El Rosario Del Padre Celestial

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PADREANDRÉSD'ASCANIO OFM CAPP

EL ROSARIO DEL PADRE

ASSOCIAZIONEDIO ÈPADRE
CP 135 67100 - L’AQUILA

PADREANDREAD'ASCANIO OFM CAPP


“EL ROSARIO DEL PADRE”
© Associazione Dio è Padre
cp 135
67100 - L’Aquila
www.armatabianca.org
[email protected]
segunda edición

1
El Rosario del Padre, con sus cinco misterios, es una oración que la Providencia
nos ha dado.
La colaboración espontánea, que llegó de varias partes, lo ha enriquecido
con las referencias bíblicas y con las letanías. En él está toda la historia del
hombre guiada por el Amor de Dios que - desde el inicio de la Creación hasta
la redención final - ha llevado y llevará adelante Su plan de Vida.

Este Rosario es un signo de los tiempos, de estos tiempos que ven el regreso
de Jesús a la tierra "con gran potencia" (Mt. 24,30). La “potencia” es por
excelencia
el atributo del Padre (“Creo en Dios Padre todo poderoso”): es el Padre que
viene en Jesús, y nosotros tenemos que apremiarlo para que acelere los
tiempos de la nueva creación tan esperada (Rm 8,19).

El Rosario del Padre, en cinco misterios, nos ayuda a reflexionar sobre la


Misericordia que "es más potente que el mal, más potente que el pecado y que
la muerte" (Dives in Misericordia, VIII, 15); nos recuerda como el hombre
puede y tiene que volverse instrumento del triunfo del Amor del Padre,
dándoLe su “sí” completo y de este modo insertarse en el círculo de Amor
trinitario que lo vuelve "gloria viviente de Dios"; nos enseña a vivir el misterio
del sufrimiento que es un don grande, porque nos da la posibilidad de dar
testimonio de nuestro Amor por el Padre y de permitirle dar testimonio de sí
mismo, bajando hasta nosotros.
Lo presentamos ahora oficialmente, con la aprobación del Arzobispo de
Foggia, Italia, Mons. Giuseppe Casale.
Pero no tenemos que sustituir el Rosario de María por el Rosario del Padre;
tenemos que, después de haber rezado el Rosario Mariano entero, con los 20
misterios, pedirLe a la Madre que rece con nosotros el Rosario del Padre.
Ella lo hará e invocará con nosotros al Papá del cielo; el Papá no podrá resistir
a ambas llamadas: vendrá y hará “Cielos y Tierras nuevas” (Ap 21).

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¿CÓMO SE RECITA?

En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo

Dios mío ven en mi auxilio,


Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y


siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

"Padre mío, Padre bueno, a TI me ofrezco, a Ti me doy".

Ángel del Señor, fiel custodio mío, a quién me ha encomendado la Divina


Bondad, ilumíname, protégeme, dirígeme y gobiérname siempre. Amén.

Se enuncia en cada decena el "misterio", por ejemplo, en el primer misterio: "el


triunfo del Padre en el jardín del Edén cuando, después del pecado de Adán y
Eva, promete la venida del Salvador” .

Después de una breve pausa de reflexión se recitan:


un "Ave María", diez "Padre Nuestro", un "Gloria".

Al final de cada decena de la Corona se repiten las dos oraciones:


“Padre mío...”, “Ángel del Señor”.

Al final del rosario se recitan las Letanías del Padre y la oración "Padre mío, me
abandono a Ti."

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PRIMER MISTERIO

En el primer Misterio contemplamos el triunfo del Padre en el jardín del Edén


cuando, después del pecado de Adán y Eva, promete la venida del Salvador.

"Entonces Yahvé Dios dijo a la serpiente: “Por haber hecho esto, maldita seas
entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu vientre
caminarás, y polvo comerás todos los días de tu vida. Enemistad pondré entre
ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas
tú su calcañar”.

A la mujer le dijo: “Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con
dolor parirás los hijos”.

