Baring Gould Sabine - El Libro de Los Hombres Lobo

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Sabine Baring-Gould

El libro de los hombres lobo


Información sobre una superstición terrible

Valdemar - Gótica 54
Título original: The Book of Were-Wolves. Being an Account of a Terrible
Superstition

Sabine Baring-Gould, 1865

Traducción: Marta Torres


INTRODUCCIÓN

SABINE BARING-GOULD:
LA FASCINACIÓN POR LO SOBRENATURAL

Antonio José Navarro

Aun el hombre que es puro de corazón y dice sus


oraciones de noche se convertirá en lobo cuando florezca el
acónito y brille la Luna de Otoño.

Curt Siodmak
(Guión para El hombre lobo
(The Wolf Man. George Waggner, 1941)

1. La publicación en lengua castellana de The Book of Were-Wolves. Being an


Account of a Terrible Superstition —a partir de ahora, El libro de los hombres lobo.
Información sobre una superstición terrible— supone un extraordinario
acontecimiento cultural no solamente para los aficionados a la más genuina
literatura de terror, sino también para los estudiosos de la historia fantástica de
Europa, para los amantes del folclore más tenebroso e inquietante, para eruditos y
neófitos en antropología, psicología, mitología, medicina e, incluso, para
criminólogos y teólogos. Desde tan diversas disciplinas científicas y formativas
puede abordarse El libro de los hombres lobo. Información sobre una superstición terrible,
texto fundamental para comprender en toda su extensión el mito / fenómeno de la
licantropía.
Su publicación en 1865 por la editorial londinense Smith, Elder and Co.
convulsionó hondamente los ambientes académicos sensibles a este tipo de
tratados, reactivando la investigación alrededor de tan legendaria criatura. Por
ejemplo, el británico Montague Summers (1880-1948), prolífico ensayista, crítico
literario y teatral, además de experto en ocultismo, publicaba en 1933 The Werewolf
(Kegan Paul, Trench, Trubner & Co. Ltd., Londres), texto que vinculaba la
transformación del hombre en lobo con el satanismo y fenómenos paranormales
como los «Hombres de Negro[1]». Más tarde, en 1948, el psicólogo Robert Eisler
(1904-1949) daba a conocer su ensayo Man into Wolf-An Anthropological
Interpretation of Sadism, Masochism and Lycanthropy (Routledge & Kegan Paul,
Londres), cuyo explícito título no deja lugar a dudas acerca de su contenido.
Quince años después, en 1963, hacía su aparición en librerías la revolucionaria obra
de R.E.L. Masters y Eduard Lea, Perverse Crime; in History. Evolving Concepts of
Sadism, Lust-Murder, and Necrophilia-From Ancient to Modern Times (Julian Press,
1963, Nueva York), texto que relaciona de manera clara y directa la licantropía con
la actuación de los asesinos en serie. No obstante, en 1968 se editaba Vampires,
Wrewolves and Ghouls (Cae Books, Nueva York), escrito por Bernard J. Hurwood
(1926–1987), antropólogo y experto en folclore sobrenatural, en el que revisaba con
detenimiento las raíces mitológicas y fantásticas de la licantropía. Tal profusión de
obras sobre la figura del hombre lobo no se circunscribió únicamente al mundo
anglosajón. En Francia, tierra del más misterioso loup garou conocido, la Bestia de
Gévaudan[2], se publicaron interesantes estudios como La Bête du Gévaudan (Ed.
Gallimard, 1936), de Abel Chevalley, Les Légendes du Gévaudan (autoedición,
1958), de Benjamin Bardy —documentalista y presidente del Centre d’Études et de
Recherches de Mende— yLoups-Garous et Vampires (Ed. La Palatine, 1960), de
Roland Villeneuve. Sobre tal abundancia de textos sobre licantropía [3] siempre ha
planeado, de forma directa o indirecta, la sombra del libro de Sabine Baring-Gould
a través de sus múltiples reimpresiones: antes de la popular edición de
Omnigraphics Inc. (Detroit, 2000) se efectuaron las de Causeway Books (Nueva
York, 1973), Gale Research & Co. (Detroit, 1981) y la de Senate Books (Londres,
1995).

2. ¿Qué es lo que hace especial a El libro de los hombres lobo. Información sobre
una superstición terrible? ¿Por qué el estudio de Sabine Baring-Gould ha sido tan
importante en la exploración antropológica del mito? En buena parte porque,
desde la antigüedad, en Europa han existido numerosos y muy diversos relatos y
leyendas alrededor de los lobos humanos. Había, pues, un caldo de cultivo previo
que el erudito inglés supo analizar convenientemente, mezclando de manera harto
peculiar su obvia fascinación por lo fantástico con la fría racionalidad del científico.
En El libro de los hombres lobo. Información sobre una superstición su autor aclara que la
denominación específica de hombre lobo, licántropo, tiene su origen en el mito de
Licaón, el rey de Arcadia. Según las distintas versiones de Platón (483-347 a. C.),
Ovidio (43 a. C.-17 d. C.) y Pausanias (siglo II d. C.), Licaón, el monarca que civilizó
Arcadia, instauró el culto a Zeus Licio mediante la homofagia, banquete ritual
durante el cual cada uno de sus participantes comulgaba comiendo un pedazo de
las entrañas de una víctima humana sacrificada en honor a Zeus. Advertido de
semejantes atrocidades, Zeus se disfrazó de mendigo y viajó a Arcadia para
verificarlas sobre el terreno. Licaón cometió la necedad de poner a prueba la
omnisciencia del padre de los dioses ofreciéndole como alimento a uno de sus
propios hijos y Zeus, indignado por la arrogancia y la brutalidad del mortal, lo
transformó en lobo. Ovidio refiere con todo detalle la situación en que se encontró
el rey: su vestimenta le fue cambiada por pelo; sus extremidades se transformaron
en patas; no podía hablar; sus fauces se llenaron de espuma y sólo sentía sed de
sangre mientras rabiaba entre los rebaños de ovejas, dispuesto a matar [4].

Mucho antes de que destacados profesores en lenguas germánicas como


Claude Lecoteaux —Cf. Fées, sorcières et loup-garous (Editions Imago/Auzas
Editeurs, 1988)— insistieran en sus ensayos sobre el destacado papel que
desempeña la licantropía en las sagas escandinavas, Sabine Baring-Gould
profundizó en esta particularidad de la mitología nórdica. Entre los antiguos
pueblos del Norte existía una categoría de guerreros conocidos como Berseker y
Ulfhedhinn —«el que tiene piel de oso, el que tiene piel de lobo»—, citados por primera
vez por Publio Cornelio Tácito (55-120 d. C.) en su obra Germania[5], cuya capacidad
chamánica para transformarse en fieras les preparaba para desarrollar una
violencia inhumana, insensibles al dolor infligido por las armas enemigas.
También el historiador danés Saxo Grammaticus (1150—1220) recoge en su
Historiae Danicae Libris XVI las leyendas sobre Berseks presentes en las antiguas
sagas Aigla y Vatnsdal. Años más tarde, Montague Summers cita en su libro The
Werewolf[6] varios textos latinos del siglo IX —Historia Brittonum, del monje galés
Nennio, latinización de Nynniaw— que se refieren a guerreros celtas capaces de
«tomar a voluntad la forma de un lobo de grandes dientes cortantes y que, a menudo, así
metamorfoseados, atacan a los pobres corderos sin defensa [7]». Leyendas que, ya en el
siglo V antes de Cristo, el cronista griego Herodoto plasmó en Los nueve libros de
Historia, describiendo pormenorizadamente la extraña naturaleza del pueblo
bárbaro de los neurianos: «cada neuriano se transforma una vez al año en un lobo, y
continúa de esta manera por varios días al cabo de los cuales vuelve a su forma original [8]».
Herodoto relata incluso algunos casos de frenesí animal, que conlleva la práctica
de la antropofagia, entre isedones, escitas y melanclenos. También Cayo Petronio
Arbitro (siglo I d. C.) en El Satyricon recoge la historia de Nicero, testigo ocular de
la transformación de un soldado en hombre lobo bajo la luna llena en un escenario
tan premonitoriamente gótico como un cementerio [9].

Pero fue en la Europa del siglo XVI [10] donde la maldición de hombre lobo
adquirió tintes de auténtica epidemia. Entre 1520 y 1630, en todo el occidente
europeo fueron denunciados unos 30.000 casos de licantropía a las autoridades
seculares y eclesiásticas. El miedo a esas criaturas llegó a tales extremos que
cualquier persona de costumbres excéntricas o con rasgos lobunos —por ejemplo,
la cara estrecha o largos caninos— podía ser acusada, torturada y ejecutada
durante las graves crisis de pánico que atribulaban al pueblo llano durante la
sanguinaria actuación de los hombres lobo. También se recurría a batidas
populares con armas de fuego, utilizando como munición balas de plata, ese metal
noble que posee el color de la propia luna. No obstante, hubo excepciones. En
Francia, Jean Grenier (1589-1610) declaró ante un tribunal de la Inquisición que un
espíritu maligno tomaba posesión de su cuerpo y le obligaba a matar y devorar a
sus víctimas. Condenado a la hoguera, empero, en un extraño acto de caridad los
inquisidores lo perdonaron, confinándolo a perpetuidad en una celda del
monasterio de Burdeos. El cuadro clínico descrito por Grenier constituye un caso
típico de licantropía, trastorno mental por el cual el enfermo cree que se transforma
en animal. Sin duda ahí reside la explicación plausible de casos como el de los
licántropos de Poligny, Pierre Bourgot y Michel Verdung (1521), el hombre lobo de
Auvernia (1588), el licántropo de Angers, Jacques Roulet (1598), Gilles Garnier
(1573) o Gilles de Rais (1404-1440) —fiel lugarteniente de Juana de Arco y más
tarde sádico paidófilo, mezcla de hombre lobo y vampiro, que ingería con morboso
placer la sangre de sus víctimas—, supuestos monstruos que han marcado la
crónica negra de Francialo.

Tampoco España ha sido ajena al mito del hombre lobo, aunque Sabine
Baring-Gould lo descuide en El libro de los hombres lobo. Información sobre una
superstición terrible, más por falta de documentación escrita que por desinterés. El
miedo ancestral a los lobos en las zonas rurales de la península Ibérica,
especialmente en territorios montañosos, los han convertido en protagonistas de
tétricas fábulas, esencialmente orales. En Cataluña, Aragón, Valencia y Galicia
encontramos las figuras del L’Encortador de Llops, el Pastor de Lobos, el Pare Llop
y Peeiro dos Lobos, todos ellos personajes populares que viven entre lobos y que
poseen el poder de dominar enormes manadas de bestias, ordenándoles atacar a
rebaños y a seres humanos y sometiendo a chantaje a campesinos y pastores [11], a
los que amenaza con nuevas agresiones. En Asturias existe el Llobero, una singular
variación de L’Encortador de Llops catalán, pues se trata de un hombre criado por
los lobos y transformado al llegar a la pubertad en su maligno líder. Una variante
muy original respecto al mito del Salvaje europeo, aligerada de la filosofía
positivista que Rousseau había insuflado al concepto romántico del Salvaje, niño
solitario y frágil criado en medio de la naturaleza sin afecto humano [12]. Por el
contrario, el Guizotxoa vasco guarda más relación con los licántropos tradicionales,
convirtiendo en hombre lobo a todo aquel que sufra su mordedura o aquellos que
se cubran con su piel, una vez recupera su forma humana. Los hombres lobo en
Extremadura recuerdan en su comportamiento al Guizotxoa; su particularidad
reside en las causas de la transformación: rezar un padre nuestro al revés, tener
relaciones sexuales con un lobo”, beber la sangre de un lobo muerto, revolcarse
donde antes lo hizo el animal o nacer en 24 de diciembre. Y, por encima de todos,
el Lobishome de Galicia, el séptimo hijo varón consecutivo en una familia se
convertirá en hombre lobo si no es bautizado con el nombre de Bento y es
apadrinado por su hermano primogénito. El folclore gallego explica que el
licántropo puede recuperar su forma humana cortándole una de sus extremidades
o realizando una pequeña sangría en el tobillo izquierdo, para que el espíritu
maligno o fada que lo tiene atrapado salga al exterior y desaparezca con él la
maldición.

3. En los siglos transcurridos desde entonces, las explicaciones en torno a la


licantropía han sido muy variadas, desde las drogas alucinógenas hasta la posesión
diabólica. El inquisidor, político y doctor francés Jean Bodin (1530-1596) escribió en
De la Démonomanie des Sorcières (1580) que «el Diablo puede real y materialmente
metamorfosear el cuerpo de un hombre en el de un animal y causar con ello la
enfermedad[13]». El alquimista Giovanni Battista della Porta (1535-1615) en Magiae
naturalis sive de miraculis rerum naturalium (1558), y el médico Jean de Nynauld
(1580-16¿?) en De la Lycanthropie, tranformation et extase des sorciers (1615), culparon
del fenómeno de los hombres lobo a drogas y venenos tan dispares como el opio, el
hachís, la belladona o la estricnina. Sin embargo, la iglesia católica se empeñó en
vincular la licantropía a Satanás y a la brujería, como demuestra el libro firmado
por dos frailes dominicos, Heinrich Kramer (1430-1505) y James Sprenger (1436-
1495), el nefasto Malleus Maleficarum (1486), El martillo de las brujas, manual de
cabecera para todos los inquisidores católicos [14], en el que puede leerse: «… las
especies de animales que están en la imaginación corren por obra de los diablos hacia los
órganos de los sentidos internos y esto, como ya se ha dicho, sucede durante el sueño Y
entonces, cuando estas especies tocan los órganos de los sentidos externos, por ejemplo la
vista, casi parecen cosas existentes y son percibidos externamente (…) los lobos que raptan
a hombres y niños de sus casas y los devoran escabulléndose con gran astucia (…) cuanto
sucede es por obra de las brujas».

Afortunadamente, algunos miembros de la iglesia católica, y también de la


reformista protestante, discrepaban de semejantes tesis con espíritu y mente más
serenas. San Agustín (354-430) plasmó en De Civitate Dei, escrita entre 413 y 426, su
creencia en que los demonios en modo alguno eran capaces de mutar «no digo el
alma, sino simplemente el cuerpo de un hombre en miembros e imágenes de animales»,
pues sólo pueden modificar, en apariencia, «las criaturas del verdadero Dios para que
parezca que son lo que no son». También Johannes Geiler von Kaysersberg (1445-
1510), el célebre sacerdote luterano de Estrasburgo, realizó el domingo de
cuaresma de 1508 su memorable «Sermón sobre los licántropos» —publicado en
1516 en el libro Die Emeis—, donde sostenía que los hombres lobo no eran más que
lobos corrientes que atacaban al hombre y a su ganado por siete motivos: el
hambre, su naturaleza salvaje, la vejez, la experiencia —gusto por la carne humana
—, el Diablo y Dios —«Dios castiga a ciertas tierras y poblaciones por medio de los
lobos», afirmaba, inspirándose en un pasaje del Deuteronomio en el que Dios
exclama: «Las fauces de las fieras enviaré contra ellos con furor…»—.

Hasta que Ernest Jones (1879-1958) publicó en 1931 su ensayo On the


Nightmare —uno de los pocos escritos psicoanalíticos que incluye una amplia y
diáfana información cultural y folclórica referente a la licantropía—, en cuyas
páginas afirma que los individuos que creen ser hombres lobo están sometidos a
«un intenso conflicto mental que se concentra (y estamos en una perspectiva plenamente
freudiana) en cualquier forma de deseo sexual reprimido», solamente Sabine Baring-
Gould en El libro de los hombres lobo. Información sobre una superstición terrible supo
enmarcar la licantropía en un cuadro clínico entre lo individual y lo colectivo-
epidemiológico. Sus propuestas etiológicas y diagnósticas, conscientes de cierta
formulación contradictoria, las atribuye: a una personalidad de tendencias
agresivas y delictivas; a impulsos sádicos —«está positivamente demostrado que
existen muchas personas a las cuales la visión del sufrimiento les genera verdadero placer y
en las que la pasión de matar o torturar es tan fuerte como cualquier otra pasión», afirma
—; a crisis alucinatorias; a desdoblamientos esquizofrénicos que Baring-Gould
inserta dentro de otros cuadros morbosos —debidos a fiebres tifoideas,
amputaciones corporales, traumatismos cerebrales y transexualidad…—. Aunque
de manera sesgada y parcial, El libro de los hombres lobo. Información sobre una
superstición terrible detalla los componentes emocionales, a priori incomprensibles,
del asesino en serie. Los hombres lobo «monomaníacos», aquejados según Baring-
Gould de una especie de locura melancólica, poseen muchos de los rasgos del
serial killer moderno: sin ir más lejos, la humillación sexual de la víctima o su
degradación a «objeto» mutilándola o desfigurándola hasta despojarla de todo
vestigio de humanidad. Este trastorno se relaciona además con la sexualidad
perversa de un esquizofrénico paranoide, capaz de practicar la necrofilia con los
cadáveres de sus víctimas, beber su sangre, devorar compulsivamente diversas
partes de sus cuerpos o, incluso, confeccionar muebles con sus esqueletos. Muy
probablemente, en la Europa del siglo XVI asesinos como Fritz Haarmann (1879-
1925), Albert Fish (1870-1936), Richard Speck (1942-1991), Ted Bundy (1946-1989) o
Jeffrey Dahmer (1960-1994) habrían sido considerados licántropos debido a la
estremecedora irracionalidad / animalidad de sus brutales crímenes.

4. El libro de los hombres lobo. Información sobre una superstición terrible es,
simultáneamente, un ensayo que se aproxima a la licantropía en su más alto nivel,
separando la mitología, el folclore y la superstición de la medicina y la ciencia en
todas sus variantes, incluso las más especulativas —Cf. la transmigración de las
almas—. Sin embargo, lejos de cualquier ánimo moralizador, lo que Sabine Baring-
Gould está interesado en mostrar es cómo el fondo de la leyenda coincide con las
más oscuras pasiones humanas, en particular, con la violencia y la crueldad. De
nuevo, con indudable vivacidad peregrina, el autor se adelantó a su tiempo, y más
específicamente al Bruno Bettelheim del estudio «La violencia: un modo de
comportamiento olvidado». En consecuencia, El libro de los hombres lobo. Información
sobre una superstición terrible parece ilustrar de modo harto peculiar la siguiente
reflexión de Bettelheim: «Lo que necesitamos es un reconocimiento inteligente de la
“naturaleza de la bestia”. No podremos afrontar eficazmente la violencia mientras no
estemos dispuestos a verla como parte de la naturaleza humana. Cuando nos hayamos
familiarizado bien con esta idea, y hayamos aprendido a vivir con la necesidad de
domesticar nuestras tendencias violentas, entonces, por medio de un proceso lento y tenue,
puede que consigamos domarlas, primero en nosotros mismos y luego, partiendo de esta
base, también en la sociedad Pero jamas conseguiremos domar nuestras tendencias
violentas mientras actuemos de acuerdo con la suposición que, como la violencia no debería
existir; lo mismo da que actuemos como si no existiese (…) La acción violenta es, por
supuesto, un atajo para llegar a algún objetivo. Su naturaleza es tan primitiva que resulta
genéricamente inadecuada para proporcionarnos las satisfacciones más sutiles que
buscamos. Por eso la violencia se encuentra en el mismo principio de desarrollo del hombre
hacia un ser humano socializado[15]».

Sabine Baring-Gould, lo hemos comentado antes, estaba fascinado por lo


sobrenatural, sin duda atraído por ese cosquilleo —agradable y a la vez
perturbador— que provocan las buenas historias de miedo. De ahí que no desdeñe
narrar, con un mimo por el detalle digno de elogio, numerosos relatos sobre
licántropos con el fin nada velado de azuzar nuestra aprensión. Un fin que va más
allá de la fantasía legendaria, del onirismo macabro. Sobre el cañamazo del respeto
más absoluto por lo real, por la crónica de hechos criminales más o menos
truculentos —el caso de Jean Grenier—, Baring-Gould se permite el lujo de adornar
sus narraciones con requiebros estilísticos propios de un fabulador nato —«Una
agradable tarde de primavera, unas muchachas del pueblo apacentaban sus ovejas en las
dunas de arena que se interponen entre los vastos bosques de pinos que cubren la mayor
parte del actual departamento de las Landas del sur de Francia y el mar …»; de esta
manera arranca la terrible historia de Granier, quien asegura que «las niñas saben
mejor; tienen la carne tierna y fresca y la sangre rica y caliente»—, en la línea de unos
hermanos Grimm. Si contar es encantar, el autor de El libro de los hombres lobo.
Información sobre una superstición terrible capta la atención del lector, suspendida y
embelesada por aquello que se le narra, aunque sea inquietante.

5. La fuerza documental y literaria que posee El libro de los hombres lobo.


Información sobre una superstición terrible, y que aún hoy permanece intacta pese a
los años transcurridos, únicamente puede comprenderse realizando una breve
aproximación biográfica a su autor. Teólogo, arqueólogo, coleccionista y
recuperador de canciones populares británicas [16], poeta, novelista, historiador,
hagiógrafo, anticuario y letrista de himnos religiosos —su himno «Onward
Christian Soldiers» continúa siendo muy apreciado en el mundo anglosajón—,
Sabine Baring-Gould nació el 23 de enero de 1834 en Exeter, Inglaterra. Su padre,
cuya carrera profesional se desarrolló en la East India Company, sufrió un
accidente de carruaje que le obligó a retirarse prematuramente. Cansado del
bullicio de Londres, su progenitor se dedicó a viajar por toda Europa continental
en compañía de su esposa y de su pequeño vástago, que sólo tenía tres años. Hasta
cumplir los trece, Sabine Baring-Gould fue instruido por sus padres y aprendió a
hablar correctamente seis lenguas, gracias al constante deambular de su familia.
Por eso, de regreso ya a Inglaterra, pudo ingresar en la Universidad de Cambridge,
donde mostró los primeros indicios de su carácter excéntrico y persistentemente
crítico —especialmente con la iglesia anglicana—, actitudes que mantuvo a lo largo
de toda su vida. No obstante, a los treinta años, se ordenó sacerdote.

Destinado como pastor de almas a Horbury (Yorkshire), Sabine Baring-


Gould conoce a Grace Taylor, una atractiva muchacha, humilde y sin cultura, que
él mismo transformará en una dama tras contraer matrimonio con ella. Hay
quienes especulan que la historia de amor entre Sabine y Grace sirvió de
inspiración al dramaturgo irlandés George Bernard Shaw (1856-1950) para su
comedia Pygmalion (1931). No en vano, Bernard Shaw fue uno de los grandes
amigos personales del clérigo. La pareja se casó en 1868, permaneció unida
cuarenta y ocho años y engendró quince hijos. Cuando su esposa murió, en 1916,
Sabine Baring-Gould ordenó grabar en su lápida: Dimidium Animae Meae (la mitad
de mi alma).

Trasladado a Devon, una vez más, como guardián espiritual de una pequeña
comunidad de apenas dos centenares de habitantes, Sabine Baring-Gould crió a su
nutrida prole —la cual solía acompañarle en sus numerosos viajes— y empezó a
escribir una asombrosa cantidad de libros, panfletos y artículos para revistas, en
parte para asegurar la manutención de sus hijos. No existe una lista fiable de sus
obras —ni siquiera la poseen los miembros de The Sabine Baring-Gould
Appreciation Society[17]—, pero se supone que son unas 221, excluyendo de esta
relación sus trabajos como articulista. Sus novelas más aplaudidas por los
especialistas son The Vicar of Morwenstow[18] y Mehalah: a Story of the Salt Marshes
(1880) —que Swinburne, conmovido, comparó con Cumbres borrascosas—, además
de The Silver Store (1868), The Golden Gate (1870), Court Royal (1886), Red Spider
(1887), Eve (1888), Our Inheritance (1888), Richard Cable (1888), Domitia (1898), In A
Quiet Village (1900), Miss Quillet (1902). Entre sus ensayos y recopilaciones sobre
leyendas y folclore merecen reseñarse: Ireland: Its Scenes and Sagas (1861), Post-
Medieval Preachers (1865), Curious Myths of the Middle Ages (1867), Yorkshire Oddities,
Incidents and Strange Events (1874), Strange Survivals, Some Chapters in the History of
Man (1892) y The Tragedy Of The Caesars (1892). Curiosamente, Sabine Baring-Gould
sólo escribió veintitrés cuentos de fantasmas —género que le apasionaba—,
algunos de ellos verdaderas obras maestras como «The Red-haired Girl», «A
Professional Secret», «H.P.»; «Colonel Halifax’s Ghost Story», «The Bold Venture»,
«A Dead Finger», «Aunt Joanna», «A Dead Man’s Teet» o «The Old Woman of
Wesel». Un vasto legado cultural que, en definitiva, hizo especialmente dolorosa
su muerte en 1924, no sólo para sus vecinos de Devon, sino para todos aquellos
que apreciaban su obra, una obra donde brilla con considerable fulgor El libro de
los hombres lobo. Información sobre una superstición terrible, donde la erudición no
exime que Sabine Baring-Gould ofrezca, entre paréntesis, su visión de la vida, de la
muerte y de la realidad del mundo como una experiencia turbadora y
emocionante.
CAPÍTULO I

Introducción

Nunca olvidaré el paseo que me di una noche en Vienne, tras completar el


examen de un vestigio druídico desconocido, la Pierre labie, en La Rondelle, junto a
Champigni. Hasta mi llegada a Champigni, al mediodía, no había tenido noticia de
la existencia del crómlech, y emprendí la visita a esta curiosidad sin calcular el
tiempo que me llevaría llegar hasta ella y regresar. Baste con decir que descubrí el
venerable montón de piedras grises al atardecer, y que dediqué las últimas luces
de la tarde a trazar un plano y algún boceto. Entonces pensé en el regreso a casa.
Las casi diez millas de camino, al final de un largo día, me habían agotado, y me
había lastimado al trepar por algunas piedras de las ruinas galas.

A poca distancia había una pequeña aldea, y allí me dirigí con la esperanza
de alquilar un cabriolé que me llevara a la casa de postas, pero me llevé una
decepción. Pocos lugareños hablaban francés, y el párroco, cuando me dirigí a él,
me dijo que creía que el mejor transporte del lugar era un carro ordinario de
gruesas ruedas de madera; tampoco se podía conseguir una caballería. El buen
hombre se ofreció a alojarme aquella noche, pero me vi obligado a declinar su
ofrecimiento, pues mi familia tenía la intención de partir temprano a la mañana
siguiente.

Hablé entonces con el alcalde.

—Monsieur no podrá regresar esta noche cruzando la llanura, a causa del…


el… —y bajó la voz—, el loup-garou.

—¡Dice que tiene que volver! —replicó el párroco en patois—. Pero ¿quién
querrá ir con él?

—¡Ah, ah, Monsieur le Curé! No hay problema en que le acompañe uno de


nosotros, ¡pero regresar solo!

—Entonces tendréis que acompañarle dos —dijo el cura—, y protegeros


mutuamente a la vuelta.

—Me ha dicho Picou que sólo vio al hombre lobo aquel día al anochecer —
dijo un campesino—; estaba echado junto al seto de su campo de alforfón, el sol se
había puesto y pensaba en volver a casa cuando oyó un crujido al otro lado del
seto. Miró por encima, y allí estaba el lobo, grande como un becerro, recortado
sobre el horizonte, con la lengua fuera y los ojos relumbrando como fuegos del
pantano. ¡Mon Dieu! No seré yo quien vaya por el marais esta noche. Porque ¿qué
pueden hacer dos hombres si los ataca ese diablo lobo?

—Es tentar a la Providencia —dijo uno de los viejos del pueblo—; que nadie
espere la ayuda de Dios si se lanza atolondradamente por el camino del peligro.
¿No es así, Monsieur le Curé? Se lo he oído decir muchas veces desde el púlpito el
primer domingo de Cuaresma, al predicar el Evangelio.

—Es verdad —observaron algunos, asintiendo con la cabeza.

—¡Con la lengua colgando y los ojos relumbrando como fuegos del pantano!
—dijo el confidente de Picou.

—¡Mon Dieu! Si me tropezara con el monstruo, saldría corriendo —exclamó


otro.

—Te creo, Cortrez; doy fe de que lo harías —replicó el alcalde.

—Grande como un becerro —soltó el amigo de Picou.

—Si el loup-garou fuese sólo un lobo normal, entonces, bueno —el alcalde se
aclaró la voz— la verdad, no pensaríamos en él; pero, Monsieur le Curé, es un
demonio; peor que un demonio, un hombre demonio…, peor que un hombre
demonio, un hombre lobo demonio.

—Pero ¿qué va a hacer el joven monsieur? —preguntó el párroco, mirándolos


uno a uno.

—Da igual —dije yo, que había estado escuchando pacientemente su patois,
que entendía—. Da igual; volveré a pie, y si me encuentro con el loup-garou le
cortaré las orejas y el rabo y se los enviaré a Monsieur le Maire con mis saludos.
Los reunidos exhalaron un suspiro de alivio, al considerarse liberados del
problema.

—Il est anglais —dijo el alcalde asintiendo con la cabeza, dando a entender
que un inglés podía enfrentarse impunemente al diablo.

El marais era una lúgubre llanura de aspecto bastante desolado durante el


día, pero ahora, en el crepúsculo, había aumentado diez veces su desolación. El
cielo estaba completamente despejado, y tenía un suave tinte azul plomizo,
iluminado por una luna reciente, una curva de claridad cerca de su lecho en
occidente. En el horizonte aparecía un pantano, ennegrecido por charcas de agua
estancada, en las que las ranas sostenían un croar incesante a lo largo de toda la
noche estival. La tierra estaba cubierta de brezos y helechos, pero junto al agua
crecían densas masas de lirios y aneas, entre las que suspiraba cansada una ligera
brisa. Aquí y allá había montículos arenosos, coronados de abetos, que parecían
negras salpicaduras contra el cielo gris. No había signos de vivienda por ninguna
parte; el único vestigio humano era el blanco y recto camino que se extendía
durante millas a lo largo del pantano.

No es improbable que hubiera lobos en esta zona, y confieso que me arme de


un fuerte bastón en el primer grupo de árboles por el que pasaba el camino.

Ésta fue mi introducción al tema de los hombres lobo, y el hecho de


encontrar aún tan arraigada la superstición me dio la idea de investigar la historia
y los hábitos de estas míticas criaturas. Debo reconocer que no he conseguido
ningún ejemplar, pero sí he encontrado su rastro por todas partes. Y así como los
paleontólogos han reconstruido el labyrinthodon a partir de las huellas de sus
pisadas en las margas y de un fragmento de hueso, así, esta monografía puede
resultar completa y precisa, aunque no haya tenido encadenado delante de mí a un
hombre lobo del que poder hacer un boceto o una descripción del natural.

Las huellas dejadas son bastante numerosas, desde luego, y aunque quizás
el hombre lobo sea una especie extinta, como el dodo o el dinormis, ha dejado su
sello en la Antigüedad clásica, ha hundido sus zarpas en las nieves del norte, ha
corrido descalzo sobre las medievales y ha aullado entre sepulcros orientales.
Perteneció a una mala raza, y nos alegramos de vernos libres de él y de sus
parientes, el vampiro y el gul. Pero ¡quién sabe! Quizás nos hayamos apresurado
demasiado en concluir que se ha extinguido. Puede que todavía ande merodeando
por los bosques de Abisinia, recorriendo las estepas asiáticas y se le encuentre
aullando lúgubremente en alguna celda acolchada de un Hanwell o un Bedlam.
En las páginas que siguen me propongo investigar las noticias sobre
hombres lobo que se encuentran entre los antiguos escritores de la Antigüedad
clásica, las contenidas en las sagas nórdicas, y por último, los numerosos detalles
que proporcionan los autores medievales. Junto a esto, haré un esbozo del folclore
moderno relativo a la licantropía.

Así se verá que bajo el velo de la mitología yace una sólida realidad, que una
superstición líquida contiene diluida una verdad positiva.

Mostraré que se trata de un deseo insaciable de sangre implantado en ciertas


naturalezas, reprimida en circunstancias normales, pero que aflora ocasionalmente,
acompañado de alucinaciones, y que conduce en muchos casos al canibalismo.
Daré ejemplos de personas aquejadas de ese mal, y que otros creen, y ellas mismas
también creen, que se transforman en animales, y que en el paroxismo de su locura
cometen numerosos asesinatos y devoran a sus víctimas.

A continuación pondré ejemplos de personas que sentían las mismas ansias


de sangre, que mataban meramente para satisfacer su crueldad natural, pero que
no sufrían alucinaciones ni eran adictas al canibalismo.

También daré ejemplos de personas con las mismas propensiones, que


mataban y se comían a sus víctimas, pero que carecían por completo de
alucinaciones.
CAPÍTULO II

La licantropía entre los antiguos

Definición de licantropía – Marcelo Sidetex – Virgilio Heródoto – Ovidio – Plinio –


Agripa – Relato de Petronio – Leyendas arcadias – Se propone una explicación.

¿Qué es la licantropía? La transformación de un hombre o una mujer en


lobo, bien por medios mágicos, para permitirles disfrutar del sabor de la carne
humana, bien por sentencia de los dioses, para castigar algún delito grave.

Ésta es la definición popular. En realidad se trata de una forma de locura,


como se puede comprobar en la mayoría de los manicomios. Entre los antiguos,
esta clase de demencia recibía los nombres de «licantropía», «kuantropía» o
«boantropía», porque quienes la padecían creían transformarse en lobos, perros o
vacas. Pero, como veremos, la forma de lobo en el norte de Europa y la de hiena en
África, son a menudo las preferidas. ¡Simple cuestión de gusto! Según Marcelo
Sidetes, de cuyo poema περὶλυκαυθρώπου existe un fragmento, esta locura
atacaba a los hombres sobre todo a comienzos de año, y se volvían más violentos
en febrero; se retiraban por las noches a cementerios solitarios y vivían
exactamente como perros y lobos.

Escribe Virgilio en su Égloga octava:

Has herbas, atque hæc Ponto mihi lecta venena

Ipse dedit Moeris; nacuntur plurima Ponto.

His ego sæpe lupum fieri, et se conducere sylvis

Moerim, sæpe animas imis excire sepulchris,


Atque satas alio vidi traducere messes.

Y Heródoto: «Al parecer, los neuros son brujos, si se da crédito a los escitas y
a los griegos establecidos en Escitia, porque cada neuro cambia su forma por la de
lobo una vez al año, y permanece con esta forma durante varios días, después de
los cuales recupera su antigua forma» (libro IV, cap. 105).

Véase también Pomponio Mela (libro II, cap. 1): «Hay un momento preciso
en el que los neuros, si quieren, se transforman en lobo, y vuelven otra vez a su
estado anterior». Pero, entre los antiguos, la historia más extraordinaria es la que
relata Ovidio en la Metamorfosis sobre Licaón, rey de Arcadia, que invitó un día a
Júpiter y para poner a prueba su omnisciencia puso ante él un pedazo de carne
humana, después de lo cual el dios lo convirtió en lobo[19]:

En vano intentó hablar; desde ese mismo instante

sus mandíbulas se llenaron de baba, y su sed sólo la sangre

podía saciar, y rugía entre las ovejas y ansiaba matar.

Su ropa se convirtió en piel, sus miembros se encorvaron;

un lobo… aún conserva vestigios de su antigua faz,

canoso es como antes, su expresión rabiosa,

los ojos relumbran salvajes, imagen de la furia.

Plinio cuenta, tomado de Evantes, que en la fiesta de Júpiter Liceo, se elegía


al azar a un miembro de la familia de Anteo y se le conducía a la orilla del lago de
Arcadia. Allí colgaba sus ropas de un árbol y se metía en el agua, tras lo cual se
transformaba en lobo. Si al cabo de nueve años no había probado la carne humana,
era libre de volver a sumergirse y recuperar su forma anterior, que entre tanto,
había envejecido como si la hubiera gastado nueve años.

Agriopas cuenta que Demeneto, tras asistir a un sacrificio humano a Júpiter


Liceo, comió de la carne, e inmediatamente se convirtió en lobo, en cuya forma
vagó durante unos diez años, después de los cuales recuperó su forma humana y
participó en los Juegos Olímpicos.

La historia que sigue es de Petronio:


«Mi amo había ido a Capua a vender ropas viejas. Aprovechando la
oportunidad, persuadí a nuestro huésped para que me acompañara hasta el quinto
miliario; era soldado, y tan audaz como la muerte. Salimos con el canto del gallo, y
la luna iluminaba como el día, cuando, al llegar a unos monumentos, mi hombre
comenzó a invocar a las estrellas, mientras yo trotaba cantando y contándolas. Al
rato volví la vista hacia él, y vi que se desnudaba y dejaba su ropa en el borde del
camino. El corazón se me subió a la garganta instantáneamente, y quedé como
muerto cuando, de repente, se transformó en lobo. No creáis que bromeo: no os
mentiría ni por todo el oro del mundo.

»Pero continúo: una vez convertido en lobo, lanzó un aullido y huyó al


bosque. Al principio yo no sabía si me encontraba cabeza arriba o cabeza abajo;
pero después fui a recoger sus ropas: las hallé convertidas en piedra. […] Empecé a
sudar, y pensé que no iba a sobreponerme nunca. Melisa se extrañó de que llegara
tan tarde. “Si hubieras venido un poco antes”, dijo, “habrías podido echarnos una
mano, porque ha entrado un lobo en la granja y nos ha matado todo el ganado;
pero aunque ha escapado, no ha sido cosa de risa para él, porque uno de nuestros
criados lo ha atravesado con una lanza”. Después de oír esto no pude pegar ojo,
pero en cuanto fue de día corrí a casa como un vendedor ambulante al que le han
aligerado la carga. Al pasar por el lugar en el que las ropas se habían convertido en
piedra, no vi sino un charco de sangre; y cuando llegué a casa, encontré a mi
soldado echado en la cama, como un buey en el establo, y a un cirujano
vendándole el cuello. Comprendí enseguida que se trataba de un sujeto que podía
cambiar de piel (versipellis), y ya nunca pude sentarme a la mesa con él, ni aunque
me matasen. Los que piensen distinto sobre el caso, que digan lo que quieran, ¡Que
los genios me confundan si miento!»

Como todos sabemos, Júpiter se transformaba en toro, Hécuba en perra,


Acteón en ciervo, los compañeros de Ulises fueron convertidos en cerdos, y las
hijas de Preto corrían por los campos creyéndose vacas, y no dejaban que se les
acercase nadie, no fuera que las atrapase y las unciese.

San Agustín afirma en De Civitate Dei que conoció a una anciana de la que se
decía que convertía a los hombres en asnos con encantamientos.

Apuleyo nos ha dejado su encantadora novela El asno de oro, en la que el


héroe, al utilizar de manera imprudente un ungüento mágico, se transforma en
dicho animal de largas orejas.

Hay que señalar que el principal lugar de la licantropía es Arcadia, y se ha


sugerido muy verosímilmente que la causa podría atribuirse a la siguiente
circunstancia: los naturales eran un pueblo de pastores, y sin duda sufrían
frecuentes ataques y depredaciones de los lobos. Establecieron un sacrificio para
conseguir la liberación de esa plaga y protección para sus rebaños. Este sacrificio
consistía en la ofrenda de un niño, y fue instituido por Licaón. Debido a que el
sacrificio era humano, y dada la particularidad del nombre de su creador, surgió el
mito.

Pero, por otra parte, la historia está demasiado extendida como para que le
atribuyamos un origen accidental, o una fuente local.

Medio mundo cree, o creía, en los hombres lobo, y quienes nunca habían
tenido ni siquiera una remota relación con Arcadia pensaban que vagaban por los
bosques de Noruega: probablemente la superstición había arraigado
profundamente entre los escandinavos y teutones años antes de la existencia de
Licaón; y no tenemos más que echar una mirada a la literatura oriental para verla
firmemente grabada en la imaginación de los orientales.
CAPÍTULO III

El hombre lobo en el norte

Tradiciones escandinavas – Manera en que se produjo el cambio – Vœlundar


Kvœdr – Ejemplos de la Saga de los Völsungar – La Saga de Hrolf Kraki – Poema feroe –
Helga Kvida – La Saga de Vatnsdal – La Saga de Eyrbyggja.

En Noruega e Islandia se dice que algunos hombres son eigi ein-hamir, «no
de una sola piel», idea que tiene sus raíces en el paganismo. La formulación
completa de esta extraña superstición es que los hombres podían tomar posesión
de otros cuerpos y asumir la naturaleza de los seres cuyos cuerpos adoptaban. La
segunda forma adoptada recibía el mismo nombre que la forma original, hamr, y
para designar la transición de un cuerpo a otro se utilizaba la expresión at skipta
hömum, o at hamaz; mientras que el viaje hecho bajo la segunda forma era el hamför.
Mediante esta transfiguración se adquirían poderes extraordinarios; el individuo
doblaba o cuadruplicaba su fuerza natural; adquiría la fuerza de la bestia en cuyo
cuerpo viajaba, que se sumaba a la suya propia, y el hombre así fortalecido se
llamaba hamrammr.

La manera en que se efectuaba el cambio variaba. Unas veces se echaba


sobre el cuerpo un traje de piel, y la transformación se efectuaba de forma
inmediata; otras veces, el alma abandonaba el cuerpo humano y se introducía en la
segunda forma, dejando el primer cuerpo en estado cataléptico, aparentemente
muerto. El segundo hamr podía tomarse prestado o crearse a propósito. Aún había
una tercera forma de producir este efecto, y era por encantamiento; pero entonces
la forma del individuo no se alteraba, aunque los ojos de todos los presentes
quedaban hechizados, con lo que sólo lo veían con la forma escogida.

Una vez ha adoptado la forma de un animal, al hombre que es eigi einhammr


sólo se le reconoce por los ojos, que ningún poder puede cambiar. A continuación
sigue su curso, se deja llevar por los instintos del animal cuyo cuerpo ha adoptado,
sin que su propia inteligencia se haya apagado todavía. Es capaz de hacer lo que
puede hacer el cuerpo del animal, y también lo que él, como hombre, puede hacer.
Puede volar o nadar, si tiene la forma de un pájaro o un pez; si ha tomado forma
de lobo, o va en un gandreið o «galopada de lobo», está lleno de la furia y la
malignidad de los seres cuyo poder y pasiones ha adoptado.

Daré ejemplos de cada una de las tres formas de cambio de cuerpo


mencionadas anteriormente. Freya y Frigg tenían trajes de halcón con los que
visitaban distintas regiones de la tierra, y se cuenta que Loki se apropió de ellos, y
que su parecido con un halcón era tan exacto que no lo habrían descubierto si no
llega a ser por el brillo maligno de sus ojos. En la Vælundar kviða encontramos el
siguiente pasaje:

Del sur volaron las doncellas

a través de la oscuridad,

Alvit la joven

a asegurar destinos;

en la orilla del mar

se sentaron a descansar,

estas damas del sur

hilaban blanco lino.

II

Una de ellas tomó

a Egil para estrecharlo,

rubia doncella, en sus

deslumbrantes brazos;
otra era Swanhwit,

que llevaba plumas de cisne;

y la tercera,

su hermana,

estrechó el blanco

cuello de Vœlund.

La introducción de Sœmund nos relata que a estas encantadoras jóvenes las


capturaron al dejar sus mantos de cisne junto a ellas en la orilla y por lo tanto no
estar en condiciones de volar.

De la misma manera se usaban las vestiduras de lobo. El siguiente pasaje


está tomado de la Saga de los Völsungar:

«Ahora hay que decir que Sigmund consideraba a Sinfjötli demasiado joven
para que le ayudase en su venganza, pero antes quiso probar sus poderes; así,
pues, durante el verano se adentraron en lo más profundo del bosque y mataron
hombres para robarles, y Sigmund vio que pertenecía por entero al linaje de los
Völsungar […] Sucedió que cuando iban por el bosque acumulando dinero, dieron
con una casa en la que había dos hombres durmiendo, con grandes anillos de oro;
tenían tratos con la brujería, porque había unas pieles de lobo colgadas encima de
ellos; era el décimo día, en el que debían salir de su segunda condición. Eran hijos
de reyes. Sigmund y Sinfjötli se pusieron los vestidos y no se los pudieron quitar; y
la naturaleza de las bestias originales se apoderó de ellos; y aullaron como lobos —
los dos aprendieron a aullar—. Entonces se internaron en el bosque y cada cual
siguió su propio camino; acordaron entre ellos que probarían su fuerza hasta
contra siete hombres, pero no más, y que el que barruntara alguna lucha profiriese
un aullido de lobo.

