Grado Décimo - Análisis - La Bestia en La Cueva

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INSTITUCIÓN EDUCATIVA DEPARTAMENTAL CACIQUE ANAMAY


Resolución de aprobación Nº. 007657 noviembre 26 de 2010
Secretaría de Educación Cundinamarca
Municipio de Nimaima.

GUIA N°3 APRENDIZAJE A DISTANCIA SEMANA 11 AL 15 DE MAYO

Docente: Johanna Katerine Sanabria S.


Teléfono contacto: 310- 2339568

.ÁREA: HUMANIDADES ASIGNATURA: LENGUA TEMA: GRADO: DÉCIMO


CASTELLANA ESTRUCTURA INTENSIDAD
QUINARIA HORARIA: 3 HORAS
LOGRO:
FECHA DE ENTREGA:
- EVIDENCIAR LA COMPRENSIÓN DE UN TEXTO LITERARIO 11- 18 MAYO
POR MEDIO DE UN ESQUEMA DE INTERPRETACIÓN

LECTURA: La bestia en la cueva


H. P. Lovecraft

La horrible conclusión que se había ido abriendo camino


en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza.
Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y
laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde
dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que
me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida.
No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás
a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las
colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se
había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una
vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no
pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído
con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas
de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que
permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.
Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que
hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir
-reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que
pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de
tranquilidad que de desesperación.
Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían
vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante
de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y,
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después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la
caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había
seguido desde que abandoné a mis compañeros.
Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total y casi palpable
de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente,
medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé
los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su
residencia en estas grutas titánicas, por ver de encontrar la salud en el aire sano, al parecer,
del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme, para su atmósfera e impregnado su
ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y
horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al
pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre
alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y
silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de
comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi
salida de este mundo.
Resolví no dejar piedra sin remover, ni desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto
que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de
modo que -apelando a toda la fuerza de mis pulmones- proferí una serie de gritos fuertes,
con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé
mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y
reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no alcanzaría
más oídos que los míos propios.
Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que
escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.
¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis
horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del
grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas
jubilosas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con
objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en
horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre había sido agudo, y que estaba ahora
mucho más agudizado por el completo silencio de la caverna, trajo a mi confusa mente la
noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser
humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud
ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos.
Estos impactos, sin embargo, eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de
un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro
patas, en lugar de dos pies.
Quedé entonces convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia
feroz, quizás a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la
caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una
muerte más rápida y piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el
instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el
escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un fin más
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duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy
extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no
fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia
-al no escuchar ningún sonido que le sirviera de guía- perdiese el rumbo, como me había
sucedido a mí, y pasase de largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a
realizarse: los extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi
olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la
caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.
Me di cuenta, por tanto, de que debía estar armado para defenderme de un misterioso e
invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de los mayores entre los
fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y
tomando uno en cada mano para su uso inmediato, esperé con resignación el resultado
inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. En verdad,
era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las
pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de
concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero -a intervalos breves y frecuentes-
me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál
sería la especie de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna
bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las
entradas de la temible gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos
interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la
caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río
Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi terrible
vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en
la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía
la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las
profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi
antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía
tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión de mi mente se hizo
entonces tremenda. Mi fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de la
siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi
cuerpo. Parecía yo a punto de dejar escapar un agudo grito, pero, aunque hubiese sido lo
bastante irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz. Estaba
petrificado, enraizado al lugar en donde me encontraba. Dudaba que pudiera mi mano
derecha lanzar el proyectil a la cosa que se acercaba, cuando llegase el momento crucial.
Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba casi al alcance de la mano; luego, muy
cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el
terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba
correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano, guiada por mi
sentido del oído -siempre digno de confianza- lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada
hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte respiración, y puedo informar
con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a
cierta distancia; allí pareció detenerse.
Después de reajustar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad
esta vez; escuché caer la criatura, vencida por completo, y permaneció yaciente e inmóvil.
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Casi agobiado por el alivio que me invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la


bestia se seguía oyendo, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones;
deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de
examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro,
y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de su
vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en lo que era -tan aproximadamente como
pude juzgarlo en mi condición de frenesí- la dirección por la que había llegado hasta allí.
De pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento
siguiente se habían convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no
había duda: era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el
techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se
acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por
completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas
mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí-
explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al
mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último
a algo parecido a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al
regresar el grupo a la entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la
orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se
extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó mi
posición tras una búsqueda de más de tres horas.
Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía,
empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido a poca distancia de allí,
en la oscuridad, y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de
criatura había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el escenario de
la terrible experiencia. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso
que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una
simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el más extraño de todos los monstruos
extranaturales que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado en la vida. Resultó
tratarse de un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún
zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la
calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las
cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo,
salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre los hombros.
Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi
directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la
alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a
cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como
de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que,
como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total y casi
ultraterrena, tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de cola.
La respiración se había debilitado mucho, y el guía sacó su pistola con la clara intención de
despachar a la criatura, cuando de súbito un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le
cayera de las manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No
tenía el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad
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extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado por largo tiempo, roto
por la sensación de llegada de luz, que la bestia no debía de haber visto desde que entró por
vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir como una especie de parloteo
en tono profundo, continuó débilmente.
Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las
garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una
convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia
nosotros. Quedé por un momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera
revelados que no me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura
profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las
otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y por completo
desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un
rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La
nariz era prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a
nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual
la cosa se sumió en el descanso de la muerte.
El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se
estremeció convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en
movimiento.
Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror, fijos en el suelo
delante de mí.
El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de asombro,
compasión y respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas
calizas nos revelaron la tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia
de la cueva maldita, era -o había sido alguna vez- ¡¡¡un hombre!!!
FIN
ACTIVIDAD NO. 1
Identifica la estructura quinaria del cuento
Estado inicial:
Fuerza de transformación:
Estado resultante:
Fuerza de reacción:
Estado final
ACTIVIDAD NO. 2
Responde:
a. ¿Cuál es el propósito general del cuento?
b. ¿Qué temas se exploran en el cuento?
c. ¿Dónde se desarrollan los hechos?
e. ¿Qué tensiones enfrentan los personajes, cómo las solucionan o qué aprenden de ellas?
f. ¿Con qué otros textos que hayas leído o historias que hayas escuchado o visto, puedes
relacionar el cuento LA BESTIA EN LA CUEVA.

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