Al hombre le dijo: “maldito sea el suelo por tu causa: todos los días de tu vida,
espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de
tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste
tomado” (Gen. 3, 14-19).

Para entrar en el espíritu de este misterio, antes que nada tenemos que ponernos
de acuerdo sobre las consecuencias del pecado original. Comúnmente se dice
que el hombre pecó y Dios, por castigo, lo expulsó del paraíso terrenal. Así está
escrito, pero leyendo en modo más profundo se llega a una conclusión diversa.

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Claro que el hombre perdió toda la realidad de Luz de que estaba revestido, y
por lo tanto su propia realeza, condenándose al sufrimiento y a la muerte; pero
el “expulsado” fue Dios, porque el hombre, desobedeciéndole, lo obligó a salir
de su corazón. Encontramos un eco de esto en Gen 6, 3 ss.: “Mi espíritu no
permanecerá para siempre en el hombre… El Señor vio que la maldad de los
hombres era grande en la tierra y que todos los pensamientos ideados por ellos
en sus corazones eran puro mal de continuo”.

Sin embargo, en el momento en que es rechazado por Adán y Eva, el Padre


proyecta la redención prometiendo enviar a la tierra a Su Unigénito. Y será una
nueva creación que le permitirá volver al corazón del hombre regenerando en
una dimensión más alta. Efectivamente, apenas que Dios toma un cuerpo y se
hace hombre, toda la humanidad viene incluida en la Familia Divina.

El Padre, con un Amor creativo y redentor más potente que el pecado y que la
muerte, cambia totalmente la situación: la que en un principio parecía Su
derrota, al final se revela Su gran victoria con la cual El reconquista a Su
creatura y la guía hacia horizontes más amplios, hacia tierras y cielos nuevos.

Este triunfo del Padre “es” desde el principio, ya que Él está afuera del tiempo,
y lo que decide “es” desde el momento que lo proyecta.
Así es como hay que entender el “triunfo” del Padre. No con el pobre sentido
humano – es decir, afirmación de la propia superioridad que humilla y castiga al
ofensor - sino precisamente en el sentido divino: “Mientras más se obstinen en
ofenderme, tanto más yo me obstinaré en perdonarlos”. La venganza de Dios
es la Misericordia.

El triunfo del Padre es esta victoria de Su infinita humildad y de su infinito


Amor: Él llama a la puerta, espera, vuelve a llamar hasta que le abramos la
puerta de nuestro corazón. Entonces Él regresa y es una gran fiesta. Es un
poco en sentido inverso la parábola del hijo pródigo: es el Padre que regresa a
donde el hijo:
“Quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado” (Jn. 13, 20); “Yo y
mi Padre vendremos a él y haremos morada en él” (Jn. 14, 23).

Después de una breve pausa de reflexión se recitan:


un "Ave María", diez "Padre Nuestro", un "Gloria".

"Padre mío, Padre bueno, a Ti me ofrezco, a Ti me doy".

Ángel del Señor, fiel custodio mío, a quién me ha encomendado la Divina


Bondad, ilumíname, protégeme, dirígeme y gobiérname siempre. Amén.

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SEGUNDO MISTERIO

En el secundo Misterio contemplamos el triunfo del Padre en el momento del


“Fiat” de María durante la Anunciación.

"El Ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios;
vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás el nombre
de Jesús. Él será grande y se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le
dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos
y su reino no tendrá fin. Dijo María: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra.”(Lc. 1, 30ss.).

Por lo tanto, el triunfo del Padre está en regresar a tomar posesión de Sus
criaturas. Esto tiene que hacernos reflexionar acerca de la importancia de
nuestra voluntad; si Le decimos “no” a Dios no Le permitimos que venga y nos
quedamos solos con nosotros mismos. Es la obscuridad, la desesperación y la
muerte. Si le decimos “sí” y Lo hacemos venir, la Luz resplandece en las
tinieblas de nuestro espíritu, y nosotros nos volvemos “gloria viviente de Dios”.

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Como Jesús, como María.