»“No dejes de hacerlo”, dijo Sigmund, “porque eres joven y temerario, y los
hombres se alegrarían de darte caza”. Y se fueron cada uno por su lado; y después
de partir, Sigmund halló hombres, así que aulló; y al oírlo Sinfjötli, acudió
corriendo y los mataron a todos: después se separaron. Y no llevaba Sinfjötli
mucho tiempo en el bosque cuando se topó con once hombres; cayó sobre ellos y
los mató a todos. Entonces se sintió cansado y se tumbó bajo un roble a descansar.
Llegó Sigmund y le dijo: “¿Por qué no me has llamado?” Sinfjötli respondió: “¿Qué
necesidad había de pedirte ayuda para matar a once hombres?”

»Sigmund se abalanzó sobre él y le dio tal dentellada que lo derribó, ya que


le había destrozado la garganta. Ese día no pudieron abandonar sus formas de
lobo. Sigmund se lo cargó al hombro y lo llevó desnudo a la gran sala, se sentó
junto a él y exclamó: “¡El diablo se lleve las formas de lobo!”». Saga de Völsunga,
cap. 8.

Hay en la misma saga otra curiosa historia sobre un hombre lobo, que debo
contar.

«Entonces hizo lo que ella había pedido, taló gran cantidad de árboles, y los
arrojó a los pies de los diez hermanos sentados en fila, en el bosque; y allí se
estuvieron sentados todo el día y siguieron por la noche. Y a medianoche salió del
bosque una vieja mujer lobo y fue a donde estaban ellos, sentados en los troncos, y
era enorme y espantosa. A continuación se abalanzó sobre uno de ellos y lo mordió
hasta matarlo; y cuando se lo hubo comido entero se marchó. A la mañana
siguiente, Signy envió un hombre de confianza a sus hermanos para saber qué les
había sucedido. Cuando éste regresó, le contó la muerte de uno de ellos, que la
afligió mucho, pues temía que pudiera ocurrirles lo mismo a todos, sin que ella
pudiese ayudarlos.

»Resumiendo: las nueve noches siguientes llegó la misma mujer lobo a


medianoche, y los fue devorando uno tras otro hasta acabar con todos, excepto con
Sigmund, que se quedó solo. Y cuando llegó la décima noche, Signy envió a su
hombre de confianza a Sigmund, su hermano, con miel en las manos, y le dijo que
le untase la cara a Sigmund y le llenase la boca con ella. Así que fue a donde estaba
Sigmund, hizo lo que le habían mandado, y después volvió a casa. Y cuando se
hizo de noche llegó la mujer lobo, como de costumbre, dispuesta a devorarlo como
a sus hermanos.

»Entonces lo olfateó por donde estaba embadurnado de miel, y comenzó a


lamerle la cara, y al rato le metió la lengua en la boca. Él no lo soportó y le mordió
la lengua a la mujer lobo; ella se levantó de un salto e intentó liberarse, apoyando
las patas en el tronco, de manera que éste se partió en dos: pero él siguió apretando
firme y le arrancó la lengua de cuajo, lo que supuso la muerte de la loba. Algunos
opinan que esta bestia era la madre del rey Siggeir, y que había adquirido dicha
forma mediante pacto con el diablo y brujería». (Cap. 5).

Hay otra historia relacionada con este tema en la Saga de Hrolf Kraki, que es
preciosa; es como sigue:

«En el norte de Noruega, en los valles interiores, reinaba un rey llamado


Hring que tenía un hijo llamado Björn. Y sucedió que murió la reina, lo que fue
muy lamentado por el rey y por todos. El pueblo le aconsejó que volviera a casarse,
y así, el rey mandó a algunos hombres al sur para que le buscaran esposa. Sobre
ellos cayó un vendaval y una violenta tempestad, de modo que tuvieron que virar
el timón y navegar con el viento de popa; y así fueron hacia el norte, hasta
Finnmark, donde pasaron el invierno. Un día se dirigieron tierra adentro, y
llegaron a una casa en la que había dos hermosas mujeres, las cuales les hicieron
un buen recibimiento y les preguntaron de dónde venían. Ellos respondieron
contándoles su viaje y sus andanzas, y a continuación preguntaron a las mujeres
quiénes eran y por qué estaban solas y lejos de los lugares habitados, a pesar de ser
tan bellas y atractivas. La mayor respondió que se llamaba Ingibjorg y que su hija
se llamaba Hvit, y era la amada del rey Finn. Los mensajeros decidieron que
regresarían a casa si Hvit partía con ellos y se casaba con el rey Hring. Hvit aceptó,
se la llevaron y fueron al rey, que se prendó de ella, y celebró sus bodas, y dijo que
no le importaba que ella no tuviera fortuna. Pero el rey era muy viejo y la reina lo
descubrió enseguida.

»Había un aldeano que tenía una granja cerca de la morada del rey; tenía
esposa y una hija que no era más que una niña y se llamaba Beta; era muy joven y
adorable. El hijo del rey, Björn, y la hija del aldeano, Bera, solían jugar juntos como
niños, y se querían. El aldeano era de posición desahogada, había participado en
incursiones en los días de su juventud y era un paladín valeroso. Björn y Beta
estaban cada vez más enamorados y estaban juntos a menudo.

»Pasó el tiempo y no sucedió nada digno que contar, salvo que Björn, el hijo
del rey, se hizo alto y fuerte, y se adiestró en todas las habilidades masculinas.

»El rey Hring se ausentaba con frecuencia durante largos periodos, haciendo
incursiones en tierras extranjeras, y Hvit se quedaba en casa y gobernaba el país. El
pueblo no la quería. Ella era siempre muy complaciente con Björn, pero a éste no le
caía bien. Sucedió una vez que el rey Hring partió al extranjero, y le dijo a su reina
que Björn se quedaría junto a ella para ayudarla en el gobierno; porque le parecía
aconsejable, ya que la reina era arrogante y estaba inflada de orgullo.

»El rey le dijo a su hijo Björn que debía permanecer en casa y gobernar el
país con la reina; Björn replicó que no le gustaba la idea y que no sentía afecto por
la reina; pero el rey fue inflexible, y abandonó el país con un gran séquito. Tras su
conversación con el rey, Björn volvió a casa y fue derecho a sus aposentos,
malhumorado y rojo de ira. La reina acudió a hablar con él y a darle ánimos, y le
habló amistosamente, pero él le ordenó que se fuera. Ella, por esta vez, le obedeció.
La reina acudía con frecuencia a charlar con él, y le decía que sería mucho más
agradable estar juntos que tener a un viejo como Hring en la casa.

»Este comentario ofendió a Björn, que le dio una bofetada, y le ordenó con
desprecio que se fuera. Ella replicó que no había hecho bien desdeñándola y
arrojándola de su lado, y: “Crees que es mejor, Björn, cortejar a la hija de un pobre
aldeano que gozar de mi amor y mi favor, ¡una galante condescendencia y una
deshonra para ti! Pero dentro de poco, algo se interpondrá en el camino de tu
capricho y tu insensatez”. Entonces le dio en la cara con un guante de piel de lobo
y dijo que se convertiría en un oso salvaje, rabioso y horrible, y: “No comerás otra
cosa que las ovejas de tu padre, que matarás para alimentarte, y jamás
abandonarás ese estado”.

»Después de esto, Björn desapareció y nadie supo qué fue de él, y las gentes
lo buscaron pero no lo encontraron, como era de esperar. Ahora debemos contar
cómo fueron devoradas las ovejas del rey, la mitad de una vez, y todo obra de un
oso gris tan enorme como espantoso.

»Una tarde sucedió por casualidad que la hija del campesino vio venir hacia
ella a este oso salvaje, mirándola tiernamente, y creyó reconocer los ojos de Björn,
el hijo del rey, así que hizo un ligero intento de escapar; entonces la bestia se retiró,
pero ella la siguió hasta llegar a una cueva. Cuando entró en la cueva, había un
hombre de pie ante ella, que saludó a Bera, la hija del aldeano; y ella lo reconoció,
ya que era Björn, el hijo de Hring. El encuentro les llenó de alegría. Así, estuvieron
juntos en la cueva durante un rato, pues ella no quería separarse de él teniendo la
oportunidad de estar a su lado; pero él dijo que no era prudente que estuviera allí
con él, porque durante el día era animal, y por la noche hombre.

»Hring regresó de su viaje, y le dieron noticia de lo que había ocurrido


durante su ausencia; cómo Björn, su hijo, había desaparecido, y también cómo un
animal monstruoso merodeaba por el país y destruía sus rebaños. La reina instó al
rey a que matase a la bestia, pero él lo aplazó un tiempo.

»Una noche, en que estaban juntos Beta y Björn, dijo él: “Presiento que
mañana voy a morir, porque saldrán a cazarme. Pero no me preocupa, pues no es
grato vivir con este encantamiento, y mi único consuelo es que estemos juntos;
pero ahora nuestra unión debe romperse. Te voy a dar el anillo que está bajo mi
mano izquierda. Mañana verás venir en mi busca a la hueste de cazadores; cuando
haya muerto, ve al rey y pídele que te dé lo que hay bajo la pata delantera
izquierda del animal. El accederá”.

»Le habló de muchas otras cosas, hasta que la forma de oso tomó posesión
de él, y se marchó convertido en oso. Ella lo siguió, y vio un numeroso grupo de
cazadores que venía por las laderas de las montañas, acompañados de gran
cantidad de perros. El oso salió furtivamente de la caverna, pero los perros y los
hombres del rey cayeron sobre él, y hubo una lucha desesperada. Antes de que lo
acorralaran, abatió a muchos y mató a todos los perros. Pero formaron un cerco a
su alrededor, que recorrió de un lado para otro, pero no encontró forma de
escapar, así que se volvió hacia donde estaba el rey, agarró a un hombre que estaba
junto a él y lo despedazó; entonces el oso estaba tan exhausto que se tiró al suelo, y
todos a un tiempo se abalanzaron sobre él y lo mataron. La hija del aldeano, que lo
había presenciado, fue al rey y dijo: “¡Sire! ¿Tendríais a bien concederme lo que
está bajo el hombro delantero izquierdo del oso?” El rey accedió. Sus hombres, a
todo esto, estaban a punto de desollar al oso; Bera se acercó, desprendió el anillo y
se lo guardó, pero nadie vio lo que había cogido ni buscaron nada. El rey le
preguntó quién era, y ella dijo un nombre, pero no el verdadero.

»El rey volvió a casa, y Bera fue en su compañía. La reina, muy contenta, la
trató bien, y le preguntó quién era; pero Bera respondió como antes.

»A continuación la reina dio una gran fiesta e hizo que cocinaran la carne del
oso para el banquete. La hija del campesino estaba en el cenador de la reina, y no
podía escabullirse, porque la reina sospechaba quién era. Entonces se acercó
inesperadamente a Bera con un plato en el que había carne de oso, y le ordenó que
comiera. Bera se negó. “¡Esto sí que es maravilla!”, dijo la reina; “¿rechazas lo que
la reina en persona se digna ofrecerte? Cómetelo ahora mismo, o tendrás algo
peor”. Dio un bocado ante ella, y comió de él; la reina cortó otro trozo y la miró
dentro de la boca; vio que tenía un trocito, pero Bera escupió el resto y dijo que no
tomaría más aunque la torturaran y la mataran.

»“Puede que sea suficiente”, dijo la reina, y se echó a reír» (Saga de Hrolf
Kraki, caps. 24-27 abreviados).

En el cantar feroe de Finnur hin friði, encontramos los siguientes versos:

Cuando este peligroso finés vio


que la brujería le había dañado,

se transformó en un hombre lobo

así que mató a muchos.

Lo que sigue es de la segunda Kviða de Helga Hungdingsbana (estrofa 31):

Puede la hoja hincarse,

la que blandes

sólo sobre ti mismo, cuando

repica sobre tu cabeza.

Entonces será vengada

la muerte de Helga,

cuando tú, como lobo,

vagues por los bosques,

sin conocer fortuna

ni placer alguno,

sin tener otra carne

que trozos de cadáveres.

En todos estos casos lo que cambia es la forma: ahora veamos ejemplos en


los que la persona que cambia tiene una forma doble, y el alma anima a una
después de otra.

La Saga de Ynglinga (cap. 7) dice de Odín que «cambiaba de forma; los


cuerpos descansaban como si durmiesen o estuvieran muertos, pero él era un ave o
una bestia, un pez o una mujer, e iba en un santiamén a tierras muy lejanas,
atendiendo a sus propios asuntos o a los de otras gentes». Del mismo modo, el rey
danés Harold envió un brujo a Islandia con la forma de una ballena, mientras su
cuerpo permanecía rígido y tieso en casa. La ya mencionada Saga de HrolfKraki da
otro ejemplo, en el que Bövdar Bjarki, con la forma de un enorme oso, lucha
desesperadamente con el enemigo, que ha cercado la mansión de su rey, mientras
su cuerpo humano descansa embriagado en el interior junto a las brasas.

En la Saga de Vatnsdal hay un curioso relato de tres fineses a los que el jefe
noruego Ingimund encerró durante tres noches en una cabaña, y les ordenó que
visitasen Islandia y le informasen de la situación del país, en el que quería
establecerse. Sus cuerpos se pusieron rígidos y enviaron sus almas a hacer el viaje,
y al despertarse al cabo de tres días dieron una fiel descripción de Vatnsdal, donde
Ingimund iba a establecerse temporalmente. Pero la saga no cuenta si estos fineses
proyectaron su alma en cuerpos de aves o de bestias.

El tercer modo de transformación mencionado era aquel en el cual el


individuo en sí no cambiaba, pero los ojos de los demás estaban embrujados, así
que no podían descubrirlo, sino que sólo lo veían bajo una forma determinada.
Hay muchos casos de éstos en las sagas; como por ejemplo, en la Saga de
Hromundar Greypsonar y en la de Fostbraeðra. Aunque traduciré la más curiosa,
que es la de Odd, hijo de Katla, de la Saga de Eyrbyggja (cap. 20):

«Geirrid, ama de casa de Mafvahlid, mandó un mensaje a Bolstad de que


había sabido que Odd, hijo de Katla, le había cortado la mano a Aud.

»Cuando Thorarinn y Arnkell oyeron esto, partieron a caballo con doce


hombres. Pasaron la noche en Mafvahlid, y prosiguieron a la mañana siguiente
hacia Hold: y Odd era el único hombre que había en la casa.

»Katla se sentó en la silla principal a hilar, y ordenó a Odd que se sentara a


su lado; también ordenó a sus damas que se sentaran cada una en su sitio y que
contuvieran la lengua. “Porque”, dijo, “seré yo quien lo diga todo”. Cuando
llegaron Arnkell y su compañía, entraron directamente, y cuando se presentaron
en la sala, Katla les dio la bienvenida y les pidió nuevas. Él respondió que no había
ninguna, y preguntó por Odd. Katla dijo que se había marchado a Breidavik.
“Registraremos la casa”, dijo Arnkell. “Que así sea”; replicó Katla, y ordenó a una
niña que les alumbrara y abriera los diversos aposentos de la casa. Todos vieron
que Katla estaba hilando frente a su rueca. Registraron la casa pero no encontraron
a Odd, así que se fueron. Pero cuando llegaron a cierta distancia de la verja,
Arnkell aún se detuvo y dijo: “¿Cómo sabemos que Katla no nos ha engañado y
que la rueca que tenía en la mano no era Odd?” “¡Imposible!”, dijo Thorarinn,
“Regresemos”. Y así lo hicieron; y cuando los que estaban en Holt vieron que
volvían, Katla dijo a sus doncellas: “Permaneced en vuestros sitios, Odd y yo
vamos a salir”.

»Entonces, según se acercaban a la puerta, fue ella a la entrada y se puso a


peinar a su hijo Odd y a cortarle el cabello. Arnkell llegó a la puerta y vio dónde
estaba Katla, y que parecía estar acariciando a su cabra, desenredándole la vedija y
la barba. Conque él y sus hombres entraron en la casa, pero no encontraron a Odd.
La rueca de Katla estaba apoyada en el banco, así que pensaron que quizás no
fuera Odd, y salieron. Sin embargo, al llegar al punto donde antes habían dado
media vuelta, dijo Arnkell: “¿No creéis que Odd puede haber tomado forma de
cabra?” “Puede ser”, contestó Thoraninn, “pero si volvemos le echaremos el
guante a Katla”. “Podemos probar suerte de nuevo”, dijo Arnkell, “y ver qué
pasa”. Así que regresaron.

»Entonces, al ver que volvían otra vez, Katla ordenó a Odd que la siguiera y
lo llevó al montón de ceniza, y le dijo que se echara en él y no se moviera bajo
ningún concepto. Cuando Arnkell y sus hombres llegaron a la granja irrumpieron
en la sala y vieron a Katla sentada en su sitio hilando. Ella los saludó y les dijo que
sus visitas se sucedían muy deprisa. Arnkell contestó que lo que decía era cierto.
Sus camaradas agarraron la rueca y la partieron por la mitad. “¡Vaya!”, exclamó
Katla, “ahora no podréis decir, a vuestro regreso, que no habéis hecho nada, pues
me habéis roto la rueca”. Entonces Arnkell y los demás buscaron a Odd por todas
partes, pero no pudieron encontrarlo; por cierto, no vieron ningún ser vivo en todo
el lugar, salvo un jabalí bajo el montón de ceniza, así que se marcharon otra vez.

»Pues bien, cuando habían recorrido la mitad del camino a Mafvahlid, salió
Geirrid a su encuentro con sus trabajadores. “No han seguido el camino adecuado
para buscar a Odd”, dijo, “pero ella los ayudará”. Así que dieron media vuelta otra
vez. Geirrid iba cubierta con una capa azul. Entonces, cuando divisaron al grupo e
informaron a Katla, y dijeron que eran trece, y que uno llevaba un vestido de color,
Katla exclamó: “¡Ha venido ese troll de Geirrid! Ya no podré arrojarles un hechizo
a los ojos”. Se levantó de su asiento y alzó el cojín, y descubrió un boquete con una
cavidad debajo: introdujo a Odd en él, puso el cojín encima, y se sentó diciendo
que se sentía desfallecer.

»Cuando entraron en la habitación, recibieron una pobre bienvenida, Geirrid


se quitó la capa y se dirigió hacia Katla, y tomando la bolsa de piel de foca que
llevaba en la mano, la hizo girar sobre la cabeza de Katla [20]. Entonces Geirrid les
ordenó que levantaran el asiento. Así lo hicieron y encontraron a Odd. Lo
prendieron y lo llevaron a la punta de Budland, donde lo ahorcaron… A Katla la
lapidaron al pie del promontorio».
CAPÍTULO IV

El origen del hombre lobo escandinavo

Ventaja del estudio de la literatura nórdica – Vestiduras de piel de oso y de lobo –


Los berserker – Su furor – La historia de Thorir – Pasajes del Aigla – El atardecer del lobo –
Skallagrim y su hijo – Derivación de las palabras «Hamr» y «Vargr» – Leyes que afectan a
los proscritos – «Convertirse en jabalí» – Recapitulación.

Una de las grandes ventajas del estudio de la literatura escandinava o


islandesa es que penetra en el origen de las supersticiones universales. Las
tradiciones nórdicas son transparentes como el hielo del glaciar, y su origen
inconfundible.

La mitología medieval, rica y espléndida, es una aleación semejante a la del


bronce corintio, en el que se han fundido abundantes minerales puros, o es un río
turbulento alimentado por numerosos afluentes que tienen sus fuentes en regiones
remotas. Es una fusión de tradiciones celtas, escandinavas, itálicas y árabes
primitivas, cada una de las cuales aporta una belleza, añade un encanto, pero cada
acrecentamiento hace el análisis más difícil.

Pacciuchelli dice: «El Anio desagua en el Tíber; puro como el cristal,


encuentra la corriente rojiza y se pierde en ella, de modo que ya no hay Anio, sino
que la corriente unida es toda Tíber». Lo mismo sucede con cada tributario del
flujo de la mitología medieval. En el momento en que mezcla sus aguas con la gran
corriente que fluye hacia delante, es imposible detectarlo con certeza; ha engrosado
el caudal, pero ha perdido su propia identidad. Si queremos analizar un mito en
particular, no debemos ir directamente al cuerpo de la superstición medieval, sino
acometer uno de sus tributarios antes de su absorción. Así es como vamos a
proceder, y al seleccionar la mitología nórdica, encontraremos un material
abundante que señala naturalmente el punto del que ha derivado, igual que las
morrenas indican la dirección que han tomado los glaciares, y apuntan a las
montañas de las que descienden. No nos será difícil llegar al origen de la creencia
nórdica en los hombres lobo, y los datos así obtenidos nos ayudarán a esclarecer
mucho de lo que, de otro modo, resultaría oscuro en la tradición medieval.

Entre los antiguos nórdicos existía la costumbre de que algunos guerreros se


cubrieran con las pieles de los animales que habían abatido, y de este modo se
investían de un aspecto feroz, calculado para infundir temor en el ánimo de sus
adversarios.

Estas vestimentas se mencionan en algunas sagas, sin que se les atribuya


ninguna cualidad sobrenatural. Por ejemplo, en el Njála, se menciona a un hombre
i geitheðnir, vestido con una piel de cabra. En el mismo sentido, hemos oído muchas
veces sobre Harold Harfagr que iba acompañado de una banda de berserker,
cubiertos con pieles de lobo, ulfheðnir; y esta expresión, «cubierto con piel de lobo»,
se encuentra como nombre propio. Así, en la Saga de Holmverja, se habla de Björn,
«hijo de Ulfheðin, abrigo de piel de lobo, hijo de Ulfhamr, forma de lobo, hijo de Ulf,
lobo, hijo de Ulfhamr, forma de lobo, que podía cambiar de forma.

Pero el pasaje más concluyente está en la Saga de Vatnsdal, y es como sigue:


«Los berserker, llamados ulfheðnir, llevaban pieles de lobo sobre la cota de malla»
(cap. XVI). En cualquier caso la palabra berserkr, atribuida a un hombre poseído por
fuerzas sobrenaturales, y sujeto a accesos de furor diabólico, se aplicaba
originariamente a uno de esos valientes campeones que salían cubiertos con pieles
de oso, o con túnicas hechas con piel de oso sobre la armadura. Sé que hasta ahora
se ha admitido generalmente la derivación de Björn Halldorson de berserkr,
desnudo de piel, o despojado de vestiduras, pero Sveibjörn Egilsson, una
autoridad indiscutible, rechaza esta derivación como insostenible, y la reemplaza
por la que yo he adoptado.

Es fácil imaginar que una piel de lobo o de oso era un abrigo cálido y
confortable para un hombre cuya forma de vida le obligaba a desafiar todas las
inclemencias del tiempo, y que el vestido no solamente le daba un aspecto
espantoso y feroz, idóneo para provocar una emoción desagradable en el pecho del
adversario, sino también que la espesa piel podía resultar efectiva para amortiguar
los golpes que le llovían en la lucha.

El berserker era objeto de aversión y terror entre los pacíficos pobladores del
país, pues su entretenimiento consistía en retar a los granjeros de la comarca a un
combate singular. Tal como establecía la ley de la tierra en Noruega, al hombre que
rechazaba un desafío se le confiscaban todas sus posesiones, incluso su amada
esposa, por cobarde indigno de la protección de la ley, y todo lo que poseía pasaba
a manos de su retador. El berserker, en consecuencia, tenía al infeliz a su merced.
Si lo mataba, los bienes del granjero pasaban a pertenecerle, y si el pobre hombre
se negaba a luchar, perdía todo derecho legal sobre su herencia. Un berserker se
invitaba a sí mismo a cualquier fiesta y aportaba su parte a la diversión partiéndole
el espinazo o abriéndole la cabeza a alguno de los asistentes que se atrajera su
animosidad, o al que decidiera matar sin más razón que el deseo de mantenerse en
forma.

Resulta fácil imaginar que la superstición fuera de la mano del temor


popular a esos vagabundos cubiertos de piel de lobo y de oso, y que se les creyera
dotados de la fuerza, como sin duda lo estaban de su ferocidad, de las bestias con
cuyas pieles se cubrían,

Pero la superstición no acababa aquí, sino que la imaginación de los


temblorosos campesinos investía a aquellos desaprensivos turbadores de la paz
pública con atributos hasta entonces propios de los trolls y los jötuns.

El episodio mencionado en la Saga de los Völsungar, de los hombres a los


que encuentran durmiendo con unas pieles de lobo colgadas en la pared, sobre
ellos, se despoja de inverosimilitud si consideramos que se ponían estas pieles
sobre la armadura, y lo fantástico se reduce al mínimo, cuando pensamos que
Sigmund y Sinfjötli las roban con la intención de disfrazarse mientras llevaban una
vida de violencia y pillaje.

De igual forma, el relato nórdico de «La bella y la bestia» de la Saga de Hrolf


Kraki, se vuelve menos improbable, en el supuesto de que Börn viviese como un
proscrito en las montañas más apartadas, cubierto con una piel de oso que podía
disfrazarlo eficazmente, todo salvo los ojos, que brillarían inconfundiblemente
humanos a través de los huecos de la máscara. Su propio nombre, Björn, significa
oso, y estas dos circunstancias bien pueden haber revestido el núcleo de un hecho
histórico con la ficción de una fábula; y una vez despojado de estos adornos
sobrenaturales, el relato se reduciría al simple hecho de la existencia de un rey
Hring de los updales, que estaba en discordia con su hijo, el cual se marchó al
bosque y vivió una vida de berserker en compañía de su amante, hasta que fue
capturado y muerto por su padre.

Creo que la circunstancia en la que insisten los escritores de sagas de que los
ojos de la persona permanecían inalterables es muy significativa e indica el hecho
de que la piel se limitaba a cubrir el cuerpo como un disfraz.
Pero había otro motivo para que la superstición se fijase en los berserker y
los invistiera con atributos sobrenaturales.

Ningún hecho relacionado con la historia de los hombres del norte está
acreditado con más seguridad, con pruebas fiables, que el del furor de los
berserker, que era una especie de posesión diabólica. Se dice que los berserker se
provocaban a sí mismos un estado de frenesí durante el cual se introducía en ellos
un poder diabólico y los impelía a realizar acciones que en su sano juicio habrían
rechazado. Adquirían una fuerza sobrehumana, y se volvían invulnerables e
insensibles al dolor como los jansenistas convulsionistas de Saint Médard. No
había espada que los hiriese ni fuego que los quemase, sólo podían ser destruidos
por una maza que les rompiera los huesos o les machacara el cráneo. Sus ojos
refulgían como si ardiesen llamas en sus cuencas, rechinaban los dientes y echaban
espuma por la boca; mordían los bordes de los escudos, y se dice que a veces
incluso llegaron a atravesarlos con los dientes, y cuando se lanzaban al combate
ladraban como perros y aullaban como lobos[21].

De acuerdo con el testimonio unánime de los antiguos historiadores


nórdicos, el furor berserker se extinguió con el bautismo, y a medida que avanzaba
el cristianismo disminuía el número de berserker.

Pero no hay que pensar que esa locura o posesión sobrevenía sólo a las
personas con predisposición a sufrirla; también afectó a otras que se debatían en
vano contra su influjo, y que lamentaban profundamente su propia tendencia a
dejarse llevar por esos terribles accesos de frenesí. Tal fue Thorir, hijo de
Ingimund, del que se dice en la Saga de Vatnsdaela que «a veces Thorir sufría
accesos berserker, y se consideraba un triste infortunio para un hombre como él, ya
que estaban totalmente fuera de control».

Digna de mención es la forma en que fue curado, al indicar, como hace, el


anhelo pagano de un credo mejor y más misericordioso:

«Thorngrim de Kornsá tuvo un hijo con su concubina Vereydir y, por orden


de su esposa, se llevaron al niño para matarlo.

»Los hermanos (Thorsteinn y Thorir) se veían a menudo y en esta ocasión le


tocaba a Thorsteinn visitar a Thorir, y Thorir lo acompañó de regreso a casa. Por el
camino, Thorsteinn le preguntó a Thorir que cuál era el mejor de los hermanos;
Thorir contestó que la respuesta era fácil, pues “tú estás por encima de todos
nosotros en prudencia y talento; Jökull es siempre el mejor en las aventuras
peligrosas; pero yo”, añadió, “soy el de menos merecimiento de los hermanos,
porque sufro accesos de berserker, muy en contra de mi voluntad, y quisiera,
hermano mío, que tú, con tu sagacidad, me aconsejaras algo que me sirviese de
ayuda”.

»Thorsteinn le dijo: “He oído que, por instigación de su esposa, han raptado
al niño de nuestro pariente Thorgrim. Eso está mal. También pienso que es muy
doloroso tener una naturaleza distinta a la de los demás hombres”.

»Thorir preguntó cómo podía conseguir alivio para su aflicción […]


Entonces dijo Thorsteinn: “Voy a hacer una ofrenda al que ha creado el sol, pues
creo que es el más adecuado para quitarte la maldición, y en contrapartida, me
ocuparé por consideración a Él del rescate del pequeño y lo criaré, hasta que Él que
ha creado a los hombres lo tome para Sí… ¡porque, eso, creo que lo hará!” Tras lo
cual dejaron los caballos y buscaron al niño, y un sirviente de Thorir lo encontró
cerca del río Marram. Vieron que le habían cubierto la cara con una toquilla, pero
la había arrugado por encima de la nariz; el pequeñín estaba casi muerto; pero lo
llevaron rápidamente a casa de Thorir, y él lo crió y lo llamó Thorkell Rumple; en
cuanto a los accesos de berserker, no los volvió a sufrir» (cap. 37).

Pero los pasajes más interesantes relacionados con nuestro terna se


encuentran en el Aigla.

«Había un hombre, llamado Ulf (lobo), hijo de Bjalf y Hallbera. Ulf era un
hombre alto y fuerte como no se había visto hasta entonces en el país. Y en su
juventud recorrió los mares en expediciones vikingas y saqueos… Era un gran
terrateniente. Le gustaba levantarse temprano, y visitar a sus trabajadores, o a los
herreros, e inspeccionar todos sus bienes y sus tierras; y en ocasiones conversaba
con hombres que le pedían consejo, porque era buen consejero y tenía la mente
clara. Sin embargo, todos los días, cuando empezaba a oscurecer, se volvía tan
salvaje que pocos se atrevían a cruzar una palabra con él, pues solía descabezar un
sueño a primera hora de la tarde». La gente decía que cambiaba a menudo de
forma (hamrammr), por lo que le llamaban el «lobo del crepúsculo» (kveldúlfr) (cap.
1). Considero que en este pasaje y en los siguientes hamrammr no tiene el
significado original de transformación verdadera, sino que significa simplemente
«expuesto a accesos de posesión diabólica», por cuya influencia aumentaba
enormemente su fuerza física. Traduzco con bastante libertad esta interesantísima
saga, porque creo que la descripción que se hace en ella de los arrebatos de
Kveldulf aclara considerablemente nuestro tema.
«Durante el verano, Kveldulf y Skallagrim tuvieron noticia de una
expedición. Skallagrim tenía la vista más aguda que nadie, y divisó la nave de
Hallvard y su hermano, y la reconoció enseguida. Siguió su rumbo y señaló
exactamente el puerto en el que entraron. Después regresó con su compañía y
contó a Kveldulf lo que había visto [… J Entonces se repartieron su gente y
aprestaron sus botes; en cada uno pusieron veinte hombres, uno gobernado por
Kveldulf y el otro por Skallagrim, y remaron en busca de la nave. Cuando llegaron
al lugar donde estaba fondeado, dejaron de remar. Hallvard y sus hombres habían
desplegado un toldo sobre la cubierta, y dormían. Pero cuando Kveldulf y su
partida los atacaron, los vigías que estaban sentados en el extremo del puente se
levantaron de un salto y gritaron a la gente de a bordo que despertase, porque
había peligro a la vista. Así que Hallvard y sus hombres corrieron a las armas.
Kveldulf saltó al puente y Skallagrim con él al interior de la nave. Kveldulf
empuñaba una clava, y ordenó a sus hombres que registraran el barco y rajaran el
toldo. Pero él se dirigió al alcázar. Cuentan que les acometió a él y a muchos de sus
compañeros un acceso de hombre lobo. Mataron a todos los hombres que se les
pusieron delante. Lo mismo hizo Skallagrim mientras recorría el barco. Ni él ni su
padre pararon hasta que lo hubieron despejado. Entonces, cuando Kveldulf llegó al
alcázar, levantó la clava y la descargó sobre Hallvard y le abrió el yelmo y el
cráneo, de manera que le hundió la clava en la carne; y tiró de ella tan
violentamente que alzó a Hallvard en el aire y lo arrojó por la borda. Skallagrim
despejó el castillo de proa y mató a Sigtrygg. Muchos hombres se arrojaron al agua,
pero los hombres de Skallagrim tripularon el bote y fueron tras ellos, matando a
todo el que encontraron. Así murió Hallvard con cincuenta hombres. Skallagrim y
su compañía apresaron el barco con toda la mercancía que había pertenecido a
Hallvard […] y lo pasaron con el género a su embarcación, y después cambiaron
de nave, cargando el capturado y abandonando el suyo. Tras lo cual llenaron de
piedras su viejo barco, lo desfondaron y lo hundieron. Se levantó una brisa
favorable y salieron a la mar.

»Se cuenta de los hombres que fueron hombres lobo en el combate, y delos
que sufrieron el furor berserker, que durante todo el tiempo que duró el acceso no
hubo quien pudiese enfrentarse a ellos, tan fuertes eran; pero una vez pasado,
fueron tan débiles como los demás. Lo mismo le ocurría a Kvedulf cuando se le
pasaba el acceso de hombre lobo: entonces le entraba el agotamiento consiguiente a
la batalla, y se quedaba tan exhausto que tenía que acostarse».

De la misma forma, Skallagrim tenía sus accesos de frenesí, heredados de su


afable padre.
«Thord y su compañero se enfrentaron a Skallagrim en una competición, lo
que era demasiado para él; se cansó, y el combate se inclinaba a favor de ellos. Pero
al anochecer, después de la puesta de sol, la situación empeoró para Egill y Thord,
porque Skallagrim se volvió tan fuerte que levantó a Thord en el aire y lo arrojó al
suelo, de modo que le rompió los huesos, lo que le causó la muerte. Entonces cogió
a Egill. Thorgerd Brák era el nombre de una sirvienta de Skallagrim que había sido
madre de leche de Egill. Era una mujer de elevada estatura, fuerte como un varón,
y algo bruja. Brák exclamó: “¡Skallagrim! ¿Estás ahora atacando a tu hijo?” (hamaz
pú at syni pínum). Entonces Skallagrim soltó a Egill e intentó agarrarla. Ella se
desasió y huyó. Skallagrim la siguió. Corrieron hacia Digraness y ella saltó al agua
desde el promontorio. Skallagrim le arrojó una piedra enorme que le dio entre los
hombros, y no volvió a salir a la superficie. El lugar se llama ahora Sonido de Brák»
(cap. 40).

Obsérvese que en estos pasajes del Aigla, las palabras að hamaz, hamrammr,
etc. están utilizadas sin intención de expresar la idea de cambio de forma corporal,
aunque las palabras tomadas literalmente lo afirmen. Porque son derivadas de
hamr, piel o ropa; término que tiene su equivalencia en otras lenguas arias, y es por
tanto una voz primitiva que expresa la piel de un animal[22].

En consecuencia, parece probable que el verbo að hamaz se aplicara en un


principio a los que se cubrían con pieles de animales salvajes y recorrían el país
saqueando, y que la superstición popular los invistiera pronto con poderes
sobrenaturales, y creyera que se apropiaban de la forma de las bestias bajo cuyas
pieles se ocultaban. El verbo adquirió el significado de «convertirse en hombre
lobo, cambiar de forma». No se detuvo ahí, sino que sufrió otro cambio de
significado, y se aplicó por último a los que padecían ataques de locura o posesión
diabólica.

Ésta no es la única palabra relacionada con los hombres lobo que favoreció
la superstición. La palabra vargr, lobo, tiene un doble significado, que puede ser el
medio por el que se originaron muchas historias de hombres lobo. Vargr es lo
mismo que uargr, inquieto, siendoargr lo mismo que el anglosajón earg. Vargr tiene
doble significado en nórdico. Significa «lobo» y también «impío». Vargr es el inglés
were, en la palabra were-wolf; y el francés garou o varou. La palabra danesa para
hombre lobo es var-ulf la gótica vaira-ulf. En el Romans de Garin, es «Leu warou,
sanglante beste». En la Vie de S. Hildefons de Gauthier de Coinsi:

Cil lou desve, cil lou garol,


Ce sunt deable, que saul

Ne puent estre de nos mordre.

Aquí el loup-garou es un demonio. Los anglosajones lo consideran un


hombre malvado: wearg, malvado; el gótico vargs, mal espíritu. Pero con mucha
frecuencia la palabra no significa más que «forajido». Pluquet, en sus Contes
Populaires, nos cuenta que las antiguas leyes normandas decían a los condenados a
la proscripción por determinados delitos, Wargus esto: «¡Sé un forajido!»

Igualmente la Lex Ripuaria, tit. 87, «W/argus sit, hoc est expulsus». En las
leyes de Canuto se le llama verevulf (Leges Canuti, Schmid, I, 148). Y la Ley Sálica
(tit. 57) ordena: «Si quis corpus jam sepultum effoderit, aut expoliavit, wargus sit».
«Si alguien desenterrase o profanase un cadáver ya sepultado, sea declarado
forajido».

Sidonius Apollinaris dice: «Unam feminam quam forte vargorum, hoc enim
nomine indigenas latrunculos nuncupant[23]», como si el nombre común para
designar a quienes llevaban una vida de saqueadores fuera varg.

Asimismo, Palgrave nos asegura en Rise and Progress of the English


Commonwealh que entre los anglosajones se decía que los utlagh, o fuera de la ley
(out-law en inglés), tenían cabeza de lobo. Así que, si el término vargr se aplicaba
por un lado a un lobo, y por otro a un forajido que vivía como un animal salvaje,
lejos de los lugares habitados —«se le ahuyentará como a un lobo, y se le
perseguirá como los hombres persiguen a los lobos» era la fórmula legal de la
sentencia—, no hay que asombrarse de que las historias sobre forajidos se hayan
rodeado de referencias míticas a sus transformaciones en lobos.

Pero el mismo lenguaje de los nórdicos estaba hecho para alimentar esta
superstición. Los islandeses tenían expresiones curiosas muy apropiadas para
producir errores.

Snorri no sólo relata que Odín cambiaba de forma, sino que añade que con
sus hechizos transformaba a sus enemigos en jabalíes. Exactamente lo mismo hace
una bruja, Ljot, en la Saga de Vatnsdal: cuentan que convirtió a Thorsteinn y a
Jökull en jabalíes para que corrieran junto a las bestias salvajes (cap. XXVI): y la
expresión verða at gjalti, o at gjöltum, convertirse en jabalí, se encuentra
frecuentemente en las sagas.

«Después de lo cual, Thorarinn y sus hombres los sorprendieron, y Nagli


encabezaba la marcha; pero en cuanto vio que sacaban las armas, huyó montaña
arriba y se convirtió en jabalí […] Y Thorarinn y sus hombres echaron a correr,
para socorrer a Nagli, por miedo a que cayera de los acantilados al mar» (Saga de
Eyrbyggja, cap. XVIII). Una expresión semejante aparece en la Saga de Gisla
Surssonar, pág. 50. En la Saga de Hrolf Kraki encontramos un troll con forma de
jabalí, al que se le rinden honores divinos; y en la Saga de Kjalnessinga, cap. XV, se
compara a los hombres con jabalíes: «Entonces empezó a pasarles lo que a los
jabalíes cuando luchan entre sí, pues del mismo modo echaban espuma por la
boca». El verdadero significado de verða at gjalti es hallarse en tal estado de terror
que se pierden los sentidos; pero es lo bastante peculiar como para haber dado
lugar a supersticiones.

Me he extendido un poco en los mitos nórdicos relativos a los hombres lobo


y a las transformaciones animales, porque considero que su investigación es de
capital importancia para el esclarecimiento de la verdad que yace en el fondo de la
superstición medieval, y que en ninguna parte es tan accesible como a través de la
literatura nórdica. Como puede verse por los pasajes extensamente citados arriba,
y por el examen de los que han tenido una simple referencia, el resultado obtenido
es bastante concluyente, y se puede resumir en pocas palabras.

Toda la estructura de las fábulas y los cuentos relativos a la transformación


en animales salvajes, descansa simplemente en la siguiente verdad fundamental:
que en las naciones escandinavas existía una forma de locura o posesión, bajo cuya
influencia los hombres se comportaban como si se hubieran convertido en
animales salvajes y feroces, aullando, echando espuma por la boca, sedientos de
sangre y de muerte, dispuestos a cometer cualquier atrocidad, y tan irresponsables
de sus actos como los lobos y los osos con cuyas pieles solían equiparse.

También he señalado el modo en que esta realidad llegó a adornarse con


accesorios sobrenaturales, a saber, el cambio de sentido de la palabra que
designaba la locura, el doble significado de la palabra vargr, y sobre todo, los
hábitos y el aspecto de los maníacos. Veremos ejemplos de la reaparición del furor
berserker en la Edad Media, y más tarde, en nuestra misma época, no
exclusivamente en el norte, sino también en Francia, Alemania e Inglaterra; y en
vez de rechazar los relatos considerados fabulosos por los cronistas, porque
muchas cosas relacionadas con ellos parecen fabulosas, podremos remitirlas a su
verdadero origen.

Se puede admitir como axioma que no hay ninguna superstición aceptada


de forma general que no posea un fundamento de verdad; y si descubrimos que el
mito del hombre lobo está ampliamente extendido, no sólo en Europa, sino en todo
el mundo, podemos estar seguros de que hay un sólido núcleo de realidad, en
torno al cual ha cristalizado la superstición popular; y esa realidad es la existencia
de una clase de locura durante cuyos accesos la persona afectada cree que es un
animal salvaje y actúa como un animal salvaje.

En algunos casos esta locura raya aparentemente en una auténtica posesión,


y los actos diabólicos a los que se ve impelido el poseído son tan espantosos que se
nos hiela la sangre en las venas al leerlos y es imposible recordarlos sin
estremecernos.
CAPÍTULO V

El hombre lobo en la Edad Media

Historias de Olaus Magnus sobre los hombres lobo livonios – Historia del obispo
Majolus – Historia de Albertus Pericoftius – Suceso similar en Praga – San Patricio –
Extraño incidente relatado por Juan de Nüremberg – Bisclaveret – Hombres lobo de
Curlandia – Pierre Vidal – Licántropo de Pavía – Historias de Bodino – Relato de Forestus
sobre un licántropo – Hombre lobo napolitano.

Olaus Magnus refiere que «En Prusia, Livonia y Lituania, aunque los
habitantes sufren bastantes depredaciones de lobos a lo largo del año, durante el
cual estos animales atacan a su ganado y lo dispersan por los bosques, donde como
mínimo se extravía, no lo consideran tan importante como lo que padecen a causa
de hombres que se convierten en lobos.

»En la fiesta de la Natividad de Cristo, por la noche, se reúne una multitud


de hombres transformados en lobos, en un sitio determinado, concertado entre
ellos, y entonces despliegan su furia contra los seres humanos con una ferocidad
asombrosa, y aunque no son animales salvajes, los naturales de esas regiones
sufren más daño de ellos que de los lobos auténticos; porque cuando descubren
una vivienda aislada en la espesura, la asedian atrozmente, y se esfuerzan en
derribar la puerta, y en caso de conseguirlo, devoran a todos los seres humanos y a
todos los animales que encuentran dentro. Irrumpen en la bodega, y vacían los
barriles de cerveza o de aguamiel, y apilan las cubas vacías unas sobre otras en
medio de la cueva, con lo que manifiestan la diferencia entre ellos y los lobos
naturales y auténticos […] Entre Lituania, Livonia y Curlandia se alzan las
murallas de un antiguo castillo en ruinas. En ese lugar se congregan miles de ellos
en ocasiones determinadas, y prueban su agilidad en el salto. Los que no son
capaces de saltar por encima de la muralla, como les suele ocurrir a los gordos, son
azotados y muertos por los capitanes [24]. Olaus refiere también en el capítulo XLVII
la historia de un noble que viajaba por un extenso bosque con algunos labriegos de
su séquito dados a practicar la magia negra. No encontraron alojamiento donde
pasar la noche y tenían mucha hambre. Entonces uno de ellos se ofreció, si los
demás mantenían la boca cerrada sobre el particular, a llevarles un cordero de un
rebaño lejano.

