encontrar en las negras profundidades de aquella cavidad. Adam sentía
que la Espada Maldita vibraba en su espalda. Era como si la espada se sintiera
dubitativa pero no lo suficiente como para mantener vivo su poder. No la
sacó, recordando las palabras de Elena y la advertencia que le hizo sin
decírselo del todo.
—No la muestres a Bulribar y no uses su poder.

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Se estaban acercando a su objetivo. El Caballero Negro no debía
enterarse, y Bulribar podría no ser un hombre en el que confiar. Así que
Adam mantuvo escondida la espada, pero se sentía expuesto y vulnerable sin
su apoyo.
Después el joven encontró una galería en una esquina de la cueva, más
allá de unos grandes pilares que surgían del techo goteando. De sus
profundidades provenía un brillo, una luz verde y mortecina, como la que se
forma cuando se incineran cadáveres. El olor que salía de la galería era como
el del incienso, que vertido sobre campos malolientes, en donde quizá
yacieran vacas o perros en estado de putrefacción. Al muchacho le llegó
también una sensación de amenaza y de profunda malevolencia, de verdadera
depravación…

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CAPÍTULO 34

— E s un conjuro —dijo Elena al cabo de un rato—. Un encantamiento


para mantenerle dormido.
Una miraba por encima de los hombros de su tía abuela, observando la
suavidad con la que acariciaba el rostro del carpintero, que yacía inmóvil.
—¿No puedes romper el encantamiento?
—No, me faltan conocimientos para ello. Es demasiado poderoso —Elena
suspiró y miró hacia el hielo, como ofreciendo una oración a su divinidad—.
Se trata de un hechizo tan fuerte, que incluso Pignikker, que es tan robusto
como un oso, quizá no sea capaz de recuperarse de él. Hay un camino hacia
las tierras en donde sólo pueden ir los muertos, y Pignikker camina ahora
hacia allí. Es algo horrible, puesto que él nunca hizo daño a nadie…
—¡Le cortaré la garganta al hombre que lo puso así!
—Me temo que no, Bulribar. Es un gran hechizo, obra de un gran
maestro.
Los ojos de Elena se empañaron mientras recordaba los conjuros lanzados
en el pasado: conjuros que llevaban todos ellos la marca de aquel del que
hablan los cantos y tejían las antiguas artes. Ella había estado una vez con un
gran maestro llamado Lodrivar, a quien habían desterrado por explorar los
caminos del mal; y recordaba sus palabras:
—Hay un fuego dentro de nosotros que no puede ser destruido. Pero la
mayoría de los hombres pierde la llama, pues se funde con los vientos.
Necesitamos recuperarlo…
Eso era lo que Elena había intentado con la llama de su hija, forzándola a
vivir dentro del farol que nunca podía abandonar. Pero tal vez Lodrivar, el
más grande de todos ellos…
—El fuego del Logra… —dijo suspirando.

Llevaron a Pignikker por el camino hacia la fuente de donde surgía aquella


luz. Procedía de un fuego verde que refulgía en el interior de una cueva cuyas
paredes brillaban por el efecto del hielo y cuyo suelo se hallaba helado y
desnudo. En el centro de la cueva, un hombre encapuchado estaba sentado

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sobre una estera, su rostro vuelto hacia el suelo. Sujetaba una fina varilla que
retorcía en sus manos, como si condujera un coro que nadie más podía oír.
Tenía una nariz larga y estrecha, y le faltaba media oreja en el lado izquierdo
del rostro.
Bulribar se echó hacia atrás mientras Elena examinaba su brazo
tembloroso, después de sacar un cuchillo.
—La hechicera Elena —dijo una voz, aunque los labios del hombre no
parecían desplegarse.
Elena contestó.
—Ése es mi nombre —dijo.
—¿Y conoces tú el mío?
—Se te conoce con el nombre de Lodrivar.
—Hace muchísimo tiempo —el hombre echó hacia atrás su capucha y se
volvió para mirarla—. El gran mago Lodrivar, que tú y todos los de tu clase
condujisteis al exilio.
—Nunca hicimos tal cosa —dijo la hechicera Elena—. Te marchaste
voluntariamente.
Lodrivar soltó una carcajada.
—La alternativa era verme despojado de todos mis poderes y convertirme
en un hombre vulgar vagando sin rumbo fijo por el mundo, haciendo trucos
en las fiestas, convirtiendo la sangre en vino. Oh, sí, me fui voluntariamente
—su risa era más indulgente que amarga, como si se resignara pensando en
las cosas que podían haber sido y no fueron—. Podría haber sido un rey,
maestro de todas la artes.
—Pero elegiste la demonología.
—Siéntate, Elena, y tus amigos también. Su movimiento me irrita —
Lodrivar cambió de sitio, como si quisiera dejarles espacio, aunque la cueva
era lo suficientemente grande como para alojar a una tropa—. Os ofrecería
una bebida, pero el vino podría adormecer vuestras mentes, y tenemos
muchas cosas de que hablar. Lleváis con vosotros la Espada Maldita —
Bulribar se asustó— y espero ganar la guerra contra el rey envenenado. Y
vosotros ganaréis también con ello, pues no es tan grande como la gente
piensa —extendió su mano para asegurarse la respuesta del grupo—. No
quiero la espada, ya que pretendo algo más. A cambio de la vida del hombre,
y para deshacer el conjuro, quiero el alma de Raina.
—No puedes tenerla.
Lodrivar extendió su mano, y Bulribar cayó al suelo.

