10 ReinadoIsabelII
10 ReinadoIsabelII
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Los carlistas eran enemigos acérrimos del liberalismo y sus reformas (libertadas económicas, políticas
y sociales, laicización o descristianización de la sociedad, desamortizaciones) y, bajo el lema “Dios, patria y
rey” defendían el Antiguo Régimen y la monarquía absoluta de origen divino además de la cuestión foral, es
decir, el mantenimiento de los fueros y privilegios tradicionales frente al centralismo borbónico. Según esto las
regiones debían mantener sus instituciones de gobierno autónomas, su propio sistema de justicia y la exención
fiscal y de quintas para el servicio militar. De ahí que el carlismo encontrase sus principales apoyos en zonas
montañosas de Cataluña, el Maestrazgo (Castellón) pero sobre todo en el País Vasco y Navarra.
Los principales apoyos del carlismo estaban en el medio rural y en las élites del Antiguo Régimen:
campesinos, baja nobleza que veían peligrar sus mayorazgos, el clero rural y órdenes religiosas amenazadas por
las desamortizaciones y algunos artesanos y oficiales del ejército. Por el contrario, las grandes ciudades no
apoyaron al carlismo ni tampoco la burguesía comercial, industrial o financiera, los trabajadores urbanos, las
altas jerarquías eclesiásticas, la alta nobleza ni la mayor parte del ejército que apoyaban a Isabel II.
Internacionalmente Austria, Prusia, Rusia, Nápoles y el Papado apoyaron a Carlos frente a Francia, Portugal y
el Reino Unido que se comprometieron con el régimen liberal de Isabel II.
Durante la primera guerra los carlistas se hicieron fuertes en el norte peninsular. Desde el Maestrazgo el
general Cabrera fracasó en su avance hacia Madrid (Expedición Real 1837) y el coronel Zumalacárregui murió
durante el asedio a Bilbao en 1835. Tras diversas victorias de las tropas isabelinas, al mando del aclamado
general Baldomero Espartero, finalmente se negoció la rendición de las tropas carlistas con la firma del
Convenio de Vergara (Guipúzcoa, agosto 1839) con el simbólico abrazo entre el general carlista Rafael
Maroto (lorquino) y el isabelino Baldomero Espartero. En este tratado los carlistas aceptaban a Isabel II como
reina a cambio del respeto a los fueros vascos y navarros y la incorporación de los militares carlistas al ejército.
Algunos sectores radicales del carlismo (como el encabezado por Cabrera que siguió luchando hasta su derrota
en el Maestrazgo) y Carlos Mª Isidro, que se exilió a Francia, rechazaron el acuerdo. El carlismo se mantuvo
militarmente activo a lo largo del XIX, reivindicando especialmente los fueros y provocando dos conflictos más,
entre 1846-49 y 1872-76, tras el exilio de Isabel II.
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2.- EL REINADO DE ISABEL II: LA ORGANIZACIÓN DEL RÉGIMEN LIBERAL (1833-1868)
La minoría de edad de la reina (llegó al trono con 3 años) obligó a establecer una regencia, primero su
madre, la reina Mª Cristina (1833-40) y, tras su exilio, el general Baldomero Espartero (1840-43)
Se llevaron a cabo algunas reformas como la división provincial de Javier de Burgos, la liberalización
del comercio, la industria y los transportes, la libertad de imprenta pero con censura previa… pero la guerra
carlista y la desastrosa situación económica junto a los progresistas, que pedían reformas más radicales,
provocaron sublevaciones militares urbanas que exigían una ampliación de las libertades políticas y del sufragio.
En 1836, un pronunciamiento militar contra la regente protagonizado por suboficiales del ejército, el
motín del Palacio de la Granja, obligó a Mº Cristina a reimplantar la Constitución de 1812 que, inmediatamente
después, sería sustituida por un nuevo texto, la Constitución de 1837. Más moderada que la de 1812 mantenía la
división de poderes y los derechos individuales pero otorgaba mayor papel a la reina ya que la potestad de hacer
leyes estaba compartida entre ella y las Cortes que eran bicamerales formadas por Senado o cámara alta en
parte de grandes propietarios pero también con miembros elegidos por sufragio censitario y Congreso de los
Diputados o cámara baja con miembros elegidos por sufragio censitario. Con este marco constitucional se
tomaron medidas modernizadoras como la desamortización de Mendizábal de los bienes del clero regular
(1836) que convertía la propiedad vinculada en propiedad libre sacada a la venta, la supresión de los diezmos a la
Iglesia, la desaparición de los mayorazgos y señoríos, de las aduanas interiores, de la Mesta y de los gremios para
favorecer el crecimiento de la industria y el comercio.