Con su “sí” María anula el “no” de Eva y acoge a Dios que – con un acto de
humildad y de Amor sin fronteras – se hace hijo del hombre y vuelve a poner
Su morada en Su paraíso.

Jesús, el nuevo Adán, diciendo: “Vengo, Padre, a hacer Tu voluntad” (Heb. 10,
9) le permite al Padre realizar la nueva creación. Jesús y María son los
prototipos de la humanidad nueva, de los cuales hemos sido regenerados. Si
como ellos, también nosotros nos abrimos en plenitud a Dios y Le permitimos
poner Su morada en nosotros, también por medio de nosotros, Él podrá
expandir Su Reino de Luz.
Aprendamos a vivir esta realidad infinita. Aprendamos a ser, como Jesús y
María, el triunfo del Amor del Padre en un perenne “sí”. Decir siempre “sí” a la
Voluntad del Padre es difícil, porque antes o después Su Voluntad entrará en
contraste con la nuestra; nos encontraremos en situaciones que no nos
gustarán: será el cáliz que tendremos que beber, pero habrá repugnancia. Será
el Getsemaní, la hora de nuestra muerte y de nuestra resurrección.

Después de una breve pausa de reflexión se recitan:


un "Ave María", diez "Padre Nuestro", un "Gloria".

"Padre mío, Padre bueno, a Ti me ofrezco, a Ti me doy".

Ángel del Señor, fiel custodio mío, a quien me ha encomendado la Divina


Bondad, ilumíname, protégeme, dirígeme y gobiérname siempre. Amen.

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TERCER MISTERIO

En el tercero Misterio contemplamos el triunfo del Padre en el huerto de


Getsemaní cuando da toda su potencia al Hijo.

"Entonces va Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los
discípulos: “Sentaos aquí, mientras voy allá a orar”. Y tomando consigo a Pedro
y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces
les dice: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad
conmigo”. Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra y suplicaba así:
“Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo
quiero, sino como quieres tú”. Viene entonces donde los discípulos y los
encuentra dormidos; y dice a Pedro: “¿Con qué no habéis podido velar una
hora conmigo? Velad y orad para que no caigáis en la tentación; que el espíritu
está pronto, pero la carne es débil”. Y alejándose de nuevo, por segunda vez
oró así: “Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu
voluntad” (Mt. 26, 36-42).
“Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido
en agonía oraba más intensamente, y su sudor se volvió como gotas espesas
de sangre que caían en tierra” (Lc. 22, 42-44).
“Después se acercó a los discípulos y les dice: “ ¡Ahora ya podéis dormir y

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reposar. Mirad ha llegado la hora en la cual el Hijo del hombre será entregado
en manos de pecadores. ¡Levantaos, vamos! Mirad que el que me va a
entregar está cerca” (Mt. 26,45-46).
“Judas, pues, llega allí con la corte y los guardias enviados por los sumos
sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas… Jesús se adelanta y
les pregunta. “¿A quién buscáis?” Le respondieron: “A Jesús el Nazareno”. Les
dice Jesús: “ ¡SOY YO!” Apenas dijo: “ ¡SOY YO!” retrocedieron y cayeron en
tierra” (Jn. 18, 3-6).

Examinemos cada parte de esta descripción de la agonía de Jesús en el


Getsemaní porque es de fundamental importancia para comprender el Corazón
del Padre, y para guiarnos en el camino de la santidad.

Getsemaní es el pasaje obligado del camino hacia lo alto, es decir, hacia el


Padre.

¿Qué es el Getsemaní? Es la gran agonía, es el gran combate con el


“adversario” que Jesús tiene que sostener en su humanidad, como “hijo del
hombre”, para rescatar a todos los hombres. Él se encuentra ante una realidad
más grande que él: es Jesús hombre, con toda su humanidad perfectísima y
por lo tanto infinitamente sensible, que tiene que chocar con el gran adversario
que se llama “muerte”, “mal”, “pecado”. Es para él “la hora de las tinieblas”, el
segundo choque: el primero fue en el desierto, cuando Jesús había vencido la
primera fase de esta batalla y “el diablo se alejó hasta un tiempo oportuno” (Lc
4, 13). El Getsemaní es el “tiempo” de la segunda y decisiva lucha en la cual se
decidirá la suerte de la humanidad.

