Lienzo El Regreso Del Hijo Prodigo
Lienzo El Regreso Del Hijo Prodigo
Lienzo El Regreso Del Hijo Prodigo
Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia que
me corresponde." Y el padre les repartió el patrimonio. A los pocos días el hijo menor recogió
todas sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un
libertino".
Un rechazo radical… El título completo del cuadro de Rembrandt es, como ya se ha dicho, El
Regreso del Hijo Pródigo. En el “regreso”, queda implícita la marcha. Regresar es volver al hogar
después de haberlo abandonado, un volver después de haberse ido. El padre que da la bienvenida
al hijo está muy contento porque éste, "estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha
sido encontrado" (Lc. 15,32). La inmensa alegría al volver el hijo perdido esconde la inmensa
tristeza de la marcha. El encuentro deja detrás la separación; la vuelta a casa esconde bajo su
manto el momento de la partida. Mirando el regreso, tierno y lleno de alegría, siento que debo
atreverme a saborear los tristes acontecimientos que le precedieron. Sólo cuando tenga el coraje
de profundizar en lo que significa dejar el hogar, podré entender de verdad lo que es volver a él. El
amarillo con matices marrones de la ropa del hijo parece bonito cuando se observa en rica
armonía con el rojo del manto del Padre; pero lo cierto es que el hijo va vestido con harapos que
delatan la miseria que ha dejado atrás. En el contexto de un abrazo apasionado, nuestra ruina
interior puede parecernos hermosa, pero su única belleza proviene de la compasión que
despierta. Para comprender el misterio de la compasión en toda su profundidad, tengo que
observar con honestidad la realidad que la evoca. El hecho es que, mucho antes de volver, el hijo
se había marchado. Dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde”;
reunió todo lo que le había tocado y se fue. Lucas cuenta todo esto de forma tan simple y prosaica
que resulta difícil caer en la cuenta de que todo lo que está ocurriendo es realmente un hecho
inaudito: hiriente, ofensivo, y en total contradicción con la tradición más venerada de la época.
Kenneth Bailey, en su penetrante explicación de la historia de Lucas, muestra que la manera que
tuvo el hijo de marcharse es equivalente a desear la muerte del padre. Bailey escribe: “Durante
más de quince años he estado preguntando a gente de todo tipo, desde Marruecos hasta la India,
y desde Turquía al Sudán acerca de las El regreso del hijo pródigo – Henri Nouwen Pág. 13 de 50
implicaciones que puede tener el hecho de que un hijo reclame su herencia en vida del padre. La
respuesta ha sido siempre la misma... La conversación se desarrolla como sigue: - ¿Hubo alguna
vez alguien en su pueblo que pidiera una cosa así? - ¡Jamás! - ¿Podría alguna vez alguien pedir una
cosa así? - ¡Imposible! - Si alguna vez alguien lo hiciera, ¿qué ocurriría? - Su padre lo mataría a
golpes, ¡desde luego! - ¿Por qué? - Una petición así significaría que deseaba que su padre
muriera.” Bailey explica que el hijo pide no sólo que se haga una división de la herencia, sino que
también reclama el derecho de disponer de su parte. “Tras renunciar a sus posesiones en favor de
su hijo, el padre tiene todavía derecho a vivir de los beneficios... mientras esté vivo. Así, el hijo
menor no tiene derecho alguno sobre las propiedades hasta la muerte de su padre. La implicación
de “Padre, no puedo esperar a que mueras”, subraya la petición del hijo.” Así pues, la “marcha”
del hijo es un acto mucho más ofensivo de lo que puede parecer en una primera lectura. Supone
rechazar el hogar en el que el hijo nació y fue alimentado, y es una ruptura con la tradición más
preciosa mantenida cuidadosamente por la gran comunidad de la que él formaba parte. Cuando
Lucas escribe: “se marchó a un país lejano”, quiere indicar mucho más que el deseo de un hombre
joven por ver mundo. Habla de un corte drástico con la forma de vivir, de pensar y de actuar que le
había sido transmitida de generación en generación como un legado sagrado. Más que una falta
de respeto es una traición a los valores de la familia y de la comunidad. El “país lejano” es el
mundo en el que se ignora todo lo que en casa se considera sagrado. Esta explicación es muy
significativa para mí, no sólo porque me ayuda a una comprensión más precisa de la parábola en
su contexto histórico, sino porque me lleva necesariamente a reconocerme en el hijo menor. Al
