Bepo - Vida Secreta de Un Linyera
Bepo - Vida Secreta de Un Linyera
Bepo - Vida Secreta de Un Linyera
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Hugo Nario
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Título original: Bepo. Vida secreta de un linyera
Hugo Nario, 1988
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ESTA CRÓNICA…
… cuenta la vida de un hombre que durante un cuarto de siglo anduvo sobre el techo
de los trenes de carga y vivió a orillas de las vías, con hambre, con frío, con penas y
alegrías, en un territorio —el del ferrocarril— de 45 mil kilómetros de largo por 14
metros de ancho, el largo y angosto país de los crotos.
Se llama José Américo Ghezzi. Por BEPO lo conocen sus amigos. Me dijo que
buscaba la libertad.
Cuando me contó sus aventuras y empezamos a trabajar en este libro, descubrí en
él una memoria prodigiosa, un no común poder de observación y una conducta
honrada y transparente.
Como con el grabador perdía el hilo de sus relatos, prefirió escribir apuntes. Yo a
veces le fijaba temas o le pedía más detalles. Completó algunos de sus informes
manuscritos con testimonios orales. A lo largo de casi cuatro años hemos estado
indagando en su memoria, controlando datos, modos, pareceres y decires. Él me
transfirió su espíritu. Yo procuré metodizar nuestro diálogo. Ahora ya no sabemos
quién de los dos es el que escribe y quién el que crotea.
Cada vez que releo aquellos apuntes suyos me emociono, tan cálidos, ingenuos y
agudos a un tiempo son. Sigo descubriéndoles expresiones de ponderable factura
literaria. Les llamamos Los Manuscritos. Numeramos sus fojas, 137 en total, y con
fragmentos suyos encabezo los capítulos de este libro. A los Manuscritos se suman
dos cuadernos de diez hojas cada uno que escribiera con lápiz en 1942, mientras
croteaba, en los que memora las alternativas de un cruce a través de los campos que
duró cuarenta días.
Este libro quizá sea, el primer intento —que yo sepa— de penetrar en ese mundo,
ya desaparecido, tan próximo y no obstante, sin testigos casi. Predominan en él
noticias de la vida cotidiana, del increíble afán de andar, del no estarse quieto en
ninguna parte y de ejercer la libertad como si fuera la respiración, aún al duro precio
de mortificaciones, para cumplir con una empecinada voluntad de defender su
individualidad, en tiempos en que todo se masifica y despersonaliza. Pero no es un
tratado sobre los crotos, sino la vida de uno de ellos, y si el lector conoció a otros,
verá que todos entre sí difieren, que cada uno es un universo y que no hubo dos
crotos iguales.
Este libro pues, no es sino una crónica, quizá porque responde involuntariamente
a mecanismos propios del reportaje en el que su cuestionario se da por
sobreentendido.
Durante las primeras décadas de este siglo los trenes de carga de la Argentina
solían llevar en sus vagones a decenas, centenares de pasajeros furtivos. En los años
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de crisis llegaban a ser miles, decenas de miles. Solía vérselos también a orillas de las
vías junto a pequeños fuegos en los que hervía, dentro de recipientes negros de tizne,
el agua o la comida. Parecían transitar un mundo de silencio, era evidente su hambre,
tangible su frío y manifiesta su soledad.
En las ciudades se les temía y se asustaba a los niños invocándolos. Si faltaban
aves de corral o ropas del cordel, sobre ellos recaía la sospecha. A veces, policías a
caballo los arreaban como a ganado por las calles del pueblo rumbo a la Comisaría.
Luego, los empujaban nuevamente a subir a los cargueros y continuar su errabundia.
Asomaban entonces sus cabezas por sobre el borde de los vagones, como prisioneros
de una cárcel ambulatoria, espectadores en tránsito de un mundo del que procedían,
pero que ahora les era ajeno y los rechazaba.
Se sabía de muchos de ellos que, finalizado el verano, convergirían hacia las
zonas maiceras del país, para juntar a mano el cereal. Que luego bajarían hacia el sur,
buscando chalares tardíos. Que otros remontarían hacia el Chaco o el Tucumán, hacia
Cuyo o hacia el Valle del Río Negro. Que muchos, en fin, concluido el tiempo de
recolección, retornarían a sus pequeños poblados rurales donde les aguardaban
familias y penurias. A principios de siglo, en cambio, casi todos habían venido de
Europa y como tras de la cosecha regresaban, se les llamó golondrinas. Habían traído
un atadito de ropa al que nombraban la linghera. Luego, a ellos mismos comenzó a
llamárselos así. Se cree que un gobernador de Buenos Aires, José Camilo Crotto,
dispuso que en la provincia viajaran gratuitamente en los trenes de carga y que por
eso desde entonces se les decía también crotos.
Muchos jóvenes, especialmente del interior, salían a crotear nada más que por
afán aventurero. Pero casi todos lo hacían en busca de oportunidades laborales de las
que carecían en su pueblo. En tiempos de recesión económica, comerciantes y
chacareros que se arruinaban y muchos obreros que quedaban sin trabajo,
desesperados o desencantados, se automarginaban en la vía y los linyeras se
multiplicaban.
Por último, se suponía que algunos de ellos no volverían a hogar alguno porque
ya no lo tenían, sino a la vía, que por ella vagarían todo el año, toda la vida, hasta que
—uno imaginaba— el frío o un accidente acabase con ellos.
Los que alguna vez estuvieron más cerca de sus vidas —ferroviarios, chacareros o
policías— saben que tenían una jerga particular. Que llamaban tártago al mate,
maranfio al guiso, mono al atadito de su ropa, bagayera a la bolsa en la que
guardaban sus cacharros, y ranchada al sitio en que acampaban.
Como hacían del silencio un ejercicio, su vida era impenetrable, y ante la
imposibilidad de conocer sus razones, se fantaseaba. Se hablaba de que entre ellos
había intelectuales perseguidos, hombres a quienes un desdeño de amor arrojaba en
busca del olvido. A veces les requisaban propaganda del ideal libertario. Otras
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descubrían entre ellos a delincuentes buscados por la autoridad: gente que debía
muertes o prisiones. Sí, se fantaseaba. O no. Pero todas las actitudes que se les
atribuían tenían una constante: la evasión.
Su historia estuvo ligada a otra faz del desarraigo argentino: la de su agricultura
chacarera, pilar de su casi bíblica prosperidad, desde principios de siglo y no obstante
su cenicienta esencial, arruinada sin redención desde 1940. Todos los años concurrían
a servir sus necesidades recolectoras estacionales miles de jóvenes del interior del
país —los otros desarraigados— para quienes aquellas cosechas fueron la única
opción válida; la otra era quedarse en el ocio, el naipe, la bebida y la degradación.
Recorrían aquel desolado cuerpo de gigante en los trenes de carga; del maíz al frío,
del frío al maíz, braceros en tiempos de cosecha, perseguidos por vagos y por crotos
en los de la espera. Y nunca se supo mucho más de ellos; su silencio y la soledad se
interpusieron.
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PRIMERA PARTE
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UNO
1935
(Bepo tiene 23 años)
Yo creo que empecé a ser verdaderamente linye, linyera en serio, el día en que Mario
Penone nos dejara en Carabelas[1].
Manuel Quirurga dio una larga pitada a su cigarrillo. Miró el cielo nublado hacia
donde parecían unirse los rieles. El Otoño había puesto amarillos los campos.
Echó unas bostas de vaca al fuego que avivaron las llamas.
—Tómese unos tártagos —me dijo alcanzándome el mate—. Se va a sentir mejor.
Mario nos había dicho esa mañana: muchachos, me vuelvo. Nosotros dos lo
habíamos escuchado en silencio. Mario se animó a preguntar, ¿y ustedes? Quirurga
me buscó la mirada.
—Nosotros vamos a seguir.
Ahora solos, él y yo, había vuelto a su silencio. Otra pitada. Y silencio. Luego,
miró hacia el lado donde Mario se había marchado tranquiando la vía y murmuró
entre dientes:
—El primer carga que pase lo tomamos.
—¿Para dónde?
—Qué se yo. Para cualquier parte.
Quirurga me doblaba en años. Y sabía todo cuanto se necesitaba para ser un croto de
ley.
La noche en que se había incorporado a nuestro grupo, cuatro meses atrás,
estábamos junto a los galpones del ferrocarril en la Estación Rancagua[2]. En febrero
habíamos salido de Tandil con Mario Penone y con Amalio Moreno. Veníamos a
crotiar y si cuadraba juntaríamos maíz por el lado de Santa Fe.
Estábamos comiendo duraznos que Mario y Amalio habían traído de una chacra
momentos antes. Por la tarde habíamos pasado por el lugar y le habíamos pedido a la
dueña que nos vendiera algunos. No, son pa’ los chanchos, nos había contestado de
mal humor la gringa. Unos pocos, así no pierde todo, insistía Moreno. La vieja
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rezongó y sin mirar repetía de mal modo ¡son pa’ los chanchos! Cuando anocheció
los muchachos habían ido y una hora después volvían con media bolsa de los
mejores. Pa’ los chanchos… ja, qué ricos, reía Penone y le brillaban de jugo los
labios.
De pronto Moreno me había tomado del brazo.
—Mirá Bepo, aquel croto. Allá. No sé. Desde que se bajó del carguero. Hace un
rato. Y no se ha movido de ahí. Voy a ver. —No había alcanzado a oír sus últimas
palabras cuando ya se iba con sus grandes zancadas al encuentro del otro.
Se saludaron y vi que hablaban. Moreno le había alzado el mono y ayudado a
pararse. Los dos vinieron para nuestra ranchada.
Cuando las llamas le iluminaron vimos que era Manuel Quirurga. Tiempo atrás en
Tandil había agarrado mono y se había ido por la vía.
Venía de Rosario. Estaba enfermo. Yo junté unas flores de manzanilla y
mezclándolas con hojas de cedrón que traía en mi bagayera, le hice un té y al cabo el
brebaje y la compañía lo mejoraron.
Esa misma noche tomábamos un carguero para Pergamino y le dijimos adiós a la
gringa de los duraznos. Desde entonces habíamos andado caminando juntos los
cuatro.
Ahora Quirurga, sin mirarme, pitaba un cigarrillo tras otro.
—Nosotros vamos a seguir crotiando —le había respondido con firmeza a Mario.
Pero enseguida cambió de tema y habló de cualquier zonzera. Y esa tarde de mayo lo
despedimos con una taza de mate cocido al compañero. Penone cuadró el mono, nos
dijo «hasta la vuelta» y salió caminando despacito por la vía rumbo a Pergamino. El
cielo estaba oscuro y hacía frío. Nos quedamos mirándolo hasta que los cardos secos
de la vía lo taparon. Penone no se dio vuelta ni una sola vez.
Estuvimos el resto de la tarde junto al fuego sin hablar. Calenté el maranfio.
Quirurga, después de comer, se fue a las bolsas.
Sin sueño, me puse a yerbiar, pero estuve largo tiempo sin dar una chupada. La
luna, en menguante, no alcanzaba a romper la cerrazón que estaba tendiéndose. Con
la luz de las llamas las perlitas de agua fulguraban en la pelusa de las mantas.
Al dejar ir a Penone y quedarme solo con Quirurga se acababa la joda.
Comenzaba a ser mayor. Aceptaba la vida de croto. El regreso quedaba para más
adelante. O para nunca.
Quirurga dormía en paz y el frío lo iba encogiendo poco a poco. Pronto fue un
ovillo. Eché las últimas leñas al fuego y me fui a los ponchos.
Pero no podía dormir.
Una tarde de verano, el año anterior, Amalio Moreno me había encontrado en el
boliche de Luiyín, en Tandil, sentado y sin trabajo y me había propuesto ir al norte,
de crotos, a juntar maíz.
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Cuando le dije al viejo que me iba en tren de carga no quería creerlo. «¡In trenu
de carga! ¿Quié te metú quala idea in testa?».
El viejo Abramo Ghezzi había venido de Italia a América. Llegado a Tandil,
jamás había vuelto a moverse. ¿Cómo iba a pensar que un hijo se le fuera a hacer
linye?
De Italia a Tandil. En Tandil a las canteras de la Movediza. En 1912, cuando yo
nací, hervía el trabajo en las canteras. Los picapedreros eran los obreros mejor
pagados de la Argentina. Y también hervía de ideas. De eso se hablaba todos los días.
Yo de chiquilín me hice anarquista con el mismo cacumen con que pude hacerme de
Boca o de River.
Cuando mi madre murió yo tenía apenas dos años y mi hermano menor nada más
que 5 días. Se habían casado en Italia. Había sido muy hermosa, contaba el viejo. Ella
tenía 24 años. Yo he sido el segundo de tres hermanos. Papá era un hombre joven
cuando enviudó. Pudo haberse casado enseguida, pero aunque los tres chicos éramos
muy traviesos, prefirió criarnos como pudo con la ayuda de una hermana que vivía
cerca, en la cantera de La Movediza, donde él era picapedrero. Papá me mostró una
foto de mi madre. Pero nunca pude saber cómo era su cara porque se había puesto
amarilla. Muchas veces en esos días en que los chicos andan tristes sin saber por qué,
me pasaba mirando la foto. Quería imaginarme su cara. Pero no había caso: apenas
era una mancha amarilla.
Estiré el poncho para cubrirme bien la cabeza porque sentí en la cara la humedad
del rocío.
Papá había esperado a buscar una nueva compañera hasta que el menor de mis
hermanos cumpliera quince años. Cuando volvió a casarse, aunque yo me llevaba
bien con mi madrastra me pareció mejor irme de casa. Caputín me alquiló una casilla
por tres pesos al mes y me fui a vivir solo. Caputín era un canterista. La casilla era de
madera y chapa. Tenía una cama, una mesa, un calentador, una ollita y varios cajones
que hacían de banco. Y la puerta siempre abierta, para que los amigos entrasen a
cualquier hora.
Yo tampoco iba mucho con eso de horarios y capataces. En cambio, me quedaba
mirando los trenes de carga cuando pasaban con linyeras echados sobre los techos o
asomados sobre el borde de las chatas. Me parecía que viajar y leer eran el ideal de
vivir. Para entonces yo había leído muchos libros que me prestaba Jesús Losada mi
maestro de ideas. Pero nunca había viajado.
Una vez, cuando yo tenía trece años, un carrero amigo de papá me había llevado
de boyero a la Estación La Negra[3]. Veía los linyeras en la cabecera de los galpones,
junto al fueguito, mateando o churrasqueando al sol. Estaban un día o dos. Se iban.
Venían otros. Iban y venían. Me acerqué una vez a conversar con ellos. ¿Qué les
pregunté? ¿Qué me contestaron? Nunca pude recordarlo. Desde entonces también
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preguntaba a otros, a los de la civilización. Unos me decían la crisis pibe, no tienen
laburo. Otros se la daban con todo: son vagos, haraganes, rateros, unos perdidos. Pero
había quien los defendía: jóvenes, quieren conocer mundo, vivir la vida.
Jesús Losada me aseguraba que en cada linye había un grito de libertad. A mí me
gustaba eso que decía Losada. A los veinte años, con la cabeza llena de lecturas, no
podía admitir que existiera bien más preciado que el de la libertad.
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—¡Ay!… ¡Me cagaste, guacho! —Se le escurrió el suncho, cayó revolcándose y
apretándose. La sangre empezó a írsele a chorros por entre los dedos. El otro ya se
había perdido en el humo.
La furia de la riña nos había paralizado. Nadie intervino.
Quirurga me empujó hacia el carga que esperábamos y me hizo meter en un
vagón.
—Seguro que eran dos putos. ¿No vio, Bepo, cómo se buscaban abajo? Los celos.
Para caparse. ¡Qué basura, Bepo! ¡Qué mierda!
Era la primera vez que yo veía una pelea a muerte. Me sacó de mi asombro un linye
que pidió permiso para subir al vagón con nosotros. En la mano llevaba un tarro con
agujeros hechos en los costados. «Con esto ¡chau frío!» dijo. Lo había llenado hasta
la mitad con yuyos secos y pedazos de carbón. Cuando el tren se puso en marcha
prendió los yuyos y en cuanto algunas ramitas estuvieron encendidas entreabrió la
puerta del vagón y sostuvo con una mano afuera el tarro. El viento penetraba por los
agujeros y avivó las llamas. Cuando volvió a entrarlo, los carbones más chicos ya
eran brasa. Viajaríamos con calefacción. Cada vez que parábamos en una estación
escondíamos el brasero en un rincón y lo tapábamos con una bolsa para que desde el
andén no lo vieran: prohibían hacer fuego en los vagones para prevenir incendios.
Otros linyeras supieron que llevábamos brasero y en las paradas siguientes pidieron
permiso para viajar con nosotros. Y en torno al fuego, que ya no dejamos apagar,
corrieron el mate y la charla.
Cómo hermanaba a los linyes en la soledad de la vía el calorcito de las llamas.
—Rubio, aquí tienen lugar y fuego.
Miré. Había sido un tipo greñudo. Con chiva de muchos meses. Fue el año
anterior cuando llegáramos con Amalio Moreno a Sunchales, estación próxima a
Rosario, en nuestra primera salida de crotos. A ambos lados de la vía habíamos visto
fogones y gente. Cada ranchada a cuatro o cinco metros de la otra. Así, por cuadras.
En cada ranchada, dos, tres o más hombres. Y no había mucho lugar para los demás.
Nos habíamos largado antes que el tren llegara a detenerse del todo y estábamos
parados, buscando sitio.
—Vengan. Aquí tienen agua caliente para el mate. Y también tengo sopa.
Habíamos dejado los monos en el suelo con desconfianza.
—¿De lejos? —preguntó alzándonos una pava tiznada.
—Del sur, sí.
—¿A conocer la vida?
—A la juntada venimos.
—Ah, la juntada. —Se había callado como estudiando nuestro silencio, sin
mirarnos—. Y ¿para dónde piensan ir?
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—A Cañada.
—Ajá. —Mascaba tabaco, y escupiendo un gargajo oscuro había vuelto a la
carga.
—¿Ya juntaron maíz alguna vez?
—No. Nunca. Va a ser la primera.
El tipo pareció afirmarse. Removió el fuego y se había callado, pero nos
observaba. Sentí el peligro. Por tantear, pregunté:
—Y toda esa gente ¿viene también a la juntada?
—¿Cuáles? ¿Todos éstos? —Y con la cabeza señaló las ranchadas sucesivas que
se veían a través del humo—. No. No sé. Tal vez algunos. —Me miró fijamente.
Echó la cabeza para atrás y añadió, sin quitarme los ojos de encima—: Muy pocos,
Rubio. Qué va a hacer. Casi le diría que el uno por ciento. O ninguno.
—Y entonces ¿qué hacen? —había preguntado Moreno sin poder contenerse.
—¿Qué hacen? Nada. Muy fácil. Nada.
Hizo una pausa.
—Ustedes también pueden hacerlo.
Olfateábamos algo raro y nos habíamos callado. El tipo había vuelto a clavarme
la vista, otra vez avivaba el fuego con un palito, y luego se había quedado como
distraído mirando las brasas.
—Yo hace seis meses que no me muevo de acá. Y no me faltan chirolas para la
comida.
Nosotros mudos.
—Miren. —Y se había acercado hasta echarnos el aliento en la cara—: La forma
es buscarse una «compañera». Ahí. —Y había señalado a los tipos que rodeaban las
otras ranchadas—. Ahí hay muchas de «ellas». Enseguida vendrán a ofrecerse.
Pierdan cuidado.
Tomó un poco de distancia.
—Ustedes se la dan, los tienen conformes y ellos les traerán comida, irán al
mercado a buscar fruta picada, manguearán en los negocios, juntarán en los vagones
trigo y maíz para venderlos por monedas. Ustedes, guita siempre van a tener. No hay
que hacerles faltar ya saben qué. —Y al sonreír mostraban sus dientes amarillos y
picados.
Moreno y yo nos habíamos quedado mudos. ¿Éste era el «linyera grito de
libertad» con que veníamos soñando?
El tipo se había creído entonces en terreno favorable y comenzó a cerrar el lazo.
—Ustedes ¿cómo andan de plata?
Lo vi venir y el susto me inspiró la retirada.
—Bien —le mentí—. Y tenemos un amigo en Rosario. Lo vamos a visitar.
Se volvió cauteloso.
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—Ah, tá bien. Si van, dejen la ropa que yo se las cuido. Pero ahora tomen la sopa.
Me había alcanzado un plato de lata con un menjunje oscuro y grasiento en el que
flotaban algunos fideos. En ese momento ni me acordaba que llevábamos dos días sin
comer. Me vino una arcada. Iba a rechazársela pero me sentí con Moreno tan solos,
cercados, vigilados, que negarse hubiera sido como desconfiar, firmar la sentencia,
caer en la trampera. Hice de tripas corazón, volví a sentarme y tomé el primer trago.
Desde las ranchadas próximas, otros tipos nos observaban de tanto en tanto. Veía
sus ojos bajo las greñas. De pronto, uno se había incorporado. Lo vi venir a través del
humo. Adiviné que venía hacia nosotros. Yo seguí tomando la sopa, con la cara
hundida en el plato como un avestruz. Se había detenido frente a mí. Me clavó la
vista en la bragueta. Yo no lo miraba pero sentía la vista clavada ahí. Se agachó y
rozándome con su barba me dijo:
—¿Le mamo la manguera?
Su aliento caliente mojándome la oreja. Yo aturdido. El otro mirándome de reojo.
El miedo me paralizó, me hice el otario y seguí tomando la sopa. Con el susto acabé
hasta el último fideo. No sacaba la vista del caldo para no encontrarme con la de él.
Después de una eternidad levanté la cabeza. Se había ido.
Me hice el fuerte y le dije a mi compañero:
—Bueno, ¿vamos a ver al amigo de Rosario?
—Vamos —me dijo Moreno, adivinando la mentira.
Y habíamos salido caminando por la vía como si no tuviéramos apuro. A ambos
costados, ranchadas y ranchadas. En algunas mateaban. Otras ya eran fijas, un reparo
de cañas y ramas. Algunos dormían la mona. Habíamos caminado unas cinco o seis
cuadras, cuando vimos al fin, un linye que nos pareció distinto. Estaba solo, tomando
mate y leía un diario. ¿Y si era como los otros? No. Tenía el mono cuadrado, y todo
estaba limpio alrededor de la ranchada. «Para Ludueña, vayan por aquí», nos indicó.
«Por la calle anda la cana». Y siguió leyendo. Era un croto en movimiento. No
estancado y podrido como los otros.
—Hay dos formas de vivir la vía —me comentaba ahora Quirurga tras escuchar el
relato aquel de nuestra primera salida—. Quedándose a juntar los desperdicios que
caen, o caminándola.
—A nosotros —sentenció— nos salva de pudrirnos el movimiento y el aire libre.
Apenas salimos de Córdoba cambió el paisaje: ranchos con su horno de pan,
majaditas de chivas y ovejas, pequeñas parcelas. A Recreo, límite entre Catamarca y
Santiago del Estero, llegamos de madrugada. En Frías nos arrimamos a una ranchada,
cuando apareció otro croto, no sé de dónde. Vestía como nosotros, alpargatas, blusa y
pantalón. Pero en la cabeza llevaban una galera de copa.
Pasó en silencio, erguido, pausado, majestuoso. Unos diez metros más adelante,
bajó el mono, se sentó sobre él, cruzó las piernas, se puso unos anteojos y empezó a
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leer un diario que traía.
Uno de los linyes, codeándome, dijo por lo bajo:
—Un apellido venido a menos.
Con el mismo aire distinguido con que había llegado se puso de pie, cargó el
mono y se fue en silencio. Sólo veíamos brillar bajo el sol su galera de copa.
Seguimos viaje. En la madrugada nos despertó el grito de la cana: «¡Arriba,
arriba!». Medio dormidos, abríamos los ojos y la luz de la linterna nos daba en la
cara. «¡Abajesén!». Nos miraron detenidamente uno por uno. Luego nos dejaron a un
costado del carguero. Éramos más de treinta crotos. Cuando el carga iba a salir nos
hicieron seña con la mano para que volviéramos a subir y otra vez en marcha.
Cuando aclaró vimos que en el carguero teníamos nuevos compañeros. Algunos
no llevaban mono. Otros traían valija y hubo quienes subieron con colchones y catres
plegadizos. Eran gente que iba a estaciones cercanas. Unos bajaban, otros subían. Se
veía que no eran linyes, pero techiaban en los vagones como nosotros.
Llegamos a Simoca al atardecer. Era un lindo pueblo tucumano rodeado de
cañaverales y en plena zafra. Anduvimos averiguando durante varios días sobre
condiciones de trabajo, lugares, costumbres. Yo veía que ningún pique le venía bien a
Quirurga. Sin probar ninguno todavía, me dijo un día que el clima no le sentaba.
—En Blaquier tenemos una dirección para juntar maíz.
—Sí, Quirurga, pero ni las chalas vamos a encontrar cuando lleguemos.
Sus silencios fueron alargándose. Comprendí que quería volver. Postergué mis
ganas de conocer la zafra y tomamos un Basurero que nos llevó hasta Dean Funes.
El regreso resultaba muy lento. El tren paraba en todas las estaciones, dejando
vagones o enganchándolos. Los linyes elegíamos los Basureros cuando no teníamos
apuro porque nos daba tiempo para bajarnos en cada estación, prender fuego, matear
y estirar las piernas.
En Dean Funes tuvimos que cambiar de tren para llegar a Córdoba. Fuimos hasta
la señal de distancia, cerca de una curva donde aminora y es más fácil tomarlo. Vimos
venir el carguero y no me gustó: Traería no más de cuatro o cinco vagones, y ninguno
abierto porque eran muchos los linyes que venían techiando.
—¿Se anima a techiar, compañero?
No podía achicarme y con un claro que sí me pasé el mono por el hombro, los dos
corrimos a la par y saltamos.
Subimos por la escalerita del techo. Nos esperaba una noche brava, porque los
vagones, al ser pocos, zangoloteaban y el tren corría mucho. Fuimos arrastrándonos
hasta aferrarnos de la tabla central del techo. Estábamos cerca de la máquina y el
humo nos ahogaba. Para repararnos del viento pusimos el mono por delante y nos
acostamos detrás, dispuestos a aguantar. La carbonilla encendida y las chispas que
arrastraba el viento me enceguecían y me quemaban la cara. Tuve que cerrar los ojos.
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Sólo teníamos alivio momentáneo cuando paraba en alguna estación. Los dedos
agarrotados por el frío y los ojos ardiendo. Luego el pito y otra vez la marcha loca.
A veces miraba para atrás. Para adelante no era posible. Los otros linyes también
se aferraban a la tabla del vagón, seguramente tan llenos de miedo como nosotros.
De pronto Quirurga me agarró la pierna tan violentamente que me clavó las uñas.
—¡Se cayó! ¡Se cayó!
—¿Quién? ¿Quién? —grité incorporándome a medias para darme vuelta.
En el vagón siguiente sólo alcancé a ver el bulto de un mono balanceándose
suelto. En un banquinazo más el mono rodó al vacío, también.
El tren siguió.
Allá, cada vez más lejos, sin un grito, sin una mano amiga, entre los pastos
escarchados y el frío, un compañero quedaba separado del camino, engrasando los
rieles.
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DOS
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Nos acompañó hasta un vagón que no tenía candado.
—¡Buen viaje, muchachos!
Con un pito largo de salida la máquina había arrancado sin apuro. A nuestros ojos
las cosas comenzaron a moverse en dirección contraria. Unos vagones detenidos
ocultaron al cambista que seguía despidiéndonos con el brazo en alto. Buen viaje
muchachos seguía oyendo por dentro y en mi mano el apretón de la suya, ancho,
áspero, cálido…
—¿Para qué se mete a croto, compañero, si después va a tener que andar
mendigando unas brasas?
Quirurga, que me sacaba de aquellos recuerdos.
Como si me hubiera pegado un bife salí a juntar basuras, ramas y papeles. Quise
hacer un fueguito. ¡Cuánto me costó! Todo estaba empapado por la escarcha, y
Quirurga se reía viéndome fracasar y encularme.
—Primero haga un fuego chiquito, con lo más seco que tenga —me indicaba—.
Y vaya alimentándolo de a poco. No lo atore. Deje que con la llama se sequen las
primeras ramas. ¿No ve que así van a prender las otras?
Pero yo me atolondraba y lo cargaba de ramas mojadas y el fuego se ahogaba.
—Oiga: que se caliente el agua, y no usté.
Me alcanzó un mate, porque unos linyes que ya estaban cuando nosotros llegamos
le habían dado agua caliente ya que así era la costumbre: uno llegaba a un lugar
donde había ranchada y sin pedirlo le ofrecían el agua caliente o el fuego. Yo ya
había fracasado definitivamente con mis ramitas mojadas, Quirurga se rió y me dijo:
—Vaya a la pila de carbón, traiga nos puñados de carbonilla y varios carbones
grandes.
Cuando volví con el cargamento él estaba doblando en diagonal una hoja grande
de diario. La enrolló como si fuera un pañuelo para el pescuezo. Luego hizo con él
como un nudo flojo, o más bien una rosca. Extendió otra hoja de diario abierta sobre
el piso mojado, puso la rosca de papel sobre la hoja recién abierta, y en torno a la
rosca ubicó las piedras grandes, luego sembró todo con carbonilla para ocupar los
huecos y la rosca quedó cubierta, aunque asomaba una colita del papel. La prendió y
cuando comenzó a arder de firme, siguió agregando más carboncitos y otros trozos
más grandes cuidando de no ahogar la llama que ya ardía. Parecía una torrecita de
carbón que iba encendiéndose de adentro para afuera.
—Ahora, déjelo tranquilo al fuego, traiga agua de la bebida de los bretes, que
tenemos para yerbiar todo el día.
Los bretes eran instalaciones de madera que había en cada estación para encerrar
a los animales, vacas y ovejas, y hacerlas subir por una rampa hasta los vagones
jaulas.
—Hasta el anochecer no comemos.
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Por la tarde caminé dos kilómetros y me traje un poste de alambrado al hombro.
Quirurga, siempre menos andariego que yo, se metió en los campos vecinos y juntó
varias brazadas de leña de cardo, ramas secas, hojas, cuanta basura sirviera para
arder.
Miró el sol de la tarde y como quien se fija en las agujas del reloj, me dijo:
—Cuando llegue a una cuarta sobre el horizonte ponga el bandolión en el fuego y
empiece a cocer el maranfio. —Mi silencio le obligó a agregar—: Que la helada de la
noche nos agarre con la panza llena.
Puse agua en el bandolión, esa lata de veinte litros que abierta por un costado
usábamos para pucheros y guisos. Pelé unas papas y dos pedazos de zapallo y los
eché. Cuando iba a poner un buen pedazo de garrón que me habían regalado en una
carnicería, vi que el hueso era muy largo y no entraría en la lata. Fui entonces hacia
una pilota que maniobraba con unas chatas, busqué el vagón final y bajo la última
rueda atravesé sobre el riel el hueso largo y esperé. La pilota dio una pitada corta,
pegó el tirón, los vagones arrancaron atropellándose los paragolpes y escuché el crac
del hueso partiéndose en dos mitades cuando la rueda le pasó por encima. Lavé los
dos pedazos en el agua de los bretes y los eché al bandolión.
Saqué del mono una bolsa maicera y me la eché sobre los hombros: era mi
poncho, y empezaba a helar. Quirurga se puso a comer en silencio, mientras calentaba
las manos apretándolas contra la lata de duraznos en la que había servido la sopa.
Bebía el caldo de a sorbitos, con la mirada perdida sobre las llamas. Yo me enterré la
gorra y me cubrí hasta las orejas con los bordes de la bolsa. Sentía caer la sopa en el
estómago. Poco después un calorcito empezó a subirme desde adentro: primero lo
sentí en los pies, luego se transmitió a todo el cuerpo, y me pareció que se me
coloreaba la cara.
Cuando vimos el fondo de la olla Quirurga me pidió ayuda.
—Vamos a hacer un fuego grande con toda esta basura.
Yo me dije: «A éste lo pasó el frío. No piensa en otra cosa que en hacer fuego».
En seguida dio una llama alta, fuerte como para asar una vaca. Pero pronto las
ramas más gruesas se volvieron brasa. Quirurga, con un palo, pacientemente las
desparramó dividiéndolas en dos rectángulos como de un metro de lado por medio de
ancho, cada uno.
—Que la tierra se vaya calentando —dijo, dándole una chupada al mate.
El fuego. Yo me entretenía con gusto contemplando sus llamas, cómo se retorcían
y crepitaban, pero no siempre sería así. Años más tarde yo andaba por La Pampa.
Hay fuego adelante, me dijo un linye que techiaba conmigo. Nunca me di cuenta
cómo entramos en él. Quizá las nubes de humo negro no me dejaron ver. El calor
subía y subía. La marcha del tren se fue haciendo más trabajosa y sus pitadas más
frecuentes. De golpe, todo el campo se volvió fuego: adelante y atrás, derecha e
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izquierda, lejos y cerca. Hasta donde daba la vista era fuego. Donde no daba, humo.
Si el pasto ya se había quemado, aunque la tierra quedara negra y pelada, seguían
ardiendo los postes, los arbustos de piquillín y caldén alimentando durante horas la
quemazón.
Los animales, desesperados, corrían en todas direcciones y su pánico avivaba el
fuego de sus propios pelos y los transformaba en llamaradas que galopaban. Junto a
las vías ardían los palos de los alambrados y los pajonales resecos. Nada se salvaba.
La marcha se hacía más lenta, las pitadas más insistentes. Los animales corrían
por la vía, el único lugar sin fuego de toda la inmensidad. Los más pequeños eran
arrollados por los otros, o los reventaban las ruedas del tren. Pero vacunos y caballos
obligaban a la locomotora a retrasar aún más la marcha, y las pobres bestias,
finalmente, empujadas por el miriñaque y los paragolpes bajaban por el terraplén al
mar de fuego que se alzaba a lo largo de nuestra marcha. Corrían a nuestro lado. Yo
no los veía porque iba con la cara pegada al techo, los ojos apretados y tapándomelos
con una mano mientras con la otra sostenía el mono y agarraba la tabla. Escuchaba el
gemir de vacas y ovejas, el relincho de terror de los caballos, su galope en el bajo del
terraplén y como si fuera el mar, el ruido sordo del incendio que venía desde lejos
cubriendo todo el campo, sólo interrumpido por el balazo de las cañas que estallaban
y el crepitar de los pastos resecos quemándose junto a las vías. Y en todo el trayecto,
pito, pito y pito, para que los animales dejaran libre la vía.
