Carlos Garcia Gual Historia Del Rey Arturo

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Esta seductora HISTORIA DEL REY ARTURO Y DE LOS NOBLES Y

ERRANTES CABALLEROS DE LA TABLA REDONDA expone las raíces


mitológicas de la imperecedera leyenda y el retorno de
sus personajes a lo largo de los siglos. Con este «Análisis
de un mito literario», Carlos García Gual ofrece una in-
mejorable introducción a la lectura de las grandes nov-
elas sobre el «rey que fue y que será» y sus caballeros.
Arturo, Ginebra, Lanzarote, Galván, Perceval, Galaad,
Cay, Merlín, Morgana, Mordred y otros habitantes del
mundo de Camelot son las figuras inolvidables de ese
deslumbrante universo, forjado literariamente durante
los siglos XII y XIII a partir de las leyendas transmitidas
por una nebulosa tradición oral que cantaba las hazañas
de un remoto caudillo britano y sus compañeros de
correrías.
Carlos García Gual

Historia del rey Arturo y de


los nobles y errantes
caballeros de la Tabla
Redonda
Análisis de un mito literario

ePub r1.0
Arnaut 12.10.13
Carlos García Gual, 1983
Retoque de portada: Redna G.

Editor digital: Arnaut


ePub base r1.0
INTRODUCCIÓN

También este libro trata de una historia interminable. Su temática


tiene unas largas, sinuosas, y complicadas raíces en una antigua
mitología, su relato se prolonga y se diversifica en narraciones in-
contables de muy diversas épocas y lugares, y, además, los mis-
mos lectores de la historia entran luego, sesgadamente, a formar
parte de la misma. Tal vez sea imposible, por muy hábil que sea
quien escarba, descubrir del todo esas raíces, tan enrevesadas
como las de las arenarias, hundidas en el humus mítico. El em-
peño, por otra parte, de intentar referir todos los cuentos y anotar
todas las reliquias de la tradición literaria artúrica supondría pre-
tender un amontonamiento infinito en un mamotreto impublic-
able. He renunciado a esas exhaustivas tareas, y me contentaría
con que este breve resumen, de afán divulgador, pareciera una
síntesis aceptable, por no omitir nada esencial, y no diera la im-
presión de un esquematismo excesivo.
La historia del reino del fabuloso Arturo y sus errantes
caballeros es la historia de un universo de ficción.
He tratado de exponer en unas líneas claras el origen del mito
artúrico, situándolo en su contexto histórico, y resumir luego la
evolución del mismo en la tradición literaria europea. El ímpetu
mítico de esta literatura novelesca, las variaciones de su sentido, y
el retorno de sus personajes y símbolos fundamentales a lo largo
de varios siglos son los puntos centrales de estas páginas.
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Pretenden ser precisas y presentar ante el lector no especialista


una idea general de lo que significó esta literatura lejana y
fascinante.
Ni la originalidad ni la erudición son méritos de este estudio,
que es un conjunto de apuntes de muchas y muchas lecturas. Tan
sólo la ordenación de los textos en una perspectiva amplia y de
conjunto, y el afán de claridad y precisión en la exposición pueden
ser considerados, en el mejor de los casos, como virtudes de este
resumen divulgador para lectores españoles. Me parecía interes-
ante ofrecer esa perspectiva histórica para recomendar luego la
lectura de esos textos que yo leí con tanto placer, y por eso concluí
por redactar estas páginas, que habría preferido que hubiera es-
crito otro, con estilo más fluido y con mayor amplitud.
En cierto modo me incitó también a hacerlo la lectura de al-
gunos trabajos recientes, publicados al amparo de una renovada
moda de lo artúrico, que enfocaban el mito de manera esotérica y
con total desconocimiento de su entorno histórico. (Puedo poner
como ejemplo el libro de J. Darrah, The real Camelot. Paganism
and the Arthurian romances, Londres 1981). Bajo los episodios
narrados por Malory, que vivió en el siglo en la Inglaterra de la
Guerra de las Dos Rosas, y que traducía libremente novelas
francesas de caballería, se pretende encontrar ecos de mitos del
neolítico, que habrían pervivido en tradiciones orales de impre-
cisos ambientes culturales. En esa exégesis de lo mítico parece
volverse a los esquemas de Sir James Frazer, aunque con mucha
menos inteligencia y amenidad de lo que lo hizo Jessie L. Weston
a comienzos de siglo. From Ritual to Romance (1920, Cam-
bridge), fue un libro sugestivo y brillante, que aún hoy se lee con
interés.
Sin embargo, los mitos y leyendas del reino de Arturo, que en-
cierran a veces un trasfondo mítico celta y que provienen a veces
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de narraciones orales o del folktale, alcanzan su sentido, no por


ese arcano simbolismo, sino por su determinado contexto
histórico y cultural. Los orígenes del caldero mágico significan
menos en la historia del Grial que su adopción, a partir de la nov-
ela de Chrétien, en una versión cristianizada y eucarística, como
enigmático objetivo de una búsqueda, o queste, espiritual.
En nuestro estudio la tesis fundamental, si es que conviene
llamar así a lo que me parece, sencillamente, la constatación de
un hecho manifiesto, es que todo el mundo del rey Arturo y sus
caballeros y damas es un mito literario. Esto quiere decir que ha
sido la literatura, o la ficción literaria, quien ha conformado la
materia mitológica a partir de unas leyendas trasmitidas por una
nebulosa tradición oral con un origen real en los siglos V, VI, o VII
de nuestra era. Pero la trayectoria literaria del mito artúrico en los
siglos XII y XIII es la que ha hecho de los personajes de la saga lo
que son en nuestra fantasía. De un remoto caudillo britano, que
tal vez capitaneó un tropel de jinetes o que dirigió una carga de
galeses y bretones en alguna batalla contra los invasores anglosa-
jones, la literatura ha hecho un magnánimo soberano, digno de
rivalizar en esplendor con el antiguo Alejandro, o con el franco
Carlomagno. De sus compañeros en esas correrías o encuentros
de guerra ha hecho unos caballeros corteses. Y los ha rodeado de
prestigiosos magos, como Merlín o Morgana, en un mundo
fantástico, poblado de aventuras y maravillas. En la formación del
mito han contribuido grandes escritores, con un nombre propio y
con una precisa intención, que responden a la ideología de cierto
público y cierto momento histórico. Geoffrey de Monmouth hizo
de Arturo un gran monarca de grandeza imperial, parecido a En-
rique II Plantagenet, Wace insistió en la opulencia de su corte re-
finada, Chrétien de Troyes otorgó el papel de protagonistas a sus
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más distinguidos vasallos y dejó a Arturo su aura de gran señor y


roi fainéant, el ideal de los grandes señores feudales. Fue la im-
agen de la corte de Arturo un espejo ejemplar de cortesía, gener-
osidad, y justicia, entendidas según las normas del momento. Fue
una bella imagen que evolucionó sutilmente sirviendo los inter-
eses del público. Los clérigos que compusieron el ciclo en prosa
insistieron en el fin trágico de la caballería terrena, mundana y en
exceso orgullosa. Y en el ocaso de la caballería la imagen de este
mundo ficticio sobrevivió irónicamente en la nostalgia.
Es probable que decepcione a algunos lectores el que no me
adentre en la floresta de los símbolos arquetípicos que pululan en
los textos artúricos. He dejado de lado todo ese aspecto de la sig-
nificación y renunciado a tal exégesis, que no niego que puede
tener un interés y un atractivo superior incluso al planteamiento
histórico y filológico que aquí, modestamente, me propongo. Por
ello ni siquiera comento un libro tan sugerente como el de M.
Riemschneider, Antiker Mythos uno Mittelalter. (Quellen und
Parallelen der Gral und Artussagen, Leipzig 1967; trad. it. Milán
1973, con el título de Miti pagani e miti cristiani), que es muy rico
en motivos desde esa perspectiva. En todo caso, conviene no con-
fundir unas y otras explicaciones.
Las investigaciones esotéricas y psicológicas de mitos e his-
torias mágicas parecen gozar de un cierto éxito de público y pren-
sa. A esa hermenéutica en la que se confunden todo tipo de rela-
tos y textos, en la que todos los símbolos son eternos, ubicuos,
trascendentes, y pardos como los gatos en la noche, he de renun-
ciar. Por más que en los episodios y maravillas con que se encuen-
tran los personajes de las aventuras caballerescas haya largo rep-
ertorio de imágenes y símbolos seductores de la fantasía, la en-
soñadora divagación sobre ellos queda al alcance del lector. El
texto guarda sus prestigios fantásticos y sus misterios, como toda
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buena literatura fantástica. Pero siempre dentro de su contexto


real.
Como ya señalé, no es éste un libro de investigación erudita ni
un índice exhaustivo de los elementos artúricos en la literatura
universal. Sus datos están tomados, en buena parte, del excelente
volumen colectivo Arthurian Literature in the Middle Ages, que R.
S. Loomis editó en Oxford en 1959 (hay reed. posteriores), y de
otros estudios (entre ellos del claro y preciso libro de R. Barber,
King Arthur in Legend and History, Londres 1961), y sus explica-
ciones deben mucho a las de grandes romanistas, como J. Frappi-
er, Kóhler, R. R. Bezzola, etc., cuyas obras se mencionan siempre
en las correspondientes notas.
Vuelvo aquí a retomar algunos temas y textos ya analizados en
mi libro Primeras novelas europeas, (Madrid, Istmo 1974), que
trataba de los comienzos del género novelesco en la Europa occi-
dental. Pero el enfoque es un tanto distinto, ya que en ese estudio
se ponía el acento en la aparición de un género literario, la novela,
mientras que ahora el hilo de estas reflexiones y noticias es el
tema de Arturo y su mundo. Hay ciertos temas, como el del amor
cortés, o el del mito trágico de Tristán e Isolda, p.e., o la distancia
entre la épica y la novela, que están vistos con detenimiento en el
estudio sobre el género novelesco y que ahora, en estas páginas,
sólo aparecerán marginalmente.
Por lo demás, este libro es, creo, tan sólo un preludio y una in-
vitación a la lectura de las grandes novelas sobre el rey Arturo y
sus caballeros, una ventana sobre ese mundo fantástico de fascin-
antes escenarios y magnánimas y seductoras figuras. El mito liter-
ario en torno del «rey que fue y que será» es el fruto de una com-
pleja colaboración entre bardos celtas, cuenteros bretones, nov-
elistas franceses, e ingleses y alemanes, que crearon en la Edad
Media un universo fabuloso y romántico («romántico» viene de
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«roman») de una perdurable vitalidad y una mágica coherencia.


Arturo, Ginebra, Lanzarote, Galván, Perceval, Galaad, Cay, Mer-
lín, Morgana, Mordred, y otros personajes de la corte de Camelot,
son figuras espléndidas e inolvidables. La tradición literaria los
perfila y los prestigia más o menos. (Gawain, Gauvain, Galván, es
un personaje que se va desgastando, desde su abolengo céltico;
Lanzarote, en cambio, es un héroe inventado por Chrétien de
Troyes que se engrandece más y más. Cabe una valoración diversa
del héroe perfecto del Grial, Galaad, según las preferencias del
lector). Pero están ahí, en el mágico escenario que la literatura
medieval les ha procurado, y nuestra imaginación los alberga a
todos.
Por un extraño avatar histórico, los ingleses consideran las
leyendas artúricas como un mito nacional, mientras que en Fran-
cia, cuyos novelistas primeros romancearon las historias, sólo los
eruditos y lectores de textos medievales andan bien informados
[1]
sobre este mundo . La tradición literaria —y el fervor británico
hacia la obra de T. Malory— explica este fenómeno. He querido
aludir en los últimos capítulos a esta pervivencia literaria, de
modo rápido, pero con las referencias precisas a algún estudio re-
ciente más amplio para que el lector español interesado en ellas
[2]
pueda ampliarlas .
Quiero agradecer a mis amigos Luis Alberto de Cuenca, Angel
Melendo, y Rogelio Rubio, que hayan puesto a mi disposición sus
libros y su amable conversación ayudándome así a redactar estas
páginas.

Madrid, otoño de 1982.


Capítulo I

La invención de Arturo, fabuloso monarca


FAMOSUS SECUNDUM FÁBULAS
BRITANNORUM REX ARTHUR
Hernan de Tournai (c. 1135)

Cuenta Caxton en su prólogo a Le Morte D'Arthur que hay nueve


grandes héroes, los mejores de todos los tiempos, que merecen ser
por siempre recordados. Tres son paganos: Héctor de Troya, Ale-
jandro el Grande, y Julio César. Tres son judíos: Josué, David, y
Judas Macabeo. Tres son cristianos: Arturo, Carlomagno, y Godo-
fredo de Bouillon. En ese excelente prefacio a la vasta compilación
de las novelas de Sir Thomas Malory —que desde su editio prin-
ceps antecede a la larga versión en prosa inglesa de las aventuras
y maravillas artúricas— afirma que es el rey Arturo el primero y
más valioso e importante de los tres mejores reyes de la Cristi-
andad, así como el más renombrado y digno de recordación, espe-
cialmente entre los ingleses, sus compatriotas.
Ese tema de los nueve paladines heroicos era, como Caxton
mismo dice, un tópico bien divulgado desde mucho tiempo atrás
entre los doctos. La mejor ilustración plástica del mismo la con-
stituye su representación en el grupo de esculturas de la Fuente
Hermosa de Nuremberg. Construida entre 1385 y 1392, es decir,
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un siglo antes de la edición de Malory por Caxton (1485), este


espléndido monumento del gótico tardío nos ofrece unas imá-
genes de los nueve héroes universales, alternando con las figuras
de los siete príncipes alemanes, y los profetas y los evangelistas,
como un testimonio brillante de su gloria y ejemplaridad. En la
amplia plaza del mercado de esta antigua e imperial ciudad alem-
ana puede verse aún la estatua del buen rey Arturo, espejo de
[3]
príncipes cristianos . Con su barba recortada y bífida, con su
noble y ensimismada expresión, esta imagen de Arturo es una de
las más atractivas del fabuloso y trágico monarca de Bretaña, es-
tilizada a la moda del otoño medieval.
La más antigua representación de Arturo se encuentra en una
famosa arquivolta de la «Porta della Pescheria» en la Catedral de
[4]
Módena, en el norte de Italia . En el espacio semicircular de la
arquivolta se halla representada una escena que podría estar
sacada de cualquier relato artúrico, porque evoca un episodio
épico: seis caballeros —tres a cada lado— asedian un castillo de-
fendido por tres guerreros que tienen prisionera a una dama. Los
personajes tienen grabados sus nombres al lado y así se les identi-
fica bien. La dama es Winlogee (una forma del nombre bretón de
Ginebra); los defensores del castillo, Burmaltus, Carrado y Mar-
rok (= Durmart, Caradoc, y Mardoc); los atacantes, Artus de
Bretania, Isdernus, Galvaginus, Galvariun, Che, y otro más sin
nombre. Junto a Arturo están ya algunos de sus más famosos ca-
maradas de aventuras: Ider, Galván, Ganelón, y Cay. La escena
grabada alude a un episodio que podemos interpretar fácilmente:
los caballeros acaudillados por Arturo acuden a rescatar a la re-
ina, raptada por el felón señor del castillo. Pero esta escena es-
culpida, con los nombres latinos de sus figurantes, tiene un espe-
cial interés por su fecha temprana: entre 1100 y 1120, unos
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cincuenta años antes que la primera novela artúrica que hayamos


conservado. Seguramente fue un conteor bretón que viajaba con
la tropa del Duque de Normandía en la Primera Cruzada el que
aportó su relato para que un cantero italiano lo recordara en la
piedra de la Catedral, donde quedó como muestra perenne de la
[5]
temprana difusión de la «materia de Bretaña ».
Contrastemos por un momento las dos imágenes: la del Arturo
de este relieve románico y la de Arturo como el mejor rey de la
Cristiandad —codeándose con Carlomagno y con el conquistador
de Jerusalén—, imágenes que distan largo trecho en el tiempo y su
recepción histórica. Entre la una y la otra discurre el caudaloso río
de las leyendas artúricas, una fabulosa literatura de ficción que ha
convertido su figura en el centro de un universo mítico de univer-
sal resonancia, de extraña y perdurable fascinación.
Por obra y gracia de esa literatura Arturo de Bretaña se
aparece como el más prestigioso monarca medieval, rodeado de
una fastuosa corte de caballeros, los paladines de la Tabla Re-
donda, los defensores del orden y la cortesía en un mundo enig-
mático, en los limites de la realidad y la magia. De cómo se formó
ese universo mítico es de lo que vamos a tratar aquí en primer
lugar. Por adelantado consignemos que el espejismo del mundo
artúrico encandiló a una gran parte de la Europa medieval, y que
el mítico Arturo es mucho más que un héroe nacional británico.
Muchos contribuyeron a la difusión de las leyendas de Arturo y
con muchas hebras se tejió la trama de su historia novelesca. Los
conteors bretones difundieron y tradujeron los episodios fantásti-
cos, los «cuentos de aventuras» en los que se expresaba la
fantasía y la degradada mitología céltica, una literatura épica oral
de extrañas y antiguas raíces. Los novelistas franceses recogieron
esas narraciones y las pusieron en verso y las escribieron en la
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pauta cortés y romántica de la época. La propaganda con la que


los reyes normandos de Inglaterra, los Plantagenet establecidos
tras la conquista a mediados del siglo XI, quisieron glorificar su
pasado para competir en prestigio con otros soberanos europeos,
apoyó decididamente la entronización de Arturo como el mag-
nífico rey de un tiempo pasado de perdurable esplendor. Algunos
grandes poetas alemanes tradujeron y reinterpretaron,
ahondando en sus simbolismos, los relatos de los novelistas
franceses. También se tradujeron pronto al galés esos textos nov-
elescos, cruzándose con ecos de otros relatos perdidos, con remo-
tos cuentos familiares de Irlanda y Gales. De los juglares las his-
torias pasaron a los novelistas cortesanos, y luego algunos sagaces
clérigos retocaron las novelas para infundirles un sentido más es-
piritual y trascendente. Como vehículo de la ideología de los
caballeros —una clase social amenazada por el decurso histórico—
la literatura artúrica estilizó su moral e idealizó una visión
romántica de la sociedad caballeresca y cortés. Construyó un bril-
lante mundo de ficción, que fue acogido con un sorprendente
éxito en toda la Europa medieval y perduró como un mágico y
[6]
misterioso ámbito romántico durante siglos .
La expansión de esa imagen caballeresca, vehiculada por la lit-
[7]
eratura artúrica, es, pues, un fenómeno colectivo , que debe ex-
plicarse desde una perspectiva histórica porque es un hecho
histórico. Tanto la creación como la recepción de esta literatura
está históricamente condicionada, definida por los anhelos y las
exigencias del público cortés al que iba dirigida, para el que los
primeros novelistas en lengua vulgar —francés, galés, alemán,
etc—, compusieron sus primeros «romans». Frente a esta histori-
cidad de la creación literaria importa menos determinar si el per-
sonaje de Arturo tiene o no un trasfondo histórico en sus
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orígenes. Lo fundamental es advertir cómo la imagen del rey de


una Bretaña legendaria se va agigantando y transformando en el
[8]
paradigma mítico del soberano ejemplar de la Mesa Redonda ,
espejo magnífico de monarcas corteses.
La «materia de Bretaña», i.e., la temática artúrica se impone
en la competencia con la «materia de Roma» —los temas de
mundo antiguo que dieron pie alas primeras novelas romancea-
das, sobre Alejandro, Troya, Tebas y Eneas— y frente a la «mater-
ia de Francia» —la épica carolingia— en esos ambientes refinados
y cortesanos. Los caballeros andantes son los héroes del alba de
las novelas del siglo XII y del XIII. Chrétien de Troyes es el primero
de los novelistas franceses y compone sus «romans» entre 1160 y
1190, cuando muere dejando inacabado su Cuento del Grial. El
rey Arturo, con su corte fastuosa, se convierte en el eje de ese
mundo de ficciones románticas. Con su prestigio novelesco atrae
a su órbita novelesca a tramas que en su origen eran independi-
ente, como la leyenda de Tristán e Isolda.
La gran época de creación abarca apenas un siglo, el que va
desde la aparición de la Historia Regum Britanniae en 1136 hasta
la composición del gran Ciclo en prosa o Vulgata artúrica, conclu-
ida hacia 1230. Pero la vigencia de los libros de caballerías, cuyo
arquetipo son estos textos artúricos, se extiende mucho más.
Cuando Malory traslada al inglés, abreviándola, la vasta compila-
ción, han pasado más de dos siglos y medio de su prosificación en
francés, y el mundo medieval de la caballería andante es ya una
evocación fantasmal. Todavía un siglo y pico después de Malory
[9]
hay quien escribe en España novelas de caballerías . Y la primera
novela moderna nos cuenta la extravagante aventura de un in-
genioso hidalgo enloquecido por la desenfrenada lectura de esos
libros de caballerías, de tan remoto abolengo, amontonados
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peregrinamente en una casona de una perdida aldea de la Man-


[10]
cha .
Puede hablarse con propiedad, creo, de un «mito artúrico»,
que cumpliría los requisitos formales del mito como relato ar-
quetípico y ejemplar, como un «relato tradicional que cuenta la
actuación memorable de unos personajes extraordinarios en un
tiempo prestigioso y lejano». Arturo cumple la mayoría de los re-
quisitos del héroe mítico, y el universo caballeresco que le rodea
es también un mundo mítico, dramático y tradicional. Ahora bien,
este héroe mítico, «el rey que fue antaño y que volverá» —rex
quondam rexque futurus— no procede unitariamente de una mit-
ología antigua —aunque tenga algunos rasgos de origen céltico—
ni está forjado de una pieza. Su figura está construida con varios
elementos y es, al final, el producto de una larga elaboración liter-
aria y de una ideología determinada, la del feudalismo cortés y
[11]
caballeresco .
En esa imagen perviven rasgos antiguos, como el trazo
mesiánico de su desaparición fatal, tras sus graves heridas en la
última batalla, y su recuperación en el Más Allá del feérico
Avalon, de donde ha de retornar un día. Aunque los monjes de
Glastonbury encontraron su tumba, no pudieron eliminar del to-
[12]
do esa vieja creencia, la «esperanza bretona» . Una curiosa an-
écdota refiere que cuando Felipe II llegó a Inglaterra, para casar
con María Tudor (en 1554), hizo juramento de renunciar al trono
[13]
si el rey Arturo volvía a reclamarlo .
En esa formación del mito artúrico, que hay que entender
como un largo y complejo proceso, es conveniente distinguir al-
[14]
gunas etapas mayores. J. Campbell señala cuatro, que denom-
ina así: 1, «El momento mitogenético» 450-950; 2, «Primer
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período oral de desarrollo» (de la leyenda) 950-1066; 3, «Se-


gundo período oral de desarrollo» 10661140; 4, «Etapas literarias
del desarrollo» 1136-1230. Esta división en cuatro períodos puede
resultar didáctica y ayudar a recordar unas fechas importantes. El
primer período comprende desde la invasión de Inglaterra por los
Anglos, los Jutos y los Sajones, tras la retirada de los romanos,
hasta los Annales Cambriae, crónica historiográfica de mediados
del siglo X. Arturo aparece como el caudillo de los bretones, i.e.
los pobladores celtas del centro y sur de la Gran Bretaña, en su
lucha desesperada contra los invasores anglosajones. Es el
campeón pronto desaparecido de un pueblo derrotado y
sometido, que espera su segunda venida, que traerá consigo la re-
dención y la victoria. Esta es la famosa «esperanza bretona».
Quizás no se vea claramente por qué Campbell separa las dos
etapas siguientes, en las que la difusión del mito es oral, trans-
mitida tanto por la tradición popular como por bardos y juglares
profesionales. Ahora bien, 1066 es una fecha capital, la de la
batalla de Hastings, con la victoria decisiva de Guillermo el Con-
quistador, duque de Normandía. La conquista normanda marca
una nueva época para Inglaterra. Las viejas leyendas británicas se
comunican, a través de la Bretaña armoricana, al continente.
Galeses y bretones evocan su pasado mítico familiar. En el se-
gundo período de esta etapa aparecen alusiones a esa difusión de
leyendas artúricas por los conteors bretones.
La cuarta etapa, la de la difusión literaria, está marcada en su
comienzo por la aparición de la Historia de los reyes de Bretaña
de Geoffrey de Monmouth, que da a la leyenda artúrica una nueva
dimensión, construyendo sobre ese fondo legendario una epopeya
nacional fabulosa, bajo el disfraz de un relato histórico. La tradi-
ción oral que llega hasta el galés Geoffrey queda trasmutada en
una historia magnífica y desmesuradamente fantástica, en la que
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el rey Arturo se alza como el gran paladín de una lejana época,


como el caudillo de la Inglaterra presajona, que unió a los
reyezuelos isleños y en una victoriosa campaña en el continente
derrotó al mismo emperador de Roma.
Esta cuarta etapa —que es la que más nos interesa en cuanto
que es la culminación del proceso, y la que nos da la literatura—
[15]
puede, a su vez, subdividirse, según Campbell , en cuatro fases:
«Epica patriótica anglo-normanda», de 1137 a 1205.
«Novelas (romances) corteses francesas», de 1160 a 1230.
«Leyendas religiosas del Grial», entre 1180 y 1230.
«Epica biográfica alemana», entre 1200 y 1215.
En esta división las fechas, como se ve, se superponen a veces.
Y la distinción entre esos tipos de literatura no es clara ni tajante.
Así, p.e., la primera novela del Grial es la de Chrétien, que
pertenece a los romans corteses (del apartado B), y el Parzival de
Eschenbach puede incluirse en C y en D. Pero, como ya señalé, es-
ta división puede tener un valor didáctico, previo a ulteriores pre-
cisiones y matizaciones.
Más allá de 1230 perdura la amplia difusión del mito y la liter-
atura caballeresca, en la selvática proliferación de los libros de
caballerías y los recuerdos de motivos artúricos. Pero la etapa de
creación está concluida tras la gran construcción del Ciclo del
Lanzarote en prosa, también llamado significativamente la Vul-
gata. Las modificaciones de un segundo Ciclo en prosa no aportan
nada sustancial. Y la obra de Malory supone una recreación, dis-
tante del apogeo de esta literatura; por más importante que sea
para la pervivencia del mito en épocas posteriores, es un resurgir
tardío e irónico de la obsoleta materia artúrica, medieval, en los
[16]
umbrales de la Inglaterra renacentista .
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Tras estos apuntes sobre la formación y difusión de las leyen-


das artúricas, quizás es el momento de formular la consabida
cuestión: ¿Pero es que hubo alguna vez un rey Arturo?
Dice K.H. Jackson, en su excelente artículo sobre «el Arturo
[17]
histórico» , que «la única respuesta honesta» a la pregunta de si
Arturo existió realmente, es la de: «Nosotros no lo sabemos, pero
pudo haber existido». Esta es una respuesta a la vez prudente y
enigmática, que destaca ante todo nuestra ignorancia de los
hechos históricos de esa turbia época de finales del siglo V, cuando
los anglos y los sajones, llegados primero como aliados del rey
Vortigern, se enfrentaron a los britanos en una serie de combates.
El caso es que la primera mención de Arturo en un texto his-
toriográfico es de casi mediados del siglo IX. Es Nennius, un mon-
je galés probablemente, quien en su Historia Brittonum menciona
por primera vez a Arturo, al relatar las duras contiendas de finales
del siglo V entre los bretones y los invasores anglosajones: «Tunc
Arthur pugnabat contra illos in illis diebus cum regibus Brit-
tonum, sed ipse erat dux bellorum». Y Nennius enumera luego
doce batallas, en las que este Arturo, que no es un rey sino un cau-
dillo guerrero, dux bellorum, obtuvo siempre la victoria. La última
de estas victorias es la de Mons Badonicus. La heroica resistencia
de los bretones acaudillados por Arturo no consigue detener, pese
a todo, la invasión, porque llegaron muchos más anglosajones del
[18]
continente .
Es importante señalar que esta referencia a Arturo dista ya un-
os tres siglos, al menos, de los hechos narrados. Otros histori-
adores anteriores ignoran o callan su nombre. Ni Gildas, en el
siglo VI, ni Beda, en el VII, lo mencionan. Gildas, que escribe a me-
diados del siglo VI sobre los revueltos y tristes tiempos de su
niñez, es decir, hacia comienzos del siglo, recuerda la victoria de
20/353

los bretones en Mons Badonicus. Pero no cita a Arturo. El caudillo


a quien Gildas recuerda al frente de la resistencia contra los invas-
ores es Ambrosius Aurelianus, un jefe militar de ascendencia
romana.
Para explicar el silencio de Gildas, se ha subrayado que su es-
crito es más bien una queja y un sermón a sus contemporáneos
[19]
que un intento de escribir la historia de un pasado reciente . Sin
embargo, queda en pie el hecho de que Nennius escribe unos tres-
cientos y pico años después de esas doce batallas, un número so-
spechoso, y que su relato procede de una tradición oral, que en tal
espacio puede muy bien haber elaborado una leyenda épica sobre
un testimonio histórico muy vago.
En los Annales Cambriae, un texto misceláneo del siglo X
—que recoge seguramente datos bastante anteriores—, se agregan
nuevos recuerdos sobre la figura de Arturo: «Hubo la batalla de
Badon, en la que Arturo llevó la cruz de Nuestro Señor Jesucristo
sobre sus hombros tres días y tres noches, y los bretones resul-
taron vencedores». Y luego se cuenta que hubo «la batalla de
[20]
Camlánn, en la que Arturo y Medraut cayeron» . Son curiosos
esos datos escuetos que estos pintorescos anales trasmiten suel-
tos. La tradición de que en una batalla Arturo llevó sobre sus
hombros una imagen está ya en Nennius, quien refiere que en la
batalla de Castellum Guinnion, Arturo transportaba una imagen
de la Virgen María, por cuya intercesión derrotó a los sajones. Es-
tos contactos con la propaganda eclesiástica de milagros cristi-
anos muestran la impronta eclesiástica sobre la tradición popular.
Es muy interesante que ya aparezca aquí la primera referencia a la
última batalla de Arturo, «en la que él y Medraut murieron».
Aunque no se dice que lucharan uno contra otro, ¿quién es este
Medraut, sino Mordred, el sobrino traidor, el usurpador del reino,
21/353

con quien Arturo tiene que enfrentarse en la fatídica contienda


final?
¿Qué quiere decir, pues, que hubo un Arturo real, histórico?
Tan sólo que en las luchas de finales del siglo V entre los bretones
y los invasores anglosajones hubo un guerrero que por su heroica
actitud y algunos famosos hechos de armas impresionó a sus com-
patriotas y dejó, tras su muerte violenta en aquella época de tur-
bios encuentros, un rastro que se fue haciendo legendario en la
memoria popular. Ese personaje evocado con nostalgia por los
bretones se llamó Arturo. Y tal vez combatió en la última batalla
en que éstos obtuvieron la victoria, en el monte Badon; y acaso
suplantó luego al general Ambrosius Aurelianus como jefe del
ataque espectacular contra las odiadas tropas de los invasores sa-
jones, en la batalla en que perecieron casi mil enemigos.
Un dato más a favor de su existencia real es que en el siglo VI y
VII sabemos que algunos britanos llevaron ese nombre, raro en la
onomástica isleña, lo que induce a pensar que se les había im-
[21]
puesto en recuerdo de un héroe desaparecido . En la elegía
galesa Gododdin —cuyas partes más antiguas se fechan hacia el
600— se cita a un cierto héroe «que sació a los negros cuervos en
[22]
las murallas de la ciudad, aunque él no era Arturo» .
Pero sobre esta figura, tal vez histórica, la fantasía celta fue
amontonando trazos mitológicos de muy varia procedencia. La
silueta de un posible caudillo militar de finales del siglo V —no un
rey, sino un invicto guerrero—, quedó sumergida bajo la desbor-
dada saga del mítico Arturo. En algunos pintorescos lugares se
localizaron vestigios del paso del misterioso monarca. En un ex-
traño montón de piedras se advertía el paso del perro de Arturo,
Cabal, en su mítica cacería del jabalí Troint. En otro lugar estaba
la tumba de Anir, el hijo de Arturo, a quien él mismo había dado
22/353

muerte, con una extraña leyenda. (Variaban constantemente las


dimensiones de esta tumba, de seis a quince pies, como asegura
[23]
haber comprobado personalmente el cronista) . Pronto el guer-
rero se fue transformando en el soberano de las aventuras y las
maravillas.
Así se desarrolla en torno a la figura de Arturo un proceso mi-
togenético que lo aleja del suelo histórico para llevarlo hacia los
dominios de lo fantástico y lo mágico. Un proceso que resumen
unas líneas de Loomis: «Originalmente era el campeón histórico
de los bretones en su desesperada contienda con los sajones. La
tradición popular asoció su nombre con los cairns y los cromlechs,
con ruinas romanas y castillos derrumbados. Sobrevivió en la isla
de Avalon o en los profundos escondrijos del Monte Etna o en las
cavernas de las colinas de Gales. Convirtióse en el rey de los pig-
meos en las Antípodas, o acaudilló la caza salvaje bajo la luna
llena en las frondosas laderas del Monte del Gato. El pueblo cór-
nico y bretón lo consideró como un Mesías y esperaba el día del
retorno, en que él regresaría para recobrar su hogar ancestral de
[24]
los sajones» .
Este mítico Arturo es el héroe de los relatos galeses. En el ám-
bito folklórico de esta literatura —cuyos textos escritos son de di-
fícil datación, algo tardíos en su versión literaria, pero guardan
sin duda las reliquias de una antigua tradición oral—, Arturo es
un tremendo cazador, dispuesto a ir al Otro Mundo en pos de un
botín mágico, o bien el rescatador de su esposa, la reina raptada
por un oscuro soberano de un misterioso castillo de cristal, tal vez
el señor de los muertos. A su lado están ya sus fieles acom-
pañantes, Cay y Bediver, y su perro prodigioso para la feroz cacer-
ía tras una presa extraordinaria.
23/353

Las evocaciones más antiguas de Arturo en la poesía címbrica


parecen ser el poema 31 del Libro Negro de Carmarthen y el
poema 30 del Libro de Taliesin. El primero es un raro diálogo en
el que Arturo nombra a sus más famosos guerreros, entre los
cuales figuran Cei y Bedwyr. El segundo poema, Preideu Annwfn
—«el botín del otro mundo»— cuenta el viaje de Arturo y sus
compañeros en el barco Prydwenn al Otro Mundo para robar el
caldero mágico. Caer Siddi, la Ciudad de los Muertos, es la meta
[25]
de la expedición fabulosa .
Así penetra en el prodigioso ámbito de la poesía y la narrativa
céltica, que va desde las sagas de la antigua Irlanda a los relatos
que pronto difundirán por cortes europeas los conteors galeses y
bretones, en ese enmarañado mundo de fábula y misterio, donde
es acogido como «un huésped tardío». La tendencia mítico-novel-
esca de esta literatura está bien representada por los textos reco-
gidos en el Mabinogion, y especialmente por el relato de Culhwch
y Olwen, incluido entre ellos, cuya redacción escrita es de finales
del siglo XII, pero sin influencias del texto de Geoffrey de Mon-
mouth ni —en este relato— de las novelas corteses. El tema cent-
ral de la narración es un folktale típico: para obtener la mano de
la hermosa hija de un fiero gigante el héroe debe conseguir una
serie de objetos mágicos y pasar una serie de peligrosas pruebas.
El héroe Culhwch solicita entonces la ayuda de Arturo y sus com-
pañeros. Combates con monstruos, arduas cacerías, conquista y
manejo de objetos mágicos, son los temas episódicos de esta ex-
[26]
pedición para obtener en premio a la bella Olwen . (En la mito-
logía clásica el prototipo de esta trama es el viaje de Jasón y sus
argonautas).
Otra empresa mítica de Arturo es la aventura ya aludida en la
que el rey, acompañado por sus fieles, va a rescatar a su esposa
24/353

raptada por un misterioso señor de un reino lejano. Esta leyenda


es la que está representada en la arquivolta de Módena, de que ya
hablamos, y está contada en la Vita Gildae, escrita por un monje
galés, Caradoc de Llancarvan, quizás antes de 1136. En ella se
cuenta que Melvas, rey de la «Aestiva Regio» («el país del ver-
ano» = Sommerset), raptó a Guennuvar, la mujer del rey Arturo, y
se la llevó a su castillo en Glastonbury (que Caradoc interpreta
como la «Urbs Vitrea», «la ciudad de cristal»). Tras un año de
búsqueda, Arturo la encuentra, asedia el castillo y, gracias a la ay-
uda del abad de Glastonbury, recobra a su esposa sin combate.
Como comenta J. Frappier, «ésta es evidentemente la adapta-
ción monástica de un mito galés, que también le llegó a Chrétien
en otra forma, como se ve en las líneas en que en el Erec describe
a Maheloas como señor de la «Isla de Vidrio», donde no se es-
cucha ningún trueno, ni brilla el relámpago, y nunca hace demasi-
ado calor ni frío. El nombre de Melvas, o más bien Maelwas, es un
compuesto de los nombres galeses mael y was, y significa «Prín-
cipe Joven», y a pesar de su corrupción es reconocible como la
[27]
forma original de Meleagant» . (Meleagante es el raptor de la re-
ina Ginebra en la novela de Chrétien El Caballero de la Carreta,
donde se narra una historia semejante, con Lanzarote como prot-
agonista). Ese raptor de Ginebra es un soberano infernal, y el
viaje de Arturo es una variante del descenso del marido al Hades,
que protagoniza Orfeo en el mito griego similar.
No es la única muestra de cómo algunos clérigos galeses reco-
gen ecos de las leyendas artúricas para recontarlas con un toque
cristiano. En otras tres vidas de santos galeses (escritas tal vez a
comienzos del siglo XII), la Vita Sancti Cadoci, la V.S. Carantoci y
la V.S. Paterni, aparece mencionado Arturo, en breves episodios,
donde se muestra sometido, a su pesar, al poder milagroso de los
25/353
[28]
santos . En la Vida de San Cadoc le acompañan sus dos fieles
guerreros Cei y Bedwir. Así en esos relatos hagiográficos los
monjes introducen a una figura prestigiosa en la región para dar
más gloria a su biografiado. En ellos Arturo se presenta como un
personaje arrogante y soberbio.
Arturo era, pues, un personaje muy popular a comienzos del
siglo XII, y su nombre estaba vinculado a muchos cuentos y leyen-
das. En los Milagros de Santa María de Laon —escritos a media-
dos del siglo— de Herman de Tournai, se cuenta una interesante
anécdota: «Como sucedía con frecuencia entre bretones y
franceses que disputan a propósito del rey Arturo, uno empezó a
pelear con otro de los guardias de la capilla… Pretendía que Ar-
turo estaba aún con vida. Una pelea se entabló ante la capilla,
acudieron gentes armadas…». En ese texto, que nombra a Arturo
como «famosus secundum fabulas Brittanorum rex», se alude
claramente a la famosa «esperanza bretona», que provoca esas
[29]
discusiones violentas entre franceses y bretones .
Arturo era, pues, a comienzos del siglo XII incomparablemente
más famoso como héroe de unos relatos de tradición oral, divul-
gados entre los bretones, que un personaje histórico. Su ubicación
en una época oscura, como caudillo de los celtas derrotados por el
nuevo pueblo invasor que detentaría el poder en Gran Bretaña
durante varios siglos, hacía de su figura el protagonista de una
épica popularizada por esos relatos divulgados entre las gentes del
Oeste y el Sur de Inglaterra, los celtas sometidos y fantasiosos,
más dados a la ficción fabulosa que a la historia verídica, por
tradición y carácter fabuladores insignes.
Cuando William de Malmesbury, un respetable historiador de
la nueva época anglonormanda, escribió sus Gesta Regum Anglor-
um, hacia 1125, trató de conciliar los testimonios de Gildas y Beda
26/353

con los datos de Nennius, y así presentó a Arturo como un auxiliar


guerrero de Ambrosius Aurelianus, a quien consideraba, de
acuerdo con Gildas y Beda, como «solus Romanorum superstes,
qui post Wortigernum monarcha regni fuit», y caudillo de la res-
istencia contra los invasores sajones. Arturo se habría destacado
en la batalla del monte Badon, «donde, protegido por la imagen
de la Madre de Dios, que llevaba pintada sobre sus armas, causó,
[30]
avanzando él solo, la muerte de más de novecientos enemigos» .
Como se advierte, William de Malmesbury, al recoger la noti-
cia de la Historia Brittonum, la retoca levemente para hacerla más
verosímil: Arturo no transporta una imagen sobre sus hombros,
sino que la lleva pintada en su armadura, acaso en su escudo.
Luego el historiador, que comparte la opinión de Beda y Gildas de
que la derrota final de los britanos fue motivada por su decaden-
cia moral, se lamenta de que un personaje como Arturo sea más
loado en las ficciones de los bardos y juglares locales
—«histriones»— que considerado por historiadores, como sin
duda lo merecería por su actitud valerosa, como «un hombre
digno no de ser soñado en falsas ficciones, sino de ser proclamado
en veraces historias, porque durante largo tiempo sostuvo a su
patria que se hundía, y enardeció los ánimos de sus compatriotas
en su desfallecimiento ante la guerra». Pero es significativo el des-
dén de Guillermo de Malmesbury hacia las «nugae Brittonum»,
«bromas de los bretones», sobre Arturo. Refleja bien el sentir de
los doctos, de la aristocracia y el alto clero, al margen de la tradi-
ción legendaria bretona, respecto de esas leyendas populares, de
un folklore difuso y pintoresco en el que la figura de Arturo cobra-
[31]
ba ya unos perfiles fantásticos . Esta es la situación antes de la
aparición de una obra verdaderamente sorprendente por su auda-
cia y su imaginación desaforada, que bajo el prestigioso manto del
27/353

título de «Historia», introducirá a Arturo como un gran rey en el


pasado de la Gran Bretaña, la Historia Regum Britaniae de Geof-
frey de Monmouth.
Algunos romanistas, como E. Fatal, R.R. Bezzola, etc., tienden
a menospreciar esta primera etapa de la tradición, fundamental-
mente oral, sobre la figura de Arturo, destacando luego la audaz
fabulación de Geoffrey de Monmouth, como si recrease de poco
más que unos trazos sueltos la figura de un reinado prodigioso.
Otros estudiosos, celtizantes, tienden a exagerar en dirección con-
traria, imaginando una saga popular de Arturo más homogénea y
caudalosa de lo que es razonable conjeturar. Imaginan que la per-
vivencia de la mitología céltica y unos recuerdos históricos
habrían confluido en la creación singular y coherente de este
paladín del mundo céltico. En un esfuerzo admirable J. Markale
ha trazado una imagen de la saga artúrica que pudo ser —pero
que es una mera hipótesis, bastante azarosa y no muy verosímil—,
de acuerdo con la pauta fabuladora bretona y galesa, continu-
[32]
adora de la fantasía ya probada en las sagas irlandesas .
Es fácil abogar por una solución intermedia, reconociendo que
los testimonios escritos no nos lo dicen todo y que la influencia de
las tradiciones orales fue en la Edad Media una fuerza poderosa
con la que hay que contar para entender la literatura del tiempo.
Hay un rastro innegable de una saga popular artúrica, que presti-
gia la figura de ese caudillo, «el rey que fue y que ha de volver»,
según «la esperanza bretona».
Por otro lado, esa saga, creada en un contexto histórico que
tiene evidentes similitudes con otros períodos de creación épica,
no nos da una imagen unánime de tal figura legendaria, sino una
serie de trazos pintorescos y sueltos. Eso es lo normal en una
tradición que no está fijada formalmente de un modo rígido y
28/353

conservador. A lo largo de cinco o seis siglos la imagen de ese cau-


dillo ha sido magnificada, alterada y retocada en diversas leyen-
das. Conviene también recordar que los narradores celtas tienen
una cierta tendencia a la exageración y al humor; y que luego han
intervenido, como puede percibirse, algunos clérigos deseosos de
aprovechar el prestigio de estas narraciones para los cultos de
ciertos santos locales. Todo esto es un tanto obvio, a nuestro
parecer.
Intentar recomponer una imagen coherente del Arturo
histórico, colocándolo por encima de los reyezuelos britanos del
siglo VI como un gran jefe militar, no sólo «dux bellorum», sino
[33]
«comes Britanniae», como intenta sugerir J. Markale , es in-
ventarse un papel histórico ad hoc, para este personaje de ley-
enda; que pudo tener un trasunto real, pero que luego ha sido,
como tantos otros héroes épicos, magnificado y desfigurado
desaforadamente.
La «Historia Regum Britanniae»

Es a través de una obra singular por su amenidad y su fabulosa in-


ventiva, la Historia Regum Britanniae; como Arturo, el héroe
belicoso y aventurero, se entroniza como un rey magnífico de la
Gran Bretaña, un magnánimo monarca que por sus conquistas y
sus fastos supera al propio emperador de Roma y al que sólo de-
tiene en su marcha triunfal la fatídica catástrofe: la traición de
Mordred y el cruel combate de Camlann. En esa estupenda «His-
toria de los Reyes de Bretaña» —en la que se dedican a la historia
de Arturo los libros octavo, noveno y décimo de la obra, aproxim-
adamente un quinto del total— Geoffrey, un docto clérigo de as-
cendencia bretona, un narrador excelente de incontenible fantasía
y una buena formación humanista, narra, con singular des-
parpajo, las gestas del pasado británico hasta la invasión de los
sajones. Desde Bruto, el mítico fundador de la monarquía, hasta
la muerte de Cadvalader, el último monarca bretón, por sus pági-
nas desfilan los reyes de ese mundo semiépico y seminovelesco
que la imaginación del «historiador» sabe llenar de colorido, de
parlamentos brillantes, de emoción y de sorpresas. Desde que
Bruto, el bisnieto de Eneas —de acuerdo con una de sus genealo-
gías inventadas que ya recoge Ennius en su Historia Brittonum—
funda el reino, hasta que, una vez desaparecido el gran Arturo, se
consuma el triste ocaso de la realeza británica, en el 689, con la
muerte de Cadvalader, pasan unos dos mil años, que la pluma de
30/353

Geoffrey trata de llenar con una serie de nombres, en parte reco-


gidos de otros autores, y en parte inventados, y de figuras y
[34]
hechos muchas veces de gran interés y dramatismo . En su
prosa latina reconstruye un pasado épico de un extraño esplen-
[35]
dor, con un aura fantasmal, heroica y trágica .
La historia de Arturo es una excelente muestra de este talento
literario de Geoffrey. En sus trazos se unen los recuerdos le-
gendarios, los empeños épicos y la fantasía novelesca del clérigo
instruido en las historias y leyendas clásicas. Ya en el libro sép-
timo Geoffrey ha evocado la figura del profeta y mago Merlín, que
va a pesar en la biografía fantástica del gran Arturo, que ya desde
su nacimiento está rodeada de prodigios.
El belicoso rey Uther Pendragon —protagonista de un interes-
ante episodio anterior: el acarreo desde Irlanda de los enormes
monolitos que por consejo de Merlín se erigen de nuevo en Stone-
henge, en un círculo que reproduce su anterior posición, como «la
danza de los gigantes»— se enamora apasionadamente de Ygerna,
la esposa de uno de sus nobles, el Duque de Cornualles. La súbita
pasión se manifiesta en un banquete, a primera vista, pero Ygerna
se resiste a los avances del fogoso monarca. Para conseguirla, el
rey tiene que guerrear contra el Duque y asediar el castillo de
Tintangel, donde se ha refugiado la dama. Con una estratagema
mágica, gracias a los buenos oficios de Merlín, que hace que el rey
y su escudero revistan las figuras y voces del Duque de Cornualles
y su escudero, Pendragon consigue acceder al interior del castillo
y al lecho de su amada. Mientras el rey se acuesta con la engañada
Ygerna, el Duque cae muerto en un combate nocturno. Y en esa
noche es concebido Arturo. (La pintoresca historieta recuerda el
truco por el que Júpiter, con la apariencia de Anfitrión, logró
31/353

llegar hasta el lecho de Alcmena y engendró a Hércules). La


muerte del Duque de Cornualles permite que luego Pendragon
despose a su viuda y que, por lo tanto, Arturo sea reconocido
como hijo legítimo del monarca.
Tras la muerte de Uther —que perece envenenado, como su
antecesor, el famoso Aurefus Ambrosius— Arturo es coronado
rey, con la ayuda de Merlín. Y con la intervención mágica de la
famosa espada Caliburnus (la famosa Escalibor o Excalibur de las
novelas), forjada en la misteriosa isla de Avalon, con su lanza
Ron, con su escudo Pridwen, donde está pintada una imagen de la
Virgen María, con su casco de oro donde se yergue su emblema de
[36]
guerra, el dragón, Arturo avanza de victoria en victoria .
Se casa luego con la más bella mujer de toda Gran Bretaña,
con Ginebra, «de noble familia romana». Mantiene una corte
esplendorosa, donde se dan brillantes fiestas y adonde acuden
grandes caballeros, como su sobrino Galván, Kay, Bediver,
Mordred, y los reyes de los territorios vecinos. Luego Arturo va a
conquistar Irlanda, y más tarde al continente, con la ayuda de
Hoel, Rey de Armórica, donde se adueña de Escandinavia y de la
Galia toda. A las puertas de París derrota al tribuno romano
Frollo, al que le hiende el cráneo de un buen tajo. En las fiestas de
Pentecostés se hace coronar emperador en su corte de Caerleón.
Se nos describe el esplendor de esta ciudad, y los fastos
cortesanos.
Por entonces recibe una misiva de Lucius Hiberus, procurador
de la República de Roma, que le conmina a rendirle tributo. Ar-
turo recibe el apoyo de sus aliados para la expedición y marcha
contra los romanos, derrotándolos en una gran batalla. Hay bajas
notables por ambos lados, pero al fin los romanos ceden y huyen
ante los británicos. Ya se disponía Arturo a avanzar sobre Roma,
32/353

cuando le llegan terribles noticias de la traición de Mordred, y de


Ginebra, que estaba de regente en Gran Bretaña. Arturo regresa.
Derrota a Mordred en tres combates. El tercero es el fatídico de
Camlann, donde Arturo da muerte al traidor, pero queda él
mismo gravemente herido, y allí vienen a recogerlo para transpor-
tarlo a la isla de Avalon, para que sean cuidadas sus mortales
heridas. Esto sucede en el año 542 —una de las tres fechas con-
cretas que da Geoffrey en su obra— y el maltrecho reino pasa a su
primo Constantino, hijo del Duque de Cornualles, que tendrá que
seguir luchando con los sajones.
Esta es, en líneas breves, la trayectoria de Arturo. Hay otros
episodios en la trama: varios encuentros con gigantes, como el
duelo entre Arturo y el temible monstruo del monte Saint
[37]
Michel , o el encuentro con otro gigante que tiene el curioso
capricho de coleccionar barbas de reyes para hacerse con ellas
una pelliza. Pero la silueta que perfila la narración de Geoffrey es
la de un monarca de prestigio universal, émulo del gran Alejandro
y de Carlomagno.
Precisamente en su lucha contra el poder político de Roma, en
los avances británicos sobre el suelo continental, tras la sumisión
de toda Gran Bretaña y la conquista de Irlanda, se enfatiza una
idea brillante: Arturo fue más que un monarca independiente, fue
un verdadero Emperador. Como señala Bezzola, los lectores de la
obra, publicada en 1136, no dejaban de advertir las referencias ac-
tuales, a la situación de la corona inglesa del siglo XII. ¿En la
marcha de Arturo sobre Francia (es decir, la Galia), con su aliado
Hoel, rey de Armórica (la Normandía y la Bretaña continental),
no se podía reconocer a Enrique I Plantagenet, en rebelión contra
su señor feudal Luis VI de Francia, a quien disputaba parte de sus
[38]
dominios? .
33/353