“Comenzó a sentir tristeza y angustia”


En el Getsemaní desapareció en Jesús la potencia del milagro, aquella energía
sobrenatural que le hacía dominar a todas las realidades circundantes, que
hacía huir a los demonios, que aquietaba a los mares en tempestad y que
resucitaba a los muertos. Con esta potencia Él iba contra el mal y lo disolvía.
“Los curaba a todos”, dice el Evangelio.
Ahora todo el mal del mundo se vuelca sobre su humanidad y Él pide auxilio a
sus amigos porque “su alma está triste hasta la muerte” y comienza a sentir
“tristeza y angustia.” Pero los amigos duermen, el “adversario” los ha puesto
fuera de combate al inicio de las hostilidades, cloroformando sus voluntades,
porque ellos no habían rezado y “la carne es débil”.
Jesús se quedó sólo con el Padre y a Él se dirige:
“Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz; ¡pero no sea como yo quiero
sino como quieres tú!” (Mt. 26, 39).
En este choque existencial entre el propio “yo” y “Dios” la victoria final es de
Dios, porque Jesús subordina su voluntad a la del Padre. Es la gran victoria, el

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rescate del “no” de Adán.

Pero Él consigue esta victoria en un baño de sangre.


"Su sudor se volvió como gotas de sangre que caían en tierra”
La sudoración de sangre es un fenómeno que se verifica en rarísimos casos
después de excepcional trauma psíquico.
La sudoración de Jesús es excepcionalísima, tan abundante que moja el
terreno. Cuando se da cuenta de que está por desmayarse, Él se aferra al
Padre, buscando en Él aquel consuelo que los hermanos aturdidos por el
sueño no logran darLe. El Padre responde enseguida a la llamada del Hijo
mandándole un Ángel.
El Ángel del cáliz
El Ángel que lo conforta, es el Ángel del cáliz.
¿Qué hay en aquel cáliz? Dentro está la voluntad del Padre, y Jesús la bebe;
pero mientras bebe la voluntad del Padre – en un “sí” total – el Padre se
comunica con Él y Le da toda Su Potencia.
El Padre se comunica con el Hijo ya agonizante, así como el Hijo pocas horas
antes se había comunicado –a través del cáliz – con los apóstoles.
En aquel momento Jesús bebe toda la potencia de Vida del Padre, que le
permite levantarse, regañar a sus amigos con dulzura e ir al encuentro con
aquel que lo ha vendido, con palabras que son llamadas de Amor:
“¿Ni una hora habéis podido velar conmigo?… Ahora ya podéis dormir y
reposar” (Mc 14, 41); “Judas ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (Lc.
22, 48).

“ ¡YO SOY!”: El Padre está en Jesús


Jesús volvió a ser el Maestro de siempre, mejor, con más potencia que antes,
porque en él está ahora plenamente el Padre Omnipotente. Para
convencernos, veamos lo que sucedió en el encuentro con el gentío y los
guardias que fueron a arrestarlo:
“¿A quién buscáis?” le contestaron: “A Jesús el Nazareno”. Díceles: “ ¡Soy
yo!” (Jn. 18,6).
En la versión moderna del texto encontramos: “ ¡Soy yo!”, pero esto porque en
la lengua corriente la expresión fonéticamente suena mejor así. En cambio en
la versión latina es: “ ¡Ego Sum!” y en aquella griega es: Sgweimi! La
traducción literal y filológica es por tanto “ ¡Yo soy!”.
“YO SOY” es el nombre del Padre, como se llama a sí mismo en el Viejo
Testamento:
Moisés le dijo a Dios: “Si voy a los israelitas y les digo: “El Dios de vuestros
padres me ha enviado a vosotros”; cuando me pregunten: “¿Cuál es su
nombre?”, ¿qué les responderé?” Dijo Dios a Moisés: “YO SOY” me ha enviado
a vosotros” (Ex. 3, 13-14).
Por lo tanto diciendo “ ¡Yo soy!”, Jesús se califica con el nombre del Padre. O