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—Entrégame el alma de tu hija —le dijo pacientemente— o los mataré a
todos.
—¿Y qué obtendrías tú?
—Nada —dijo Lodrivar—, pero todos morirán.
Sus ojos oscuros se nublaron como si divisaran un lugar que pocos ojos
pudieran ver o con el que casi nadie pudiera soñar. Le dijo:
—¿Habéis mirado alguna vez en ese pozo terrible que es la eternidad?
Elena esperaba.
—Es un horrible lugar, en donde nada sino el pasado puede hacernos
compañía. Una soledad tal que no se puede concebir. Sin embargo, yo lo he
visto. Yo tengo un lugar allí, ya que ése es mi destino, pero no puedo ir solo,
pues la soledad me atormenta. Necesito el alma de Raina para que me
acompañe en mi largo viaje.
—No la tendrás —insistió Elena—, aunque mates a todos más de mil
veces.
—Muy bien —dijo él—. Y luego le daré la espada a Kalidor. Todo el
reino, Elena, sólo por el alma de Raina. Todas las cosas, todo ser vivo, todo
niño, mujer y hombre. Todo mortal que aún no ha nacido, todo deseo aún no
concebido. Todo el dolor que supone Kalidor.
—No puedes hacer eso —dijo la hechicera con toda tranquilidad—. El
precio es demasiado alto.
—Nada tiene un precio demasiado alto cuando uno se enfrenta con una
vida sin fin, que es lo que supone el olvido —Lodrivar escupió estas palabras
con tanta ferocidad que Adam y Lina se echaron hacia atrás—. Mataré treinta
mundos si es preciso, y aunque fueran mil, para rescatar mi propio destino.
—Que si recuerdo bien es el motivo por el que los miembros del Consejo
te expulsaron de sus filas.
Lodrivar miró a Elena.
—Y tú les apoyaste. Piensa en ello, Elena —y en un instante desapareció
el hechicero, dejando al resto detrás en un conjuro de espera. Oyeron cómo se
alejaban sus pasos como si martilleara la roca, luego un sonoro vacío…
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Adam al cabo de unos minutos.
—Sentarnos a esperar. No puedo luchar contra Lodrivar; su poder es muy
grande. Nos enseñó lo que sabía, y, sin embargo, todavía ocultaba algunos
saberes. Es el hechicero más grande de todos nosotros.
—¿Por qué no toma simplemente el alma?
—Porque él se halla condenado por mi arte, y muere sin mi poder —los
ojos de Elena se cerraron—. ¡Qué tormento me he creado al tener aquí

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encerrada el alma de Raina! Se sentaron a esperar el regreso del hechicero,
escuchando el sonido del goteo de las estalactitas al caer sobre las verdes
llamas… Después oyeron el crujido de la montaña cuando el frío penetraba a
través de ella. Sentían que hasta la oscuridad esperaba…

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CAPÍTULO 35

— O s habéis decidido —preguntó Lodrivar cuando volvió, vestido con


una túnica dorada. Parecía mucho más alto y más regio, su cabello
peinado en una melena de hebras plateadas, como si supiera que iba a ganar y
se hubiera preparado para su viaje a la eternidad—. No hay elección. Tenéis
que hacer mi voluntad, ya que soy Lodrivar.
—Tú eres un hechicero que practica la magia negra que debería haber
sido destruida cuando te tuvimos encadenado.
—El precio de la misericordia —dijo él amablemente—. El precio de
ceder ante lo que vosotros llamáis vuestra alma, cuando no tenéis ni idea. Yo
sí tengo un alma —gritó él—. Yo sé para qué sirven las almas. Para esto, para
vivir; yo muero, y me ofrezco a la eternidad.
Extendió a continuación sus brazos como si fuera a ser crucificado, y su
mirada se volvió hacia el cielo para enfrentarse a su dios.
—Tengo tal fuego en mi interior que podría destruir este mundo.
—Estás loco —dijo Elena. Pero la hechicera se encontraba derrotada, y
sabía que no había elección, ya que no podía soportar llevar el nombre de
asesino de este mundo—. Destruirás a mi hija.
—La haré una reina que gobernará sobre el olvido.
El rostro de Elena se retorció de dolor.
—Deja a la muchacha tranquila —dijo suspirando—. Muestra compasión
por su alma.
—¿Cuándo mostraste tú compasión alguna por la mía? No, éste es mi
triunfo, mi oportunidad para derrotar a los dioses.
—Los dioses te castigarán.
—Y yo te castigo a ti —le contestó— por ser tan ingenua como para
pensar que podías desterrarme.
La risa de Lodrivar se oyó por toda la cueva, un crescendo de sueños
torturados y esperanzas, el sonido de la locura. Cuando los ecos cesaron la
caverna pareció crujir como si no estuviera preparada para aguantar aquel
sonido. Incluso las mismas piedras se hallaban sorprendidas de oír emerger tal
rabia de los labios de un hombre.
—¡Dame el farol! —gritó Lodrivar—. ¡Pásamelo ahora mismo!

