Gabriela Diker - Dilemas de La Inclusión
Gabriela Diker - Dilemas de La Inclusión
Gabriela Diker - Dilemas de La Inclusión
Gabriela Diker1
La inclusión educativa constituye hoy un mandato que, de manera casi excluyente, orienta
las políticas, los programas de financiamiento internacionales, las metas educativas
regionales y el trabajo de las instituciones educativas desde el nivel inicial hasta la
universidad.
Para ello, nos formularemos apenas un puñado de preguntas muy simples, pero
indispensables para interrogar lo que hacemos en nombre de la inclusión y,
fundamentalmente, indispensables para interrogar los efectos de las políticas, proyectos y
acciones que se definen como inclusivas: para qué incluir, qué es la inclusión, a quiénes se
incluye, a qué se incluye.
De todas, esta es probablemente la pregunta más básica que nos formularemos aquí, o, si
se quiere, la que parece más inútil, especialmente teniendo en cuenta que tenemos
disponible toda una serie de respuestas políticamente correctas para ofrecer. Sin embargo,
es indispensable preguntarse por los propósitos y los efectos de las políticas educativas
inclusivas, al menos por tres razones:
1
Dra. en Educación, énfasis Historia de la Educación y la Pedagogía, Universidad del Valle, Cali. Investigadora docente
de la Universidad Nacional de General Sarmiento (Argentina), donde actualmente se desempeña como Secretaria
Académica.
1
En primer lugar, porque las políticas, proyectos, programas que se definen como
“inclusivos”, presentan un alto grado de indiscriminación en sus propósitos. En efecto,
éstos pueden ir desde ampliar la cobertura escolar, mejorar las condiciones y ritmos de
aprendizaje, contribuir al desarrollo económico, contribuir a las políticas de seguridad,
mejorar las condiciones de ejercicio ciudadano, hasta el mejoramiento del medio
ambiente.2 Como es evidente, esta “catarata de efectos” parece más adecuada a los fines
de la comunicación y publicidad de las acciones inclusivas, que para entender y dar cuenta
de la complejidad de los posibles efectos de las intervenciones que se realizan en nombre
de la inclusión. Por otra parte, que las acciones inclusivas presenten un abanico tan amplio
de propósitos, dificulta la evaluación de su cumplimiento y de sus efectos. Dicho de otro
modo, resulta muy difícil establecer si un programa o acción definida como “inclusiva”
cumplió sus propósitos, cuando éstos eran, por ejemplo, mejorar la seguridad ciudadana o
la distribución en el ingreso. Quizás ese programa o esa acción contribuyó a ampliar la
cobertura educativa de un nivel, pero no es posible establecer si cumplió propósitos más
amplios e indeterminados.
En segundo lugar, diremos que la pregunta por el para qué de la inclusión tampoco es
ociosa si se tiene en cuenta que las políticas de inclusión educativa se han desarrollado a
la par del crecimiento de la exclusión social de segmentos muy significativos de la
sociedad, segmentos que Castel ha definido como “compuesto por individuos desechados,
cuyo valor como productores-consumidores se ha agotado y de cuya importancia como
personas se prescinde”. Desde esta perspectiva, la pregunta por el para qué de la inclusión
reenvía, por definición, al problema de la exclusión. A primera vista la respuesta podría
parecer obvia: justamente porque hay más exclusión, son necesarios los programas
inclusivos. Sin embargo, también podríamos formularla de otra manera: ¿por qué y para
qué desarrollar políticas inclusivas al tiempo que se desarrollan políticas excluyentes?
2
Frigerio, G. y Diker, G., Los proyectos de inclusión educativa y la problemática de su evaluación. Eurosocial. 2008.
2
Esto es así cuando la inclusión, en lugar de operar sobre los factores que dan origen a la
exclusión, pretende operar, o bien sobre la población que porta atributos que se definen
como excluyentes (produciendo lo que Enriquez definió como la “institucionalización de las
vidas dañadas”), o bien, sobre los efectos que, se presume, produce la exclusión
(inseguridad, violencia social, etc). Recordemos que la UNESCO a definido que la
educación inclusiva se practica especialmente sobre grupos vulnerables o marginales, y
que su finalidad primordial es acabar con todas las formas de la discriminación y
promover la cohesión social. Es decir, la inclusión opera sobre los excluidos, para
acabar con los efectos de la exclusión, y no sobre los factores que la originan.
En tercer lugar, insistimos con la pregunta por el para qué de la inclusión educativa, toda
vez que muchas veces las acciones, programas o políticas inclusivas, terminan
produciendo efectos contrarios a los que persiguen. Evitarlo requiere poner en discusión
las paradojas y contrasentidos que encierra el concepto mismo de inclusión y que
comprometen sus efectos. Aquí nos referiremos a tres efectos “paradójicos” de las
acciones y políticas inclusivas: la negación del derecho en nombre de los derechos; la
rentabilización de identidades definidas como “deficitarias” o “subalternas”; el deterioro del
valor social de las credenciales educativas que se otorgan bajo el nombre de la inclusión.
Mientras algunas políticas y acciones educativas se definan como inclusivas y otras no,
parece reforzarse la idea de que habría modos particulares de asegurar el derecho
universal a la educación, dirigidos a ciertos sectores poblacionales que no gozan de él.
Por supuesto, podríamos sostener que las políticas inclusivas no son más que un medio
transitorio, para incorporar a distintos sectores poblacionales al ejercicio de los derechos
universales. Sin embargo, queremos insistir en la dificultad de que una política que se
sustenta en lo que Ranciére (2003) llamó la “división de las vidas” logre superarla.
3
Si pensamos por ejemplo, en las universidades, cada vez es más frecuente encontrar
áreas o proyectos o acciones que se definen como inclusivas, dirigidas a sectores
poblacionales específicos (estudiantes con discapacidad, estudiantes en situación de
vulnerabilidad social, etc.). La pregunta es cuál es el carácter de todas las otras acciones
que lleva adelante la universidad y que no reciben la calificación de inclusivas. Es que
acaso son excluyentes? O, no reciben ningún calificativo porque están dirigidas a una
población que tampoco merece adjetivos y que se erige, por tanto, como su destinatario
“natural”? Si aceptamos que la educación superior es un derecho universal, entonces
debemos generar las condiciones para que todos los jóvenes puedan ejercerlo. Poner un
intérprete de lengua de señas adentro de un aula universitaria porque hay allí un
estudiante sordo, puede ser pensado como una acción inclusiva o como una acción
destinada a garantizar el ejercicio de un derecho universal. La diferencia es sutil pero no es
menor. Si definimos esa acción como inclusiva, estamos introduciendo una división en el
conjunto de las acciones que lleva adelante la universidad (algunas serían inclusivas y
otras… no?) y en la población que asiste a ella. Además, nos obliga a preguntarnos cuál es
el derecho que debemos garantizar: el derecho a tener un intérprete? (derecho que la
comunidad sorda reivindica, autodefiniéndose como minoría cultural y lingüística); o el
derecho a participar de la educación superior? O el derecho a formarse como profesional
autónomo? Si entendiéramos que se trata de garantizar éste último, no debemos entonces
forzar el desarrollo de formas comunicativas que no requieran siempre de una institución
que ponga a disposición un intérprete? Desde ya, no pretendemos saldar aquí esta
cuestión que sabemos es extremadamente polémica. Sólo queremos mostrar la
complejidad que albergan todas y cada una de las decisiones y acciones que llevamos
adelante en nombre de la inclusión.
4
En la medida en que el “beneficio” de quedar bajo el paraguas de ciertas políticas llamadas
inclusivas (por ejemplo, becas de sostenimiento económico de los estudios; adaptación del
régimen académico para estudiantes con discapacidad, etc) está ligado a la asignación de
la condición de excluido (por la razón que sea), es necesario conservar esta condición para
mantenerlos. El efecto es paradójico: en nombre de la inclusión se termina reforzando la
asunción de una identidad autodefinida como deficitaria o subalterna, que de alguna
manera se volvió “rentable”. El ejemplo más claro es el de la situación de pobreza. En la
medida en que muchas políticas de sostenimiento económico de los estudios (a través de
becas o distribución de materiales) están ligadas a la comprobación de ingresos del
beneficiario, será necesario mostrar que no se mejoraron esos ingresos, para sostener los
beneficios. Es decir, se debe demostrar que se mantiene aquello que lleva a la condición
de exclusión para quedar bajo el paraguas de la inclusión. La cuestión es, por supuesto,
muy compleja y no se resuelve eliminando las políticas de becas ni tampoco
universalizándolas (lo que no tendría ningún sentido ni presupuestario ni político). Quizás
sea un terreno en el que nos tenemos que mover con sutileza: no produce el mismo efecto
que una beca se defina como de “apoyo económico” o simplemente, “de estudios”;
tampoco, que su sostenimiento (no su acceso) se subordine al rendimiento académico o a
la conservación de la situación de pobreza.