»Conque se internó en lo más profundo del bosque y cambió su forma por la


de un lobo, atacó al rebaño, y llevó a sus compañeros un cordero en la boca. Ellos
lo recibieron con gratitud. Luego volvió a adentrarse en la espesura, y recobró su
forma humana.

La esposa de un noble de Livonia expresó sus dudas a uno de sus siervos


sobre si era posible que un hombre o una mujer cambiaran de forma. El sirviente se
ofreció inmediatamente a demostrarle la posibilidad. Abandonó la estancia, y al
momento se vio a un lobo corriendo por el campo. Los perros lo siguieron, y a
pesar de su resistencia, le sacaron un ojo. Al día siguiente, el siervo se presentó
ante su ama ciego de un ojo.

El obispo Majolus[25] y Caspar Peucer[26] refieren los siguientes hechos de los


livonios:

«El día de Navidad un chico cojo va por el campo llamando a los seguidores
del diablo, que son innumerables, a un cónclave general. Quien se quede atrás o
acuda de mala gana, es azotado por otro con una fusta de hierro hasta que brota
sangre, y deja huellas sangrientas. La forma humana desaparece, y la multitud
entera se convierte en lobos. Se reúnen muchos miles. Delante va el jefe, armado
con la fusta de hierro, y detrás la turba, «firmemente convencidos en su
imaginación de que se han transformado en lobos». Atacan a los hatos de ganado y
a los rebaños de ovejas, pero no tienen poder para matar hombres. Cuando llegan a
un río, el jefe golpea el agua con su látigo y ésta se abre dejando un camino seco en
medio por el que puede pasar la manada. La transformación dura doce días, y al
término de este periodo, la piel de lobo desaparece y vuelve a aparecer la forma
humana. Esta superstición fue expresamente prohibida por la iglesia. “Credidisti,
quod quidam credere solent, ut ilh quaa a vulgo Parcz vocantur, ipsx vel sint vel
possint hoc facere quod creduntur, id est, dum aliquis homo nascitur, et tunc
valeant illum designare ad hoc quod velint, ut quandocinque homo ille voluerit, in
lupum transformari possit, quod vulgaris stultitia werwolf vocat, aut in aliam
aliquam figuram?” Ap. Burchard (d. 1024). De la misma manera predicó San
Bonifacio contra los que creían supersticiosamente en «strigas et fictos lupos».
(Serm. apud Mart. et Durand. IX. 217).
En una disertación de Müller [27], apoyados en la autoridad de Cluverius y
Dannhaverus (Acad. Homilet. pág. II), nos enteramos de que en Moscovia, un tal
Albertus Pericofcius acostumbraba a tiranizar y hostigar a sus súbditos de una
manera muy poco escrupulosa. Una noche en que estaba ausente de su casa, todo
su hato de ganado, conseguido con impuestos, pereció. A su regreso le informaron
de la pérdida, y el malvado estalló en las más horribles blasfemias, exclamando:
«Que coma el que ha matado; si Dios así lo quiere, dejadle que me devore a mí
también».

Mientras hablaba, caían gotas de sangre al suelo, y el noble, transformado en


un perro salvaje, se abalanzó sobre el ganado muerto, desgarró y destrozó los
cuerpos y se puso a devorarlos; probablemente aún siga devorándolos (ac forsan
hodieque pascitur). Su esposa, que estaba a punto de parir, murió de terror. Estos
sucesos no sólo se conocen de oídas, sino que hay testigos oculares. (Non ab auritis
tantum, sed et oculatis accepi, quod narro). Lo mismo se cuenta de un noble de los
alrededores de Praga, que robaba a sus súbditos los bienes y los reducía a la
miseria con los impuestos. Se llevó la última vaca de una pobre viuda con cinco
hijos, pero como si se tratara de una sentencia, murió todo su ganado. Prorrumpió
entonces en espantosos juramentos, y Dios lo transformó en perro: sin embargo,
conservó la cabeza de hombre.

Se dice que San Patricio convirtió en lobo a Vereticus, rey de Gales, y que
San Natalis, abad, anatematizó a una ilustre familia de Irlanda, a consecuencia de
lo cual todos sus miembros, hombres y mujeres, adquirían forma de lobo durante
siete años y vivían en los bosques y recorrían los pantanos aullando lúgubremente
y aplacando el hambre con las ovejas de los campesinos [28]. Según Majolus, un
campesino fue llevado a juicio ante un duque de Prusia, porque había devorado el
ganado de su vecino. Era un tipo de aspecto desagradable, deforme, con grandes
heridas en la cara que le habían causado los mordiscos de los perros cuando tenía
forma de lobo. Se cree que cambiaba de forma dos veces al año, por Navidad y por
San Juan. Decían que mostraba un gran desasosiego y malestar cuando empezaba
a salirle el pelo de lobo y a cambiarle la forma del cuerpo.

Estuvo mucho tiempo en prisión y estrechamente vigilado, no fuera a


convertirse en hombre lobo durante su encierro y tratase de escapar, pero no
sucedió nada extraordinario. Si éste es el mismo individuo que menciona Olaus
Magnus, como parece probable, el desgraciado fue quemado vivo.

Juan de Nüremberg refiere la siguiente historia curiosa [29]: En cierta ocasión,


un sacerdote viajaba por un país desconocido y se extravió en el bosque. Como
viese un fuego, se encaminó hacia allí, y vio a un lobo sentado junto a él. El lobo se
dirigió a él con voz humana, y le pidió que no tuviera miedo, pues «era de la
estirpe de Osiris, de la que un hombre y una mujer habían sido condenados a pasar
determinado número de años con cuerpo de lobo. Sólo al cabo de siete años
podrían regresar a su hogar y recuperar la forma anterior, si continuaban con
vida». Rogó al sacerdote que visitara y consolara a su esposa enferma y que le
diese los últimos sacramentos. Tras unos instantes de duda, el sacerdote accedió,
pero sólo cuando se hubo convencido de que las bestias eran seres humanos, al
observar que el lobo usaba las zarpas delanteras como manos, y que la loba se
quitaba la piel de lobo desde la cabeza hasta el ombligo, mostrando los rasgos de
una anciana.

María de Francia dice en el Lais du Bisclaveret [30]:

Bisclaveret ad nun en Bretan

Garwall l’appelent li Norman.

***

Jadis le poet-hum oir

Et souvent suleit avenir,

Humes plusieurs Garwall deviendrent

E es boscages meisun tindrent.

Hay un interesante trabajo de Rhanaeus, sobre los hombres lobo de


Curlandia, en el Breslauer Sammlung[31]. El autor dice: «Hay abundantes ejemplos
procedentes no ya de simples rumores, sino basados en pruebas indiscutibles,
como para que pongamos en duda el hecho de que Satanás —si no negamos que
tal ser existe y que tiene su obra en los hijos de la noche— envuelve a los
licántropos en su red de tres maneras:

«1. Realizan como lobos ciertas acciones, como atrapar ovejas, o destrozar
ganado, etc., no transformados en lobos, cosa que no hay hombre de ciencia en
Curlandia que crea, sino con forma humana, y con sus extremidades humanas,
aunque en tal estado de fantasía y alucinación, que creen haberse transformado en
lobos, y así los ven otros que sufren las mismas alucinaciones, y de esta manera
corre esta gente en manada como lobos, aunque no son auténticos lobos.
»2. Imaginan, profundamente dormidos o en sueños, que causan daño el
ganado, y esto sin moverse del lecho; pero es su amo el que hace, en su lugar, lo
que su imaginación le indica o sugiere.

»3. El maligno induce a los lobos naturales a realizar alguna acción, y


entonces se la representa tan bien al durmiente, que no se mueve de su sitio, tanto
en sueños como despierto, que cree haber sido él mismo quien la ha cometido».

Rhanæus, bajo estos encabezamientos, narra tres historias que él cree saber
de fuentes fidedignas. La primera es sobre un caballero que iba de viaje, cuando se
topó con un lobo en el momento en que éste se apoderaba de una oveja de su
propio rebaño; le disparó y lo hirió, y el lobo huyó aullando a la espesura. Cuando
el caballero regresó de su expedición encontró a todo el vecindario convencido de
que, tal día y a tal hora, había disparado contra uno de sus arrendatarios, Mickel,
un tabernero. En el interrogatorio, la esposa del hombre, llamada Lebba, refirió los
siguientes hechos: cuando el marido terminó de sembrar el centeno, consultó con
su esposa la forma de conseguir carne para celebrar un buen banquete. La mujer le
insistió en que de ninguna manera robara ganado a su arrendador, porque lo
guardaban unos perros feroces. Sin embargo, Mickel no le hizo caso y atacó a la
oveja del arrendador, pero se hizo daño y volvió cojeando a casa; y enfurecido por
su fracasado intento, se arrojó sobre su propio caballo y le mordió el cuello de
parte a parte. Esto ocurrió en 1684.

En 1684 iba un hombre a disparar contra una manada de lobos cuando oyó
entre el grupo una voz que exclamaba: «¡Compadre! ¡Compadre! ¡No dispares! No
saldrá nada bueno de ello».

El tercer relato es como sigue: un licántropo fue llevado ante el juez y


acusado de brujería, pero como no se pudo probar nada contra él, el juez mandó a
uno de sus aldeanos que visitara al hombre en la prisión y le sacara la verdad, y
persuadiese al prisionero de que le ayudara a vengarse de otro aldeano que le
había perjudicado; y esto había de llevarse a cabo sacrificando una de las vacas del
hombre; pero el campesino debía pedir al prisionero que lo hiciera en secreto y si
era posible, disfrazado de lobo. El aldeano asumió el encargo, pero le costó mucho
convencer al prisionero de que accediera a sus deseos: finalmente, sin embargo, lo
consiguió. A la mañana siguiente hallaron a la vaca en el establo terriblemente
mutilada, pero el prisionero no había abandonado su celda: el vigilante que habían
destinado para observarlo, declaró que había pasado la noche sumido en un sueño
profundo y que sólo en una ocasión había hecho un ligero movimiento con la
cabeza, las manos y los pies.
Wierius y Forestus, apoyándose en la autoridad de Gulielmus Brabantinus,
cuentan que un hombre de elevada posición había sido tan poseído por el maligno
que a lo largo del año caía a menudo en un estado en el que creía convertirse en
lobo, y durante ese tiempo vagaba por los bosques e intentaba raptar y devorar
niños, pero al final, gracias a Dios, recuperó el juicio.

Sin duda el famoso Pierre Vidal, el don Quijote de los trovadores


provenzales, debió de padecer un atisbo de esta locura cuando, al enamorarse de
una dama de Carcasona llamada Loba, su excesiva pasión le hizo ir por el país
aullando como un lobo y comportándose más como un animal irracional que como
un hombre racional.

Celebró su locura lobuna en el poema A tal Donna[32]:

Coronado de goces inmortales me elevo

sobre los más orgullosos emperadores,

porque he sido honrado con el amor

de la blanca hija de un conde.

Una cinta de la mano de Na Raymbauda

vale más para mí que toda la tierra

de Ricardo, con su Poitou,

su rica Touraine y la afamada Anjou.

Cuando la muchedumbre me llama loup-garou,

cuando los pastores me tildan de vagabundo,

me persiguen y además me pegan,

ni por un momento me enojo;

no busco palacios ni mansiones,

ni refugio cuando llega el invierno;


expuesto a los vientos y a las nocturnas heladas,

mi alma se extasía de gozo.

Pretendo a mi Loba, tan divina:

y justamente es esa demanda la que prefiere,

pues, por mi honor, mi vida es suya,

más que de otros, más que mía.

Job Fincelius[33] narra la triste historia de un granjero de Pavía, que atacó


como lobo a muchos hombres en campo abierto y los descuartizó. Después de
muchas dificultades, el maníaco fue capturado, y entonces aseguró a sus captores
que la única diferencia que había entre él y un lobo verdadero era que la piel de un
lobo verdadero crecía hacia fuera, mientras que en él crecía hacia dentro. A fin de
probar esta afirmación, los magistrados, sin duda lobos más crueles y sedientos de
sangre, le cortaron los brazos y las piernas; el pobre desgraciado murió a causa de
la mutilación. Esto sucedió en 1541. La idea de la piel invertida es muy antigua:
versipellis aparece como vituperio en Petronio, Lucilio y Plauto, y es semejante al
nórdico hamrammr.

Fincelius cuenta también que en 1542 había tal cantidad de hombres lobo en
los alrededores de Constantinopla que el emperador salió de la ciudad
acompañado de su guardia para infligirles un severo castigo, y mató a ciento
cincuenta.

Spranger habla de tres damas jóvenes que con forma de gatos atacaron a un
labrador, y él las hirió. A la mañana siguiente las encontraron sangrando en la
cama.

Majolus cuenta que un hombre aquejado de licantropía fue conducido ante


Pomponatius. El infeliz se había escondido en el heno, y cuando la gente se acercó,
les gritó que huyeran, que era un hombre lobo y los destrozaría. Los labriegos
querían desollarlo para ver si le crecía el pelo hacia dentro, pero Pomponatius lo
rescató y lo curó.

Bodino cuenta algunas historias de hombres lobo de buena fuente; por


cierto, es una lástima que las buenas fuentes de Bodino fueran falsas, menos ésta.
Dice que Bourdin, procurador general del rey, le aseguró que había disparado
contra un lobo, y que le había clavado la flecha en el muslo. Pocas horas después;
encontraron la flecha en el muslo de un hombre que estaba en la cama. En Vernon,
hacia el año 1566, se reunía gran cantidad de brujas y de brujos en forma de gatos.
Cuatro o cinco hombres fueron atacados en un lugar solitario por varios de estos
animales. Los hombres les hicieron frente con el mayor heroísmo, y lograron matar
alguna gata y herir muchas más. Al día siguiente se encontraron varias mujeres
heridas en la ciudad, quienes dieron al juez información precisa sobre todos los
acontecimientos relacionados con sus heridas.

Bodino cita a Pierre Marner, autor de un tratado sobre hechiceros, por haber
presenciado en Saboya la transformación de hombres en lobos. Nynauld [34] cuenta
que en un pueblo suizo, cerca de Lucerna, un campesino fue atacado por un lobo
mientras estaba cortando leña; se defendió y le arrancó una pata al animal. En el
momento en que empezó a brotar la sangre, la forma del lobo cambió, y vio que
era una mujer sin un brazo. Fue quemada viva.

Una prueba de que un animal es una bruja transformada es cuando se ve


que no tiene rabo. Cuando el diablo adopta forma humana, sin embargo, conserva
las pezuñas de sátiro, como prueba por la que puede ser reconocido. Por tanto hay
que evitar a los animales que carecen de apéndice caudal, ya que son brujas
disfrazadas. Los Thingwald tratarían el caso de los gatos de la isla de Mann en su
siguiente asamblea.

Forestus, en el capítulo sobre las enfermedades del cerebro, cuenta un hecho


que observó directamente, a mediados del siglo XVI, en Alcmaar, en los Países
Bajos. Un campesino sufría todas las primaveras un ataque de locura; enajenado,
corría al camposanto, entraba en la iglesia, saltaba por encima de los bancos,
bailaba, se enfurecía; subía, bajaba y no paraba. Llevaba una larga vara en la mano
con la que espantaba a los perros que lo perseguían y lo herían, de manera que
tenía los muslos cubiertos de cicatrices. Tenía la cara pálida, los ojos
profundamente hundidos en las cuencas. Forestus afirma que el hombre era un
licántropo, pero no dice que el infeliz creyera que se transformaba en lobo. Sin
embargo, en relación con este caso, menciona a un noble español que creía haberse
convertido en oso y vagaba furioso por los bosques.

Donatus de Altomare[35] asegura que vio a un hombre en las calles de


Nápoles, rodeado por un círculo de gente, que en su frenesí de lobo había
desenterrado un cadáver y llevaba una pierna al hombro. Esto ocurrió a mediados
del siglo XVI.
CAPÍTULO VI

Un capítulo de horrores

Pierre Bourgot y Michel Verdung – El ermitaño de Saint Bonnot – La familia


Gandillon – Thievenne Paget – El sastre de Châlons – Roulet.

En diciembre de 1521, el Inquisidor general de la diócesis de Besançon,


llamado Boin, se enteró de un caso de una naturaleza tan terrible como para
producir una profunda alarma en el vecindario. Dos hombres fueron acusados de
brujería y canibalismo. Sus nombres eran Pierre Bourgot, o Pedro el Grande, como
le apodaban por su estatura, y Michel Verdung. Pedro no estuvo mucho tiempo
sometido a interrogatorio antes de hacer voluntariamente una confesión completa
de sus crímenes. Fue la siguiente:

Cuanto contaba unos diecinueve años, el día de mercado de Año Nuevo en


Poligny, estalló una terrible tormenta en el campo, y uno de los daños que
ocasionó fue que dispersó el rebaño de Pedro. «En vano», dijo el prisionero, «me
esforcé, con otros campesinos, en encontrar las ovejas y reunirlas. Las busqué por
todas partes.

»Entonces aparecieron tres jinetes negros, y el último me dijo: “¿Adónde


vas? ¿Tienes algún problema?”

»Le conté mi desgracia con el rebaño. Me pidió que levantara el ánimo y me


prometió que en adelante su amo se haría cargo de mi rebaño y lo protegería, si yo
depositaba mi confianza en él. También me dijo que muy pronto encontraría a mis
ovejas descarriadas, y prometió suministrarme dinero. Acordamos volver a vernos
al cabo de cuatro o cinco días. Poco después encontré mi rebaño reunido. En el
segundo encuentro, me enteré de que el desconocido era un sirviente del diablo.
Renegué de Dios y de Nuestra Señora y de todos los santos y moradores del
Paraíso. Renuncié al cristianismo, besé su mano izquierda, que era negra y fría
como la de un cadáver. Después me arrodillé y rendí homenaje a Satanás.
Permanecí al servicio del diablo durante dos años, y nunca entré en una iglesia
antes de que hubiese terminado la misa, o en cualquier caso, hasta que hubieran
asperjado con agua bendita, de acuerdo con el deseo de mi amo, cuyo nombre supe
después que era Moyset.

»Se me quitó toda preocupación respecto a mi rebaño, dado que el diablo se


encargaba de protegerlo y mantenerlo alejado de los lobos.

»El verme liberado de su cuidado, sin embargo, hizo que empezara a


cansarme del servicio del diablo, y volví a acudir a la iglesia, hasta que Michel
Verdung me devolvió a la obediencia del maligno; entonces renové el pacto a
condición de que me suministrase dinero.

»En un bosque cercano a Chastel Charnon nos reuníamos con muchos otros
a los que no conocía; bailábamos, y todos, hombres y mujeres, llevábamos en la
mano una antorcha verde con una llama azul. Todavía con la falsa ilusión de que
obtendría dinero, Michel me persuadió de que me moviera con la mayor celeridad
para lo cual, después de desnudarme, me frotó con un ungüento; y entonces creí
que me había transformado en lobo. Al principio me asustaron un poco mis cuatro
zarpas de lobo y la piel que de repente me había cubierto por completo, pero
descubrí que ahora podía correr a la velocidad del viento. Esto no podría haber
sucedido sin la ayuda de nuestro poderoso amo, que estuvo presente durante
nuestra excursión, aunque no me di cuenta hasta que recupere la forma humana.
Michel hizo lo mismo que yo.

»Cuando llevábamos una o dos horas en este estado de metamorfosis,


Michel volvió a untarnos y, rápidos como el pensamiento, recobramos la forma
humana. El ungüento nos lo habían dado nuestros amos; a mí me lo dio Moyset, a
Michel su amo, Guillemin».

Pierre declaró que no había notado cansancio tras las excursiones, aunque el
juez le preguntó en concreto si tras el excepcional esfuerzo había sentido esa
postración de la que se quejan habitualmente las brujas. El agotamiento a
consecuencia de la incursión de un hombre lobo era ciertamente tan grande que el
licántropo se veía obligado con frecuencia a permanecer en la cama durante días, y
a duras penas podía mover las manos o los pies, igual que los berserker y los ham
rammir nórdicos se quedaban completamente postrados una vez pasado el ataque.

En una de sus incursiones de hombre lobo, Pierre agredió con los dientes a
un niño de seis o siete años, con intención de destrozarlo y devorarlo, pero el chico
gritó tan fuerte que se vio obligado a batirse en retirada hacia sus ropas, y a
untarse de nuevo para recuperar su cuerpo y evitar que lo descubrieran. Él y
Michel, sin embargo, descuartizaron en una ocasión a una mujer que estaba
recolectando guisantes; y atacaron y mataron a un tal M. de Chusnée, que acudió
en su auxilio.

En otra ocasión atacaron a una niña de cuatro años, y se la comieron toda,


excepto un brazo. Michel la reputó como la carne más deliciosa.

A otra niña la estrangularon y se bebieron su sangre. De una tercera sólo se


comieron parte del vientre. Una tarde, al anochecer, Pierre saltó la tapia de un
jardín y se abalanzó sobre una muchachita de nueve años, ocupada en limpiar de
hierbas los parterres. La niña cayó de rodillas y suplicó a Pierre que no le hiciera
daño; pero él le partió el cuello y dejó el cadáver tirado entre las flores. Esta vez
parece que no había adoptado la forma de lobo. Atacó a una cabra que encontró en
las tierras de Pierre Lerugen, y le mordió el cuello, pero la mató con un cuchillo.

Michel se transformaba en lobo vestido, pero Pierre necesitaba quitarse la


ropa, y la metamorfosis no se producía a menos que estuviera completamente
desnudo.

Fue incapaz de informar sobre la manera en que le desaparecía el pelo


cuando recobraba su estado natural.

Las declaraciones de Pierre Bourgot fueron totalmente corroboradas por


Michel Verdung.

A comienzos del otoño de 1573, el Tribunal del Parlamento de Dôle autorizó


a los campesinos del vecindario a dar caza a los hombres lobo que infestaban la
comarca. La autorización decía lo siguiente: «De acuerdo con el anuncio del
soberano Tribunal de la Corte de Dôle de que en los distritos de Espagny,
Salvange, Courchapon, y pueblos colindantes, se ha visto y encontrado
frecuentemente desde hace algún tiempo un hombre lobo que, según dicen, ha
cogido y se ha llevado a varios niños, que no han vuelto a ser vistos desde
entonces, y ha atacado y causado daño en la comarca a algunos jinetes, que sólo
con gran dificultad y peligro de sus personas lo han mantenido alejado: dicho
Tribunal, deseando prevenir un peligro mayor, ha permitido y permite, a quienes
residen y moran en dichos lugares o en otros, que, a pesar de todos los edictos
concernientes a la caza, se armen con picas, alabardas, arcabuces y palos para dar
caza y perseguir a dicho hombre lobo; y que en cualquier lugar donde puedan
encontrarlo o prenderlo, lo encadenen y le den muerte, sin incurrir en pena o
castigo alguno […] Dado en la reunión de dicho Tribunal, el decimotercer día del
mes de Septiembre del año de 1573». Pasó algún tiempo, no obstante, antes de que
fuese atrapado el loup-garou.

En un lugar apartado cerca de Amanges, medio oculta entre árboles, había


una choza toscamente construida; tenía el suelo de turba y las paredes parcheadas
con liquen. El jardín de esta casucha se había echado a perder, y la valla que la
rodeaba estaba rota. Como la choza estaba lejos de todo camino, y sólo se podía
llegar a ella por un sendero que cruzaba el páramo y atravesaba el bosque, era
visitada raras veces, y la pareja que la habitaba no era de las que hacen muchas
amistades. El hombre, Gilles Garnier, era un individuo sombrío, de aspecto
enfermizo, que andaba encorvado, y cuyo pálido rostro, tez lívida y ojos hundidos
bajo un par de cejas gruesas y pobladas que se juntaban en el entrecejo, bastaba
para disuadir a cualquiera de tratarse con él. Gilles hablaba muy poco, y cuando lo
hacía era en el patois más cerrado de la comarca. Su larga barba gris y sus
costumbres reservadas le valieron el nombre de ermitaño de Saint Bonnot, a pesar
de que nadie le atribuyera ni por un instante una pizca de santidad.

Parece que durante algún tiempo no recayó sobre el ermitaño sospecha


alguna, pero un día, unos aldeanos de Ghastenoy que volvían a casa del trabajo
atravesando el bosque, oyeron gritos de un niño y el profundo aullido de un lobo;
y al correr en la dirección de donde procedían los gritos, descubrieron a una niña
defendiéndose de un ser monstruoso que la atacaba con dientes y garras y que ya
la había herido en cinco sitios. En cuanto llegaron los aldeanos, el ser se escabulló a
gatas entre las sombras de la espesura; estaba tan oscuro que no lo pudieron
identificar con certeza, y mientras unos afirmaban que era un lobo, otros creían
haber reconocido los rasgos del ermitaño. Esto ocurrió el ocho de noviembre.

El catorce de noviembre desapareció un niño de diez años, que fue visto por
última vez a poca distancia de las puertas de Dôle.

Esta vez el ermitaño de Saint Bonnot fue detenido y conducido a juicio a


Dôle, en el que a él y a su esposa les arrancaron la siguiente prueba, que fue
corroborada en muchos detalles por testigos:

El último día de las fiestas de San Miguel, a una milla de Dôle, en la granja
de Georges, terreno perteneciente a Chastenoy cercano al bosque de La Serre,
Gilles Garnier atacó en forma de lobo a una niña de diez o doce años; la mató con
las garras y los dientes; después se la llevó al bosque, la desnudó, se comió la carne
de las piernas y los brazos y disfrutó tanto de la comida que, movido por el afecto
conyugal, se llevó algo de carne a casa, para su esposa Apolline.

Ocho días después de la fiesta de Todos los Santos, de nuevo en forma de


hombre lobo, cogió a otra niña cerca de la pradera de La Pouppe, de la comarca de
Authume y Chastenoy, y estaba a punto de matarla y devorarla cuando llegaron
tres personas y se vio obligado a escapar. Catorce días después de Todos los
Santos, también como lobo, atacó a un chico de diez años, a una milla de Dôle,
entre Gredisans y Menoté, y lo estranguló. En esa ocasión devoró toda la carne de
las piernas y los brazos y gran parte de la barriga; una de las piernas la había
arrancado completamente del tronco con los colmillos.

El viernes anterior a la última fiesta de san Bartolomé, capturó a un chico de


doce o trece años, al pie de un gran peral junto al bosque del pueblo de Perrouze, y
se lo llevó a la espesura y lo asesinó con intención de comérselo, igual que se había
comido a los demás niños; pero la proximidad de unos hombres le impidió llevarla
a cabo. Pero el chico había muerto, y los hombres que acudieron declararon que
Gilles tenía apariencia humana, no de lobo. El ermitaño de Saint Bonnot fue
condenado a ser arrastrado hasta el lugar de la ejecución pública, y quemado vivo,
sentencia que se cumplió rigurosamente.

En este ejemplo el pobre loco estaba plenamente convencido de que su


transformación en lobo era real; en otros aspectos era al parecer completamente
cuerdo, y muy consciente de las acciones que había cometido.

Llegamos ahora a un caso más notable: el padecimiento de esta misma clase


de locura por una familia entera. Nuestra información procede del Discours de
Sorciers, de Boguet (1603 -1610).

Pernette Gandillon era una pobre muchacha del Jura, que en 1598 corría por
el campo a cuatro patas, creyendo ser un lobo. Un día en que corría por la comarca
en un acceso de locura licantrópica, atacó a dos niños que estaban recogiendo
fresas silvestres. Dominada por un súbito deseo de sangre, se lanzó sobre la niña, y
la habría abatido de no ser porque su hermano, un chiquillo de cuatro años, la
defendió valerosamente con un cuchillo. Pernette, sin embargo, arrancó el cuchillo
de su diminuta mano, lo derribó y lo degolló con él, de modo que murió de la
herida. El pueblo, horrorizado y lleno de rabia, despedazó a Pernette.

Inmediatamente después, Pierre, hermano de Pernette Gandillon, fue


acusado de brujería. Se le imputó haber llevado niños al aquelarre, haber hecho
granizar, y recorrer la comarca en forma de lobo. La transformación se efectuaba
mediante un ungüento que había recibido del demonio. En una ocasión, adoptó
forma de liebre, pero por lo general, su apariencia era de lobo, y se le cubría la piel
de greñas de pelo gris. Reconoció sin reserva que los cargos contra él estaban bien
fundados, y admitió que durante los periodos de transformación había atacado y
devorado tanto animales como seres humanos. Cuando quería recuperar su
verdadera forma, se revolcaba en la hierba cubierta de rocío. Su hijo Georges
aseguró que él también se había ungido con el ungüento, y había acudido al
aquelarre en forma de lobo. Según su propio testimonio, había atacado a dos
cabras en una de sus incursiones.

Una noche de Jueves Santo, estuvo durante tres horas en estado cataléptico,
pasadas las cuales saltó de la cama. Durante ese tiempo asistió al aquelarre de las
brujas en forma de lobo.

Su hermana Antoinette confesó que había hecho granizar, y que se había


vendido al diablo, el cual se le había aparecido en forma de macho cabrío. Había
participado en aquelarres en tres ocasiones.

En la cárcel, Pierre y Georges se comportaron como enfermos mentales,


corriendo por la celda a cuatro patas y aullando lúgubremente. Tenían el rostro, los
brazos y las piernas terriblemente marcados por las heridas que les habían causado
los perros durante sus incursiones. Boguet informa de que no sufrieron
transformaciones debido a que no tenían los ungüentos necesarios.

Los tres, Pierre, Georges y Antoinette, fueron ahorcados y quemados.

Thievenne Paget, que era inequívocamente una bruja, se transformaba


también a menudo en loba, según confesión propia, en cuya condición había
acompañado con frecuencia al diablo por montañas y valles, matando ganado y
atacando a niños y devorándolos. Lo mismo puede decirse de Clauda Isan Prost,
mujer coja, Clauda Isan Guillaume e Isan Roquet, quienes confesaron haber
asesinado a cinco niños.

El 14 de diciembre del mismo año en que ejecutaron a la familia Gandillon


(1598), un sastre de Châlons fue condenado a la hoguera por el Parlamento de
París por licantropía. El miserable había atraído a niños con señuelos a su tienda, o
los había atacado en el crepúsculo cuando se extraviaron en el bosque, los había
destrozado con los dientes, y asesinado, tras lo cual parece que había aderezado
tranquilamente su carne como un alimento corriente, y la había comido con gran
deleite. Se desconoce el número de pequeños inocentes a los que mató. En su casa
descubrieron un tonel lleno de huesos. El hombre era reincidente, y los detalles de
su juicio contenían tantos horrores y abominaciones de todo tipo que los jueces
ordenaron quemar los documentos.

También en 1598, año memorable en los anales de la licantropía, tuvo lugar


un juicio en Angers, cuyos detalles son espantosos.

En un lugar agreste y poco frecuentado próximo a Caude, unos campesinos


tropezaron un día con el cadáver de un chico de quince años, horriblemente
mutilado y cubierto de sangre. Al acercarse los hombres, dos lobos que estaban
desgarrando el cuerpo, salieron huyendo hacia la espesura. Los campesinos
emprendieron inmediatamente la caza, siguiendo los rastros de sangre, hasta que
los perdieron; se agacharon entre los arbustos, con los dientes castañeteándoles de
miedo, y encontraron a un hombre medio desnudo, con el cabello y la barba largos,
y las manos teñidas de sangre. Tenía las uñas largas como garras y llenas de
coágulos de sangre reciente y de restos de carne humana.

Éste es uno de los casos más curiosos y extraños que han llegado hasta
nosotros.

El desgraciado, de nombre Roulet, declaró espontáneamente que había


atacado al chico y lo había matado asfixiándolo, y que la llegada de los hombres al
lugar le había impedido devorarlo por completo.

Se puso de manifiesto en la investigación que Roulet era un mendigo que iba


de casa en casa, en la más abyecta pobreza. Sus compañeros de mendicidad eran su
hermano Jean y su primo Julien. Había recibido albergue por caridad en un pueblo
cercano, pero antes de su apresamiento había estado ausente ocho días.

Ante los jueces, Roulet reconoció que era capaz de convertirse en lobo
gracias a un ungüento que le habían dado sus padres. Al preguntarle por los dos
lobos que fueron vistos abandonando el cadáver, dijo que sabía perfectamente
quiénes eran, porque eran sus compañeros Jean y Julien, que estaban en posesión
de su mismo secreto. Le mostraron la ropa que llevaba el día de su captura, y la
reconoció inmediatamente; describió al chico al que había asesinado, dio
correctamente los datos, indicó el lugar exacto donde se había cometido la acción, y
reconoció al padre del muchacho como el hombre que acudió en primer lugar
cuando se oyeron los gritos del chico. En prisión, Roulet se comportó como un
idiota. Cuando fue detenido, tenía el estómago hinchado y duro; en la cárcel una
tarde se bebió un cubo entero de agua, y desde entonces se negó a comer o beber.

En la investigación sus padres demostraron que eran personas respetables y


piadosas, y probaron que su hermano Jean y su primo Julien habían estado
ocupados lejos el día de la captura de Roulet.

—¿Cómo te llamas y cual es tu condición? —preguntó el juez, Pierre


Hérault.

—Me llamo Jacques Roulet, tengo treinta y cinco años; soy pobre y mendigo.

—¿De qué se te acusa?

—De ser ladrón… de haber ofendido a Dios. Mis padres me dieron un


ungüento; yo no conozco su composición.

—Cuando te untas ese ungüento, ¿te conviertes en lobo?

—No; pero por eso maté y devoré al chico de Cornier: yo era un lobo.

—¿Ibas vestido de lobo?

—Iba vestido como ahora. Tenía las manos y la cara ensangrentadas porque
había estado comiendo la carne de ese chico.

—¿Se convierten tus manos y tus pies en zarpas de lobo?

—Sí.

—¿Se convierte tu cabeza en la de un lobo, se te agranda la boca?

—No sé cómo tenía la cabeza en aquel momento. Usé mis dientes; mi cabeza
era como es hoy. He herido y comido a muchos otros niños; también he asistido al
aquelarre.

El lieutenant criminel condenó a muerte a Roulet. Sin embargo, él apeló al


Parlamento de París; y éste decidió que, como había más locura que maldad y
brujería en el pobre idiota, la condena a muerte debía ser conmutada por dos años
de reclusión en un manicomio, donde se le instruiría en el conocimiento de Dios,
de quien se había olvidado en su absoluta pobreza[36].
CAPÍTULO VII

Jean Grenier

En las Dunas – Un lobo ataca a Marguerite Poirier – Jean Grenier es llevado a


juicio – Sus confesiones – Se prueban los cargos de canibalismo – La sentencia – Conducta
en el Monasterio – Visita de Del’ancre.

Una agradable tarde de primavera, unas muchachas del pueblo


apacentaban a sus ovejas en las dunas de arena que se interponen entre los vastos
bosques de pinos que cubren la mayor parte del actual departamento de las
Landas del sur de Francia y el mar.

El brillo del cielo, el frescor del aire que soplaba desde el chispeante azul del
golfo de Vizcaya, el zumbido o canción del viento que componía una dulce música
entre los pinos que se alzaban como una ola verde por el este, la belleza de las
colinas de arena moteadas de cistus amarillos, o remendadas con gencianas azules,
junto a la Gremille couchée de escaso crecimiento, el encanto de las orillas del
bosque, pintadas con los diversos colores del follaje de los alcornoques, pinos y
acacias, estas últimas en plena floración, con un montón de flores rosa o níveas…
todo contribuía a llenar de gozo a las jóvenes campesinas y a hacer que sus voces
se elevaran en canciones y risas que sonaban alegremente por encima de las
colinas, y atravesaban las oscuras avenidas de árboles de hoja perenne.

Aquí les atraía la atención una espléndida mariposa, allí pasaba una
bandada de codornices en vuelo rasante.

—¡Ah! —exclamó Jacqueline Auzun—, ah, si tuviera mis zancos y palos,


abatiría a esos pajaritos, y tendríamos una cena estupenda.

—¡Sí, así entrasen volando en la boca ya guisados, como hacen en el


extranjero! —dijo otra muchacha.
—¿Tenéis ropa nueva para la fiesta de San Juan? —preguntó una tercera—;
mi madre ha ahorrado para comprarme una elegante cofia con cintas doradas.

—¡Le vais a trastornar el juicio a Etienne entre las dos, Annette! —dijo
Jeanne Gaboriant—. Pero ¿qué les pasa a las ovejas?

Lo preguntaba porque el rebaño que había estado ramoneando


tranquilamente delante de ellas, al llegar a una pequeña depresión de la dune,
había salido huyendo como asustado por algo. Al mismo tiempo, uno de los perros
empezó a gruñir y a enseñar los colmillos.

Las muchachas corrieron al lugar, y vieron un pequeño desnivel del terreno


en el que había un chico de trece años sentado en un tronco de abeto. El aspecto del
muchacho era extraño. El cabello, de un rojo leonado, espeso y enmarañado, le caía
sobre los hombros y le cubría por completo la estrecha frente. Sus ojillos de color
gris pálido centelleaban con una expresión de horrible ferocidad y astucia, desde
unas cuencas profundamente hundidas. Tenía la tez aceitunada; los dientes eran
fuertes y blancos, y los caninos le sobresalían sobre el labio inferior cuando tenía la
boca cerrada. Las manos del chico eran grandes y poderosas, las uñas negras y
puntiagudas como garras de ave. Iba mal vestido, y parecía encontrarse en la más
abyecta pobreza. Las pocas prendas que llevaba puestas estaban hechas jirones, y a
través de los desgarrones se veía perfectamente la delgadez de sus miembros.

Las muchachas se quedaron mirándolo, medio asustadas y muy


sorprendidas, pero el chico no dio muestras de asombro. Su rostro se relajó en una
risita horrible, que enseñó una fila completa de brillantes colmillos blancos.

—Bueno, niñas mías —dijo con voz áspera—, me gustaría saber cuál de
vosotras es la más guapa. ¿Podéis decidirlo vosotras?

—¿Para qué quieres saberlo? —preguntó Jeanne Gaboriant, la mayor de las


muchachas, de dieciocho años, que asumió el papel de portavoz de las demás.

—Porque me casaré con la más guapa —fue la respuesta.

—¡Ah! —dijo Jeanne en broma—; eso será si ella quiere, que no es muy
probable, ya que ninguna de nosotras te conoce ni sabe nada de ti.

—Soy hijo de un sacerdote —replicó el chico brevemente.

—¿Es por eso por lo que estás tan manchado y negro?


—No, soy de color oscuro porque a veces llevo una piel de lobo.

—¿Una piel de lobo? —repitió la muchacha—; bueno, y ¿quién te la ha


dado?

—Uno que se llama Pierre Labourant.

—No hay nadie con ese nombre por aquí. ¿Dónde vive?

Del extraño chico brotó con diabólica alegría una explosión de risa mezclada
con aullidos, que se quebró en un extraño gorgoteo.

Las niñas retrocedieron, y la más joven se refugió detrás de Jeanne.

—¿Queréis conocer a Pierre Labourant, mozas? Pues es un hombre con una


cadena de hierro alrededor del cuello, que se dedica a morder. ¿Queréis saber
dónde vive, mozas? ¡Ja! En un lugar de oscuridad y fuego, donde hay muchos
compañeros, unos sentados en asientos de hierro, ardiendo, ardiendo; otros
tendidos en camas incandescentes, también ardiendo. Unos arrojan hombres a las
brasas, otros asan hombres ante llamas furiosas, y otros los echan a calderos de
fuego líquido.

Las muchachas se estremecieron y se miraron unas a otras con rostros


asustados, y a continuación se volvieron hacia el ser espantoso acurrucado ante
ellas.

—¿Queréis saber algo de la capa de piel de lobo? —continuó—. Me la ha


dado Pierre Labourant; me cubre con ella, y todos los lunes, viernes y domingos, y
los demás días durante cerca de una hora al oscurecer, soy un lobo, un hombre
lobo. He matado perros y he bebido su sangre; pero las niñas saben mejor, tienen la
carne tierna y fresca, y la sangre rica y caliente. He comido muchas doncellas, en
mis correrías con nueve compañeros. ¡Soy un hombre lobo! ¡Ah, ja! ¡Si el sol
estuviera en el ocaso, caería rápidamente sobre una de vosotras y me la comería! —
Volvió a estallar en uno de sus terribles paroxismos de risa, y las muchachas,
incapaces de soportarlo más tiempo, huyeron precipitadamente.

Cerca del pueblo de S. Antoine de Pizon, una niña llamada Marguerite


Poitier, de trece años, acostumbraba apacentar sus ovejas en compañía de un zagal
de la misma edad que se llamaba Jean Grenier. El mismo zagal a quien había
interrogado Jeanne Gaboriant.
La niña se quejaba a menudo a sus padres de la conducta del chico: decía
que la asustaba con historias horribles; pero ni su padre ni su madre le hacían
mucho caso, hasta que un día volvió a casa antes delo habitual, tan asustada que
había abandonado el rebaño. Los padres entonces se hicieron cargo del asunto y lo
investigaron. Su historia es la siguiente:

Jean solía decirle que había vendido su alma al diablo y que había adquirido
el poder de recorrer la comarca de noche, y a veces en pleno día, en forma de lobo.
Le aseguraba que había matado y devorado muchos perros, pero que encontraba
su carne menos apetitosa que la carne de las niñas, que consideraba un manjar
exquisito. Le dijo que la había probado con frecuencia, pero sólo especificó dos
ocasiones: en una comió todo lo que pudo, y arrojó el resto a un lobo, que se había
acercado durante la comida. En la otra ocasión mató a dentelladas a otra niña,
lamió su sangre y como esa vez estaba hambriento, la devoró entera, excepto los
brazos y los hombros.

La niña contó a sus padres, el día en que llegó a su casa presa de terror, que
había llevado a las ovejas como de costumbre, pero que Grenier no estaba. Al oír
un crujido entre los arbustos, miró a su alrededor, y un animal salvaje saltó sobre
ella y le desgarró la ropa por el lado izquierdo con sus afilados colmillos. Añadió
que se había defendido con fuerza con el cayado y había rechazado a aquel ser.
Entonces él retrocedió unos pasos y se sentó sobre sus patas traseras, como un
perro cuando mendiga, y la miró con tal expresión de rabia que huyó llena de
pavor. Describió al animal como parecido a un lobo pero más bajo y robusto; tenía
el pelo rojo, el rabo corto, y la cabeza más pequeña que la de un lobo auténtico.

La declaración de la niña causó una consternación general en la parroquia.


Era bien sabido que recientemente habían desaparecido varias niñas de forma
misteriosa, y los padres de las pequeñas estaban angustiados de terror, porque
temían que sus hijas hubieran sido víctimas del miserable muchacho acusado por
Marguerite Poirier. El caso estaba ahora en manos de las autoridades y lo habían
llevado al parlamento de Burdeos.

La investigación que siguió fue todo lo completa que se podía desear.

Jean Grenier era hijo de un pobre labrador del pueblo de S. Antoine de


Pizon, y no hijo de un sacerdote, como había asegurado. Tres meses antes de su
detención se había ido de su casa y había estado con varios patronos haciendo
trabajos eventuales, o vagando por la comarca pidiendo limosna. Varias veces le
encargaron que cuidase rebaños pertenecientes a granjeros y a menudo fue
despedido por descuidar sus obligaciones. El zagal no se mostró renuente en
contar cuanto sabía de sí mismo, sus declaraciones fueron comprobadas una a una,
y se confirmó que muchas eran ciertas. La historia que relató de sí mismo ante el
tribunal fue la siguiente:

«Cuando yo tenía diez u once años, mi vecino Duthillaire me presentó, en lo


más profundo del bosque, a M. de la Forest, un hombre negro, que me marcó con
la uña, y después me dio un ungüento y una piel de lobo. Desde entonces recorro
la comarca como un lobo.