principio me fue muy duro descubrir en la historia de mi vida una rebelión tan desafiante. No me
reconozco a mí mismo rechazando los valores de mi propia herencia. Pero cuanto más
detenidamente pienso en los sutiles caminos por los que ha transcurrido mi vida, veo que he
preferido la tierra lejana al hogar y, entonces, el hijo menor surge rápidamente. Me refiero aquí a
un “abandonar el hogar” espiritual que es distinto del hecho físico de que he pasado la mayor
parte de mi vida fuera de mi querida Holanda. La parábola del hijo pródigo expresa el amor sin
fronteras de Dios, mucho más fuertemente que cualquier otra historia del Evangelio. Y cuanto más
me sitúo en la historia bajo la luz del amor divino, más clara veo la relación entre el abandono del
hogar y mi propia experiencia espiritual. El cuadro de Rembrandt representando al Padre dando la
bienvenida al hijo, disipa cualquier otro movimiento externo. En contraste con su grabado del Hijo
Pródigo de 1636 - lleno de acción, el padre corriendo hacia su hijo y el hijo lanzandose a los pies de
su padre -, el cuadro del Hermitage, pintado unos 30 años después, es de una calma total. El padre
tocando a su hijo en una bendición interminable; el hijo descansando en el pecho de su padre en
una paz eterna. Christian Tumpel escribe: "El momento del recibimiento y del perdón en la
quietud de su composición no tiene fin. El movimiento de padre e hijo habla de algo que no pasa,
sino que dura para siempre." Jakob Rosenberg resume esta visión de forma muy bella cuando
escribe: "El conjunto de padre e hijo carece de cualquier movimiento exterior, pero todo lo
interior está en movimiento... La historia no tiene nada que ver con un padre terrenal... Lo que se
representa aquí es el amor y la misericordia divinas en su poder de transformar la muerte en
vida." Sordo a la voz del amor Así pues, dejar el hogar es mucho más que un simple
acontecimiento ligado a un lugar y a un momento. Es la negación de la realidad espiritual de que
pertenezco a Dios con todo mi ser, de que Dios me tiene a salvo en un abrazo eterno, de que estoy
grabado en las palmas de las manos de Dios y de que estoy escondido en sus sombras. Dejar el
hogar significa ignorar la verdad de que Dios me ha moldeado en secreto, me ha formado en las
profundidades de la tierra y me ha tejido en el seno de mi madre (Salmo 139,13-15). Dejar el hogar
significa vivir como si no tuviera casa y tuviera que ir de un lado a otro tratando de encontrar una.
El hogar es el centro de mi ser, allí donde puedo oir la voz que dice: “Tú eres mi hijo amado, en
quien me complazco” -la misma voz que dio vida al primer Adán y habló a Jesús, el segundo Adán;
la misma voz que habla a todos los hijos de Dios y los libera de tener que vivir en un mundo
oscuro, haciendo que permanezcan en la luz. Yo he oído esa voz. Me habló en el pasado y continúa
hablándome ahora. Es la voz del amor que no deja de llamar, que habla desde la eternidad y que
da vida y amor dondequiera que es escuchada. Cuando la oigo, sé que estoy en casa con Dios y
que no tengo que tener miedo a nada. Como el Amado de mi Padre celestial, “aunque pase por El
regreso del hijo pródigo – Henri Nouwen Pág. 14 de 50 un valle tenebroso, ningún mal temeré”
(Salmo 23,4). Como el Amado, puedo curar a los enfermos, resucitar a los muertos, limpiar a los
leprosos, arrojar a los demonios (Mt 10,8). Habiendo “recibido gratis” puedo “dar gratis.” Como el
Amado, puedo enfrentarme a cualquier cosa, consolar, amonestar, y animar sin miedo a ser
rechazado y sin necesidad de afirmación. Como el Amado, puedo sufrir persecución sin sentir
deseos de venganza, y recibir alabanzas sin tener que utilizarlas como prueba de mi bondad. Como
el Amado, puedo ser torturado y asesinado sin tener ninguna duda de que el amor que se me da
es más fuerte que la muerte. Como el Amado, soy libre para dar y libre para recibir, libre incluso
para morir al tiempo que doy vida. Jesús me hizo ver claro que yo también puedo escuchar la
misma voz que El escuchó en el río Jordán y en el Monte Tabor. Me hizo ver claro que yo, lo mismo
que Él, tengo mi casa junto al Padre. Pidiendo al Padre por sus discípulos, dice: “Ellos no
pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo. Haz que ellos sean completamente tuyos por
medio de la verdad; tu palabra es la verdad. Yo los he enviado al mundo como tú me enviaste a mí.