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mejor, el Padre declara su presencia en el hijo y da testimonio de sí mismo –
además con su propio nombre – también con Su POTENCIA que es la
característica de Dios Padre:
Apenas dijo: “ ¡SOY YO!” retrocedieron y cayeron en tierra. (Jn.
18,6).
Hemos visto a Jesús desplomarse en el suelo víctima de “tristeza y angustia”
(Mt. 26, 37) y “miedo” (Lc. 14, 33). Tuvo tal stress que sudó sangre.
Probablemente tuvo un infarto, según la tesis de dos médicos italianos que han
estudiado el fenómeno a fondo.
¿Cómo habría podido un hombre en este estado volver a tomar
inmediatamente el control de la situación y tener tal fuerza de espíritu para
hacer caer en tierra a un “grupo numeroso con espadas y palos” (Mt. 26, 47)
mientras que algunos minutos antes se había desplomado en el suelo?
¿Cómo habría podido soportar la flagelación, el camino al Calvario y la
crucifixión?
¿Cómo habría podido vivir toda la Pasión teniendo bajo control a los hombres y
a los eventos, como en el caso de la Verónica, de las pías mujeres y del buen
ladrón?
Es el Padre que, en el Hijo, sostiene el peso de la Pasión y la domina
guiándola paso a paso, hasta que Jesús lanza su grito de victoria. “Todo está
cumplido” (Jn. 19, 30).
Apenas el Hijo pronuncia estas palabras, el Padre se retira lentamente de
aquel cuerpo martirizado que sólo Él ha tenido en vida hasta aquel momento.
Jesús advierte este alejamiento del Padre, y vuelve por un instante al
desfallecimiento en que se había encontrado en el Getsemaní:
“Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: “ ¡Elí, Elí! ¿lemá
sabactaní?" esto es: "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" …
dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu” (Mt. 27, 46-50).
Jesús combatió su batalla y la venció, pero no sólo: en Él había luchado y
vencido el Padre con toda la Potencia del Espíritu que estallará después en la
Resurrección.
Así es para cada uno de nosotros. Tengamos cuidado de no desperdiciar el
momento de nuestro Getsemaní y digamos siempre: “ ¡Padre que se cumpla Tu
Voluntad, no la mía!”
No es fácil porque decir “sí” a Dios, significa decir “no” al propio yo, negarnos a
nosotros mismos, morir a nosotros mismos. Pero ésta es la santidad, éste es el
secreto de la santidad: a cada “sí”, nuestro yo se empequeñece, dentro de
nosotros se hace más espacio, la potencia de la Luz de Dios nos penetra aún
más y nos volvemos menos materiales y más espirituales.
Cuando nos convirtamos en un “sí” definitivo, nuestro yo morirá y entonces
cada uno de nosotros podrá decir con San Pablo: “No soy yo quien vive, es
Cristo que vive en mí.” Seremos finalmente libres.

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Después de una breve pausa de reflexión se recitan:
un "Ave María", diez "Padre Nuestro", un "Gloria".

"Padre mío, Padre bueno, a Ti me ofrezco, a Ti me doy".

Ángel del Señor, fiel custodio mío, a quién me ha encomendado la Divina


Bondad, ilumíname, protégeme, dirígeme y gobiérname siempre. Amén.

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CUARTO MISTERIO

En el cuarto misterio contemplamos el triunfo del Padre en el momento del


juicio particular.

“Dijo: Un hombre tenía dos hijos: y el menor de ellos dijo al padre: “Padre,
dame la parte de la hacienda que me corresponde.” Y él les repartió la
hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un
país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando
hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a
pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel
país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su
vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y
entrando en sí mismo, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en
abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi
padre y le diré: Padre pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser
llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y, levantándose,
partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vio su padre, y conmovido
corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: “Padre, pequé
contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre dijo
a sus siervos: “Traed aprisa el mejor vestido y revestidle, ponedle un anillo en
su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo y
comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha

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vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado”. Y comenzaron la fiesta. Su
hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la
música y las danzas, y llamando a uno de los criados le preguntó qué era
aquello. Él le dijo: “Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo
cebado porque le ha recobrado sano.” El se irritó y no quería entrar. Salió su
padre y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: “Hace tantos años que te sirvo
y jamás dejé de cumplir una orden tuya pero nunca me has dado un cabrito
para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que
ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo
cebado!” Pero él le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo:
pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo
estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado". (Lc. 15,
11-32).

La parábola del hijo pródigo nos ilumina para entender el Corazón del Padre –
siempre abierto al perdón y fiel a Su Amor – y para comprender el corazón del
hombre, tan frágil y fácil para dejarse deslumbrar por falsas luces. Meditémosla
juntos y quizás lograremos responder a los “por qué” fundamentales de nuestra
fe: “¿Por qué Dios permite el mal?”
Hagamos una sola consideración concerniente al tema que estamos tratando,
es decir, la regeneración del hombre nuevo: ¿de los dos hijos quién es el
“bueno”?
Con una lógica rigurosa, es aquel que se quedó en la casa: “Sirvió al padre por
tantos años”; “jamás dejó de cumplir una orden suya”; no lo obligó a darle su
parte de los bienes para “devorarlos con prostitutas”; no hirió su corazón de
padre alejándose de él para ir hacia una segura ruina; no deshonró a la familia
con tantos escándalos, incluso el último: ponerse como guardián de puercos,
considerados bestias inmundas…
Ante la ley moral más elemental y la ley judía no hay sombra de una duda: el
“puro”, el “justo” es aquel que se quedó en casa; el otro es toda una
estratificación de impureza.
Y sin embargo sentimos dentro de nosotros que no es así. En lo profundo está
el eco de la alegría del padre y de la actitud del hermano “justo” que nos
perturba como una desarmonía chirriante. ¿Qué es lo que no satisface?
El primero es el hijo de la ley y de la justicia, el segundo es el hijo del pecado y
de la Misericordia.
El primero es formalmente “puro” y tiene la convicción de serlo porque no ha
faltado nunca a la ley; pero este convencimiento ha hecho madurar en él un
orgullo sin medida que – con la cobertura de la justicia – lo autoriza a lanzarse
contra el hermano que ha errado, contra el padre que lo ha acogido, contra los
siervos que participaron en la fiesta. Contra todos y contra todo.
Es un hijo de la ley, de una ley que mató en él el Amor y que hizo crecer y
estallar en él un “yo” gigantesco que no deja espacio ni para el padre ni para el

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hermano. Porque en este yo violento no hay espacio para el Amor, si no es
para aquel amor estéril y árido hacia sí mismo.
El hermano más pequeño faltó a la ley en casi todos sus preceptos; se dejó
llevar por un torbellino de pasiones que lo arrastró totalmente; en una sola
palabra, PECÓ, golpeando a fondo la propia dignidad, el propio espíritu, el
propio cuerpo y la propia familia.
Pero este “pecado” hizo saltar todo el mecanismo de muerte: “Per peccatum,
mors” dice San Pablo, es decir, “por causa del pecado ha venido la muerte.”
Por “muerte” tenemos que entender la muerte del espíritu, con todas sus
consecuencias: todo tipo de sufrimiento material y espiritual desde el dolor
físico hasta la desesperación.
El joven rebelde está espiritualmente “muerto”: “este hermano tuyo estaba
muerto”, dirá el padre, pero por los muchos sufrimientos derivados de su
pecado, brotó la muerte de su “yo”. Llagado y encorvado por el sufrimiento –
fruto del pecado – él siente en su intimidad una profunda necesidad de Amor
verdadero y “siente” que sólo el padre se lo puede dar. Regresa a la casa,
sostenido todavía en vida por esta esperanza, que al momento del encuentro
se vuelve certidumbre.
Y es así que el hijo, muerto en el espíritu por el pecado, recibe del padre una
vida nueva, espléndida. Ahora, entre padre e hijo hay una relación de Amor
profundo y no de temor y de respeto formal.
Los dos hermanos son las dos versiones de Adán: lo que hubiera sido el
hombre si no hubiera pecado; lo que es, después de haber tomado conciencia
del propio pecado y haber sido rescatado por el Amor del Padre.

Podemos responder al interrogativo de siempre: ¿por qué Dios permitió el


pecado?
Para que el hombre, en el abismo del pecado, pudiera conocer el infinito Amor
misericordioso del Padre.
Juan Pablo II, haciendo un cuadro de nuestros tiempos, se sirve de la parábola
del hijo pródigo para darle la exacta configuración al hombre de hoy:
"Aquél hijo, que recibe del padre la porción de patrimonio que le corresponde, y
que deja la casa para ir a desperdiciarla en un país lejano, “viviendo como un
libertino”, en un cierto sentido es el hombre de todos los tiempos, comenzando
con aquel que fue el primero en perder la herencia de la gracia y de la justicia
originales. La parábola toca indirectamente cada ruptura de alianza de amor,
cada pérdida de la gracia, cada pecado” (Dives in Misericordia).

El pecado hoy es grande y, a causa de eso el sufrimiento está alcanzando


vértices alucinantes.
Por lo tanto, la nueva humanidad nacerá pronto, porque los hombres –
macerados por el sufrimiento- reconocerán en Dios al propio Padre y lo
invocarán. El vendrá y será una gran fiesta.

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Después de una breve pausa de reflexión se recitan:
un "Ave María", diez "Padre Nuestro", un "Gloria".

"Padre mío, Padre bueno, a Ti me ofrezco, a Ti me doy".

Ángel del Señor, fiel custodio mío, a quién te ha encomendado la Divina


Bondad, ilumíname, protégeme, dirígeme y gobiérname siempre. Amén.

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QUINTO MISTERIO

En el el quinto misterio contemplamos el triunfo del Padre en el momento del


juicio universal.

"Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera
tierra desaparecieron y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva
Jerusalén, que bajaba del cielo, de Dios engalanada como una novia ataviada
para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: “ ¡Esta es la
morada de Dios con los hombres! Pondrá su morada entre ellos y ellos serán
su pueblo, y él, “Dios-con-ellos”, será su Dios. Y enjugará las lágrimas de sus
ojos; no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatiga, porque el mundo
viejo ha pasado”. (Ap. 21, 1-4).
Juan ve “un nuevo cielo y una nueva tierra”: es el hombre regenerado en el
cuerpo y en el espíritu, y por lo tanto capaz de acoger a la Divinidad que
desciende del cielo. Es el Padre- y en Él todo el cielo, todo el paraíso, la nueva
Jerusalén- que viene a tomar posesión de su nueva morada: el corazón del
hombre.
Es la plenitud de la Vida que se establece en el hombre y que elimina todo lo
que tiene sabor a muerte (“no habrá ya muerte, ni luto, ni lamento, ni fatiga”).
Es el Padre que viene a hacer “un mundo nuevo” (Ap. 21, 5) en una nueva
creación, y que da la Vida a quien la desea, es decir a todos, para que todos
tengan sed de Vida.
Finalmente el hombre reconocerá a su Padre en Dios: “Esta será la herencia
del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para Mí” (Ap. 21, 7).
No se trata de la situación del hombre en el otro mundo, después de la muerte,
sino en este mundo: efectivamente, no es el hombre que sube hacia la
Jerusalén celestial sino el contrario. No es el hombre que va a poner su morada

