Encanto Suicida
Encanto Suicida
Encanto Suicida
Suicida
Arik Eindrok
Para Rous,
la única razón para no estar triste en esta existencia absurda
Encanto suicida,
un divino verso que me recuerda
el tragicómico absurdo de la vida.
Lo último que supe tras haberme dejado caer en el agua era que cometía algo
estúpido, pero a la vez muy hermoso. Y era tan placentera la sensación de
desprendimiento que, antes de desaparecer por completo, agradecí el último
momento y me arrepentí de no haberme entregado antes al magnífico encanto
del suicidio.
Y es que, antes del fin, aún espero enamorarme por última vez, pues sé que
solo eso me obsequiará una muerte mucho más encantadora.
De eso se trataba al abrir los ojos por la mañana y enfrentar otro día en este
banal mundo, tan solo de olvidar que estaba vivo para tener la voluntad de
seguir viviendo.
Tan triste y miserable era la humanidad que dos personas del sexo opuesto no
podían tener otra razón para permanecer juntos unas horas que no fuera unir
sus cuerpos en un absurdo intercambio de sensaciones semimuertas que
avivaran someramente el fuego que la banal existencia había helado desde el
comienzo.
Era peligroso cuestionarse y darse cuenta de que la verdad que tanto se
buscaba no existía por ninguna parte.
Una vez recorrido el sendero, tarde o temprano, ya nada más quedaría, todo se
tornaría banal e insulso. Cualquier compañía sería tediosa y anodina. Incluso
la filosofía, el misticismo, los libros y las artes, todo eso seguiría siendo
humano y algo de lo que uno terminaba hastiándose.
Si los humanos fuesen un poco menos estúpidos, elegirían liquidar a todas sus
abominables criaturas engendradas, y luego se matarían en favor de un mundo
maravilloso.
En la sombra de mi soledad encontré más motivos para sobrevivir un día más
que en aquellos por los cuáles todo el mundo luchaba, que siempre se reducían
solo a sexo y dinero. ¿Es que había, me preguntaba, algo más por lo que los
humanos creyeran estar vivos?
Si fuera mujer solo me interesaría hacer una cosa en la vida: matar a todos los
hombres.
Porque solo a ti te esperaré por siempre, incluso más allá del lúgubre velo de
la muerte.
Siempre supe que en esta vida mi naturaleza se encontraba más que podrida.
Me entristecía sórdidamente porque sabía que era un ser tan banal como todos
esos humanos que disfrutaban lo efímero del tiempo en esta infame existencia.
El humano es demasiado terco en sus vanos intentos por contrarrestar su
carencia de sentido, pues aún trata, desesperadamente, de encontrar un
antídoto en el sexo y el amor; y, a veces, en su delirio, incluso cree tener
ambos, sin saber lo lejano que se encuentra de la más mínima expresión
afectiva o íntima.
II
Todo ser, sin importar sus principios y el supuesto amor que pregone en su
quimérica realidad, termina alguna vez en su vida, indudablemente, abrazando
los embriagantes y reconfortantes brazos de la infidelidad. Esa es la mejor
forma de entender la decadente naturaleza que compone la esencia del
humano.
Los humanos son bárbaramente adictos al sexo, pero no con la persona que
creen amar; resulta mucho más atractivo sexualmente alguien detestable y a
quien se pueda humillar sin límites.
Cuando el humano recurre al amor, lo hace más por necesidad y deseo carnal
que por un sentimiento puro y sublime.
Cualquier cosa es sexualmente posible si se encierra a cualesquiera individuos
en un cuarto y se les somete a condiciones determinadas de estrés y sumisión
donde se entrelacen los conceptos de placer y suicidio.
Ninguna persona, en realidad, logra la excitación total con la persona que cree
amar, sino con aquella que solo desea, con la que puede evitar caer en un
estado de sumisión sexual absoluta.
Toda clase de felicidad humana, tal como es buscada y entendida hoy en día,
es absurda.
Así era la existencia de los patéticos humanos, todo lo que eran estaba
representado por un pedazo de papel sin ningún valor más allá de este
miserable mundo perdido en la infinidad del tiempo.
Qué raza tan patética es esta que se esclaviza por lo más absurdo y cuyos
sueños han sido predefinidos del mismo modo en que su vida ha sido ya
etiquetada por el falso dios y la ignominia de la realidad alterada.
La existencia de una raza tan miserable como la humana no puede ser sino un
tedioso desecho, un milagro insoportable, una tragedia indeseable, una
absoluta violación a la cordura y a la dignidad universal.