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—Espero que te pudras en el infierno —le dijo Adam desde atrás.
Y el alma de Raina tembló cuando Lodrivar recogió la llama del farol que
sostenía Elena. Y en ese instante, en el que la pasión de Lodrivar alcanzó su
cima, y en un espacio de tiempo en el que dejó relajada su mente, Lina sacó
un cuchillo que llevaba sujeto a su cinturón y se lo clavó en el corazón. Lo
hundió suavemente, pero con toda su fuerza, y apareció en el aire como un
súbito rayo de luz. Fue derecho al pecho y salió por la espalda como si no
hubiera nada allí.
—¡Un maldito espectro! —gritó Elena con rabia—. Me había engañado:
era un espectro. Nada más que aire y humo, y por medio de este estúpido
truco casi le entrego el alma de Raina.
Cogió la llama y la volvió a colocar en el farol, pero la pequeña lengua de
fuego se paró por un momento sobre la palma de su mano, tal vez para oír el
latido del corazón. Y luego, tras mostrar resignación, volvió a su destino de
cristal, y se colocó en su sitio. Elena cerró después el farol, luego se recogió
las faldas, que se le habían manchado en el charco del suelo de la caverna. La
llama verdosa había desaparecido, y Bulribar gruñía en el suelo. El
encantamiento había desaparecido.
—Trae a Pignikker rápidamente, antes de que llegue Lodrivar, ya que
ahora se presentará él en persona, al haber fallado su espectro. Con ventiscas
y tormentas o sin ellas debemos continuar a toda prisa antes de que nos siga.
Elena caminaba ya hacia la salida de la cueva rezando todas las oraciones
protectoras que conocía, e invocando a los antiguos dioses, cuyos nombres se
oían raras veces, para que cubrieran su rastro…

Lodrivar les alcanzó en una pendiente helada, traicionera y cubierta de nieve.


Él era el Logra, una criatura hecha de fuego, creada con su voluntad como un
escudo para su alma. Era una inmensa llama que caía desde las cumbres como
un alud de color azul.
Las águilas le acompañaban, como para proteger sus flancos. Los vientos
le seguían levantando cortinas de nieve. El grupo pudo escapar de su
embestida, y sólo Adam se quedó para enfrentarse a su resplandor y su rabia.
Había dejado al descubierto la Espada Maldita, desoyendo las palabras de
Elena, y la asía con las dos manos. Tenía los pies bien separados para
mantenerse firme, y miró con gran intensidad la llama. Su corazón apenas le
latía en el pecho mientras esperaba el momento de la lucha. Lo único que
sabía era que la furia descendía por la pendiente a una velocidad increíble.

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La llama azul comenzó a detenerse cuando la Espada Maldita se hizo oír y
se convirtió en una herramienta de muerte que dejó caer goteando un fuego
teñido de negro. Habían desaparecido sus chispas y sus luces, y también su
colérico resplandor: éste era el brillo de la muerte. Su propio movimiento
hablaba de la muerte que llevaba en su interior: una muerte que podía cortar
las almas e incluso esculpir el fuego. Era la fuerza más grande que jamás
había conocido el mundo, y llenó las manos de Adam. Había esperado
durante cientos de años para enfrentarse con un enemigo como aquél: un
enemigo sin dimensiones, un enemigo en forma de luz. La oscuridad de la
hoja saltó de repente para encontrarse con la llama desesperada.
Adam se echó hacia atrás cuando el vapor alcanzó su rostro. La Espada
Maldita parecía estar electrificada por el miedo, como si el arma se viera
sorprendida por el ataque violento del fuego que contenía la furia de Lodrivar.
La llama les rodeaba por todas partes, como un remolino de luz y calor en
el que resplandecía una chispa como si fuera un corazón que irrumpiera con
toda su fuerza. Era tan pura y tan brillante, que eclipsaba al cielo con su
resplandor. Era como un diamante que lanzaba destellos luminosos de tal
intensidad que formaban una especie de cuerdas. Y Adam cortó esas cuerdas
para llegar al corazón, que era el alma del hechicero.
Luchaba con aquella luz pura que penetraba a través de su carne. Sus
miembros parecían absorber el fuego y luego explosionar a través de sus
huesos. Pero él caminaba a grandes zancadas cortando las cuerdas
abrasadoras que emitían un grito cada vez que una de ellas moría. La Espada
Maldita no dejaba de golpear, cortar y estoquear rompiendo los hilos y
haciendo palidecer el brillante fuego. Pero Lodrivar luchaba a su vez,
lanzando olas de luz que sorprendían al mismo universo.
Estaba matando a Adam. Llegaban a su corazón para arrancarle el alma.
Estaban penetrando en su mente para embotar sus pensamientos. Sin
embargo, en lo más profundo de su interior aún ardía un punto de fuego, y él
invocó a ese fuego y lo pasó a la espada, y cuando se halló en ella empezó a
vibrar con la luz y se clavó en el alma. Atravesó a Lodrivar como si fuera una
estaca, levantándole en alto, y lanzándole luego como un trapo. Desgarró su
alma y la envió al vacío en el que no habita nada mortal. El grito que lanzó
fue tan terrible que ensordeció a todos. Su dolor fue como el viento que
recorre las faldas de las montañas; su vida, como la luz que se filtra a través
de una puerta antes de cerrarse de un portazo.
Y Adam la cerró con todas sus fuerzas de un modo tal que la montaña
retumbó, y todos los hombres supieron su nombre.

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—¡Soy el portador de la espada! ¡Escucha mi nombre, Kalidor! ¡Soy el
Señor de la Muerte!
Adam estaba temblando. Elena le ayudó a incorporarse como si se tratara
de un niño asustado por una horrible pesadilla.
—Era la espada —le dijo—. Y tú no eres la espada. Eres su
conquistador…

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CAPÍTULO 36

A 1 día siguiente los viajeros llegaron a la pendiente del Diablo, el último


obstáculo de su viaje a través de la accidentada cordillera de la Tundra.
Era como una suave capa de hielo glacial plateado, de casi una legua de ancho
y más del doble de alto. Era tan empinada y resbaladiza que incluso las
pezuñas de las cabras monteses tenían dificultad para sujetarse allí. Detrás de
ella se encontraba un profundo barranco, en donde rocas afiladas como
cuchillos podían atravesar a cualquiera que cayera sobre ellas. De todo el
terreno de la cordillera, era la pendiente la que había causado más muertes.
Envuelto en una gruesa piel de zorro pardo, Bulribar miraba fijamente
rodeado por las densas nubes que formaban su aliento.
—Estamos, por fin, ante el último obstáculo. La última amenaza a la que
tendremos que enfrentarnos.
Su amigo Pignikker miraba también a su lado, dando la impresión de que
era un chico que se hallaba junto a un hombre.
—¿Cuántas veces lo has cruzado? —le preguntó.
—Esta será la duodécima vez que lo atraviese.
Detrás de ellos, el resto del grupo atendía a los mulos: se aseguraban de
que no podrían desatarse, les libraban del exceso de carga, los cepillaban y los
acariciaban tratando de tranquilizarlos. Revisaron las gastadas herraduras y
examinaron las patas y pezuñas. No pasaron nada por alto en su deseo de
arreglar cualquier problema que afectara a las caballerías.
Era un día seco, con algunas nubes altas en el cielo y una fuerte brisa que
venía del sur recorriendo la ladera. A lo lejos se percibían unos puntos
pequeños: eran águilas que vigilaban las cumbres. Por debajo de ellas se
extendían las densas nieblas y las estribaciones que se encontraban más allá,
como islas en un océano. Las cúspides de las montañas eran como catedrales
que se elevaban hacia los dioses.
—Es un día tan bueno que deberíamos aprovecharlo para cruzar este
terreno —dijo Bulribar, mirando hacia atrás—. ¿Estáis preparados? —les
preguntó—. No tendremos tiempo para pensar cuando estemos en la ladera.
Los otros asintieron mientras comprobaba la cuerda que les sujetaba.
Bulribar era el único que no se había atado a una cuerda, aunque la sujetaba

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enrollándola sin fuerza sobre su brazo izquierdo. Temía que si caía pudiera
lanzar el resto del gaipo al vacío.
—Iré en cabeza —les dijo—. Pignikker vendrá detrás. Yo marcaré las
pisadas y vosotros pisaréis en el mismo sitio. Si algún mulo se cae,
simplemente dejadle abandonado a su destino. No podemos ayudarles de
ningún modo.
Levantó su morral y miró a Elena.
—¿No vas a lanzar algún conjuro para que nuestro paso sea seguro?
—No tenemos necesidad de conjuros —contestó Elena—, ya que tenemos
a Bulribar, el guerrero de la montaña.
El hombre sonrió mientras se colocaba su enorme morral que sobresalía
por las pinzas y clavos que llevaba para poder andar por la ladera. Con una
gran hacha en la mano, empezó a ascender midiendo sus pasos sobre el hielo.
—Bulribar —le preguntó Pignikker—, ¿has estado alguna vez en las
tierras bajas?
Bulribar lanzó un gruñido mientras golpeaba un clavo grande, le caía el
sudor por la frente, y cerraba un poco los ojos para que no le molestara la luz.
Se encontraban a medio camino, y mientras hacía una hendidura en el hielo
alcanzó a ver el sinuoso camino.
—He llegado como muy lejos hasta Drumdigar, pero no más allá. Echo de
menos las montañas, los aullidos de los lobos, esta estúpida ladera.
Dio otro golpe y se incorporó un poco por encima del clavo, estirando sus
doloridas espaldas y dejando descansar sus temblorosas manos.
—Esto es la vida para mí, aunque no me opongo a hacer algún otro viaje.
Pignikker asintió.
—Ven y quédate conmigo —le dijo—. Conozco algunos bares en donde
podrías sentirte como en casa. Te enseñaría mi granja y el ganado que pasta
en mis campos, y sobre todo te mostraría mi granero.
—¿Qué hay de bueno en un granero? —le preguntó el hombretón.
—Preparo allí aguardiente. Es un preparado muy fuerte.
—Amo tanto tu granero como para morir por él —respondió Bulribar.
Esbozó una amplia sonrisa cuando volvió lentamente a examinar el hielo
que se encontraba delante, y el camino que tenían que tomar. Se colocó mejor
el morral y guardo el hacha.
—Subiré ahora allí, y haré girar este saliente —señaló el lugar en el que
había un clavo—. Vosotros quedaos en donde estáis hasta que la cuerda se
encuentre segura. Esta parte es muy traicionera.

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Los demás esperaron mientras el hombre se arrastraba hacia arriba, apoyando
sus dedos sobre la nieve, y escarbando con las puntas de las botas para poder
agarrarse. Los listones de sus suelas se clavaron en el hielo plateado con tanta
cautela como lo haría un lagarto. Avanzaba lentamente, no confiando en otra
cosa que no fueran sus propias manos y las exploraciones de sus pies, y le
pilló por sorpresa notar que ambos le dejaban caer y que resbalaba. Hubo un
momento en el que los dedos de Bulribar casi lograron agarrarse a algo, pero
luego empezó a deslizarse hacia abajo por la dura ladera. Después intentó
coger su hacha, pero se le resbaló del cinturón.
—Me voy, Pignikker —Bulribar pronunció estas palabras con una calma
llena de desesperación, y la mirada que se reflejaba en su rostro era de
incredulidad, ya que la ladera estaba haciéndole deslizarse muy rápidamente y
no podía agarrarse durante más tiempo.
De repente se oyó un grito entrecortado del sorprendido Pignikker cuando
también él se lanzó para salvar a su amigo caído. Le agarró por la muñeca y
se vio arrastrado hacia abajo por la perpendicular pendiente. Los demás se
prepararon para resistir ante lo que se les avecinaba, agarrándose a la cuerda
como si de ella pendieran sus vidas. Cuando el peso de los dos hombres frenó
violentamente, cayeron de rodillas.
—¡Te tengo, Bulribar! —gritó el hombrecito—. Te tengo agarrado de la
mano y no te dejaré caer.
Pero todos los músculos de los brazos de Pignikker y sus tendones se
hacían oír. La presión sobre su mano crecía inexorablemente; se mordió los
labios hasta que empezaron a sangrar. En sus ojos aparecieron estrellas
mientras sujetaba a su amigo y mirándole a los ojos le dijo:
—No te soltaré.
—Me voy, Pignikker —Bulribar lo sabía con toda seguridad.
Cuando miró a Pignikker a los ojos y vio reflejado un dolor desesperado,
sintió cómo su cuerpo se movía:
—Podrías haber sido un buen amigo. Habríamos sido buenos amigos.
Y de repente, con un grito, el montañero cayó, deslizándose hacia abajo
por el hielo, yéndose más allá de cualquier ayuda, mientras Pignikker le
gritaba.
Durante la caída se miraron el uno al otro, hasta que Bulribar se convirtió
en un punto que se hundía en el hielo; y mientras desaparecía del borde en su
posterior caída, oyeron un grito aislado.
Durante un buen rato el grupo fue incapaz de moverse o hablar, y
permaneció mirando el punto en donde Bulribar se encontraba un momento

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antes. Las blancas águilas volaban lentamente por encima de ellos, como
atraídas por los gritos, y parecían un poco más grandes.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Elena mientras el grupo permanecía


indeciso sobre el hielo hostil.
Los clavos se habían caído y el hacha se había perdido. No podían dar un
solo paso sin ir a parar al mismo lugar que Bulribar, y las águilas se iban
acercando, y unas nubes de tormenta aparecieron amenazadoras.
—Tenemos que hacer algo. Utiliza la Espada Maldita, Adam, para que
nos saque de aquí.
Los ojos de Adam se clavaron sobre la hechicera como si fuera una
extraña, aturdida por la pérdida del hombre que había sido su guía y su amigo.
—Utiliza la Espada Maldita —repitió Elena—. Ignora a Kalidor. Ahora
necesitamos protección.
Adam asintió distraídamente, como si se hallara perdido en un sueño, y
miró a su alrededor como si buscara algo.
—¿Y qué pasa con Bulribar?
—Nos ha abandonado. Se ha ido a otro lugar, y ahora ya no podemos
hacer nada por él.
Elena le miró con dureza, intentando hacerle despertar por medio de
conjuros, y también le lanzó conjuros para hacerle fuerte de nuevo. El chico
pareció dudar, pero luego volvió en sí como si unos velos desaparecieran de
sus ojos.
—Debemos proseguir o nos veremos abocados a una muerte segura, y
todo lo que hemos logrado hasta ahora quedará igualmente muerto. Debemos
proseguir para luchar con Kalidor y derrotarle, o imperará la oscuridad.
Elena asintió y se movió para dejar sitio a Adam cuando éste se acercó a
su morral para sacar de allí la Espada Maldita.
—Espero poder conservar su poder para luchar con el malvado Kalidor…
—Ahora es su momento —dijo ella.
Así, Adam se puso a la cabeza del grupo y abrió un estrecho camino guía
con la luz y el fuego de la espada, y arrojando un aliento gris. Y cuando
descendieron las nubes y trajeron con ellas un oscuro crepúsculo, él ya les
había conducido fuera del hielo.

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CAPÍTULO 37

E 1 impetuoso río Zíniga no resultaba un obstáculo tan importante


después de todo lo que habían pasado. Enviaron un mulo para apartar al
tiburón, después de haber arrojado sobre él conjuros para que no sufriera
ningún daño y para que su cuerpo se deslizara río abajo hacia el territorio de
los barberi.
El paisaje era abierto y desolado, un terreno cubierto de piedras
redondeadas y uniformes. No era un lugar como para labrar la tierra o
establecer allí una ciudad próspera. Los barberi se veían obligados a ser
nómadas. Levantaban sus chozas de cañizo, las derribaban y las cargaban
sobre carretas, moviéndose desde la línea de la costa en el norte, en donde
mataban ballenas y focas, hasta el hogar de los osos en el este. Robaban a los
viajeros que cruzaban por sus tierras, ya que eran seres salvajes y fieros, y
muy celosos de su tierra. Pero ahora se hallaban lejos, intentando dar caza a
una manada de focas en la costa.
Tras cabalgar un día entero, el grupo llegó al salto de Parter, un desigual
espolón de tierra que dominaba un barranco. En el lejano oeste, iluminado por
la puesta de sol, distinguieron el puente del Olvido. Era un arco gris de siete
metros de profundidad, que se extendía a través de un vacío de unos cuarenta
metros de ancho. El vacío se llamaba Olvido. Nada podía vivir allí; nada
podía tampoco sobrevivir allí: todo el que caía en las brumas era simplemente
eliminado. Nadie, excepto Adam, sabía qué había más allá del vacío. Nadie
vivía para contarlo.
Cuando refrenó a Alón y observó la puesta de sol, pensó que aquel era el
momento oportuno para ese extraño vuelo hacia el final, ya que el reino que
se hallaba abajo, en silencio y muerto de miedo, parecía observarle.
—¿Bajamos ahora? —preguntó.
—No, primero descansa —le dijo Elena—. Bajaremos al amanecer con el
sol a nuestra espalda. Esta noche intentaremos dormir, ya que en el próximo
amanecer nos espera el Caballero de la Oscuridad.

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Kalidor esperaba con cuatro de sus mejores espadachines a su lado. No había
llevado hechiceros, puesto que no le iban a servir de nada, ni tampoco podía
confiar en sus hordas cerca de la Espada Maldita. Así que los hombres que
había llevado consigo eran sus más leales esclavos, hombres sin voluntad
propia.
Observaba cómo se acercaba el grupo buscando el sendero con cautela,
bajando por un camino escarpado y rocoso que serpenteaba hasta el fondo del
cañón. Habían dejado los mulos libres, ya que no les servirían para luchar y,
además, ya habían desempeñado su papel.
Una ráfaga de luz brilló sobre su cabeza. Un trueno se dejó oír cuando
desenvainó su espada y caminó para encontrarse con el grupo a mitad de
camino del puente del Destino.
En primer lugar se dirigió a Adam:
—Rendíos.
La hechicera replicó:
—Apártate de nuestro camino. Tu negro reinado ha terminado.
Kalidor echó hacia atrás la cabeza y empezó a reír, y la oscuridad de su
garganta se sumía en el olvido. Llevaba una túnica de un negro intenso y un
casco de acero pulido, y portaba también su escudo de fuego.
—Desafíame, hechicera, y arderás en llamas durante toda la eternidad.
Adam sacó la Espada Maldita y dijo:
—Apártate del camino.
Pero el Caballero Negro continuó riéndose, seguro de su poder. Dijo:
—He apagado la luz del Fuego Eterno. Podéis dar vuestra búsqueda por
finalizada.
Elena se consternó visiblemente al oír esas palabras.
—No puedes apagar el Fuego —le dijo—. ¡La llama no se extingue
jamás!
—No fue tarea fácil —le respondió el Caballero de la Noche—. Me costó
la vida de muchos hechiceros —dijo señalando hacia atrás, hacia el cañón
azotado por el viento, en donde se encontraba el pozo que contenía el Fuego.
Éste se encontraba en una depresión formada entre las rocas. La llama
siempre había resplandecido, los hombres decían que siempre lo haría, pero
ahora el pozo se hallaba vacío.
La mente de Elena comenzó a dar vueltas con el final de sus esperanzas
de liberar la Espada Maldita. Sin el Fuego Eterno la espada se enfurecería y se

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haría más poderosa durante toda la eternidad.
—No puedes hacer eso —murmuró ella, aún más envejecida al ver rotas
sus esperanzas y sus sueños—. El Fuego no puede extinguirse nunca…
La risa del Caballero Negro se dejó oír sobre el Olvido…

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CAPÍTULO 38

L a figura del Antiguo Guerrero apareció a todo galope a través de la


llanura que se extendía frente al puente del Destino. Montaba sobre un
caballo de la manada de Dornok, provisto de alas de plata y fuego, que según
salía entre sus cascos convertía la llanura en cenizas. El bandido Robart
intentaba en vano igualar la marcha de su señor a lomos de su negro corcel,
pero se iba quedando cada vez más atrás mientras el demonio guerrero
percibía la proximidad de la espada.
Los ojos del Guerrero reflejaban un gran dolor, y su mente se sentía
progresivamente invadida por el odio conforme se acercaba a la espada. Nada
sería capaz de detenerle, ya que llevaba con él el poder del Infierno. Nada
podría matarle, ya que no poseía alma. Todo lo que poseía era rabia, una rabia
que había esperado mil años sólo para ese momento.
—¡Mi señor! —gritó Robart, pero el demonio no le oía, pues se
aproximaba a su ansiada espada.

—Arroja la espada —murmuró el Caballero Negro empezando a inquietarse.


Adam se le estaba acercando con la espada bien segura en sus manos. Sus
ojos eran fulgurantes pozos de oscuridad tocados con fuego. Sus músculos
estaban tan tensos que la parte posterior de la camiseta parecía tener
movimiento propio.
El Caballero Negro retrocedió y se dirigió hacia el puente sujetando la
espada sin fuerza, como si temiera luchar. Pero en lo profundo de sus ojos
ardía una chispa de maldad esperando el momento del combate.
—¡El Antiguo Guerrero! —gritó un hombre desde el puente cuando vio al
demonio sin alma cruzar la resplandeciente llanura.
El tronar de los cascos ahogaba cualquier pensamiento y cualquier otro
sonido, e hizo que el negro cielo se conturbara.
—¡Es el demonio!
—¡Silencio, estúpido descerebrado!
Kalidor no podía apartar la vista de la terrible Espada Maldita. Su corazón
latía con enorme fuerza, y sus labios se mostraban tensos.

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—Dame la espada —le dijo resoplando.
—Vuelve a tu negra isla —contestó Adam.
Y saltó dispuesto a empezar la lucha, levantando la espada y trazando con
ella un arco.
Entonces surgió un resplandor de luz y se oyó el sonido metálico que
produjeron las hojas cuando la espada del Caballero Negro paró el golpe.
—¡Pignikker! ¡Esos hombres con las espadas! —gritó la hechicera. Su
rechoncho amigo se precipitó hacia allí, provisto del hacha de leñador. Se
lanzó hacia el puente y sobre los hombres armados con una furia inusitada.
Mientras se retiraban y el Caballero Negro luchaba con Adam, Lina se
agachó para coger su arco. Con un brazo apoyado sobre una rodilla cubrió
con su arco la llanura buscando al demonio. No podría detenerle, pero sí
matar a su caballo y hacer caer al demonio, ganando así un tiempo precioso.
Mientras observaba al gran caballo que dejaba caer una lluvia de fuego, el
sudor corría por su rostro.

Adam seguía avanzando y peleando sobre el puente del Destino. Golpeaba


continuamente con toda la fuerza de su espada, hacía retroceder al Caballero
Negro y le tiraba al suelo; luego, el Caballero Negro se levantaba e intentaba
esquivar los golpes. Un rayo cayó sobre el puente y el trueno siguiente se
fundió con el trueno del fragor de sus espadas. Los ecos de la batalla podían
oírse por toda la tierra, incluso en Paridoor.
Mientras el Guerrero tronaba sobre su fulgurante caballo como una
antorcha de fuego con su negra espada en la mano, negros nubarrones se
acercaban amenazadores. Entonces Lina se agachó para afinar la puntería, y
rezó para obtener un tiro certero. No era fácil, porque el caballo se movía
hacia un lado y otro continuamente como si flotara, y a Lina le desaparecía
una y otra vez el blanco al que disparar su flecha. Cuando el caballo saltó
sobre ella cerró los ojos y disparó. La flecha atravesó el pecho del animal. La
bestia de Dornok cayó sobre un amasijo de fuego y rocas arrancadas de la
tierra. Murió como el Ave Fénix, regresando a su tumba, con las alas
plateadas y un rayo atravesando su corazón. Murió como si todo el fuego de
una zona volcánica entrara en erupción al mismo tiempo.
Pero incluso en sus estertores el caballo tenía un papel que interpretar, ya
que el Caballero Negro le arrebató el alma y la fundió con la suya mientras
invocaba a todos los poderes de la oscuridad y de la noche para que le
ayudasen en su lucha. Cegado por la locura, comenzó a golpear cuando Adam

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acusó el cansancio, descargando golpes que podrían haber abierto en dos a un
dios. Le forzó a salir del puente y a retirarse hacia las rocas.
Kalidor siguió avanzando mientras asestaba golpes con toda su fuerza,
utilizando su poderosa espada como si fuera un hacha de guerra. Cuando la
fuerza cedió ante la embestida ininterrumpida, Kalidor le arrebató la espada…

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CAPÍTULO 39

K alidor el Maestro, el Príncipe del Universo blandió la refulgente espada


del mundo estático ante el rostro de Dios. Se mofaba del cielo,
lanzando llamaradas a través de la punta de la espada, para que penetraran en
las nubes inundando el cielo de luz. Hizo que se formara una gran tormenta
que se desencadenó por encima de él y dejó su túnica hecha jirones.
Lanzó hacia arriba su furia como si quisiera desterrar a Dios, y la
oscuridad se extendió por todas partes como el velo de la noche. La muerte
vivía dentro de su corazón, y ahora tenía el poder suficiente como para
propagarla por todo el mundo… Cuando se reía, los volcanes de todo el
mundo entraban en erupción; cuando dejaba escapar un grito, los grandes
océanos saltaban con fuerza sobre las playas. Cuando extendía su mano y la
Espada Maldita tocaba el suelo, se abría un abismo en la tierra.
Ese era su momento, la hora de su destino: una época en la que todo el
mundo se arrodillaría para besar su mano…, con la excepción de una pequeña
figura que se encontraba entre las rocas: la hechicera Elena. Cuando cayó la
oscuridad y el sonido del trueno invadió el aire, la valiente hechicera se
dirigió hacia donde se hallaba el alma de su hija, golpeada por la tormenta,
azotada por la lluvia torrencial que había caído del cielo. Alcanzó el farol y
quitó la tapa, observando cómo parpadeaba denodadamente la llama de su
hija.
—Vuelve a encender el fuego y haz desaparecer la oscuridad —dijo—.
Intenta perdonarme…
El Antiguo Guerrero, al ser arrojado de su caballo al haber caído éste, se
arrastró de rodillas y miró a su alrededor en busca de su espada. Y cuando vio
a Kalidor, un odio ciego invadió su mente con la furia de todos los demonios.
Pero Kalidor, embravecido, no había reparado en nada de esto, y bebía la
lluvia de Dios como si fuera vino. Su oscuro rostro se burlaba del cielo, su
garganta se hallaba desprotegida…, y Pignikker en aquel momento saltó sobre
él y colocó el cuchillo sobre su garganta, pero el Caballero Negro le agarró la
mano, y luego le dobló el brazo hacia atrás hasta que el hombro se rompió.
Pignikker dio un grito, y Kalidor le lanzó por los aires, hacia el vacío. Se
oyó cómo Elena daba un chillido cuando vio caer a su verdadero amor. Dejó a