»La acusación de Marguerite Poirier es exacta. Mi intención era matarla y


devorarla, pero ella me mantuvo a raya con un palo. Sólo he matado un perro, uno
blanco, y no bebí su sangre».

Cuando le interrogaron sobre los niños a los que, según contaba, había
matado y devorado, contestó que una vez entró en una casa vacía, en el camino
entre S. Coutras y S. Anlaye, en un pueblecito cuyo nombre no recordaba, y
encontró a un niño dormido en su cuna; y como no había nadie que se lo
impidiera, sacó al bebé de la cuna, lo llevó al jardín, saltó el seto y lo devoró hasta
que hubo saciado su hambre. Lo que quedó, se lo dejó a un lobo. En la parroquia
de S. Antoine de Pizon atacó a una niña que estaba cuidando a sus ovejas: llevaba
un vestido negro; no sabía su nombre. La desgarró con uñas y dientes y se la
comió. Seis semanas antes de su captura, había atacado a otro niño de la misma
parroquia, junto al puente de piedra. En Eparon había asaltado al sabueso de un tal
M. Millon, y habría matado al animal de no acudir el dueño estoque en mano.

Jean dijo que tenía la piel de lobo en su poder, y que salía a cazar niños
cuando se lo ordenaba su amo, el Señor del Bosque. Antes de la transformación, se
untaba con el ungüento que guardaba en un botecito y escondía sus ropas entre los
matorrales.

Habitualmente, sus correrías duraban de una a dos horas durante el día,


cuando la luna estaba en fase menguante, pero muy a menudo hacía sus
expediciones por la noche. Una vez acompañó a Duthillaire, pero no mataron a
nadie.

Acusó a su padre de ayudarle y de poseer una piel de lobo; también le acusó


de haberle acompañado en una ocasión, en que atacó y se comió a una muchacha
del pueblo de Grilland, a la que encontró guardando una bandada de ocas. Dijo
que su madrastra se había separado de su padre. Creía que el motivo era que una
vez le vio vomitar zarpas de perro y dedos de niño. Añadió que el Señor del
Bosque le había prohibido tajantemente morderse la uña del pulgar de la mano
izquierda, que era más gruesa y larga que las demás, y le había advertido que
nunca le perdería de vista mientras fuera disfrazado de hombre lobo.

Duthillaire fue detenido, y el padre del mismo Jean Grenier exigió ser oído
en la encuesta.

El relato que hicieron el padre y la madrastra de Jean coincidió en muchos


detalles con las declaraciones de su hijo.

Se identificaron los lugares en los que Grenier declaró que había atacado a
las niñas. Los días en que dijo que habían tenido lugar las muertes concordaban
con las fechas dadas por los padres de las pequeñas desaparecidas cuando se
perdieron.

Las heridas que Jean afirmaba haber infligido, y el modo en que las había
hecho, coincidían con las descripciones dadas por las niñas a las que había atacado.

Lo confrontaron con Marguerite Poirier, y él la distinguió de otras cinco


muchachas, señaló las heridas aún abiertas de su cuerpo, y manifestó que se las
había hecho con los dientes, cuando la atacó en forma de lobo, y ella le golpeó con
un palo. Describió el ataque a un niño al que habría matado de no haber acudido
un hombre a rescatarlo, y que exclamó: «Te cogeré en breve».

Fue encontrado el hombre que había salvado al niño, y se comprobó que era
tío del zagal salvado, y confirmó lo manifestado por Grenier sobre las palabras
mencionadas anteriormente.

Luego Jean fue confrontado con su padre. Aquí empezó a titubear en su


historia y a cambiar lo que había declarado. El interrogatorio se alargaba mucho, y
era evidente que el débil cerebro del muchacho estaba agotado, así que aplazaron
el caso. Cuando volvieron a confrontarlo con el viejo Grenier, Jean contó su historia
como al principio, sin cambiar ningún detalle importante.

Quedó plenamente establecido que Jean Grenier había matado y devorado a


varios niños, y atacado y herido a otros con intención de quitarles la vida; pero no
se encontró prueba alguna de que el padre hubiera tenido la más mínima
intervención en ninguno de los asesinatos, así que lo dejaron abandonar el tribunal
sin sombra de culpa sobre él.
El único testigo que corroboró la afirmación de Jean de que cambiaba su
forma por la de un lobo fue Marguerite Poirier.

Antes de que el tribunal dictase sentencia, el primer presidente de la sesión,


en un elocuente discurso, dejó a un lado todas las cuestiones sobre la brujería, el
pacto diabólico, y la transformación bestial, y expuso con valentía que el tribunal
tenía que considerar solamente la imbecilidad del chico, que era tan tonto y tan
simple que los niños de siete u ocho años tenían normalmente más raciocinio que
él. El presidente llegó a decir que la licantropía y la kuantropía eran meras
alucinaciones, y que el cambio de forma sólo existía en la mente desorganizada del
loco, por lo que no era un delito que se pudiera castigar. Debía tenerse en cuenta la
tierna edad del muchacho, y el total descuido en su educación y desarrollo moral.
El tribunal sentenció a Grenier a cadena perpetua dentro de los muros de un
monasterio de Burdeos, donde debía ser instruido en las obligaciones cristianas y
morales; pero cualquier intento de evasión sería castigado con la muerte.

¡Agradable compañero para los monjes! ¡Prometedor discípulo para que lo


instruyeran! En cuanto entró en el recinto de la casa religiosa, se puso a correr
frenéticamente a cuatro patas por el claustro y los jardines, y al encontrar unos
despojos de reses despellejados y sanguinolentos, se lanzó sobre ellos y los devoró
en un espacio increíblemente corto de tiempo.

Delancre lo visitó siete años después, y lo encontró bajo de estatura, muy


huraño, y que evitaba mirar a los demás a la cara. Tenía los ojos hundidos e
inquietos; los dientes largos y salientes; las uñas negras, y en algunos sitios
mordidas; la mente totalmente vacía; parecía incapaz de comprender las cosas más
sencillas. Relató su historia a Delancre, y le contó cómo había corrido antaño por
los bosques como un lobo, y dijo que todavía sentía anhelos de carne cruda,
especialmente de niña, de la que decía que era deliciosa, y añadía que si no fuera
por su confinamiento no pasaría mucho tiempo sin que la volviera a probar. Dijo
que el Señor del Bosque le había visitado dos veces en la prisión, pero que él lo
había expulsado con la señal de la cruz. El relato que hizo entonces de sus
asesinatos coincidió exactamente con el que se había divulgado durante el juicio; y
además, la historia del pacto que había hecho con el Negro, y la forma en que se
efectuaba su transformación, también coincidieron con sus declaraciones
anteriores.

Murió a los veinte años, después de una reclusión de siete años, poco
después de la visita de Delancre[37].
En los dos casos de Roulet y Grenier, los tribunales atribuyeron todo el
asunto de la licantropía, o transformación animal, a su auténtica y legítima causa,
una aberración de la mente. Desde entonces, los médicos parecen considerarla más
una forma de enfermedad mental susceptible de tratamiento, que un crimen que
deba ser castigado por la ley. Pero causa pavor pensar que probablemente aún
existen en el mundo personas llenas de una sed morbosa de sangre humana, capaz
de empujarlas a cometer las mayores atrocidades, en caso de que escaparan de la
vigilancia de sus guardianes, o rompiesen los barrotes del manicomio que los
retiene.
CAPÍTULO VIII

Folclore concerniente a los hombres lobo

Pobreza del folclore inglés – Tradiciones de Devonshire– Derivación de la palabra


were-wolf – Canibalismo en Escocia – El ladrón de Angus – El patán de Perth –
Supersticiones francesas – Tradiciones noruegas – Cuentos daneses de hombres lobo –
Historias de Holstein – El hombre lobo en los Países Bajos – Entre los griegos; entre los
serbios; entre los rusos blancos; entre los polacos; entre los rusos – Receta rusa para
convertirse en hombre lobo – El vilkodlak bohemio – Historia armenia – Cuentos indios –
Budas abisinios – Cuentos americanos de transformación – Un cuento doméstico eslovaco –
Cuentos parecidos griegos, bearneses e islandeses.

El folclore inglés es especialmente pobre en historias de hombres lobo,


debido a que los lobos fueron erradicados de Inglaterra durante los reyes
anglosajones, y por lo tanto dejaron de ser objeto de temor para la gente. La
creencia tradicional en los hombres lobo, sin embargo, debió de permanecer
mucho tiempo en la mentalidad popular, aunque haya desaparecido actualmente,
porque el término aparece en antiguas baladas y romances. Así, en Kempion:

¿Hay hombres lobo en el bosque?

¿O sirenas en el mar?

¿Existe el hombre, o la perversa mujer,

que te haga daño, mi verdadero amor?

También está el romance de William y el Hombre lobo, en Hartshorn[38]; pero


está considerado como una traducción del francés:

Porque este cuento de hadas fue primero traducido del francés,


A la lengua inglesa para hacerlo accesible a los ingleses.

En la mentalidad popular el gato o la liebre han sustituido al lobo en la


transformación de las brujas, y se dice que las hechiceras esperan al diablo bajo
esas apariencias.

En Devonshire recorren los páramos en forma de perros negros, y conozco la


historia de dos de estos seres que aparecían en una posada y bebían sidra por la
noche, hasta que el posadero disparó un botón de plata por encima de sus cabezas,
y al instante se transformaron de golpe en dos viejas y feas damas conocidas suyas.
En Heathfield, junto a Tavistock, el cazador salvaje cabalga cuando hay luna llena
con sus «perros lobo»; una liebre blanca a la que persiguen fue liberada una vez
por un ama de casa de vuelta del mercado, y descubrió que era una joven
transformada.

Gervaise de Tilbury dice en Otia Imperialia —«Vidimus frequenter in Anglia,


per lunationes, homines in lupos mutari, quod hominum genus gerulfos Galli
vocant, Angli vero wer-wlf dicunt: wer enim Anglice virum sonat, wlf, lupum».
Puede que Gervaise tenga razón en la derivación del nombre y were-wolf signifique
hombre lobo, aunque yo he dado en otro sitio una derivación distinta, que creo que
es más real. Pero Gervaise tiene fundamentos para afirmar que Wer significa
hombre; así es en anglosajón, vair en godo, vir en latín, verr en islandés, vira en
zendo, Wirs en antiguo prusiano, Wirs en letón, vira en sánscrito, bir en bengalés.

Ha habido casos de canibalismo en Escocia, pero no se alude a ninguna


transformación bestial relacionada con ellos.

Así, Boecio, en su historia de Escocia, nos habla de un ladrón y de su hija


que devoraban niños, y Lindsay of Pitscottie hace un informe completo.

«En aquel tiempo, (1460) había un bandido a quien arrestaron con toda su
familia, que tenía su guarida en Angus. Este malvado tenía la execrable costumbre
de llevarse a todos los jóvenes y niños a los que podía raptar discretamente, o
llevarse sin que se enterase nadie, y comérselos, y cuanto más jóvenes eran, más
tiernos y apetitosos le parecían. Por esta causa e infame abuso, fueron quemados
él, su mujer y sus hijos, todos excepto una niña pequeña de un año a la que
libraron y condujeron a Dundee donde fue criada y mantenida; y cuando alcanzó
la edad adulta, se apresuraron a condenarla y quemarla por aquel crimen. Cuentan
que cuando llegó al lugar de la ejecución, se había congregado una inmensa
muchedumbre, sobre todo de mujeres, que la maldecían por ser tan miserable
como para cometer unas acciones tan infames. A las cuales se volvió con semblante
airado, diciendo: “¿Por qué me imprecáis, como si hubiera cometido una acción
indigna? Creedme lo que os digo, si hubierais tenido la experiencia de comer carne
de hombres y mujeres, os parecería tan deliciosa que no querríais dejar de
tomarla”. Así, sin signo alguno de arrepentimiento, esta pérfida desdichada murió
a la vista del pueblo[39]».

Wyntoun también tiene un pasaje en su crónica versificada que se refiere a


un caníbal que vivió poco antes de su propia época, y del que fácilmente pudo oír
contar algo a contemporáneos suyos que hubieran sobrevivido. Corría el año 1340
cuando una gran parte de Escocia fue devastada por los ejércitos de Eduardo III.

En torno a Perth estaba el campo

tan vasto que era maravilla contemplarlo;

porque allí en un gran espacio,

no había casa ni jardín.

Hubo una vez tan gran cantidad de ciervos

que llegaban cerca de la ciudad,

tan gran descuido era casi un auxilio,

porque muchos habían muerto de hambre.

Contaban que un patán que vivía cerca de allí,

solía poner trampas

para matar niños y mujeres,

y zagales a los que podía atrapar;

y se comía a todos los que cogía;

se llamaba Chisten Cele.

Con esta vida bestial continuó


mientras el campo estuvo yermo pero habitados.

Sólo tenemos que comparar estos dos casos con los registrados en los dos
últimos capítulos, para ver en seguida cómo la mentalidad popular en Gran
Bretaña había perdido la idea de relacionar el cambio de forma con el canibalismo.
Un hombre culpable de los crímenes cometidos por el bandido de Angus, o el
patán de Perth habría sido considerado hombre lobo en Francia o Alemania y
juzgado por licantropía.

San Jerónimo, a propósito, realizó un vasto ataque contra los escoceses.


Visitó la Galia en su juventud, hacia el año 380, y escribe: «Cuando yo era joven en
Galia, tuve ocasión de ver a los Attacotti, un pueblo britano que se alimenta de
carne humana; y cuando encuentran piaras de cerdos, manadas de ganado, o
rebaños de ovejas en los bosques, les cortan las piernas a los hombres y los pechos
a las mujeres, lo que consideran una gran golosina»; en otras palabras, prefieren el
pastor a su ganado. Gibbon, que cita este pasaje, comenta: «Si en las proximidades
de la comercial y literaria ciudad de Glasgow ha existido realmente una tribu
caníbal, debemos meditar sobre los extremos opuestos de vida salvaje y civilizada
en época histórica en Escocia. Tales reflexiones tienden a ensanchar el círculo de
nuestras ideas, y a animar la grata esperanza de que Nueva Zelanda pueda generar
en el futuro al Hume del hemisferio sur».

Si las tradiciones sobre hombres lobo son escasas en Inglaterra, sucede lo


contrario si cruzamos el mar.

En el sur de Francia creen todavía que el hado ha condenado a algunos


hombres a la licantropía, que se transforman en lobos con la luna llena. El deseo de
correr les sobreviene por la noche. Dejan la cama, saltan por la ventana, y se
zambullen en una fuente. Después del baño salen cubiertos de espesa piel,
andando a cuatro patas, y emprenden una carrera por campos y prados, a través
de bosques y de pueblos, mordiendo a cuantos animales y seres humanos
encuentran en su camino. Al acercarse la aurora, regresan al manantial, se
sumergen en él, pierden la piel peluda, y vuelven a la cama que abandonaron. Se
dice que a veces el loup-garou aparece en forma de perro blanco, o cargado de
cadenas; pero probablemente existe una confusión de ideas entre el hombre lobo y
el church dog (perro de cementerio), bar-ghest (perro fantasma), pad-foit, vush-hound
(sabueso diabólico), o cualquier nombre con el que se designe al animal
sospechoso de embrujar un cementerio.

En el Périgord, al hombre lobo se le llama louléerou. Algunos hombres,


especialmente bastardos, se ven en el caso de transformarse en esos seres
diabólicos cada vez que hay luna llena.

Siempre es de noche cuando aparece el acceso. El licántropo rompe una


ventana, salta a un manantial, y después de resistir en el agua durante unos
momentos, se yergue chorreando, cubierto con una piel de cabra que le ha dado el
diablo. De esta suerte, los louléerous corren a cuatro patas, pasan la noche
recorriendo los campos, y mordiendo y devorando a todos los perros que
encuentran. Al romper el día, se quitan la piel de cabra y regresan a casa. A
menudo se ponen enfermos por haber comido carne correosa de sabuesos viejos, y
vomitan sus zarpas sin digerir. Tienen el gran inconveniente de que se les debe
herir o matar en estado louléerou. Con la primera efusión de sangre, desaparece su
envoltura diabólica, y son reconocidos, para desgracia de sus familias.

Un hombre lobo puede ser detectado fácilmente, incluso cuando se ha


despojado de la piel, porque tiene unas manos anchas, de dedos cortos, y siempre
con algunos cabellos en la palma de la mano.

En Normandía, los que están condenados a ser loups-garoux se visten todas


las noches con una piel llamada hère o hure, que es un préstamo del diablo. Cuando
corren en estado de transformación, el maligno los acompaña y los azota al pie de
todas las cruces por las que pasan. La única manera en que puede liberarse a un
hombre lobo de esta cruel servidumbre es hiriéndole tres veces en la frente con un
puñal. Sin embargo, algunas personas poco partidarias del método alopático
consideran que tres gotas de sangre causadas por una aguja son suficientes para
darles la libertad.

De acuerdo con una opinión del vulgo de esa misma provincia, el loup-garou
es a veces una metamorfosis impuesta al cuerpo de un condenado, el cual, después
de haber sido atormentado en su tumba, consigue salir violentamente. El primer
paso del proceso consiste en devorar el hule que le cubre la cara; después, sus
lamentos y aullidos apagados se elevan desde la sepultura, en la oscuridad de la
noche, la tierra de la tumba empieza a levantarse, y por último, con un alarido,
nimbado por un resplandor fosforescente, y exhalando un olor fétido, emerge
violentamente en forma de lobo.

En Le Bessin, atribuyen a los brujos el poder de metamorfosear a algunos


hombres en animales, pero es la forma de perro la que adoptan principalmente.

En Noruega se cree que hay personas que pueden tomar la forma de lobo o
de oso (Huse-björn), y recuperar de nuevo la suya propia; esta propiedad, o bien la
conceden los gnomos, o bien son los mismos gnomos los que la poseen.

En una aldea en medio de un bosque, vivía con su mujer un hombre llamado


Lasse. Un día salió al bosque a cortar un árbol, pero se olvidó de santiguarse y
rezar un padrenuestro, de modo que algún gnomo o brujo lobo (varga mor) tuvo
poder sobre él y lo transformó en lobo. Su esposa le lloró durante muchos años,
pero una víspera de Navidad, llegó a su puerta una mendiga muy pobre y
andrajosa, y la buena mujer la acogió, le dio de comer y la trató amablemente. Al
partir, la mendiga dijo que la esposa probablemente volvería a ver a su marido, ya
que no había muerto, sino que vagaba por el bosque en forma de lobo. Al
anochecer, la esposa fue a la despensa a guardar un trozo de carne para el día
siguiente cuando, al volverse para salir, vio delante de ella un lobo que se erguía
sobre sus patas en los escalones de la despensa, y la contemplaba con mirada triste
y hambrienta. Al ver esto, exclamó: «Si estuviera segura de que eres mi Lasse, te
daría un trozo de carne». En ese instante, la piel de lobo se desprendió, y su
marido apareció ante ella con la ropa que llevaba la aciaga mañana en que le vio
por última vez.

Los suecos guardan una especial aversión a los fineses, lapones y rusos
porque creen que tienen poder para cambiar a las personas en animales salvajes.
Durante el último año de la guerra con Rusia, en que Calmar estuvo infestada por
un número inusual de lobos, se decía que los rusos habían transformado a los
prisioneros suecos en lobos, y los enviaban a sus casas para sitiar el país.

En Dinamarca se cuentan las siguientes historias:

Un hombre, que había sido hombre lobo desde la infancia, al volver una
noche con su esposa de una fiesta, se dio cuenta de que estaba a punto de llegar la
hora en que solía atacarle el mal; así que le dio las riendas a su mujer, y se bajó del
coche diciéndole: «Si alguna fiera se dirige hacia ti, solamente golpéala con el
delantal». Se alejó a continuación, pero inmediatamente la mujer, que iba sentada
en el coche, fue atacada por un hombre lobo. Ella hizo lo que le había mandado su
marido, y lo golpeó con el delantal, del que él desgarró un trozo, y se escapó. Al
cabo de un tiempo, volvió el hombre, llevando en la boca el trozo rasgado del
delantal de su esposa que, al verlo, exclamó aterrorizada: «¡Dios Santo, hombre,
pero si eres un hombre lobo!» «Gracias a ti, esposa, dijo él, ahora soy libre». Y
desde entonces ya no estuvo más afectado.

Si una mujer extiende a medianoche entre cuatro palos la membrana que


envuelve al potrillo cuando acaba de nacer, y se arrastra desnuda por ella, parirá
hijos sin dolor; pero todos los varones serán hombres lobos, y las chicas maras. De
día el hombre lobo tiene forma humana, aunque se le puede reconocer por la unión
de las cejas encima de la nariz. A determinada hora de la noche tiene forma de
perro con tres patas. Sólo cuando otra persona le dice que es un hombre lobo, o le
reprocha por serlo, el hombre puede librarse del anatema.

En una canción popular danesa, un héroe transformado en oso por su


madrastra, lucha con un cuchillo:

Porque la que me ha embrujado,

una mujer falsa y cruel,

me ha rodeado con un cinturón de hierro,

¡si no puedes romper este cinto,

cuchillo, te destruiré!

***

El noble hizo el signo de la Cruz,

el cinturón se quebró, el oso se transformó,

¡y ved! era un lozano caballero,

el reino de su padre recuperó.

Kjæmpeviser, pág. 147

Cuando mataron a un viejo oso en Ofodens Prxstegdjeld, después de que


hubiera dado muerte a seis hombres y sesenta caballos, se encontraron con que lo
ceñía un cinturón parecido.

En Schleswig y Holstein dicen que si el hombre lobo es llamado tres veces


por su nombre cristiano recupera la forma humana.
Un caluroso día de siega unos segadores estaban tumbados en el campo
durmiendo la siesta, cuando uno, que no podía dormir, observó que el compañero
que tenía a su lado se levantaba calladamente, y después de ceñirse con una correa,
se convertía en hombre lobo.

Un hombre natural de Jägerup, una noche en que regresaba tarde de


Billund, fue atacado, cerca de Jägerup, por tres hombres lobo, y probablemente lo
habrían despedazado, de no haber saltado a un campo de centeno, porque allí ya
no tenían poder sobre él.

En Caseburg, en la isla de Usedom, un hombre y su esposa estaban


atareados en el campo segando heno, cuando al cabo de un rato la mujer le dijo al
hombre que no tenía sosiego, que no quería continuar, y se marchó. Pero
previamente había rogado a su marido que si por ventura aparecía un animal
salvaje le arrojase el sombrero y echase a correr, y no le haría daño. No había hecho
ella más que marcharse cuando llegó un lobo atravesando a nado el Swine, y corrió
directamente hacia los segadores. El hombre le arrojó el sombrero, que el lobo
desgarró en un instante. Pero mientras tanto, un muchacho había acudido con una
horca, e hirió al lobo por detrás: en ese mismo instante se transformó, y todos
vieron que el chico había matado a la esposa del hombre.

Antiguamente, había individuos entre el vecindario de Steina que,


poniéndose determinados cinturones, podían transformarse en hombres lobo. Un
hombre del vecindario, que tenía uno de esos cinturones, se olvidó un día al salir
de guardarlo bajo llave, como tenía por costumbre. Durante su ausencia, sucedió
que lo encontró su hijito; se lo abrochó alrededor del cuerpo, y se convirtió
instantáneamente en animal, con todo el aspecto de un bulto de paja oscuro, y se
puso a dar vueltas de aquí para allá como un pesado oso. Cuando se dieron cuenta
los que estaban en la habitación, se apresuraron a buscar al padre, al que
encontraron a tiempo de llegar y desatar el cinto, antes de que el niño hubiera
hecho ningún daño. El chico dijo después que cuando se puso el cinturón, se
apoderó de él un hambre tan violenta que estaba dispuesto a destrozar y devorar
todo lo que encontrase en su camino.

Piensan que el cinturón está hecho con piel humana, y que tiene tres dedos
de anchura.

En Friedsland oriental, se cree que cuando nacen siete chicas seguidas en


una familia, una de ellas es irremediablemente una mujer lobo, así que a los
jóvenes les cuesta pretender en matrimonio a una de las siete hermanas.
Según una curiosa historia lituana referida por Schleicher en Litauische
Märchen, una persona que es hombre lobo u oso debe permanecer de rodillas en un
sitio durante cien años antes de tener la esperanza de liberarse de su forma bestial.

En los Países Bajos narran el siguiente cuento:

Un hombre fue una vez con su arco a concurrir a un concurso de tiro en


Rousse, pero aproximadamente a medio camino del lugar, vio de repente un lobo
que saltaba de un matorral y se lanzaba sobre una joven que estaba sentada en un
prado unto al camino cuidando unas vacas. El hombre no dudó mucho, sino que
sacó rápidamente una flecha, apuntó, y acertó al lobo en el lado derecho, de tal
modo que la flecha se quedó clavada en la herida, y el animal huyó aullando al
bosque.

Al día siguiente, se enteró de que un criado de la casa del burgomaestre


estaba a punto de morir a consecuencia de un tiro que le había herido en el costado
derecho el día anterior. Esto despertó tanto la curiosidad del arquero que se acercó
al herido, y pidió ver la flecha. La reconoció inmediatamente como una de las
suyas. Entonces, después de rogar a todos los presentes que abandonaran la
habitación, persuadió al hombre de que confesara que era un hombre lobo y que
había devorado niños pequeños. Murió al día siguiente.

Entre los búlgaros y los eslovacos el hombre lobo se llama vrkolak, nombre
que se parece al que le dan los griegos modernos Brukolakas. El hombre lobo
griego está íntimamente relacionado con el vampiro. El licántropo cae en un trance
cataléptico, durante el cual su alma abandona el cuerpo, entra en el de un lobo y
caza para conseguir sangre. Al regresar el alma, el cuerpo está exhausto y dolorido
como si hubiera realizado un violento ejercicio. Al morir, los licántropos se
convierten en vampiros. Se cree que acuden a los campos de batalla en forma de
lobo o de hiena, y aspiran el hálito de los soldados moribundos, o entran en las
casas y roban a los niños de sus cunas. Los griegos modernos llaman Brukolakas a
cualquier hombre de apariencia salvaje, de piel oscura y con los miembros torcidos
y deformes, y lo suponen dotado del poder de adoptar forma de lobo.

Los serbios relacionan al vampiro con el hombre lobo, y les dan el nombre
de vlkoslak. Éstos rabian sobre todo en lo más profundo del invierno: celebran
reuniones anuales, y en ellas se despojan de la piel de lobo, que cuelgan de los
árboles a su alrededor. Si alguien consigue coger la piel y quemarla, el vlkoslak
queda desde ese momento desencantado.
El poder de convertirse en hombre lobo se obtiene bebiendo el agua que
queda en la huella dejada en la arcilla por la pata izquierda de un lobo.

Entre los rusos blancos el wawkalak es un hombre que se ha atraído la cólera


del demonio, y el mismo maligno lo castiga transformándolo en lobo y enviándolo
con sus parientes que lo reconocen y alimentan bien. Es el más amable de los
hombres lobo, porque no causa daño, y testimonia su afecto a la familia
lamiéndoles las manos. Sin embargo, no puede permanecer mucho tiempo en el
mismo lugar, sino que lo llevan de casa en casa, y de aldea en aldea, debido a una
pasión irresistible por cambiar de escenario. Ésta es una superstición peligrosa,
porque otorga un premio por someterse al maligno.

Los eslovacos denominan humorísticamente vlkodlak al borrachín ya que,


verdaderamente, hace de sí mismo una bestia. Un cuento sobre un hombre lobo
doméstico eslovaco cierra este capítulo.

Los polacos tienen sus hombres lobo, que rabian dos veces al año: en
Navidad y en mitad del verano.

Según una historia polaca, si una bruja pone un cinturón de piel humana en
el umbral de una casa en la que se está celebrando una boda, y la novia y el novio,
las damas de honor y los padrinos pasan por encima, se transforman en lobos. Al
cabo de tres años, sin embargo, la bruja los cubrirá con pieles con el pelo vuelto
hacia fuera; e inmediatamente recobrarán su forma natural. En una ocasión, una
bruja echó una piel demasiado escasa sobre el novio, de modo que la cola quedó
mal cubierta: él volvió a adquirir forma humana, pero conservó su apéndice caudal
lupino.

Los rusos llaman al hombre lobo oborot, que significa «uno transformado».
Dan la siguiente fórmula para convertirse en uno de ellos:

«Quien desee convertirse en oborot, habrá de buscar en el bosque un árbol


caído; deberá pincharlo con un pequeño cuchillo de cobre, y caminar alrededor del
árbol repitiendo el siguiente hechizo:

Sobre el mar, sobre el océano, sobre la isla, sobre Bujan,

sobre los pastos vacíos luce la luna, sobre un tronco de fresno caído

en un bosque verde, en un oscuro valle.


Cerca del tronco vaga un lobo hirsuto,

en busca de ganado vacuno para su agudos colmillos;

pero el lobo no entra en el bosque,

pero el lobo no se sumerge en el valle sombrío,

¡luna, luna de cuernos de oro,

detén el vuelo de las balas, embota los cuchillos de los cazadores,

rompe los cayados de los pastores,

derrama un violento terror sobre todo el ganado,

sobre los hombres, sobre todo lo que se arrastra,

que no puedan coger al lobo gris,

que no puedan desgarrar su piel caliente!

¡Mi palabra es vinculante, más vinculante que el sueño,

más vinculante que la promesa de un héroe!

»A continuación, salta tres veces por encima del árbol y corre al interior del
bosque, transformado en lobo[40]».

En el antiguo Léxico Bohemio de Vacerad (A.D. 1202) al hombre lobo se le


llama vilkodlak, y se explica como un fauno. Safarik dice bajo este epígrafe: «Incubi
sepe improbi existunt mulieribus, et earum peragunt concubitum, quos demones
Galli dusios nuncupant». Y en otro lugar: «Vilkodlaci, incubi, sive invidi, ab
inviando passim cum animalibus, unde et incubi dicuntur ab incubando homines,
i. e. stuprando, quos romani faunos ficarios dicunt».

Es evidente que existe en Armenia la misma creencia en la licantropía, según


la siguiente historia contada por Haxthausen en Trans-Caucasia (Leipzig, I. 322):
«Un hombre vio una vez un lobo, que había raptado a un niño, saltar llevándoselo.
Lo persiguió con celeridad, pero no logró alcanzarlo. Al fin dio con las manos y los
pies del niño, y un poco más lejos encontró una cueva en la que había una piel de
lobo. La arrojó al fuego, e inmediatamente apareció una mujer aullando que
intentó rescatar la piel de las llamas. Pero el hombre se lo impidió, y, en cuanto se
consumió el pellejo, la mujer desapareció en el humo».

En la India, debido a la prevalencia de la doctrina de la metempsicosis, la


creencia en la transformación está ampliamente difundida. Hay abundantes
huellas de licantropía genuina en todas las regiones a las que ha llegado el
budismo. En Ceilán, en Tíbet y en China, la encontramos todavía formando parte
de la doctrina nacional.

En el Panchatantra está la historia del hijo hechizado de un brahmán, que de


día era serpiente y por la noche hombre.

El padre de Vikramâditya, hijo de Indra, fue condenado a ser un asno


durante el día y hombre por la noche.

Un cuento indio moderno es de este tenor: Un príncipe se casa con una


mona, pero sus hermanos lo hacen con bellas princesas. En una fiesta ofrecida por
la reina a sus nueras, aparece una dama exquisitamente hermosa con un vestido
suntuoso. No es otra que la mona, que se ha quitado la piel para la ocasión: el
príncipe saca a hurtadillas la piel de la habitación y la quema, de modo que impide
a su esposa recuperar su apariencia preferida.

Nathaniel Pierce[41] proporciona información sobre una superstición abisinia


muy semejante a las más extendidas en Europa.

Dice que en Abisinia los orífices y plateros están muy bien considerados,
pero que a los herreros se les mira con desprecio, como a seres de clase inferior.
Sus parientes aún les atribuyen el poder de transformarse en hienas u otros
animales salvajes. Todas las convulsiones o trastornos histéricos se atribuyen al
efecto de su mirada maligna. Los amhara los llaman Buda, los tigré, Tebbib. Hay
también budas mahometanos y judíos. Es difícil explicar el origen de esta extraña
superstición. Estos budas se distinguen de las demás personas por llevar pendientes
de oro, y Coffin afirma que ha encontrado a menudo hienas con estos aros en las
orejas, incluso entre los animales a los que ha disparado o alanceado él mismo.
Pero cómo se habían puesto los aros en las orejas es más de lo que Coffin ha sido
capaz de averiguar.

Además del poder de transformarse en hienas u otras fieras salvajes, se les


atribuye toda clase de cosas extrañas; y los abisinios están firmemente convencidos
de que roban las tumbas a medianoche, y en sus casas nadie se atreve a tocar lo
que se llama quanter, o carne reseca, aunque no ponen ninguna objeción a
compartir carne fresca, si han visto matar ante ellos al animal del que proviene.
Coffin refiere, como testigo ocular del hecho, la siguiente historia:

Entre sus sirvientes había un buda, el cual, una tarde, cuando todavía
quedaba luz, se dirigió a su amo y le pidió permiso para ausentarse hasta la
mañana siguiente. Obtuvo el permiso solicitado y se marchó; pero apenas había
vuelto Coffin la cabeza, cuando uno de sus hombres exclamó señalando en la
dirección que había tomado el buda: «¡Mirad! Se está transformando en hiena».
Coffin se volvió a mirar, y aunque no presenció el proceso de transformación, el
joven había desaparecido del sitio donde estaba, a menos de cien pasos de
distancia, y en su lugar había una hiena que huía. El lugar era un llano sin arbustos
ni árboles que impidieran la vista. A la mañana siguiente, regresó el joven, y sus
compañeros le acusaron de la transformación: él más bien lo reconoció que lo negó,
excusándose con el argumento de que era habitual entre los de su clase. Esta
declaración de Pierce está corroborada por una nota aportada por sir Gardner
Willdnson al Herodotus de Rawlinson (libro IV. cap. 105). «Se cree que en Abisinia
determinada clase de personas se transforman en hienas cuando quieren. En mi
comparecencia para desautorizarlo, uno que vivía allí hacía muchos años me dijo
que ninguna persona bien informada lo ponía en duda, y que estaba una vez
paseando con uno de ellos, cuando sucedió que miró a otro lado durante un
momento, y al volverse hacia su compañero lo vio alejándose al trote en forma de
hiena. Volvió a encontrarse con él más tarde con su antigua forma. Estas gentes
notables son herreros. G. W».

Una superstición semejante parece haber existido en América, porque José


Acosta (Hist. Nat. de las Indias) refiere que el gobernador de una ciudad de México
al que había mandado buscar el predecesor de Moctezuma, se transformó, ante los
ojos de los que habían sido enviados para prenderlo, en un águila, un tigre y una
enorme serpiente. Por último se rindió y fue condenado a muerte. Al no estar ya en
su propia casa, fue incapaz de hacer milagros para salvar su vida. El obispo de
Chiapas, una provincia de Guatemala, en un escrito publicado en 1702, atribuye el
mismo poder a los naguals, o sacerdotes nacionales, que trabajaban para que los
niños educados como cristianos por el gobierno volvieran a la religión de sus
antepasados. Después de diversos ritos, cuando los niños instruidos se
adelantaban para abrazarle, el nagual adquiría un aspecto temible, y en forma de
león o de tigre, aparecía encadenado al joven cristiano converso. –Recueil de
voyages, tomo II, 187).
Entre los indios de Norteamérica, está muy extendida la creencia en la
transformación. La siguiente historia es muy parecida a una muy común en todo el
mundo.

«Un indio fijó su residencia en la orilla del Gran Lago del Oso, llevando
consigo solamente una perra preñada. Llegado el momento, la perra parió siete
cachorros.

»Cada vez que el indio salía a pescar, ataba a los cachorros para evitar que la
camada se dispersara. A veces, al acercarse a la tienda, oía ruidos procedentes de
ella que sonaban como el parloteo, las risas, los gritos, el llanto y la alegría de los
niños; pero al entrar sólo veía a los cachorros amarrados como de costumbre.
Picado de curiosidad por los ruidos que oía, decidió vigilar y enterarse de dónde
procedían, y qué eran. Un día fingió que iba a pescar pero, en vez de eso, se ocultó
en un sitio apropiado. Al cabo de poco tiempo, volvió a oír voces, y, entrando de
repente en la tienda, vio a unos niños preciosos jugando y riendo, con las pieles de
perro echadas a un lado. Arrojó las pieles de perro al fuego, y los niños crecieron
conservando su propia forma, y fueron los antecesores de la nación dog-rib (costilla
de perro)». – (Tradiciones de los Indios norteamericanos, por T. A. Jones, 1830, vol. II,
p. 18).

En la misma obra hay una curiosa historia titulada La Madre del Mundo que
guarda una analogía muy próxima a otro mito universal: una mujer se casa con un
perro, por la noche el perro deja a un lado su piel, y se presenta como un hombre.
Puede compararse con el cuento de Björn y Bera ya expuesto.

Concluiré este capítulo con un cuento doméstico eslovaco recogido por T. T.


Hanush en el tercer volumen de Zeitschrift für Deutsche Mythologie.

La hija del Vlkolak

«Había una vez un padre que tenía nueve hijas, y todas eran casaderas, pero
la más joven era la más hermosa. El padre era un hombre lobo. Un día le vino al
pensamiento: “¿Por qué tengo que mantener a tantas muchachas?”, así que decidió
librarse de todas ellas.
»Conque se fue al bosque a cortar leña, y ordenó a sus hijas que una de ellas
le llevase la cena. Fue la mayor quien se la llevó.

»“Vaya ¿cómo es que vienes tan pronto con la comida?”, preguntó el


leñador.

»“¡La verdad, padre, quiero que reponga fuerzas, no vaya a ser que se
abalance sobre nosotras si está hambriento!”

»“¡Buena chica! Siéntate mientras como”. Comió, y mientras comía pensó en


un plan. Se levantó y dijo: “Hija mía, ven y te enseñaré un hoyo que he estado
cavando”.

»“¿Para qué es el hoyo?”

»“Para que nos entierren en él cuando muramos, porque nadie se ocupa de


la gente pobre cuando muere y desaparece”.

»Así que la muchacha fue con él hasta el borde del profundo hoyo. “Ahora
escucha”, dijo el hombre lobo, “tengo que matarte y arrojarte ahí”.

»Ella suplicó que le perdonase la vida, pero en vano; de manera que la


agarró y la arrojó a la fosa. A continuación cogió una gran piedra y se la arrojó y le
aplastó la cabeza, de modo que la pobre exhaló su alma. Hecho esto, el hombre
lobo volvió a su trabajo, y al oscurecer, llegó la segunda hija con comida. Él le
habló del hoyo, la llevó hasta allí, la arrojó dentro y la mató como a la primera. Y lo
mismo hizo con todas las muchachas hasta que le llegó el turno a la última. La más
joven sabía que su padre era un hombre lobo, y le preocupaba que sus hermanas
no hubieran regresado; pensó “¿Dónde pueden estar ahora? ¿Las habrá retenido
mi padre para que le hagan compañía; o para que le ayuden en su trabajo?” Así
que preparó la comida que le tenía que llevar y se internó cautelosa en el bosque.
Cuando llegó cerca del sitio donde trabajaba su padre, oyó los golpes cortando
troncos, y olió a humo. Entonces vio una gran fogata y dos cabezas humanas
asándose en ella. Dejó la hoguera, se dirigió a donde sonaban los golpes de hacha,
y encontró a su padre.

»“Mire, Padre”, dijo, “le he traído la comida”.

»“Eso es ser buena chica”, dijo él. “Ahora apílame la leña mientras como”.

»“Pero ¿dónde están mis hermanas?”, preguntó ella.


»“Ahí abajo en el valle, recogiendo leña”, respondió él; “sígueme y te llevaré
con ellas”.

»Llegaron al hoyo; entonces él le dijo que lo había cavado para sepultura.


“Ahora”, dijo, “debes morir y ser arrojada al hoyo con tus hermanas”.

»“Dese la vuelta, padre”, pidió ella, “mientras me quito la ropa, y después


máteme si quiere”.

»Él se volvió como le pedía, y entonces, ¡pum!, ella le dio un empujón, y


cayó de cabeza en el hoyo que había cavado.

»La muchacha echó a correr con toda el alma, porque el hombre lobo no
había sufrido daño, y saldría en seguida del hoyo.

»Ahora oía sus aullidos resonando a través de los senderos del bosque, y
corría veloz como el viento. Oía el patear de sus pies acercándose, y el jadeo de su
respiración. Entonces tiró su pañuelo detrás de ella. El hombre lobo lo agarró con
uñas y dientes, y no lo soltó hasta que lo hubo reducido a tiras minúsculas. Un
momento después está otra vez en su persecución echando espuma por la boca,
aullando tristemente, mientras sus ojos rojos brillan como carbones encendidos. Al
notar ella que se acerca, le arroja la túnica, y le induce a desgarrarla. Él agarra la
túnica y la hace jirones, después vuelve a perseguirla. Entonces ella deja detrás el
delantal, a continuación la falda, después la camisa, y al final corre en el
mismísimo estado en que vino al mundo. El hombre lobo se acerca de nuevo; ella
salta fuera del bosque a un henar, y se esconde en el montón más pequeño de
heno. Su padre entra en el campo, lo recorre aullando en su busca, no la encuentra,
y empieza a aplastar los distintos almiares, sin dejar de gruñir y de rechinar de
rabia los brillantes colmillos blancos porque se le ha escapado. La espuma le
chorrea de la boca a cada paso, y el sudor hace humear su piel. Antes de llegar al
montón más pequeño de heno le abandonan las fuerzas, siente que el agotamiento
se apodera de él, y se retira al bosque.

»El rey sale a cazar todos los días; uno de sus perros lleva alimentos al henar
que inexplicablemente han descuidado los segadores desde hace tres días. El rey,
siguiendo al perro, descubre a la bella damisela, no exactamente “en la paja”, sino
hasta el cuello dentro del heno. La llevan, con heno y todo, a palacio, donde se
convierte en su esposa, con una sola condición antes de desposarse, y es que no se
permita a ningún mendigo entrar en el palacio.
»Unos años más tarde un mendigo logra entrar y, por supuesto, no es otro
que su padre hombre lobo. Tras robar en el piso de arriba, entra en el cuarto de los
niños, degüella a los dos hijos que la reina había dado a su señor y deja el cuchillo
bajo la almohada de ella.

»Por la mañana, el rey, creyendo que es su esposa la asesina, la expulsa de la


casa, con los dos príncipes muertos colgando del cuello. Un ermitaño acude en su
socorro y devuelve la vida a los pequeños. El rey descubre su error, se reconcilia
con la dama del henar, y el hombre lobo es arrojado desde un acantilado al mar, y
éste es su fin. El rey, la reina y los príncipes viven felices, y deben seguir viviendo
todavía, porque no ha aparecido noticia alguna de su muerte en el periódico».

Esta historia guarda cierta semejanza con una que cuenta Von Hahn en
Griechische und Albanesische Märchen; recuerdo haber oído otra muy parecida en los
Pirineos; pero el que huye del hombre lobo es un hombre que, después de
despojarse de toda su ropa, entra corriendo en una cabaña y se mete en el lecho. El
hombre lobo no se atreve, o no puede seguirlo. La causa de su huida también es
diferente. Era un masón que había divulgado el secreto, y el hombre lobo era el
maestro de su logia que le perseguía. En la historia bearnesa, no hay nada parecido
a la última parte del cuento eslovaco, y en el griego se omiten la transformación y
la persecución, aunque al devorador de mujeres se le llama «cabeza de perro», lo
mismo que en el norte de Europa se dice que los forajidos tienen cabeza de lobo.