A veces la marcha del tren se hacía tan lenta que parecía detenido. Entonces,
oleadas de calor y humo nos arrebataban cara, manos y pies, y sentía el olor a la
pintura de los vagones de madera empezándose a quemar.
Yo me aferraba a la tabla central del techo, el calor me sofocaba, el humo no me
dejaba respirar, los ojos me ardían, el miedo me apretaba el estómago. ¿Qué hacer?
¿Bajarme al fuego, tirarlo todo, o seguir aferrado a la tabla del techo de ese vagón de
madera, que cruzaba lentamente, que seguía casi detenido en medio del fuego y la
destrucción, la muerte y el humo y podía ser en cualquier momento una trampa
ardiendo?
Sobre el mismo vagón venía un linye viejo. Debía de tener muchos años. Se
ahogaba. Le hablábamos, le gritábamos lo cacheteábamos, pero se le habían vuelto
los ojos como de vidrio, abría muy grande la boca y se iba poniendo cada vez más
morado, más quieto y ya parecía no respirar.
Acabó finalmente el cruce de aquel infierno cuando llegamos a una estación. Lo
bajamos, le echamos agua de los bretes, lo empapamos de pies a cabeza, al fin
parpadeó y soltó un suspiro profundo como si lo hubiera sacado de sus entrañas.
Luego nos miró y se puso a llorar sin decir una palabra.
—La tierra, compañero —me repitió Quirurga—. La tierra es buena madre. Ya lo
va a ver.
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Toda la noche nos mantuvimos despiertos. En otras ranchadas hacían lo mismo.
Girábamos sobre nosotros mismos, frente al fuego para que el calor también nos diera
en la espalda. Nos levantábamos, caminábamos hasta las otras ranchadas,
charlábamos y le dábamos al verde. A dos metros de donde estábamos los pastos
blanqueaban como sábanas con hilachas de vidrio. Todo en nuestro derredor estaba
blanco y helado. Cuando alguien caminaba se oía crujir la helada bajo las alpargatas.
Tras haber cabeceado de sueño un montón de veces, Quirurga miró hacia el este.
—Va a amanecer —dijo. Y se puso a barrer uno de los rectángulos de brasas y
cenizas. Yo hice lo mismo con el otro. Un vientito del sur empezó a soplar y un gallo
a lo lejos quebró la escarcha del aire. Quirurga fue hasta el tronco que ardía y echó un
chorrito de agua cerca de donde estaba quemándose para que el fuego, sin apagarse,
no lo consumiese.
Sobre cada rectángulo tendimos la maleta de juntar maíz. Metí los bordes de las
mantas debajo de ellas. Los pies quedaron reparados del viento detrás de una mata de
paja brava. Me tapé hasta la cabeza y me quedé de espaldas sintiendo cómo el
calorcito de la tierra atravesaba la lona de la maleta.
Debía ser de día cuando me recordó el paso de un tren. No quise abrir los ojos. Yo
me había ido encogiendo y ahora pegaba la pera con las rodillas. Sería el local de
pasajeros que llevaba a las maestras hasta un pueblito cercano. Desde la ventanilla
nos estarían viendo: bultos blancos sobre el pasto helado. Cuando volvieran a pasar
por la noche, de regreso, en lugar de bultos verían en la oscuridad nada más que las
llamitas de nuestras ranchadas.
Y pensar que cuatro meses atrás comíamos sandías al sol con Quirurga y Penone,
y Mario iba a bañarse todos los días al Arroyo del Medio. Amalio Moreno ya nos
había dejado en Mariano Benítez[8] y aquella misma tarde habíamos seguido viaje al
Norte, habíamos bajado y hecho ranchada en Tres Sargentos[9], ya en la provincia de
Santa Fe, y nos habíamos ido caminando hasta Cepeda[10]. A dos cuadras del puente
famoso había una chacrita donde nos daban el agua. Había leña en abundancia, paz,
buena sombra, agua fresca y sin canas a la vista. Aprovechamos esos días para leer,
para conversar y por supuesto para no hacer nada. Penone había vuelto un día con
agua de la chacra y nos dijo que había encontrado juntada en la chacra misma.
«Vamos a ver el maizal» le propuse. Nos pagarían 40 centavos por bolsa y la comida.
Quirurga, de mala gana, como si hubiera sido una propuesta indeseable dijo: «Y
bueno, vayan a ver». Pero no se movió de junto al fuego. Salió a recibirnos una
muchacha de grandes ojos azules. «Bueno, pasen a ver el maizal», dijo con un poco
de cortedad. Penone la envolvió con una mirada que le hizo bajar los ojos. «Ni falta
que hace. Estea lindo o feo lo mismo vamos a venir a juntarlo». A la media tarde
había venido el patrón a revisar cómo hacíamos la juntada porque algunos solían
cosechar la espiga grande y dejaban las chicas. Nos halló en medio de un sandial.
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«Buen provecho», dijo, y me olió a cargada. «Gracias, si gusta…», contestó Penone
con la boca llena. El chacarero pegó media vuelta y se fue sin contestar. Quirurga,
como si asumiera el papel de hombre mayor, comentó como reprendiéndonos: «Buen
debut». Pero siguió comiendo su sandía.
—¡Compañero, nunca sentí el frío como anoche! —me dijo Quirurga, todavía
envuelto en sus bolsas. El sol del mediodía había pegado en la ranchada cuando nos
despertamos. Los dos estábamos encogidos bajo los ponchos. Alta Córdoba seguía
blanqueando de escarcha. Poco después el cielo, que había amanecido limpio, se fue
cubriendo nuevamente de nubarrones oscuros que venían lentamente desde el oeste.
La escarcha no alcanzaría a derretirse y se uniría a la de la noche siguiente.
—Yo también lo sentí —le contesté solidario.
—Y lo peor es que nos hemos ido quedando sin vento.
Tenía once pesos. Él, nueve.
—Yo, si hay un poncho medio barato me lo compro —propuse.
—¡Y yo una camiseta de frisa!
Me largué al pueblo. Un canillita me dio referencias de una tienda medio baratela.
El turco quería encajarme todo. Yo no quería gastar más de cuatro o cinco pesos.
«Aquí tiene todo boeno e barato», decía, y me mostraba ponchos y ponchos. Yo los
tocaba, su aspereza peluda me despertaba el deseo, me tentaba. Me eché uno a la
espalda para tantear su peso. El borde tibio me rozó la cara. Al sentirlo sobre los
hombros me dejé arrastrar. «Costa tres cinconta. Yevalo. Es regalado». Yo me
achicaba, me hacía el indiferente pero en el interior era mío y asomaba la mano libre
tanteando un pantalón. «También yeva bantalón. Hago brecio». Me mareaban el
calorcito y su chamuyo insistente.
—¿Cuánto por los dos?
—Sete cinconta.
—Por siete me los llevo.
—Ufa, berder blata bero vendo… ¡yeva! —Y me los envolvió.
Salí de la tienda mareado y feliz. Pateé un cascote que había en la vereda y se
deshizo en terrones contra un umbral, en una verdulería compré unas papas y pedí
unos caracuses en una carnicería para celebrarlo en la ranchada.
—¡Que haga frío, ahora! —le grité desde lejos a mi compañero enarbolando el
paquete de la compra.
Quirurga se levantó con decisión. Era su turno. Yo estaba espumando el puchero
cuando volvió con lo suyo: una camiseta de frisa y un calzoncillo largo que ya no se
quitaría hasta la Primavera. Y una caja de cigarrillos Brasil.
—Me quedaron dos con setenta pero por lo menos el frío… —reflexionaba.
—La plata vendrá otra vez —sentencié.
Las heladas vinieron noche tras noche. El frío no nos dio tregua.
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Pero la plata no volvió. Una que otra changuita, apenas para un puchero. Y otra vez a
la vía.
Había que buscar de nuevo en el sur.
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TRES
MANUSCRITOS, f. 41.
Estábamos una tarde con Mario Penone a orillas de la vía en Tres Sargentos.
Pasaba un carga. Las cabezas de los linyes asomaban de a decenas por vagón.
Nunca habíamos visto tantos.
—¡Huelga, compañeros! ¡A la huelga! —nos gritaron.
—¿Huelga…? —preguntaba Penone tras incorporarse de un salto para correr a la
par del tren—. ¿Dónde?
—¡En la juntada! ¡Huelga, huelga! ¡No hay que trabajar!
El tren se llevó con ellos el mensaje. Y por un tiempo nada más supimos.
Después de la aventura en la chacra del puente de Cepeda donde estaba la
muchacha de los ojos azules, habíamos seguido Penone, Quirurga y yo y habíamos
hecho ranchada en Pergamino. Yo llevaba una carta del catalán Redeus Gimeno en la
que me ofrecía volver a trabajar en su chacra.
El catalán Redeus había sido un padre para Amalio y para mí, cuando el año
anterior nos tomara para la juntada. Siempre que se enojaba soltaba un «¡re Deus!»
(Re Dios) y nos resultaba tan cómico que así le llamamos desde entonces.
Ni Amalio ni yo teníamos la menor idea de cómo juntar maíz. Por eso, Gimeno
nos había llevado al pueblo y en una talabartería nos había comprado a cada uno una
maleta y una aguja chalera que luego descontaría de la paga final.
La maleta es una bolsa de lona, de un metro y medio de largo, reforzada con
cuero y unos ganchos que los juntadores nos colgábamos del cinto, para llenarla con
las espigas de maíz que arrancábamos de las plantas tras pelarlas de las chalas con la
aguja chalera calzada entre los dedos. En los años siguientes aprenderíamos que la
maleta era mucho más que eso: sería nuestra cama, y descosiéndola serviría como
capa para atajar un aguacero imprevisto. Los linyes con patrón, es decir, los
juntadores que iban a la misma chacra todos los años, al terminar la juntada la
engrasaban y enrollada la colgaban en el galpón de la chacra junto con la aguja y el
cinto hasta el año siguiente. En cambio, nosotros, linyes de vía, siempre la
llevábamos doblada en el mono. También servía como credencial si la colgábamos en
el alambrado de la vía: los chacareros necesitados de juntadores al verla, venían a
contratarnos. Y la cana suponía, asimismo, que éramos braceros a la espera de una
changa y no nos arreaban al grito de: «Vamos hay que irse; Hasta cuándo van a estar
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aquí».
En la chacra de Redeus, con Amalio tuvimos que aprenderlo todo: cortar las
luchas, ir por un surco y volver por otro, no dejar espiga en las plantas, pasar las
espigas de la maleta a la bolsa. Los chacareros llamaban luchas al área que le toca a
cada juntador: son veinte surcos si junta solo o treinta si lo hace en yunta. Cada lucha
se marca deschalando la espiga más alta del surco que hace de límite entre una y otra
lucha.
Y también aprendimos a llevar las tres agujas: la chalera, la bolsera y la de coser.
La bolsera, casi siempre enhebrada, se usaba para reparar bolsas o hacer costuras o
coser agujeros gruesos. La de coser, además de pegar un botón o zurcir y remendar
alguna pilcha rota o gastada, servía para quitarnos las espinas en el chalar. La
llevábamos atravesada en la visera de la gorra, de modo que no molestase ni se
perdiera, pero siempre a mano. Era muy frecuente cuando juntábamos maíz clavarnos
una espina en los dedos. El dolor con las horas y el trabajo se vuelve insoportable si
uno no se lo saca enseguida. También cuando juntábamos cardos para leña y los
volteábamos pisándolos, se nos llenaban los pies de espinas, a través de las
alpargatas, especialmente en el talón y en los costados. En cuanto volvíamos a la
ranchada, sentados junto al fuego, sacábamos la aguja de la visera de la gorra y con
paciencia y buena vista liberábamos los pies de las espinas clavadas en el cardal. Para
un caminante los pies sanos eran la primera ley.
El primer día en lo de Redeus habíamos juntado Amalio y yo, seis bolsas. Los
chanchos hubieran juntado más que nosotros. Pero luego fuimos mejorando el
promedio y llegamos a parar entre quince y dieciséis bolsas diarias.
A veces, cuando por alguna causa debíamos ir a la estación, mirábamos los trenes
y veíamos cada vez más linyes. Primero venían de todos los lugares de la provincia.
Luego aparecían los más distantes, del interior. No se necesitaban almanaques para
saber que estábamos en marzo. Aflojaría recién dos meses después. Y en el centro de
Buenos Aires aún se juntaría maíz cuando comenzara julio.
Amalio Moreno, al principio tan inexperto como yo, había aprendido muy pronto
a manejar la aguja chalera. Su velocidad me asombraba. Empezábamos los dos juntos
por una de las cabeceras del maizal, en surcos vecinos y al rato me había sacado
medio surco de ventaja. No sé cómo lo hacía tan velozmente. Yo iba aún por el
primero cuando él regresaba por el tercero.
—¿Querés ver volar las gaviotas? —me gritó una mañana sudoroso y feliz.
—¿Las qué? —me detuve sin entender.
—¡Mirá!
Y empezó a arrancar espigas y deschalarlas a toda velocidad. Se fue alejando,
espigas a la maleta y chalas resecas al viento, metros y metros, y de golpe comprendí:
Al sacar la espiga, de un tirón le quitaba las chalas y las arrancaba con un
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movimiento por sobre el hombro con tanta fuerza y destreza que la chala flotaba a sus
espaldas largos instantes en el aire caliente del mediodía. Una y otra y otra más,
flotaban las chalas como si volaran tras él. Como si fueran gaviotas siguiéndolo. Él se
iba por un surco, cada vez más lejos, cada vez más chiquito. Y la bandada de chalas
se balanceaba en el viento y lo seguía, levantando vuelo a medida que iba abriéndose
paso con sus grandes zancadas.
Eran nuestros primeros alardes de la vida linye. Compadradas juveniles que con
el tiempo aprenderíamos a valorar y a administrar. Ésas y otras compadradas serían
nuestro salvoconducto en el mundo crotil donde también hay tilingos y prepotentes
que lo prueban a uno.
A veces llegaba a la juntada los «ventarrones». Todo lo contrario a nosotros a
quienes bastaban unas bolsas diarias para ir tirando, aquellos linyes eran capaces de
parar hasta veinte bolsas por día. Así, una jornada, dos, tres, cuatro a lo sumo. Luego,
antes que las muñecas les aflojaran por el esfuerzo, pedían las cuentas y se iban.
Quizá hicieran el esfuerzo por apostar. Quizá por ganar en pocos días unos
cuantos pesos con los que seguirían tirando semanas y semanas, andando al sol y al
viento, sin otras necesidades. Pero seguramente lo hacían porque en el aire quedaría
la fama de su habilidad, de su fuerza, de su rendimiento, de esas veinte bolsas diarias
que tanto se parecían a una hazaña y que ninguno de nosotros era capaz de igualar.
Luego, el llamado de la vía volvía a alzarlos como un ventarrón y se los llevaba lejos,
a nuevas chacras, a otros chalares, donde juntadores como nosotros quedarían
comentando nuevamente sus proezas. Y los llevaba el ventarrón de su fuerza, su fama
legendaria, un camino por el que quizás nunca volvieran a cruzar.
Cuando terminamos, Redeus dijo que nos esperaría para el año siguiente. Y para
asegurar nuestra presencia me había escrito a casa. Ahora había regresado yo, pero
llevando sólo a Quirurga y a Penone, porque Amalio había tenido que volver a Tandil
para curarse.
Con qué alegría nos vio llegar Redeus. Era un catalán solterón y para él España
empezaba y acababa en Cataluña. Era republicano y, por supuesto, separatista. Qué
bien se comía en su chacra. En lo alto de la troja flameaba la bandera de lona
acostumbrada. Al mediodía, cuando la comida estaba lista subía la bandera y los
juntadores, por lejos que estuviésemos en las luchas, alcanzábamos a verla: era señal
de volver para almorzar.
Cuando la juntada terminara la bandera quedaría izada en lo alto de la troja hasta
la juntada siguiente o hasta que la deshilachara el viento.
Redeus pagaba 40 centavos por bolsa con obligación de juntar un mínimo de siete
para justificar la comida. Era lo corriente. Sin comida pagaban 65 centavos la bolsa,
pero hubiéramos quedado en libertad de juntar lo que quisiéramos, como en Cepeda.
Además, no siempre los chacareros eran generosos con el alimento y a veces era
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preferible prepararse uno mismo el puchero o el guiso.
Y fue justamente al bueno de Redeus, a quien vinimos a hacerle una cuestión por
la paga.
Con nosotros tres había a comenzado a trabajar un portugués, que a los pocos días
nos planteó que debíamos pedir 5 centavos más por bolsa, y nosotros, por solidaridad
de muchachos, aceptamos. El catalán nos miró sorprendido, no era lo pactado pero
accedió. Lo peor fue que a los tres días el portugués plantó el trabajo, pidió las
cuentas y se mandó mudar.
Al tiempo nos dimos cuenta que Redeus era otro. Terminamos el trabajo, nos
pagó escrupulosamente hasta el último centavo y nos llevó de nuevo en sulky a la
estación. Pero no nos despidió hasta el año siguiente ni jamás volvió a escribirnos
para decir que nos esperaba.
Las noticias de la huelga de linyes juntadores de maíz se hicieron más frecuentes,
pero todo era tan inorgánico que no sabíamos finalmente si existía o no.
Fue después que abandonáramos Alta Córdoba, tras comprar el poncho, el
pantalón y la ropa interior de frisa cuando buscando el sur de Buenos Aires, llegaron
unos linyes con noticias concretas. Mario Penone ya nos había dejado en Carabelas.
El movimiento se había iniciado en forma espontánea de las proximidades de
Firmat[11]. Pedían 5 centavos más por bolsa. Los chacareros se habían resistido en
principio a la medida y el movimiento había ido extendiéndose, sin jefes, ni planes, ni
más programa que esos cinco centavos.
—¿Y qué es lo que hacen los compañeros en huelga?
—Y, de todo, sabotaje, paros, arengan a los compañeros que no quieren plegarse.
Una noche nos convidaron a Quirurga y a mí para ir por las chacras a incendiar
trojas de maíz.
Mientras íbamos yo pensaba en las poderosas huelgas de los picapedreros que
había visto en las canteras de Tandil cuando bajaban de los cerros en columna con su
estandarte y la banda del sindicato tocando marchas libertarias y el ruido de las
persianas de los negocios que iban cerrándose por temor antes que llegara la
columna. Cantaban sus himnos y sus grandes mostachos subían y bajaban, y sus
botines claveteados para andar sobre las piedras resonaban sobre el adoquinado como
un ejército.
Ahora la crisis había derrotado a aquel espíritu combativo también en mi pueblo.
Los más audaces se habían ido a Mar del Plata. Los otros esperaban un día y otro por
años, a que una mañana volviera a llamarlos la campana de la cantera. Pero la piedra
no se vendía. Ni la piedra ni otros productos. Los muchachos no teníamos
oportunidades en otros lugares del país, tampoco, y entonces las vías florecían de
linyes jóvenes y de gente madura que salía a ganar un peso en cualquier forma.
Saltamos el alambrado.
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—Por allá debe estar la troja, compañero. ¿Trae los fósforos? —Cuando quisimos
acercarnos a la troja de maíz se despertó un coro de ladridos, los perros nos
enfrentaron y tuvimos que retirarnos a toda velocidad. A la pasada tiré un bollo de
papel encendido sobre una pila de marlos. Nosotros ya estábamos en la calle cuando
se vieron luces en la casa. Los marlos no habían ardido. Seguramente los apagó la
meada de los perros.
Pero como considerábamos que la causa era justa procurábamos ganarnos la
solidaridad de los demás linyes juntadores.
Llegaban noticias tardías, la influencia organizativa de la FORA[12] había
reverdecido, el movimiento se fue transmitiendo de boca en boca a través de los
caminantes, en los cargas, por las estaciones, en torno a los galpones, en las chacras,
llegó a filtrar la custodia de las estancias y rebasó los controles de la policía.
«¡A la huelga, compañeros!» se gritaban los linyes de un tren a otro. «¡No hay
que trabajar!». Decíamos subidos a los travesaños de un brete o sobre una pila de
bolsas. «¡Hay que estar unidos, solidarios! ¡Si nosotros no trabajamos y ustedes
tampoco, los patronos tendrán que aflojar y pagarán lo que pedimos!
¿Comprenden?».
Entre los linyes había muchos italianos y polacos. Nos miraban con sus ojos
claritos, con la boca abierta, movían la cabeza como si hubieran entendido todo.
«¿Non trabacare?». Creíamos haberlos convencido. A la mañana siguiente, gringos
rubios y morochos estaban llenando sus maletas en las luchas que nosotros habíamos
abandonado. Venían de mucho más lejos que nosotros a ganarse su pan. Estaban en
un país extraño. Les hablábamos en una lengua incomprensible para ellos. ¿Cómo
pudimos suponer que nos seguirían?
Por aquellos tiempos los polonios habían invadido las vías. ¡Pobres polonios! En
1934 iba a hacerse en Buenos Aires el Congreso Eucarístico y la orden fue dejar la
capital limpia de mendigos y vagabundos, y de habitantes de las casuchas de lata que
se habían levantado de a centenares en Puerto Nuevo, a favor de que eran manzanas
de tierras fiscales. Entre aquellos crotos caseros que vivían de la manga o de alguna
changa en el Puerto, vivían muchos polonios, todos hombres solos, que habían
aparecido no sé en qué barcos, ni por qué razones ocurridas en su país. Muchos
conseguían trabajo en la construcción de los subterráneos. Era un trabajo durísimo y
muchos pagaban con su vida los frecuentes derrumbes de tierra. Entre ellos eran muy
solidarios, se ayudaban y vigilaban unos por los demás. Pero un día, toda esa gente
fue metida en los vagones de carga y desparramados por todo el país sin que supieran
por qué. A la mayor parte la enviaron hacia el Chaco, a los algodonales, a trabajar y a
crotiar, con 40 grados de calor y enjambres de mosquitos. Y como los pobres no
podían volver, se fueron quedando en la campaña en grupos de a diez o doce, y a
veces más. Pronto fueron acumulando vida de linyeras, aprendieron a prender fuego,
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a armar el mono y viajar en los trenes de carga. Se los reconocía, además de por el
pelo y los ojos claritos, porque no se animaban a tomar el tren a la carrera y como no
techiaban, se sentaban en el borde de los vagones abiertos con los pies colgando. ¡He
visto tantos trenes con cuarenta, cincuenta o más polonios, brillándoles al sol su pelo
rubio! Cuando llegaba la noche se largaban en cualquier estación porque sólo
viajaban de día. Sus comidas, en una olla común, eran guisos de papa con zapallo y
un pedazo de carne. Algunos habían aprendido a tomar mate, pero la mayoría seguía
tomando café en un jarro de lata también común, con bombilla, que lo servían en
rueda. Para dormir, se acostaban unos pegados a otros, y si podían en rueda en torno
al fuego y uno de ellos quedaba despierto, de centinela, porque parece que al
principio hubo crotos que aprovechando su inocencia les limpiaron los monos.
Fueron bien recibidos en las chacras porque eran trabajadores y callados. Iban en
cuadrilla, juntaban en conjunto, tenían siempre un jefe y nunca dejaban el trabajo si
no habían terminado. Los domingos jamás salían, salvo unos cuantos que iban a la
iglesia bien temprano, y otros que iban al quilombo sabedores de que allí
encontrarían a pupilas polacas (las famosas «carnes blancas» que se habían puesto de
moda) con el fin de hallar compatriotas con las que pudieran hablar un poco en su
lengua natal. Todos aprovechaban para afeitarse y lavar sus pilchas. Cuando se
acababan la cosecha y la juntada, entraban en la catanga, arreglando vías del
ferrocarril, algunos lograban conchabo temporario en una estancia, como quinteros,
limpiaban yuyales con guadaña, herramienta que manejaban como artistas; después
aprendieron a manejar arados y sembradoras. Con el tiempo fueron desapareciendo.
No sé si se volvieron a su tierra, o si arraigando en las grandes ciudades, consiguieron
trabajo estable.
Los polacos —polonios como les decíamos— tenían por costumbre dejar en la
noche la maleta en el chalar. Nosotros fuimos una noche a buscárselas.
—Vamos a llevárselas todas —dijo uno de los linyes que nos acompañaban—.
¡Que junten con el culo, mañana!
—No, compañero —lo paró en seco Quirurga—. Nosotros somos huelguistas, no
ladrones. —Y sacando un cuchillito les hizo un tajo que las inutilizó.
El sabotaje era tan inorgánico como la huelga: abrir la bebida para que se volcara
el agua, cortar los alambrados para que los animales se disparasen. Pero eran vacas y
matungos mansos, que a la mañana siguiente se los hallaba en el chalar o en las
banquinas del callejón buscando pastitos tiernos.
Descargábamos nuestros golpes contra quienes creíamos culpables de nuestras
penurias. Ahora a la distancia pienso en el chacarero del Puente de Cepeda con su
hija quinceañera de grandes ojos azules, en Redeus Gimeno, en tantos otros que luego
conocí y no logro conciliarlos con la imagen del burgués prepotente y explotador
contra quienes creíamos luchar. El sistema era más complejo y oculto. Ellos eran casi
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tan crotos como nosotros, de paso apenas por la tierra ajena que trabajaban,
arañándola todo el año, y menos felices aún porque no vivían la libertad de la vía ni
la charla de las ranchadas, ni el movimiento y el aire libre que nos salvaba de
pudrirnos, como solía decir Quirurga.
La huelga se fue diluyendo y perdió su empuje inicial. Finalmente fue como
antes. Algunos chacareros sacrificaron los cinco centavos y nos pagaron. Otros se
mantuvieron en la paga anterior. Y no faltó quien aprovechando la debilidad final en
esos tiempos sin leyes ni sindicatos, pagara menos de lo convenido.
Quirurga leía junto a la ranchada el diario que nos había prestado el Jefe de la
Estación.
—Bepo, mire, los obreros de la Casa Martín están en huelga.
—¿La casa Martín?
—Sí. La de la yerba La Hoja.
Como quien recuerda algo de golpe, se incorporó, fue hasta la bagayera y alzó el
paquete de yerba, etiqueta blanca, letras rojas, una hoja verde pintada en el medio.
—¡La Hoja! —rezongó. Tenía más de medio kilo adentro. Luego, con resolución,
y mirándome fijo, gritó:
—¡Nos adherimos a la huelga!
Revoleó el paquete y el bulto blanco salió disparado, hacia las reivindicaciones
sociales y cruzando el espacio se perdió a lo lejos, entre los pastos.
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CUATRO
MANUSCRITOS, f. 110.
Con Quirurga decidimos seguir bajando hacia el sur. De Rufino fuimos para
Alberdi[13] y de ahí para Germania[14]. Ya estábamos de nuevo en la Provincia de
Buenos Aires. Acampamos cuando oscurecía entre las dos vías cuyos terraplenes,
muy cercanos uno del otro, nos hicieron reparo de los vientos.
Todas las líneas ferroviarias tienen terraplenes a lo largo de su recorrido, y aunque
la mayor parte del país sea llano, siempre hay desniveles: sierras, lomas, cañadones o
bajos y puentes con los que se da salida a las aguas de un campo a otro en busca de
sus desagües naturales. Sólo recuerdo un ramal que corre a nivel de tierra con muy
pocas variantes: el Ferrocarril del Estado que sale de Santa Fe y va hasta San
Francisco, Córdoba. En los días de mucho viento preferíamos su reparo al de los
galpones, que por cortos producían remolinos que no nos dejaban en paz. El terraplén
es largo y cuando en esos días helados nos acurrucábamos a su amparo parecía que
hasta sentíamos calor. En muchos tramos, sobre todo en las vías de trocha angosta,
había plantaciones de caña para protegerlos de la erosión de las correntadas, y cuando
llovía, reparados por los terraplenes y las cañas, nos salvábamos de la mojadura.
Peludos, mulitas y perdices buscaban también refugio en sus pajonales y se
convertían sin saberlo en nuestro alimento.
Y a veces, algún cordero extraviado que anduviese buscando el reparo del
terraplén corría el mismo destino.
Esa noche nos dormimos tarde, entreteniendo el estómago con mate y un guiso
más pobre que las lauchas. Frente a nuestra ranchada, de otro lado del callejón había
un caserón de varias ventanas, las únicas iluminadas de todo el vecindario. Veíamos
luces de autos que llegaban y se iban. Y a veces el viento traía música de tango.
—Estarán de fiesta —conjeturó Quirurga.
Al día siguiente, como la bebida de los bretes quedaba lejos, crucé el alambrado
para pedir agua. El caserón estaba pintado de rosa.
Me atendió una muchacha con cara de sueño y resto de pintura en los labios y en
los ojos. «¿Por qué no vinieron anoche?», me preguntó. Al principio no entendí. Le vi
una sonrisa de picardía.
—Los estuvimos esperando.
Por encima de su hombro vi una larga fila de piezas que daban a un corredor.
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—Es que andamos medio secos del todo.
—Sos zonzo. Hubieran venido lo mismo. A bailar.
—Si nos quedamos esta noche vengo a visitarte —le dije a la muchacha del caserón
rosado—. Pero acordate que ando sin guita…
—No seas pavo. Vení lo mismo.
Cuando por causa de su purgación Amalio Moreno tuvo que volverse habíamos
sentido mucha pena los tres porque él había sido quien nos animara a hacer el viaje a
Mario y a mí, y quien aquella noche en Rancagua, mientras comíamos los duraznos
robados, había descubierto a Quirurga cuando bajara necesitado de asistencia y
compañía.
Habíamos salido en Febrero los mosqueteros tandilenses rumbo a la vía, con
alegría de iniciar aventuras y divertirnos. Estábamos en Mariano Benítez y habíamos
comenzado los preparativos porque continuaríamos viaje a Rosario. Moreno había
amanecido tristón, pálido y ojeroso. Era siempre tan alegre y travieso que nos
sorprendió cuando nos dijo:
—Muchachos, vi’a tener que volverme.
—¿Qué te pasa? ¿Tenés algo?
—Estoy jodido. Pa’ mí que es una purgación. —Y como para resignarse se retaba
a sí mismo—: Joderse, por andar calaveriando.
Por aquellos años las enfermedades venéreas eran una amenaza para los jóvenes y
las curaciones eran pocas, caras, muy dolorosas y no siempre eficaces. Nos quedamos
apichonados. Se nos iba el amigo y no podía perder tiempo. Juntamos las pocas
monedas que teníamos y lo pusimos en el primer carguero que pasó para Buenos
Aires.
—No seas pavo, vení lo mismo. Y traé también a tu amigo —me insistía la pupila
del caserón pintado de rosa.
Yo le explicaba que Quirurga era mucho más grande que yo.
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—No importa. Igual lo vamos a divertir, aunque sea medio cascote.
Diversiones de los varones. Qué mundo aquél.
A Penone le habían dicho que en Paganini, cerca de Rosario, había un quilombo flor.
Yo le acepté enseguida. «Vayan ustedes», se había excusado Quirurga. «Yo me quedo
a esperarlos».
Nos fuimos en ómnibus. Me había sentado cerca de la puerta y cuando una vez se
abrió, no sé si por falta de aire o de costumbre, me había sentido mareado y había
caído al pavimento. Un golpe bárbaro. Me habían levantado maltrecho y abombado.
Paganini era chiquito, algunas churrasquerías y cafés que rodeaban al prostíbulo. Yo
iba renegando y dolorido. Cuando entramos una de las pupilas me sacó a bailar, y al
apretarme el hombro, me quejé. «¿Qué te pasa?». Y al mirarme con más atención
había bajado la voz: «pero ¡si tenés sangre en la cara! ¿Te peleaste?». Yo le explicaba
lo del accidente, pero no me creía y tomándome del brazo me había dicho al oído:
«Vamos, vení, que anda la cana. No te hagás ver». Y me había llevado a su pieza para
que me acostase en su cama. En el calentador hirvió agua en una pava y me hizo café.
Con agua tibia y un trapo limpio me había lavado los raspones que tenía en la cara y
en uno de los codos y me había curado. Luego me vendó la rodilla y me zurció el
pantalón que se me rompiera en la caída. Yo me sentí mejor y nos habíamos puesto a
charlar. Cuando le conté mi vida de linye se asombraba de que pudiera andar sin casa,
sin familia, sin saber lo que iba a comer mañana. «Si yo tuviera que andar así —me
decía—, me hubiera muerto de miedo». Yo miraba su pieza triste, su cama de hierro.
Todas las noches allí. Hasta que un día por vieja la echaran a la calle.
Había querido dejarle unos pesos pero me los había vuelto a meter en el bolsillo.
«Dejate de macanas. Volvé cuando quieras. Pero a conversar como amigos. Olvidate
de quien soy aquí adentro».
Me había quedado en una chacra de Blaquier[15], juntando maíz tras largos meses de
andar solo. El patrón me había propuesto un mediodía que fuera al pueblo en la
villalonga a traer provisiones. Como había terminado temprano, pregunté al
muchacho que me atendía en el boliche si en el pueblo habría prostíbulo. Me dijo que
lo encontraría al fondo de la calle, varias cuadras arboladas de paraísos que los
caballos recorrieron como si conocieran mi apuro. Tuve que sofrenarlos cuando me
acercaba al final. ¿Cómo preguntaría si esa o la otra o la de más allá era la casa que
buscaba? En una vi una mujer morocha con un batón gris casi hasta los tobillos y el
mate en la mano. Me sonrió: «¿Qué andás haciendo por aquí?», me dijo, y no
necesité averiguar más, até los caballos, frené la chata y entré. Era una pieza pequeña,
con una cama de barrotes de hierro, sin ningún adorno. Sobre una mesa chica había
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un calentador y una ollita que sacó del fuego cuando entramos. Recuerdo también
que había un ropero angosto con un espejo en el que me vi la cara después de largo
tiempo. Ella era de Tres Arroyos y cuando le dije que venía de Tandil se le
iluminaron los ojos y con una alegría que entonces no supe explicarme exclamó:
«¡Entonces somos vecinos, o parientes!». Con la charla olvidamos todo, hasta para
qué había venido yo. «Estoy cocinando un pucherito, ¿querés quedarte?». Pero ya se
hacía tarde y le prometí volver. En las veces que regresé a la casa, durante las
semanas siguientes, nunca vi a nadie, ella debía ser la única pupila y en un solitario
como yo encontraba compañía. Jamás oí ruidos de otras gentes y tampoco vi clientes,
pese a que los sábados yo llegaba temprano y me iba al oscurecer.