¿Qué son los humanos sino borrosas sombras que intentan desesperadamente
esclarecerse donde no existe luz alguna? ¿Qué clase de deidad se complacería
con tan ominosa creación? Si acaso, a lo mucho, el humano sería un
experimento fallido que vaga en la inmensidad del universo esperando su fin,
aguardando a que ocurra un suceso extraordinario que lo despoje de su
miseria.
Tal como algunos animales mudan de piel, así mudará el humano que se diga
sublime: se arrancará la fachada tan pobre y patética en que se le ha envuelto.
A las personas no les basta ser imbéciles por su cuenta, sino que deciden unir
sus aciagas vidas y engendrar otro mediocre y miserable ser al cual
contaminarán con su inmunda ignorancia.
III
Las personas no son para las personas, nadie está destinado a conocer a
alguien más.
Y así es como el humano logra lo que parecía imposible. Una vez trascendidas
las barreras de la muerte, desfragmentado el falso ser que le acondicionaba y
le unía con el mundo, nada queda ya por experimentar en una existencia tan
absurda e injusta donde la libertad es el mayor de los pecados. El suicidio
sublime se presenta entonces como un encanto, un dulce melifluo que solo
algunos pueden escuchar y apreciar.
Sabía que había llegado el momento de consumar esta agonía extrema cuando,
al besarte, solo pude avergonzarme de ser yo al que amaste.
Poco a poco se secó mi corazón y con él este amor. Fue trágico comprender,
tras haber derrochado infinitas noches de locura y éxtasis, que no podría
capturar algo más que tu inmunda forma corporal. Lo que yo anhelaba de ti
era esa magia siniestra que me trastornaba cuando me besabas, y es que en tu
mirada vislumbraba el sino de todas mis emancipaciones espirituales. Ahora,
por lo visto, nos une únicamente aquel impulso ante el que se contamina la
mente.
El día en que no soportaba más mirar a las personas fue el mismo en que
acepté el encantamiento del suicidio como la mejor manera de sobrevivir.
Relajar el malgastado intelecto tras haber sido forzado a existir en este vano y
putrefacto infierno era lo que me restaba. Yo era superior al resto de humanos,
¿por qué debía, entonces, perdonar la banalidad y la estupidez que circulaba
por sus venas?
Nada hay más placentero que masturbarse, ¿o es que acaso no estamos todos
solos, al fin y al cabo? Entonces ¿para qué fingir que se requiere de otro ser
para aquietar esos impertinentes impulsos sexuales? El ser tiene en sí mismo
todo lo que necesita para sobrevivir en este mundo patético, al menos en eso sí
se ha acertado. Por lo tanto, es inútil buscar compañía desde cualquier
perspectiva, sobre todo en la sexual.
Si alguna vez pensé que esta infame pocilga llamada falsamente civilización
no podía estar peor, no sabía cuán insensato e ingenuo era entonces mi
moldeado pensamiento; de hecho, aún lo es, solo que ya no espero nada de la
civilización, tal vez solo su extinción.
Entre las cosas que más me fastidiaban, además de respirar, estaba el hecho de
tener que comer. Si tan solo mi energía fuese ilimitada, si no tuviese que
verme atado por tan fútiles necesidades humanas. Por eso odiaba mi
naturaleza, porque me sentía constituido de la manera en que exactamente
jamás me hubiese gustado haber sido.
La humanidad, ¡qué gran chiste! Y pensar que alguna vez se consideró que
esta raza de humanos dependientes de zarandajas, adoradores del sexo y el
dinero, ahítos de falsas ideologías y perfectamente corruptibles, era la máxima
representación de la evolución. Creo que hasta una mosca desempeñaría mejor
el papel, pues ambas especies disfrutan del mismo modo posarse en el más
sórdido excremento.
Lo que más me molestaba de dormir era el hecho de saber que, pasadas unas
cuantas horas, debía despertar y continuar mi inútil existencia entre la
pestilente sociedad donde me hallaba preso. Solo el sueño aliviaba
momentáneamente el peso tan enorme que vivir representaba, y es que vivía
por obligación, por una absurda errata del azar.
No hay, considero, mayor perdedor que el patético soñador quien, por alguna
ridícula razón, aún tiene esperanza alguna en la humanidad.
El suicidio era el acto más hermoso que se podía llevar a cabo en vida. Sin
embargo, era también demasiado sublime y puro para que seres totalmente
envilecidos y con espíritus carcomidos por la desdicha de existir pudieran
entenderlo. Para alguien cansado y desesperanzado, suicidarse significaba
volver a vivir lejos de este abyecto mundo.
