Una Historia Social de La Comida

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Una historia social de la comida

Patricia Aguirre
Lugar Editorial. Buenos Aires, 2017

Índice
Introducción

Parte I
Primera transición: La revolución de la carne que nos hizo humanos

Capítulo 1. La alimentación en el proceso mismo de hacernos humanos


1. Empezamos por los primates
2. La divergencia
3. Los homínidos
a) bipedestación
b) sexualidad continua
c) omnivorismo
4. El Homo omnívoro
5. Las estrategias biológicas
a) el genotipo ahorrador
b) insulinoresistencia y stress de larga duración
c) leptinoresistencia.
d) el genotipo derivador
6. Las estrategias culturales
a) la paradoja del omnívoro y la cocina
b) herramientas
c) fuego
d) lenguaje
e) organización social complementaria
f) la cultura es nuestro medio
7. Terminamos en el mundo

Capítulo 2. La alimentación en las bandas de cazadores recolectores


1. Diversidad, heterogeneidad, reciprocidad
2. La cocina de los cazadores recolectores
a) los alimentos
b) antropofagia
c) las preparaciones
d) comensalidad
e) transmisión
3. Consecuencias: los cuerpos magros
4. Las enfermedades

Parte 2
Segunda transición: la revolución de los granos que nos hizo desiguales

Capítulo 3. El clima cambia, la comida también


1. El interglaciar
2. La domesticación de plantas y animales

Capítulo 4. La comida de los pastores


Capítulo 5. La comida de los plantadores de tubérculos
Capítulo 6. La comida de los domesticadores de granos
1. Granos Fundadores
2. La vida en aldeas y pequeños pueblos agrícolas.
3. Consecuencias de la domesticación de granos
a) Cambios en la percepción del tiempo y el espacio
b) consecuencias ecológicas
c) consecuencias epidemiológicas
d) consecuencias demográficas
e) transformaciones de la violencia

Capítulo 7. La comida en las sociedades estatales preindustriales


1. Características de las sociedades estales preindustriales
2. La estratificación social, base de la diferenciación culinaria
3. La comida de los Estados: alta y baja cocina
4. Antropofagia estatal
5. Cocina colonial
6. Consecuencias de las cocinas diferenciadas
7. Movimientos críticos
8. Comer con arreglo a la calidad de la persona

Parte 3
Tercera transición. La revolución del azúcar que nos hizo opulentos

Capítulo 8. La comida en la modernidad y el industrialismo tempranos


1. Modernidad y tercera transición alimentaria
2. La comida en Europa
3. Las distintas cocinas de los pueblos originarios de América
4. Introducción de alimentos europeos en América
5. Introducción de alimentos americanos en Europa
6. El azúcar como alimento moderno e industrial
7. El contexto de la comida en los primeros tiempos del industrialismo
8. Nuevos formatos en los alimentos industrializados
a) conservación
b) mecanización
c) transporte
d) redes de venta mayorista-minorista
e) seguridad biológica
f) publicidad
9. Intensificación de la producción agroalimentaria
10. La comida y su incomible en el industrialismo

Capítulo 9. La cocina industrial global: devorando el planeta


1.-a crisis alimentaria actual
2. Crisis de sustentabilidad en la producción de alimentos
a) Agricultura y Agroindustria
b) Ganadería
c) Pesca
d) Dimensiones no contempladas
2. Crisis de equidad en la distribución de alimentos
a) circuito de mercado
b) circuito de alimentos donados
c) circuito de reciprocidad limitada
3. Crisis en el consumo
a) comensalidad
b) cuanto comemos
4. Transformaciones concurrentes. Transiciones relacionadas.
a). Transiciones demográficas
b) Transiciones dietéticas
c). Transiciones epidemiológicas

Capítulo 10.
¿Hacia otra transición? El futuro de la comida y de la sociedad de comensales.