Sin embargo, los progresistas, como Juan Álvarez de Mendizábal, tuvieron muchos problemas para
consolidarse frente a los moderados que dominaron los gobiernos, con apoyo de la regente, entre 1837-40 hasta
que, nuevas sublevaciones populares consiguieron nombrar al general progresista Espartero, héroe popular
por sus éxitos militares en Hispanoamérica y contra los carlistas, como regente (1840-43). Espartero gobernó de
forma dictatorial ganándose el rechazo de todos, incluidos los militares (Prim, Serrano, Narváez, O’Donnell). Su
política económica librecambista ponía en peligro la industria textil catalana provocando revueltas en
Barcelona duramente aplastadas y la desamortización de los bienes del clero secular (a partir de 1841)
provocaron una fuerte oposición de la Iglesia. En 1843 una insurrección general, civil y militar, encabezada por
el general Ramón María Narváez, hizo caer al gobierno y provocó el exilio de Espartero a Londres.
Proclamada mayor de edad a los 13 años, Isabel II asumió el trono de España (1843) y encargó la
formación de gobierno al partido moderado, liderado por Narváez, que gobernó, con mano dura, durante todo
el período con el apoyo de la burguesía más conservadora.
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Los progresistas fueron marginados totalmente del poder al considerar que las reformas políticas y
sociales en España estaban conseguidas y ante el temor a una revolución. Narváez establece un sistema político
estable pero oligárquico (gobierno de una minoría) en la que primaba el orden sobre la libertad y el pueblo
apenas estaba representado. Esta versión restringida, conservadora y antidemocrática del liberalismo se conoce
como liberalismo doctrinario.
Una nueva Constitución en 1845 reforzó los elementos conservadores de la de 1837: soberanía
compartida entre el rey y las Cortes, aumento del poder legislativo de la Corona y el gobierno, reducción de las
funciones del Parlamento bicameral (Senadores, aristócratas, con carácter vitalicio y diputados elegidos por
sufragio censitario muy restringido), catolicismo como religión oficial y limitación de derechos y libertades con
sujeción a leyes posteriores. Sólo podían ejercer el derecho al voto y ser elegidas las personas procedentes de
sectores sociales con propiedades o distinguidas por su profesión (abogados, funcionarios, intelectuales…), es
decir, un 1% de la población a los que favorecían con concesiones para la construcción de obras públicas,
promociones inmobiliarias, provisión de material para el ejército…aumentando la corrupción y el autoritarismo.
El período se inició con un pronunciamiento militar conocido como “la Vicalvarada” (porque se
inició en los cuarteles de Vicálvaro en Madrid) y estuvo organizado por moderados de izquierdas y tropas al
mando del general Leopoldo O’Donnell, líder de la Unión Liberal. Este movimiento revolucionario, apoyado
en algunas ciudades con juntas revolucionarias, no pretendía derrocar a la reina sino volver a aplicar las reformas
interrumpidas en 1844.
Tras los sucesos de Madrid, Isabel II encargó la formación de gobierno al general Espartero, al frente
de los progresistas, en colaboración con O’Donnell, al frente de los moderados de izquierdas. Se retomaron así
las reformas como la Ley de imprenta sin censura, el mantenimiento de la Milicia Nacional, la Ley de
Ferrocarriles, la ampliación del sufragio, la descentralización de la administración local y reactivación de la
desamortización (1855), con Madoz, con la puesta en venta de las posesiones de la Iglesia aun sin desamortizar
pero, sobre todo, de las tierras y bienes municipales y del Estado. También hubo un proyecto fracasado de
Constitución no proclamada en 1856. Pero durante el periodo, a pesar de la bonanza económica, estallaron
motines de subsistencias y huelgas organizadas que provocaron una nueva crisis de gobierno siendo los
progresistas desplazados por los moderados al frente de Narváez.
La principal preocupación de los gobiernos de esta etapa fue restaurar el orden y, así, se produjo una
alternancia en el gobierno de los moderados de Narváez y la Unión Liberal de O’Donnell (moderados de
izquierdas y algunos progresistas). Buscando fomentar el progreso económico los liberales incrementan las
inversiones públicas (tendido ferroviario, canal de Isabel II). También se impulsa una política exterior dirigida
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a restaurar el papel de España como potencia internacional, en conformidad con los intereses de Francia y
Reino Unido, pero que no reportó ventajas materiales o económicas. Sólo Prim obtuvo algunas victorias en
México y en el Norte de África.
La política interior se basaba en los principios de la Constitución de 1845, vuelta a poner en vigor,
pero incapaz de atender las demandas crecientes de mayor libertad y derechos civiles. Por un lado, los ministros
eran nombrados y destituidos según la confianza de la reina y sus camarillas, mientras el gobierno clausuraba las
Cortes a su conveniencia y, por otro, proseguían las insurrecciones de los grupos marginados del poder
(progresistas y demócratas). Las conspiraciones alentadas por estos últimos, no iban sólo contra el Gobierno sino
contra la propia Isabel II.
Finalmente, desde el exilio, las fuerzas de oposición firmaron un acuerdo, el Pacto de Ostende
(Bélgica, 1866) que incluía un acuerdo para destronar a Isabel II y crear juntas revolucionarias. En
septiembre de 1868, con el pronunciamiento del almirante Topete en Cádiz y la rápida extensión de la
revolución por las principales ciudades de España acaba el reinado de Isabel II, que se ve obligada a marchar
definitivamente al exilio.