Una Historia Social de La Comida
Una Historia Social de La Comida
Una Historia Social de La Comida
Patricia Aguirre
Lugar Editorial. Buenos Aires, 2017
Índice
Introducción
Parte I
Primera transición: La revolución de la carne que nos hizo humanos
Parte 2
Segunda transición: la revolución de los granos que nos hizo desiguales
Parte 3
Tercera transición. La revolución del azúcar que nos hizo opulentos
Capítulo 10.
¿Hacia otra transición? El futuro de la comida y de la sociedad de comensales.
Bibliografía
Introducción
La escritura de este libro empieza hace mucho, creo que empezó a gestarse con la
fascinación que me causaba la cocina de mi madre, lo que me asombraba la relación
entre el sabor del plato, sus ingredientes, la forma de cocción y su menaje. Olla de barro
para las cazuelas, olla de hierro (heredé la de mi abuela) para guisos y tucos, olla
panzona de aluminio para el puchero, paila de cobre para mermeladas y la ollita
enlozada de asa larga para la salsa blanca. Por supuesto las sartenes de mi madre (como
antes las de mi abuela y luego las de mi hija) estaban preparadas para distintas formas
de cocción y era causal de excomunión freír un huevo en la sartén equivocada. Por
supuesto todo esto ocurría en la era anterior al teflón y los antiadherentes, donde “curar”
una olla de hierro era considerado un arte (al mismo tiempo que una necesidad) y todos
los miembros de mi familia sabían hacerlo porque todos cocinaban bien.
Mi madre seleccionaba los ingredientes con preocupación ecológica, el orden y la
limpieza eran diosas a las que les rendía pleitesía y en su altar sacrificaba su tiempo y su
energía. Otros dioses familiares requerían el sacrificio de una gallina (para el día de la
madre y primero de año) en casa de los abuelos. Esta víctima propiciatoria –en la
raviolada posterior– aseguraba con su carne la unión familiar y el buen comienzo del
año. La muerte ritual del bicho y su preparación en infinitos cuadraditos blancos, que
irían apareciendo a través de sucesivos pasos hasta desparramarse sobre la mesa entre
nubes de harina, me fascinaban casi tanto como la distribución de los lugares de las
personas en la mesa. Y las mesas “de grandes” y “de chicos”, de donde mi primo
adolescente pugnaba por salir advirtiendo al mundo que ya era adulto.
Lo que no sabía era que “los Aguirre”, como todas las familias, me transmitían a través
de algo tan común y cotidiano como la comida diaria todo un universo de valores,
reglas y normas de comportamiento, y que yo era mujer y era Aguirre y era porteña y
era argentina porque “comía como nosotros”.
El saber familiar indicaba que la comida para llamarse tal debía ser salada, sólida y
caliente, pero las sopas (saladas, calientes pero líquidas) y otras entradas (sólidas,
saladas pero frías), demostraban que el saber de lo evidente no era exacto ni universal.
También crujía la asignación de comidas; el punto exacto de las carnes blancas y el
soufflé se consideraban pruebas iniciáticas para las cocineras, y era sabido que la
sutileza de sus sabores solo podía ser percibidos en plenitud por las mujeres, tan suaves
y delicadas como ellos. Los varones, en tanto, fuertes, seguros, viriles y violentos se
llevaban bien con el consumo de carnes rojas y guisos condimentados. Eso que se
consideraba evidente y estaba fuera de toda reflexión porque siempre se hizo así, no me
parecía tan cierto, antes bien parecía que las características de las comidas clasificaban a
los comensales y no al revés… años de análisis me costó entender el menú de los
géneros.
Más fácil me resultó el menú de las edades: parecía racional que los que no tenían
dientes comieran purés. Eso sí, el horario pautado por la ciencia para la comida, no
parecía llevarse bien con la biología, porque los bebés lloraban de hambre cuando tenían
hambre y no cuando la teoría pediátrica de moda en esos años decía que debían comer
(escuché a los mismos pediatras defender varias teorías contrapuestas a lo largo de mi
vida).
Los sabores inconfundibles de los Aguirre: el bacalao de mi madre, el tuco de mi padre,
el bife de mi abuelo, la provenzal de mi abuela, identificaban a mi familia entre todas
las familias y a “los Aguirre de Caballito” de “los Aguirre de Parque Chacabuco”,
dentro mismo de nuestra parentela. Es que una vez educado el gusto, el sabor de las
empanadas locales siempre tenía como referencia “nuestra” empanada (ya no familiar
sino pampeana) y aunque los hornos salteños parieran la más deliciosa de ellas, el punto
cero del empanadómetro estaba en la carne cortada a cuchillo, aceituna y huevo de la
pampa.
Años más tarde, en Inglaterra, ante un pastel de papa (pastel pastor) no podía dejar de
pensar que, al ser preparada así, - parafraseando a Obelix con los jabalíes- esa pobre
vaca había muerto en vano y tanto más glorioso hubiera sido su destino si hubiera
pasado a ser parte de un asado, “nuestro” asado, que por supuesto solo nosotros –los
Argentinos– sabemos preparar.
La antropología alimentaria me permitió entreabrir la puerta de la cocina desde otro
ángulo. No por el sabor de la comida sino por el saber de las cocineras y de los
comensales. De a poco me di cuenta de que lo que me importaba no era el alimento sino
todo lo que la gente había hecho para que eso perteneciera al mundo de lo comestible,
de la comida y la cocina. Así, los alimentos se combinaban en preparaciones que se
consumían en momentos determinados formando el universo de la reproducción de los
cuerpos y de la vida social. De la vida que importa: la de todos los días, donde paraísos
e infiernos están marcados por la comida ya sea por déficit o exceso, ya sea por estar
preñada de historia o por no tener ninguna o por proyectarse a un futuro imaginado; la
comida modela la vida, es producto y a la vez productora de relaciones sociales y, aún a
pesar nuestro, el peso de aciertos y desajustes se marcarán en nuestro cuerpo y en
nuestra mente.
Este libro está escrito bajo esos signos, mi gusto por la comida y mi amor por la
antropología; está escrito en principio para mí, para poner en papel lo que enseño y que
salga del pequeño grupo de interés. Después para los estudiantes que me acompañan en
esta empresa que me gusta tanto y que es transmitir a otros lo que yo misma he recibido.
Y finalmente para quienes se interesen por leer otra versión de lo que es nuestra comida
cotidiana. Traté de escribir como hablo, sin acartonamientos innecesarios y tratando de
hacer simples y comprensibles muchas cosas complejas que tienen apenas explicaciones
provisorias e insuficientes. Este no es un libro para especialistas, está pensado para
gente curiosa, para asistirla en su acercamiento a la antropología alimentaria. Es el
primer escalón: al final de cada capítulo hay una lista de buenos autores a quienes
recurrir para ampliar conocimientos si el texto les ha interesado.
Este libro trata de explicar la importancia que ha tenido –y tiene– la alimentación en la
vida humana, es decir, en la vida social de los humanos (¿o existe alguna forma de vida
definida como humana que no implique al otro?), en su organización social, en su
sistema de derechos, etc., pero no de una manera lineal (espero que en el desarrollo del
texto quede claro) sino interactuando con otros eventos ecológicos, económicos, etc.
Podríamos parafrasear a Marcel Mauss y llamar a la alimentación “un hecho social
total”, ya que estudiándola abordamos todos los ámbitos de una sociedad, desde su
economía hasta su estética (¿o la gastronomía no es considerada el arte del buen
comer?). La manera de vivir ha condicionado la manera de comer, que ha condicionado
la manera de vivir, en un sistema complejo de interrelaciones múltiples donde apenas
podemos esbozar apretadas síntesis: eso es lo que intentamos en este libro, leer desde la
antropología alimentaria algunos procesos sociales, como la organización política o la
manera de enfermar y morir.
Algunas aclaraciones
Cada cultura genera una cocina particular, ordenando los ingredientes, las
preparaciones, los saborizantes y las maneras de compartir y comer con reglas precisas
que habilitan lo que se puede consumir dadas las restricciones de su medio ambiente, de
su tecnología, de su organización social y de las creencias salubristas, sexistas o
escatológicas que imperen en su tiempo. Aunque en todas, al decir de C. Fisclher
(1995), la principal función es disminuir los riesgos ligados a la ingestión de alimentos
dándoles un marco conocido y probado.
En la cocina se muestra –como plato de comida– la abundancia y el déficit local. Por
ejemplo, la cocina tradicional asiática, que pica todo en trozos pequeños y apenas los
fríe rápidamente, tuvo su desarrollo en lugares muy poblados y deforestados. La
kiwicha (amarantus caudatus), a pesar de cultivarse desde el nivel del mar, se usó
principalmente en la cocina alto-andina donde escaseaba el combustible, ya que cocer
este cereal demanda 30 segundos. Otro ejemplo: la cocina japonesa, con su exigencia
estética en los platos, esconde la escasez de ingredientes y ha logrado a través de la
preparación y la presentación, que los mismos alimentos se vean y sepan de manera
variada rompiendo la monotonía, ya que una pequeña porción del mismo pescado puede
presentarse como crudo, cocido, dulce, amargo, agridulce, salado, picante, crujiente o
untoso, con un refinamiento estético que genera impresión de diversidad.
Volvemos a señalar que nada de esto es “natural”; ningún horario, ninguna
combinación, ninguna categorización de festivo o prestigioso tiene que ver con la
molécula de almidón de la harina o el ácido ascórbico del tomate. Son las categorías
culturales que hacen que el trigo se convierta en plato de fideos y se coma caliente, de
noche en la cena, y se combine con salsa de tomate (salada y caliente) y no con helado
de frutilla (dulce y frío). Las categorías que dan forma y sentido a la sustancia
comestible para hacerla comida están presentes en forma tan silenciosa que no se
perciben, por eso solemos considerar el comer como un hecho “natural”. Hay tres
reduccionismos que configuran las formas más frecuentes de oscurecimiento de lo
social en la alimentación: la reducción naturalista, el reduccionismo a-histórico y la
reducción individualista.
La primera reduce la riqueza del evento alimentario a su materialidad biológica, como si
fuera producto del metabolismo humano o de la composición química de los alimentos
ocultando las relaciones sociales que atraviesan el plato. Un ejemplo de este
reduccionismo es el decir del sentido común: “los fideos engordan”, cuando el que
engorda -en todo caso- será el individuo que los come y las causas sociales que lo llevan
a alimentarse de ellos: son baratos y sustituyen otros alimentos más caros, se preparan
rápidamente cuando el trabajo asalariado y el transporte ocupan la mayor parte del día,
requieren poca práctica y tecnología culinaria, son reconocidos como comida para todas
las edades y géneros, etc. Esta forma de oscurecimiento de los condicionantes sociales
en la alimentación, se produce porque al pertenecer y compartir los sistemas de
clasificación -los valores que dan sentido al mundo en que vivimos y constituyen lo que
llamamos nuestra realidad-, parece que tales normas y valores fueran inherentes al
funcionamiento de las cosas y en el caso de la comida como si fueran dependientes de la
química de los productos o del metabolismo de los comensales.
La reducción naturalista en alimentación se completa con la reducción individualista:
“come así porque le gusta”. Sin negar la posición subjetiva en la elección individual de
la comida, debemos volver a señalar que el gusto es una construcción social, ya que la
elección del comensal nunca es libre e infinita, siempre se elige dentro de un abanico
limitado de opciones (de entre todos los comestibles todos los platos: solo los que están
al alcance de mi bolsillo, etc.). Todas las elecciones: solo los que conozco, entre todas
las preparaciones: solo las que considero ricas, entre subjetivas señalan, antes que deseo
del individuo, su pertenencia a un grupo social que lo formó para considerar unas
opciones y no otras.
No hay mejor reducción a lo individual, oscureciendo las raíces sociales y su
historicidad, que el concepto de “dieta”. Mientras la palabra deviene del latín diaeta que
a su vez deriva del griego δίαιτα que quería decir: “régimen de vida”, lo que no quería
decir necesariamente alimentario, su sentido actual la ha despojado del contenido social
(de compartir con otros una manera de actuar en el mundo) y se usa para designar un
tipo específico de consumos, generalmente individuales y prescriptivos (por ejemplo:
dieta hipocalórica).
El concepto de “régimen” cuando se usa como sinónimo de dieta individual pero
mantenida en el tiempo también da cuenta de este reduccionismo. Aunque más
frecuentemente “régimen” suele emplearse con criterio epidemiológico,
refiriéndose a los agregados sociales, a poblaciones y en el largo plazo, como
sinónimo de patrón alimentario, por ejemplo, al decir: “régimen cerealístico de las
sociedades estatales”. Patrón alimentario, en tanto, es una construcción estadística
que designa las prácticas de consumo más frecuentes (alimentos, preparaciones o
formas de abasto) en una población, en una geografía, en un tiempo. En esto, el
concepto de patrón alimentario se emparenta con el concepto de sistema
alimentario.
El reduccionismo a-histórico consiste en ver la alimentación como si hubiera
existido siempre de la misma manera, en un eterno presente, despojado de historia,
de transcurrir y por lo tanto de cambiar; como si la comida y los comensales
hubieran existido de manera inmutable, desconociendo las transformaciones
operadas, su dinámica y las causas de esos cambios. El sentido común quiere los
alimentos que consumimos hoy como “los” alimentos negando que son productos de
miles de años de historia, intereses, aciertos y errores; y que “otros” intereses “otros”
errores y “otros” aciertos hubieran llevado a nuestra dieta a “otros” resultados. Por
ejemplo: el azúcar, tan integrado a nuestra alimentación que parece haber estado
siempre, tiene apenas un recorrido de 300 años. Cuando endulzamos nuestras infusiones
(te, café o mate) como algo “normal”, olvidamos que sus domesticadores: chinos,
africanos y paraguayos no las consumieron endulzadas durante miles de años; de
manera que nuestra dependencia del azúcar es una creación del siglo XV europeo y su
expansión colonial. Oscurecer el hecho que nuestros alimentos son productos históricos
y que cambian y se transforman con los cambios sociales oculta el hecho que son
relativos, que cambian y que ese cambio puede ser direccionado a través de políticas
públicas. La impresión de permanencia e inmutabilidad que propone el reduccionismo
a-histórico en la alimentación humana, es el correlato de la ilusión social de una
reproducción social sin cambios y en sociedades como las actuales, que están lejos de
ser igualitarias y hay sectores hegemónicos y subalternos, la ilusión de una alimentación
presente (proyectada al pasado y al futuro en una eternidad inmutable), es la ilusión de
la reproducción de la dominación de unos por otros ,
En la opacidad que adquieren en ella los fenómenos sociales, reside la fuerza de la
alimentación para reproducir material y simbólicamente la sociedad misma, por eso el
cuidado que todos los regímenes políticos a través de la historia, han puesto en
controlarla.
Pero además si mencionamos la potente reducción individualista que conlleva la
entronización del gusto en la gastronomía, o la reducción naturalista (ya sea remitiendo
al metabolismo o a los alimentos mismos) del enfoque nutricional, debemos señalar
también la reducción economicista que sugiere el concepto de “sistema alimentario”,
que –alejada del concepto de sistema– ve la alimentación humana como relaciones entre
producción, distribución y consumo. Desde esta perspectiva, la racionalidad se entiende
como maximización de los beneficios sobre los costos, las diferencias como
rendimiento, etc., al analizar el abastecimiento y las relaciones que se establecen desde
el origen hasta la disposición de los restos y aún sus consecuencias en los comensales.
Queda claro desde la primera línea de este libro, que el interés por la comida y la cocina
viene de familia (y creo haberlo transmitido a mi hija Laura). Debo agradecer a
Mauricio, mi compañero de siempre, por soportarme dudando infinitamente ante el mar
de datos, aunque debo señalar que entrenó su paciencia budista en los diez años de mi
libro anterior: Estrategias de consumo: qué comen los argentinos que comen, con el que
sufrí mucho más.
A mis estudiantes, los que lo fueron (y ahora son profesionales que me alegran con sus
creaciones, permitiéndome creer que les transmití un saber que es importante en sus
vidas) y los que lo son, que me soportan y todavía se asombran, porque apoyo en ese
asombro mi curiosidad insaciable y me impulsan hacia el saber de los sabores. Termino
agradeciendo a Diego Díaz Córdova y a Daniel Flichtentrei por sus valiosas sugerencias
y a Hugo Spinelli, director del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad de Lanús,
editor persistente, sin cuya insistencia seguiría corrigiendo el manuscrito ad infinitum.
Bibliografía
Aguirre, P.; Díaz Córdova, D.; Polischer, G. (2015). Cocinar y comer en Argentina hoy. Buenos Aires,
Sociedad Argentina de Pediatría.
Toussaint-Samat, M. (1991). Historia natural y moral de los alimentos. Madrid, Alianza Editorial.
Ciencias Sociales, 9 volúmenes.
Kates, R. (1994). El mantenimiento de la vida sobre la Tierra. Investigación y Ciencia, Nro. 219.
Tumer,Ll.; Clark, W.; Kates, R.; Richards, J.; Mathews, J.; Meyer, W. (1990). The Earth as transformed
by Human Action. Global and Regional Changes in the Biosphere over the past 300 years.
Cambridge, University Press.
Popkin, B. (1994). Nutritional Transition in low income countries, an emerging crisis. Nutrition Reviews,
Vol.52, Nro 9, pp. 285-98.