Bibliografía
Introducción

La escritura de este libro empieza hace mucho, creo que empezó a gestarse con la
fascinación que me causaba la cocina de mi madre, lo que me asombraba la relación
entre el sabor del plato, sus ingredientes, la forma de cocción y su menaje. Olla de barro
para las cazuelas, olla de hierro (heredé la de mi abuela) para guisos y tucos, olla
panzona de aluminio para el puchero, paila de cobre para mermeladas y la ollita
enlozada de asa larga para la salsa blanca. Por supuesto las sartenes de mi madre (como
antes las de mi abuela y luego las de mi hija) estaban preparadas para distintas formas
de cocción y era causal de excomunión freír un huevo en la sartén equivocada. Por
supuesto todo esto ocurría en la era anterior al teflón y los antiadherentes, donde “curar”
una olla de hierro era considerado un arte (al mismo tiempo que una necesidad) y todos
los miembros de mi familia sabían hacerlo porque todos cocinaban bien.
Mi madre seleccionaba los ingredientes con preocupación ecológica, el orden y la
limpieza eran diosas a las que les rendía pleitesía y en su altar sacrificaba su tiempo y su
energía. Otros dioses familiares requerían el sacrificio de una gallina (para el día de la
madre y primero de año) en casa de los abuelos. Esta víctima propiciatoria –en la
raviolada posterior– aseguraba con su carne la unión familiar y el buen comienzo del
año. La muerte ritual del bicho y su preparación en infinitos cuadraditos blancos, que
irían apareciendo a través de sucesivos pasos hasta desparramarse sobre la mesa entre
nubes de harina, me fascinaban casi tanto como la distribución de los lugares de las
personas en la mesa. Y las mesas “de grandes” y “de chicos”, de donde mi primo
adolescente pugnaba por salir advirtiendo al mundo que ya era adulto.
Lo que no sabía era que “los Aguirre”, como todas las familias, me transmitían a través
de algo tan común y cotidiano como la comida diaria todo un universo de valores,
reglas y normas de comportamiento, y que yo era mujer y era Aguirre y era porteña y
era argentina porque “comía como nosotros”.
El saber familiar indicaba que la comida para llamarse tal debía ser salada, sólida y
caliente, pero las sopas (saladas, calientes pero líquidas) y otras entradas (sólidas,
saladas pero frías), demostraban que el saber de lo evidente no era exacto ni universal.
También crujía la asignación de comidas; el punto exacto de las carnes blancas y el
soufflé se consideraban pruebas iniciáticas para las cocineras, y era sabido que la
sutileza de sus sabores solo podía ser percibidos en plenitud por las mujeres, tan suaves
y delicadas como ellos. Los varones, en tanto, fuertes, seguros, viriles y violentos se
llevaban bien con el consumo de carnes rojas y guisos condimentados. Eso que se
consideraba evidente y estaba fuera de toda reflexión porque siempre se hizo así, no me
parecía tan cierto, antes bien parecía que las características de las comidas clasificaban a
los comensales y no al revés… años de análisis me costó entender el menú de los
géneros.
Más fácil me resultó el menú de las edades: parecía racional que los que no tenían
dientes comieran purés. Eso sí, el horario pautado por la ciencia para la comida, no
parecía llevarse bien con la biología, porque los bebés lloraban de hambre cuando tenían
hambre y no cuando la teoría pediátrica de moda en esos años decía que debían comer
(escuché a los mismos pediatras defender varias teorías contrapuestas a lo largo de mi
vida).
Los sabores inconfundibles de los Aguirre: el bacalao de mi madre, el tuco de mi padre,
el bife de mi abuelo, la provenzal de mi abuela, identificaban a mi familia entre todas
las familias y a “los Aguirre de Caballito” de “los Aguirre de Parque Chacabuco”,
dentro mismo de nuestra parentela. Es que una vez educado el gusto, el sabor de las
empanadas locales siempre tenía como referencia “nuestra” empanada (ya no familiar
sino pampeana) y aunque los hornos salteños parieran la más deliciosa de ellas, el punto
cero del empanadómetro estaba en la carne cortada a cuchillo, aceituna y huevo de la
pampa.
Años más tarde, en Inglaterra, ante un pastel de papa (pastel pastor) no podía dejar de
pensar que, al ser preparada así, - parafraseando a Obelix con los jabalíes- esa pobre
vaca había muerto en vano y tanto más glorioso hubiera sido su destino si hubiera
pasado a ser parte de un asado, “nuestro” asado, que por supuesto solo nosotros –los
Argentinos– sabemos preparar.
La antropología alimentaria me permitió entreabrir la puerta de la cocina desde otro
ángulo. No por el sabor de la comida sino por el saber de las cocineras y de los
comensales. De a poco me di cuenta de que lo que me importaba no era el alimento sino
todo lo que la gente había hecho para que eso perteneciera al mundo de lo comestible,
de la comida y la cocina. Así, los alimentos se combinaban en preparaciones que se
consumían en momentos determinados formando el universo de la reproducción de los
cuerpos y de la vida social. De la vida que importa: la de todos los días, donde paraísos
e infiernos están marcados por la comida ya sea por déficit o exceso, ya sea por estar
preñada de historia o por no tener ninguna o por proyectarse a un futuro imaginado; la
comida modela la vida, es producto y a la vez productora de relaciones sociales y, aún a
pesar nuestro, el peso de aciertos y desajustes se marcarán en nuestro cuerpo y en
nuestra mente.
Este libro está escrito bajo esos signos, mi gusto por la comida y mi amor por la
antropología; está escrito en principio para mí, para poner en papel lo que enseño y que
salga del pequeño grupo de interés. Después para los estudiantes que me acompañan en
esta empresa que me gusta tanto y que es transmitir a otros lo que yo misma he recibido.
Y finalmente para quienes se interesen por leer otra versión de lo que es nuestra comida
cotidiana. Traté de escribir como hablo, sin acartonamientos innecesarios y tratando de
hacer simples y comprensibles muchas cosas complejas que tienen apenas explicaciones
provisorias e insuficientes. Este no es un libro para especialistas, está pensado para
gente curiosa, para asistirla en su acercamiento a la antropología alimentaria. Es el
primer escalón: al final de cada capítulo hay una lista de buenos autores a quienes
recurrir para ampliar conocimientos si el texto les ha interesado.
Este libro trata de explicar la importancia que ha tenido –y tiene– la alimentación en la
vida humana, es decir, en la vida social de los humanos (¿o existe alguna forma de vida
definida como humana que no implique al otro?), en su organización social, en su
sistema de derechos, etc., pero no de una manera lineal (espero que en el desarrollo del
texto quede claro) sino interactuando con otros eventos ecológicos, económicos, etc.
Podríamos parafrasear a Marcel Mauss y llamar a la alimentación “un hecho social
total”, ya que estudiándola abordamos todos los ámbitos de una sociedad, desde su
economía hasta su estética (¿o la gastronomía no es considerada el arte del buen
comer?). La manera de vivir ha condicionado la manera de comer, que ha condicionado
la manera de vivir, en un sistema complejo de interrelaciones múltiples donde apenas
podemos esbozar apretadas síntesis: eso es lo que intentamos en este libro, leer desde la
antropología alimentaria algunos procesos sociales, como la organización política o la
manera de enfermar y morir.
Algunas aclaraciones

En este texto hablaremos de la comida y no de alimentación, nutrición o consumo.


Porque si bien comer no es un evento exclusivamente humano, la forma en que
comemos si lo es. Delata nuestra humanidad, porque los humanos somos los únicos que
cocinamos para comer y al hacerlo elegimos, ordenamos, creamos, combinamos,
procesamos, cocemos, etc., y así imponemos categorías, clasificaciones, y las
ordenamos, es más las jerarquizamos de acuerdo a ciertos valores que supimos
construir, es decir imponemos valores a los productos naturales generando producciones
culturales: “dando sentido” a los nutrientes constitutivos de los alimentos que nuestro
omnivorismo nos permite metabolizar.
La comida humana se cocina (aunque no se cueza), hasta tal punto que en el lenguaje
coloquial: comida y cocina son indiferenciables, y se habla de “la comida de la Puna”
para referirse a lo que técnicamente es “la cocina de la Puna” (el modelo de
alimentación que impera en la Puna y que constituye la comida de la población de esa
zona). La cocina es propia de los humanos (aunque los cultivos de hongos que hacen las
hormigas, las almejas golpeadas por las nutrias y las batatas saladas de los primates,
amenacen con “preparaciones” animales, la exclusividad es nuestra a la hora de hablar
de prácticas culinarias). Buscar, seleccionar, crear, combinar, lavar, picar, cortar,
mezclar, cocer, decorar, servir, disponer de los restos, compartir y transmitir de acuerdo
a un sistema de clasificación que impone normas acerca de lo que está bien (o mal
cortado, cocido, servido etc.), es lo que constituye a una “cocina”, eso es lo propiamente
humano. Y ese compartir una cocina comiéndola en comensalidad, configura nuestra
singularidad, porque une indisolublemente aspectos biológicos (lo que se puede
metabolizar) y simbólicos (lo que se define, se comparte y se transmite como comida).
Recuperando a Claude Fischler (1995): los humanos comemos nutrientes y sentidos, es
decir: los humanos comemos los productos que necesitamos para vivir, previamente
seleccionados de acuerdo con ciertas categorías culturales acerca de qué es comestible
(y “bueno” para preparar y para compartir) y qué es incomible (y “malo”, de manera
que es mejor abandonar, ignorar o destruir ese producto).
El acto de comer comida (no hay otra posibilidad porque no se come lo que se considera
incomible), para los humanos de cualquier tiempo y cualquier latitud, no es solo ingerir
nutrientes para mantener la vida: es un proceso complejo que trasciende al comensal, lo
sitúa en un tiempo, en una geografía y en una historia, con otros, compartiendo
transformando y transmitiendo –real o simbólicamente– aquello que llama “su” comida
y el sentido que tiene esforzarse por conseguirla, prepararla, compartirla y desechar sus
restos.
Comer implica un comensal, una comida y una cultura que legitime como tales a los
dos anteriores. Así, de una manera poco perceptible, en el acto cotidiano de comer se
articula el sujeto con la estructura social. El sujeto deberá comer siempre aquello que su
sociedad, en un momento histórico: produce, distribuye y legitima como “bueno para
comer”. Pero, en un acto de oscurecimiento digno de un mago, ese sujeto devenido
comensal reducirá a lo individual (y llamará “mi” deseo, “mi” gusto, “mi” elección) lo
que es condicionamiento social.
Son los condicionantes sociales (por ejemplo, la capacidad de compra, o las creencias
acerca de la salud) los que hacen que los sujetos de esa edad, ese género, esa clase o esa
función, dentro de ese grupo, en ese tiempo, con esa tecnología y esa educación, pueda
comer porque es la comida que puede conseguir o producir o comprar, y está legitimada
por todos los que comparten esa representación (no de la comida sino de lo que llaman
la realidad).
Ignorando las relaciones sociales que condicionan sus opciones, el sujeto comensal
imaginará elegir y asumirá “eso” que puede comer como “su” gusto en materia de
comida, cargando con la responsabilidad (¿o la ilusión?) individual de reproducir y
reproducirse, física y socialmente de una determinada manera (sin darse cuenta de que
su plato fue llenado de estructura antes que en él se volcara una sopa). La complejidad
del evento alimentario arranca por la opacidad con que se articulan los términos de esta
relación.
Siendo un elemento clave de la reproducción, de los individuos y de las estructuras
sociales, todas las sociedades han puesto especial énfasis en dirigir lo que comen los
sujetos, construyendo socialmente el gusto del comensal. De manera que cada sujeto
elije “porque le gusta” como si dependiera del azar y de su libertad, lo que de todas
maneras está obligado a comer, porque vive en una sociedad determinada y en un
tiempo determinado. Irónicamente podemos decir –para demostrar este argumento por
el absurdo-– que a los porteños les gusta la carne, a los chinos el arroz y a los
mexicanos el maíz, no porque vivan en zonas donde la producción de estos alimentos
está ecológicamente adaptada, no porque la estructura económico-política haya basado
en ellos –desde hace muchísimo tiempo– la distribución de los bienes y los símbolos, no
porque dioses y científicos lo encuentren adecuado, no porque haya miles de años de
saberes acumulados… sino porque les gusta. En todos los lugares y en todos los
tiempos, todos y cada uno de los sujetos-comensales ha asumido como gusto propio lo
que su sociedad le ofrece, lo que abunda, lo que es más barato, lo que se reputa
adecuado y está legitimado por las creencias actuales y pasadas.
El gusto es una creación social que se manifiesta en lo individual para olvido de lo
social. No hay genes o fisiología de la lengua o de la nariz que explique “el gusto”, este
debe construirse socialmente (si bien sobre el material que aporta la biología). Una de
las características del comensal humano es que consume productos cuyo sabor le resulta
desagradable -por lo menos las primeras veces que los prueba- y el gusto debe educarse
para aceptarlas. La pimienta, el chile, el café o el alcohol, todos irritantes, se deben
“aprender” a gustar. Otra prueba de la construcción social del gusto es el hecho que
diferentes culturas gusten lo que otras aborrecen, mientras que si el gusto fuera