IV
La fatalidad de existir era lo que no podía evitar por ningún medio; la terrible
guerra que, desde el comienzo, sabía perdida. Esa era la mayor contradicción:
tener que existir sin haberlo deseado; saber que, más allá de la muerte, tal vez
no había ya nada, pero acumular todas las esperanzas en tal estado.
Cuán irrelevante y tedioso debía ser vivir para que se anhelara el abrazo del
suicidio alado…
Cada vez que mantenía relaciones íntimas se iba perdiendo el deseo sexual.
Entonces llegó el punto en el cual fornicar también se había convertido en
mero compromiso, en una obligación que debía realizarse solo por impulso. Y
así, tener sexo pasó a ser tan absurdo y ridículo como comer, respirar, bailar,
leer y, en fin, existir.
Algo que jamás entenderé es por qué las personas añoran tanto vivir, aun
sabiendo lo inútil y trivial de sus vidas. Podría ser que esté en la naturaleza de
la mayoría prolongar y perpetuar tanto como se pueda el mayor error alguna
vez imaginado. Verdaderamente, los habitantes de este mundo se han vencido
a sí mismos, han conseguido ignorar cualquier sensatez y reflexión, se han
convertido en títeres de un falso y repugnante destino.
A esa persona especial con quien pudiese haber compartido los momentos
menos banales en mi superflua estancia en este vil mundo solo me restaría
decirle: juntos hicimos nuestra existencia menos aburrida, nuestra vida menos
tortuosa y, sobre todo, nuestra muerte más hermosa.
Entonces, antes de llevar a cabo el acto más sublime, solo pensaba que,
después de todo, me sentía muerto desde hace mucho tiempo, aunque
supuestamente aún vivía… Por lo tanto, tomar la navaja y rasgar mis muñecas
no pudo serme sino netamente indiferente.
Existir es lo más horrible y miserable que podría haberme pasado. Y, por ello,
mi agonía no ha cesado y mi mente prosigue de un modo insano. No sé qué
sea la felicidad, solo estoy seguro de que lo más cercano a ella debe ser, para
cualquier ser tan hastiado como yo, el deseo de abandonar este cuerpo y de no
volver a ser nunca humano.
Quiero morir, el sentido que encuentro en esta vida es matarme. Existir ha sido
lo más inútil, miserable, vil y absurdo que me ha podido pasar. Olvidarme de
todo lo que he sido será más que liberador, será la vida que jamás he conocido.
La gran verdad es que todo este mundo es una mentira y que la existencia no
tiene ningún sentido, que la humanidad no es, desde ninguna perspectiva,
privilegiada ni concebida por deidad alguna, solo un error que jamás debió
haber ocurrido. Y yo, con esta soga atada al cuello, colaboraré un poco en la
resolución de tal desatino.
Entendí que había llegado el momento, así que pensé en todo lo que me había
hecho humanamente feliz y sonreí, atravesé la puerta y me dirigí como un loco
hacia mi destino, el único que ahora podía pertenecerme, la única libertad de
la cual nadie podía privarme: la decisión de ahogarme en el manantial del
suicidio.
Yo era libre de suicidarme cuando quisiera; esa era, al menos, la idea mediante
la cual olvidaba lo miserable que era vivir.
Lo que deseaba esa noche antes de suicidarme era solo un beso, de quien
fuera, hombre o mujer, real o ilusorio, vivo o muerto… ya todo daba igual.
Pensaba que, tarde o temprano, todos aquellos a quienes pudiera apreciar
estarían enterrados, y que yo, sin ellos, seguiría mi absurda vida. Entonces me
sentí aliviado, porque, después de todo, mi soledad seguía siendo más
consoladora y hermosa que cualquier compañía humana. En fin, ante la muerte
de quien fuera todo seguiría igual, nada habría cambiado hasta que llegara mi
turno.
Ayer te vi después de tanto tiempo, y supe que, aunque te había amado, ahora
solo amaba el ensueño eterno de la muerte.
No sé qué es lo que podría sentir por ti, pero, quizá, sea la más encomiástica
verdad en este pantano inmundo de falacias que se extiende sin cesar.
Eso era lo que hacía cada tarde libre de la que disponía en este mundo
absurdo… recostarme, poner mi mente casi en blanco y pensar en la inutilidad
de mi existencia.
