3 La Transmisión de La Vida
3 La Transmisión de La Vida
3 La Transmisión de La Vida
LA TRANSMISIÓN DE LA VIDA
1. Introducción
En este momento, hemos llegado a una temática de la que muchos han hablado, en la que los
Estados han puesto el acento de forma bastante atrevida y dolorosamente destructiva, y en la que se
han producido grandes cambios conceptuales debido a la introducción de las técnicas que invaden
la procreación humana.
La llamada revolución sexual del siglo pasado consiste básicamente en una separación drástica
-vivida como una liberación del amor y de la sexualidad, es decir: de los significados unitivo y
procreador del acto sexual.
Tiene sus máximos exponentes en las técnicas contraceptivas (unión sin procreación) y en la
fecundación artificial (reproducción sin unión).
Su sentido ideológico se deja sentir en la reinterpretación de términos clásicos y la producción de
una nueva terminología, sólo neutral en apariencia (reproducción natural o asistida, planificación
familiar, etc.).
Por ello, tratándose de un tema tan polémico, parece conveniente mencionar algunas obras
doctrinalmente sólidas que sirvan para una consulta adicional.
2. Paternidad y creación
El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y
educación de los hijos. Ellos son el don excelentísimo del matrimonio y contribuyen en gran modo
al bien de los mismos padres. Pues: El mismo Dios, que dijo: «no es bueno que el hombre esté solo»
(Gn 2,18) Y «que los creó desde el principio varón y mujer» (Mt 19,4), queriendo comunicarles una
participación especial en su propia obra creadora, los bendijo diciendo: «creced y multiplicaos»
(Gn 1,28).
Así pues, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera
sus intérpretes.
Tal colaboración no se refiere sólo al aspecto biológico, sino más bien a que en la paternidad y
maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo distinto y especial de como lo está en
cualquier otra generación sobre la tierra. En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella
imagen y semejanza, propia del ser humano, como sucedió en la Creación con nuestros primeros
padres. La generación es, por consiguiente, la continuación de la Creación.
El concilio Vaticano II y el Magisterio posterior se han referido a esta participación especial del
varón y de la mujer en la obra creadora de Dios, describiendo la generación de un hijo como un
acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges en
íntima comunión y, al mismo Dios que se hace presente.
Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto
de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida.
Así, pues, para que la vida de una nueva persona humana entre en la existencia han de concurrir dos
actos libres:
· Uno, el acto libre de Dios Creador que decide crear.
· Y dos, el acto libre co-creador de los esposos que deciden poner todas las condiciones necesarias y
suficientes que de ellos dependen, a través de un acto sexual conyugal fértil.
3. Paternidad responsable.
Teología y ética del don
La responsabilidad personal y de pareja se alimenta en una espiritualidad y una ética del don. Al
mismo tiempo que el mandamiento del amor recíproco, Dios entrega a la pareja humana el mandato
de hacer prolífico ese amor. Dios, mientras confía la vida humana a la responsabilidad de dos
criaturas, les pide también el compromiso de una relación de amor y de condimentar la existencia
con actos de amor verdaderos.
En rigor, el carácter sexuado de dicha vocación y de las diferencias fenomenológicas del varón y de
la mujer cuando introducen diferencia entre maternidad y paternidad. Pero la paternidad
responsable es una vocación común a los dos esposos.
«Por ello, el amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de "paternidad
responsable", sobre la que hoy tanto se insiste con razón y que hay que comprender exactamente.
Hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí.
En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto
de sus funciones,. la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman
parte de la persona humana.
En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta
el dominio necesario que sobre aquéllas han de ejercer la razón y la voluntad.
En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad
responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una
familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley
moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido.
La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral
objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable
de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes
para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de
valores.
En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder
arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los
caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios,
manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por
la Iglesia».
Afrontando y dando respuesta al problema planteado por el Concilio de cómo conjugar el amor
conyugal con la procreación, el papa Pablo VI, en la encíclica HV -de 1968-, localiza el fundamento
de la tradición doctrinal de la Iglesia en la conexión imprescindible, que Dios ha querido y el
hombre no puede romper por iniciativa propia, entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreativo. Lo cual no sólo es incompatible con el aborto y la
esterilización, sino también con toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su
cumplimiento, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como
medio hacer imposible la procreación.
La argumentación personalista de la HV no ha resultado clara desde el inicio, sino que ha dado
lugar a fuertes controversias, incluso en el campo teológico. Mas una lectura honesta de la
Encíclica, reforzada por el Magisterio posterior, pone de relieve que la norma de la Humanae Vitae
no trata de respetar el orden biológico en cuanto tal, sino de tomar en consideración el dato de que:
en el cuerpo y por medio del cuerpo es alcanzada la persona misma en su realidad concreta.