biológico sería universal. Frente a la universalidad de las capacidades biológicas de
percibir sabores y olores, la relatividad de la construcción cultural asigna sentidos a esas
capacidades biológicas. Sentidos que son a su vez reelaboraciones de la época sobre el
“mapa” de significados heredados de las generaciones anteriores.
No hay biología que indique qué comer (más allá de las características omnívoras de la
especie, que nos condena a la diversidad, ya que no encontramos todos los nutrientes en
la misma fuente). Cuando tratamos de explicar la diferencia de gustos y sus
cristalizaciones –las cocinas–, no debemos recurrir a la genética sino a la cultura, que
crea las categorías y construye colectivamente los sentidos con que son percibidas las
señales biológicas. Y esas categorías provienen del “otro”, ya que nacemos en una
sociedad que nos antecede, esas categorías provienen de una historia y se despliegan en
un tiempo y en una geografía. Por eso el comer es un evento “situado” (en un tiempo, en
una geografía, en una cultura).
Algunas definiciones se derivan de esta concepción: aunque nos alimentamos con
nutrientes, para que lleguen a nuestra anatomía deben tener el formato de lo que
llamamos “comida”. Si nos ofrecen para comer 150 kcal formadas por fructosa, hidratos
de carbono y vitaminas A y C, probablemente lo rechazaremos. En cambio, si nos
ofrecen una manzana probablemente la aceptemos, porque la manzana es comida y
aunque tenga tal formula química, para cualquiera eso es solo una lista de nutrientes. Ni
los nutricionistas comen nutrientes (solo los recomiendan), los comensales para serlo
comemos comida. Para ser “comida” los nutrientes deben estar “organizados” según las
pautas culturales que los hagan comprensibles, deseables; en fin, debe tener las
categorías de nuestra cultura. Podríamos ir a una farmacia y comprar las vitaminas en
cápsulas, las proteínas en solución, los minerales como sea, esto nutriría nuestros
cuerpos sin llegar a ser comida. Para que sea alimentación verdaderamente humana,
necesita estar en el juego de los intercambios sociales y el primer paso es entrar dentro
de las clasificaciones compartidas.
A ese sistema de clasificación que impone sentido a la naturaleza lo llamamos “cultura
alimentaria”, “patrimonio gastronómico”, “cocina”, “costumbres”, “hábitos”, distintas
palabras para señalar el mismo concepto: tiene que haber un grupo humano al que el
comensal se integre, un grupo que lo antecede y le “enseña a comer” transmitiéndole las
normas acerca de cómo comer y por supuesto qué sustancias del amplio abanico de las
comestibles serán llamadas por ellos “comida” y cuales (a despecho de sus nutrientes)
serán designadas como incomibles (ya sean yuyos o bichos).
Lo relativo de la clasificación de “comida” queda claro cuando observamos que la
misma sustancia comestible es considerada comida por un grupo social y excluida en
cambio por otro, o mejor aún: cuando pasa de comida a incomible en distintos
momentos de la historia del mismo grupo humano.
Comestible entonces es una sustancia susceptible de ser metabolizada por el organismo
humano, ya sean nutrientes o sustancias inertes como las fibras, o una sustancia
psicoactiva como el alcohol. Por ejemplo: el trigo candeal (Triticum turgidum L. var
durum) es comestible.
Para que una sustancia comestible se transforme en alimento debe entrar en el sistema
de prácticas y representaciones de una cultura. El trigo, en occidente y desde hace
10.000 años, ha sido domesticado, seleccionado, mejorado, producido, transportado y
molido hasta convertirlo en un alimento llamado harina.
Cuando ese alimento se combina según las reglas de la cocina de un grupo humano se
transforma en comida: en este caso, al trigo candeal transformado en harina se lo
convierte en fideos. Al llegar a este punto está totalmente integrado al sistema categorial
de la cultura que habilita para combinarlo con unos alimentos (salsa de tomate) y no con
otros (almíbar), servirlos calientes, pero no fríos, a ciertas horas (mediodía y noche) y
en ciertas comidas (almuerzo o cena, pero no en el desayuno o la merienda). Serán
preferenciales o no para un género o una edad, o se considerarán comunes y aptos para
el consumo diario, o tan especiales que se servirán en ocasiones festivas. Este formato
que la cultura impone a los alimentos para que sean comida es lo que conocemos como
“cocina” y se define por cinco elementos:
1. Un número de alimentos característicos de entre todos aquellos seleccionados como
comestibles.
2. Las particulares formas de preparar estos alimentos característicos: la manera de
cortarlos, asarlos, cocerlos, guisarlos, freírlos, ahumarlos, batirlos, mezclarlos y
combinarlos. Son los principios de preparación.
3. Las formas propias de utilizar especias y condimentos en combinaciones específicas.
Las llamaremos saborizantes o principios de condimentación.
4. La adopción de un conjunto de reglas de comensalidad. Esto es, la manera legítima de
compartir la comida: ya sean las normas que regulan cuántas veces al día hay que comer
(desayuno, almuerzo, merienda y cena) y qué característica debe tener el servicio
(simultáneo como en Oriente o sucesivo como en occidente) o cuál es el tipo de
preparaciones admitidas para el consumo diario y el consumo festivo. Las reglas que
rigen el espacio: dónde se come y qué tipo de comida corresponde al restaurante, al
trabajo o a la mesa hogareña. La regulación de la conducta de los comensales al
compartir los diferentes tipos de comida, tanto las normas de etiqueta en el banquete
como la organización y jerarquía de edades y géneros en la mesa familiar o cual es la
conducta esperable cuando se come en soledad y qué transgresiones se permiten y
sugieren para cada ocasión (picoteo, comida en el trabajo, cena de enamorados).
5. Las normas específicas de la transmisión de los saberes, las medidas de reproducción
y cambio en la cocina heredada y quiénes son los encargados de operar en cada nivel.
Quiénes saben porque cocinan y quiénes saben porque son comensales, y los medios a
través de los cuales la estabilidad y el cambio se comparten (boca a oreja, libros de
cocina, tutoriales en internet, etc.).

Cada cultura genera una cocina particular, ordenando los ingredientes, las
preparaciones, los saborizantes y las maneras de compartir y comer con reglas precisas
que habilitan lo que se puede consumir dadas las restricciones de su medio ambiente, de
su tecnología, de su organización social y de las creencias salubristas, sexistas o
escatológicas que imperen en su tiempo. Aunque en todas, al decir de C. Fisclher
(1995), la principal función es disminuir los riesgos ligados a la ingestión de alimentos
dándoles un marco conocido y probado.
En la cocina se muestra –como plato de comida– la abundancia y el déficit local. Por
ejemplo, la cocina tradicional asiática, que pica todo en trozos pequeños y apenas los
fríe rápidamente, tuvo su desarrollo en lugares muy poblados y deforestados. La
kiwicha (amarantus caudatus), a pesar de cultivarse desde el nivel del mar, se usó
principalmente en la cocina alto-andina donde escaseaba el combustible, ya que cocer
este cereal demanda 30 segundos. Otro ejemplo: la cocina japonesa, con su exigencia
estética en los platos, esconde la escasez de ingredientes y ha logrado a través de la
preparación y la presentación, que los mismos alimentos se vean y sepan de manera
variada rompiendo la monotonía, ya que una pequeña porción del mismo pescado puede
presentarse como crudo, cocido, dulce, amargo, agridulce, salado, picante, crujiente o
untoso, con un refinamiento estético que genera impresión de diversidad.
Volvemos a señalar que nada de esto es “natural”; ningún horario, ninguna
combinación, ninguna categorización de festivo o prestigioso tiene que ver con la
molécula de almidón de la harina o el ácido ascórbico del tomate. Son las categorías
culturales que hacen que el trigo se convierta en plato de fideos y se coma caliente, de
noche en la cena, y se combine con salsa de tomate (salada y caliente) y no con helado
de frutilla (dulce y frío). Las categorías que dan forma y sentido a la sustancia
comestible para hacerla comida están presentes en forma tan silenciosa que no se
perciben, por eso solemos considerar el comer como un hecho “natural”. Hay tres
reduccionismos que configuran las formas más frecuentes de oscurecimiento de lo
social en la alimentación: la reducción naturalista, el reduccionismo a-histórico y la
reducción individualista.
La primera reduce la riqueza del evento alimentario a su materialidad biológica, como si
fuera producto del metabolismo humano o de la composición química de los alimentos
ocultando las relaciones sociales que atraviesan el plato. Un ejemplo de este
reduccionismo es el decir del sentido común: “los fideos engordan”, cuando el que
engorda -en todo caso- será el individuo que los come y las causas sociales que lo llevan
a alimentarse de ellos: son baratos y sustituyen otros alimentos más caros, se preparan
rápidamente cuando el trabajo asalariado y el transporte ocupan la mayor parte del día,
requieren poca práctica y tecnología culinaria, son reconocidos como comida para todas
las edades y géneros, etc. Esta forma de oscurecimiento de los condicionantes sociales
en la alimentación, se produce porque al pertenecer y compartir los sistemas de
clasificación -los valores que dan sentido al mundo en que vivimos y constituyen lo que
llamamos nuestra realidad-, parece que tales normas y valores fueran inherentes al
funcionamiento de las cosas y en el caso de la comida como si fueran dependientes de la
química de los productos o del metabolismo de los comensales.
La reducción naturalista en alimentación se completa con la reducción individualista:
“come así porque le gusta”. Sin negar la posición subjetiva en la elección individual de
la comida, debemos volver a señalar que el gusto es una construcción social, ya que la
elección del comensal nunca es libre e infinita, siempre se elige dentro de un abanico
limitado de opciones (de entre todos los comestibles todos los platos: solo los que están
al alcance de mi bolsillo, etc.). Todas las elecciones: solo los que conozco, entre todas
las preparaciones: solo las que considero ricas, entre subjetivas señalan, antes que deseo
del individuo, su pertenencia a un grupo social que lo formó para considerar unas
opciones y no otras.
No hay mejor reducción a lo individual, oscureciendo las raíces sociales y su
historicidad, que el concepto de “dieta”. Mientras la palabra deviene del latín diaeta que
a su vez deriva del griego δίαιτα que quería decir: “régimen de vida”, lo que no quería
decir necesariamente alimentario, su sentido actual la ha despojado del contenido social
(de compartir con otros una manera de actuar en el mundo) y se usa para designar un
tipo específico de consumos, generalmente individuales y prescriptivos (por ejemplo:
dieta hipocalórica).
El concepto de “régimen” cuando se usa como sinónimo de dieta individual pero
mantenida en el tiempo también da cuenta de este reduccionismo. Aunque más
frecuentemente “régimen” suele emplearse con criterio epidemiológico,
refiriéndose a los agregados sociales, a poblaciones y en el largo plazo, como
sinónimo de patrón alimentario, por ejemplo, al decir: “régimen cerealístico de las
sociedades estatales”. Patrón alimentario, en tanto, es una construcción estadística
que designa las prácticas de consumo más frecuentes (alimentos, preparaciones o
formas de abasto) en una población, en una geografía, en un tiempo. En esto, el
concepto de patrón alimentario se emparenta con el concepto de sistema
alimentario.
El reduccionismo a-histórico consiste en ver la alimentación como si hubiera
existido siempre de la misma manera, en un eterno presente, despojado de historia,
de transcurrir y por lo tanto de cambiar; como si la comida y los comensales
hubieran existido de manera inmutable, desconociendo las transformaciones
operadas, su dinámica y las causas de esos cambios. El sentido común quiere los
alimentos que consumimos hoy como “los” alimentos negando que son productos de
miles de años de historia, intereses, aciertos y errores; y que “otros” intereses “otros”
errores y “otros” aciertos hubieran llevado a nuestra dieta a “otros” resultados. Por
ejemplo: el azúcar, tan integrado a nuestra alimentación que parece haber estado
siempre, tiene apenas un recorrido de 300 años. Cuando endulzamos nuestras infusiones
(te, café o mate) como algo “normal”, olvidamos que sus domesticadores: chinos,
africanos y paraguayos no las consumieron endulzadas durante miles de años; de
manera que nuestra dependencia del azúcar es una creación del siglo XV europeo y su
expansión colonial. Oscurecer el hecho que nuestros alimentos son productos históricos
y que cambian y se transforman con los cambios sociales oculta el hecho que son
relativos, que cambian y que ese cambio puede ser direccionado a través de políticas
públicas. La impresión de permanencia e inmutabilidad que propone el reduccionismo
a-histórico en la alimentación humana, es el correlato de la ilusión social de una
reproducción social sin cambios y en sociedades como las actuales, que están lejos de
ser igualitarias y hay sectores hegemónicos y subalternos, la ilusión de una alimentación
presente (proyectada al pasado y al futuro en una eternidad inmutable), es la ilusión de
la reproducción de la dominación de unos por otros ,
En la opacidad que adquieren en ella los fenómenos sociales, reside la fuerza de la
alimentación para reproducir material y simbólicamente la sociedad misma, por eso el
cuidado que todos los regímenes políticos a través de la historia, han puesto en
controlarla.
Pero además si mencionamos la potente reducción individualista que conlleva la
entronización del gusto en la gastronomía, o la reducción naturalista (ya sea remitiendo
al metabolismo o a los alimentos mismos) del enfoque nutricional, debemos señalar
también la reducción economicista que sugiere el concepto de “sistema alimentario”,
que –alejada del concepto de sistema– ve la alimentación humana como relaciones entre
producción, distribución y consumo. Desde esta perspectiva, la racionalidad se entiende
como maximización de los beneficios sobre los costos, las diferencias como
rendimiento, etc., al analizar el abastecimiento y las relaciones que se establecen desde
el origen hasta la disposición de los restos y aún sus consecuencias en los comensales.