En su ataque al centralismo político romano se podía sentir el


eco de la rebelión y las ansias de independencia de las grandes
mansiones feudales —y la más rica era la de los Plantagenet,
señores de Normandía y reyes de Inglaterra— contra una realeza
tradicional, heredera del prestigio del Sacro Imperio Romano. En
oposición a esa propaganda de una tradición imperial, a través del
lema de una translatio o renovatio imperii, revivificada por Carlo-
magno y sus sucesores, los reyes de Francia, que aspiraban a ese
prestigioso mando de abolengo romano, las leyendas recuperadas
por la Historia Regum Britanniae ofrecían a los soberanos de
Inglaterra un precursor glorioso para sus anhelos de supremacía.
En cuanto Duques de Normandía los reyes ingleses —los invas-
ores de la Gran Bretaña establecidos en el trono hacía menos de
un siglo— eran vasallos feudales de los reyes de Francia, hereder-
os de la corona carolingia. Pero ahora podían conectar con el
prestigioso pasado al que Geoffrey resucitaba. Si ya Brutus, que
devastó la Aquitania y fundó Tours, había derrotado a los reyes de
la Galia, si Belinus y Brennius «redujeron aquel reino entero a
sumisión», si, en fin, Arturo había conquistado de nuevo la Galia
entera —antes de la época brillante de Carlomagno—, se podía
pensar que eran los reyes de Francia quienes deberían, en todo
caso, prestar vasallaje a los monarcas de la Gran Bretaña.
Un tema muy bien puesto de relieve en la Historia es el del
parentesco entre los celtas británicos y los franconormandos del
[39]
otro lado del canal de la Mancha . Tanto los bretones insulares
como los de la Armórica eran parientes, no sólo por provenir éstos
de las migraciones seculares de aquellos, sino porque unos y otros
descendían de los antiguos exiliados troyanos, acaudillados por
Bruto. De las sombras y las brumas surgía el magnífico pasado de
un pueblo que había vuelto a recuperar su unidad como súbditos
34/353

de una misma corona, la de la dinastía de los Plantagenet. Los


anglosajones, derrotados en Hastings, habían sido los domin-
adores de un largo paréntesis. El historiador de tan excitante pas-
ado cerraba su libro a la llegada de los sajones y su instalación
firme en el poder. Otros historiadores tratarían de ellos; a Geof-
frey no le interesaban.
Sin duda ninguna, los normandos establecidos en Inglaterra
vieron con buenos ojos esta glorificación de un lejano pasado
céltico, que rebajaba el prestigio de sus antecesores en el poder
—unos invasores bárbaros de unos siglos antes— y confirmaba las
pretensiones nacionales del reino conquistado por quien era, en
cuanto Duque de Normandía, un vasallo del rey de Francia.
Frente a la épica carolíngia, difundida por las canciones de gesta y
por los historiadores franceses, ahora podían esgrimir otra épica,
que se amparaba en la prosa latina de esta Historia venerable.
Su autor era muy consciente de la enorme dosis de propa-
ganda nacional incluida en su formidable mistificación histórica.
Y dedicó su gran obra a Robert, conde de Gloucester, uno de los
hijos bastardos de Enrique I. (Según una hipótesis verosímil, su
madre fue Nesta, hija de Rhys ap Tewdor, reyezuelo del Sur de
Gales). Luego Geoffrey, que ansiaba sacar provecho de su trabajo,
añadió en otras dedicatorias a Waleran de Beaumont, conde de
Meulan y luego de Worcester, y luego al propio rey Esteban,
desplazando oportunamente a Robert a un segundo lugar en la
dedicatoria.
De Geoffrey no sabemos mucho. Se firmaba «Galfridus Mone-
mutensis», lo que probablemente quiere decir que había nacido
en Monmouth. Luego vivió durante algunos años en Oxford,
donde un amigo suyo, el archidiácono Walter, un docto varón, le
prestó el libro «en lengua británica» del que tradujo su gran obra,
según él mismo cuenta en el prólogo. Nada más sabemos de este
35/353

libro —«librum istum britannici sermonis quem Gualterus Oxene-


fordensis archidiaconus ex Britannia advexit», «quemdam britan-
nici sermonis librum vetustissimum»—, excepto que era viejísimo
y estaba escrito en galés. Hay algunos documentos en los que
aparece la firma de nuestro «Galfridus», unas veces calificado
como «magíster» y al final como «episcopus»: «Gaufridus epis-
copus Sancti Asaphi», lo que indica que los esfuerzos del clérigo
se, vieron premiados, al cabo de años, hacia 1151 (ya debía de an-
dar por los cincuenta), con el obispado de ésta pequeña ciudad, en
[40]
una diócesis poco importante en el No. de Gales . Poco antes de
ocupar el cargo se ordenó de sacerdote. Su obra no muestra que
tuviera gran inquietud por lo religioso. Unas crónicas galesas dan
el año 1155 como el de su muerte. Como aquellos años, bajo el re-
inado de Matilde y Esteban, Gales andaba bastante revuelto, tal
vez ni siquiera hizo el viaje a su diócesis. Pero lo más curioso es
que en algunos documentos se firme como «Galfridus Arturus» a
«Galfridus Arthur». Se ha discutido si «Arturus» fue un mote o
un apelativo familiar, patronímico acaso. Tal vez había en la rama
galesa de su familia algún recuerdo peculiar del heroico monarca.
Geoffrey escribió además, también en latín, unas Profecías de
Merlín, dedicadas a Alejandro, obispo de Líncoln, que luego in-
cluyó en la Historia, y una Vida de Merlín, dedicada al nuevo
obispo de Lincoln, Robert de Chesney (Oxford pertenecía a la
diócesis de Lincoln, y los obispos podían apreciar las sutilezas
doctas y favorecer a un escritor como nuestro buen «magister
Galfridus»).
La Historia Regum Britanniae alcanzó muy pronto un éxito
resonante de público y de difusión. Todavía hoy se conservan un-
os doscientos manuscritos del texto, y de ellos unos cincuenta re-
montan al siglo XII. Desde mediados de la centuria son raros los
36/353

historiadores que no aluden o citan el texto de Geoffrey como una


autoridad sobre el pasado británico. A pesar de la reacción crítica
con que algunos doctos cronistas del momento —como William de
Newburgh y Giraldus Cambrensis— advirtieron la fabulosidad
desmedida y la escasa fiabilidad histórica del relato, los resú-
menes y referencias se multiplican. Pronto surgen las traduc-
ciones del mismo a lenguas vulgares: al francés —en la perdida
Estoire des Bretuns, de Geoffroi Gaimar y en el influyente Brut de
Robert Wace—, al inglés y al galés. La mentalidad medieval no
tenía un concepto demasiado riguroso de la historia, y el ímpetu
épico y nacionalista de esa Historia de las hazañas y el destino de
un pueblo, los Gesta Britonum, servía admirablemente los anh-
elos de su público. Como la Eneida había ofrecido una visión le-
gendaria del pasado romano, enraizándolo en las leyendas troy-
anas, también esta glorificación del pasado bretón acudía a un
mecanismo similar, y luego zurcía con unos nombres prestigiosos
todo un enjambre de leyendas y genealogías.
Es significativo que en algunos manuscritos de la versión
galesa —titulada Brut y Brenhinedd, «Bruto de los Reyes»— el
texto siga a la traducción de la Crónica Troyana de Dares Frigio,
otra superchería de falso contenido épico en prosa, pretendida-
mente histórica. Hasta la lejana Polonia llegó la influencia de
Geoffrey de Monmouth, y el obispo de Cracovia Wincenty Kad-
lubek lo tomó por modelo para su Chronica Polonorum (en el
primer cuarto del siglo XIII). Antes de mediados del siglo XIV se
tradujo al noruego antiguo, con el título de Breta sógur. Aunque
hubo algunas voces escépticas, —ya en 1485 Caxton señala que
«algunos mantienen la opinión de que no existió tal rey Ar-
turo»—, la narración fue tenida por obra histórica auténtica hasta
el siglo en el que la discusión sobre el crédito y la veracidad de es-
ta obra se reabrirá en una controversia que duró siglos.
37/353

El brillante estilo narrativo de Geoffrey de Monmouth prelu-


diaba las fantasías de los novelistas corteses. El mundo de la
caballería y la cortesía ya alborea en su visión del fasto, las haza-
ñas y la generosidad del rey Arturo con su corte, y con sus grandes
vasallos. Entre el estrépito de las numerosas batallas los parla-
mentos de los personajes animan el relato con una sensación
dramática sorprendente. En su buen latín el docto magister ox-
oniense sabe mover y hacer hablar a sus personajes casi como un
buen novelista o un buen poeta épico. «Con tales talentos no se
necesitaba a ningún Merlín para profetizar que sería leído por las
generaciones venideras. Pero ni siquiera el mismo Merlín pudo
prever que la obra de Geoffrey afectaría a la política inglesa dur-
ante cinco centurias, y que los más grandes poetas de Inglaterra
[41]
irían a beber en su fuente» .
El Roman de Brut

Sin embargo para la divulgación de la materia artúrica en la liter-


atura europea la etapa definitiva es su romanceamiento, a través
de la versión en francés de R. Wace. Ya de esta versión francesa
depende la versión inglesa de Layamon (hacia 1200). De la prosa
latina al verso francés, el pareado en octosílabos de lectura y com-
posición fáciles, hay una breve distancia narrativa, pero este
traslado es muy importante por su repercusión literaria.
La versión de Wace —en unos 15.000 octosílabos— aparece en
un marco muy significativo: el de la corte de Enrique II Planta-
genet. El clérigo cortesano dedica la obra, el Roman de Brut, a la
[42]
reina, que es la fulgurante Leonor de Aquitania . Es la nieta del
duque Guillermo IX de Aquitania, el primer trovador, separada ya
de su anterior esposo el rey Luis VII de Francia, la madre del im-
petuoso Ricardo Corazón de León, la madre de María de Cham-
paña, la que recibe dedicada esta versión romanceada de la
Historia.
El largo poema de R. Wace marca la etapa intermedia entre el
relato historiográfico y la novela artúrica de aventuras corteses.
Clérigo cortesano —«clerc lisant» de los tres reyes Enrique I, En-
rique II y el joven Enrique, hijo del anterior—, Wace compuso tres
obras de tema religioso: la Vida de Santa Margarita, la Vida de
San Nicolás y la Concepción de Nuestra Señora, y dos relatos
históricos, el Roman de Brut y el Roman de Rou, crónica de los
39/353

hechos de los duques de Normandía. Era, pues, algo así como el


historiador oficial en lengua vulgar de la corte, y su finalidad, al
traducir al francés la Historia Regum Britanniae era la de poner al
alcance de los cortesanos, que entendían mal el latín, esta obra de
éxito y prestigio. Aunque quiere dar una traducción relativamente
fiel, cuida del estilo y del ambiente para agradar a los lectores
cortesanos. Con su versión eclipsa otras del mismo período, como
la Estoire des Engleis de G. Gaimar, y parece anunciar el romanti-
cismo caballeresco de Chrétien de Troyes. Ya Geoffrey había
rodeado de magia y esplendor a la corte de Arturo, sus fiestas y
sus torneos. Pero Wace insiste en la cortesía y las aventuras, en
los amores y las maravillas, en esos tonos novelescos que eran, sin
duda, bien apreciados por su público como un rasgo de
modernidad.
En contacto con las leyendas bretonas él introduce dos
motivos de largo porvenir: la Tabla Redonda y la floresta de Bro-
celiande. En torno a la gran Mesa Redonda se reúnen en pie de
igualdad los mejores caballeros, venidos de muy diversas tierras,
para adquirir prez y honores y aprender cortesía y ver prodigios y
contar hazañas. En cuanto al bosque de Broceliande, retiro de
Merlín melancólico y lugar de extraños encuentros y aventuras
misteriosas, el propio Wace cuenta que lo visitó, aunque no pres-
enció ningún prodigio: «Fui allí a ver maravillas. Vi el bosque, vi
la región. Busqué las maravillas, pero no las encontré».
Aunque, como dijimos, Wace parece preludiar la novela de
caballerías, no poseía o no se permitía libertades comparables a
las fantasías de los novelistas o de los juglares. Critica a los
conteor, los narradores juglarescos que han difundido la materia
de Bretaña, porque con sus añadidos y exageraciones han hecho
parecer falsas las leyendas sobre Arturo. Es muy sintomático que,
en cuanto al tema de la supervivencia de Arturo en el dominio
40/353

feérico de Avalon, muestre su cautela. Un clérigo cortesano como


Wace podía mantener sus distancias frente a la esperanza bretona
de un Arturo que ha de volver. «Maestre Wace, que escribió este
libro, no desea decir más sobre su final que el profeta Merlín.
Merlín dijo de Arturo, y tenía razón, que su muerte sería dudosa.
El profeta habló certeramente. La gente ha dudado y dudará
siempre, creo yo, si él está vivo o muerto».
Hacia los primeros años del siglo XIII aparece la versión
inglesa de Layamon, en inglés medio, del Brut, que traslada y
amplía la popularidad de esta temática. Recuérdese que el francés
es aún a comienzos del siglo XIII la lengua de la corte inglesa, la
lengua cortesana y refinada, junto con el provenzal utilizado por
los trovadores. Es curioso el distinto matiz que esta versión
inglesa guarda frente a su original. Es menos cortés, más popular,
y acentúa algún rasgo maravilloso, como la partida final de Arturo
hacia Avalon. Sintiéndose morir, Arturo dirige sus últimas palab-
ras a su pariente y heredero Constantino: «Yo viajaré hacia
Avalon, hacia la más bella de las muchachas, hacia Argante, el
hada, un hada bellísima. Ella me curará todas mis heridas, ella me
tratará con sus benéficas pociones. Luego volveré de nuevo a mi
reino y viviré con mis bretones con gran alegría». En medio de es-
tas palabras vino del mar un breve navío, que se deslizaba sobre
las aguas llevado por las olas, y en él iban dos mujeres maravil-
losamente vestidas. Cogieron a Arturo y lo transportaron aprisa y
lo depositaron suavemente y partieron… Los bretones creen que
aún está en vida y habita en Avalon con la más bella de todas las
hadas». (He recordado este detalle, porque el contraste con el re-
[43]
lato de Wace es curioso, y significativo) .
Wace es el eslabón preciso entre la historia fabulosa, pero to-
davía solemne y respetable en su hábito latino y en su prosa
41/353

circunspecta, y la soltura de los novelistas franceses, como Chré-


tien. Cierto que, junto a él, hay otros personajes que convendría
tener muy en cuenta, como esos narradores bretones que van por
las cortes contando esos relatos de aventuras y maravillas, que se
ponen de moda, de tema céltico, los «fabulosi brítones» que recit-
an sus fables y sus contes d'aventure,

Qui fabloiant vont par les cours,


Que les contes Jont a rebours,
Et des estoires les esiongnent,
Et les menconges i ajoignent.

«Que van recitando sus narraciones por las cortes, / que


presentan los cuentos a contrapelo, / y los alargan con historias, y
les añaden las mentiras».
Tanto Wace (Brut, 10.036) como Chrétien de Troyes no escati-
man sus críticas a esos conteor y fableor, que difunden las leyen-
das y los cuentos
Que devant rois et devant contes Depecier et corrompee
suelent Cil que de conter vivre vuelent (Erec, 19-23).
«Que ante reyes y ante condes suelen despedazar y cor-
romper/ los que intentan vivir del narrar».
Hay además algún gran narrador semimítico, que sólo de
nombre conocemos, como el tal Bleheris, Bréri o Bledhericus, lig-
ado al parecer a una versión primera de la leyenda de Tristán e
Isolda.
Pero aquí quisiera recordar brevemente el estilo de Wace, me-
diante la cita de tres fragmentos, en los que puede notarse cómo
glosa el texto de Geoffrey de Monmouth, y cómo acentúa e insiste
en lo caballeresco y cortesano. La primera descripción del joven
rey Arturo, de quince años, que asume el poder real:
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Chevaliers fu mult vertuus,


Mult fu preisanz, mult glorius;
Cuntre orguillus fu orguillus,
E Cuntre humles dulz e pitus;
Forz e hardiz e conqueranz,
Large dunere e despendanz;
E se bussuinnus le requist,
S'aidier li pout, ne l'escundist.
Mult ama preis, mult ama gloire,
Mult volt ses faiz mettre en memoire,
Servir se fist curteisement Si ce cuntint mult
noblement.
Tant cum il vesqui e regna Tus altres princes sur-
munta De curteisie e de noblesce e de vertu e de
largesce. (Brut, vs. 9013-32)

«Fue caballero muy virtuoso,/ fue de gran prez, muy glorioso;


/ contra orgullosos fue orgulloso, y ante humildes dulce y pia-
doso; / fuerte e intrépido y conquistador, / espléndido en dar y
generoso; / y si un necesitado le imploró,/ sí pudo ayudarle jamás
se negó. / Mucho amó el honor, mucho amó gloria,/ mucho deseó
dejar de sus hechos memoria,/ servir se hizo cortésmente / y se
portó muy noblemente./ Mientras vivió y reinó a todos los otros
príncipes superó / en cortesía y en nobleza/ y en virtud y en
generosidad».
En torno a ese rey «a quien nadie sobrepasó en cortesía y
nobleza, en virtud y en generosidad» se reúnen los mejores
caballeros para quienes Arturo creó la Tabla Redonda. En Wace
aparece por vez primera esta famosa mesa, de discutido origen y
sin precedentes literarios claros:
43/353

Pur les nobles baruns qu'il out Dunt chescuns


míeldre estre quidout,
Chescuns se teneit al meilleur Ne nuls n'en saveit
le peieur,
Fist Artur la Rounde Table Dunt Bretun dient
mainte Jable.
Illuec seeient li vassal Tuit chevalment e tuit egal;
A la Jble egalment seeient E egalment servi
esteient;
Nul d'els ne se poeit vanter Qu'il seist plus halt de
sun per,
Tuit esteient assis meain,
Ne n'i aveit nul de forain.
N'ertait pas tenuz pur curteis Escot ne Bretón ne
Franceis,
Normant, Angevin ne Flamenc Ne Burguinun ne
Loherenec,
De ki que il tenist sun feu,
Des occident jesqu'a Muntgeu,
Ki a la curt Artur n'alout E ki od lui ne sujurnout,
E ki n'en aveit vesteüre
E cunuissance e armeüre A la guise que cil tenei-
ent Ki a la curt Artur serveient.
De plusurs terres i veneient Cil ki pris e enur
quereient,
Tant pur oir tes curteisies,
Tant pur veeir ses mananties,
Tant pur cunuistre set baruns,
Tant pur aveir ser riches duns.
De povres humes ert amez E des riches mult
enurez.
44/353

Li rei estrange l'envoient Kar mult cremeient e


dutoent Que tut le monde cunquesist E lur digneté
lur tolist (Brut, 9747-84)

«Para los nobles barones que tuvo / —de los que cada uno se
pretendía el mejor/ y nadie sabía el peor—/ hizo Arturo la Tabla
Redonda / sobre la que los Bretones dicen muchas historias. / Allí
se sentaban sus vasallos / todos caballerescamente y todos igual; /
a la mesa por igual se sentaban / y por igual servidos estaban; /
ninguno de ellos se pudo jactar / de sentarse más alto que su par,/
todos estaban sentados alrededor, / y ninguno quedaba
apartado./ No era tenido por cortés/ Escocés, Bretón o Francés, /
Normando, Angevino ni Flamenco, / ni Borgoñón ni Lotaringio, /
cualquiera que fuera su señor feudal, / desde Occidente hasta San
Bernardo,/ que no acudiera a la corte de Arturo / y que en ella no
sé demorara; / y que no tuviera vestimenta/ y escudo pintado y
arnés / de la guisa de los que tenían/ los que en la corte de Arturo
servían. / De muy varias tierras venían / los que prez y honor pre-
tendían, / tanto para oír sus cortesías / como para ver sus domin-
ios, / tanto para conocer a sus barones, / como para recibir sus ri-
cos dones. / Era amado por los pobres,/ y muy honrado por los ri-
cos. / Los reyes de otras tierras lo observaban,/ pues mucho re-
celaban y temían/ que el mundo entero conquistase / y su misma
dignidad les arrebatase».
También insiste, más de lo que había hecho Geoffrey, en el
esplendor de la corte en Carleon, en sus torneos, fiestas y juegos.
Damas, músicos, juglares, ociosos cortesanos componen un mun-
dillo inquieto y brillante:
45/353

Les dames sur les murs muntoent Pur esgarder


cels ki juoent;
Ki ami aveit en la place Tost ti turnot l'oil e la
face.
Mult out a la curt jugleürs,
Chanteürs, estrumenteürs.
Mult peüssiez oir chan9uns,
Rotruenges e novels suns,
Vieleüres, lais de rotes,
Lais de harpes, lais de frestels,
Lires, tympes e chalemels,
Symphonies, psalteriuns,
Monacordes, timbes, coruns.
Assez i out tresgeteürs,
Joeresses e jugleürs;
Li un dicet contes e fables,
Alquant demandent dez e tables.
Tels i ad juent al hasart,
Co est un gieu de male part;
As eschecs juent li plusur U a la mine u al grain-
nur… (Brut, 10539 y ss.)

«Las damas ascendían a la murallas / para observar a los par-


ticipantes en los juegos. / La que tenía amigo en el lugar / le ded-
icaba al punto miradas y ademán. / En la corte había muchos jug-
lares,/ cantores, músicos de varios instrumentos./ A placer podía
oír cualquiera/ cantinelas y nuevas tonadas,/ aires de viola, lais
con vario acompañamiento, / al son de vihuelas, arpas o flautas, /
de liras, panderetas, y caramillos, / zampoñas, salterios, / mono-
cordes, tamborines, y cítaras. / Abundaban los faranduleros, /
46/353

juglares y juglaresas; / los unos cuentan fábulas y leyendas,/ otros


reclaman dados y mesas./ Algunos juegan al azar, / un juego de
mucho apostar; / al ajedrez juega la mayoría,/ y a otros juegos
diversos…».
«Hay ahí toda una invasión de instrumentos de música, de
formas de poesía cantada, de divertimentos, de juegos, seguida
por una descripción sorprendentemente vivaz de las peripecias de
los diferentes juegos de azar, en fin, partiendo de nuevo del texto
de Geoffrey, de los regalos más variados del rey Arturo, presentes
que van desde los castillos, obispados y abadías, a las armas y los
corceles, los lebreles, los mantos de piel, los hábitos, los leopar-
[44]
dos, los osos, el oro y la plata. (Cf. vs. 10843 y ss.)» .
El cuadro que aquí nos pinta Wace, con las damas asomán-
dose sobre los muros para ver a los jugadores y a los que justan en
el torneo, con los ojos fijos en su caballero amado, y la multitud
de músicos y juglares, con el bullicio de voces e instrumentos, y
los jugadores de dados, tablas, y sobre todo de ajedrez, es un pre-
ludio de ese cuadro que nos evocarán los novelistas, del ambiente
festivo de la corte a la que todo caballero ha de acudir, en la que
las damas rivalizan en belleza, en la que despliegan sus lujos, y en
la que se comentan todas las aventuras y maravillas. Una pintura
muy lejana del ambiente guerrero mitológico celta, de los fieros
guerreros épicos, de la caza salvaje y brutal, selvática; aquí hay re-
finamiento, cortesía y civilización señorial y una principesca
seducción.
Enrique II y su corte. Las tumbas de Glastonbury

Con su ascensión al trono de Inglaterra, en 1153, Enrique II se


presenta como un gran soberano de inmensos dominios, que van
desde Escocia e Irlanda, sometidas por sus armas, hasta los Pirin-
eos, al unir las tierras de su Ducado de Normandía con las de su
esposa Leonor, heredera de la Aquitania y el Poitou. Mediante
una hábil política matrimonial, el inquieto monarca extiende su
influencia a toda la Europa occidental, y hasta su primo Balduino
IV, rey de Jerusalén, le ofrece su corona si acude en su socorro. A
su corte, la más poderosa y espléndida de todo Occidente, acuden
embajadas y personajes del más variado origen, como acuden los
caballeros y los prodigios a la corte de Arturo en las novelas. Esa
corte itinerante de Enrique Plantagenet es el centro literario más
importante del Occidente desde la época de Carlomagno. «Emba-
jadas alemanas, flamencas, francesas, italianas, pontificales, es-
pañolas, árabes, escandinavas, se suceden en esta corte, que, de sí
misma, se encuentra todo el año en viaje a través del vasto reino,
tan pronto en Westminster, como en Winchester, en Woodstock,
en Oxford, en Rouen, en Avranches, en Mans, en Chinon, en Poit-
iers. Los altos funcionarios, los oficiales civiles y militares
provienen de todas las regiones, lo mismo que los hombres de le-
tras que viven en la corte y que ocupan a menudo puestos import-
antes. Serán ya ingleses, como Robert de Cricklade, Adelardo de
Bath, Aelred de Rielvaux, Juan de Salisbury; ya normandos de
48/353

Inglaterra, como Thomas Becket, Roger de Hoveden, Gervasio de


Tilbury, Thomas de Inglaterra, Raoul de Dicet, o medio galeses,
como Walter Map y Giraud de Barri; vienen de Normandía, como
maestre Wace, Arnould de Seez, Arnoul de Lisieux, Esteban de
Rouen; del Loira y del Poitou, como Pedro y Guillermo de Blois,
Jordan Fantosme, Benoit de Sainte-Maure; de Francia, como
Gautier de Chatillon. Los historiadores y cronistas dominan. En-
rique tiene a su disposición toda una cohorte de clérigos, que ex-
altan en latín y en francés sus hazañas y las de sus antepasados».
En torno a este poderoso monarca y a su fascinante esposa se
reúne un mundillo cortesano de la mayor brillantez. Y «Enrique II
puede verdaderamente ser considerado como el príncipe más cul-
tivado de su época. Dotado de una energía de hierro, de un discer-
nicimiento notorio, de una memoria infalible, no sólo logra vencer
la anarquía y la insubordinación de los grandes barones que arru-
inaban el país desde hacía veinte años, sino también recuperar la
tradición de su abuelo Enrique I, para transformar progresiva-
mente el Estado feudal en una monarquía, que guarda, es cierto,
su carácter feudal, pero que centraliza cada vez más el poder, la
riqueza y el fasto en las manos del rey y de sus altos funcionari-
[45]
os» .
Hay que evocar los fulgores de esta corte para mejor imaginar
el trasfondo de la fantástica corte de Arturo y de Ginebra (que
guarda el halo fascinante de la gran Leonor). Allá acuden los doc-
tos que componen sus historias y sus tratados políticos en latín,
pero también los poetas y los primeros novelistas en lengua vul-
gar, es decir, en francés, que es el idioma de la cortesía y el de la
corte inglesa. Wace, Thomas, María de Francia, Benoit de Sainte-
Maure, el anónimo autor de la Vida de Alejandro en decasílabos,
todos paran y componen sus obras en esa corte bulliciosa. Allí el
49/353

afán por lo misterioso y lo fantástico se une al lujo y a los refin-


amientos cortesanos, y se favorece la literatura amorosa y le-
gendaria. Allí las leyendas de raigambre céltica, los «cuentos de
aventura», y los romanceados relatos de tema antiguo clásico se
entremezclan con la historiografía que exalta los orígenes de la
monarquía inglesa y la nobleza normanda. Junto a los «conteors»
bretones van y vienen a su reclamo brillante los finos trovadores
provenzales. La cortesía moderniza con su retórica sutil los viejos
temas guerreros y extiende su pátina sobre los misteriosos relatos
[46]
del mundo celta .
En ese ambiente se educan las dos hijas de Leonor y de Luis,
su anterior marido, que luego se mostrarán, en sus cortes feudales
de Blois y de Champagne, protectoras de poetas y novelistas. Sin
olvidar al hijo predilecto de Leonor, Ricardo, el de Corazón de
León, que va a encarnar en cierto modo el tipo heroico del
caballero, con sus audaces aventuras en la Tercera Cruzada y sus
canciones de trovador, prisionero a su regreso en la romántica
fortaleza de Dürnstein junto a las aguas del Danubio.
Como ya se ha dicho, el mecenazgo cultural de Enrique II no
va desprovisto de un claro interés político. El monarca no desap-
rovecha las posibilidades que el mito artúrico pone a su disposi-
ción como propaganda política para las ansias imperiales e inde-
pendentistas de su monarquía. Mientras que el esplendor de su
corte eclipsaba el recuerdo del brillo cultural de los últimos reyes
sajones —alguno de los cuales, como Eduardo el Confesor, fue de
gran cultura—, recobraba mediante la difusión de las leyendas
bretonas un prestigio que trataban de competir con el de los here-
deros de la corona de Francia. Los anglosajones, a los que los nor-
mandos habían desplazado, eran en la versión de la Historia
Regum Britanniae y de los relatos bretones unos paganos
50/353

invasores, que se apoderaron de Inglaterra por la fuerza de sus


armas. Los normandos recuperaban sin más escrúpulos un
[47]
dominio usurpado por la dinastía anterior .
Las figuras de Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda
podían rivalizar con las de Carlomagno y sus doce pares, exalta-
[48]
dos por la epopeya francesa . La modernización cortés del
mítico monarca, modelo de cortesía y generosidad, descendiente
—a través de Bruto— del gran Eneas, émulo de Alejandro en liber-
alidad y dotes de mando, un verdadero Emperador truncado por
un trágico revés, constituía una réplica brillante a las leyendas
carolingias. La celebrada corte de Arturo parece un reflejo anti-
cipado de la rutilante corte inglesa —que el irónico Walter Map
comparaba por su bullicio con la del infierno— donde un monarca
no menos magnánimo acogía a sus huéspedes con idéntica gal-
lardía y generosidad. La literatura artúrica ofrecía una brillante
ayuda para competir con el prestigio de la monarquía francesa,
[49]
reivindicadora de la corona de Carlomagno .
Enrique II podía presentarse como el restaurador de la gran-
deza de Arturo. En una curiosa obra latina, el Draco Normanicus
de Esteban de Rouen, dedicada a Enrique II a la muerte de su
madre, la «emperatriz Matilde», hay una estupenda invención
que refleja bien las pretensiones del rey. Arturo escribe, desde
Avalon, situado aquí como un reino en las Antípodas, al rey En-
rique, y luego éste le contesta acerca de sus derechos sobre el
trono inglés. De todos modos Enrique se compromete a conservar
la Gran Bretaña como un feudo de Arturo. (Hay una explícita ref-
erencia a cómo Darío el rey de los persas dejó a Alejandro Magno
como sucesor de su imperio, en este poema largo, de amplias ref-
[50]
erencias clásicas) .
51/353

Pero la actuación de Enrique como un Arturo redivivo podía


borrar, a los ojos de los complacientes cortesanos, la nostalgia por
el regreso del mesiánico Arturo. Es también muy significativo que
los bretones se empeñaran en que Enrique II impusiera a su ni-
eto, el hijo póstumo de su tercer hijo, Geoffrey, casado con Con-
stanza de Bretaña, el nombre de Arturo. El escéptico Guillermo de
Newburgh lo comenta: «Así que los bretones, que desde hace
mucho aguardaban a un fabuloso Arturo, ahora alimentan la es-
peranza de uno verdadero, según opinión de algunos, profetizado
por esos fabulosos relatos sobre Arturo». (Aunque su tío Ricardo
trató de hacer reconocer al nuevo Arturo como heredero de la
corona británica, una vez más se frustró la esperanza bretona. Su
otro tío, Juan sin Tierra, supo apoderarse del niño en una opor-
tunidad sombría, y el cuerpo del infortunado príncipe desapare-
ció, arrojado a las aguas del Sena, una noche del Jueves Santo del
año 1203).
En una hábil operación económica y arqueológica los monjes
de la abadía de Glastonbury descubrieron, hacia 1190, las tumbas
de Arturo y de Ginebra. Tal vez seguían una iniciativa del sagaz
[51]
Enrique II, que acababa de morir entonces .
Este descubrimiento de las sepulturas del rey Arturo y de la re-
ina Ginebra en las tierras de la abadía resulta muy significativo. El
monasterio, que había localizado ya en su territorio las tumbas de
San Dustan y San Patricio, enriquecía ahora su patrimonio sepul-
cral con los depósitos de las rumbas reales. Glastonbury se identi-
ficaba, mediante una etimología popular, con Inis Gutrin, la Urbs
Vitrea, la Isla de Cristal de las leyendas célticas —que tendrá tam-
bién un papel importante en la leyenda del Grial— y la Avalonia,
Insula Pomorum, «la isla de las manzanas», que las fantasías
populares desplazaron al Más allá de las hadas. Del mismo modo
52/353

que los monjes de la abadía de Saint Denis custodiaban las


reliquias de Carlomagno, los de Glastonbury custodiaban las del
gran conquistador británico. En la misma abadía de Glastonbury
fue donde Henry de Huntington había encontrado, ya en 1138, un
ejemplar de la obra de Geoffrey de Monmouth. También se con-
taba que en una estancia en el monasterio el rey Enrique II había
aconsejado buscar la tumba de Arturo, enterrado por allí según el
relato de un juglar bretón. El hallazgo servía a la propaganda re-
gia, y a la vez redundaba en pingües beneficios económicos, con el
culto a las reliquias y las peregrinaciones subsiguientes, para la
Abadía, a la sazón en apuros. «Así, de un solo trazo, los monjes de
Glastonbury capturaban y destruían la esperanza céltica. Arturo
enterrado en Glastonbury era mejor propaganda, tanto dinástica
como eclesiástica, que el Arturo de Geoffrey llevado a un le-
gendario Avalon para ser curado de sus heridas».
Giraldus Cambresis, escribiendo en 1192, dos años después, da
una detallada descripción del hallazgo de los dos esqueletos y de
la inscripción sepulcral: «Hit iacet sepultus inclytus rex Arthurus
cum Wenneveria uxore sua secunda in insula Avalonia». Ralph de
Coggeshall, unos treinta años después, cita la inscripción que re-
cogen otros historiadores posteriores: «His iacet inclitus rex Ar-
turius, in insula Avallonia sepultus». El contexto político favorece
la expansión de esa imagen del rey Arturo en los ambientes
cortesanos; promueve una figura del soberano ideal bajo los ras-
gos del mítico monarca con una corte admirable donde son aco-
gidos y recompensados generosamente los caballeros y los
señores feudales que en torno a él se esfuerzan en aventuras y
proezas, admirados de nobles damas; y promociona esa literatura.
Los relatos de aventuras y de maravillas sirven a un cierto
trasfondo ideológico que pronto rebasa y trasciende la propa-
ganda monárquica de los Plantagenet, para servir la ideología de
53/353

una cierta clase social, la de los caballeros, amenazada por el cent-


ralismo y las alianzas entre el poder real y la burguesía de las
ciudades. Arturo es también el paradigma del soberano feudal que
rige y ordena su mundo gracias a los servicios de sus caballeros de
la Tabla Redonda, en un orden ideal y sin evolución económica.
«En el mundo de los Plantagenets y los Capetos en el que la
monarquía se burocratiza, se rodea de hombres venidos de la
Iglesia pero de bajo nacimiento, y sobre todo de esos nuevos in-
telectuales, los Magistri, los maestros de las escuelas urbanas, e
incluso a veces de mercaderes y burgueses, donde se olvida cada
vez más la jerarquía feudal, imagen, como lo ha enseñado el
Pseudo-Dionisio, de la jerarquía celeste, la novela cortés exalta un
monarca que, en torno a la Tabla Redonda, no es a menudo más
que un primus ínter pares, que no brilla tanto por su proeza como
por la de sus caballeros, pero que, frente a la pujante codicia de
los nuevos ricos, de la avaritia, encarna el ideal caballeresco de
magnificencia y generosidad, de largesse. Un rey del don en un
mundo del acaparamiento y del cálculo. Un rey que no conoce
fronteras, sino que acoge en su corte a todo buen caballero, de cu-
alquier nación. La civilización cortés es en principio una civiliza-
ción de la generosidad y de la universalidad. ¿No es Arturo el anti-
[52]
Felipe Augusto?» .
Pero ese rey ideal es ya, más que el soberano de la épica y de la
fabulosa historiografía, el soberano fantástico de la novela
[53]
caballeresca .
Capítulo II

Arturo y sus caballeros en la novela cortés


«Liberación y redención final de la comunidad son la consecuen-
cia última de un pensamiento forzado a reconocer el aislamiento
del hombre, pero que no consiente en acordarle una última
aprobación. La novela cortés es la primera etapa de la novela; el
individuo, bajo cuyo signo está colocada, permanece ligado —a
pesar de la ruptura— a la ficción de una unidad natural y querida
por Dios entre interioridad y mundo exterior, pero que —en tanto
que realidad ontológica— ha de reencontrar el individuo. La rup-
tura entre el héroe artúrico y su mundo, su aislamiento, son típi-
cos porque representan objetivamente la situación del mundo
feudal en los alrededores del 1200; por ello el esfuerzo empren-
dido en la novela para superarla debe ser ejemplar. Los guardi-
anes del orden de la sociedad cortés rehúsan —como lo muestra la
polémica de Chrétien contra Tristan— seguir el aislamiento total y
la renuncia del orden cortés que trae consigo. Por eso el héroe del
mundo artúrico tal como lo ha concebido Chrétien de Troyes es
sólo típico desde el punto de vista de las condiciones históricas de
su aparición en la literatura, y perfectamente ejemplar en la inten-
ción de su creador. Su evolución es igualmente concebida como
ejemplar, pero fracasará justo en el exceso de tensión a la que es
sometido el héroe del Grial. Los errores del héroe profundizan el
55/353

abismo entre realidad y el ideal y sumen a la comunidad en el


duelo; sus triunfos son también los de la comunidad».
Kohler
El rey Arturo en el «roman courtois»

En los relatos novelescos que recuentan, desde el último tercio del


siglo XII, para un público cortés y refinado los «cuentos de aven-
[54]
tura» de la «materia de Bretaña» no es el rey Arturo el protag-
onista heroico de las tramas románticas. El héroe novelesco de es-
tos fascinantes relatos, primero en verso y luego en prosa, es al-
gún joven caballero de la corte de Arturo, que va en pos de la
aventura y del amor, desafiando misteriosas fuerzas malignas y
tremendos monstruos y maleficios por extraños parajes. Arturo es
el rey de un mundo feérico, el señor ejemplar de un reino
fabuloso, mal definido, con puertas abiertas hacia extraordinarios
paisajes de magia y de arriesgada maravilla. Desde ese reino se
puede cruzar al país de donde nadie retorna, como hace Lanzarote
cuando va a rescatar a la reina Ginebra raptada por uno de esos
caballeros enigmáticos que de cuando en cuando irrumpen en la
corte artúrica para lanzar un desafío. Los dominios de Arturo en
la tierra de Logres (nombre que alude a un antiguo y vago domin-
io en Inglaterra y Gales) están en un mundo indefinido geo-
gráficamente, más en la tierra de la fantasía que en un país real
como el corazón de la vieja Inglaterra. En esa fabulosa Bretaña
artúrica fulge la corte del gran soberano con un esplendor fastu-
oso. La corte es el centro de ese mundo aventurero y cortés a la
par. En ella se encuentran las damas más elegantes con los palad-
ines más esforzados. Es la corte de las fiestas y de las charlas,
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donde se refieren los prodigios y se publican las aventuras y se


celebran los triunfos y las bodas principescas. Irradia luz sobre
ese extraño país rodeado de tinieblas y de riesgos. Es el punto de
partida y el puerto de regreso de los esforzados caballeros. Arturo
es el magnífico monarca de esta corte, preside el ceremonial, y
aguarda en las fiestas —de Pentecostés y de Año Nueva— el anun-
cio de una nueva aventura como anfitrión impar de héroes y
[55]
prodigios .
Así como la épica francesa había creado —en la Chanson de
Roland— la imagen ideal de Carlomagno como un emperador po-
deroso y sabio, elegido por Dios para la mayor gloria de Francia, y
del mismo modo los doctos clérigos que compusieron el Roman
de Alexandre habían magnificado la figura del monarca macedo-
nio como un espejo de reyes por su arrojo y su cortesanía, así la
literatura novelesca de algunas cortes feudales francesas idealizó
la figura de Arturo, a partir de los textos de Geoffrey de Mon-
mouth, traducido por Wace. Ya hemos destacado cómo el ro-
manceador Wace había avanzado en tal sentido insistiendo en los
aspectos corteses de la narración, y añadiendo un elemento muy
importante a la descripción de esa corte: la Tabla Redonda, la
mesa a la que se sientan como pares Arturo y los mejores caballer-
os de su reino. Sea cual sea el origen de esa mesa redonda —una
reliquia mitológica céltica, un motivo bíblico, una invención del
[56]
«roman courtois» —, significa mucho en este universo de las
novelas corteses. Sentado como primus ínter pares Arturo se
destaca como el monarca ideal, según los esquemas de la ideolo-
gía feudal que patrocinan algunos grandes señores franceses, un
soberano acompañado de los nobles caballeros como sus iguales
en torno a esa mesa que reúne a los mejores paladines. El rey
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destaca por su magnificencia, por su sentido de la cortesía, su


generosidad, su justicia según los usos tradicionales. Es éste un
ámbito reservado a los elegidos, los más nobles, que son también
los más virtuosos, en un círculo del que los villanos están excluid-
os por definición. Frente a la conducta de algunos monarcas
franceses de la época, que recurren a ciertos consejeros de baja
extracción social o se alían con los burgueses de las ciudades
—como hacen Luis VII o Felipe Augusto—, Arturo vela por la jus-
[57]
ticia en el marco de un estricto conservadurismo feudal .
Siempre que se produce algún desmán, siempre que aparece al-
gún feroz caballero con amenazadoras pretensiones, el rey tiene a
mano leales barones que saben enfrentarse a los peligros, reparar
las grietas y recomponer el orden quebrado por esa irrupción del
mal desde el misterioso y turbio mundo exterior.
La imagen de Arturo como monarca ejemplar está puesta en
relieve en diversos lugares de las novelas. Es un paradigma ético,
de nobleza y generosidad, que prescinde de los rasgos nacionalis-
tas e incluso de los rasgos más personales (que tenía en la Histor-
ia Regum Britanniae), para trasformarse en la figura de un sober-
ano cortés que «mientras vivió y reinó / a todos los príncipes su-
[58]
peró / en cortesía y en proeza / en valor y en generosidad» . En
Erec (de Chrétien de Troyes) Arturo se presenta como el
mantenedor del orden tradicional, defensor ecuánime de la ver-
dad y el derecho (según costume y usages):

«Je suis rois, ne doi pas mentir,


Ne vilenie consentir,
Ne fausseté ne desmesure:
Reison doi garder et droiture.
Ce appartient a leal roí Que il doit mantenir la loi,
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Verité et foi et justise.


Je ne voudroie an nule guise Faire desleauté ne
tort,
Ne plus au faible que au fort.
N'es droiz que nus de moi se plaigne Ne je ne vuel
pas que remaigne La costume ne li usages,
Que siaut maintenir mes lignages.
De ce vos voloie alever Autres costumes, autres
lois,
Que ne tins mes pares, li rois,
L'usage Pandragon, mon pere,
Qui fut droiz et anperere,
Doi je garder et maintenir,
Que que il m'an dore avenir». (Erec, vs.
1793-1814)

«Yo soy rey, y no debo mentir, / ni villanía consentir,/ ni


falsedad ni desmesura: / debo guardar la razón y la rectitud./ Eso
caracteriza al rey leal / el deber de mantener la ley, / la verdad, la
fe y la justicia / No querría yo de ningún modo / cometer des-
lealtad ni hacer entuerto,/ ni al más débil ni al fuerte. / No hay
razón para que nadie de mí se queje, / ni quiero yo otra cosa sino
que permanezca / la costumbre y los usos, / que acostumbró a
mantener mi linaje. / De modo que quiero evitaros / otras cos-
tumbres, otras leyes, / distintas de las de mi padre, el rey / Las
usanzas de Pendragón, mi padre, / que fue justo y emperador, /
debo guardar y mantener,/ ocurra lo que me ocurra».
Sin embargo, esta idealización del rey Arturo como monarca
cortés, de acuerdo con las pautas y deseos de los grandes señores
feudales que patrocinan a los novelistas y el público de damas y
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caballeros que consume tales románticos relatos, coloca al mismo


en una postura ambigua. De un lado, Arturo se muestra un gran
soberano, que impera como árbitro de la justicia en su corte
espléndida y prestigiosa, pródiga en sucesos maravillosos y con
una nómina impresionante de brillantes vasallos. Por otro lado,
mientras queda en la sombra su aspecto de gran guerrero, de con-
quistador de un imperio (rasgo que en las novelas no interesa, y
que reaparecerá sólo en La muerte del rey Arturo, muy justifica-
damente), Arturo va quedando al margen de la acción heroica, de
esas gloriosas aventuras que llevan a cabo los caballeros. Con toda
su pompa va convirtiéndose en un rey inactivo, un roi fainéant,
que caza y preside la mesa redonda, que aguarda la aparición del
prodigio y premia con generosidad regia a los que retornan vence-
dores, pero que no sale ya al encuentro de las aventuras ni recoge
personalmente los retos peligrosos. Cuando Meleagante acude y
se lleva a la reina Ginebra y profiere su desafío ante todos, no será
Arturo quien lo siga y arrostre el peligro. Cuando el Caballero Ber-
mejo despliegue su insolencia frente a él, tampoco será él quien
salga tras el feroz ofensor. Arturo se queda sentado, pensativo y
abrumado, y delega la acción en alguno de sus valientes caballer-
os: en Cay, en Lanzarote, en Galván, en Perceval. Es especial-
mente significativo el desarrollo de la acción en El caballero de la
Carreta de Chrétien de Troyes, donde primero el senescal Cay y
luego Lanzarote van tras el raptor de la reina, desplazando de la
acción heroica al rey Arturo (que según una versión anterior era el
[59]
protagonista de esa búsqueda) . El nuevo esquema de la aven-
tura, donde es el amante de la reina y no el marido quien va a res-
catarla, sirve a las pautas del amor cortés, pero también a las de la
concepción del monarca como un soberano que no actúa por sí
mismo, sino a través de sus fieles barones. La conducta del
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monarca en los avatares que rodean la búsqueda del Grial es


igualmente significativa. El rey deja partir a sus nobles en pos de
la gran maravilla, mientras él queda aguardando sus nuevas, es-
perando el regreso de los caballeros que arrostran los peligros de-
[60]
saforados de la quimérica expedición .
Esta imagen de Arturo es el claro trasunto novelesco de una
determinada ideología, como ha mostrado muy sagazmente E.
[61]
Kohler : «La realidad política relega al ideal feudal a la literatura
y proporciona a ésta elementos importantes. El héroe nacional
celta, Arturo, debe su fortuna en el suelo francés al hecho de que
responde perfectamente a las aspiraciones de la alta nobleza
transformada en nobleza de corte. Esto explica muy bien el hecho
de que la novela cortés y sobre todo la novela artúrica sea viva-
mente estimulada por mansiones principescas como las de Blois,
Champaña y Flandes, siempre en oposición a la monarquía, mien-
tras que los reyes capetianos se mantienen por completo aparte de
la literatura de su tiempo determinada por este estado de cosas.
Arturo no es nunca un rey soberano, un verdadero rey; es siempre
el símbolo de un estado feudal ideal representado como garante
de un orden humano perfecto y propuesto como tal. Lo será hasta
que una literatura que ha tomado conciencia de la situación real
de la caballería mire de frente, en La muerte de Arturo, el crepús-
culo de su mundo, consecuencia extrema del emprisionamiento
de la realeza en el marco feudal y de la superioridad fatal dada al
«linaje». La Tabla Redonda y el mundo artúrico deberán su pér-
dida a las mismas condiciones que han presidido su existencia».
En contraste con la realidad histórica que condena el futuro de
la caballería como clase social, frente a las inclinaciones de la
monarquía de la época (en Francia y en Inglaterra), la literatura
novelesca crea un espejismo, cuya fascinante y nostálgica
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atracción viene doblada por su irrealidad. Arturo es el rey de este


universo fantástico, mágico y quimérico, donde los caballeros tri-
unfan del mal, de los monstruos y de los toscos villanos y los
mezquinos burgueses. Tanto los grandes señores feudales como
los hidalgos empobrecidos y los jóvenes desheredados que vagan
en pos de fortuna encuentran en estas novelas un mundo mucho
más prometedor y más vistoso que el de la dura realidad, sórdida
y amenazadora. Los tiempos del rey Arturo, en que el amor y la
aventura se ofrecían de modo espontáneo al arrojo de los caballer-
os audaces y nobles, tiempos en que la generosidad real sabía re-
compensar a los buenos, en que la economía no pesaba abru-
madoramente sobre las vidas de los jóvenes a quienes brindaban
gloria, tierras y amores fáciles las empresas de la caballería, fuer-
on muy distintos de la época en que vivían los novelistas
[62]
corteses . La pátina ideal de refinamiento en las maneras y la ét-
ica caballeresca son, en gran parte, ficción interesada, un juego
que los escritores y los lectores de tales relatos se traen entre
manos, y un espejo mágico en que quieren embaucarse ilusion-
[63]
adamente .
El mítico Arturo queda en esta atmósfera galante y aventurera
desligado de su carácter de héroe nacional, y se transforma en un
paradigma universal del monarca ideal, que como la caballería
misma está más allá y por encima de los intereses nacionales
históricos. La ideología feudal acentúa que las fronteras funda-
mentales en la sociedad son las horizontales, es decir, las diferen-
cias de clase: caballeros frente a villanos y clérigos. Las fronteras
verticales, las distinciones de nacionalidad, no cuentan. Lo im-
portante es la ética, no la economía. Y el código de la civilización
caballeresca occidental es internacional. Responde a una idea de
un Ordo, una jerarquía social inmutable y eterna. El código del
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honor, el ámbito de la cortesía, los ideales éticos (con un funda-


mento cristiano) son universales. También esto contribuye al
éxito de los mismos y a su rápida difusión por toda Europa, así
[64]
como a la larga permanencia de la retórica caballeresca .
Es un trazo distintivo de la novela de caballerías el que las
aventuras de los héroes acontezcan en un marco mucho más ab-
stracto que el terreno bien delimitado de la acción épica o
histórica. Mientras el guerrero del poema épico pelea por defend-
er una tierra o una población en una bien concreta situación geo-
gráfica, en nombre de una patria o por un estandarte nacional, el
caballero andante va en busca de aventuras hacia un horizonte
impreciso por un paisaje fantaseado. Sólo el vasallaje al rey Ar-
turo lo liga a un monarca y a un destino heroico, sólo su pertenen-
cia al mundo de los elegidos de la Mesa Redonda lo provee de
compañeros en esa contienda eterna contra una maldad misteri-
osa y ubicuamente dispersa. Los reinos de los diversos paladines
de la Tabla Redonda —por más que alguna vez se distribuyan en
Inglaterra, Francia, Irlanda, etc.—, son dominios feudales tan
imaginarios como los dominios de Arturo. La corte —en Caerleon
o Camelot— es el punto de encuentro y la única patria de esos au-
daces jóvenes de la noble caballería que, con ánimo deportivo y
una alborozada apostura, salen al amplio mundo de la aventura.
Como la misma palabra lo indica, la aventura es el espacioso ám-
bito de lo azaroso, en el que el elegido va a probar su valor y su
valer, como en un torneo ante los ojos de las damas. A la aven-
tura, sin rumbo previo marcha el caballero en un acto de afirma-
[65]
ción heroica .
Aquí vale la pena recordar una observación general de W.P.
Ker, acerca del contraste entre la épica y estas narraciones novel-
escas (que, por otro lado, guardan muchos tonos épicos):
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«Los dos grandes tipos de literatura narrativa de la Edad Me-


dia pueden distinguirse por sus episodios favoritos y sus lugares
habituales de aventura. Ningún tipo de aventura es tan común o
está tan representado en el modo heroico antiguo como la defensa
de una, plaza atacada por los enemigos. Tal sucede en la historia
de Hamther y Sorli en la sala de Ermanarico, en los Nibelungos en
la corte de Atila, en la batalla de Finnesburh, con Walter en el
paso de Wasgenstein, con Byrhnoth en Maldon, con Roldán en los
Pirineos. Tales son también algunos de los pasajes más notables
de las sagas islandesas: la muerte de Gunnar, el incendio de la
mansión de Njal, la quema de Flugumyri, el último combate de
Kjartan en Svinadal y de Grettir en Drangey.
La aventura favorita de la novela medieval es algo diferente:
un caballero que cabalga a través del bosque; otro caballero; un
choque de lanzas, un combate a pie con espadas, «corriendo,
saltando y luchando como dos fieras salvajes»; luego, tal vez el re-
conocimiento: los dos caballeros pertenecen a la misma mesnada
y están enrolados en la misma búsqueda.
Esta colisión de fuerzas ciegas, este torneo a discreción, ocupa
el lugar del antiguo género de combate en las novelas francesas.
En el tipo más antiguo en los encuentros tenía cada uno siempre
sus buenas razones para el combate; no se deslizaban hacia esa
especie de frivolidad combativa de los caballeros andantes de la
[66]
novela» .
Entre Roldán y Galván hay una enorme distancia en la actitud
ante la batalla, ante la vida y la muerte al servicio de sus ideales.
El sobrino del emperador Carlomagno muere al frente de sus tro-
pas por «la dulce Francia» y la gloria del «Emperador de la barba
florida», empecinado en su arrogancia que le acarrea el desastre,
por no hacer sonar a tiempo su olifante para pedir socorro. Pero
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es un héroe franco, y el buen Dios enviará a su arcángel a recoger


la espada Durandarte, que el buen vasallo de Carlomagno no
quiere dejar a otras manos menos dignas. También Galván es
sobrino de Arturo, y es el más ejemplar de los caballeros corteses:
en torneos y amoríos no hay otro más dispuesto y gentil. Va
siempre en pos de la aventura (aunque no logra el triunfo en las
mayores porque se le adelantan otros campeones más apasion-
ados y temerarios, Lanzarote, Perceval o Yvain), es gentil con las
damas y espejo de toda cortesía. Su muerte en las luchas de los
caballeros que preceden la catástrofe final del mundo artúrico es
un síntoma de la descomposición fatal de ese mundo de caballer-
ías, en una contienda fratricida y desesperada. Pero el frívolo y fiel
Galván es el mejor representante de esa manera de vivir refinada
[67]
y lúdica del caballero cortés .
Justamente por su lejanía de la realidad histórica el ideal
caballeresco pudo sobrevivir a las crisis y catástrofes del feudal-
ismo, y perdurar como un fascinante repertorio de actitudes
nobles durante siglos. La conducta de esos caballeros que
pertenecen a un círculo de elegidos sublima algunas aspiraciones
de la época, pero esta idealización trasciende el marco limitado de
la ideología feudal que la anima. El espíritu de aventura, el valor
del guerrero al servicio de los oprimidos, el culto del honor, la
lealtad, la generosidad, la piedad con los vencidos, la gentileza en
el trato social, el refinamiento de maneras, el respeto a los más
débiles, el amor refinado a las damas, todo ello son ingredientes
de ese ideal caballeresco que dejan huellas muy duraderas en la
sensibilidad occidental. Aunque teñido de irrealidad, este cuadro
de costumbres tiene una enorme capacidad de seducción. Los
lectores de estas novelas y libros de caballerías leerán durante
siglos esas evocaciones con una nostalgia a veces irónica.
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La nostalgia está ya en los mismos comienzos del género, en


las primeras novelas de este romanticismo medieval. Basta leer el
pasaje inicial del Yvain de Chrétien de Troyes para advertirlo:
«Arturo, el buen rey de Bretaña, cuya excelencia nos enseña
valor y cortesía, mantuvo su corte con regia magnificencia en esa
fiesta tan importante que se llama de Pentecostés. El rey estaba
en Carduel en el país de Gales. Tras la comida, a través de la gran
sala los caballeros se congregaron allí donde los llamaban las da-
mas, las damiselas o sus doncellas. Los unos contaban relatos
varios, los otros hablaban de amor, de los sufrimientos y penas y
de las grandes alegrías que tuvieron a menudo los fieles de su or-
den, que era por entonces muy dulce y buena. Pero ahora tiene
muy pocos fieles, pues casi todos la han abandonado y por ello es-
tá amor muy rebajado. Los que antes solían amar se hacían llamar
corteses, con renombre de nobles, generosos e hidalgos. Ahora
amor no es sino una ficción, porque quienes nada sienten dicen
que aman, pero es mentira, y fingen y mienten quienes de eso se
envanecen sin ningún derecho.
Pero hablemos de los que antaño fueron y dejemos a los que
ahora existen, pues mucho más vale, en mi opinión, un hombre
cortés muerto que un villano vivo. Por eso me place contar un
suceso que vale la pena escuchar de los tiempos del rey que fue de
tal renombre que de él se habla en todos los lugares. En esto estoy
de acuerdo con los Bretones: que siempre durará su fama, y que
por él serán recordados los nobles caballeros elegidos que por el
[68]
honor se esforzaron» .
En estos versos iniciales del Yvain (vs. 1-41) Chrétien presenta
ya el mundo artúrico como un recuerdo glorioso, como una época
ida, que sólo se mantiene en el admirado relato de las gentes. Es
un universo mítico; cargado de sugerencias ejemplares para un
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tiempo que no es ya el de los héroes corteses. Era el tiempo de las


aventuras maravillosas, y también, como aquí se apunta, el
tiempo en que el amor era, de verdad, poderoso y auténtico.
El mundo de la novela caballeresca es también el del amor
cortés. La fine amor, ese «juego sutil», inventado en la Occitania
por los trovadores, es recogido por los novelistas para dar pasión
y colorido sentimental a su mundo cortesano. Y no sólo es el amor
como juego y retórica cortesana, sino también el amor fatal, el ter-
rible amor compulsivo y desbocado, que puede oponerse a las más
fuertes barreras de la sociedad, esa pasión fogosa y que la razón
no puede sujetar, lo que aparecerá en las novelas. Antes de Chré-
tien una leyenda céltica trágica se difunde, a través de los conteor
bretones y de la versión de Bréri (hoy perdida, a las que siguieron
las de Béroul y Thomas), por la Francia cortesana: es la de Tristán
e Isolda, magnífica historia de amor y muerte, que obsesionará a
muchos largamente. Más tarde esa historia será atraída hacia el
mundo artúrico y también Tristán se integrará en la compañía de
los caballeros de la Tabla Redonda. En principio es otra más entre
las leyendas célticas que los bardos bretones difunden y traducen
al francés. Y sucede en esos tiempos lejanos y en una atmósfera
misteriosa y poética como la que envuelve a los «cuentos de aven-
[69]
tura» de la «materia de Bretaña» .
Chrétien de Troyes. El primer novelista de Francia