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en el paraíso, sino el Padre – y con Él todo el Paraíso – que baja para poner su
morada en el hombre.
Es la realización del “Dios con nosotros” presentado en toda la Escritura.
Lo que Juan “ve” en la profecía, con el ojo del espíritu, un día lo verán todos:
será el gran día del juicio universal; son los días descritos por Mateo en su
Evangelio: Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre; y
entonces se golpearán el pecho todas las razas de la tierra y verán al Hijo del
hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. El enviará a sus
ángeles con sonora trompeta y reunirán de los cuatro vientos a sus elegidos,
desde un extremo de los cielos hasta el otro. (Mt. 24, 30-31).
¿Con qué tipo de “potencia” vendrá? Con la del Padre. La potencia es el
atributo específico de Dios Padre: “Dios Padre todo Poderoso” decimos en el
Credo. SU potencia es creadora, regeneradora, potencia de Amor, de Luz…
Claro que no vendrá para destruir porque el Padre crea, no destruye; no vendrá
para castigar porque el Padre es Misericordioso; no vendrá para añadir
tinieblas a las tinieblas porque el Padre es Luz que genera y da Luz. Vendrá y
“consumirá el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a
todas las gentes” (Is. 25, 7) y que impedía a los hombres verLo y por lo tanto
amarLo. Finalmente veremos a Dios como es: Padre, infinitamente Padre, sólo
capaz de amar y de ejercer su Omnipotencia de Amor para superar en amor el
“mal” que le había arrebatado a sus hijos, que El quiere nuevamente abrazar,
para donarse a cada uno de ellos, para hacer de todos sus hijos uno Consigo,
con el Hijo y con el Amor.
Finalmente será atendida la solicitud que Jesús nos enseñó a hacer en el
Padre Nuestro “Venga tu Reino (de Amor) hágase Tu Voluntad (de Amor) así
en la tierra como en el cielo”.
El cielo y la tierra se besarán. La Ciudad de Dios, la nueva Jerusalén, tomará el
puesto de Babilonia sin Dios.

Después de una breve pausa de reflexión se recitan:


un "Ave María", diez "Padre Nuestro", un "Gloria".

"Padre mío, Padre bueno, a Ti me ofrezco, a Ti me doy".

Ángel del Señor, fiel custodio mío, a quién me ha encomendado la Divina


Bondad, ilumíname, protégeme, dirígeme y gobiérname siempre. Amén.

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Salve Reina
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza
nuestra; Dios te salve.
A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y
llorando, en este valle de lágrimas.
Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos
misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito
de tu vientre.
¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!
Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de
alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo.

Por el Papa.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria al Padre

Letanías del Padre

Padre de infinita majestad ten piedad de nosotros


Padre de infinita potencia "
Padre de infinita bondad "
Padre de infinita ternura "
Padre, abismo de Amor "
Padre, potencia de gracia "
Padre, esplendor de resurrección "
Padre, Luz de paz "
Padre, regocijo de salvación "
Padre, siempre más Padre "
Padre de infinita misericordia "
Padre de infinito esplendor "
Padre, salvación de los desesperados "
Padre, esperanza de quien reza "
Padre, tierno ante cualquier dolor "

Padre, por los hijos más débiles te imploramos


Padre, por los hijos más desesperados "
Padre, por los hijos menos amados "
Padre, por los hijos que no te han conocido "
Padre, por los hijos más desolados "
Padre, por los hijos más abandonados "
Padre, por los hijos que luchan para que venga tu reino "

19
Oremos:
Padre, por los hijos, por cada hijo, por todos los hijos, te imploramos: danos
paz y salvación en nombre de la Sangre de tu Hijo Jesús y en nombre del
sufrido Corazón de nuestra Mamá María. Amén.

CONSAGRACIÓN A DIOS PADRE


Padre,
me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras,
sea lo que sea, te doy las gracias.

Estoy dispuesto a todo,


lo acepto todo,
con tal que tu voluntad se cumpla en mí,
y en todas tus criaturas.

No deseo nada más, Padre,


te confío mi alma
te la doy con todo el amor de que soy capaz.

Porque te amo,
y necesito darme a Ti,
ponerme en tus manos,
sin limitación, sin medida,
con una confianza infinita,
porque Tú eres mi Padre.

(Charles de Foucauld)

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