El mejor poema que he conocido es ese donde ambos se suicidaron tras haber
hecho el amor.
Cualquier cosa era preferible antes que relacionarse con la humanidad, si tan
solo fuese posible la inexistencia, la divinidad que el suicidio me anuncia
cuando ya no puedo más.
No se trataba de ser parte de este infecto mundo, tan solo de olvidarse que se
estaba en él para resistir un día más en este repugnante estercolero de
banalidad sempiterna.
Luego, salía a las calles y miraba personas cuyas metas eran un automóvil
lujoso, una mansión de muchos pisos, viajes a lugares elegantes, buenos
puestos en las empresas, y en general, cualquier cosa absurda relacionada con
sexo, dinero y entretenimiento. Entonces se desbordaba el pensamiento con el
cual justificaba la existencia de esta universal blasfemia.
Me embriagaba para olvidar por unas horas cuán intrascendente era continuar
viviendo, para aniquilar los demonios que pululaban buscando apoderarse de
mi interior, para apartar de mi visión las alucinantes deformidades que en
soledad había creído más reales que mi agonía.
Dormir tarde y despertar temprano, y a pesar de ello, sentirme cada día menos
en este mundo de locuras y desaciertos.
Quien mata a alguien no debería de ser considero un criminal, sino una especie
de mesías.
Qué más me daba ser vil o virtuoso, moriría igualmente hoy, mañana o cuando
fuese. Cualquier cosa me era ya indiferente, tan solo vivía añorando otear la
sublime esencia de la muerte.
Ser suicida es tan solo otra definición de ese estado donde la indiferencia
absoluta impregna cada espacio del espíritu; es, definitivamente, estar muerto
en vida.
No te pido que te quedes conmigo toda la vida, puesto que ni siquiera me
interesa continuar viviendo… Únicamente ven hoy, ahora, solo esta noche has
que mi existencia sea menos miserable del único modo humanamente
concebible… Sé que esto es todo lo que somos, tú y yo, la humanidad y
cualquier dios. Fue divertido haberte conocido, amado y odiado. Sonreiré al
recordar tu último orgasmo mientras la cuerda oprime mi cuello.
VI
En fin, parece que hasta aquí llega la treta de existir. Estoy tan cansado de
soportar la blasfemia de ser humano, de estar preso en este mundo superfluo y
malsano. El suicidio me ha encantado, y yo debería apreciar la molestia que se
ha tomado en haberme seducido a tal grado.
Lo que necesitaban las personas para sentirse felices en una realidad tan banal
y pestilente como esta era vencerse a sí mismos, lo cual implicaba una
absoluta renuncia a la individualidad, la espiritualidad y todo aquello
inmanente al ser. En cambio, la mentira, la hipocresía y la identificación con el
rebaño eran conductas altamente deseables e indispensables para la felicidad
moderna en el mundo más miserable alguna vez imaginado y que, en su
estupidez y trivialidad, creía ser el resultado definitivo de la evolución.
Nada tenía que hacer aquel poeta de mirada perdida en una humanidad
corrompida por los vicios, el sexo, el materialismo y, sobre todo, el dinero.
Pobre desdichado que pasaba los días melancólico y poético, anhelando la
muerte para escapar de esta pesadilla absoluta.
Era peligroso ampliar la percepción más allá de los límites establecidos, pues
entonces se podía terminar detestando todo lo que era el mundo, el humano y
uno mismo.
Decidí no hablar más con las personas cuando comprendí que ser estúpido y
patético era lo que las mantenía vivas, aquello de lo cual extraían la voluntad
suficiente para existir sin sentido, para imaginar que sus actos y deseos
tendrían significado alguno en este infierno regido por el dinero y el suicidio.
¿Quién o qué realmente soy yo más allá de este cuerpo inmundo infestado de
humanidad? Quizá solo la muerte podría mostrarme una respuesta lo más
cercana posible a la verdad.
Los humanos suelen creer que su existencia está justificada, que toda esta
blasfemia que nos rodea debe tener un motivo para ser y que, por ello, deben
continuar reproduciéndose y enfermando la naturaleza con su deplorable y
malsana esencia; ciertamente, nunca hubiese pensado que la estupidez de la
humanidad podía alcanzar tan insospechados niveles.
No hay peor castigo, a mi parecer, que el hecho de existir sin saber por qué.