—¿Qué le parece si vamos esta noche, Quirurga? Dicen que nos esperan. Y como
les avisé que andábamos cortos de plata, me invitaron para que fuéramos a bailar,
también los crotos tenemos derecho a darle gusto al cuerpo.
¡La Marlo Quemado! Ella le daba gusto al cuerpo de los crotos, por la zona de Salto.
Si vas por Salto, saludos a la Marlo Quemado. Dicen que así la llamaban porque tenía
un horno para el pan y siempre usaba marlos para calentarlos. Era famosa entre los
linyes, y también curandeaba un poco, pero especialmente venéreas. Pero en su
profesión tenía la particularidad: únicamente por atrás. Y cuando algún linye le
proponía hacerlo por adelante, como todo el mundo, ella se ponía hecha una furia:
«¡Avisá, croto mugriento, si vas a meter tu porquería por donde nacieron mis hijos!».
A las purgaciones las curaba con el líquido de una botella con yuyos y agua, que salía
por un corcho agujereado. Salpicaba el miembro del paciente en cruz, mientras
rezaba con voz enérgica: «¡Que salga lo malo, que dentre lo bueno!». Lo repetía tres
veces, acompañándolo de nuevas cruces con salpicadas del remedio y el cliente
quedaba curado.
—Mire, Bepo, mejor dejamos el quilombo de enfrente para otra oportunidad. Yo
creo que tendríamos que probar si conseguimos pique en Balbín. Me dijeron que
todavía están juntando.
Acepté de mala gana, aunque Quirurga tenía razón: la bagayera estaba en cero y
todo lo que habíamos comido era una vizcacha que nos regalaran unos cazadores, y
pedazos de un zapallo que me dieran en una quinta. Si a Quirurga le apuraba la idea
de conseguir trabajo la situación tenía que ser fulera.
Levantamos después de yerbiar y nos fuimos caminando por el callejón para
estación Balbín[16].
Con el pretexto de arreglar el mono lo dejé en el suelo, me di vuelta y eché una
mirada al caserón de paredes rosadas.
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CINCO
En Estación Balbín hicimos ranchada en la cabecera del galpón. Casi todas las
estaciones tenían tres: el del medio, sobre una plataforma, para cargar y descargar
encomiendas, y los otros dos para almacenar cereales. Casi todas las cabeceras
miraban una al sol y la otra al oeste. Por eso era el sitio obligado para hacer ranchada.
Pero cuando se alzaban los temporales del Este, el viento remolineaba entre uno y
otro galpón y había que refugiarse en los terraplenes. Los linyes cuidábamos la
higiene de los alrededores y jamás dejábamos basuras o desperdicios por allí, y
cuando algún croto, inexperto o mugriento, se ponía a mear contra las chapas, le
decíamos: «Compañero, ¿usté es perro, que está meando contra su casa?».
En la Estancia Las Catalinas todavía estaban juntando y salimos por el callejón.
En un puesto de junto al camino pedimos agua a una chica que desde una ventana con
reja me señaló la bomba sin hablar. Llené el tarro, le di las gracias, y cerca paramos a
matear. Una o dos veces miré para la casa donde nos dieran agua y la chica seguía
observándonos desde la reja. Yo miraba hacia la ventana y ella se escondía.
Frente a nosotros había un gran maizal y los juntadores iban y venían. Cuando
uno de ellos estaba llegando al alambrado me arrimé para preguntarle si habría pique.
—Sí, necesitan gente, pero el contratista nos tiene a puchero de garrón.
—¿Contratista, y a garrón? ¡Que se lo junte él! —respondió Quirurga, alzando el
mono.
Los contratistas se quedaban con algunos centavos por bolsa y obligaban a comer
sus mejunjes que luego descontaban de la paga como si hubieran sido un manjar.
Al volver a pasar frente al puesto, pedí agua de nuevo. Otra vez estaba la chica en
la ventana, mirándonos detrás de la reja. Me señaló la bomba sin hablar, como en la
mañana. Un poco más adelante paramos a hacer fuego. Y cada vez que yo miraba
para el puesto me encontraba con los ojos de la chica tras de la reja. Al mediodía pasó
un matrimonio en un sulky que nos saludó y entró en el puesto. La chica desapareció
de la ventana y ya no volvimos a verla.
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En la estación encontramos a un linye muy viejo. Debía pasar los 70 años y estaba
apergaminado, curtido de fríos y soles, pero era muy lúcido cuando conversaba.
Uruguayo, llevaba mucho tiempo en la Argentina. Era «colorado» y había peleado a
lanza y sable en todos los entreveros políticos de su país a favor de Battle[17], cuyos
sucesores ahora estaban en el gobierno. Tampoco en la bagayera del oriental habría
abundancia porque todo lo que comió fue un huevo de avestruz que estaba cociendo
en una ollita.
Estábamos resignados a seguir con mate hasta que se acabara la yerba, cuando
Quirurga escuchó un rato atentamente y se le iluminó la cara: «Oigo silbar perdices»
—dijo—. «Vamos. No haga ruido». Fuimos por el terraplén opuesto al del alambrado,
y los silbos se hicieron más fuertes y frecuentes. «¡Ahora!», gritó Quirurga
lanzándose al otro lado de la vía sacudiéndose ruidosamente la ropa, y de golpe
quince o veinte perdices salieron espantadas a nuestros pies, en dirección al
alambrado. Casi todas pasaron y huyeron, pero tres de ellas chocaron contra los
alambres, hubo un aletear de plumones y cayeron entre los pastos próximos. Quirurga
corrió y todo fue tan rápido que cuando lo alcancé ya había recogido las perdices
atontadas o muertas por el golpe, y estaba retorciéndoles el cogote, y un poco más
tarde ya las guisábamos. Lo invitamos al viejo, pero no aceptó el convite y se echó a
dormir. En la mañana siguiente apareció el juntador de Las Catalinas, con quien
habláramos. Había cobrado y volvía a su pago. «Ando venao», dijo, y al mate que le
alcanzamos lo chupó hasta el rezongo. Nos pidió que le cuidáramos el mono mientras
iba a hacer sus compras. Trajo un pedazo de vacío y además yerba, azúcar, marroco
fresco y una botella de vino. «Cuando haiga brasa lo ponemos», nos dijo.
Debían ser dos kilos de carne, pero no teníamos trebe. Entonces caminó varias
cuadras buscando un alambre y como no lo encontró, debajo del último hilo del
alambrado, hizo un fueguito cerca del torniquetero. Las llamas calentaron el alambre
hasta que se cortó con un chasquido. A metro y medio del corte hizo un doblez que
luego abrió y cerró hasta que volvió a cortarse. Al pedazo así conseguido fue
doblándolo hasta darle forma de parrilla. Era un linye joven, de 24 a 25 años, volvía a
Santa Fe, iba a tomar la Puerto que pasaba cerca de allí y lo dejaría en Rosario. «¡A
los fierros, compañeros!», nos dijo convidándonos, cuando el churrasco estuvo a
punto. Cortó el primer pedazo y se lo ofreció al uruguayo. El viejo, según su
costumbre, no aceptó el convite.
—Pero, abuelo, esto es para todos. Sirvasé.
No sé si sintió cariñosa la palabra abuelo. Pero abandonando su negativa, hizo
rueda con nosotros y se prendió al churrasco.
Los cuatro éramos felices en ese momento. El juntador santafecino con sus pesos
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recién cobrados había pagado ese churrasco, la vía nos hermanaba, todos iguales, nos
unía, volvería a separarnos, unos días en común, un mismo fuego, una misma olla, y
otra vez cada uno a su mundo, a lo suyo, a su soledad. El primero en levantar el mono
fue el oriental, porque ya no tenía fuerza ni agilidad para tomar carga a la carrera y
prefería caminar de estación en estación, seguramente para que no vieran que subía a
los trenes cuando estaban parados. Sobre el mediodía, el santafecino rumbió para la
Puerto[18]. Por la tarde nos fuimos caminando hasta Pichincha[19], un poco por el
callejón, otro poco tranquiando la vía. Quirurga iba delante de mí, y como la
separación entre dos durmientes era menor que el tranco de un hombre, ponía un pie
en un durmiente y otro en la tierra. Eso y el torcer el cuerpo para compensar el peso
del mono, le hacían hamacar el paso. A mí me ha quedado esa costumbre de caminar
así con los años de crotiada. Los ingleses no habían calculado el tranco de los crotos.
Llegamos a Pichincha con noche cerrada y ninguna luz ni para encontrar una
miserable rama con la que hacer fuego. Al frío lo sentíamos en los huesos porque ya
estaba helando. Tuvimos que buscar reparo en el terraplén, que en ese lugar no era
demasiado alto. Nos acostamos los dos tomando cuidado que las cabezas quedaron
bajo el nivel de las vías. Yo iba encogiéndome en las bolsas y quería recordar
cualquier cosa tibia: el calor de las ranchadas, los días de primavera, la sopa caliente,
el mate, y finalmente pronto fui un ovillo, y quizá por el cansancio de la caminata, me
dormí.
Me despertó un ruido infernal, demasiado cerca para atinar a cualquier cosa: era
un tren de carga. Se nos vino encima. Pegamos la cabeza contra la tierra y el corazón
saltaba en la boca al ver el fuego de los escapes y escuchar cómo bramaba el vapor, y
adivinar la mole negra que se abalanzaba sobre nosotros. Qué grande es un tren
cuando se lo ve desde abajo, y uno tiene la cabeza junto a las vías. Tunc tunc tunc,
pasaban sobre nosotros las ruedas, los ejes, los fierros, no acababa nunca de pasar y
nos ensordecía, yo cerraba los ojos esperando que en cualquier momento un golpe me
reventara la cabeza, o con un fierro enganchara la ropa y me arrastrase. Al fin, tras un
traqueteo interminable, pasó el furgón de cola y nos aliviamos escuchando cómo se
iba alejando y se perdía en la noche y sobre nosotros quedaban flotando otra vez el
aire helado, el silencio y las estrellas.
Con el sol alto me levanté. Quirurga seguía durmiendo. ¿Y si no conseguíamos
trabajo allí o en Blaquier? En el mostrador de Balbín habían quedado mis últimos
sudores chaleros. ¿Y si llovía y no podíamos movernos por varios días? ¿Sería el fin?
Pasaron unos peones en una zorra y me saludaron, pero el ruido tampoco despertó
a Quirurga.
Lo miraba dormir. Tenía casi el doble de mi edad, una vida muy trajinada en la
vía. La vía envejece y cada año vale por dos. Dentro de un tiempo tampoco él podría
tomar cargueros a la carrera, se haría croto lerdo como el Oriental con peligro de
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arraigar en ranchadas sucias y permanentes, él que decía que a nosotros nos salvaba
de pudrirnos el aire libre y el movimiento. Andaba con su soledad adentro y nunca
me contaba su pasado. Yo sólo sabía que era español. Decían que había llegado en un
barco integrando la guardia de la Infanta Isabel para el centenario. Que en Buenos
Aires había desertado y luego había rodado con su hermano hasta parar en Tandil en
una cantera. En todos estos meses de vagar en común no se le había escapado una
sola confidencia y su única queja era a veces contra el frío, porque al hambre le hacía
cara con mate y silencio.
En las ranchadas casi nunca hablaba porque no había sido hombre de lecturas, y
sólo por sus silencios sabía yo que algo le estaba pasando adentro.
Salimos y habríamos andado una legua, siempre mirando al suelo, como hacen los
crotos cuando caminan con el mono al hombro, cuando cerca del terraplén vi hozadas
de peludos o mulitas: eran pequeños hoyos que los bichos dejaban al arrancar las
raíces de los pastos: la cueva no estaría lejos. La reconocimos por el montón de tierra
que había frente a la entrada. Estaba blanda y había pisadas frescas. Buscamos la
dirección del viento y esperamos a que con el anochecer los peludos salieran a comer.
Las horas nunca acababan de pasar y nuestra hambre ya no tenía horario ni
almanaque, los ojos fijos en dirección a la cueva, a unos quince o veinte metros.
Subían las estrellas y de los bichos, nada. Yo sentía en el estómago al hambre
mezclada con la ansiedad. No era un tigre como en las novelas lo que estábamos
esperando, sino el bicho que nos mataría el hambre de muchos días que llevábamos
en la barriga y en todo el cuerpo. Me entumecía, me dolían los ojos de mirar en la
oscuridad, pero no podía aflojar: si el peludo salía y llegaba a descubrirnos, se
metería en la cueva otra vez y ¡adiós cena! Bastante pasada la medianoche me
pareció descubrir una mata de pasto que no había visto antes y cuando se movió,
comprendí que era un peludo que seguramente estaba vigilando el lugar. ¡Con tal que
no nos descubriera! Avanzó unos metros y tras él apareció su pareja. Se quedaron
observando los dos. Yo sentía latir el corazón y temía que me lo escucharan, pero ya
más confiados empezaron a comer, aunque se detenían de vez en cuando, levantaban
la cabeza y seguían. Tras interminables minutos, comiendo y comiendo, se fueron
alejando hasta una veintena de metros de la cueva. En eso, salté con el mono en la
mano, corrí como una sombra hasta la cueva y les tapé la entrada. Los bichos habían
vuelto hacia la cueva en cuanto vieron el peligro, pero era tarde: chocaron contra mi
mono. Pateé a uno de ellos y lo puse panza arriba. Quirurga corrió al otro y lo
inmovilizó con un pie encima mientras con el otro le apresaba las patas traseras y la
cola. Daba lástima ver al bicho defenderse del cuchillo que iba abrirle la panza,
movía las manitas desesperadamente como si fuera un boxeador y no había forma de
entrarle el cuchillo, hasta que Quirurga le agarró las dos manos y pudo clavarle la
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hoja en la garganta.
No encontramos agua para lavarlos y seguimos caminando con los dos peludos
muertos hasta la estación siguiente. Los lavé en la bebida de los bretes, hicimos fuego
y pusimos a cocer uno y asar el otro. Amanecía cuando recién pudimos hincar el
diente al asado. Las tripas habían estado rezongando toda la noche porque ya no se
dejaban engañar con los verdes que tomamos esperando a que estuviesen hechos.
La peludiada nos ayudó a seguir varios días. Después, en una estación cazamos
cuises con un lacito de hilo sisal y unos granos de trigo como cebo. Y no sé cuánto
tiempo más hubiéramos seguido así de no habernos hablado unos bolseros del tambo
de un tal Fernández donde todavía no habían juntado el maíz, lo único que quedaba
en toda la zona, fuera de haciendas y rastrojos.
Después del mediodía vimos unas parvas y un molino cerca del alambrado. Me
adelanté hasta una casa de material, blanqueada, que se levantaba frente a un maizal.
Y nos dieron juntada.
—¡A las chalas, compañero! —grité y a Quirurga se le iluminó la cara; nunca lo
vi levantar el mono y correr a empezar la changa como esa vez. Pero tan pronto como
empezamos a dormir bajo techo y comer todos los días volvimos a ponernos lerdos. A
la mañana, luego que la helada o el rocío se levantaban, íbamos al maizal, y cuando
teníamos la bolsa llena, ya pegábamos la vuelta para hacer el puchero, en la tarde
llegábamos a juntar dos bolsas, ya que como la paga era sin comida teníamos la
libertad de juntar las que tuviéramos gana. Por la tarde en el chalar tomábamos mate
de leche hasta ponernos pipones.
Con la familia yo pasaba ratos muy agradables. Eran el matrimonio, una sobrina
de 16 años y un peón. Un hijo estudiaba en Rosario. Vi que les gustaba escuchar mis
cuentos y yo aprovechaba para explayarme como en las ranchadas. La sobrina se
aficionó a visitarnos cuando volvíamos del chalar. Apilaba tres o cuatro bostas de
vaca, las cubría con una bolsa doblada y se sentaba a preguntar sobre mi vida y yo a
esquivar el interrogatorio: mi familia, mi pueblo, si no había pensado en casarme, si
no volvería. Una vez, a boca de jarro, me soltó:
—¿Tiene mamá?
Y cuando le contesté que había muerto muy jovencita, cuando yo tenía dos años,
se replegó como si haciéndome daño se hubiese lastimado ella misma. Desde
entonces procuró no encontrarme, pero cuando acabamos la juntada y oyó que
estábamos arreglando las cuentas con su tío, me esperó bajo el corredor y nos
pusimos a charlar dos o tres zonzeras de despedida y prometí escribirle. Luego, me
miró más triste que de costumbre, y como reanudando aquel diálogo interrumpido,
me dijo:
—Yo tampoco tengo papá. Lo mató un rayo cuando ordeñaba una vaca blanca.
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Volvimos a la vía y ahora todo se veía más fácil, la Primavera estaba próxima,
teníamos unos pesos en el bolsillo, empezaban los días tibios y la vía volvería a
florecer de linyes que abandonaban su refugio de las estancias y las chacras.
Una mañana Quirurga me preguntó cómo andarían los amigos canteristas. Me
sorprendió que estuviera recordando, pero no hablamos más del asunto, aunque me
dije si él no estaría queriendo volver.
Seguimos andando, entre lerdos e inquietos. Yo le había tomado afición a las
charlas de las ranchadas y en esos días no pensaba en otra cosa: ir en el carga, bajar,
armar el fuego y esperar la llegada de otros crotos, o acercarme a las ranchadas que
ya estaban; entonces, tantear los temas para darme cuenta si el croto era de vía o de
juntada. Cada uno hacía el repaso de las noticias que sabía: la nueva Guerra que se
aproximaba, Mussolini que invadía Etiopía, Hitler que se rearmaba, los españoles que
estaban cada vez más agitados. Una noche alguien trajo una Crítica vieja y nos
enteramos que Gardel había muerto. A veces me encontraba con linyes aficionados a
la poesía y al teatro y las tenidas eran más largas aunque participaban menos,
Florencio Sánchez, González Pacheco, Zorrilla de San Martín, Núñez de Arce. A
veces alguno leía en voz alta párrafos de la Carta Gaucha, de Juan Crusao, el
seudónimo de don Luis Woollands, un hombre libertario que vivía en Tandil y con
cuyo hijo Héctor haríamos años más tarde una crotiada. Los que hablaban de muchos
temas eran generalmente linyes de vía, los permanentes, los que tras alguna changa
volvían a la vía porque no tenían hogar, familia, ni pueblo a dónde regresar. Los
linyes de juntada eran los que salían a hacer la cosecha y luego volvían a su pueblo, y
no intervenían en las conversaciones como no fuese para hablar de bolsas o de luchas.
Y si no, escuchaban.
Otra mañana Quirurga volvió con el tema de Tandil, y cuando le pregunté si
quería volver me contestó que en realidad en estos meses de andar conmigo se había
aficionado a mi compañía: pensaba en seguir solo y se achicaba. Muchas veces él
mismo me lo había advertido: un croto puede tener un lugar que le guste más que
otros, una vía, un arroyo, un sitio para la ranchada o un pueblo para descansar unas
semanas, pero no podía tener querencia porque empezaría a sentirse atado. Y ahora
resultaba que tener un amigo en la vía había sido casi como tener querencia,
recordarla y querer volver.
¿Qué haría yo? ¿Despedirlo, como a Moreno y a Penone? Yo había aprendido
muchas cosas en la vía en estos meses, pero aún no me sentía un croto maduro. Y
acepté el regreso, siempre que fuera sin apuro. Volvimos en carga hasta Germania, de
allí a pie hasta Trigales, de noche, sin comer y con apuro porque nos seguía la cana
cuando me les disparé de la propia comisaría. En Trigales un carga nos llevó hasta
Alberdi, luego a Junín y de ahí a Caseros. En tranvía seguimos hasta Temperley, el
nudo de nuestras salidas y regresos.
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Temperley. Era de noche. Entonces recordé al linye de la canción. Él se había perdido
en la oscuridad. Nosotros salíamos de ella.
Un año atrás, el vagón cerrado en el que veníamos viajando desde Tandil Amalio
Moreno y yo, en nuestra primera crotiada, nos había guarecido de la lluvia que se
descolgara a mitad de camino. Un linye joven nos había pedido permiso para entrar.
En Las Flores el carguero había estado mucho tiempo haciendo maniobras y el nuevo
compañero había armado con cuatro yuyos un fueguito con el que calentó agua para
el mate y lo había hecho con tanta habilidad que nos quedamos con la boca abierta
mirándolo. Vueltos al vagón, el aguacero se había largado con todo. «Qué música
para la siesta» había dicho Amalio y echándose sobre el mono se había puesto a
roncar. El otro había abierto el suyo, sacando su poncho y lo había tendido, y
mientras lo hacía cantaba bajito:
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Quirurga supo que al día siguiente salía un carga para Las Flores. Preferimos hacer
ranchada medio apartados porque de cada tren, viniera de afuera o de adentro,
bajaban decenas y decenas de linyes. A la tarde siguiente, salíamos rumbo a Las
Flores, a mitad de camino hacia Tandil.
Yo había aprendido en estos meses de vía con Quirurga que crotiando, el tiempo
no contaba. «¿Tomamos aquel carguero, Quirurga?». «Mire Bepo, ahora estamos
cómodos, churrasquiando. No voy a hacer galopiar la pera por un carguero». «Pero
¿y después?». «Después, déjelo que se vaya. Mañana vendrá de vuelta y lo tomamos
para el otro lado. ¿Qué apuro tiene? ¿Quién lo espera? ¿A dónde tiene que ir? ¿Qué
patrón está tocando el pito de la fábrica?».
Pero en la mañana en que reanudábamos el regreso a Tandil averiguó varias veces
al cambista cuándo saldría el carguero y mucho antes de lo indicado, había apagado
el fuego, limpiado el lugar, cuadrado el mono y elegido el vagón que tomaríamos.
Como supimos que en Las Flores la cana estaba brava, nos largamos antes de la
barrera norte y fuimos caminando por detrás del Galpón de Máquinas, haciendo un
largo rodeo que nos llevó hasta cerca del cementerio, cruzamos el arroyo por un paso
que Quirurga conocía y cuando tuvimos a nuestra vista los paredones de tierra del
Tiro Federal fuimos acercándonos nuevamente a la vía.
Como un cambista nos dijo que después de media tarde saldría un carga para
Tandil, hicimos ranchada.
Sobre nuestras cabezas oímos el ruido de un aeroplano. Estábamos frente al viejo
Aeródromo de Las Flores. El aeroplano pasó muy cerca, dio una vuelta amplia y
aterrizó.
—Éstos andan con más apuro que nosotros —comentó Quirurga.
—¿Vamos a verlo?
Yo nunca había visto antes un avión de cerca. Pero no nos quedó mucho tiempo
para admirarlo porque íbamos cruzando el campo del aeródromo cuando un ruido de
motor se nos vino encima bramando. Alcanzamos a saltar y pasó frente a nosotros un
coche de carrera, no más que un cachivache, muy corriente entonces, al que los
ingenios mecánicos y el coraje de los que los manejaban le arrancaban algunos
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kilómetros más por hora. Éste tenía el aspecto muy conocido en la época: un chasis,
con sólo el capot y detrás unos asientos, sin guardabarros ni nada, para que fuese más
liviano. Detrás del asiento, a la vista, el tanque de nafta. Pocos metros más adelante
ya no lo vimos: se lo había tragado la polvareda.
¡Las carreras! Una vez, con Quirurga y con Penone, nos habíamos ido crotiando
desde Cepeda hasta Pergamino para ver una de carretera. Serían las tres de la mañana
o más cuando apareció el primero en el fondo de la recta donde estábamos, hacia
Arrecifes. Venía desde Buenos Aires. Nos pareció ver un resplandor.
Estaba por llover, y los refucilos iluminaron el campo. La máquina cruzó frente a
nosotros envuelta en una nube de tierra y nadie pudo saber otra cosa que el ruido del
motor y las luces que zangoloteaban sobre el camino.
Los coches seguían pasando. Pero en la oscuridad no alcanzábamos a reconocer a
nadie, hasta que alguien tuvo una idea salvadora: encendió las luces del camioncito
en que había venido: los haces de luz cruzaron el camino como si fueran a chocar
contra los de los corredores. Fue un instante, nomás, muy fugaz, pero alcanzamos a
ver el humo de los coches, los rostros de los corredores, sus cascos de cuero y sus
antiparras, sus bufandas al viento, sus mamelucos blancos, los metales, las ruedas, los
vidrios, y otra vez la noche, la quietud y el ruido de los motores entrando en
Pergamino, y después el silencio del campo bajo la tronada.
Se largó a llover. A un coche, frente a nosotros, le iluminaron dos o tres
relámpagos sucesivos y el auto pareció avanzar a saltos, entre luz y luz.
Si alguien me hubiera dicho entonces que esa aventura de fierros y barro iba a
abrir las rutas a los camiones y que camiones y caminos arruinarían al ferrocarril, no
lo hubiese creído.
El cachivache que casi nos atropella seguía dando vueltas en torno al aeródromo
de Las Flores. Desde el hangar apareció el aviador. Tenía una campera de cuero,
usaba pantalones blancos. El casco era blanco también y llevaba antiparras
levantadas. Estaba hablando con un mecánico cuando se sacó el casco y se le soltaron
los pelos.
—¡Bepo, es una mujer!
Era rubia, corpachona. Sonreía. Y la reconocí por las fotos: Carola Lorenzini, la
aviadora famosa. Se fue a atender las cosas del motor. Tenía la cara quemada por el
sol y el viento, como un linye.
—¡Qué mujer, compañero! —suspiró Quirurga. Fue la única vez que le escuché
comentarios sobre una mujer.
Anochecía. Yo estaba con el mono listo y la mirada perdida. Pensaba en toda esa
aventura de fierros, autos, aviones, velocidad. Qué distinta de nuestra vida de crotos
sin apuro. Pensaba en la aviadora, en su tranco decidido, en su forma de dirigirse a la
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gente, en que dentro de unas horas haría girar la hélice de su aeroplano y, corajuda,
subiría otra vez al cielo, para crotiar más lejos y más alto que nosotros, cuando me
crucé con la mirada de Quirurga; seguro que también estaba pensando en ella.
Quizás por eso no vimos al milico sino cuando el tren de carga que esperábamos
estuvo encima de nosotros. «¡Guarda al cana, compañero!», le grité. El tren venía
levantando velocidad, yo salté, pero alcancé a ver al milico revoleando la fusta muy
cerca de Quirurga. Pude meterme en un vagón, pero cuando el tren hubo avanzado
unas centenas de metros y me asomé no lo vi a Quirurga. Pensé que se habría
escondido en una chata. El tren no paró hasta Rauch, y allí me bajé para encontrarme
con mi compañero, pero por más que revisé cuidadosamente vagón por vagón, no
pude encontrarlo. Cuando el carga arrancaba, opté por seguir hasta Tandil.
Llegué con las primeras luces a Playa Nueva, por la vía fui hasta la estación y ya
era de día, seguí hasta el Puente del Azul y por el camino rumbié para mi barriada de
La Movediza.
Yo faltaba desde el verano y ahora era casi Primavera. Antes de cruzar las vías
escuché la campana de la cantera. Eran las siete y la gente estaría entrando a trabajar.
Me iba aproximando y se me hizo más claro el ruido de la rompedora. Un poco más
adelante empecé a oír decenas, centenares de herramientas picando la piedra, ese
canto que he escuchado desde la cuna. Oía el repiqueteo pero no veía a la gente. La
gente estaba del otro lado, tras la loma, en el valle, por las canchas. Las primeras
zorras estaban bajando cargadas de material desde lo alto del cerro. En el bajo, la casa
de piedra de los patrones, todavía en silencio. Y en lo alto, asomándose, la casilla de
Caputín, mi casilla. Fui primero hasta la casa de mi viejo. Él mismo abrió la puerta y
cuando me reconoció se quedó mudo, luego me abrazó y noté que estaba llorando.
«¡Bepo, Bepo! ¡Cúme! ¿No te ce mort?».
Yo no entendía nada. Se corrió la noticia, se avisaron unos a otros, de casilla en
casilla, de un cerro al otro. «¡Volvió el Bepo!». «¿Está vivo?». «Sí. ¡Está del padre!».
Fueron apareciendo parientes, amigos, vecinos, de pronto todo el barrio estuvo en la
casa, se abrazaban, me besaban preguntando cómo había sido eso y yo al fin pude
entender: en un diario, entre noticias referidas a las huelgas maiceras en Santa Fe,
había aparecido la noticia de que a un tal José Ghezzi lo habían matado a tiros y
creyeron que era yo. El regreso de Mario Penone sin mí les había reforzado la
sospecha.
Descansé, me repuse del reencuentro y finalmente una tarde, como Quirurga no
aparecía, me preparé para volver a Las Flores y buscarlo. Estaba yerbiando cuando
golpearon a la puerta de mi pieza. Fui a abrir con un presentimiento, sentí un fuerte
olor a tabaco que se filtró por las rendijas de la madera, y yo conocía ese olor. Al
abrir, con el mono en el suelo y el pucho en los labios, ¡Quirurga…!
Qué abrazo nos dimos. Lo habían tenido varios días para saber quién era el que
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había disparado, insistió en que no me conocía, en que no íbamos juntos, y finalmente
lo habían soltado.
Charlamos hasta que anocheció. En el calentador la pava del mate se vació varias
veces hasta que dejó lugar a la olla de la bagayera, en la que hicimos un pucherito
para celebrar su regreso. De cuántas cosas hablamos, haciendo proyectos para los
años futuros.
—La próxima vamos a agarrar directamente para el Norte —me proponía—.
Iremos a las cañas y después para Salta a ver los tabacales, y si cuadra, pegaremos la
vuelta por el Chaco para ver cómo es eso de los montes.
—Y ahora, ¿qué piensa hacer, compañero?
Volvería a la cantera, donde vivía su hermano. Pasaría un tiempo charlando con
los compañeros canteristas que conocía. «Cuánto he aprendido de ellos —decía— en
los años en que viví allí. Ellos son hombres de lectura».
Yo lo miraba a Quirurga. ¿Y lo que había aprendido yo de él? ¿Y cuando me
enseñó a prender fuego con un papel enrollado? ¿Y cuando cazamos perdices contra
el alambrado? ¿Y cuando calentaba la tierra antes de acostarse para luchar contra el
frío?
—Vos también sos hombre de lecturas —me dijo tuteándome por primera vez—.
Lo he pasado muy a gusto escuchándote alegar en las ranchadas.
—Déjese de macanas, Quirurga. Si yo soy un aprendiz al lado de ustedes… —En
el fondo me ponía ancho oírselo decir.
—Bueno, compañero, me las tomo.
Le alcé el mono y lo acompañé. Caminamos en silencio. Subimos y bajamos por
la cuesta de la sierra y seguimos juntos hasta la entrada del pueblo, sin hablar una
palabra.
Se echó el mono a la espalda y fue costeando el pueblo por el sur.
Me quedé mirando en la oscuridad hasta que no pude ver más la brasita de su
cigarrillo, porque la sombra se lo tragó.
¿Volvería a los rieles mi compañero? ¿Qué sería lo que le había hecho regresar a
Tandil? ¿Estaría teniéndole miedo al frío, a los cansancios, a las camas duras, y al
hambre y a la soledad? Quizá hubiera andado buscando que el tiempo le cicatrizase
algo. Quizá sólo anduvo buscando el aire y ahora había acumulado cielo, viento y
tiempo como para aguantar el resto de la vida.
Volví caminando por senderos que no veía, pero que sabía de memoria.
Si aquella noche alguien me hubiese dicho que por esas cosas que tiene la vida de
linye nunca más vería a Manuel Quirurga, no lo hubiese creído.
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SEGUNDA PARTE
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UNO
1939
(Bepo tiene 27 años)
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interrumpir la charla. Estaba cebando el mate al tanteo. Yo no tenía más que una
camita de hierro y tuvimos que organizar la dormida: yo desde las diez de la noche
hasta las cuatro de la madrugada. Él lo haría después y mientras, pasaba la noche
entera, hasta su turno, yerbiando y leyendo.
Hacía dos años de esto. Era bastante mayor que yo, y pese a que vivía en una
población canterista del Uruguay, llamada Martín Chico, en las cercanías de Carmelo,
no era picapedrero, sino hachero de monte. Su mayor afición era el teatro y Florencio
Sánchez su ídolo. Yo lo había llevado a las canteras para que conociera a los
compañeros, y luego él iba solo a visitarlos.
Yo en Tandil, como siempre: a la espera de algún pique en la piedra, en esos años
de crisis. Tirar como pudiera hasta el tiempo de salir a crotiar, a la juntada. Lo pasaba
mal. Pero un día vino Ezequiel Chinatti con que había conseguido una changa: hachar
un monte. «Me voy a ganar unos pesos que buena falta nos hacen». Volvió a los
quince días. Yo estaba sentado en el umbral de la casilla y lo vi subir la cuesta.
Revoleaba algo en la mano, alegremente. «Tome, aquí tiene para comprar lo que haga
falta», dijo. Eran treinta pesos que puso sobre la mesa, los primeros ganados en la
Argentina.
—Nunca he crotiado. Quiero ver cómo es la vida en la vía, Bepo, y usté puede
guiarme. Yo creo que en la vía voy a encontrar el ideal que vengo buscando desde
Uruguay.
Qué generoso fue. Esa noche había comprado un churrasco y lo asamos afuera.
Los amigos pasaban por el camino y se paraban a conversar y él a todos invitó a
comer. Si alguno hubiera aceptado no habría quedado comida para nadie.
Una mañana muy temprano habíamos salido rumbo al ferrocarril. Tomamos un
carga que iba para el sur. Vamos a techiar le propuse. Y cuando el viento fresco le
golpeó en la cara exclamó alegre y sorprendido:
—¡Esto no lo soñaba, compañero!
El aire le volaba la melena, el pañuelo del cuello, los ojos que no le alcanzaban
para verlo todo. Y sonreía, miraba al campo, me miraba a mí, y sonreía.
Ahora también el viento me golpea en la cara. Pero Héctor Woollands va en
silencio. No quiere molestarme.
De golpe comprendí que me habían cerrado el cerco en Tandil. El comprador de
piedra me demoraba a propósito los pagos porque él era conservador y yo me negaba
a darle la libreta de enrolamiento cuando me la pedía para las elecciones. Otra vez me
había propuesto una porquería para joder a mis compañeros. Fue por eso que me
quedé sin un mango y me atrasé en el pago de la pensión. Cuando volvás de la
juntada de maíz me lo arreglás todo, me había dicho el fondero, pero un mediodía
llegué como siempre al comedor de su fonda. «¡Para vos no hay más comida!», me
dijo y no me miraba. Yo no entendía nada en un principio, después supe que el
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comprador de piedra lo tenía agarrado y lo presionó para que me reventara. Los
muchachos vinieron a mi casilla a darme su solidaridad. Pero yo estaba herido y no
quise saber más nada.
—Me voy —les dije.
Hubo un silencio pesado. Entonces Héctor Woollands se había adelantado para
decirme, tomándome del brazo:
—Yo lo acompaño.
Héctor Woollands va frente a mí, ahora, en el techo del vagón que nos aleja de
Tandil. Fuma y no me habla porque sabe lo que me está pasando por dentro.
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mismo: Cuentos, de Javier de Viana. El Comisario hojeó uno y otro. «¿Es delito leer
al Maestro de los maestros?», le preguntó Chinatti. El Comisario nos había mirado
como con bronca y con un ademán nos hizo dejar en libertad.
Seguimos viaje y en Nueva Roma[20] nos hizo bajar la cana. «Documentos». «Los
tienen ustedes», le contesté. «¿Cómo?». «Sí, me lo sacó un oficial en Rojas. ¡Será pa’
que voten los conservadores!». Ya medio cabrero el cana encaró a mi compañero:
«¿Y vos?».
—En mi tierra hay libertá y no hacen falta documentos.
—¿En tu tierra? ¿Y cuál es tu tierra?
—¡La de Florencio!
El cana, desconcertado, nos miró como para fulminarnos, titubeó un segundo y
dijo: «¡suban al tren. Y que no los vea más por acá!».
Documentos. Nombres. Papeleta. «Llevá siempre un nombre de vía», me habían
aconsejado más de una vez. «Siempre sirve para zafar de la cana y también de algún
croto indiscreto». ¿Nombre?
De golpe, recordé una idea que había tenido yo años atrás, de escribir una novela.
El personaje iba a ser un muchacho libertario. Nunca llegué a concretar más que su
nombre:
—Rosales. Alberto Rosales.
Desde entonces llevo mi nombre de vía. Por Rosales me han conocido en
ranchadas, en viadas, sobre el lomo de los trenes y en las cabeceras de los galpones,
hombreando bolsas o juntando maíz. Y también en cada arreada a donde me llevara la
policía.
Ahora volveré a ser Alberto Rosales. Quizá dejando de ser Ghezzi alguna vez
cicatrice la herida que llevo adentro. Sólo Héctor Woollands sabe mi nombre
verdadero. Pero yo sé que Héctor será compañía por unos meses y después me dejará.
Y yo seguiré siendo Rosales. Alberto Rosales. O nada más que Bepo.
Con Chinatti, aquella vez, habíamos andado medio verano por el sur: Tres Arroyos,
Bahía Blanca, Azopardo, Alta Vista, Nueva Roma, Saavedra, Bordenave. Dos días en
un lado, un pique de tres o cuatro en otro. Una tarde más allá, y seguíamos sin
arraigar en ninguna parte. Me pareció que la andanza y el mate iban curándole a
aquel compañero oriental unos dolores que llevaba adentro, ganados en esa crotiada
conmigo.
Fue cuando salimos de Tandil hacia el sur y me dijo que tenía un amigo uruguayo
en Gonzales Chaves que se llamaba Nicola Bertini. Habían trabajado juntos en
Martín Chico. Grandes camaradas, se habían defendido mutuamente en entreveros
con matones y con la policía, porque Bertini también era libertario. Pero hacía unos
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años que había venido de Uruguay y decían que en Chaves había echado buena y se
había hecho rico con el trigo. Entraba el sol cuando llegamos a la tranquera. Los
primeros en recibirnos fueron los ladridos. Desde el alero había gente que nos miraba.
«¿Aquél que llama a los perros será su amigo?». «Sí ¡Es él!». Chinatti, impaciente, se
adelantó, pero Bertini lo recibió con frialdad. Chinatti fue a abrazarlo y el otro le
tendió la mano, mientras por encima del hombro de Ezequiel, me miraba con
desconfianza.
Y nos habíamos quedado cortados. Ezequiel, pasada la impresión primera, quería
reencender su entusiasmo. Pero su amigo Nicola con un «sí, sí…» dejaba morir la
conversación. Entonces me vino a la memoria una obra de González Pacheco:
Hermano Lobo.
Después, en el galpón, Ezequiel había procurado disculparlo: A lo mejor no tenía
ganas de hablar. Cuando se encuentran dos compañeros que hace tiempo no se ven,
no alcanza uno a contarse todo y entonces no se sale de un sí, sí…
—¿No ve que es como Hermano Lobo? ¿Qué quiere más a su trigo que a su
amigo? —le dije con rabia—. Si usté quiere, se queda. Yo, mañana, me voy.
Al día siguiente, cuando vimos humo en la chimenea de la cocina, fuimos a
despedirnos. Mi compañero no había despegado los labios. Salimos rumbo al
callejón. «¿No quieren llevarse algo para el camino?», había ofrecido Bertini con
desgano. Los trigales ondulaban de nuevo con el viento. Habíamos llegado a la
tranquera. La salté sin abrirla y ya en la calle, miré para la chacra y grité como para
que me oyeran hasta en el fondo del campo:
—¡Hermano Lobo!
Y eché pa’dentro una escupida.
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«Este año hay más golondrinas que espigas de trigo», dijo aludiendo a los muchos
juntadores que venían en el verano buscando los piques de la cosecha fina. «Pero
ahora vamos quedando los de siempre», agregó, «los que sólo tenemos estas casas».
Y señaló el galpón.
Entraba una carga y en el costado de uno de los vagones, pintado con grandes
brochazos de cal se leía: «Libertad a los presos de Bragado». El croto joven murmuró
entre dientes «¡qué injusticia con estos inocentes!». Los presos de Bragado eran tres
compañeros libertarios: Del Diago, Vuotto y Mainini, procesados bajo la acusación
injusta de haber colocado una bomba. Los presos de Bragado era una bandera de
lucha de las causas libertarias de entonces en toda América. Nos miramos con
Chinatti: el hombre era de los nuestros. En la vía uno aprende a ser callado, tantear y
estudiar al otro. Pero cuando se lo reconoce, uno se abre y se explaya. Teatro, poesía,
política, sindicalismo, todo tema fue tocado. Yo los escuchaba como en una clase. A
veces Ezequiel me miraba sonriente como diciéndome: «¡Esto era lo que andaba
buscando en la vía!». Yo creo que en Erize echamos las bases de un mundo mejor,
que no habrá cuajado, no digo, pero quedó flotando en aquella estación pelada un aire
de libertad que cada vez que, como ahora, lo recuerdo, me hace sentir bien. Pero
como ningún croto echa raíces, el linye joven tomó un carguero hacia Saavedra, se
fue y nunca supimos su nombre ni él habrá podido repetir los nuestros, pero desde
entonces su recuerdo y el de Chinatti me acompañan. Y ese recuerdo me dice esta
noche que sí, que en la vía voy a encontrar la libertad que la civilización me niega.
A aquel compañero uruguayo le faltaba el bautismo del frío. Los días se acortaron,
los rocíos fueron más grandes y los ponchos parecían más livianos, cuando lluvias y
vientos, días grises, noches largas y heladas tempranas pudieron desalentarnos. Pero
él siguió alegremente y se había olvidado de regresar.
A veces se quedaba sentado sobre el mono. Pensaba en silencio. ¿En qué
pensaría? Y yo no quería interrumpirlo. Otras se emocionaba tanto que parecía que
iban a soltársele las lágrimas, como aquella noche en que un croto español, tras
conseguir changa en una estancia, nos trajo galleta y carne de oveja que pidió para
nosotros y nos la dejó cuando vino a la ranchada a despedirse.
—¡Qué nobleza! ¡Qué nobleza! —repetía.
—No olvide que es un linye —le dije— y acá todos nos sentimos iguales. Cuando
volvamos a la civilización ¡se acabó la hermandad!
—No, amigo Ghezzi. Lo que pasa es que allá tienen otros apuros.
—Allá gozarán si nos ven caídos. Y muy pocos nos tenderán la mano. —Le dije
eso, pero nunca hubiera imaginado lo que acaba de pasarme con la fonda y todo lo
demás en La Movediza.
Y yo ahora, amigo Chinatti, desde el techo de este vagón, me ilusiono de nuevo
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con que habrá de recibirme en la vía ese mundo que usté creía haber encontrado.
Frente a mí va otro compañero, Héctor Woollands. Pero el recuerdo suyo también
me acompaña, Ezequiel.
La vida en la vía estaba hecha de pedacitos uno distinto del otro, y uno no podía
quedarse con ninguno para siempre. Pudimos haber estado toda la vida bajo un
puente del Río Salado, por ejemplo, con un polaco, un chileno y un italiano. Habían
sido los mejores días de Chinatti: como un orador, como un predicador, daba clases
de historia, de luchas sociales, y anunciaba la sociedad en la que todos soñábamos:
hombres libres, sin gobiernos, ni canas, ni patronos. Sin miseria, ignorancia,
enfermedad ni dolor. Éramos un croto de cada país, parecíamos la liga de las
naciones. Dos de ellos salían al atardecer con las cañas de pescar y volvían de noche,
pero con una oveja, o un par de curvas sacadas de algún gallinero del camino. A los
pocos días el grupo fue desgranándose. Nosotros, buscando la zona maicera habíamos
ido a Lobos, y de allí a Haedo. Un carga nos había llevado luego hasta Rawson, otro
hasta Arribeños y a Inés Indart llegamos al anochecer con noticias de buenos
maizales. Había muchos linyes, como nosotros, esperando la juntada, y durante un
mes nos habíamos quedado trabajando en la chala sin esmerarnos mucho.
Woollands se ha recostado y dormita sobre el techo. Hacia el Este, hacia donde el
tren avanza, está clareando. Va a amanecer.
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DOS
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pero en lugar de restallar, donde golpeaba se alzaba sin ruido una nube de tierra que
iba extendiendo una neblina sobre las cosas. Las serpentinas no llegaban a tomar
vuelo cuando ya las pisoteaban los caballos de la villalonga. El tango, el vals y las
dos rancheras se repetían. Sobre la vereda varias parejas bailaban, pero no
alcanzamos a escuchar una sola voz humana, un grito ni una risa. La llama del farol
era amarilla y el resto de la noche, negra. Los bichos, atraídos por la luz iban
cubriendo el farol, la gente no se alejaba mucho de él, y cuando lo hacía desaparecía
en la oscuridad.
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miraba hacer, pitando sus interminables cigarrillos de chamico o luchando contra la
tos.
Brufal empezó a seguirnos con la mirada a todas partes. Quería que habláramos
de España y le comentáramos las noticias. Presentía el derrumbe de la República.
Una vez apareció con un diario en la mano, su cara estaba color de ceniza y la fatiga
le impedía hablar. «Cayó Madrid», decía el diario. Se fue para adentro y en el resto
del día no lo vimos. Sólo se escuchaba, ahogada, una seca tos de asmático.
Un día fue al pueblo con alegría; debía pasar por el escritorio a cobrar la cosecha.
Luego haría la recorrida anual para pagar a sus proveedores: el panadero, el
carnicero, la tienda, hasta el peluquero, todo se fiaba de un año a otro, hasta el
término de la cosecha, en aquellos tiempos de moneda estable. Le quedaron libres
unos mil pesos. Les pareció, nos pareció a todos, un platal. Pero no era dueño de la
tierra. Cualquier día iban a pedirle el campo o fallaría una cosecha, no podría pagar y
tendrían que salir a rodar por los callejones.
Bocalatti fue nuestro patrón siguiente. Era una chacra grande y en el galpón
donde alojaba a los juntadores contamos dieciocho camas. El hijo del patrón venía a
hacer el control diario de las bolsas que cada uno había juntado y se quedaba
conversando con nosotros. Tanta afición llegó a tomarnos que después se hizo
costumbre. Tenían que llamarlo desde la casa para que volviera a comer. Los
domingos jugábamos al fútbol. Con él y con otros linyes armábamos broncosos que
duraban toda la tarde.
Los dieciocho juntadores que habían contratado eran todos santiagueños. Por la
mañana, Héctor y yo no abandonábamos los ponchos hasta que el rocío hubiese
levantado, pero los santiagueños, antes que rompiera el día ya estaban en la punta del
surco, cada uno parado en su lucha, esperando para iniciar la juntada todos a una. Se
tomaban la pera con la palma de las dos manos y con los dedos juntos hacían altavoz.
Entonces, el primero de la fila daba un grito que también he escuchado en la zafra. El
siguiente contestaba, a éste, el tercero. Y así se iban encadenando uno a uno los
gritos, de surco en surco hasta cubrir todo el frente del chalar. Quizá fuese una
costumbre que trajeran de andar en el monte por necesidad de saber, cada tanto,
donde se encontraba cada uno. Nosotros desde los ponchos los escuchábamos
mientras ellos comenzaban, espiga por espiga, la juntada del día.
La casa de los Bocalatti estaba distante, pero más distante la hacía el ningún
contacto que podía mantener con ella. Los Bocalatti se las arreglaban para que por
nada del mundo los juntadores, los proveedores ni nadie de afuera pudiera acercarse.
Un espeso cerco de retama rodeaba a la casa como si fuera una fortaleza, y cuando
alguno, desconociendo la costumbre, enderezaba para el corredor, siempre salían a
tiempo el hijo o el propio Bocalatti y alcanzándolo antes, resolvían el caso y evitaban
la proximidad. Tenían dos hijas mozas. No iban al pueblo ni las llevaban a bailes ni
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fiestas. A veces, desde nuestra ranchada las veíamos aparecer fugazmente y volvían a
entrar, el rostro apenas una sombra bajo el sombrero o el pañuelo.
Un sábado ocurrió algo inesperado: el hijo vino a invitarnos a Héctor y a mí a
tomar mate esa noche, después de comer.
La patrona y las chicas eran muy blancas, pero saludables, casi robustas. Mientras
duró nuestra visita, el único que habló fue el padre. La señora, ligeramente detrás de
él, dirigía con la mirada a las hijas que iban con fuentes, venían con mate, traían
buñuelos y servían budín. Sobre una mesita a la que cubría una carpeta tejida, había
un aparato de radio conectado a unos acumuladores. Yo recordé el cerco de retama.
Bocalatti nos habló de su padre, que era italiano, había viajado varias veces a la
Argentina como juntador golondrina: venía, cosechaba y se volvía, y había aprendido
a viajar antes que nosotros en los trenes de carga, con un atadito de ropa al que
llamaban la «linghera». Cuando decidió venirse a vivir aquí y vendió lo que tenía en
Italia, lo estafó una compañía colonizadora y lo dejaron en medio de un campo bruto,
hasta que finalmente consiguió como mediero: el dueño del campo ponía la tierra,
arado y caballo y le hacía fiar la semilla, a cambio de la mitad de la cosecha.
Cincuenta años después, muchos seguían siendo medieros, porque no habían
alcanzado a independizarse, a comprar un pedacito de tierra. Para un año bueno,
varios malos: crisis, seca, malos precios, especulación, inundaciones. «Por eso» —
dijo— «ahora aparecen los desesperados, los renegados. Los que se van al pueblo
para ser peones».
—No es eso, papá —se atrevió a interrumpirle el hijo por primera vez en toda la
noche—. Es que el pueblo es otra cosa, más oportunidades.
—Renegados, sí. ¡La gente que vivió de la tierra tiene que serle fiel a la tierra! ¡El
campo no es una lotería, para que uno se haga rico de golpe! ¡Es para trabajar!
Bocalatti había perdido el control. Reprochaba a los jóvenes estar siempre con la
novedad, querer cambiarlo todo. Que dijera su hijo si alguna vez había pasado
hambre por culpa de los brazos de su padre. Todos callábamos. Yo inventé una
excusa y nos fuimos.
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casa, un rancho de barro y paja. López plantó unos eucaliptos contra los vientos para
reparar la casa.
—¡Ni sombra le van a dar estos árboles para cuando entregue el campo! —le
comentaron. López se encogía de hombros—. Por tres años, —decía— estaremos en
tierra segura, después veremos.
Era la resignación de tantos chacareros que conocí desde la vía: por esta cosecha
estamos salvados, hemos comido, no nos hemos muerto, después se verá. Y si no, de
crotos, como nosotros. Y por eso, era todo provisorio, precario, apenas agarrado a la
cáscara del suelo, sin echar raíces, la casa, las plantas la familia, la vida.
Hacíamos changas en el vecindario. Los último maizales tardíos, bajo heladas
terribles. Una mañana la escarcha crujía bajo las alpargatas y sobre las chalas. Todo
lo que tocábamos estaba helado y quemado. No había sol y el frío cortaba como un
cuchillo.
—Compañero —me dijo Héctor con la cara descompuesta de dolor— no aguanto
más. Mire cómo tengo las manos.
El filo de las chalas se las había ido tajeando y el frío rajándole la piel hasta
ponérsela en carne viva no las dejaba curar.
—¿Cómo, Héctor, así? ¿Qué espera para meárselas? —Woollands me miró,
incrédulo.
—Pruebe. Santo remedio. Y la forma de calentarse las manos, aquí.
En medio del chalar nuestra propia orina nos regó las manos, nos alivió del frío y
curó los grietas que dolían y sangraban.
Tan pronto llegamos al campo algunos vecinos ofrecieron casa, ayuda, amistad. Los
domingos devolvíamos la visita. Caíamos a la hora del mate, las muchachas se ponían
a hacer tortas fritas o buñuelos, si había fonógrafo se armaba un bailecito y en el piso
de tierra acabábamos por levantar polvareda. A veces me quedaba, lavaba la ropa,
leía o recibía la visita de algún vecino. Los otros dos peones preferían ir al río a
pescar y hubo domingos en que yendo al pueblo, Héctor se puso los cortos y entraba
a jugar por el Sportivo Hunter. Pero la mayoría de los hombres el domingo iba al
almacén. Bochas, naipes y copas ayudaban a matar el aburrimiento. Regresaban a sus
casas y se desplomaban sobre la cama a esperar que llegase el nuevo día. Entonces se
hundían en el trabajo para aturdirse con trojas y aradas hasta el domingo siguiente.
Una tarde fui a visitar a un matrimonio. El hombre había ido al boliche, ella
estaba detrás de una pila de ropa zurciéndola, los chicos jugaban en otra casa. Les
había lavado los guardapolvos y ahora los arreglaba para el día siguiente.
—Él no está, pero a lo mejor vuelve pronto. Pase. Le cebo unos mates.
Tendría poco más de 30 años. Los pelos secos y sin peinar ni arreglar la
envejecían. Su ropa, gastada y gris. Todo lo suyo era apagado, como sus ojos.
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Le pregunté si los domingos no salía.
—¿Salir? ¿Al pueblo? Para qué. Los chicos andan por ahí. Él se va al boliche. Yo
me quedo cosiendo, remendando, zurciendo, la comida. ¡Qué cosa horrible los
domingos!
Dejó la media que estaba arreglando. Me miró a los ojos mostrándome los suyos
sin esperanzas. Me fui. Como si yo hubiese sido nada más que un mal pensamiento
había vuelto a su tarea con la cabeza inclinada sobre la costura.
Pasaba la rastra una mañana cuando un peón del chacarero vecino al verme me
esperó junto al alambrado. Antes que llegara me gritó haciendo aspavientos:
—Amigo. ¡Hay guerra en Europa!
—¿Guerra? ¡Qué barbaridad!
—Guerra, sí. Dijo el patrón que nos vamos a parar. Que todo va a valer
muchísimo. El maíz y la carne.
—No sé —le dije. Y me quedé pensando en voz alta—. No sé, no. Un pobre
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ganando con la desgracia ajena, no sé.
La guerra favoreció a la ganadería pero arruinó a la agricultura, porque necesitaba
carne, pero no maíz. Dos o tres años después, Brufal, Bocalatti, Trugo, que eran
medieros, fueron al callejón. La superproducción de maíz hundió a muchos
chacareros, los propietarios rescataron las tierras arrendadas y las llenaron de vacas.
Como cuando se patea un hormiguero se inició la dispersión, el éxodo. Los menos
se conchababan en las estancias como peones. Los más empezaron a rodar por los
caminos y acababan en el pueblo en cualquier cosa, o crotos, como nosotros.
Nunca supe qué fue de los Bocalatti. Alguien dijo que se fueron a vivir a Buenos
Aires. El viejo tuvo que entrar de peón en una cervecería para cargar cajones. El hijo,
en un taller mecánico. Las hijas, seguramente aprendieron a pintarse los cachetes.
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TRES
MANUSCRITOS, foja 9.
Cada vez que volvía de una crotiada me decía: Será la última. Pero siempre había
algo que me empujaba nuevamente a la vía. Nunca sin embargo como ahora había
salido con la decisión de jamás volver a Tandil.
Por eso aquella noche en que salí de allá con Héctor Woollands lo había tenido
tan presente a Ezequiel Chinatti que no siendo croto decía haber encontrado conmigo
en la vía el ideal que andaba buscando: la libertad.
Ahora yo había visto las chacras más de cerca. Pensaba en Brufal, en Trugo, en
Bocalatti, tristes, sin esperanzas. Cualquier día un ventarrón —política, guerra, malos
precios, especulación, una calamidad— los levantaría y arrastrándolos iba a
destruirles lo poco que habían alcanzado en años de sacrificio.
Yo en cambio tenía la vía. Y si aprendía a aguantarme el frío, el hambre y la
soledad, nadie podría echarme.
Y me largué a crotiar sin parar en ninguna parte.
Con qué avidez leía por entonces los diarios. Conocía la política internacional sin
perderme detalle. En cuanto un croto tenía diez centavos compraba la Crítica. Luego
el diario circulaba de ranchada en ranchada, hasta hacerse pedazos, y cuando acababa
la lectura empezaban las discusiones. A veces había andado días sin nada que leer y
de golpe el viento alzaba las hojas de un diario y las pegaba contra el alambrado.
Salíamos corriendo para no dejarlas escapar, aunque fueran noticias viejas para
leerlas hasta el último renglón.
Andaba por el sur de Córdoba y había caído solo a Isla Verde[24]. Yerbiaba con
otros linyes cuando llegó un carguero desde Bouchard y bajó un croto que se arrimó a
nuestra ranchada. Le ofrecí agua caliente y fuego, dejó el mono a unos metros y se
vino. Todo su aspecto irradiaba aseo: la blusa azul, el pañuelo bataraz al cuello, las
bombachas grises, las alpargatas galponeras de cáñamo más delgado que el nuestro y
una boina blanca.
—¿Habrá pique? —preguntó.
—En la arpillera no queda ni para los efetés. Y en las chacras no se ve una chala.
—Yo soy galponero, —aclaró—. Nunca me salgo de la vía.
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Pronto nos tuvo a todos pendientes de su charla. Nos pusimos a hablar de política,
porque a principios de ese año el demócrata progresista Lisandro de la Torre se había
pegado un tiro. Tiempo atrás hasta los crotos habíamos seguido su polémica con el
cura Franceschi. «Esperen», dijo, y se fue hasta el mono, sacó de él un atado hecho
con un pañuelo y lo deshizo. Llevaba en él unos cuantos libros muy trajinados, y
entre ellos guardaba unos recortes de diario que el uso había convertido en hilachas y
que contenía las respuestas del viejo senador santafecino. Se puso a leérnoslas en voz
alta y yo me animé a preguntarle si él era el Vasco de los Libros. Sonrió sin
contestarme y continuó leyendo. Muchas veces me habían hablado de él en todo el
triángulo maicero, donde su nombre y fama de su cultura corrían por todas las
ranchadas. Me parece todavía recordar entre sus libros uno de Malatesta, otro de
Faure, el Mikail de Panait Istrati y la infaltable Carta Gaucha de Juan Crusao, el papá
de Héctor Woollands, que era en ese entonces, la Biblia de los linyes. Siempre con
sus libros a cuestas, de ranchada en ranchada, de vía en vía, leyendo para él o en voz
alta para los demás. A veces prestaba alguno de sus libros, que recuperaba antes de
alzar el mono y tomar carguero nuevamente. Se apasionaba hablando de la libertad.
Nunca supe por qué le decían el Vasco, a no ser por la boina, porque cuando alguno le
preguntaba cómo se llamaba contestaba que su nombre era Sol y su apellido Luna.
Muy tarde, a la luz de las llamas, rehizo el atado de sus libros, y en la madrugada
siguiente, en otro carguero, se fue.
—Qué linda lonita —me dijo el milico—, dámela pa’mi caballo. —Yo tendí la mano
como para que me la devolviera—. ¡Dámela, carajo, o te mando preso! Si total esta
noche te vas a cortar otra.
La primera lonita de ferrocarril la corté de un vagón de la Trocha que tapaba
fardos de alfalfa, cerca de Clodomira[25], en Santiago del Estero. Las que había tenido
hasta entonces las había conseguido en las chacras, pero eran viejas y quemadas por
el sol y las lluvias. Ahora había cuidado que en el corte no quedaran las letras de la
empresa ferroviaria. La hice de dos metros y medio de largo por uno y medio de
ancho, y cuando en el rigor del verano el sol se ponía bravo, ataba una de sus
cabeceras a un alambrado y me servía de toldo. En invierno, al armar la cama me
tapaba con la lona, pero cuidaba de cubrirla con una bolsa maicera o con un poncho
viejo para que el jefe de la estación no la reconociera u otro milico volviera a
sacármela «para su caballito». Pero a veces, habiéndome acostado con buen tiempo,
en medio de la noche empezaba a llover y no podía buscar refugio. Entonces sacaba
la bolsa que la cubría y con la lona me tapaba hasta la cabeza, con la bagayera y la
leña a los pies, también debajo y a salvo del aguacero. La lluvia golpeaba sobre la
lona y no la traspasaba, yo la escuchaba caer tan cerca de mí y llegaba de nuevo a
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dormirme sintiendo al viento silbar y a la lluvia golpear sobre la lona hasta que con el
día llegaba la oportunidad de buscar refugio.
Atardecía. Dejé la chata en que viajaba y me subí al vagón, mirando al oeste. Caía el
sol entre nubes que cambiaban de color a cada momento. Del amarillo pasaban al
colorado, mientras del otro lado el cielo se iba poniendo violeta. Mirar la entrada del
sol, la forma de las nubes, escuchar cómo los pájaros al volver a sus ramas silbaban
como si estuvieran pasándose el informe del día, sentir los olores que soltaba la
naturaleza cuando se entraba la última luz, fueron mi diversión por años, mi diversión
de croto, y era una función a la que nunca faltaba, salvo que estuviese lloviendo.
Una temporada se me dio por viajar por la Puerto. Los crotos llamábamos así a la
línea del Ferrocarril Rosario Puerto Belgrano, que corre por el oeste de la provincia
de Buenos Aires y penetrando en Santa Fe une a los que entonces eran los dos
puertos trigueros más importantes del país. A nosotros no nos interesaba el trigo sino
la paz de sus rieles. Era una vía mansa para los crotos permanentes, los canas casi no
andaban, el personal ferroviario era especialmente gaucho con nosotros, sus trenes
corrían sin apuro. Era para andar mitad de vacaciones, mitad a media máquina. La
Puerto tenía otra virtud: cruzaba a casi todos los ramales de las otras empresas: la
Compañía General de Trocha Angosta, el Central Argentino del que se comunicaba
con los cinco ramales que nacen en Casilda y van a Córdoba y a Mendoza; el del
Pacífico, el del Oeste, el Provincial y el del Sud. Eran en total veintiún cruces. Por
eso la Puerto nos servía de comunicación entre una vía y otra y a partir de ella
podíamos ir a cualquier punto de la República. Pero también cruzaba muchos
arroyos, algunos con buena pesca, donde podíamos pasar unos días sin problemas y
con una comida abundante. Con tantos cruces y puentes la vía era como un gusano,
un largo gusano de 800 kilómetros, que subía y bajaba entre pajonales, cardales y
terraplenes.
A veces en las ranchadas de la Puerto aparecía al oscurecer un linye con una
oveja. Enseguida la cueriábamos, nos repartíamos un pedazo para cada uno y esa
misma noche subíamos todos en el primer carga que pasara sin preguntar para dónde
iba ni hasta dónde llegaba. En las estaciones siguientes nos íbamos largando de a uno
o de a dos, con la bagayera llena de carne fresca de oveja. Y entonces sí, tranquilos y
lejos, nos poníamos a guisarla o a asarla, como si fuéramos dueños de la estación, o
como si hubiésemos comprado la carne.
Iba y venía, subía y bajaba, paraba en un sitio, estaba dos o tres días, tomaba otro
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carguero, elegía una chata abierta cuando había sol y hacía frío y me echaba en el
fondo, pasaba de un ramal a otro, si había pique en la arpillera o en alguna chacra y si
me gustaba el sitio me quedaba más tiempo, pero si una mañana alumbraba linda o
escuchaba el pito de algún tren, pedía las cuentas, cargaba el mono y otra vez salía en
busca de la estación más próxima y subía al primer carguero que pasara para
cualquier parte.
Yo era con mi libertad como un chico con un juguete nuevo.
Los linyes aumentaban o disminuían según la época del año. Cuando se
aproximaba el tiempo de la juntada de maíz nos multiplicábamos como si saliéramos
de debajo de tierra. Pasaban los cargueros, y de todos los techos asomaban cabezas:
cuarenta, cincuenta, cien. No éramos sólo los permanentes, también los crotos de
juntada dejaban sus ranchos y sus familias y seguían con nosotros hasta las últimas
chalas. En la zona de Santa Fe viajaban hacia el Norte, hacia el Chaco con un hacha
además del mono, para conchabarse en los obrajes del monte. Pero cuando llegaba el
invierno y se acababa la juntada, desaparecían. Entonces quedábamos los de siempre,
caminando sin rumbo fijo, o en los galpones del ferrocarril, en la costa de algún
arroyo, a esperar que transcurriese el tiempo.
Bajé en una estación, de noche, y me arrimé a los galpones, donde un linye dormía.
Me oyó, sacó la cabeza debajo de los ponchos: «Remueva las brasas que van a
prender de nuevo», dijo al oírme. «Y échele carbón del que está tapado en la lata». Se
dio vuelta y siguió durmiendo.
Las relaciones entre los linyes de vía estaban hechas así, de detalles que si uno no
era de la vía, no alcanzaba a darse cuenta. A veces éramos tres o cuatro linyes que
habíamos venido de lugares distintos, cada uno lo estaba pasando a mate y galleta
dura porque no había nada de comer, pero un día uno de los cuatro conseguía una
changa, un pique nada más de una o dos horas para ganarse unas monedas. Agranden
el fuego que enseguida vuelvo, decía tras cobrarlas y al rato volvía con un churrasco
al que hacíamos el honor los cuatro. Eran quizá sus primeras chirolas en muchos días,
pero no podía gastarlas solo. Después, cada uno otra vez a su hambre, y en los
cargueros siguientes tomaríamos cualquier rumbo, sin saber el nombre del que
convidaba ni el de mis compañeros.
Yo pagué mi primer churrasco solidario en la estación Rueda[26], de Santa Fe, y
cuando hombres grandes, linyes más curtidos que yo, masticaban el churrasco ganado
por mi changa, sentí que yo también era croto de ley.
A veces nos llevaban a la Comisaría del lugar. Los que no tenían documentos
quedaban hasta que llegara su identificación. A los otros los liberaban pero
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haciéndolos subir en trenes y líneas distintas. Dispersarnos era la consigna, no
arraigar ni hacer juntas numerosas. En otras provincias era distinto. En Córdoba, en
tiempos de Sabattini, nos respetaban y nos trataban como a trabajadores. En Santa Fe,
cuando los demócratas progresistas, también. El cantonismo en San Juan hacía
muchas veces la vista gorda. Pero en la Provincia de Buenos Aires, en tiempos del
Gobernador Fresco las vías se ponían bravas. Para la autoridad, éramos vagos,
ladrones, asesinos, haraganes, pulguientos, piojosos. A mí nunca llegaron a ponerme
la mano encima, pero se hablaba de palizas, rebencazos y otras atrocidades, y
llegábamos a leer en periódicos libertarios denuncias contra comisarios que habrían
torturado a linyeras hasta la muerte. A veces buscaban entre nosotros a delincuentes
que habían sido desterrados de la Capital y se habían refugiado en el territorio del
crotaje, favorecidos porque no éramos batidores ni preguntábamos.
Llegábamos en un carga. «¡Todos abajo!». Éramos más de cincuenta, o cien; y
dos milicos bastaban. «Arriba ¡que no quede ninguno!». Y otra vez en marcha.
«Arriba». «Abajo». «Documentos». «¿A dónde vas?». «¿De dónde sos?». «Arriba».
«Arriba». «Arriba». Y puteadas, carajeadas, empujones. En Villa Constitución, una
noche, todos abajo. Un linye se quedó en el fondo de un vagón. «¡Y vos, croto
mugriento!, ¿no te vas a bajar?». Y cuando el otro, medio dormido aún, saltaba del
andén, el cano lo cruzó en el aire de un fustazo. «¡No le pegue!» gritó uno, «¿Y vos,
quién sos, croto piojoso? ¿Algún defensor de pobres?». Se hizo un remolino
alrededor del cana. «¡Se hace el guapo porque tiene la ropa! ¡Que se la saque y vamos
a ver!». Lo rodeamos en silencio y al cana le fue cambiando la cara. Puños apretados,
un fierrito asador brillaba, un palo que ya no serviría de bastón sino de garrote. Nadie
se movía. En eso el tren empezó a irse. Algunos linyes saltaron, luego otros más, de
golpe se hizo el desbande y el milico quedó solo en el andén.
Había salido de Cañada Honda, en San Juan, rumbo a Mendoza. En Retamito[27], una
mañana esperaba un carga para seguir viaje. El cielo estaba sin una nube, pero un
paisano miró alarmado hacia las sierras de enfrente y cuando vio que los animales
bajaban apresuradamente la cuesta gritó: «¡Va a soplar el Zonda!». A las ocho
llegaron las primeras ráfagas, calientes como las de un incendio. Empezó a silbar
entre los vagones y en el alero de la estación. Alzó por el aire papeles y pajas, y todo
en un momento se movió en remolinos, la temperatura siguió subiendo y el aire se
secaba. La mujer del Jefe cerró con apuro ventanas y postigos.
—¡Al vagón, compañero! —me gritó un linye que cruzó a mi lado como si a él
también el viento se lo llevara, saltó en medio de un remolino y se zambulló en la
oscuridad del vagón. Pronto el viento se volvió constante, aunque soplaba a
remesones, con ráfagas que después supe habían llegado a los 80 kilómetros y más.
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Era un solo aullido. El jefe se asomó sosteniendo con esfuerzo la puerta. «¡Fijesén
que no haiga quedado ningún fuego prendido!». La voz ondulaba ahogándose y
luchando contra las ráfagas. «¡Guarda con los incend…!». A las últimas sílabas se las
llevó el viento como a una hoja más. Me fui hasta el vagón donde había entrado el
otro linye. Cruzar el andén atravesando el viento fue trabajoso.
Pasaron una hora y otra. Hacia el mediodía el aullido se volvía constante y más
intenso.
De golpe me dio la loca: Pensé en los fríos que había pasado en estos años de
linye, que me esperarían muchos más, heladas, dormir a la intemperie, vientos,
lloviznas, mojaduras. Y como si fuese posible acumular en los huesos y en las
coyunturas sol y calor para entonces, me desvestí y con nada más que el pantaloncito
de fútbol (que usaba en lugar del calzoncillo) y las alpargatas, abrí apenas la puerta
del vagón. La resolana me hizo cerrar los ojos y la arena que volaba me azotó la cara,
pero me largué al suelo. Caminaba, corría, trotaba, saltaba, de frente, de espaldas, de
costado, para que el Zonda me azotara parejo. Gritaba y mi voz, arrollada por las
ráfagas, no alcanzaba a llegar ni a mis propios oídos.
Luego me di cuenta que acabaría ampollándome, y volví al vagón. El otro linye
miraba como si me hubiese vuelto loco.
Al anochecer el viento fue calmando y cuando las primeras estrellas aparecieron
el aire se había sujetado del todo. Tras unos instantes de silencio se oyeron puertas y
ventanas abriéndose, y gentes que salían. Alambrados y postes blanqueaban tapados
por los papeles que volaron durante la mañana. Los sembrados yacían volcados.
Gentes, perros y chivas aparecieron por las calles. El frescor fue aliviando los
nervios. En la madrugada me fui a Mendoza en la chata de un carguero, y no podía
dormirme porque me ardían el pecho, la espalda y la cara, y cuando alcanzaba a
dormitar me parecía escuchar todavía aquel aullido del viento.
Después, cuando seguía yendo y viniendo, subiendo y bajando, de un carga a otro
carga, de una a otra vía, de un pique a otro, un día o dos, y no paraba en ninguna
parte: me decía: Es el Zonda que se metió adentro aquella mañana en Retamito y
ahora no me deja en paz.
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CUATRO
Por el callejón vino un grito que yo conocía «¡op op opa! ¡Vaca, vaca, vacaa!». Era la
voz de los troperos que llegaban con un arreo para embarcar en un especial de
hacienda que habían puesto frente a los bretes. Aunque trabajo ajeno para mí, era de
la vía y siempre me gustaba verlo. Pronto una nube de tierra avanzó hacia la estación.
Brillaron algunas cornamentas y luego se hicieron visibles los jinetes. Con gritos y
pechazos hicieron entrar la tropa por la tranquera al corral de los bretes. Los
animales, al oler el agua de la bebida facilitaron la tarea. Ellos bebían ahora el agua
que yo usaba para lavarme y también para tomar. Cuando la tropa estuvo lista, fueron
haciéndola subir por la rampa del embarcadero, siempre pintado de blanco y por el
brete penetraron en el vagón. Los animales avanzaban pasando de un vagón a otro
hasta que todo el tren estuvo cargado.
Esta vez el arreo había sido corto y no traían villalonga detrás de la tropa. Cuando
el embarco era grande y había que hacer noche allí, una chata cerraba la marcha
conducida por un peón. Traía carne, galleta, leña y las cosas del mate. Cuando los
demás reseros rondaban la hacienda esperando la hora de embarcar, el peón bajaba,
hacía un fuego grande, calentaba el agua y ponía el asado. A veces el trabajo era
mucho o venían retrasados y el peón de la chata bajaba a ayudar. «Rubio ¿me cuida el
churrasco?». Y yo aceptaba. Ellos revoleaban sus ponchos, restallaban sus rebencazos
para azuzar a las vacas remolonas o díscolas, y a gritos iban llenando los vagones
antes que viniera la máquina a enganchar. Concluido, sacaban sus largos cuchillos y
luego de matear se prendían a la carne que yo les había asado y a la que me invitaban
a compartir. Contaban cuentos, se decían bromas pesadas. Yo ya había aprendido a
entender no sólo los silencios sino esas explosiones ruidosas de cuando se está en
rueda luego de un trabajo largo o difícil. A veces la charla se les apagaba y se
quedaban abismados, pitando. Después levantaban ranchada y me dejaban la carne y
la leña que les sobraba. Y volvían al callejón, al tranco de sus pingos, ahora en
silencio, como nosotros. Ellos en el lomo de sus caballos, nosotros en el de los
vagones, cumpliendo el destino de andar.
Carros y chatas hacían el acarreo de cereales, el otro fruto del campo, ya que los
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camiones aparecieron después de la guerra. Habíamos visto algunos antes de 1939,
pero como con la guerra no hubo gomas, el combustible había encarecido y los
repuestos no entraban, hubo que volver a los carruajes. En el triángulo maicero era
muy común la chata sampedrina, bastante baja, sin otros laterales que barandas
adelante y atrás y servía para entrar en el rastrojo y para ir a la estación; le cabían
treinta y dos bolsas maiceras que se cargaban muy fácilmente o sesenta acostadas
cuando las llevaban para embarcar. En el sur conocí las chatas rusas. Pero los más
corrientes eran los carros de cuatro grandes ruedas, tirados por muchos caballos, que
llegaban a cargar entre 220 y 280 bolsas. Los manejaba el carrero solo y los cargaban
los efetés del lugar, changarines del poblado o algunos crotos saqueteros que llegaban
para hacer un pique. Un día entero llevaba un viaje redondo de la estación al campo,
volver a la estación y descargar. El carro tenía un guinche hecho con un palo, una
roldana y una cuerda con un gancho que se lo accionaba a caballo, a cuya cincha se
ataba la cuerda. Los carros acampaban por varios días, en los callejones cercanos a la
estación si no eran del lugar, y en la madrugada de cada día comenzaban la tarea de
cargar y descargar. Bajo el carro el carrero llevaba toda su alacena: cacharros, olla,
pava, un brasero hecho con una lata, todo colgado del eje trasero y entre los dos ejes
colgaba la cama, sólo un elástico con un colchón encima y algunas cobijas. Yo
dormía arriba del carro, cubierto con una lona, cuando siendo chiquilín fui como
boyero a La Negra y conocí a los primeros crotos.
Toda mi vida he sido juntador de maíz, pero mi primer trabajo en el campo,
cuando tenía 17 años, había sido el trigo, antes de meterme a croto. Entonces la
máquina no hacía otra cosa que cortar las espigas y engavillarlas. Uno iba juntando
las gavillas y parándolas. La emparvada, un verdadero arte: se ponían las gavillas
unas sobre otras, con la paja para afuera, y el trigo para adentro hasta llegar al techo
de la parva, en que se invertía la colocación: la espiga para afuera, de mayor a menor,
como las tejas, de modo que el agua de lluvia se escurriera. Si el emparvador era
baqueano no entraría una gota por más que lloviese. En la parva el grano debía
alcanzar el grado justo de maduración que era el de color de oro. Después avanzó la
mecanización. La primera gran transformación la hicieron las máquinas de corte y
trilla. Eliminaron mucha mano de obra. Con tres hombres por máquina bastaban.
Una mañana desperté en una estación donde había gran movimiento de bolseros, y
como faltaba todavía para la juntada y andaba corto de chirolas me acerqué para pedir
un «barato». Semblantié a los de la arpillera y elegí a uno por su cara de bueno.
—¿No me prestaría el pañuelo, compañero? —le dije.
El otro entendió el mensaje y me ofreció el último cuarto de la mañana. Yo
trabajaría por él dos horas y me las pagaría.
La tarea de la arpillera estaba en su esplendor. Camioncitos y carros arrimaban
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centenares de bolsas de trigo y avena. Los saqueteros se arremolinaban en torno a las
estaciones, y de los vagones bajaban por legiones los crotencios dispuestos a
aprovechar el pique de la bolsa. Pero el trabajo más fantasioso e increíble lo imponían
con su ritmo y sus alardes los linyes saqueteros, los hombres que en la vía nunca
conocieron otra tarea.
Se los reconocía en las pilchas: alpargata galponera, fina, como de seda, que
duraba pocos días; pantalón piemontés, amplio y cómodo, o calzoncillos de cuatro
paños. Algunos, en los días de calor se ponían una especie de chiripá que les dejaba
al aire las piernas; una corralerita de brin sin abrochar para que el polvo por la tela
cayera al suelo. Muchos llevaban, además, un sombrero viejo con la parte frontal del
ala doblada hacia adentro y afuera el resto, con lo que protegían el cuello y la oreja.
Siempre tenían algún detalle bataraz: blusa, bombacha o pañuelo, que los distinguía.
Cuando alguno buscaba crotos saqueteros le bastaba el detalle bataraz para
reconocerlos.
Desde lo alto de la estiba, en la chata, uno de los peones soltaba las bolsas. Los
saqueteros veteranos estaban floreándose como de costumbre.
Un changarín chiquito, de gorra de vasco, se acercó a la culata del carro, separó
las piernas, se calzó los puños en la cintura y gritó al de arriba:
—Pare y tenga… ¡Lárguela como venga!
El de arriba paró la bolsa, la solivió en el aire y la largó. La mole de 70 kilos cayó
sobre el petizo como para aplastarlo, pero el hombre, irguiéndose, mantuvo la mano
izquierda en la cintura mientras levantaba la otra con la palma hacia arriba para
esperarla. Fue sólo un instante, la mano derecha amortiguó el impacto acompañando
la caída mientras en el aire modificaba su trayectoria. El bulto se puso de costado y
cayó, mansito, sobre sus espaldas mientras él giraba sobre su pie izquierdo y los 70
kilos calzando sobre el hombro derecho, giraron como una pluma y el hombre inició
una breve carrera hacia el vagón, llegó a saltitos hasta un tablón que hacía de rampa y
al poner los dos pies sobre él la madera se flexionó como para quebrarse, pero el
hombre y la bolsa se elevaron al tiempo que la tabla se enderezaba. El segundo tranco
del hombre dio en medio del tramo, y otra vez el tablón se flexionó, ahora con más
fuerza, y despidió al hombre hacia la entrada del vagón: caía el hombre sobre el
tablón tras de su nuevo tranco y junto con el envión soltaba la bolsa sobre la pila que
estaba formándose. Luego se dejó caer al suelo y de carrerita otra vez, ya alivianado,
volvió a la culata del carro para recibir de nuevo otra bolsa, cachetearla
acomodándola en el aire, cargarla al hombro, cubrir en tres saltos el largo del tablón,
descargar, saltar y volver a seguir.
Nadie se asombraba de estas proezas. Cada saquetero tenía su estilo y desde abajo
desafiaba con versitos de cosecha propia o ajena al que desde arriba soltaba las
bolsas. Un descuido hubiera aplastado al más morrudo, y si en cambio, por miedo la
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hubiera dejado caer no había podido soportar las burlas y habría «perdido el pueblo»,
es decir, nunca más hubiera podido volver. Ellos abajo aguardaban como si fuera un
premio semejante peso en vuelo y el ritmo seguía sin detenerse.
Largala muerta
pa’tu hermana la tuerta.
Tenga, chiquito
me la llevo al tranquito.
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CINCO
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A mis espaldas pita la locomotora y el carguero arranca. Yo he caminado ya unos
trescientos metros entre los yuyales. El mono liviano, en la bagayera yerba, galleta y
algo de azúcar. Para dos o tres días, las primeras leguas. Después veré.
Pita de nuevo y me doy vuelta. Veo que el humo se va. Los cardales tapan la
estación. Me estoy hundiendo en el campo, me alejo de la costa. Adiós rieles. Adiós,
tierra firme.
Aquel disponer de mí, la vida a la deriva, la libertad de elegir rumbo, alto, partida,
sin apuro ni destino ni por qué. Al principio, sí. Pero ahora, tenía una cosa en el
estómago, en la boca, como un vacío.
Este cruce. No sé en qué momento ni dónde hallaré otra vez la vía. La otra orilla.
Navegar mar adentro. Vivir de lo que encuentre. Dormir al raso. El rocío. La
escarcha. La incertidumbre.
Antes he hecho otros cruces. Cortos. Para ir de una vía a otra. O cuando la
bagayera estaba en cero, de una estación a otra. A pie se encuentra una mulita, un
peludo. O un gallinero cerca de la vía. Pero no éste, este cruce va a ser largo. No
busco para comer ¿Qué busco? Por largo tiempo no habrá vías, ni ranchadas, ni
crotos junto al fuego para compañía de una noche. Cuando acabe el cruce —si lo
acabo— recordaré lo que sufrí. Creo que me sentiré mejor.
La otra orilla, mi tierra firme. Una vía. No sé cuál, ni por dónde pasa. Me va a
salir. Aparecerá de golpe. ¿Y si no aparece? ¿Y si quedo flotando a la deriva en este
mar de campo? Capaz que me vuelva loco. O me muera de sed. O de hambre. Lo
desconocido. Lo incierto. La vía no. Tiene traza fija. Va a tal parte. Alguien ya pasó
por ella. Cada hora una estación. En cada estación, bretes, alero, crotos, galpón,
bebida, ranchada, fuego. Ahora nada. Nada. Como esta cabeza mía. De capricho en
capricho. De vía en vía. Sin parar en ninguna. Crotiando de un cruce a otro. De una
idea a la otra. A la aventura.
Unas tras otras fueron quedando atrás las chacras sin que necesitara arrimarme a
ninguna.
Una mañana me desperté junto a unos pajonales donde había pasado la noche.
Tendí sobre el alambrado el poncho para que secase el rocío. Miré el cielo, y hacia el
sur estaba poniéndose oscuro. A los pastos los doblaba un vientito tibio que soplaba
del norte. Supe que en una hora se largaría a llover.
Yo no tenía más que un poncho viejo y ningún techo donde refugiarme. Salí
caminando con la vista fija en el suelo, y poco tardó el agua en descolgarse. No quise
aflojar, seguí sin amparo ninguno y al rato estaba empapado y el mono pesaba cien
kilos.
Una hora más caminé bajo el agua, ya sin rumbo. Luego me pareció ver algo tras
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la cortina de la lluvia. ¿Sería un rancho lo que veía?
Apuré el tranco. Yuyales, no había ladridos. Debía de ser una tapera. Diez pasos
más y estuve bajo el alero después de más de dos horas de caminar bajo el agua.
Trasponía la abertura de la puerta cuando algo me rozó. Quizá fueran murciélagos
espantados por mi proximidad.
Contuve el aliento, bajé los bagayos y me asomé a la puerta con más cautela,
hasta que mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Prendería fuego aprovechando
unas ramas secas que allí había, pero cuando saqué del bolsillo del pantalón la caja de
fósforos, estaba empapada y deshecha, y los fósforos inutilizados. Procuré secarlos
con el aliento pero sus cabecitas se deshicieron una y otra vez al frotarlas contra la
pared. Intenté calentarlas en la palma de las manos, en la esperanza de que con mi
calor se secaran, pero todo fue inútil.
Caminé, abombado, por todo el rancho. Estaba hecho sopas, derrotado, con frío y
sin saber qué hacer. Ni fuego, ni agua caliente, ni poder secar la ropa.
Me asomaba a cada rato para mirar cómo iba la tormenta, pero no tenía miras de
aflojar.
Sentí un escalofrío, carraspié, tosí, quise pisar fuerte para tener ruido por
compañía, pero mis alpargatas no hicieron ruido sobre el piso de tierra. El silencio
empezó a inquietarme cada vez más.
Por hacer algo empecé a mirar los rincones con atención. En las paredes habían
escrito nombres con algo duro. Descubrí un agujero hecho en la pared, en él vi un
tarrito, me incliné para ver qué había adentro. Tuve un presentimiento, al principio
me contuve pero luego me sentí arrastrado a mirar: había un mechón de pelos y unos
yuyos con espinas.
De golpe sentí que todo se había hecho más oscuro en mi derredor. Oía ruidos por
todos lados y me sobresaltaban. Un rincón del techo crujió con el viento y después
hasta me pareció escuchar un quejido. No lo pensé más y con un frío que me recorría
la espalda junté las pilchas, até el mono, lo alcé y me mandé mudar metiéndome
nuevamente bajo el aguacero.
El aire libre me produjo alivio, aunque al agua la sentí más fría. Seguí
empapándome las espaldas, los pantalones, el mono, la cabeza. Las gotas de agua
corrían por la cara y no me dejaban ver. Pero la claridad y el andar me calmaron.
Después pensé que había hecho una macana, pero ya no iría a volverme. Por suerte el
cielo empezó a aclararse, paró el agua y a través de los nubarrones cortados, el sol
encendió los últimos pedazos de paisaje.
Por instinto busqué ramas o algún yuyo seco. ¡Dónde iba a encontrarlos! Los
últimos fósforos que me quedaban se deshicieron raspándolos inútilmente contra las
uñas, contra el fierrito asador, pero fue todo de gusto. Comprendí que ésa sería mi
primera noche de croto sin fuego y putié por la imprevisión de no haber puesto los
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fósforos a resguardo.
Por suerte no llovió más, pero no pude guarecerme bajo ningún árbol porque todo
chorreaba agua. Qué noche negra fue. Creo que la buena salud y la juventud me
salvaron de una pulmonía, pero la ropa se fue enfriando sobre el cuerpo, el estómago
vacío se me retorcía de hambre y las horas nunca acababan de pasar.
La mañana se hizo con cielo lavado y el sol me cambió el ánimo. Sequé algunas
pilchas sobre el alambrado y otras directamente sobre el cuerpo. Me ardían la nariz y
la garganta, encontré algunas ramitas secas y con los últimos fósforos que me
quedaban y que había puesto a secar al sol intenté nuevamente hacer fuego, pero no
fue posible.
Sin nada que comer, arranqué de entre los yuyos del camino, hojitas de amargón,
un paso muy nutritivo que se localiza en la primavera por sus flores que algunos
llaman dientes de león y otros culo de perro. Pasé por un campo muy grande,
sembrado con alfalfa y durante media hora estuve cortando las puntas de los brotes
tiernos y comiéndolos engañé al estómago. No pensaba en cazar ningún bicho porque
no tendría fuego para asarlo. Más adelante hallé varias plantas de huevo de gallo, y su
fruto blanco y dulzón me ayudó a seguir tirando y cuando por la tarde descubrí unas
plantas de macachines pensé que estaba frente a un banquete. Con qué avidez escarbé
las raíces y hallé sus papitas tiernas que lavé con mi propia saliva.
Caminé todo el día sin ver una chacra ni un puesto, ni encontrar un alma. Se
cerraba la noche y me preocupó pensar que dormiría otra vez al raso, con frío, sin
fuego y nada caliente en el estómago. En eso me pareció ver una luz a la distancia.
No quise ilusionarme porque el hambre de varios días podía hacerme ver cualquier
cosa, pero por las dudas torcí el rumbo, si era que llevaba alguno, hacia donde había
visto la brillazón. De pronto, volví a verla y ya no se volvió a ocultar. Crecía, crecía.
Tenía que ser una chacra, nomás. Apuré los trancos, unos teru-terus volando sobre mi
cabeza alertaron a los perros, que entraron a ladrar. Luego, el fuera-fuera con el que
alguien frenaba a los cuzcos que parecían esperar el chúmbale para deshacerme a
tarascones. La voz me dio confianza. Salió a recibirme un chiquilín de doce años, al
que pregunté si habría algún lugar para pasar la noche. El chico se metió en las casas,
demoró pero volvió al rato largo: «Por esta noche puede quedarse. Pero dicen que
nosotros no acostumbramos a dar permiso a nadie».
Me llevó a un galpón. «¿Puedo hacer fuego?». El muchachito no me contestó,
pero volvió con una bolsa de marlos y un tarro con agua, yo le pedí unos fósforos y él
me dio una caja que llevaba en un bolsillo.
Me temblaba el pulso por la emoción, cuando empecé a armar la pila de marlos
poniendo cada uno a conciencia. Y cuando raspé el fósforo y tras el chasquido
encendió y vi su llama amarilla y la acerqué temblando a la punta del papel que había
dejado sin cubrir para que hiciera de mecha y la llama se agrandó y salió un humito
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que se me metió en las narices, su olor me pareció una delicia y era como si hubiese
vuelto a pisar tierra firme. La llama se generalizó, se comunicó a los primeros marlos
que ardieron, chisporrotearon y empezaron a soltar calor. Con alegría fui poniendo
marlo tras marlo, en la pila del fuego. Recibía el calor en la cara, en los brazos, en el
pecho, en las rodillas, entre las piernas. Caminé en torno al fuego como si fuera un
salvaje que estuviese adorándolo. Empecé a desvestirme para poner sobre un
caballete las pilchas que aún no se habían secado del todo sobre mi cuerpo. Pronto
empezó a salir de todas las cosas un vaporcito. La pava que colgaba del asador se
puso a cantar: el agua estaba a punto. Minutos después, junto al fuego, tomé mi
primer amargo después de dos días negros.
Me quedé un rato frente a las llamas. Eché más de la mitad de los marlos y se
hizo un fuego grande y parejo. El cansancio de esos dos días y el calorcito me
hicieron entrar en un cabeceo del que me sacó otra vez el chico: traía una taza de
leche caliente y un pedazo de pan casero.
Con el corazón contento y la panza llena me acosté sobre unas bolsas que se
hallaban estibadas, me tapé con otras vacías y sin darme cuenta me dormí como un
tronco hasta el día siguiente.
El sol relucía sin nubes. Temprano, luego de dar las gracias, me largué a caminar por
un callejón que pasaba frente a la chacra. En el interior de la lata de dulce con tapa
donde guardaba papeles y otras cosas de cuidado, llevaba bien envueltos, un montón
de fósforos secos.
Caminé tres días sin parar en ninguna chacra porque llevaba un poco de carne de
oveja que me dieron en la chacra donde me refugiara. En el camino o junto a molinos
y tanques, dentro de los campos, me detenía para comer o dormir, y luego seguía. En
la tercera noche volví a acampar junto a un alambrado, y como estaba rendido por la
caminata del día me dormí enseguida. A la mañana siguiente, luego de mirar al cielo
como lo hacía siempre y comprobar que no había amenaza de lluvia, yerbié y con el
sol alto levanté vuelo nuevamente, pero no por el callejón, sino cortando campo, otra
vez: quería llegar a una estancia que no estaba lejos, porque la bagayera volvía a cero.
Fui haciendo tiempo para caer al atardecer, de modo que me convidaran a pasar la
noche y me dieran de comer. Cuando llegué me mandaron a la cocina de los linyes y
reseros: la crotera, como le llamaban. Estaba un poco retirada de la de los peones
donde toman mate cuando dejan el trabajo. Ya había dos linyes, con quienes me puse
a conversar porque llevaba ya muchos días sin hablar con compañeros de la vía.
Llegó el capataz y nos trajo un pedazo de carne de oveja y unas galletas. Le dimos al
pico hasta tarde, pero como no hacía frío, aunque los dos linyes prefirieron tender las
bolsas junto al fogón de la crotera, yo me hice la cama debajo de una chata que había
en el patio: no me gustaba dormir encerrado donde hubiera otros crotos. A la mañana
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siguiente antes de alzar el mono pasé por la carnicería de la estancia donde me dieron
un pedazo de garrón y unas galletas y salí para el camino.
Varias veces, a lo largo del cruce, hice escala en estancias, lo que me ayudaba a
comer cuando la bagayera estaba flaca y no había peludos o mulitas a la vista. De lo
contrario, prefería dejarlas de lado, porque en ese cruce necesitaba estar solo la mayor
parte del tiempo, hacer leguas y leguas con el mono al hombro, pensando en silencio
mis cosas y al mismo tiempo arreglarme con los pocos recursos que me diera el cruce
mismo.
Cosa extraña las estancias: en la zona del casco había siempre una crotera y allí
nos daban techo y comida por una noche, pero a los puesteros tenían prohibido
alojarnos. Una noche en que se venía encima una tormenta, un puestero criollo de ley,
me lo advirtió, «pero quedesé» —me dijo— «ande va ir con esta tormenta». Me hizo
dejar el mono en el cuartito de los aperos y me llevó a su cocina a cenar. Y esa noche,
después de mucho tiempo, el agua de lluvia no golpeó en mi cuerpo ni en mi lona. La
oía caer sobre las chapas y mientras las escuchaba me quedé dormido. Tan pronto
mejoró volví al camino para no comprometer al hombre. Me regaló yerba, carne de
oveja, galleta y un quesito casero.
Seguía tormentoso el tiempo. En el callejón vi una lomita y decidí pasar a su
amparo la noche. Fui a buscar cardos y bostas de vaca para tener leña seca antes que
se largase a llover. Prendí fuego y se cerró la noche. El agua, tras un golpe de viento,
no tardó en llegar. Yo tenía sólo una lona vieja que había conseguido en una chacra,
para taparme, pero el agua la traspasaba y yo, pese a la lluvia, miraba a ambos lados
del camino y aunque a veces dormitaba volvía a despertarme. Ni aún con lluvia uno
puede dormir tranquilo si está solo, siempre en guardia, adivinando cada movimiento,
cada sombra, cada bulto. Y yo, por debajo de la lona, mirando hacia uno y otro lado,
lo vi. Por el bulto a la espalda, debía ser un linye. Lo vi cuando estaba a pocos
metros, y al llegar frente a mí se detuvo sin bajar el mono y se puso a mirar para
donde yo estaba. Yo ya tenía empuñado el fierrito asador, y me moví y moví la lona
para que me supiera despierto. Después volví a quedarme quieto. Él permaneció unos
instantes y siguió viaje. Volvió la cabeza varias veces, pero ya no se detuvo. ¿Quiso
pedir refugio y compartir mi lona? ¿Habrá querido robármela o quitarme el mono?
Seguramente tuvo miedo, como yo. Recién cuando se perdió en la oscuridad solté el
fierrito.
En mi vida de linye nunca tuve que pegar una trompada a nadie, ni bajarle un palo en
la cabeza. Creo que mi físico imponía respeto. Quien quisiera mirarme a los ojos
tendría que mirar para arriba. Sólo una vez tuve que amenazar con el fierrito asador y
fue para defenderme de unos tipos que pretendieron braguetiarme; había llegado a la
estación Pichincha, me había arrimado a un galpón y dos linyes bastante jóvenes me
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ofrecieron fuego y conversación. Pero enseguida habían soltado dos o tres indirectas
y me di cuenta sin tardar que eran un «matrimonio» de putos, calaña que no abundaba
en la vía pero que a veces aparecían y resultaban ser peligrosos. Yo le temía a la
noche, pero como en el atardecer pasó un carguero y yo había ya cuadrado el mono
con disimulo, en cuanto arrancó, a la carrera y sin decir nada, lo tomé. Los hube
sorprendido porque en un principio no atinaron a hacer nada, pero enseguida
corrieron y también ellos alcanzaron a subir tres o cuatro vagones más atrás. Los vi
acercarse al que yo había tomado, y no me quedaría otro camino que enfrentarlos. Me
pasé el mono por la espalda y empuñando el fierrito asador les salí al encuentro
cuando llegaban al extremo del vagón vecino. «¡Al primero que salte lo ensarto o se
va a hacer mierda entre las ruedas!» les grité. «¡Pero, no, compañero, si lo que
queremos es conversar!». Les reiteré la amenaza y nos quedamos enfrentados y
separados por el espacio de la unión entre los dos vagones. La noche se había
cerrado, pero vi que uno de ellos amagaba saltar y me tiré a fondo con el fierrito. No
volvió a intentarlo. De repente, escuché el pito de la máquina: llegábamos a estación
Balbín, el tren fue parando, me volvió el alma al cuerpo, de reojo vi fuego en las
ranchadas y me largué con el tren todavía en marcha. Ellos, seguramente alcanzaron a
ver a otros linyes y no se animaron a saltar. «¡Habría que caparlos!», exclamó uno de
los crotos que ya estaban cuando les conté por qué me había tirado tan apurado del
vagón. El tren se perdía a lo lejos con semejante basura arriba.
Así, siempre. Sereno, pero atento. Y en las ranchadas, escuchar más que hablar.
Abrir la boca para decir lo justo. Presencia física, pero también presencia de ánimo.
No mostrar miedo ni en las peores, no ser grandote de gusto.
Al miedo físico, de cualquier modo, uno podía controlarlo defendiéndose o
tomando precauciones o demostrando que se era de la vía. Pero no era tan fácil
defenderse de otros miedos, como por ejemplo de las cosas misteriosas que se
contaban en las ranchadas, y aunque uno no creyera en aparecidos y fantasmas, sentía
igualmente escalofríos, y le costaba dormir cuando el fuego de la ranchada se
apagaba y se quedaba a solas con las estrellas y los pensamientos.
Una noche, en las cercanías de Arrecifes, campos de Estancia Loma Alta, de
Bustillo, varios crotos yerbiaban junto al puente del terraplén, cuando apareció de
golpe en la ranchada un linye joven. Se echó debajo del puente, desesperado, la
respiración entrecortada, los ojos desorbitados y una expresión de terror. Abría la
boca para hablar pero no le salía la voz. Luego señalaba en dirección a un puesto
abandonado de la estancia, una tapera que durante muchos años hubo crotos que la
tomaban por refugio. Media hora más tarde pudo articular las primeras palabras…
«¡Venía a caballo! ¡Venía a caballo!», decía y no se explicaba nada. Le llevó tiempo
continuar: estaba junto al fuego, bajo el alero del puesto abandonado. Delante del
puesto había un pozo de agua con el brocal medio desmoronado. En el silencio de la
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noche oyó un galopar cada vez más cercano. A la luz de la luna le pareció ver las
sombras del caballo y su jinete. Creyó que seguirían de largo, como si no lo hubieran
visto. Y de golpe, sin frenar, sin un grito ni un ruido, sin que se oyera siquiera el
chapuzón en el agua del fondo, caballo y jinete se metieron en el pozo o cayeron en
él. La tapera cobró desde entonces mala fama y los crotos viejos evitaron acampar en
ella o en sus cercanías.
También evitábamos cruzar los campos del Castillo del Diablo. En las ranchadas
contaban que en el siglo pasado, en tiempos del combate de Pavón un oficial del
Ejército de Mitre que se iba a bañar al arroyo Las Garzas que pasa por detrás del
castillo, se había enamorado de la joven esposa del propietario, un noble español
mucho mayor que ella. El marido descubrió la infidelidad y cuando quiso entrar en la
pieza de su mujer, el amante tuvo que esconderse en un ropero. El marido debía estar
esperando tal actitud porque entró a la pieza seguido por dos albañiles que de
inmediato levantaron una pared que encerró para siempre al ropero con el oficial
adentro. Luego llevó a la mujer a España, pero ella había enloquecido y murió en el
viaje. El hombre jamás volvió a la Argentina, y el castillo con el tiempo se cubrió de
hiedras y yuyales, y aunque no se hablaba de aparecidos, fantasmas ni brujerías
bastaba conocer la historia para que cualquier caminante evitara sus cercanías.
También los crotos eran leyenda. En las ranchadas se hablaba del Croto Venecia,
según decían el primer linye de la Argentina. Todos hablaban de él, pero ni aún los
más viejos pudieron dar fe de haberlo conocido. Según los decires, vivía bajo el
puente de Ramallo y contaba a quien le escuchara cómo una vez se había comido una
gallina verde. La describía como de gran pico, fuertes patas y que hablaba como una
persona. La gallina verde del Croto Venecia debió de ser, en realidad, un loro.
Nadie estuvo con el Loco de las Sábanas más de una vez y sólo llegaba a darse
cuenta quién era después que desaparecía. Su manía era robar las sábanas que hubiese
tendidas en las cercanías. Llegaba, acampaba lejos de los demás y no compartía olla,
fuego, ranchada ni charla. Cargaba un mono desusadamente grande, que jamás abría
en presencia de otros. Al día siguiente ya había desaparecido, uno, no sabía en qué
carguero, ni por cuál camino, ni a dónde, pero del cordel de alguna casa de la
vecindad faltaban las sábanas. Decían que era un marica, otros que un muchacho de
familia bien cuya manía era la de dormir envuelto en sábanas, y no faltaba quien
afirmaba que se trataba de una mujer, la única que se sepa, que hubiera elegido la
vida de croto.
Del Macho Rojo eran otros los temores. Decían que era alto, buen mozo, pelirrojo
y bien vestido. Nadie de los que me hablaron de él lo vieron jamás. Contaban que
aparecía en la cocina de las chacras cuando los hombres estaban afuera, trabajando.
Llevaba una manea con la que inmovilizaba a las mujeres atándolas de un tobillo
antes de violarlas. Pero también afirmaban que algunas chacareras, rendidas por su
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pinta, no necesitaron manea. Cumplido su deseo, desaparecía y jamás volvían a saber
de él. Su fama llegó a sostener que no respetaba sexo y tanto encaraba por la
violencia a mujeres como a varones. Algún croto, cuando tendía los ponchos junto al
galpón, solía decir: «Vi’a poner el culo contra las chapas, para que no venga el
Macho Rojo y me lo rompa».
Seguí mi marcha, legua tras legua. A eso de la media tarde escuché el pito de un
tren y sentí que me volvían las fuerzas. La noche me alcanzó antes, acampé junto a
un bañado y el canto de los renacuajos fue esa noche mi única compañía.
Al día siguiente, tras caminar dos leguas hallé la estación. Era pelada, cuatro o
cinco ranchos tristes, unas cuantas taperas, yuyales altos, el almacén, ni un alma en
las calles, un cementerio chiquito y descascarado y casi nada más.
En el galpón dos o tres changarines cosían bolsas viejas para la próxima cosecha
y por ayudarles me dieron unas monedas y me dejaron churrasquear con ellos. No lo
pasaba mal. El jefe de la estación, como me veía trabajar, me dejó que hiciera
ranchada cerca, y todos los días me alcanzaba una jarra de leche después de ordeñar
unas vacas suyas que pastoreaban entre las vías y hasta me prestaba el diario.
Una tarde crucé al boliche para comprar galleta y mortadela. Qué de mala muerte
era. Oscurecía y la luz de la tarde no tenía fuerza para atravesar los vidrios barrosos
de la puerta. Al rato, en la semi oscuridad, como saliendo de los cuatro tarros que
tenía la estantería, me estaban mirando dos ojos, después vi un rostro flaco alrededor
y una camisa que se fue formando debajo de la cabeza. Con un trapo el hombre
limpiaba mecánicamente el estaño del mostrador.
Ya lo sabía todo: sabía que yo tres días atrás había llegado a la estación cortando
campo; sabía que changuiaba cosiendo bolsas y que dormía bajo el alero del galpón.
Me dijo que se notaba que era ya un linye hecho. Él, después de la crisis del 30
también había salido a crotiar. Muchos otros lo hicieron y el pueblo casi se había
muerto.
Ese día le habían traído una noticia que lo tenía mal: de una de las pocas familias
que se habían quedado en el pueblo, la última de las muchachas había muerto el día
anterior. Tísica. Una a una todas habían muerto tuberculosas. Y ahora no había quien
se animara a enterrarla, unos por temor al contagio y otros porque decían que el
rancho estaba maldecido. «De hambre, soledad y falta de remedios se había muerto»,
me decía el bolichero y carajiaba y putiaba. Habían sido modistas, pero al morirse
una y la otra la gente empezó a rehuirles y se quedaron sin clientes.
—Tendría que ir a ver para enterrarla. Nadie quiere hacerlo. Y no voy a dejar que
la coman los ratones.
Me ofrecí para acompañarlo.
Íbamos en silencio. Yo, de reojo, miraba para adentro de algunas casas. Muchas
estaban abandonadas desde hacía años. Alguna vez habían tenido gente, alegría,
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flores. Ahora parecían calaveras, sin vidrios ni techos. Es feo ver una casa sin los
techos, con los tirantes podridos que se cayeron y quedaron atravesados como huesos
de un esqueleto. Y esa claridad que viene de arriba y no hace sombra. Desde los
patios yuyales y raíces habían avanzado hacia las casas, se habían metido en las
piezas. Lo habían ido ocupando todo y ahora las ramas salían por las rejas de la calle.
Llegamos al rancho de la modista muerta. Sentí un tufo de hollín y humedad
cuando abrimos. Los ojos fueron haciéndose a la penumbra. Todo tenía la veladura
del humo de la leña. Seguramente en los últimos tiempos había recurrido a maderas y
ramitas para calentarse. Bajo el hollín alcancé a reconocer un retrato de Gardel, una
imagen religiosa y un vasito de flores secas. Ella estaba en su cama de hierro, al fin
en paz, ajena al sufrimiento y al egoísmo. Tenía los párpados entreabiertos y las
moscas caminaban sobre su boca. Todo estaba en orden, como si previendo el final
hubiera arreglado las cosas antes de perder sus últimas fuerzas.
Como no podíamos pensar en comprar ataúd volví a la estación y el jefe me dio
unas tablas del ferrocarril. Con uno de los bolseros hicimos un cajón y nos fuimos el
almacenero, los bolseros y yo, hasta el rancho.
No nos dio ningún trabajo ponerla en el ataúd, porque había quedado apenas una
bolsita de huesos. Uno solo de nosotros hubiera podido cargarla al hombro hasta el
cementerio. Nadie salió a mirar el cortejo. Pero las cortinas de las ventanas temblaban
como bichos sorprendidos.
Le pusimos una cruz, la señora del almacenero rezó en voz alta creo que un
padrenuestro y aunque yo con esas cosas nunca las fui, escuché en silencio y con la
gorra en la mano.
Esa noche la ranchada parecía más triste que nunca. Decidí que en cuanto
amaneciera cobraría las chirolas que me había ganado en las bolsas y al callejón de
nuevo.
En eso pensaba cuando me pareció que del lado del pueblo venía un resplandor
rojizo. Me subí para poder ver.
El rancho de la modista muerta estaba ardiendo.
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SEIS
Tan pronto amaneció y escuché las voces de los peones enderecé para el galpón y les
dije que me iba. Me pagaron y me regalaron una lonita mejor que la que llevaba,
saludé al Jefe y reanudé mi cruce hacia el norte. Buscaba un arroyo del que me
habían hablado: buena pesca, buena sombra, barrancas limpias y poca gente. Al
principio corté por unos campos, pero después volví al callejón porque los pastos de
Primavera, altos y húmedos, dificultaban mi marcha. El sol de Noviembre empezó a
apretar y ya no hubiera podido parar aunque lo hubiese querido: estaba sin agua. A
veinte cuadras divisé un molino. El mono pesaba cada vez más y el sol empezó a
mortificarme. ¡Con qué ganas tomé agua, apartando el verdín con el canto de la mano
y me refresqué la cabeza cuando llegué! Me alcanzó el atardecer y no tuve idea de
seguir: la noche era tibia, la luna en creciente, y sin problema de agua ni de comida,
me quedé a dormir. Como amaneció con niebla no me moví en toda la mañana para
no perder el rumbo. Pero en la tarde, tras continuar la marcha, vi un hilo de humo
azul que tomaba altura: el arroyo, me dije. Alguien hizo ranchada.
Era de poca barranca y bastante ancho. Había un linye pescando. Bajé el mono a
unos veinte metros. Me acerqué. Tendría más de 40 años. En las llamas había una
pava y una ollita. Cuando me contestó noté su acento extranjero, francés
seguramente. Debía llevar años en la vía porque el sol le había curtido la cara. Vi que
me aceptaba y traje las pilchas, abrí la bagayera, tenía queso y un resto de oveja
asada. Lo convidé.
—¿Va lejos?
—Voy medio sin rumbo —le contesté—. Y sin apuro. —Sonrió como aprobando
sin dejar de mirar el campo.
—Aquí hay buena pesca —comentó—. Y enfrente hay algunas mulitas gordas.
Miré hacia donde indicaba y sólo vi una majada de ovejas pastando en un potrero
de la estancia que quedaba sobre el arroyo.
—Hambre no vamos a pasar —agregó.
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Me acosté sobre el mono porque estaba cansado. Él se fue a pescar aguas abajo.
—En cuanto saque para el buyón de mañana, vuelvo.
Regresó bastante tarde. No se había hecho el pique, pero algo había enganchado.
Se puso a limpiarle las escamas.
—Hace varios días que vivo a pescado.
Me pareció que era una invitación para cruzar hasta el potrero de enfrente.
—De noche, no. Hay luna llena —me advirtió—. Pueden vernos desde la
estancia. Más fácil. Mañana, de día, con el calor.
Cuando se hizo la mañana siguiente, armamos la estrategia: me pasaría cerca de
una bajada del arroyo y cada vez que las ovejas vinieran a beber las espantaría.
Luego, sobre el filo del mediodía, nos escondimos en unos pajonales. Las ovejas se
abalanzaron en tropel a tomar agua. Entonces saltamos sobre ellas y agarramos una.
Nos arrastró varios metros pero no la largamos, le torcimos el cogote para no dejar
rastro de sangre en las cercanías, y por la costa del arroyo la llevamos a la ranchada,
que quedaba fuera del establecimiento. Mientras uno la cuereó el otro hizo de vigía.
Tiramos el cuero bastante lejos, en el arroyo; la asamos toda y tuvimos carne para
varios días. Para que desde las casas no llegaran a vernos, hicimos el fuego muy lejos
de donde estábamos y ahí clavamos el asador con la oveja, como si fuera ranchada de
otro linye. En la nuestra seguían hirviendo unos pescados, y periódicamente íbamos a
controlar el fuego hasta que estuvo hecha.
Pasé unos días a gusto, lavé las pilchas, me di unos baños y con mi compañero el
Francés no quedó rincón del planeta sin comentar. Sabía mucho de todo, hablaba con
seguridad, pero preguntaba más de lo que exponía y se notaba la diferencia conmigo,
hecho a dedo con lecturas de todo tipo y nivel. Los crotos formados tan
desordenadamente, nos empeñábamos más en discutir y querer ganar la discusión,
que en escuchar al otro.
Comíamos una paleta de la oveja cazada al mediodía. Yo tenía los dedos brillosos
de grasa, me puse a pensar en cosas y sonreí.
—¿Qué le causa risa,” mon ami”?
Estaba yo recordando en ese momento algo que le había oído decir en Tandil un
Primero de Mayo a González Pacheco: la propiedad es un robo.
—Frase de Proudhon, un pensador anarquista —me dijo—. ¿Lo piensa por la
«expropiación» de esta mañana? Y a usté ¿qué le parece?
—¡Que esta paleta está superior! —Y nos pusimos a reír como dos chicos. Él reía
y se le veía un diente de oro.
—El día que ande en la mala me voy a empeñar junto con el diente.
Quiso saber sobre Tandil y sus canteras. A mí me habían contado que en las
antiguas huelgas de La Movediza, cuando la gente no tenía qué comer, un muchacho
se iba lejos, de madrugada, campo adentro, con otros compañeros, traían una o dos
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ovejas, las carneaban, escondían los trozos entre las piedras y luego él salía al patio
de su casa y tocaba el acordeón. Las mujeres escuchaban la melodía y se pasaban la
voz. En cuanto oscurecía una caravana de mujeres y chicos marchaba en las sombras
hasta los escondites conocidos y los hombres podían continuar la huelga.
Él, a su vez, habló de ese personaje de Los Miserables de Víctor Hugo que había
sido presidiario y ahora le acusaban de robar manzanas. El robo de las manzanas no
estaba probado, pero como había sido presidiario lo condenaron de nuevo.
Luego me preguntó si conocía a Benedetto Crocce. Yo nunca había leído nada de
él. Crocce decía que el fin de la Moral consiste en promover la vida.
—Entonces ¿la oveja de esta mañana?
Sonrió como para que yo completara lo que había comenzado a decir. Aunque él
era mayor que yo y tenía una cultura superior me animé a discutirle: le habíamos
quitado la vida a la oveja.
—Para comer. Para vivir. —Pitó largo el cigarrillo y sorbió nuevamente el mate.
Luego se quedó en silencio, no sé si revolviendo en sus recuerdos o calculando si
valía continuar hablando.
—Yo estuve en la guerra europea. He visto morir, matar y vivir.
Hizo otro largo silencio: una madrugada ellos habían atacado las posiciones
alemanas. Un camarada había caído herido entre las alambradas de púa. Me dijo que
aullaba de dolor. El fuego alemán se hizo más cerrado y ya no pudieron avanzar. Otro
camarada, arrastrándose, buscó refugio detrás del herido que colgaba de las
alambradas y que seguía gritando cada vez más débilmente. «Las balas silbaban y las
granadas reventaban encima de nosotros» —me dijo. Cuando iniciaron la retirada el
herido ya no se quejaba. Había muerto. Con gran trabajo habían arrastrado su cadáver
hasta la trinchera. Había recibido catorce heridas de granada. Detrás de él, de su
cadáver, su compañero se había salvado.
Nos fuimos a dormir. Yo soñaba que estaba en la guerra, sonaban muchos tiros, y
yo me escondía detrás de un compañero que tenía un enorme cuero de oveja
cubriéndolo.
El día siguiente lo pasamos pescando, y él aprovechaba para que siguiese
contándole la vida de las canteras. Le dije que por eso de mis ideas no me daban
trabajo.
—Ah, no es libre para pensar ni para comer.
Yo quería explicarle lo que era para mí la libertad. La primera vez que vi un
linyera me había hablado que se iba a La Pampa. Yo tenía doce años y para mí La
Pampa me parecía el confín del mundo. Y sentía que ir, venir, andar, bajar en una
estación, subir en otra, conocer gente, hablar y no estar pendiente del pito de la
fábrica, ni de la mirada del patrón, y caminar y conocer, eran la libertad.
—¿Y después?
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—¿Cómo y después?…
—Claro, después de eso de andar de un lado para otro.
—Y, qué se yo. Vivir.
Me preparé para escuchar un discurso. En cambio le arrimó unas leñas al fuego y
me dijo: esta noche va a haber buen pique. Se está levantando tormenta. Los pescados
habían empezado a los coletazos, saltaban, revolvían el agua, y caían enganchados en
nuestros anzuelos, hasta que en lo mejor se descolgó a llover. Cada uno buscó refugio
en su lonita hasta el día siguiente.
Pero yo no podía dormir desde la noche anterior. Me daba vueltas en las bolsas, y
mis ideas en la cabeza también daban vueltas. Nunca había hablado con alguien así,
que no daba argumentos sino dudas, y yo, aturdido, inseguro, me ponía a pensar.
Dejábamos de hablar y la discusión seguía dentro de mi cabeza. Me prometía no
dejarme enganchar con sus discusiones, pero en cuanto abría la boca ya estaba yo
mordiendo el anzuelo.
Una vez, al pasar, accidentalmente, me dijo que había estudiado Literatura en
París y que estaba enseñando en una Escuela Normal cuando se produjo la guerra.
Pero jamás me contó cómo vino a América ni por qué se había hecho croto. No diría
yo que le veía feliz. Sí que estaba en paz.
En los años que siguieron no necesitamos hablar de nuestro pasado. Cada uno
sabía del otro lo necesario. En la vía nunca se pregunta por el Pasado, sólo cuenta el
Presente: la bagayera llena y el corazón ¿contento? No. En paz.
—En el Futuro está el Miedo —me respondió con sombría voz a una pregunta
mía.
Los días hermosos se acabaron. En realidad primero se acabó la galleta y después
la yerba. Hubo que levantar ranchada. Fue cuando me dijo su última sentencia:
—La libertad termina cuando comienza la necesidad.
Por lo menos en lo que se refería a yerba y a galleta tenía razón.
Una mañana salimos los dos cruzando campo hasta encontrar el camino. Ya casi
no hablamos. Tras largo andar fuimos hasta el camino real del que recorrimos más de
una legua, casi dos. Encontramos al fin un boliche de campaña. Con mis chirolas (el
Francés se había secado) compré yerba suelta y galleta. Y un paquete de tabaco
Caporal para que armara sus cigarrillos.
Esa noche llovió a torrentes y las lonitas volvieron a salvarnos de la mojadura. Al
día siguiente las nubes, corriendo de sur a norte nos marcaban el rumbo del maíz.
Llegaron dos hombres en una villalonga. Venían de una estancia a buscar
mercaderías y preguntaron por un peón. Lo necesitaban por unos días para limpiar el
parque de la estancia. Lo convidé a mi compañero a que aceptara y se ganara unos
pesos y agarró viaje.
Tiró el mono sobre la villalonga y me dio la mano.
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—Después de la cosecha y hasta la juntada ando por la Trocha, desde Salto hasta
Uranga. La línea cruza varios arroyos. En alguno de ellos me va a encontrar si me
busca.
Me quedé en el camino bajo la sombra de algunos paraísos hasta que la villalonga
se perdió en una curva.
Ni una sola vez el Francés se dio vuelta para mirar. Presente, sólo presente. Yo me
quedé solo de nuevo.
Las avenas verdeando. Un mes para la cosecha. Tres para la juntada. Bagayera llena y
corazón… En la boca del estómago, la cosa ya no la siento. Hambre siento. Sereno,
eso. ¿Fuerte o seguro? Me vuelvo a sentir fuerte. La vía debe estar hacia allá.
Cantaban los renacuajos en el juncal esa noche. Callaban y yo, otra vez el miedo. ¿De
la noche? Los murciélagos, el manojo de pelos. Lo negro. No. El silencio. Su ruido.
Uno podría estar solo. Ser uno solo y nada más, porque una piedra, un viento, un
ruido, ya son compañía. Habrá que ganar unos pesos para tirar hasta la juntada. La
moral es ¿cómo era? Es para la vida. No. Consiste en promover la vida. Este cruce,
seguirlo. Hasta la otra orilla. Concluirlo. A tierra firme. Hasta la juntada ando por La
Trocha, desde Salto hasta Uranga. Concluir el cruce. En algún arroyo me va a
encontrar. La moral consiste en promover la vida. Mi tierra firme, la vía. La vida.
Esa noche mis pensamientos vagabundeaban como su dueño. ¿Qué andaría haciendo
a estas horas el Francés? Los bichitos de luz habían invadido el campo. De vez en
cuando algún grillo cortaba la quietud. La libertad termina donde comienza la
necesidad. Tiré las pilchas junto al alambrado y me acosté. Entonces habría que
acabar con la necesidad. La noche era cálida. Me dormí mirando las estrellas.
El grito de teru-teru, en la mañana siguiente, interrumpió mis cavilaciones. Entre
los pastos que ondulaban alcancé a ver un linyera que cruzaba campo. Como por más
señas que le hice no torció rumbo, avivé el fuego y le eché pastos verdes para que
viera el humo. Al fin enderezó para donde yo estaba. «Venga a sentarse, compañero»
—le invité con alegría, cuando se quedó parado a quince metros de mi ranchada.
Apenas le escuché el saludo. Cuando se aferró al mate que le ofrecí, vi que era un
muchachito, blanco, hermoso, muy triste. Llevaba sólo diez días de linye. Había
pasado la noche junto a un bañado y no había podido pegar un ojo. Me di cuenta que
quería desembuchar y lo dejé que se extendiese. Al final me lo reveló: había tenido
una discusión con el padre y creyó que todo bastaba con irse de croto. Ahora quería
ganarse unos pesos.
—Mirá, la vía es brava para tu edad. En ella andamos de todo. Y a veces hay que
hacerse el guapo sin serlo. ¿Por qué no te volvés?
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Rubio, aquí tiene fuego. El muchachito era blanco, como una mujer. Aquí tienen
de todo. Enseguida va a venir a ofrecérseles. La vía es brava a tu edad. Nada. Yo hace
seis meses que no hago nada. «Ellas» lo hacen todo: mendigan, cocinan. Traen fruta
picada, no me faltan chirolas. Yo quisiera ganarme unos mangos. ¿Le mamo la
manguera? El movimiento y el aire libre nos salvan de pudrirnos como el agua
estancada.
—¿Por qué no te volvés? —le insistí.
—Yo quisiera ganarme unos pesos, antes.
Le propuse seguir juntos hasta que saliera una changa y después, de nuevo a Caseros,
de donde venía. Probamos en varias chacras, en algunas sólo tuvimos comida; en
otras, algún pique. Le ofrecieron de boyero para la cosecha fina.
—Está bien. Vaya y gánese esos pesos. Pero después se vuelve a las casas. Ésta
no es vida para usté.
Yo levantaba mi mono cuando me dio un abrazo.
—No lo voy a olvidar nunca, amigo.
Y secándose los ojos con el revés de la mano, medio atragantado, me dijo:
—Cuando pase por Caseros vaya a visitarnos.
Dijo «Visitarnos», señal que volvería con su familia. Sentí que había cumplido
con mi deber.
¿Cómo —pensaba más tarde en la ranchada— le había cortado las alas a un
crotito recién emplumado? Eso no era un croto: era un pichoncito a merced de los
peligros de la vía, con su inocencia, y sus carnes blancas como las de una mujer. Si
alguna vez quería realmente buscar la libertad, escucharía clavándosele en el alma la
pitada de un carguero, juntaría las pilchas, armaría el mono nuevamente, y saldría
buscando las vías, detrás de la pitada, con el viento en la cara, con el frío y el sol, y
toda la vida para él solo por delante.
A mitad de camino me alzaron en un sulky que iba para la estación. En una chacra
cercana me tomaron para entrar bolsas de avena, una changa linda de varios días con
los que redondié inesperadamente unos sesenta y tantos pesos, mucha plata para un
linye que vivía con moneditas por día.
Habían sido, los conté después, cuarenta días.
Rumbié para Rojas. La idea de encontrarme con algunos compañeros apuró mis
pasos. Alquilé una pieza por 3 pesos al mes. Dormía en el suelo, sobre las pilchas. El
rigor del verano lo pasé a la sombra, mateando, leyendo, churrasqueando y
conversando mientras en el norte el maíz de la próxima juntada se ponía pintón y el
sol seguía dando vueltas.
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Y en las crotiadas siguientes, en dos cuadernos fui anotando, sentado sobre el
mono, mis primeros recuerdos de esta vida linye: el cruce de cuarenta días.
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SIETE
Llevaba varios días sin comer, nada más que a mate amargo y galleta. Se había puesto
dura la situación desde que la helada de diciembre quemara los maizales de Hunter.
En marzo habíamos entrado a juntar maíz y en cada marlo no había más que cuatro o
cinco granos. Salí obligado a crotiar.
Me bajé en una estación con una idea fija: Iría a uno de los galpones donde se
guarda el cereal. Ya no quedaban bolsas de trigo, estaba vacío, pero en los rincones
habría granos en cereal, mezclados con tierra y otras basuras. Junté unos puñados, y
me fui afuera. Era el trigo que los ratones habían descartado tras pisotearlos,
morderlo y cagarlo. Empecé a soplar suavecito, poniendo de a ocho o a diez granos
de trigo en la palma de la mano, soplaba, lo revolvía con un dedo de la otra mano y
así fui limpiándolo hasta donde pude. Toda la gira había sido igual, de mal en peor.
En la zona de Pringles lo único que había ganado fue aprender a morder girasol con
los rusos de las colonias. Al montoncito de trigo lo lavé en la bebida de los bretes y lo
puse a cocer en una ollita, a la que le agregué media cebolla y un poco de pimentón.
Tenía los labios hinchados y partidos por la debilidad, a veces veía reflejos y otras
como si se nublara el sol. ¡Qué barbaridad! Mientras esperaba que el trigo se cociera,
me dormí, sentado sobre el mono. Me dormí y soñaba que estaba comiendo.
Ese trigo mordido y cagado por los ratones me salvó de morir de hambre en
medio de la pampa. Cuando estaba en la casita de Caputín, en La Movediza, muchas
veces sabía que no tenía qué comer, pero llegaba y sobre la mesa había un plato de
comida tapado con otro plato: lo habían dejado la Rosina o la Ercilia.
¡La Movediza! Una noche me metí en un maizal y saqué varios choclos, los llevé
y los herví con un poco de sal. Fue todo lo que comí en dos días. Pero entonces
estaba preso a la casilla, a la cantera, a los turnos de trabajo. Y ahora la vía era para
mí solo.
Llegué a Bardier[28]. Tres días atrás había visto que en una carnicería de campo iban a
faenar y me había ofrecido para ayudar. Me pagaron la voluntad regalándome
achuras. Se carneaba en la tarde, para tener al día siguiente la carne oreada y cortada.
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Las carnicerías de campo tenían un potrero donde encerraban a las vacas. Enlazaban
una, le cortaban los garrones, el animal caía y ya el carnicero estaba clavándole el
cuchillo y degollándolo. Lo empezaba a cuerear en el suelo y yo levantaba la res
dejando que la cabeza apoyara en la tierra. Después le ayudaba a subir las dos medias
reses sobre un carrito de pértiga con ruedas chicas. Entonces las achuras casi no se
aprovechaban si no eran para dárselas a los chanchos, de modo que regalaban
chinchulines, tripa gorda, mondongo, bofe, cuajo y corazón. A veces también me
daban la cabeza. Como mi ollita era chica no podía ponerla entera. Entonces le
descarnaba las quijadas, el degolladero y el pedazo de cogote que le hubiera quedado.
A veces ponía la cabeza en los rieles y la hacía partir con la ayuda del último vagón
cuando se ponía en movimiento. Y cuando me encontraba con un linye que tenía un
bandolión, la cocíamos sin problemas de tamaño. Las achuras y la carne, aun cocidas,
duraban poco, apenas un día o dos, sin descomponerse, por lo que la mayor parte nos
sobraba, aun cuando comiéramos hasta decir basta. Y además, no todos los días
carneaban, ni siempre era posible llegar en el momento justo en que lo estuviesen
haciendo.
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cuchillo!», murmuraba el croto mirando en dirección a la Estación El Pensamiento.
«¡Pero, ya me las va a pagar el hijo ‘e puta!».
Anduve algunos días por La Trocha, y sin pensarlo llegué a la zona de Arroyo Dulce,
donde me contaron las compadradas del cabo Rocha, terror de los linyes de ese
paraje. Yo había hecho ranchada con un croto joven, de Lamadrid. Los dos estábamos
pasándola mal porque a él también le había fracasado la juntada. Lejos de la estación
para no tener complicaciones, ese día la olla tendría al fin algo: fideos que habíamos
comprado en el almacén aprovechando la costumbre de los cinco centavos. En los
negocios de campo, los sábados ponían un platito sobre el mostrador y el patrón y sus
clientes echaban monedas, y los crotos íbamos y sin necesidad de pedir tomábamos
una. Con diez centavos habíamos comprado un paquetón con restos de fideos que
ahora estábamos cociendo con un garrón que me dieran en una carnicería y un
zapallo que crecía guacho a orillas de la vía.
El cabo Rocha cayó a la ranchada sin que lo hubiésemos advertido.
—¿Qué están haciendo?
—Ya lo ve —le contestó mi compañero, que era bromista, y no conocía la fama
del milico o también pisaba fuerte— de cheff.
—¿De qué?
—¡De cheff!
El cabo se puso colorado de rabia y dio unos pasos en dirección al fuego. Le
adiviné la intención: tenía fama de patearle la olla a los linyes. Pero mi compañero se
movió como una luz e interponiéndose entre el cabo y la olla lo amenazó con el
fierrito asador.
—¡Pateala! —le gritaba, tocándole casi la panza con la punta del fierro—.
¡Pateala si te animás! Y después, ¡andá a tocar pito! ¡Tocá pito, antes que te ensarte!
En la vía hay de todo y a veces hay que hacerse el guapo sin serlo. Rocha miró en
derredor, se le nubló la cara, miró a lo lejos otra vez y se fue golpeándose las botas
con la fusta.
En esa salida los días y las noches se parecían como copiados: hambre y frío, frío y
hambre.
Es que todos los linyes esperábamos la juntada de maíz, porque además de
ganarnos unos pesos con los que repondríamos el ropero y aguantaríamos los
primeros tiempos del invierno, pelechábamos como los chanchos, recuperábamos
kilos, fuerza y hasta algo de grasa. Como la juntada duraba hasta la entrada del
invierno, desde marzo y hasta las últimas chalas teníamos comida dos veces al día y
dormíamos bajo techo. Luego nos esperaban la vía, el mono al hombro, los cargueros,
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dormir al sereno, las heladas, de un pueblo a otro a la búsqueda de algún pique chico,
una entrada de bolsas, algún chalar tardío y, por supuesto, volver a comer nada más
que una vez al día —si se podía— y la olla cada vez más grande o más vacía. Las
chirolas ganadas en la juntada se iban yendo y tras las chirolas se iban otra vez los
kilos. Recién para octubre aparecía nuevamente la primera changa, dos o tres días, a
lo sumo cuatro, escardillando los maizales. Unas monedas, y otra vez a la vía y a la
escasez.
Al principio me asustaba ver cómo iba perdiendo peso. Si alguna vez me miraba
en el espejo de una peluquería o de un quilombo, mi cara estaba cada vez más
huesuda y puro ojos. Llegué a pesarme en la balanza de la Encomienda, pero cuando
vi que había rebajado más de cinco kilos, no quise saberlo más. Yo mido un metro
ochenta y cinco, pero mi peso entonces no pasaba de los 65 kilos, en los tiempos
buenos, y si no, menos. Me veía sin una gota de grasa, con la panza para adentro,
transparente ¡un fideo! Los pantalones se me aflojaban periódicamente en la cintura y
tenía que ajustar el cinto y a veces con la aguja chalera hacerle los nuevos agujeros
hacia adentro. Hubo años en que el cinto no daba más y llegué a cruzarme sobre el
hombro un hilo sisal como si fuese un tirador para que los pantalones no se me
cayeran. Ver los agujeros del cinto era como mirar un almanaque: por mi flacura
podría calcular el mes del año en que estábamos. Nunca conocí un linye gordo. El
hambre, con frío, era más hambre. Y el frío, con hambre, se soportaba menos todavía.
Ustedes dirán «¡Qué vida! ¿Qué gusto le sacaba con andar así?». No, si ya no lo
hacía por capricho o porque quisiera sacarme el gusto. Ni tampoco porque siendo
joven y habiéndome curtido no iba a sentir el hambre. No me gustaba pasar hambre
ni eso me hacía sentir mejor. Sencillamente, me las aguantaba hasta que vinieran
tiempos de abundancia. Tampoco me gustaba pasar frío. Pero el hambre y el frío eran
cosas de la crotiada y yo había elegido el destino de croto y entonces no podía
quejarme. Eso que decían en las novelas de tipos que enfrentaban el peligro para
sentir la vida debían ser macanas de los libros. Pero qué iba a hacer: empaquetaba el
miedo en el mono y seguía. Si hubiera podido crotiar con comida segura, un buen
sobretodo, bajo techo y sin canas ni peligros, hubiera sido más lindo.
Pero no por eso iba a abandonar la vía. Como quien dice: me dolía pero me
gustaba. Y me daba cuenta que volver a la civilización no iba a ser tan fácil, tampoco.
De modo que por aquellos tiempos para el regocijo de la panza bastaba con tener en
la bagayera «Las Tres Marías», tumba, marroco y yerba. Tener las tres marías era
estar satisfecho totalmente en sus necesidades. Pero a veces con sólo dos bastaba, y
muchas veces hubo que conformarse con una sola, generalmente yerba.
Después del cruce de cuarenta días había aprendido que no bastaba con hacer
crotiar el cuerpo, también se podía crotiar por dentro, por la cabeza. Por eso, aunque
una noche hubiese pasado frío luego de acostarme con las tripas vacías, cuando
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amanecía y encontraba las vías a mi alcance, yo sabía que pronto vendría un
carguero, que lo tomaría y podría irme para cualquier parte, techiando, pensando,
mirando al campo. Y que si me gustaba, bajaría en la estación siguiente a hacer
ranchada y charlar con otros crotos permanentes que anduvieran detrás de lo mismo.
Entonces me ponía contento como si ése que iba a vivir fuese el mejor día de mi vida.
Confiar en la vía, liberarme de la desesperación, del apuro y del miedo. La vía me
daba comida, abrigo, compañía, camino. Mientras estuviera en la vía no tendría que
volver a la civilización. Era como si ella me cuidara siempre, hasta cuando yo
dormía.
Todavía hoy, cuando recuerdo aquellos años no sé explicarme bien qué buscaba
entonces. Sólo sé que cuando ahora, si alguna noche llego a soñar, sueño que ando de
croto, por la vía, o junto al fuego. Y que soy feliz.
Pasaba los días y las noches, desvelado, junto al fuego y leía. Y si no había luz,
pensaba. Y cuando pensaba —siempre estaba pensando— me hacía preguntas que al
principio no supe de dónde las sacaba. Luego las reconocí: eran de mis charlas con el
Francés. ¡El Francés! ¿Por dónde andaría ahora mi amigo? Y seguía pensando,
porque mi cabeza no paraba en ninguna parte. Me acordaba del Zonda, en Retamito.
Al viento lo tenía ahora en la cabeza.
Iba techando, de noche, mirando el cielo. Luna llena. El humo y el techo de los
vagones. De pronto, rayas oscuras comenzaron a cruzar la cara de la luna como
serpentinas negras. ¡La langosta! Miles y miles. Millones, volando hacia el sur. La
nube se hizo más densa, la luna fue perdiendo su brillo. La manga duró horas y horas
sin cortarse.
Las primeras mangas de langostas aparecían en noviembre. En las ranchadas
tapábamos las ollas para proteger la comida y avivábamos el fuego para ahuyentarlas
con el calor y el humo. En las chacras comían todo cuanto encontraran: la ropa que
estuviera colgada, la huerta, los sembrados. Los campos quedaban pelados. Los
árboles, sin una hoja, salvo los paraísos, que no sé por qué no los tocaban. Había que
tapar los pozos de agua porque se precipitaban por el brocal, se ahogaban y luego
pudrían el agua. No se podía comer pollos, gallinas, huevos ni cerdos, porque unos y
otros devoraban langosta y transmitían a su carne un gusto que la hacía incomible.
Chapas y lanzallamas eran los únicos medios para combatirlos en parte. Entre los
chacareros, sus peones y los crotos conchabados formábamos cuadrillas y cuando se
descubría alguna manga salíamos de campo en campo a combatirlas. Calculábamos el
ancho de la manga y empezábamos a hacer barrera con las chapas, enganchándolas
entre sí a fierros que íbamos clavando en el suelo y uniéndolas a un frente de unos
300 metros. Cada tres chapas cavábamos un pozo de un metro pegado a la barrera. La
manga de saltonas ya estaba a nuestras espaldas. Cuando llegaron las primeras
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devorando lo que hallaban a su paso comenzaron a chocar contra la barrera, tac tac
tac se las escuchaba golpeando contra las chapas y amontonándose. «¡Guarda al
fuego!». Gritó el que venía manejando el lanzallamas. Largaba chorros de fuego de
hasta siete metros. Las saltonas empezaron a achicharrarse. El fragor de la llama y el
chirriar de las langostas abrasándose era todo uno. Desde los costados otros peones
con bolsas mojadas iban achicando la punta de la manga para que entrara en el ancho
de la barrera. Las langostas morían por centenares, por miles. Pronto empezaron a
amontonarse y la pila de cadáveres semicalcinados amenazaba cubrir la barrera.
Algunas saltonas desafiaban empecinadas el fuego y tentaban trepar por sobre el
montón de cadáveres para salvar el obstáculo.
—¡Entiérrenlas! —ordenó el lanzallamas, achicando el fuego y apuntándolo hacia
abajo para no quemarnos a nosotros. Estábamos esperando la orden con las palas en
la mano y nos abalanzamos hacia las saltonas muertas. Llenábamos pozos recién
abiertos con paladas de langostas mientras venían las otras, se amontonaban, nos
golpeaban en las piernas y algunas iban a ser enterradas vivas. Cubríamos cada pozo
con parte de la tierra sacada y volvíamos a abrirnos para que el del lanzallamas
quemase a las que nuevamente estaban agolpándose. Pese a nuestro apuro, algunas
nos ganaban y apoyándose en las montañas de compañeras muertas, saltaban al otro
lado y seguían su marcha devoradora. Ésas salvarían la especie y regresarían,
voladoras, al año siguiente.
Cuando había tormenta, las voladoras bajaban y también comían todo. Mientras
había buen tiempo, volaban y volaban. Por la noche, cuando no había luna,
descendían sobre los trigales y aunque no comían la espiga, quebraban los tallos con
su peso. Por eso cuando cruzaba una manga las cosechadoras apuraban su trabajo
antes que oscureciera.
Apareció desde el sur una manga de voladoras. La alarma se transmitió de boca
en boca. «¡A los tachos, a los tachos!». Invadimos a la carrera el campo, con una lata
de kerosén, un fuentón o un tacho de grasa. En la otra mano, un palo. En pocos
minutos, frente a la trilladora que había entrado a cosechar, marchaba una estrafalaria
comparsa de hombres, mujeres y chicos golpeando improvisados tambores para evitar
que las langostas descendieran: venía la tormenta y entraba el sol. Las latas abolladas,
los rostros cansados, los brazos deshechos, la cabeza retumbando de golpes. Así un
día y otro.
Era media tarde. Me había largado en un cruce corto para encontrar la estación Los
Toldos. Yo sabía que antes de la noche o al día siguiente hallaría las vías. Iba como
siempre con la vista fija en el suelo, metido en mis asuntos. Calculé la altura del sol y
pensé que cuando bajase un poco más pararía a hacer fuego, prepararía un guisito y
haría noche en medio del campo.
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De pronto, una docena de perros me rodearon ladrándome y desde su caballo un
jinete melenudo me miraba entre altivo y desconfiado. Cuando me preguntó qué
andaba haciendo me di cuenta que era un indio. Serían las tierras reservadas por el
gobierno para la tribu del cacique Coliqueo.
En señal linye de paz dejé el mono en el suelo. Los perros toreaban
amenazándome y parecían contenidos por una soga invisible a voluntad del indio.
Pero estaban tan enfurecidos que si esa soga invisible, llegaba a cortarse, me harían
pedazos. Intentaba hablar con el indio. Quería inspirarle confianza. Dos perros se
adelantaron y sin dejar de gruñir, empezaron a olerme. Me quedé como un poste y
entonces uno de los perros olió el mono, levantó la pata y lo meó. Casi amagué
espantarlo y no sé como me contuve: era la primera vez (y luego sería la única) que
alguien, animal o humano, se atrevía a hacerlo.
Le dije al indio que me disculpara, que no sabía que me hallaba en tierra de ellos
y que seguiría viaje. No aceptó razones y me obligó a seguirlo. Los perros me
flanqueaban como un piquete y trotaban a mi lado. Me llevó al rancho de la familia,
una choza destartalada, sin puerta ni ventanas. Me indicaron que hiciera mi ranchada
cerca de un árbol, donde tendí mis cosas.
Las moscas zumbaban muy cerca de mí. De una rama colgaba un cuarto de carne
negra, casi violeta, cubierta también de moscas. Reconocí un vaso en el extremo de la
pata: era carne de caballo.
El indio volvió a salir del rancho y me obligó a seguirle. Me invitaban a comer
con ellos, pero con unas exigencias que no me quedaron ganas de rechazarlas. Era un
guiso grasiento y oscuro con socotrocos de carne negra. Pertenecían seguramente al
cuarto de caballo colgado de la rama que había visto antes.
Nos sentamos alrededor de una mesa de la que mejor no hablar. Los perros nos
rodeaban, pero ahora me dejaban tranquilo, pendientes de las presas y los restos que
los chicos de la familia les arrojaban. A veces se armaban trifulcas debajo de la mesa,
disputándoselas. Yo los oía ladrar, gruñir y aullar y me preguntaba si en su furia de
tarascones no errarían un mordisco y me clavarían un colmillo en los pies.
Qué destino el de esta gente. La madre de Ezequiel Chinatti era india y él me
decía que los indios pampas y los charrúas, siendo los más salvajes de América,
habían sido los últimos en entregarse a los blancos. ¿Por qué? Por el caballo. Cuando
aprendieron a montar se habían vuelto indomables.
El caballo. Ahora, domados los indios, los últimos matungos que tenían los iban
degollando de a uno para comérselos.
A la mañana siguiente no sé si por el guiso o por los nervios, tenía muy inquietas
las tripas. Fui a levantarme para ir hasta unos yuyales altos, pero de nuevo la perrada
me mantuvo a raya. Era tan fiero su aspecto, tan amenazadores sus ojos y sus
colmillos que las tripas se me inquietaron más todavía. A las cansadas apareció una
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mujer.
—Señora, necesitaría ir de cuerpo. Pero los perros…
—Allá. Vaya —dijo indicando en dirección a un cañaveral cercano. Llamó a los
perros en lengua pampa y me abrieron paso sin dejar de gruñir.
Tan pronto volví me eché el mono al hombro, me despedí y salí cruzando campo
en busca de las vías.
El sol ya estaba calentando y otra vez el trozo de carne caballuna que colgaba de
una rama negreaba de moscas.
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OCHO
Seguí crotiando.
De golpe había aliviado mis penurias porque una entrada de bolsas por El
Pensamiento me había hecho ganar más de medio canario. Estaba rico con esos cinco
loros en la jaula. Podía esperar hasta la juntada sin sobresaltos, y andar por lo menos
un mes y medio cara al cielo, en la vía y sin apuro.
Doblé cuidadosamente a lo largo cada loro por separado, abrí costuras del
pantalón y de la blusa en cinco partes distintas, escondí en las aberturas cada billete y
volví a coserlas. Con los dedos alisé las costuras hasta que no se notara que habían
sido abiertas y que ocultaban algo. Ésta era una precaución linye que fuera de la vía
casi nadie conocía: evitaba el robo de otros crotos o alguna «confiscación» de la
autoridad.
¡Yo, guardando dinero! Dos años atrás estaba en La Movediza. Hacía varios días
que no tenía para comer. Habíamos reorganizado el Club, yo era su presidente, pero
no tenía para pagar la entrada a las tertulias y miraba de afuera. Le pedí a un amigo
que estaba bien unos pesos. ¡Me dio diez mangos! Era mucha plata. Me encontré con
la barra del club. Los invité a tomar un cinzano, en la Casa de Piedra. Y luego una
vuelta y otra. Y después fuimos a un baile y me quedaban menos de dos pesos,
compré una botella de anís y me quedé tan seco como antes, como esa tarde, y para el
día siguiente no tuve qué comer. Pero ¡esa barra!, ¡cómo nos divertimos! Ahora, de
croto, presente, sólo presente. Bagayera llena y corazón en paz.
Como la Puerto era una vía mansa, cruzada por muchos ramales, uno la usaba
para tomar rumbos transversales. Anduve casi siempre solo, a veces con un
compañero ocasional hacíamos ranchada común, seguíamos juntos dos o tres
estaciones, y luego cada cual a su rumbo. Empezaba a acumular vida linye. Era
exigente con las compañías y en cambio mis momentos de soledad eran cada vez más
largos y apacibles.
Me aficioné a la crotiada arroyera. Donde veía un arroyo lindo, con buena
arboleda, largaba el mono y acampaba algunos días, hasta que el carguero siguiente
fuese más prometedor que la paz del arroyo.
Pero la Puerto tenía una contra: a favor de la mansedumbre de la policía,
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abundaban crotos mangueros. Sacaban la pistola, como decían cuando iban a pedir,
batían la católica de puerta en puerta. Tras tocar y tocar hacían cosecha, dos o tres
pesos. Y se iban.
Había crotos lerdos que pasaban una vez por año, para una fecha determinada, por
los mismos pueblos y pedían en las mismas casas. Eran crotos con muchos años
sobre el lomo o gente que no tenía ninguna habilidad ni físico para trabajos brutos.
Me pregunto todavía si serían comerciantes o intelectuales que habrían quedado sin
trabajo, y obligados a crotiar no tenían otro recurso que mangar. Éstos no lo hacían
por vicio, pero los otros sí. Y cuando uno manguea es porque ha quebrado. Preferible
robar una gallina o una oveja.
Di en la Estación La Bajada, cerca de Rosario, en la Compañía General. Me sentí
como en casa: en esa línea habíamos andado en nuestra segunda salida, con Mario
Penone, Moreno y Quirurga. Nos aproximábamos a Cepeda. Habían pasado cinco
años. Qué lejos estaban aquellos días felices, despreocupados. Cerca de Cepeda se
hallaba la chacra donde pasáramos tan lindos días de holganza y travesuras,
mariposeando en torno a la muchacha de los grandes ojos azules. Me subí al techo del
vagón para ver la chacra. Palpitaba mi corazón cuando nos íbamos acercando.
Desde lejos reconocí el monte. La muchacha de los ojos azules. Penone, el
caradura, se los hacía bajar de vergüenza. Me desaté la toalla del cuello y la tuve en la
mano para hacer señas cuando pasase frente a la quinta. ¡Qué paciencia nos había
tenido el patrón! Pudimos ser sus hijos. No se veía un alma. Tampoco animales. No
había maizales, sólo yuyales altos. La casa con las puertas cerradas, abandonada, sin
vida.
La toalla me quedó colgando de la mano.
—¿Algún recuerdo, compañero? —era un linye que venía en el mismo vagón y
me estaba observando.
—Sí… no. Unos amigos —murmuré turbado como si me hubiese descubierto en
pelota. Unos ojos azules. Tres muchachos caraduras. Presente. Sólo presente. Me
volví a atar la toalla al pezcuezo. Bagayera llena y corazón tranquilo.
Seguí techiando y el tren me llevaba con la cara al viento y las rodillas abrazadas
y toda la vía por delante para vivir el presente.
Empecé a mirar con atención el cruce de los arroyos. Ya tenía una idea fija:
encontrarme con el Francés.
En Pergamino hice noche, pero antes recorrí los galpones y estuve preguntando a
los pocos linyes que había. Al día siguiente continué hasta Salto. Nuevas noticias de
linyes pescando. Pero el Francés no aparecía. Volví y me bajé en Arroyo Dulce.
Tampoco había noticias del hombre. Decidí ir hasta Rancagua a pie. Recordé que un
arroyo corta a mitad de camino.
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Apretaba el sol. Febrero se despedía con todo. Me crucé con un linye.
—Sí —me contestó— en el arroyo hay uno pescando. Es un linye de lujo. ¡Tiene
un diente de oro!
—¡El Francés! —le dije abrazándolo. El croto se quedó mirándome. Me largué a
andar, casi corriendo.
Quedaría aún una legua, apuré los trancos con la alegría que me desbordaba. ¡El
Francés! ¡Qué tipo! Cruzó un carga y algunos linyes me saludaron con la mano desde
el techo. Les respondí con alegría, todos eran el Francés. Qué lindo. Volver a verlo,
pescar con él, aprender sus trucos. Unas cuadras más adelante y me pareció que
divisaba la raya negra del puente. Y después tener que escuchar sus explicaciones y
aguantar sus preguntas. La raya tomó primero forma, después color de puente. Porque
con esas malditas preguntas acababa por quitarme el sueño. Por el costado del puente
divisé un humito, salía buscando el cielo. Yo no sé cómo me hacía entrar, yo me
resistía, pero él daba vueltas y cuando quería yo acordar, ya estaba enganchado. El
humito me parecía una bandera que hubiese querido izar el Francés para que yo la
viese desde lejos.
Llegué al puente. Me asomé por la baranda. Allí estaba.
A la sombra, sobre el mono, leyendo. Me contuve de gritar y lo contemplé. Aún
ahora, después de tantos años, veo como en una película la paz de aquel momento: el
arroyo de aguas claras, casi sin que se vieran correr, cantando al golpear contra el
pilote, la barranca, lo único verde que habían dejado sin quemar los soles de febrero.
Y, sobre todo, la actitud del hombre: en ese momento no había para él otro mundo
que su lectura. Ahí, en el lugar permanecía su cuerpo y las hojas del libro, pero su
alma y la historia que contenían sus páginas andarían crotiando vaya a saber por qué
planetas. Cerca de él, el fueguito. Más allá, los espineles esperando el pique del día.
—¡Eh! ¡Hola compañero!
El Francés retornó al mundo como si despertase. Levantó la cabeza, buscó la voz,
me vio y mientras se iba incorporando y me reconocía, pegó un grito como para partir
el puente:
—¡Rubio!
Me largué corriendo por el terraplén. Él subió en cuatro zancadas el tramo que le
faltaba. Se alborotó cuanto nos rodeaba. Y nos abrazamos.
Las palabras nos atragantaban. ¡Teníamos tanto para contarnos! Queríamos
preguntar y decírnoslo todo de una sola vez.
—Pensé que ya no andarías en la vía, Rubio.
—¿Por qué? ¿No me tenía fe?
—No es eso. Pero alguna gringa chacarera podía haberte engrillado.
Quizá aquella otra primavera tuvo la culpa. ¿Cuántos años tenía yo entonces?
¿Cuántos años tendría ella? Besos, respiraciones entrecortadas, se derrumbaron de
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pronto sobre mí. Quise mantener la cabeza. Creo que alcancé a decirme a mí mismo:
respetá la casa. Pero enseguida me subió el mareo, el vértigo, el estallido y
finalmente, entre fuertes olores a pastos recién pisoteados, los dos habíamos
alcanzado la plenitud y la paz. Después, cuando en las casas me miraban, llegué a
creer que verían en mí la marca de la deshonra. Pude haberme quedado, anidar, tener
querencia y familia. Pero no. Seguí. En el carguero siguiente me fui. Y no volví
nunca. Así, tantas veces. En otras chacras, por otros ramales, primaveras o veranos,
ojos, miradas labios, deseo, manos, fiebre, palpitar, propósitos. Y con el primer
carguero, irme de nuevo, dejarlo todo. Todo, por seguir en la vía. Yo he recordado
muchas veces la luz de aquella tarde, las caricias, «sos lindo Rubio», el pelo húmedo,
aquel perfume a pasto pisoteado y ese silencio. Esas cosas yacen sepultadas en mí.
No he sido un santo, no, pero eso es asunto mío, y ni al Francés quise contárselo
entonces, ni nunca.
—Algún día —me advirtó el Francés— tendrás que elegir entre la Libertad y el
Amor.
El arroyo cruzaba los campos de la Estancia El Provenir, que habían sido del famoso
curandero Pancho Sierra. Cuánta gente habría ido hasta allá, a buscar salud, a confiar
en que el manosanta arreglase su mal de amores.
—Yo tomo mate con agua de ese arroyo. Dicen que es curativa.
—Y usté ¿de qué está enfermo?
Me pareció que se ocultaba detrás de una sonrisa aparente.
—Mirá, mejor no te lo digo.
Días más tarde un linye estaba sacando agua del arroyo media cuadra más abajo
con un tarro. Después fue a su ranchada y comenzó a echar el agua en unas botellitas.
El linye me dijo que la gente le encargaba el agua de un viaje para otro. Le pregunté
si no era lo mismo cargar agua de cualquier parte. Me miró con bronca, estuvo un
rato cargando botellitas en silencio. Luego volvió a mirarme y entonces me preguntó
en tono de reproche:
—¿Usté no tiene fe?
Abrió un cajoncito de madera, donde tenía alineada una docena de botellitas con
agua. Al cuello de cada una, atada con un lazo celeste, una estampita de Pancho
Sierra y una hoja de malva rubia que, según me dijo, estaba bendecida.
Éste era uno de los linyes que llamábamos industriales. El linye industrial vivía
de sus propios recursos. Algunos tejían mimbre, otros trabajaban la madera. Pero no
sólo a los que hacían trabajos manuales llamábamos así, sino a los que vendían cosas:
estampitas, cuadros, y otros objetos corrientes entonces. Nos diferenciábamos de
ellos en que nosotros lo que vendíamos era nuestra fuerza de trabajo personal.
Charlamos horas y horas con el Francés. Teníamos que sacarnos las ganas. A
Anduvimos haciendo un pique en una chacra con mi amigo el Francés. Tan pronto
terminamos volvimos a la vía. Íbamos caminando por el callejón cuando, sin
ponernos previamente de acuerdo, los dos tiramos el mono sobre el alambrado del
ferrocarril, pasamos al otro lado y fuimos hasta los rieles. Pusimos nuestros monos,
uno frente del otro en cada riel. Y nos sentamos sobre ellos, mirándonos y mirando
lejos los rieles, hacia un lado y hacia otro. Volvimos a mirar, estuvimos no sé si media
hora o más. Sin hablar, contemplando en silencio la vía a la que volvíamos. Sin decir
palabra, el Francés acariciaba la vía con la palma de la mano y estuvo largos minutos
haciéndolo, como se acaricia un mueble querido o la cabeza de un animal.
Después se hizo costumbre: cada vez que habíamos faltado de la vía por varias
semanas, volvíamos a ella, y nos sentábamos sin que ninguno se lo propusiera al otro
y la contemplábamos, sin hablar. Y el Francés volvía a acariciar los rieles pulidos. Yo
creo que todo ser humano necesita sentirse poseedor de algo. Nosotros teníamos la
vía.
La casilla de Caputín. ¡Mi casilla en La Movediza!
La casilla estaba sobre una barranca y al pie yo veía la gran casa de piedra. La
casilla era de una pieza y cocina, con techo de chapa a dos aguas. El frente miraba al
sudeste, y era de tablas machihembradas forrada por afuera con chapa de cinc. A la
casilla se entraba por la cocina, separada de la pieza por un tabique. Alguna vez, a
continuación de la cocina, había tenido una pieza más que haría de comedor, pero uno
de los fuertes vientos que soplan en lo alto del cerro lo había volado antes que yo
fuera a vivir en ella.
¡El mobiliario! Una mesita de muy poca altura, regalo o préstamos no sé de
quién, con el calentador Primus encima. Un armario de madera que me dejara
Caputín, donde no guardaba otra cosa que un paquete de yerba y alguna galleta. A
veces, ni eso había. En un rincón, la lámpara de kerosén y colgada del tirante la lata
de veinte litros con la que traía el agua de la canilla al pie de la ventana de la casa de
piedra. Dos o tres cajones de kerosén servían de asientos, dos platos de latón, una
pavita, una olla chica, una espumadera y un cucharón, mis enseres. Mis únicos
adornos, un pedazo de espejo que había asegurado con tres clavos y un mapa de la
Amaneció en San Francisco con una cerrazón que no se veía a dos metros. La
cerrazón es peor que la lluvia, porque moja, molesta, impide estar al aire libre, es
peligroso caminar por temor a extraviarse, y lo que es más grave: nada se ve, ni un
carguero, ni la señal de distancia, ni el paisaje para entretenerse. Como estar preso,
encerrado en un calabozo. Y a veces hasta sin fuego, porque la humedad que todo lo
penetra, moja la leña, ahoga las llamas, no las deja crecer. Todo el día estuvo así, sin
perspectivas de poder salir. Al día siguiente despejó y al fin continuamos.
Después de unos días de yirar por distintas estaciones y ramales fuimos a dar a la
Estación La Luisa[29] del Central Argentino. Hicimos ranchada junto a los galpones,
donde había algunos linyes, con quienes nos pusimos a charlar y yerbiar. Por entre los
galpones iba cruzando una chica en dirección a la estación. Entre nosotros había un
linye medio potrillo todavía y al pasar le dijo una guarangada. Otro de los linyes que
estaba cerca se lo reprochó:
—Después todos los que estamos aquí quedamos mal. ¿Y si da parte al milico?
Al potrillo la reprensión del linye no le gustó. Le contestó de mal modo y sacando
un cuchillo se le fue al humo sin previo aviso. El otro estaba sentado. Era un hombre
de unos cuarenta años. De un salto se puso de pie y debió de estar esperando el
ataque porque sin mirar manoteó un palo que usábamos para remover el fuego y lo
esperó. El linye joven titubeó pero le largó un hachazo que el otro cuerpió al tiempo
que lo servía con el palo en medio de la frente. Lo dejó tambaleando, entonces le
pegó, con menos fuerza, en el brazo y le hizo soltar el arma. Con toda tranquilidad se
agachó, la recogió, fue hasta la vía, puso la hoja de punta en la unión de los rieles y la
quebró. Recogió los dos pedazos, volvió a la ranchada y se los tiró a los pies. Todo
esto sin decir una palabra.
El otro linye permaneció en silencio, luego levantó el mono y salió caminando
por el callejón.
Con el Francés teníamos charlas cada vez más largas. Pasaba horas conversando,
pero jamás cambiaba el tono, aunque a veces discutiera algún tema. «No porque grite
más que yo va a tener razón», decía. «Ella vendrá sola y se va a quedar con quien la
tenga».
Pero nuestra compañía estaba hecha, asimismo, de largos silencios. A veces,
acampados en la cercanía de la estación o mucho más lejos, en la señal de distancia,
Volvimos a pasar por Las Rosas[30]. Teníamos que decidir allí qué rumbo
tomaríamos.
—Ya estamos en octubre. Yo tengo un compromiso con un chacarero donde
trabajé para la fina, el año pasado. Para fines de octubre iba a volver a esquilarle una
majadita y quedarme para la cosecha. Es por la zona de Cabildo[31]. Si te gusta,
Rubio, vamos. Va a haber trabajo para los dos.
Me tentaba seguir con el francés. Nos habíamos hecho tan amigos, nos
entendíamos tanto, hablando o callando. Pero me pareció que separarnos sería mejor,
con la promesa de volver a encontrarnos.
—Mire, compañero, si usté tiene ese compromiso, vaya y cúmplalo. Yo me voy
para Rojas. Allá me esperan amigos. Es linda la vida libre, donde no existe el reloj,
pero de vez en cuando hay que volver a la civilización y darle un descanso al mono.
Pensaba para mis adentros que lo lindo que tenía la relación con el Francés era la
libertad con que cada uno se manejaba y además, esos misterios de nuestras vidas, en
los que el uno nada sabía del otro, como base de esa misma libertad. Esos silencios
con que caminábamos a veces, leguas y leguas y no obstante, tan comunicados, tan
entendidos. Ahora, separados, estaríamos ligados por el recuerdo, hasta que un día…
—Que no pase mucho tiempo para vernos de nuevo —me dijo.
Habíamos salido sin apuro para Rosario con una escala en Cañada de Gómez. Allí
tomamos la Puerto y acompañé a mi amigo hasta San Gregorio[32].
Junto al viejo molino que se levanta a pocas cuadras de la estación, le dije:
—En este mismo lugar, el año que viene lo espero.
—Para octubre. Del uno al diez.
Movió la cabeza. Las palabras no le salían. El carga arrancó de nuevo, agitó la
mano y mirando hacia la máquina, ya no se dio vuelta.
Como si hubieran sido pocas las calamidades de la helada, al año siguiente, también
para diciembre, vinieron las inundaciones.
Un chacarero vecino había ido al campo de López para probar cómo andaba el
trigo King Pirámide, una variedad que se había sembrado por primera vez en Hunter
y tenía la particularidad de ser sin barbas. Alcanzó a dar dos vueltas porque venía
tormenta y de tanto apurar a los seis animales que llevaba atados a la máquina,
reventó una yegüita hermosa. Los otros cinco caballos aún avanzaban y las patas de
la yegua muerta hacían un surco chiquito sobre la tierra.
Al completar la segunda vuelta había comenzado a llover. Bajo el primer
chaparrón desatamos al pobre animal. Llovió en todo lo que quedó del mes.
La inundación fue tan grande que la creciente máxima duró ocho días y el río
habitualmente de aguas mansas, creció hasta que sus orillas fueron todo el campo.
A mí me habían agarrado inundaciones crotiando por la zona cordillerana, para la
época del deshielo. Esos ríos, recibiendo toda el agua de las nieves que se derriten en
primavera tomaban un aspecto terrible. Pero a la de Hunter[34], como a todas las de
llanura, se la vio venir, no fue de golpe, aunque sus efectos duraron muchas semanas.
Los animales iban retirándose a las zonas más altas, hasta que el agua los alcanzó. La
gente estaba absorbida por la cosecha fina y no mantuvo vigilancia. Luego fue tarde.
Primero el agua cubrió los campos bajos, luego ascendió a los otros. Contábamos el
nivel por los hilos del alambrado y en algunas zonas llegó a cubrir los siete hilos. No
se veía nada más que agua y las copas de los árboles.
La correntada, aunque mansa, era fuerte. Levantaba las parvas y las corría cientos
de metros como si fueran barquitos. Cuando se retiraron las aguas un chacarero fue a
buscar su parva de lino, la halló intacta, pero en la orilla opuesta del río.
En las estancias reunían las haciendas en los campos altos, pero muchas de las
ovejas, acalambradas por el frío y el agua, se ahogaron. Con otros linyes fuimos a
ayudar a El Carmen, con el agua a la rodilla y a veces hasta el cuello para sacar a las
ovejas de los islotes. Había que llevarlas, empapadas, sobre los hombros una por una,
hasta un carro, y corríamos peligro porque tropezábamos con alambrados, postes,
ramas que traía la correntada y que no alcanzábamos a ver bajo las aguas barrosas.
Así un viaje y otro y otro más, todo el día del islote al agua, del agua al carro, del
Con López y la señora nos parábamos a contemplar los maizales. Por donde uno
mirara veía verde y verde y cuando los penachitos entraron a madurar y los ondulaba
el viento fueron la alegría de todos nosotros.
—Dios aprieta pero no ahorca —decía entusiasmado López—. Con tal que no
venga otra calamidad —suspiraba ella.
Yo miraba en silencio. Pensaba en la guerra y en que lo que se salva de las
catástrofes naturales suele hundirlas el hombre.
Pero esta vez cosechamos. Ni heladas, ni inundaciones, ni sequías. La juntada fue
una fiesta. Unas espigas gordas, un maíz colorado y lustroso coronaba las bolsas y se
volcaba en la troja como promesa de fortuna. Cuando al terminar, la bandera quedó
en alto, López nos abrazaba:
—¡Ahora, que vengan lluvias o secas! ¡El maíz está en la troja!
El Banco de la Provincia de Buenos Aires tiró un cabo: lanzó un crédito con el lema
Transforme su maíz en Carne. Prestaban mil pesos para comprar diez chanchas
madres. El chacarero podría vender los lechones a veinte centavos el kilo. Además, el
gobierno les vendía el mismo maíz a los chacareros que adherían al plan, en 50
centavos. Al fin pudimos meternos en la troja. Yo sacaba todos los días canastas de
maíz medio podrido y lo tiraba a los chanchos. Y muchas espigas fueron a la cocina
de leña. Nadie daba un centavo partido por la mitad por semejante cosecha.
No sólo nosotros lo quemábamos. También el gobierno lo vendía a las empresas
ferroviarias para usarlo como combustible. Los ingleses por esos años debían echar
mano a cualquier recurso porque no podían consumir carbón ni petróleo debido a la
guerra.
Así fuimos tirando hasta fines de Agosto.
—Rosales, la semana que viene, si hace buen tiempo, vamos a empezar a arar —
me dijo López cuando cenábamos.
—¿Vas a sembrar maíz de nuevo? —preguntó la esposa, sorprendida.
—Papá ¿otra vez maíz?
López era un tipo sereno. Aflojó las ramas esperando que pasara lo más grueso de
la tormenta. Luego dijo suave y finamente:
—Sí. Otra vez maíz.
—Pero ¡nos vamos a fundir!
—Papá ¡no podemos seguir con el maíz!
—Bueno, entonces díganme ¿qué siembro? ¿Oro, huevos, querosén, palos de
escoba? ¿A ver?
La ironía de don López silenció a sus oponentes. El martes siguiente inicié la
arada para el maíz.
Hubo muchos otros López en todo el campo. La mayoría siguió sembrando maíz.
Les iba mal y querían desquitarse con el mismo grano que los había arruinado, como
si un clavo pudiera sacar a otro clavo. La cosecha fue apenas un poco menor y
aunque el precio mejoró un poco —se vendió a un promedio de casi tres pesos— el
fracaso escarmentó a muchos.
Las discusiones que yo escuchara en lo de Bocalatti tres años atrás se repetían en
todas las familias chacareras. A veces venían con noticias tentadoras de Rojas, de
Salto o de Pergamino: se abrió una fábrica, pagan tanto por día. Y es trabajo seguro
todo el año. Fulano está trabajando de peón de albañil y ahora está por casarse. Otras
era la carta de un pariente. Todas parecían decir lo mismo: Vénganse. Para qué seguir
Era una mañana linda, de sol. Yo andaba con mi azada limpiando de yuyos la
cabecera de un maizal, medio olvidado de todo, hasta del sitio del planeta al que me
habían llevado las vías. De pronto trajo el viento, desde muy lejos, el pito de un tren.
Al principio no puse atención. Pero luego sonó más insistente y más hondo.
Sentí que me sacudía como despertándome de un largo sueño. Me apoyé en la
azada y puse el oído en el viento. Al rato volvió a sonar, esta vez más firme y más
próximo.
Abandoné el maizal, busqué al patrón, le pedí las cuentas, me miró sin
comprender y me pagó. Cuadré el mono, lo cargué y me fui cortando campo.
No estaba seguro del rumbo, pero seguí. Con el sol alto paré junto a un
alambrado. En el resto de la mañana y parte de la tarde no volví a escuchar ninguna
pitada. ¿Me habría equivocado? Quizá hubiese errado la dirección. Hice un fueguito,
yerbié y reanudé la caminata sin titubear.
Caía la tarde cuando me encontré con las vías, como si ellas hubieran salido a mi
encuentro, a atravesarse en mi camino luego de haberme estado esperando todo el día
escondidas entre los pajonales.
Subí a tierra firme. Jugué al azar si seguiría a derecha o a izquierda. No importaba
demasiado, porque en uno u otro rumbo de la vía me aguardaban una estación, los
galpones, el agua de la bebida, el refugio. Me eché a andar.
Finalizaba Setiembre. «Que no vayan a pasar muchos años, Rubio, sin vernos de
nuevo». Según su costumbre, el Francés ya debería andar aproximándose a San
Gregorio.
Esa tarde pasó un carga y seguí hasta Junín. «¿Vamos para Córdoba?» me
propusieron unos linyes que encontrara allí. En Leones tenemos patrón para hacer la
cosecha fina.
—Me gustaría —les contesté—. Pero no puedo. Voy en busca de un compañero.
En San Gregorio.
Un carguero me llevó por lugares conocidos: Las Trojas, Vedia, Alberdi, Diego de
Alvear. Bajé con neblina cerrada, cerca de donde dormían los linyes.
Me quedé yerbiando solo en la noche. «¿Cuándo vas a sentar cabeza, Bepo?», me
preguntaban los amigos de Rojas. «¿Por qué de repente te agarran ganas de irte y te
Yo aproveché mi retorno al viejo tanque familiar para darme unos baños y lavar mis
pilchas, ya que al día siguiente la neblina había despejado y tuvimos un sol
espléndido de primavera. La higiene en la vida linye estaba condicionada al tiempo, a
los recursos y a la disponibilidad de agua. Y a las ganas. Cuando llegaban los días
lindos yo aprovechaba como ahora un tanque, la bebida de los bretes o un arroyo,
para bañarme. Me desnudaba, me quedaba nada más que con el pantaloncito de
fútbol, llenaba la lata con agua y me la echaba encima tres o cuatro veces. Siempre
procuré llevar un pedazo de jabón. Pero en invierno no podíamos darnos esos lujos.
¡Como para bañarnos! Eran los días en que guardábamos bajo los ponchos ramas y
yuyos con que prenderíamos fuego al día siguiente, y no nos levantábamos hasta
encenderlo junto a la cama casi sin sacar las manos. Después, juntando coraje y
Una noche habíamos hecho ranchada en una estación. La luna llena iba subiendo de a
poco. El Francés me propuso:
—¿Y si tranquiamos la vía hasta la otra estación?
—¿Cuál?
—Aquélla —dijo, e indicó hacia el noreste—. Así caminamos y la vamos
mirando —y señaló la Luna.
La noche era tibia. Casi calurosa. Cargamos los monos, apagamos el fuego
pisando las últimas brasitas. Y salimos sin apuro. Yo, adelante. Él, unos metros más
atrás.
—Escuchá el canto de los grillos —me señaló. Y en casi todo el trayecto nos
acompañó su música.
La Luna nos daba de lleno en la cara, cada vez más alta y luminosa. El Francés
me hablaba de ella: «Nunca el hombre le puso el pie, hasta ahora. Pero alguna vez…»
y calló. Como unas lechuzas chistaran, me habló de la injusta fama de las pobres, tan
útiles comiendo alimañas.
Nos envolvió un olor fresco, de alfalfa recién cortada. Olerla fue pretexto para
detenernos un rato, hacer fuego y yerbiar.
Cuando reanudamos, todo el campo estaba iluminado y podían reconocerse los
Reanudamos la marcha. Una changa por dos días en una chacra se hicieron trece o
catorce: limpieza de los surcos antes de la cosecha, cortar a guadaña el pastizal de un
monte de frutas, hachar unas plantas secas y hacer leña, limpiar a machete los abrojos
de los alambrados. Nos alcanzó la cosecha, trabajamos entrando bolsas. En una
chacra vecina emparvamos alfalfa durante tres días. Cuando decidimos seguir el
cruce —que pensamos en un principio iba a ser de dos días— había pasado casi un
mes y teníamos la pila cargada: en la jaula llevábamos canarios, loros y bajeras como
si fuéramos un banco.
Era el atardecer y el sol iba aflojando. Llevábamos media hora de marcha, cuando
mi compañero se detuvo, mirando a lo lejos, y me señaló:
—Allá en el juncal de ese bañado ¿no es humo lo que se ve?
Enderezamos para la columnita azul que se elevaba a favor de la falta de viento.
¿Quién podría haber acampado en un sitio tan hostil?
Entramos con cuidado para no meternos en el agua, buscando al linye que hubiera
hecho fuego en semejante lugar. Lo que vimos nos paralizó:
Un viejo cuya edad no podíamos calcular, cubierto de harapos, puro hueso y piel.
La melena blanca le cubría la mitad de la espalda y la barba descendía hasta la
cintura. Con otro andrajo se ataba la cabeza. Sus pies desnudos pisaban la tierra
húmeda o se metían en el agua sin otra protección que la costra que los cubría. Su
color era el de la tierra y sus manos parecían de barro.
—¿Ya terminó la guerra? —preguntó y rehuía la mirada. Se había sobresaltado al
descubrirnos. Parecía un animal asustado.
—¿Qué guerra, abuelo?
—¡La del Chaco! ¡Se llevan los caminantes a la guerra!
Todo lo susurraba con un hilo de voz, como si de tanto estar en silencio días, años
quizá, hubiese perdido el habla.
Le dijimos que la guerra del Chaco había terminado hacía mucho.
—¡No me mientan! Dicen que a los caminantes se los llevan. Pero yo estoy
escondido aquí. ¡A mí no me van a llevar!
Era algo más que un cadáver hablando y a cada estremecimiento parecía que iba a
quebrarse.
Lo miré al Francés. Estaba sombrío. Miré en mi derredor: juncos, agua, cielo. ¿De
¡Compañeroooo…!
MANUSCRITOS, f. 30 vta.
Atardecía. Por detrás de los yuyales, a una o dos leguas se alzaba el humo negro de
una locomotora. Las vías, otra vez. Acababa nuestro cruce. La tarde se había puesto
muy pesada. Durante todo el día había estado soplando viento norte y el sur estaba
cada vez más oscuro y cargado. Acampamos junto a unos alambrados al pie de un
molino viejo que cada tanto tiraba agua como si despertase de su larga siesta
cordobesa. Juntamos leña y cuando volvimos para hacer el fuego ya había
anochecido. Los mosquitos no nos dejaban en paz. Pero al prender el fuego pareció
que todos los bichos del campo se hubieran sentido atraídos. Fue como si cayeran al
fondo de un pozo donde ardía nuestro fuego. Nubes de bichos voladores se
precipitaban sobre las llamas y no las dejaban crecer. Ardían cascarudos, cotorritas y
otros insectos que chocaban con nosotros, nos llevaban por delante y caían al fuego.
La llama finalmente cobró vida y fue más poderosa que la nube que la ahogaba. Los
arrebató a todos. El bicherío fue una llamarada más. En eso viró el viento, se puso del
sur, la temperatura bajó de golpe varios grados y una hora más tarde comenzó un frío
terrible. Teníamos ponchos livianos, andábamos sin bolsas maiceras y tuvimos que
pegarnos junto al fuego para protegernos y encontrar un poco de calor.
Le di mate cocido a mi compañero. No tendríamos otra cosa hasta el día
siguiente, porque luego del encuentro de la tarde en el bañado, la bagayera había
quedado en cero.
El Francés rodeó con ambas manos la lata de duraznos que ahora hacía las veces
de jarro, como si buscara calentárselas. Desde que nos despidiéramos del viejo del
juncal no había despegado los labios.
—Nosotros vivíamos en una granja. A orillas del río. Por la noche la criada servía
café con ron a mis padres. Y a mi hermana y a mí, que jugábamos junto al hogar, nos
daba té con una gran cucharada de miel… Yo no conocía entonces el mate cocido.
Ahora, a tanta distancia, es mi cena. En medio del campo.
Fue la única vez en toda nuestra relación que habló de su infancia. ¿Hablaba para
mí o para él solo?
Continuamos viaje a Villa María. Nos instalamos unos días en Casa Grande, sitio
apacible, cielo limpio, sierras mansas, lomadas azules y verdes. Despertábamos con
el canto de los pájaros. Él tendía los espineles en el arroyo y yo iba de piedra en
piedra buscando yerbas aromáticas y medicinales. Luego tomaba sol y en la olla
Por seguir el itinerario que el año anterior habíamos hecho con mi amigo fui a
recorrer La Rioja. Andaba en un carga que llevaba también tanques de agua para las
zonas donde no la había potable y dejaba en cada estación algo del líquido, de
acuerdo con las necesidades. La gente echaba a rodar sus tanques por la calle y
cuando llegaban a las vías el ruido era infernal y se multiplicaba por cada familia que
empujaba el suyo en busca del agua. Se escuchaba el retumbar de los tanques
rodando sobre los rieles de Patquía y la algarabía de las muchachas al pie del vagón
desde donde surtían de agua al vecindario. Eran muchas. De pronto, el escape del
Una mañana me desperté en Cosquín. Salí a caminar para reconocer el sitio y mirar
quién había, cuando escuché un martillar conocido: estaba picando piedra. Apuré los
pasos y encontré a dos italianos labrando cordones. Saludé. Miraron sin contestarme
y continuaron charlando entre ellos y trabajando. Por tentar el diálogo pregunté si era
dura la piedra. Me contestó uno de ellos sin mirarme: «¡Eh, sí! ¡Un po piu dura che il
formaggio!». Los dos soltaron la risa y tuve que tragarme la cargada. El que me
contestara insistió burlón: «¿Voleva lavorare?». El otro volvió a reírse y le dijo sin
mirarme: «¿Lavorare? ¡Si li gede trabai il va vía!». Y volvieron a celebrarlo a
carcajadas.
Seguí mirando como un zonzo. El otro volvió a la carga y me ofreció la
herramienta queriendo tomarme el pelo. Yo lo miré en silencio y esperé. Cuando
terminó el cordón y se inclinaba a tomar un nuevo bloque y empezar otro cordón casi
como ordenándole dije:
—¡Déme!
Y lo desplacé.
Le quité el martillo y la regla, me senté en su lugar y entreguardé el bloque.
Enseguida y sin parar tomé una punta y empecé a refrendarlo. Saltaban las escallas y
la superficie empezó a quedar cada vez más lisa. Sin mirarlos me di cuenta que
habían dejado de trabajar y me contemplaban sin poderlo creer. Uno me habló, en
castellano ahora:
—Pero ¿usté sabe el oficio?
—No —le dije cuando terminé, devolviéndole las herramientas—. Mi oficio es
aquél.
Y le señalé el mono que me aguardaba bajo el alero del galpón.
Cruzaba en un carguero tierras de San Juan. Pasamos el Valle de la Luna hacia Pie de
Palo por la Trocha. Era de noche. Durante la mañana había soplado el Zonda y
resecado todo. Ahora el aire se había vuelto respirable y me había animado a techiar.
De pronto, a lo lejos, me parecieron las luces de una ciudad. A medida que
avanzábamos las luces se extendían sobre el horizonte y temblaban. Ahora percibía
algunas más altas como si correspondiesen a grandes edificios en medio de aquella
desolación cordillerana. ¿Me habría trastornado a mí también el viento caliente de la
mañana? El carguero siguió aproximándose hacia aquella visión inexplicable que en
lugar de esfumarse se acentuaba. Sentí olor a quemado. Luego, las luces de la
aparente ciudad se volvieron más rojizas y abarcaron todo el campo: eran los pastos
que ardían, resecados por el viento que soplara durante todo el día.
Una noche me bajé del tren en una estación de San Luis. Por la mañana, a mi
alrededor no había sino un apeadero desierto, sin casas, sin personal ferroviario, sin
animales, sin nada. La misma estación se hallaba deshabitada.
El tren se acercaba a la zona de Rojas y todo me pareció más verde que nunca, sus
animales los más gordos, sus gentes las más lindas. Era como haber hecho una
travesía inmensa y ahora tenerlo todo arbolado, fresco, feliz.
Regresé a lo de López. Los primeros días fueron de alegría, conté mis andanzas,
los paisajes vistos, las otras costumbres. Las sobremesas se alargaban escuchándome.
Pero como todo lo referido a la intimidad de la vía, nada les conté del Francés. No
creo que hubiera encontrado las palabras justas para hacerme entender. Eso era cosa
de la vía, de mis andanzas de croto.
No tardé mucho tiempo en volver a andar como perdido. Cada vez que en la
chacra el viento traía el pito de un carguero, mi corazón se iba tras él, rumbo a San
Gregorio.
Durante varios años he vuelto aquí, a San Gregorio, para Octubre. No bien finaliza
Setiembre tomo un carguero y con la esperanza en el corazón se me vuelve a poner
como cuando era joven y se olvida de otros pesares. Acampo junto al viejo molino
familiar, espero los cargueros, pasan uno tras otro, los días suceden a las noches,
hasta que un día, junto con el fuego se apagan mis esperanzas. A lo mejor el año que
viene, me digo. Alzo el mono. Y me voy de San Gregorio.
Un peón italiano que cuando iba al pueblo me traía la «Crítica» para que le leyese las
cosas de la guerra, me decía, repetidas veces, admirado porque yo supiese leer:
—Eh, Beppino: usté sabe leer. Yo sólo sé arar.
Pero saber leer me sirvió para que una vez perdiera el trabajo.
Trabajaba en una chacra y por las noches empecé a ayudar en los deberes a los
chicos del chacarero.
Cómo adelantaron. Los padres estaban contentos con el croto maestro. Pero una
mañana el hombre me llamó, me pagó los días trabajados y me dijo que para mí no
había más changa. Aunque sorprendido, no pedí explicaciones, hice mi mono y salí
para el callejón. Llegaba a la tranquera cuando me alcanzó otro croto que changueaba
allí.
—A usté no lo echan porque estén disconformes, compañero. Lo echan por
miedo.
En la casa había un peón que habiendo sentido envidia cuando vio cómo me
distinguían, se sintió desplazado por mí y empezó a calentarles la cabeza: «Este
hombre sabe mucho. Vaya a saber qué es». Y los patrones, gente simple y sin luces,
terminaron asustándose.
A veces tenía que ir a la estación Guido y Spano[36], distante unas dos leguas para que
Algo que nunca supe explicarme puso apuro en mi regreso. Un mes después de mi
llegada a La Movediza, como si hubiera estado haciendo un esfuerzo para esperarme,
el viejo se murió.
Yo nunca había charlado mucho con mi viejo. Lo conocí bondadoso pero callado.
Venía del trabajo, cansado, y mi tía lo abrumaba con el informe diario sobre nuestras
travesuras. Desde chiquilín yo andaba siempre tramando irme, trabajar, hacer vida
independiente. Una vez me dio permiso para ir a la cosecha fina por quince días.
Cinco meses después estaba aún sin noticias mías: me había conchabado en un tambo
donde la gente me había tomado cariño. Cuando supo donde estaba consiguió un
sulky prestado y fue un domingo a buscarme. Me abrazó en silencio. Por nada del
mundo aceptó dejarme. Pero en el regreso no tuvo ni una sola palabra de reproche.
Tras quince años de viudez volvió a casarse y se transformó en un hombre feliz.
Como si lo hubieran aliviado de un gran peso. Pobre viejo. Entonces yo me fui de
casa. Le aclaré que no estaba enojado y que me parecía bien que se casara de nuevo.
Después supe que anduvo muchos días callado y sin voluntad. Ella resultó una
compañera leal hasta más allá de su muerte.
Yo tenía tos y fiebre. Tenía cinco años. Tosía, tosía. Me desperté asustado.
Lloraba. Me ahogaba la tos. Yo dormía en la cama grande con mis dos hermanos, y
papá en un catre, junto a nosotros. Papá me sostenía la cabeza apoyada en su pecho.
Acariciaba mi pelo y con la otra mano me secaba el sudor de la frente. Me dormía de
nuevo. Después entraba luz y el catre de papá estaba vacío. Oía el ruido de las puntas
picando la piedra.
Cuántas cosas hubiera podido contarle de mi vida de linye. «¡Bepo, cúme, lei!»
hubiera exclamado. Pero ese último mes de su vida lo pasé con los amigos de charla
en charla. Cuando me di cuenta que se había agravado, ya no comprendía lo que
quería contarle. Dejaba la vista en el cielorraso. Nos mirábamos a los ojos. ¿Qué
quería decirme con esa mirada que me traspasaba? ¿Cómo fueron sus años de vejez
sin el apoyo del hijo de quien nunca tenía noticias?
Me sentí definitivamente solo en este mundo el día en que lo enterramos. Era
En las temporadas que pasaba en la chacra de López, tomé afición por criar algunos
animales guachos, pollos y lechones.
Me familiarizaba con ellos, les daba de comer en la mano, los criaba. Los pollos
acostumbraban a posarse en mi hombro. Las chanchas, hasta cuando parían, seguían
requiriendo mis cuidados y debía rascarles la panza hasta dormirse. Bastaba que les
Hice varias salidas para ganar unos pesos. Los linyes íbamos siendo cada vez menos.
Los jóvenes ya no tomaban la vía, porque tenían trabajo en el pueblo y era más
seguro. Los que aún andábamos crotiando empezábamos a hallar cada vez más
dificultades sobre todo desde que el gobierno comprara los ferrocarriles. Prohibieron
que tomáramos los trenes de carga porque decía el gobierno que ya no había motivo
para que los pobres tuvieran que viajar en cargueros.
—Por acá vi uno —dijo el guarda que andaba buscándome. El milico se sumó a la
partida y con el jefe eran tres. Miraban hasta los ejes. Yo estaba escondido tras unas
bolsas apiladas, y cuando se alejaron unos metros, pasé por detrás de la pila, fui hasta
el tren, y entre las ruedas pasé al otro lado. Volví a escuchar sus voces, estaban
rodeando la pila de cereales donde hasta un momento antes había permanecido yo.
Cuando se alejaron subí a una chata y me tapé con una lona. Ahí me quedé sin
moverme hasta que el tren arrancó, y sólo cuando calculé que estábamos lejos de la
estación y que el guarda iría metido en el furgón de cola asomé la cabeza.
Y así cada día: arriesgarse cada vez más, tomar el tren lejos de las estaciones,
correrlo, saltar, tener baquía, esconderse, como si uno fuese un delincuente. Mis
veinte años de croto pesaban cada vez más en el mono.
Estábamos varios linyes en la señal de distancia, lejos ya de los controles
policiales. Nos habíamos puesto a unos cuatro metros uno del otro, para no
estorbarnos, el mono colgado a la espalda y la bagayera al hombro para tener las
manos libres. Esos cuatro metros eran para tomar impulso corriendo a la par del tren,
con la vista puesta en la escalerita o en el borde de la chata que íbamos a manotear.
Los primeros linyes comenzaron a correr cada vez más rápidamente y cuando
calcularon que no podrían aumentar más su velocidad, saltaron y se agarraron,
primero con una mano, después con la otra, y cuando estuvieron seguros alzaron las
piernas. Así avanzaban, colgados un trecho mientras los que seguían iban haciendo lo
mismo, hasta recuperar aliento y fuerzas. Luego, trepando lentamente, buscaban
ubicación en chata o en vagón. Los que se habían prendido de un vagón cerrado
subían por la escalerita y desde el techo ayudaban a los que venían detrás tomándoles
el mono y dándoles una mano para que pudieran subir.
Llegó mi turno. Miré por última vez el trecho del terreno por donde correría al
—¡Salte, compañero!
El brazo derecho se me rompía cuando empecé a balancear el cuerpo para tomar
el borde con la izquierda.
—¡Venga, venga! ¡Déme la mano! ¡Salte, compañero! —Yo no podía levantar la
cabeza para mirarlos.
—¡Cuidado, no vaya a soltarse, ahora! —Alcanzaba a ver varias manos que se
estiraban para tomar la mía.
—¡Vamos, arriba!
Colgado, miraba para abajo y veía la Muerte corriéndome durmiente a durmiente,
cada vez con más velocidad. El mono, balanceándose, se había interpuesto entre la
chata y yo. Por más que estirara el brazo libre no alcanzaba a girar el cuerpo para
alcanzar el borde. Encogía las piernas para no rozar el piso con los pies y perder
definitivamente el equilibrio. Hice un esfuerzo desesperado, la espalda crujió como si
me arrancaran las paletas, manotié con la izquierda el borde de la chata. «¡Déme,
déme la mano!», me pedían; solté un instante la derecha, sentí que me la tomaban,
que se aferraban a ella, que la trituraban para no soltarla, luego que estaba más
liviano, que me alzaban, llegué a asomar la cabeza por el borde de la chata, uno me
sacó el mono, otro la bagayera, apoyé la panza en el borde, bolié la pierna, aflojé las
manos y me dejé caer en el fondo de la chata.
—¡La vio fea, compañero!
Iba a decirles que era la primera vez que me pasaba. Tenía la garganta reseca y
paralizada. Los miré con infinita gratitud, de regreso a la vida, y cerré los ojos
mientras cada uno volvía a su silencio.
Esa noche me costó dormir y a partir de aquel incidente me sorprendí desvelado
en las noches o distraído durante el día recordando. Yo sabía que eso de recordar es
malo para un linye, pero no podía evitarlo. Recordar empezó a ser como una manía,
como un vicio. Y me asomaba a él con más frecuencia cada vez. Debía estar
envejeciendo.
Rivolta. ¿Quiénes serían sus invitados? Discutía desordenadamente y les
¿Y aquel linye viejo que se murió de frío una noche de helada? Se había quedado
encogido como dicen que están los chicos en el vientre de la mamá. Los puentes de
señales, la máquina siempre pitando para avisarnos. Una vez iban el jefe de la
estación y un peón. Caminaban por la vía. El peón llevaba una bolsa de arpillera y yo
sabía lo que andaban juntando. El travesaño de un puente había volteado a un linye.
Centenares de ruedas le habían pasado por encima.
Las Mostazas, sobre la Puerto, la de los desheredados: linye que anduviera suelto
paraba en ella. Dormíamos en la cabecera del galpón. Noche clara y muy serena.
La donna é movile
qual piuma al vento…
Puso una especie de cafetera en las llamas. Le echó yerba y agua. De repente,
reía. Dejó que hirviera largo rato. Se acariciaba su barba, muy larga. Se reía y volvía
a cantar, ahora muy suavecito, casi un susurro. Recordó la cafetera. Le echó un poco
más de agua, la miró hervir un rato y como si hubiera escuchado un llamado distante,
le vino un apuro repentino, levantó el mono, agarró la cafetera ya olvidado de su
contenido y se fue otra vez por la vía. Al rato, en la noche, sólo se escuchaba cada
vez más distante.
Me di cuenta que cada vez con más frecuencia mis recuerdos tenían que ver con
linyes viejos. Era raro encontrar un viejo que no estuviera pasado del mono; el frío, el
hambre, y principalmente la soledad debían de desequilibrarlos. En tanto conservaran
la agilidad para subir a los trenes, techiar, aguantar vientos y soles, andaban bien,
pero cuando se ponían lerdos envejecían de golpe. Nunca conocí un linye de vía que
fuera de edad intermedia, salvo que hubiera enloquecido o fuese degenerado.
Por esos años, en las cercanías de La Plata el gobierno había hecho construir un
Hogar de Ancianos, habían juntados a los viejos linyes que dormían en las vías y
puentes del Gran Buenos Aires y los habían llevado para que en el fin de sus días no
les faltara comida, techo y abrigo. Por medio del parque donde se levantaba el Hogar
cruzaba el ferrocarril de La Plata a Buenos Aires. Muchos viejitos, cuando pudieron
burlar la vigilancia, subían a los cargueros y escapándose de la protección y del
abrigo volvían al frío y a la soledad para seguir viviendo libres los últimos días de su
vida.
Mar del Plata también se transformaba. Todo se había trastornado: los valores de las
cosas, las inversiones, las obras, los trabajos, los negocios. La gente de Tandil había
cambiado mucho en Mar del Plata. Habían olvidado sus años de miseria, cuando el
trabajo escaseaba y salíamos a robar ovejas para que la barriada de las canteras no se
muriera de hambre.
Un día fui al centro. No supe al principio qué buscaba. Pero al rato estaba parado
frente a una tienda. Cuando salí iba con un paquete chico. Adentro había un pañuelo
bataraz de un metro de lado, un par de alpargatas y una toalla. Al día siguiente salía
un camión cargado de piedra para la Estancia El Destino de Copetonas. El camionero
aceptó llevarme. Y esa madrugada, con mi mono nuevo, volví a ser croto otra vez.
El camión que me llevaba a Copetonas[38] me dejó en las afueras del pueblo. Con mi
mono y mi bagayera como antes, entré a caminar, rumbo a la Estación.
—Cuidado con la cana. Está brava como nunca. Ahora no dejan hacer ranchada a
la vista.
Al llegar a una esquina vi a tres cuadras a un milico a caballo. Llegué a la
siguiente y él estaba allí, siempre a tres cuadras, mirando hacia la dirección que yo
traía. Tuve que doblar para acercarme a la estación, y en la esquina siguiente ya
estaba, pero ahora sólo nos separaban dos cuadras. Avancé dos o tres más y volví a
doblar. Allí estaba de nuevo el Juan Figura, pero ahora distábamos nada más que cien
metros. Estaba llegando a la calle de la estación y no bien traspuse la esquina lo volví
a encontrar. Ahora, desde allí estaba cerrándome el paso a las vías. Pensé en alejarme
en dirección opuesta, pero comprendí que con eso sólo ganaría que echase sobre mí el
caballo para darme alcance.
—Buen día, agente, ¿sabrá dónde hay una fondita por acá? Busco trabajo y
necesito pieza para dormir.
Debió desconcertarlo mi agachada porque titubeó y finalmente, poniéndose más
amable me indicó que en un boliche próximo tenían una pieza para la gente de paso.
En el patio del boliche, bajo un sauce, dos hombres yerbiaban. Saludé, largué el
mono, junté unos yuyos y a los pocos minutos el agua estaba calentándose en el
fuego.
—Usté es linye viejo ¿no? Yo lo vi llegar, usté largó el mono, el mono cayó
planchado en el suelo, y yo me dije éste es linye viejo por la forma de tirar el mono.
Y pa’ confirmarlo, la escuela cuando prendió el fuego.
Cuadrar bien el mono, largarlo para que caiga sonoro, planchado, en el suelo.
Prender fuego con tres yuyos. Tomar el tren a la carrera. Techiar. Usar el silencio y la
jerga de la vía. Credenciales linyes. ¿Compadradas? Alardes indispensables, hechos
sin ostentación, a cada momento pero para que los demás pudieran observarlos. Para
mostrar precisamente eso: que era linye hecho, curtido. Para que ningún tilingo fuera
a meterse con uno.
En aquel verano de 1953 los campos del sur conocieron el azote de los incendios.
Leguas y leguas de trigales ardieron. Nadie escapó a esa calamidad.
Una mañana llegó a la chacra la voz de alarma: había fuego en el potrero vecino a la
estancia. El patrón saltó al tractor que tenía desde semanas atrás listo y con el arado
enganchado. Nos pegó el grito «¡Síganme!». Nosotros, ya prevenidos, cargamos con
varios tanques de agua y un montón de bolsas, cueros, horquillas y palos también
preparados para el caso. Todos corrimos detrás del tractor. El fuego ya había entrado
en la chacra, pero el tractor llegó mucho antes que nosotros. Accionó la palanca, bajó
las rejas y los terrones comenzaron a volcarse. Mientras la tierra se abría en surcos y
el pasto seco quedaba sepultado nosotros íbamos recorriendo la extensión,
apagábamos los focos rebeldes y vigilábamos que ninguna paja encendida arrastrada
por el viento saltara y propagara el incendio por encima del contrafuego que iba
formando la tierra arada.
Nos tendíamos en línea, matando allá y aquí los focos, pero no de frente al fuego
sino acompañándolo de costado y procurando que se achicara. Del otro lado de la
quemazón otra cuadrilla hacía lo mismo y como sacándole punta íbamos
acercándonos cuanto podíamos una cuadrilla a la otra. Cuando terminábamos
estábamos locos de la vista, la cara negra de hollín y los ojos colorados y ardiendo
con el humo y la ceniza. No hubo tina con agua que nos refrescara lo suficiente.
El Sauce Grande hacía una curva pronunciada, y unos mimbres prestando sombra
prometían la única frescura de todo el paisaje de la pampa sureña, calcinada por el
verano y asolada por los incendios. Había un linye yerbiando. Tendría unos cincuenta
años y no estaba mal vestido. Parecía ser fijo porque tenía leña para varios días y con
piedras había armado un fogón. Con un además nos invitó a un compañero y a mí a
usar su fuego, luego se levantó y fue hasta la orilla del agua. Volvió al rato, siempre
en silencio, con un tizón revolvió las brasas y echó más leña. Se sentó, sacó una
tabaquera, armó un cigarrillo, nos ofreció y dio una larga pitada. De reojo nos
semblanteaba, pero hasta entonces no había despegado los labios.
—¿De lejos?
Le dijimos que de por aquí nomás, que andábamos conociendo.
—¿Solteros?
Nos tomó de sorpresa. Nunca se preguntaban estas cosas entre los crotos.
—Sí, por ahora.
Para entrar en confianza y ayudarle a seguir con el tema, agregué:
—Esta vida no es para casados.
Bajó la vista. Estuvo un tiempo interminable sin decir nada.
—Pero algunos andan.
Luego se fue abriendo de a poco. Era casado. Con mucha dificultad y largas
pausas contó su resto: tenía una hija, una vez fue preso, cuando salió su mujer había
muerto y a la hija la habían dado a una familia del sur de la provincia. Por mucho
tiempo anduvo averiguando sin saber nada de ella, pero desde hacía varios años había
localizado la chacra, junto al río Sauce Grande, a pocas cuadras de donde ahora nos
hallábamos.
—Vengo todos los años. Junto leña y me quedo unos días. Ella es moza ya, y la
cuidan bien. Pasa por el camino, me mira a veces y no sabe que está viendo a su
padre. Cuando la leña se acaba, alzo el mono y me voy.
Aquella vez en Copetonas me avisaron que en una estancia vecina a la chacra donde
estaba changueando habían traído una cosechadora nueva.
Era una verdadera maravilla. Hacía todo el trabajo a un tiempo, pero no
necesitaba embolsar: echaba el grano, ya trillado, a una tolva que marchaba junto a la
máquina. Luego desprendían la tolva y la llevaban hasta un silo rodante que
aguardaba junto al sembrado. Al cabo de la jornada el chimango absorbía el grano y
MANUSCRITOS, f. 30 vta.
El Costero se aquerenció con nosotros. Dormía en el carro, a veces salía con los
perros y volvía con varios peludos y alguna liebre. Pero como abundaban, no hallaba
a quien vendérselas. Nos contaba que ahora era ciruja y cazador, pero que había
tenido años de croto y de catango.
Cuando nosotros salíamos a embolsar ya estaba con la pava en el fuego,
esperándonos. Apenas levantaba el rocío salía al campo a juntar huesos. El coche se
le iba llenando de osamentas y tenía cada vez menos sitio para dormir.
Yo pensaba en mi antiguo propósito: si llegaba a viejo en la vía, me compraría un
charret y un caballo. Iba a ser mi jubilación.
El Costero cazaba ahora con perros. También cazaba nutrias, con trampera, pero
muchas veces lo habían sacado del campo con el caño de un Winchester en las
costillas.
Un día llegó alborotado. Le habían dicho que andaban chanchos salvajes en los
restos de monte que quedaban en la zona del Tuyú. Él los había cazado antes en los
montes pampeanos. Éstos eran chanchos domésticos que un día se habían escapado y
ganando el monte se habían acostumbrado a la vida libre y cimarrona.
—¿Con escopeta los caza?
—Los chambones los cazan a balazos. Yo los sé cazar con los perros. Y a
cuchillo.
Desde entonces no tuvo otro tema en la ranchada. Contaba anécdotas, hablaba de
las virtudes de sus perros, de las cicatrices que tenían.
Una tarde, escoltado por los cinco perros, se metió con el carricoche, campo
adentro, en busca del monte.
Volvió con la noche alta. Faltaba uno de los perros y sobre el carricoche traía el
cadáver de un chancho salvaje, con los pelos embarrados de sangre que ya iban
secándose.
Fue de muy pocas palabras para contar la cacería. Sólo datos sueltos, sin mayor
conexión, como si quisiera ocultar otras cosas. El monte, de talas y coronillos. Los
perros habían venteado al cimarrón. Les dio trabajo. La bestia se resistía y les tiraba
mortales colmilladas. Dos o tres veces estuvo a punto de escapar abriéndose camino a
Esa noche las pesadillas me tuvieron loco. Al principio, en imágenes borrosas veía
escenas de la cacería, perros y cerdos, cuchillos y colmillos, tripas al aire. Todo en
silencio. Una vez el chancho clavó los ojos en mí. Después no veía otra cosa que sus
ojos. Yo conocía esos ojos. Yo los conocía y no podía recordar de quién eran. Luego,
oscuridad y silencio. Y una voz distante me llamaba «¡compañero…!».
Un largo camino solitario y yo esperando. Pero nadie venía. De nuevo en medio
del monte. El monte giraba en torno de mí. Tiraban de una pata. Ellos tiraban y la
pata se desprendía y rodaba por el terraplén. Era un mono lo que rodaba, un mono
linye, bataraz, sus puntas se abrían y salían tripas y otra vez la voz
«¡compañerooo…!» cada vez más débil, más penosa. Ahora ni podía oírla.
—¡¡Compañerooo…!!
¡El Francés! No. ¿Era la voz de Quirurga? ¿O la de Penone? Entonces yo me caía,
me caía, manoteaba las cobijas, igual me caía y debajo corrían las ruedas del tren, los
durmientes, las ruedas, los durmientes y se alzaba una mano y la voz que gritaba
«¡compañerooo!» era la mía y otras manos querían agarrar mi mano pero como si
fueran de ceniza se les escapaba mi mano. Mi mano en los dientes del perro que
agonizaba con la garganta despedazada. Rivolta se agachaba para acariciarlo. Me
clavaron un cuchillo. Grité. Me despertaba. Todo volvía a empezar. Otra vez el
camino solitario y yo corría por él. Siempre en el mismo lugar, el camino corría
conmigo, eran dos rieles, eran los bordes de dos cuchillos y la puñalada en el pecho
Verano. Las chacras. Meses en la juntada. Engordar unos kilos. Una mañana, en el
viento el pito de un carguero lejano trazando un gran semicírculo en torno a la chacra,
en torno a nosotros. Pedir las cuentas, cargar el mono y salir cruzando campo hacia el
pito, hacia donde seguramente estarían los rieles. Encontrarlos. Sentarse sobre ellos.
Acariciarlos. En tierra firme, nuevamente.
Unos ojos. Unos labios. Mirarla en silencio, a escondidas. Mirarla. Mirarse. Una voz,
charlas, párpados que quieren esconder. Silencios cargados. Después, en la vía, las
rodillas abrazadas, la cara al viento, recordar. «¿Volverá, Bepo?». Y las vías que no
vuelven nunca.
¿Qué quedaba de aquel mundo que había sido toda mi vida? Casi ningún linye,
como en un invierno permanente. Milicos y guardas con orden de cazar a los pocos
que quedábamos. Máquinas en las juntadas en lugar de crotos; camiones y silos en
lugar de trojas, estibas y galpones. Entonces, hacerme croto lerdo, expulsado de los
vagones, expatriado de las vías. Perder agilidad, caer del vagón, engrasar las vías. O
amontonarse en una estación grande, como basura, hacer ranchada fija en la mugre,
volverse manguero, degenerado, roñoso, borracho. Viejo.
BATACLANA: Gallina.
BOLSAS: Mantas o bolsas de arpillera propiamente dichas, con las que se cubrían
para dormir. Ir a las bolsas o a los ponchos; acostarse.
CATANGO: Peón de las cuadrillas que reparaban las vías del ferrocarril.
CHIROLA: Centavo.
CORTADA: Travesía.
CROTO: Voz de origen incierto con que se designa al linyera a partir de 1920,
aproximadamente. Se lo vincula con medidas a favor de los linyeras tomadas por el
entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires José Camilo Crotto, entre ellas,
CRUCE: Travesía que se hace abandonando la vía, para alcanzar otro ramal, u
obedeciendo a un impulso interior no siempre explicado.
CUERPO: Litro.
CURVA: Gallina.
FRUQUI: Guiso.
JAULA: Billetera, por alusión a guardar los billetes de 100 pesos (canarios) y de 10
(loros).
LINYERA: Voz, probablemente de origen piamontés, lingheria con que los braceros
italianos que venían a la Argentina a hacer las cosechas denominaban a su atado de
ropa. Por extensión, siguió denominándose linghera (fonéticamente linyera) no sólo
MÁQUINA: Revólver.
MAROMA: La Policía.
MONO: El atado de ropa del linyera. Se lo armaba o cuadraba, con una bolsa de
arpillera abierta en sus costuras. Se ponían, dobladas varias veces, la maleta de juntar
maíz, las frazadas u otras bolsas que se usaran con ese fin: alguna muda de ropa, a
veces una lata cuadrada o rectangular y chata en la que se guardaban los papeles,
libros, fósforos y otros objetos de cuidado. Se anudaba en diagonal, primero un par de
puntas y luego el otro y entre ambos nudos se pasaba luego el brazo para echarlo a la
espalda. El origen de tal denominación es incierto. Hay quienes suponen que se
vincula con la antigua costumbre de algunos gitanos de llevar posado sobre su
hombro un mono domesticado.
PARLA: Cuento.
PEDERNERA: Borracho.
PIANO: Lunfardismo: cuña de madera, base para obtener las impresiones digitales
PIBOTE: Novato.
POBLASTICO: Pueblero.
POLONIO: Polaco.
ROQUE: Perro.
TÁRTAGO: Mate.
VITROLA: Pequeña lata cuadrada con un agujero en su base superior, para tomar
mate, en reemplazo del jarrito o la calabaza (Versión BORDA)./Lata cuadrada, más
grande que la anterior, con pequeña tapa circular, en su base superior, usada en
reemplazo de la pava. Se usó frecuentemente la de tabaco «Cerro Corá». Dos
alambres cruzados diagonalmente oficiaban de manija. Un agujero en una de las
aristas laterales, arriba, daba salida al agua. Su nombre provendría del lejano parecido
con la caja de madera que formaba parte de los antiguos fonógrafos o «vitrolas»
(Versión de FEDERICO HERRERA, ex croto del sur de Santa Fe, hoy residente en
Tandil, por la que nos inclinamos).
Buenos Aires al Pacífico (vulgarmente conocido como «El Pacífico»), hoy General
San Martín. Cabecera: Estación Retiro.
Alberdi, ex Pacífico, hoy San Martín. A 181 kilómetros de Junín, Buenos Aires.
Arribeños, ex Pacífico, hoy San Martín. A 215 kilómetros de Junín, Buenos Aires.
Cabildo, ex F. C. S., hoy Roca. A 120 kilómetros de Bahía Blanca, Buenos Aires.
Diego de Alvear, ex Pacífico, hoy San Martín. A 55 kilómetros de Rufino, Santa Fe.
Las Rosas, ex Central Argentino, hoy Mitre. A 162 kilómetros de Villa María,
Córdoba.
San Gregorio, ex Rosario-Puerto Belgrano (la Puerto), hoy Mitre. A 223 kilómetros
de Rosario, Santa Fe.
Tres Sargentos, ex Cía. General Buenos Aires, hoy Belgrano, a mitad de recorrido
entre Pergamino (Buenos Aires) y Rosario (Santa Fe).
Vedia. Dos estaciones: Una, ex Cía. Gral. Buenos Aires, hoy Belgrano, a 90
kilómetros de Pergamino (trocha angosta), Buenos Aires. La otra, ex F. C. Buenos
Aires al Pacífico, hoy San Martín, a 55 kilómetros de Junín, Buenos Aires, muy cerca
una de la otra.
Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico (hoy Gral. San Martín). Por la primera, a 90
kilómetros de Pergamino. Por la segunda, a 55 kilómetros de Junín (Pcia. de Buenos
Aires). <<
<<
<<
<<
<<
Aires). <<
Aires). <<
media). <<
Córdoba). <<