Merece destacarse que en el cuento de La hija del Vlkolak, el ataque del


hombre lobo va seguido de un gran agotamiento [42], y que al lobo le dan ropas para
desgarrar, como en las historias danesas ya referidas. No parece que sea una
indicación de que haya cambiado de forma, al menos no se menciona el cambio; se
habla de sus manos, y él jura y maldice a su hija en claro eslovaco. El ataque muy
de cerca se parece al que sufre Skallagrim el islandés. Es una pena que la doncella
Bràk del cuento islandés no tenga las piernas tan firmes como la joven del henar.
CAPÍTULO IX

Causas naturales de la licantropía

Crueldad innata – Sus tres formas – Dumollard – Andreas Bichel – Un sacerdote


holandés – Otros ejemplos de crueldad intrínseca – Crueldad unida a refinamiento – Una
húngara que se baña en sangre – Lo súbito del desarrollo de la pasión – Canibalismo; en
mujeres embarazadas; en maníacos – Alucinación; cómo se produce – Ungüentos – La
historia de Lucius – Autodecepción.

Lo que he relatado procedente de las crónicas de la antigüedad, o de la


sabiduría tradicional del pueblo, se halla velado bajo la forma de mito o de
leyenda; y sólo a partir de las descripciones escandinavas de quienes se ven
aquejados por la locura del lobo, y de los juicios a los inculpados del delito de
licantropía en la baja Edad Media, podemos llegar a la verdad respecto a esa forma
de locura envuelta en tanto misterio por los supersticiosos.

Hasta finales de la Edad Media no se consideró la licantropía una


enfermedad; pero ésta se manifiesta de forma tan espantosa y repugnante, y está
tan lejos de nuestra experiencia cotidiana, que no es sorprendente que un
observador ocasional deje de considerarla como un tema aislado y perturbador, y
esté dispuesto a contemplarla como un mito cuya temida investigación pueda
probar que es real.

En este capítulo me propongo examinar brevemente las condiciones bajo las


que algunos hombres han sido considerados hombres lobo.

Por alarmante que pueda ser la afirmación, es un hecho que el hombre, por
naturaleza, como los demás carnívoros, siente el impulso de matar y disfruta
destruyendo vida.

Es absolutamente cierto que hay muchos a quienes causa auténtico placer la


vista del sufrimiento, y cuya pasión por matar o torturar es más fuerte que
ninguna otra. Lo atestigua el número de muchachos que se reúnen en torno a una
oveja o un cerdo cuando están a punto de ser sacrificados, y que observan el
forcejeo del animal moribundo con el corazón acelerado de placer y los ojos
brillantes de complacencia. A menudo hemos visto una multitud ávida de niños
reunidos en torno a los mataderos de las ciudades francesas, absortos en la agonía
de ovejas y vacas, y que enmudecen en cuanto ven fluir la sangre.

Sin embargo, la propensión existe en diversos grados. En unos se manifiesta


simplemente como una indiferencia hacia el sufrimiento, en otros aparece como un
mero gusto por ver muertos, y a otros por fin los domina con un irresistible deseo
de torturar y destruir.

Esta propensión está ampliamente extendida; existe en niños y adultos, en


groseros y en refinados, en bien educados y en ignorantes, en quienes nunca han
tenido la oportunidad de satisfacerla, en los que la satisfacen habitualmente, a
pesar de la moral, la religión, las leyes, de modo que sólo puede tener causas
constitucionales.

Los cazadores y los pescadores siguen el natural instinto de destruir cuando


hacen la guerra a las aves, las bestias y los peces: el pretexto de que persiguen la
presa para obtener alimento es insostenible con justicia, pues el cazador se
desentiende de la caza conseguida, una vez que la ha guardado en el zurrón. El
motivo de esa acuciante persecución de aves y bestias hay que buscarla en otra
parte; se encuentra en el anhelo natural por quitarle vida que existe en su alma.
¿Por qué golpea un niño impulsivamente a una mariposa cuando revolotea tras él?
No hace ningún caso al insecto una vez ha caído a su pies, a menos que se
estremezca en la agonía, y entonces lo observa con interés. El niño da un golpe al
ser que revolotea porque tiene vida, y él tiene un instinto que le impulsa a destruir
vida allí donde la encuentra.

Los padres y los educadores saben que los niños son crueles por naturaleza,
y que la humanidad debe adquirirse mediante la educación. Un niño se recreará en
el dolor de un animal herido hasta que su madre le ordene: «Evítale ese
sufrimiento». Por sí mismo, a un niño no se le ocurriría terminar de una vez con la
vida del pobre ser, igual que no se tragaría entero un caramelo sin haberse
recreado antes chupándolo. La crueldad innata puede estar oscurecida por
impresiones posteriores, o escondida bajo reparos morales; la persona que es
constitutivamente un Nerón, puede ignorar su propia naturaleza hasta que, por
accidente, se vuelve dominante su pasión más fuerte y se lleva todo por delante.
Una relajación del freno moral, una caída del entendimiento que nos rige, una
situación anómala del cuerpo, bastan para dejar que la pasión se afirme.

Como ya he apuntado, esta pasión existe en diferentes personas y en


diversos grados.

En unos se manifiesta como una simple insensibilidad ante los sufrimientos


de otras personas. Este temperamento puede conducir al crimen, ya que el
individuo que es indiferente al dolor ajeno estará dispuesto a destruir a otros si
conviene a sus intereses. Es el caso del indigente Dumollard, que asesinó por lo
menos a seis pobres muchachas, e intentó matar a varias más. Parece que no
obtuvo gran cosa asesinándolas, pero sentía tal indiferencia ante sus sufrimientos
que las mató únicamente por sus ropas, que eran de la peor calidad. Fue
condenado a la guillotina y ejecutado en 1862[43].

En otros, la pasión por la sangre aparece junto a la indiferencia ante el


sufrimiento.

Así, Andreas Bichel atraía a mujeres jóvenes a su casa, con el pretexto de que
tenía un espejo mágico, en el que podía mostrarles a sus futuros esposos; cuando
las tenía en su poder, les ataba las manos a la espalda, y las aturdía de un golpe.
Entonces las apuñalaba y las despojaba de sus ropas, por las que cometía los
asesinatos; pero en el momento de matarlas, se apoderaba de él la pasión de la
crueldad, e iba cortando a trozos a las pobres muchachas mientras aún estaban con
vida, ansioso por observar sus entrañas. A Catherine Seidel la abrió en canal con
un martillo y una cuña, mientras aún respiraba. «Puedo decir», comentó en el
juicio, «que durante la operación me sentía tan ansioso que temblaba de pies a
cabeza, y deseaba vehementemente cortar un trozo y comérmelo».

Andreas Bichel fue ejecutado en 1809[44].

Además, hay una tercera clase de personas crueles y sanguinarias, en las que
la sed de sangre es una pasión furiosa e insaciable. En un país civilizado, los que se
sienten dominados por ella se ven forzados a reprimirla por miedo a las
consecuencias, o a satisfacerla con una obra brutal. Pero en épocas primitivas,
cuando los señores feudales eran soberanos en sus dominios, hubo ejemplos
terribles de sus excesos, ya los extremos a los que llevó la pasión por la sangre a
algunos emperadores romanos es materia histórica.

Gall proporciona varios ejemplos de auténtica sed de sangre [45]. Un sacerdote


holandés tenía tal deseo de matar y de ver gente fallecida de muerte violenta, que
se hizo capellán de un regimiento, a fin de tener la satisfacción de ver matanzas al
por mayor en las batallas. Este mismo hombre tenía una nutrida colección de
animales domésticos de diversas especies, para poder torturar a sus crías. Él se
encargaba de matar a los animales para su cocina, y tenía amistad con todos los
verdugos del país, que le avisaban de las ejecuciones, y era capaz de viajar a pie
durante días con tal de tener el placer de ver ejecutar a un hombre.

En el campo de batalla esta pasión adopta formas diversas; unos sienten un


auténtico placer matando, a otros les es indiferente. Un viejo soldado que había
estado en Waterloo me contó que para él no había placer comparable al de
atravesarle el cuerpo a un hombre, y que podía permanecer despierto toda la
noche reviviendo las gratas sensaciones que le había producido esa acción.

Los salteadores de caminos no suelen contentarse con robar, sino que


manifiestan una inclinación sanguinaria a torturar y matar. John Rosbeck, por
ejemplo, es muy conocido por haber ideado y llevado a cabo las más atroces
crueldades, simplemente porque podía presenciar el sufrimiento de sus víctimas,
que eran sobre todo mujeres y niños. Ni el temor ni el tormento pudieron apartarle
de esa horrible pasión hasta que fue ejecutado.

Gall habla de un violinista que, al ser detenido, confesó treinta y cuatro


asesinatos, cometidos, no por hostilidad ni por intento de robo, sino
exclusivamente porque matar le producía un intenso placer.

Spurzeim[46] habla de un sacerdote de Estrasburgo que, aunque rico, y sin


que le moviera la envidia ni la venganza, mató a tres personas precisamente por el
mismo motivo.

Gall relata el caso de un hermano del duque de Borbón, Conde, conde de


Charloi, el cual, desde la infancia sentía un placer inveterado en torturar animales:
de adulto, se pasó la vida derramando sangre humana y ejerciendo diversas clases
de crueldad. Él también mató a muchas personas sin otro motivo, y disparaba a los
pizarreros por el placer de verlos caer del tejado de las casas.

Luis XI de Francia causó la muerte de 4.000 personas durante su reinado;


acostumbraba observar las ejecuciones desde una celosía cercana. Había mandado
instalar horcas en el exterior de su propio palacio, y él mismo dirigía las
ejecuciones.
No debemos pensar que la crueldad es sólo cosa de personas zafias y rudas;
se da con la misma frecuencia en las refinadas y educadas. En los primeros se
manifiesta sobre todo en una insensibilidad ante el sufrimiento de los demás; en
los últimos aparece como una pasión cuya satisfacción produce un intenso placer.

Aquellos tiranos sanguinarios, Nerón y Calígula, Alejandro Borgia y


Robespierre, cuyo mayor goce consistía en presenciar la agonía de sus semejantes,
estaban dotados de una delicada sensibilidad y gran refinamiento de gustos y
modales.

Yo he visto a una distinguida joven de considerable refinamiento y


temperamento nervioso, ensartar moscas en un hilo con la aguja, y observar con
complacencia sus sacudidas. La crueldad puede permanecer latente hasta que
despierta por accidente, y entonces estalla como una llama devoradora. Con la
pasión por la sangre sucede lo mismo que con las pasiones del amor y el odio; no
tenemos idea de la violencia con que pueden estallar hasta que ocurre algo que las
activa. El amor o el odio se adueñan de un alma que ha permanecido serena
cuando de repente cae la chispa, se inflama la pasión, y la serenidad del alma
tranquila se destruye para siempre. Una palabra, una mirada, un roce, bastan para
prender el polvorín de la pasión en el corazón, y devastar irremediablemente una
vida. Lo mismo sucede con la sed de sangre. Puede acechar en lo más profundo de
algún corazón muy querido para nosotros. Puede estar latente en el seno de la
persona que más amamos, sin que tengamos la menor sospecha de su existencia.
Quizás las circunstancias no hagan que aparezca; quizás los principios morales la
sujeten con grilletes que nunca consiga romper.

Michael Wagener[47] relata una historia horrible que sucedió en Hungría,


aunque silencia el nombre de la persona, ya que pertenecía a una familia todavía
poderosa en el país. Ilustra lo que he venido diciendo, y muestra cómo una
fruslería puede desatar la pasión hasta sus más espantosas proporciones.

«Elizabeth… tenía por costumbre vestirse bien para complacer a su esposo, y


dedicaba medio día a su arreglo personal. En una ocasión, una doncella vio algo
incorrecto en su tocado, y como recompensa por indicárselo, recibió tal bofetada
que le salió sangre por la nariz, y salpicó la cara de su ama. Una vez que se hubo
lavado las salpicaduras, le pareció que su tez era mucho más hermosa… más
blanca y más transparente en los lugares donde le había caído sangre.

»Elizabeth tomó la resolución de bañarse la cara y el cuerpo entero en sangre


humana para aumentar su belleza. La ayudaban en su empresa dos mujeres viejas
y un tal Pitzko. Este monstruo mataba a la infortunada víctima, y las viejas
recogían la sangre, en la que Elizabeth solía bañarse a las cuatro de la madrugada.
Después del baño estaba más hermosa.

»Tras la muerte de su esposo (1604) continuó con esta costumbre con la


esperanza de conseguir nuevos pretendientes. A las infelices que eran atraídas al
castillo con el pretexto de que entrarían allí a servir, las encerraban en una celda.
Allí las golpeaban hasta que se les hinchaba el cuerpo. Con frecuencia, la misma
Elizabeth torturaba a las víctimas; a menudo les cambiaba la ropa manchada de
sangre, y a continuación reanudaba sus atrocidades. Después descuartizaban los
cuerpos hinchados con navajas de afeitar.

»Ocasionalmente quemaba a las muchachas y después las descuartizaba,


pero a la mayoría las golpeaba hasta matarlas.

»Al final su crueldad se hizo tan grande que clavaba agujas a quienes se
sentaban a su lado en un carruaje, sobre todo si eran de su mismo sexo. A una de
sus sirvientas la desnudó, la untó con miel, y la expulsó así de la casa.

»Cuando estaba enferma y no podía satisfacer su crueldad, mordía a quien


se acercaba a su cama como si fuera una fiera salvaje.

»En total causó la muerte de 650 muchachas, algunas en Tscheita, en tierra


neutral donde mandó construir un subterráneo con tal propósito; otras en diversas
localidades; porque el asesinato y el derramamiento de sangre se habían
convertido para ella en una necesidad.

»Cuando finalmente no pudo engañar más a los padres de las muchachas


perdidas, el castillo fue tomado, y se descubrieron las huellas de los crímenes. Sus
cómplices fueron ejecutados y ella encarcelada de por vida».

Un ejemplo igualmente notable se puede encontrar en el informe del


mariscal de Retz, con una larga consecuencia. Era un hombre bien educado,
instruido, hábil general y cortesano; pero de repente, mientras estaba en la
biblioteca leyendo a Suetonio, le vino el impulso de matar y destrozar; cedió a él, y
se convirtió en uno de los peores monstruos de crueldad que ha dado el mundo.

En la misma línea está también el caso de Swiatek, el caníbal de Galitzia.


Este hombre era un indigente inofensivo, hasta que un día la casualidad le llevó al
escenario de un incendio. El hambre le empujó a probar los trozos asados de un ser
humano que había perecido en el fuego, y desde ese momento comió carne
humana.

M. Bertrand era un caballero francés de buen gusto y educado. Un día


holgazaneaba junto a la valla del cementerio de un tranquilo pueblo rural y
presenció un entierro. Inmediatamente le invadió un deseo irresistible de
desenterrar y despedazar el cadáver que había visto entregar a la tierra, y durante
años vivió como una hiena humana, alimentándose de muertos. Su historia se
cuenta con detalle en el capítulo decimoquinto.

Un estado anómalo del cuerpo produce algunas veces ese deseo de sangre.
Se manifiesta en ciertos casos de embarazo, cuando la naturaleza pierde su
equilibrio, y el apetito se vuelve morboso. Schenk[48] pone ejemplos.

Una mujer embarazada vio a un panadero que transportaba hogazas de pan


sobre el hombro desnudo. En seguida se sintió tan ansiosa por probar su carne que
se negó a tomar ningún alimento hasta que su marido persuadiera al panadero,
ofreciéndole una gran suma de dinero, para que permitiera que su esposa le
mordiera. El hombre accedió, y la mujer le hincó dos veces los dientes en el
hombro; pero él no aguantó más. La esposa parió gemelos en tres ocasiones, en las
dos primeras nacieron vivos, en la tercera muertos.

Una mujer en estado interesante, cerca de Andernach on the Rhine, asesinó a


su esposo, al que estaba muy apegada, se comió la mitad del cuerpo y saló el resto.
Cuando la abandonó la pasión, se dio cuenta de lo espantoso de su acción, y se
entregó a la justicia.

En 1553, una mujer degolló a su marido, y royó la nariz y el brazo izquierdo


mientras el cuerpo estaba aún caliente. Después destripó el cadáver y lo saló para
un consumo posterior. Poco después, parió tres niños, y sólo fue consciente de lo
que había hecho cuando los vecinos le preguntaron por el padre, para anunciarle el
nacimiento de los pequeños.

En el verano de 1845, los periódicos griegos publicaron una noticia sobre


una mujer embarazada que había matado a su marido con intención de asar su
hígado y comérselo.

Es sabido que la pasión de matar es dominante en algunos maníacos; a veces


va acompañada de canibalismo.

Gruner[49] informa sobre un pastor, con el juicio evidentemente trastornado,


que mató y se comió a dos hombres. Marc [50] refiere que una mujer de Unterelsas,
estando ausente de su marido, un pobre labrador, mató a su hijo, una criatura de
quince meses de edad. Le cortó las piernas en pedacitos y las guisó con col. Comió
una porción, y ofreció el resto a su marido. Es cierto que era una familia muy
pobre, pero en aquella época había carne en las casas. En la cárcel, la mujer mostró
evidentes signos de desvarío.

Los casos que comprende propiamente el epígrafe de Licantropía son


aquellos en los que la sed de sangre y el canibalismo van unidos a la locura. Los
ejemplos recogidos en el capítulo anterior muestran inequívocamente que la
alucinación acompaña al anhelo de sangre. Jean Grenier, Roulet, y otros estaban
firmemente convencidos de que habían sufrido una transformación. Una
perturbación de la mente o del cuerpo puede producir alucinaciones cuya forma
depende del carácter e instintos del individuo. Así, un hombre ambicioso, que
trabaja dominado por una monomanía, se imaginará que es rey; un avaro se
hundirá en la desesperación creyendo que está sin blanca, o se regocijará de la
inmensidad del tesoro que imagina haber descubierto. El anciano que padece
reumatismo o gota se percibe a sí mismo como hecho de porcelana o de hielo, y el
cazador de zorros grita «¡tallyhos!»[51] cada luna nueva, como si estuviera
siguiendo a una jauría. De la misma manera, el hombre cruel por naturaleza, si
tiene el cerebro mínimamente afectado, creerá que se ha transformado en el animal
más cruel y sanguinario que haya conocido.

Las alucinaciones que sufren los licántropos pueden deberse a varias causas.
Los escritores más antiguos, como Forestus o Burton, consideran la manía del
hombre lobo como una especie de locura melancólica, y algunos no estiman
necesario que el paciente crea en su transformación para considerarlo un
licántropo.

En el estado actual de los conocimientos médicos, sabemos que las


alucinaciones pueden deberse a causas muy diversas.

En casos de fiebre la sensibilidad se altera de tal manera que el paciente tiene


muchas veces una falsa apreciación del espacio que ocupan sus piernas, y cree que
están preternaturalmente distendidas o contraídas. En los casos de tifus, no es raro
que el enfermo, con el sistema nervioso alterado, crea que se ha desdoblado en la
cama, o se ha partido por la mitad, o que ha perdido las piernas. Puede creer que
sus miembros son de un material extraño y a menudo frágil, como el cristal, o
puede del mismo modo perder su personalidad y creer que se ha convertido en
mujer.
El monomaníaco que cree ser otra persona intenta penetrar en los
sentimientos, pensamientos y hábitos de la personalidad adoptada, y de la
facilidad con que lo consigue, extrae el argumento, concluyente para sí mismo, de
la realidad del cambio. Desde ese momento, habla de sí mismo con el carácter
asumido, y experimenta todas sus necesidades, deseos, pasiones, etc. Cuanto más
grande es la identificación, más se afianza el monomaníaco en su locura, cuyas
características varían con el temperamento del individuo. Si la persona tiene una
mentalidad débil, o tosca e inculta, la tenacidad con que se aferra a la metamorfosis
es menor, y resulta más difícil trazar la línea entre sus manifestaciones lúcidas y las
dementes. Así, Jean Grenier, que sufría esa clase de manía, dijo en el juicio muchas
cosas que eran verdad, pero mezcladas con las divagaciones de la locura.

La alucinación puede ser provocada también por medios artificiales, y hay


pruebas aportadas por las confesiones de los que fueron juzgados por licantropía,
de que habían utilizado esos medios artificiales. Me refiero al ungüento
mencionado con tanta frecuencia en los juicios de brujas y hombres lobo. El
siguiente episodio es del delicioso Asno de oro, de Apuleyo; demuestra que los
ungüentos eran ampliamente utilizados por las brujas con el propósito de
transformarse, incluso en su época:

«Así que a la prima de la noche tomome por la mano, y con pasos muy
sutiles, sin ningún ruido, llevome a aquella cámara alta donde la señora estaba, y
mostrome una hendedura de la puerta por donde viese lo que hacía. Lo cual
Panfilia hizo de esta manera: primeramente ella se desnudó de todas sus
vestiduras, y abierta una arquilla pequeña, sacó muchas bujetas, de las cuales,
quitada la tapadera de una y sacado de ella cierto ungüento y fregado bien entre
las palmas de las manos, ella se untó desde las uñas de los pies hasta encima de los
cabellos; y diciendo ciertas palabras entre sí al candil, comienza a sacudir todos sus
miembros, en los cuales, así temblando, comienzan poco a poco a salir plumas, y
luego crecen los cuchillos de las alas; la nariz se endureció y encorvó; las uñas
también se encorvaron, así que se tornó búho: el cual comenzó a cantar aquel triste
canto que ellos hacen, y por experimentarse comenzó a alzarse un poco de tierra, y
luego un poco más alto, hasta que con las alas cogió vuelo y salió fuera volando.
Pero ella, cuando le pluguiera, con su arte torna luego en su primera forma.

»Entonces, cuando yo vi esto, aunque no estaba encantado ni hechizado,


pero estaba atónito y fuera de mí al ver tal hazaña, […] Finalmente, tornado en mi
seso, visto lo presente como había pasado, tomé la mano a Fotis, y llegada ante mis
ojos, díjele: “Ruégote, señora, pues que se ofrece ocasión para ello, que me dejes
gozar del fruto de tu singular amor y afición que tú, señora, me tienes. Úntame con
el unto de la bujeta, por mi vida y por estos tus hermosos pechos, mi dulce señora,
prende a este tu siervo perpetuamente, con beneficio que yo nunca podré servir.
Ya, señora, hazlo ahora, porque yo, con plumas, como el dios Cupido, pueda estar
ante ti como mi diosa Venus”. […] Con mucho temor lanzose en la cámara y sacó
una bujeta de la arquilla, la cual yo comencé a besar y abrazar, rogando que me
favoreciese, volando prósperamente; así que prestamente yo me desnudé lanzando
allá todos mis vestidos, y con mucha ansia puse la mano en la bujeta y tomé un
buen pedazo de aquel ungüento, con el cual froté todos los miembros de mi
cuerpo. Ya que yo con esfuerzo sacudía los brazos, pensando tornarme en ave
semejante que Panfilia se había tornado, no me nacieron plumas, ni los cuchillos de
las alas, antes los pelos de mi cuerpo se tornaron sedas y mi piel delgada se tornó
cuero duro, y los dedos de las partes extremas de pies y manos, perdido el número,
se juntaron y tomaron en sendas uñas, y del fin de mi espinazo salió una gran cola;
pues la cara muy grande, el hocico largo, las narices abiertas, los labios colgando;
ya las orejas, alzándoseme con unos ásperos pelos, […] así que estando
considerando tanto mal como tenía, vime, no tornado en ave, sino en asno [52]».

Sabemos de qué estaban compuestos esos ungüentos. Se componían de


narcóticos, a saber, Solanum somniferum, acónito, hyosciamus, belladona, opio,
acorus vulgaris, sium. Se reducían por cocción con aceite, o grasa de niños pequeños
a los que mataban con ese fin. Se añadía sangre de murciélago, pero quizás sus
efectos eran nulos. A éstos se podían añadir otros narcóticos extraños cuyos
nombres no han trascendido.

Fuera cual fuese la causa de la alucinación, no es sorprendente que el


licántropo se imaginase transformado en animal. Los ejemplos que he expuesto
eran de pastores a los que su trabajo colocaba en una posición de antagonismo con
los lobos; no es sorprendente que estas personas, en una situación propensa a la
alucinación, imaginasen que se transformaban en fieras, y que al recordar los
daños sufridos a causa de esos animales se acusasen a sí mismas, en un estado de
locura temporal, de los actos de rapacidad cometidos por las fieras en las que
creían haberse transformado. Es sabido que hombres con las mentes trastornadas
se entregan a la justicia, acusándose de haber cometido crímenes que han ocurrido
de hecho, y que mediante la investigación se demuestra que su autoacusación es
falsa; incluso describen las circunstancias con la mayor minuciosidad, y están
completamente convencidos de su propia culpa. Sólo voy a poner un ejemplo:

En la guerra de la Revolución francesa, la fragata Hermione estaba mandada


por el Capitán Pigot, hombre duro y comandante severo. Su tripulación se
amotinó, y condujo el barco a un puerto enemigo después de matar al capitán y a
varios oficiales en circunstancias de extrema barbarie. Huyó un guardia marina,
que identificó a muchos de los criminales que más adelante fueron apresados y
entregados uno por uno, a la justicia. El señor Finlayson, registrador del Gobierno,
que tenía en aquella época un cargo oficial en el Almirantazgo, manifiesta: «En mi
experiencia he conocido a más de seis marineros que en ocasiones distintas han
confesado voluntariamente haber sido los que asestaron el primer golpe al capitán
Pigot. Estos hombres detallaban los espantosos acontecimientos del motín con una
minuciosidad extrema y una perfecta precisión; sin embargo, ninguno de ellos
estuvo jamás en el barco, ni había visto en su vida al capitán Pigot. Habían
conocido los detalles de la historia por tradición, a través de sus compañeros de
mesa. Al estar lejos, en un país extranjero, con hambre y sed de su hogar, sus
mentes se debilitan; a la larga terminan por creerse culpables del crimen al que
tantas vueltas han dado, y se resignan con un lúgubre placer a que los manden a
Inglaterra aherrojados para juzgarles. En el Almirantazgo, siempre somos capaces
de detectar y establecer su inocencia, a despecho de sus propias afirmaciones
solemnes». (London Judicial Gazette, enero, 1808).
CAPÍTULO X

Origen mitológico del mito del hombre lobo

Metempsicosis – Simpatía entre hombres y bestias – Finnbog y el oso – El osage y el


castor – Relación del alma y el cuerpo – Budismo – El caso del señor Holloway – Ideas
populares respecto al cuerpo – La derivación del leichnam alemán – Trajes de plumas –
Transmigración de las almas – Una historia vasca – Relato del Panchatantra – Ideas de los
primitivos sobre los fenómenos de la naturaleza – Trueno, rayo y nube – El origen del
Dragón – El dragón de John de Bromston, una tromba – La leyenda de Tifón –
Alegorización de los efectos de un huracán —Antropomorfosis – El cirro, un cisne celeste –
Urvaçi – La nube tormentosa, un espíritu – Vritra y Râkschasas – Historia de un brahmán
y un râkschasas.

La transformación en animales constituye una parte de todos los sistemas


mitológicos. Los dioses de Grecia solían transformarse en animales para llevar a
cabo sus propósitos con más rapidez, seguridad y secreto que en forma humana.
En la mitología escandinava, Odín tomaba apariencia de águila, Loki de salmón.
Las religiones orientales abundan en historias de transformación.

La línea de demarcación entre esto y el paso del alma de un animal a un


hombre, o del alma de un hombre a un animal (metempsicosis) es muy estrecha.

La doctrina de la metempsicosis está basada en la conciencia de la gradación


entre animales y hombres. La creencia en un mundo animal dotado de alma está
presente en los pueblos antiguos, y las leyes de la inteligencia y el instinto se
malinterpretan o se ven como un puzzle que nadie puede resolver.

El alma humana con su conciencia se consideraban algo terminado en un


estado preexistente, y en el mito de la metempsicosis rastreamos los anhelos y
tanteos del alma en pos de la fuente de la que deriva su propia conciencia,
considerando los sueños y alucinaciones como destellos de la memoria, que
registra actos sucedidos en un estado anterior de la existencia.

La filosofía moderna ha recuperado el mismo hilo de conjetura, y cree ver en


el hombre el término del desarrollo de organismos inferiores.

Se supone que después de la muerte continúa la traslación del alma. O bien


ésta se integra en el nous, en Brahma, en la deidad, o bien se hunde en la escala de
la creación y se degrada para animar un bruto. Así, pues, la metempsicosis era una
doctrina que enfatizaba los premios y los castigos, ya que la condición del alma
después de la muerte dependía de su entrenamiento durante la vida. Un hombre
salvaje y sanguinario era relegado, como en el caso de Licaón, al cuerpo de una
fiera: el alma de un hombre medroso entraba en el de una liebre, y los bebedores y
glotones se convertían en cerdos.

La inteligencia que manifestaban los animales guardaba una semejanza tan


grande con la del hombre, en la infancia y la juventud del mundo, que no debe
sorprender que nuestros antepasados fracasaran en determinar la línea de
separación entre instinto y razón. Y al fracasar en su distinción, llegaron
naturalmente a la creencia en la metempsicosis.

Lo que llevó al hombre a descubrir en las bestias algo análogo a su misma


alma no fue tan sólo un mero parecido externo imaginario entre el animal y el
hombre, sino la percepción en el reino animal de habilidades, ocupaciones, deseos,
sufrimientos y aflicciones como los suyos propios; y esto, a pesar de los contrastes
que existen entre ellos, produjo en su mente una simpatía tan fuerte que, sin
necesidad de un exceso de imaginación, adornó a los animales con sus atributos, y
con todos los poderes de su propio entendimiento. Lo veía guiado por los mismos
motivos, sujeto a las mismas leyes del honor, y movido por los mismos prejuicios;
y cuanto más alto estaba el animal en la escala, más lo consideraba como un igual.
Una ilustración singular de esto se encuentra en la Saga de Finnbog, c. XI.

«Ahora vamos a hablar de Finnbog. Avanzada la noche, cuando los hombres


dormían, se levantó, cogió sus armas y salió, siguiendo las huellas que conducían a
la lechería de la granja. Como tenía por costumbre, caminó con paso vivo
siguiendo el rastro hasta que llegó a la lechería. Allí encontró al oso tumbado;
había matado a las ovejas, y estaba tumbado sobre ellas lamiendo la sangre.
Entonces dijo Finnbog: “¡Levanta, Bruin! Prepárate para enfrentarte a mí; será más
digno que estar tumbado sobre esas ovejas muertas”.

»El oso se incorporó, lo miró, y se volvió a tumbar. Finnbog dijo: “Si te


parece que voy demasiado armado para enfrentarte a mí, mira lo que hago”, y se
quitó el yelmo y dejó a un lado el escudo. Entonces dijo: “¡Levántate ahora si te
atreves!”

»El oso se incorporó, meneó la cabeza, y se volvió a echar. Finnbog exclamó:


“¡Comprendo, quieres que estemos en las mismas condiciones!”, así que arrojó su
espada y dijo: “Sea como quieras; ahora levántate si tienes el corazón que creo que
tienes, y no el que tenían esas ovejas destrozadas”.

»Entonces Bruin se levantó y se dispuso a luchar».

El relato siguiente, que oyó J. A. Jones de boca de un indio osage, y publicó


en Traditions of the North American Indians, muestra cómo la mente primitiva pierde
la línea de demarcación entre el instinto y la razón, y cómo el hombre de los
bosques considera a los animales sus iguales:

«Un guerrero osage va en busca de esposa: admira las costumbres pulcras y


astutas del castor. De acuerdo con esto se dirige a la madriguera de un castor para
conseguir como novia a una de esta raza. En un rincón de la habitación estaba
sentada una mujer castor peinando a unos pequeños castores, a los que daba
sonoros cachetes cuando no se estaban quietos. El guerrero, es decir, el castor jefe,
le susurró al osage que era su segunda esposa, y era muy propensa a enfadarse
cuando había trabajo porque le impedía ir a visitar a sus vecinas. Aquellos a los
que peinaba eran hijos de ella, le dijo, y la que les había mandado que se frotasen la
nariz el uno con el otro era la hija mayor. A continuación, alzando la voz, dijo:
"Mujer, ¿qué tienes para comer? Seguramente el forastero tiene hambre; mira, está
pálido, no tiene la mirada viva y su paso es como el de un ratón”.

»Sin contestarle, porque era uno de sus días antipáticos, llamó en voz alta, y
entró un castor de aspecto sucio. “Ve a traer algo de comer para el forastero”, dijo.
Conque la muchacha castor pasó por una puertecita a otra habitación, y regresó en
seguida llevando unos trozos grandes de corteza de sauce que dejó a los pies del
guerrero y su huésped. Mientras el guerrero castor masticaba el sauce, y el osage
intentaba hacer lo mismo, se pusieron a charlar sobre muchos temas,
especialmente sobre las guerras entre los castores y las nutrias, y sus frecuentes
victorias sobre ellas. Le contó a nuestro padre de qué modo derribaban los castores
grandes árboles y los transportaban a los lugares donde querían hacer diques;
cómo levantaban palos en posición erguida para sus cabañas, y cómo las cubrían
con barro para protegerlas de la lluvia. Después habló de sus ocupaciones cuando
enterraban el hacha; de la paz, la felicidad y la tranquilidad de que gozaban
cuando reunidos en grupos, descansaban de su trabajo, y se entretenían charlando
y comiendo opíparamente, bañándose y jugando al juego de los huesos, y haciendo
el amor. Todo el rato, la joven castor estuvo sentada con los ojos fijos en el osage,
acercándose un poquito a cada pausa, hasta que estuvo a su lado con la pata
delantera sobre su brazo; un minuto después se la había echado alrededor del
cuello y frotaba su suave mejilla peluda contra la de él. Nuestro antepasado, por su
parte, no se resistía a recibir estas caricias, sino que las devolvía con el mismo
ardor. El castor viejo, al ver lo que sucedía, se volvió de espaldas a ellos y les
permitió ser el uno con el otro todo lo amables que quisieran. Por último, se volvió
rápidamente, mientras la doncella, sospechando lo que iba a pasar, y aparentando
sentirse avergonzada corría hacia su madre, y dijo: “Terminemos con esta tontería,
¿quieres casarte con mi hija? Está muy bien educada y es la chica más trabajadora
del poblado. Sacude en un día con su cola más paredes que ninguna otra doncella
de la nación; entre la salida del sol y la llegada de las sombras roe un árbol más
grande que muchos aguerridos castores del otro sexo. En cuanto a su ingenio,
pruébala en el juego del plato, y verás cómo gana; y respecto a limpieza, mira sus
enaguas”. Nuestro padre contestó que no ponía en duda que fuera trabajadora y
limpia, capaz de roer un árbol muy grande y de utilizar su cola con muy buenos
fines; que la amaba mucho, y deseaba hacer de ella la madre de sus hijos. Y con
esto, se formalizó el compromiso».

Estos dos relatos, tomado el uno de una saga islandesa y el otro de la


tradición india-americana, muestran claramente la unidad que la mente inculta
cree que existe entre el alma del hombre y el alma del animal. Los mismos
sentimientos impulsan tanto al hombre como a la bestia, y si sus actos son
distintos, es porque su desarrollo es diferente. El alma interior es idéntica, pero los
accidentes externos del cuerpo son distintos.

Para mucha gente, tanto rústica como cultivada, el cuerpo es un simple


ropaje que envuelve al alma. Los budistas consideran que la identidad existe sólo
en el alma, y que el cuerpo no constituye más identidad que la ropa que uno se
pone o se quita. El hombre existe como espíritu; por conveniencia se viste con un
cuerpo; unas veces el cuerpo es humano, otras animal. A medida que se eleva en la
escala espiritual, más noble es la forma animal que ocupa. El mismo Buda atravesó
varios estadios de existencia; en uno fue una liebre, y como su alma era noble, le
llevó a inmolarse para poder ofrecer hospitalidad a Indra quien, en forma de un
anciano, le imploraba alimento y asilo. El budista mira a los animales con
reverencia; un antecesor puede ocupar el cuerpo del buey que él conduce, o un
descendiente puede correr a su lado ladrando y meneando el rabo. Cuando cae en
éxtasis, su alma abandona el cuerpo durante un rato, deja a un lado su vestimenta
de carne, sangre y huesos, y regresa a ella una vez pasado el trance. Pero esta idea
no es exclusiva de los budistas; es común en todas partes. Se supone que el espíritu
o alma está aprisionado en el cuerpo, el cuerpo no es sino la lámpara a través de la
cual brilla el espíritu, se cree que «el cuerpo corruptible» «tira del alma», y el alma
es incapaz de alcanzar la felicidad perfecta mientras no se desprenda de ese cable
terrenal. Butler considera que los miembros del cuerpo son como instrumentos que
utiliza el alma para ver, oír, sentir, etc., de la misma manera que nosotros
utilizamos lentes o muletas, que podemos desechar sin menoscabo de nuestra
individualidad.

El difunto Sr. J. Holloway, del Banco de Inglaterra, hermano del grabador


del mismo nombre, contaba de sí mismo que, estando una noche en la cama sin
poder dormir, con la vista y el pensamiento fijo con inusitada intensidad en una
hermosa estrella que brillaba en la ventana, se encontró de repente con que su
espíritu abandonaba el cuerpo y se elevaba en el espacio. Pero embargado
inmediatamente por la ansiedad al pensar en la angustia de su esposa si descubría
su cuerpo aparentemente muerto a su lado, regresó y volvió a entrar en él con
dificultad. Describió este regreso como un regreso de la luz a la oscuridad, y que el
rato en que su espíritu fue libre estuvo alternativamente en la luz y en la
oscuridad, según que sus pensamientos se orientaran hacia su mujer o hacia la
estrella. La mitología popular en la mayoría de los países considera que el alma
está oprimida por el cuerpo y su redención se ve como una liberación de la «carga»
de la carne. La mente popular no se plantea la cuestión de si el alma es capaz de
actuar o expresarse por sí sola sin el cuerpo, del mismo modo que la de si el fuego
puede fabricar paño sin caldera ni maquinaria. Pero hay que subrayar que la
religión cristiana es la única que eleva el cuerpo a una dignidad igual a la del alma,
y da esperanzas de ennoblecimiento y resurrección no soñadas en ningún sistema
mitológico.

Pero la creencia popular, a pesar del categórico testimonio de las Escrituras,


es que el alma se halla cautiva mientras está unida al cuerpo, una creencia
totalmente en concordancia con la del budismo.

Si el cuerpo no es sino la jaula, como un poeta [53] nuestro se ha complacido


en llamarlo, en la que vive el alma aprisionada, es completamente posible para el
alma cambiar de jaula. Si el cuerpo no es sino un ropaje que cubre el alma, como
afirman los budistas, no es improbable que pueda cambiar ocasionalmente de
Vestidura.

Esto es evidente, y así se han originado los innumerables cuentos de


transformación y transmigración que se encuentran por todo el mundo. Que
nuestros antepasados teutones y escandinavos tenían la misma visión del cuerpo
como mera vestimenta del alma se evidencia incluso por la etimología de las
palabras leichnam, likhama, utilizadas para designar el cuerpo sin alma.

Ya he hablado de la palabra escandinava hamr, ahora quiero hacer algunas


observaciones más acerca de ella. Hamr equivale en anglosajón a hama, homa, en
sajón a hamo, en alto-alemán antiguo a hamo, en francés antiguo a homa, hama, con
las que están emparentadas las góticas gahamon, ufar-hamon, ana-hamon, ἐνδύεσѳαι,
ἐπενδύεσѳαι; and-hamon, af-hamon, ἀπεκδύειν, ἐκδύεσѳαι y también el alto-
alemán antiguo hemidi, y el moderno Hemde, ropa. Unida a otra palabra la
encontramos en lîk-hamr, en escandinavo antiguo,lîk-hamo en alto-alemán, lîk-hama
y flœsc-hama en anglosajón, lîk-hamo en sajón antiguo, y en alemán moderno Leich-
nam, cuerpo, es decir, ropaje de carne, precisamente como se llaman los cuerpos de
pájaro en escandinavo antiguo, fjaðr-hamr, en anglosajón feðerhoma, en sajón
antiguo fetherhamo, o trajes de plumas; y los cuerpos de los lobos se llaman en
escandinavo ûlfshamr, y los cuerpos de las focas kôpahamr en feroe. El significado
del antiguo verbo að hamaz es ahora evidente; es emigrar de un cuerpo a otro, y
hama-skipti es la transmigración del alma. El método de esta transmigración
consistía simplemente en cubrir el cuerpo con la piel del animal al que iba a
emigrar el alma. Cuando Loki, el dios nórdico del mal, salió en busca de Idún, que
había sido raptada, tomó prestado de Freya su traje de halcón, e inmediatamente
se convirtió, para todos los fines y efectos, en un halcón. Thiassi le persiguió
cuando se marchó de Thrymheimr, después de ponerse un traje de águila,
momento en que se convirtió en águila.

Para buscar el martillo perdido de Thor, Loki volvió a pedir a Preya el traje
de plumas, y en cuanto echó a volar con él, las plumas sonaron como si batieran la
brisa (fjað rhamr dunði).

De la misma manera habla Cxdmon de un espíritu maligno volando con


traje de plumas: «pät he mid feðerhomon» (Gen. ed. Gr. 417), y de un ángel, «puo
par suogan quam engil pes alowaldon obhana fun radure faran an feðerhamon»
(Hêlj. 171, 23), expresiones idénticas a las que utiliza cuando habla de un pájaro:
«farad an feðarhamun» (Hêlj. 50, 11).

El alma, en algunos casos, es capaz de liberarse por sí misma del cuerpo y


entrar en el de un animal o un hombre: en este modelo descansa el mito en varios
sistemas teológicos.
Entre los fineses y los lapones no es raro que un mago caiga en trance
cataléptico, y se cree que durante ese tiempo su alma viaja con mucha frecuencia
en forma corpórea, después de asumir la de un animal más apropiado para su
propósito. He puesto ejemplos en un capítulo anterior. La misma doctrina es
evidente en la mayoría de los casos de licantropía. El paciente está en estado de
trance, se vigila su cuerpo, que permanece inmóvil, pero su alma ha emigrado al
cuerpo de un lobo, dentro del cual se vivifica, y hace sus correrías. Una curiosa
historia vasca muestra que la misma superstición subsiste en ese extraño pueblo
turanio, separado por el flujo de las naciones arias de los demás miembros de su
familia. Una vez un cazador había emprendido la caza de un oso en las montañas
de los Pirineos, cuando Bruin se volvió de repente contra él y lo apretó hasta darle
muerte, pero no antes de que él hubiera infligido al bruto una herida mortal.
Cuando el cazador expiró, insufló su alma en el cuerpo del oso, y desde entonces
recorre las montañas como animal.

Un cuento del libro sánscrito de fábulas Panchatantra, proporciona un


testimonio tan notable sobre la creencia india en la metempsicosis, que me siento
tentado a hacer un resumen.

Un rey paseaba un día por el mercado de su ciudad cuando vio a un bufón


jorobado, cuyas contorsiones y bromas provocaban en los mirones estruendosas
carcajadas. Divertido por el personaje, el rey lo llevó a palacio. Poco después, un
nigromante enseñó al rey, al alcance del oído del payaso, el arte de enviar su alma
a un cuerpo distinto del suyo.

Al cabo de un rato, el monarca, deseoso de poner en práctica el


conocimiento recién adquirido, cabalgó hasta el bosque acompañado de su bufón,
que, según creía, no había oído, o en todo caso no había comprendido la lección. Se
encontraron con el cadáver de un brahmán en lo más profundo de la selva, donde
había muerto de sed. El rey, descabalgando, realizó el rito preciso, inmediatamente
su alma emigró al cuerpo del brahmán, y el suyo quedó tendido como muerto en el
suelo. Pero en el mismo instante, el jorobado abandonó su cuerpo, y se apropió del
que había sido del rey, y gritándole adiós al consternado monarca, regresó al
palacio, donde fue recibido con honores reales. Pero no pasó mucho tiempo sin que
la reina y uno de los ministros descubrieran que algo iba mal, y cuando el que
fuera rey, ahora brahmán, llegó y contó su historia, urdieron un complot para
recuperar su cuerpo. La reina le preguntó a su falso marido si podía hacer hablar a
su loro, y él en un momento de debilidad marital, prometió que le haría hablar.
Abandonó su cuerpo e introdujo su alma en el del loro. Inmediatamente, el
verdadero rey saltó fuera del cuerpo del brahmán y recuperó el que era
legítimamente suyo, y acto seguido, en compañía de la reina, procedió a retorcerle
el cuello al loro.

Pero además de la doctrina de la metempsicosis, demostrada por esta madre


de fábulas tan fértil, hay otro capítulo de la mitología popular que da origen a
historias de transformación. Entre las abundantes supersticiones existentes
relativas a la transformación, parecen haber adquirido preponderancia tres formas:
la de cisne, la de lobo y la de serpiente. En muchos relatos de estas
transformaciones, es evidente que al individuo que cambia de forma se le mira con
reverencia supersticiosa, como si fuera de una clase superior, de naturaleza divina.
En los países cristianos, todo lo relacionado con la mitología pagana se mira con
recelo por parte del clero, y cualquier poder milagroso no sancionado por la iglesia
se atribuye al diablo. Los dioses paganos se convierten en demonios, y los hechos
maravillosos que se cuentan de ellos se achacan a una mediación diabólica. Un
caso de transformación que mostrase el poder de un antiguo dios era tenido en
época cristiana por un ejemplo de brujería. Así que los relatos de transformación
estaban mal vistos, y durante mucho tiempo a quienes cambiaban de forma no se
les consideró seres celestiales, a los que venerar, sino brujos miserables
merecedores de la hoguera.

En la infancia del mundo, cuando se interpretaban mal los fenómenos


naturales, expresiones que para nosotros son poéticas tenían un significado real.
Cuando hablamos del rodar del trueno, empleamos una expresión que no va más
allá de la idea de una cierta semejanza observada entre sus estallidos y el rodar de
un carruaje; pero para una mente ignorante es algo más. El salvaje primitivo no
sabía cuál era la causa del trueno, y al establecer el parecido entre él y el sonido de
las ruedas, concluyó en seguida que el carro de los dioses partía, o que los espíritus
celestes jugaban una partida de bolos.

Nosotros hablamos de nubes aborregadas, porque nos parecen suaves y


ligeras como la lana, pero el primer hombre que estableció esa misma semejanza
creyó que las nubes ligeras eran rebaños de ovejas celestiales. O decimos que las
nubes vuelan: el salvaje utilizaba la misma expresión, cuando miraba hacia el cielo
empedrado y veía en él bandadas de cisnes recorriendo el lago celeste. Igualmente,
nos acercamos al fuego en invierno, tiritando a causa del viento, del que
observamos que aúlla alrededor de la casa, y sin embargo no suponemos que el
viento tiene voz. El hombre primitivo creía que la tenía, y como los perros y los
lobos aúllan, y el viento aullaba, y como había visto perros y lobos, concluía que el
vendaval era un sabueso nocturno, o un lobo monstruoso que recorría los campos
en la oscuridad de las noches de invierno buscando una presa.
A la vez que surgía este sistema para explicar las manifestaciones de la
naturaleza mediante analogías con el mundo animal, se iba imponiendo otra
conclusión a la mente inculta: los rebaños que vagaban por el cielo no eran de
ovejas terrenales, sino que pertenecían a seres espirituales, y quizás ellas mismas
eran también espirituales; los cisnes que volaban en lo alto, a lo lejos, por encima
del pico más elevado del Himalaya, no eran cisnes ordinarios, sino divinos y
celestiales. El lobo que aullaba salvajemente en la larga noche invernal, los
sabuesos cuyos ladridos sonaban tristes a través del negro bosque estremecido, no
eran lobos ni sabuesos de este mundo, sino que procedían del hogar de un cazador
divino, y ellos mismos eran maravillosos, seres sobrenaturales de una raza divina.

Y así, después de que las nubes se convirtieran en cisnes, las nubes cisne
pasaron a ser seres divinos, valquirias, apsaras, etc., que los mortales veían con sus
trajes de plumas, pero que ante los dioses se presentaban como doncellas. Después
de haber imaginado que el vendaval era un lobo, a continuación se le tomó por un
dios turbulento que disfrutaba cazando en forma de lobo.

He citado también la forma de serpiente como una de las preferidas en


mitología. Los antiguos veían el relámpago haciendo zigzag y retorciéndose, y
pensaban que era una ígnea serpiente celestial, una serpiente que tenía poderes
divinos, que era de hecho un ser divino que se manifestaba a los mortales bajo esa
forma. Entre los indios de Norteamérica, todavía se considera el rayo como una
gran serpiente, y se cree que el trueno es su silbido.

«¡Ah!», dijo un campesino de Magdeburgo a un profesor alemán, durante


una tormenta, al descargar sobre la tierra un vívido rayo en zigzag, «¡Qué
serpiente tan gloriosa!» Esta analogía no pasó inadvertida a los griegos.

ἒλικες δ ἐκλάμπουσι στεροπῆς ξάπυροι

Esquilo, Prometeo. 1064

δράκοντα πυρσόνωτον, ὃς ’απλατον άμφελικτὸς

῍ελκ’ ἐφροὐρει, κτανών.

Eurípides, Heracles. 395.


Y según Aristóteles, ἑλικίαι son los rayos, γραμμοειδως φερόμενοι.

Es tan difícil para nosotros olvidar todo lo que sabemos sobre los fenómenos
meteorológicos, tan arduo contemplar los cambios atmosféricos como si no
supiéramos nada de las leyes que los rigen, que estamos dispuestos a tratar de
fantásticas e improbables las explicaciones de mitos populares como las que
acabamos de mostrar.

Pero para los antiguos todas las soluciones de los problemas naturales eran
tanteos, y sólo después del fracaso de cada intento por explicar esos fenómenos con
razones sobrenaturales es cuando nos hemos encaminado hacia el descubrimiento
de la interpretación verdadera. Sin embargo, entre el vulgo persiste una gran
cantidad de mitología y se utiliza todavía para explicar misterios atmosféricos. El
otro día una muchacha de Yorkshire, a la que preguntaron por qué no le asustaban
los truenos, contestó que porque eran sólo la voz del Padre; ¿qué sabía ella del
empuje simultáneo del aire para llenar el vacío causado por el paso de la corriente
eléctrica? Para ella el ruido del trueno era la manifestación del Todopoderoso. En
el norte de Alemania, el campesino dice todavía a propósito del trueno que los
ángeles están jugando a los bolos allá arriba, y de la nieve, que están sacudiendo
los colchones de plumas en el cielo.

El mito del dragón es el que admite, quizás mejor que ningún otro, la
identificación con los fenómenos meteorológicos, a la vez que nos presenta la fase
de transición entre la teromorfosis y la antropomorfosis.

El dragón de la mitología popular no es más que la tormenta, que se levanta


en el horizonte, embiste a través del cielo batiendo sus negras alas desplegadas,
saca su ígnea lengua bífida, y despide fuego. En una leyenda eslovaca, el dragón
duerme en la caverna de una montaña durante los meses de invierno, pero al llegar
el equinoccio irrumpe fuera. «En un instante el cielo se oscureció y se puso negro
como el betún, iluminado solamente por el fuego que brotaba de la boca y los ojos
del dragón. La tierra se estremeció, las piedras rodaron por las faldas de la
montaña hasta los valles. A derecha e izquierda el dragón restalló su cola,
derribando pinos y hayas, partiéndolos como varitas. Arrojó tales chorros de agua
que se llenaron los torrentes de las montañas. Pero al cabo de un momento se
quedó sin fuerzas, dejó de restallar la cola, de soltar agua y de escupir fuego».

Creo que es imposible no ver en esta descripción una marea viva. Pero para
hacer más evidente que a la mente inculta una tormenta así le parecía un dragón,
creo que la siguiente cita de John of Brompton’s Chronicle convencerá a los más
escépticos: «Otra cosa notable es la que ocurrió cierto mes en el golfo de Satalia (en
la costa de Panfilia). Apareció un dragón grande y negro que llegó entre nubes, y
metió la cabeza dentro del agua, mientras su cola parecía girar en el cielo; y el
dragón atrajo el agua hacia sí bebiendo con tal avidez que si hubiera habido un
barco cerca, incluso cargado de hombres o de cualquier artículo pesado, mientras
bebía, lo habría succionado y elevado en los aires. Así que para evitar ese peligro
es necesario que, cuando la gente lo vea, arme un gran alboroto, y grite y golpee
palos, a fin de que el dragón se aleje al oír el ruido y las voces. Algunas personas,
no obstante, aseguran que no es un dragón, sino el sol que extrae las aguas del
mar; lo cual parece más probable[54]». Esto es lo que cuenta John de Brompton sobre
la tromba marina. En la mitología griega el dragón de la tormenta comenzó a
experimentar antropomorfosis. Tifón es hijo del Tártaro y la Tierra; al levantarse la
tormenta por el horizonte, puede pensarse que sale del seno de la tierra, y sus
características bastan para decidir su paternidad. Tifón, el torbellino o tifón, tiene
cien cabezas de dragón o de serpiente, que son las largas estrías de vapor que
corren retorciéndose delante de las nubes huracanadas. Vomita fuego, o sea, los
rayos surgidos de las nubes, y su bramido es como el aullido de perros salvajes.
Tifón asciende al cielo para guerrear con los dioses, que salen volando con formas
fantásticas. ¡Quién no es capaz de ver en este ascenso al huracán elevándose hacia
la bóveda del cielo, y en los dioses que vuelan los muchos fragmentos efímeros de
nubes blancas que se ven flotando antes de la tempestad!

Tifón, según Hesíodo, es el padre de los malos vientos, que destruyen, junto
con la lluvia y la tempestad, todo lo que los griegos llamaban lailay, trayendo
daños al agricultor y peligros al viajero.

Ἐκ δὲ Τυφωέος ἔστ’ ἀνέμων μένος ὑγρὸν ἄεπτων,

νόσφι Νότον Βορέω τε, καὶ ἀργέστεω Ζεφύρου τε

οἵ γε μὲν ἐν ѳεόφιν γενεὴ, ѳνητοῖς μέγ’ ὄνειαρ.

αἱ δ’ ἄλλαι μαψαῦραι έπιπνείουσι ѳαλασσαν.

αἱ δ’ ἤτοι πίπτουσαι ἐς ηεροειδεά πόντον,

πῆμα μέγα θνητοῖσι, κακῆ θύουσιν ἀέλλη.

ἄλλοτε δ’ ἄλλαι ἀείσι, διασκιδνᾶσι τε νῆας,

ναύτας τε φθείρουσι κακοῦ δ’ οὐ γίγνεται ἀλκὴ


ἀνδράσιν, οἵ κείνησι σινάντωνται κατὰ πόντον

αἱ δ’ αὐ καὶ κατὰ γαῖαν ἀπείριτον, ἀνθεμόεσσαν,

ἔργ᾽ ἐρατὰ φθείρονσι χαμαιγενέων ἀνθρώπων,

πιμπλεῦσαι κόνιός τε καὶ ἀργαλέου κολοσυρτοῦ.

Hesíodo, Teogonía 870, sig.

Tanto en la mitología doméstica griega moderna como en la lituana, el


dragón se ha convertido en ogro, un gigante en el que perduran pocos atributos
dragontinos. Von Hahn, en Griechische und Albanesische Mãrchen, narra muchos
cuentos de dragones, y en todos se han perdido las antiguas características, y el
dragón es simplemente un gigante con poderes mágicos y sobrehumanos.

Lo mismo sucede entre los campesinos lituanos. Un dragón anda sobre dos
piernas, habla, coquetea con una dama, y se casa con ella; Mantiene su disposición
diabólica, pero se ha deshecho de las escamas y las alas.

Éste es el cambio que se ha producido en la concepción vulgar del dragón,


que es una personificación de la tormenta. Un cambio similar se ha producido en
los mitos de la doncella cisne y el hombre lobo.

En la antigua mitología india védica las apsaras eran doncellas celestes que
habitaban el éter, entre la tierra y el sol. Su nombre, que significa «las sin forma» o
«las que entran en el agua» —no es segura su derivación correcta— es
representativo de los altos cirros, que cambian constantemente de forma, y flotan
aparentemente como cisnes en el mar azul del cielo. Estas apsaras, según la
creencia védica, eran aficionadas a cambiar de forma, apareciendo generalmente
como patos o cisnes, y ocasionalmente como seres humanos. Se les daban las almas
de los héroes como amantes o como esposos. Uno de los mitos más bonitos de la
India primitiva es la historia de la apsaras Urvaçî. Urvaçî amaba a Puravaras y se
convirtió en su esposa, con la condición de que ella no debía verle nunca en estado
de desnudez. Vivieron juntos muchos años, hasta que las compañeras celestes de
Urvaçî decidieron que tenía que regresar junto a ellas. Así que engañaron a
Puravaras para que abandonara el lecho en la oscuridad de la noche, y entonces
con un relámpago lo expusieron en su desnudez ante su esposa, que se vio por
tanto obligada a abandonarlo. Él la siguió, embargado de tristeza por su pérdida, y
la encontró al fin nadando en un estanque de loros, en forma de cisne.

Creo que es más que probable que este relato no sea una mera invención,
sino restos de una explicación mitológica de fenómenos naturales, como se
encuentran con ligeras variaciones en todo el mundo. Dado que todas las ramas
arias conservan la historia, o rastros de ella, no puede dudarse de que la creencia
en las doncellas cisne, que nadaban en el mar celestial, y se convertían a veces en
esposas de los hombres afortunados que se las ingeniaban para robarles sus
vestidos de plumas, formaba parte del antiguo sistema mitológico de la familia
aria, antes de que se rompiera en las razas india, persa, griega, latina, rusa,
escandinava, teutona, y otras. Pero aún más, como el mismo mito se encuentra en
tribus no arias, y alejadas del contacto con las supersticiones europeas o indias —
como por ejemplo, entre los samoyedos y los indios americanos—, es posible
incluso que esta historia sea una tradición del primer tronco primigenio del
hombre.

Pero ya es hora de que deje los cirros del verano y regrese a la nube de lluvia
nacida de la tormenta. En la antigua mitología india está representada por Vritra o
Râkshasas. Al principio, la forma de estos espíritus era vaga y oscura. Vritra se
utiliza a menudo como apelativo de nube, y kabhanda, antiguo nombre de la nube
de lluvia, se convirtió en épocas posteriores en el nombre de un demonio. De
Vritra, que cubre de vapor las montañas, se dice: «La oscuridad permanece
reteniendo el agua, las montañas yacen en el seno de Vritra». Gradualmente, Vritra
va quedando sobre todo como un espíritu, y se le describe como un «devorador»
de proporciones gigantescas. De la misma manera adquiere Râkshasas forma
corpórea e individualidad. Es un gigante deforme «como una nube», de barba roja
y cabello rojo, con dientes puntiagudos y protuberantes, prestos para desgarrar y
devorar carne humana. Tiene el cuerpo cubierto de gruesos pelos hirsutos, abierta
la inmensa boca, mira a un lado y a otro al andar, codiciando carne y sangre de
hombres, para satisfacer su hambre rabiosa, y apagar la sed que le consume. Al
anochecer, su fuerza se multiplica. Puede cambiar de forma a voluntad. Frecuenta
los bosques y vaga aullando por la selva; en resumen, es para los hindúes lo que el
hombre lobo para los europeos.

Un râkshasa recorría un bosque; un día se tropezó con un brahmán, saltó de


un brinco sobre sus hombros, y aferrado a ellos, exclamó: «¡Ea, voy contigo!» Y el
brahmán, temblando de miedo, continuó andando con él. Pero observó que los
pies del râkshasa eran tan delicados como los estambres de un loto, y entonces le
preguntó: «¿Cómo es que tienes unos pies tan débiles y finos?» El râkshasa
respondió: «Nunca camino ni toco la tierra con los pies. He hecho voto de no
hacerlo». Al cabo llegaron a un gran estanque. Entonces el râkshasa rogó al
brahmán que le esperase en la orilla mientras se bañaba y rezaba a los dioses. Pero
el brahmán pensó: «En cuanto se hayan terminado esos rezos y abluciones, me
hará pedazos con sus colmillos y me comerá. Ha hecho voto de no andar. ¡Me voy
a toda prisa!» Así que echó a correr, y el râkshasa no se atrevió a seguirle por miedo
a romper su voto. (Panchatantra, V. 13). Hay un relato parecido en el Mahâbhârata,
XIII, y en el Kathá Sarit Ságara, V. 49-53.

Lo dicho hasta aquí muestra suficientemente que los fenómenos naturales


han dado lugar a historias mitológicas, y que esas historias se han ido deteriorando
poco a poco, y se han degradado en supersticiones vulgares. He mostrado también
que tanto la doctrina de la metempsicosis como las explicaciones mitológicas de los
cambios meteorológicos han dado lugar a numerosas fábulas, entre otras a la
popular y extendida superstición de la licantropía. Pasaré ahora del mito a la
historia, y pondré ejemplos de sed de sangre, crueldad y canibalismo.
CAPÍTULO XI

El Maréchal de Retz.– I. La investigación de los cargos

Introducción – Historia de Gilles de Laual – El castillo de Machecoul – Rendición


del Mariscal – Interrogatorio de testigos – Carta de De Retz – El duque de Bretaña, reacio a
actuar – El obispo de Nantes.

Me propongo exponer con detalle la historia del hombre cuyo nombre


encabeza este capítulo, porque creo que los hechos que voy a narrar no se han
expuesto nunca con exactitud al público inglés. Puede que el nombre de Gilles de
Retz sea muy conocido, pues han aparecido bosquejos de su sangrienta carrera en
muchas biografías, pero son unos bosquejos incompletos, escritos a partir de un
material insuficiente. Sólo Michelet se atrevió a dar al público una idea de los
crímenes que llevaron a un mariscal de Francia al patíbulo, y las revelaciones que
hizo fueron tales que, en palabras de Henry Martin, «esta edad de hierro, que
parecía incapaz de sorprenderse ante cualquier maldad, se ha visto sacudida por el
espanto».

Michelet sacó la información del resumen de las actas relativas al caso,


hecho por orden de Ana de Bretaña en la Biblioteca Imperial. Los documentos
originales estaban en la biblioteca de Nantes, y gran parte de ellos fueron
destruidos durante la Revolución de 1789. Pero se había hecho un cuidadoso
análisis de ellos, y este valioso compendio, al que Michelet no pudo acceder, cayó
en manos de Lacroix, eminente anticuario francés, que publicó una memoria sobre
el mariscal a partir de la información así obtenida, y su trabajo, con mucho el más
completo y detallado que ha aparecido, es el que condenso en los capítulos
siguientes.

«La imaginación más monstruosamente depravada», dice Henry Martin, «no


habría concebido jamás lo que se reveló en el juicio». Lacroix se vio obligado a
echar un velo sobre muchas de las cosas que trascendieron, y yo debo reducirlas
aún más. Sin embargo, digo lo suficiente para mostrar que este memorable juicio
presenta horrores que probablemente no se han superado en los anales de la
historia.

Durante el año 1440, corrió por Bretaña, y especialmente por el antiguo pays
de Retz, que se extiende al sur del Loira, desde Nantes hasta Paimboeuf, el terrible
rumor de que un poderoso noble de Bretaña, Gilles de Laval, Maréchal de Retz, era
culpable de unos crímenes de naturaleza extremadamente diabólica.

Gilles de Laval, hijo mayor de Guy de Laval, segundo de su nombre, sire de


Retz, había engrandecido la rama joven de la ilustre casa de Laval por encima de la
rama más antigua, que estaba emparentada con la familia reinante en Bretaña.
Perdió a su padre cuando tenía veinte años, y quedó dueño de una vasta herencia
territorial, que acrecentó merced a su matrimonio con Catharine de Thouars en
1420. Gastó parte de su fortuna en la causa de Carlos VII, y en el fortalecimiento de
la corona francesa. Durante siete años consecutivos, de 1426 a 1433, estuvo
ocupado en acciones militares contra los ingleses; su nombre se cita siempre junto
a los de Dunois, Xaintrailles, Florent d’Illiers, Gaucourt, Richmont, y los servidores
más leales al rey. Sus servicios fueron muy pronto reconocidos por el rey, que le
nombró mariscal de Francia. En 1427 atacó el castillo de Lude, y lo tomó al asalto;
mató con sus propias manos al comandante de la plaza; al año siguiente conquistó
a los ingleses la fortaleza de Rennefort, y el castillo de Malicorne; en 1429, tomó
parte activa en la expedición de Juana de Arco para liberar Orleans, y en la
ocupación de Jargeau, y estaba con ella en el foso cuando la hirió una flecha en las
murallas de París.

Mariscal, canciller y chambelán del rey, participó en la dirección de los


asuntos públicos y consiguió pronto la entera confianza de su señor. Acompañó a
Carlos a Reims para su coronación, y tuvo el honor de portar la oriflama, traída
para la ocasión de la abadía de S. Remi. Su intrepidez en el campo de batalla era
tan notable como su sagacidad en el consejo, y demostró ser tan excelente guerrero
como astuto político.

De repente, para sorpresa de todos, abandonó el servicio de Carlos VII, y


envainó la espada para siempre, retirándose al campo. La muerte de su abuelo
materno, Jean de Craon, en 1432, le hizo tan inmensamente rico, que sus rentas se
estimaban en 300.000 libras; sin embargo, en dos años, debido a su excesiva
prodigalidad, llegó a perder una parte considerable de su herencia. Vendió
Mauléon, S. Etienne de Malemort, Loroux-Boterau, Pornic y Chantolé a su pariente
Juan V., duque de Bretaña, y cedió otras tierras y derechos señoriales al obispo de
Nantes, y al capítulo de la catedral de esa ciudad.

Pronto se extendió el rumor de que esas grandes cesiones de territorio eran


sobornos hechos al duque y al obispo, para impedir que el uno confiscara sus
bienes y el otro le excomulgara por los crímenes de los que el pueblo le acusaba en
voz baja; pero estos rumores probablemente no tenían fundamento, porque al final
resultó difícil persuadir al duque de la culpabilidad de su pariente, y el obispo fue
quien mayor empeño puso en instigar el juicio.

El mariscal raramente visitaba la corte ducal, pero iba con frecuencia a la


ciudad de Nantes, donde ocupaba el Hôtel de la Suze, con una comitiva
principesca. Iba siempre acompañado de una guardia de doscientos hombres de
armas, y un numeroso séquito de pajes, caballeros, capellanes, cantores, astrólogos,
etc., a quienes pagaba generosamente.

Cada vez que abandonaba la ciudad, o se trasladaba a otra de sus sedes,


estallaban los lamentos de los pobres, reprimidos durante su estancia. En cuanto el
último del grupo del mariscal abandonaba el vecindario, corrían las lágrimas, se
proferían maldiciones y un gemir continuo se elevaba al cielo. Había madres que
habían perdido a sus hijos, niños de pecho robados dela cuna, niños arrebatados
casi de los brazos maternos, y por triste experiencia se sabía que no volverían a ver
a los pequeños desaparecidos.

Pero en ninguna parte de la comarca cayó tan espesamente la sombra de este


gran temor como en los pueblos de las inmediaciones del castillo de Machecoul,
tenebroso château, constituido por inmensas torres y rodeado de profundos fosos,
residencia muy frecuentada por De Retz, a pesar de su aspecto sombrío y
repulsivo. Esta fortaleza estaba siempre en condiciones de resistir un asedio: el
puente levadizo alzado, el rastrillo bajado, las puertas cerradas, los hombres en
armas y las culebrinas siempre cargadas en el bastión. Nadie, excepto sus
sirvientes, había entrado en este misterioso refugio y había salido con vida. En la
comarca vecina circulaban en voz baja extrañas historias de terror y satanismo, y
hasta se había observado que la capilla del castillo estaba magníficamente
engalanada con tapicerías de seda y paños de oro, que los vasos sagrados tenían
piedras preciosas incrustadas, y que las vestiduras de los sacerdotes eran
suntuosas. También sorprendía la excesiva devoción del mariscal: se decía que oía
misa tres veces al día, y que sentía pasión por la música sacra. Se decía que había
pedido permiso al papa para que le precediese un cruciferario en las procesiones.
Pero cuando el anochecer se adueñaba del bosque, y una a una se iluminaban las
ventanas del castillo, los campesinos señalaban un ventanuco en lo alto de cierta
torre aislada, que irradiaba una suave luz en la oscuridad; hablaban de un violento
resplandor rojo que iluminaba a veces la cámara, y de gritos agudos que salían de
ella, y atravesaban los bosques silenciosos para no ser respondidos más que por el
aullido del lobo que abandonaba su cubil para emprender sus correrías nocturnas.

Algunos días, a determinadas horas, bajaba el puente levadizo, y los


servidores de De Retz salían a la entrada a distribuir ropa, dinero y alimentos a los
mendigos que se arremolinaban a su alrededor pidiendo limosna. Era frecuente
que hubiera niños entre los pordioseros: como también que uno de los servidores
les prometiese alguna golosina si iban a la cocina a buscarla. A los niños que
aceptaban el ofrecimiento no se les volvía a ver más.

En 1440, la exasperación largo tiempo contenida de la gente, rompió toda la


contención, y unánimemente acusaron al mariscal del asesinato de sus hijos, a los
que, según dijeron, había sacrificado al diablo.

Esta acusación llegó a oídos del duque de Bretaña, pero la desdeñó; y no


habría dado ningún paso para investigar la verdad, de no haber insistido uno de
sus nobles en que lo hiciera. Al mismo tiempo, Jean de Châteaugiron, obispo de
Nantes, y el noble y sabio Pierre de l’Hospital, gran senescal de Bretaña,
escribieron al duque expresando con mucha decisión su opinión de que la
acusación exigía una investigación exhaustiva.

Juan V., reacio a actuar contra un pariente, contra un hombre que había
servido tan bien a su país, y que tenía una posición tan elevada, cedió al fin a su
petición y los autorizó a prender a las personas del sire de Retz y sus cómplices. Un
serjent d’armes, Jean Labbé, fue encargado de esta difícil misión. Eligió a un grupo
de compañeros resueltos, veinte en total, y a mediados de septiembre se
presentaron a la puerta del castillo, y requirieron al sire de Retz para que se
rindiese. En cuanto Gilles oyó que en la puerta había una tropa con la librea de
Bretaña, preguntó quién era su jefe. Al recibir la respuesta «Labbé», se sobresaltó,
se puso pálido, se santiguó, y se dispuso a rendirse, comentando que era imposible
desafiar al destino.

Años antes, uno de sus astrólogos le había asegurado que un día caería en
manos de un Abbé, y hasta ese momento De Retz había supuesto que la profecía
significaba que con el tiempo se haría monje[55].

Gilles de Sillé, Roger de Briqueville, y otros cómplices huyeron, pero Henriet


y Pontou se quedaron con él.
Bajaron el puente levadizo y el mariscal ofreció su espada a Jean Labbé. El
gallardo sargento se acercó, se arrodilló ante el mariscal, y desenrolló un
pergamino sellado con el sello de Bretaña.

—¿Cuál es el contenido de ese pergamino? —dijo Gilles de Retz con


dignidad.

—Nuestro buen sire de Bretaña os manda, mi señor, por este documento,


que me sigáis a la rica ciudad de Nantes, para justificaros de unas acusaciones
criminales hechas contra vos.

—Sin demora os seguiré, amigo mío, contento de obedecer la voluntad de mi


señor de Bretaña: pero para que no se diga que el Seigneur de Retz ha recibido un
mensaje sin largueza, ordeno a mi tesorero, Henriet, que os dé, a vos y a vuestros
compañeros, veinte coronas de oro».

—¡Muchas gracias, Monseigneur! Ruego a Dios que os conceda buena y larga


vida.

—Rogad a Dios tan sólo que tenga piedad de mí, y perdone mis pecados.

El mariscal mandó ensillar los caballos, y abandonó Machecoul con Pontou y


Henriet, que habían unido su suerte a la de él.

En los pueblos por los que pasaba la pequeña tropa, los lugareños
observaban con viva emoción atravesar sus calles al temido Gilles de Laval,
detenido por soldados con la librea del duque de Bretaña, y sin la compañía de
ninguno de sus propios soldados. Los caminos y las calles se llenaban de gente, los
campesinos abandonaban los campos, las mujeres las cocinas, los labradores los
bueyes en el arado, para acudir al camino de Nantes. La cabalgata proseguía en
silencio. La multitud que se había congregado para verla había enmudecido. De
pronto se alzó una aguda voz de mujer:

—¡Mi hijo! ¡Devuélveme a mi hijo!

Entonces un rugido salvaje, furioso, brotó de los labios de la muchedumbre,


y resonó a lo largo del camino de Nantes, y sólo se extinguió cuando las grandes
puertas del Château de Bouffay se cerraron tras el prisionero.

Toda la población de Nantes estaba conmocionada, y se decía que la


investigación sería fingida, que el duque protegería a su pariente, y que el blanco
de la execración general se libraría con la cesión de algunas de sus tierras.

Y ése habría sido probablemente el resultado del juicio, si el obispo de


Nantes y el gran senescal no hubieran intervenido con determinación en el asunto.
No dieron tregua al duque hasta que accedió a su demanda de una investigación
completa y un juicio público.

Juan V. designó a Jean de Toucheronde para que recogiera información, y


tomara nota de los cargos que se presentaban contra el mariscal. Al mismo tiempo
se le dio a entender que no debía exprimir el asunto, y que los cargos por los que se
iba a juzgar al mariscal debían suavizarse lo más posible.

El comisario, Jean de Toucheronde, abrió la investigación el 18 de


septiembre, asistido sólo por su escribano, Jean Thomas. Los testigos eran
introducidos aisladamente o en grupos si eran parientes. Al entrar, el testigo se
arrodillaba ante el comisario, besaba el crucifijo, y juraba decir la verdad y nada
más que la verdad con la mano sobre los Evangelios: después, refería los hechos
relacionados con la acusación, dentro delo que él conocía, sin que nadie le
interrumpiese ni interrogase.

La primera en presentarse fue Perrine Loessard, vecina de la Roche-Bernard.

Relató, con lágrimas en los ojos, que hacía dos años, en el mes de
septiembre, el sire de Retz había pasado con todo su séquito por la Roche-Bernard,
procedente de Vannes, y se había alojado con Jean Collin. Ella vivía enfrente de la
casa en que estaba el noble.

Su hijo, el más guapo del pueblo, un chico de diez años, había llamado la
atención de Pontou, y quizás del mismo mariscal, que estaba en la ventana
apoyado en el hombro de su escudero.

Pontou habló con el niño y le preguntó si le gustaría entrar en el coro; el


chico respondió que su ambición era ser soldado.

—Bien —dijo el escudero—, yo te equiparé.

El chico asió entonces la daga de Pontou, y expresó su deseo de llevar al


cinto un arma como aquélla. Al ver esto, la madre corrió a él y le hizo soltar la
daga, diciendo que el chico iba muy bien en el colegio y avanzaba con las letras,
porque un día sería monje. Pontou la disuadió de su proyecto, y le propuso
llevarse al niño con él a Machecoul, y educarle para ser soldado. Desde luego, le
había pagado cien sueldos para comprar un traje al chico, y había obtenido
permiso para llevárselo.

Al día siguiente su hijo montó en un caballo comprado para él a Jean Collin


y abandonó el pueblo con el séquito del sire de Retz. En la despedida la pobre
madre se acercó llorando al mariscal y le rogó que fuese amable con el niño. Desde
entonces no había podido obtener ninguna información sobre su hijo. Estaba atenta
siempre que el sire de Retz pasaba por la Roche-Bernard, pero nunca había visto a
su niño entre los pajes. Había preguntado a varios hombres del mariscal, pero se
habían reído de ella; la única respuesta que obtuvo fue: «No tengas miedo. Está, o
bien en Machecoul, o en Tiffauges, o en Pornic, o en cualquier otro sitio». El relato
de Perrine fue corroborado por Jean Collin, su esposa y su suegra.

Jean Lemegren y su esposa, Alain Dulix, Perrot Duponest, Guillaume


Portayer, Etienne de Monclades, y Jean Lefebure, todos ellos habitantes de S.
Etienne de Montluc, declararon que un niño pequeño, hijo de Guillaume Brice de
dicha parroquia, al haber perdido a su padre cuando tenía nueve años, vivía de la
caridad, y recorría la comarca mendigando.

Este niño, llamado Jamet, desapareció de repente a mediados de verano, y


nunca se supo qué había sido de él; pero se abrigaron fuertes sospechas de que se
lo había llevado una vieja bruja que había aparecido poco antes por la vecindad, y
había desaparecido a la vez que el niño.

El 27 de septiembre, Jean de Toucheronde, asistido por Nicolás Chateau,


notario de la corte de Nantes, recibió las deposiciones de varios habitantes de Pont-
de-Launay, junto a Bouvron: a saber, de Guillaume Fourage y esposa; de Jeanne,
esposa de Jean Leflou; y de Richarde, esposa de Jean Gandeau.

Estas deposiciones, aunque muy vagas, proporcionaron materia suficiente


para apoyar las sospechas sobre el mariscal. Dos años antes, un niño de doce años,
hijo de Jean Bernard, y otro niño de la misma edad, hijo de Ménégué, fueron a
Machecoul. El hijo de Ménégué regresó solo al atardecer, contando que su
compañero le había pedido que le esperase en el camino mientras él iba a
mendigar a las puertas del sire de Retz. El hijo de Ménégué dijo que esperó tres
horas, pero que su compañero no regresó. La esposa de Guillaume Fourage declaró
que a esa hora había visto al chico con una vieja bruja, que le llevaba de la mano
hacia Machecoul. La misma tarde esa bruja pasó por el puente de Launay, y la
esposa de Fourage le preguntó qué había sido del pequeño Bernard. La vieja no se
detuvo, y sólo contestó que estaba bien provisto. No habían visto al chico desde
entonces. El 28 de septiembre, el duque de Bretaña agregó otro comisario, Jean
Couppegorge, y un segundo notario, Michel Estallure, a Toucheronde y Chateau.

A continuación se presentaron los habitantes de Machecoul, una pequeña


ciudad sobre la que el sire de Retz ejercía un poder absoluto, para deponer contra
su señor. André Barbier, zapatero, declaró que en la Pascua anterior había
desaparecido un niño, hijo de su vecino Georges Lebarbier. Había sido visto por
última vez recogiendo ciruelas detrás del hotel Rondeau. Esta desaparición no
sorprendió a nadie en Machecoul, y nadie se atrevió a comentarla. André y su
esposa vivieron a diario con terror a perder a su propio hijo. Habían ido de
peregrinación a S. Jean d’Angely, y allí les habían preguntado si en Machecoul
tenían costumbre de comer niños. A su vuelta se enteraron de que habían
desaparecido dos niños —el hijo de Jean Gendron y el de Alexandre Châtellier.
André Barbier hizo algunas preguntas sobre las circunstancias de su desaparición,
y le aconsejaron que contuviera la lengua y cerrara los oídos, si no quería que lo
arrojaran a una mazmorra del señor de Machecoul.

—¡Válgame Dios! —dijo—. ¿Debo creer que un espíritu se lleva y se come a


nuestros pequeños?

—Cree lo que quieras —fue el consejo que le dieron—. pero no hagas


preguntas.

Mientras tenía lugar esta conversación, pasó uno de los hombres de armas
del mariscal, y todos los que estaban hablando pusieron pies en polvorosa. André,
que había echado a correr con los demás, sin saber exactamente por qué huía, se
encontró junto a la iglesia de la Santa Trinidad con un hombre que lloraba
amargamente y exclamaba:

—¡Ay, Dios mío!, ¿no me devolverás a mi pequeño? —a este hombre


también le habían robado el hijo.

Licette, esposa de Guillaume Sergent, que vivía en La Boncardière, en la


parroquia de S. Croix de Machecoul, había perdido a su hijo hacía dos años y no lo
había vuelto a ver desde entonces; suplicó a los comisarios con lágrimas en los ojos
que se lo devolvieran.

—Lo dejé en casa —dijo— mientras iba al campo con mi marido a sembrar
lino. Era un crío hermoso, y tan bueno como hermoso. Tenía que cuidar de su
hermanita, que tenía año y medio. Al volver a casa, encontré a la niña, pero pudo
decirme qué había sido de él. Después encontramos en el pantano un capotillo rojo
de lana que había pertenecido a mi pobre angelito; pero dragamos en vano el
pantano, no encontramos nada más, excepto claras evidencias de que no se había
ahogado. Un buhonero que vendía agujas e hilos pasó por Machecoul en aquel
tiempo, y me dijo que una vieja vestida de gris, con una caperuza negra en la
cabeza, le había comprado varios juguetes, y que poco después le adelantó
llevando a un niño pequeño de la mano.

Georges Lebarbier, que vivía junto a la puerta del châtelet de Machecoul,


informó sobre la forma en que había desaparecido su hijo. El chico era aprendiz de
Jean Pelletier, sastre de Mme. de Retz y del personal del castillo. Parecía progresar
en su profesión, cuando el año anterior, por el día de san Bernabé, fue a jugar a la
pelota al prado del castillo. No regresó nunca del juego.

Este joven, y su maestro, Jean Pelletier, tenían la costumbre de comer y beber


en el castillo, y siempre se reían de las siniestras historias que contaba la gente.

Guillaume Hilaire y su esposa confirmaron las declaraciones de Lebarbier.


Dijeron también que conocían la pérdida de los hijos de Jean Gendron, Jeanne
Rouen y Alexandre Châtellier. El hijo de Jean Gendron, de doce años, vivía con el
dicho Hilaire y aprendía con él el oficio de desollador. Trabajaba en la tienda desde
los siete u ocho años, y era un muchacho constante y muy trabajador. Un día
Messieurs Gilles de Sillé y Roger de Briqueville entraron en la tienda a comprar un
par de guantes de caza. Preguntaron si el pequeño Gendron podía llevar un
mensaje suyo al castillo. Hilaire se apresuró a dar el consentimiento, y el chico
recibió por anticipado el pago por ir —un angelus de oro— y partió prometiendo
que volvería en seguida. Pero no regresó. Esa noche Hilaire y su esposa, al ver a
Gilles de Sillé y Roger de Briqueville que regresaban al castillo, corrieron a
preguntarles qué había sido del aprendiz. Respondieron que no tenían idea de
dónde estaba, ya que habían estado ausentes cazando, pero que era posible que lo
hubieran enviado a Tiffauges, otro castillo de De Retz.

Guillaume Hilaire, cuyas deposiciones fueron más claras y explícitas que las
de los demás, afirmó que Jean Dujardin, criado de Roger de Briqueville, le había
dicho que sabía de un barril oculto en el castillo, lleno de cadáveres de niños. Dijo
que había oído a menudo decir a la gente que los niños eran atraídos al castillo, y
después asesinados, pero que le habían parecido patrañas. Dijo, además, que no se
acusaba al mariscal de intervenir en los crímenes, sino que se creía que los
culpables eran sus sirvientes.
El mismo Jean Gendron declaró sobre la pérdida de su hijo, y añadió que el
suyo no era el único niño desaparecido misteriosamente en Machecoul. Sabía de
otros treinta desaparecidos.

Jean Chipholon, padre e hijo, Jean Aubin, y Clément Doré, todos vecinos de
la parroquia de Thomage, declararon que habían conocido a un pobre hombre de
la misma parroquia, llamado Mathelin Thomas, que había perdido a su hijo, de
doce años, y que había muerto de pena a consecuencia de ello.

Jeanne Rouen, de Machecoul, que había vivido nueve años de incertidumbre


sobre si su hijo estaba vivo o muerto, declaró que se habían llevado al niño cuando
cuidaba las ovejas. Pensó que lo habían devorado los lobos, pero dos mujeres de
Machecoul, ya fallecidas, habían visto a Gilles de Sillé acercarse al pastorcillo,
hablar con él y señalar el castillo. Poco después, el muchacho había echado a andar
en esa dirección. El marido de Jeanne Rouen fue al castillo a preguntar por su hijo,
pero no pudo obtener información. La siguiente vez en que Gilles de Sillé apareció
por la ciudad, la desconsolada madre le suplicó que le devolviera al niño. Gilles
respondió que no sabía nada de él, pues había estado con el rey en Amboise.

Jeanne, viuda de Aymery Hedelin, que vivía en Machecoul, también había


perdido hacía ocho años a un hijito cuando perseguía mariposas por el bosque. En
la misma época se llevaron a otros cuatro niños, los de Gendron, Rouen, y Macé
Sorin. Ella dijo que la historia que circulaba por el país era que Gilles de Sillé
robaba niños para entregarlos a los ingleses, con el fin de obtener el rescate de su
hermano, que estaba cautivo. Pero añadió que esta información se atribuía a los
sirvientes de Sillé, y que eran ellos quienes la propagaban.

Uno de los últimos niños que desapareció fue el de Noël Aise, que vivía en
la parroquia de S. Croix.

Un hombre de Tiffauges le dijo (a Jeanne Hedelin) que por cada niño robado
en Machecoul se llevaban siete de Tiffauges.

Macé Sorin confirmó la deposición de la viuda Hedelin, y repitió las


circunstancias relacionadas con la pérdida de los hijos de Châtellier, Rouen,
Gendron, y Lebarbier.

Perrine Rondeau entró en el castillo con la compañía de Jean Labbé. Entró en


un establo y encontró un montón de ceniza y polvo, que tenía un olor malsano y
peculiar. En el fondo de una artesa encontró una camisa de niño llena de sangre.
Varios habitantes del burgo de Fresnay, a saber, Perrot, Parqueteau, Jean
Soreau, Catherine Degrépie, Gilles Garnier, Perrine Viellard, Marguerite Rediern,
Marie Carfin, Jeanne Laudais, dijeron que habían oído a Guillaume Hamelin, la
Pascua anterior, lamentarse de la pérdida de dos hijos.

Isabeau, esposa de Guillaume Hamelin, confirmó estas deposiciones,


diciendo que los había perdido hacía siete años. En aquella época tenía cuatro
hijos; el mayor, de quince años, y el menor, de siete, fueron juntos a Machecoul a
comprar pan, pero no volvieron. Estuvo esperándolos toda la noche y la mañana
siguiente. Oyó que se había perdido otro niño, el hijo de Michaut Bonnel de S. Ciré
de Retz.

Guillemette, esposa de Michaut Bonnel, dijo que se habían llevado a su hijo


mientras cuidaba las vacas.

Guillaume Rodigo y su esposa, que vivían en Bourg-neuf-en-Retz,


declararon que la víspera del pasado día de san Bartolomé, el sire de Retz se había
alojado con Guillaume Plumet en su pueblo.

Pontou, que acompañaba al mariscal, vio a un muchacho de quince años,


llamado Bernard Lecanino, criado de Rodigo, a la puerta de su casa. El muchacho
no hablaba bien el francés, sino sólo el bajo bretón. Pontou le llamó por señas y
habló con él en voz baja. Esa noche, a las diez, Bernard dejó la casa de su amo,
estando Rodigo y su mujer ausentes. La criada que lo vio salir, le gritó que no
había retirado la mesa de la cena, pero él no hizo caso de lo que decía. Rodigo,
enojado por la pérdida de su criado, preguntó a algunos de los hombres del
mariscal qué había sido de él. Le contestaron burlones que ellos no sabían nada del
pequeño bretón, pero que probablemente lo habrían enviado a Tiffauges para
adiestrarle como paje de su señor.

Marguerite Sorain, la doncella antes aludida, confirmó la declaración de


Rodigo, añadiendo que Pontou había entrado en la casa y hablado con Bernard.
Guillaume Plumet y esposa confirmaron lo que habían dicho Rodigo y Sorain.

Thomas Aysée y su esposa declararon sobre la pérdida de su hijo, de diez


años, que había ido a pedir a la puerta del castillo de Machecoul; y una niña lo vio
entrar en el castillo porque le habían ofrecido comida.

Jamette, esposa de Eustache Drouet de S. Léger, envió a dos hijos, uno de


diez años y el otro de siete, al castillo para conseguir una limosna. No los había
vuelto a ver desde entonces.

El 2 de octubre los comisarios celebraron otra sesión, y las acusaciones se


agravaron, y los sirvientes del mariscal aparecieron cada vez más implicados.

Se demostró la desaparición de otros trece niños en circunstancias que


arrojaron fuertes sospechas sobre los habitantes del castillo. No daré los detalles,
porque se parecen mucho a los de las deposiciones anteriores. Baste decir que
antes de que los comisarios cerrasen la encuesta, un heraldo del duque de Bretaña
con tabardo azul hizo sonar tres veces la trompeta desde las escaleras de la torre de
Bouffay, emplazando a todos los que tuvieran acusaciones adicionales que aportar
contra el sire de Retz, a presentarse sin demora. Al no presentarse nuevos testigos,
el caso se consideró cerrado, y los comisarios visitaron al duque llevando en mano
la información que habían recogido.

El duque dudó mucho tiempo sobre los pasos que debía dar. ¿Debía él
juzgar y sentenciar a un pariente, el más poderoso de sus vasallos, el más valiente
de sus capitanes, canciller del rey, mariscal de Francia?

Mientras seguía indeciso sobre el camino que debía seguir, recibió una carta
de Gilles de Retz, que produjo un efecto totalmente distinto del que había
pretendido.

«MI SEÑOR PRIMO Y HONORABLE SIRE:

»Quizás es cierto que yo soy el más detestable de todos los pecadores, ya


que he pecado horriblemente una y otra vez, aunque nunca he abandonado mis
deberes religiosos. He oído muchas misas, vísperas, etc., he ayunado en la
Cuaresma y en las vigilias, he confesado mis pecados lamentándolos sinceramente,
y he recibido la sangre de Nuestro Señor al menos once veces al año.

»Desde que languidezco en prisión, esperando vuestra honorable justicia,


me siento abrumado por un arrepentimiento incomparable de mis crímenes, que
estoy dispuesto a confesar y a expiar satisfactoriamente.

»Por lo tanto os suplico, mi señor primo, que me deis permiso para retirarme
a un monasterio, y llevar allí una vida digna y ejemplar. No me importa a qué
monasterio se me envíe, pero quiero que todos mis bienes, etc., sean distribuidos
entre los pobres, que son los miembros de Jesucristo en la tierra… Esperando
vuestra gloriosa clemencia, en la cual confío, ruego a Dios nuestro Señor que os
proteja a vos y a vuestro reino.
»Quien se dirige a vos lo hace con toda humildad terrena,

»FRAY GILLES,

»Carmelita de intención»

El duque leyó esta carta a Pierre de l’Hospital, presidente de Bretaña, y al


obispo de Nantes, que eran los más decididos a seguir con el juicio. Les horrorizó
el tono de este terrible mensaje, y aseguraron al duque que el caso era tan claro, y
los pasos dados tan inequívocos, que les era imposible permitir que De Retz
escapase del juicio con una artimaña tan impía como la que proponía. Mientras
tanto, el obispo y el gran senescal habían puesto en marcha una investigación en el
castillo de Machecoul, y habían encontrado numerosas huellas de restos humanos.
Pero no se pudo hacer un registro completo, porque el duque, ansioso por proteger
lo más posible a su pariente, rehusó autorizarlo.

El duque citó entonces a sus principales oficiales y celebró consejo con ellos.
Se pusieron unánimemente del lado del obispo y de l’Hospital, y como Juan
todavía dudaba, el obispo de Nantes se levantó y dijo:

—Monseñor, este caso corresponde a la iglesia tanto como a vuestra corte.


En consecuencia, si vuestro presidente de Bretaña no otorga el caso al tribunal
secular, ¡por el Juez de los cielos y la tierra!, que yo citaré al autor de esos crímenes
execrables para que comparezca ante nuestro tribunal eclesiástico.

La determinación del obispo obligó al duque a ceder, y se decidió que el


juicio continuara sin trabas ni impedimentos.

Mientras tanto, la infeliz esposa de Gilles de Retz, que se había separado de


él durante un tiempo y que abominaba de sus crímenes, aunque todavía lo amaba
como esposo, se apresuró a acudir al duque con su hermana para solicitar perdón
para el miserable. Pero el duque se negó a recibirla. Entonces fue a Amboise a
interceder ante el rey por quien había sido en otro tiempo su amigo íntimo y
consejero.
CAPÍTULO XII

El Maréchal de Retz.– II. El juicio.

El aspecto del mariscal – Pierre de l’Hospital – La requisición Aplazamiento del


juicio – Encuentro del mariscal con sus servidores – La confesión de Henriet – Pontou es
persuadido de que lo confiese todo – No se acelera el juicio aplazado – La indecisión del
duque de Bretaña.

El 10 de octubre, Nicolas Château, notario del duque, fue al Château de


Bouffay a leerle al prisionero el requerimiento para que compareciese en persona a
la mañana siguiente ante Messire de l’Hospital, presidente de Bretaña, senescal de
Rennes, y Justicia mayor del ducado de Bretaña.

El sire de Retz, que se creía ya novicio de la orden carmelita, se había vestido


de blanco, y estaba cantando letanías. Una vez leído el requerimiento, ordenó a un
paje que sirviera vino y bizcocho al notario, y a continuación volvió a sus oraciones
aparentando compunción y piedad.

A la mañana siguiente, Jean Labbé y cuatro soldados le condujeron a la sala


de justicia. Pidió que le acompañasen Pontou y Henriet, pero no se lo permitieron.

Se adornó con todas sus insignias militares, como si quisiera imponerse a sus
jueces; llevaba alrededor del cuello pesadas cadenas de oro y varios collares de
órdenes de caballería. Su traje, a excepción del jubón, era blanco, en señal de
arrepentimiento. El jubón era de seda gris perla, tachonado con estrellas de oro, y
ceñido en el talle por un cinturón escarlata, del que pendía un puñal en vaina de
terciopelo escarlata. El cuello, las bocamangas y el borde del jubón eran de armiño
blanco, el pequeño casquete redondo o chapel era blanco, rodeado por una tira de
armiño, piel que sólo tenían derecho a llevar los grandes señores de Bretaña. El
resto de su vestimenta, hasta los zapatos, que eran largos y puntiagudos, era
blanco.
Nadie hubiera pensado a primera vista que el sire de Retz fuese de
naturaleza tan cruel y depravada como se suponía. Al contrario, su semblante era
sereno y flemático, algo pálido y con expresión de melancolía. El cabello y el bigote
eran de color castaño claro, y llevaba la barba cortada con esmero. Esta barba, que
no se parecía a ninguna otra, era negra, pero bajo determinada luz adquiría un
tinte azulado, y esta peculiaridad era la que había dado al sire de Retz el
sobrenombre de Barbazul, nombre que va unido a él en el romance popular,
aunque su historia ha sufrido sorprendentes metamorfosis.

Pero una observación más atenta del semblante de Gilles de Retz, de la


contracción de los músculos de la cara, el temblor nervioso de la boca, el
fruncimiento espasmódico de las cejas, y sobre todo la siniestra expresión de sus
ojos, revelaba que había algo extraño y aterrador en aquel hombre. A intervalos
rechinaba los dientes como una fiera salvaje a punto de arrojarse sobre su presa, y
entonces contraía los labios de tal manera, como si se le encogieran y pegaran a los
dientes, por así decir, que no se podía distinguir su color.

A veces también se quedaba con los ojos fijos, y las pupilas, con una luz
sombría palpitando en ellas, se dilataban hasta tal punto que el iris parecía llenar
toda la órbita, que se convertía en un círculo hundido en el cráneo. Entonces su tez
se volvía lívida y cadavérica; la frente, especialmente sobre la nariz, se cubría de
profundas arrugas, y la barba se le erizaba, y adquiría tonalidades azuladas. Pero,
al cabo de unos momentos, sus rasgos volvían a serenarse, con una suave sonrisa
posada sobre ellos, y su expresión se relajaba en una vaga y delicada melancolía.

—Messires —dijo, saludando a sus jueces—, os ruego que deis curso a mi


asunto, y despachéis lo más rápidamente posible mi infortunado caso; porque
estoy especialmente ansioso por consagrarme al servicio de Dios, que ha
perdonado mis graves pecados. No dejaré de dotar, os lo aseguro, a varias iglesias
de Nantes, y distribuiré la mayor parte de mis bienes entre los pobres, para
asegurar la salvación de mi alma.

—Monseigneur—replicó gravemente Pierre de l’Hospital—: siempre está bien


pensar en la salvación del alma; pero, con vuestro permiso, pensad que de lo que
ahora se trata es de la salvación de vuestro cuerpo.

—He confesado con el padre superior de los carmelitas —respondió el


mariscal con tranquilidad—; y gracias a su absolución, estoy en condiciones de
comulgar: por lo tanto estoy libre de culpa y purificado.
—La justicia de los hombres no se hace en común con la de Dios,
monseigneur, y no puedo deciros cuál va a ser vuestra sentencia. Aprestaos a
defenderos, y escuchad los cargos presentados contra vos, que va a leer M. le
Lieutenant du Procureur de Nantes.

El oficial se levantó y leyó el siguiente pliego de cargos, que doy


condensado:

—Habiendo oído las amargas quejas de varios habitantes de la diócesis de


Nantes, cuyos nombres se citan a continuación (aquí siguen los nombres de los
padres de los niños desaparecidos), nos, Philippe de Livron, lieutenant assesseur de
Messire le Procureur de Nantes, hemos invitado, e invitamos, al muy noble y muy
sabio Messire Pierre de l’Hospital, presidente de Bretaña, etc., a juzgar al muy alto
y poderoso señor, Gilles de Laval, sire de Retz, Machecoul, Ingrande y otras plazas,
canciller de su Majestad el Rey, y mariscal de Francia:

»Por cuanto el dicho sire de Retz ha secuestrado y mandado secuestrar a


varios niños, no sólo diez o veinte, sino treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, cien,
doscientos, o más, a los que inhumanamente ha asesinado y matado, y después
quemado sus cuerpos para convertirlos en cenizas:

»Por cuanto perseverando en el mal, el dicho sire, pese a la autoridad


establecida por Dios, y a que todos deben ser súbditos obedientes de su príncipe…,
atacó a Jean Leferon, súbdito del duque de Bretaña, siendo el dicho Jean Leferon
guardián de la fortaleza de Malemort, en nombre de Geoffrey Leferon, su
hermano, al que el dicho señor había cedido la posesión de dicha plaza:

»Por cuanto el dicho sire obligó a Jean Leferon a rendirle dicha plaza, y
además volvió a apropiarse del señorío de Malemort a pesar de la orden del duque
y de la justicia:

»Por cuanto el dicho sire prendió a Masterjean Rousseau, sargento del


duque, al que habían enviado con órdenes del dicho duque, y golpeó a sus
hombres con su propio bastón, aunque estas personas estaban bajo la protección de
su gracia:

»Concluimos que el dicho sire de Retz, homicida de hecho y de intención,


según el primer cargo, rebelde y felón según el segundo, debe ser condenado a
sufrir castigo corporal, y a pagar un tanto de sus posesiones en tierras y bienes en
feudos al dicho noble, y que éstos sean confiscados y remitidos a la corona de
Bretaña».

Esta requisición estaba redactada evidentemente con la intención de salvar


la vida del sire de Retz; porque se presentaba el delito de homicidio sin
circunstancias agravantes, de manera que podía ser negado o archivado, mientras
que a los delitos de felonía y rebelión contra el duque de Bretaña se les daba una
importancia exagerada.

A Gilles de Retz le habían advertido sin duda del curso que se iba a seguir, y
se había preparado para negar totalmente los cargos presentados en la primera
relación.

—Monseigneur —dijo Pierre de l’Hospital, a quien la forma de la requisición


había asombrado visiblemente—: ¿Qué justificación podéis alegar? jurad sobre los
Evangelios que vais a declarar la verdad.

—¡No, Messire! —contestó el mariscal—. Los testigos están obligados a


declarar lo que saben bajo juramento, pero al acusado nunca se le hace prestar
juramento.

—Así es —repuso el juez—. Porque al acusado se le puede poner en el potro


y forzarle a decir la verdad, así que como gustéis.

Gilles de Retz se puso pálido, se mordió los labios, y lanzó una mirada de
odio virulento a Pierre de l’Hospital; después recompuso el semblante y dijo
aparentando calma:

—Messires, no negaré que he procedido erróneamente en el caso de Jean


Rousseau; pero, como excusa, dejadme decir que el dicho Rousseau estaba repleto
de vino, y que se comportaba con tal falta de decoro hacia mí en presencia de mis
sirvientes que era totalmente intolerable. Tampoco voy a negar que me vengué de
los hermanos Leferon: Jean declaró que su Gracia de Bretaña me había confiscado
la fortaleza de Malemort, que yo le había vendido y que aún no me había pagado;
y Geoffrey Leferon proclamó a los cuatro vientos que yo estaba a punto de ser
expulsado de Bretaña por traidor y rebelde. Para castigarlos volví a apoderarme de
mi fortaleza de Malemort. En cuanto a las demás acusaciones, no diré nada acerca
de ellas, son simplemente falsas y calumniosas.

—¡Claro! —exclamó Pierre de l›Hospital cuya sangre hervía de indignación


contra el miserable que permanecía ante él con tanta insolencia—. ¡Todos esos
testigos que se lamentan de haber perdido a sus hijos mienten bajo juramento!
—Sin duda, si me acusan de tener algo que ver con la pérdida de sus hijos.
¿Por qué tengo yo que saber de ellos, soy acaso su guardián?

—¡La respuesta de Caín! —exclamó Pierre de l’Hospital, levantándose de su


asiento con la vehemencia de la emoción—. Pero ya que negáis solemnemente esas
acusaciones, tendremos que interrogar a Henriet y a Pontou.

—¡A Henriet, a Pontou! —gritó el mariscal temblando—; ¡seguro que ellos


no me acusan de nada!

—Todavía no, no los han interrogado, pero están a punto de ser traídos al
tribunal, y supongo que no mentirán en presencia de la justicia.

—Solicito que no traigan a mis servidores como testigos contra su amo —


dijo el mariscal, con los ojos dilatados, las cejas fruncidas, y la barba azul erizada
en las mejillas—: un amo está por encima de las charlatanerías y acusaciones de
sus servidores.

—¿Creéis entonces, messire, que vuestros servidores os van a acusar?

—Solicito que, como mariscal de Francia y barón del ducado, se me proteja


de las calumnias de gentes insignificantes a las que repudio como servidores, si son
desleales a su amo.

—Messire, veo que tendremos que poneros en el potro, o no sacaremos nada


de vos.

—¡Bien! Apelo a su gracia el duque de Bretaña, y pido un aplazamiento,


porque debo consultar sobre los cargos presentados contra mí, que he negado, y
que vuelvo a negar.

—Sea, aplazamos el caso hasta el 25 de este mes, de manera que podáis estar
bien preparado para refutar las acusaciones.

En el camino de vuelta a la prisión, el mariscal se cruzó con Henriet y


Pontou que eran conducidos al tribunal. Henriet fingió no ver a su señor, pero
Pontou rompió a llorar al encontrarse con él. El mariscal le ofreció la mano, y
Pontou se la besó con afecto.

—Recordad lo que he hecho por vosotros y sed servidores leales —dijo


Gilles de Retz. Henriet retrocedió con un estremecimiento, y el mariscal siguió su
camino.

—Hablaré —murmuró Henriet—; porque tenemos otro amo además de


nuestro pobre señor de Retz, y pronto estaremos con el del cielo.

El presidente ordenó al escribano que volviera a leer la requisición del


lieutenant, ya que los dos presuntos cómplices de Gilles de Retz debían estar
informados de los cargos presentados contra su amo. Henriet rompió a llorar,
tembló violentamente, y exclamó que quería contarlo todo. Pontou, alarmado,
intentó impedir que hablase su compañero, y dijo que Henriet estaba mal de la
cabeza, y que lo que iba a decir eran delirios de su locura.

Le impusieron silencio.

—Voy a hablar claro —prosiguió Henriet—; pero no me atrevo a hablar de


los horrores que sé que han ocurrido ante esa imagen de nuestro Señor Jesucristo.
—Y señaló temblando un gran crucifijo que había sobre la silla del juez.

—Henriet —gimió Pontou, apretándole la mano—, te destruirás a ti mismo


tanto como a tu amo.

Pierre de l’Hospital se levantó, y cubrieron solemnemente la imagen de


nuestro Redentor.

A Henriet le costó sobreponerse a su agitación, y comenzó sus revelaciones.

Lo que sigue es lo sustancial de ellas:

Al abandonar la Universidad de Angers, ocupó el puesto de lector en la casa


de Gilles de Retz. El mariscal le tomó cariño, y le nombró su chambelán y
confidente.

Con ocasión de la toma de posesión del sire de la Suze, hermano del sire de
Retz, del castillo de Chantoncé, Charles de Soenne, que había ido a Chantoncé,
aseguró a Henriet que había descubierto en las mazmorras de una torre a
numerosos niños muertos, unos sin cabeza y otros espantosamente mutilados.
Henriet pensó entonces que eso no era más que una calumnia inventada por el sire
de la Suze.

Pero cuando algún tiempo después el sire de Retz volvió a tomar el castillo
de Chantoncé y se lo cedió al duque de Bretaña, una noche citó en su habitación a
Henriet, a Pontou y a un tal Petit Robin; los dos últimos estaban ya al tanto de los
secretos de su señor. Pero antes de confiarle algo a Henriet, De Retz le tomó
solemne juramento de que nunca revelaría lo que iba a decirle. Una vez hecho el
juramento, el sire de Retz, dirigiéndose a los tres, dijo que por la mañana un oficial
del duque tomaría posesión del castillo en nombre del duque, y que antes de que
esto sucediera, había que vaciar un pozo de cadáveres de niños, meter los cuerpos
en cajas y llevarlos a Machecoul.

Henriet, Pontou y Petit Robin fueron juntos, provistos de sogas y garfios, a


la torre donde estaban los cadáveres. Trabajaron sin parar toda la noche sacando
cuerpos medio descompuestos, y con ellos llenaron tres grandes cajones, que
enviaron en barco por el Loira a Machecoul, donde fueron reducidos a cenizas.

Henriet contó treinta y seis cabezas de niños, pero había más cuerpos que
cabezas. Aquel trabajo nocturno, dijo, impresionó profundamente su imaginación
y le persiguió constantemente la visión de esas cabezas rodando como en un juego
de bolos y entrechocando con un lúgubre gemido.

Pronto empezó Henriet a recoger niños para su amo, y estaba presente


mientras los mataba. Los asesinaban invariablemente en una habitación de
Machecoul. El mariscal acostumbraba bañarse en su sangre; le gustaba mandar a
Gilles de Sillé, Pontou, o Henriet que los torturasen, y experimentaba un intenso
placer observando su agonía. Pero su gran pasión era bañarse en su sangre. Sus
servidores clavaban un puñal en la yugular del niño, y dejaban que la sangre
saliera a chorros sobre él. La habitación solía estar empapada de sangre. Una vez
cometida la horrible fechoría, y cuando el niño ya había muerto, el mariscal se
sentía lleno de aflicción por lo que había hecho, y se arrojaba sobre una cama
llorando y rezando, o recitaba fervientes oraciones y letanías arrodillado, mientras
sus sirvientes limpiaban el suelo, y quemaban en una enorme chimenea los
cuerpos de los niños asesinados. Con los cuerpos quemaban la ropa y todo lo que
había pertenecido a las pequeñas víctimas.

Un olor insoportable llenaba la habitación, pero el Mariscal de Retz lo


aspiraba con deleite.

Henriet reconoció que había visto matar así a cuarenta niños, y fue capaz de
dar una descripción de varios de ellos, de modo que se los pudo identificar con los
niños cuya pérdida se había denunciado.

—Es completamente imposible —dijo el lieutenant, a quien habían sugerido


que hiciese cuanto pudiese por salvar al mariscal—; es imposible quemar
cadáveres en la chimenea de una habitación.

—Pues, de todos modos, se hizo, messire —replicó Henriet—. La chimenea


era muy grande, tanto la del hotel Suze como la de Machecoul; amontonábamos
gran cantidad de gavillas y leños, y colocábamos a los niños muertos entre ellos.
En pocas horas se había terminado la operación, y arrojábamos las cenizas por la
ventana al foso.

Henriet recordó el caso de los dos hijos de Hamelin; dijo que mientras
torturaban a uno, el otro estuvo arrodillado sollozando y rezando a Dios en espera
de que le llegase el turno.

—Lo que has contado respecto a los excesos de Messire de Retz —exclamó el
lieutenant du procureur—, me parece pura invención, y desprovisto de toda
probabilidad. Los mayores monstruos de iniquidad no han cometido nunca
semejantes crímenes, excepto quizás algunos césares de la antigua Roma.

—Messire, eran las acciones de esos césares lo que quería imitar mi señor de
Retz. Yo solía leerle las crónicas de Suetonio, y de Tácito, en las que están
registradas sus crueldades. Él disfrutaba escuchándolas, y decía que le
proporcionaba más placer cortarle la cabeza a un niño que asistir a un banquete. A
veces, él mismo se ponía sobre el pecho de un pequeño, y con un cuchillo le
cercenaba la cabeza de un solo tajo; a veces le cortaba el cuello muy despacio hasta
la mitad, para que el niño fuera languideciendo, y se lavaba las manos y la barba
en su sangre. Unas veces mandaba cortarle todos los miembros a la vez; otras, nos
ordenaba colgar a los niños hasta que estuviesen casi muertos, y entonces bajarlos
y degollarlos. Recuerdo haberle llevado a tres niñas que pedían limosna a las
puertas del castillo. Me mandó degollarlas mientras él miraba. André Bricket
encontró a otra niña llorando en la escalera de su casa de Vannes porque había
perdido a su madre. Le llevó en brazos a la criaturita —era casi un bebé— a mi
señor, y la mataron delante de él. Pontou y yo tuvimos que llevarnos el cuerpo. Lo
arrojamos a una letrina de una de las torres; pero el cadáver se enganchó en un
clavo de la pared exterior, así que podía verla cualquiera que pasase. Bajaron a
Pontou colgado de una cuerda, y lo desenganchó con gran dificultad.

—¿Cuántos niños calculas que han matado el sire de Retz y sus servidores?

—La lista es larga. Por mi parte, confieso que he matado doce con mis
propias manos, por orden de mi amo, y le he llevado unos sesenta. Yo sabía que
estas cosas ocurrían antes de ser introducido en el secreto; el castillo de Machecoul
había estado ocupado durante un corto intervalo de tiempo por el sire de la Sage.
Mi señor lo recuperó rápidamente, porque sabía que había muchos cadáveres de
niños ocultos en un henil. Había allí cuarenta, completamente resecos y negros
como el carbón, porque los habían carbonizado. Una de las criadas de Madame de
Retz fue al sobrado por casualidad y vio los cadáveres. Roger de Briqueville quiso
matarla, pero el mariscal no le dejó.

—¿No tienes nada más que declarar?

—Nada. Pido a Pontou, mi amigo, que corrobore lo que he dicho.

Esta deposición, tan minuciosa y detallada, causó en los jueces un profundo


horror. La imaginación humana en aquel tiempo no había penetrado esos misterios
de refinada crueldad. En varias ocasiones, mientras hablaba Henriet, el presidente
mostró su estupor e indignación santiguándose. En varias ocasiones la cara se le
puso como la grana, y cerró los ojos; se apretó la frente con la mano, para
cerciorarse de que no era víctima de una pesadilla, y un estremecimiento de horror
le sacudió por entero.

Pontou no había intervenido en la revelación de Henriet; pero cuando éste


apeló a él, levantó la cabeza, miró tristemente a la corte, y suspiró.

—Etienne Cornillant, alias Pontou, te conmino en nombre de Dios y de la


justicia, a que declares cuanto sepas.

Esta orden de Pierre de l’Hospital quedó sin respuesta, y Pontou pareció


reafirmarse en su decisión de no acusar a su amo.

Pero Henriet, arrojándose a los brazos de su cómplice, le imploró que si en


algo tenía su alma, no endureciera más su corazón a las llamadas de Dios, sino que
revelase los crímenes que había cometido junto al sire de Retz.

El lieutenant du procureur, que hasta entonces había procurado atenuar o


desautorizar las acusaciones presentadas contra Gilles de Retz, hizo un último
intento de contrarrestar las perjudiciales confesiones de Henriet, e impedir que
Pontou cediese.

—Habéis escuchado, monseigneur —dijo al presidente—, las atrocidades


confesadas por Henriet, y como yo, las consideráis puras invenciones del aquí
presente, hechas con enconado odio y envidia con intención de destruir a su señor.
Por ello solicito que se someta a tormento a Henriet, para obligarle a que
desmienta sus anteriores declaraciones.

—Olvidáis —repuso de l’Hospital— que el tormento es para los que no


confiesan, no para los que reconocen libremente sus crímenes. Por lo tanto ordeno
que se dé tormento al segundo acusado, Etienne Cornillant, alias Pontou, si
continúa callado. ¡Pontou! ¿Quieres hablar o no?

—¡Monseigneur, hablará! —clamó Henriet—. ¡Oh, Pontou, querido amigo, no


te resistas más a Dios!

—Está bien, messeigneurs —dijo Pontou con emoción—, os daré satisfacción;


no puedo defender a mi pobre señor contra las alegaciones de Henriet, que ha
confesado todo por temor a la condenación eterna.

Seguidamente confirmó todas las declaraciones del otro, añadiendo otros


hechos dela misma naturaleza que sólo él conocía.

A pesar de la confesión de Pontou y Henriet, no se aceleró el aplazado juicio.


Habría sido fácil detener a algunos cómplices del miserable; pero el duque, que
estaba informado de todas las diligencias, no deseaba aumentar el escándalo
incrementando el número de acusados. Incluso prohibió que se hiciesen
investigaciones en los castillos y mansiones del sire de Retz, por miedo a que
saliesen a la luz pruebas de nuevos crímenes, más misteriosos y horribles que los
ya divulgados.

El espanto que se había extendido por la comarca a raíz de las revelaciones


ya hechas pedía que la religión y la moral, tan brutalmente ultrajadas, fueran
reparadas con presteza. La gente se extrañaba del retraso en dictar sentencia, y en
Nantes se afirmaba abiertamente que el sire de Retz era lo bastante rico como para
comprar su vida. Es cierto que Madame de Retz volvió a solicitar al rey y al duque
que perdonasen a su marido; pero el duque, aconsejado por el obispo, no quiso
ejercer su autoridad para interferir en el curso de la justicia; y el rey, después de
enviar a uno de sus consejeros a investigar el caso, decidió no intervenir.
CAPÍTULO XIII

El Maréchal de Retz.– III. Sentencia y ejecución.

Aplazamiento del juicio – El mariscal confiesa – El caso para al Tribunal


eclesiástico – Medidas concretas tomadas por el obispo – La sentencia – Su ratificación por
el Tribunal secular – La ejecución.

El 24 de octubre se reanudó el juicio contra el Maréchal de Retz. El


prisionero entró vestido con hábito de carmelita, se arrodilló y rezó en silencio
antes de que comenzara el interrogatorio. A continuación, recorrió el tribunal con
la mirada, y la visión del potro, el torno y las cuerdas hizo que le sacudiera un
ligero estremecimiento.

—Messire Gilles de Laval —comenzó el presidente—, comparecéis ante mí


ahora por segunda vez para responder a cierta requisición leída por M. le
Lieutenant du Procureur de Nantes.

—Responderé sinceramente, monseigneur—dijo el prisionero con calma—,


pero me reservo el derecho de apelación a la benigna intervención de la muy
venerada majestad del Rey de Francia, de quien soy, o he sido, chambelán y
mariscal, como puede demostrarse por mis privilegios debidamente registrados en
el parlamento de París…

—Esto no es competencia del rey de Francia —interrumpió Pierre de


l’Hospital—; aunque seáis chambelán y mariscal de su Majestad, sois también
vasallo de su Gracia el duque de Bretaña.

—No lo niego; sino que, por el contrario, confío en que su Gracia de Bretaña
me permita retirarme al convento de carmelitas, para hacer allí penitencia por mis
pecados.
—Eso ya se verá; ¿vais a confesar, o debo mandaros al potro?

—¡No me torturéis! —exclamó Gilles de Retz—; confesaré todo. Decidme


antes, ¿qué han dicho Henriet y Pontou?

—Han confesado. M. le Lieutenant du Procureur os leerá sus alegaciones.

—No lo haré —dijo el lieutenant, que seguía mostrándose a favor del


acusado—; ¡Las tengo por falsas hasta que Messire de Retz las confirme bajo
juramento, y no lo permita Dios!

Pierre de l’Hospital hizo un gesto de cólera para poner coto a esta


escandalosa manifestación en favor del acusado, y seguidamente indicó con la
cabeza al escribano que leyese los testimonios.

El sire de Retz, al oír que sus servidores habían hecho tan explícita confesión
de sus acciones, se quedó mudo, como fulminado por un rayo. Comprendió que
era inútil dar respuestas ambiguas, y que tenía que confesarlo todo.

—¿Qué tenéis que decir? —preguntó el presidente una vez leídas las
confesiones de Henriet y Pontou.

—Decid lo que os pueda beneficiar, mi señor —terció el lieutenant du


procureur, como para indicar al acusado la línea que debía seguir—; ¿esas mentiras
abominables y esas calumnias inventadas van a causar vuestra ruina?

—¡Ay, no! —replicó el sire de Retz; con el rostro pálido como la muerte—:
Henriet y Pontou han dicho la verdad. Dios les ha desatado la lengua.

—¡Mi señor! Descargaos del peso de vuestros crímenes, reconocedlos ahora


mismo —dijo M. de l’Hospital gravemente.

—¡Messires! —dijo el prisionero, después de un momento de silencio—: es


absolutamente cierto que he robado a las madres sus pequeños; y que he matado a
sus hijos, o mandado que los matasen, degollándolos con dagas o cuchillos, o
cortándoles la cabeza con un hacha; también he utilizado sus cráneos rotos como
martillos o palos; unas veces les cortaba los miembros uno a uno; otras los
destripaba para examinarles el corazón y las entrañas; a veces los estrangulaba o
les daba una muerte lenta; y una vez que habían muerto, quemaba sus cuerpos y
los reducía a cenizas.
—¿Cuando comenzasteis esas prácticas execrables? —preguntó Pierre de
l’Hospital, desconcertado por la franqueza de esas terribles confesiones—: El
maligno debió de poseeros.

—Salió de mí mismo, sin duda por instigación del diablo: pero esos actos de
crueldad me proporcionaban siempre un placer incomparable. El deseo de cometer
tales atrocidades se apoderó de mí hace ocho años. Dejé la corte para ir a
Chantoncé a reclamar la propiedad de mi abuelo, que había fallecido. En la
biblioteca del castillo encontré un libro en latín, creo que de Suetonius, lleno de
descripciones de las crueldades de los emperadores romanos. Leí las fascinantes
historias de Tiberio, Caracalla y otros césares, y del placer que encontraban
presenciando la agonía de niños torturados. Así que decidí imitar y superar a esos
mismos césares, y empezar esa misma noche. Durante algún tiempo, no confié el
secreto a nadie, pero después se lo comunique a mi primo, Gilles de Sillé, después
a Master Roger de Briqueville, al que siguieron Henriet, Pontou, Rosignol, y Robin.
—A continuación confirmó todos los datos proporcionados por sus dos sirvientes.
Confesó unos ciento veinte asesinatos en un solo año.

—¡Unos ochocientos en menos de siete años! —exclamó Pierre de l’ Hospital,


con un grito de dolor—: ¡Ah, messire, estabais poseído!

Su confesión fue lo bastante detallada y explícita como para que el


Lieutenant du Procureur no dijera una palabra más en su defensa; pero intercedió
para que se transfiriera el caso al tribunal eclesiástico, ya que había confesiones de
invocaciones al diablo y de brujería mezcladas con las de asesinato. Pierre de
l’Hospital dijo que el objeto del lieutenant era ganar tiempo para que Mme. de Retz
hiciera un nuevo intento de obtener perdón; sin embargo, no fue capaz de resistir,
así que consintió que se transfiriera el caso al tribunal del obispo.

Pero el obispo no era hombre que dejase escapar el asunto, e


inmediatamente un sargento del obispo requirió a Gilles de Laval, sire de Retz,
para que se presentase sin dilación ante el tribunal eclesiástico. Al mariscal le
desconcertó esta citación inesperada, y no pensó en recurrir contra ella;
simplemente firmó su disposición a cumplirla, y fue conducido en seguida al
tribunal eclesiástico reunido a toda prisa para juzgarle.

Este nuevo juicio duró sólo unas horas.

El mariscal, ahora completamente acobardado, no intentó defenderse, sino


que trató de sobornar al obispo para que se mostrase indulgente, con promesas de
ceder todas sus tierras y bienes a la Iglesia, y pidió que le fuera permitido retirarse
al monasterio de los carmelitas de Nantes.

Su petición fue rechazada terminantemente y se dictó sentencia de muerte


contra él. El 25 de octubre, después de pronunciar juicio el tribunal eclesiástico, se
trasladó la sentencia al tribunal secular, que ahora no tenía ningún pretexto para
aplazar la ratificación.

Hubo alguna vacilación sobre la clase de muerte que debía sufrir el mariscal.
No había unanimidad sobre este punto entre los miembros del tribunal secular. El
presidente lo sometió a votación, y él mismo recogió los votos; después se volvió a
sentar, se cubrió la cabeza y dijo con voz solemne:

—El tribunal, a pesar de la calidad, dignidad y nobleza del acusado, le


condena a ser colgado y quemado. Por consiguiente, os exhorto, ya que habéis sido
condenado, a que pidáis perdón a Dios, y gracia para bien morir, con gran
contrición por haber cometido dichos crímenes. Y dicha sentencia deberá
ejecutarse mañana por la mañana, entre las once y las doce. —Parecida sentencia se
dictó contra Henriet y Pontou.

Al día siguiente, 26 de octubre, a las nueve de la mañana, una gran


procesión, formada por la mitad de la población de Nantes, el clero y el obispo
portando el sagrado Sacramento, salió de la catedral y recorrió la ciudad visitando
las iglesias más importantes, donde se dijeron misas por los tres condenados.

A las once los prisioneros fueron conducidos al lugar de la ejecución, que


estaba en la pradera de Biesse, en la orilla más lejana del Loira.

Se habían levantado tres horcas, una más alta que las otras, y debajo de cada
una había una pila de haces de leña, alquitrán y broza.

Era un día magnífico, con brisa, sin una sola nube en el cielo azul; el Loira
dejaba correr hacia el mar el poderoso caudal de sus turbias aguas, que parecían
brillantes y azules al reflejar la luminosidad y el color del cielo. Los álamos
temblaban y albeaban en el aire fresco con un agradable murmullo, y los sauces
llameaban y ondeaban sobre la corriente.

Una gran multitud se había congregado alrededor de las horcas; con


dificultad se pudo abrir camino a los condenados, que llegaron cantando el De
Profundis. Los espectadores de todas las edades se sumaron a los cánticos y
cantaron con ellos de tal modo que el oleaje del antiguo gregoriano debió de llegar
hasta el duque y el obispo, que se habían encerrado en el château de Nantes
mientras duraba la ejecución.

Concluido el cántico, que terminaba con el Requiem æternam en vez del


Gloria, el sire de Retz dio las gracias a los que le habían conducido, y abrazó a
Pontou y a Henriet, antes de pronunciar el siguiente discurso, o más bien sermón:

—Amadísimos amigos y servidores, sed fuertes contra los ataques del


demonio, y sentid desagrado y contrición por vuestras malas acciones, sin perder
la esperanza en la misericordia de Dios. Creed conmigo que no hay pecado, por
grande que sea, que Dios, en su misericordia y amorosa bondad no perdone si se le
pide con contrición. Recordad que Dios nuestro Señor está siempre más dispuesto
a recibir al pecador que el pecador a pedirle perdón. Además, démosle gracias
humildemente por su gran amor hacia nosotros al permitirnos morir en plena
posesión de nuestras facultades, en vez de cortarnos súbitamente la vida en medio
de nuestras fechorías. Sintamos tal amor a Dios y tal arrepentimiento que nos
impida temer a la muerte, que es sólo un pequeño dolor, sin el cual no veríamos a
Dios en su gloria. Asimismo debemos desear liberarnos de este mundo, en el que
sólo hay miseria, para poder ir a la gloria eterna. Alegrémonos, incluso, porque
aunque hemos pecado gravemente aquí abajo, nos uniremos en el Paraíso, una vez
separada el alma de nuestro cuerpo, y estaremos juntos para siempre, con tal que
persistamos en nuestra piadosa y honrosa contrición hasta el último suspiro [56]. A
continuación el mariscal, que iba a ser ejecutado en primer lugar, dejó a sus
compañeros y se puso en manos de sus verdugos. Se quitó el bonete, se arrodilló,
besó un crucifijo y dijo unas piadosas palabras a la multitud del estilo de las
dirigidas a sus amigos Pontou y Henriet.

Después se puso a recitar las oraciones del moribundo; el verdugo le pasó la


cuerda alrededor del cuello y ajustó el nudo. Subió a un alto escabel colocado al pie
de la horca como un último honor debido a la nobleza del criminal. Prendieron la
pila de leña antes de que los verdugos lo dejaran.

Pontou y Henriet, que seguían arrodillados, alzaron los ojos hacia su señor,
y le gritaron, extendiendo los brazos:

—En esta última hora, monseigneur, sed un soldado de Dios bueno y


valiente, y recordad la pasión de Jesucristo, que nos trajo la redención. ¡Adiós,
esperamos encontrarnos en el Paraíso!

El escabel fue derribado, y el sire de Retz cayó. Bramó el fuego, las llamas
saltaron sobre él y lo envolvieron mientras se balanceaba.

De repente, mezclándose con el profundo tañer de la campana de la


catedral, se elevó el tremendo y aterrador lamento del Dies irae.

Ni un ruido salía de la multitud; sólo el gruñido del fuego, y la cadencia


solemne del himno:

Mira, el Libro, exactamente redactado,

en el que todo ha sido registrado;

por él serás juzgado.

El Juez en su silla se sentará,

y de los pecados ocultos acusará,

nada sin venganza quedará.

¿Qué voy, hombre débil, a alegar?

¿Quién por mí intercederá?

Cuando los justos merced necesitarán.

Inmenso Rey de Majestad

que generosa salvación nos das.

Ampáranos ¡Fuente de piedad!

Humilde me arrodillo, con sumisión;

mira, como ceniza, mi contrición.

¡Ayúdame en mi última condición!

¡Día de ira y de lamentos!

¡Del polvo de la tierra volviendo,


el hombre para el juicio prepararse debe!

¡Concédele, oh, Dios, gracia concede!

Señor, que nuestras almas redimes

su descanso en paz bendice!

AMÉN

Seis mujeres, cubiertas con un velo y vestidas de blanco, y seis carmelitas


avanzaron llevando un ataúd.

Se dijo en susurros que una de las mujeres cubiertas era Madame de Retz, y
que las otras pertenecían a las casas más ilustres de Bretaña.

Cortaron la cuerda de la que pendía el mariscal, y cayó a una plataforma de


hierro preparada para recibir el cadáver. Retiraron el cuerpo antes de que el fuego
hiciera presa en él. Lo colocaron en el ataúd, y los monjes y las mujeres lo
condujeron al monasterio carmelita de Nantes, de acuerdo con los deseos del
fallecido.

Mientras tanto, se había ejecutado la sentencia contra Pointou y Henriet;


fueron ahorcados y quemados hasta quedar reducidos a polvo. Sus cenizas se
esparcieron al viento; ¡mientras en la iglesia carmelita de Nuestra Señora se
celebraban con pompa las exequias del muy alto, poderoso, ilustrísimo Seigneur
Gilles de Laval, sire de Retz, último Chambelán del rey Carlos VII, y Mariscal de
Francia!
CAPÍTULO XIV

Un hombre lobo de Galitzia

Los habitantes de la Galitzia austriaca – La aldea de Polomyja – Tarde de verano en


el bosque – El mendigo Swiatek – Desaparece una muchacha – Un escolar se desvanece –
Se pierde una criada – Se llevan a otro chico – Lo que descubrió el tabernero de Polomyja –
Encarcelan a Swiatek – Es conducido a Dabkow – Se suicida.

Los habitantes de la Galitzia austriaca, en general, son gente tranquila,


inofensiva. Los judíos, que constituyen el doce por ciento de la población, son los
más inteligentes, activos y, por supuesto, adinerados de la provincia, aunque los
polacos, o mazures, no carecen de cualidades naturales.

Quizás un fenómeno tan digno de mención como cualquier otro en aquel


reino —pues se trataba del reino de Waldimir— es la enorme preponderancia
numérica de la nobleza sobre los que no tienen títulos. En 1837 la proporción era la
siguiente: 32.190 nobles para 2.076 artesanos.

El promedio de ejecuciones por delitos es de nueve al año en una población


de cuatro millones y medio —cifra ni mucho menos elevada teniendo en cuenta la
forma perentoria en que se imparte la justicia en esa provincia. Sin embargo, en los
vecindarios más tranquilos y ordenados, se cometen ocasionalmente, cuando
menos se espera, las atrocidades más sobrecogedoras perpetradas por la persona
menos sospechosa.

Justo hace dieciséis años tuvo lugar en el distrito de Tornow, en la Galitzia


occidental —la provincia está dividida en nueve distritos—, un suceso que
probablemente proporcionará durante muchos años a las viejas una historia que
contar junto al fuego en los inviernos rigurosos de Galitzia.

En el distrito de Tornow, en el señorío de Parkost, hay una pequeña aldea


llamada Polomyja, que consta de ocho chozas y una taberna judía. Los habitantes
son en su mayoría leñadores, que talan abetos del espeso bosque en medio del cual
está situado su pueblo, y los arrastran al río más cercano, por el que los hacen bajar
flotando hasta el Vístula. Ningún arrendatario paga alquiler por su casa y su
parcela de terreno; pero tienen que trabajar un número determinado de días para
el propietario: una práctica general en Galitzia, que provoca con frecuencia mucho
descontento e injusticias, ya que el dueño exige al arrendatario que trabaje los días
en que hay que recoger la cosecha o la tierra está en la mejor sazón para la
labranza, justo cuando el campesino podría ocuparse a gusto de su parcela. El
dinero es escaso en la provincia y es por tanto la única manera en que el
propietario puede estar seguro de que cobrará sus deudas.

La mayoría de los aldeanos de Polomyja son extremadamente pobres; pero


cultivando un poco de maíz, y criando unas cuantas aves o un cerdo, arañan entre
todos lo justo para vivir. Durante el verano, los hombres recolectan resina de los
pinos, de los que arrancan cada doce años una tira de corteza, dejando que exude
la resina y gotee dentro de un pequeño tiesto de barro colocado en las raíces; y
durante el invierno, como digo, talan árboles y los hacen rodar hasta el río.

Polomyja no es un lugar alegre, cobijado entre espesas masas de pinos que


cubren de oscuridad la pequeña aldea; no obstante, en los días buenos disfrutan las
ancianas a la puerta de sus casas, aspirando la fragancia incomparable de los pinos,
más suave que el bálsamo de las islas de las Especias, ya que ese exquisito y
estimulante olor no tiene nada de empalagoso; escuchando el temblor de arpa de la
brisa entre las viejas copas grises de los árboles, y tejiendo plácidamente largas
medias de punto, mientras sus nietecillos retozan entre los brezos y los copudos
helechos.

Hacia el atardecer, también, hay algo indescriptiblemente hermoso en el


bosque de abetos. El sol se sumerge entre los árboles y pinta sus troncos con
manchas de luminoso azafrán, o al caer sobre un claro, lo realza con un color
naranja que contrasta fuertemente con la sombra azul púrpura del extremo
occidental del bosque inculto, profunda y deliciosa como el perfume de una
ciruela. Los pájaros entonces regresan presurosos a sus nidos; a un gerifalte, en lo
alto, lo ilumina la luz del sol; haciendo cabriolas y jugueteando entre las ramas, las
alegres ardillas se zambullen en su hogar para pasar la noche.

El sol se hunde, pero el cielo aún brilla con la luz del crepúsculo. El gato
salvaje comienza a silbar y chillar en el bosque, la garza aletea precipitadamente, la
cigüeña, en la punta de la chimenea de la taberna, se posa sobre una pata para
dormir. ¡Uh, uh! una lechuza empieza a despertarse. ¡Escuchad! Los leñadores
vuelven a casa entonando una canción.

Así es Polomyja en verano; y muy parecidas a ella son las aldeas


diseminadas por el bosque, a intervalos de unas pocas millas; en todas, la taberna
es el edificio más espacioso y mejor construido, pues la iglesia, cuando la hay, no
se distingue por otra cosa que por su bulboso campanario.

Es difícil creer que en medio de esta pobreza un mendigo pudiera sacar algo
con que subsistir, y sin embargo, hace unos años, domingo tras domingo, un
hombre venerable de barba blanca se sentaba a la puerta de la iglesia pidiendo
limosna.

La gente humilde es proverbialmente compasiva y dadivosa, así que el viejo


conseguía por lo general unas cuantas monedas, y a menudo alguna buena mujer
lo llevaba a su casa y le daba de comer.

De vez en cuando, Swiatek —así se llamaba el mendigo— hacía sus


recorridos vendiendo pequeños adornos de similor y abalorios; aunque
generalmente sólo apelaba a la caridad.

Un domingo, después de la iglesia, un mazur y su esposa invitaron al


anciano a su cabaña y le dieron un trozo de empanada y algo de carne. Había
varios niños alrededor, pero una pequeña, de nueve o diez años, atrajo la atención
del viejo por sus ingenuas travesuras.

Swiatek se hurgó el bolsillo y sacó un anillo con una piececita de vidrio


coloreado engarzado en metal. Se lo regaló a la niña, que echó a correr encantada a
enseñar su adquisición a sus compañeros.

—¿Es hija vuestra esta doncellita? —preguntó el mendigo.

—No —respondió la mujer de la casa—, es huérfana; había aquí una viuda,


que murió, dejando a la niña, y yo me he hecho cargo de ella; una boca más no
importa mucho, y el buen Dios nos bendecirá.

—¡Sí, sí! Estad seguros de que lo hará; a los huérfanos y a los que no tienen
padre los tiene bajo Su especial protección.

—Es un encanto de niña, y no causa ningún problema —comentó la mujer


—. Volvéis a Polomyja esta noche, ¿verdad?
—Sí… ¡ah! —exclamó Swiatek al ver que la niña corría hacia él—. Te gusta el
anillo, ¿a que es bonito? Lo encontré debajo de un gran abeto a la izquierda del
cementerio…, debe de haber docenas allí. Tienes que dar tres vueltas alrededor de
él, hacer una reverencia a la luna y decir «¡Zaboi!», y después mirar entre las raíces
hasta que encuentres uno.

—¡Venid! —gritó la niña a sus camaradas—; ¡vamos a buscar anillos!

—Tenéis que hacerlo por separado —dijo Swiatek.

Los niños escaparon hacia el bosque.

—Os he hecho un favor —rió el mendigo—, al libraros un rato de la gritería


de esos niños.

—Me alegro de tener un poco de paz de vez en cuando —dijo la mujer—; los
niños a veces no dejan dormir al bebé con su alboroto. ¿Ya os vais?

—Sí; tengo que llegar a Polomyja esta noche. Soy viejo y muy delicado, y
pobre… —empezó con sus lamentaciones de costumbre—, muy pobre; pero doy
gracias y ruego a Dios por vos.

Swiatek abandonó la granja.

A la pequeña huérfana no se la volvió a ver.

El Gobierno austriaco en los últimos años ha promovido considerablemente


la educación de las clases inferiores, y ha creado escuelas por toda la provincia.

Los niños volvían de clase un día, y se dispersaban entre los árboles, unos
persiguiendo a un ratón de campo, otros recogiendo enebrinas, o vagando con las
manos en los bolsillos y silbando.

—¿Dónde está Peter? —le preguntó un niño a otro que iba a su lado—. Los
tres vamos a casa por el mismo camino, vayamos juntos.

—¡Peter! —gritó el chaval.

—¡Estoy aquí! —llegó la respuesta desde los árboles—. Voy con vosotros en
seguida.

—¡Ah, ya lo veo! —dijo el chico mayor—. Hay alguien hablando con él.

—¿Dónde?

—Allí, entre los pinos. ¡Ah!, se han alejado por la sombra y ya no los veo. Me
pregunto quién estará con él; creo que un hombre.

Los chicos esperaron hasta que se cansaron, y entonces prosiguieron hacia


su casa, decididos a zurrar a Peter por haberles hecho esperar. Pero no volvieron a
ver a Peter.

Algún tiempo después, una criada, que trabajaba en una pequeña tienda de
un ruso, desapareció de un pueblo a cinco millas de Polomyja. La habían enviado
con un paquete de comestibles a una casa no muy lejana, aunque apartada del
grupo principal de chozas, y rodeada de árboles.

El día llegaba a su fin, y su amo esperaba su regreso con ansiedad, pero


como pasaban las horas sin que apareciera salió en su busca ayudado por los
vecinos.

Una ligera capa de nieve cubría el suelo, y pudieron seguir su rastro en los
intervalos en que se había separado del camino hollado. En el tramo del camino
donde los árboles eran más espesos había huellas de dos pares de pies que se
alejaban de él; pero debido al espesor de los árboles en aquel lugar y a la poca
nieve caída, que no había llegado al suelo donde lo cubrían los pinos, las huellas se
perdieron en seguida. A la mañana siguiente una gran nevada borró cualquier
rastro que hubiera podido revelar la luz del día.

A la criada tampoco se la volvió a ver más.

Se cree que durante el invierno de 1849 los lobos estuvieron particularmente


hambrientos, por lo que la gente les achacó sólo a ellos las misteriosas
desapariciones de niños.

A un chiquillo lo enviaron a buscar agua a una fuente; encontraron el


cántaro junto al manantial, pero el chico había desaparecido. Los aldeanos se echaron
al campo y mataron a los lobos que encontraron.
Hemos descrito ya Polomyja a nuestros lectores, aunque los acontecimientos
referidos más arriba no tuvieron lugar entre aquellas ocho chozas, sino en los
pueblos de los alrededores. Ahora vamos a ver por qué hemos descrito con más
detalle ese racimo de casas, unas rústicas cabañas en realidad.

En mayo de 1849, el posadero de Polomyja perdió una pareja de patos, y sus


sospechas recayeron en el mendigo que vivía allí, por el que no sentía ningún
aprecio, ya que era muy trabajador, mientras que Swiatek se mantenía a sí mismo,
a su mujer y a sus hijos, de la mendicidad, a pesar de que tenía suficiente tierra de
labranza para producir una excelente cosecha de maíz y cultivar hortalizas, con
sólo dedicarle un cuidado normal.

Al acercarse el tabernero a la casa, un suculento olor a asado le llegó a las


ventanas de la nariz.

—Voy a coger a este tipo con las manos en la masa —se dijo el posadero,
aproximándose sigilosamente a la puerta, y poniendo todo el cuidado en que no le
descubrieran.

Abrió la puerta de repente, y vio que el mendigo escurría apresuradamente


algo hacia sus pies, y lo ocultaba entre sus largos ropajes. El tabernero llegó hasta
él en un instante, lo cogió por el cuello, le acusó de robo, y lo arrancó de su asiento.
Juzgad cuál no sería su repugnancia y horror cuando de entre las ropas del pobre
salió rodando la cabeza de una muchacha de unos catorce o quince años,
limpiamente separada del tronco.

Los vecinos no tardaron en llegar. El venerable Swiatek fue encerrado, junto


con su esposa, su hija —una chica de dieciséis años— y un hijo de cinco.

Registraron minuciosamente la cabaña, y descubrieron los restos mutilados


de la pobre muchacha. En una tina encontraron las piernas y los muslos, parte
crudos, parte estofados o asados. En una caja estaban el corazón, el hígado y las
entrañas, todo preparado y limpio, como si fuese obra de un experto carnicero; y
por último, debajo del horno descubrieron un cuenco lleno de sangre fresca. De
camino a casa del magistrado del distrito, el miserable se arrojó repetidamente al
suelo, forcejeó con los que le custodiaban, y trató de asfixiarse tragándose terrones
de tierra y piedras, pero se lo impidieron los que le conducían.

Cuando lo llevaron ante el Protokoll de Dabkow, declaró que ya había


matado y comido —con la ayuda de su familia— a seis personas; sin embargo, sus
hijos afirmaron más explícitamente que el número era mucho mayor que el que
había manifestado, y el hecho de que se encontraran en su casa restos de catorce
gorros y de juegos de ropa, tanto femeninos como masculinos, corroboró el
testimonio de ellos.

Según confesión de Swiatek, este gusto horrible y depravado tuvo el origen


siguiente:

En 1846, tres años antes, había ardido una taberna judía de la vecindad, y el
dueño mismo había muerto en el incendio. Registrando las ruinas, Swiatek
encontró entre las vigas carbonizadas de la casa el cadáver medio quemado del
tabernero. En aquella época, el anciano estaba desesperado de hambre, ya que
llevaba bastante tiempo sin encontrar comida. El olor y la vista de la carne
quemada le inspiraron unas ganas irresistibles de probarla. Arrancó un trozo del
cuerpo y sació el hambre con él, y al mismo tiempo le gustó tanto que comprendió
que no tendría descanso hasta que la probara otra vez. Su segunda víctima fue la
huérfana de la que ya he hablado; desde entonces —o sea, durante un periodo no
menor a tres años— se había alimentado a menudo de la misma forma, y en la
actualidad se había puesto gordo y fláccido con sus horrendas comidas.

La emoción que produjo el descubrimiento de estas atrocidades fue enorme;


algunas pobres madres que habían llorado la pérdida de sus pequeños sintieron
ahora que volvían a abrirse angustiosamente sus heridas. La indignación popular
se elevó al máximo: se llegó a temer que el pueblo enfurecido despedazase el
criminal cuando lo llevaran a juicio; pero él les ahorró la necesidad de tomar
precauciones para garantizar su seguridad, porque la primera noche de su encierro
se ahorcó de los barrotes de la ventana de la prisión.
CAPÍTULO XV

Un caso anómalo – La hiena humana.

Gules – Historia de Fornari – Cita de Apuleyo – Incidente mencionado por


Marcassus – Profanaciones de cementerios en París – Descubrimiento del profanador –
Confesión de M. Bertrand.

Es sabido que las narraciones orientales están llenas de profanadores de


tumbas. La superstición oriental atribuye a determinados individuos una pasión
por desenterrar cadáveres y mutilarlos. En las noches de luna se ven figuras
espectrales que se deslizan entre las tumbas y escarban en ellas con largas uñas
ansiosas por llegar al cuerpo de los muertos, antes de que las primeras luces del
alba las obliguen a retirarse. La creencia general es que estos gules, como se les
llama, necesitan la carne de los muertos para sus sortilegios o fórmulas mágicas,
pero muy a menudo los mueve el solo deseo de destrozar el cadáver que descansa
y turbar su reposo. Con toda probabilidad, estos gules no eran meras creaciones de
la imaginación, sino auténticos ladrones de cadáveres. La grasa humana y el
cabello que le ha crecido al cadáver en la tumba son ingredientes de muchas
recetas nigrománticas, y las brujas que confeccionaban esas mixturas diabólicas
desenterrarían los cadáveres para conseguir los ingredientes requeridos. Lo mismo
sucedía en la Edad Media, y el temor a los gules se extendió de tal modo que en
Bretaña era habitual que los cementerios mantuvieran unas lámparas encendidas
durante la noche para disuadir a las brujas de abrir las sepulturas al amparo de la
oscuridad.

Fornari ofrece el siguiente relato sobre un gul en History of Sorcerers:

A principios del siglo XV, vivía en Bagdad un viejo mercader que se había
enriquecido con su negocio, y que tenía un único hijo al que amaba tiernamente.
Decidió casarlo con la hija de otro mercader, una joven de considerable fortuna,
pero sin ningún atractivo personal. Cuando le mostraron el retrato de la dama,
Abul-Hassan, el hijo del mercader, solicitó a su padre que aplazara la boda hasta
que él se acostumbrase a la idea. Sin embargo, en vez de hacer eso, se enamoró de
otra muchacha, hija de un sabio, y no dejó en paz a su padre hasta que éste
consintió el matrimonio con el objeto de su amor. El anciano se resistió todo lo que
pudo, pero al comprobar que su hijo estaba decidido a conseguir la mano de la
bella Nadilla, e igualmente resuelto a no aceptar a la rica y fea dama, hizo lo que la
mayoría de los padres se ven obligados a hacer en tales circunstancias: accedió.

La boda se celebró con gran pompa y ceremonia, y le siguió una feliz luna de
miel, que habría sido aún más feliz, de no ser por un pequeño detalle que tuvo
graves consecuencias.

Abul-Hassan se dio cuenta de que su novia abandonaba el lecho nupcial en


cuanto creía que su marido se había dormido, y no volvía hasta una hora antes de
amanecer.

Lleno de curiosidad, una noche Hassan fingió que dormía, y vio que su
mujer se levantaba y abandonaba la habitación como de costumbre. La siguió
sigilosamente, y vio que entraba en un cementerio. A la clara luz de la luna,
observó que se introducía en una tumba, y se metió tras ella.

En el interior la escena era horrible. Se había reunido un grupo de gules con


los despojos de las tumbas que habían profanado, y se estaban dando un festín con
la carne de cadáveres largo tiempo enterrados. Su propia esposa que, dicho sea de
paso, nunca probaba la cena en casa, daba cuenta de una parte nada desdeñable
del espantoso banquete.

En cuanto pudo escabullirse sin peligro, Abul-Hassan regresó a la cama.

No le dijo nada a su esposa hasta que, a la noche siguiente, sirvieron la cena


y ella rehusó comer; entonces le insistió en que participara; y cuando ella se negó
tajantemente, exclamó lleno de ira:

—¡Claro, reservas el apetito para tu festín con los gules! —Nadilla se quedó
callada; palideció y empezó a temblar. Y sin decir una palabra, fue a acostarse. A
medianoche, se levantó se arrojó sobre su esposo con uñas y dientes, le atacó el
cuello, le abrió una vena, e intentó succionarle la sangre; pero Abul-Hassan se
levantó de un salto, la derribó y la mató de un golpe. La enterraron al día
siguiente.

Al cabo de tres días, a media noche, reapareció; atacó a su marido de nuevo,


de nuevo intentó succionarle la sangre. Él se zafó de ella y por la mañana abrió su
tumba, la quemó hasta reducirla a cenizas, y las arrojó al Tigris.

Esta historia vincula al gul con el vampiro. Como se ha visto en un capítulo


anterior, los hombres lobo y los vampiros están estrechamente relacionados.

En el tercer episodio de El asno de oro de Apuleyo[57] se hace evidente que en


la Antigüedad también creían que las brujas profanaban cadáveres. Sólo citaré las
palabras del pregonero:

«—Dime, por tu vida, ¿y qué guarda es ésta de los difuntos?

»Él me respondió:

»—Primeramente, toda la noche ha de velar muy bien, abiertos los ojos y


siempre puestos en el cuerpo del difunto, sin jamás mirar a otra parte ni solamente
volver los ojos, porque estas malas mujeres, convertidas en cualquier animal que
ellas quieren, en volviendo la cara, luego se meten y esconden, que, aunque fuesen
los ojos del Sol y de la justicia, los engañarían; que una vez se tornan aves y otra
vez perros y ratones, y luego se hacen moscas, y cuando están dentro, con sus
malditos encantamientos oprimen y echan sueños a los que guardan; de manera
que no hay quien pueda contar cuántas maldades estas malas mujeres, por su vicio
y placer, inventan y hallan, y por este tan mortal trabajo, no dan de salario más de
cuatro o seis ducados de oro, poco más o menos. ¡Oh, ohl, y lo que principalmente
se me olvidaba: si alguno de estos que guardan no restituye el cuerpo entero, a la
mañana, todo lo que fue cortado o disminuido es obligado y apremiado a
reponerlo, cortándole otro tanto a su misma cara».

Aquí está el destrozo de cadáveres asociado al cambio de forma.

Marcassus refiere que después de una larga guerra en Siria, durante la noche
aparecían en los campos de batalla ejércitos de lamias, espíritus malignos
femeninos, que desenterraban los cuerpos de los soldados enterrados
apresuradamente, y devoraban la carne hasta los huesos. Las perseguían y les
disparaban, y algunos jóvenes llegaron a matar gran número de ellas; pero durante
el día todas tenían forma de lobo o de hiena. Que hay una base de verdad en estas
horribles historias y que es posible que un apetito depravado por destrozar
cadáveres se apodere de un ser humano, lo demuestra un caso extraordinario
presentado ante el tribunal marcial de París, tan recientemente como el 10 de julio
de 1849.
Los detalles relativos a ese mes y año abundan en los Annales Medico-
psychologiques. Están demasiado desordenados para reproducirlos. Sin embargo,
haré una reseña de este extraordinario caso.

En el otoño de 1848 se descubrió que en varios cementerios de los


alrededores de París habían entrado durante la noche y habían saqueado tumbas.
Los hechos no eran los propios de estudiantes de medicina, porque no se habían
llevado los cuerpos, sino que los encontraron despedazados junto a las tumbas. Al
principio se supuso que tales atrocidades las había perpetrado una alimaña, pero
las huellas de pisadas en la tierra blanda no dejaron ninguna duda de que se
trataba de un hombre. Se montó una estrecha vigilancia en el Père la Chaise; pero
después de haber sido mutilados unos pocos cadáveres, cesaron las incursiones.

Durante el invierno fue asaltado otro cementerio, y no fue hasta marzo de


1849 cuando se disparó durante la noche una pistola de resorte instalada en el
cementerio de S. Parnasse y advirtió a los guardas del lugar de que el misterioso
visitante había caído en la trampa. Corrieron hacia el sitio, pero sólo pudieron ver
una oscura figura con capote militar que saltaba el muro y desaparecía en la
oscuridad. No obstante, unas manchas de sangre demostraron que le había
alcanzado la descarga de la pistola. Al mismo tiempo encontraron un trozo de
paño azul, desprendido del capote, que proporcionó una pista para la
identificación del profanador.

Al día siguiente, la policía fue de barracón en barracón, inquiriendo si algún


oficial o soldado había sido herido de bala. De este modo descubrieron a la
persona. Era un joven oficial del Primer Regimiento de Infantería, llamado
Bertrand.

Lo trasladaron al hospital para curarle la herida, y una vez recuperado, fue


juzgado por el tribunal marcial.

Su historia es la siguiente:

Se había educado en el seminario de teología de Langres, hasta que, a los


veinte años, ingresó en el ejército. Era un joven de hábitos solitarios, franco y
cordial con sus compañeros, hasta el punto de ser muy apreciado por ellos, con
una delicadeza y refinamiento femeninos, y que sufría ataques de depresión y
melancolía. En febrero de 1847, paseando por el campo con un amigo, llegó a un
cementerio que tenía las puertas abiertas. El día anterior habían enterrado a una
mujer, pero el sacristán no había terminado de llenar la tumba, y estaba ahora
ocupándose de ello, cuando un aguacero le obligó a refugiarse. Bertrand observó el
pico y la pala tirados junto a la sepultura, y, según sus propias palabras: «A cette
vue des idées noires me vinrent, j’eus comme un violent mal de tête, mon cœur battait avec
force, je ne me possédais plus». Se deshizo de su acompañante con un pretexto
cualquiera, volvió al cementerio, cogió una pala y empezó a cavar en la tumba.
«Poco después saqué el cadáver fuera de la tierra, y comencé a machacarlo con la
pala, sin saber bien lo que estaba haciendo. Me vio un trabajador y me tumbé en el
suelo hasta que se perdió de vista, y entonces devolví el cuerpo a la tumba. A
continuación me fui, bañado en un sudor frío, a una pequeña arboleda, donde
descanse varias horas, a pesar de la fría lluvia que caía, en un estado de completo
agotamiento. Cuando me levanté, sentí como si tuviera los miembros rotos y la
cabeza debilitada. A cada ataque le seguían la misma postración y sensación.

»Dos días después regresé al cementerio, y abrí la tumba con las manos. Me
sangraban las manos, pero no sentía dolor; despedacé el cadáver, y volví a
arrojarlo en la fosa».

No tuvo más ataques durante dos meses, hasta que su regimiento llegó a
París. Un día, mientras paseaba por los oscuros y sombríos caminos del Père la
Chaise, le invadió el mismo sentimiento como una oleada. Por la noche saltó el
muro, y desenterró a una niña de siete años. La partió en dos. Unos días después,
abrió la tumba de una mujer que había muerto de parto y llevaba trece días
enterrada. El 16 de noviembre desenterró a una mujer vieja de cincuenta años, y
después de hacerla pedazos, se revolcó entre los trozos. Lo mismo hizo con otro
cadáver el 12 de diciembre. Éstos son sólo unos pocos de los numerosos casos de
violación de tumbas que confesó. La noche del 15 de marzo fue cuando le alcanzó
el tiro de la pistola de resorte.

Bertrand declaró en este juicio que mientras estuvo en el hospital no sintió


ningún deseo de repetir las tentativas, y que se consideraba curado de sus
horribles tendencias, porque había visto morir hombres en las camas de alrededor,
y ahora: «Je suis guéri, car aujourd’hui j’ai peur d’un mort».

Muy interesantes son los ataques de agotamiento que seguían a sus accesos,
porque son idénticos a los que aparecían después de los furores berserker de los
nórdicos, y de las expediciones de los licántropos.

El caso de M. Bertrand es sin duda el más singular y anómalo; apenas


muestra signo de locura, sino que más bien parece apuntar hacia una especie de
posesión diabólica. Al principio los accesos le sobrevenían después de beber vino,
pero al cabo del tiempo aparecían sin causa que los motivara. La forma en que
mutilaba a los muertos era diferente. A unos los cortaba con la pala, a otros los
desgarraba y despedazaba con las uñas y los dientes. A veces rasgaba la boca
abierta y hendía la cara hasta las orejas, los destripaba, y les arrancaba las
extremidades. Aunque desenterró los cuerpos de algunos hombres, no se sintió
inclinado a mutilarlos, mientras que disfrutaba destrozando cadáveres femeninos.

Fue condenado a un año de prisión.


CAPÍTULO XVI

Sermón sobre los hombres lobo

Los discursos del Dr. Johann Geiler – El sermón – Observaciones.

El siguiente ejemplo de sermón tardomedieval se ha tomado de una antigua


edición alemana de los discursos del Dr. Johann Geiler von Keysersperg, famoso
predicador de Estrasburgo. El volumen se titula: «Die Emeis. Dis ist das Büch von der
Omeissen, und durch Herr der Künnig ich diente gern. Und sagt von Eigenschafft der
Omissen, und gibt underweisung von der Unholden oder Hexen, und von Gespnst, der
Geist, und von dem Wütendem Heer Wunderbarlich».

Esta extraña serie de sermones se predicó en Estrasburgo en 1508, y un fraile


descalzo, Johann Pauli, tomó nota de ellos, los transcribió y los publicó en 1517. El
doctor murió un domingo en mitad de la Cuaresma de 1510. Existe una edición
latina de sus sermones, pero no puedo decir si se trata de la misma serie o no, pues
no he conseguido echar un vistazo al volumen. La edición en alemán está ilustrada
con unas atrevidas e ingeniosas xilografías. Entre otras, hay representaciones del
Aquelarre de las Brujas, el Cazador Salvaje, y un Hombre lobo atacando a un
hombre.

El sermón se predicó el tercer domingo de Cuaresma. No se dio ningún


texto, pero hay una referencia general al evangelio de aquel día. El discurso es el
siguiente[58]:

«¿Qué podemos decir acerca de los hombres lobo? Porque hay hombres lobo
que rondan alrededor de los pueblos devorando hombres y niños. Como dice la
gente, corren a toda velocidad, atacando a las personas, y se llaman ber-wölff o wer-
wolff.” ¿Me preguntáis si sé algo sobre ellos? Mi respuesta es sí. Al parecer son
lobos que comen hombres y niños, y esto ocurre por siete razones:
1. Esuriem …………………… Hambre.

2. Rabiem ……………………… Ferocidad.

3. Senectutem ………………… Vejez.

4. Experientiam ……………… Experiencia.

5. Insaniem …………………… Locura.

6. Diabolum …………………… El Demonio.

7. Deum ……………………… Dios.

»La primera es el hambre; cuando los lobos no encuentran nada que comer
en los bosques, tienen que acudir a la gente y comer hombres cuando el hambre les
empuja a ello. Ya veis que cuando hace mucho frío, los venados se acercan a los
pueblos en busca de alimento, e incluso los pájaros entran en el comedor en busca
de comida.

»En el segundo enunciado, los lobos comen niños por su innata ferocidad,
porque son feroces, y esto es (propter locum coitum ferum). Su ferocidad proviene
primero de su misma condición. Los lobos que viven en lugares fríos son más
pequeños por esa causa, y más feroces que otros lobos. En segundo lugar, su
ferocidad depende de la estación; son más feroces en torno a la Candelaria que en
cualquier otra época del año, y los hombres deben estar en guardia contra ellos
entonces más que en cualquier otro momento. Hay un proverbio: «Quien busca un
lobo en la Candelaria, un campesino en martes de Carnaval, y un pastor en
Cuaresma, es hombre con agallas»… En tercer lugar, su ferocidad depende de que
tengan crías. Cuando los lobos tienen crías, son más feroces que cuando no las
tienen. Esto lo podéis ver en todos los animales salvajes. Cuando el pato silvestre
tiene polluelos, veis el alboroto que organiza. El gato lucha por sus gatitos; los
lobos hacen lo mismo.

»En el tercer enunciado, los lobos atacan por razón de su edad. Cuando un
lobo es viejo, está débil y le flaquean las patas, así que no puede correr con la
suficiente rapidez para atrapar venados, y en consecuencia ataca al hombre al que
puede cazar con más facilidad que a un animal salvaje. También le resulta más
fácil degarrar niños y hombres que animales salvajes a causa de sus dientes,
porque cuando es muy viejo se le rompen los dientes; podéis verlo en las mujeres
viejas: cómo se les mueven los últimos dientes, y apenas les queda un solo diente
en la cabeza, y abren la boca para que los hombres las alimenten con purés y
alimentos hervidos.

»En el cuarto enunciado, el daño causado por los hombres lobo surge de la
experiencia. Se dice que la carne humana es mucho más dulce que otras carnes; de
manera que cuando un lobo ha probado una vez carne humana, quiere volver a
probarla. Así actúa como los viejos bebedores que, cuando han gustado el mejor
vino, rechazan el de calidad inferior.

»En el quinto enunciado, el daño proviene de la ignorancia. Cuando un


perro está loco también es temerario y muerde a cualquiera; no reconoce a su
propio dueño: y qué es un lobo sino un perro salvaje, loco y temerario; así que no
respeta al hombre.

»En el sexto enunciado, el daño viene del Demonio, que se transforma y


adopta la forma de lobo, como escribe Vincentius en Speculum Historiale, tomado
de las guerras púnicas de Valerio Máximo. Cuando los romanos combatían contra
los africanos, al quedarse dormido el capitán, llegó un lobo, le quitó la espada y se
la llevó. Era el Demonio en forma de lobo. Lo mismo escribe Guillermo de París,
que un lobo matará y devorará niños y hará grandísimo daño. Había un hombre
que se imaginaba que era un lobo. Y después lo encontraron tirado en el bosque, y
había muerto de pura hambre.

»En el séptimo enunciado, el daño viene del mandato de Dios. Porque a


veces Dios castiga con lobos a algunas tierras y pueblos. Así leemos en Elías, que
cuando Elías quiso subir a una montaña fuera de Jericó, unos niños malcriados se
mofaron de él y dijeron: “¡Eh, cabeza calva, sube! ¡Eh, reluciente coronilla, sube!”
¿Qué ocurrió? Que los maldijo. Entonces llegaron dos osos del desierto y
destrozaron a unos cuarenta y dos de esos niños. Fue mandato de Dios. Lo mismo
leemos de un profeta que no cumplió los mandamientos que había recibido de
Dios, porque le persuadieron de que comiera pan en la casa de otro. Volvía a su
casa montado en un asno, cuando apareció un león que lo mató y dejó solo al asno.
Fue también mandato de Dios. Por lo tanto, el hombre debe volverse hacia Dios
cuando Éste le envía animales salvajes para infligirle mal: que Él no nos envíe
semejantes alimañas ahora ni nunca. Amén».

Se verá por este extraordinario sermón que el Dr. Johann Geiler von
Keysersperg no contemplaba a los hombres lobo bajo otra luz que la de auténticos
lobos ávidos de carne humana; y desecha la idea de que sean hombres
transformados. Sin embargo, alude a lesa superstición en un sermón sobre
hombres salvajes de los bosques, pero traslada sus licántropos a España.

FIN
SABINE BARING-GOULD, teólogo, arqueólogo, coleccionista y recopilador
de canciones populares, poeta, novelista, historiador, hagiógrafo y anticuario,
nació en 1834 en Exeter, Inglaterra.

Tras estudiar la carrera eclesiástica, Baring-Gould fue destinado como pastor


de almas a Horbury (Yorkshire), donde conoció a Grace Taylor, una atractiva
muchacha, humilde y sin cultura, con la que se casaría y tendría quince hijos.

A la muerte de Grace, Baring-Gould se traslada a Devon, una aldea en la que


se entregó de lleno a la escritura, llegando a producir una asombrosa cantidad de
libros, panfletos y artículos, entre los que destacan dos novelas: The Vicar of
Morwenstow (1875) y Mehalah: a Story of the Salt Marshes (1880), así como veintitrés
cuentos de fantasmas, género al que era aficionado.

En este completo estudio de la licantropía a través de los tiempos, el erudito


inglés ha sabido combinar felizmente la atracción por lo fantástico con la fría
racionalidad del científico, de ahí que no desdeñe narrar, con un mimo por el
detalle digno de elogio, numerosos relatos sobre licántropos con el fin de ilustrar
su disertación.

Fue en la Europa del siglo XVI donde la maldición del hombre-lobo adquirió
tintes de auténtica epidemia: entre 1520 y 1630 fueron denunciados treinta mil
casos de licantropía a las autoridades seculares o eclesiásticas. En los siglos
transcurridos desde entonces, las explicaciones de la licantropía han sido muy
variadas, desde las drogas alucinógenas a la posesión diabólica…

La publicación en castellano de El libro de los hombres-lobo (1865) va dirigida


no sólo a los aficionados a la más genuina literatura de terror, sino también a los
estudiosos de la historia fantástica de Europa, a los amantes del folclore más
tenebroso e inquietante, de la antropología, la mitología, e incluso a los
criminólogos y sociólogos.

Pasó los últimos 43 años de su vida como escudero y párroco de


Lewtrenchard, donde murió en 1924 a la edad de 90 años.
Notas

[1]
Montague Summers recogió testimonios acerca de supuestos Hombres de
Negro desde finales del siglo XIX, aunque puede hallarse información dispersa
sobre estos seres míticos a partir del siglo XV. Asociados siempre a las apariciones
de ObjetosVolantes No Identificados, los Hombres de Negro son descritos en los
documentos como personajes vagamente extranjeros, casi siempre «orientales»: las
descripciones subrayan sus ojos almendrados, su piel tostada u oscura; sus rostros
serios, carentes de expresión; sus movimientos rígidos y torpes. La actitud de estos
misteriosos personajes es formal, fría, siniestra, casi amenazadora; nunca son
simpáticos, aunque tampoco demuestran hostilidad alguna. Los testigos sugieren
que no parecen humanos; sin embargo, algunos investigadores aseguran que no se
trata de criaturas extraterrestres, sino intraterrestres, fuerzas del mal provenientes
del interior de la Tierra. <<

[2]
Entre 1764 y 1767, los habitantes de Le Gévaudan, una desolada extensión
de colinas y valles en la región francesa de Lozère, vivieron una cruenta pesadilla.
Más de cien personas fueron atacadas y devoradas por un misterioso animal, un
loup garou —en Francia, el hombre lobo toma su nombre de Loup Garou, tautología
que viene de la expresión nórdica loup-gar-wolf que significa «lobo-hombre-lobo»
conocido posteriormente como La Bestia de Gévaudan. La gravedad de la
situación exigió la intervención del rey Luis XV, quien envió cincuenta y seis
Dragones Reales —caballería de élite— para matar a aquel ser demoníaco, aunque
sin éxito. El señor de aquellas tierras, el marqués de Apcher, también organizó
numerosas partidas de caza que acabaron con decenas de lobos, pero los ataques
de La Bestia no cesaron. Los sangrientos desmanes del monstruo prosiguieron
hasta que un cazador llamado Jean Chastel abatió un animal desconocido de gran
tamaño, provisto de grandes garras y colmillos. Hubo gran controversia sobre la
naturaleza de La Bestia: por un lado, cazadores, paisanos y aventureros se
aferraron a la teoría de que, efectivamente, se trataba de un hombre lobo; por otro,
diversos hombres de ciencia, religiosos y militares creyeron hallarse ante una
extraña especie de oso. Siglos después, numerosos estudiosos siguen analizando
tan estremecedor suceso histórico, tal como prueban las decenas de libros
publicados al respecto —entre otros, Terror by Night, de Bernhardt Hurwood
(Lancer Books, Nueva York, 1963) y Le bête du Gévaudan. L’innocence des loups, de
Michel Louis (Editions Perrin, París, 2000)—. También el cine ha dado su propia
interpretación sobre tales sucesos con El pacto de los lobos (Le pacte des loups.
Christophe Gans, 2000), interesante película a caballo entre el cine de horror y el de
aventuras. <<

[3]
Aluvión que, conviene reseñarlo, nunca ha cedido ni un palmo de terreno.
Así pues, conviene citar aquí varios de los trabajos más atractivos al respecto:
Werewolves in Western Culture, de Charlotte Otten (Syracuse University Press, 1986),
Monsters Among Us, de Brad Steiger (Berkley Books, Nueva York, 1989), Vampiri e
lupi mannari, de Erberto Petoia (Ed. Newton Compton editori s.r.l., Milán, 1991) y
The Werewolf Book. The Encyclopedia of Shape-Shifting Beings, de Brad Steiger (Visible
Ink Press, Farmington Hills, MI, 1999). <<

[4]
Metamorfosis, por Ovidio (edición y traducción de Consuelo Álvarez y
Rosa Mª Iglesias). Ediciones Cátedra S.A., Col. Letras Universales, Madrid, 1995. <<

[5]
Agrícola; Germania; Diálogo sobre los oradores, por Cayo Cornelio Tácito
(Traducción de José María Requejo Prieto). Editorial Gredos S.A., Col. Biblioteca
Básica Gredos, Madrid, 2001. <<

[6]
The Werewolf por Montague Summers. Kegan Paul, Trench, Trubner & Co.
Ltd., Londres, 1933, pág 206. <<

[7]
Traducido al castellano como Historia del pueblo bretón (Edición a cargo de
Gloria Torres Asensio). Ed. PPU. S.A., Barcelona, 1989. <<

[8]
Historia, por Herodoto (edición y traducción de Manuel Balasch).
Ediciones Cátedra S.A., Col. Letras Universales, Madrid, 1999. <<

[9]
El Satyricon por Cayo Petronio Árbitro (edición y traducción de Bartolomé
Segura Ramos). Ediciones Cátedra S.A., Col. Letras Universales, Madrid, 2003. <<

[10]
No es, pues, casual, que Sabine Baring-Goulg inicie su tratado sobre
licantropía en Francia, cerca de la población de Champigny sur Marne, en la región
de Île-de-France. <<

[11]
Hay que subrayar que existe una versión francesa de estos personajes
denominada Meneur des loups. Un cronista anónimo escribía a principios del siglo
XIX: «Es muy peligroso ser malo con Les meneurs des loups; son magos que no tienen
escrúpulos para hacerse seguir por lobos que les son fieles (…) Incluso cuando durante la
noche un lobo cualquiera ha llevado a cabo un pillaje, éste es atribuido sin dudarlo al jefe de
los lobos». Citado por Erberto Petoia, op. cit., n° 3, pág. 200. <<

[12]
Alrededor de este tema conviene destacar el monumental ensayo en dos
tomos del antropólogo y sociólogo mexicano Roger Bartra, El Salvaje frente al espejo
(1992) y El Salvaje artificial (1997), editados por la Universidad Nacional Autónoma
de México / Ediciones Era, S.A. de C.V. (México D.F., 1997). No debemos olvidar
tampoco el magnífico catálogo de la exposición El salvatge europeu, organizada por
el CCCB (Centre de Cultura Contemporànea de Barcelona y la Diputació de
Barcelona) entre 18.02.04 / 25.05.04, comisariada por Roger Bartra y Pilar Pedraza.
<<

[13]
Durante mucho tiempo, esta causa de metamorfosis licantrópica fue una
creencia muy extendida en Europa, proveniente de un pasaje del Levítico 17/18;
«No te entregues a actos sexuales con ningún animal, para que no te hagas impuro por era
causa. Tampoco la mujer debe entregarse a actos sexuales con un animal. Eso es una
infamia». <<

[14]
El antropólogo Frank Donovan califica al Malleus Maleficarum como «el
libro más siniestro que se ha escrito sobre demonología» y define a sus autores, Sprenger
y Kramer, como «unos locos, fanáticos, crueles, obsesionados con la idea de que las brujas
eran una amenaza para la verdadera fe que debía ser exterminada sin preocuparse de
valores morales, dolor, derramamiento de sangre ni justicia». Extraído de Historia de la
brujería, por Frank Donovan. Alianza Editorial, Col. El libro de bolsillo, Madrid,
1971. <<

[15]
Texto recopilado en Educación y vida moderna. Un enfoque psicoanalítico, por
Bruno Bettelheim. Editorial Crítica, Barcelona, 1981. <<

[16]
Labor muy apreciada aún hoy en Gran Bretaña, como demuestran las
diversas grabaciones, en lujosas ediciones limitadas, de sus recopilaciones: Por
ejemplo, disponibles en Wren Trust (http://www.wrentrust.co.uk/) tenemos Dead
Maid’s Land, compuesta por diecisiete canciones y baladas tradicionales
recopiladas por Sabine Baring-Gould e interpretadas por Chris Bartram, Tim
Laycock, Marilyn Tucker, Paul Wilson, Chris Foster, Martin Graebe, Phil
Humphries, Ellen Thomson, Bob Tinker y los miembros de The Wren Chorus.
(Recorded and produced by Doug Bailey at WildGoose Studios, Wherwell, Hants,
SP11 7JS, UK WGS 292 CD). <<

[17]
Cuya página web, para los interesados, es http://www.sbgas.fsnet.co.uk/
<<
[18]
El vicario en cuestión era el excéntrico Robert S. Hawker, quien, por
razones que sólo él conoce, en julio de 1825 ó 1826 decidió disfrazarse de sirena
cerca de la playa de Bucle, en Cornwall. En las noches de luna llena, nadaba o
remaba hasta una roca no lejos de la costa, y allí se colocaba una peluca hecha de
algas trenzadas, se envolvía las piernas en hule y, desnudo de la cintura para
arriba, cantaba hasta que notaba que era observado desde la playa. Cuando la
noticia sobre la sirena se difundió por Bude, la gente en masa acudió a verla, ante
lo cual Hawker repetía su performance. Luego de varias apariciones, Hawker se
cansó de la broma, dicen que entonó el himno «God save the King» y se lanzó al
mar, para nunca volver a aparecer. <<

[19]
Ovidio. Met. I. 237; Pausanias, VIII. 2, §1; Tzetze ad Lycoph. 481; Eratost.
Catas. I. 8. <<

[20]
Una precaución contra el «mal de ojo». Comparar con la Gisla Saga
Surssonar, pág. 34. Laxdaela Saga, caps. 37-38. <<

[21]
Hic (Syraldus) septem filios habebat, tantto veneficiorum usu callentes, ut
sazpe subitis furoribus viribus instincti solcrent ore torvum infremere, scuta
morsibus attrectare, torridas faauce prunas absumre, extructa quzevis incndia
penetrare, nec posset conceptis dementia: motus alio remedii genere quam aut
vinculorum injuriis aut caadis humana: piaculo temperari. Tantam illis rabiem sive
szevitia ingenii sive furiarum ferocitas inspirabat.– Saxo Gramm. VII. <<

[22]
Hablaré más sobre este tema en el capítulo sobre la Mitología de la
licantropía. <<

[23]
Sidonius Apollinaris, Opera. lib.VI, ep. 4. <<

[24]
Olaus Magnus, Historia de Vent. Septent. Basil. 15, lib. XVIII, cap. 45. <<

[25]
Majoli Episc, Vulturoniensis Dier. Canicul. Helenópolis, 1612, tomo Il,
colloq. 3. <<

[26]
Caspar Peucer, Comment. de Præcipuis Divin. Generibus, 1591, 169. <<

[27]
De Lukanqropía. Lipsiæ, 1736. <<

[28]
Phil. Hartung: Conciones Tergeminæ, pars II, pág. 367. <<

[29]
John Eus. Nierenberg de Miracul. in Europa, lib. II, cap. 42. <<
[30]
Un epítome de este curioso cuento sobre un hombre lobo puede
encontrarse en Early English Metrical Romances de Ellis. <<

[31]
Suplemento III. Curieuser und nutzbarer Anmerkungen von Natur und
Kunstgeschichten, gesammelt von Kanold. 1728. <<

[32]
Bruce White: Histoire des Langues Romaines, t. II, pág. 248. <<

[33]
Fincelius de Mirabilibus, lib. XI. <<

[34]
Nynauld, De la Lycanthropie. París, 161 S, pág. 52. <<

[35]
De Medend. Human. Corp. lib. I. cap. 9. <<

[36]
«La cour du Parliament, par arrêt, mist l’appellation et la sentence dont il
avoit esté appel au néant, et, néanmoins, ordonna que le dit Roulet serait mis a
l’hospital Saint Germain des Prés, oû on a accoustumé de mettre las folz, pour y
demeurer l’esoace de deux ans, afin d’y estre instruir et redressé tant de son esprit,
que ramen à la cognoissance de Dieu, que l’extrême pauvreté lui avait fait
mescognoistre.» <<

[37]
Delancre, Tableau de l’Inconstance, pág. 305. <<

[38]
Hartshorn, Ancient Metrical Tales, pág. 256. Ver también «The Witch
Cake», en Romains of Nithsdale Song de Crumeck. <<

[39]
Lindsay’s Chronicles of Scotland, 1814, pág. 163. <<

[40]
Sacharow, Inland, 1838, N° 17. <<

[41]
Life and adventures of Nathaniel Pierce, escritas por él mismo durante su
estancia en Abisinia desde 1810-1819. Londres, 1831. <<

[42]
Compárese con el agotamiento que sigue al acceso berserker, y con el que
sucede a los ataques que sufre M. Bertrand. <<

[43]
En All the Year Round, n° 162, aparece la relación completa del juicio de
este hombre realizada por una persona que estuvo presente. <<

[44]
El caso de Andreas Bichel está recogido en Remarkable Criminal Trials de
lady Duff Gordon. <<
[45]
Gall. Sur les fonctions du cerveau, t. IV. <<

[46]
Doctrine of the mind, pág. 158. <<

[47]
Beitragezur philosophischen Anthrapologie, Viena, 1796. <<

[48]
Observationes Medic, lib. IV. De Gravidis. <<

[49]
De Anthropaphago Bucano, Jen. 1792. <<

[50]
Die Geistes Knankheiten, Berlín, 1844. <<

[51]
Tallyho: grito del cazador cuando se escapa un zorro. (N. de la T.) <<

[52]
Apuleyo, traducción atribuida a Diego López de Cartagena, Ed. Calpe,
1920. lib. III. págs. 87-91. <<

[53]
Vaugham, Silex Scintillans. <<

[54]
Apud Twysden, Hist. Anglicæ Script, X 1652, pág. 1216. <<

[55]
Abbé significa abad en francés. (N. de la T.) <<

[56]
El caso del sire de Retz es de los que nos hacen ver el gran peligro de
confiar en los sentimientos en asuntos de religión. «Si quieres alcanzar la vida
eterna, guarda los mandamientos», dice nuestro Señor. ¡Cuántas esperanzas de ir
al cielo por tener emociones piadosas! <<

[57]
Apuleyo, Op. cit. págs. 56-57. <<

[58]
Encabezado así: «Am drittê sontag à fastê, occuli, predigt dé doctor vô dê
Werwölffenn»… <<

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