¿De qué servía luchar por algo en esta vida mundana sabiendo de la inutilidad
de cualquier intento por dilucidar la verdad? Lo mejor era permanecer el
mayor tiempo posible bajo el influjo del sueño y, cuando definitivamente
llegara el día en que no se soportase más este castigo infame que era vivir,
recurrir al regalo divino obsequiado por el suicidio.
¿Quién cree aún en la humanidad? Únicamente esos a quienes las mentiras han
obnubilado la razón hasta el punto de hacerles sentirse felices y cómodos en su
inmunda miseria.
La humanidad era tan miserable, insignificante y absurda que nacer para
formar parte de ella debe ser una maldición.
Cualquier cosa que tenga algo que ver con la ignominia humana me repugna,
sobre todo el hecho de existir perteneciendo a ella. Por eso, no me queda otra
opción más que vomitar cuanto me ha sido enseñado para vivir hasta quedar
vacío, hasta sentir el magnífico y catártico beso de la muerte.
Si alguien tiene hijos, lo mejor que puede hacer es matarlos y luego suicidarse.
Solo así podría purificarse de la estupidez y la infamia cometida con tan
insensata conducta.
Soy solo un humano que detesta su existencia y cuyo máximo sueño es una
quimera: nunca haber sido yo. Eso, indudablemente, no me hace distinto al
rebaño que se agita entre la infamia más deplorable y las creencias más
pestilentes.
Los miro y parecen vivir sin cuestionarse nada, tan estúpida y banalmente
transcurren sus patéticos días, intentando hacerse de bienes materiales y
luchando por dinero, teniendo hijos de la manera más vil e inculcándoles la
misma basura que a ellos los tiene muertos en vida. Entonces los analizo y sé
que morirán en el mismo absurdo en que han nacido y crecido, que su
existencia debe ser alguna especie de trágico suicidio.
Las personas intentan ser diferentes para llamar la atención, se entregan a las
más deplorables prácticas con tal de sentirse únicas. Sin embargo, cuando te
das cuenta de que verdaderamente lo eres, deja de ser divertido y empieza lo
deprimente. Porque sabes que toda la humanidad está engañada, pero así es
como se consigue la felicidad en este mundo de fantasmas errantes. Además,
esa misma capacidad para engañarte antes funcionaba, pero ya no más. Y,
aunque intentes ser como ellos, es imposible volver.
VII
Tal vez por eso es soportable vivir, al menos por un tiempo, porque, al fin y al
cabo, siempre queda la muerte como consuelo.
Ahora creo tener cierta certeza misteriosa de por qué los humanos no se
suicidan. Quizá sea porque siempre es mejor vivir, aunque sea
miserablemente... al menos así es como ha continuado esta ignominiosa y
absurda pesadilla a la que estúpidamente llamamos vida.
Aquel reflejo en el espejo que veía solo en muy contadas ocasiones dejó de
parecerme tan espeluznante cuando me percaté de que era solo un muerto que
creía estar vivo.
Alguna vez creí ser feliz, eso es lo que debo agradecerte antes de dejarte ir
para siempre. La navaja espera mi regreso, y hoy he decidido que ya nada me
detendría, que este mundo me sería para siempre ya indiferente y que, en el
ocaso de esta triste y absurda existencia que he soportado todos estos años,
sonreiré al recordar tu mirada magnificente cuando finalmente me entregue a
la muerte.
Eras lo único que me mantenía vivo, pero jamás noté que mi compañía tu alma
extinguía.
Qué fastidio tener que continuar una vida que jamás solicité, sobre todo
rodeado de humanos cuyos vicios sobrepasan cualquier delirio blasfemo.
Tener sexo es el único motivo, además del suicidio, que encuentro para no ser
yo.
No conozco mayores absurdos que casarse, tener hijos, creer en un dios, mirar
televisión, anhelar dinero, materialismo, sexo y, sobre todo, vivir.
Pero qué ridículo fue haber pensado que la bestia dentro de mí había cesado y
que la había dominado. Ahora comprendo por qué mi corazón se sacudía de
dolor ante las explosiones suicidas de amor y suciedad.
Quizá sea un milagro que las personas sean estúpidas, pues, de otra manera, la
humanidad nunca hubiera existido.
Después de que la sangre fue vertida vinieron las enseñanzas a reclamarme tan
efímera elucubración.
El humano es la criatura que puede engañarse del modo más magnífico posible
en cualquier aspecto, por eso es incapaz de conocerse a sí mismo y de aceptar
su sinsentido.
Cada noche que decidimos no matarnos nos parece como si nunca hubiésemos
vivido.