La verdadera libertad del varón y de la mujer está en abrirse al amor y al don de sí que el mismo
cuerpo revela. No se ama verdaderamente al cónyuge si no se es capaz de amar su cuerpo; carece de
sentido decir te amo, pero no amo tu cuerpo.
Veamos ahora la diferencia ética entre contracepción y abstinencia periódica.
Hoy es común acercarse al tema de la procreación responsable a partir de las exigencias del amor
conyugal.
Lo que resulta difícil es comprender por qué en cualquier forma de contraconcepción queda
comprometido el amor conyugal.
Si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o
psicológicas de los cónyuges o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito
tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del
matrimonio sólo en los períodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios
morales.
Es verdad que, tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad
positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá;
pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del
matrimonio en los períodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no se debe buscar,
y hacen uso después en los períodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la
mutua fidelidad. Obrando así, ellos dan prueba de amor verdadero e íntegramente honesto.
El fragmento citado implica, entre otras cosas, que quienes recurren a prácticas anticonceptivas para
evitar un nuevo nacimiento pueden hacerlo por razones plausibles, lo cual no altera, sin embargo, el
significado ético y antropológico de la acción anticonceptiva en cuanto tal. La diferencia no es entre
métodos naturales y artificiales meramente técnica, de ahí, que la Iglesia autorice el uso terapéutico
de la píldora anticonceptiva -no abortiva- mientras rechaza el coitus interruptus, pese a que no
recurre a ningún elemento artificial.
Una intervención sobre el cuerpo humano no es moralmente negativa porque sea artificial, lo es
únicamente si no respeta la dignidad de la persona y no es signo de un amor total a ella.
Cuando los cónyuges, mediante el recurso a la contracepción, separan los dos significados que
Dios creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión
sexual, se comportan como «árbitros» del designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad
humana y, con ella, la propia persona del cónyuge, alterando el valor de donación «total». Así, al
lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los cónyuges, la contracepción impone
un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir: el de no darse al otro totalmente; se produce,
no sólo el rechazo positivo a la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad
interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal.
La diferencia ética fundamental entre contracepción y abstinencia periódica estriba en integrar -o
no- a la sexualidad en la persona. Lo que está en juego es considerar el cuerpo y la sexualidad como
instrumentos de la necesidad o del deseo, o por el contrario, como dimensiones de un ser personal
que, al actuar, no puede dividirse en partes. Así, en la contracepción, la mujer acoge al hombre en
el rechazo de su gesto inseminador; el hombre recibe a la mujer, pero negando activamente su
ritmo fisiológico y psicológico. Ambos se acogen en la exclusión de una apertura, aunque sólo
posible, del acto sexual a la vida de un hijo.
Creen algunos que, satanizando los métodos artificiales, los católicos incurren en la hipocresía de
buscar el mismo fin con métodos distintos. La respuesta del Magisterio -lo repetimos- parte de una
visión bastante más rica de la persona y de su dimensión relacional:
La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la persona, es decir, de la
mujer, y con esto, la aceptación también del diálogo, del respecto recíproco, de la responsabilidad
común, del dominio de sí mismo.
Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y, a la vez, corporal de la
comunión conyugal, como también vivir el amor personal en su exigencia de fidelidad. En este
contexto, la pareja experimenta que la comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de
ternura y afectividad que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su
dimensión física.
La contracepción habla el lenguaje del dominio. La abstinencia periódica, en cambio, cuando está
movida por la castidad y la caridad, expresa escucha, respeto, disponibilidad y acogida de la
persona, de la sexualidad y de la vida; requiere dominio de sí y, por tanto, la expansión de la
libertad espiritual en el amor y en la procreación.
Paradójicamente se revelan más biologistas aquellos que en la sexualidad conyugal no ven otra cosa
que el aspecto biológico manipulable según el deseo. La contracepción expresa, de hecho, una
concepción biologista de la sexualidad.
4. Castidad y caridad
Toda esta temática se ilumina cuando se considera, no tanto en una perspectiva normativa cuanto en
su relación interna con la caridad y la castidad.
Todo bautizado es llamado a la castidad, cada uno según su estado de vida particular La castidad
es la capacidad de amar a la persona entera en su dimensión corpórea. La caridad es la que
informa internamente la castidad que no puede equipararse a la anulación del instinto sexual o
incluso a la represión, sino que propone la ordenación interior de la sexualidad a la comunión
interpersonal.
Desde una concepción positiva, la humanización de la sexualidad (castidad conyugal) puede tener
una doble función: proteger el amor conyugal de la prepotencia del ego (que es la amenaza más
grave) y promover todo el significado de la sexualidad de dos modos: a veces frenando la
sexualidad, a veces activándola.
La excelencia de la sexualidad en el varón y la mujer integra sus distintas dimensiones -biológica,
psíquica y espiritual- siguiendo, por así decir, dos direcciones: