TPCW - El Fin de La Masculinidad
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masculinidad
Cómo amar en el siglo XXI
Luciano Lutereau
Introducción
ADIÓS AL MATRIMONIO
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clusión de que estas cuestiones no se pueden juzgar sin tener
en cuenta una variedad de infinitos detalles. No recuerdo bien
quiénes estaban en cada bando, ni siquiera si había también una
tercera posición, porque yo solo tenía ojos para mi abuela, que
repetía con desconsuelo: “No pueden destruir una familia”.
Mi abuela, que en ese entonces llevaría ya unos treinta o
cuarenta años de casada, a pesar de su afectación, encarnaba
una voz reflexiva: ¿cómo puede ser que por un antojo personal
descuiden ese proyecto que trasciende a los esposos y al que ambos
tienen la obligación de consagrarse? Fue entonces que dijo una
frase que, aunque casi nadie escuchó, para mí fue un hallazgo:
“¿En serio tienen que separarse? ¿No pueden tener amantes
como la gente normal?”.
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esos que existen desde que el mundo es mundo– y lo que llamo
histeria en su caso no es algo patológico, sino una determinada
actitud o posición: esta mujer estaba interesada en ser la mujer
de un hombre, en que él la eligiese, en ser su preferida –por
eso fue tan ofensivo que le dijera lo mismo que a otra–. “Eso
se lo dirás a todas”, se decía en otro momento y, por cierto, de
un varón se esperaba que pudiera decir algo más que palabras
bonitas que se le pueden decir a cualquiera.
Entonces, cuando digo “histeria” no me refiero a lo que
se suele nombrar en el lenguaje popular –como sinónimo de
remilgada o quisquillosa–; de la misma manera que cuando
digo “síntoma” no uso esta palabra en sentido médico, sino
como expresión de un conflicto; el de esta mujer era bastante
claro: ¿podré encontrar a quien quiera casarse conmigo? La
histeria, entonces, es una categoría propia de una época en que
las mujeres estaban destinadas a ser esposas. Hoy en día, luego
de descubrir que él mentía –aunque, podríamos preguntarnos:
¿es lo mismo chamuyar (o “versear”, como también se dice) que
mentir? ¿No es esa una interpretación desencantada de muchas
mujeres, que le atribuyen a la palabra del varón una expectativa
de veracidad que la acerca más al proceso judicial que al lazo
amoroso?–, en lugar de volverse una histérica que sufre dolo-
res corporales, seguramente ella podría haberlo escrachado en
Así no me vas a coger pelotudo –sitio de Internet donde mujeres
hacen causa común al describir las torpezas de los varones con
los que tienen citas.
La histeria era el sufrimiento basado en la espera, del amor
frustrado, que podía llevar a que una mujer –después de una
decepción– quizá nunca más volviese a intentar el lazo con
otro. Así llegamos a la “solterona” que mencioné antes. Hay
una vieja obra de teatro, de Jean Cocteau, que lo ilustra muy
bien. Se llama La voz humana y consiste en el monólogo de
una mujer sentada en una cama, que aguarda un llamado te-
lefónico que nunca llega. En un contexto más inmediato, no
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En su libro Por qué duele el amor,1 Eva Illouz explica los cambios
históricos que llevaron del amor del siglo XIX al presente a
través del debilitamiento de ciertas figuras que aseguraban el
vínculo social: el compromiso, la promesa, el respeto. En la
sociedad patriarcal, toda mujer estaba referenciada a un varón
(padre, hermano, marido). De ahí que no fuera tan fácil que un
varón incumpliese su palabra, sin vergüenza, cuando esa actitud
también podía llevar a una institución clásica de aquel entonces:
el duelo. Herir el honor de una mujer podía tener como resul-
tado que dos varones tuvieran que batirse con la muerte como
telón de fondo. En el mundo tecnológico de hoy en día, más
impersonal, las mujeres están más indefensas. Curiosa paradoja
la del siglo XXI: la otra cara de la revolución feminista es a
veces una mayor vulnerabilidad.
Esto me recuerda una conversación reciente, en la librería
Caras y Caretas, con mi amiga la escritora Florencia Abbate.