El escritor que de un modo inolvidable y airoso introduce los tem-


as artúricos en la tradición de la novela europea es Chrétien de
[70]
Troyes, «el padre de la novela francesa» (G. Cohen) . La signific-
ación de la obra literaria de este primer gran novelista de Occi-
dente y su impronta en la transmisión de la materia bretona bien
merece que nos detengamos en el comentario de su personalidad.
En sus novelas, escritas en octosílabos pareados, con un estilo
«desenvuelto, nítido, directo y sutil», Chrétien recoge motivos y
figuras de vario origen y las integra en sus relatos hábiles y eleg-
antes, haciendo confluir el encanto de los misteriosos «cuentos de
aventura» con las enseñanzas refinadas de los trovadores del
amor cortés. «Es sin duda el poeta más grande del medievo occi-
[71]
dental anterior a Dante» (A. Viscardi) , que sabe expresar con
agudeza y sensibilidad los anhelos y aspiraciones de su época y
traducirlos en un conjunto de brillantes imágenes, luminosas
figuras de un universo romántico y cortesano, en ese momento de
un temprano humanismo que algunos estudiosos modernos cali-
[72]
fican como «el Renacimiento del siglo XII» .
Buen conocedor de Ovidio, que tradujo parcialmente, adi-
estrado en la poética trovadoresca, lector del Roman de Eneas, es
[73]
el maestro de un lenguaje y de una sensibilidad sutil . Compuso
una novela sobre el tema de Tristán e Isolda, relato que,
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desgraciadamente no hemos conservado. Nos habría gustado


saber cómo trató esa historia de amores trágicos y de una fatalid-
ad hostil a las normas civilizadas de la cortesía, cuya vigencia ex-
puso en sus otros relatos. El conflicto amoroso de Tristán le obse-
sionó y aludió a él en múltiples ocasiones, rechazando siempre su
desarrollo fatídico.
Porque, en contraste con la pasión arrolladora y destructiva
que domina el destino de Tristán y de Isolda, en las novelas de
Chrétien se expresa una visión optimista de la existencia en el
marco del mundo cortés, civilizado y fabuloso. Existen conflictos y
pasiones, pero el amor y el arrojo heroico consiguen conciliarse en
un final feliz, y los amantes pueden albergar su dicha en el reino
idealizado de sus anhelos. El ideario caballeresco se combina con
una concepción humanista de la vida noble, que halla en la «aven-
tura» la senda hacia la perfección caballeresca. La aventura es la
prueba aceptada por el caballero, la forma esencial de la vida
heroica, el salto hacia una felicidad superior; en ella se define la
grandeza del caballero, como guerrero y como hombre, porque
esa grandeza es no sólo física sino ante todo anímica, ya que el
paladín acepta de grado los riesgos de la empresa temeraria,
siguiendo las pautas de la caballería, y por ello se hace acreedor al
premio y consigue un reino o la mano de la bella princesa como
botín. Ese «vivir peligrosamente», que podría ser el lema de los
caballeros andantes que protagonizan tantos lances novelescos, va
rodeado de una aureola de gloria. Por las frondas oscuras y los
valles encantados, por extraños castillos y contra monstruos tem-
erosos avanzan los héroes que son, por destino y elección person-
al, los representantes de las fuerzas del Bien contra las asechanzas
del Mal, representadas por felones, gigantes desalmados, brujas y
encantos maléficos diversos.
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La forma más desarrollada de la aventura es la «queste», la


búsqueda de un objeto mágico, como el Grial, o la persecución de
un ser desaparecido, como la emprendida por Lanzarote en pos de
la reina Ginebra. La queste, «búsqueda» (o «demanda», en la
vieja expresión castellana) que se transforma en peregrinación,
permite el enlace concatenado de encuentros peligrosos, cada vez
más terribles, que recargan de «suspense», en la larga y dura car-
rera de obstáculos, el caminar del héroe. Dos de las novelas de
Chrétien se estructuran en torno al esquema de la «búsqueda»,
muy productivo en la larga serie de los libros de caballerías pos-
teriores. Son El Caballero de la Carreta y El cuento del Grial, cuy-
os protagonistas, Lanzarote y Perceval, encarnan los personajes
más influyentes de los creados, o al menos configurados espiritu-
almente, de modo perdurable por Chrétien.
Sus continuadores e imitadores prodigarán los episodios, re-
petirán las escenas hasta la pesadumbre, multiplicarán los en-
cuentros, las maravillas y aventuras, más o menos similares. En
algún caso el relato se recargará con un simbolismo religioso más
acentuado (en el ciclo dedicado al tema del Santo Grial), y se
cubrirá de mayor tragicidad o de melancolía (como en La muerte
de Arturo). En muchos casos serán añadidos prosaicos los que
aumenten el caudal narrativo de los textos, escritos ya en prosa,
muy significativamente, a diferencia de estás primeras novelas
versificadas, pioneras de la literatura caballeresca cortés, de una
frescura poética y un encanto estilístico inigualable. Son composi-
ciones para ser recitadas en el círculo de la corte, escuchadas
antes que leídas. El octosílabo resulta un metro ágil, en el que
tanto la narración como el diálogo son fluidos y nunca pesados, al
menos en manos de Chrétien, a pesar de la aparente cadencia
monótona de los pareados. El verso ayuda a la memoria del recit-
ador, y explica también ciertos efectos del estilo, que las
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traducciones en prosa dan descoloridos. El poeta trata de obtener


siempre la atención de sus auditores, mediante la vivacidad de la
narración, la rapidez en los coloquios, y algunas notas sorpren-
dentes y coloristas bien distribuidas, junto con algunos rodeos y
lentitud a ratos. La poesía de Chrétien está tanto en la forma
como en el contenido de sus «cuentos de aventura». Rescatados
de la narración oral de juglares y bardos bretones, de esos conteor
que los novelistas corteses tratan con un cierto distanciamiento,
los relatos de tema artúrico cobran un nuevo sentido y una nueva
composición mejor estructurada y pulida. Ese sen y esa bele con-
jointure son lo que el novelista impone sobre la materia fabulosa
narrada.
De Chrétien poseemos cinco relatos novelescos de tema
[74]
bretón : Erec y Enide, Cligés, Yvain, El caballero de la carreta y
El cuento del Grial. Los dos últimos suelen ser designados por el
nombre de sus famosos protagonistas: Lanzarote y Perceval. Por
alguna referencia a sus protectores o a algún dato concreto de sus
circunstancias podemos fechar aproximadamente estas obras:
Erec, la primera, pudo componerse entre 1165 y 1170, Cligés entre
1170 y 1176, Yvain y El caballero de la carreta, en los que trabajó al
tiempo, entre 1177 y 1181, Perceval entre 1181 y 1191. Esta cronolo-
gía coincide, a grandes líneas, con una cierta evolución espiritual
del novelista. Pero puede decirse que ya Erec y Enide es una obra
de plenitud del novelista, que en su juventud había romanceado
varios textos ovidianos (los Remedia Amoris y el Ars Amandi, y
un par de episodios de las Metamorfosis) y escrito otro texto nov-
elesco Guillermo de Inglaterra (que hemos conservado). Las
primeras novelas están escritas en la corte de los condes de
Champaña, es decir, de Enrique I, el Liberal (un adjetivo muy
cortés, aludiendo a su generosidad), y su esposa María, hija de la
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magnífica Leonor de Aquitania, que fuera reina de Francia y luego


de Inglaterra. A la muerte del conde, cuando su esposa, la bril-
lante María de Champaña, que supo presidir «cortes de amor»,
para quien el capellán Andreas compuso su Ars honeste amandi, y
que sugirió a Chrétien el tema central de El caballero de la car-
reta, se sintió impulsada a un retiro devoto, él entró al servicio de
otro gran señor feudal: Felipe de Alsacia, conde de Flandes, para
quien escribió El cuento del Grial con una dedicatoria especial-
mente elogiosa. Fue su última novela, que no llegó a concluir
porque le interrumpió la llegada de la muerte.
Poco más sabemos de Chrétien: Como de tantos otros es-
critores medievales no tenemos otras noticias de su vida que las
que él mismo dejó deslizarse en su obra. Viviría en Troyes o en
Provins, en la atmósfera elegante de la corte de Champaña, y
luego en la de Flandes. Probablemente viajó a Nantes (en la boda
del Duque de Bretaña en 1158, y pudo allí observar algunos de-
talles que luego introdujo en la descripción de la espléndida cere-
monia de bodas de Erec y Enide en su novela), y es muy posible
que cruzara alguna vez el canal de la Mancha y visitara el sur de
Inglaterra, admirando el castillo de Windsor (que describe en su
Cligés).
Es fácil imaginarnos al novelista escuchando muy atento los
relatos que los arpistas y troveros bretones traían a la corte de
Champaña, donde no faltarían los ecos de los trovadores, sobre
los que la protección de la condesa María era ya una tradición fa-
miliar. Allí admiró la elegancia de las damas, sus atuendos vis-
tosos y sus graciosos ademanes. Los personajes femeninos de sus
novelas: la altiva Ginebra, la fiel y dócil Enide, la orgullosa
Soredamor, la traviesa Fenicia, la ingeniosa Lunete, la cauta
Laudine, la graciosa Blancaflor, tuvieron tal vez en damas y dami-
selas de aquel ambiente refinado sus prototipos. En todo caso
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Chrétien pensaba en este público cuando componía, con una


cierta ironía y un toque ligero de humor, sus escenas más del-
icadas también resulta fácil imaginarse al escritor de oídos aten-
tos y ojos agudos que «se encuentra con la abigarrada
muchedumbre de los mercaderes de las célebres ferias de Cham-
paña, adonde acuden los de Flandes, con ricas vestiduras, los de
Artois, especialmente los de Arras, cargados con los panni artegi-
ani que les compran los mercaderes llegados de Oriente, cargados
con especias, tejidos de seda pintada y armaduras damasquin-
adas. De ellos toma los modelos de elegancia que le brinda a la ju-
ventud dorada, en aquellas descripciones que, para ésta, hacen las
veces de revista de modas. Confundido con los mercaderes, ve de
cerca a los juglares que, desde luego, le han de enseñar mucho
más que aquellos, aunque él ya no cante «gestas», pero aún
pueden suministrarle modelos de «combates singulares»
(duelos); a no ser que prefiera tomarlos en la realidad de los bril-
lantes torneos, en los que los caballeros armados se enfrentan en
la liza, lanzas apuntadas desde la barrera, mientras en lo alto de
los palcos, engalanados con follajes y tapices, las damas de el-
evada alcurnia y sus azafatas, cual Ginebra y sus doncellas, con-
templan las hazañas que les están dedicadas, como lo atestiguan
los distintivos, bandas, mangas, tejidos que prestaron para servir
de colores y estandartes. El juego de la guerra y el amor hace las
[75]
veces de las luchas épicas y la cruzada de Oriente» .
Estas líneas de G. Cohen subrayan lo que hemos venido apunt-
ando. Chrétien de Troyes es el poeta de este mundo refinado y se-
lecto, al que proporciona una imagen ideal en la que contem-
plarse, de acuerdo con una ideología utópica. Al margen de este
mundo cortés están los villanos del campo y los burgueses de las
ciudades, que apenas asoman por el escenario de las novelas, y
74/353

cuando lo hacen resultan caricaturizados como seres deformes y


mezquinos, que dejan una nota turbia en ese ámbito de la proeza
y el galanteo. Lo que sí hay en las novelas son caballeros felones y
tremendos encantamientos, pero los derrota indefectiblemente la
decidida actitud del protagonista, y su arrojo ejemplar y redentor.
Sólo una vez aparece un terrible cuadro realista en el que el
novelista pinta la miseria de las trabajadoras de la seda, la incipi-
ente industria que había de dar fama a Troyes. Es un cuadro muy
interesante, que suele ser citado por cuantos estudian a Chrétien.
Es la última empresa de Yvain, que lleva el nombre de «la pésima
aventura». El héroe llega a un castillo donde se encuentran reteni-
das prisioneras trescientas doncellas, que el rey de la Isla de las
Doncellas ha entregado como rehenes al malvado señor del
castillo. Yvain se queda impresionado ante la miseria de estas
obreras a jornal, explotadas cruelmente.
Con hilo de oro y seda trabajaban, cada una lo mejor que
sabía, pero en tal pobreza estaban, que en sus codos y sus pechos,
sus ropas estaban en hilachas, y mugrientas en la espalda las
camisas.
Flacos los cuellos y los rostros pálidos tenían por el hambre y
la enfermedad.
Él las ve y lo ven ellas, y bajan la frente y lloran todas… ante el
caballero, protector de los débiles y redentor de cautivos, se alza
el lamento de las doncellas, estas trescientas obreras explotadas
en este fantástico castillo, que es el trasunto de uno de los telares
de la época.
Siempre ropas de seda tejeremos, y no por eso mejor
vestiremos.
Siempre andaremos pobres y desnudas, siempre tendremos
hambre y sed.
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Jamás conseguiremos tal ganancia que nos permita tener qué


comer.
Tan sólo pan tenemos de continuo, poco por la mañana y por
la noche menos, pues de la labor de nuestras manos no tendrá
cada una para su vivir más que cuatro dineros de la libra.
Y con eso no tenemos bastante para obtener carne y vestidos.
Pues quien gana a la semana veinte sueldos no sale de
pobreza.
Y así sabed todos vosotros qué no hay ninguna de aquí que
más sueldos logre reunir.
Con esto sería rico un duque y nosotras estamos en la miseria.
Pero se enriquece de nuestros salarios aquel para quien
trabajamos.
De la noche gran parte pasamos en vela, y todo el día seguimos
trabajando.
Nos amenazan con apalearnos nuestro cuerpo en cuanto re-
posamos, de modo que ni a descansar nos atrevemos.
Incluido en el marco del relato fantástico, este lamento,
[76]
«primer canto de queja de los obreros en la literatura europea» ,
suena como una nota extraña. El novelista lo sitúa, como ya diji-
mos, en un territorio fabuloso, al que sólo el caballero errante ac-
cede y en el que logra, como de costumbre, salir victorioso, redi-
miendo a las prisioneras. Pero esta excepción, por la que irrumpe
en el mundo encantado del relato un fragmento de la sórdida real-
idad de una de las primeras industrias textiles, con su explotación
de los más débiles, es una muestra más de la inteligencia y la
agudeza de observación de Chrétien.
Convendría señalar también su habilidad como psicólogo,
tanto en la descripción de actitudes como en la soltura de los colo-
quios, diálogos de amores o de encuentros misteriosos. También
76/353

hay monólogos o actos de reflexión, que en ocasiones presenta


como el conflicto dramático entre dos abstracciones morales,
como Piedad frente a Generosidad (en El caballero de la carreta,
vs. 2850 y ss.) o Amor frente a Razón (id., vs. 364 y ss.), o Amor
contra Odio (en Yvain, vs. 6005 y ss.). Desde luego que Chrétien
ha aprendido mucho en sus lecturas y versiones de Ovidio, y que
aprovechó las enseñanzas del Roman de Eneas; pero deja muy at-
rás a estos textos en cuanto a finura psicológica. Una mezcla de
ingenuidad y de habilidad no exenta de humorismo da vida a las
figuras de sus personajes, a sus variadas figuras de mujer, y a los
caracteres más personalmente definidos de sus héroes: Yvain,
Lanzarote, y Perceval. Frente a figuras que son casi típicas de los
relatos caballerescos, como el ceremonioso Arturo, el torpe Cay, o
el elegante, apuesto y a veces un tanto frívolo Galván, estos héroes
tienen un carácter propio. Por ello viven sus aventuras como un
drama, y las peripecias de la narración tienen también un eco an-
ímico. Los tres presentan una personalidad honda y bien definida.
(La tradición novelesca posterior desarrollará la psicología de
Lanzarote y Perceval, pero lo esencial de sus figuras está ya, ma-
gistralmente esbozado, en las novelas de Chrétien).
En el esquema básico de las novelas de Chrétien, lo que él
llama «la conjointure», encontramos algunos trazos genéricos que
[77]
pueden advertirse en la trama de los cinco relatos . La novela
suele comenzar por la evocación de la corte del rey Arturo en una
fiesta solemne y suele concluir con el regreso victorioso del prot-
agonista a la corte, donde se celebra con otra fiesta su triunfo.
(Sólo en Perceval o el Cuento del Grial tenemos un comienzo no-
toriamente distinto; aquí la corte no aparece hasta el verso 833, y
esta novela quedó inconclusa (aunque bien podemos suponer que
si la pronta presencia de la muerte no hubiera impedido al
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novelista acabar el relato, éste habría tenido el acostumbrado fi-


nal feliz). La trama de los relatos es episódica, es decir, que están
formados mediante la suma de varias aventuras enlazadas en una
serie de creciente intensidad emotiva. En todas ellas se puede not-
ar una pausa intermedia de la acción —que corresponde a un
primer triunfo del héroe, y que a veces se acompaña por un
primer regreso de éste, con su botín, a la corte—, seguida de una
segunda marcha hacia el ámbito misterioso de la aventura definit-
iva, en la que el protagonista revalida su condición ejemplar. En
las novelas de queste (El caballero de la carreta y El cuento del
Grial) a la peregrinación del protagonista en busca de su objetivo
precioso y lejano se contrapone la marcha emprendida por otro
paladín de la Mesa Redonda. Es Galván, el sobrino leal y caballero
de fáciles amoríos, quien se lanza en una ruta paralela a la de Lan-
zarote y de Perceval, a una desaforada persecución del objeto má-
gico o de la reina raptada. Pero el premio y la victoria final está re-
servado al elegido, al héroe que pone en juego todo su ser en esa
queste. Sólo Lanzarote puede rescatar a Ginebra, sólo Perceval
(en el relato de Chrétien) puede resolver el enigma del misterioso
Grial. Los episodios menores de las novelas tienen rasgos típicos y
tópicos, pertenecen al repertorio convencional de las narraciones
caballerescas. Castillos con princesas que esperan y acogen a los
caballeros andantes con exquisita cortesía y seductora belleza.
Florestas en las que aguardan desafíos sorprendentes: alguna
doncella que reclama los auxilios del héroe, algún taimado y
oscuro caballero que niega el paso. Enanos maléficos, encantami-
entos, piadosos eremitas, hospitalarios vavasores, torneos, todas
estas criaturas forman parte del escenario coloreado y fabuloso
por donde discurre el itinerario impreciso del héroe, que en prin-
cipio va sin un rumbo previo en pos de la aventura.
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Es un esquema narrativo que tiene algo en común con el es-


quema de los cuentos de hadas, con un fondo de folktale reinteg-
rado en un tipo superior de literatura. Sin duda ese desarrollo y
ese repertorio satisfacen las expectativas del público al que se
presentan tales novelas. El «horizonte de expectación» del
[78]
público —en el sentido que da al término H.R. Jauss — acoge es-
tos textos que, a un nivel superior, con mayor complejidad, repro-
ducen el esquema que los «cuentos de aventura» ofrecen a un niv-
el más simple. J. Frappier ha dicho que «en cierto sentido Chré-
tien fue el Ovidio de una mitología céltica en desintegración», y
esa es una comparación muy acertada en cuanto se refiere al
fondo temático, a los elementos fabulosos, a los motivos menores
de la narración, extraídos de viejos relatos orales del fantástico
repertorio mítico de antiguo abolengo, y a la configuración nueva
y un tanto irónica y profana que el novelista imprime a esos viejos
motivos míticos. Antes de Chrétien están, por otra parte, las nov-
elas de tema grecorromano, las de la «materia de Roma», es decir
el Roman de Thebes, el Eneas, el Roman de Troie, y el Roman de
Alexandre. Y está también toda la teoría y la poesía trovadoresca
sobre el «amor cortés». Chrétien recrea y sintetiza en los cauces
amplios del género novelesco, asimila y reinterpreta con amplia
libertad y con un estilo mucho más sutil y flexible. No es la origin-
alidad en el contenido fantástico lo que caracteriza a nuestro nov-
elista. Es la reinterpretación de ese repertorio mítico al servicio de
una sensibilidad personal y una ideología cortés, pero no falta de
un cierto humanismo y un fino sentido de la psicología romántica,
lo que caracteriza al primer novelista de Francia.
Por eso, si se analiza la obra de Chrétien desde la perspectiva
de la materia narrativa, buscando simplemente las fuentes tradi-
cionales, rastreando los temas y motivos, considerando su papel
79/353

como transmisor de unos mitos de origen céltico (ya traducidos al


francés por los conteor bretones) es fácil incurrir en un error de
apreciación. En su narrativa Chrétien expresa una manera per-
sonal de ver la vida —siempre, claro está, al gusto de sus pro-
tectores y mecenas— sirviéndose como medios expresivos de per-
[79]
sonajes y episodios fabulosos de extraño abolengo mítico . Es
mucho más que un buen narrador, es un poeta y un educador, un
civilizado observador y recreador de una época primorosa de la
cultura europea. Los novelistas posteriores, que compondrán en
prosa una summa novelesca artúrica mucho más amplia y más
completa, en un espíritu muy distante del de este primer nov-
elista, relegarán al olvido por siglos los textos del poeta cortesano
del siglo XII. Dante, que cita la novela de Lanzarote, se refiere a la
vasta obra en prosa, pero desconoce ya la obra de Chrétien. Tras
un brillo y una fama rápida, que difundió sus temas por toda
Europa, las novelas de Chrétien, las novelas en verso, fueron re-
legadas y suplantadas en el fervor de los lectores y auditores de
libros de caballerías por los relatos más modernos, complicados y
prosaicos de sus continuadores. En cierto modo esta nueva boga
significa una decadencia, desde el punto de vista de la poesía y la
frescura e ingenuidad. Se han repetido luego los esquemas y los
personajes, pero un tanto trivializados, más mecánicosy fríos,
porque la novela de caballería se presta a esta fabricación en serie,
olvidando las imágenes originales del poeta, los personajes de una
hondura y una vivacidad singular. Se han recargado los elementos
simbólicos y se han dejado perder muchos trazos poéticos que
sólo el verdadero artista sabe imponer a su obra. Las novelas de
Chrétien son contemporáneas de las últimas grandes creaciones
del arte románico y las primeras del gótico; las largas novelas en
prosa de la Vulgata artúrica se corresponden con las grandes
80/353

creaciones del gótico, de ese arte más abstracto, de los grandes


ventanales, de complicada lacería. Y las complicadas tramas de al-
gunas de esas novelas, con sus entrelacements, recuerdan las
complicadas nervaturas de algunas bóvedas góticas o el trazado
de algunos ventanales del gótico que se hace cada vez más florido.
Tal vez hoy muchos preferimos la sencillez y la claridad de unas
obras más ingenuas a las complicaciones posteriores, y también
por eso nuestra sensibilidad aprecia mejor el arte novelesco de
Chrétien de Troyes, en ese renacimiento singular de la segunda
[80]
mitad del siglo XII
Volveremos todavía más adelante sobre esta distancia espir-
itual entre las novelas en verso y las continuaciones en prosa.
Pero para comprender mejor la aportación de este autor quizás
conviene que resumamos el contenido y el desarrollo de alguna
novela. Por no alargarnos con la presentación y análisis de las
cinco (que hemos hecho en otro lugar), vamos a elegir la más anti-
gua, Erec, y la última, Perceval o el Cuento del Grial, como
muestras de su composición. Ya el Erec, como hemos señalado, es
una obra de madurez artística y no una obra primeriza. Tanto en
su capacidad narrativa como en su vigor poético presenta todos
los brillos de obras posteriores, y se presta a un análisis, como el
[81]
realizado magistralmente por R. R. Bezzola , de motivos y en-
samblaje de temas, válido para toda la obra de Chrétien.
Si Cligés, con su ambiente bizantino y el motivo de la «falsa
muerta» y su polémica antitristaniana, es una novela muy origin-
al; si El Caballero de la Carreta, con esa cabalgada ensimismada y
casi onírica de Lanzarote y el viaje al «País de donde nadie retor-
[82]
na», posee un atractivo indudable ; si Yvain o el Caballero del
León es el relato mejor construido y la obra maestra del novelista
desde la perspectiva de su arte narrativo, de su arquitectura y de
81/353

su psicología; Perceval es el texto más fascinante, el que ha dejado


más larga huella en la literatura posterior por su enigmática carga
de símbolos poéticos. De algún modo, esta novela inacabada —e
inacabada por un motivo muy diferente a lo inacabado de El
caballero de la Carreta, cuya conclusión Chrétien prefirió dejar en
manos de un colaborador: Geoffroi de Lagny— es el testamento
espiritual del novelista y del poeta. Hay una evolución lenta del
pensamiento de Chrétien, y desde el mundo brillante de Erec y
Enide hasta el mundo espiritual del Cuento del Grial hay import-
antes variaciones de matices y tonos.
La historia de Perceval es la historia de una educación senti-
mental y espiritual. El joven ingenuo que se eleva al mundo de la
caballería y que desde éste debe ascender a un plano superior de
humanidad para resolver el misterio del Santo Grial y devolver la
salud al Rey Pescador y la fertilidad al yermo país, a esa Terre
Gaste, que su ignorancia y su despreocupación condenaron, es un
tema de gran resonancia mítica. Este es, sin duda, uno de los
grandes mitos del Medievo, con múltiples ecos modernos. Como
el Tristán, inspirará a Wagner, a través de los continuadores ale-
manes que mucho antes lo reinterpretaron con honda poesía. El
joven ingenuo, criado en la soledad y en la pureza, conocerá al-
gunas variantes, tanto en su caracterización personal como en su
nombre. Finalmente, en el gran ciclo en prosa, Perceval será
sustituido por Galaad, paladín más puro para una queste más
mística. Pero también aquí podemos decir algo que ya
apuntábamos en general sobre los continuadores y los refun-
didores de estas novelas. Ni el Perceval de la Vulgata, ni Perles-
vaus, ni Parsifal, ni Galaad, poseen la gracia y el encanto de la
figura juvenil que aparece en la narración de Chrétien. Otros
héroes se mueven impulsados por el amor y el deseo de gloria per-
sonal; pero el impulso que lleva al joven e ingenuo Perceval a
82/353

convertirse en un caballero errante y, más tarde, en un desesper-


ado buscador del Grial, sufriendo en un camino de perfección es-
piritual, trasciende el mundo de la mundana cortesía.
Resumen de «Erec y Enide»[83]

En el día de la Pascua, en primavera, el rey Arruro ha reunido su


brillante corte en su palacio de Caradigan. Y allí decide el rey
emprender la cacería del ciervo blanco para reinstaurar una anti-
gua costumbre. Galván advierte que tal uso puede suscitar alguna
querella, ya que quien cace al ciervo tiene el privilegio de dar un
beso a la dama que elija como la más bella de la corte, y la elec-
ción podría herir alguna susceptibilidad. Con entusiasmo casi to-
dos los nobles, con Arturo al frente, salen con sus jaurías en pos
de la presa, mientras quedan atrás en un boscaje la reina Ginebra,
una de sus doncellas, y el joven caballero que las escolta, Erec.
En un claro del bosque se topan con un caballero armado, al
que acompañan una bella joven y un enano, portador de un látigo.
La reina envía a su doncella para que pregunte quiénes son y ésta
recibe dos brutales latigazos del enano. Erec avanza y recibe otro
latigazo en la cara. El caballero le amenaza de muerte si intenta
atacar al enano, y Erec, que no va provisto de su armadura, ha de
ceder y retirarse.
Pero obtiene permiso de la reina para emprender la persecu-
ción del descortés caballero y sus acompañantes, a fin de invest-
igar su identidad y vengar su afrenta, prometiendo volver en el
plazo de tres días. Mientras tanto la cacería cortesana ha finaliz-
ado felizmente, y el rey Arturo, que ha capturado al raro ciervo
blanco, va a dar su veredicto sobre cuál es la dama más bella de la
84/353

corte, a la que dará el beso. Ginebra le ruega que demore su de-


cisión tres días, hasta que Erec regrese, y el rey accede a la
petición.
Tras el caballero, la dama y el enano llega Erec a una ciudad en
fiestas. Allí es acogido hospitalariamente por un hidalgo de escasa
hacienda, pero de muy nobles maneras y viejo linaje.
En la casa del vavasor Erec es recibido por la bella hija de éste,
y el joven queda prendado de la hermosura y la gracia de la
muchacha. El padre de Enide le da noticias de su posición social,
venida a menos, pero que espera reponerse con el matrimonio de
la joven, confiado en que la casará con algún noble rico y poder-
oso. A la vez le informa acerca del misterioso personaje a quien
Erec persigue: es un caballero que acude todos los años al torneo
de la ciudad, cuyo premio es un halcón. Ya lo ha ganado en las úl-
timas ocasiones y nadie se atreve ya a disputarle el triunfo. Erec
reclama una armadura para enfrentarse a él, y el vavasor le ofrece
la suya propia. Erec se presenta como quien es, el hijo del rey Lac
de Bretaña, y su huésped, admirado y contento al conocer su regia
ascendencia, le ofrece la mano de su hija.
La joven ciñe las armas al caballero. Escenas del torneo, con
fieras acometidas de ambos contendientes. Erec vence y el ven-
cido, Ider, hijo de Nut, suplica por su vida. Obtiene gracia, con la
condición de que ha de acudir a la corte del rey Arturo, donde,
tras referir la victoria de Erec, quedará a merced de la reina
Ginebra hasta la vuelta del caballero.
Se presentan Erec y su prometida, Enide, en la corte. La
belleza y las amables cualidades de la joven convocan la ad-
miración de todos. La reina la protege, le regala un precioso
vestido y la introduce en la sociedad aristocrática. Es a Enide a
quien el rey Arturo da el beso ritual.
85/353

Boda de Erec y Enide (a quien se nombra aquí por primera vez


con su nombre propio) en una gran ceremonia que oficia el ar-
zobispo de Canterbury. Descripción de los festejos y torneos. En
este punto enumera Chrétien los nombres de algunos de los
famosos héroes que asisten a la fiesta.
Erec se retira con su esposa al magnífico castillo del rey Lac en
Carnant, donde llevará una vida principesca y señorial.
En las dulzuras de esta vida matrimonial plácida, junto a su
encantadora esposa, pasa Erec meses, olvidado del mundo exteri-
or, de los torneos y las hazañas del mester caballeresco. Y ya la
gente murmura sobre su apartamiento, censurando en sus hablil-
las ese apartamiento y renuncia. Enide, que ha oído las mur-
muraciones, se queja, en un insomnio nocturno, de que por su
culpa haya abandonado su noble esposo el mundo de la caballería.
Entre sueños, Erec acierta a oír la última frase de sus quejas:
¡«Qué desgracia hubiste!» («Com mar i fus!»). Ya desvelado, le
pide a su llorosa compañera una explicación de sus lamentos, y
ella le cuenta las acusaciones que se le hacen por haberlo alejado,
con su matrimonio, del servicio a la caballería.
Al punto ordena Erec a Enide que se vista sus mejores galas y,
mientras los criados le disponen dos caballos, se reviste de su ar-
madura. A toda prisa manda a Enide que le siga a caballo, sin diri-
girle la palabra por ningún motivo. Y sin más escolta, seguido sólo
por su silenciosa y fiel mujer, sale del castillo, sin rumbo fijo, «a la
aventura».
Primeros encuentros de la serie de aventuras: dos choques con
bandoleros (tres primero y cinco luego), que derrota el héroe, y
victoria sobre el conde Galoain, prendado de Enide, que le tiende
una traidora emboscada. Por tres veces la joven, amorosa y an-
gustiada, rompe el silencio, para advertirle, de los peligros inmin-
entes, y Erec le repite con duras palabras su prohibición.
86/353

Aparece un fiero adversario, Guivret el Pequeño, valeroso


caballero de escasa estatura, al que, tras una dura refriega, Erec
vence, y que, tras esta derrota, se convierte en su fiel amigo. De
nuevo llegan a la corte del rey Arturo, donde, a pesar de las insist-
entes peticiones de todos, Erec se niega a detenerse, prosiguiendo
su marcha en pos de nuevas aventuras.
Al acudir en socorro de una joven cuyo amante está asaltado
por dos tremendos gigantes, Erec los vence, pero queda mal-
herido y cae desmayado a los pies de Enide. El conde de Limors,
que pasa por aquel lugar con su escolta, recoge a la desconsolada
dama y al supuesto cadáver. En la sala de su castillo, el conde con
apasionamiento y ferocidad golpea a Enide, que se resiste a ceder
a sus deseos. Entonces se recobra Erec, incorporándose con gran
susto de la concurrencia. Y de un mandoble hiende la cabeza del
conde y, con su mujer, huye del castillo, aprovechando la con-
fusión y revuelo general.
Mientras cabalgan huyendo bajo la luz de la luna, Erec abraza
y conforta con dulces palabras a su esposa, cuya fidelidad ha
quedado patente en la serie de encuentros anteriores. Es una her-
mosa escena romántica.
De nuevo se encuentran con un caballero que combate a Erec y
que, estando él desfallecido por sus heridas, lo derriba del caballo.
Enide suplica por su vida. Entonces el vencedor reconoce a ambos
y se da a conocer. Es Guivret, que se duele de la confusión. Los re-
coge y alberga en su castillo, hasta que Erec se repone de sus heri-
das. En la convalecencia se afirma el amor de los esposos. Al cabo
de dos semanas, escoltados por Guivret, se encaminan hacia la
corte de Arturo, reunida entonces en Carduel.
De camino pasan ante una villa admirable, muy bien forti-
ficada. Guivret les informa sobre ésta, la isla de Brandigan, y les
cuenta que su entrada está sujeta a un terrible riesgo de muerte.
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La misteriosa aventura que allí aguarda recibe el nombre amable


de «la Alegría de la Corte» (La Joie de la Cour). Seducido por el
misterio y el nombre, Erec exclama que nadie podrá impedirle
que vaya a la búsqueda de esa «alegría».
Así que entra en la ciudad, donde las gentes los miran con
rostro y gestos de congoja, pensando en los muchos caballeros
que perdieron la vida en la misma aventura. El rey de la misma,
Evrain, los recibe en su castillo hospitalariamente, y de nuevo los
previene de los riesgos terribles de la aventura. Erec insiste en
afrontarla y el rey le acompaña entonces hasta la entrada a un
magnífico jardín, en cuyo interior aguarda la aventura. Erec se
despide de su mujer y sus compañeros y penetra en el misterioso
reducto.
Aquí le sorprende una espantosa visión. Hay numerosas picas
enhiestas, como una valla, en cuya punta está clavada la cabeza de
un caballero con su yelmo. Una de las picas está vacía, en espera
del próximo visitante audaz del secreto vergel. Más allá atisba
Erec a una bella doncella solitaria. Al acercarse a ésta, aparece un
amenazador caballero que lanza su reto a nuestro héroe. Es un gi-
gantesco guerrero de armadura roja. Se entabla un feroz duelo, y
es Erec el vencedor. El derrotado suplica gracia, y el vencedor se
la concede a condición de que le cuente su historia y renuncie a su
actitud belicosa.
El caballero vencido se denomina Mabonagrain, sobrino del
buen rey Evrain, y explica que defiende la soledad del jardín a
petición de su amada, dando la muerte a los intrusos, tras duro
combate. Sobre Mabonagrain pesa un encantamiento: está pri-
sionero en el jardín hasta que alguien le venza y haga sonar un
maravilloso cuerno, cuyo son anuncia que el encantamiento se ha
quebrado y de así inicio a la «alegría de la corte», de ahí el
nombre de la aventura. Erec hace sonar el famoso cuerno. Los que
88/353

aguardan fuera y todo el pueblo acuden regocijados a vitorear al


liberador. La dama del jardín, que tan celosa de su soledad y tan
altiva se mostraba, resulta ser prima de Enide, y también ella se
une a la alegría general.
En el apogeo de su gloria caballeresca llegan Erec y Enide a la
corte del Rey Arturo. Ha muerto el anciano rey Lac, padre de
nuestro héroe, y Erec y Enide son coronados reyes por Arturo el
día de Navidad, en la catedral de Nantes en una fastuosa ceremo-
nia. El novelista describe algunos rasgos de la misma: el número
de invitados y los bordados del vestido dé Erec. Y con esta pompa
y alegría, evocadas con ágiles toques, concluye el relato.
Resumen de «Perceval o el Cuento del Grial»

La novela se abre con un amplio prólogo, de casi cien versos, de


encomio fervoroso al conde de Flandes Felipe de Alsacia, el nuevo
mecenas de Chrétien, «que vale más que Alejandro» por sus vir-
tudes y su generosidad.
Luego comienza el relato, con un cuadro un tanto lírico: «Era
el tiempo en que los árboles florecen en el bosque y los prados
verdean, los pájaros cantan dulcemente en sus latines por la
mañana y toda criatura se inflama de alegría, cuando el hijo de la
Dama Viuda se levantó en la yerma Floresta Solitaria y sin pereza
ensilló su corcel, cogió tres venablos y salió así de la morada de su
madre». De modo tan brioso comienza la historia de Perceval, un
muchacho aún sin nombre, criado por su madre viuda en la
soledad del retiro selvático, apartado e ignorante de la vida
caballeresca. La Dama Viuda, que perdió en lances armados a su
marido y a sus otros hijos, pretende conservar así a salvo de los
riesgos de la caballería al único varón de la familia. Pero el
muchacho se echa al campo en esta hermosa mañana de
primavera en sus tierras galesas, en el bosque, descubre un es-
pectáculo para él insólito: cinco caballeros que cabalgan con todo
su arnés. La aparición de esos jinetes con sus armaduras le resulta
tan admirable que, con una ingenuidad característica, los toma
por ángeles celestes. Luego se acerca y les pregunta por su real
90/353

condición y sus armamentos. Aquí decide su vocación: quiere ser


armado caballero en la corte del rey Arturo.
Es grande el dolor de la madre cuando se entera de tal des-
cubrimiento y decisión. Ella le revela entonces la caballeresca
condición de su padre y sus hermanos, y le da algunos consejos
sobre la actitud del caballero: ha de socorrer a las doncellas,
cortejarlas con cortesía, y venerar los santuarios e iglesias. Llega
la inevitable despedida. El joven, vestido a la rústica usanza
galesa, armado de su venablo, se pone en camino. En la partida,
vuelve un momento la vista atrás y ve cómo su madre cae desmay-
ada de dolor a la entrada del puente levadizo. Pero el joven no de-
tiene el trote de su cabalgadura, sino que prosigue su marcha, y
esa noche pernocta ya en el bosque tenebroso.
Por la mañana el muchacho descubre en un bello prado una
espléndida tienda de campaña, rodeada de unas improvisadas
chozas, y hacia ella encamina sus pasos. En tal lugar se encuentra
sola y dormida una hermosa damisela, que sus doncellas han de-
jado en la cama, bajo colcha de seda, mientras iban a recoger al-
gunas flores matutinas. Recordando los consejos de su madre e
interpretándolos muy torpemente el joven despierta a la doncella
de la tienda, la besa por la fuerza, le arrebata su anillo precioso, y,
tras consumir el rico almuerzo preparado en la tienda, se despide
de ella. Cuando poco después llega el caballero amigo de la her-
mosa y se entera de lo sucedido, se enfurece con ella, lleno de
desconfianza en su conducta. Y la conmina a seguirle, sin que ni
ella ni su montura reciban comida ni trato alguno, sin que la joven
pueda cambiar sus vestidos, hasta que él haya tomado cumplida
venganza de tal afrenta, cortándole la cabeza al intruso
desconocido.
Entre tanto el muchacho llega en su cabalgar hasta Carduel, en
donde se halla el rey Arturo, apesadumbrado por la ausencia de
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muchos de sus caballeros y porque el Caballero Rojo viene a dis-


putarle aquellas tierras. El Caballero Rojo sale de la corte después
de lanzar su desafío, tras de haber arrebatado al rey Arturo la
copa misma en la que el rey bebía. El muchacho, que penetra a
caballo hasta la misma sala donde se encuentra apesadumbrado y
pensativo el buen rey, le pide que le arme caballero y le dé una ar-
madura como la del Caballero Rojo que ha encontrado a su paso.
Cay, el senescal, le contesta, en son de burla, que le conceden esa
misma armadura, con tal de que vaya él mismo a por ella. Una
doncella del séquito cortesano alaba a Perceval como a quien será
el mejor caballero de la tierra, y es abofeteada por el violento
senescal.
El muchacho sale en busca del Caballero Rojo, lo encuentra y
lo derriba pronto, asaetándole el venablo en un ojo en mortal
herida. Luego lo despoja de la armadura que él se reviste y parte
hacia desconocido rumbo. Más allá en la costa del mar solicita al-
bergue en un castillo. Lo acoge hospitalariamente el señor del
mismo, Gornemant de Goort, quien le da las primeras lecciones
sobre las armas y los usos de la caballería, y le calza luego las es-
puelas de caballero. Luego se despide el joven inquieto de este
vavasor hospitalario, quien le da un consejo que ha de tener im-
portancia en su futuro destino: le recomienda no hablar demasi-
ado ni fuera de ocasión.
Alcanza después el castillo de Belrepeire, plaza fuerte, donde
los pobladores, a pesar de su evidente miseria, le acogen con am-
abilidad. La doncella que es señora del castillo le trata con una ex-
traordinaria cortesía. Con su radiante belleza y su dulce trato, esta
doncella es una figura seductora. Por la noche acude llorosa al
aposento del muchacho para referirle su angustiosa situación. Sus
tierras se ven asoladas por el feroz Anguinguerón, senescal de Cla-
madeu de las Islas, y el castillo, escaso de provisiones, está a
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punto de rendirse a sus opresores. El muchacho la consuela y la


invita, ingenuamente, a compartir su lecho esa noche.
Al día siguiente sale el joven caballero, con su armadura ber-
meja, a retar a duelo a Anguinguerón, al que derrota y envía a la
corte del rey Arturo, para que proclame allí su victoria y se declare
prisionero del rey, de acuerdo con lo enseñado por Gornemant.
Continúa el asedio Clamadeu, que también es vencido por el
muchacho y sometido a la misma pena que su senescal. En la
fiesta de Pentecostés se presentan ambos ante la corte. La don-
cella abofeteada por el senescal Cay ve realizarse lo que profetizó,
y también ahora los vencidos anuncian que el torpe senescal
recibirá un justo pago de su ultraje. Mientras tanto, el muchacho
se despide de la gentil doncella del castillo de Belrepeire, su
amada Blancaflor, prometiéndole volver, para ir a visitar a su
madre.
Después de cabalgar todo el día por tierras desiertas llega a
una roca a cuyos pies fluye un amplio río. En éste, desde su barca,
un misterioso pescador le informa que es imposible vadear el río
por allí, y le invita a albergarse en su castillo, en la misma orilla.
El muchacho descubre el hermoso castillo apenas traspone la co-
lina. Allí es recibido muy hospitalariamente. En la sala vasta junto
al hogar le saluda el noble señor de la mansión, postrado en un
lecho de enfermo. El anfitrión ofrece al joven una magnífica es-
pada, que acaba de entregarle un mensajero como presente de su
sobrina, «la rubia doncella», con el encargo de que la reciba al-
guien que sea digno de portarla.
En medio de un estupendo banquete presencia el muchacho
un enigmático cortejo: primero avanza un paje que lleva una lanza
radiante de luz, desde cuya punta se desliza hasta la empuñadura
una gota de sangre; tras de él viene una doncella que transporta
en sus manos el Grial, resplandeciente, tanto que su brillo ofusca
93/353

el resplandor de las antorchas de la comitiva. Tras ella otro paje


porta una bandeja de plata. Maravillado queda el joven ante tan
extraña procesión, pero al punto recuerda el consejo de Gorne-
mant de no hablar demasiado y fuera de ocasión y, temeroso de
mostrar su talante rústico, guarda silencio, sin preguntar el signi-
ficado de tal cortejo, que desfila repetidamente ante sus ojos dur-
ante la cena.
Luego se retira el señor del castillo a reposar, llevado en su lit-
era de enfermo o tullido por sus lacayos, y también se retira a des-
cansar el joven a un rico aposento. Y al despertar por la mañana
se encuentra sorprendido en el castillo desierto. No hay nadie en
las estancias vacías ni en el patio, donde está ensillado su caballo.
Apenas ha cruzado el puente levadizo, cuando éste se alza, y nadie
responde a sus llamadas en los muros, ni nadie se deja ver.
Al internarse en un bosque se encuentra con una doncella,
que, sentada al pie de un árbol, solloza junto al cuerpo exánime de
un caballero decapitado. La doncella le pregunta de dónde viene.
Responde el muchacho que pasó la noche en el misterioso
castillo. Ella le dice que su anfitrión ha sido el ilustre Rey Pes-
cador quien, herido de un lanzazo en las piernas, no puede cabal-
gar ni caminar. Y le pregunta de nuevo si vio la procesión del Grial
y si inquirió su sentido. Al responder el muchacho que sí presen-
ció el cortejo, pero que no preguntó nada, la doncella le pregunta
su nombre. «Y él, que no sabía su nombre, lo adivina y dice que se
llama Perceval el Galés». A esto contesta la doncella que más bien
debe llamarse ahora «Perceval el Desdichado», porque ha perdido
la oportunidad de hacer un gran bien con su pregunta, que habría
devuelto la salud al Rey Pescador y causado otros grandes benefi-
cios. Le informa además de que su madre ha muerto de la pena
que le causó su abandono. Y que ella está informada de esto
porque es prima hermana de Perceval.
94/353

La doncella no quiere separarse del cuerpo muerto que tiene


en sus brazos. Perceval promete castigar al matador de tal
caballero, si logra alcanzarlo. La doncella le da aún otra informa-
ción, sobre el herrero que forjó la misteriosa espada que le
regalaron en el castillo, que es el único que podrá repararla si se
quiebra.
Tras la entrevista con su prima, se va Perceval tras las huellas
del agresor del decapitado caballero. Entonces se encuentra con
un espectáculo sorprendente: sobre un escuálido caballo va cabal-
gando llorosa una doncella vestida de andrajos. La doncella re-
sponde a sus preguntas que su amigo, el Orgulloso de la Landa, la
ha condenado a tan triste condición, y quiere retar y aniquilar a
cualquier caballero que se le acerque. Se muestra entonces dicho
caballero quien expone a Perceval que eso es en castigo de lo suce-
dido una mañana, cuando ella se dejó besar y arrebatar su anillo,
mientras reposaba sola en su tienda de campaña, por un descono-
cido. Perceval confiesa que él mismo fue aquel intruso y que todo
sucedió contra la voluntad de la joven, por lo que resulta muy in-
justo el castigo. Los dos caballeros traban combate, que concluye
con la derrota del Orgulloso. Perceval le exige hacer las paces con
su amiga y acudir luego a la corte del rey Arturo con ella, para
contar allí que fue vencido por el caballero al que el rey concedió
la armadura del Caballero Rojo, y que ha de volver a la corte a
castigar a Cay por haber abofeteado a la doncella que anunció su
valía. Así lo promete y lo cumple el caballero y su amiga, que ante
el rey y la corte, reunida en Caerleon, relatan el suceso. Arturo,
admirado por las hazañas del joven caballero, decide salir a su en-
cuentro con la corte, y se encamina en su busca.
Aquella noche había nevado y cuando Perceval salió de
mañana el campo estaba blanco. Una oca herida por un halcón
había dejado tres gotas de sangre sobre la nieve. Perceval, al
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contemplar el rojo de la sangre sobre la albura de la nieve, re-


cuerda el color de su amada Blancaflor y queda absorto en la con-
templación de las gotas de sangre sobre la nieve durante largo
trecho.
Unos escuderos del campamento cercano del rey le comunican
a uno de los caballeros, Sagremor el Desmedido, tal hecho, y éste
va en busca de Perceval. El muchacho, abstraído en sus pensami-
entos, no responde a las preguntas del caballero y Sagremor le
ataca, irritado, con la lanza en ristre. El joven resiste la embestida
y lo derriba, volviendo a sumirse en su estática contemplación.
Al ver que regresa el derrotado, los demás caballeros de la
corte se enteran del suceso. Esta vez es Cay quien se lanza a la
busca del desconocido caballero meditador. El senescal, con su
habitual rudeza, ataca al joven y es desarzonado por Perceval, cay-
endo sobre una roca que le disloca la clavícula y le astilla el brazo
derecho. Arturo se lamenta de la desventura de su senescal, y
Galván se ofrece a ir a por el desconocido. Se dirige a él con toda
cortesía y logra sacarle de su éxtasis y reconducirlo ante la corte,
fiado en su amistad. Perceval se alegra al enterarse que Cay ha
recibido el trato merecido. Con gran agasajo es mantenido en la
corte durante tres días.
Al tercero se presenta allí sobre una mula una doncella de es-
pantosa fealdad, quien, después de saludar al rey y a la corte, pro-
clama las desdichas producidas por el silencio de Perceval, que
omitió las preguntas que habrían podido sanar al Rey Pescador y
haber devuelto la fertilidad a sus tierras ahora estériles, instaur-
ando la paz y la justicia. Anuncia tal doncella futuras aventuras,
como la del Monte Doloroso y el socorro de una doncella asediada
en su castillo. Unos caballeros, como Girflet y Galván, se disponen
a partir para tales empresas, mientras Perceval jura que ha de re-
correr el mundo sin descanso, combatiendo por la justicia, hasta
96/353

reencontrar el castillo del Grial y remediar las heridas del Rey


Pescador. Son unos cincuenta los caballeros que se levantan y
salen de la corte en pos de las aventuras y maravillas anunciadas.
Entonces se presenta allá un caballero, denominado
Guinganbresil, que reta a Galván públicamente, como traidor
asesino de su señor, y Galván, asombrado de tal acusación, recoge
el desafío. El duelo se celebrará en la corte del rey Escalavón. Ha-
cia allí se encamina Galván y da comienzo así la serie de sus
aventuras.
Las dos primeras son la defensa de la Doncella de las Mangas
Cortas en un torneo, episodio galante y cortés, y la llegada a Esca-
lavón, donde la hermana del rey lo recibe amablemente. Pero
mientras flirtea con la princesa un cortesano lo reconoce como el
matador del monarca y da la alerta al pueblo. El gentío intenta
asaltar la torre donde está Galván, quien se defiende de los vil-
lanos arrojándoles piezas de un tablero de ajedrez. Guinganbresil
y el nuevo rey llegan a tiempo de evitar que las gentes del pueblo
derriben la torre. El rey propone una dilación de un año para el
duelo, con la condición que durante este tiempo Galván se ded-
ique a la búsqueda de la lanza que gotea sangre, y él accede a tal
empeño.
La narración vuelve a ocuparse de Perceval, que anduvo en
crueles y duras aventuras, olvidado de Dios durante cinco años. Y
es un Viernes Santo cuando se encuentra con unos caballeros y
unas damas que en hábito penitencial, acuden a visitar un santo
eremita. Siguiendo sus indicaciones va también nuestro héroe a la
ermita del venerable ermitaño, y allí se arrepiente de su largo des-
varío, del abandono largo de sus deberes religiosos, y se confiesa y
oye misa. El ermitaño le explica la causa de su desgracia. No
haber preguntado por la razón de que sangre la lanza y a quién se
servía con el Grial estuvo motivado por el pecado del mismo
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Perceval, que con su abandono causó la muerte de su propia


madre. El ermitaño se revela hermano de la madre de Perceval, es
decir, tío de nuestro héroe. También es hermano del padre del
Rey Pescador, que es a quien se servía en la cámara del castillo
con el Grial. En el Grial, dice, se lleva una hostia santa, único ali-
mento del viejo padre del Rey Pescador. Tras haber logrado esta
revelación parcial de su enigma, Perceval se separa confortado de
su tío, para proseguir en su búsqueda, tras tomar la comunión.
De nuevo aventuras de Galván. Encuentro con una doncella
muy altanera y hermosa, la Orgullosa de Logres, que le incita a
peligrosas hazañas. Un caballero, al que él ayuda, le roba el
caballo. Luego lo recupera. Llega ante un río, más allá del cual se
vislumbra un magnífico castillo. Un barquero de talante amistoso
le transporta y le alberga, informándole de que en tal fortaleza hay
reinas ya ancianas y muchas jóvenes doncellas, que, acompañadas
de muchos escuderos, aguardan la llegada de un noble caballero
que las proteja. Galván se presenta en el castillo, en el que soporta
la prueba del Lecho de la Maravilla, un riquísimo lecho sobre el
que aguardan riesgos mágicos al valiente que se acueste en él.
Galván los vence, esquivando y parando los flechazos repentinos
que llueven sobre la cama, y combatiendo a un temible león. Las
reinas del castillo, dos ancianas y una joven, le acogen con gran
regocijo. Pero le advierten luego de que es imposible abandonar el
castillo, una vez que se ha entrado en él.
Sorprendentemente Galván obtiene el permiso para hacerlo.
Salta con su caballo el temible Vado Peligroso, y conoce a Guiro-
melant, joven caballero que le informa de que la más anciana de
las reinas es la madre del rey Arturo, otra es la propia madre de
Galván, y la más joven es hija de ésta, y por lo tanto, hermana
suya.
98/353