Esa cosa que habitaba en mi interior solo quería amor, pero yo la alimentaba
con sentimientos de destrucción y tristeza, porque sabía que eso le haría mejor
que la cruel y vil mentira que pedía con tanta fiereza.
VIII
Bastaron unos cuantos segundos para abandonar este mundo, para averiguar
cómo lucía mi alma después de todos esos traumas y coloquios con el
demonio que engulló mis deseos de ser menos absurdo.
Esto era decadente, pero tener sexo era mejor que fingir amar, era el remedio
perfecto para suicidar el alma infeliz de aquel poeta en cuyo llanto se ahogó el
colibrí al que escogiste.
Aunque la amaba, era inútil cualquier intento por estar a su lado. Yo no podía
complacerla, ella necesitaba a alguien un poco más humano. Ella solo deseaba
sentirse real en esta paradoja en la cual he muerto desde su último llamado.
Las cosas nunca cambian, solo es el extraño reflejo de nuestra tristeza lo que
nos muestra destellos de realidad o de demencia.
No quería sentirme tan solo, pero odiaba la compañía de mi especie. Cuando
la criatura dejó caer su semen en mi mente, me alegré de haber permanecido
virgen y de encontrarme con el dios de la muerte.
Aquí estás de nuevo, solo y suplicando por un poco de tiempo para ser amado,
¿no es así? Me enferma saber que no has creído en las mentiras del mundo,
pues tu dolor me persigue hasta el sitio donde la luz y el abismo son uno solo.
Muéstrame una sola cosa que sea valiosa y sagrada en la existencia, y que no
se parezca a eso que absurdamente se llama amor en este mundo de sangre
cuajada y corazones putrefactos.
Todos aceptamos haber sido alguna vez partícipes de una conspiración para
engañar a los sentidos y no recurrir al suicidio, pero ¿quién ha consolado el
lamento de la criatura que domina su interior y carcome su espíritu entero?
Si el amor fuese lo más horrible de este mundo, aun así, los humanos
buscarían experimentarlo, poseerlo y exprimirlo, pues eso les haría sentir un
tanto menos muertos.
Parece ser que esta vez el vacío no aceptara los soliloquios de un loco suicida
que ama la muerte de la vida.
Para poder vivir, la única cosa verdaderamente indispensable es engañarse con
cualquier cosa, y, casi siempre, con lo más miserable.
Sí, la clave para hacer de esta inútil vida algo más tolerable era engañarse con
lo que fuera: religión, ciencia, personas, lugares, teorías, creencias y, en fin,
con cualquier bagatela que pudiera hacerme olvidar por un momento lo
miserable que era mi yo.
No quisiera saber otra cosa de ti además de tu fin, eso es lo único que me haría
momentáneamente feliz.
Pareciera ser que ninguno de ellos lo percibe. Los entiendo, porque en algún
instante fui como todos ellos, un ser banal y hambriento de dinero y
materialismo, alguien con deseos absurdos de vivir. Ahora, por desgracia, ya
nada puede hacerse para volver. Una vez que la amargura y el pesimismo de la
existencia han alcanzado el más sublime espíritu, la idea de que esta existencia
carece de sentido se hace imperante.
Entonces vivir se torna en una agonía imposible de soportar, cuanto más tanto
que ya no es mínimamente concebible volver a engañarse y ser estúpido como
ellos, como el resto del mundo, como la humanidad entera...
Sé que no lo entiendes, pero eres la única persona que, alguna vez, me ha
interesado, y eso ya es mucho considerando que nada me importa, nada más
que la muerte.
IX
Esta noche he decidido poner fin a esta tragicómica novela, será el momento
de acabar con esta trastornada realidad, de ahogar en sangre todo este malestar
y de sonreír cuando me olvide de mí mismo por la eternidad.
Y pasa que casi nunca se termina en la vida con la persona que más se ha
creído amar, pues en esta existencia sin sentido incluso el amor no está exento
de ello.
Una de las mejores cosas que podemos hacer para evitar jodernos desde un
principio es no creer en nada de lo que de pequeños nos enseñan nuestros
padres o profesores.
Todos queremos un mundo diferente, uno lleno de paz y justicia, uno casi
perfecto; pero nadie se cuestiona si realmente mereciera vivir en tal mundo.
Todas las personas opinan, todas creen tener la razón, juzgan y argumentan.
Esto es gracias a la libertad de expresión; y también gracias a esto es que
podemos apreciar la estupidez humana en todo su esplendor y su constante
aumento en la misma proporción con que el ser estulto se reproduce.
Y, sin embargo, eso definía mi existencia: seguir extrañas y patéticas
tendencias buscando desesperadamente matizar de realidad el vacío inminente
que en mí no toleraba, que en el mundo imperaba.
Cómo hubiera deseado ser un humano libre, al menos así podría abandonarme
a la irrelevancia ataviada de eternidad.
Cualquier cosa era útil para intentar darle un sentido a la vida; de otro modo,
ésta se tornaba ominosamente insoportable.
Lo único que había conseguido al vivir había sido llenar mi ser de un dolor
eviterno y de una tristeza tan flameante que quemaba mi interior a cada
instante.
Los fragmentos que laceraban mi espíritu eran los mismos que los humanos
usaban para deleitarse con sus vicios y sus absurdas andanzas.
Después de vivir supe lo que se sentía estar muerto; sin embargo, después de
morir, ¿sabría lo que se sentiría estar vivo?
No sabía si quería existir, aunque al abrir los ojos supe que no tenía opción.
¿Pero por qué hasta ahora me lo cuestionaba? ¿Es que acaso mi razón había
sido extirpada por la infame succión de esta pseudorealidad y licuada
ominosamente con todos mis sueños y emociones retorcidas? Lo podría saber
tal vez demasiado tarde, cuando el último sonido de la vetusta marea ahogase
la no deseada respiración.
No entiendes las ganas que tengo de que esto pare, quisiera borrar los
recuerdos de las imágenes que veo y que posiblemente ni siquiera existen.
Era impensable virar e intentar dilucidar los pasos que me habían conducido
hasta mi actual decadencia; ni siquiera atisbaba el comienzo de este
menguante sendero, tan lejano e inalcanzable me parecía la evolución hacia lo
supremo que, en el momento del quiebre eviterno, me arrojé hacia el delicioso
abismo de los impulsos ingobernables, de los seres más deplorables cuya
muerte representaba lo que repugnaba en vida.
X
¿Qué sería de mí si no quisiera morir? ¿Acaso podría tornarse mi ser en un
depravado incitador de la vileza humana? O ¿tal vez un impúdico gusano
aparentando ser feliz en esta irónica y volteada falacia? Era sensato, pese a la
estúpida opinión de los humanos a mi alrededor, querer desistir.
No debe sorprendernos que los humanos habitantes de este triste mundo estén
tan corrompidos y sean tan viles, que sus acciones y sentimientos carezcan de
cualquier sentido y que, en su recalcitrante miseria e infinita ignorancia, se
jacten de ser la creación de alguna entidad divina, pues cuán cierto es que la
más atroz banalidad no se percibe nunca como tal ni conoce su propia
naturaleza, y si mínimamente lo hace, se empecina por acrecentarse hasta lo
insospechado.
Las respuestas que tanto he buscado, acaso, ni siquiera se hallen en esta fútil
existencia, donde tan desesperante me es intentar ser yo.
Todo era tan decadente, banal y tedioso que me resultaba indiferente estar vivo
o muerto, para mí ambas cosas eran lo mismo. El único motivo que me hacía
despertar era imaginar que, esa noche, al fin acabaría con mi asquerosa
humanidad.
Ese es el problema: aún soy demasiado humano. No sé cómo ser más fuerte,
cómo convertirme en un dios… tal vez es imposible superar los límites de mi
naturaleza, rozar algo más allá de esta inmunda tristeza.
Todo es un gran enigma, pero sin sentido; cualquier camino conduce al mismo
destino, la incertidumbre gobierna la existencia de los seres a quienes les ha
resultado tan ajena la sublimidad.
Y yo, sin ser distinto, solo tengo certeza de algo: la humanidad es una raza
miserable y condenada a la extinción desde el primer momento en que osó
ensuciar la creación. Es tedioso, lo sé, pero al menos esa certeza es la que
percibo diariamente al verme involucrado con los humanos que habitan este
pedazo de infierno, y estoy seguro de que así se mantendrá hasta que me mate,
esa será la única gran verdad que aquí creeré.
Dos son los cimientos que sostienen esta infecta y estúpida civilización de
humanos abyectos, tan bien planeada por manos ocultas que manejan bien los
títeres que los pueblos llaman líderes: la mentira y la hipocresía. No se
necesita más para fingir no estar muerto, para sentirse feliz en este pestilente
tormento, para escanciar la sangre del moribundo eterno.
Es extraño que los humanos peleen por imponer una religión o una creencia
cualquiera, y más brutal resulta el número de guerras que surgen entre manos
siniestras.