Por ellos yo me ofrezco enteramente a ti, para que también ellos se ofrezcan enteramente a ti por
medio de la verdad.” (Jn 17,16-19) Estas palabras revelan cuál es mi verdadero hogar, mi auténtica
morada, mi casa. La fe es la que me hace confiar en que el hogar siempre ha estado allí y en que
siempre estará allí. Las manos firmes del padre descansan en los hombros del pródigo en una
bendición eterna: “Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.” He abandonado el hogar una
y otra vez. ¡He huido de las manos benditas y he corrido hacia lugares lejanos en busca de amor!
Esta es la gran tragedia de mi vida y de la vida de tantos y tantos que encuentro en mi camino. De
alguna forma, me he vuelto sordo a la voz que me llama “mi hijo amado”, he abandonado el único
lugar donde puedo oír esa voz, y me he marchado esperando desesperadamente encontrar en
algún otro lugar lo que ya no era capaz de encontrar en casa. Al principio todo esto suena
increíble. ¿Por qué iba a dejar el lugar donde puedo escuchar todo lo que necesito oír? Cuanto
más pienso en esto, más consciente me hago de que la verdadera voz del amor es una voz muy
suave y amable que me habla desde los lugares más recónditos de mi ser. No es una voz bulliciosa,
que se impone y exige atención. Es la voz del padre casi ciego que ha llorado mucho y ha librado
muchas batallas. Es una voz que sólo puede ser escuchada por aquéllos que se dejan tocar. Sentir
el contacto de las manos benditas de Dios y escuchar su voz llamándome “mi hijo amado” son una
misma cosa. El profeta Elías vio esto muy claro. Elías estaba sentado en el monte esperando
encontrarse con Yahvé. Y delante de él pasó un viento fuerte y poderoso que rompía los montes y
quebraba las peñas; pero no estaba Yahvé en el viento. Y vino tras el viento un terremoto, pero no
estaba Yahvé en el terremoto. Vino tras el terremoto un fuego, pero no estaba Yahvé en el fuego.
Tras el fuego vino un ligero y suave susurro. Cuando lo oyó Elías, se cubrió el rostro con su manto
porque sabía que Yahvé estaba presente. En la ternura de Dios, la voz era como un contacto y ese
contacto era también la voz. (1 Re 19,11-13) Pero hay muchas otras voces, voces fuertes, voces
llenas de promesas muy seductoras. Estas voces dicen: “Sal y demuestra que vales.” Poco después
de que Jesús escuchara la voz llamándole “mi hijo amado”, fue conducido al desierto para que
escuchara aquellas otras voces. Le decían que demostrara que merecía ser amado, que merecía
tener éxito, fama y poder. Estas voces no me son desconocidas. Siempre están ahí, y siempre
llegan a lo más íntimo de mí mismo, allá donde me cuestiono mi bondad y donde dudo de mi valía.
Me sugieren que tengo que, a través de una serie de esfuerzos y de un trabajo muy duro, ganarme
el derecho a que se me ame. Quieren que me demuestre a mí mismo y a los demás que merezco
que se me quiera, y me empujan a que haga todo lo posible para que se me acepte. Niegan que el
amor sea un regalo completamente gratuito. Dejo el hogar cada vez que pierdo la fe en la voz que
me llama “mi hijo amado” y hago caso de las voces que me ofrecen una inmensa variedad de
formas para ganar el amor que tanto deseo. He escuchado estas voces casi desde que tengo oídos
y siempre me han acompañado. Me han llegado a través de mis padres, mis amigos, mis maestros,
y mis colegas, pero sobre todo, me han llegado y todavía me llegan, a través de los medios de
comunicación que me rodean. Y dicen: “Demuéstrame que eres un buen chico. ¡Y mejor todavía si
eres mejor que tu amigo! ¿Qué tal tus notas? ¡Estoy seguro de que lo que hagas lo harás por ti
mismo! ¿Qué contactos tienes? ¿Estás seguro de que quieres ser amigo de esa gente? ¡Estos
trofeos demuestran lo buen deportista que eras! ¡No descubras cuáles son tus debilidades porque
te utilizarán! ¿Ya lo has arreglado todo para cuando te jubiles? ¡Cuando dejas de producir, dejas de
interesar a la gente! ¡Cuando estás muerto, estás muerto!” Cuando permanezco en contacto con
la voz que me trata como a un hijo amado, estas preguntas y El regreso del hijo pródigo – Henri
Nouwen Pág. 15 de 50 consejos me parecen inofensivos. Padres, amigos y profesores, incluso los
que me hablan a través de los medios de comunicación, son muy sinceros. Sus advertencias están
bien intencionadas. De hecho, pueden ser expresiones limitadas de un amor divino sin límites.
Pero cuando olvido la voz del amor incondicional, entonces estas sugerencias inocentes pueden
comenzar a dominar mi vida muy fácilmente y empujarme hacia el “país lejano.” No me resulta
nada difícil reconocer cuándo ocurre esto. Cólera, resentimiento, celos, deseos de venganza,
lujuria, codicia, antagonismos y rivalidades son las señales que me indican que me he ido de casa.
Y me ocurre con bastante facilidad. Cuando me paro a pensar sobre lo que pasa por mi mente,
llego a la conclusión de que son muy pocos los momentos durante el día en los que me siento
realmente libre de estas emociones, pasiones y sentimientos oscuros. Cayendo constantemente
en la misma trampa, antes de ser plenamente consciente de ello, me encuentro a mí mismo
preguntándome por qué alguien me ha hecho daño, por qué me ha rechazado, o por qué no me
ha prestado atención. Sin darme cuenta, me veo obsesionado por el éxito, por mi soledad, y por la
forma como el mundo abusa de mí. A pesar de mis constantes esfuerzos, a menudo me encuentro
soñando despierto, soñando que soy rico, poderoso y muy famoso. Todos estos juegos mentales
me revelan la fragilidad de mi fe en que soy “el hijo amado”, aquél en quien descansa el favor de
Dios. Tengo tanto miedo a no gustar, a que me censuren, a que me dejen de lado, a que no me
tengan en cuenta, a que me persigan, a que me maten, que constantemente estoy inventando
estrategias nuevas para defenderme y asegurarme el amor que creo que necesito y merezco. Y al
hacerlo, me alejo más y más de la casa de mi padre y elijo vivir en un “país lejano.” Buscando
donde no puede ser encontrado La cuestión es la siguiente: “¿A quién pertenezco? ¿A Dios o al
mundo?” Muchas de mis preocupaciones diarias me sugieren que pertenezco más al mundo que a
Dios. Una pequeña crítica me enfada, y un pequeño rechazo me deprime. Una pequeña oración
me levanta el espíritu y un pequeño éxito me emociona. Me animo con la misma facilidad con la
que me deprimo. A menudo soy como una pequeña barca en el océano, completamente a merced
de las olas. Todo el tiempo y energía que gasto en mantener un cierto equilibrio y no caer, me
demuestra que mi vida es, sobre todo, una lucha por sobrevivir: no una lucha sagrada, sino una
lucha inquieta que surge de la idea equivocada de que el mundo es quien da sentido a mi vida.
Mientras sigo corriendo por todas partes preguntando: “¿Me quieres? ¿Realmente me quieres?”,
concedo todo el poder a las voces del mundo y me pongo en esclavo, porque el mundo está lleno
de “síes.” El mundo dice: “Sí, te quiero si eres guapo, inteligente y gozas de buena salud. Te quiero
si tienes una buena educación, un buen trabajo y buenos contactos. Te quiero si produces mucho,
vendes mucho y compras mucho.” Hay interminables “síes” escondidos en el amor del mundo.