Guiromelant confiesa estar enamorado de ella y odiar a Galván


por encima de todo. Entonces él le revela su identidad y ambos
conciertan un duelo en presencia de toda la corte del rey Arturo.
Galván retorna al castillo y desde allí, sin revelar a nadie quién
es, envía un mensajero al rey Arturo para que acuda al lugar. El
mensajero llega a la corte del rey, que se halla precisamente muy
afligido por la ausencia de su sobrino predilecto, el propio Galván,
flor de sus caballeros… así queda inacabada la narración de Chré-
tien, incentivo de varios continuadores, deseosos de dar con-
clusión a tan intrigante relato. Perceval por un lado y Galván por
otro quedaban en camino hacia el castillo del Santo Grial. Al pare-
cer iban por caminos bastante diversos. Y mientras Galván queda,
con dos desafíos pendientes, apresado por el hechizo en el Castillo
de las Mujeres, que tiene un tono misterioso de Castillo de las Ha-
das y de las Madres, un Castillo de Otro Mundo, Perceval prosigue
un camino de perfección, en el que ya ha dado algunos import-
antes pasos, reconociendo sus pecados, recogiendo algunas lec-
ciones en su educación caballeresca y cristiana, purificado ya de
su orgulloso impulso inicial y de su desmemoriado y harto literal
sometimiento a unos consejos mal entendidos, avanzado en la
senda de la caridad y de la gracia, más allá de la desesperación,
dispuesto ya para hacer las preguntas justas si de nuevo topa con
el milagro.
La búsqueda de la aventura y el destino del
caballero

Hay, al comienzo del Yvain, una estupenda escena en la que Calo-


[84]
grenant, que marchó en busca de aventuras , refiere su encuen-
tro con un gigante que pastoreaba una manada de toros salvajes.
El diálogo que el caballero de la corte artúrica y el formidable
jayán, de una espantosa fealdad, traban en un paraje solitario res-
ulta aleccionador acerca de la mutua condición de uno y otro, y
está presentado con una sorprendente sencillez. Le pregunta el
caballero al enorme monstruo qué tipo de criatura o cosa es él, y
el gigante le contesta con muy simple frase: «Yo soy un hombre».
Con su extraordinaria estatura y ruda conformación, peludo y
bestial, este antropoide que guarda los toros indómitos es casi un
símbolo de la figura del villano que se dibuja o perfila en los rela-
tos caballerescos como una caricatura de lo humano: un ser de
apariencia tosca y casi salvaje, aislado y amenazador a primera
vista, de una sobrecogedora fealdad corporal. Frente a esa
muestra de lo humano a un nivel elemental, que eternamente
cumple una ruda tarea, como pastor de un fiero rebaño, se recorta
la figura del caballero, civilizado en sus maneras y en su atavío,
bien pertrechado con su reluciente arnés frente al gigante
revestido de pieles y armado de una enorme y primitiva maza de
madera, como expresión de un contraste singular.
100/353

El tremendo gigante, que ya se ha presentado como «un


hombre», inquiere, a su vez, quién es el caballero, y Calogrenant
le define su condición personal:
«Yo soy, como ves, un caballero, que busca sin poder hallar.
Larga fue mi búsqueda y nada encontré».
«¿Y qué querrías tú encontrar?».
«Aventuras, para poner a prueba mi valor y mi arrojo. Así que
te ruego y te pido y suplico que, si tú la sabes, me indiques alguna
aventura o algún prodigio».
El gigante confiesa que no sabe qué es «aventura»…
Je sois, ce voiz, uns chevaliers, que quier ce, que trover ne
puis; assez al quis et rien ne truis.
Et que voldroies tu trover?
Aventures por esprover ma proesce et mon hardemant.
Or te prie et quier et demant, se tu sez, que tu me consoille ou
d'avanture ou de mervoille.
A ce, Jet il, Jaudras tu bien.
D'avanture ne sai je ríen, n'onques n'an oí parler… (Yvain, vs.
358-369)
La búsqueda de las aventuras es la tarea esencial del caballero.
«Para probar su valer y su coraje» va por un mundo extraño en
pos de prodigios o maravillas (d'avanture ou de mervoille) en una
queste sin rumbo fijo, el caballero errante. Esta misión pintoresca
del caballero está aureolada de prestigio novelesco en cuanto ex-
presión de una forma noble de vivir, en proa siempre a lo
desconocido por un fantástico escenario de ilimitados horizontes.
El ideal del caballero andante, en busca de aventuras, encuentra
en este período de «la segunda época feudal», sobre todo entre
1160 y 1190, en el que Francia conoce una relativa época de paz, y
en el que compone su obra Chrétien, una elaboración perdurable.
La pequeña nobleza, que no tiene una función nacional que
101/353

cumplir, que se encuentra empobrecida y condenada a una exist-


encia errante para buscar medios de subsistencia, privada de tier-
ras, amenazada por el decurso histórico y económico, distanciada
de la alta nobleza, encuentra en esta idealización de la existencia
del guerrero aislado y heroico una legitimación moral de sus as-
piraciones como clase social. Los grandes señores feudales estim-
ulan estas aspiraciones que de alguna manera refuerzan el senti-
miento de una comunidad de anhelos e ideales que sólo se
mantiene en este marco de la literatura y de una ética idealista. La
caballería sublima sus aspiraciones y se define ante todo como
una clase de derecho más que de hecho, queriendo constituirse
como una «orden», un ordo, de inspiración divina, frente a los
clérigos y a los villanos, y sobre todo ante esos burgueses que, con
sus ganancias y su trabajo, adquieren cada vez un poder mayor en
la economía y en la política.
El reino de Arturo es, oportunamente, una construcción
fabulosa y conservadora de los antiguos usos y costumbres, es de-
cir, un mundo ajeno a todas esas amenazas que entenebrecen el
porvenir histórico de los caballeros en el mundo real. En ese ám-
bito misterioso encuentran los caballeros errantes la posibilidad
de mostrar su valer. Tiene todavía un lugar para la proeza y la
gloria del caballero andante, gracias a las aventuras y maravillas
que aguardan al paladín. Pero en la realidad histórica de la
Europa contemporánea, cuando ya incluso la gran empresa de la
Cruzada se siente como una vasta desilusión y un fracaso, no
queda espacio para tales hechos de armas; o, al menos, no hay un
lugar significativo. Es la nostalgia lo que insufla espiritualidad y
fantasía en el espíritu cortés. El caballero que sale al ancho
mundo a buscar aventuras es un héroe ocioso, sin una función
histórica precisa, es un héroe que va en busca de un destino de
gloria que el contexto histórico le escatima. Por eso su punto de
102/353

partida y su lugar de regreso es la corte de Arturo, que representa


el centro bullicioso donde tales triunfos son sancionados medi-
ante la exaltación y la publicación de las proezas. Más allá de esa
corte brillante se extiende un mundo que es extraño, impenet-
rable, ajeno, sometido a raras costumbres y dominado por sortile-
gios y maleficios peregrinos, una especie de «antimundo demon-
izado» en el que el caballero va a combatir y reparar entuertos y
felonías. Los caballeros son así «la sal de la tierra» en un universo
que se ha vuelto desordenado, irrecuperable, hechizado, de-
moníaco y abstruso. En sus aventuras el paladín caballeresco ob-
tiene el triunfo, a veces como un verdadero redentor, pero esas
victorias obtenidas en campo extraño no reparan la ruptura entre
ambos ámbitos, una ruptura que refleja la escisión entre el indi-
viduo heroico, solitario buscador del prodigio y la gloria, y un
mundo radicalmente extraño y conflictivo, donde no imperan las
normas feudales idealizadas en el código caballeresco. El ideal de
la cruzada contra el Mal se ha interiorizado y no puede ser asum-
ido por una colectividad, sino tan sólo a través de individuos
ejemplares que asumen el esfuerzo de toda una clase social por re-
cuperar un sentido del vivir heroico que se les está negando. Tam-
bién la corte necesita de los caballeros para sentirse justificada;
por eso acoge con alborozo sus nuevas, los aguarda expectante, y
premia con el aplauso y la fiesta sus hazañas. Por eso Arturo
aguarda en la Fiesta de Pentecostés o en otros días festivos la no-
ticia de una nueva hazaña o el relato de un nuevo prodigio, y sale
en su búsqueda si éste no llega a tiempo, y se angustia en la tard-
anza de los caballeros, e incluso pone a la corte en camino para
reencontrar a alguno de los famosos paladines que se fueron. La
aventura tiene, pues, un lado individual; la queste es una senda de
perfeccionamiento y purificación de un personaje elegido, pero
tiene también una significación para la colectividad cortesana que
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se ve justificada en ese triunfo del caballero sobre el mundo exter-


ior. «El hecho de armas del individuo excepcional no aparece sol-
amente como un hecho de armas caballeresco que decide el com-
bate, sino como un favor que el destino le ha reservado. El
hombre no está ya ligado al destino solamente en tanto que
miembro de una colectividad, sino en tanto que individuo cuyo
destino decidirá la suerte de la comunidad», como señala muy bi-
[85]
en E. Kohler . Dios protege al caballero, porque es un paladín
del Bien contra el Mal. El pensamiento dualista medieval también
se refleja aquí, en el mundo novelesco. Ahí está una de las diferen-
cias esenciales entre el caballero errante y el guerrero de la épica.
El sentido individual de la aventura como tentativa de recuperar
el sentido de una misión aristocrática se realiza en ese mundo az-
aroso y mágico y feérico.
Para la configuración de ese ámbito maravilloso y extraño
donde acaecen los encuentros del caballero con sus aventuras
Chrétien ha encontrado en la materia de Bretaña y en los «cuen-
tos de aventura» los temas y motivos más oportunos. Con los tem-
as de una mitología céltica en descomposición y los esquemas del
cuento fantástico ha edificado la trama, la bele conjointure, de sus
novelas. Para la decoración de ese orbe fabuloso las leyendas de
origen céltico ofrecían grandes ventajas sobre los temas del
mundo antiguo, mucha más libertad de acción y una fantasía de
colorido más abigarrado que esa «materia de Roma la Grande»,
que otros novelistas anteriores o contemporáneos, como los
autores de la llamada «tríada clásica», romancearon en este al-
borear de la novela. También el Roman d'Eneas es un relato de
amor y aventura, y su protagonista un espejo de caballeros. Pero
el rey Arturo era mejor monarca —para la ficción romántica— que
el griego Alejandro. Resultaba más propio al universo novelesco y
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misterioso en el que se mueven y combaten los paladines de la


Tabla Redonda. Los relatos de Chrétien necesitan de una atmós-
fera mágica, como la de los cuentos maravillosos. Por ello aquí en-
cajan admirablemente los temas tópicos de los «cuentos de aven-
tura» de abolengo mítico céltico: «la búsqueda de talismanes
maravillosos, la visita al Castillo del Otro Mundo, las pruebas,
iniciaciones y consagración de la soberanía (a menudo tras cump-
lir una venganza), la conquista de la prometida, y la boda, con ay-
[86]
uda de algunos objetos mágicos», como señala J. Marx . En
torno a la antigua mesa de los festines se plantean los retos y allí
se cuentan las fabulosas gestas de los héroes.
Los Imrama o relatos de viajes extraordinarios, los Aitheda o
raptos (seguidos de rescates y venganzas), los Geisa o encantami-
entos, las expediciones de cacería tremenda o en busca de mági-
cos talismanes, y otros motivos episódicos (como el castillo de las
doncellas, la espada hincada en la piedra, la fuente misteriosa de
las tormentas y los desafíos, etc.), son elementos y trazos bien
conocidos de ese repertorio mítico celta que se nos presenta en los
antiguos relatos irlandeses y reaparece en los cuentos galeses y
bretones.
El mundo de los cuentos provee al libro de caballerías de su at-
mósfera mágica, pero además le facilita la conciliación entre el in-
dividuo y el mundo en su final feliz. El caballero errante es un
héroe de cuento fantástico, no un personaje de leyenda. El «happy
end», que no puede faltar en estos relatos, significa el triunfo del
protagonista sobre esa escisión entre el individuo y el mundo ex-
terior. A través de sus aventuras el héroe corrige el desorden y re-
instaura la paz turbada por los elementos disturbadores que pulu-
lan por ese universo feérico, diabólico, encantado. Sin embargo, el
protagonista es algo más que un héroe de cuento popular, y tiene
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también un carácter individual y siente la inadecuación entre su


persona, que debe perfeccionarse y expresarse en el mundo de la
aventura, y esa extraña contingencia externa. Es, en alguna me-
dida, el héroe problemático de la novela, según la famosa defini-
ción de Lukacs; pero que, a diferencia del protagonista de la nov-
ela moderna, logra conciliar su identidad con ese trasfondo del
mundo de los prodigios. Lanzarote, Yvain, Perceval son ya figuras
más complejas que el héroe de los «cuentos de aventura». El «fi-
nal feliz» que les aguarda no es la conclusión de la historia per-
sonal de estos caracteres, sino que es sólo un momento de felicid-
ad en un largo camino de evolución personal. Los tres guardan,
más allá de esa convencional solución a su historia, un fondo trá-
gico y un destino singular, que no se agota en su actuación al ser-
vicio de la corte caballeresca. Que Chrétien dejara inconclusas El
caballero de la carreta y la historia de Perceval logra así, al mar-
gen de su posible continuación anecdótica en otras manos, una
singular resonancia. A diferencia del héroe de los cuentos el prot-
agonista del relato novelesco posee un nombre propio; pero a vec-
es no se nombra al protagonista sino cuando ya ha demostrado su
valer, tras un largo espacio donde el relato le nombra vagamente.
Esto sucede con Lanzarote y con Perceval. Hay en ellos una
silueta genérica del héroe (el joven caballero invencible), pero hay
también una personalidad única que reclama su nombre único.
Junto a los prestigios de la aventura y los encuentros con lo
[87]
maravilloso hay otra fuerza que impulsa al caballero: el amor .
El amor, ese «hermoso invento del siglo XII», que los trovadores
habían cantado con sutiles matices, en el que habían encontrado
una de las fuentes de la civilización y de la cortesía, que habían
idealizado como anhelo hacia un mundo superior, como sentido
de'la vida, es un tema novelesco sobre el que Chrétien y sus
106/353

continuadores reiteran con variaclones de matiz. La educación


sentimental del héroe acompaña a su perfeccionamiento a través
de los riesgos de su carrera aventurera. Desde Erec a Perceval
junto a las figuras de los personajes masculinos se van perfilando
una serie de figuras femeninas que son, a menudo, tan interes-
antes como la de los mismos héroes. Enide, Soredamor, Fenice,
Claudine, Ginebra, Blancaflor, son personajes inolvidables de es-
tas románticas tramas. Sin duda hay que pensar en la influencia
de un público femenino y en la protección de grandes damas
como la Condesa María para explicarse la importancia concedida
a estas figuras y a los sentimientos amorosos en la novela
caballeresca. Ya en el Eneas, y en la conflictiva leyenda de Tristán,
el amor pasión era un elemento esencial del relato. El héroe cortés
es un refinado amante, y el mejor premio a sus proezas es la con-
quista de la dama anhelada.
Pero frente al amor propugnado por los trovadores, en el que
la tensión nunca satisfecha y el adulterio eran rasgos épicos,
frente al trágico destino de la pasión de Tristán e Isolda que sólo
halla su plenitud en la muerte común, Chrétien defiende una vis-
ión del amor como una fuerza armonizadora, que integra al héroe
en su sociedad, que le lleva a un mayor conocimiento de sí mismo
y del mundo de valores éticos, que a través del matrimonio y de la
cortesía lo eleva a una feliz plenitud en el marco de su espléndido
triunfo. Esta concepción optimista del amor como logro civiliz-
ador no deja de revelar, bajo su idealización cortés, una tensión
honda e inevitable. Unas veces el conflicto entre el amor y el servi-
cio heroico del caballero avanza sin tregua hasta la feliz con-
clusión. La historia amorosa de Erec y Enide parece ejemplar.
Como se ha dicho, «la tesis» de la novela es mostrar que el amor y
la proeza son compatibles y hasta coinciden en impulsar al héroe
hacia una perfección superior. El retiro del recién casado Erec no
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es definitivo, y esa «recreantise» censurada por los necios es un


impulso hacia una nueva etapa de aventuras en la que se pone a
prueba no sólo el talante del joven príncipe, sino también la fidel-
idad y el amor de la dulce Enide, hasta la conquista de «la alegría
de la corte», la Joie, máximo galardón de esta etapa novelesca.
También Cligés es una historia de amores coronados por el tri-
unfo —la historia de dos parejas de amantes fieles y arriesgados—,
que, en el conflicto de Cligés y Fenice, esposa de otro, intenta re-
batir una solución anticortés, como la de Tristán. En El Caballero
de la Carreta, cuya «materia» y «sentido» le ofreció la Condesa
María, encontramos un amor cortés de corte trovadoresco: la re-
ina como dama altiva domina e impera sobre su leal y sumiso ad-
orador, el intrépido Lanzarote. La trama concluye con la libera-
ción de la reina Ginebra, rescatada del país de donde nadie retor-
na por Lanzarote que, cual nuevo Orfeo, ha osado arrostrar el des-
honor de la carreta, el paso por el Puente de la Espada, y múl-
tiples combates. (Queda para otros el posible conflicto de los
amores adúlteros de Lanzarote y Ginebra, que luego desarrollará
la Vulgata). El amor de Yvain y Laudine se enfrenta a una ruptura
trágica, cuando el héroe, enfrascado en las aventuras, olvida el
cumplimiento del plazo concedido por la amada y ésta le envía un
mensaje de rechazo que le hará enloquecer de desesperación. (En
cierto modo es un conflicto contrario al de Erec. En oposición a la
recreantise por excesivo retiro junto a la amada, Yvain se ha de-
jado distraer en exceso en el torbellino de la proeza y la aventura).
Pero la heroica conducta del héroe merecerá el perdón de la altiva
amada, y también esta historia tendrá un final feliz, aunque más
arriesgado que el de Erec (en la medida que Laudine no es la
dulce Enide).
El amor no es ya en Perceval el centro de la vida sentimental o
espiritual del joven protagonista. El hermoso y poético encuentro
108/353

de Perceval y Blancaflor, con su mezcla de ingenuidad y audacia,


de ternura y de pasión, es uno de los más bellos episodios en la
carrera de la educación cortés y caballeresca del joven Perceval.
Pero esa liaison con Blancaflor es sólo una etapa en el camino de
perfección del héroe, que tiene una meta mucho más alta y lejana.
Tras el episodio del éxtasis ante las gotas de sangre en la nieve,
que expresa bien cuán profunda es la nostalgia de la amada y cuán
fino el amor del caballero, Perceval no se pone en camino hacia
Belrepeire, sino que prosigue su denodada búsqueda del Grial.
En versiones posteriores el buscador del Grial será un modelo
de castidad y de pureza, sin vínculos pasionales con el mundo. El
amor quedará rechazado. Ese será el motivo fundamental de la
aparición de un nuevo protagonista de la queste: el puro Galaad,
hijo del esforzado Lanzarote (a quien su amor pecaminoso le veda
el progresar en tan santa aventura) vendrá a sustituir a Perceval.
En Chrétien, sin embargo, la castidad no es una virtud funda-
mental de este héroe. Perceval se define mejor por la falta de vín-
[88]
culos que lo liguen a un lugar o a un ser determinado . Tras
abandonar a su madre, deja también de lado a Blancaflor (aunque
promete volver a su lado después), y va solo, sin descansar más de
una noche en cualquier lugar, desesperado durante cinco años,
arrepentido después, interiorizando cada vez más las enseñanzas
de la caballería y superando la mera obediencia formal de los pre-
ceptos, en un esfuerzo de purificación. Si la dureza del corazón ha
sido el pecado inicial del héroe —un pecado necesario para su
formación como tal héroe— que abandonó a su madre y prefirió el
silencio a la piedad ante la extraña escena en el castillo del Grial,
su ascética erranza en pos del Grial, en denonado empeño por re-
parar su falta, es una expresión de la caridad que inflama al joven
impetuoso y atrevido. Perceval progresa en el sendero de la
109/353

virtud, y se hace merecedor de la gracia y del triunfo en esta


queste hacia una aventura de un orden superior, culminación de
la empresa caballeresca.
La obra novelesca de Chrétien de Troyes culmina con la
creación de Perceval, el más enigmático y el más inquietante de
sus héroes. El novelista dice en su prólogo que el Conde de
Flandes le prestó un libro del que extrajo la trama de esta historia
—acaso fue un libro parecido a la Historia del Santo Grial de
Robert de Boron—, pero sea cual fuere ese misterioso texto y sea
cual fuere el origen del famoso mito, Chrétien ha aprovechado la
leyenda para la configuración de un nuevo tipo de héroe redentor.
El joven ingenuo, atrevido e ignorante, que, a pesar de sus errores
iniciales, se educa y triunfa en el mundo cortesano y que, gracias a
su pureza y noble carácter, obtiene un triunfo que está negado a
otros paladines más seguros de sí mismos, es una figura un tanto
épica del relato tradicional. Pero Perceval es mucho más que una
figura ejemplar. «Es un personaje novelesco trágico y desconcer-
tante. Mucho más alto y solemne que el puro y santo «questeur»
del Grial que en él han visto imitadores y continuadores. Y es el
personaje en el que no sólo ya, como se ha creído, se expresa y se
encarna un sentido místico nuevamente aparecido en el espíritu
del poeta, sino también un dramático sentido de la condición hu-
mana que trasciende la concepción caballeresca y cortés del
mundo y de la vida. Perfectamente conseguida (está) la imagen de
Perceval en su progreso de la infancia a la madurez, de los errores
de la infancia a los de la juventud, y, paso a paso, de la juventud a
una consciente y responsable madurez. Al sentido de la caridad
humana y del amor de Dios el espíritu de Perceval llega a través
de amores, errores, desilusiones, y arrepentimientos… La madre,
Gornemant y el ermitaño: he ahí las tres figuras que cuentan en la
vida de Perceval… sus protectores en las diversas edades de la
110/353

vida: cada uno de ellos le aporta el don de una gran experiencia de


dolores y de vida y de renuncia. ¿Y el amor de Blancaflor? Tam-
bién éste tiene su peso, y grande, en la vida de Perceval. Sin em-
bargo, captamos muy bien que, para Chrétien, el amor del
hombre por la mujer pertenece ya a una época, en cierto sentido,
pasada, y no está ya en el centro de su interés. Otro amor le revela
ahora su grandeza trágica, se le revela fundamental y esencial en
[89]
la vida del hombre…» . Como señala A. Viscardi (y muchos otros
estudiosos de esta novela), la empresa de Perceval significa la su-
peración del mundo del amor cortés y del ideal caballeresco, en
cuanto que la perfección de la cortesía y aún el amor son una
mera etapa en la formación espiritual del héroe, que se orienta
hacia una meta más elevada, que trasciende el repertorio ético de
los valores y virtudes corteses. Esto se aprecia aún más claro en el
contraste con Galván, quien en una erranza paralela atraviesa ese
mundo exterior de las aventuras y maravillas sin un progreso in-
terior, ya que el modélico cortesano que es Galván es por esencia
incapaz de tal evolución sentimental, porque es un caballero
ejemplar, en sus flirteos galantes y en sus proezas siempre deport-
[90]
ivas . Yvain y Lanzarote sí que tenían una hondura anímica y
una capacidad para el sufrimiento que los hace comparables a
Perceval; pero el destino de uno y de otro estaba regido todavía
por el amor a su dama. En El cuento del Grial se ha trascendido
ese ideal del amor cortés, y también el sentido de la aventura se
ha transformado. Ahora el elegido, el liberador y redentor de los
cautivos no lucha contra felones y gigantes, sino que se ha lanzado
en una peregrinación mucho más aventurada, en una aventura
que es la definitiva, y ha trasformado toda su vida en un destino
trágico. Tal vez el triunfo de Perceval signifique el fin del mundo
artúrico.
111/353

Como las demás novelas de Chrétien, también El cuento del


Grial está estructurado con una secuencia de dos partes. La di-
visoria entre ellas está en las escenas del éxtasis de Perceval ante
las gotas de sangre en la nieve (vs. 4163-4540) y la maldición de la
doncella de la mula ante la corte (vs. 4541-4714). La segunda
parte, donde Galván ocupa la mayoría de la narración, queda in-
acabada. Es probable que el novelista pensara en prolongar el fi-
nal mucho más de los 9.234 versos de nuestro texto, y acaso en
ese final volvería a aparecer la Corte de Arturo para sancionar con
una gran acogida festiva el triunfo del héroe, como en las demás
novelas.
Pero no es fácil pensar en un final del todo feliz y convencion-
al, una vez que Perceval hubiera encontrado la respuesta al en-
igma del Grial y una vez que Galván hubiera conquistado la lanza
sangrante. ¿Qué otras aventuras y maravillas quedarían después
de tal empresa? Acaso, como han supuesto algunos estudiosos y
como luego relatará La Búsqueda del Grial, eso significará el fatal
hundimiento del mundo caballeresco en una grandiosa catástrofe.
La corte de Arturo no es ya el lugar del retorno feliz para Perceval.
La segunda parte de la inacabada novela no insinúa un esplendor-
oso festejo de bodas y recompensas gloriosas…
«En las novelas sin ruptura que son Erec, Yvain y Perceval, la
primera parte refiere cada vez cómo el héroe sale del anonimato,
confirma su individualidad en la aventura que le está destinada,
sale de ella vencedor, y, ante la corte de Arturo reunida, ve re-
conocido su valor. Pero, por difícil que sea para la conciencia
nueva que ha adquirido, el individuo caballeresco no puede ex-
cluirse de la comunidad de su «estado» y debe ser reintegrado en
él conservando sus nuevas cualidades. Por eso la segunda parte de
las novelas citadas se abre con la falta de que es responsable el
héroe aislado y la maldición que le golpea y le conduce, a través de
112/353

una evolución interior y una serie de aventuras cada vez más pe-
ligrosas, hacia la reintegración cuya terminación hace de la novela
en dos partes una totalidad coherente. La bipartición resulta pues
necesariamente del contenido: la reintegración del individuo pre-
supone su aislamiento anterior y la descripción de ese aislami-
ento. Ahora bien, la unidad de la problemática incluida en este
proceso es el tema fundamental de la novela artúrica… En Percev-
al, sin embargo, la segunda parte no tiene ya por objetivo la rein-
tegración del individuo en la comunidad (que había aún tenido
éxito exteriormente en el Yvain); aquí el individuo está colocado
por encima de la comunidad, que él sobrepasa y libera. Así en la
novela del Grial la forma es la prueba de la situación desesperada
en la que se encontraba la antigua comunidad y de la imposibilid-
[91]
ad de superar la disyunción» .
El Cuento del Graal es la historia novelesca de una educación:
la del joven Perceval, que sale de su adolescencia ingenua y selvát-
ica para formarse en el mundo de la caballería. Es una novela
centrada sobre la evolución espiritual de su protagonista, el
primer Bildungsroman de la literatura europea. Pero la educación
caballeresca del joven se revela como una iniciación en un mundo
mucho más hondo que el de la cortesía. Perceval aprende por ex-
periencia que la obediencia formal de los consejos, mal tomados
al pie de la letra, es dañina; advierte que la piedad y el amor tien-
en un valor más profundo que las normas corteses; conoce, a
través de la conciencia de sus pecados, de su desesperación y su
arrepentimiento, que la verdadera aventura está más allá de sus
éxitos caballerescos, en un destino personal que trasciende el pla-
no de las hazañas y los amoríos (en los que se mantiene un
paladín cortés como Galván). Perceval no tiene ataduras firmes,
tras de abandonar a su madre, tras de aplazar la dicha junto a la
113/353

bella Blancaflor, tras recibir la bendición del ermitaño. Va den-


odadamente en busca del Grial en largo caminar errante. Perceval
ya no es el adolescente impetuoso, sino un joven que ha conocido
el triunfo y el fracaso, la amargura y el arrepentimiento (de unos
pecados cometidos más por ligereza que por malicia), y en ese
sentido se ha formado ya espiritualmente. La novela, aunque in-
acabada, nos da la imagen cumplida de su protagonista. Perceval,
salido de la Yerma Floresta Solitaria, ha pasado por la Corte del
rey Arturo, y va por un sendero áspero en denodada búsqueda de
la Aventura, de su aventura. Es un héroe de carácter que se em-
peña en encontrar su propio e inevitable destino. Ningún otro
héroe de Chrétien tiene ese aire ensimismado y esa arrogancia
melancólica, de no ser Lanzarote en su propia queste por amor.
Pero Perceval va más lejos, más allá del amor cortés, y no tiene
reposo.
Capítulo III

En busca del Grial


«El Grial es la manifestación novelesca de Dios. La búsqueda del
Grial, por tanto, no es, bajo el velo de la alegoría, más que la
búsqueda de Dios, más que el esfuerzo de los hombres de buena
voluntad hacia el conocimiento de Dios».
Albert Pauphilet

«La búsqueda del Grial, última de las aventuras, es la conden-


ación del espíritu aventurero».
Yves Bonnefoy
Los buscadores del Grial
[Perceval, Peredur, Perlesvaus, Galaad].

En El cuento del Grial se insinúa un nuevo horizonte de aventura;


con Perceval aparece un tipo de héroe que va más allá del
caballero cortés. La novela de Chrétien será, en cierto modo, víc-
tima del mito que ella misma suscita. Recargado de valores sim-
bólicos, el Grial aparece como una imagen fascinante, un señuelo
divino tras el cual se ha de empeñar lo mejor de la caballería
artúrica en una búsqueda que trasciende sus propias fuerzas,
porque es ante todo una empresa espiritual, una esforzada y as-
cética peregrinación hacia un símbolo religioso que trasciende
115/353

toda la gloria mundana. Misterioso y evanescente el Grial atrae


con su quimérico reclamo hacia un más allá enigmático. Sólo el
Elegido ha de lograr el premio que, esta vez, es dé naturaleza es-
piritual y mística. Para la caballería terrestre, con sus glorias
mundanas, esa búsqueda significa la propia destrucción, y hay un
halo fatal en torno a esa queste, que deja en sombra todas las
aventuras caballerescas anteriores. En ella van a fracasar los me-
jores paladines de la corte artúrica, Galván y Lanzarote, porque
no están preparados para tan alta y espiritual hazaña, por ser de-
masiado mundanos y pecadores. La grande y maravillosa aven-
tura requiere un nuevo tipo de héroe, que está más allá del mundo
cortés, que arriesga todo su ser y su virtud en el azaroso viaje
hacia el objeto mágico, un héroe como Perceval. E incluso éste va
a ser transformado o suplantado por un caballero más puro y más
elevado, el casto Galuad, el pío Perlesvaus, o el bravo Parsifal. «La
caballería terrestre» ha de ser desplazada por la «caballería
celeste» en esa santa empresa. El brillo de las glorias cortesanas,
el esplendor del reino artúrico, queda empañado por el aura má-
gica de esa peregrinación en pos del Grial. Tras la marcha de los
caballeros, tras el fracaso de la mayoría, tras ese reto de un poder
divino trascendente, la sociedad caballeresca queda exhausta, en
espera del crepúsculo.
La primera mención del Grial, para nosotros, es la del texto
[92]
novelesco de Chrétien . En El cuento del Grial, redactado, como
dijimos, hacia 1190, es donde se nos describe la primera aparición
del enigmático objeto. Perceval ve desfilar ante sus asombrados
ojos la procesión repentina en la que una doncella porta, entre sus
dos manos, el resplandeciente «graal» —que etimológicamente
viene del vocablo latino «gradalis», que designaba una especie de
plato ancho y poco hondo, una fuente especialmente apropiada
116/353

para servir a la mesa grandes pescados—, todo de oro recamado


de pedrería. Viene precedido de la lanza sangrante, no menos en-
igmática que el mismo «graal, y seguido de un «tailleor», o
bandeja de plata, propia para trocear las carnes en el banquete. El
mágico objeto pasa, y vuelve a pasar por segunda vez, ante la
mirada del silencioso Perceval, y un halo de luz envuelve en mági-
cos destellos el cortejo.
La escena tiene una indudable belleza plástica, a la que con-
tribuye el diáfano estilo narrativo de Chrétien. En la sala nocturna
del castillo del hospitalario Rey Pescador, a la luz de las; candelas,
se presenta la enigmática procesión: avanzan los pajes con cande-
labros, y el portador de la argéntea lanza, de cuya punta mana una
roja gota de sangre descendiendo hasta la empuñadura, y luego
viene la doncella con un «graal», un recipiente luminoso y mis-
térico, entre sus dos manos. Mientras el cortejo se desliza por la
vasta sala nos imaginamos el estupor del joven e ingenuo Percev-
al, sobrecogido y callado ante la maravillosa comitiva. El silencio
queda flotando en la extraña atmósfera que rodea toda la escena.
Ese silencio de Perceval, que en mala hora rememora el consejo
de Gornemanz y se atiene a una excesiva discreción, será su más
grave pecado, el motivo de su primer fracaso. Las definitivas pre-
guntas quedan sin formular («¿A quién sirve el grial? ¿Por qué
gotea sangre la lanza?»). El milagro ha pasado y el caballero ha
perdido su oportunidad de salvar al Rey Tullido y de devolver la
fertilidad a la Tierra Baldía. El héroe elegido no ha reaccionado a
tiempo, y esto le obligará a una tremenda penitencia.
Chrétien no insiste demasiado, por el momento, en la signific-
ación del episodio. Más tarde, a través de las palabras de su
prima, de la fea Doncella de la Mula, y de su tío el ermitaño, Per-
ceval —y nosotros—, conocerá más del significado de esa pro-
cesión. No es muy arriesgado conjeturar que al final del relato el
117/353

novelista tenía pensado contarnos cómo Perceval lograba reen-


contrar el castillo y hacer, esta tercera vez, las preguntas pertin-
entes, que rescatarían del infortunio al País Baldío y restaurarían
la salud del Rey Tullido, y aclararían el destino del Grial y el signi-
ficado de su aparición. Probablemente Perceval quedaría como
rey del maravilloso castillo o volvería a Belrepaire al lado de su
amada Blancaflor o combinaría ambos premios. Y Galván retorn-
aría de su feérico mundo y resolvería sus duelos pendientes y el
misterio de la lanza sangrante. Y quizás la traería consigo y esta
lanza sería motivo de nuevas luchas y de destrucción en el reino
de Arturo.
En fin, Chrétien no concluyó su relato, y nuestras conjeturas
tienen un valor muy relativo. Ese mismo inacabamiento de la
trama hace más sugestiva la misma historia del Grial y la persecu-
ción de sus misterios. Hay, en efecto, narraciones que nos fascin-
an por la perfección de su trama, por lo acabado de sus per-
sonajes, por su estructura novelesca bien cumplida, mientras que
otras nos atraen por la invitación a proseguir el relato esbozado y
por la atmósfera excitante de sus personajes y sus episodios, que
quedan un tanto truncos, sugiriendo que el camino y la andadura
no tienen un fin decidido y previsto de antemano, como si excedi-
eran, por su fuerza vital, a las intenciones del novelista. Entre las
novelas de Chrétien, Erec e Yvain pertenecen al primer tipo, El
caballero de la Carreta y, sobre todo, El cuento del Grial, al
segundo.
Pero, como ya hemos apuntado, el atractivo del mito desbordó
por completo el texto de Chrétien e hizo que pronto circularan
otros relatos y versiones acerca del Grial. A fines del siglo XII muy
pocos eran los que tenían alguna noticia del misterioso objeto má-
gico que vio en el Castillo del Rey Pescador el joven Perceval. A
118/353

mediados de la centuria siguiente la tradición novelesca sobre el


[93]
Grial había difundido su leyenda por toda la Europa occidental .
La trama incompleta de El cuento del Grial ofrecía una clara
tentación para aclaraciones e incorporaciones posteriores que no
tardaron en producirse: dos prólogos y cuatro continuaciones
ampliaron la interrumpida novela, añadiendo a sus 9.234 versos
cerca de sesenta mil más. Estos escritores, que en vano trataron
de emular el estilo y la invención del maestro de Troyes, compren-
dieron el misterioso atractivo y la fascinación de esa historia, de
[94]
sus símbolos y sus personajes centrales . Pero no lograron im-
poner una conclusión definitiva ni una versión cabal que mereci-
era el aplauso de todos. Con diversos estilos y con varia intención
se esforzaron por explicar los detalles, antecedentes y el final feliz
de la trama. Así el autor de la llamada Primera Continuación, en
torno al 1200, hizo de Galván el protagonista final de la Queste,
presentando al Grial como una vasija mágica capaz de surtir por sí
misma de alimento a una vasta asamblea (en la línea de otros cal-
deros mágicos célticos), e identificando la Lanza con la lanza de
Longino, que hirió el costado de Cristo agonizante en la cruz. Las
dos últimas continuaciones, más pedantes y de estilo más recar-
gado, se compusieron entre 1220 y 1230, cuando ya circulaban
otras versiones sobre el Grial y su historia que iban más allá del
texto de Chrétien. Le Roman de l'Estoire dou Graal o Joseph
d'Arimathie de Robert de Boron, el Perceval-Didot, el Perlesvaus,
la Queste del Saint Graal y la Estoire del Saint Graal (dos obras
del vasto Ciclo en prosa denominado la Vulgata), y el texto galés
de Peredur, y el Parzival de Wolfram de Eschenbach, recontaban
el mito con acentos propios.
Ya en el texto de Chrétien se nos ofrece una primera explica-
ción del significado y la función del Grial. Es el ermitaño, tío de
119/353

Perceval, quien después de haber recibido la confesión de éste, le


conforta, asegurando que su falta de caridad le impidió formular
las preguntas de rigor, porque el estado de gracia es necesario
para acceder a los espirituales misterios del Grial. Este sirve para
llevar al padre del Rey Pescador una santa hostia, que es el único
alimento del anciano. ¡Tan santo es el Grial y tan espiritual la vida
del recóndito y postrado personaje!

Et del riche Pescheor crol Qu'il est fix a icelui roi


Qu'en ce graal servir se fait.
Mais ne quidiez pos qu'il ait Lus ne lamproie ne
salmon;
D'une seule oiste le sert on,
Que l'en en ce graal li porte;
Sa vie sostient et conforte,
Tant sainte chose est li graals.
Et il, qui est espiritax Qu'a sa vie plus ne convient
Fors l'oiste qui el graal vient. (vs. 6.417-28)

«Y sobre el rico Pescador cree / que es el hijo de ese rey / al


que se da servicio con este grial. / Pero no penséis que porte lucio,
lamprea, ni salmón; / es una sola hostia lo que le sirven, / que en
ese grial se transporta; / y su vida sostiene y conforta, / ¡tan santa
cosa es el grial! / Y él es tan espiritual / que a su vida nada más le
conviene/ sino la hostia que en el grial viene».
Aquí se deja claro el valor religioso del Grial como recipiente
eucarístico (una función un tanto extraña, ya que no se trata de
un copón ni un vaso, sino de un plato ancho y que podría servir
para presentar algún «lucio, lamprea o salmón»).
Los diversos textos que tratarán de elucidar los orígenes y el
destino del prodigioso objeto insistirán en ese valor cristiano y
120/353

eucarístico del Grial, que en la versión más difundida del Ciclo en


prosa será identificado con el cáliz de la Ultima Cena. Al margen
de esta tradición queda sólo la novela galesa de Peredur y la
Primera Continuación del Perceval, de que ya hablamos.
[95]
Peredur es un relato galés, recogido en los Mabinogion . Se
escribió en el siglo XIII, después de la novela de Chrétien, de quien
depende en la estructura general y en la mayoría de sus episodios.
Peredur es Perceval, bajo otro nombre, el ingenuo muchacho
galés que sale de la floresta solitaria para alcanzar honor en el
mundo de la caballería. Entre la versión galesa y la francesa de la
novela hay algunas notorias diferencias: los episodios en que in-
terviene Galván (Gwalchmei en el texto galés) son mínimos, como
es mínimo el interés del autor galés por la vida caballeresca y
cortesana; hay episodios nuevos, en la parte central de la novela,
de origen céltico, como el de las brujas de Kaerloyw y la lucha
contra el monstruo feroz de un lago (el addanc) y la Serpiente
Negra, que como otros trazos nos llevan a un ambiente legendario
galés; y la ausencia de una verdadera búsqueda del Grial como un
objeto santo que requiere una ascesis moral y espiritual. En
Peredur lo que lleva el grial es la cabeza de un primo del héroe
que reclama venganza, y la lanza sangrante y el rey tullido entron-
can en la misma historia de una vendetta familiar que reclama la
intervención del héroe.
Aunque, como sucede con otros relatos del Mabinogion, como
en Gereint o en La dama de la fuente, el texto de Peredur ha sido
escrito algo después del de Chrétien y la influencia de éste parece
innegable —se suele aceptar una fecha algo posterior al 1200 para
esta redacción galesa—, hay sin embargo algunos trazos arcaicos
en el relato galés que han hecho suponer a algunos comentadores,
como R.S. Loomis y J. Marx, que éste pudiera estar más próximo
121/353

al prototipo céltico de la trama que la versión de Chrétien, quien


habría alterado la versión primitiva para ofrecer, un nuevo sen-
tido a un viejo «cuento de aventura», con nueva conjointure en un
contexto más caballeresco y cristianizado, infundiendo un nuevo
aspecto al misterioso plato y la sangrienta lanza, y confiriendo un
nuevo carácter al protagonista de la aventura, trocando la leyenda
de la venganza del crimen familiar por una búsqueda de sentido
más espiritual, y ahondando en la psicología del rústico joven
galés en camino de una educación caballeresca.
Para la transmisión posterior de la leyenda fue decisiva la obra
de Robert de Boron (probablemente un caballero borgoñón con
una vinculación familiar con Inglaterra) que noveló en su Roman
de l'Estoire dou Graal, también llamado Joseph d'Arimathie, los
orígenes del grial como el Santo Vaso de la Ultima Cena, el cáliz
que luego habría recogido algunas gotas de la preciosa sangre del
Crucificado y que por una peregrina transmisión habría llegado a
la Bretaña artúrica. Esa historia del Grial como reliquia eu-
carística recoge ciertos elementos de los evangelios apócrifos —del
llamado «Evangelio de Nicodemo» y de los «Hechos de Pilato»—,
y los amplía con añadidos de otras procedencias. Compuesta
hacia 1190, es decir, a muy poca distancia del texto de Chrétien,
esta historia, novelada en 3.514 versos, formaba la primera parte
de una compilación más amplia: Li livres dou Graal, una trilogía o
tetralogía, de cuyo segundo libro, el Merlín, tan sólo conservamos
una pequeña parte (502 versos en un manuscrito único y tardío
del siglo XIII). Es probable que al Merlín le siguiera un Perceval, y
acaso cerrara el ciclo un supuesto relato sobre La muerte del rey
Arturo.
No sabemos cuántos libros llegó a escribir Robert de Boron.
Pero sí que tenía ese proyecto de un ciclo novelesco sobre el Grial
—algo que llevaron a cabo con mejor fortuna y en prosa autores
122/353

posteriores—. Los libros del Grial aportan fundamentalmente dos


ideas: la cristianización del Grial, con insistencia en su valor eu-
carístico, y la construcción de un ciclo novelesco que conecta los
orígenes evangélicos de la reliquia con el fin de la caballería
artúrica. Esta nueva interpretación significa un claro desplazami-
ento del acento emotivo y del tono narrativo. El relato está car-
gado de un sentido religioso del que carece el texto de Chrétien en
cuanto que el Grial es ahora el centro de la narración, con claro
valor religioso, y con trasfondos alegóricos que el Ciclo en prosa
desarrollará.
Es difícil precisar la originalidad de R. de Boron. También él
nos remite a la autoridad de un libro venerable y misterioso, como
aquél que le prestó a Chrétien su patrón Felipe de Alsacia, el
Conde de Flandes. Otros textos volverán a reclamar el prestigio de
algún libro sobre el Grial que nosotros desconocemos por com-
pleto. Wolfram von Eschenbach se referirá repetidamente al texto
de Kyot el Provenzal, ensalzándolo por encima de la obra de Chré-
tien. Es probable que haya existido algún libro, acaso en latín,
donde se relataba ya esa historia del Grial, con sus orígenes
apostólicos. Para nosotros es, sin embargo, Robert de Boron el
primero que nos cuenta el largo peregrinar de la reliquia santa.
Su José de Arimatea cuenta cómo el cáliz que sirvió de copa en
la Ultima Cena fue entregado a José de Arimatea por Pilato, y
cómo José de Arimatea recogió en él las últimas gotas de la sangre
de Cristo en la cruz. Más tarde José es encarcelado, y recibe en el
calabozo la aparición de Cristo resucitado, que le aporta el santo
vaso y le anuncia que sólo tres personas serán dignos de tenerlo a
su cargo. José es, pues, el primero de los guardianes del Grial.
Mantenido milagrosamente en vida en su prisión, a pesar de no
recibir otro alimento que el que el cielo le depara, José es liberado
luego por el emperador Vespasiano, quien acude a Jerusalén para
123/353

vengar la muerte de Cristo, tras haber sido curado de su lepra por


influencia de la Verónica.
Con Enigeo, su hermana, y el marido de ésta, Bron (o
Hebrón), José instituye el culto del Grial, que se celebra en torno
a una mesa redonda, en memoria de la de la Ultima Cena. Sobre
esta segunda mesa redonda se adora el grial, colocado junto a un
pescado que aporta especialmente Bron, el Rico Pescador. El Grial
es fuente de alegría para los fieles, y de desdichas para los incré-
dulos y malvados. Sólo los limpios de pecado pueden sentarse en
los asientos en torno a la mesa, en el mismo número que los de la
Ultima Cena. Pero entre los trece asientos hay uno vacante (el de
Cristo o el de Judas). Un indigno personaje, Moisés, que intenta
ocuparlo es tragado por la tierra. Es el «asiento peligroso». De los
doce hijos de Bron es Alain, el más joven y casto, quien tendrá,
según está profetizado, un heredero que ha de convertirse en el
tercer guardián del Grial.
La familia de Bron decide partir hacia Occidente para esperar
allí la llegada de este tercer heredero del Santo Grial. Y así llegan
al valle de Avaron en el remoto confín occidental. («Avaron» es
una probable corrupción de Avalon, el Más allá de las leyendas
bretonas. El «valle de Avalon» será identificado enseguida, en
1191, con Glastonbury, y la abadía se beneficiará del prestigio de
[96]
todas esas leyendas) .
[97]
El segundo libro, Merlín , comienza, como el anterior, con
un breve prólogo teológico. Allí se exponía la caída del hombre
por el pecado original y la redención lograda por la sangre de
Cristo. Aquí se cuenta cómo los demonios planean una revancha
por medio de la actuación de un profeta semidiabólico, Merlín,
hijo de un íncubo y de una doncella. Sin embargo, la piedad de la
joven madre consigue neutralizar la influencia paterna en el niño,
124/353

que nace dotado de una asombrosa capacidad para prever el fu-


turo y adivinar el presente y el pasado ocultos. A los dos años de
edad el precoz Merlín dicta a su secretario Blaise toda la historia
del Grial y su propio origen. Más tarde el rey Uterpendragón, por
consejo de Merlín, establece una tercera Tabla Redonda, que ha
sido formada por el mago a imitación de la de José de Arimatea,
con sus trece asientos y uno vacío: el «asiento peligroso».
Luego se cuenta cómo Merlín ayuda al rey, enamorado de
Igerne, esposa del duque de Tintangel. Gracias a los encantamien-
tos de Merlín, Uter consigue penetrar en el castillo y en el lecho de
la duquesa bajo la apariencia física del duque. Esa noche es en-
gendrado Arturo, mientras el verdadero duque muere en una
pelea. Luego Uterpendragón desposa a la joven viuda, para que
Arturo sea un heredero legítimo del trono. Luego muere en luchas
contra los sajones. Y Merlín se encarga de la educación de Arturo,
confiado a la custodia de su tío Auctor, que lo cría en su castillo
junto a su propio hijo, Kay. Pese a la oposición de los nobles, Mer-
lín logra que el joven Arturo sea coronado rey de Bretaña, después
de haber demostrado su legitimidad como heredero de Uter, al ar-
rancar la espada hincada en una roca a las puertas de la iglesia de
Carduel, un prodigio acaecido a tal efecto.
Esta segunda novela (de la que ya dijimos que sólo conserva-
mos unos pocos versos y reconstruimos por otros textos) pretende
colmar la distancia entre los tiempos de José de Arimatea y los de
Arturo. Se percibe bien cómo ahora Robert de Boron utiliza
pasajes de Geoffrey de Monmouth y de Wace para proseguir su
historia.
De su tercera novela no conservamos nada, pero podemos ha-
cernos una idea de la trama por el Perceval-Didot, un texto en
prosa que se admite generalmente que imita y reelabora el mismo
tema. Aquí se cuenta cómo Perceval, hijo de Alain y nieto de Bron,
125/353

lleva a cabo las aventuras relacionadas con la custodia del Grial.


Perceval tendrá, como en El cuento del Grial, un primer fracaso
en su visita primera al castillo, pero tras hacer penitencia y con-
fesar su falta, logra ocupar «el asiento peligroso» de la Tabla Re-
donda, desencantar la Tierra Yerma, devolver la salud al Rey Tul-
lido, y acceder al Grial y sus misterios secretos.
A la muerte del Rey Pescador, tres días después del triunfo de
Perceval, Merlín anuncia el fin de la búsqueda del Grial y dicta a
su fiel secretario Blaise toda la historia. En el mismo manuscrito
del Didot-Perceval siguen unos párrafos que relatan el trágico fi-
nal del reinado de Arturo. Este pudo haber sido el cuarto relato
del ciclo concebido por R. de Boron, una primera versión de La
muerte de Arturo. Las líneas argumentales son las ya conocidas:
la traición de Mordred, la desaparición del rey agonizante (llevado
al feérico dominio de Avalon), y el enclaustramiento del propio
Merlín en un misterioso «desplumadero» (l'esplumoir Merlin),
una jaula mágica en donde el mago queda apresado para siempre.
Queda así trazado el esquema de lo que será el gran ciclo del
Lanzarote-Grial en prosa, el gran ciclo novelesco en cinco partes
compuesto por varios autores bajo una dirección global entre 1215
y 1230. Pero antes de abordar la construcción de esa vasta novela,
río en el que confluyen las tramas del ciclo del Grial y del Lan-
zarote, podemos detenernos en la consideración rápida de otro in-
teresante texto: el Perlesvaus, que se califica a sí mismo como «El
Alto Libro del Grial».
Perlesvaus es una larga novela en prosa, redactada entre 1191 y
1212, dedicada a Jean de Nesle, señor de Nesle y Brujas, que par-
ticipó en la Cuarta Cruzada. De su autor muy poco sabemos: se
llama a sí mismo señor de Cambrein, y tenía una avanzada educa-
ción clerical y un conocimiento directo del Sur de Inglaterra y
Gales.
126/353

En su conjunto, la novela intenta remontarse desde el plano de


la caballería hasta un terreno espiritual donde las aventuras se in-
scriben en un orden religioso del mundo. En un colofón el autor
afirma que el original que él romancea, .en versión procedente del
latín, pertenece a una santa abadía de la Isla de Avalon, donde
yacen enterrados el rey Arturo y la reina Ginebra. En otro pasaje
describe ese paraje de la ínsula de Avalon, identificada con la
abadía de Glastonbury. La conexión de esta versión cristianizada
y moralizada de la trama y la propaganda de la famosa abadía está
aquí enunciada claramente. Incluso el rey Arturo, nos cuenta, va
en peregrinación a la santa casa tras la muerte de Ginebra y la
conquista del castillo del Grial por Lanzarote. Allí, durante la con-
sagración en la misa, Arturo presencia la metamorfosis sucesiva
del Grial en cinco formas, siendo la última y definitiva la del Santo
Cáliz.
El autor de Perlesvaus parece conocer las obras de Chrétien y
de Robert de Boron, que también trabajó en relación con la
abadía de Glastonbury, pero introduce en su relato muchos in-
gredientes de otras procedencias, y avanza en la explicación
alegórica y el comentario religioso y místico de los diversos episo-
dios. Es decir, parece preludiar el estilo de La Búsqueda del Santo
Grial, aunque sin la preponderancia que el elemento cisterciense
tiene en ella. La trama relata las aventuras de Galván, Lanzarote y
Perceval en la búsqueda del Santo Grial. El Rey Pescador recibe
aquí el nombre céltico de Pelles. Los episodios son largos y la
complicación de la narración va acompañada de frecuentes explic-
aciones alegóricas. Según algún crítico, Perlesvaus es un texto in-
ferior a la novela de Chrétien en cuanto a la psicología y caracter-
ización de los personajes, y no está a la altura de la Queste en
cuanto al idealismo y solidez de su teoría religiosa, pero destaca
en esta tradición novelesca por la solidez formal y por el brillante
127/353

y ágil colorido de su prosa. Perceval es ya aquí «una especie de


Galahad avant la lettre; caballero de Cristo, vencedor siempre gra-
cias a la protección divina» (J. Marx). El universo de las andanzas
que alberga a los caballeros andantes está recargado de valores
simbólicos. «Lucha de la Nueva Ley contra la Antigua, en la qué
están confundidos judíos y paganos; aparición de castillos in-
fernales donde están reunidas las cabezas de los Patriarcas, y la de
Adán entre ellas; fueron robadas por el diablo, pero serán recon-
quistadas; explicaciones simbólicas a posteriori de multitud de
torneos, combates, visiones y sueños». Y todo ello más en el es-
píritu de un cruzado militante que en el de un intérprete erudito o
profundo. La fantasmagoría que viene de la mitología céltica en
descomposición es reinterpretada aquí con ese ingenuo impulso
religioso, que hace de aventuras pintorescas y viajes a islas re-
motas manifestaciones de los misteriosos designios de la cristiana
Providencia, que cuida de la victoria del Bien sobre el Mal, y que
se sirve para ello de las hazañas de sus elegidos: los paladines más
famosos de la Tabla Redonda. Sobre todo el mágico paisaje se ex-
tiende el velo de la alegoría y el simbolismo místico.
Estas dos tendencias: la de ampliar el marco de la historia del
Grial y la de infundir a todos los episodios de la búsqueda un sen-
tido alegórico, culmina en el gran ciclo novelesco del Lanzarote-
Grial, también denominado la Vulgata artúrica, compuesto por
cinco novelas: La Historia del Santo Grial, Merlín, Lanzarote,
Búsqueda del Santo Grial, y La muerte de Arturo. El proyecto de
Robert de Boron recibe un ampliado cumplimiento en esta vasta
Summa arthurica, donde se cruzan los relatos de las aventuras
caballerescas de los héroes del mundo artúrico con la historia
simbólica del Grial. El sentido cortés de la aventura, el amor y la
proeza, queda aquí, en la interpretación religiosa del conjunto,
subordinada a una visión ascética de la caballería como militia
128/353

Christi, al servicio de esa empresa trascendente que es la con-


quista del Grial a través de la actuación de un héroe perfecto,
casto y puro, ajeno a las tentaciones del mundo y de la carne, un
perfecto paladín, viva imagen de Cristo, predestinado redentor de
un mundo enfermo y dominado por el pecado y los demonios. Ya
no sirve el ingenuo Perceval como protagonista de una queste que
ha adquirido un sentido tan espiritual, tan divergente del mundo
de la cortesía y del amor a las damas; porque no es suficiente-
mente casto como amante de Blancaflor. Y será sustituido por Ga-
laad, el puro y perfecto, hijo de Lanzarote y de Elaine, hija del rey
Pelles, predestinado a alcanzar el triunfo que el pecado de amor le
ha negado a su padre. Desde un comienzo, el héroe, nacido de un
fatídico encuentro entre Lanzarote y la princesa, hija del Rey Pes-
cador, es un modelo de virtudes, el profetizado redentor sin tacha
ni duda, el invencible paladín inventado por unos clérigos rigur-
osos, deseosos de imponer un sentido moral y místico a esta cul-
minación de las aventuras, y a descartar las «caballerías ter-
restres» en aras de una nueva concepción de la caballería, la
«caballería celeste».
La prosa ha desplazado al verso en la composición de las nov-
elas. El cambio es muy significativo del espíritu de los tiempos,
como ha señalado E. K_ Kóhler7. En comparación con las fic-
ciones mundanas embellecidas por el octosílabo pareado, la prosa
parece asegurara modernidad y seriedad, y concede, por otra
parte, una mayor libertad al escritor para todo tipo de disquisi-
ciones y disertaciones. La novela se aleja aún más de la épica, y se
aproxima a la historia, y al sermón moralizante. El tono de festiva
ironía, que el hábil Chrétien sugería tantas veces, queda también
descartado de este ciclo novelesco tan impregnado de seriedad
monástica. No olvidemos que se compone a comienzos del siglo
XIII, el siglo de la Escolástica y del gótico, en un ambiente que no
129/353

es ya el de las frívolas cortes presididas por las damas amantes del


galanteo y conocedoras de la lírica provenzal. Ahora la novela se
desliza hacia la historia fabulosa, alberga discusiones morales y
teológicas, y puede alargarse en unos entrelazamientos de episo-
dios tan complicados como las lacerías de los ventanales góticos.
Y esa prosa logra también nuevos tonos para resaltar el carácter
trágico que tiene la historia de amor de Lanzarote y Ginebra, y el
fin sangriento del reinado de Arturo.
El Ciclo es una obra anónima. Aunque las tres últimas partes
se atribuyen a Walter Map, un escritor de la corte de Enrique II,
tal atribución es un mero disfraz, no bien explicado. De acuerdo
con J. Frappier, parece que hay que pensar en un «arquitecto
único» del conjunto novelesco, quien habría trazado las líneas
maestras y armonizado las distintas tramas, y en varios escritores
para las distintas obras, acordados bajo su dirección. El misti-
cismo en torno al Grial, con sus disquisiciones eucarísticas y su
afán de simbolismos, no deja de ser una doctrina heterodoxa, que
la Iglesia vio con recelo, guardando primero un largo silencio y
condenándola después. Los clérigos que redactaron este vasto
corpus, muy influidos por las doctrinas del Císter, tenían buenas
razones para silenciar sus nombres.
De las cinco novelas que componen el Ciclo, las dos primeras
reelaboran la materia tratada por Robert de Boron: los orígenes
cristianos del Santo Vaso y su conexión con el reino de Arturo, a
través del personaje de Merlín, el mago y preceptor del rey. Las
otras tres, Lanzarote, La búsqueda del Santo Grial, y La muerte
del rey Arturo, forman casi una trilogía (que a veces es designada
[98]
con el título amplio de Lanzarote en prosa ). Entre las tres tra-
mas hay un cierto contraste y una trabazón dialéctica. La primera
novela, amplísima, recoge todas las andanzas de Lanzarote del
130/353

Lago, desde sus «infancias» como protegido de la Dama del Lago


a sus amores con la reina Ginebra, su mayor gloria y a la vez el
motivo de su fracaso posterior en la búsqueda del Grial. Se cuenta
en la sección central el victorioso viaje del héroe al país sin re-
torno para rescatar a Ginebra. Y también su visita a Corbenic, el
castillo donde se muestra el Grial. Luego Lanzarote, hechizado
por un bebedizo mágico, es seducido por Elaine, la hija del rey, a
quien toma por la lejana Ginebra en un encuentro nocturno, y en
esa noche engendra a Galaad, el héroe sin mancilla que cumplirá
la aventura que el pecado de amor adúltero niega a su padre. El
Lanzarote propio es un texto larguísimo, que contiene múltiples
personajes y repetidos encuentros de armas y prodigios sin
cuento. Las aventuras de los varios caballeros están unidas por el
procedimiento de «entrelazar» unos episodios con otros. Ese en-
trelacement complica una larga sarta de episodios caballerescos.
Si en esta novela fluvial se celebra la gloria de las proezas cumpli-
das por tales héroes, La Búsqueda del Grial demuestra que tales
triunfos son vanos, puesto que la «caballería terrestre» debe
quedar subordinada a la «celeste», y en la empresa del Grial van a
fracasar los más nobles de esos paladines mundanos, como
fracasa Galván, o Lanzarote. Sólo los puros de corazón, como Bo-
hort, y Perceval, pueden alcanzar, al lado del nuevo paladín Ga-
laad, el triunfo en un dominio superior, más espiritual, más cer-
cano a lo divino. Al fin, La muerte del rey Arturo relata el hundi-
miento y la lucha fratricida en que concluye, trágico final, el glor-
ioso reinado con la muerte del rey y sus mejores caballeros.
La Búsqueda del Santo Grial

En un resumen muy esquemático éstos son los trazos más esen-


ciales del relato:
Al cumplirse el tiempo indicado por la profecía, 454 años des-
pués de la Pasión del Señor, en la fiesta de Pentecostés, se
presenta en Camelot, ante los barones reunidos en torno a la
Tabla Redonda, el joven caballero que va a ocupar el asiento
vacío, el Asiento Peligroso. Va acompañado de un anciano de
blanco hábito, y viste una armadura roja como el fuego. Lan-
zarote, sin conocer su identidad, le ha armado caballero la víspera
en una próxima abadía. El recién llegado demuestra su condición
de elegido al arrancar la espada de la roca y al ocupar el Asiento
Peligroso. Es el Redentor esperado durante muchos años, el héroe
definitivo del Grial. Ante los caballeros reunidos, acompañado por
un fragor intenso de trueno y por un resplandor maravilloso,
aparece el Grial, flotando en el aire, y sirviendo a cada uno la
comida que desea. Luego el Santo Vaso desaparece. Los caballeros
aclaman al nuevo héroe, Galaad, y deciden partir en busca del
Grial, juramentándose en tal empeño.
Parten los caballeros en distintas direcciones, alegre y confia-
damente, mientras el rey Arturo y su corte quedan entristecidos y
en espera de las nuevas de la gran aventura. Para casi todos, que
han partido sin una adecuada disposición espiritual, la búsqueda
constituye un vano errar y un continuo fracaso. Los héroes más
132/353

esforzados, Lionel, Héctor, Yvain, Galván mismo, vagarán sin


rumbo y sin gloria. Lanzarote, el mejor de los caballeros, será hu-
millado y conocerá tan sólo lo excelso de la empresa por un breve
acercamiento y una visión extraordinaria de la Eucaristía. Para él
la aventura es ante todo un reconocimiento de su propio pecado
—el amor adúltero a la reina Ginebra— que le niega este triunfo,
reservado a héroes puros y en gracia. La penitencia de Lanzarote
no borra su pecado; es un héroe intrépido y trágico.
Los tres elegidos para la aventura son Bohort, Perceval, y Ga-
laad. Bohort es un héroe esforzado, de extrema bondad y nobleza,
que sufrirá con ejemplar paciencia el rigor de las aventuras, y el
tremendo acoso de su hermano, Lionel, que se cree traicionado y
se enfrenta a él con odio fratricida en fiero duelo. Perceval es el
joven ingenuo y de ardoroso impulso, que pone todo su valor y su
buena voluntad en el servicio de la Búsqueda. Pero ambos,
aunque nobles y castos, no son totalmente puros, como lo es Ga-
laad. Hay entre los tres paladines una cierta gradación: Bohort es-
tá próximo al hombre ordinario que es valeroso y noble de
corazón, Perceval tiene esa ingenuidad y esa audacia virtuosa ante
la vida que le lleva a merecer lo más alto, Galaad es, desde el
comienzo, el paladín sin tacha, no tentado por la carne, al que está
destinado el dominio del Grial.
Hay numerosos encuentros de armas, encantamientos, castil-
los, florestas tenebrosas, al estilo de las otras novelas de caballer-
ías. Pero todo ello va acompañado por un abundante comentario
religioso. Hay capillas solitarias con sabios eremitas, voces an-
gélicas, misas y confesiones, y a través de las explicaciones de los
ermitaños los héroes —y los lectores— aprehenden el sentido pro-
fundo y espiritual que se encubre bajo el aparente mundo de
tentaciones diabólicas y aventuras azarosas. Esta mezcla de en-
cuentros misteriosos y comentarios teológico-morales caracteriza
133/353

el estilo de la Queste, donde a la narración sigue reiteradamente


el comentario de la misma, y la aventura se desdobla en alegoría.
La más extraordinaria de las maravillas que salen al encuentro
de los elegidos es la «nave de Salomón». Tripulada tan sólo por la
hermana de Perceval, una virgen de abnegada pureza, la nave fue
construida por el rey Salomón unos dos mil años antes, y en ella
viaja sobre un maravilloso lecho de tres colores, blanco, rojo y
verde, labrado de la madera del Arbol del Bien y del Mal (que
también sirvió para la Santa Cruz), la espada de David, con un ta-
halí trenzado del cabello de la santa doncella.
La espada, el lecho, y la nave, tienen una historia simbólica. La
joven doncella dará su sangre para curación de una leprosa, y el
barco, sin piloto, cruzará los mares, aguardando el momento en
que los tres caballeros, una vez resuelto el enigma del Grial, se
embarquen en él hacia la lejana tierra de Sarras, en el Este. Como
con otras pruebas, triunfa Galaad empuñando la espada, que le
aguardaba desde los tiempos de Salomón.
En fin, los tres héroes llegan al castillo de Corbenic, donde son
acogidos por el rey Pelles. Allí en el salón se dispone la cena, a la
que es conducido el anciano rey tullido, padre del Rico Pescador.
El misterio del Santo Grial se revela. El propio Josefé, hijo de José
de Arimatea, desciende de los cielos para presidir la ceremonia.
En la mesa de plata destella el áureo Grial. Los ángeles sostienen
a su vera la lanza sangrante, la de Longino. Josefé dice la misa y el
propio Cristo surge del Grial y administra con él la comunión a los
presentes. Después de tal aparición Galaad toma en su mano la
lanza y con la sangre de la misma unge las heridas del rey tullido,
devolviéndole así, milagrosamente, la salud.
Pero la búsqueda no concluye aquí en Corbenic, sino que los
tres caballeros se embarcan en el misterioso navío de Salomón. La
embarcación, donde yace el cadáver de la hermana de Perceval,
134/353

les lleva hasta Sarras. Allí entierran a esta santa doncella, y allí
muere también, tras alcanzar en un éxtasis supremo la más alta
Visión del Grial, Galaad. Al final de la visión, una misteriosa mano
celeste arrebata el Santo Vaso y lo remonta al cielo. Desde
entonces nadie conseguirá volverlo a ver en la tierra.
Perceval muere también, santamente, en ese lejano confín, un
año después; y Bohort regresa, solo, a Camelot para llevar a la
corte la noticia de tan maravillosos sucesos, que significan el fin
de la Búsqueda, empresa celestial en la que lo mejor de la
caballería artúrica se ha consumido.
«Novela de la gracia y novela del éxtasis», como la calificó E.
[99]
Gilson , la Queste es un producto extraño y singular en la histor-
ia de la ficción romántica. Se inserta en el ámbito de las aventuras
caballerescas, para reinventar un sentido nuevo a este mundo, un
sentido místico y ascético, que aniquila la gloria de la caballería
artúrica, al postular una evasión hacia la trascendencia, que eso es
en definitiva el encuentro con el Grial. A los héroes de la
Búsqueda, después de la visión suprema, revelado el misterio, les
aguarda como premio la muerte. A los demás, menos perfectos, la
amargura del fracaso y la resignación. Este es un libro religioso,
donde se predica el ascetismo, y en el que el comentario teológico
desvela tras las maravillas y los prodigios el sentido real de las
pruebas con que se enfrentan los caballeros. Todo es fant-
asmagoría que encierra una doctrina moral. En la novela abundan
los ermitaños para glosar el sentido literal y aclarar a los héroes (y
a los lectores) la naturaleza de las falsas apariencias. E. Gilson ha
analizado cómo una teología de la gracia, muy precisa y conforme
a las enseñanzas de San Bernardo de Claraval subyace, como una
sólida armazón doctrinal, a toda su estructura novelesca. Los tres
héroes de la Búsqueda están rigurosamente encasillados en un
135/353

determinado grado de perfección según esta doctrina, y predeter-


minados a ello. Sólo Galaad, que desde un comienzo vive para lo
espiritual, que es una viva imagen de Cristo, cumple los requisitos
para ser el Redentor de un mundo encenagado por la vanidad y el
pecado. La Queste se mueve en un terreno espiritual y es un texto
didáctico y moralizador; con firme apoyatura teológica y bíblica,
es mucho más que una ficción novelesca, en la intención de sus
autores y en su contextura narrativa.
Las enseñanzas de la Queste están impregnadas de espíritu
monástico. La senda que lleva al Santo Grial es un sendero de per-
fección ascética cuyo ritual es preciso y supone tanto una ascesis
interior como la práctica de los sacramentos. El impecable Galaad
es el modelo perfecto, no el pecador Lanzarote ni el ingenuo Per-
ceval, ambos mucho más ricos emocional y psicológicamente, en
cuanto que son apasionados y conocen la penitencia, la amargura
y el abatimiento.
«Cuando un ermitaño expone la jerarquía de las virtudes,
dispone en lo más alto la virginidad, y bajo ella en orden descen-
diente la humildad, la paciencia, la justicia, y por último, un tanto
extrañamente, la caridad. La falta de castidad es la raíz de todo
mal; las mujeres y damas no pueden acompañar a los caballeros
en la búsqueda. Pauphilet fue el primero en demostrar en detalle
que el libro era de un origen cisterciense de manera específica.
Los santos penitentes y ermitaños llevan un sayo blanco, el color
distintivo del hábito cisterciense. La primera frase del libro de-
scribe las mesas preparadas en la corte de Arturo en la víspera de
Pentecostés, a la hora de nonas tras el servicio, en exacta corres-
pondencia con el ritual del día observado en Citeaux. Gilson ha
destacado las correspondencias entre las doctrinas místicas de la
novela con las doctrinas de San Bernardo de Claraval. Central a
ambas son los problemas dé la gracia y la transubstanciación. El
136/353

Grial mismo es un símbolo de la Gracia y al mismo tiempo es rep-


resentado como el plato (escuele) del que Cristo comió el cordero
en la Ultima Cena y una vasija que contiene la hostia. Apareció
por primera vez en el día de Pentecostés cuando los caballeros re-
unidos en asamblea habían sido «iluminados por la gracia del
Espíritu Santo». (Posteriores escenas insisten en la transub-
stanciación y en la Liturgia Divina de la Comunión Apostólica,
con la milagrosa aparición de Cristo).
«… Estas sublimes imágenes se nos presentan en una prosa
precisa, transparente, carente de color y ornamentación —un es-
tilo muy de acuerdo con el ideal cisterciense de austeridad—». «Se
puede agregar, de acuerdo con Pauphilet, que el autor tenía más
de orador que de poeta, pero sus frases son capaces de traducir el
ritmo y la llama de su pasión por la visión ideal del Santo Gri-
[100]
al» .
Para explicar ciertas resonancias históricas de la Búsqueda,
podemos recordar el incesante entusiasmo medieval por las
reliquias, unido al sentimiento de que las cruzadas habían sido un
sangriento esfuerzo y tremendo fracaso, debido en gran parte a la
desordenada y escandalosa conducta de los propios caballeros
embarcados en la empresa. Jerusalén se había perdido en 1187; la
Tercera Cruzada (1189-1192) había acabado en disensiones y tor-
pezas de los reyes y barones cruzados; la Cuarta Cruzada
(1202-1204) se saldó con la conquista de una gran ciudad, la cris-
tiana Constantinopla, saqueada de manera infame por una turba
ávida de botín sin escrúpulos de ningún tipo. La caballería como
militia Christi no gozaba de gran reputación a la vista de su actua-
ción, y los reproches eclesiásticos eran agudos, expresando la
desilusión y el recelo de los monjes así como el del clero regular
en la misión de los caballeros.
137/353

Por otra parte, la Cruzada contra los Albigenses había redu-


cido la prédica del catarismo (Sto. Domingo había predicado en
Albi, Inocencio III había decidido erradicar el foco de herejía y
Simón de Montfort, vencedor en Muret, 1212, trató con el be-
neplácito del Papa y del rey de Francia, de exterminar a los
herejes). Pero el deseo de una mayor pureza y la exigencia de una
vida más ascética y conforme a la doctrina, original de Cristo se
hacía sentir en muchos círculos, con más rigor y profundidad que
en otros tiempos. El amor cortés y el brillo de la poesía provenzal
cedían ante nuevos ideales, más religiosos. La iglesia permaneció
callada muchos años ante la difusión de esos textos novelescos
sobre el Grial, con su nuevo ideal ascético de la caballería, porque
sin duda recelaba de esa propaganda un tanto heterodoxa, pro-
clive a un misticismo del que la Iglesia siempre desconfió,
aunque, por otro lado, comprendía que ese fervor contenía una
enseñanza religiosa de indudable sinceridad.
Precisamente el Concilio IV de Letrán, reunido por el Papa
Inocencio 111, había establecido de un modo rotundo, en 1215, el
dogma de la Transubstanciación, y el monje cisterciense que re-
dactó la Queste tenía bien en cuenta aquellas palabras de la
definición conciliar: «Una vero est fidelium universalis ecclesia,
extra quam nullus omnino salvatur. In qua quidem ipse sacerdos,
et sacrificium Jesus Christus; cuius corpus et sanguis in sacra-
mento altaris sub speciebus panis et vini veraciter continentur;
transubstantiata pane in corpus et vino in sanguinem, potestate
divina, ut ad perficiendum mysterium unitatis accipimus ipsi de
suo quod accepit ipse de nostro».
Otro sacramento, el de la confesión, tiene en la novela repeti-
das muestras de eficacia. Son los ermitaños y monjes guías ne-
cesarios para encontrar la senda de la salvación. Son ellos quienes
en la selva de símbolos, tentaciones diabólicas y ocasionales
138/353

fantasmas y visiones y sueños conservan la clave del desciframi-


ento. Además, no deja de ser curiosa la coincidencia de que pre-
cisamente en esta época comienza la liturgia occidental de la misa
a mostrar la hostia consagrada, elevándola sobre el cáliz, que
queda así abierto, mostrando a todos los fieles su contenido
eucarístico.
Y, sin embargo, el Grial encubre unos misterios rituales que
están sólo al alcance de unos pocos, elegidos y probados en un
duro camino de perfección. Y la tradición por la que el Grial llega
a los tiempos del rey Arturo supone, gracias a la utilización de un-
os textos evangélicos apócrifos, que Jesús transmitió esas precio-
sas enseñanzas, esa preciosísima reliquia, no a los miembros de la
Iglesia oficial, representada por Pedro y sus sucesores en el
Papado, sino á José de Arimatea, a Bron, y a sus descendientes,
que avanzan, sin reparo de la predicación oficial, por senderos
místicos y ascéticos un tanto marginales.
De ahí la ambigüedad de esta cristianización del Grial, y de es-
tas enseñanzas; de ahí la desconfianza y el silencio de la Iglesia
ante esta propaganda novelesca de una teología mística y de una
ascética enlazadas a leyendas difíciles de controlar.
En la interpretación que La Búsqueda del Santo Grial propone
de la más alta empresa caballeresca, queda, negada la función re-
dentora de la caballería como clase social. Para el público de estas
novelas medievales la caballería era la culminación de un esfuerzo
civilizador, la flor de la historia, idealizada y representada por
unas figuras ejemplares. Pero para una proeza tan espiritual como
la del Grial era insuficiente el coraje y la destreza aristocráticas;
sólo el afán de perfección, la entrega a un ascetismo por enteró re-
ligioso, la castidad y la más estricta devoción conducen al éxito en
tal terreno. Al comienzo del relató vemos partir, al reclamo de la
aventura, a los más destacados compañeros de la Mesa Redonda.
139/353

Galván es el primero en recoger el reto. Su frivolidad lo encamina


a una erranza desventurada. Como él todos los demás nobles que
salen sin reparar en el carácter religioso de la búsqueda fatigarán
en vano sus corceles. Van sin confesarse, sin pensar en Dios, por
un universo laberíntico, que se va despojando de sus prodigios,
porque la aventura significativa está reservada a los elegidos. El
mismo Lanzarote, el mejor de los paladines artúricos, se ve
sometido a una cruel experiencia. También él se ha olvidado de
Dios, y ha vivido largos años en el pecado de su amor adúltero, sin
confesión ni penitencia. Ahora ha de expiar sus culpas, y sólo lo-
grará un atisbo del resplandor divino. Este es el mensaje de la
novela: la flor de la «caballería terrestre» no alcanza, por culpa de
sus pecados, por su escasa religiosidad; por su desprecio de la
castidad y del servicio a Dios, el premio reservado a los perfectos
caballeros de la Gracia.
La Búsqueda lleva al extremo la tentativa de infundir un sen-
tido religioso a la proeza caballeresca. Pero, paradójicamente, lo
hace condenando el modo de vivir de la «caballería terrestre». Por
ello no consigue ofrecer una imagen satisfactoria del mundo, en
su excesivo rigor. «En el corazón del Lanzarote-Grial, la Búsqueda
no reconcilia caballería y religión; amor y fe. Humilla los valores
profanos. Les niega su cualidad de valores. Al exaltar el solo amor
de Dios, no propone un ideal de vida enteramente aceptable por
los caballeros, que no piensan en tomarse en serio su papel
mesiánico hasta el punto de despojarse de sus grandezas ter-
restres. Por eso las novelas en prosa posteriores se refieren a un
ideal profano más modesto que el del Lanzarote-Grial». Como
señala esta cita de P.Y. Badel, el ideal de vida propuesto por la
Queste resulta demasiado monástico, demasiado ascético para los
caballeros. Pero el texto va más allá, al presentar el universo de
las maravillas y las aventuras como una vasta tramoya donde Dios
140/353

y el diablo monean su fantasmal espectáculo para que los


caballeros pongan a prueba su virtud y los monjes glosen el sen-
tido de los sucesos. En este juego de poderes maléficos y divinos
van predestinados los héroes a su destrucción o a su triunfo.
Como si la narración constituyera la exposición de unos ritos de
pasaje, ini ciáticos viajes destinados a probar la virtud —y una vir-
tud entendida con un especial y restringido patrón religioso— de
unos pocos.
Hay en la Queste una clara tensión entre lo narrativo y lo ritu-
al, entre lo religioso y lo profano, entre el relato de aventuras y las
intermitentes glosas moralizadoras. Pero la exégesis y la férrea es-
tructura teológica que encorseta el tinglado de los episodios no lo-
gra despojar al texto de su valor novelesco. Tan sólo le confiere
una especial ambigüedad. Me parece que T. Todorov ha sabido
[101]
comentarla con admirable agudeza :
«La Búsqueda del Grial es un relato que rehúsa precisamente
lo que constituye la materia tradicional de los relatos: las aventur-
as amorosas o guerreras, las hazañas terrenales. Don Quijote av-
ant la lettre, este libro declara la guerra a 'las novelas de caballería
y, a través de ellos, a lo novelesco. El relato no deja de vengarse,
por su parte: las páginas más apasionantes están consagradas a
Yvain, el pecador; mientras que de Galaad no puede haber, hab-
lando propiamente, un relato; el relato es una maniobra de agu-
jas, la elección de un camino antes que otro; ahora bien, con Ga-
laad la vacilación y la elección no tienen sentido: por mucho que
el camino se divida en dos, Galaad seguirá siempre el «buen»
camino. La novela está hecha para contar historias terrenas;
ahora bien, el Grial es una entidad celeste. Hay pues una contra-
dicción en el título mismo de este libro: la palabra «búsqueda» re-
mite al procedimiento más característico del relato, y por ahí a lo
141/353

terreno; el Grial es una superación de lo terreno hacia lo celeste.


Así cuando Pauphilet dice que «el Grial es la manifestación novel-
esca de Dios», coloca uno al lado del otro dos términos aparente-
mente irreconciliables: Dios no se manifiesta en las novelas; las
novelas proceden del campo del Enemigo, no del de Dios».
El protagonista de La Búsqueda es demasiado puro para tener
una psicología interesante. Galaad, el Redentor, educado por san-
tos monjes hasta la hora de sus aventuras, guiado siempre por la
gracia divina hasta el final, predestinado a la virtud extrema y a su
papel de Mesías, carece por ello mismo de hondura humana.
Carece de esa complejidad que tienen otros personajes que se en-
frentan a la tentación, al sufrimiento y al riesgo del fracaso. Es
una criatura demasiado espiritual, que cruza por los sucesivos
episodios en triunfo, hasta la revelación final del Grial y su inme-
diata muerte, en divino éxtasis. Preferimos la calidad humana de
Perceval, con todo su ingenuo entusiasmo y su abatimiento y su
ingenua fe, y la de Bohort, y la de Lanzarote. Los héroes sin
pasión y sin sufrimientos no dan realce a la novela; ésta logra sus
efectos más emotivos en la narración de las desventuras de Lan-
zarote, en el fiero encuentro entre Lionel y Bohort, en algunos
prodigios accesorios, al margen de los comentarios eclesiásticos. Y
el regusto amargo del relato —que no sólo es el del triunfo de Ga-
laad, sino el del fracaso de los demás caballeros y de la catástrofe
próxima de su mundo—, queda en el ánimo del lector
impenitente.
Parzival

Pero, por fortuna, conocemos otra versión de la leyenda: el Par-


zival de Wolfram von Eschenbach, que consigue armonizar el
ideal caballeresco del servicio a la comunidad y el sentido reli-
gioso de la aventura personal, del caballero en búsqueda de Dios.
Parzival (léase Parsifal) es una copia del ingenuo y esforzado Per-
ceval, el héroe inventado por Chrétien, el «señor del cuento» del
Grial. Compuesto entre 1200 y 1210, es decir, algo antes que el
Perlesvaus y la Queste, este gran poema alemán, con sus
veinticuatro mil ochocientos diez versos, recuenta las andanzas
del joven, desde su salida de la Floresta Solitaria, vestido de
rústico, casi bufón o loco, hasta su triunfo al ser coronado rey en
el castillo del Grial. El poema ahonda en la caracterización de los
personajes del mito, especialmente en la presentación y la psico-
logía de Parzival y en el simbolismo que rodea tal aventura, y lo
hace con un nuevo ímpetu poético y con un hondo acento reli-
[102]
gioso .
Las novelas corteses francesas despertaron prontos ecos en las
cortes alemanas, y así como a las canciones de los trovadores
habían respondido los Lieder de los Minnesanger, los romans no
tardaron en encontrar hábiles traductores y refundidores, que a
veces, como en el caso de Gottfried de Estrasburgo y Wolfram de
Eschenbach, superaron en profundidad poética el texto origin-
ario. En esa emulación, tras la Eneit de Heinrich von Veldeke, el
143/353

Lied von Troje de Herbert von Fritzlar, el Tristan de Eilhart von


Oberge, el Erek y el Iwein de Hartmann von Aue, el Lanzelet de
Ulrich von Zatzikhoven, y el Tristan und Issolt de Gottfried von
Strassburg, aparece el Parzival de Wolfram von Eschenbach.
Wolfram no era un clérigo, sino un caballero bávaro (prob-
ablemente nacido en la aldea que hoy lleva su nombre: Wolfram-
sEschenbach, al sur de Ansbach, en el norte de Baviera), que es-
cribió gran parte de su obra en la corte feudal del landgrave Her-
mann de Turingia (1155-1217) en Eisenach. Allí, en esa corte
donde también recalaron otros poetas de la época, como Heinrich
von Veldeke y el gran Walter von der Vogelweide, atraídos por la
generosidad del rico mecenas, una corte donde dice Wolfram que,
como en la del rey Arturo, haría falta la presencia de un senescal
Cay, compuso sus dos poemas mayores, Parzival y Willehalm, y
otros menores. Hay que imaginar la conexión del poeta con este
círculo cortesano para entender su cultura. Como ingenio lego,
«que no sabe de letras», se nos presenta Wolfram, que dice ignor-
ar la escritura y que su obra está desprovista de apoyos librescos
(«ich enkan deheien buochstah», «swaz an den buochen stit ges-
chriben, des bin ich künstelos beliben»), pero que testimonia un
largo repertorio de noticias y un saber variopinto desde algunas
nociones de astronomía y alquimia hasta disquisiciones teológicas
o influencias orientales, sobre lejanas leyendas e historias de cruz-
ados. Ese nescire litteras es un tópico, que probablemente hay que
tomar como confesión de su ignorancia del latín —en él no hay
rastros de un conocimiento de los auctores latinos— y de una
formación clerical. Pero la masa de noticias variopintas y el cuida-
doso componer de Wolfram muestran la seriedad con que
emprende su poema. Por otro lado, como pobre hidalgo, que nos
dice que en su casa ni los ratones encontraban qué comer, hombre
de armas —«schildes ambet ist min art»—, Wolfram está bajo el
144/353

patrocinio del rico señor de Turingia, en cuyo castillo pudo se-


guramente leer los romans de Chrétien y los de Hartmann von
Aue, además de otros varios, escuchar a otros poetas, y recibir el
costoso pergamino en que redactó su largo poema. Todo este am-
biente lo sitúa más cerca de Chrétien que de los monjes de la
Queste.
Gottfried de Estrasburgo le reprochaba a Wolfram su estilo
bronco y oscuro lenguaje, y lo calificaba de «inventor de extrañas
historias» («vindaere wilder maere»). Y no carecía de razón. La
imaginación de Wolfram es prodigiosa, y su retórica, apasionada y
turbulenta muchas veces. A pesar de la crítica de Gottfried —cf.
Tristan, vs. 4.638, 4.6846, 4.665 y ss.—, el estilo conceptual y
«barroco» de Wolfram fascinó a otros escritores de la época y
tuvo pronto imitadores, gozando sus obras de una enorme influ-
encia. (La popularidad de su obra está confirmada por la gran
cantidad de manuscritos conservados que copian el poema, en
mayor número que para ninguna otra obra de la literatura medi-
eval alemana. Se cuentan 84 manuscritos del Parzival, de los que
17 conservan entero el poema y el resto sólo en parte. Del Wille-
halm se conservan 76. Para comparar recordemos que del Nibe-
lungenlied se conservan 34 y del Tristan de Gottfried 23).
Wolfram reelabora libremente la novela de Chrétien, que es la
fuente principal de la trama, aumentada notablemente, tanto por
la amplificación de sus episodios como por el añadido de otros, al
comienzo (la historia de Gahmuret, el padre de Parzival) y al final.
Pero Wolfram pretende depender de otro escritor, más fiable en
su versión de la leyenda que Chrétien, Kyot «el provenzal», evoc-
ado en varios pasajes. En uno de éstos lo califica de
«laschantiure» que ha sido interpretado como «le chanteur» o
«l'enchanteur»; pero, «cantor» o «mago», ese Kyot, o Guiot, es
un mero nombre fabuloso, una autoridad fantástica del fantasioso
145/353

Wolfram. En un pasaje curioso por los detalles que consigna


—453, 5 y ss.—, Wolfram menciona además la fuente de Kyot: la
historia del Grial escrita por un medio judío llamado Flegetanis,
que Kyot encontró escondida en la ciudad de Toledo. El padre de
Flegetanis, un hábil astrónomo árabe, había leído el nombre del
Grial en el cielo estrellado. Luego Flegetanis escribió su libro, que
Kyot leyó a pesar de estar escrito en árabe, y que completó tras
larga búsqueda con una crónica de Anschowe (Anjou) que con-
taba cómo la custodia del Grial había venido a parar a Anfortas, el
rey tullido del castillo misterioso, tío materno de Parzival.
En el relato alemán reciben nuevo nombre algunos personajes
que Chrétien presentó sin uno propio: la madre de Parzivaf se
llama Herzeloyde, y su padre Gahmuret; Trevrizent es el nombre
del ermitaño y Anfortas el del Rey Pescador, tíos ambos del héroe,
por línea materna. Su prima, la desconsolada doncella, se denom-
ina Sigune, Kundrie es la fea damisela de la mula, que anuncia la
desventura del caballero en el castillo del Grial, y Repanse de
Schoie es el curioso nombre de la doncella que llevaba en pro-
cesión el precioso objeto. Blancaflor recibe el nombre de Cond-
wiramours, y el Caballero Rojo el de Uther. También éste resulta
pariente del protagonista, un primo de Parzival, lo que hace más
grave la muerte que él le causa. En fin, casi todos los personajes
de la historia pertenecen a una familia, la de los Titurel y Maza-
dan, de los que desciende Parzival. La búsqueda y la custodia del
Grial deviene así una gesta familiar. El héroe es el heredero del
castillo del Grial, por tradición familiar y por derecho propio
como elegido para la aventura.
Al comienzo de la novela se nos cuenta la historia caballeresca
de Gahmuret, el padre de nuestro héroe. Combatiendo en tierra
de los infieles por ganar honra y soldada, Gahmuret tiene amores
con Belakane, una hermosa princesa árabe. Y de estos amores
146/353

nace Feirefiz, hermanastro de Parzival, que reaparecerá en los


episodios finales del texto de Wolfram. Es un noble sarraceno, tan
virtuoso y caballero como el cristiano Parzival, que ofrece un con-
trapunto a su figura. De su padre hereda Parzival la vocación
caballeresca y su disposición a la aventura amorosa; de su madre
hereda el destino de buscador del Grial.
Wolfram ha conservado la disposición estructural de la novela
de Chrétien, pero ha reelaborado mucho de ella con gran libertad.
Entre sus innovaciones la más llamativa se refiere al propio Grial,
que no es en su texto un plato sagrado donde se lleva una hostia,
sino una piedra preciosa de mágicos poderes.
El Grial es, en el poema de Wolfram, una piedra preciosa, que
además del nombre dé gral es calificada de lapsit exillis. Tan ex-
traña denominación ha sido interpretada de varios modos: lapis
erilis (piedra del Señor), lapis ex celis (de los cielos), lapis electrix
(de electrum, ámbar), lapis betilis (del árabe bet-el, meteoro),
lapis textilis, lapis elixir (un equivalente al lapis philosophorum
de los alquimistas) y lapis exilis (piedra humilde). También cabe
que ese nombre de vaga resonancia latina no corresponda a un
preciso sentido, sino que Wolfram haya querido darle un mis-
terioso nombre a un misterioso objeto mágico. Exiliado de los
cielos y cargado de mágicos poderes (como el de procurar alimen-
tos y bebidas a porfía a todos los asistentes a la mesa, procurar as-
pecto juvenil a todos los que la contemplan, ser de un peso tan
variable que un individuo de falso corazón no podría levantarla,
mientras que la transporta muy ligera una casta doncella, además
de servir para renovación del ave fénix, que sobre ella se quema y
recupera su perdida belleza y vitalidad), el Grial está relacionado
con el cielo: su poder viene de que sobre él desciende una vez al
año, el viernes santo, una paloma portando una blanca hostia. Es
invisible a los infieles y sólo lo encuentra quien al azar se topa con
147/353

él. Es un milagro del paraíso, «wunsch von pardis». Tras la caída


de Lucifer fue traído a la tierra por unos ángeles neutrales, y más
tarde entregado a la custodia de cristianos por decisión divina. De
él cuidan unos caballeros, los templeisen, valerosos y virtuosos, y
unas doncellas, tan castas como los caballeros. Mientras dura el
servicio al Grial ni unos ni otras conocen el amor mundano, pero
luego pueden partir a su tierra natal y casarse incluso. El protect-
or supremo del Grial es el Rey del Grial. Sólo el rey del Grial
puede casarse, con la dama cuyo nombre aparezca escrito en el
mismo Grial —donde de cuando en cuando aparecen letras mis-
teriosas—. Por lo demás debe guardar una conducta ejemplar. El
rey Anfortas está herido entre los muslos como castigo a un
amorío indebido, y de esta llaga terrible le sanará Parzival, su
sucesor.
Pero para nuestras consideraciones es conveniente que nos
detengamos brevemente en un examen de la composición de la
novela. Desde la magistral edición de K. Lachmann, en 1833, se
acostumbra a dividir el texto en dieciséis libros. Tal división tiene
un cierto apoyo textual, en la distinción trazada en algunos
manuscritos antiguos por unas mayúsculas miniadas, pero en-
cuentra su base en un análisis de la disposición interna de los
episodios. En los dos primeros libros se cuenta la historia de Gah-
muret, y su muerte. Luego vienen las famosas escenas del encuen-
tro de Perceval con los caballeros en el bosque y la partida del
joven, a quien su madre viuda ha vestido de un hábito rústico y
llamativo, como el de un loco, hacia la corte del rey Arturo. En el
libro está la llegada a la corte y la muerte de Ither, el caballero
rojo, una muerte que en este poema aparece cargada de mucho
mayor sentido que en el de Chrétien. En el libro VI Parzival, de
nuevo en la corte, tras la fallida visita al castillo, recibe la
maldición de Kundrie, que le descubre su fracaso. Y la tercera
148/353

escena en la que Parzival se encuentra con la corte de Arturo está


en los libros XIII y XIV, tras las aventuras de Galván, precediendo
al decisivo triunfo del héroe, que consigue llegar de nuevo al
castillo mágico del Grial, llamado el castillo de Munsalvaesche,
monte salvaje y a la vez monte de la salvación, donde será coron-
ado Rey del Grial.
El núcleo de la trama lo forman tres bloques narrativos: los
libros III-VI (educación caballeresca del joven ingenuo y primera
visita, fracasada, al castillo del Grial), libro IX (confesión de Par-
zival con el ermitaño Trevrizent, arrepentimiento y conciencia de
su pecado) y libros XIV a XVI (marcha ascendente del caballero
hasta su coronación en Munsalvaesche). El libro IX es el centro de
la trama, el más largo de todos los del poema, y Wolfram ha amp-
lificado notoriamente la escena (de 300 versos en Chrétien hasta
2.100 en el poema alemán). Las aventuras de Galván ocupan los
libros VII y VIII, y X-XIII. Galván acaba casándose con la esquiva
Orgeluse tras un elenco de victorias caballerescas, pero su triunfo
está en un plano muy distinto al de Parzival.
El encuentro de Parzival con el ermitaño Trevrizent está inter-
calado entre los episodios aventureros de Galván, como en el texto
de Chrétien, de quien Wolfram ha heredado la composición de la
doble serie de aventuras. Pero su misma posición, justo en el
centro del poema, destaca su función cardinal en la trama.
Parzival, que tras la maldición de Kundrie ha vagado durante
cuatro años y medio, acometiendo una serie de aventuras que no
se describen —porque en la fase en que está nuestro héroe ya no
significan nada esas aventuras— en un mundo que para él ha per-
dido el sentido, llega al punto de su conversión. En la confesión y
la charla con el sabio y santo varón el héroe llega al reconocimi-
ento de su culpa y se reconoce como un pecador —«ich bin ein
man der cunde hat». «El que cabalgó hasta Munsalvaesche/ y vio
149/353

la gran calamidad/ y el que no formuló ninguna pregunta/ ese soy


yo, hijo de la desdicha./ De tal modo, señor, he errado el camino».
Y el ermitaño le informa sobre sus errores: no sólo abandonó a su
madre, muerta luego de tristeza, sino que mató sin detenerse en
consideraciones a Ither, su primo, el caballero bermejo. Por ello
fue incapaz de formular, falto de caridad, la cuestión que habría
devuelto la salud al Rey Pescador y salvado de la muerte a otros y
hecho recobrar la tierra baldía.
Parzival había recibido con orgullo la maldición de Kundrie y
había protestado contra Dios, como el culpable de su desgracia, y
se había empeñado en una búsqueda ardua a despecho de Dios.
Parzival es un rebelde contra Dios; cuando se consideró abandon-
ado por Él, había querido proseguir su empeño incluso cargado
dél odio divino. (En esto el héroe del poema de Wolfram tiene un
carácter distinto del de Chrétien. Cuando recibió la noticia de su
fracaso, se negó a admitir su falta: «Ay, ¿qué es Dios? Si fuera to-
dopoderoso no me habría expuesto a tal desgracia. Yo he dedic-
ado mi vida a su servicio, y por ello esperaba su gracia. Ahora
quiero renunciar a su servicio. Si él me odia, yo soportaré su en-
ojo»). Pero Dios es más que un señor feudal, y el joven héroe re-
conoce, ante las palabras de Trevrizent, su anterior conducta
dominada por la soberbia, y mancillada por el pecado. La falta de
humildad y de caridad habían apartado a Parzival del recto cam-
ino. Ahora vuelve, con una conciencia de sus propios errores, al
amor y la gracia divina. La grandeza de Parzival estriba en su fi-
delidad —triuwe— que le permite superar la desesperación y la
duda a las que le arrastraba su orgullo. El orgullo —hochvart— le
cegaba; ahora con humildad —diemuete— el joven caballero va a
proseguir su búsqueda, esa aventura que le está destinada, pero a
la que sólo puede acceder por un largo proceso interior, un pro-
ceso que envuelve un progreso espiritual que pasa por la
150/353

conciencia de sus errores y la renuncia a su desmedida confianza


en su valer. La búsqueda que había comenzado sin preocuparse
de Dios, sólo puede concluirla mediante la gracia de éste. Antes
había ganado Parzival la gloria mundana, con sus triunfos
caballerescos, pero había perdido su camino y se había sumido en
el mundo de la duda y la desconfianza, esa zwifel que aparta a los
hombres de su perfección espiritual. Después de la entrevista con
el ermitaño un Parzival que ha renovado su fidelidad, esa virtud
que le caracteriza, va con la ayuda de Dios, y no por sus propios
únicos medios, a reemprender la empresa. La ignorancia aleja al
pecador de Dios y es ella misma consecuencia y castigo del
pecado, según San Agustín. Pero, como señalaban otros teólogos,
menos severos que San Agustín, el pecador puede con su propio
esfuerzo redimir sus culpas y merecer de nuevo el auxilio divino.
Y Parzival es el ejemplo más noble de ese denonado esfuerzo
hacia el bien, a través del arrepentimiento y la confesión.
En toda la obra de Wolfram la relación de Parzival con Dios es
esencial. «We, waz ist Gott?» («Ay, ¿qué es Dios?») es la pregunta
que se repite, de corazón, asombrado y angustiado, el héroe. La
búsqueda del Grial es una imagen de otra busca interior, la de
Dios, cuyo sentido envuelve también la búsqueda del propio yo.
Mas no cabe aquí, como en la Queste, una renuncia a la
caballería y una condenación de los valores terrenos. El mundano
Galván, que no conoce la dimensión más honda de esa experien-
cia espiritual, logra un limitado triunfo en el plano del amor y la
aventura. Parzival tiene un gran amor, fiel y casto, con Cond-
wiramours, con la que se casa pronto, y a quien hará reina del
castillo del Grial. Los guardadores del Grial, esos templeisen, im-
agen de los caballeros de la Orden del Temple, pertenecen al or-
den de la caballería. El amor de Condwiramours sostiene a Parziv-
al en su ardua empresa, y el pagano, pero magnífico caballero que
151/353

es Feirefiz, acaba convirtiéndose a la verdadera fe por amor. Y


desposará a la hermosa portadora del Grial. Del matrimonio de
Feirefiz y Repanse de Schoie nacerá el famoso Preste Juan, sober-
ano santo de un paradisíaco dominio en el fabuloso Oriente. Hijo
de Parzival y Condwiramours será Lohengrin, el Caballero del
Cisne, un mítico antepasado del conquistador de Jerusalén en la
Primera Cruzada, Godofredo de Bouillon.
La castidad es una virtud importante en Parzival. Casto es el
héroe, y también su amada. El primer encuentro de ambos, en la
noche, en Belrepeire, está narrado sin dejar resquicios a la am-
bigüedad erótica que ofrece el texto de Chrétien. Ni se besan ni
pasan la noche juntos. Y luego, tras la, victoria de Parzival, se cel-
ebra la boda, y sólo en la tercera noche de matrimonio los jóvenes
y castos esposos consuman su unión. El matrimonio conserva los
trazos del amor, como si la Minne cortés alcanzara así su perfec-
ción. Ya anotamos que no sólo Parzival, sino también los otros
dos caballeros del cuento, Galván y Feirefiz, se casan por amor.
Parzival es casto, kiusche, mucho más que el héroe de Chrétien y
menos que el dé la Queste. El rey Anfortas ha sido castigado por
un delito contra la castidad. Sin embargo no hay un énfasis de-
masiado monacal en este tema. También son castos los templeis-
en, que custodian el Grial, y también ellos, una vez licenciados,
pueden casarse.
Frente a la novela de Chrétien y a la versión de la Queste hay
en los escenarios evocados por Wolfram unos tonos misteriosos y
mágicos de una especial densidad, un tanto germánica, como si
aquí el bosque fuera más profundo, los encantamientos más
densos, y los castillos más quiméricos. Voy a citar a este propósito
unas líneas de A. Béguin, que reflejan este parecer desde su óptica
de gran admirador de la Quete, tan mística y tan francesa:
152/353

«También Wolfram es un espíritu profundamente religioso,


un cristiano cuya intención y ansia es espiritualizar un cierto
mundo profano. Pero se le siente en lucha contra una realidad,
contra una civilización que no son de la misma especie que la
civilización humanista, laica, de los caballeros y los héroes
corteses. Lo que él reelabora es una leyenda que le llega de fuente
provenzal o francesa, pero que, entre sus compatriotas o en su
propia imaginación, ha reencontrado todo el poder misterioso y
tremendo de los mitos ancestrales. La magia reina por doquier,
con sus amenazas; se está rodeado de tinieblas, los sacerdotes y
las iglesias piden socorro al caballero contra un pueblo hostil y
contra fieros asaltantes que los acosan de cerca. El pecado de Par-
zival lo sumerge en una verdadera crisis religiosa que está evoc-
ada con un admirable realismo psicológico; él vive lejos de Dios,
rebelde y desesperado, torturado por la nostalgia del amor divino
del que se ha privado y contra el que se rebela. Todo es más
dramático, más oscuro, más vasto también. Es el bosque pagano,
no la amable floresta de las novelas francesas lo que sirve de es-
cenario a la aventura. Es el mundo de los dioses germánicos y de
las hadas lo que hay que evangelizar. ¡Qué diferencia con la obra
que los monjes y los poetas de Occidente habían tenido que
[103]
cumplir!» .
Sospecho que en este comentario ha influido tanto la obra de
Wolfram como la recreación de la misma por Wagner. Pero no
deja de ser notoria esa sensación de una atmósfera más vasta,
sombría y extraña que el lector percibe como peculiar en el poema
alemán.
Por otro lado el mundo en que se arriesgan y aventuran los
héroes del poema es distinto al fabuloso reino de Logres, porque
es decididamente más histórico y más realista. Con sus alusiones
153/353

a las Cruzadas, con la introducción de las referencias al mundo de


los paganos —esos árabes que no son ya los enemigos malvados y
felones de las canciones de gesta—, hay una nueva comprensión,
un tanto «romántica» de lo oriental. Algún comentarista ha
pensado que en la figura de Gahmuret, Wolfram quiso elevar un
monumento al más famoso caballero cruzado de la época, Ricardo
Corazón de León, miembro de la casa de Anjou. Tal vez eso sea
concretar demasiado. Pero está claro que en Wolfram hay ecos de
los sucesos de su época y una intención clara de relacionar la fic-
ción novelesca con ese horizonte oriental e histórico. Belakane y
Feirefiz, gentiles ambos, son virtuosos y dignos de ser compara-
dos con los más nobles personajes del mundo cristiano. Sobre to-
do la figura de Feirefiz, el bravo guerrero, que también ha
heredado de su padre Gahmuret el coraje y la cortesía, es un rasgo
que indica la amplia concepción de espíritu de Wolfram.
Feirefiz, hijo de la gentil mora y del mercenario caballero,
blanco y negro a la vez, con el cutis a rayas, no tiene claroscuros
en su alma. Es un bravo guerrero, que incluso en su duelo con
Parzival se mantiene invicto. Tras la larga pelea los dos hermanos
acaban por reconocerse. Y es Feirefiz quien acompaña a Parzival
en su ascensión al castillo de Munsalvaesche y su encuentro con el
Grial. Feirefiz, que es todavía pagano, no consigue ver la maravil-
losa piedra, invisible a los infieles. Pero se enamora de la porta-
dora de la misma y, por amor, se hace cristiano (olvidando a su
anterior esposa y su patria árabe) y desposa a Repanse de Schoie.
Esa conversión por amor es un trazo romántico de esperado final
feliz. Tal vez hay en este episodio un toque de ironía, pero la es-
cena en que el caballero infiel queda prendado de la bella, sin ad-
vertir la presencia del Grial, guarda una ingenua y sorprendente
sugestividad poética.
154/353

Como ha señalado K.O. Brogsitter, en la novela de Wolfram,


«hay junto a la ampliación geográfica también una profunda di-
mensión histórica: el tiempo que media entre la cristiandad prim-
itiva y la época de las Cruzadas forma el horizonte de su obra. Este
aspecto histórico está siempre presente al lector, aunque no se ad-
vierte nunca de un modo explícito. Nos ofrece, pues una síntesis
entre la novela fabulosa de caballerías y la autoconciencia
histórica y espiritual de la caballería». Cuando al final del poema
Parzival acepta con humildad ser coronado en el Castillo del Grial,
sabemos que su triunfo ha sido mucho más que una victoria
caballeresca; es una conquista espiritual conseguida por su arrojo
y su fiel entrega al servicio de Dios, con fidelidad, humildad, y
pureza de corazón. Es el final de un proceso espiritual, de una
educación que empezó por el ámbito de la caballería y la cortesía
para trascenderse en una búsqueda espiritual. El misterioso Grial
es, de algún modo, un símbolo. La doctrina de la predestinación
cede terreno ante una doctrina de la gracia divina que es dispens-
ada a quien se esfuerza por alcanzar el amor de Dios. (En la teolo-
gía de la época esta idea, contra la tesis agustiniana, era expuesta
por Alberto Magno, e iba a ser formulada sistemáticamente por
Tomás de Aquino). Coexisten los dos planos de la aventura: el ter-
renal y el espiritual, y ambos están en armonía.
Es probable que a Chrétien no le hubiera gustado el estilo
poético de Wolfram y que hubiera encontrado un regusto bárbaro
en su poesía, y acaso no hubiera compartido el afán del poeta
alemán por ahondar en los misterios de la magia y del corazón
humano, ni el comentario teológico de algunos puntos; pero me
parece que, aún así, se habría sentido más próximo a este gran
novelista que a los prosistas del Ciclo y al autor de la Queste con
su didactismo doctrinario y alegórico. En un ambiente germánico
155/353

Wolfram recobra impetuosamente y ahonda con sutil ardor el


gran hálito de la novela de caballerías, y su mágica atmósfera.
Es curioso observar cómo «la literatura alemana moderna ha
gustado de considerar este argumento (el de Parzival) como
típicamente nacional debido a la refundición hecha por Wolfram,
pretendiendo ver en Parsifal el «símbolo» del «alma alemana» o
de «la búsqueda por Dios de los alemanes». En tal sentido está
claro que la reinterpretación más influyente del mito es la de la
ópera de Richard Wagner, Parsifal, estrenada ahora hace cien
años. Casi veinticinco, desde 1857, estuvo el músico obsesionado
con el tema, que en sus manos cobra nuevos tonos simbólicos y se
transforma en una especie de drama sacro para iniciados y fieles
[104]
wagnerianos con su propia y confusa mística, esta ópera —que
motivó la más dura repulsa de Nietzsche hacia la supuesta sum-
isión de Wagner al cristianismo— es un tratamiento libre del viejo
tema de la búsqueda del Grial.
Wagner adapta el tema medieval con una libre reelaboración
de sus motivos, sin afán de fidelidad a los textos originarios. Ha
eliminado todas las referencias al mundo artúrico, y con ello a las
aventuras de Galván. La acción es simple y Parsifal es el único
héroe de la misma, que tiene dos escenarios fundamentales: el
castillo del mago Klingsor (imagen diabólica del Castillo de las
Maravillas que visitara Galván) y el de Montsalvat (situado en una
extraña comarca de la España mora, lo que sugiere Montserrat o
Montségur, la fortaleza cátara), donde residen Anfortas y el Grial.
La más original aportación de Wagner es la recreación de la figura
de Kundry (en la que ha fundido a la Mensajera del Grial y a la
tentadora Orgeluse), bella criatura demoníaca y seductora, al ser-
vicio del Mal, de la Voluptuosidad, enviada por el tenebroso
Klingsor para tentar a Parsifal. Al fin, Kundry, como la
156/353

Magdalena, es redimida por el héroe, inocente y casto, triunfador


y redentor. Este drama, barroco y recargado de simbolismos,
auroleado de una confusa metafísica, significa la última reinter-
pretación romántica del mito, alejado del ambiente caballeresco y
artúrico.
Fulgores del Grial

¿Qué es el Grial? ¿Un plato ancho y plano, como indica la etimo-


logía de «graal»? ¿Una copa identificada con el Santo Cáliz, recip-
iente de la sangre de Cristo? ¿Una piedra preciosa de mágicas vir-
tudes? El vaso santo o el celeste carbunclo refulge con misterioso
prestigio en la trama novelesca. Pero para la historia de Perceval
no importa mucho la forma que tome el objeto mistérico. La pre-
gunta que el elegido debe formular en su presencia no es, desde
luego, qué es el Grial, sino esta otra: «¿a quién sirve el Grial?».
Así como ante la lanza sangrante debe preguntar: «¿por qué san-
gra la lanza?». (Y así quebrará el maleficio).
Los dos motivos aparecen luego disociados en la mayoría de
los textos: la lanza sangrienta es identificada por Robert de Boron
con la lanza que hirió el costado de Cristo en la cruz, pero ni Chré-
tien ni Wolfram reparan en tal identificación. En el Parzival la
lanza alivia en una ocasión las heridas de Anfortas, y con ella cura
el héroe a su malherido tío. Pero queda disociada del rutilante
carbunclo que es «una maravilla del paraíso» y la más preciosa
reliquia de la tierra.
El término graal, un vocablo común, pero de uso poco fre-
cuente en francés, significaba sencillamente «un plato ancho y
poco profundo», como lo define hacia 1230 el monje Helinand de
Floidmon: «scutella lata et aliquantulum profunda». Podía usarse
tal plato para presentar algún pescado a la mesa, como sugiere
158/353

Chrétien al indicar que «no contenía ni salmón ni lucio ni


lamprea». Por lo demás el plato podía presentarse cubierto o des-
cubierto, tal como pasa en la primera visita de Perceval al castillo.
Luego, en el Ciclo (es decir, en L'Estoire del Saint Graal y en la
Queste), se explica que es la bandeja en que Jesús y sus discípulos
recibieron la carne del cordero pascual en la Ultima Cena; y tam-
bién en Perlesvaus se identifica con la Parópside, el santo plato.
Robert de Boron afirma que fue utilizado para recoger las últi-
mas gotas de la sangre del Crucificado, tras de haber servido como
cáliz en la Ultima Cena. El plato santo se va transformando en
una copa, semejante al ciborio eucarístico. (Como apunta precis-
amente Martín de Riquer, las diferencias entre el cáliz y el copón
no estaban aún formalizadas en la liturgia de fines del XII). Puede
haber resultado sugerente al respecto la forma sangreal («santo
grial»), entendida como una alusión a la «sangre real» (sang real)
de Cristo. Wolfram ha introducido una extraña variante al
presentar el Grial como una piedra preciosa, llamada «gral» (en-
tendida tal palabra como un nombre propio) y «lapis exillis».
Aunque la piedra guarda una relación con la eucaristía, ya que el
Viernes Santo de cada año desciende sobre ella el Espíritu Santo
en forma de paloma con una blanca oblea que renueva sus
poderes, el origen de la misma remonta a los orígenes del mundo,
cuando en la lucha entre Dios y Lucifer fue traída de los cielos a la
tierra por ángeles neutrales. Este Grial no tiene referencias a la
pasión ni a la historia apostólica relatada por R. de Boron y sus
seguidores. Tan misteriosa piedra puede remontar al eco de un
famoso pasaje del Viaje de Alejandro Magno al Paríso, el Iter Al-
exandri Magni ad Paradisum, en el que Alejandro no logra ac-
ceder a éste, por su orgullo y soberbia, y sólo recibe de allí como
reliquia una piedra prodigiosa, de muy variable peso (según la vir-
tud de quien la levanta) y que irradia juventud. Esa lapis ex celis,
159/353

wunsch von pardis, el Grial, es una «piedra humilde», lapis exilis,


que sólo puede ser vista por los puros y fieles, al modo de la lapis
exilis de los alquimistas. (De la que afirma Arnaldo de Vilanova:
«Hic lapis exilis extat pretio quoque vilis. Spernitur a stultis, am-
atur plus ab edoctis»). Como la «piedra filosofal», sólo es apre-
ciada en su justo valor por los sabios. Múltiples son los coment-
arios y las influencias que se han sospechado en esa joya.
Mas no importa gran cosa qué forma tenga el Grial. Lo que es-
tá claro es su función simbólica, su significación trascendente. Su
fulgor anuncia que no es de este mundo. Supraterrestre, extrater-
restre, celeste, es en cualquier caso y figura un testimonio de un
más allá. Es la suprema maravilla en un universo feérico y extraño
como es el de las aventuras artúricas. Pero es, ante todo, un testi-
monio de un universo superior, al que sólo unos pocos, los me-
jores, los elegidos, los perfectamente puros, pueden acceder. Por
eso su presencia fulgurante hace palidecer todo lo demás, y es tan
quimérica su llamada que nadie se resiste a la búsqueda; y, sin
embargo, esa denonada empresa confirma el valor relativo de la
cortesía y del mero ímpetu combativo de los caballeros. De alguna
manera la búsqueda del Grial anuncia el fin de las hazañas de los
héroes de la Tabla Redonda. En ella fracasan Lanzarote y Galván,
que eran los héroes paradigmáticos de la corte artúrica. El héroe
del Grial pasa por el mundo cortés, va armado y educado como un
caballero, pero no puede detenerse en la corte; va ensimismado
en busca del más allá, y arriesga su persona totalmente en ese
otro terreno. Los demás no lograrán traspasar la invisible barrera,
no lograrán hallar el evanescente castillo donde se desarrolla la
fantástica procesión del Grial. De ahí la gran tristeza que invade a
Arturo cuando observa la partida de sus caballeros en pos de tan
difícil objetivo. Desde un comienzo presiente ese fracaso. Perceval
o Galaad, en cambio, son huéspedes rápidos y presurosos en su
160/353

corte; pero vienen del bosque y la soledad y van hacia otro ámbito
lejano, donde rige un nuevo principio, sacro y sobrenatural.
Para el elegido la aventura es también una aventura interior.
Espiritual es también el fulgor del Grial, y el premio hay que
merecerlo. El primer fracaso del héroe es la doliente advertencia,
y el reconocimiento de las propias faltas el comienzo del buen
camino. (Eso falta en el caso de Galaad, puro desde un principio).
No son los éxitos en el torneo ni la proeza bélica lo que abre el ac-
ceso al prodigio, sino la fe y la pureza de corazón, por lo que el
Grial fulge también dentro de su héroe.
El ceremonial que rodea la aparición del Grial es también ex-
traño. Ante los ojos del atónito Perceval cruza, rodeado de un lu-
minoso y mistérico cortejo, llevado por una doncella, seguido de
la lanza sangrienta. Tal vez la hipótesis que da una explicación
más completa a este ceremonial es la que lo refiere a un reflejo de
un rito de la iglesia bizantina. Allí en la liturgia de ciertas misas se
celebra una procesión en la que un sacerdote porta el cáliz, otro
un diskos (un plato amplio), y otros acólitos llevan diversos obje-
tos que aluden al martirio de Cristo. En tal ceremonia solía ll-
evarse una espada, en recuerdo del arma de Longinos, entre las
luces de antorchas y candelabros. Este paralelo, que resaltó K.
Burdach, señalando que por algún relato de cruzados pudo llegar
hasta Chrétien, deja sin embargo dos puntos por aclarar: el nov-
elista no reconoce carácter sacerdotal a ninguno de los miembros
del cortejo y, muy sorprendentemente (de aceptar tal hipótesis),
es una doncella quien lleva el Grial. Esta presencia femenina ha
sido luego escamoteada por los autores del Perceval Didot, la
Queste y L'Estoire del Saint Graal, que han suplantado a la joven
por un muchacho o un sacerdote. Pero no cabe duda que es un
elemento originario. M. Roques ha querido darle un valor
alegórico a esta figura de mujer: sería una alegoría de la Iglesia.
161/353

Pero ningún escritor medieval había caído en la cuenta de tan in-


geniosa explicación. (Menos que nadie Wolfram, que hace de la
portadora del Grial, la bella Repanse de Schoie, la esposa de
Feirefiz).
También figura entre esos objetos maravillosos una bandeja
de plata, de las que podían servir para trocear las carnes en un
banquete, y también como adminículo en la ceremonia de admin-
istrar la comunión a los fieles. Pero de esta bandeja, el tailleor
d'argent, apenas se habla. Wolfram, al traducir mal tailleor, la
sustituyó por un par de cuchillos de plata. El graal y el tailleor
aluden, al parecer, a una comida noble y suntuosa, pero la lanza y
su sangre evocan algo más sombrío e hiriente.
En cuanto a los orígenes de la leyenda mucho se ha escrito y
fantaseado, pero en una rápida síntesis, y sin detenernos a resum-
ir los argumentos de unos y otros, podemos señalar cuatro teorías
básicas: 1) Tanto el Grial como la Lanza proceden de un ritual
cristiano y de una leyenda seudoevangélica, tal como la expuesta
por R. de Boron, que tal vez encontró Chrétien en el libro en latín
que le prestó el conde de Flandes. 2) El grial y la lanza sangui-
nolenta provienen de leyendas celtas, de antiguos mitos y rituales
mal interpretados y difundidos por los conteor bretones. 3) La
leyenda del grial, con su procesión mistérica, la lanza, y la figura
del tullido y viejo monarca, padre del rey pescador, han surgido
de antiguos rituales paganos relacionados con la fecundidad de la
tierra y el vigor del soberano ligado al de su país. 4) En esa ley-
enda y ese ceremonial se proyectan influjos orientales de muy
varia procedencia, persas, maniqueos, etc.
La última teoría afecta más a ciertos puntos del mito, como
son la situación del castillo del Grial y algunos nombres, que al
conjunto de la leyenda, de la que no conocemos paralelos exactos
162/353

o significativos en Oriente. Influjos en algún detalle es verosímil


que los haya, especialmente en la versión de Wolfram.
La tercera hipótesis, que en otro tiempo estuvo muy divulgada,
gracias sobre todo a los libros de Jessie L. Weston, resulta de-
masiado vaga y general: «Vaso y lanza, en esta conjunción, son
símbolos sexuales, fálicos, bien conocidos, representando el vaso
o la copa el elemento femenino y la lanza o espada el masculino,
mientras que la sangre es la vida». «Contemplado desde el punto
de vista del ritual, parece claro que la búsqueda del Grial ha de ser
vista ante todo como la historia de una iniciación, como una
pesquisa en el misterio y el secreto de la vida; es el testimonio de
una iniciación manquée». Tal teoría subraya, creo, ciertas con-
notaciones del mito, pero no sirve para indicar su procedencia
concreta.
Entre las otras dos tesis me parece mucho más satisfactoria la
que afirma los orígenes célticos de la leyenda. El rasgo más gener-
al en todas las versiones de la misma es que el Grial provee mil-
agrosamente de alimentos y bebidas a los comensales de una
mesa de festín. Les ofrece cuanta comida y bebida desean col-
mando sus deseos. Incluso al comienzo de la Queste así sucede,
cuando el Santo Vaso aparece flotando en los aires y hace la ronda
sirviendo el manjar abundante y espléndido a los caballeros de la
Mesa Redonda. Que luego el Grial contenga un alimento más re-
finado y espiritual, como es la hostia —que, aunque espiritual,
sirve precisamente como único alimento al viejo rey enfermo—
parece algo derivado de su anterior función.
Son varias las leyendas célticas en las que aparece un caldero
mágico, que aporta cuanta comida y bebida se desea en el festín,
mítico y ritual. También puede presentarse como un plato, el dys-
cyl galés. Y no faltan en las mismas leyendas sangrientas lanzas
que rememoran hechos luctuosos, y algún rey herido que aguarda
163/353

la llegada del héroe vengador. R.S. Loomis y J. Marx —entre


otros— han señalado los posibles paralelos a la aventura de Per-
ceval en relatos irlandeses y galeses antiguos.
Ya hemos citado el cuento de Peredur, que J. Marx indica
como más próximo al primitivo esquema del «cuento de aven-
tura» que pudo ser el prototipo de la historia de la que el profano
y sutil novelista extrajo El Cuento del Grial, en una libre reinter-
pretación, cristianizando el símbolo fundamental y perfilando
cortésmente algunos episodios del bárbaro esquema original. El
texto escrito de Peredur está ya influido por la novela de Chrétien,
pero lo que se defiende en esta tesis es que remonta a un proto-
tipo más antiguo, tal vez una narración oral galesa, un folktale de
raigambre muy arcaica.
Aun a riesgo de repetir algo ya dicho, voy a citar unas líneas de
J. Marx:
«El relato primitivo cuenta el viaje del joven Peredur al
Castillo de las Maravillas: allí asiste al desfile de un cortejo en el
que se lleva una lanza y una cabeza sangrienta en un plato. Más
tarde se enterará que se trata de la cabeza de su primo asesinado
por las brujas de Kaerloyw (Gloucester), y deberá vengar a la vez a
su tío herido por las mismas brujas y a su primo asesinado. Para
ejercer su venganza deberá pasar por numerosas aventuras —not-
ablemente con personajes femeninos— y además cumplir la
búsqueda de animales y talismanes maravillosos. Deberá re-
clamar el auxilio, como Culhwch, de Arturo y su corte, especial-
mente el de su sobrino Gwalchmei, para cumplir la venganza y
asegurar sin titubeos su acceso al castillo de su tío.
Se ve el interés de esta historia si se la considera bajo su forma
primitiva de las aventuras del joven héroe, su visita al Castillo de
las Maravillas, modelo del palacio de la aventura, el cortejo con su
lanza sangrienta que desfila ante él, con la cabeza cortada que
164/353

exige venganza y la venganza finalmente ejecutada. Nos ha pare-


cido que Peredur es la primera forma del nombre que en francés
será Perceval, dado más tarde sin duda por el autor del «cuento
de aventuras» en razón de las pruebas mismas del héroe que at-
raviesa (perce) el secreto del castillo situado en un valle (val), nor-
malmente invisible, y sólo visible al único ser digno de llegar a
[105]
él» .
La trama de Peredur no sólo es más sencilla —lo que es por sí
mismo un detalle probatorio de arcaísmo—, sino que recurre a
elementos frecuentes en el corpus narrativo céltico, que procede
de una mitología muy rica en relatos de este tipo. Pero basta con
leer Peredur, para advertir cómo Chrétien ha mejorado con su
conjointure y su reinterpretación el sentido del relato del cuento
tradicional del que Peredur es sólo una variante tardía.
Perceval procede del protagonista de un folktale bien ates-
tiguado: es el «simple» (nice) que paulatinamente pierde su rusti-
cidad y se educa, a través de varios lances chuscos, en la corte.
Pero el protagonista de la novela de Chrétien es muchísimo más.
Tiene una personalidad clara, una psicología personal, es todo un
carácter, un acabado héroe novelesco. Es mucho más que Peredur
por su hondura psicológica. Y la búsqueda del Grial es algo muy
superior a una historia de una vendetta familiar. Todo el colorido
cortés procede del novelista de Troyes, así como la extraña atmós-
fera del castillo del Grial es una hábil recreación sobre una pauta
tradicional. ¿Y qué sería nuestra novela sin ello?
Quien visita un Castillo de las Maravillas, sólo habitado por
extrañas damas, madres de héroes, y bellas doncellas, es Galván,
que parece encontrarse muy a sus anchas en ese decorado feérico,
tan céltico y evanescente. Y es Galván quien anda mezclado en
historias de venganzas familiares y saltando sobre peligrosos
165/353

abismos. Pero justamente Galván, «menos quiteur que turista de


la proeza» caballeresca, como dijo Frappier, es quien más lejos se
halla de la gran aventura, como si se quedara extraviado en ese
ámbito del cuento de aventuras sin otro destino, sin ese trasfondo
auténtico que tienen Yvain, Lanzarote y Perceval, figuras íntimas
del genio creador de Chrétien. Acaso Galván lograba reencontrar
la lanza sangrienta, un hallazgo que se presagia funesto para el
reino de Arturo, pero esa sería una lanza malhadada céltica, no la
de Longinos. (Galván es el protagonista en dos textos sobre el Gri-
al: la Primera Continuación y el Diu Crone, del austríaco Heinrich
von Turlin).
Esa acción doble, ya ensayada por Chrétien en su Lancelot, es
la base de las varias búsquedas paralelas, que algunos continu-
adores multiplicarán, un recurso novelesco de largo éxito, no
menos trasfigurado que el héroe resulta el Grial, si es que procede
del antiguo caldero mágico de la abundancia y del mítico festín.
Admitiendo, el origen céltico de los elementos del mito, hay
que resaltar que tal leyenda ha sido luego cristianizada y reinter-
pretada en un nuevo contexto, cristiano y eucarístico. (Lo cual es
un proceso muy normal. Un poeta reinterpreta una saga mítica
que a él le es sólo accesible en parte como un cuento cargado de
misterio y poesía a la luz de sus propios esquemas culturales).
Tanto J. Frappier como E. Kóhler se inclinan por esta solución al
tema de los orígenes legendarios de la leyenda. Los romanistas
que rechazan las influencias de los relatos célticos, y por tanto
postulan como núcleo originario un texto cristiano y una leyenda
exclusivamente cristiana —St. Hofer, K. Burdach, etc.—, me
parece que menosprecian la fuerza de la tradición oral bretona, y
de la tradición oral en general, tan importante para la transmisión
de motivos literarios en la Edad Media.
166/353

Desde luego que en ese final del siglo XII y los comienzos del
XIII la búsqueda del Grial se ha cargado de nuevos acentos y con-
notaciones espirituales que nada tienen que ver con su trasfondo
mitológico, y mucho con las preocupaciones cristianas del mo-
mento. Recordemos que el patrono de Chrétien, Felipe de Alsacia,
era, además de un político maquiavélico y poderoso, un carácter
devoto y un valiente cruzado. Quienes escuchaban los relatos de
las aventuras en Tierra Santa, la difícil reconquista de Jerusalén,
¿cómo iban a dejar de ver en el primer fracaso de Perceval y su
empeño por encontrar el camino al castillo maravilloso un
trasunto de la difícil reconquista del Santo Sepulcro? Y quienes
habían oído de cómo la lanza que hirió el costado de Cristo había
sido recuperada y era adorada en Antioquía, ¿no verían un halo
sagrado flotando en torno a la «lanza saogrante» llevada en pro-
cesión? Y esa preocupación por la perfección espiritual del
caballero, por la pureza de corazón y la castidad, ¿no era uno de
los grandes temas de la época? ¿No lo era también la presencia de
Cristo en la Eucaristía? ¿Y el tema de la predestinación y la culpa
y la gracia?
La fascinación que la leyenda del Grial ejerce procede; a mi
parecer, de los temas que en ella se entrevetan. Porque aunque los
textos proponen explicaciones a sus enigmas, y nos cuentan la
historia del santo objeto, siempre queda un halo de misterio,
siempre subsiste algo de la intriga. Porque lo que nos fascina es,
tanto o más que el Grial, el arduo camino hacia él, la búsqueda. A
diferencia de otras aventuras o viajes en pos de un objeto mágico,
p.e. el del Vellocino de Oro, tras el que van Jasón y sus Argo-
nautas en el mito clásico, esa búsqueda es una evasión hacia lo
trascendente, un partir desaforado más allá del horizonte aven-
turero. Sólo al elegido le es posible la visión del Grial, sólo el
167/353

caballero que se ha purificado con rigor y con humildad merece el


premio (al que, como en el caso de Galaad, puede seguirle una
pronta muerte). El Castillo del Grial puede estar en cualquier
lugar y aparecer de improviso o desaparecer. El mismo Grial flota
y vuela —desde el occidental Avalon hasta Sarras en el extremo
oriente—, y su milagrosa presencia colma de ventura a los es-
pectadores. La comida que dispensa se va haciendo más espiritu-
al, como se espiritualiza el camino y el sentido de la búsqueda.
Con Perceval compartimos la duda y la desesperación. Ino-
cente y culpable a la vez de su silencio pecaminoso, él es el mejor
buscador del Grial. Wolfram ha ahondado en su psicología: el
justo rebelde alcanza su grandeza en la contrición de sus faltas, y
por la humildad se enaltece. En una asombrosa contradicción, el
castillo del Grial que sólo aparece ante quienes no lo buscan in-
tencionadamente, reaparece ante Parzival, y ahora que ya sabe las
respuestas el héroe formula su pregunta salvífica, y sucede al viejo
rey, como en el mito arquetípico de soberanía. Al lado del triun-
fador están otras ejemplares figuras, como Lanzarote, a quien se
le niega el triunfo por haber amado demasiado a la reina Ginebra;
Lanzarote, peregrino en una trágica empresa, pecador y
penitente.
Caben interpretaciones mistéricas de la búsqueda del Grial.
Prefiero olvidarlas. Acaso cada uno tiene su propia búsqueda y su
Grial.
Capítulo IV

El crepúsculo de los caballeros: «La muerte del rey


Arturo», una novela trágica
«En el llano de Salebieres comenzó la batalla, por la que el reino
de Logres fue a la destrucción, a la vez que muchos otros, porque
después no hubo tantos nobles caballeros como había habido
antes; tras su muerte, las tierras quedaron desoladas y yermas,
sin buenos señores, pues todos murieron con gran dolor y
aflicción».
Muerte del rey Arturo, cap. 181

Con La muerte del rey Arturo (La mort le roi Artu) concluye el
ciclo novelesco de la Vulgata artúrica. Después del Lanzarote y de
La búsqueda del Grial, esta tercera novela cierra el relato de las
aventuras de Lanzarote y los famosos caballeros de la Tabla Re-
donda, y cuenta el fin del reinado de Arturo. En la primera frase
de la novela se nos dice que aquí continúa maese Gautier Map el
relato de las aventuras del Santo Grial, enlazando así esta narra-
ción con la precedente en el Ciclo. En el último párrafo se dice que
ya se calla definitivamente, «pues ha rematado todo según ocurrió
y acaba así su libro, de manera que después de esto no se podrá
contar nada más sin mentir». Los largos avatares concluyen aquí.
169/353

Y para que quede claro que éste es el fin el autor deja muertos a
todos los personajes.
Todo queda, pues, rematado: los paladines de la Tabla Re-
donda perecen en cruentos y fratricidas combates. Tras la car-
nicería bélica de Salisbury los ejércitos de Arturo y de Mordred, el
traidor, quedan aniquilados, y caen sus señores heridos de
muerte. El padre ha matado al hijo y Mordred ha dejado también
moribundo a Arturo. De un misterioso más allá acude en un navío
fantasmal Morgana, la hermana maga del rey, para llevárselo al
feérico Avalon. (Aunque, con un añadido ambiguo, el texto apunta
luego que Arturo yace enterrado en una tumba próxima). Ginebra
se retira a vivir una vida de penitencia en un convento de monjas,
y Lanzarote se va a la soledad de una ermita. Y ambos mueren
pronto, afirma el novelista, que no quiere dejar ningún cabo
suelto. Ya nadie podrá seguir contando sus aventuras. Todo acaba
[106]
piadosamente .
La rueda de la fortuna, como el rey vio en sueños, ha dado una
vuelta, y su destino encumbrado ha tenido un catastrófico final. El
destino ha cumplido fatídicamente su obra. Quienes se ensalzaron
por las glorias de la lanza y la espada, los caballeros mundanos y
arrogantes, encuentran su muerte bajo los feroces tajos de las
armas, o, como Lanzarote, orando perdón por sus pecados en una
celda solitaria. El loco amor de Lanzarote y Ginebra ha precipit-
ado, junto al orgullo y la sed de venganza, a todos los nobles guer-
reros a tan desastroso fin. La catástrofe tiene, sin embargo, una
trágica grandeza. Arturo, el viejo monarca, que ha visto morir uno
tras otro a sus mejores hombres, mata a su hijo Mordred con sus
propias manos, y, sintiéndose desfallecer, mortalmente herido,
ordena a Girflet que arroje su espada, la ilustre Escalibor, a un
lago cercano. Con pesar cumple el fiel caballero su mandato. Y
170/353

una mano fantasmal surge de las aguas sombrías para recoger la


espada mistérica y poderosa, que ningún otro humano heredará.
Es la espada que el joven alumno de Merlín extrajo de la roca en
que apareció hincada muchos años atrás, y supo blandirla luego
con gloria como símbolo de su regio origen. Ahora la espada del
rey vuelve al fondo misterioso.
La atribución de la novela a Walter Map, archidiácono de Ox-
ford y familiar de Enrique de Inglaterra, autor del docto De nugis
curialium, es una clara superchería. W. Map había muerto en
1210, unos veinte años antes de que se escribiera este texto. Los
clérigos que compusieron el Ciclo prefirieron guardar el anonim-
ato, en un rasgo de prudencia bastante justificado por los recelos
de la Iglesia hacia la doctrina religiosa de La búsqueda del Grial.
Como ya hemos dicho, desde los estudios de F. Lot y J. Frappi-
[107]
er se admite que hubo un «arquitecto» general del conjunto
narrativo, pero que cada autor de una de sus novelas tiene su pro-
pio estilo, aún componiendo sobre un esquema previo.
Lo que caracteriza al autor de La muerte es su sentido
dramático y su intenso patetismo. «Sin saberlo, el autor de la
Muerte de Arturo recobra el clima de la tragedia griega: sus
héroes, en el siglo, no pueden escapar al engranaje del destino».
(J. Frappier).
Cuando comienza esta parte de la historia ya se ha cumplido el
tiempo esplendoroso de la caballería andante. La aventura del
Grial quedó atrás, y ha dejado una triste secuela. Perceval y Ga-
laad han muerto, santa y lejanamente, como otros que no alcan-
zaron ni la gloria ni el regreso a la corte; Lanzarote, el mejor
caballero de este mundo, se vio incapaz de merecer el éxito en
tamaña empresa, reservada a los puros de todo pecado. Ha amado
171/353

y ama con loca pasión a la reina. Y esa es su grandeza y su mayor


pecado.
Desde un principio se insinúa en el relato la melancolía: Signi-
ficativamente los protagonistas no son ya jóvenes. Ginebra tiene
más de cincuenta años; el amor de Lanzarote ha sellado su des-
tino. Al final de la trama han pasado bastantes años más. Arturo
tiene más de noventa cuando avanza hacia la última batalla.
Galván anda por los setenta y tantos, y, más joven, Lanzarote re-
basa con mucho el medio siglo. La amistad que unía a los palad-
ines se descompone. El buen Arturo se ve obligado a enterarse de
los encuentros amorosos de su esposa con el mejor de sus amigos
y ha de exigir venganza de su honor mancillado por el adulterio.
Lanzarote sufre desgarrado entre dos lealtades, y por salvar a
Ginebra de la muerte en la hoguera pelea con sus amigos de ant-
año, dando muerte a Gaheriet, y luego, sin poder evitar la fiera
contienda, hiere mortalmente a Galván, su compañero más
destacado, el ejemplo de caballeros corteses, el sobrino preferido
del viejo rey. Sobre Arturo, Lanzarote y Ginebra cae la trampa y la
desesperación.
El entramado de la novela es magnífico. Sólo en Tristán e
Isolda encontramos un sentido trágico como el que ahora alcanza
a estos héroes. Pero aquí la catástrofe es de mayores dimensiones.
Porque todos los famosos caballeros de la corte de Arturo van cay-
endo, uno tras otro, en esos fieros combates que ensangrientan el
último tramo de la historia. Arturo recoge entre sus manos los
cadáveres de sus sobrinos, y besa sollozando sus rostros («le besa
los ojos y la boca, que estaba muy fría»), mientras contempla
cómo el odio y la traición acaban con su reino y sus ideales de
concordia.
La descripción de la batalla de Salisbury, con las repetidas y
mortíferas cargas de los caballeros, con la mención de cómo uno
172/353

de un tajo hace volar con su yelmo la cabeza de otro, cómo el de


más allá cae atravesado por una firme lanza, etc., alcanza reson-
ancias épicas. Como en la Iliada y en la Bhagavad Gita sobre la
descripción de los fragores bélicos flota un halo de conmiseración
por el triste destino de los héroes. La progresión del relato hasta
esa estupenda catástrofe es una muestra del excelente ritmo nar-
rativo del autor anónimo. La sobriedad en las descripciones
psicológicas va de acuerdo con su dramatismo. Y en la ausencia de
digresiones contrasta con la precedente novela de La búsqueda
del Grial. El feroz encuentro entre Arturo y Mordred corona la
gran hecatombe. En contraste con la descripción que Geoffrey de
Monmouth había hecho de esta batalla, que sigue patrones nar-
rativos de historiadores latinos, y en contraste con la versión más
rápida que dará Malory, la del autor francés está llena de vigor y
de plasticidad. Hay una descripción del avance de las tropas en-
frentadas, y luego de las cargas lanza en ristre que desaparecen en
la sombría refriega que da una idea de las grandes batallas de la
época. Importa menos que el lugar de la batalla se haya
trasladado desde Camlan, o Camblan, hasta el llano de Salisbury
(en francés Salebieres). Pero ese es un hermoso llano para una
gran batalla y el nombre del mismo no deja de tener, tanto en
francés como en inglés, un lúgubre rumor de tumbas.
La narración parece un tanto monótona a veces, porque la
prosa de nuestro novelista es precisa y sobria, pero tiene una
áspera elegancia y una sorprendente modernidad, superior a las
demás partes del Ciclo. Es un crepúsculo de los héroes, con-
movedor por su atmósfera gris y roja, una espléndida narración
del desastre y el ocaso.
Capítulo V

Una recreación otoñal: «Le Morte Darthur»


«For herein may be seen noble chyvalrye, curtosye, humanyté,
frendynesse, handynesse, love, frendshyp, cowardyse, murdre,
hate, vertue, and synne…».
W. Caxton en el Prólogo a su edición de Le Morte Darthur (1485).

El ciclo novelesco del Lanzarote en prosa conoció un inmenso


éxito de público en toda la Europa occidental. Fue la summa
romántica que difundió, desde el siglo XIII hasta finales del XVI, la
imagen idealizada del universo caballeresco, espejo fantástico e ir-
real de un mundo quimérico, nostálgico y apasionante. Como
[108]
Paolo y Francesca , hubo muchos lectores que se dejaron extra-
viar tras el ejemplo amoroso de Lanzarote, y otros que soñaron en
emular las hazañas de los caballeros errantes de ese mundo novel-
esco. La visión moralizada y trágica que la Vulgata artúrica pro-
pagaba tenía una espléndida coherencia dramática y encubría una
sutil propaganda de una ideología aristocrática y reaccionaria.
Todo un amplio repertorio de prestigiosos personajes y de mara-
villosas aventuras quedaban albergados en la vasta composición,
que ofrecía un comienzo y un fin al vasto caudal de episodios
aventureros. Por medio del entrelazamiento de episodios la trama
había adquirido una trabazón singular, y la prosa novelesca
174/353

ofrecía espacio para digresiones y comentarios morales de apar-


ente modernidad. A esa admirable construcción y a esa refinada
técnica narrativa se refería Dante, uno de los grandes ad-
miradores del Lanzarote, al elogiar en De vulgari eloquentia, «los
espléndidos artificios del rey Arturo», ambages pulcerrimae Ar-
tuoi regis.
Incontables novelas posteriores trataron de emular este em-
peño novelesco. Desde el Roman du Graal —enorme compilación
cíclica en prosa, compuesta pocos años después, hacia
1240-1250—, hasta las gigantescas obras en verso del Lanzarote
holandés (de casi 100.000 versos) y del tardío Buch der Aben-
teuer de Ulrich Füeter (unos 80.000 vs., a finales del siglo XV).
hubo varios intentos de volver a contar todas las aventuras y epis-
odios del reino de Arturo, con las historias de Lanzarote y del Gri-
al. Pero sólo uno de estos intentos ha dejado en la literatura mod-
erna una huella imperecedera. Se trata de la obra de Sir Thomas
Malory, que él acabó de escribir hacia 1469, y que editó en 1485 el
primer impresor inglés, William Caxton, con el curioso título de
Le Morte Darthur.
Temprano éxito editorial tuvo el libro de Malory, una refun-
dición del vasto ciclo artúrico en una vigorosa y dramática prosa
inglesa, que desde entonces se ha venido reeditando en múltiples
y variadas ediciones. Gracias a este libro los relatos sobre el rey
Arturo y sus caballeros han mantenido en el mundo de habla
inglesa una popularidad y una vitalidad singular. No deja de ser
un extraño destino que esta traducción de unas novelas francesas
se haya convertido en uno de los clásicos populares más caracter-
ísticos de la cultura inglesa. Entre Chaucer y Shakespeare, Malory
es el único autor inglés que sigue siendo hoy leído por el público
175/353

no especializado; y su obra conoce numerosas ediciones, amplias


tiradas, resúmenes para niños y versiones modernizadas.
Cuando Malory compuso sus relatos (varias novelas que luego
formaron ese libro cíclico en el que estaban destinadas a integ-
rarse), a mediados del siglo XV, la literatura caballeresca estaba en
[109]
su apogeo . Había un gran interés por parte del público noble
en leer, e incluso en imitar en ceremonias y en juegos cortesanos,
[110]
los nobles y gloriosos hechos de los caballeros de antaño . En.
diversas lenguas se recomponían las leyendas románticas de tema
artúrico, abreviando los largos relatos del ciclo novelesco. Por los
mismos años en que Malory escribía su narración, componía en
Francia Michel Gonnont Le livre de Lancelot (1470) para el
Duque de Namours, y en Alemania Ulrich Füetrer redactaba su
Lantzelot en prosa (1467) y luego versificaba todo el ciclo en su
Buch der Abenteuer (hacia 1480) y su Lantzelot en verso
[111]
(1487) . En el otoño de la edad media revivía con inusitado ar-
dor el interés por la caballería idealizada por la imagen novelesca,
[112]
y recordada con nostalgia e ironía .
Pero mientras que muchos de esos textos novelescos de tema
artúrico quedaron manuscritos (como los recién citados), o cono-
cieron sólo alguna edición en la imprenta durante el siglo XVI, y
hoy día sólo pueden ser leídos desde una perspectiva arqueoló-
gica, los relatos de Malory conservan un interés y una vivacidad
singulares, que son, evidentemente, un resultado de la maestría
narrativa, del estilo rápido y vigoroso de este autor, de su talento
dramático que ha sabido mantener en la recreación de las novelas
que traduce aquello que era lo esencial desde el punto de vista de
la construcción episódica y de la ficción, y recortar y prescindir de
lo que le pareció superfluo: p.e. los comentarios morales y las
176/353

variadas digresiones teológicas. La narración de Malory tiene un


aire más ligero, con sus diálogos vivaces, su «realismo», con su
atención a los gestos y a los detalles, y su especial sentido de la
tragedia, al destacar la violencia y el azar que presiden los desti-
nos de los héroes. El espíritu del caballero Thomas Malory está
muy distante de la doctrina de los clérigos que compusieron, bajo
un patrocinio cisterciense, las andanzas de los buscadores del Gri-
al; y, aunque la historia en sus líneas esenciales sea la misma, la
ausencia de comentarios y la introducción de algunos detalles
muy concretos dan un nuevo sentido al relato, mucho más próx-
[113]
imo a la novela moderna .
En el colofón a Le Morte Darthur aparece la única mención
que el autor hace de sí mismo, y en ella ruega a los lectores y las
lectoras de su libro que rueguen a Dios por la liberación de su
cuerpo, mientras esté en vida, y luego por la de su alma, tras su
muerte.
Fecha el libro: «And here is the end of the death of Arturr. I
pray you all, gentlemen and gentlewomen that readeth this book
of Arthur and bis knights from the beginning to the ending, pray
for me while I am alive, that God send me good deliverance, and
when 1 am dead, I pray you all pray for my soul. For this book was
ended the ninth year of the reign of King Edward the Fourth, by
Sir Thomas Malory, knight, as Jesu help him for His great might,
[114]
as he is the remant of Jesy both day and night .
¿Quién era este caballero Malory que concluye su obra con tan
piadosa esperanza? ¿De qué prisión aguarda ser liberado por la
ayuda divina? La respuesta a tal cuestión no deja de ser sorpren-
dente. De acuerdo con la identificación más verosímil, la prop-
[115]
uesta en 1896 por G. L. Kittredge , nuestro caballero tuvo una
177/353

violenta existencia en medio de una sociedad turbulenta, fue


hombre de armas, y un completo y redomado rufián.
Sir Thomas Malory (de Newbold Revel en Warwickshire) nació
en los primeros años del siglo, y en 1434, a la muerte de su padre,
heredó su rango y propiedades. Sirvió a las órdenes de Richard
Beauchamp, el duque de Warwick, en el asedio de Calais en 1436,
y en 1443 fue miembro del Parlamento por su condado, como
antes lo fuera su padre. A partir de aquí su vida toma un rumbo
menos honorable. En 1443 fue acusado de asalto a la propiedad
ajena, sin que quede claro el asunto. Pero entre 1440 y 1451 hay
más de una docena de acusaciones contra él, por intento de ases-
inato, robo, rapto, y extorsión. Entre estos hechos violentos figur-
an el asalto a la casa de Hugh Smyth en Monks Kirby, donde violó
a Juana, la esposa del dueño repitiendo la hazaña a las diez sem-
anas, y el saqueo de la abadía cisterciense de Combe, también re-
petido. (En la segunda ocasión, al día siguiente de la primera,
destrozó dieciocho puertas e insultó al abad, además de llevarse el
dinero de las arcas). Fue detenido y encarcelado varias veces, y se
escapó de prisión en más de una. Entre 1451 y 1460 pasó más de
seis años de cárcel.
En 1460 había sido apresado de nuevo y conducido a la prisión
de Newgate. Pero en 1462 figura en la expedición del Duque de
Warwick a Northumberland, en apoyo de Eduardo IV. Más tarde
debió de pasar al otro bando, como hizo Warwick (apodado «the
Kingmaker»). No sabemos por qué motivo quedó explícitamente
excluido del perdón general que Eduardo IV otorgó (por dos vec-
es) a los partidarios de los Lancaster en 1468. Tal vez su último
encarcelamiento fuera por motivos políticos. Esta vez fue llevado
de nuevo a la prisión de Newgate. Allí es donde concluyó La
muerte del rey Arturo en ese mismo año (1469-70). Murió poco
después, el 14 de marzo de 1471, probablemente en la prisión, ya
178/353

que su tumba se halla a poca distancia, en la iglesia de los Grey


Friars de Newgate.
Desde luego tal trayectoria no concuerda muy bien con la de
un admirador de los caballeros andantes. Mallory, cuatrero, asalt-
ante de abadías y mansiones nobles, capitán de forajidos, violador
de damas, traidor, ¿pudo ser el mismo que escribió los gloriosos
hechos de Arturo y sus caballeros? Vinaver, el más grande estu-
dioso de su obra, acepta la identificación, alegando que no hay
una forzosa conexión entre la conducta de un autor y el carácter
de su obra, y que, por otro lado, la obra de Malory no expresa un
idealismo moral tan extremado como el de sus modelos franceses.
(Como ha señalado un crítico, la primera razón parece más clara
que la segunda, y la hace superflua). Pero ese contraste entre la
vida vivida y la lección impartida en la producción literaria resulta
en este caso extremada.
Se han hecho otras propuestas de identificación. La más pre-
cisa es la de William Mattews, en un excelente libro sobre Malory,
The Ill-Framed Knight, publicado en 1966. Rechaza, en base a
ciertos datos cronológicos y con apoyo de unos matices dia-
lectales, la identificación antes expuesta, y propone en su lugar a
otro Thomas Malory, menos conocido, que vivió y escribió en
Yorkshire. (De él no sabemos si fue caballero y estuvo en prisión,
pero bien pudo serlo y estar preso, si bien sólo por motivos políti-
cos). W. Mattews ha demostrado que no podemos estar seguros
de que nuestro autor fuera el redomado bribón de que hablamos
antes. Podemos sólo asegurar de él que fue un «caballero», que
estuvo en prisión, que conoció los vaivenes de un tiempo revuelto
(la ruina de los Lancaster en la Guerra de las Dos Rosas, de lo que
hay ecos en sus escritos), que amaba la caza y los hechos de
armas, y que, en fin, se deleitaba con los relatos acerca del rey Ar-
turo y sus caballeros. Acaso no fue ese aventurero rufianesco con
179/353
[116]
el que lo habíamos identificado . Pero de momento ningún otro
personaje del siglo XV representa una ejecutoria más válida para
reclamar su obra.
Y no deja de ser atractivo ese contraste brutal entre la vida y la
propaganda del ideal caballeresco. Como el Quijote, también Le
Morte Darthur se gestó en una prisión, «donde toda incomodidad
tiene su asiento…». Y la experiencia de unos tiempos de luchas
civiles, donde la suerte impulsa a unos y a otros a prontas
catástrofes, dominados por el azar y la violencia de las armas, da
su color melancólico a los viejos relatos de aventuras, un tono
[117]
crepuscular .
Malory no cree, ciertamente, en algunos de los más elevados
temas de la novela cortés. No cree en el amor cortés; no aprecia la
retórica amorosa, ni esos refinamientos psicológicos de otros
tiempos. Tampoco está interesado en el trasfondo teológico de la
búsqueda del Grial. Ni el simbolismo ni el misticismo le mo-
tivaron a largas descripciones, y prescindió de sutilidades apolo-
géticas. Su atención se centra en la acción, en el carácter
dramático de los hechos que relata, en la vivacidad de los diálo-
gos, en la precisa narración. Sabe resumir, admirablemente, y
centrarse en los detalles más significativos. Estas son las virtudes
de Malory: la breve y precisa narración, la vivacidad en el diálogo,
su dramaticidad. Más interesado por la acción y por la moral de
los personajes que por la psicología y por el comentario, Malory
reconstruye muchos episodios, con una notable sencillez de líneas
y con una impresionante destreza narrativa. Frente a la com-
plejidad estructural de los episodios entrelazados de las novelas
originarias sabe contar las aventuras por entero siguiendo los
hilos de la trama de un modo directo, como si destrenzara el com-
plicado tejido de los originales franceses. (Esas características de
180/353

la narración de Malory son propias también de otras versiones en


prosa de esta época, en su afán por resumir el vasto ciclo novele-
[118]
sco, y en especial, de otras novelas inglesas de tema artúrico) .
Pero antes de entrar a comentar las características de la obra
de Malory tenemos que recordar un importante problema acerca
de su composición: el de si Malory pretendió escribir algo más
que una serie de breves novelas caballerescas. Tanto el título gen-
eral del libro Le Morte Darthur, como la división de éste en
veintiún «libros», y luego en unos quinientos breves capítulos son
debidos a la intervención del editor Caxton. Su edición sirvió de
base a las posteriores, sin ningún recelo de nadie acerca de tal
presentación, hasta el descubrimiento, hecho en. 1934 en la Fel-
lows Library del Winchester College por el medievalista W.
Oakeshott, de un manuscrito casi completo de los escritos de Mal-
ory, paralelo al que debió de ser utilizado para la primera edición,
pero por completo libre de alteraciones editoriales. Este
manuscrito de Winchester aportaba sustanciosas variaciones re-
specto del texto impreso, pero la fundamental era la de que Mal-
ory no presentaba una versión unificada del ciclo arturico, sino un
montón de novelas, ocho, sueltas y con sus propios títulos inde-
pendientes. Es decir, que fue Caxton quien en una hábil interven-
ción había unificado, con coherencia y empeño editorial, las ocho
novelas menores en el libro Le Morte Darthur. E. Vinaver, la máx-
ima autoridad en nuestro autor, editó sus obras tomando como
base este manuscrito, y puso en plural, en esta edición crítica, el
título: The Works of Sir Thomas Malory. Esta edición de 1947
(con una segunda en 1967, corregida y aumentada en sus notas e
introducciones) marca un hito fundamental en los estudios sobre
Malory, y es el punto de partida de todos los estudios críticos pos-
teriores. Pronto se suscitó una dura discusión entre los eruditos y
181/353

estudiosos de Malory acerca de si él había pretendido escribir algo


más que una casual serie de historias caballerescas. Para Vinaver
la unidad de la serie es parecida a la que podemos encontrar en
las novelas de Balzac que él reunió bajo el epígrafe de la Comédie
humaine, una coincidencia de atmósfera y estilo y de reaparición
de los mismos personajes. Pero no habría en Malory, según el
profesor Vinaver, intenciones de conformar un ciclo novelesco
cerrado.
No nos vamos a detener en la discusión pormenorizada de tal
problema. Sólo lo he apuntado aquí porque es importante para la
lectura del texto de nuestro autor. Me parece que la solución cor-
recta es la que desarrolla L.D. Benson en su libro Malory's Marte
Darthur (1976). Malory escribió varias novelas pensando en su in-
serción en un «libro completo del rey Arturo», porque ese era el
uso y la lección de otras obras que él conocía. Estaba claro en las
novelas francesas en prosa que él había leído y que eran sus mod-
elos: en los libros de la Vulgata (Lancelot-Queste-Mort Artur), en
el Tristán en prosa, y en la Suite de Merlín, perteneciente al ciclo
del Roman du Graal, que, junto con el Perlesvaus, eran los textos
franceses en prosa que de él había leído. Probablemente no cono-
ció más que algunas partes de los ciclos novelescos citados, pero
no pudo por menos de advertir que todos ellos hacían referencia
al conjunto, al «libro completo», que autentificaban sus relatos en
una apelación final a su fuente única y verídica, el único relato
total del que se presentaban como partes. Como señala Benson, la
obra de Malory ha de ser comprendida no por comparación con
sus fuentes francesas, sino por su inserción en un determinado
momento de la historia literaria europea, y especialmente en el
contexto inglés, tanto en cuanto a su estilo como en cuanto a su
intención formal. Frente a la tesis de Vinaver de que «hay indud-
ablemente en esa colección de obras una cierta unidad de
182/353

maneras y estilo; no hay en ella unidad de estructura o de plan»,


podemos seguir pensando en que sí hay esa intención de unidad y
de reunir tales relatos en un conjunto único y coherente, como es,
por lo demás, la impresión del lector del texto retocado en tal sen-
tido por Caxton. «La Morte Darthur es a un tiempo ocho separa-
dos cuentos y una narrativa continua, porque es un breve ciclo en
prosa. La tradición en la que trabajó Malory no era la de un
«montón de relatos», sino la tradición de una narrativa cíclica y
todas las novelas que él conocía eran partes de «una historia, un
[119]
libro», aunque no en el sentido preciso de nuestros términos» .
Por lo demás, la división del texto en ocho relatos (tales) es
mucho más clara que la propuesta por el primer editor en
veintiún libros. El primero de éstos, en su composición fue «The
Tale of King Arthur and the Emperor Lucius», (una versión abre-
viada del poeta aliterativo inglés Morte Arthure), que Caxton pub-
licó como libro V, situando en primer lugar el «The Tale of King
Arthur», (sacado de la Suite de Merlín), que ocupa los libros I-IV.
Sigue el «Noble Tale of Sir Launcelot du Lake» (l. VI), drástico re-
sumen de algunos episodios del enorme Lancelot del ciclo francés,
y le sigue «The Book of Gareth» (I.VII), del que no conocemos
ningún original francés, tal vez invención de Malory. A continua-
ción viene el relato más largo: «Sir Tristam de Lyones» Os. VIII-
XII), extraído del Tristán en prosa. Luego vienen los libros del
ciclo propiamente dicho: «The Tale of the Sankgreal», que ocupa
los libros XIII a XVII, «The Book of Sir Launcelot and Queen
Guinevre», en los libros XVIII y XIX, y «The Tale of the Death of
King Arthur» (en los dos finales, el XX y el XXI).
El profesor Benson (de la Universidad de Harvard) ha analiz-
ado muy bien las líneas fundamentales de esta estructura nar-
rativa. Como él señala, hay en Malory una clara tendencia al
183/353

equilibrio y a buscar una estructura simétricamente balanceada.


El centro del conjunto viene dado por el libro de Tristán (que
trata de mucho más que de la historia de Tristán e Isolda; el tema
del trágico conflicto amoroso, con el adulterio y la pasión fatal, es
algo secundario en este vasto relato de la proeza y la vocación
caballeresca). La sección precedente de la Morte Darthur tiene
aproximadamente la misma longitud que la que viene después
(148 folios frente a 142). Por otro lado quedan antes los libros
referidos a Lanzarote y Garet, y le siguen los que se centran sobre
Galahad y, de nuevo, Lanzarote. Lanzarote, colocado así al comi-
enzo y al fin de esta composición, es también el héroe fundament-
al en la misma. Su presencia es conspicua en los relatos, y así los
libros a él dedicados (A Noble Tale of Sir Launcelot du Lake y
Launcelot and Guinevre) enmarcan el centro del conjunto.
Malory ha renunciado a la manera de contar los episodios en-
trelazando las aventuras de unos y otros personajes, a ese en-
trelacement tan característico de los prosistas del Ciclo francés, y
ha preferido contar cada episodio por entero de un modo claro y
directo. Sin duda esto hace más claro, preciso y moderno el relato.
Pero, como Benson ha señalado, tiene, en cambio, un modo di-
estro de «enmarcar» los episodios, construyendo muy equilibra-
damente sus narraciones. Sabe graduar muy bien los efectos y
concluir las historias con hábiles referencias al comienzo y a la
continuación de las mismas. Con independencia de los colofones
que remiten a la próxima parte o al libro inmediato, que Caxton
introdujo en su edición, hay en sus relatos, tan marcados por la
independencia y la soltura en comparación con los textos
franceses, intentos sutiles de entroncar los relatos menores en el
vasto y general universo aventurero que está comprendido en el
único conjunto final.
184/353

Cuando en el siglo XIII aparecen los ciclos novelescos, esa es


una muestra de la tendencia general de la época a construir sum-
mae o encyclopediae o crónicas universales que recojan en una
amplia estructura todo lo referente a un campo del saber. Ese afán
enciclopédico está bastante lejano del carácter de un autor del
siglo XV. Pero sobre él pesa una tradición: la de la remisión a la
autoridad del Ciclo, del Libro Completo, en el que se enraízan to-
dos los episodios y relatos. Hasta qué punto el escritor creía que
sus relatos se referían a hechos reales de un pasado prestigioso es
difícil precisarlo. Pero de algún modo el novelista podía verse a sí
mismo como a un historiador, que recogía en una narración color-
eada y vivaz las historias lejanas, avaladas por textos más antigu-
os, que él traducía, con cierta libertad, pero con respeto por los
datos esenciales de la narración. Si en gran parte modificaba los
diálogos e inventaba algunos, no otra cosa habían hecho los his-
toriadores clásicos. Malory resumía, inventaba también algún re-
lato (como el de Garet, sobre una pauta bastante típica, cierta-
mente), pero no tenía un prurito de fabular vanas ficciones por el
mero placer de la invención. Como sus contemporáneos, Malory
creía en el rey Arturo y en el mundo de la caballería, con sus aven-
turas y sus maravillas. También creía que esas eran estupendas
memorias de un tiempo ya ido, pero ejemplar. De ahí que en-
carase su narración con seriedad, con una cierta nostalgia tam-
bién. Pero conviene no exagerar este rasgo como si fuera sólo
Malory quien a fines del siglo XV recordara con ese tono de ánimo
el mundo caballeresco surgido en la literatura fantasiosa del siglo
XII. Durante todo el siglo XV y el XVI los libros de caballerías in-
flamaron la fantasía de muchísima gente. (El siglo XVI será el siglo
de los Amadises, Palmerines y Esplandianes; de infinita progenie,
[120]
éxitos novelescos bien probados ).
185/353

La continuidad que entronca los libros caballerescos es la de


un mundo cohesionado por una trama novelesca. El reinado de
Arturo tiene unos comienzos y un fin. Al principio está Merlín y el
rey Uter Pendragón; al final está la terrible matanza de la batalla
entre los ejércitos de Arturo y de Mordred, el trágico crepúsculo
de la caballería. El novelista trabaja sobre la previa trama, en la
que se han introducido nuevos personajes, atraídos por la tenden-
cia del ciclo a englobar nuevos relatos, como sucede con la ley-
enda de Tristán, que queda convertido en otro caballero ejemplar,
amante de una reina —como otro Lanzarote—, al servicio de un
rey malvado, Marc. Con el contenido que hereda, el novelista re-
compone y recuenta otra vez la saga. Su originalidad está en el es-
tilo, en el acento con que encara la significación de las aventuras
más famosas, y no en la invención de nuevas escenas. Se encuen-
tra frente a ese universo como un antiguo dramaturgo griego se
encontraba frente a los mitos heredados. La historia ya estaba ahí;
había que escenificarla con fidelidad y con ímpetu revivificador,
en un estilo «moderno», para que su público comprendiera mejor
toda la lección moral del mito. Malory logró hacer eso con su
texto, y lo hizo mejor que ninguno de sus contemporáneos, y por
eso, no por su originalidad ni su modernidad, es por lo que su
libro no ha sido olvidado.
La narración de Malory va ganando en intensidad dramática y
en claridad de estilo a medida que progresa. Los últimos libros
son los mejores, los que dan una idea más cabal del talento de su
autor. Aunque respeta los trazos fundamentales de la trama tradi-
cional, como ya apuntamos, el novelista impone su propia visión
del mundo caballeresco. Ni la doctrina del amor cortés ni la rígida
moralización impuesta por otros novelistas son para él algo esen-
cial. Más que en causas y efectos, más que en un idealismo
romántico, él describe sucesos y caracteres, situaciones
186/353

dramáticas, triunfos y desdichas. La caballería tiene una función


social básica: la de restablecer el orden y la justicia en un mundo
alterado por la brutalidad y el caos. Esa función es el más alto
timbre de gloria de los paladines de la Tabla Redonda, y esa es la
misión que les asigna Arturo. Defender a las doncellas y damas en
apuros de los asaltos de caballeros felones, proteger a los más dé-
biles, luchar siempre al servicio del bien, eso es la empresa funda-
mental de la caballería. También tienen los caballeros un papel
importante como jefes de ejércitos. Así tanto Lanzarote como
Galván desempeñan admirablemente sus funciones de jefes de
tropas en las guerras que dirige Arturo, y allí ganan gloria. No
sólo son, pues, caballeros errantes, sino que sirven como caudillos
militares a las órdenes de su monarca (como los grandes señores
feudales de la época del autor).
Hay en toda la obra una notoria admiración por los hechos de
armas. Se recrea Malory en la descripción de los combates, en re-
contar los fieros encuentros entre caballeros, con detalles varia-
dos. Menos importancia da al repertorio de maravillas y prodigios
de que andaban plagadas las historias, y reduce notablemente es-
os episodios de magia y misterio.
Al relatar la búsqueda del Grial, Malory se atiene a lo funda-
mental, abreviando o suprimiendo comentarios piadosos y teoló-
gicos. Aunque el héroe es, por descontado, el puro Galahad, el
novelista no humilla demasiado a Lanzarote, sino que resalta el
relativo logro de su empeño y su esforzado intento por alcanzar la
virtud total. Tras el fin de esta aventura, Lanzarote vuelve a recaer
en su pasión por la reina y las relaciones entre ambos amantes
continúan. Pero Malory no subraya este amor adúltero como la
causa final de la ruina de la caballería al modo que lo hacía el nov-
elista de la Vulgata. No es el pecado y la, traición de la reina y el
mejor de los caballeros lo que da al traste con las ilusiones de un
187/353

mundo caballeresco. Son los odios cortesanos, las denuncias con-


tra los amantes, y luego la fidelidad de unos y otros lo qué precip-
ita la catástrofe, que se presiente azarosa y fatal. Agravain es,
según Malory, más culpable que Lanzarote. Así como también
Galván, que debe vengar a sus hermanos, y una serie de acci-
dentes. Arturo lamenta más la pérdida de sus caballeros que la de
la reina, porque, reflexiona, ellos sí que son irrecuperables. Lan-
zarote muere en su retiro monástico, de tristeza y de nostalgia, y
es una víctima de un gran amor y de una gran lealtad. Su gran-
deza heroica es comparable a la de Arturo, que ha sido siempre un
gran monarca, un ejemplar y digno soberano. Ginebra queda per-
donada y comprendida, porque mantuvo siempre un verdadero
amor.
La narración novelesca cobra un aire de gran drama épico, y la
prosa ágil y rápida de Malory sirve para expresar esa tragedia con
singular destreza, porque rehúye la retórica y la afectación de len-
guaje. La rueda de la Fortuna ha dado un giro total: Arturo se
había elevado a la mayor gloria y va a ser hundido. Flotan angus-
tiosos presentimientos. El rey trata de evitar la catástrofe e in-
tenta aún llegar a un acuerdo con Mordred, el traidor. Antes de la
batalla, que se presiente como la última batalla, ambos enemigos,
padre e hijo, tratan de evitar la carnicería final. Ambos se encuen-
tran con sus mejores hombres en medio del campo de batalla y
van a firmar las treguas. Pero una culebra se desliza entre los pies
de un caballero y éste, sin meditarlo, desenvaina y agita su es-
pada. Es la señal que impulsa a las huestes al combate, entre gri-
tos de guerra. El azar decide así la terrible matanza, la gran
catástrofe. El rey Arturo corre a ponerse al frente de su ejército.
Tan sólo tiene un quejumbroso comentario: «¡Ah, qué desdichado
este día!», antes de lanzarse a la sangrienta refriega.
188/353

Este es un episodio introducido por Malory. Me parece carac-


terístico de su visión del destino de los hombres, tan accidental y
azaroso, y no menos característica es la manera breve de contarlo,
con su atención a los detalles que dan una terrible impresión cine-
matográfica de realidad vista fugazmente, como si la escena
quedara ante nuestros ojos, pero sólo pudiéramos atender a lo
más decisivo en el instante en que la acción se decide.
El lector me perdonará si caigo en la tentación de citar unas
líneas de tan hermoso texto (I. XXI, capítulo 4), como la mejor
muestra del estilo de nuestro novelista:
«And so they met as therr pointement was, and so they were
agreed and accorded thoroughly; and wine was fetched, and they
drank.
Right soon come an adder out of a little heath bush, and it
stung a knight on the foot. And when the knight felt him stungen,
he looked down and saw the adder, and then he drew bis sword to
slay the adder, and thought of none other harm. And when the
host on both parties saw the stvord drazvn, then they blew beams,
trumpets, and horns, and shouted grimly. And so both hosts
dressed them together.
And King Arthur took his horse, and said; «Alas this unhappy
day!». And so rode to his party. And Sir Mordred in likewise. And
never was there seen a more dolefuller battle in no Christian land;
for there was but rushing and riding, foining and striking, and
many a grim word was there spoken either to other, and many a
[121]
deadly stroke…»
Los capítulos finales de Malory son espléndidos. Brevemente
se relata la mortífera batalla de Salisbury, y cómo el moribundo
Arturo ordena a Sir Bediver, uno de los muy excasos supervivi-
entes que arroje su espada Excalibur al lago, y cómo acuden del
189/353

mar unas misteriosas damas para llevarse al moribundo rey en su


misterioso navío. Malory, que acostumbra a dar los nombres de
sus personajes nos dice que esas feéricas damas eran «tres reinas:
la hermana del rey Arturo, el Hada Morgana, y otra era la reina de
Norgales; la tercera era la Reina de las Tierras Baldías; y también
estaba allí Nímue, la principal señora del lago…».
Después de dar esa ve versión sobre el tránsito de Arturo al
fantástico asilo adonde lo transportan tales damas, Malory dice,
sin tomar una decisión acerca de si el cuerpo de Arturo yacía allí
para siempre, que sobre su tumba cerca de Glastonbury estaba la
famosa inscripción: «Hic iacet Arthurus, rex quondam rexque fu-
turus». «El rey que fue una vez y que ha de volver» queda así en
un penumbroso final.
Luego Malory nos cuenta el último encuentro de Lanzarote y
Ginebra, cómo ambos se retiraron a una vida de penitencia, cómo
Lanzarote volvió a trasladar el cadáver de Ginebra, de la abadía de
Almesbury a la de Glastonbury, y finalmente cómo murió el
mismo Lanzarote en su retiro ermitaño. El lamento fúnebre de su
hermano Héctor ante el cadáver de Lanzarote es el elogio más lo-
grado del héroe fundamental del ciclo caballeresco, y vale la pena
recordarlo:
«Ah, Launcelot» he said, «thou were head of all Christian
knighs, and now 1 dare say», said Sir Ector, «thou Sir Launcelot,
there thou liest, that thou were never matched of earthly knight's
hand. And thou were the courteoust knight that ever bare shield.
And thou were the truest friend to thy lover that ever bestrad
horse. And thou were the truest lover of a sinful man that ever
lóved wóman. And thou were the kindest man that ever struck
with sword. And thou were the goodliest person that ever carne
among press of knights. And thou were the meekest man and the
gentlest that evér ate in hall among ladies. And thou were the
190/353

sternest knight to thy mortal foe that ever put spear in the rest».
Then there was weeping and dolour out of measure… (l. XXI,
[122]
capítulo 13) .
Es un final espléndido para una larga historia, contada de cabo
a rabo. Una misteriosa mano ha recobrado, surgiendo del fondo
del lagó, la espada Excalibur que el rey extrajo de la roca. Como el
brillo de la espada, también la caballería se sumerge en la memor-
ia, y queda sólo la esperanza de un cierto retorno del héroe.
Capítulo VI

Retornos del Rey Arturo en la Inglaterra deci-


monónica y en las novelas de tres lectores de
Malory
«Eran objetos de culto pertenecientes a un pasado redivivo; su
historicidad no importaba gran cosa, como no fuera a los raros
profesionales que se ocupaban en indagarla o se empeñaban en
entender las vidas de los hombres pretéritos en relación con la
época y el lugar en que habían transcurrido y en explicarlas
como resultado de condiciones políticas y sociales ya caducadas.
Esas figuras ilustres formaban el Panteón de las oligarquías oc-
cidentales, y su fortuna mudaba con los tiempos, como la de los
dioses acadios y sumerios. ¿Quién habría podido pronosticar la
resurrección del culto del rey Arturo y sus caballeros en la pro-
saica clase media mercantil de Kensington en la época victori-
ana? ¿Quién habría podido imaginar que la Reina Viuda es-
cucharía con arrebato la voz lastimera del poeta oficial de la
corte cantando las hazañas de Lanzarote y sus amores con
Ginebra?».
J. H. Plumb
En La muerte del pasado, Trad. esp Barcelona, 1974, pág. 44.
192/353

El interés por la caballería y por la literatura que exaltaba su im-


agen ideal menguó rápidamente a comienzos del siglo XVII incluso
en Inglaterra, donde más largo tiempo se había mantenido.
Aunque en la Faery Queene de E. Spenser hay un trasfondo
caballeresco y ciertas alusiones al mundo artúrico, el espíritu de
ese vasto conjunto alegórico está mucho más influido por la épica
renacentista italiana y por la poesía clásica que por la lectura de
[123]
Malory . Es interesante subrayar que Milton desechó un
proyecto de componer una epopeya de tema artúrico antes de
comenzar su Paradise Lost. La edición de Le Morte Darthur de
1634 no será seguida de ninguna otra hasta bien entrado el siglo
XIX; será ya en 1816 cuando aparezcan, el mismo año, dos edi-
ciones de bolsillo, seguidas en 1817 por una muy bella edición
noble, con introducción y notas de R. Southey.
Tras el amplio lapso de la segunda mitad del siglo XVII y todo
el XVIII, reaparece en Inglaterra el interés, renovado y mantenido
ahora con un ímpetu poético y una curiosa vertiente ética, por el
mundo de la caballería medieval, y, en especial, por el mundo
artúrico. Esa resurrección del texto de Malory, que será uno de los
libros más leídos —bien en su forma original, bien en resúmenes y
modernizaciones, e incluso en ediciones para jóvenes— durante
todo el siglo XIX es un efecto del romanticismo. Pero es justo darle
un lugar de honor en esta recuperación a quien fue el primer
paladín de esta literatura (y de su trasfondo ideológico), a Sir
Walter Scott. Ya en sus poemas, en Marmion (1808) y en The
Bridal of Triermain (1813), hay notas y episodios artúricos que
[124]
revelan una amplia lectura de Malory . Desde muchos años
antes W. Scott había tomado notas de este autor, y cuando Wash-
ington Irving le visitó en su noble residencia en Abbotsford, en
193/353

1817, le entretuvo una noche leyéndole, «con su profunda y her-


mosa voz», pasajes de las novelas de Arturo.
Ivanhoe, publicada en 1820, fue la primera de una serie de in-
fluyentes novelas de aventuras y caballerías, de tema medieval;
una espléndida serie que prosigue con El Talismán (1825) y
Quentín Durward (1823) del mismo Scott, y que se prolonga hasta
La compañía blanca (1891) y Sir Nigel (1906), de A. Conan Doyle.
El romanticismo trajo consigo un entusiasmo por lo medieval, y
los viejos castillos y los bosques, los caballeros andantes, las bellas
y misteriosas doncellas, los nombres de sonoro eco histórico, las
armaduras y los torneos, etc., poblaron la imaginación de novelis-
[125]
tas y lectores .
Así entre las guerras napoleónicas y la Primera Guerra Mundi-
al de 1914 hubo en Inglaterra un sorprendente y pertinaz entusi-
asmo por el ideal caballeresco, del que el mundo artúrico recreado
por Malory ofrecía la más fidedigna y dramática estampa. La nov-
ela histórica contribuyó a este renacimiento del interés hacia el
pasado, que fue luego idealizado y moralizado de acuerdo con los
estándards y lemas de la época victoriana. Desde comienzos de
siglo muchos nobles y algunos burgueses enriquecidos se con-
struyeron castillos de aire gótico, y coleccionaron armaduras en
sus vastas salas; y en 1838 se celebró el más fastuoso torneo de la
época moderna, con cientos de caballeros y damas vestidos a la
moda medieval, en Eglinton. (A pesar de la espesa lluvia que des-
lució los actos de los primeros días y que obligó a que muchos
desenvainaran el paraguas en lugar de armas más nobles en el
gran desfile inaugural, dando un buen motivo a los caricaturistas
del momento, en Eglinton se celebró ese torneo que sería re-
cordado por mucho tiempo como una de las grandes fiestas del
siglo). La heráldica estaba de moda y muchos, imitando el
194/353

ejemplo de sus soberanos, Victoria y Alberto, se retrataban en


hábito y pose medieval. Lo caballeresco era, sin embargo, para la
mayoría, algo más que un carnaval, era un ideal ético, un hermoso
empeño, como resaltaba el influyente libro de K.H. Digby, The
Broad Stone of Honour (1822). «El verdadero sentido y práctica
de la caballería», como se subtitulaba La ancha piedra del honor a
partir de su edición renovada y ampliada, en cuatro tomos, de
1844-48, era un alegato en favor del código ético del mundo
caballeresco, con sus ejemplos medievales y sus numerosas citas
de Malory. En las primeras ediciones el subtítulo había sido «Re-
glas para los caballeros de Inglaterra». El ideal del gentleman es-
taba modelado sobre el perfil esquemáticamente idealizado del
caballero andante: socorredor de los débiles, protector de los me-
nesterosos, defensor de las damas, galante y viajero, generoso, y
muy desprendido en asuntos económicos, siempre atento al «fair
play» y a la palabra empeñada, excelente deportista por lo demás,
[126]
y dispuesto a la aventura .
Es un ideal que se propagó y se sostuvo, con admirables res-
ultados, en toda la época victoriana, con un cierto empaque
retórico y con varias derivaciones. Los soldados del Imperio
Británico dieron algunos heroicos ejemplos de actitud
caballeresca en tierras tan distantes como la India, el Sudán o
Africa del Sur. Luego, al final de una larga época de gloria, la
guerra europea de 1914-18 vendría a revelar un campo de batalla
donde la guerra caballeresca era imposible. En las fangosas
trincheras que cruzaron Europa quedaron despanzurrados y acri-
billados muchos jóvenes ingleses que todavía tenían una imagen
noble de la guerra, vana estampa caballeresca que quedó
deshecha definitivamente por tan sucias y millonarias matanzas.
195/353

Pero volvamos al siglo XIX, para destacar cómo, a mediados de


la centuria, se reproducían bajo nuevas formas los relatos artúri-
cos. Los Idylls of the King de A. L. Tennyson recrean el universo
de Malory en una clave lírica, melancólica, y moralizada al uso
victoriano. Ya en 1834 Tennyson había tomado como temas de
sus poesías algunos temas artúricos. De esa época es «La dama de
[127]
Shalott» . Pero los Idilios del rey, en la versión que conocemos,
los compuso y publicó entre 1854 y 1885. La edición definitiva
tiene una sincera dedicatoria final a la Reina Victoria, su más
noble lectora.
Los Idilios del rey son una muestra de cómo podía ser sentido
todo el aroma poético del mundo artúrico en una sensibilidad
tardo romántica, con una fina percepción para los tonos del paisa-
je y los destinos trágicos de los personajes. Tennyson impone al
conjunto un sentimiento de nostalgia, de lirismo trascendente, y
una moralidad victoriana. Sir Galahad, el perfecto y puro bus-
cador del Grial, es uno de sus héroes más exaltados. Arturo,
siempre digno, es un personaje trágico, con una pose muy de gran
señor. Traicionado por Ginebra, sabe luego concederle su perdón,
y afrontar la fatal desdicha. Había querido elevar un mundo
nuevo, con sus ideales nobles y justos, y ve cómo todo se desmor-
ona, como consecuencia del pecado. Ginebra, la adúltera, obtiene
el perdón de su marido, pero no consigue demasiado favor en esta
visión moralizada. Lanzarote es, como en Malory, un gran guer-
rero y un gran pecador. Hay ejemplos de damas fieles y ejem-
plares, como Enid y Lynette, y otras figuras de mujer seductoras y
malignas, como Morgana. Creo que la afirmación de Auden de
que «Tennyson tenía el oído más fino, tal vez, de todos los poetas
ingleses; y era también, sin duda, el más tonto», es exagerada.
Tennyson es un ágil narrador, con una sensibilidad muy de su
196/353

tiempo, que supo dar una pátina victoriana al viejo universo de


los héroes artúricos.
No vamos a detenernos aquí en otros poetas de la época. Pero
sería injusto no mencionar La defensa de Ginebra de William
Morris (1858), un hermoso poema donde la reina expresa va-
lientemente su derecho a la pasión, por encima de las obliga-
ciones legales de un matrimonio resignado y frío; y un par de
grandes poemas sobre el tema de Tristán e Isolda: Tristram and
Iseult de Matthew Arnold (1852) y Sir Tristram de Lyonesse de A.
[128]
Swinburne (18 82).
Toda esta visión poética se refleja en la pintura de los Prerra-
faelitas, y hay aquí evidentes conexiones entre poesía y pintura.
Arturo, Ginebra, Lanzarote, Morgana, Tristán e Isolda, la dama de
Shalott, y otros varios caballeros y doncellas reaparecen en los
cuadros de D.G. Rosetti, W. Morris, E. Burne-Jones. Con poses
románticas el iluminado Galahad y las quiméricas doncellas de
largas y coloreadas túnicas reviven en las pinturas de D. Maclise,
W.H. Hunt, F. Sandys, J.G. Archer, J.N. Paton, A. Hughes, W.
Crane, G.F. Watts, y otros artistas ingleses. Las ediciones de Mal-
ory se adornan con admirables grabados: en 1867 el texto se ilus-
tra con dibujos de G. Doré; y, en fuerte contraste con ésta, la edi-
ción de 1917 se adorna con las ambiguas figuras de A. Rack-
[129]
ham . Junto a los cuadros y grabados hay que contar con las
pinturas murales y las vidrieras de algunos edificios públicos para
completar estas referencias a las representaciones plásticas de
tema artúrico, dentro del marco más amplio de las pinturas con
tema medieval, tan características de la época. Esculturas
fúnebres o de adorno en trofeos cívicos o deportivos recurren con
frecuencia al motivo del guerrero medieval, con su radiante
197/353

armadura metálica y su rostro barbado y sereno. Es un auténtico


[130]
«revival» de la caballería, un «retorno a Camelot» .
En la Inglaterra victoriana hasta los nuevos movimientos so-
ciales proclaman un afán caballeresco, ya sean los radicales o los
partidarios del socialismo cristiano. Hasta los boy scouts recién
reglamentados por Baden-Powell encuentran un lazo con ese es-
píritu de la caballería andante. Entre muchos burgueses enrique-
cidos por el comercio hubo el prurito de remontarse un abolengo
nobiliario. Y toda esta evocación está cargada de nostalgia, de un
tinte idealizante y una cierta melancolía. Es fácil hoy contemplar
ese afán con una fácil ironía, considerarlo algo superficial y un
lujo de oropeles falsos. Sin embargo, fue un excelente pretexto
para ceremonias sociales civilizadas, un incentivo para una ética
noble, un reclamo para la cortesía y un trato más humanitario, e
[131]
incluso, en muchos casos, un impulso hacia actitudes heroicas .
Hubo también en plena época victoriana alguna voz que clamó
contra el idealismo embaucador de la imagen caballeresca. Así
Thomas Arnold, el destacado reformador de las «public schools»,
uno de los hombres más influyentes en la educación británica del
tiempo, expresó en una rotunda frase su condena: «Suyo fuera re-
querido a denominar el espíritu del mal que predominantemente
se ha hecho acreedor al nombre de Anti-Cristo, yo señalaría al es-
píritu de la caballería, el más detestable nombre para ese especie
de arcángel derrotado que tan seductor se ha hecho para las
mentes más generosas». T. Arnold, arrastrado por su ímpetu ped-
agógico, exageraba, y no sabía dar su parte de venia a la diversión
literaria. Porque el ideal caballeresco no tenía mucho de arqueoló-
gico, no pretendía una vuelta a tiempos más bárbaros, sino que
era un espejismo fantástico, con toda la seducción de una bella
imagen irreal.
198/353

La protesta más ingeniosa contra ese ideal de ficción vino de


otra ficción, una novela de tesis, que, en cierto modo, tenía una
intención parecida a la que llevó a Cervantes a escribir el Quijote.
Satirizar y denunciar los desatinados fantasmas del arquetipo
caballeresco mediante el contraste y la parodia fue la intención
que llevó a Mark Twain a publicar Un yanqui de Connecticut en la
corte del rey Arturo, en 1889. Este es un extenso relato hu-
morístico, y, a la vez, un feroz ataque contra las instituciones del
pasado. El ingeniero yanqui, fabricante de máquinas, que, medi-
ante un viaje por el tiempo siglos atrás, se encuentra de pronto en
los dominios del rey Arturo, se ve sometido a la brutalidad de un-
os usos feudales bárbaros, atosigado por la superstición y el ob-
scurantismo —que se encarna sobre todo en la figura del brujo
Merlín—, y en su reacción contra tales usos, mediante sus invent-
os mecánicos y su impulso del progreso, acaba por destrozar esa
sociedad arcaica y belicosa, torpe de ingenio y estrecha de mente.
La novela es un alegato a favor del progreso técnico (y también
moral), a favor de la civilización y de la libertad y la democracia.
El americano iconoclasta, que es Mark Twain, se burla, con
desenfado y con un cierto rencor, de las glorias de antaño; se ríe
del afán nostálgico tan en boga por esos años (en los que se
acababa de publicar la última parte de los Idilios del rey) en la
Inglaterra decimonónica, y no vacila en apuntar con su sarcasmo
a todas las ruindades y opresiones de un tiempo de dominación
brutal y de superstición espiritual.
La idea de escribir un relato humorístico sobre los inconveni-
entes de la época de los caballeros andantes, con sus grotescos
hábitos e incómodas armaduras, rondaba por la cabeza de Mark
Twain desde unos años antes de publicar su novela; pero lo que
precipitó su redacción fue la lectura del texto de Malory, que hizo
hacia 1884. (Fue por entonces cuando su agente de conferencias
199/353

le proporcionó un ejemplar de La muerte de Arturo; M. Twain le


agradeció el obsequio bautizándole con el nombre de un ardoroso
caballero, «Sagremor el Anhelante»). Esa lectura fue decisiva; le
causó una extraordinaria impresión, y fue el estímulo básico para
la redacción de su novela.
Hay que decir que el tema no era una novedad. Cinco o seis
años antes, otro publicista americano, Ch. H. Clark, había escrito
un cuento, «The Fortunate Island», en el que contaba el encuen-
tro, en una isla extraña, entre un profesor americano y algunos
descendientes de los pares de la Tabla Redonda, a los que el pro-
fesor asombraba con los inventos mecánicos del siglo XIX. Pero M.
Twain lo convirtió en algo propio, con su asombrosa capacidad
para la parodia y la sátira. Las críticas de M. Twain hacia algunas
instituciones tradicionales inglesas suscitaron carcajadas en
América, y bastantes resquemores entre los lectores británicos,
dolidos por la indelicada farsa. Hay, en medio de pasajes cómicos,
una dosis de seriedad y de amargura notorias, porque el novelista
carga las tintas en sus ataques a la Iglesia, al Estado monárquico,
y a la caballerosidad. La obra está escrita en un período bastante
ácido de la vida de M. Twain, y hay en su prosa huellas de esa
virulencia. El comienzo y el final del relato son, a mi parecer, de lo
más logrado.
La novela comienza con una visita a un castillo inglés. La
charla del guía, que va mostrando las armaduras polvorientas en
las sombrías salas, insinúa en el ambiente los ecos de libros de
caballerías. «A medida que hablaba, suavemente, con agrado, con
fluidez, parecía que yo me dejaba llevar, imperceptiblemente,
fuera de este mundo y de este tiempo, entrando en una época re-
mota y en un antiguo país ya olvidado; fue tejiendo gradualmente
a mi alrededor un encantamiento tal, que me parecía estarme
moviendo entre espectros, sombras, polvo y moho de una
200/353

antigüedad gris, porque en sus palabras había un vestigio de la


misma. Exactamente igual que yo pudiera hablar de mis amigos o
enemigos más próximos o de mis convecinos más familiares, hab-
laba él de Sir Bedivere, de Sir Bors de Ganis, de Sir Lanzarote del
Lago, de Sir Galahad, y de todos los demás ilustres personajes de
[132]
la Tabla Redonda…» .
El viajero americano en su vieja posada se deja subyugar por la
lectura de Malory: «Durante toda la velada de aquella noche per-
manecí sentado junto al fuego en el Mesón del Escudo de War-
wick, sumido en un ensueño de los tiempos antiguos, mientras la
lluvia golpeaba en mis ventanas y el viento rugía en los aleros del
tejado y por las esquinas. De cuando en cuando me zambullía en
la lectura del libro encantador del viejo Sir Tomás Malory, y, des-
pués de nutrirme con el rico festín de sus prodigios y aventuras,
aspiraba la fragancia de sus nombres anticuados y ensoñaba otra
vez».
Ahí precisamente, en un pausa de la lectura, es cuando acude a
verle el enigmático protagonista de su historia, que le relata sus
experiencias en la corte artúrica.
Al final, la última batalla del americano, con su dinamita, sus
trincheras y ametralladoras, sus alambradas y sus minas, contra
los caballeros, es un episodio de un cruel simbolismo, que hoy po-
demos leer como una extraña alusión profética al nuevo tipo de
guerra que iba a mostrarse, en su faz más brutal y masiva, en
1914.
La novela de Mark Twain nos muestra las limitaciones de su
imaginación histórica, y en muchos temas asoma demasiado el
temperamento crítico apresurado y vehemente del humorista. El
poco educado ingeniero yanqui resulta demasiado culto, pues «ha
201/353

leído a Casanova, Saint-Simon, y hasta llega a compartir la exas-


[133]
perada afición de su creador por el idioma alemán» .
«Pero la mezcla de Mark Twain y del yanqui es la menos im-
portante de las que hay en el libro. Mucho más fastidiosa es la
mezcla del Mark Twain, al que le gusta lo grotesco y la extravag-
ancia en sí, con el Mark Twain que odia la cobardía y la injusticia
de la condenada raza humana. El punto de partida del libro, el
sueño sobre las incomodidades de viajar revestido de armadura,
estropeó todo el plan. La violenta indignación contra la opresión
se desvanece constantemente ante la farsa burlesca. En su es-
fuerzo por mantener a su yanqui modernizado, el autor deja que
su farsa corra el peligro de pasarse de moda rápidamente, pues un
par de años después de que Lancelot y sus caballeros acudieran al
rescate (de Ginebra) en bicicletas de enormes ruedas, por ejem-
plo, la invención de la actual bicicleta hizo que el episodio, aún
bajo el aspecto de farsa, fuera todavía más arcaico que el propio
Malory.
Pero el defecto básico del libro, el defecto que destruye casi su
valor satírico, es la total incapacidad de Mark para entender la
Historia desde el punto de vista de sus instituciones. A pesar de
sus muchas lecturas, él nunca llegó más allá de considerar la his-
toria desde el punto de vista del individuo, de individuos tales
como los que había encontrado en el río. Contra eso es inútil ar-
güir; basta mencionar a la Iglesia Católica Romana tal como
aparece en este libro. Como institución de poder económico y
político, Mark la comprendía y la odiaba; como fuerza espiritual
con un fin que no sea el terror y la opresión, apenas si aparece en
sus páginas, salvo en una sola escena en la que un valiente sacer-
dote joven está en pie al lado de la muchacha que ejecutan por
haber robado una prenda de vestir. Para él, la Iglesia aún era «la
202/353

terrible farsa eclesiástica». Rara vez sospechó que el poder de la


Iglesia en los espíritus de las gentes sencillas se debía a algo más
que al terror y los enredos, y tampoco se detuvo a considerar qué
le habría ocurrido a aquel yanqui o a cualquier otro extranjero en
la Europa medieval, que no fuera bautizado y no oyera misa ni se
confesara».
La crítica de costumbres que el humorista americano hace, no
va contra la novela artúrica que lo había seducido y emocionado.
«Sólo la emprendo contra la vida de aquella época y nada más;
quiero describirla, adentrarme en ella, ver qué me hace sentir y
qué me parece». Incluso se propuso, en un momento, iniciar un
trabajo divertido para muchos años: «Espero escribir tres capítu-
los por año durante treinta años; luego el libro quedará ter-
minado. Lo escribo sólo para la posteridad; para mis bisnietos.
Constituirá mi diversión de vacaciones cada verano, por el resto
de mi vida». No fue así. Tardó dos años en concluir este relato
amplio, donde no sólo hay humor y burlas francas, sino también
una carga ideológica de rudo progresismo y gran dosis de indig-
[134]
nación y pasión .
Aunque está muy lejos de su novela por su tono festivo y su
fantasía, a Mark Twain le habría encantado, pienso, The Once and
Future King. Con este título reunió, como en un nuevo ciclo, T.H.
White sus cuatro novelas artúricas: La espada en la piedra (1939),
La reina del aire y las tinieblas (1940), El caballero mal parecido
(1941) y Una llama al viento (1958). The Once and Future King
fue traducido al castellano con el título de Camelot, que corres-
ponde a una famosa versión teatral, y luego cinematográfica, de
algunos episodios de su texto. La versión española es de F. Corri-
pio (Barcelona 1968); es una buena traducción, de una obra tan
extensa casi como el texto de Malory (780 apretadas páginas en la
203/353

traducción española). Luego se publicó el quinto libro de la serie,


El libro de Merlín, también traducido ahora al castellano (por E.
Hegewicz, Barcelona 1981).
Camelot o El rey que fue y será, según el título que el lector
prefiera, es una recreación novelesca del texto de Malory hecha
con una tremenda libertad, en clave desenfadada y humorística,
con una notable fantasía y un buen conocimiento del mundo me-
dieval (que a veces enmascaran los intencionados anacronismos
de su trama) y un curioso sentido del dramatismo y del diálogo.
Los caracteres están presentados como figuras un tanto pintores-
cas e ingenuas, y el relato se desliza con destreza innegable hacia
la parodia y el tono irónico, que no excluye una ternura manifiesta
del autor hacia los personajes principales. Merlín y Arturo son las
figuras que el lector recuerda con especial interés. La educación
del joven monarca por el viejo, fantasioso, y futurista mago, las
aventuras del joven a través de sus metamorfosis, y sus encuen-
tros con el mundo animal, así como las reflexiones que estos epis-
odios inspiran, son buenas muestras de la inteligencia de White.
(También la película de Walt Disney Merlín el encantador está
basada en su obra, en la primera de sus partes).
La ideología de Terence H. White (nacido en Bombay en 1906
y muerto en El Pireo en 1964) no tiene nada en común con el pro-
gresismo de Mark Twain. Por el contrario, White no trata de
destacar el contraste entre el ambiente y la mentalidad medieval,
y la técnica avanzada y la mayor libertad de las democracias mod-
ernas. No es un pensador optimista, aunque su obra esté llena de
escenas cómicas. Para él el hombre es una extraña criatura, desti-
nada a la destrucción, y el trágico destino de Arturo, que a pesar
de sus buenas intenciones y de su nobleza se hunde en el fracaso,
es una muestra de ello. El escritor, que había vivido las dos guer-
ras mundiales de nuestro siglo, siente horror hacia la guerra; pero
204/353

la ve como un acontecimiento inevitable, dados los instintos de


los humanos. Resulta revelador del opuesto punto de vista que
Mark Twain y White tienen, el modo como uno y otro presentan a
Merlín, que en el primero es un brujo taimado y receloso de toda
innovación, mientras que en White es un singular sabio, viajero
por el tiempo, que conoce los inventos futuros, pero que no ve
[135]
medio de salvación para el reino de Arturo . Frente al ser de los
humanos contrapone White la conducta eterna de los animales,
más felices y más sencillos, en su condición natural. A través de
sus metamorfosis en pez, pájaro u hormiga, el rey Arturo aprende
a conocer las formas en que la vida animal se enfrenta a su
entorno, en condiciones duras y hermosas. En la obra de White
abundan las consideraciones sobre la sociedad y la conducta hu-
mana, trazadas con un agradable humorismo y con secreta poesía.
Pero es sobre todo su fantasía admirable, que le lleva a construir
nuevas escenas y a dotar de rasgos curiosos a los viejos personajes
de los libros de caballerías lo que hace de esta extensa construc-
ción novelesca un ámbito coloreado y redivivo. Tal vez Lanzarote
y Ginebra, vistos con cierta distancia irónica, han perdido algo de
su aura trágica. Pero son humanos, como Arturo, y están
sometidos a su papel en el juego del destino novelesco. Castillos,
torneos, costumbres, etc., son evocados con suma habilidad,
aunque White mezcla datos de la historia medieval de varios
siglos en un regocijante pastiche.
Para John Steinbeck la lectura del libro de Malory fue una in-
olvidable experiencia infantil. Fue el primer libro de literatura en
el que vio reflejarse, embellecida por un estilo arcaizante y airoso,
una realidad magnífica, la de un mundo fantástico y, a la vez, per-
durable en su simbólica veracidad. Muchos años después quiso
volver a contar, en una lengua más moderna y con un estilo claro,
205/353

esas mismas historias, que seguían conservando para él, y para


otros, la «vieja magia» con que se le aparecieron en sus días ju-
veniles. En esa versión actualizada de Malory trabajó varios años
—entre 1956 y 1965—, con entusiasmo y tenacidad, aunque no
llegó a publicar él mismo su trabajo. Los hechos del Rey Arturo y
sus nobles caballeros apareció algunos años después de la muerte
de Steinbeck, acaecida en 1968. La edición inglesa es de 1976, y
hay una excelente traducción castellana, hecha por C. Gardini, de
1979. La obra ha tenido un merecido éxito de público, tanto en su
versión original como en la traducción al castellano.
«Merlín», «El caballero de las dos espadas», «Las bodas del
rey Arturo», «La muerte de Merlín», «Morgan le Fay», «Gawain,
Ewain y Marhalt», y «La noble historia de Lanzarote del Lago»
forman los capítulos de esta composición, fielmente elaborada
tras la pauta de Malory. Como se advierte, le faltan al conjunto los
últimos episodios: la búsqueda del Grial, el descubrimiento de los
amores de Ginebra, y las últimas batallas y la destrucción final.
Pero la inacabada narración tiene siempre un ritmo soberbio y
una emocionante atmósfera, recreada en una prosa tan admirable
como la de su modelo.
1980, Merlín aparece surgiendo de un secular reposo, para re-
chazar a las fuerzas malignas de un progreso tecnológico y so-
cialista que amenaza el corazón de Inglaterra. Este Merlín al ser-
vicio de la tradición, un tanto reaccionario, buen defensor ecolo-
gista de la campiña frente a los abusos destructores de la devasta-
ción técnica, está, como el de M. Twain, en contra del progreso.
C.S. Lewis, que está de su lado, le concede una fácil victoria.
También Gandalf, el mago que aparece como consejero de
Bilbo y Frodo en El hobbit y El señor de los anillos de R.R. Tolki-
en, es una figura muy similar a Merlín, y está inspirado en él.
206/353

Tolkien era un entusiasta lector de la Muerte de Arturo, además


de un erudito profesor de Literatura Medieval Inglesa.
Me sería difícil encomiar con justeza el magnífico libro pós-
tumo de Steinbeck. En la edición reciente puede leerse acom-
pañado de la correspondencia del escritor, que muestra su interés
por el tema y la seriedad con que siguió los modernos estudios
sobre el texto del autor inglés, hechos por Vinaver y otros erudi-
tos. Pero, a cambio, quisiera citar unas líneas de su prólogo, en las
que el novelista (que andaba entonces por los sesenta años) evoca
su primera lectura del vetusto autor inglés:
«Cierta literatura impregnaba la atmósfera que respiré. Absor-
bí la Biblia por los poros. Mis tíos sudaban Shakespeare, y el
Pilgrim's Progress de Bunyam vino mezclado con la leche de mi
madre. Pero esas cosas me entraron por los oídos. Eran sonidos,
ritmos, imágenes. Los libros eran demonios impresos, las pinzas y
las empulgueras de un suplicio ultrajante. Hasta que ocurrió que
una tía, con fatua ignorancia de mis rencores, me regaló un libro.
Contemplé con odio la impresión en negro, y luego las páginas
paulatinamente se abrieron y me permitieron la entrada. El prodi-
gio ocurrió. La Biblia, Shakespeare y el Pilgrim's Progress eran
patrimonio común. Pero ese libro era mío. Era un ejemplar ilus-
trado de la Morte D'Arthur de Thomas Malory según la edición de
Caxton. Adoré la anticuada ortografía de las palabras, y también
las palabras en desuso. Es posible que haya sido este libro el que
inspiró mi fervoroso amor por la lengua inglesa… La misma ex-
trañeza del lenguaje bastaba para hechizarme y sumirme en una
escenografía antigua.
En esa escenografía enmarcaba todos los vicios que hubo
siempre, además del coraje, la tristeza, y la frustración, y sobre to-
do el heroísmo, acaso la única cualidad humana forjada por Occi-
dente. Creo que mi percepción del bien y del mal, mi sentimiento
207/353

de noblesse oblige, y todas mis reflexiones contra los opresores y a


favor de los oprimidos provinieron de este libro secreto. Este libro
no ultrajaba mi sensibilidad como casi todos los libros infantiles.
No me asombraba que Uther Pendragón codiciara a la mujer de
su vasallo y la tomara mediante engaños. No me asustaba des-
cubrir que había caballeros malignos además de caballeros
nobles. También en mi pueblo había hombres que lucían los hábi-
tos de la virtud pero cuya maldad me era conocida. En medio del
dolor, la pesadumbre o el desconcierto, yo volvía a mi libro mági-
co. Los niños son violentos y crueles, y también bondadosos; yo
era todas esas cosas y todas estas cosas estaban en el libro secreto.
Si yo no sabía escoger mi senda en la encrucijada del amor y la
lealtad, tampoco Lanzarote sabía hacerlo. Podía comprender la
vileza de Mordred porque también él estaba en mí; y también
había en mí algo de Galahad, aunque quizá no lo bastante. Pese a
todo también estaba en mí la apetencia del Grial, hondamente ar-
raigada, y quizá aún lo esté».
Estas palabras sencillas y emotivas del gran novelista amer-
icano son el mejor homenaje a Malory y a sus personajes, y al uni-
verso de caballerescas aventuras en el reino de Arturo. Y resultan
una cita amable para concluir esta evocación.
CARLOS GARCÍA GUAL (Palma de Mallorca, 1943). Escritor,
filólogo, crítico y traductor español. Es catedrático de filología
griega en la Universidad Complutense de Madrid, especialista en
antigüedad clásica y literatura. García Gual ha escrito diversos lib-
ros y numerosos artículos, tanto sobre literatura clásica y mediev-
al como sobre filosofía griega o mitología. Entre sus obras,
destacan libros como Los orígenes de la novela, Primeras novelas
europeas, Epicuro, Historia del rey Arturo, Diccionario de mitos,
El descrédito de la literatura, Apología de la novela histórica,
Viajes a la Luna: de la fantasía a la ciencia ficción o Historia, nov-
ela y tragedia. Crítico literario, publica reseñas de libros en diver-
sos medios como El País, Revista de Occidente o Claves de razón
práctica. Es, además, director de dos colecciones en la Editorial
Gredos: la de clásicos griegos Biblioteca Clásica Gredos, y la de
clásicos universales Biblioteca Universal Gredos. Ha traducido,
además, clásicos (ha traducido tragedia, filosofía y poesía griega,
textos medievales, etc.), tarea que le ha reportado, en dos oca-
siones, el Premio Nacional de Traducción (1978 y 2002). (Palma
de Mallorca, 1943) es un escritor, filólogo, crítico y traductor es-
pañol. Es catedrático de filología griega en la Universidad
209/353

Complutense de Madrid, especialista en antigüedad clásica y


literatura.
Notas
211/353

[1]
Son exclusivamente los textos ingleses los que F. Mellizo
comenta en su libro Arturo, Madrid 1976, bajo una óptica y en es-
tilo muy distintos de los que aquí he adoptado. <<
212/353

[2]
He preterido también aquí las referencias a las excavaciones
arqueológicas del Camelot Research Committee en busca de rui-
nas de los castillos donde pudo vivir Arturo y mantener su corte.
Aunque algunas de esas pesquisas han explorado lugares históri-
cos interesantes, y han aportado datos sobre la Inglaterra del siglo
V —en el marco geográfico e histórico en que pudo vivir un cau-
dillo militar celta famoso—, dudo mucho que esos rastros tengan
algo que ver con nuestro héroe. Camelot no estaba en Cadbury ni
en sus alrededores. Está en las novelas de Chrétien, y con otros
nombres se dibuja en la Historia de los Reyes de Bretaña de Geof-
frey de Monmouth. Buscar el emplazamiento de la corte artúrica
en la geografía de Inglaterra es como pretender encontrar el es-
queleto de algún unicornio entre los restos de animales del medi-
evo. Con todo, las aportaciones arqueológicas sobre la Gran
Bretaña del siglo V son de interés y hay datos atractivos en esos
intentos arqueológicos. Véase, especialmente, el volumen editado
por Geoffrey Ashe, The Quest for Arthur's Britain, Londres 1968
(con reediciones posteriores).
El ambiente en que se desarrollan las novelas es, evidentemente,
el de la época de los novelistas, es decir, el siglo XII y el siglo XIII.
A esta época se refiere un libro como el de M. Pasteureau, La vie
quotidienne en France et en Angleterre au temps des chevaliers
de la Table Ronde, París 1976. Los novelistas medievales no
tenían la menor intención arqueológica.
Por otro lado, me hubiera gustado añadir a este libro un capítulo
sobre los temas artúricos y las novelas y libros de caballerías
213/353

españoles. Pero prescindo de esas notas que habrían alargado de-


masiado estas páginas. <<
214/353

[3]
La fuente que en la actualidad puede admirarse en la plaza es,
en realidad, una minuciosa reconstrucción de la original. De
aquella se conservan algunas estatuas —y entre ellas la del rey Ar-
turo— en el Germanisches Nationalmuseum en la misma ciudad.
Entre las espléndidas esculturas góticas de ese museo de Nurem-
berg, es la de Arturo una de las más clásicas. Exhibida como pieza
suelta puede contemplarse allí con toda comodidad. <<
215/353

[4]
Esta famosa arquivolta está reproducida en multitud de libros.
Cf. p.c. en Arthurian Literature in the Middle Ages, Oxford 1959,
entre páginas 60 y 61. <<
216/353

[5]
Otra curiosa representación temprana del rey Arturo está en el
pavimento de mosaico de la catedral de Otranto, junto a Bari, en
el sur de Italia. Allí está figurado un personaje con corona y cetro
cabalgando sobre una especie de cabra o ciervo, con un letrero:
«Arturus Rex». Esta enigmática figura —el mosaico es de hacia
1165— está enmarcada por otras: monstruos y figuras bíblicas
como Adán y Abel. (Una reproducción parcial puede verse en el
libro de R. Barber, King Arthur in Legend and History, 1961,
figura 6). Como señala R. S. Loomis: «Ningún pasaje en la liter-
atura asigna al rey una montura tan extraña y humilde. La única
explicación plausible se encuentra en el hecho de que el inmortal
Arturo era identificado con varios potentados sobrenaturales,
como el rey de un reino subterráneo, y que Walter Map hacia 1190
cuenta un cuento en el que el rey de un dominio subterráneo
cabalga sobre una enorme cabra». (En el capítulo The oral diffu-
sion of the Arthurian Legend», pág. 61, del vol. col. Arthurian Lit-
erature of the Middle Ages, que desde ahora citaré abreviada-
mente como ALMA). <<
217/353

[6]
Sobre la creación y difusión de esta literatura cortés, con espe-
cial atención a los primeros romanz, escribí hace arios un libro de
síntesis, que pienso que sigue siendo válido como enfoque gener-
al: Primeras novelas europeas, Madrid, 1974; con su bibliografía.
<<
218/353

[7]
Con una frase parecida lo mismo dice K. Wais en su introduc-
ción al volumen recopilado por él sobre las novelas artúricas. Cf.
Der arthurische Roman, Darmstadt 1970, pág. 16. <<
219/353

[8]
Utilizo por igual las expresiones de Tabla y de Mesa Redonda.
La traducción por «Tabla» no es una mala versión, sino una
forma hoy anticuada, pero que conviene guardar por su resonan-
cia arcaica y poética. Por descontado la Mesa Redonda era de tab-
las de madera, y no de cristal o de plástico (?), como la que
aparece en algún film reciente. <<
220/353

[9]
El espejo de príncipes y caballeros. El Caballero del Febo, el úl-
timo de los libros de caballería españoles con amplio éxito comer-
cial, es de 1555. (Véase la excelente edición de D. Eisenberg, con
su admirable prólogo, Madrid 1975). El más tardío espécimen del
género en España es el mediocre Policisne de Boecia, que se pub-
licó en 1602, es decir, tres años antes de la Primera Parte del Qui-
jote. <<
221/353

[10]
Sobre el volumen de toda esa literatura y su público en la épo-
ca de Cervantes, cf. mi artículo «Cervantes y el lector de novelas
del siglo XVI» en Mélanges de la Bibliothéque Espagnole de Paris,
1976-7, Madrid 1978, págs. 13-38. <<
222/353

[11]
A mi ver, hay dos libros fundamentales para entender ese con-
texto histórico y la ideología que se expresa en esta literatura: el
de R.R. Bezzola, Les origines et la formation de la littérature cour-
toise en Occident, 5 vols., París 1960-67, y el de E. Köhler, Ideal
und Wirklichkeit in des höfichen Epik, Tubinga 1956 (2.a ed.
1970). Es también muy interesante el estudio de E. Auerbach,
Lenguaje literario y público en la Baja Latinidad y en la Edad Me-
dia, trad. esp, Barcelona 1969 (en especial el capítulo IV). <<
223/353

[12]
Más tarde volveremos sobre este episodio del descubrimiento
de las tumbas de Arturo y Ginebra en los terrenos de la abadía de
Glastonbury. Cf. pág. 46-7. <<
224/353

[13]
Esta extraña anécdota la cuenta Julián del Castillo en su His-
toria de los Reyes Godos, Madrid 1624, pág. 365. (Tomo la cita de
R. S. Loomis «The Legend of Arthur's Survival» en ALMA, pág.
65.) La anécdota se cuenta como un rasgo irónico, evidentemente,
pero alude a la pervivencia de las tradiciones sobre Arturo, de
quien también se contaba que se había convertido en un cuervo.
(Tal vez en uno de esos cuervos tan bien alimentados de la Torre
de Londres, cuya desaparición, según la tradición, sólo acaecerá
antes de que Inglaterra sea invadida de nuevo). <<
225/353

[14]
J. Campbell, The Masks of God., Creative Mytbology, Nueva
York 1968, págs. 516 y ss. <<
226/353

[15]
O.c., pág. 523. <<
227/353

[16]
Es muy curioso notar el variable aprecio que los grandes es-
critores renacentistas sentían hacia el mundo de los libros de
caballerías. Mientras que para Rabelais y E. Spenser el mundo
artúrico es una fuente de inspiración y una referencia importante
en sus obras, W. Shakespeare parece haber sentido un notorio
desdén hacia esas lecturas. Sólo hay dos referencias a Arturo en
toda su obra: una insignificante en La segunda parte de Enrique
IV, 111, 2, y otra en Enrique V, II, 3, cuando la mesonera dice que
Sir John Falstaff «está en el seno de Arturo, si es que alguien ha
llegado a ir al seno de Arturo». Como señala G. Highet, «la frase
bíblica consagrada es «en el seno de Abraham», pero la mesonera
inconscientemente encuentra más fácil pensar que Sir John ha
ido a reunirse con el viejo símbolo de la inmortal caballería
británica que no con un patriarca hebreo». (La tradición clásica,
tomo I, trad. esp. México 1954, pág. 308; sobre Rabelais, id. pág.
290, y sobre Spenser, id., pág. 231). <<
228/353

[17]
«The Arthur of History» en ALMA, pág. 1. <<
229/353

[18]
Nennius escribe su libro con un propósito apologético: «para
refutar la estupidez de que muchos acusan a la raza bretona», ya
que sus hombres de letras no han puesto por escrito sus hechos
pasados. Es probable que resuma en su latín los datos de algún
poema galés o bien diversos relatos orales de la tradición galesa.
En el capítulo 56, cuenta Nennius cómo los sajones eran cada vez
más numeroso en Inglaterra, y que, a la muerte de Hengist, su
hijo Ochta los dirigió hacia el sur, hacia el reino de Kenu Y relata:
«Entonces luchaba contra ellos Arturo, en aquellos días, al lado
de los reyes de los bretones, pero él era el caudillo de las batallas.
La primera batalla fue en la desembocadura de un río llamado
Glein. La segunda y tercera y cuarta y quinta en otro río que lla-
man Dubglas y está en la región de Linnuis. La sexta batalla fue
junto al río llamado Bassas. La séptima batalla fue en el bosque de
Celidon, esto es en Cat Coit Celidon. La octava batalla fue en el
fuerte de Guinnion, en la que Arturo llevó sobre sus hombros la
imagen de Santa María, siempre Virgen y los paganos fueron
puestos en fuga y hubo una gran matanza de ellos por la gracia de
nuestro Señor Jesucristo y por la gracia de la bienaventurada Vir-
gen María, su madre. La novena batalla se libró en la ciudad de la
Legión. Peleó la décima batalla en las orillas de un río llamado
Tribruit. La onceava batalla fue en un monte llamado Agned. La
duodécima batalla fue en el monte Badon, donde novecientos ses-
enta hombres perecieron en una carga de Arturo y ninguno otro
los mató sino él en persona. Y fue el vencedor en todos los com-
bates. Pero ellos, cuando fueron derrotados en todas las batallas,
pidieron socorros a Alemania, y sus tropas fueron aumentando
230/353

sin cesar, y trajeron reyes de Germania para regir a la gente de


Bretaña».
Tanto el número de batallas como el de muertos en Badon a
manos de Arturo parecen un tanto fantasiosos. Pero, como indica
Jackson, la batalla de Badon parece genuina, y tal vez su recuerdo
perduró, como el de una última victoria, entre los bretones.
Parece difícil que Nennius pudiera haberse inventado la figura de
Arturo «porque Nennius no era ningún Geoffrey de Monmouth;
no era capaz de crear un personaje de la nada.» (o.c., pág. 11). <<
231/353

[19]
Jackson, o.c., pág. 3. J. Markale, Le roi Arthur et la société
celtique, París 1976, pág. 193. Sobre la obra de Gildas, puede verse
el libro de Th. D. Sullivan The «De Excidio» of Gildás. Its an-
thenticity and date, Leiden 1978. <<
232/353

[20]
Los Annales Cambriae dan la primera mención en el año 516,
y la segunda en el año 537. («Gueith Camlann, in qua Arthur et
Medraut corruerunt, et mortalitas in Brittania et in Hibernia
fuit». Cf. E. Fatal, La légende arthurienne. Etudes et documents,
París 1929, t. III, pág. 4 5). <<
233/353

[21]
K.H. Jackson, o.c., en ALMA, págs. 3 y 10-11. <<
234/353

[22]
K.H. Jackson, id., pág. 3. <<
235/353

[23]
Los dos recuerdos están consignados en los Mirabilia Britan-
niae, un añadido a la Historia de Nennius en un manuscrito (Har-
leianus 3850). <<
236/353

[24]
R.S. Loomis, Arthurian Tradition and Chrétien de Troyes, pág.
128. <<
237/353

[25]
C.F. K.H. Jackson, «Arthur in early ivelsh verse» en ALMA,
págs. 12-19. <<
238/353

[26]
Cf. I. Ll. Foster en ALMA, págs. 31-43. Una excelente y acces-
ible traducción de los Mabinogion al inglés por G. Jones y Th.
Jones (1949), puede encontrarse en la edición de «Everyman's
Library», Londres-N. York 1974. «Culwch and Olwen», ocupa las
páginas 95 a 136. <<
239/353

[27]
J. Frappier, en ALMA, pág. 178. Sobre el tema, cf. la introduc-
ción de C. García Gual — L.A. de Cuenca a Chrétien de Troyes.
Lanzarote del Lago o el Caballero de la Carreta, Barcelona 1976,
págs. XVIII y ss., y C. García Gual «Sir Orfeo: en la confluencia de
dos mitologías» en Mitos, viajes, héroes, Madrid 1981, págs.
180-200. <<
240/353

[28]
Los textos están en el citado libro de E. Fatal, que es funda-
mental para su estudio, y también en el citado libro de R. R.
Bezzola, Les origines et la formation de la littérature courtoise en
Occident, París 1960, 2.ª parte, tomo II, págs. 533 y ss. <<
241/353

[29]
Fatal, o.c., págs. 226 (t. I), y Bezzola, o.c., págs. 535-536. <<
242/353

[30]
Fatal, c. 1, pág. 244 y ss., Bezzola, o.c., pág. 535. <<
243/353

[31]
Los nombres de Arturo y algunos de sus compañeros más
famosos aparecen también en las «tríadas galesas», concisas y en-
igmáticas. Sobre ellas cf. R. Bromwich en ALMA, págs. 44-51. <<
244/353

[32]
J. Markale, Le roí Arthur et la société celtique; París 1976,
págs. 219 y ss., y especialmente 305 y ss., donde Markale se in-
venta «la saga primitiva de Arturo», según un esquema mítico
céltico. Ya en sus libros anteriores, L'épopée celtique d'Irlande,
París 1971 y L'épopée celtique en Bretagne, París 1971, Markale
había resumido muchos temas de esta literatura artúrica en con-
exión con la tradición literaria y mitológica céltica. <<
245/353

[33]
O.c., págs. 193-218. En la misma línea está el libro bastante
anterior de G. Ashe, From Caesar to Arthur, Londres 1960. <<
246/353

[34]
Hay tres ediciones del texto latino de la Historia Regum Brit-
anniae: las de A. Griscom, Londres 1929, la de E. Fatal, en La lé-
gende arthurienne, t. III, págs. 64-303, París, 1929, y la de J.
Hammer en Cambridge — Massachusetts 1951. La traducción
inglesa más asequible, y una excelente versión, es la de L. Thorpe
en los «Penguin Classics», Harmondsworth 1966 (reed. 1973). En
castellano va a aparecer la espléndida versión de L. A. de Cuenca
(en prensa en la Editora Nacional). <<
247/353

[35]
Encuentro muy interesante el paralelo que J. Campbell traza
entre la obra de Geoffrey de Monmouth y la famosa mistificación
de J. Macpherson, que tanto influyó en el romanticismo del siglo
XVIII. Cito sus líneas (o.c., pág. 522):
«It became á la mude immediately and supplied for a time the
fashionable talk of Europe —as, centuries lates, James
Macpherson's Poems of Ossian (1760-1762), which enspelled che
mirad even of Goethe. Geoffrey, like Macpherson, pretended to
have taken his text from ara ancient Celtic book; in Macpherson's
case, of the Gaelic tongue, in Geoffrey's, of the British. The two
were scorned equally as liars by the soberheads of therr centuries:
Macpherson by Samuel Johnson, Geoffrey by Giraldus Cambren-
sis and many more. However, if che opening through a single
book of the freshets of a grandiose river of tradición that is run-
ning in forte to this day counts for anything of all, then Geoffrey,
like Macpherson, merits laurel. Por in the Latín of his pages there
appear, for the first time in literature, not only the figure of Ar-
thur as a king and the whole story of his birth, the names of his fa-
vorite knights, Gatuain, Bedivere, and Kay, the treachery of
Mordred (here as Arthur's nephew, not his son), the faithlessness
of Guinevere (in adultery with Mordred), the last battle of Arthur
with Mordred and the mortal wounding of the king, his queen
Ginuevere's refuge in a convent, and the passage of himself to
Avalora in the year of Our Lord 542; but alto che legend of King
Lear and his daughters, Goneril, Regan, and Cordelia, the name of
King Cymbeline, and the entire legend of Merlin's life, including
248/353

his magical transportation of the «Dance of the Giants» (Stone-


henge) from Ireland to the Salisbury plain». <<
249/353

[36]
El pasaje donde aparecen, por primera vez, mencionadas las
armas famosas de Arturo es el capítulo 147 de la Historia, con es-
tas palabras: Ipse vero Arturus, lorica tanto rege digna indutus,
auream galeam simulacro draconis insculptam tapio adaptat, hu-
meris quoque suis clypeum vocabulo Pridwen, in quo imago
Sanctae Mariae Dei genitricis impicta ipsam in memoriam ipsius
saepissime revocabat. Accinctus etiam Caliburno, gladio optimo
et in ínsula Avallonis fabricato, lancea dexteram suam decorat,
quae nomine Ron vocabatur: haec erat ardua lataque lancea,
cladibus apta. <<
250/353

[37]
Este gigante era de origen español. Anoto este detalle que le
parece importantísimo a F. Mellizo, cf. Arturo rey, Madrid 1976,
página 45-6, que encuentra en esto «la oportunidad de honrar a
un compatriota». <<
251/353

[38]
R.R. Bezzola, o.c., págs. 537 y ss. (Ses origine…, 2. parte, tomo
I). <<
252/353

[39]
Empleo el adjetivo de «bretones» tanto para los habitantes
celtas de la Gran Bretaña (Inglaterra antes de la llegada de los
anglos), como para los bretones de la Armórica o Bretaña
francesa. Alguna vez utilizo el adjetivo «britanos» o «británicos»
para distinguir a los primeros. En cuanto a la contribución de un-
os y otros a la leyenda artúrica es difícil trazar una precisa delim-
itación. Sobre este importante tema, remito al artículo de J. Marx,
«Monde brittonique et matiére de Bretagne», recogido en
Nouvelles recherches sur la littérature arthurienne, París 1965,
págs. 77-84. <<
253/353

[40]
Sobre estos detalles biográficos cf. la introducción de L.
Thorpe a su ya citada traducción, y el artículo de J. J. Parry y T. A.
Caldwell en ALMA, págs. 72-93. <<
254/353

[41]
J.J. Parry y R.A. Caldwell, o.c., pág. 93. Hay varios estudios
sobre la pervivencia y la influencia de Geoffrey de Monmouth en
tiempos muy posteriores. También la dinastía de los Tudor enlaz-
ará su genealogía con la descendencia de los soberanos bretones y
la remontará hasta el mítico Bruto. Cf. R. F. Brinkley, Artburian
Legend in che Seventeenth Century, Baltimore 1932, y E. Jones,
Geoffrey of Monmouth, 1640-1800, Berkeley-Los Angeles 1944.
<<
255/353

[42]
Según atestigua Layamon, ya que se nos ha perdido la dedicat-
oria. <<
256/353

[43]
Sobre Wace, cf. el cap. de Ch. Foulon en ALMA, págs. 94-103 y
las págs. de Bezzola en su obra ya cit., p. III, t. 1, págs. 150-190. La
importancia del traducir un texto del latín al francés, romanceán-
dolo, debe ser comprendida en el marco de la época, de mediados
de ese siglo XII, el del primer renacimiento, al alba de la novela,
etc. La importancia de un público cortesano para el desarrollo de
esta nueva literatura, y los condicionamientos del mismo, son
muy significativos y decisivos para la cultura de la época, como ya
señalaron Auerbach, Bezzola, etc. Sobre esto he de remitir a mi
libro Primeras novelas europeas, Madrid 1974, págs. 25-153. <<
257/353

[44]
R.R. Bezzola, Les origines…, Parte III, t. I, págs. 160-161. <<
258/353

[45]
R.R. Bezzola, id., págs. 3-20. La cita en págs. 4-5. <<
259/353

[46]
Sobre este ambiente cortesano, en el que se crea un «romanti-
cismo» cortés, remito a los primeros capítulos del ya citado
Primeras novelar europeas, especialmente al capítulo III, dedic-
ado al amor cortés y sus orígenes, con la bibliografia allí citada.
<<
260/353

[47]
Para el lector interesado en este período histórico, dos libros
de bolsillo claros y asequibles puede encontrarlos en los de Ch.
Brooke, The Saxon and Norman Kings, Londres 1963 (8.a edición
1973) y J. Harvey, The Plantagenets, Londres 1958 (9. edición
1973).
261/353

[48]
No sólo Carlomagno sino también Alejandro Magno son los
modelos con los que se pretende comparar, con ventaja, la figura
de Arturo. Cf. Bezzola, o.c., «De Charlemagne, Alexandre et Ar-
thur», págs. 517-548. <<
262/353

[49]
La superioridad de la corte del rey Arruro en cuanto a cortesía
fue una nota bien destacada por esta literatura. Todavía Boiardo,
en su Orlando Innamorato, Parte II, canto XVIII, así lo destaca:

«Fo gloriosa Bretaña la grande


Una stagion per le arme e per l'amore
Onde ancora oggi il nome suo si spande,
Sí che al re Artusse fa portare onore…
Re Carlo in Franza poi tepe gran corte,
Ma a quella prima non fo sembiante…
Perché tiene ad Amor chiuse le porte
E sol se dette alíe battaglie cante,
Non fo di quel valore e quella stima,
Qual fo quell'altra che io contara in prima».

Esos rudos barones de la corte de Carlomagno, «que tuvo cerra-


das sus puertas al amor y sólo se dedicó a las batallas santas», es
decir, a combatir contra el moro, como en la versión de la Canción
de Roldán, dejaban mucho que desear en contraste con la mod-
ernidad y la prestancia de los caballeros de la Tabla Redonda. <<
263/353

[50]
Cf. Bezzola, o.c., parte IIl, t. 1, págs. 127-139. <<
264/353

[51]
Cf. R. Barbes, King Arthur in Legend and History, (1961) págs.
57-67 de la edición de 1973 (Londres, Cardinal). Sobre las rela-
ciones de las leyendas artúricas y Glastonbury, cf. el libro de G.
Ashe, King Arthur's Avalon. The Story of Glastonbury; Londres
1957, reed. 1973. <<
265/353

[52]
J. Le Goff en su prólogo a la traducción francesa del libro de E.
Kóhler, L'aventure chevleresque. ldéal et réalité dans le roman
courtois, París 1974, pág. XV. El libro de E. Kóhler, que he citado
ya, es el estudio fundamental para advertir todo el trasfondo ideo-
lógico de esta literatura novelesca. Como Le Goff señala en su ex-
celente y lúcido proemio, en muchos puntos pueden concertarse
ese enfoque y los estudios de G. Duby sobre la mentalidad de esta
época. <<
266/353

[53]
Excede mucho de mis propósitos y del carácter de estos breves
apuntes informar adecuadamente sobre la ideología y hábitos de
la caballería y los caballeros como clase o grupo social. La biblio-
grafía sobre el tema es amplísima. Cf. el ágil libro de R. Barber,
The Knight and the Chivalry, Londres 1970 (reed. 1974), y el rol.
col. edil. por G. Eifler, Ritterliches Tugendsystem, Darmstadt
1970. Los textos españoles —de Alfonso X, D. Juan Manuel,
Raimundo Lulio— más interesantes sobre el tema están recogidos
por L. Á. de Cuenca en su Floresta Española de Varia Caballería,
Madrid 1915. <<
267/353

[54]
En su poema La Chanson de Saisnes, compuesto hacia 1200,
escribe Jean Bodel estos versos, frecuentemente citados:

Ne sont que trois matieres a nul home antandant:


de France et de Bretaigne et de Rome la Grant;
et de ces trois matieres n'i a nule semblant.
Li conte de Bretaigne sont si vain et plaisant;
cil de Rome son sage et de san aprenant;
cil de France sont voir chacun jor apparant. (v.s.
6-11).

(«Sólo hay tres materias para el hombre entendido: de Francia, de


Bretaña, y de Roma la grande; y de las tres ninguna se asemeja.
Los cuentos de Bretaña son ligeros y agradables; los de Roma son
sabios y educativos; los de Francia de día en día se muestran más
verídicos.»). Esta división temática es muy clara, así como resulta
muy pertinente la calificación con que el poeta adjetiva las his-
torias de la «materia de Roma» (los romans de la llamada «tríada
clásica»: sobre Troya, Eneas, y Tebas, y los poemas sobre Ale-
jandro), los poemas épicos franceses, y las narraciones de tema
bretón, «vain et plaisant». <<
268/353

[55]
En la corte cada fiesta de Pentecostés se espera la aparición de
un prodigio antes de la comida de gala. Este motivo resulta un
tópico en la trama de las novelas. Que puede incluso ser tomado
como tema un tanto cómico, como sucede en el principio de
Jaufre (novela en occitano de hacia 1225), cuando la aventura no
se presenta a tiempo y, tras descartar las pretensiones de Cay, ya
hambriento, el rey y sus más fieles caballeros salen en ayunas en
pos de algún prodigio. El novelista trata esta peripecia con ágil
tono humorístico. <<
269/353

[56]
Algunos estudiosos (St. Hofer, M. Delbouille, E. Kbhler) con-
sideran una interpolación posterior a las novelas de Chrétien los
pasajes de Wace, antes citados, en que se habla de la Tabla Re-
donda, y ven en ésta un motivo inventado por el novelista cortés.
Los celtistas, como R. S. Loomis o J. Markale, ven en ella un ele-
mento tomado del folktale céltico, bien de la mesa del mítico
Bran, o del círculo de guerreros que se reúnen en la tienda circu-
lar del jefe del clan celta. E. Köhler (en L'aventure chevaleresque,
págs. 22-25) subraya el significado ideológico de esa mesa nobili-
aria, donde el rey es sólo un primus inter pares. Que el motivo se
haya recargado de nuevos significados en las novelas no me
parece obstáculo para admitir su procedencia céltica, que es la
más probable. <<
270/353

[57]
E. Kóhler, o.c., págs. 12 y ss. Sobre las alianzas históricas de
esta época, cf. el clásico estudio de M. Bloch La société féodale,
París 1939 (con numerosas reediciones), especialmente en los
capítulos referidos a lo que llama «la segunda época feudal», y
Ch. Petit-Dutallis La monarchie féodale en France et en Angle-
terre, París 1971 (2.a edición). <<
271/353

[58]
La importancia del concepto de «generosidad» (largesce) en el
marco de la novela ha sido destacada por E. Köhler (págs. 27 y ss.
39 y ss.) con mucha claridad. En una época en que los reyes ya no
pueden obsequiar a sus vasallos con grandes donaciones de
feudos o tierras, porque ya están todas repartidas, el motivo del
don se idealiza. La generosidad regia es un vínculo importante,
sobre el que tanto poetas como cortesanos quieren insistir como
tema de interés. Con la piedad y la justicia la largueza en el dar es
una virtud muy preciada en reyes y en grandes señores. En el
Cligés de Chrétien (vs. 192-217) es recomendada como la virtud
superior, que sostiene a todas las demás. También en el repertorio
trovadoresco encontramos repetidos elogios de esa virtud. Cf. el
artículo de E. Kóhler, «Reichtum und Freigebigkeit in des
Trobadordichtung», recogido en Trobadorlyrik und höfischer Ro-
man, (págs. 45-72), Berlín 1962. <<
272/353

[59]
Cf. págs. y la introducción a Chrétien de Troyes, Lanzarote o el
caballero de la Carreta, trad. e introd. de C. García Gual y L.A. de
Cuenca, Barcelona 1975. <<
273/353

[60]
Véase el comienzo de La demanda del Santo Graal, trad. esp.
de C. Alvar, Madrid 1980, y más adelante, en las páginas dedica-
das al tema del Grial. <<
274/353

[61]
E. Kóhler, o.c., pág. 26. <<
275/353

[62]
En el libro de G. Duby, Hombres y estructuras de la Edad Me-
dia, trad. esp, Madrid 1977, se recogen varios estudios muy in-
teresantes sobre la mentalidad y la situación social de diversos
grupos, pero especialmente agudo es el artículo dedicado a «Los
jóvenes» en la sociedad aristocrática de la Francia del Noroeste en
el siglo XII» (págs. 132-147). El contraste entre la sociedad real y la
idealizada en los textos novelescos acentúa el valor poético de los
mismos, que embellecen una sórdida realidad, especialmente
opresiva para ciertos jóvenes.
En la novela moderna de tema histórico ha sido, a mi parecer, Zoé
Oldenburg (en sus novelas La piedra angular, Barro y cenizas, y
La alegría de los pobres) quien mejor, documentada y realística-
mente a la par que con una gran fuerza imaginativa, ha reflejado
el mundo de esa época, tan patética y tan asendereada. <<
276/353

[63]
Sobre este público del roman courtois, que es definitivo para
entender las tendencias de esta literatura, remito a mi libro
Primeras novelas europeas y al prólogo a Lanzarote o el Caballero
de la Carreta, ya citados. <<
277/353

[64]
Cf. E. Kóhler, o.c., pág. 42-3. No me resisto a la tentación de
citar, una vez más, unas líneas de este autor: «Los esfuerzos de
centralización nacional de la monarquía francesa, tan desin-
teresada de la gloria como de las cargas de una misión universal
(como la misión imperial por ejemplo), debían incitar a las poten-
cias feudales a dar a su existencia unos fundamentos universales.
La consecuencia de esto fue que, al despertar a la conciencia de
una nueva civilización y de una dimensión histórica nueva, se
apegan a la idea supranacional del «estado», cuya realización par-
cial está en curso un poco por doquier, pero en ninguna parte de
modo completo. Por eso el mundo artúrico no puede ser localiz-
ado sino en la topografía de su materia legendaria y no en un
lugar cualquiera de la realidad. El centro de la vida cortés, que los
teóricos de la feudalidad sitúan en la dimensión literaria y que
tiene por función representar a todas las cortes feudales y simbol-
izar los fundamentos jurídicos universales de sus aspiraciones, no
puede encontrarse sino en un personaje como el que es el rey Ar-
turo. No es sino después de haber descubierto la complejidad de
los datos históricos cuando comprenderemos a Arturo como la
«personificación de un principio» (W. Kellermann) en el sentido
más completo del término. Sólo la corte de Arturo ofrece al
caballero el punto de partida de su búsqueda hacia la purificación
ejemplar. Sólo el principio que se encarna aquí en una figura
permite la realización total de las más altas posibilidades de la ex-
istencia humana». <<
278/353

[65]
Sobre ese ímpetu hacia la aventura, véase el capítulo sexto del
libro de E. Auerbach, Mímesis (trad. esp, México, 1951) en el que
se analizan los rasgos característicos de un episodio típico de las
novelas de caballerías («La partida del caballero»), tomando
como texto básico un pasaje del Yvain. En el capítulo anterior del
mismo libro hay otro estudio muy sugerente sobre un pasaje de la
Chanson de Roland, que puede servir para subrayar el contraste
entre el guerrero de la épica y el caballero andante. <<
279/353

[66]
W. P. Ker, From Epic to Romance, Londres 1896. Véase en
mis Primeras novelas europeas el capítulo II: «De la épica a la
novela de aventuras». <<
280/353

[67]
Sobre Roldán, cf. R.R. Bezzola, Les origines et la formation de
la Littérature courtoise en Occident, París 1960, 2.a parte, t. II,
págs. 495 y ss. Sobre Galván como personaje ejemplar volveremos
más adelante. <<
281/353

[68]
Son excelentes y variados los prólogos de Chrétien, pero este
comienzo del Yvain tiene una gracia especial, como corresponde
al tono de ese relato que es, como decía Frappier, su «obra maes-
tra». <<
282/353

[69]
La leyenda de Tristán e Isolda no es la historia de un amor
cortés ni tiene, en principio, nada que ver con el ambiente
caballeresco. Los esfuerzos de los novelistas por integrar el tema
en la summa novelesca artúrica son sintomáticos de la presión y
atracción —literaria e ideológica— de todo el corpus novelesco
tomó un sistema de interpretación. <<
283/353

[70]
G. Cohen, La vida literaria en la Edad Media. La Literatura
francesa del siglo IX al XIV, trad. esp., reimp., México 1977, págs.
64 y ss. <<
284/353

[71]
A: Viscardi, La letterature d'Oc e d'Oil, Milán 1967, 2. ed.,
págs. 180-227. <<
285/353

[72]
Cf. C. García Gual, Primeras novelas europeas, ya cit., págs. 32
y ss., con los libros de H. Haskins, E. Panofsky, M. de Gandillac, y
Ch. Brooke, allí citados. <<
286/353

[73]
Sobre la personalidad y la obra de Chrétien hay una vasta bib-
liografía. Me sigue pareciendo un estudio magistral el clásico libro
de E. Frappier: Chrétien de Troyes, París 1968, que puede com-
plementarse con sus otros trabajos: Etude sur Yvain ou Le Cheva-
lier au Lion, París 1969, y Chrétien de Troya et le mythe du Graal,
París 1972. El último libro de conjunto sobre el novelista que
conozco es el de L. S. Topsfield Chrétien of Troyes, Cambridge
1981. <<
287/353

[74]
Al castellano se han traducido, que yo sepa, Perceval o el
Cuento del Grial —por Martín de Riquer (Madrid 1961) y por
Agustín Cerezales (Madrid 1979)—, Lanzarote del Lago o el
Caballero de la Carreta —por C. García Gual y L. A. de Cuenca,
(Barcelona 1976)— y Erec y Enide —por C. Alvar, V. Cirlot, y A.
Rossell (Madrid 1982)—. <<
288/353

[75]
G. Cohen, o.c., pág. 71. <<
289/353

[76]
G. Macchia, La literatura francese del medioevo, Turín 1973,
pág. 87. Desde G. Cohen a E. Köhler, y J. Frappier, éste es uno de
los pasajes más comentados de nuestro autor. Casi siempre se in-
siste en el fondo realista del mismo, en esa descripción de la
miseria «proletaria». No menos interesante es cómo Chrétien lo
introduce con estupenda soltura en el marco fantástico del
«cuento de aventura». <<
290/353

[77]
La estructura de las novelas de Chrétien fue analizada por W.
Kellermann, Aufbaustil und Weltbild Chrestiens von Troyes in
Perceval roman, Halle 1938, y más tarde por E. Köhler, ob. citada.
<<
291/353

[78]
La Literatura como provocación, trad. esp.ª, Barcelona 1976,
pág. 133 y ss. <<
292/353

[79]
A. Viscardi ha acentuado muy bien este punto, en su citado
libro sobre la literatura medieval francesa. Cuando se estudia la
temática bretona o artúrica se percibe a nuestro novelista como
un eslabón en la trasmisión de los relatos de muy lejano abolengo,
pero Chrétien es ante todo un maestro de la novela, con una
propia concepción del mundo y de la sociedad. <<
293/353

[80]
Sobre la creación de la novela y la posición de estos primeros
textos, hay interesantes observaciones en E. Vinaver, The rice of
romance, Oxford 1971, y en J. Stevens, Medieval Romance, Lon-
dres 1973. En cuanto a la expresión poética de tales relatos hay al-
gunas páginas muy sugerentes en el libro de P. Zumthor, Essai de
poétique médiévale, París 1972. <<
294/353

[81]
R. R. Bezzola. Le sens de Paventure et de Pamour (Chrétien de
Troyes), París 1947. Hay una versión algo abreviada de este ex-
celente estudio en alemán: Liebe und Abenteuer im höfischen Ro-
man, Hamburgo 1961. <<
295/353

[82]
Sobre esto remito al prólogo a la traducción castellana de esta
obra, citada poco antes. <<
296/353

[83]
Este resumen de la trama de Erec, así como el siguiente sobre
Perceval, no tienen otro interés que el de recordar las líneas maes-
tras de la narración. De ningún modo puede pretender suplir la
lectura de las obras, ni trata de conservar su gracia poética. En
ambos casos el lector español cuenta con excelentes traducciones
de esos textos. <<
297/353

[84]
E. Auerbach analiza en un capítulo de su Mímeis. El realismo
en la literatura occidental, trad. esp. ya cit., una parte del relato de
Calogrenant, con el título de «la partida del caballero cortés»,
apuntando los trazos más significativos del sentido cortés de la
aventura. Pero no comenta este pasaje, tan importante, que bien
ha destacado E. Köhler, en el capítulo III de su libro. «Aventura.
Reintegración y búsqueda de la identidad», titula E. Köhler, el an-
álisis interpretativo de la pregunta por el sentido del errar del
caballero en pos de aventuras y maravillas. La etimología nos ay-
uda a ver lo que tiene de deportivo ese caminar ad ventura («a lo
que venga»), en un mundo donde se producen mirabilia, hechos
prodigiosos que suscitan el asombro y la admiración.
Más tarde, en el Tristán en prosa, encontramos el tremendo caso
de la erranza sin motivo de Dinadan, que va tras aventuras y
maravillas en vano, porque el mundo ya no se las ofrece. «Je suis
un chevalier errant qui chascun jor voiz aventures querant et le
sens du monde; mes point n'en puis trouver», dice el chasqueado
paladín, que, en un mundo donde ya se ha planteado el empeño
del Graal, no acierta a descubrir aventuras, esas «que va buscando
todos los días», y, por lo tanto, tampoco encuentra «el sentido del
mundo». Terriblemente moderno es este Dinadan, nacido tarde,
aunque no tanto como Don Quijote, que se construirá desde sus
libros y su desvarío el sentido de su mundo de aventuras. <<
298/353

[85]
E. Köhler, L'aventure chevaleresque, pág. 78. En nuestro an-
álisis de la ideología novelesca seguimos y resumimos las tesis y
análisis de E. Köhler, al que podríamos citar aún más repetida-
mente de lo que lo hacemos, pues nuestra deuda con su obra es
muy grande. <<
299/353

[86]
J. Marx, Nouvelles recherches sur la littérature arthurienne,
París 1966. Cf. también P.Y. Badel, Introduction á la vie littéraire
du moyen áge, París-Montreal, 1979, pág. 133. Sobre las variantes
de lo maravilloso, cf. el librillo de D. Poirion, Le merveilleux dans
la littérature française du moyen áge, París 1982. <<
300/353

[87]
Aquí sólo tocamos este tema del amor cortés marginalmente.
En Primeras novelas europeas resumí las principales teorías sobre
el mismo y anoté los hitos más interesantes de la larga biblio-
grafía moderna en la que hay estudios tan brillantes como los de
La alegoría del amor de C.S. Lewis, o El amor y el occidente de D.
de Rougemont. <<
301/353

[88]
En esto han insistido J. Maní, La legende arthurienne et le
Graal, París 1952, pág. 211, y E. Köhler, o.c., pág. 214. El apresur-
amiento y la ingenuidad del joven Perceval le definen como un
muchacho esforzado, pero es luego la soledad de su búsqueda lo
que le marca como héroe trágico. Su castidad no es aún un rasgo
pertinente. <<
302/353

[89]
A. Viscardi, o.c., págs. 225-226. <<
303/353

[90]
E. Köhler, hace un admirable estudio del personaje de Galván
en Chrétien, o.c., pág. 128 y ss. Pero Galván es aquí un personaje
un tanto degradado de su antiguo esplendor en la leyenda céltica.
Por otra parte, el interés de las aventuras de Galván, y el aprecio
en que el novelista tiene a su personaje es algo que Paule le Rider
ha señalado muy bien en su fino análisis de la trama, corrigiendo
algunas afirmaciones de Frappier y de Köhler, con mucho tino. Le
chevalier dans le conte du Graal de Chrétien de Troyes, París
1978, es un excelente estudio de matices y de intenciones. Es
cierto que nosotros leemos el poema con una óptica harto influida
por la tradición novelesca posterior, y que consideramos demasi-
ado marginalmente la figura de Galván, por quien tanto Chrétien
como su público han sentido un especial interés. Y el mundo
maravilloso en que este héroe se mueve está lleno de misteriosas
sugerencias, aunque desviado del camino que lleva a Perceval
hacia su objetivo. <<
304/353

[91]
E. Köhler, o.c., pág. 277. <<
305/353

[92]
Prologando La Quete du Graal, A. Béguin destaca la «profan-
idad» del novelista que introduce el tema: «La premiére fois que
la légende du Graal nous apparalt sous une forme lirtéraire, c'est
chez Chrétien de Troyes, qui fur l'un des esprits les plus profanes
du moyen áge. II aimait les contes pour ce qu'ils offraient á son
imagination de divertissantes féeries, d'aventures romanesques et
de matiére á narration. S'il se posait quelques questions plus
graves, elles concernaient la société humaine, ses lois, son équi-
libre, sa morale. Il manie les images les plus redoutables du pat-
rimoine mythique sans avoir l'air de se douter qu'elles sont
lourdes de terreurs ataviques et de périls. Images de sang qui en
lui n' éveillent ni le souvenir des peures et des crimes, ni
l'espérance chrétienne de la Croix, mais le seul plaisir de la
couleur vermeille, éclatante sur l'armure d'un chevalier au fort du
tournoi, ou l'amusement des analogies qu'un symbolisme subtil
découvre entre le sang et la rose.» (Cito por la edición de 1965,
pero el prólogo es de 1945).
Es cierto que Chrétien no va hasta el fondo del comentario sim-
bólico de los episodios, que sugiere siempre, y que es mejor psicó-
logo que teólogo. Ahí está su grandeza y su atractivo mayor. <<
306/353

[93]
Hay una larga lista de libros y artículos sobre el Grial y su sig-
nificado simbólico. Entre ellos no escasean los que apuntan a un
esoterismo pintoresco, que prefiero olvidar. En cuanto a su reflejo
literario, además del ya citado libro de J. Frappier, que contiene
algunas precisas páginas de fina crítica sobre los últimos estudios
anteriores, quisiera citar los de R.S. Loomis, The Graal, from Celt-
ic Myth to Christian Symbol, Cardiff-Nueva York, 1963; J. Marx,
La legende arthurienne et le Graal, París 1952, y los vols. colect-
ivos, Lumiire du Graal. Etudes et textes présentés Bous la direc-
tion de R. Nelli, París 1951, y Les Romans du Graal dans la lit-
térature des XII et XIII siécles (Colloques int. du C.N.R.S.) París
1956. Más divulgador es el librillo de J. Matthews: The graal.
Quest for the eternal, Londres 1981.
Para una interpretación psicológica de todo el simbolismo del Gri-
al, puede verse el libro de Emma Jung y M.L. von Franz The Graal
Legend, tr. ingl. Londres 1971.
En castellano lo más sugerente y bien documentado son los dos
estudios de Martín de Riquer, recogidos ahora en La leyenda del
graal y temas épicos medievales, Madrid 1968. Con gran destreza
y su habitual saber filológico, M. de Riquer expone los puntos
centrales de la problemática y apunta una nueva hipótesis explic-
ativa del ceremonial de la procesión del grial, como una influencia
de cierto ritual judío, a la vez que se muestra muy escéptico re-
specto a los orígenes célticos de la leyenda. <<
307/353

[94]
La edición de la traducción al francés moderno de Perceval en
la col. de bolsillo «Folio», París, 1974, hecha por J.P. Foucher y A.
Ortais, presenta un breve resumen de los episodios más significat-
ivos de esas continuaciones (pp. 221-357). <<
308/353

[95]
En la reciente traducción de Mª Victoria Cirlot Mabinogion.
Relatos galeses, Madrid 1982, ocupa las páginas 281-328. En este
volumen puede encontrar el lector la bibliografía oportuna. El
libro de G. W. Goetink, Peredur: a Study of Welsh Tradition in the
Graal Legends, Cardiff 1965, es especialmente interesante. En el
citado vol. ALMA trata del texto I. L. 1. Foster, págs. 192-205, con
claridad. <<
309/353

[96]
Sobre Glastonbury-Avalon, remito al libro de G. Ashe, King
Arthur's Avalon 1957 (reed. 1973). <<
310/353

[97]
Sobre el personaje de Merlín y sus apariciones en la literatura,
cf. el libro de P. Zumthor, Merlin le Prophéte. Un théme de la lit-
térature polémique de l'historiographie et des romans, Laussanne
1943.
Merlín, el profeta, semidiabólico, mago, anciano educador del
joven Arturo, es una figura especialmente atractiva de esta histor-
ia. Se trata de una figura con antecedentes en la tradición celta, es
un viejo bardo, con rasgos del vate primitivo, que se presenta en
la Historia Regum Britanniae con fuerte prestigio, y que en cam-
bio no es evocado jamás por Chrétien, a quien no le parecería tal
vez muy propio de su mundo cortés. En todo caso ahora vuelve a
surgir con su profundo halo misterioso. <<
311/353

[98]
Las dos últimas obras del Ciclo han sido traducidas reciente-
mente al castellano por Carlos Alvar: Demanda del Santo Graal en
1980 y La muerte del rey Arturo en 1981. Prefiero traducir el
título de la Quete por La búsqueda, porque me parece más sug-
estiva y apropiada esta palabra. La «demanda» tiene a su favor un
cierto sabor tradicional, y es por ello, pienso, por lo que C. Alvar la
prefiere. <<
312/353

[99]
El excelente estudio de Gilson «La mystique de la Grace dans
la Quite» está recogido en su libro Les idées et les lettres (1932),
reed. París 1955, págs. 59-91. Sobre el mismo tema es clásico el
libro más antiguo de A. Pauphilet, Etudes sur la Queste del Saint
Graal, París 1921. <<
313/353

[100]
J. Frappier en ALMA, págs. 306-7. Las págs. que en este vol.
dedica J. Frappier a sintetizar sus ideas y a resumir «The Vulgate
Cycle» son un modelo de claridad y precisión. <<
314/353

[101]
En su Poétique de la prose (1972), dedica un capítulo al an-
álisis de este texto; «La quête du récit: le Graal» me parece uno de
los ensayos más inteligentes de ese brillante libro. Cito por la
reed. de 1978. Los párrafos que traduzco corresponden a las págs.
78-79. <<
315/353

[102]
Para bibliografía cf. J. Bumke, Wolfram von Eschenbach, 3a
ed., Stuttgart 1970. Además de este libro, me han sido muy útiles
el artículo de O. Springer «Wolfram's Parzival» en ALMA, págs.
218-250, y las páginas que le dedica K.O. Brogsitter (77-88) en
Artusepik, Stuttgart 1965. <<
316/353

[103]
A. Béguin, o.c., pág. 41-42. <<
317/353

[104]
Cf. un resumen de la trama en M. Schneider Wagner, trad.
esp Barcelona 1980, págs. 124-139. <<
318/353

[105]
En su ya citado Nouvelles recherches, pág. 30. <<
319/353

[106]
Hay dos recientes y fieles traducciones castellanas de La
muerte del rey Arturo, aparecidas casi simultáneamente en Mad-
rid, la de Mathilde de Néve y Jacobo F. J. Stuart; Madrid 1980, y
la de C. Alvar, ya citada. <<
320/353

[107]
F. Lot Etude surte Lancelot en prose, París 1918; J. Frappier,
Etude sur La Morte le roi Artu, París 1936 (hay reed.), que es un
libro espléndido sobre nuestro texto. La edición del mismo, a
cargo de J. Frappier, La mort de roi Artu, París, 3.a ed. 1964, con-
tiene también un breve y admirable prólogo. <<
321/353

[108]
Los dos amantes que, incitados por la lectura del Lanzarote,
se entregan a una pasión semejante a la de Lanzarote y Ginebra,
pero con un final aún más trágico. Dante, Divina Comedia, V, vs.
88 y ss., los cita, en un hermoso coloquio con sus pecadoras almas
en el Infierno, en un pasaje muy famoso. <<
322/353

[109]
Cf. J. Huizinga, El otoño de la Edad Media, trad. esp Madrid
1929, 7.a ed. 1967, y «Significado político y militar de las ideas
caballerescas en el período final de la Edad Media», en Hombre e
ideas, trad. esp. Bs. Aires 1960, págs. 173-182. <<
323/353

[110]
En España el tema ha sido muy bien estudiado por Martín de
Riquer en varios trabajos: Vida caballeresca en la España del siglo
XV, Madrid 1965, Caballeros andantes españoles; Madrid 1967, y
en el prólogo a su edición del Tirante el Blanco, Madrid 1974. Para
Inglaterra, pueden verse el libro de A. B. Ferguson, The Indian
Summer of the English Chivalry. Studies in the Decline and
Transformation of Chivalric Idealism, Harvard Un. Press, 1977,
págs. 137-201. <<
324/353

[111]
Véase el recién cit. libro de Benson, esp. el cap. 11. <<
325/353

[112]
En España aparece por esos años la primera edición catalana
de Tirant lo Blanc, en Valencia 1490 (una segunda edición en Bar-
celona 1497, y la trad. al castellano en Valladolid 1511). Cf. el pró-
logo de M. de Riquer a su edición de la versión castellana, ya cit.
El autor de esa novela caballeresca (no ligada al mundo artúrico)
era él mismo un personaje singular en su imitación de algunas
gestas caballerescas. Cf. M. de Riquer y M. Vargas Llosa, El com-
bate imaginario. Las cartas de batalla de Joanot Martorell, Bar-
celona 1972. <<
326/353

[113]
Algunos de estos rasgos pueden encontrarse en el relato del
Tirante, «novela moderna», según calificación de Dámaso Alonso.
<<
327/353

[114]
Doy la grafía modernizada de la ed. actual más asequible, en
los «Penguin Books», ed. J. Cowen 1969, 2 tomos. <<
328/353

[115]
En su art. «Who was Sir Thomas Malory?» en Studies and
Notes in Philology and Literature, V, 1896, págs. 85-106. En
apoyo de tal identificación, cf. E. E. Hicks, Sir Thomas Malory:
Hit turbulent careen, Cambridge, Mass. 1928, y la introd. De E.
Vinaver a The Works of Sir Thomas Malory, Oxford 1947 (reed.
1967). <<
329/353

[116]
Cf. el art. de D. S. Brewer «The present study of Malory» en
Arthurian Romance, ed. por D. D. R. Owen, Edimburgo-Londres
1973, págs. 85 y ss. Brewer señala que hay algunas dificultades
cronológicas para aceptar la identificación, pero que tampoco la
propuesta de un Thomas Malory de Yorkshire es plenamente sat-
isfactoria. Preferimos, en la duda, quedarnos con ese caballero de
vida airada, una existencia que, como dice Brewer, habría en-
vidiado el mismo Hemingway. <<
330/353

[117]
Véase el libro de E. Pochada, Arthurian Propaganda: «Le
morte Darthur» as an Historical Ideal of Life, Chapel Hill, N. C.,
1971, con buena bibliografía. <<
331/353

[118]
El mejor estudio al respecto es el de Benson, quien sitúa la
obra de Malory en relación a las novelas inglesas del siglo XV y en
dependencia, más temática que formal, con los relatos franceses
que traduce. Sus observaciones sobre la estructura de las novelas
de Malory avanzan sobre los canónicos estudios de E. Vinaver. Me
ha sido de la mayor utilidad su libro para la redacción de las págs.
siguientes. <<
332/353

[119]
L. D. Benson, o.c., pág. 4. <<
333/353

[120]
La primera edición impresa del Amadis de Gaula es de Zar-
agoza 1508. Garci Rodríguez de Montalvo logró una hábil
reelaboración de un texto anterior, probablemente de origen por-
tugués, del siglo XIV. El Amadis y sus continuaciones (once) tuvi-
eron un inmenso éxito, no sólo en España, sino en Francia e
Inglaterra. Cf. M. Chevalier, «Sobre el público de los libros de
caballería» (1968), recogido ahora en Lectura y lectores en la
España del siglo XVI y XVII, Madrid 1976. La mayoría de los libros
de caballería en el siglo XVI fueron auténticos «best sellers». En el
siglo XVI hubo en España más de 267 ediciones de libros de
caballerías, sobre unos 46 títulos originales. Y tanto en Inglaterra
como en Francia su repercusión fue enorme. En Francia hubo
nada menos que 117 ediciones de los libros traducidos de la famil-
ia del Amadís. En Inglaterra sirvió de inspiración cortesana y lit-
eraria a muchos, como ha estudiado J. O. Connor (Amadis de
Gaula and Its Influence on Elizabethian Literature, New Brun-
swick 1970).
Durante todo el siglo XVI se mantuvo ese éxito de lectores. Como
ha señalado M. Chevalier, «el éxito de la novela de caballerías es
éxito de una producción de masas; no puede explicarse por el val-
or literario de algún representante del género». La decadencia del
mismo fue, sintomáticamente, muy rápida, a comienzos del XVII.
El último representante de esos paladines protagonistas de nov-
elas fue el muy mediocre Policisne de Boecia, en 1602, cuatro
años antes de la publicación de la Primera Parte del Quijote. El úl-
timo novelón de buen estilo y calidad fue el Espejo de Príncipes y
Caballeros o Caballero del Febo de Diego Ortúñez de Calahorra
334/353

(La parte en 1562, 2.a en 1581, 3.a y 4.ª en 1589) (De él hay una
excelente edición en seis tomos, con un admirable prólogo, de D.
Eisenberg, en «Clásicos castellanos», Madrid 1976). En la decad-
encia del género en España no pesó mucho la sátira y parodia cer-
vantina; fue el cansancio y la desilusión del público lo que acabó
con la boga de tales libros, y los nostálgicos ideales conectados a
tales lecturas. Como señala R. O. Jones, «el ideal caballeresco fue
evidentemente un ideal que se mantuvo hasta los últimos años del
siglo XVI. La decepción española tras la derrota de la Armada en
1588 supuso la muerte del libro de caballerías (aunque sus temas
subsistieran en el drama y en otras formas) y el reconocimiento
implícito del fin de una ensoñación nacional» (R. O. Jones, Siglo
de Oro, Prosa y Poesía. Trad. esp a Barcelona 1974, pág. 96).
Sobre los libros de caballerías españoles me parece muy útil el
breve estudio de J. Amezcua, Libros de caballerías hispánicos,
Madrid 1973, que presenta una cuida síntesis, una cronología y
una buena bibliografía. En cuanto a los rastros de las leyendas
artúricas en la literatura peninsular, sigue siendo muy estimable
el art. de Mª Rosa Lida, «Arthurian Literature in Spain and Por-
tugal» en ALMA, págs. 406-418. Acerca de la significación de esa
literatura en la novelística del siglo XVI español, remito a mi art.:
«Cervantes y el lector de novelas del siglo XVI» en Mélanges de la
Bibliothéque espagnole, París 1976-7, Madrid, 1978, págs. 13-38.
<<
335/353

[121]
La sobriedad del estilo de Malory queda aún más destacada si
comparamos esta narración con la recreación que un magnífico
escritor, T. H. White, hace de la misma escena. White incluye en
su descripción de la misma comentarios y trazos que no están en
Malory, pero que la rápida prosa de Malory parece sugerir. No me
resisto aquí a copiar una página de la trad. española que E. He-
genwicz ha hecho de El libro de Merlín (ed. Bruguera, Barcelona
1981, págs. 226-8:
«Arturo se adelantó a la tierra de nadie que había entre los dos
ejércitos acompañado de su estado mayor, y Mordred, seguido
por sus principales generales —todos de negro—, avanzó hacia él.
Se encontraron, y el viejo rey pudo ver el rostro de su hijo. Estaba
tenso y ojeroso. También, pobre hombre, había errado más allá
del Dolor y la Soledad hasta el País de la Desesperación. Pero
Mordred se había adentrado allí sin guía, y se había perdido.
Todos quedaron allí sorprendidos al comprobar que llegar a un
acuerdo no era nada difícil. El rey podía conservar la mitad de su
reino. Por un momento hubo paz y alegría.
Pero bastó un instante, tan corto como delgada es una hoja de
cuchillo bien afilada, para que el viejo Adán de siempre reapareci-
era en una nueva forma. La guerra feudal, la opresión de los
grandes señores, la fuerza individual y hasta la rebelión ideológica
eran problemas que habían podido ser solucionados de una u otra
forma. Pero sólo para que el equilibrio se rompiese en el último
momento debido a que el hombre es un asesino por instinto.
Una serpiente culebreó entre la hierba, a los pies de los líderes
militares, cerca de un oficial del estado mayor de Mordred. El
336/353

oficial dio instintivamente un salto hacia atrás y cruzó un brazo


hacia la empuñadura de la espada. Por un instante brilló la in-
signia del látigo. La espada desnuda emergió, dispuesta a matar a
la víbora. Los ejércitos que aguardaban a cierta distancia tomaron
aquel ademán como señal de traición, y lanzaron su grito de ira. Y
cuando el rey Arturo corrió hacia sus propias filas tratando, el
pobre viejo, de aplacar aquella poderosa marea con sus manos
nudosas abiertas hacia sus soldados para pedirles que se
aquietaran, luchando hasta el final contra la riada de Fuerza que
se precipitaba por un lado cada vez que él la frenaba como una
presa por el otro, el tumulto ya había crecido y sonaban los gritos
de guerra, y las dos corrientes de agua enfrentadas chocaron
sobre su cabeza».
White añade, como se ve, mucho a la narración. Da un ritmo más
lento a la escena, y le introduce dos o tres metáforas, como esa úl-
tima, estupenda, del viejo luchando contra las aguas desbocadas,
que el buen Malory no habría utilizado, y comenta el sentido fatal
del desenlace. Pero su narración, tan espléndida por lo demás,
tiene, a mi entender, menos fuerza dramática que la de su mode-
lo. <<
337/353

[122]
En este caso la versión de T. H. White (o.c., pág. 233) se
aproxima mucho más a una fiel traducción:
«Héctor se encargó de pronunciar la oración fúnebre por su
hermano: una de las prosas más conmovedoras de la historia lit-
eraria del idioma: (Este comentario es una muestra de la ironía
distanciadora de White) «¡Ah Lanzarote! —dijo—. Eras el primero
de cuantos caballeros cristianos hayan existido. Y, ahora, que
yaces aquí, puedo atreverme a decir que nunca hubo hombre
capaz de vencerte en combate. Jamás usó lanza y escudo caballero
más cortés que tú. Y nunca hubo jinete más amante que tú de su
amada. Y de todos los pecadores, ninguno estuvo tan enamorado
como tú de la mujer a la que amaste. Y de cuantos hombres hayan
empuñado una espada no hay ninguno que pueda decirse que fue
más religioso de lo que tú fuiste. Y tu docilidad no puede com-
pararse con la de ninguno de los grandes señores que hayan al-
guna vez compartido una cena con un grupo de damas. Y nunca
logró la muerte dar descanso a ningún caballero que persiguiera
con más empeño que tú a sus enemigos». <<
338/353

[123]
Cf. C. S. Lewis, The Allegory of Love, Oxford 1936, cap. VII
(págs. 297 y ss. de la reed. de 1967). <<
339/353

[124]
En 1804 W. Scott había editado una versión inglesa del
Tristán: Sir Tristram, de Thomas de Erceldoune. <<
340/353

[125]
«Es seguramente algo más que una coincidencia que en los
años de las guerras con Francia hubiera una erupción de traduc-
ciones y ediciones de novelas, baladas y crónicas medievales.
Bordee Minstrelsy del propio Scort apareció en 1802-3, y su edi-
ción del Sir Tristram de Thomas de Erceldoune en 1804. Speci-
mens of Earty English Metrical Romance de su amigo Ellis se
publicó en 1805. Thomas Jones pasó de traducir la vida de Frois-
sart de Sainte-Palaye, en 1804, a traducir las Crónicas de Frois-
sart; los tres bellos volúmenes en cuarto en los que aparecieron
entre 1803 y 1805 tuvieron tal éxito que fueron inmediatamente
republicadas en una edición de bolsillo. Johnes tradujo también
las crónicas de Joinville (1807), de la Brocquiére (1807) y de Mon-
strelet (1809). Las traducciones de Southey de las tres grandes
«novelas» (romances) españolas Amadís de Gaula, Palmerín de
Inglaterra, y Crónicas del Cid, aparecieron en 1803, 1807 y 1808.
Aparecieron ediciones de Malory en 1816 y 1817, la última hecha
por Southey. Charles Mills publicó su History of the Crusades en
1820 (cuarta edición en 1828), y su History of the Chivalry en
1825 (segunda edición en 1826). Mills era un admirador
entusiasta de la caballería en todos sus aspectos; su obra fue con-
tinuada en 1830 por el no menos entusiasta History of Chivalry
del novelista histórico G.P.R. James, y por la History of the Chiv-
alry and the Crusadu de H. Stebbing. En adición de tales obras
históricas, o ediciones de literatura caballeresca, una masa de
prosa y poesía moderna trabajaba sobre temas caballerescos que
van desde la obra de Southey, Roderick, the Last of the Goths
(1814) o el «besr seller» de 'L.E.L.', The Troubadour (1825) a las
341/353

interminables novelas de G.P.R. James y los cantos sentimentales


escritos para el recitado en los salones de moda».
Estas líneas de Mark Girouard (en The return to Camelot, New
Haven-Londres 1981, págs. 42-3) dan unas referencias precisas,
sobre la eclosión de esta afición romántica hacia temas medieval-
es y caballerescos. En su libro se describe el desarrollo de esta
boga y de sus efectos en las artes plásticas y en las costumbres de
la época victoriana, con notable precisión y brillantez, y además,
con excelentes ilustraciones. <<
342/353

[126]
Ese ideal recibirá algún retoque moralista posterior, al
añadirse la castidad y la fidelidad a la esposa propia, en la versión
de Tennyson. Citemos los versos en que el rey Arturo recuerda el
juramento que prestaban los caballeros de la Tabla Redonda,

«In that fair Order of my Table Round,


A glorious company, the flower of men,
To serve as model for the mighty world,
And be the fair beginning of a time.
I made them lay their hands in mine and swear
To reverente the King, as if he were
Their consciente, and their consciente as their King,
To break the Heathen and uphold the Christ,
To ride abroad redressing human wrongs,
To speak no slander, no, nor listen to it,
To honor his own word as if bis God's,
To lead sweet lives in pure chastity,
To love one maíden only, cleave to her,
And worship her by years of noble deeds,
Until they won her; for indeed 1 knew
Of no more subtle master under heaven
That is the maiden passion for a maid,
Not only to keep down the base in man,
But teach high thought, and amiable words
And courtliness, and the delire of Jame,
And love the truth, and all that makes a man».
(ldylls of the King, Guinevere 460-480)
343/353

En esa noble Orden de mi Tabla Redonda / compañía gloriosa, la


flor de los hombres,/ para servir de guía al poderoso mundo/ y ser
noble comienzo de una era. / Les hice poner sus manos sobre las
mías y jurar / reverenciar al Rey, como si fuera / su conciencia, y
a su conciencia como si fuera su Rey, / vencer a los paganos y de-
fender a Cristo / ir a otras tierras enderezando entuertos, / no
pronunciar calumnias, no, ni prestar oídos a ellas, / cumplir su
palabra como si fuera la de Dios; / llevar vidas placenteras en
pura castidad, / amar tan solo a una doncella, serle fiel, / y ador-
arla con años de nobles acciones, l hasta ganar con ellas su amor,
pues en verdad no sé / que exista bajo el cielo maestro más sutil /
que la casta pasión por una doncella / no sólo para someter la ba-
jeza del hombre/ sino también para enseñarle ideas elevadas, pa-
labras amables / caballerosidad, el deseo de la fama / el amor a la
verdad y todo lo que forma un hombre. <<
344/353

[127]
Hay una excelente traducción del poema por L.A. de Cuenca
en su libro Museo, Barcelona 1978, págs. 215-21. La historia triste
de la desesperada enamorada de Lanzarote inspiró, a partir del
poema de Tennyson, dos bellísimos cuadros: el de W.H. Hunt (la
dama ante el espejo mágico) y el de J.W. Waterhouse (la dama en
la barca fatídica). <<
345/353

[128]
El ya citado libro de R. Barber, King Arrhur in legend and
history, capítulo IX (.An enduring Jame»), págs. 134-169, señala
las obras más importantes de tema artúrico de cada época. En su
lista cronológica señala unos cuarenta títulos en el siglo XIX, y diez
más en el XX. Entre los de nuestro siglo destaca el interesante
poema de Ch. Williams, Taliessin through Logres (1938). En su
lista faltan otros títulos, como la novela de Mark Twain, de que
hablaré luego, y la pieza teatral de J. Cocteau, Los caballeros de la
mesa redonda (1937; trad. esp. en J. Cocteau, Teatro, II, Buenos
Aires, 1957). Los citados poemas de M. Arnold, W. Morris, A.
Swinburne y Ch. Williams, están recogidos en la antología pub-
licada por R. Barber, The arthurian legends. An illustrated antho-
logy, Woodbridge 1979. <<
346/353

[129]
En los libros recién citados de A. Barber y M. Girouard hay
una abundante muestra de tales ilustraciones. <<
347/353

[130]
The return to Camelot. Chivalry and the english gentleman
de M. Girouard (1981) es un libro magnífico por su tratamiento de
todos los aspectos en que se deja sentir tal influencia. Me ha sido
muy útil para estas anotaciones, pero no pretendo resumir aquí
todos los reflejos de ese complejo fenómeno histórico. <<
348/353

[131]
Hay, entre esos lectores ingleses que tuvieron La muerte de
Arturo como uno de sus libros predilectos, un gran aventurero, el
último de los grandes personajes épicos de nuestro siglo, que no
debemos olvidar: T.E. Lawrence. El intrépido liberador de Arabia,
el escritor refinado de Los siete pilares de la sabiduría, el traduct-
or de la Odisea, era un devoto lector de Malory. Allá en la remota
fortaleza de Azrak, en medio del asolado desierto, en las pausas de
las algaras y los conciliábulos, Lawrence releía los episodios de
aventuras y prodigios artúricos. Admiraba también las hazañas de
los Cruzados y visitaba los castillos ligados a sus recuerdos, y
probablemente en su fantasía se enlazaban las hazañas de éstos y
las de los quiméricos caballeros de la Tabla Redonda. También él
era un caballero errante, a su manera. <<
349/353

[132]
Cito por la trad. castellana de A. Lázaro Ros, 4.a ed. Madrid,
1964. <<
350/353

[133]
Estas líneas y los siguientes párrafos son de De Lancey Fer-
guson en Mark Twain. Hombre y leyenda, trad. esp. Buenos Aires
— Barcelona 1944, págs. 223-4. <<
351/353

[134]
A Mark Twain le debió de quedar una cierta afición por los
héroes medievales, ya qué pocos años después volvió a tratar una
historia medieval en los Recuerdos personales de Juana de Arco
(1896). <<
352/353

[135]
Podemos recordar alguna reaparición del personaje de Mer-
lín en novelas de nuestro siglo. Así en Esa horrible fortaleza de C.
S. Lewis (1945), trad. espa. Buenos Aires, 1980, Merlín aparece
surgiendo de un secular reposo, para rechazar a las fuerzas malig-
nas de un progreso tecnológico y socialista que amenaza el
corazón de Inglaterra. Este Merlín al servicio de la tradición, un
tanto reaccionario, buen defensor ecologista de la campiña frente
a los abusos destructores de la devastación técnica, está, como el
de M. Twain, en contra del progreso. C.S. Lewis, que está de su
lado, le concede una fácil victoria.
También Gandalf, el mago que aparece como consejero de Bilbo y
Frodo en El hobbit y El señor de los anillos de R.R. Tolkien, es
una figura muy similar a Merlín, y está inspirado en él. Tolkien
era un entusiasta lector de la Muerte de Arturo, además de un
erudito profesor de Literatura Medieval Inglesa. <<
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