Este trabajo pretende asumir la alimentación humana en su complejidad, lo que –según


Rolando García (2004)– no es sumar visiones disciplinares sino redefinir
constantemente la episteme. Asumida la problemática de la alimentación humana desde
la complejidad, atravesaremos sistemas alimentarios, patrones estadísticos y discursos
gastronómicos, en busca de comprender qué y por qué comemos lo que comemos,
utilizando como tema la construcción social de lo que se llamó “comida” como el
elemento privilegiado que articula pasado y presente.
Aunque este libro se titula “una historia social...”, me apropiaré del concepto
resignificándolo, porque el lugar de la alimentación –para los historiadores sociales-
constituye un indicador de diferenciación social y de las cambiantes relaciones entre
grupos, y queda chico para lo que pretendo, que es el despliegue de la diversidad de la
comida en las distintas sociedades humanas y su impacto en la organización, las
creencias y los cuerpos.
Menos me atrae el enfoque de la historia cultural que se interesa más por la forma en
que la comida genera identidades y define grupos alimentando tanto a los sujetos como
a las poblaciones o la historia política que va a buscar en la comida la base de las
relaciones de poder, y la manera en que la producción, distribución y consumo se
encuentran en el centro mismo de su generación. La historia medioambiental, en
cambio, sitúa la comida más allá de la población humana, en la interacción con otras
poblaciones no humanas pertenecientes a las distintas cadenas tróficas que los humanos
siempre han tratado de comprender y utilizar. Es que el contacto más cotidiano, más
estable y más esencial se produce cuando comemos. La comida nos conecta con el
medio local pero también –y esto es más cierto hoy cuando las dietas están
deslocalizadas– con el mundo (con varios mundos en realidad, el de los ecosistemas
visibles y el de los invisibles peligros microscópicos).
Así que he resignificado lo que se suele llamar “historia social” para incluir otras
historias, intentando una perspectiva en y desde la complejidad. Porque una
característica de este texto es que combina datos biológicos, paleobotánicos, climáticos,
epidemiológicos, etc., con prácticas culturales y políticas de poblaciones, en una
amalgama de datos pertenecientes tanto a las ciencias exactas como a las ciencias
sociales.
Esta concepción de sistema alimentario como sistema complejo, abierto, invita a pensar
que “la realidad” se forma entre un conjunto de fenómenos relacionados e interactuantes
donde ningún elemento analítico resulta ajeno. Pero no todos tienen el mismo peso; esta
jerarquía de niveles y campos la notará el lector a medida que avance en el texto, ya que
se combinará una visión amplia y abarcadora… y también casos particulares. Espero
que esta visión sistémica no se confunda con funcionalidad ni con equilibrio. Si algo
caracteriza la comida humana en la historia, antes que la estabilidad es la crisis. Los
diferentes sistemas han colapsado, estallado y se han autoorganizado sucesivas veces.
Menos aún remite a la peligrosa idea de “progreso”, de la que siempre se sigue que
culminará en breve con felicidad para todos. No acuerdo con ninguno de los dos
conceptos, aunque debo señalar que aportan mucha más tranquilidad que la realidad
caótica que ofrecen los sistemas abiertos cuando los vemos en su profundidad temporal.
En realidad, antes que tranquilidad espero que esta lectura aporte problemas (a mí me
ha generado muchos), aquellos que la visión evolucionista lineal acalla, porque es cierto
que los cazadores recolectores no construyeron computadoras, pero su alimentación
sigue siendo hasta el día de hoy la más racional (en función de los costos de obtenerla y
los beneficios que aportó cada especie consumida), diversa (en la sociedad global cerca
de 15 especies explican la mayor parte del consumo), la única “natural”, la más
duradera y permanente en la historia de la cultura humana (hasta condicionó el
genotipo), de manera que… mejor no evaluar progreso porque mucho depende de las
categorías utilizadas.
Tratar la comida como un tema eminentemente humano, inseparable de las relaciones
con el medio y con los otros, implica sintetizar en pocas páginas aspectos ecológicos,
económicos, sociales, políticos y culturales que inciden en la manera de vivir y de
comer. Pretendo reflexionar acerca de los últimos millones de años tratando de mostrar
la potencia del tema (no solo para la reproducción física de los cuerpos sino para la
reproducción de los sentidos y saberes), con el objetivo esperanzador de: comprender
qué pasa hoy con nuestra alimentación que parece estar en crisis perpetua (habida
cuenta que no hay sector –desde los médicos a los economistas– que no piense que
“comemos mal”), y utilizar el aprendizaje acerca de la historicidad de nuestra comida
para soñar un futuro.
Quiero aclarar que no es la historia social de la comida sino una historia social, como
habrá tantas otras; esta es la síntesis que me resulta relevante, relacionando las
diferentes organizaciones sociales con las variadísimas formas que asumen la cocina y
la comida, la que, a su vez, condicionará los cuerpos (sus formas, sus capacidades), la
calidad de vida de la población y su particular manera de relacionarse con la naturaleza
y de enfermar y morir.
Es una tarea enorme que implica relacionar un abanico especialmente grande de temas,
que abordaremos siguiendo como forma de exposición el concepto de transiciones
alimentarias. Este concepto nos permite subsumir en un enunciado general los grandes
cambios en la historia social de la comida, superando los enfoques que categorizan
producto a producto (como la Historia Natural y Moral de los alimentos de Magueleone
Toussaint-Samat (1991), o proceso a proceso (como la Historia de la comida de
Fernández Armesto (2004), o período a período (como la Historia de la alimentación de
Massimo Montanari (2004).
Entendemos las transiciones alimentarias como cambios estructurales, estables, que
modifican lo que se llama comestible, comida y comensal. Es un cambio tan profundo
como irreversible; una vez ocurrido no tiene vuelta atrás y por supuesto no son
exclusivas de la comida, sino que ésta acompaña grandes cambios en la manera de vivir
y de pensar. Estos cambios se manifestarán tanto en la alimentación (transición
nutricional) como en la población (transición demográfica) como en la manera de
enfermar (transición epidemiológica), como en la tecnología, en la organización
sociopolítica, etc.
Dividiremos la situación de la alimentación humana en tres grandes períodos, aunque
arbitrarios en sus inicios y finales. Parece importante señalar que todas estas
transiciones tuvieron principios difusos, largos desarrollos, diversidad interna (que
apenas tomaremos en cuenta limitándonos a la corriente principal), cronologías
superpuestas y consecuencias demoledoras.
Los orígenes de la primera transición se pierden en la bruma del tiempo largo de la
especie y –en algunos lugares donde todavía perduran cazadores-recolectores– aún
continúa, transformada, subalternizada, pero existe. La segunda transición ocurrió
cuando comenzamos a domesticar plantas y animales y nos transformamos en
productores, así que esta transición tuvo muchos comienzos (por lo menos registramos
seis originales) e infinidad de adaptaciones secundarias en tantos tiempos y lugares
distintos como la domesticación transformara la vida. La tercera señala el momento en
que pasamos a producir industrialmente nuestros alimentos; es un producto europeo que
se exporta al mundo.
A cada transición –la primera que nos hizo humanos, la segunda que nos hizo
desiguales y la tercera que nos hizo opulentos– corresponden alimentos trazadores;
aquellos que por su magnitud en el consumo y su significación culinaria y sociopolítica
califican un tipo especial de consumos y conllevan consecuencias específicas. En la
primera transición será la carne, en la segunda los granos y en la tercera el azúcar, lo
que no quiere decir que otros alimentos no fueran también importantes (las grasas entre
los cazadores-recolectores, la leche entre los pastores, o aceites y harinas refinados
durante el industrialismo); pero los trazadores son determinantes porque dependen de
cierta manera de concebir el medio y la acción de los humanos sobre él, habilitan a
buscar y aplicar ciertas tecnologías y suelen organizar los géneros, las edades y los
grupos en pos de obtenerlos; son sintéticos, donde están llevan a cuestas las
características estructurales de esa transición.
Aunque he intentado dar a mi exposición una estructura cronológica debería ser obvio
para los lectores que no hay tal cosa como una línea evolutiva (que fue el sueño del
siglo XIX) y que estas transiciones se solapan con una complejidad creciente y aunque
busquemos regularidades para la descripción, el azar juega en la naturaleza tanto como
en la cultura y se retoba ante los patrones que nuestra obsesividad discursiva le pretende
imponer.
Esta sistematización en tres transiciones debe mucho a ecólogos y demógrafos como
Robert Kates (1994) y el Proyecto Tierra Transformada (Tumer et al., 1990) de los años
90, así como al pionero Edward Deevey que en 1960 postuló tres “oleadas” de
población (con crecimientos exponenciales y estabilización posterior) en coincidencia
con tres grandes cambios tecnológicos (el bifaz, la agricultura y la industria). No
ignoramos los aportes de Popkin (1994), pero sus transiciones nutricionales que siguen
la epidemiología y la demografía desestiman la tecnología y la organización política y
social, las que -a mi criterio- son relevantes al momento de explicar los cambios en la
manera de comer. Además, considera las transiciones reversibles, mientras que en los
modelos ecológicos y demográficos en que se basa, los cambios que las provocan no lo
son. Esto hace que la multiplicación de transiciones sea muy adecuada para sus fines –
que no son los nuestros–, ya que está destinado a explicar –para luego operar– en la
alimentación como generadora de enfermedades. Con un fin utilitario (modificar la
alimentación actual), su análisis de la situación presente le requiere mayor detalle, el
que se logra modificando la sistematización y agregando transiciones, así llega a cinco.
Diferenciándonos, en este texto se consideran los tiempos actuales como la fase final,
exacerbada, del industrialismo. Al igual que algunos filósofos que consideran que la
posmodernidad no ha superado la modernidad, sino que sería su última fase: una
modernidad tardía, en cuanto exacerba sus características sin cambiar los principios; así
también en este texto consideramos el período actual como un industrialismo tardío,
antes que una transición diferenciada.
Hay algunas salvedades que no pueden dejar de mencionarse: los datos son
principalmente europeos o americanos porque son aquellos a los que tengo mayor
acceso: muy pocas veces encontrarán citas asiáticas o africanas o provenientes de
Oceanía (aunque las hay). Escribo desde Argentina, así que muchos ejemplos son
propios, porque pertenecemos y nos diferenciamos tanto como cualquiera y –a pesar de
nuestras aspiraciones– no somos tan especiales como nuestras representaciones
culturales nos sugieren.
Como breve guía de lectura señalamos que este libro está compuesto por tres partes,
correspondiendo cada una a una transición. La primera transición tiene como alimento
trazador a la carne con su contenido de proteínas y ácidos grasos. En el primer capítulo
abordaremos las transformaciones alimentarias que sufrió la especie en el proceso
mismo de hacernos humanos, millones de años atrás. En el segundo capítulo trataremos
la cocina de los humanos que vivían y viven como recolectores y cazadores, de la
extracción de recursos naturales, sus alimentos, preparaciones, organización social y las
enfermedades de ellos derivadas.
La segunda transición, la de los granos, plenos de los hidratos de carbono que nos
permitieron inventar la desigualdad como consecuencia de sus mayores virtudes (el
aporte de energía y la posibilidad de conservación). Comienza con el Capítulo 3
exponiendo los avatares del cambio climático y la domesticación. El Capítulo 4 aborda
la cocina de los pastores y su invención maravillosa: la leche y los lácteos. El Capítulo 5
se dedica a la cocina de los plantadores de tubérculos y la relación entre comida y
organización política. El Capítulo 6 analiza la comida de los agricultores y las
consecuencias ecológicas, demográficas, sanitarias y sociales de cultivar granos. De allí
pasamos al Capítulo 7, que aborda la cocina en las sociedades estatales preindustriales,
la diferenciación entre alta y baja cocina y el comer con arreglo a la calidad de las
personas, los cuerpos de clase y las distintas maneras de enfermar.
La última parte aborda lo que definimos como tercera transición, en la que nos
encontramos actualmente, la que nos hizo opulentos y creó los paraísos e infiernos de la
alimentación industrial. El alimento trazador es el azúcar. En el Capítulo 8 abordamos
las transformaciones de la alimentación en la modernidad temprana, empezando por la
difusión de especies entre continentes que trae el colonialismo y luego seguimos con la
comida en los primeros tiempos del industrialismo, tanto en las metrópolis como en sus
colonias a medida que se extiende la economía de mercado. El Capítulo 9 estudia la
comida actual, el tiempo de la industrialización global y se llama “Devorando el
Planeta” porque señala la crisis global de la alimentación actual, que se presenta en la
producción, la distribución y el consumo, que veremos en sus consecuencias sociales,
políticas, epidemiológicas y demográficas. Quisimos terminar en el Capítulo10 con “El
futuro de la comida y de la sociedad de comensales”, presentando las alternativas que
pugnan por situarnos en la próxima transición, cuyos textos… escribirán otros.

Queda claro desde la primera línea de este libro, que el interés por la comida y la cocina
viene de familia (y creo haberlo transmitido a mi hija Laura). Debo agradecer a
Mauricio, mi compañero de siempre, por soportarme dudando infinitamente ante el mar
de datos, aunque debo señalar que entrenó su paciencia budista en los diez años de mi
libro anterior: Estrategias de consumo: qué comen los argentinos que comen, con el que
sufrí mucho más.
A mis estudiantes, los que lo fueron (y ahora son profesionales que me alegran con sus
creaciones, permitiéndome creer que les transmití un saber que es importante en sus
vidas) y los que lo son, que me soportan y todavía se asombran, porque apoyo en ese
asombro mi curiosidad insaciable y me impulsan hacia el saber de los sabores. Termino
agradeciendo a Diego Díaz Córdova y a Daniel Flichtentrei por sus valiosas sugerencias
y a Hugo Spinelli, director del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad de Lanús,
editor persistente, sin cuya insistencia seguiría corrigiendo el manuscrito ad infinitum.

Bibliografía

Fischler, C. (1995). El (h)omnívoro. El gusto, la cocina y el cuerpo. Madrid, Anagrama.

Aguirre, P.; Díaz Córdova, D.; Polischer, G. (2015). Cocinar y comer en Argentina hoy. Buenos Aires,
Sociedad Argentina de Pediatría.

García, R. (2006) Sistemas Complejos. Conceptos, Métodos y Fundamentación Epistemológica de la


Investigación Interdisciplinaria. Serie Cla-De-Ma. Filosofía de la Ciencia. Eitorial Gedisa.
Barcelona .

Epistemología de la complejidad. Gazeta de Antropología Nro. Disponible en:


www.econ.uba.ar/www/institutos/.../marco.../beltramino_trabajo.pdf 6

Toussaint-Samat, M. (1991). Historia natural y moral de los alimentos. Madrid, Alianza Editorial.
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Armesto, F. (2004). Historia de la comida. Alimentos, cocina y civilización. Barcelona, Tusquets


Editores.
Montanari, M.; Flandrín, J.F. (2004). Historia de la Alimentación. Gijón, Trea.

Kates, R. (1994). El mantenimiento de la vida sobre la Tierra. Investigación y Ciencia, Nro. 219.

Tumer,Ll.; Clark, W.; Kates, R.; Richards, J.; Mathews, J.; Meyer, W. (1990). The Earth as transformed
by Human Action. Global and Regional Changes in the Biosphere over the past 300 years.
Cambridge, University Press.

Popkin, B. (1994). Nutritional Transition in low income countries, an emerging crisis. Nutrition Reviews,
Vol.52, Nro 9, pp. 285-98.

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