Tan complejo parece ser elegir ante qué ser imaginario arrodillarse, y no lo
entiendo, puesto que todos se han sometido tan ominosamente ante el falso
dios, mismo que ha demostrado ser más efectivo para imponer un aciago reino
en este camposanto patético. Y ¿cuál será este falso dios? Simple: el único que
alguna vez ha podido hacer creer a los muertos que estaban vivos, aquel por el
que todo esto carece de sentido, ese con el poder de trastornar el destino.
Es emocionante que los humanos se alegren por haber finalizado sus estudios,
pues con ello se completa el moldeamiento al que han sido sometidos desde
años atrás sin que lo sospechen.
Ahora viene el paso fundamental para que este mundo continúe su feliz
camino hacia la putrefacción y la miseria: el individuo debe trabajar para
satisfacer los vicios inculcados en su psique, y creer que es feliz en su
adoctrinamiento, casarse, contaminar con las mismas patrañas a sus
nauseabundos hijos, perseguir materialismo y dinero, fornicar como un cerdo,
mirar televisión, ser cada vez más corrompido por la pseudorealidad… y así
hasta la muerte.
Cada vez es más claro para mí que nada de este mundo tiene sentido, pero es
normal que las personas no lo perciban; es, incluso, ideal. De otro modo, todas
las mentiras que nos han metido tan majestuosamente en la cabeza desde el
execrable nacimiento caerían por el enorme sinsentido que simbolizan y, con
ello, todo este sistema de porquería y falacias misteriosas se derrumbaría. Tal
utopía es, empero, la única forma de libertad que yo concebiría.
¿Cómo se esperaba que los humanos fuesen seres divinos si sus mismos dioses
son tan miserables como ellos, quizás aún más?
Me niego constantemente a creer que esta existencia patética y efímera es todo
lo que hay, intento contradecir esos murmullos cuya veracidad se torna cada
vez más evidente. No obstante, entre más virtudes concedo a los humanos, las
únicas pruebas que recibo indican exactamente lo opuesto.
XI
No tengo una vida, ni siquiera quiero una; cada día siento enloquecer, no
soporto más el ruido en mi cabeza.
La felicidad que los humanos creen tener es solo mera y distópica ficción, tan
solo engendrada como una ostentosa representación de su propia estupidez.
Qué inefables son los sueños de los seres terrenales, aquello que los haría ser
dioses; y qué lamentable la facilidad con que les son arrebatados y
despedazados por la maquinaria del poder, reduciéndolos en meras existencias
atroces y falsas creencias.
Las apariencias e impresiones resultan más sublimes que lo que las personas
son en realidad, solo una realidad de fantasía tan endeble como de sentido
carente.
Cada vez que moría era ella quien me devolvía la vida, aunque fuese en un
mundo de argucias.
No diré algo más, pues está de más, y el que yo exista es lo de menos, pero tú
eres el inefable absurdo de mi existencia.
Me río de sus estúpidas creencias. Quizá las mías no son distintas, pero al
menos no escupo mis ideas con un sentimiento de orgullo tan hipócrita, pues
aun dentro de mí soy sincera. Al mismo tiempo incluso lo que veo refleja eso,
quizá por ello siento más asco.
Te recordaré por siempre, nunca olvides que te amaré, aunque el amor ya haya
muerto.
Por encima de todo lo que brilla e invita a regocijarse con el halo espiritual,
puedo ver que tienes el alma más hermosa que yo haya podido atisbar.
No controlo lo que vibra en mí y lo que escribo, incluso parece que cuando eso
pasa fuese otra persona, una que me gustaría conocer.
Quiero creer que, al final de todo, hallaré las respuestas que nos han llevado a
la desolación del ser inmortal.
Qué pobre mendigo aquel que después de conseguir el tesoro perdido lo pierde
lanzándolo al mar con su propio y desmedido actuar sin sentido.
Después de todo, soy solo un aburrido sin remedio, una estrella consumida en
la noche execrable por los demonios del laberinto mental en donde he sido
arrojado.
Mi pequeño acto en este teatro casi llega a su fin, fue un gusto haber
compartido la escena de mi estúpida vida contigo.
Solo una cosa me molesta más que existir: leer todo lo que escribo. Prefiero
que sean algunos espíritus sublimes los que aprecien el trasfondo de mis obras,
porque creo que escribir es lo poco que aún me mantiene vivo, pero leerme
haría que me pegara un tiro, lo cual sería mi suicidio preferido.