Estos “síes” me esclavizan, porque es imposible responder de forma correcta a todos ellos. El amor
del mundo es y será siempre condicional. Mientras siga buscando mi verdadero yo en el mundo
del amor condicional, seguiré “enganchado” al mundo, intentándolo, fallando, volviéndolo a
intentar. Es un mundo que fomenta las adicciones porque lo que ofrece no puede satisfacerme en
lo profundo de mi corazón. “Adicción” es probablemente la palabra que mejor explica la confusión
que impregna tan profundamente la sociedad contempóranea. Nuestras “adicciones” nos hacen
agarrarnos a lo que el mundo llama las “claves para la realización personal”: acumulación de poder
y riquezas; logro de status y admiración; derroche de comida y bebida, y la satisfacción sexual sin
distinguir entre lujuria y amor. Estas adicciones crean expectativas que no consiguen más que
fracasar al intentar satisfacer nuestras necesidades más profundas. A medida que vamos viviendo
en un mundo de engaños, nuestras adicciones nos condenan a búsquedas inútiles en “el país
lejano” obligándonos a afrontar constantes desilusiones mientras seguimos sin realizarnos. En
estos tiempos de crecientes adicciones, nos hemos ido muy lejos de la casa del Padre. Una vida
adicta puede describirse como una vida en “un país lejano.” Es desde aquí desde donde se alza
nuestro grito de liberación. Soy el hijo pródigo cada vez que busco el amor incondicional donde no
puede hallarse. ¿Por qué sigo ignorando el lugar del amor verdadero y me empeño en buscarlo en
otra parte? ¿Por qué sigo marchándome del hogar donde soy tratado como un hijo de Dios, el
amado de mi Padre? Estoy admirado de cómo sigo cogiendo los regalos que Dios me ha dado -mi
salud, mis dones intelectuales y emocionales- y sigo utilizándolos para impresionar a la gente, para
reafirmarme, y para competir por el premio, en vez de utilizarlos para gloria de Dios. Sí, a menudo
los llevo conmigo a la “tierra lejana” y los pongo al servicio de un mundo explotador que no
reconoce su valor verdadero. Es casi como si quisiera demostrarme a mí mismo y al mundo que no
necesito del amor de Dios, que puedo vivir por mí mismo, que quiero ser plenamente
independiente. Detrás de todo esto está la gran rebelión, el “No” rotundo al amor del Padre, la
maldición no expresada con El regreso del hijo pródigo – Henri Nouwen Pág. 16 de 50 palabras:
“me gustaría que estuvieses muerto.” El “No” del hijo pródigo refleja la rebelión original de Adán:
su rechazo al Dios en cuyo amor hemos sido creados y cuyo amor nos sostiene. Es la rebelión que
me coloca fuera del jardín, fuera del alcance del árbol de la vida. Es la rebelión que hace que me
disperse en un “país lejano.” Mirando de nuevo el retrato del regreso del hijo menor, veo ahora
que hay mucho más que un simple gesto compasivo hacia un hijo caprichoso. El gran
acontecimiento que veo es el final de la gran rebelión. En él se perdona la rebelión de Adán y de
todos sus descendientes y se restablece la bendición original por la que Adán recibió la vida
eterna. Ahora me parece que estas manos siempre han estado tendidas -incluso cuando no había
hombros sobre los que apoyarlas. Dios nunca ha retirado sus manos, nunca ha negado su
bendición, jamás dejó de considerar a su hijo el Amado. Pero el Padre no podía obligarle a que se
quedara en casa. No podía forzar su amor. Tenía que dejarle marchar en libertad, sabiendo incluso
el dolor que aquello causaría en ambos. Fue precisamente el amor lo que impidió que retuviera a
su hijo a toda costa. Fue el amor lo que le permitió dejar a su hijo que encontrara su propia vida,
incluso a riesgo de perderla. Aquí se desvela el misterio de mi vida. Soy amado en tal medida que
soy libre para dejar el hogar. La bendición está allí desde el principio. La rechacé y sigo
rechazándola. Pero el Padre continúa esperándome con los brazos abiertos, preparado para
recibirme y susurrarme al oído: “Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco