Filosofias Invertebradas

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FILOSOFÍAS INVERTEBRADAS

José Carlos Giménez Sánchez


Ediciones Koe
Cádiz, 2002
EL ABEJORRO

Caminaba yo por el parque —era uno de mis habituales paseos por el


parque— tranquilo y desenfadado, cuando, de repente, un abejorro cho-
có contra mi cabeza y se enredó en mi pelo. Noté que trató de liberarse,
pero, conforme más prisa se daba —así lo revelaba la intensificación de
su zumbido y sus revuelos desesperados— más y más se enredaba. En el
primer instante confieso que me sobresaltó esta clase de accidente for-
tuito, no demasiado frecuente a pesar de la variedad de insectos que ha-
bitan el parque. Amagué llevarme las manos a la cabeza en una mezcla
de ciega repulsión, aunque me detuve unos segundos, confiado en la
propia habilidad del abejorro para zafarse. Comoquiera que así no ocu-
rrió —parecía atrapado en tela de araña— entonces sí que con ambas
manos me restregué nervioso por toda la cabeza. Sentí al tacto el derma-
toesqueleto quitiniso y las vibrátiles alas membranosas. El cosquilleo
punzante y doloroso que me provocaba me obligó a mantener las manos
más tiempo en el aire que sobre la cabeza. El abejorro —no sé si afirmar
que adrede— me tiraba del pelo con fuerza —como si un rulo de los que
colocan a las señoras en las peluquerías girara sobre sí indefinidamen-
te—, hasta incluso arrancármelo. Al yo manotear cayeron desprendidas
mechas de cabello, lo cual aumentó mi estupefacción. En vez de tratar
de desasirse, ahora parecía resuelto a arrancarme todo el pelo, lo cual a
la sazón consiguió.
No hubiera tenido la mayor importancia de haber sido sólo eso. A
continuación horadó la corteza craneal —penetrando en mi cerebro— e
hizo lo propio con todos mis pensamientos, ideas, creencias, conviccio-
nes, teorías, etc., es decir, se enredó en ellos provocando un revuelo y
desbarajuste mayúsculos. Como hasta allí no podía yo alcanzar con mis
manos, hube de resignarme a contemplar con horror este desaprensivo y
trágico atropello.
No sé si algún indulgente crédulo me creería si le dijese que hasta ése
día yo era feliz por una razón: porque había resuelto todas las preguntas
trascendentales.
En efecto, no cabían en mí más dudas, ya que había hallado la solu-
ción a todos los dilemas que acucian a la humanidad —no sé si es co-
rrecto ahora expresarlo así, pues carezco de la clarividencia de
entonces—. Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos; estamos
solos en la galaxia o acompañados; existe el más allá; hay reencarna-

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ción; es fiable el carbono catorce, los agujeros negros, el hombre de Or-
ce... Todo lo había solventado.
De alguna manera —que no recuerdo con acierto—, adiviné mi cami-
no —el de la humanidad—, y me dispuse a recorrerlo. No fue fácil, pues
a cada tanto surgieron obstáculos, algunos de los cuales sortearlos me
exigió arduas jornadas de dedicación solitaria. Los resultados fueron las
respuestas a las tales preguntas, que yo asumía y asimilaba. En ellas for-
talecí mi espíritu y hallé motivación suficiente para perseguir las restan-
tes.
En soledad amé a todo lo viviente, pues todo lo viviente me aclamó
como si yo fuera un profeta abnegado y generoso. En cada cosa estaba
contenida su solución y yo no hice más que penetrarme de su sentido vi-
tal para traducirlo a lenguaje humano. Quise abarcarlo todo, y así lo
hice, gracias a que antes había aprendido a querer, a amar. Este logro me
guió a través del conocimiento paciente y sabio, en vez de por el exigen-
te e inicuo. Cada cosa me reveló su sentido, y, cuando, por ejemplo,
descubría que me engañaba, que era falaz —queriendo o sin querer—,
perdonaba su osadía, siempre que antes hubiera sabido perdonarse a sí
mismo; entonces me prestaba a escuchar nuevamente, porque con mi
esmerada dedicación cultivaba su bondad y deseos de corresponderme
con aquél saber que yo le solicitaba. Mi tenacidad la impelía el amor a
las cosas, el cual se expresaba a través del amor a mí mismo, trascenden-
tal fuente y ejemplo de la propia perfección, de la propia realización. Les
dispensaba mi amor enseñándoles cómo amarse uno mismo, y, esa ense-
ñanza, me la recompensaron con creces. Me constituí en arcano de sus
principios y fundamentos, y marché por mi camino en paz, consciente de
mi sabiduría.
Queda claro, pues —hasta donde llega mi exigua capacidad de expre-
sarme en la actualidad—, cuál era mi existencia, mi saber, mi espíritu...,
antes del suceso del abejorro, durante mi paseo por el parque. Este mez-
quino insecto se pasó horas revolviendo en mi cerebro hasta reducirlo
todo a incongruentes escombros. Después de causar tanto daño, huyó
impunemente, abandonándome vacío, sin ni siquiera una tenue llama de
esperanza.

FIN

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EUSTAQUIO EL GUSANO

Erraba Eustaquio por un patatal. La vida la pasó Eustaquio de un pata-


tal en otro, alimentándose. Sabía que su existencia carecía de alicientes;
no había nacido con vocación de gusano rebelde, gusano artista o gusa-
no atleta. Eustaquio sabía que no era un ser excepcional; no lo recordaría
la historia de los gusanos por sus logros o hazañas; no lo recordaría por
ninguna causa. Vacío de ambiciones se entregó al requerimiento de la
necesidad natural más urgente cual era alimentarse sin interrupción, sal-
vo durante los desplazamientos. El destino jamás le dificultó este su
principal cometido.
Pese a que nunca nadie lo advirtió, Eustaquio había desarrollado una
preocupación filosófica por la existencia. Claro, ello era cosa completa-
mente inimaginable en un gusano apático como él. Él no le daba dema-
siada importancia, así que a nadie le habló del tema y de ahí que nadie
estuviera al tanto de sus elucubraciones; a la sazón, ningún otro gusano
habría osado atribuirle tales cosas.
Eustaquio sabía que, alcanzada la madurez tras su transitorio estado
larvario, sentiría una irresistible necesidad de recluirse en un integumen-
to construido por él mismo, en cuyo seno se adormecería, hasta eclipsar-
se su conciencia. Desconocía, en cambio, si dicha reclusión respondería
a un rito funerario o a un proceso de metamorfosis.
Experimentó prematuramente la muerte cuando, recien emparejado
por sus progenitores a una gusano, en la primera aventura en solitario
ella quedó atrapada en las pegajosas hifas de un hongo, y allí sucumbió
al poco tiempo. La trágica desaparición abrió la cancela de la preocupa-
ción filosófica por la existencia, la cual no sabe si habría permanecido
por siempre cerrada de haber quedado relegado a una mera preocupación
conyugal de la existencia. El caso es que la evidencia de la muerte, tan
eficaz y certera, despertó su preocupación existencial. Infirió que los ac-
cidentes precipitaban la muerte, aunque también esta debía acaecer de
manera natural. Se preguntaba si ello ocurriría después de ovillarse.
La preocupación por la existencia de Eustaquio no significa que su
pensamiento fuera rico en ideas. Por contra, una y sólo una era a la que
daba vueltas y más vueltas, incapaz de reforzarla o rebatirla con argu-
mentos adicionales. La muerte era, para Eustaquio, la ausencia de todo;
tal cual la experiencia (si se podía decir así a lo que conlleva de forma
implícita la imposibilidad de percepción alguna) de antes de haber naci-
do. El antes de nacer, y el después de morir, respondían al mismo estado
de inexistencia, al mismo espacio de ausencia, a la misma nada. No asis-

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tió a los acontecimientos históricos (de la historia de los gusanos) que le
precedieron en el tiempo, como no asistía a los que acaecían en el espa-
cio, es decir, aquellos alejados de su inmediato entorno. La distancia es-
pacial y la temporal le negaban la experiencia y, por tanto, la existencia
en ese preciso momento y lugar. Constituía un completo misterio el que,
en medio de los milenios de ausencia, en un determinado paréntesis de
escasos años, apareciera precisamente él, sujeto perceptivo. ¿Por qué no
apareció unos años antes o unos años después?... Tal paréntesis era co-
mo haber resucitado de la nada. De haber sido eternamente ausencia pa-
saría a ser eternamente ausencia, salvo por ése corto intervalo. De haber
sido eternamente muerte pasaría a ser eternamente muerte, salvo por ésa
estrechísima franja de vida.
Así era la idea inamovible de Eustaquio; la que le imbuyó la preocu-
pación filosófica por la existencia.
Estando entonces en el patatal, sintió que cesó su hambruna. Esto fue
el primer signo de que tocaba a su fin. El siguiente fue la búsqueda de
un lugar propicio que le sirviera de refugio, no expuesto, ni húmedo ni
seco, donde el sol no incidiera de lleno, pero tampoco por estar ausente
hiciera frío. Eustaquio notaba que la naturaleza le empujaba, y no podía
sustraerse a su llamada. Sus últimos pensamientos fueron para la pre-
ocupación filosófica: llegaba el momento de reencontrarse con la nada;
allende compartiría la inexistencia con la compañera muerta prematura-
mente. Se ovilló y tejió alrededor suyo un integumento secretado por él
mismo en el que se sintió abrigado, cómodo y confiado. Conforme fene-
cía lo hacía también su preocupación, que en ningún momento desem-
bocó en miedo. Fue adormeciéndose poco a poco, hasta cesar en él toda
actividad mental y corporal.
Eustaquio no supo lo que a continuación sucedió; sumido en la incos-
ciencia, no notó la trasformación que experimentaba. Primero su cuerpo
se reblandeció hasta convertirse en una pasta blanda cuya envoltura se
endureció para protegerlo aún más del exterior; los tejidos y los órganos
se fundieron en un sólo líquido, salvándose unas pocas células, respon-
sables de los futuros miembros del adulto. Segundo la crisálida entró en
un letargo dominado por la quietud y la inactividad; los meses de invier-
no trascurrieron en diapausa. Tercero en primavera finalizó el letargo,
reanudándose la actividad en el interior de la cobertura pupal; elaboró la
hormona del crecimiento, que actuó sobre la pasta y, gracias a los mate-
riales nutritivos almacenados siendo larva, cobró forma el cuerpo de
adulto, hasta completarse.

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Al fin, un día soleado, templado y acariciante crujió la envoltura y
brotó del interior la mariposa.
Eustaquio se había convertido en un ser liviano, bello, volador. Tras
sacudirse inició una carrera entre flores y arbustos, gozando de manera
inefable. Al posarse en una flor contempló maravillado su fisonomía;
entonces le asaltaron vagos recuerdos de su aspecto anterior. Antes se
arrastraba costosamente por el suelo y salvaba distancias cortas em-
pleando mucho tiempo, en tanto ahora volaba con ligereza y las distan-
cias más largas las cubría rapidamente. Una larga lengua le posibilitaba
ahora libar el néctar de las flores, el jugo de las frutas podridas o la sabia
de los árboles quebrados, cuando antes la estrecha boca sólo mascaba
ásperos vegetales. Muchas más partes del cuerpo estuvo comparando
con las que recordaba del anterior.
Así se pasó el tiempo hasta recordar una sensación inmaterial, un pen-
samiento, una preocupación. Comprendió de qué se trataba: de la pre-
ocupación filosófica por la existencia; de la sensación de pesadumbre
estimulada por la convicción de que tras la muerte vendría la nada, la
inexistencia, la ausencia de todo. Al punto comprendió su grave equivo-
cación a tenor de su actual estado. Había muerto, sí, pero había regresa-
do otra vez a la vida. No acababan pues los días en el océano de la nada,
sino en el mar de la vida. Así, dichoso y feliz por este descubrimiento,
emprendió de nuevo el vuelo, perdiéndose en un prado florido.

FIN

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LOS INSECTOS DE BROOKLYN

En una alcantarilla del condado de Brooklyn en Nueva York se en-


cuentran reunidos en asamblea representantes de todos los insectos que
en la ciudad existen. Debaten en torno a la epidemia de encefalitis que
entre los humanos se ha propagado, y deciden si ser solidarios con los
mosquitos, a quienes se señala como portadores del virus.
La hormiga razona en público:
—No nos queda más opción que ser solidarios con los mosquitos. Si
bien sólo ellos son responsables del contagio de los humanos (pues con
su trompa perforadora chupan su sangre), las medidas exterminadoras
que contra ellos han tomado nos afectan a todos. Los helicópteros so-
brevuelan la ciudad rociando insecticida por los cuatro condados, insec-
ticida que no entiende de especies y nos expone a la aniquilación a todos
por igual.
Un murmullo general se extiende por la sala. La hormiga hace una
pausa y se frota con el tarso los palpos maxilares. La situación es inquie-
tante. Hay que darle una solución. Afuera llueve. Un chorro incesante
corre por un conducto de la alcantarilla, dejando oir un eco cavernoso.
También se escucha el goteo trepidante de la lluvia al otro lado del sub-
suelo, sobre el asfalto de la calle.
La hormiga señala:
—No nos queda mucho tiempo. Mientras continúe lloviendo los heli-
cópteros no volarán, pero en cuanto cese, seguirán su actividad aniquila-
dora. Hasta ahora, según nuestros mensajeros, es en el condado de
Queens donde más estragos han causado. Las noticias que nos llegan
son desalentadoras. La lluvia, de momento, sólo ha pospuesto la trage-
dia.
Del grupo de las cucarachas salta una indignada, sin ni siquiera levan-
tar el tarso para pedir la palabra:
—¡No estoy de acuerdo con que seamos solidarios con los mosquitos!
Un tenso silencio se apodera de los presentes. Todos prestan atención
a la atrevida cucaracha:
—Ellos, y sólo ellos, han de pagar el desatino en que han incurrido.
Los demás no tenemos que ver en su manera de actuar; no perjudicamos
directamente al hombre como hacen ellos. ¿Por qué no se abstienen de
chuparles la sangre? ¿Por qué no se ensañan con las caballerías como los
tábalos, o degustan los jugos de las flores como las típulas? Desde lue-
go, dentro del orden de los dípteros, son los elementos más detestables.
¿No es más sabrosa la sangre del caballo que la del hombre? ¿No es más

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dulce el néctar de la flor que el plasma sanguíneo? Los demás no cau-
samos tan insidioso perjuicio. Todo lo contrario. Con nuestra actividad
estimulamos la sociedad de mercado de los humanos, aumentando la
demanda de los productos desinfectantes, y esto, sin que sea de manera
disparatada y arrebatadora. Evitamos así que adopten una solución radi-
cal como la que han provocado los mosquitos. Allá donde pululamos, las
empresas fumigadoras se sonríen y los afectados se enorgullecen al ob-
tener su certificado de higiene. Nuestro comedimiento es esencial para
que preserven la armonía en sus transacciones y no desequilibren la cen-
tralización y concentración de capital en pos de una desmesurada inver-
sión para combatir con plaguicidas devastadores la amenaza de una
epidemia. Los mosquitos han desbarajustado su organización. Han pro-
vocado un centenar de afectados y una docena de muertos.
Se producen gritos desairados provenientes del grupo de los mosqui-
tos:
—¡Nada de una docena! ¡Sólo tres!, ¡tres muertos! Y los tres pertene-
cientes a la población senil. La tendencia de los humanos a dramatizar
ha desatado las cifras.
La cucaracha prosigue:
—Propongo a esta asamblea que sean ¡ellos! —al decir "ellos" alza
los élitros y les apunta con las antenas filiformes—, quienes únicamente
paguen por el estropicio provocado. Propongo que se autoexterminen
públicamente para que así cesen las hostilidades de los humanos y se
evite la devastación del resto de los insectos.
La sala estalla en gritos, unos mostrando su conformidad con la pro-
puesta, otros su más acerada repulsa.
La hormiga modera:
—¡Orden! ¡Orden, por favor! ¡Cálmense los ánimos: de esta forma no
resolveremos nada! Permítaseme apuntar que la solución propuesta por
la cucaracha me parece extremista e insolidaria, o, cuando menos, des-
atinada e inútil. ¿Créen que los humanos cesarían su acción sólo porque
unos cuantos millones de mosquitos se autoinmolasen? Pienso que no.
Persistirían hasta estar seguros de que ni uno sólo sobreviviría, y ello,
sin importarles a cuantas otras especies se llevaran por delante. Aun ad-
mitiendo los argumentos de culpabilidad esgrimidos por la cucaracha,
presumo que la medida propuesta de poco serviría, y pagaríamos justos
por pecadores.
De entre los isópteros reunidos, una atildada termita interrumpe la de-
gustación de un trozo de serrín de caoba, para añadir:

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—Estoy de acuerdo con que los humanos no cesarían su actividad ge-
nocida mientras no estuvieran seguros de haber exterminado hasta la
más recóndita larva de mosquito. Esto redundaría en perjuicio de los
demás, que igualmente sufriríamos su concienzuda y sistemática acción
devastadora. Y añadiría que, dado cómo estan socialmente organizados,
su actividad se prolongaría hasta tanto no desterrasen de sí el pánico que
la amenaza de una catástrofe les produce. La opinión pública es voluble
y, por tanto, la persistencia en este pánico es difícil de sospechar. Lo
mismo se extingue de un día para otro, que continúa durante meses. El
tiempo que sea, será el que dure la actividad de los helicópteros.
Desde hacía rato un mosquito pugnaba por rebatir los argumentos de
la cucaracha. Al fin llega su turno:
—Ha sido muy hábil la cucaracha en su exposición. Tanto que, de lo
que he oido, entiendo que tácitamente se admite nuestra culpabilidad en
este desajuste del orden natural de las cosas. Han encomiado su partici-
pación en la sociedad de mercado de los humanos. Claro: la sociedad de
mercado de los humanos... ¿Por qué entiende la cucaracha que dicha so-
ciedad es digna de nuestra consideración? Evidentemente porque su
grupo es una parte interesada. ¿Acaso su campo de acción no son los
almacenes, despesas y cocinas, es decir, todo aquél lugar donde abunda
el alimento fácil y accesible? ¿Y no es precisamente la industria de la
alimentación de las más relevantes en dicha sociedad? En conclusión: a
las cucarachas les interesa la sociedad de mercado porque les interesa la
industria de la alimentación, porque les importa que abunden las estan-
cias donde se acumula y despacha el alimento.
El mosquito hace una breve pausa. Se frota las uñas de los tarsos ante-
riores y prosigue:
—Queda claro por qué la cucaracha excusa cuestionarse el modelo de
sociedad de los humanos, y, en cambio, da por supuesto que esta es dig-
na de nuestra consideración. Pero yo exijo a esta audiencia que se cues-
tione su valor. No creo que merezca la pena ensalzarnos porque
contribuyamos a su vertiginosa industria, regulada por la ley de la oferta
y la demanda, y el principio de equidad: el intercambio será siempre tal
que las partes involucradas salgan beneficiadas por igual. A poco que
nos fijemos, repararemos en que han hecho extensivo este modelo a los
propios valores espirituales. No comparten sus facultades o afectos, sino
en la medida en que estiman que del resultado del intercambio obtendrán
un beneficio, cuando menos, igual. Virtudes como el amor, el cariño, la
solidaridad, la compasión, la generosidad, el optimismo, el esfuerzo,
etc., así como los objetos de intercambio, los someten a los mismos

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principios. Tanto de cariño les dan, con tanto, y no más, responden; tan-
to de generosidad ofrecen, tanto esperan a cambio, y no menos. Así
también, el odio, el desprecio, la maldad, la impiedad, el egoismo, el pe-
simismo, etc., en atropellado y abrumador tráfago, corren parejos bajo la
misma tasación. Acaso las proporciones en este caso desentonen, pues a
estas facultades negativas responden aumentando el volumen transac-
cionado; eso sí, la otra parte tratará siempre de restaurar el desequilibrio
aumentando sus dosis letales: contra tanto que les den de odio, respon-
derán con mucho más; y si es tanto de egoismo, no escatimarán menos.
»Visto el panorama, no considero atrevido afirmar que el hombre se
ha convertido a sí mismo en un artículo más susceptible de intercambio.
Expone al público sus aptitudes y espera que este refrende su valor con
una juiciosa inversión, para, a continuación de la correspondiente explo-
tación propagandística, venderse a la oferta más convincente y rentable.
»La consecuencia indefectible es que todo sentimiento en él queda
prescrito; su evolución está sujeta a mecanismos predeterminados. La
alegría, la tolerancia, la responsabilidad, nacen del artificio, afloran con
arreglo a los intereses sociales. Indudablemente el hombre no pone cui-
dado en que estos sentimientos sean naturales, genuinos; lo mejor es que
sean invertibles, productivos. Alegría Sociedad Anónima (ASA) será
una empresa de tantos millones de accionistas, que oportunamente coti-
zará en bolsa, y subirá o bajará el precio de sus acciones, en la medida
en que su manufactura sea rentable en el mundo. La alegría se expresará
si es oportuna y contribuye a aumentar la renta per cápita del pais, el ni-
vel medio de vida o el bienestar social; los sentimientos adquirirán un
sentido mercantilista, bursátil. Es claro, pues, que el hombre está des-
humanizado y no merece, ni él ni la sociedad que ha creado, nuestra
consideración. No vengo con esto a justificar que la epidemia de encefa-
litis que los mosquitos hemos causado la tengan bien merecida; pero,
desde luego, que no esperen nuestra compasión. El discurso de la cuca-
racha ha evidenciado que sus inquietudes corren parejas al sin sentido
del hombre. Como este, se precipita con apetito voraz sobre todo aquel
producto preciado y obtenible sin esfuerzo. Corretea ávido de golosinas
que engordan su ambición. Explota el ansia de descollar en aquello que
precise pisotear al adversario para hacerse paso. En definitiva, sólo co-
noce los buenos sentimientos, en la medida que el esfuerzo de destapar-
los resulte beneficioso; si no, más prudente es la insolidaridad, la
intolerancia, la impiedad o el egoismo.
Las cucarachas están excitadísimas. La hormiga trata de calmarlas. Le
concede la palabra a su representante, para que replique al mosquito:

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—El mosquito es presuntuoso. ¿Quién se ha creido que es? Se consi-
dera una autoridad para juzgar la organización de los humanos. ¿Por qué
necesariamente han de responder sus sentimientos a un sentido mercan-
tilista? Si su sociedad ha evolucionado hasta el estado actual es porque
no cabe otra alternativa. Recordemos la ley de la selección natural o de
la supervivencia del más apto. Un mundo de sentimentalistas, de rebel-
des, de románticos, sería débil, etéreo, frágil, de ahí que no haya desem-
bocado en nada parecido. Por contra, el automatismo, la rutinización,
está en la base de la efectividad, de la productividad. El individuo no
puede destacarse de la colectividad sino dentro de los cánones prestable-
cidos, de las leyes inherentes al éxito de una buena propaganda. Cual-
quier otra invención, cualquier otro prototipo, cualquier otra cosa no
disfrazada de libertad, dignidad y nobleza, pero tan carente de ellas co-
mo necesarias son para el funcionamiento de los engranajes del mundo,
sencillamente no es apta. Es imposible establecer nada distinto a lo ac-
tual, porque si lo actual esta ahí, es precisamente porque ha desplazado a
cualquier alternativa. Atengámonos pues, nosotros, ridículos y molestos
insectos, a aprovecharnos de los resultados obtenidos por el hombre, sin
desmerecer lo que es asunto único y exclusivo de la naturaleza.
Reina la confusión. Las opiniones están repartidas. No hay unanimi-
dad. Escarabajos, pulgas, saltamontes, chinches, piojos, crisopas y ciga-
rras se aturullan esgrimiendo discursos deslavazados. De pronto, un
grillo da la voz de alarma:
—¡Atención! ¡Todo el mundo a cubierto! ¡Sálvese quien pueda! Ha
parado de llover y los helicópteros han reanudado su labor. Están ro-
ciando insectizida sobre nuestro condado.
Todos guardan silencio y prestan atención. Efectivamente la lluvia ha
cesado: desde el subsuelo no se escucha el goteo sobre la superficie del
asfalto, únicamente la alcantarilla chorrea un hilo de agua. Aguzan las
antenas y aprecian a lo lejos el tableteo de las hélices de los helicópte-
ros. Está claro que se les echan encima.
La estampida es mayúscula. Cada cual huye por el primer agujero que
encuentra. En el barullo se producen encontronazos mortales: un salta-
montes ha cercenado el cuerpo enjuto de una pulga con las sierras de su
par de patas traseras; una mantis ha espachurrado el craneo de un piojo
con sus patas prensoras delateras; una tijereta ha clavado las tenazas de
su abdomen en el cuerpo de una libélula.
Los efectos del insectizida, que se filtra a través de los poros del sue-
lo, se manifiestan: producen las primeras muertes por asfixia; una mosca
da tumbos de un lado para otro, chocándose con todo ser viviente.

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En el conducto de la alcantarilla caen un mosquito y una cucaracha,
que son arrastrados por el agua. Tratan de evitar que sus alas se empa-
pen. La cucaracha tiene éxito gracias a que se protege con los élitros. El
mosquito aprovecha que es liviano y hace equilibrios sobre la superficie
del agua.
El impulso de una curva los proyecta contra la orilla. Están exahustos
y tratan de recuperar el resuello.
De repente se miran y se reconocen. Resultan ser el mosquito y la cu-
caracha que sostuvieron la disputa en la reunión de la asamblea. Un irre-
frenable odio les sube por las entrañas: se encrespan, tensan y preparan
para abalanzarse el uno sobre el otro. Les reconcome pensar en la recí-
proca contrariedad sufrida hacía poco rato. El mosquito detesta a la cu-
caracha por partidaria de los humanos. La cucaracha aborrece al
mosquito por provocador de la ira de los humanos.
Los dos insectos se enzarzan en una encarnizada y brutal lucha: se re-
vuelcan, se retuercen, se desollan, se estrangulan, se degollan...
De resultas de la pelea, un amasijo inanimado de patas y antenas, pal-
pos y ancas, alas y élitros cae al agua y es arrastrado por la corriente de
agua que baja por la alcantarilla.

FIN

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LAS ABEJAS MATEMATICAS

Dos abejas volaban por un prado florido. Acababan de parar en una


azucena de cuyo carpelo habían absorvido néctares y esencias. Al des-
pegar, los estambres depositaron minúsculos granos de polen en sus
cuerpos, de suerte que en la próxima azucena se desprenderían sobre el
primordio seminal y fecundarían la ovocélula.
La abeja más experta iba hablando de matemáticas y de Dios. Expli-
caba a la otra en estos términos:
—Las matemáticas trascienden el mundo. Existieron antes de la crea-
ción y existirán después de la destrucción. Constituyen un conjunto au-
tosuficiente de ideas inmateriales; el número tres, proviene de su idea, y
se concretiza en, por ejemplo, los tres pétalos de las monocotiledóneas.
Las leyes que relacionan dicho conjunto de ideas son inquebrantables.
Ni siquiera a Dios le es dado saltárselas. Por eso Él existió después de
las matemáticas. Creó el mundo pero no las matemáticas, que a sí mis-
mas se bastan. Dios no es eterno y, en cambio, las matemáticas sí. Tam-
poco es omnipotente, pues no puede burlar las leyes matemáticas.
Habrás oído hablar de milagros; bien, en tales casos no es la ley de la
naturaleza (concreción de la ley matemática) la que se quebranta, sino el
resultado de la ley.
La abeja menos experta escuchaba con atención. Volando a la par,
preguntó:
—¿Y dónde está ése mundo de ideas inmateriales y de leyes matemá-
ticas que las relacionan? ¿Donde se ubica? ¿Podríamos visitarlo?
La abeja experta sonrió la pregunta.
—Veo que muestras interés... Eso es bueno. Pero has de dominar tu
ansiedad. Se precisa toda una vida de preparación antes de, como tú bien
expresas, visitar ése mundo. De momento sólo es factible adquirir una
vaga noción de él a partir de nuestras elucubraciones mentales. Podemos
elaborar un sistema de axiomas para, a partir de él, jugando con la lógica
deductiva, obtener cuantos teoremas, lemas y corolarios sean posibles.
Si bien lo mejor sería englobar todas las leyes en un sistema axiomático
en el que fuera manifiesta su autoconsistencia, nos es posible, en muchas
ocasiones, hallar una idea cabal de su expresión a partir de otro método:
el reductio ad absurdum. Tal es: para demostrar que la ley es verdadera,
supongámosla falsa y llegaremos a una incongruencia, en consecuencia,
la hipótesis de partida es errónea, es decir, la ley no es falsa sino verda-
dera. —La abeja guardó silencio unos segundos antes de proseguir—.

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Algunas abejas hemos explorado otros caminos. Se trata de experiencias
místicas, una especie de meditación que propicia la videncia de ese
mundo al que, de una manera u otra, estamos avocados.
El rostro de la abeja inexperta revelaba que había perdido el hilo del
discurso.
—Veo que te has perdido —le dijo amablemente la abeja experta—.
No te enojes contigo misma porque aún no atisbes el fondo de la cues-
tión. Llegará el día en que serás partícipe de la sabiduría matemática y
entonces estarás preparada para trascender este mundo y entrar en aquél.
Dicho lo cual, las abejas se separaron. La abeja inexperta regresó al
panal. La abeja experta voló hasta una azucena y sorbió del carpelo sus
delicias. Sin querer la polinizó con el minúsculo grano de polen que lle-
vaba adherido. Harta y satisfecha, emprendió de nuevo el vuelo.
Pasó cerca de una drosera y sintió deseos de coronar en ella su desti-
no. Notó que ya estaba preparada. Entraría por fin en el mundo de las
matemáticas.
Se posó sobre la hoja de cilios pegajosos y sensitivos. Advirtió con
satisfacción que quedó aprisionada: sin posibilidad ya de escapar. Notó
entonces cómo la hoja secretó las enzimas que la digerirían paulatina-
mente.
Conforme era engullida por los jugos, meditó; se ensimismó y accedió
al mundo de las matemáticas, de las ideas inmateriales y las leyes que
las relacionan. Con grandísimo gozo sucumbió ante las funciones trigo-
nométricas, logarítmicas, exponenciales, hiperbólicas, elípticas, hiper-
geométricas; los números naturales, enteros, racionales, irracionales,
complejos, de Bernoulli, de Euler; las fórmulas de geometría euclidiana,
analítica, proyectiva, diferencial, riemaniana; las derivadas, integrales,
matrices, desigualdades, productos infinito, distribuciones de probabili-
dad; las series de Taylor, de Fourier; los polinomios de Legendre, de
Hermite, de Laguerre, de Chebyshev; las trasformadas de Laplace, de
Fourier; etcétera, etcétera.

FIN

13
DIALOGO DE CARACOLES

He intitulado esto "Dialogo de caracoles", más por estética, que por-


que responda a lo que sugiere su significado. La vida solitaria de nuestra
especie no da pie a conferenciar demasiado con nuestros semejantes,
siendo cosa más común el monólogo. Quizás, bien mirado, el monólogo
podría considerarse diálogo, si atendemos a que en el acto de monologar
la personalidad se desdobla en el que monologa, y en el que escucha,
pudiendo la parte oyente de sí mismo abandonar en un instante dado su
actitud pasiva para apropiarse del monólogo y relegar a la otra a oyente;
de sucederse una alternancia, aunque imperceptible, qué menos entonces
que definirla como: dialogar uno mismo. Además, "Diálogo de caraco-
les", sugiere que, si alguien (incluso alguien ajeno a nuestra especie) se
para por la calle con un caracol a charlar un rato, lo más probable es que
halle los temas que aquí toco, como propios de su conversación. En todo
caso, como estas son sólo razones endebles, me remito al comienzo,
pues "Monólogo de un caracol", me parecía antiestético, sobre todo, a la
vista de la posibilidad de "Diálogo..."
Había un caracol llamado Unamuno que tenía la costumbre de dialo-
gar consigo mismo, es decir, de monologar. Cobró cierta fama entre no-
sotros, pues gracias a esta costumbre llegó a concebir brillantes ideas.
No es que quiera emular a este que se bastaba y sobraba para conferen-
ciar consigo mismo, simplemente, procuro señalar lo que es un rasgo
común en nuestra especie. Me pregunto, ahora que he mencionado a
Unamuno, qué sería en él antes, la idea brillante, o el diálogo. ¿De la
controversia surgía la idea, o de la idea surgía la controversia? Por
ejemplo, concluyó al final de un largo y deslavazado discurso, lo si-
guiente: "Si el alma no llegare tras la muerte a ser inmortal, habremos en
vida, a pesar de todo, de vivir como si lo fuere, proclamando así la injus-
ticia que lo contrario supondría". ¿Fue el discurso que le precedió quien
engendró tan consoladora conclusión, o fue la conclusión quien proyectó
el discurso que le había de preceder? "Si la idea no resultare inmortal
tras ser escrita, habremos de, durante el discurso, pensar como si lo fue-
re, a pesar de todo, proclamando así el engaño que lo contrario supon-
dría..." Esta paráfrasis es mía.
Después de tan arriesgada introducción, me presentaré. Mi nombre es
Sócrates. Había un temerario caracol también llamado Sócrates famoso
por enunciar frases tan rebeldes como "Sólo sé que no sé nada" (con lo

14
sabio que era) muerto con cicuta por sus conciudadanos, que nada tiene
que ver conmigo y mi temperamento. Los caracoles no nacimos para
desplegar tanta osadía. Lo habitual es asumir una cierta sumisión, un
cierto estatismo. Yo asumo con responsabilidad mi papel sumiso y está-
tico en la sociedad.
Mi ubicación jamás se extendió más allá de los límites de una maceta.
A ella he permanecido y permaneceré fiel, siempre. Ay, me dirán: espí-
ritu tan sedentario no induce sino a pensar en una vida desperdiciada...;
juicio poco menos que imprudente. ¿Creerán acaso que no sufrí nunca
tentaciones de marchar? Y tales fueron, que provocaron en mi interior
furibundas batallas válidas para constituirse por sí solas en experiencias
capaces de desplazar a la más arriesgada y emocionante aventura. Esto
es: si bien yo no marché a explorar nuevos horizontes, de otra índole,
estos me asaltaron por doquier, aquí, emplazado en esta maceta.
Por ejemplo, y ya entro de lleno en materia: ¿acaso no hube de luchar
denodadamente ante la perspectiva de marchar a buscar una compañera
(o compañero, es igual, dada nuestra condición hermafrodita)? ¡Qué fas-
cinante aquella época tan vívida de controversia interior! Yo no sé cómo
las paredes de la maceta no crujieron y se desmoronaron bajo los estre-
mecimientos de mi espíritu. Menos mal que no produjeron tal efecto,
pues entonces sí que me habría visto forzado a mudar el sitio. Tal fue el
aguante de la maceta, que ha merecido mis elogios a lo largo de los
años, así como ha inspirado mi orgullo de huésped.
Pero, ¿qué es lo que cavilé en tan cruciales horas? Veámoslo.
Traspasé con la imaginación los límites de mi territorio. ¡Qué sé yo!:
arribé hasta un huerto de coles, a donde mi raza se complace en abundar.
Bien es verdad que me exponía al genocidio de los eliticultores. Pero
¿qué me importaba ante la posibilidad de un enamoramiento? Hacía fal-
ta que fuéramos plaga, para que, en la diversidad, la elección fuese lo
más acertada. Lo que, por otro lado, complacería a nuestros verdugos, al
resultar, a mayor número de encuentros, mayor producto generado, co-
mo son nuestras preciadas huevas, con las que elaborar el tan celebrado
caviar. Pero, ¡ay!, en seguida me di cuenta que la diversidad sólo era una
ilusión. Pues ¿qué ocurría sino que tras los primeros tanteos la elección
ya se producía? Y, desde el momento de ocurrir, las demás candidatas
quedaban automáticamente excluidas, de acuerdo con nuestro escaso,
aunque suficiente, sentido de la fidelidad. Y es que, naturalmente, uno
no podía hacer una probadura profunda sin quedar en el acto comprome-
tido, y, limitado porque la probadura fuera sólo superficial, confiaría to-
da la responsabilidad de la elección a nuestro traidor instinto, con el

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consiguiente riesgo de convertir el amor en una prolija tarea de búsque-
da selectiva. Hecha la elección, excluida, por tanto, el resto de la pobla-
ción coracolesca, ¿de qué me serviría entonces ese excedente, sino para
convertirse más tarde en la permanente tentación de romper la promesa
de fidelidad? Después de pasado el arrebato amoroso de las primeras ho-
ras, después de desahogado mi primer ardor, no tornaría sino a mirar a
otra, anhelante de cálida expansión, por estar atrapado en el abismo de
aburridas y lacerantes circunstancias.
Sí: aburridas y lacerantes circunstancias... Donde en la soledad de mi
maceta hallaría elevados y fecundos pensamientos, con mi compañera
en la huerta de coles, los encontraría míseros y rocambolescos. Pues ¿a
dónde, si no, me arrastraría la superficialidad femenina? Cuando me de-
batiese entre ricas ideas capaces de satisfacer con su significado el senti-
do de nuestra babosa existencia; en el momento de máxima creatividad;
en el crucial instante del parto de una brillante concepción, ella profana-
ría el templo de mis gozos con candidez e inocencia en apariencia exen-
tas de culpa, linchándome con verborreas extraídas de la burda realidad.
¿Por qué debería interrumpir despiadadamente una reflexión sobre la vo-
luntad de la madre naturaleza con la explicación del orden en que echar
la cebolla y el ajo para hacer un refrito? El arrobo procurado en el ánimo
por la filosofía del insigne caracol Schopenhauer, vendría a ser brutal-
mente trastornado.
Las frívolas interrupciones serían la constante de nuestra relación.
Ante los esfuerzos que yo haría por hacerla comprender mis reflexiones;
ante los esfuerzos por convencerla de las necesarias horas de aparta-
miento que para llegar hasta ellas necesitaría, si bien, en el mejor de los
casos, como respuesta hallaría su silencio, no cabría este interpretarlo
sino como engañoso, pues contrariamente a significar tácito entendi-
miento, sería en verdad como el apocamiento que muestra la incapaci-
dad. En el peor de los casos, apuntaría alguna pasajera sentencia,
fugitiva de su pensamiento, deslizada con la presunción de ser responsa-
ble de mi estímulo, tanto que a la larga creería que sin el desliz de esa
necedad no obraría en mí la inquietud de la filosofía. Así que convertiría
en imprescindibles sus apuntes, a santo de no sé qué imperceptible reac-
ción mía, en donde ella hallaría el acierto de sus chifladuras.
Es decir, a la sazón, yo debería hasta aplaudir sus intempestivos apun-
tes, como muestra sincera del reconocimiento que mi inspiración le
brindaría. De puro generoso, le concedería una minúscula participación
en el proceso de mi pensamiento, que ella asumiría como dilatada y sus-
tancial. En definitiva, de cada parto de mi fecunda imaginación, se apun-

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taría como propio el germen desde donde se proyectó todo. Entonces,
desbordada por contribución tan meritoria, imposible yo el contradecir-
la, cotorrearía efusivamente, reconstruyendo en un puro galimatías, lo
que había sido tan mimado por mí.
Y curiosa reacción la que a continuación sucedería: Convencida de
contribuciones tan meritorias las suyas, me agasajaría constante e indis-
criminadamente con desarcertados regalos, a los cuales yo debería siem-
pre responder con sonrisas empalagosas y miradas de dulce
comprensión. No cabría en mi reacción mohín de desdén, sino a riesgo
de que convulsionara su rostro en una burlona incredulidad, o, en el me-
jor de los casos, las lágrimas enturbiasen sus ojos ante tal desaire a su
inconmensurable amor. Por favor, ¡que no osare yo traspasar su corazón
con mi frialdad! Habría de sonreír todas sus atenciones, todos los orope-
les y demás superfluidades que me brindase, no fuera que entendiese
que yo podía perfectamente prescindir de sus chifladas contribuciones.
El conjunto de sus idioteces y presentes presidiría nuestra vida. Todo
ello constituiría no más que un puro y gigante adorno, pues es fútil
adorno lo que contínua e insistentemente buscan las féminas. De otra ín-
dole es el que usan para acicalarse, al que prestan no menos atención.
Largas e interminables horas pasaría ante el espejo lubricándose el cuer-
po con la baba. Y cuando acabase, es decir, cuando al fin llegase mi tur-
no en el aseo frente al espejo, hallaría el entorno salpicado del caro
resultado de tan celosa pulcritud; por doquier: restos de polvos, carmín,
pelos, babas, rímel, cremas y olores. Todo el lugar indiscriminadamente
sembrado de confusión. Y en un estante hallaríanse hieráticos y silencio-
sos, con ligero desorden, los adminículos cómplices del estrago causado.
Me pregunto cómo habría de reaccionar yo al ver allí mismo, ante mí, la
flagrante presencia de los objetos que mancillaron mi hogar. ¿En un rap-
to de valentía los arrojaría y estrellaría contra el suelo?
Por desgracia, no quedaría ahí la cosa. Con ocasión de la visita men-
sual al peluquero a fin de depilarse la concha y cepillarse los cuernos,
otra funesta situación sucedería. Aguardando yo paciente en el hogar su
regreso, el hambre pincharía mi estómago con el paso de las horas, pro-
curándome entonces, para aliviarla, una refacción basada en hierbas me-
nudas. Sería consciente de la violación del buen orden que en todo hogar
ha de observarse, aun así, lo consideraría justificado con su tardanza y
mi apetito. Pero, ay, ella no opinaría lo mismo. Después de tantas horas
de sufrimiento (así me lo daría a entender), ansiosa por no excederse un
minuto más entre las manos de su verdugo (el que despiadadamente la
hizo trabajar no poco la lengua), doliente y desesperada, irrumpiría ja-

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deante en nuestro hogar, a donde, al comprobar que yo había osado no
aguardarla, se le vendría el mundo encima, y la pesadumbre la postraría.
Aunque no por mucho tiempo, por supuesto, ya que, pronto se recobra-
ría alentada por las reconvenciones con que me apuntalaría, las que yo
tendría por merecidísimas. Y es que de llegar a tiempo para que yo ala-
bara su nueva peluca y ello lo celebrásemos con una feliz y distendida
cena, a hacerlo tarde y asaltada por mi indiferencia hacia su calvario,
distaría todo el abismo que puede separar el amor del desamor.
Para la fémina la belleza de su aspecto sería el determinante de su es-
tado anímico. Por ello habría que disponer a su alrededor cuantos más
medios posibles para su consecución. Bien es verdad, cabe pensar, que
casi bastaría con no obstaculizar los que por sí sola se procurase. Mas no
siempre las circunstancias le serían propicias. El destino juega malas pa-
sadas y, cuando todo parece ir sobre ruedas, con su caprichosa varita,
qué sé yo, por ejemplo, provoca una infección de muelas, y la consi-
guiente hinchazón de la mejilla. No será tanto el dolor lo que la hará su-
frir, como el contemplar el imparable crecimiento de su bulto, que tan
terriblemente le afeará el rostro. Si ya escasa conversación sobre temas
elevados nos brindaríamos el uno al otro, ahora todo rondaría lo mismo.
La actividad diaria se frustraría; vivir carecería de sentido, pues cómo
hacerlo con tamaña lacra. Como giran los planetas en torno al sol, así
giraría la existencia en torno a su dolor de muelas y la hinchazón de la
mejilla.
En cierto sentido es lógico que la fémina se preocupe por estar bella.
Muy mucho el buen humor del macho depende de ello. Pero no tanto
como, en mi caso, ella creería. Pues la manera como miraría yo a mi
compañera sería todo un misterio, sin que tuviera relación alguna con
imperfecciones pasajeras. A lo mejor, con un bulto en la mejilla, se me
antojaría la mayor beldad entre los caracoles hembra, en tanto, con un
rostro perfecto, oportunamente pintado y empolvado, la más execrable
fealdad. Esta dualidad belleza-fealdad suscitada por un solo y único ros-
tro constituiría todo un misterio, en manera alguna moldeable con colo-
retes, rímel o carmín. En ocasiones, la miraría con aparente indiferencia
bajo la excusa de prestarle oídos a algún cuento y los rasgos más carac-
terísticos e imperceptibles de su rostro se me antojarían fugaces resplan-
dores manados de una secreta belleza celosamente custodiada; sus ojos,
de profundidad abismal, su nariz, hinchada por la risa más sincera, y el
movimiento de sus labios, suave y esponjoso, estremecerían todas las
escamas de mi concha. Contrariamente, aquellos mismos rasgos, bajo
las mismas o parecidas circunstancias, sin saber cómo ni por qué, se me

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antojarían desagüe de aguas fecales, cuyo interminable vertido espanta-
ría a mi razón; sus ojos, saltones como de sapo, su nariz inflada, mos-
trando dos ollares de acémila, y su risa larga y desdentada, suscitarían en
mí el deseo de huir.
¿Qué es lo que gobernaría esta antojadiza dualidad belleza-fealdad?
Quisiera yo saberlo. Mas, no me cabe duda, la respuesta rondaría una
cuestión de espíritu. Pues no es descabellado pensar que, allá donde un
espíritu hermoso maniobre desde lo más profundo, lo físico se nos apa-
recerá bello y sublime independientemente de que lo adornen flacas im-
perfecciones. Así, si la fémina se emplease menos en embellecer su
aspecto y más su espíritu, esté segura que gustaría mucho más. ¡Ay!, si
esto fuera mínimamente ensayado...
Pero sería como pedirle al eliticultor que indultara nuestras huevas.
Lo interno y lo externo, irremisiblemente, se confunden en la fémina. Su
mundo interior no lo constituyen sino las futilidades importadas del ex-
terior. Sea un ataque de fiebre consumista: sus sesos se devanarán por
luengo tiempo buscando un compromiso entre la calidad de una prenda
y su precio. Al fin decidiría comprar en el mercadillo la que siendo de la
misma tela, costaría menos de la mitad que en la tienda de una reputada
marca.
Es claro que la cohabitación equilibraría muchas de las contrariedades
sufridas por cada miembro de la pareja. Digan lo que digan, es un des-
ahogo necesario, sobre todo, en las parejas con caracteres distintos, que
son las más. El sexo vendría a sorprendernos por su capacidad para ate-
nuar, si no borrar completamente, las diferencias suscitadas. Las agita-
das aguas de nuestro espíritu, en pleno éxtasis, salpicarían afecto y
desprecio a un tiempo, amor y odio, paz y desesperación. El oleaje rom-
pería en una gigantesca ola, tras la cual, una soporífera calma nublaría
nuestro entendimiento, olvidándolo de sus resentimientos.
Pero este efecto restitutorio del sexo, no quitaría para que pasado un
tiempo se diera uno cuenta de hasta qué punto había transformado el ca-
rácter. Sin duda alguna. Alternando dosis de contrariedades con sexo,
produciríase una suerte de justa en la que pugnarían fieramente equili-
brio y desequilibrio. El barro de nuestro espíritu, que creíamos duro y
seco, volvería a humedecerse y a ser moldeado como por una mano in-
visible y caprichosa. Acabaríamos prestando oídos de manera natural al
comadreo; pondríamos a un mismo nivel amor y sexo; asumiríamos que
la búsqueda de la propia autorealización no habría sido sino un mero ca-
pricho de juventud; consideraríamos nuestro papel fundamental el pro-
curarle sustento a la familia; desterraríamos cualquier pensamiento que

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no conllevase un fin práctico; adquiriríamos una dimensión de la vida
más profana, material, impertinente y trágica; compondríamos una mota
más del polvo de la sociedad; refugiaríamos nuestra integridad en la
compañía de amigos con los que discutiríamos de política o de fútbol;
huiríamos de la soledad...
Las más interesantes disputas conyugales surgirían bajo la forma de
celos, las más de las veces justificados. Pues el macho ya sería incapaz
de reencontrar el necesario apartamiento, y la idea de fuga se le presen-
taría en forma de otra fémina, en la cual buscaría desesperadamente la
señal de complicidad que le confirmase su presente equivocación. El
instinto de la compañera acecharía no lejos, y percibiría nuestra actitud
demasiado complaciente hacia la intrusa. Exigiría, demasiado pronto,
antes incluso de pasarnos fugazmente por la cabeza la idea de la infide-
lidad, explicaciones claras y precisas. No siempre dejaría notársele esta
precavida vigilancia. Antes disimularía todo lo posible dando muestras
de una confianza que en el fondo se tambalearía.
"El macho adquiere la verdadera dimensión de sí mismo a través de la
hembra que ama", dice la sentencia. Menudo embuste. No sé quién tuvo
esta ocurrencia. El macho jamás amará a la mujer con la que vive empa-
rejado, pues el verdadero amor es contrario a esta conducta. Uno no ama
a los miembros de su cuerpo: cuernos, concha, por ejemplo. Se resigna a
admitir que forman parte de él, nada más. De la misma manera, la pareja
no es más que otro miembro. Con arreglo a un esquema prefijado en su
mente, no demasiado riguroso, es decir, que admite una gama de posibi-
lidades, llegado a la pubertad, el macho se encamina en busca de con-
suelo, y, la primera que encaja en su esquema, siempre que no sea
antagónico con el de ella, será la elegida. Entonces diremos: "la ama".
¿Qué amor ni cocho cuartos?
"Dos soledades se unen para formar una sola", dice otra sentencia. Es-
ta ya es menos extravagante que la otra. Recorrer solo el camino de la
vida corresponde, una de dos, o a los locos, o a los privilegiados. Todos
los demás están llamados a ser dóciles y a perpetuar la especie (no sin el
premio del placer, claro). Ahora bien, yo apuntaría, al hilo de esta frase,
que, la soledad, no le es dada a conocer al caracol en toda su hondura.
Basta un retazo de ella para estimular su cobardía y empujarlo a refu-
giarse en la compañía de su pareja. Y sin embargo, sí que llegará a co-
nocer más, al correr del tiempo, la envoltura de orgullo que le rodea. Por
eso yo no diría "Dos soledades se unen...", y en cambio, sí afirmaría:
"Dos orgullos colisionan..." ¿para formar un solo orgullo?; probable-
mente sí.

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Kierkegaard fue un caracol muy inteligente. Entre sus logros se cuen-
tan el renunciar a una compañera a la que amaba. Ella le correspondía,
pero se quedó con dos palmos de narices, viendo cómo él penetraba en
sus soledades, en pos de una misión más elevada. A la vista de tantos
volúmenes de sabiduría impresa como escribió, ¿quién duda del acierto
de su decisión?
Pues bien, como Kierkegaard, yo he renunciado a la vida en común en
pos de una misión más alta. Si él, sin duda, se halla entre los privilegia-
dos de nuestra especie, yo, no puedo asegurar que esté entre estos o en-
tre los locos, ya que ni por asomo me considero a la altura de su cerebro.
Desde entonces, vivo solitario, instalado en mi maceta, como ya dije,
lejos, sobre todo, de perturbaciones femeniles.

21
II

Otra de mis ensoñaciones a lo largo de mis solitarios días comenzó


con la imagen de una fortaleza. Varios días rondó mi mente antes de que
comenzara a vislumbrar su significado. Una muralla alta la rodeaba, en
cuya base abundaban arbustos y zarzales, secos por el descuido. Ocasio-
nalmente había un árbol, delgado y estirado, cuya sombra era una privi-
legiada, pues nada más había en derredor que la franqueara. Sobre ella,
diversos artificios: alambre, cristales rotos, etc., impedían que ningún
organismo vivo penetrara en el secreto allí custodiado. La prolongación
de la muralla no era recta, sino curva. En algún momento debía cerrarse
sobre sí misma, pero, extrañamente, ello no ocurría a simple vista; era de
todo punto imposible rodearla y calcular así su extensión. Había una co-
sa clara: por más que se curvaba acotando un terreno inmenso, quizás
infinito, mi colocación era siempre justamente del lado de fuera.
Decidí llamar varias veces a gritos: "¿Hay alguien ahí, al otro lado?",
pero resultó inútil. Mi presencia de ánimo decayó paulatinamente con
los días. No era solamente el desconocer el significado de aquello que
parecía abarcarlo todo lo que me produjo una sensación de angustia y
abandono crecientes; era el presentimiento de que algo muy importante
se me estaba ocultando. Quienquiera que hubiera puesto aquella magni-
ficencia allí, ante mí, privándome ostensiblemente de compartir su se-
creto, me había dejado deliberadamente al margen, y esto, solamente a
mí, pues no veía yo a nadie más alrededor.
Pensé que la agonía experimentada por mi espíritu sólo podía curarse
hallando la manera de entrar. Pero, ¿cómo hacerlo? La muralla era inex-
pugnable. A lo mejor, la solución consistía más bien en descubrir qué se
ocultaba dentro. Aquí centré mis esperanzas. Hallaría qué se ocultaba,
pues quizás su interior careciera de valor, por más que su ocultación
dominara mi ansia de entrar.
Tras mi determinación probé, en vez de a acercarme para intentar
franquear la muralla, a alejarme de ella. Esta ocurrencia fue crucial, pues
ya a los pocos metros la perspectiva me brindó un nuevo espectáculo. Al
principio fue una punta, luego una torre piramidal, luego una espadaña
y, por último, un techado triangular. Adiviné unas campanas que giraban
pesadamente, cuyo sonido no percibía. Comencé a sospechar que aque-

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llo debía ser un templo. Sí, eso era el secreto, el tesoro, lo que me estaba
vedado conocer y comprender: vetusto, longevo; diríase que intemporal,
acaso eterno. Vislumbré las paredes y la fachada de fornidos sillares per-
fectamente encajados. ¿Pero qué contenía aquella magnífica construc-
ción?
Pasó un tiempo hasta que por fin caí en la cuenta. Aquél esplendor
que cautelosamente se mostraba era el templo de Dios. Allí reposaba;
allí era loado; allí era temido; allí se daba a conocer a quienes estaban de
ése lado del muro. El mundo debía estar allá, con Él; mientras que yo
era solo, acá; acaso el preterido en su plan del mundo; o acaso, peor aún,
el desterrado. Pero, si esto último, pensé, era cierto, es que yo había in-
currido en un acto ignominioso contra Él; mas tal cosa, yo no recordaba
que hubiera sucedido. Así que, lo más seguro, es que yo hubiera sido
omitido en su plan, no ignorado, puntualicé para mis mientes, pues, esto
así, significaría que yo estaba en la presente situación por accidente y,
tal cosa, no podía darse entre las concepciones de Dios. ¿O sí? Quizás
debía yo reclamar su atención para avisarle del descuido cometido con-
migo: "¡Eh, Dios! ¡Aquí afuera! ¡Te has olvidado de mí!"; puede ser que
así me permitiese el acceso. Aunque lo más seguro era que yo había sido
deliberadamente puesto al margen de su plan, es decir, omitido, no igno-
rado, pues de lo que se ignora no se tiene conciencia, mientras que de lo
que se omite sí. ¿Cómo salvarme entonces? ¿Era posible acaso?
La angustia de mi espíritu decreció al conocer la naturaleza del pro-
blema que encaraba. Si bien su solución se insinuaba inabordable, al
menos, ya sabía sobre qué presupuestos comenzar a trabajar. Yo estaba
excluido, deliberadamente, de los dominios de Dios. Al pensar así un
estremecimiento atravesó mi masa invertebrada. Sin el consentimiento
de Él yo no podía acceder a la paz y a la felicidad; error... aquí cometí
un error.
De conseguir entrar, no me esperaba la paz y la felicidad, sino, como
opinaba Kierkegaard, la angustia y la desesperación. Un ejemplo referi-
do por este colega es el de Abraham yendo a sacrificar a su hijo Isaac
por orden divina. Aunque la Biblia no revela en este pasaje el sufrimien-
to de Abraham, como Kierkegaard lo supone, yo también lo supongo,
considerando el natural amor que un padre profesa a su hijo. Ni siquiera
el que Abraham no extrañara ni se sorprendiera del designio divino nos
evitará admitir su condición de padre amante. La sobriedad del relato
bíblico pudiera ser achacable a la fe ciega de Abraham, quién toma natu-
ralmente el parricidio. Abraham no entiende de moral, simplemente,
considera la suya, supeditada a la otra, incomprensible para él. Mas si

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admitimos que debió desesperar, es que debió dudar entre si obedecer o
no, entre si atender a una moral ajena a la suya o eludirla siguiendo su
propio sentido común.
Penetrar más allá de la muralla supondría renunciar a una moral autó-
noma en beneficio de una moral superior, cuyos designios, a expensas
de angustia y desesperación, sin parecido alguno con las leyes que go-
biernan el sentido común, habría de acatar invariablemente. ¿Era eso de-
seable? Me pareció que no.
No obstante, si poco halagüeñas eran las expectativas al otro lado, no
lo eran más las que me aguardaban a este. Conforme más repasaba las
circunstancias que me rodeaban, más crecía mi horror. ¿Qué sentido te-
nía haberme quedado al margen? ¿Por qué tenía prohibido participar con
todo el mundo del sosiego que conlleva conocer la explicación de nues-
tra existencia? ¿Por qué se me impedía musitar el rezo quedo y amoroso
para solicitar la gracia del Creador? ¿Por qué las sagradas escrituras no
estaban hechas para iluminar mi camino? ¿Por qué se me negaba la cre-
encia en un juicio imparcial tras la muerte, donde consolarme a la vista
de las injusticias de la vida? ¿Por qué se me ocultaba la posibilidad de la
vida eterna? Recordé una frase de un caracol llamado Bernardo de Cla-
raval: "Mis maestros son los apóstoles (...) (Ellos) me han enseñado a
vivir. Y, creedme, no es esta una ciencia de poca importancia". ¿Por qué
no se me había enseñado a vivir?
Un rapto de rabia me dominó; nubló mi conciencia. Recuerdo que
desandé lo andado a toda la velocidad que da de sí nuestra condición y,
con gran ímpetu, fui a estrellarme contra el muro, en la esperanza de
atravesarlo, o sucumbir en el intento; pero ni una ni otra cosa sucedió.
Permanecí trastornado tras el golpe por tiempo indefinido. Poco a poco
me fui reponiendo hasta disiparse por completo mi aturdimiento; enton-
ces, una vaga esperanza cruzó mi conciencia. Asocié la angustia y la de-
sesperación en que me hallaba a un designio de Dios. Pese a la
insensatez que entrañaba, imaginé que mi presente marginación podía
ser un producto bien intencionado suyo. Él había deseado para mí que
permaneciera justamente al margen suya. Dios da plena libertad a sus
hijos, pero, siempre, todo ocurre conforme a su voluntad. Yo era ateo
gracias a Él. De tanta libertad me proveyó, que me concibió al margen
suya.
Aunque esta renuncia a considerarme desamparado del todo, mitigó
mi pena, enseguida hube de considerar qué clase de experimento sería
yo.

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En verdad, desde mi presente situación, yo podía dedicarme a cues-
tionarlo, o no. La posibilidad de esta elección repercutía en una mayor
certeza de la libertad de que disponía. Algo era yo de un experimento
suyo, pero, por de pronto, ya me di perfecta cuenta de que podía renun-
ciar a él. Es decir, siendo ya ateo gracias a Dios, podía, además, serlo
gracias a mi propio albedrío. La expectativa de una eterna vacación lejos
de controversias interiores y ausente de pensamientos hostiles, resultaba
una opción altamente apetecible. Alcanzada la estabilidad de mi vida sin
la necesidad de Él, ni de la controversia suscitada por Él, demostraría
acaso su inexistencia, o si no, al menos, la no urgencia de ella en mi es-
píritu. En todo caso, presuponiendo su existencia, y a mí como a un ex-
perimento de su inventiva, le habría demostrado que es factible vivir en
paz sin Él. Desde un punto de vista caracolocéntrico vendría a deducir lo
siguiente: si me ha sido posible vivir en paz sin Dios, entonces es que no
existe; al menos, no existe para mí. ¿Qué necesidad tendría yo de Él?
¿Acaso no correría yo peligro si lo invitara a pasar hacia los abismos de
mi espíritu? ¿Tal peligro, no acarrearía en mí, desasosiego e inquietud
eternas?
¡Ay!; pero qué fácil se vislumbra esto, de no ser por la desafiante rea-
lidad de su templo. Sólo alzar la vista significaba toparse con el inex-
pugnable recinto; me cuestionaba si su interior no estaría
sorpresivamente vacío. La curiosidad aprieta a las almas inquietas y allí
se erigía arrogante, inmenso como el cielo, presto a devorarme. De pron-
to, concebí que yo pudiera ser un mártir, es decir, alguien destinado a
sufrir por su causa. Este fugaz pensamiento me sacó de quicio al instan-
te. ¿Y si yo, después de mi muerte, era por equivocación elevado a la ca-
tegoría de santo?
¡Qué extraña incongruencia! Y, sin embargo, me pareció plausible la
posibilidad. ¿Acaso el mundo no encumbra con facilidad a tan equívo-
cos personajes? ¡Ser alabado, santificado, imitado por las gentes tras mi
muerte! ¡Qué fastidio! Gracias a mí Dios sumaría prosélitos para su cau-
sa. Otro triunfo más de la necedad. En tal caso, no dudaría un momento
en adherirme al pensar de un agudo caracol de vida libertina de nombre
Baudelare, quien en una de sus famosas poesías consideró a Dios como
un tirano ahíto de carnes y de vinos, al que "adormecen el rumor de las
blasfemias que el mundo insistentemente profiere, y al que los sollozos
de los mártires y ajusticiados por su causa, si bien le embriagan, no sa-
cian su voluptuosidad". ¿Tras de ese muro estaba el templo donde se re-
gocijaba un Dios ahíto de carnes y de vinos, por lo demás, tirano,
voluptuoso e insaciable? Me sentí dispuesto a sentenciar que sí, si es

25
que, por el mero hecho de yo imponerme el cuestionarlo, para jactancia
suya, acababa el mundo haciendo de mí un mártir, aun habiendo alcan-
zado conclusiones desfavorables a su existencia. Querría yo enfrentarme
al problema, libre de esta terrible amenaza.
Desde el otro lado de la muralla una voz pudiera sugerirme: "Observa
el temor de Dios en esto que emprendes; cuidado no le enojes." Bien.
Verdaderamente debía ser cuidadoso con los pasos a seguir. Sin embar-
go, pronto vi claramente que no era menester prevenirme ante este aviso,
pues, muchos de quienes hablan del temor de Dios, no están pensando
sino en el temor a sus semejantes los caracoles. Es precisamente respec-
to a estos últimos de quienes se previenen. Su actitud, su pensamiento,
sus resoluciones, no responden sino al temor a sus congéneres. Es a
ellos, a las reacciones que pudieran provocarles, a la eventualidad de su
repudio, a quien se supedita su temor. Cuando es, precisamente, este ac-
to cobarde, lo que mayormente excita el temor de Dios. No podemos
considerar en la cúspide a nuestros semejantes en perjuicio de quien
verdaderamente debe ostentar ese lugar. Nuestra arbitrariedad es patente
en tales casos. Abominamos de aquello que se declara en conflicto con
nuestro igual, ignorando si ello pudiera herir a Dios. Por eso es heroico,
cuando, por el temor de Dios, se reta a las gentes, no importándonos el
revuelo que les cause, ya que actuamos en la certeza de que nos halla-
mos en paz con Él. Contados son los que alguna vez actuaron así. Tomás
Moro fue un caracol avisado en esto.
Incurriría yo en un error si, por temor de los caracoles, no cuestionara
abiertamente a Dios, provocando entonces, precisamente de Él, su ani-
madversión. Caso de negar su existencia, revolucionaría a mis semejan-
tes, mas, al menos, no le faltaría a Él. Asumo el deber de ponerlo en
entredicho. Deber acaso inculcado por Él mismo. Y si no, en todo caso,
asumido a partir de verme excluido de sus dominios, bien por negligen-
cia, descuido o a propósito.
En este punto, retrocedí unos años, bastantes, justo hasta el instante en
que vi la luz. O sea, me vi nacer de nuevo, sumarme a la masa de los vi-
vos, unirme al rebullir de las conciencias.
Esforzándome en evocar mis primeros pasos como ser vivo, me ob-
servé atentamente. Agucé la imaginación en pos de advertirme algún in-
dicio en el que, lo mismo que instintivamente buscamos acoplar nuestro
cuerpo al regazo de la madre, mi espíritu tantease en busca del regazo de
Dios, pues decidí que, la mejor de las pruebas, la única que podría sus-
tentar Su credibilidad, sería aquella consistente en, sin viciosas influen-
cias, anhelar el calor de Dios al poco de existir, lo mismo que anhelamos

26
sin fundamento el calor de la madre, lo cual, mejor que nada, acredita su
existencia. Este anhelo mitigaría nuestra indefensión primera al enfren-
tarnos solos al mundo; aquél reconfortaría posteriormente nuestro sen-
timiento de desamparo ante la incognita de la existencia. Un primer
despertar, en el encuentro con la madre, satisfaría nuestra condición
animal; un segundo despertar, en el encuentro con Dios, satisfaría nues-
tra condición espiritual. ¿Qué es lo que observé en este ejercicio de me-
moria?
Era difícil percibir con nitidez pues uno prontamente es viciado por el
entorno. La misma madre no será imparcial, y ya durante el amamanta-
miento, nos contagiará sus creencias. No quisiera yo prescindir de una
madre, pero ¿cómo empezar a ver claro, si entorpece nuestra inocencia?
Desde luego no cuestiono su buena intención. Pero la honda conmoción
que nos causa nos conduce torpemente. Adolecemos de cautela y nuestra
voracidad cree hallar rápidamente la respuesta. De ahí que, con candidez
infantil, practiquemos pequeños y secretos sacrificios que ofrecemos a
Aquél a quien nos han inculcado. Sólo Aquel, invisible y silencioso,
aunque omnipresente, es testigo de cómo le ofrendamos con un surtido
de nimiedades, a fin de que conserve en nosotros el nobilísimo senti-
miento que las estimularon. Sólo aquel, sordo, mudo y ciego, pero atento
a nosotros, es a quien consideramos capacitado para entender nuestra ri-
diculez. No nos honra con ningún signo de aprobación; pero nosotros
insistimos, probamos con esto o lo otro, jamás lo descalificamos, nunca
lo cuestionamos. Carece de forma, y no induce en nosotros nada, todo
nos surge espontáneamente. A tan temprana edad no pretendemos mo-
dular nuestro espíritu; no es algo puesto a disposición ni de Él ni de no-
sotros; es algo que flota a su servicio. Quizás todo esto nos muestra una
perfección lograda sin trabajo. O nos muestra una felicidad alcanzada
sin lucha. Que por ser, precisamente, estados del espíritu que no han
precisado un recorrido previo hasta asumirlos, se revelan como más pu-
ros. ¿Es esta la respuesta que andaba buscando?
En principio me hubiera bastado con descubrir la realidad de mi pri-
migenio anhelo de búsqueda más allá del consuelo que enseguida ofrece
una madre. Sin embargo, de improviso me encuentro sumido en un esta-
do de adoración incondicional, en el cual, mi alma respira una atmósfera
llena de salud y frescor, no traspasándola duda ninguna. Es decir, lejos
de percibir un genuino anhelo, veo que enseguida llega una respuesta
que nos congratula. Parece como que antes de nuestro espíritu formular
la pregunta, ya le brinden la respuesta.

27
Si nuestro estado perdurara así por los años las dudas sobre su auten-
ticidad emergerían por doquier. Al menos, para un observador externo,
ya que, se supone que en el observado no acaecerían tales dudas. Pero en
el espíritu irrumpe el desasosiego. Con mirada acusadora señalamos a la
madre por ser la causa de nuestro engaño. Mas, bien pronto, somos
complacientes con ella, considerándola a su vez víctima, y elevamos al
cielo una redoblada protesta. Por descontado, la reacción más promete-
dora es la de deshacer ipso facto todo el edificio levantado en nuestro
interior, el que, acaso, se nos presenta como penalidad vergonzosa. Lue-
go, elevada la protesta a lo invisible y silencioso, aunque omnipresente;
a lo sordo, mudo y ciego, aunque atento a nosotros, seremos agudos y
desalmados. Un caracol de nombre Nietzsche dijo tal cosa como: "Si
hubiera dioses, ¿cómo soportaría yo no ser un Dios? Por consiguiente,
no hay dioses".
¡Ay!; pero desnudado nuestro espíritu con tal desgarro, no quedará ahí
la cosa. Como decía el caracol Unamuno: "Nos devora el hambre de in-
mortalidad". El anhelo se convierte en una fiera voraz. Pero, ¿es esto así
realmente? ¿No será una presunción? Todo debiera emanar de no admi-
tir la muerte; de rechazarla como herencia emparejada a la vida. Y de ahí
nos inventamos la vida ultra terrena, emparejada a la presencia de Dios.
Deseamos ardientemente imbuirnos de esta solución, pero ya no sabe-
mos cómo hacerlo. Carecemos de la perceptibilidad de nuestra infancia.
Quizás no sea mala solución, pero, por lo general, en ella no encontra-
remos reposo. Daremos vueltas y más vueltas sobre lo mismo; incluso
soñaremos con ello, pero, con salud, repito, con salud, no claudicare-
mos. Y digo con salud porque cuando enfermemos alguna vez, creere-
mos tener al alcance lo que antes nos esquivaba. Entonces nos daremos
a ello. Acaso sea el remordimiento que nos causó el rechazo anterior o
puede que la capitulación la cause la decrepitud de nuestro ingenio. Y es
que, ¿quién no prefiere a última hora morir inmortal?

Nací caracol, vivo caracol y moriré caracol. Reposado en mi maceta,


me hallo actualmente en pasajero descanso en cuanto a tumultuosas ca-
vilaciones. En mis ensoñaciones ya no percibo tan a menudo aquél tem-
plo, ni aquella muralla infinita que lo rodeaba, que oportunamente
atribuí a los dominios de Dios. ¿Qué me habrá pasado? También he
abandonado la huerta de coles donde pacían calmosamente una masiva
población de congéneres de uno de los cuales pretendí enamorarme para
así sopesar los pros y los contras de una relación amorosa. ¿Qué es lo
próximo que me aguarda? ¿Qué es lo subsiguiente que turbará mi paz?

28
Invito a mis mudos oyentes a que sigan atentos a la inmovilidad de mi
estado por si acaso emerge con virulencia la próxima cuestión. Pero,
¿serán fieles a estas digresiones sin causas ni efectos, sin premisas ni
conclusiones, sin lemas ni corolarios? En beneficio suyo, espero que no.

FIN

29
LA MANTIS SOLIPSISTA

No soy una Mantis religiosa cualquiera. Soy una Mantis religiosa so-
lipsista. Lo cual significa que para mí sólo es posible llegar a afirmar la
existencia de mi "yo" teniendo a los demás seres y objetos que me ro-
dean por meros artificios que en mí reproducen la ficción de la vida. No
pretendo exactamente afirmar que no existan, lo que digo es que me es
imposible demostrar lo contrario y, por tanto, me bastaría con conside-
rarlos apariencias capaces de estimular de alguna manera mis sentidos,
sin necesidad de elevarlos al nivel de mi "yo". Pienso, por ejemplo, que
cuando yo muera, todo, seres y objetos, morirá conmigo. Si alguien de
mi entorno muere y lo envisto de un "yo" propio semejante al mío, no
debería mi "yo" pensar: se ha muerto fulano, sino: he muerto yo para fu-
lano. De la misma manera cuando yo muera los demás no deben ver que
yo he muerto sino que ellos son los que han muerto para mí. Consecuen-
temente sólo me cabe cuidar de mi "yo", pues de cuál sea su estado, vivo
o muerto, existente o inexistente, depende el que los demás estén vivos o
muertos, existan o no, para mí.
A lo mejor alguien de mi mundo de rostros invertebrados piensa, a
través de su apariencia en mí representada, que esta forma de subjeti-
vismo es demasiado radical. Bien. Para eso estoy aquí. Para demostrarle
que tal radicalidad merece ser sostenida. Lo cual será indefectiblemente
así siempre que concluya que mi propio "yo" no exista, y que, por tanto,
el suyo es tan indemostrable como el mío, a pesar de ser el mío el único
susceptible de demostrarse desde mi punto de vista. Sólo en este caso
nuestra naturaleza y destino son equiparables, y sólo así podrán tenerse
en mí por seres orgullosos de su realidad inexistente.
Antes de proseguir, me permito un inciso necesario para confesar que
no hace mucho he devorado al macho de mis sueños, durante el aparea-
miento. Esta archiconocida costumbre nuestra responde a la necesidad
de quedarnos solas para poder divagar libremente y sin distracciones.
Todo el mundo conoce nuestra actitud recogida y meditabunda; inmóvi-
les sobre una pedrezuela, con las patas prensoras plegadas junto al cue-
llo, pasamos la mayor parte del día no rezando, sino filosofando. Como
es natural, si respetásemos la vida del macho y nos comprometiésemos
con él a mantener de por vida una relación conyugal, muchas y tediosas
distracciones nos alejarían de nuestra pretensión primordial. Antigua-
mente sí que respetábamos la vida y el matrimonio, hasta que nos perca-
tamos de lo pernicioso que era para alcanzar elevados pensamientos y

30
estadios de arrobamiento ideal. De entonces data nuestra costumbre pa-
rricida y caníbal.
Pero también hay otra explicación a la que sólo algunas de nosotras
hemos accedido tras mucho divagar. Supongo que los entomólogos ha-
brán reparado en que una de las partes que primero devoramos son las
cervicales. Esto es debido a que así engullimos la masa de ganglios más
gruesa, lo que podríamos denominar el cerebro. Para la mayoría de indi-
viduos de nuestra especie es ahí donde reside nuestro "yo" (cuestión que
discutiré pronto), por tanto, es la más perentoria e indispensable parte a
engullir. Lo que se pretende es aunar en un sólo cuerpo los "yos" (la
conciencia, el espíritu, el alma) de nuestros allegados, para así compartir
juntos el feliz destino que nos aguarda en la ultravida. Es admitido gene-
ralmente que tras la muerte existe una morada ideal llamada cielo adon-
de irán a parar los puros de corazón y en la cual se estará en un estado de
felicidad plena, una especie de interminable estado de contemplación al
estilo del que en vida tratamos de alcanzar. Tal estado sería imposible si
desconociéramos el paradero de nuestros seres amados, y tambien, si di-
cha localización estuviera lejos de nuestras inmediaciones; es decir, que
no concebimos un cielo si en él no estás próximo a los tuyos. Así que la
manera como preparamos este estadio de unión y comunión espiritual
suprema es engulléndonos unos a otros, incidiendo especialmente en el
órgano portador de nuestro "yo".
Vuelvo ahora al problema que primero planteaba, toda vez que ya he
aclarado someramente el porqué de una de nuestras costumbres tachada
de cruel y brutal, cuando, como he demostrado, responde a un sublime
deseo de perfección filosófico-contemplativa y a una disponibilidad in-
tachable para alcanzar la felicidad plena.
El solipsismo me vino precisamente de dicha costumbre. Sumido en
ella se me ocurrió plantearme la localización de mi "yo". ¿En verdad es-
taba ubicado en la masa de ganglios de las cervicales? Pues facilmente
hallé otras localizaciones igualmente factibles. Recuerdo, para los que
no sepan del tema, que nuestro sistema nervioso consiste en un cordón
de engrosamientos que recorre el interior del cuerpo. Los engrosamien-
tos los llamamos ganglios, y de ellos parten otros nervios que se dirigen
a los distintos músculos y órganos. El punto de partida es la masa de
ganglios más gruesa, o cerebro. Puesto que este rige las funciones de los
ojos, antenas y aparato bucal, se considera el más relevante y, por tanto,
la morada de nuestra conciencia, de nuestro "yo". Mas pronto me pre-
gunté: ¿no podría localizarse en alguno de los otros ganglios?; o ¿no po-

31
dría estar repartida entre todos, o quizás, haber una conciencia por cada
uno y formar el conjunto una conciencia global?
No me satisfizo del todo la conclusión a la que llegué; empero, disipé
mis dudas de la siguiente manera: cuando por un hecho fortuito o expe-
rimental nuestro cuerpo se divide en dos, ambas partes siguen realizando
sus funciones como si tal cosa: la parte trasera se mueve sin cesar, y la
delantera, aunque queda inmóvil, caza presas con las patas prensoras y
come. Si hubiera una conciencia por cada ganglio, cada parte, puesto
que en la división se lleva consigo un juego de ellos, debería tener con-
ciencia de sí misma, y, sin embargo, hasta el momento presente, según
la información que he recabado, esto no ocurre. La parte delantera, la de
la cabeza, donde está la masa de ganglios más gruesa, el cerebro, es la
que conserva la conciencia del individuo.
Parece ser que esto es así, aunque, con el tiempo, según me hice so-
lipsista, he vuelto a ponerlo en duda y no sostendré ninguna postura has-
ta tanto no experimente en mí mismo dicha división, bien con ayuda de
un accidente fortuito, bien con la intervención de algún entomólogo
amigo.
En cualquier caso, en condiciones normales, es verdad que donde más
intensas siento mis impresiones y percepciones es en la más gruesa masa
de ganglios, o cerebro, de tal manera que, la conciencia, mi "yo", no ex-
puesta a disecciones experimentales, parece localizarse precisamente
ahí. No obstante, cuando hago ejercicio de introspección y trato de bus-
carla y de hallar su forma y estructura no encuentro sino percepciones,
es decir, una suerte de fugaces abalorios sucediéndose a ritmo vertigino-
so con los cuales la conciencia misma juega, mi "yo". Según esto ella
debe ser el recipiente que contiene las acrobáticas percepciones, pues me
niego a decidir que sean estas la conciencia misma, lo cual sería como
afirmar que las imágenes que vemos constituyen nuestro aparato visual.
Pero tampoco puedo sostener que el continente sea exactamente lo que
busco; busco la luz de la bombilla, no la bombilla en sí, por más que
una y otra estén estrechamente relacionadas; aunque es verdad que no
hay luz sin bombilla, tal como no hay conciencia sin cerebro. ¿Podría
ser que mi conciencia —mi "yo"— fuera en realidad autoconciencia?
Me explico: cuando busco mi conciencia existe un "algo" que dirige esa
búsqueda, hace comprobaciones y decide qué es lo que ha encontrado.
¿Será ése "algo" la verdadera conciencia? (La luz se busca a sí misma y
de momento ha encontrado la bombilla de la que parte, y además, otras
luces que a su vez parten de otras bombillas y la estimulan.) Otro ejem-
plo: cuando percibo frío, soy consciente de que siento frío y reacciono

32
tomando medidas para que no me perjudique. ¿Quién toma ésas medi-
das? No parece que sea el instinto, puesto que puedo demorar a mi anto-
jo el momento de reaccionar e incluso negarme a hacerlo. ¿Será
entonces la conciencia —mi "yo"— lo capaz de objetivar aquello de lo
que es consciente: la conciencia de la conciencia?
Me pareció haber resuelto el problema, y, sin embargo, pronto caí en
la cuenta de que no era así. Una entelequia había entrado de rondón en
juego durante mi búsqueda: la razón. La razón opera con ideas, abstrac-
ciones o convenios, para poder entendernos, para reducir nuestro esfuer-
zo, para resolver problemas. Cuando, por ejemplo, realizo un cálculo
aritmético, opero con números, que son abstracciones, y aplico reglas,
que son convenios. El número o la suma no existen por sí sólos; algo
semejante ocurre con el lenguaje. Son invenciones vinculadas a nuestra
razón y a su capacidad para procesar lo que por otro lado percibimos.
Cuando anteriormente decidí que la conciencia era la conciencia de la
conciencia, hice intervenir, sin querer, a la razón. En ése momento creó
instantáneamente un concepto abstracto con el que poder operar. Con-
cepto en realidad inexistente. Privado de razón, la conciencia no asoma-
ría por ningún lado.
Un caso extremo sería la mantis que enloquece y huye de perseguido-
res imaginarios. Es conciente de una irrealidad y es capaz, con ayuda de
la razón, de precaverse del peligro que cree le acecha. Todo es pura
mentira y las que estamos cuerdas tratamos infructuosamente de persua-
dirles de su error. Pero ¿no seremos nosotras las equivocadas? ¿No esta-
rá ella verdaderamente en un peligro que ignoramos? Nuestras
persuasivas razones no valen nada contra el terror del que es consciente
la sinrazón. La sinrazón razona y es consciente; la razón también razona
y también es consciente. Y sin embargo, las dos argumentan en favor de
posturas que se oponen y se excluyen mutuamente, sus tesis defienden
dos realidades distintas y contrarias. Así pues, tengo por un lado a la ra-
zón que hace abstracción de un concepto para poder afirmarlo, y por
otro a la razón que arguye en torno a invenciones susceptibles de ser re-
batidas por una subjetividad contraria. Por tanto, no me fío de la razón.
La autoconciencia me escama. Mi "yo" que se pregunta, que busca, que
reacciona curioso ante las percepciones de las que es consciente y capaz
de objetivarlas, no merece mi credibilidad.

No pretendo convencer a nadie de lo que digo. Me conformo tan solo,


después de lo expuesto de manera un tanto deshilvanada, con haber es-
timulado la idea de que, para mí, "yo" soy la única criatura viviente cuya

33
existencia es susceptible de demostrarse, y de ahí mi solipsismo; aunque
hasta ahora, para respiro de quienes me rodean, no haya sido capaz de
lograrlo, de suerte que no puedo menos de sentirlos hermanados con mi
causa, a través de su realidad inexistente.
No espero llenar de contento a nadie después de expresarle su apa-
riencia irreal, pues comprendo que no agrade saberse objeto tan efímero,
mera representación en la conciencia del "yo" inestable de una mantis
religiosa solipsista que se pasa el día a solas filosofando y sólo de vez en
cuando sale de la monotonía para aparearse con un macho de ensueño al
que tras el goce devora.

FIN

34
LA ARAÑA ENSALZA A LAS MOSCAS

No entiendo por qué se quejan las moscas de su destino desdichado,


cuando debían estar orgullosísimas de lo útiles que son, especialmente
para los humanos. Dicen que dondequiera que van son siempre moles-
tas, que la sola detección de su zumbido al punto causa pesar, que siem-
pre se las asocia con la miseria o las inmundicias. ¿Por qué esta
apreciación tan pesimista? Ya quisiéramos las arañas haber contribuído
a la ciencia o filosofía humanas como lo han hecho ellas, ya quisiéramos
poder exhibir su mismo palmarés.
Por ejemplo. Recordad a la Drosophila Melanogaster o, más vulgar-
mente, mosca de la fruta. El biólogo T. H. Morgan de la universidad de
Colombia la eligió con acierto en 1909 para sus experimentos. Bastan
para alimentarla las levaduras que fermentan en la fruta madura y para
mantenerla sobra un frasco de cuarto de litro. Mide unos tres milímetros,
así que apenas ocupa espacio. En sólo dos semanas procuce una nueva
generación de cincuenta a cien individuos por cada hembra. Y lo que es
más importante, posée sólo cuatro pares de cromosomas, lo que, a la sa-
zón, resultó para los científicos de mucha utilidad.
Una mosca mutante de ojos blancos se cruzó con las normales de ojos
rojos para obtener así una generación y luego otra con sucesivos cruza-
mientos entre miembros de esta y de las dos generaciones. Al estilo de
como trabajó Mendel con los guisantes. A la vista de las proporciones
obtenidas con ojos rojos y blancos, Morgan concluyó que el gen respon-
sable del color estaba situado en el cromosama sexual X, siendo el alelo
de ojos rojos el dominante y el de ojos blancos el recesivo. Este hecho
reafirmó la hipótesis de Sutton de que los genes están en los cromoso-
mas.
H. J. Muller, colaborador de Morgan, usó rayos X para aumentar la
tasa de mutaciones de la Drosophila, lo cual hizo viable nuevos cruces
en los que más de un caracter se modificaba, ya no sólo el color de los
ojos, sino también la forma de las alas o el tamaño de las patas o las an-
tenas. La observación de cómo se trasmitían dichos caracteres ayudó a
establecer los grupos de ligamiento, es decir, los grupos de genes que
tienden a estar unidos al encontrarse en el mismo cromosoma.
Nuevas observaciones resultantes del cruce de generaciones de dro-
sophilas condujeron al descubrimiento de la recombinación, es decir, del
intercambio de fragmentos de cromosomas homólogos durante la fase
del emparejamiento en el trascurso de la división celular. La recombina-
ción no dejó lugar a dudas sobre que los cromosomas eran los portado-

35
res de los genes, además de ocupar estos una posición muy precisa de-
ntro de él. A. H. Sturtevant, estudiante en el laboratorio de Morgan, pos-
tuló entonces que, comparando los porcentajes de las recombinaciones,
se podía obtener la distancia entre sí de los distintos genes, lo cual deri-
vó en los "mapas de cromosomas".
En definitiva, la Drosophila Melanogaster o mosca de la fruta, se con-
virtió durante décadas en la estrella de los biólogos al servir de principal
herramienta para desentrañar los misterios de la genética animal.
Ya quisiéramos las arañas haber contribuido a la ciencia como lo han
hecho ellas, contribución sólo equiparable a la de los guisantes o los eri-
zos de mar.

El siguiente ejemplo quizás es menos evidente pero, como veremos,


no por ello menos importante. La rama del saber a la que atañe es la fi-
losofía. La protagonista en este caso es una mosca común, siendo el lu-
gar donde impulsaba altos descubrimientos y elevados pensamientos no
el laboratorio de una universidad, sino la casa de determinado filósofo.
Según el biógrafo Colerus el suave y dulce Spinoza se deleitaba arro-
jando moscas a las telas de araña. El pensamiento del eminente filósofo
discurría por altos vuelos en tanto el insecto se debatía bajo el abrazo del
voraz arácnido. A veces rompía a reir a carcajadas, lo que para un vulgar
observador significaría síntoma de crueldad. Sin embargo, para disipar
dudas, dejó dicho: "El hombre libre en nada piensa menos que en la
muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vi-
da".
Spinoza había alcanzado un estado de libertad tal que la mayor de las
cadenas que al hombre aherroja, la idea de la muerte, en él se había es-
fumado. Considerando la libertad la intelección de la necesidad, la
muerte no ha de ser un horror infranqueable, sino un horror necesario.
Como más tarde expresaría Unamuno, la conciencia de la muerte nos
provoca temerla y rechazarla, lo cual forma parte e incluso determina
nuestra personalidad. No seríamos quienes somos sin ése temor y ése
rechazo ligados a nuestra naturaleza viviente. Así pues, la presencia en
lontananza de la muerte es crucial si no queremos abandonar nuestra
esencia; es decir, es necesaria. Establecido como axioma irreductible es-
te horror, no deberíamos pues preocuparnos más y, consecuentemente,
deberíamos fijarnos en la vida. La conciencia de esta ineludible necesi-
dad invita a nuestro ánimo a saberse y sentirse libre, por tanto, a experi-
mentar la vida en su dimensión más vital (valga la redundancia).

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Una tras otra las moscas caían en la tela de araña y eran envueltas
cuidadosamente por su captora en un saco de tela. Todo el proceso im-
buía al filósofo en un trasporte, en una ascesis intelectual, que lo inducía
además al conocimiento de Dios. Después de haber transitado por el co-
nocimiento sensible y el conocimiento racional, los cuales le mostrarían
respectiva y consecutivamente la idea y la esencia de Dios, el conoci-
miento intuitivo, espoleado por esos momentos de arrobo, le conduciría
a la visión de Dios. Dios sustancia única e infinita: "concebido por sí, o
sea, el concepto que no tiene necesidad de otra cosa para definirse". No
existe nada fuera de Dios. Por tanto, Dios y la naturaleza son sinónimos.
Los seres finitos no son creados por la sustancia infinita, por Dios, sino
que son manifestaciones de El, explicitaciones. Dios expresa la sustancia
poseedora de todas las perfecciones y, las demás cosas, son la manera
como se exterioriza. Los seres vivos finitos, perecederos, plurales, son
su expresión externa.
La mosca debatiéndose en la tela de araña convencía a Spinosa por un
lado de su libertad al no coartarle la idea de la muerte dado que ésta la
hacía intelectiva bajo la condición de necesidad, y por otro, le revelaba a
Dios a través del conocimiento inducido por la ascesis intelectual, al
igual que a la esencia de su sustancia y a los eventos que involucran a
los seres vivos finitos que es en quienes se exterioriza.

A lo mejor, alguna mosca de retorcido pensamiento, aún no queda


convencida de su valía después de estos dos claros ejemplos, y me acha-
ca la bajeza de haberlas adoctrinado en un sentido en el que indirecta-
mente nos favorece a las arañas. Señalaría concretamente el último
ejemplo, pues ¿acaso no era una parienta mía la que se empachaba a cos-
ta de las divagaciones del eminente filósofo? Bien. A ella le diría que no
ha entendido nada en absoluto de lo antedicho y que su actitud pesimista
le impone tal ceguera que le priva de apreciar su incomparable contribu-
ción a la ciencia y filosofía humanas. Y si insiste en achacarme que soy
parte interesada le diré que si las más de las veces los humanos les qui-
tan la vida por perturbar su sosiego, a nosotras no sólo nos quitan la vida
(y eso que no somos zumbonas como ellas), sino que además nos desba-
ratan a escobazos una obra de arte de la arquitectura cual es nuestra tela
de araña, que ya quisiera el mismísimo Gaudí haber concebido.

FIN

37
LA MOSCA AGONIZANTE

Mi amada no se hallaba lejos de mí, pero no podía yo hacer nada para


ayudarla, pues pasaba por el mismo trance: me debatía entre la vida y la
muerte.
La luz de un hogar humano era una trampa, y el insecticida de garras
informes el verdugo de la injusticia cruel e insensible. No actuó instan-
táneamente, así que nuestra agonía era despaciosa; pero al fin y al cabo
agonía: pertinaz, insoslayable, con la voraz muerte en la meta al final del
trayecto. Nuestros desesperados intentos eran inútiles. El frenético ale-
teo no nos ayudaba a salir del espacio dominado por la mano omnipre-
sente que nos estrangulaba; por contra, perdiendo paulatinamente el
control de nuestra estabilidad, no hacíamos sino caer en espiral hacia
donde más denso se hallaba el espacio de su ansia depredadora. Dando
tumbos nos chocábamos con paredes, muebles y ventanas. Cualquier
golpe, de ser certero, nos hubiera facilmente abreviado el camino; pero
nuestros enjutos cuerpos sufrían sólo magulladuras, como si tales golpes
fueran conscientes de la prioridad del veneno en su acción mortífera so-
bre nosotros.
Después de unos últimos giros y volutas caímos cerca uno de otro, y
nos dispusimos a padecer lo que parecía el último episodio de esta ago-
nía en cuyo colofón intuíamos el salto final al abismo de la nada. Boca
arriba, nuestras alas, sin que ya mediara una orden de nuestra voluntad,
vibraban a rachas, chocándose contra el suelo, provocando un reptar ver-
tiginoso y delirante.
En esos momentos, con mi amada al alcance de la mano, pero tan le-
jos como de restituir la vida estaba mi cuerpo moribundo, mis ojos com-
puestos de miles de facetas proyectaron en mi mente un muestreo de
secuencias de lo que había sido mi experiencia amorosa. Fue una enso-
ñación instantánea y vívida, una persistencia última de la vida que se
holga en un hálito triunfante, un compendio de recuerdos que se sustraen
a la memoria para arrojarlo al mar en una botella por si a algún náufrago
del pensamiento le es útil...
Todo comenzó sin esperarlo. Seguramente nuestros corazones ya se
hablaron antes que lo hicieran nuestras bocas, que fueron las que, a la
sazón, sellándose una con otra, establecieron cierta noche nuestra unión.
Pero al principio nada me indujo a pensar que, de entre el grupo de ami-
gos que nos reuníamos, ella precisamente sería mi futura compañera.
Por tanto, no fue el mío un enamoramiento arrebatador y explosivo, un
flechazo, como se suele decir. No me encandilaron su belleza, ni sus

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maneras; no me despedía yo con ella rondándome el pensamiento; no
me espoleaba la curiosidad a descubrir en detalle sus gustos, sus inter-
eses o sus proyectos, a fin de verme encajar en alguno de ellos como
pieza de puzzle; no me preocupaba quedarme a solas con ella; no me
azaraba su proximidad. Me complacía que fueramos un grupo de ami-
gos, y nada más. Compaginábamos la diversión con los ratos de intimi-
dad. Compartíamos reflexiones e inquietudes, aunque nunca lo
suficientemente profundas como para que peligrara su carácter banal y
afectuoso.
Pero poco a poco la casualidad nos puso a solas y ajenos al resto del
grupo, lo cual propició nuestro mutuo conocimiento. Me descubrí depar-
tiendo con ella aspectos de mi vida que no sabía estuvieran registrados
en los archivos de mi memoria. Mis inclinaciones, intereses, gustos, es-
peranzas y angustias fluían en forma de palabras que ella escuchaba
atentamente a mi lado. Las horas pasaban interminables sin decaer la
conversación. Me sorprendía a mí mismo la suerte de exploración de mi
mundo interior que hacía, el cual había estado tejiéndose solo durante
muchos años sin yo saberlo, y ahora manaba al exterior estimulado por
la escucha cálida y atenta. A mi vez, presté atención a sus cuentos, algu-
nos de los cuales me entusiasmaron profundamente.
Nuestras intimidades se unían en una sola, nuestras soledades se fun-
dían. Cuando estaba a solas conmigo mismo notaba cuánto la soledad
había sido un silencioso huésped durante toda mi vida. Sin llegar a re-
convenirme, sí que tal horizonte de aislamiento y soledad lo consideré
merecedor de mi repulsa. Claro que, bien mirado, yo no había sido infe-
liz; empero, ya no podía retornar a ese estado sin serlo. Es decir, el des-
cubrimiento de mi soledad y la repulsa y el miedo parejos que me
suscitó, me impedía retroceder a ella como no fuera a costa del proyecto
de felicidad que barrutaba en el horizonte y de la sumisión a la angustia
de verme desarraigado del mundo.
Proseguí pues por el camino que el azar me trazaba, que no era otro
que el de paliar la angustia de aquella otra soledad que en mi amada se
había desatado. Me sentí cada vez más elocuente a su lado, más audaz,
capaz de conducirla por los vericuentos de nuevas sensaciones. Verda-
deramente vi gozar mi vanidad, sentí desprenderse el vaho embriagador
de mi capacidad para conmoverla. Así hasta la noche en que me hallé en
la tesitura de culminar la obra de arte que nuestros espíritus estaban
componiendo, y entonces la besé.
Seguramente la decisión de continuar indagando en nuestras intimi-
dades debía precederse de esta forma tácita pero reveladora de sentar el

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mutuo compromiso. Si no, dudaríamos si proseguir, recelaríamos de
mostrar abierto de par en par nuestro corazón. Así, con un simple beso,
aceptamos continuar explorando el terreno que se tejía conforme avan-
zábamos. Pero también el beso era la insinuación del precio que ponía-
mos a nuestro compromiso: la satisfación del deseo carnal. Parejo a
desmadejar nuestras intimidades iría un juego sexual genuino; ya no de-
jaríamos de despedirnos sin la mediación del tibio contacto, además de
con otro género de caricias y tocamientos añadidos expontáneamente.
Nuestra mutua apetencia derivó por los ritos y costumbres usuales, aun-
que los creyéramos por primera vez experimentados en todo el género
invertebrado. Este devenir nos complació, pues ninguno excedía al otro
en ser promiscuo.
Evidentemente el principio fue feliz. Pero pasó el tiempo: curioso
verdugo de tan gráciles e inocentes sentimientos. La tierra ignota recien
descubierta se transformó sin brusquedad, pero con persistencia, en un
paraje yermo carente de misterios. Nosotros, que nos ufanábamos de no
ser inexpertos ni impresionables respecto a cada nuevo peldaño que as-
cendíamos en esta nuestra particular aventura, nos vimos de pronto in-
mersos en el cruce de caminos donde verdaderamente se halla el quid de
la cuestión. El tal cruce respondía a la desorientación sufrida cuando no
encuentras más que monotonía en la relación. La intimidad de mi amada
ya no me ofreció ningún aliciente de previsible que era; su mundo inter-
ior, su vida misma, por resabidas, por rutinarias, los consideré ajenos,
única manera que hallé para sustraerme a la impía pesadumbre que me
abrumaba de considerarlos míos. Igualmente el sexo tornó tedioso, pues
aúnque placentero, no nos hacía dichosos. Mi mente maquinó indóciles
justificaciones para dar pábulo a la resignación que como única vía para
sostenerme había hecho aparición; por ejemplo, me dije: al menos tienes
con quién calmar el apetito sexual.
Este apetito lo consideré al principio fruto exclusivo del amor; es de-
cir, no podía surgir en mí ni mucho menos apremiarme como no fuera
porque el amor lo animaba. Pero pronto me di cuenta que una extraña
inercia nos arrastraba a unirnos, y no precisamente a consecuencia del
sentimiento amoroso. En mí particularmente encontré que el deseo me lo
estimulaba la angustia de la soledad (ahora manifiestamente ligada a
aquello que provocó su concienciación y que de pronto no sólo era inca-
paz de menguarla sino que encima la acentuaba); el deseo de conquistar
(mi capacidad para conmoverla, acaso para manipularla, para hacerla re-
ir o llorar a mi antojo, satisfacía mi ansia de dominación); la vanidad (a
través de ella me había encumbrado, había convertido mi existencia en

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ejemplar, pródiga en méritos, de tal manera que ya le era imposible al
género humano ignorarla como no fuera cometiendo el más vituperable
de los descuidos) e incluso el deseo de herir y aun destruir (a rachas era
sádico, pues aunque en apariencia no, interiormente me regocijaba
cuando la llevaba de la mano hasta los parajes del sufrimiento). Así
pues, no sólo la emoción intensa y profunda del amor estimulaba mi de-
seo sino además todas estas ramificaciones pasionales, que, al cabo, me
dejaban desconcertado y aturdido. A menudo abreviaba el proceso, des-
pachaba cuanto antes mi apetito, pues me resultaba penoso cargar con él.
Así agravaba más la situación, ya que luego me sentia extraño, incluso
avergonzado. Y cualquiera nueva cosa que experimentaba acentuaba mi
conciencia de soledad, de aislamiento, de separación del mundo. Ella me
había engatusado de una extraña forma, y por tal causa me sentía desdi-
chado, esclavizado y, por ende, incapaz de compenetrarme con la socie-
dad, de tal suerte que me volvía una mosca misántropo. Ya nada podía
emprender como no fuera manifestando mi condición de esclavo, así que
rehuía cualquier proyecto. Miento. En verdad uno sí ocupó mi mente
hasta hacerse obsesivo: el de sacudirme el yugo que me aprisionaba.
De curiosa forma se manifestó, al principio sin ni siquiera yo conocer
su significado. Transitando por las calles miraba a otras moscas, las ob-
servaba atentamente, buscaba en ellas signos reveladores que me con-
vencieran de que eran potencialmente válidas para emprender conmigo
una aventura amorosa más pura y verdadera que la que a mí me tenía
desengañado. Y en verdad que los encontraba. Seguramente eran pro-
ducto de mi invención, pues cualquier pequeño indicio me servía para
erigirla en candidata. Los veía reales, evidentes, sugerentes, de forma
que me inspiraban el convencimiento de que el trayecto andado hasta
ahora había sido equivocado y el que se proyectaba en mi imaginación
me conduciría sin duda al colmo de la felicidad. Las deseaba, a todas las
que me cruzaba; por supuesto, sexualmente, pues sus cuerpos estaban
dotados de más armonia y gracia que el de mi compañera, el cual a estas
alturas ya nada tenía de estremecedor. Pero también deseaba que fueran
capaces de ahogar la agonía de soledad que en mí se había desatado. Es-
taba convencido de sus facultades para ello. De manera que sólo me res-
taba provocar un encuentro, tras el cual las conocería, me enamoraría
rápidamente y al fin cercenaría mis actuales cadenas. Pero este nunca
acababa de suceder, lo cual yo achacaba a mi excesivo pudor y timidez,
fruto de una cobardia vergonzosa. Pensé que lo mejor sería encontrar
una dedicación que me obligara a contactar con ellas de manera natu-
ral.Pero entonces noté que habría de involucrarme en una suerte de

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competición con el resto de moscas de mi sexo en la disputa de la hem-
bra más atractiva; pues, indudablemente, mi problema debía ser común a
muchas moscas, y la solución la misma. Vislumbré una encarnizada lu-
cha de machos en pos de la hembra, y al punto me invadió una pereza
extraordinaria.
En tanto yo asistía a estas aflicciones interores, mi amada manifestó
exteriormente ciertas inclinaciones que me hicieron recelar. En primer
lugar, me convirtió en un ídolo. Tal cosa la consideré al principio una
consecuencia natural dado las alturas a las que me había proyectado la
vanidad. A través de ella me había trasformado en un ser dotado de altas
e inigualables cualidades; en general, me había despertado un grave y
subyugador talento para interpretar la vida. Si a esto sumamos el que
asumiera el papel de tutor y reformador de su persona a fin de guiarla
certeramente por el camino conducente a mis logros, resulta evidente la
natural reacción de idolatrarme. Pero cada vez le escuchaba y corregía
más defectos y flaquezas que ella diligentemente trataba de subsanar.
Acabó enajenándose de sí misma y proyectando todas sus inquietudes a
través de las mías; yo era el portador de su luz y su dicha, mucho depen-
día su felicidad de que sus progresos me satisfacieran. A la sazón perdió
su genuina identidad con tal de halagar la mía, la que a su vez se había
transformado de tanto arroparse vanidades. Un natural sentimiento de
desilusión brotó en los dos, pues ella no podía satisfacer siempre todas
las expectativas de su adorado, ni yo podía saciarme cabalmente con las
precauciones de mi pupila.
En segundo lugar, me animó con frecuencia a que concibiésemos un
hijo. Acaso era la única petición que se atrevió a hacerme. La demanda-
ba con insistencia, dejando entrever que sería el justo premio a su some-
timiento a mi voluntad. Tanto afán puso que verdaderamente me
preocupó el tema. ¿Estábamos preparados para traer al mundo un nuevo
ser?, me pregunté. Muchas dudas me asediaron al hilo de esta cuestión.
Por otro lado ¿qué interés tenía ella en procrear? Dándole vueltas a la
cabeza llegué a una divertida e insana conclusión: deseaba que nuestro
futuro hijo saciara mis ansias dado que ella desistía de lograrlo alguna
vez. Es decir, nuestro hijo ocuparía el espacio abismal que se había
abierto entre los dos. Por más que yo quisiera moldearla para que alcan-
zara mi perfección el esfuerzo habría de ser en vano y, unicamente, el
hijo que humilde y sumisamente me diese sería apto para tal logro. Los
apasionados ruegos para que accediera a esta petición suya me hicieron
temblar. Me sentí profundamente trastornado.

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En tercer y último lugar su fantasía empezó a experimentar anhelos de
un amor romántico.La escuchaba y veía emocionarse al narrar los pro-
gresos alcanzados por otras parejas. Columbraba en ellas una perfección
de la que nosotros aún distábamos. Cuando evocaba las tiernas anécdo-
tas que les sucedían yo mismo me conmovía. ¿Cómo podía ser eso real?
Sin duda, no lo era y sencillamente nuestra fantasía todo lo transforma-
ba. Tal romanticismo era pura invención pues el amor ha de supeditarse
a las exigencias de la realidad, lo cual disipa todo sentimentalismo. Aca-
so nuestra imaginación se disparaba espoleada por nuestras respectivas
frustaciones. Pero era innegable que nos agradaba y consolaba ser espec-
tadores del amor aparentemente perfecto que otros se profesaban. En mí
particularmente se suscitó una abstracción de amores pasados y amores
futuros, donde íntimamente me refugiaba.Amores de la infancia, incluso
el amor a la madre, los añoré y me apenó hondamente no poder resuci-
tarlos. Respecto al futuro albergué una liviana esperanza de amor, más
con la compañera que alguna vez habría de aparecer en la realidad para
rescatarme, que con mi actual amada.
Antes dije que nuestro principio de felicidad se abortó con el tiempo
dando paso a la monotonía. A la vista de todo lo anterior cualquiera diría
que mi relación carecía de emociones. Efectivamente, emociones no fal-
taban, aunque de fondo persistiera el decorado innamovible de la mono-
tonía. Aquello no eran más que ramalazos extemporáneos que no sólo
no desviaban el profundo tedio que infectó nuestros corazones, sino que
lo acentuaba aún más. Un murmullo pertinaz, grave y emfermizo, como
un pitido molesto, desgarraba mi soledad más profunda. Llegué a sentir
que había fracasado, que no había acertado con el amor de mi vida y que
además ya era tarde para remediarlo, para repararlo como no fuera usan-
do de un trágico desenlace. El miedo a reconocerme un fracasado me re-
frenaba e impedia dar un paso determinante. Yo: el ser superior, el
sesudo y preclaro, ¿cómo iba a soportar la sentencia de mi fracaso?
La imposibilidad de escapar a esta celada del destino me obligó a inda-
gar una solución afortunada. Inviable el retroceder, debía mirar hacia
adelante, es decir, decidí que en cualquier cosa que emprendiera debía
necesariamente implicar a mi amada. No podía ignorarla, prescindir de
ella. No podía sustraerme a su presencia. Al tomar esto como axioma
inexorable, mi pasada actitud de resignación cobró sutilmente un enfo-
que más positivo: ella pasó de ser una carga a ser un contrapeso, de ser
un lastre a ser una catapulta, de estar postergada a ser protagonista. A
través de ella debía impulsarme hacia la felicidad. Debía despedirla de
su influencia en mi torpor y trasformarla en el estímulo de mi vitalidad.

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Esto no significaba que recayera sobre ella otra nueva de mis normas a
fin de moldearla y que se aproximara cuanto más posible a mi perfec-
ción. No: ahora asumía yo el papel de ser imperfecto que buscaba, ayu-
dándose de ella, no el logro de su perfección como ser adorador de mi
persona, sino el logro de la perfección de mi vitalidad.
No hubo un acontecimiento especial responsable de este cambio de ac-
titud en mí. El tedio irreductible me arrastraba hacia una honda desespe-
ración y contra esta me revolví adoptando un enfoque nuevo, positivo,
optimista, iluminador, voluntarioso. La voluntad demandó en mí un de-
seo de actuar, y, aunque seguramente no tenía yo otra alternativa, aque-
llo que en gran medida ya era irremediable, lo convertí voluntaria y
libremente en mi determinación. Si me hubiera revuelto contra mi desti-
no rechazando la compañía a mi lado de mi amada, habría fracasado o
triunfado, pero en cualquier caso ahora me propuse decididamente triun-
far, llevándola a mi vera. No sé si antes hubo dispuesto el destino que mi
unión con ella fuera indisoluble, pero ahora era yo quien lo disponía por
propia voluntad. Acaso era una ilusión mía sellar este nuevo pacto de
unión, firmar este contrato de indisolubilidad, cuando ya fuerzas mayo-
res, naturales o sobrenaturales, lo habían hecho por mí. Aun así, no me
dejé seducir y me convencí que era cosa sobradamente real y palpable.
Ello habría de mostrarse evidente en los momentos de abatimiento, los
cuales superaría recurriendo a esta promesa mía. Aquí es donde primaría
mi voluntad de amar. Sería optimista frente al pesimismo, antes de exi-
gir daría y, ante el tedio, me inyectaría vitalidad.
Lo primero fue este acto, esta promesa, esta voluntad de amar a toda
costa, aun a costa de mí mismo y de mis naturales inclinaciones. Esto
implicó vencer en mí una gran resistencia. Tal que parecía querer arran-
carme un órgano vital. Desgajaría una especie de sustancia fuertemente
arraigada en mí, sin la cual, quizás dejaría de ser yo mismo. Por ejem-
plo: si me había surgido la natural inclinación a desear a otras moscas, o
a sentirme idolatrado por mi compañera, o a ensañarme moldeándola a
mi capricho: ¿cómo podía ahora erradicar tales actitudes sin que se per-
diera algo de mí mismo? Renunciar a ellas significaba renunciar a una
parte de mí, a ésa sustancia innata que empleaba estos mecanismos para
expresarse exteriormente. Sin embargo, mi voluntad de amar debía abar-
car esto incluso, debía considerar cancerosa esa parte de mi ser y some-
terla.
Una vez establecida mi voluntad de amar debía encontrar el procedi-
miento para que el amor en sí fuera efectivo. Supuse que no bastaba con
sofocar mis perniciosas actitudes. Porque me arrancase la cizaña no sig-

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nificaba que floreciese el amor automáticamente. Este debía exigir sus
propios mecanismos de aparición. Inmediatamente columbré en la leja-
nía que al hecho de dar, bien podía corresponderle esta función. Al fin y
al cabo, cuando no amamos, lo que más nos disgusta es dar. ¿Pero dar
qué? ¿Qué significaba dar?
Dar pudiera significar renunciar a algo para dárselo a otra persona, en
particular, a la persona amada. Pero tácitamente parece que hablamos de
privación, con lo que nuestro dar implica sufrimiento, dolor. Habrá
quien piense que por ser penoso dar el mérito es mayor, pues si no cos-
tase ningún esfuerzo o no nos exigiese ningún sacrificio carecería de él.
Quien sostenga este sentido considerará virtuoso sufrir cada vez que da.
Si no conlleva sufrimiento, ése dar no es auténtico, no es un dar des-
prendido y amoroso. Mas cabría alegar que en la mayoría de ocasiones
el que se beneficia de un obsequio acaba aprovechándose del dador con-
venciéndole del compromiso adquirido para favorecerlo en subsiguien-
tes oportunidades. Como la reacción natural a repetir un obsequio de la
misma índole será pensar que se aprovechan de nosotros, conforme más
nos prodiguemos, más dolor sentiremos, es decir, más virtuosos sere-
mos. Pero es manifiesto que incurriremos en un error. Supongamos que
a nuestra amada damos repetidamente mediante renunciamientos que
implican sacrificio. Ella entonces, amparada en la fuerza de la costum-
bre, nos exigirá otro tanto de lo mismo si cesamos de dárselo. Esta exi-
gencia, expresada abiertamente o no, nos molestará y, si nos sometemos
a ella, arrostraremos mayor dolor. Pero es claro que ese dolor así obteni-
do no puede ser tenido por virtuoso; entre otras cosas porque la reacción
provocada (el que se nos exija la continuación de nuestros obsequios) no
es propia cuando es el amor quien actúa de fondo. En definitiva, si-
guiendo este camino, dar no sería una forma de cultivar mi amor.
Mucho menos lo sería si esperara obtener algo a cambio. Me sentiría
estafado si doy y no me veo correspondido por igual. Este dar tiene con-
notaciones mercantilistas. Si considero vano y poco provechoso el es-
fuerzo de dar, mejor es no hacerlo. Antes de derrochar favores me
abstengo. Daré en la medida que invierto y dicha inversión promete ser
beneficiosa... Tampoco parece que esto tuviera que ver con el amor, con
la forma de expresarlo y cultivarlo. Por otro lado, ser obsequioso pudiera
tener un cariz narcisista. Daría para arrogarme el título de benefactor de
la humanidad y tenerme por encima del común de los mortales, que tan-
to rehuyen ser desprendidos. En este caso buscaría el asombro y la admi-
ración de mis congéneres. A lo mejor buscaría también algún provecho
aunque sólo fuera el de verme inmortalizado por ellos. Tan fácil sería

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caer en el narcisismo, que dar debería alejarse de representar un acto
pródigo e indiscriminado.
¿Dónde estaba, pues, la solución? ¿En dar qué? Sí, claro: en dar de mi
vida. Nada más difícil, y, sin embargo, de inconmensurable fruto y re-
compensa.
Dar de mi alegría, de mi tristeza, de mi humor, de mi comprensión...,
en definitiva, de todo aquello que fuera expresión de mi vitalidad. En el
acto mismo de dar está la felicidad, pues uno se siente vivo y generoso.
El ser amado se sorprende: ¿de dónde mana tanta vitalidad?...; y sigue
atentamente tus evoluciones deseoso de contagiarse. Ya no es alguien
que exigirá tus obsequios sino alguien que buscará hallar por sí mismo
el misterio que los envuelven, alguien que se sentirá espoleado por el
ansia de embebecerse en él. Sabe que de ahí es de donde brota todo y
que, además, es susceptible de ser alcanzado por uno mismo, a la vista
de que supone algo estrechamente vinculado a la vida. Ese misterio es el
amor y, su expresión externa, el dar. Así que habiendo llegado a este
descubrimiento, emprenderá su propio y particular camino, que se empa-
rejará al de su compañero. Y unidos cual pareja amante, emprenderán la
conquista de la verdadera dicha, exaltando así la bondad de su género y
su inconmensurable capacidad para la felicidad.

Todo esto me pasó por la mente mientras agonizaba no lejos de mi


amada bajo los efectos del insecticida que una mano inhumana roció so-
bre nosotros. Cuando nuestra trayectoria amorosa parecía descubrir el
verdadero camino hacia la felicidad, cuando nuestras ansias habían
acordado unirse en pos de un proyecto común, el azar tendió sobre noso-
tros el manto del infortunio. Allí perecíamos, desgarrados silenciosa y
paulatinamente por el veneno que nos asfixiaba, al alcance de la mano el
uno del otro, pero tan lejos como lo estaban nuestras esperanzas de rea-
nudar nuestra relación donde la dejamos. Boca arriba, nuestras alas vi-
braban chocando contra el suelo provocándonos un reptar fatigoso y
delirante. La agonía tocaba a su fin.
Pero, de súbito, una mano gigantesca y delicada me pinzó con dos de-
dos cuidando de no espachurrarme y me arrojó a través de una ventana
lejos de la atmósfera invadida por el veneno mortal. Noté de pleno el ai-
re fresco y puro, gracias al cual, poco a poco, recuperé mis fuerzas, harto
debilitadas. La percepción de ver restituirse en mí la vida me hizo tener
a mi amada en el olvido por unos instantes. Pero entonces reparé en que
ella no había seguido mi misma suerte. La mano gigantesca sólo había
sido generosa conmigo. Allí quedó, pues, en el seno de la muerte, suspi-

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rándome el adiós definitivo. Allí quedó, con nuestras ilusiones en la flor
de la esperanza, con nuestras espectativas de un amor elevado y vital en
el punto de arranque.

FIN

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LA LARVA, HIJO MIO

Recuerdo el día del parto de mi hijo: los nervios, la expectación, la


incertidumbre. Médicos, enfermeros y celadores, salían y entraban con
premura del paritorio: la actividad era frenética, agónica. Los fulminaba
con ojos interrogantes, pero me eludían con alguna consigna gritada a
sus compañeros: "¡Traigan más anestesia! ¡Compresas, por favor!" El
cenicero rebosaba colillas sañudamente retorcidas, mis dedos estaban
grises de la ceniza y mis pulmones anhelaban una brizna de oxigeno de
entre la humareda que los invadía. Interpretaba la aspereza del trato que
me brindaban como un reproche por haber osado concebir con mi mujer
un hijo. Ya; ya imaginaba yo que no estaba llamado a procrear como los
demás seres humanos; que la fatalidad pendía sobre mi destino y no debí
tentarlo; pero es que ella me insistió hasta la saciedad y hube irremisi-
blemente de acceder pese a mis temores y aprensiones.
Sin saber explicar por qué razón, yo intuía que mi hijo no nacería
normal. Está claro que, como todo el mundo, deseaba que fuera fuerte y
sano, pero mi anhelo respondía más a un íntimo terror que a un deseo
sincero: no soportaría que resultase subnormal, deficiente, retrasado
mental o impedido físico. Un hijo era un proyecto de felicidad, el cual
se frustaría desde el momento que naciese anormal. En tal caso cargaría
de por vida con un ser inhábil (por no decir inútil), cuya contínua pre-
sencia me recordaría mi existencia desgraciada.
Esperaba ansioso las noticias del médico. Al fin apareció: el parto ha-
bía concluído. Se acercó a mí con rostro agarrotado y convulso. Antes
de que pronunciara una palabra, me adelante: "¿Niño o niña, doctor?"
"Larva —me contestó—. Ha sido larva."
No hace falta mencionar que el resultado fue peor de lo esperado. Mi
atropellada y pesimista imaginación, con haber proyectado todo género
de deformidades en mi futuro hijo, jamás concibió nada parecido. Aque-
lla cosa oblonga, segmentada y mucosa, era fruto de la semilla que yo
había posado en las entrañas de mi esposa. ¿Qué sería de nosotros aho-
ra? ¿Qué sería de mí?
Los días y las semanas pasaron y nada alteraba el silencio mortal de
nuestro hogar. Ni siquiera mi esposa y yo intercambiábamos palabra,
pues un disgusto abismal nos había separado. Este ocurrió en la primera
oportunidad que tuvimos de dirigirnos la palabra tras el parto. En cuanto
pude le propuse que aquel engendro debíamos destruirlo. Ella me atra-
veso con la mirada, y me espetó: "¡Es mi hijo y lo quiero!".

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Sabía que el amor de una madre por su hijo era ilimitado, que su de-
voción traspasaba los límites de la cordura, que su apreciación como el
más dotado de los seres era inalterable. Había previsto la posibilidad de
que su irrupción en el mundo de los vivos debilitase el amor que nos
profesábamos, pues mi esposa tendería a encariñarse profundamente con
él. Pero el que se apasionase con un monstruo y subsiguientemente me
despreciase, sobrepasaba todos mis cálculos. Se había aferrado a él más
que a mí, lo cual redobló la natural aversión que desde el primer mo-
mento me suscitó.
De vez en cuando me aproximaba sigilosamente a la habitación donde
la larva yacía en su cuna y la observaba desde la puerta entreabierta. Sa-
bía que aún pasaba por un proceso de maduración antes de la eclosión
final. Mi esposa a menudo la mecía o la arrullaba en su regazo. Esta sóla
imagen me provocaba una cólera interior que me inspiraba instintos des-
tructores. Hubiera deseado irrumpir en la habitación en ése momento y
ensañarme a palos con los dos. Empero, lograba con ímprobo esfuerzo
contenerme y retirarme sumido en una suerte de delirio febril a mis apo-
sentos, a donde, tras descargar mis náuseas, harto debilitado, me calma-
ba. Entonces me invadía un sopor durante el cual desfilaban ante mí
imágenes espeluznantes fruto de combinaciones monstruosas. Curiosa-
mente no me alteraban lo más mínimo, las tomaba como imágenes fami-
liares, afines a la pesadumbre que me dominaba.
Un buen día, mi esposa se dirigió a mí para ordenarme lo siguiente:
"¡Quédate al cuidado de tu hijo mientras yo salgo a la calle a comprarle
unas cosillas!". Me quedé absorto viéndola salir toda emperifollada. Dió
un portazo cuyo estruendo retumbó en todo mi ser, y me despabilé tiri-
tando. Me dirigí entonces sumiso a la habitación donde en su cuna yacía
la larva.
Me senté en el suelo, apoyada la espalda contra la pared, a prudente
distancia de la cuna. No sé en qué género de temores andaba distraída
mi mente, cuando, de pronto, un crujido quebradizo proveniente del le-
cho, me puso en guardia. Me incorporé y acerqué despaciosamente hasta
llegar a la altura en que, asomado a la cuna, comprobé de qué se trataba.
La larva se había metamorfoseado. Una probóscide lingual yacía entre
los paños, enrrollada en espiral. Esta se estiró instantaneamente y emitió
un sonido tal que: "Pp...", para a continuación volverse a enrrollar.
Cuando accioné la mano instintivamente para desarropar aquel ser, unas
aspas brotadas súbitamente me golpearon y derribaron. Desde el suelo
salí de mi aturdimento y agucé la vista para ver mejor aquello que había
emergido de allí y ahora se hallaba flotante sobre el suelo, sostenido por

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el vibrar de unas alas enormes. Era una mariposa. Sí: una mariposa her-
mosísima, esplendente, multicolor, que desprendía polvillos purpúreos.
Esa mariposa era mi hijo. Otra vez estiró intantáneamente la trompa en-
rrollada y emitió un sonido que, esta vez sí, me fue claramente percepti-
ble: "¡Papa!..."

FIN

50
ASESINATO EN EL LAVABO

Vosotros os reiréis de mí porque probablemente no sabréis calibrar la


fuerza de la desesperación que me ha arrastrado a cometer el más atroz
de los pecados. Os burlaréis de mi excesivo pudor y mi presencia de es-
crúpulos..., pero, antes de proseguir con la risotada me lo pensaría dos
veces, pues podríais haber sido uno de vosotros quienes os hubiérais en-
contrado en el lavabo en aquellos fatídicos momentos.
No importan las razones que hubiera para hallarme en el momento
clave en un estado de extrema agresividad fruto de una angustia y ma-
lestar pésimamente contenidos. Vosotros si queréis podéis buscarlas,
pues así lo hacen los temerosos de caer en desgracia, que buscan las más
ridículas explicaciones a cualquier fatalidad para retraerse cuanto antes y
no invitar al pecado. Yo, no las necesito.
En el lavabo me encontraba cepillándome los dientes. Era antes de
irme a la cama, como siempre, mas, esta vez, me sentía particularmente
acosado por molestos pensamientos, los cuales rendían cuenta de un es-
túpido día de trabajo. No sé si es que los nervios los tenía a flor de piel o
es que la producción de adrenalina se había desatado por error y la pre-
sión sanguínea se manifestaba en los ojos inyectados...
Me miraba al espejo y me veía seriamente cabreado, con lo cual, evita-
ba mi propia mirada, que desviaba hacia la boca espumosa. Al escupir
abrí el grifo para que corriese el agua y con ella llevase el espumarajo
fluorado. En ese momento apareció ella, que se posó a mi lado. Su in-
tromisión en un acto tan íntimo como el que acometía desató en mí con-
vulsiones musculares que me obligaron a cerrar los ojos en un denodado
esfuerzo por ahuyentar la acción que me tentaba. No quise decir palabra
y tampoco proseguí el acto que celebraba, sino que, más bien, quedé
quieto y expectante.
Al mirar de nuevo hacia el lugar en el que yacía su inmutable presen-
cia, me puse frenético. No podía concebir cómo, con todo lo que se ha-
bía desatado en mi interior, que debía hacerse visible en todo mi ser, no
había escapado posesa de miedo.
Entonces comprendí que todo estaba perdido: si no se había movido
de allí hasta ese momento no lo haría en lo sucesivo. Por otro lado, mi
mente, ahora fría y cargada de maldad, ya había procedido a dar la orden
a mi mano diestra. La acerqué sigilosamente al grifo del agua fría, que
quedaba al otro lado de donde ella estaba, y, de súbito, lo giré para que

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al aumentar el flujo de agua, de golpe y porrazo alcanzase su cuerpo en-
juto y de la impresión lo paralizase, arrastrase y, en definitiva, matase.
Pero fallé. No sé de qué género de agilidad estaba dotada, pero supo
eludir el golpe y, como si de una circunstancia a la que estuviera acos-
tumbrada se tratara, fue a posarse, esta vez, sobre la pared de la derecha.
Ahora me doy cuenta que hubiera sido mejor haber acabado con ella
en aquella primera tentativa, pero, es evidente que a la desgracia nunca
acompaña la suerte. Conseguí, milagrosamente, y pese a lo errado del
golpe, descargar parte de mi pérfido humor y de mi malestar y angustia.
Casi me retiro sin importarme a la sazón que a pesar de todo ella prosi-
guiera tranquilamente su estúpida vida. Es por eso que terminé de en-
juagarme la boca habiendo olvidado lo que acababa de acontecer.
Pero cuando me secaba con la toalla la vi otra vez allí, inmutable.
Sumida en una indiferencia insultante.
Le llegó la hora a la muy asquerosa. Probablemente pensaba que aún
viviría muchos años y concebía innumerables planes para un futuro
prometedor. Así como me iba, ya girado el cuerpo, la vista posada de
soslayo sobre la impertérrita, recogí los dedos de la mano derecha en
torno a la palma y apreté el puño con fuerza hasta que, ya firme y prieto
como una piedra, solté un tremendo porrazo sobre la debilucha, aplas-
tándola y espachurrándola como si de una repugnante mosca se tratara.
Allí dejé desparramadas las entrañas y una mancha negro rojiza sin for-
ma, que difícilmente a nadie daría pie a pensar de quién se trataba.
El vil asesinato se consumó. La certidumbre de que jamás yo sería
descubierto estaba fuera de toda duda. Mas cuando llegué a mi habita-
ción, tuve, de forma súbita e imprevisible, clara conciencia de la atroci-
dad que había cometido y el modo como la había hecho. Me arrojé
descompuesto sobre la cama y sollozé desconsoladamente durante toda
la noche.
Cuando a la mañana siguiente acudí de nuevo al lavabo encontré so-
bre la losa la huella perenne de mi crimen, cuyo significado sólo yo sa-
bía interpretar. Para el resto de mis días, cada vez que acudo al lavabo,
he de soportar la oscura mancha que remuerde mi conciencia.

FIN

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INDICE

El abejorro 1
Eustaquio el gusano 3
Los insectos de Broocklyn 6
Las abejas matemáticas 12
Diálogo de caracoles 14
La mantis solipsista 30
La araña ensalza a las moscas 35
La mosca agonizante 38
La larva, hijo mío 48
Asesinato en el lavabo 51

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