Hablábamos del matrimonio y llegamos a un punto árido: por
un lado, el matrimonio burgués limitó a la mujer al ámbito
doméstico, la encerró en la cocina y la condenó a la maternidad;
pero también, por otro lado, el precedente de esta forma his-
tórica es –como han destacado historiadores como Georges
Duby– una transición que, desde la Edad Media, implicó que
en el matrimonio interviniesen tres partes: el varón, la mujer
y el cura. Para Duby,2 el matrimonio tal como lo conocimos
surgió de una suerte de alianza entre las mujeres y la Iglesia
para limitar la sexualidad masculina. En época de caballeros
andantes, cuando los varones iban por ahí (en cada puerto, dice
1. Eva Illouz, Por qué duele el amor. Una explicación sociológica, Buenos
Aires, Capital Intelectual/Katz, 2012.
2. Georges Duby, El amor en la edad media y otros ensayos, Madrid,
Alianza, 1992. En la misma dirección, otros dos libros que recomiendo
consultar para esta cuestión, son: Jacques Solé, L’amour en Occident à
lݎpoque moderne. Paris, Albin Michel, 1976 y Denis de Rougemont, El
amor y Occidente, Barcelona, Kairós, 1999.
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“la primera” –aunque más no fuese a costa de sentirse celosa de
las otras–. “¿Quién es esa mujer que llamó? ¿Por qué te escribe
a esta hora?”, preguntaban las histéricas de antaño. Mientras
que hoy en día es mucho más común escuchar a mujeres sufrir
porque no quieren que sus parejas deseen a otras. Se les repre-
senta como algo intolerable, ya no con preguntas subrepticias
que dan a entender los celos, sino con celos actuados que se
pueden volver feroces. Porque si la histeria es una categoría de
la época en que el matrimonio tenía un sentido, el respeto a la
esposa hoy se ve avasallado por la promesa de fidelidad.
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amor, hay que tener tiempo” decía André Maurois. Los amores
del siglo XXI son miedosos, no duran, se quiebran fácilmente,
están en las antípodas de ese poema de Silvina Ocampo que
dice: “jamás llegar por nada a concederte/ la tediosa y vulgar fi-
delidad/ de los abandonados que prefieren morir por no sufrir,/
y que no mueren”.3
La obsesión actual por la fidelidad tiene como contracara la
desaparición de otra categoría clínica del siglo XIX: la neurosis
obsesiva masculina. Si antes me referí a las mujeres histéricas,
ahora lo haré a los varones obsesivos. Hay algo de esta idea que
está incluso en el sentido común: ellas histéricas, ellos “obse”;
pero ¿qué es un neurótico obsesivo? Es alguien atormentado
por la duda y la irresolución, que no puede decidirse. Antes
dije que en todos los casos freudianos está en juego la cuestión
del matrimonio. Lo demuestra ese otro caso de Freud, el de
un muchacho de veintitantos años, que tiene a toda la familia a
la espera de que termine sus estudios para casarse y ¿qué es lo
que hace para resistir el momento clave? Demora sus estudios.
El punto es que él no está seguro de casarse, porque la mujer
con la que los parientes esperan que formalice es una distinta
a la que a él le gusta; pero ¿cuál es el problema? Que la mujer
con la que él quisiera casarse ¡no puede tener hijos! Y ¿para qué
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se casaba alguien en el siglo XIX? Entonces este varón vacila,
se muestra indeciso, no puede realizar un acto sin deshacerlo.
Podría decir que está muy lejos del varón contemporáneo,
que huye del compromiso. Más bien el varón freudiano –para
llamarlo así– padece porque tiene un conflicto (llamémoslo
“síntoma”) con el compromiso. Si la pregunta de la histérica
es “¿Soy su mujer?”, la del obsesivo es equivalente: “¿Con cuál
me caso?”. En absoluto esta es la pregunta de los varones que,
en nuestro tiempo, no terminan de consolidar una relación,
porque piensan que si se comprometen con una mujer, podría
haber otra que sea más conveniente. El varón de la época de
Freud sufría por un conflicto con el deseo, los de nuestra época
especulan con aquello que les represente una mayor ganancia,
que les haga perder menos libertad, como cuando hacen del
poliamor no una forma de reformular la noción de pareja, sino
la vía para autorizarse varias relaciones simultáneas.
En este punto, de regreso a la fidelidad –uno de los temas
que retomaré en este libro, junto con el terror al compromiso
de aquellos a los llamaré “solteros”– es notable que la expectativa
de que el otro sea fiel va de la mano –en nuestro tiempo– con
lo frágil de la entrega al otro, como si le pidiéramos al otro
que nos asegure aquello que no damos. No pocas veces los
más celosos (varones y mujeres) son quienes no dejan de tener
sus flirteos escondidos. No hace falta un nuevo concepto psi-
coanalítico para describir esta situación. Mi abuela la llamaba
“cola de paja”.
En el siglo XXI, todos parecemos obsesionados con lo que
hace el otro, en busca de detectar un signo oculto, quizá menos
preocupados por el deseo en la relación que por el efecto que
podría tener que el otro nos sea infiel: una disminución de
nuestra autoestima. Si el otro me traiciona, es porque valgo
poco. Por eso le estoy encima, lo amenazo, lo acoso para tener
una certidumbre perfecta de cada uno de sus movimientos. De
más está decir que estas coordenadas suelen llevar a situaciones
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INTRODUCCIÓN
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Quizá haya quien piense que este libro está demasiado basado
en el paradigma de la norma heterosexual. Sin dudas es así. No
desarrollaré las formas del amor y el deseo homosexual, tam-
poco tomaré la cuestión de las familias homoparentales y otros
asuntos importantes de la vida contemporánea. No creo que sea
un sesgo restringido el de decir que me interesa la situación de
los varones heterosexuales y, en particular, aquellos que tienen
entre 20 y 40 años. Si hay algo notable de un tiempo a esta
parte, es cómo los 40 eran la etapa de la vida en que –hasta hace
unas décadas– empezaba la madurez del varón, mientras que
hoy es recién la etapa en que empieza a terminar la juventud.
Algo así como una segunda adolescencia. A mi edad, poco más
de 40, mi padre ya tenía 6 hijos y casi todos los padres de mis
amigos ya estaban asentados. Hoy en día muchos varones de
esa edad todavía no saben si acaso, alguna vez, vivirán con una
mujer, si quizá tengan un hijo –¡no más de uno!–, no sea cosa
que se pierda el fulbito de los sábados con los “pibes” (que de
pibes ya no tienen nada).
En el siglo XXI, la modificación de las relaciones afectivas
es tan grande, que las dos grandes formas de vida –para varones
y mujeres: obsesión e histeria– que existían para organizar los
afectos, perdieron vigencia. Si a lo largo del siglo XX todavía
se podía decir obsesivos e histéricas, en este siglo las categorías
son otras. Aquí las llamaré seducción e intensidad. ¿Por qué los
varones ya no buscan una esposa (de la que pueden dudar de
manera obsesiva si acaso es la correcta) y prefieren asumir una
actitud de seducción crónica? ¿Por qué las mujeres ya no esperan
a ese príncipe azul –pero no porque hayan asumido que no
existe y, entonces, estén más en sintonía con un varón concreto,
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trivial y torpe, como todo varón–, sino que viven acosadas por
ideales mucho más severos? Por ejemplo, si histérica es la mujer
que se ilusiona, para luego decepcionarse, al descubrir que ese
varón que ella idealizó no la ama “lo suficiente”; “intensa” es la
que vive en busca de signos de desamor, que no llega siquiera a
confiar como para ilusionarse. Es la misma que dice “Ya no hay
hombres” y, de antemano, justifica sus temores y sospechas. Es
la que se da cuenta de que la histérica ya no es ella, por lo tanto
acusa de histéricos a los varones.
Nuestra época ya no es la de Freud, pero tampoco se puede
entender sin Freud. Se publicaron miles de libros de autoayuda
para dar cuenta de los problemas que considero en este ensayo
–mencionaré dos precursores, ya clásicos: Las mujeres que aman
demasiado (1985) de Robin Norwood y Los hombres que no pue-
den amar (1987) de Steven Carter y Julia Sokol–, sin embargo
mi perspectiva es otra. No me interesa decirle a nadie lo que
tiene que hacer, tampoco ofrecer recetas ni fórmulas. No creo
que sirvan los planteos del estilo “cómo reconocer si su pareja
es de esta forma o de otra”, porque ese tipo de postulados
lleva a poner la piedra en el zapato del otro. Desde ya que no
digo que todo sea culpa de uno; que no sea de una manera no
quiere decir que sea de la contraria. En realidad, pienso que si
aprendemos a mirar con cierto contexto –tarea principal en el
inicio de todo tratamiento de psicoanálisis–, podremos ser más
conscientes de qué decisiones podemos tomar y cuáles no. En
particular, como diría mi abuela, juzgaríamos menos y seríamos
más comprensivos con la situación que nos tocó vivir, sin por
eso adoptar una actitud derrotista; todo lo contrario, a veces es
preciso darse cuenta de que muchos deseos que tenemos están
inflados por expectativas presuntuosas que no hacen más que
entorpecer nuestra vida.
En una de mis películas favoritas, Escenas de la vida conyugal,
de Ingmar Bergman, un matrimonio está sentado en un sofá
un día de mucho calor, están agotados por la crisis que atra-
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