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un lado el farol y corrió hacia el precipicio pronunciando el nombre de
Pignikker.
El Antiguo Guerrero, aún herido por la caída, se tambaleaba sobre el
puente agarrándose a la barandilla. Desenvainó su magnífica espada negra y,
moviéndose con dificultad, se dirigió hacia Kalidor.
En ese mismo instante el alma de Raina salió del farol como una llama en
forma de pájaro. Llegó al lado de Adam y le dijo:
—Eres mi amor…
Luego voló a gran velocidad más allá del puente del Destino hacia un
cielo negro como el azabache en donde se la vio brillar como una estrella.
Después se paró para echar una rápida mirada antes de lanzarse como un rayo
hacia el pozo de Fuego.
El pozo se encendió de nuevo. Una gran esfera llena de luz apareció, y en
su rabioso corazón se hallaba brillando la figura de Raina. Adam pudo ver
durante breves instantes la belleza y la juventud del rostro de la joven, que a
continuación se fue desvaneciendo. El viento se apoderó de ella y la cubrió
como si fuera niebla, dejando solamente sus palabras vibrando en su cerebro.
Lo último que dijo Raina antes de desaparecer fue:
—Eres mi deseo…
Cuando Kalidor miró a su alrededor se sorprendió al ver de nuevo el
fuego encendido, y el Guerrero aprovechó para intentar sujetarle alargando
una mano. En esos momentos se le cayó al suelo la Espada Maldita, y ambos
se vieron envueltos en una lucha desesperada.
Adam contempló la espada, y dudó en ir por ella, con miedo de moverse
porque su cuerpo le dolía mucho. Pero oyó la voz de Lina que le decía:
—Durante toda tu vida has sido entrenado para esto. Tu abuelo te estuvo
preparando.
Él se volvió para mirarla. Ella se hallaba apoyada en ese instante sobre el
costado curándose la herida que le había hecho el caballo de la manada de
Dornok. Cuando le miró a los ojos, con el rostro retorcido por el dolor, le
dijo:
—Toma la espada. Ésta es tu hora. Te necesitamos, Adam…
Adam comenzó a avanzar a rastras estirando sus magullados miembros,
dando el primer paso en dirección al puente del Destino. Sus ojos se hallaban
fijos en la espada, soportaba el dolor apretando los dientes y su respiración
era entrecortada. Cuando su mano alcanzó la empuñadura sintió cómo su
cuerpo se estremecía, y la furia y el poder de la Espada Maldita se

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precipitaban hacia él. Luchando con sus rodillas, se puso en pie y levantó la
espada.
Al mismo tiempo, el Antiguo Guerrero y el Caballero Negro se dirigían
hacia donde él se encontraba, y Adam se vio lanzado hacia atrás por la fuerza
de su avance. Cuando los tres alzaban sus respectivas espadas, el puente del
Destino se derrumbó y se hundieron en el vacío. Adam empezó a gritar
mientras se veía llevado hacia la niebla, sintiendo que Kalidor estaba
acercándose a él.
Pero el Caballero Negro desapareció arrastrado poco a poco hasta
encontrarse con su propio y oscuro destino. En aquellos momentos no parecía
existir nada, salvo el hecho de caer, y una sensación de tiempo eterno, un
tiempo tocado por una llama que mantiene a toda la humanidad, la verdadera
llama de la vida, que mantiene vivas a todas las almas, desafiando a la Espada
Maldita…

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CAPÍTULO 40

A dam se despertó lentamente en su pequeño dormitorio, en donde había


visto la espada por primera vez. Caían sombras sobre la cama vacía.
En las escaleras se escuchaban ruidos que indicaban que sus padres acababan
de llegar a casa. Sintió el enorme peso de la espada en su mano, la, en
tiempos, poderosa Espada Maldita. Ahora, sin embargo, no vibraba movida
por aquella fuerza interior, ni tampoco parpadeaba luz alguna a lo largo de la
hoja. No desprendía luz ni lanzaba fuego a su alma. Era sólo una espada de
hierro, marcada con algunas señales hechas por el uso.
Se sentó lentamente, se frotó sus brazos doloridos y notó que sus borrosos
sueños iban desapareciendo de su mente. Lo último que había visto era a la
vieja hechicera Elena bajando al precipicio. Intentaba rescatar a Pignikker, la
falda recogida en su cinturón y los dedos en carne viva. Pensó en el rostro de
Lina, y en cómo se hallaba la última vez que la vio. Contempló el alma de
Raina. Pero todo eso iba desapareciendo como las ondas en un estanque,
perdiéndose en el tiempo como si nunca hubiera existido, hasta que no quedó
nada, salvo el sonido de la voz de Raina susurrando en su cerebro:
—Mirad, éste es el portador de la espada…

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