5
c) El éxito de las políticas de inclusión educativa deteriora el valor social de los saberes y
credenciales que distribuyen
Como han señalado hace varios años Baudelot y Establet (1998:152), «el primer gesto no
estriba nunca en felicitarse por un incremento numérico de los alumnos que logran obtener
un título escolar preciso: se trata más bien de sospechar alguna decadencia y un cierto
fraude en esa irrupción de las masas». En el marco de lo que los autores han definido
como lógica de la degradación por hacinamiento se sostiene que, al mismo tiempo que el
sistema educativo incorpora cada vez a más alumnos, el nivel se deteriora
incesantemente. Cuanto más alumnos, menor nivel. La persistencia y extensión de este
tipo de razonamiento compromete seriamente los efectos democratizadores de las hoy
llamadas políticas de inclusión, dado que sería la misma inclusión de los sectores de la
población que tradicionalmente estuvieron fuera del sistema lo que provocaría un deterioro
del valor simbólico de la institución o sistema que los incluye. Interesa insistir aquí en que
no estamos afirmando que las políticas de inclusión provocan efectivamente un descenso
del nivel educativo, sino más bien que el discurso del deterioro del nivel educativo asociado
a la inclusión provoca un descenso en el valor social de las instituciones comprometidas y
que, por lo tanto, quedan relativizados sus efectos democratizadores, más allá incluso de
que tales políticas cumplan sus propósitos con éxito.
Para las políticas educativas, incluir puede entenderse, de manera puntual o asociada,
como:
• incorporar más población al sistema educativo;
• asegurar ingreso y permanencia en el sistema educativo;
• asegurar que trayectorias educativas equivalentes tengan el mismo valor social.
Se trata de la acepción más simple y tradicional del concepto de inclusión. En este caso,
supone, en sentido literal, incluir sectores más amplios de la población a los sistemas
educativos o, dicho de otro modo, ampliar la “población escolarizada”. Un indicador simple
de cobertura da cuenta de este progreso.
6
Este movimiento de ampliación se ha resuelto tradicionalmente a través de políticas de
expansión de la oferta educativa: ampliar las vacantes escolares, acercarlas, en una
estrategia de cobertura territorial, allí donde se encuentra la población que pretende
escolarizarse, sin que esta ampliación implicara, en principio, una modificación de esa
oferta.3 En este caso, la inclusión opera como meta y, al mismo tiempo, como estrategia
política, sin alterar las características del “formato” institucional al que se pretende incluir.
3
La creación de casi veinte nuevas universidades nacionales en la Argentina en los últimos 20 años, ubicadas en su
mayor parte en zonas que concentran población socioeconómicamente desfavorecidas, es un ejemplo de esto.
4
Declaración de la Conferencia Regional de Educación Superior en América Latina y el Caribe. Cartagena de Indias,
2008. La desmesura y discutible definición de la idea de derecho humano aplicada a la educación superior, debería ser
objeto de otro trabajo.
7
acabadamente que se pueden mejorar los indicadores de incorporación a un nivel
educativo, pero no los de permanencia.5.
5
Respecto
de
las
universidades
Ana
María
Ezcurra
(2011)
ha
calificado
este
fenómeno
como
de
“inclusión-‐
excluyente”,
en
la
medida
en
que
el
abandono
constituye
una
tendencia
estructural
de
la
nueva
universidad
de
masas
8
Pareciera que, frente a la irrupción de nuevos públicos en las universidades, olvidamos lo
que la investigación educativa viene demostrando desde hace ya al menos 50 años: que
los atributos del “estudiante esperado” por la universidad (Ezcurra, 2011) y sus códigos
culturales tienen continuidad con lo que Bourdieu llamó el habitus de clase; que mientras
las universidades, fieles a su función histórica de preparación de élites, seleccionaron a su
población de acuerdo con su origen de clase, la formación de estos atributos no era tarea
de la universidad. Ahora bien, cuando la matrícula se diversifica desde el punto de vista de
su origen social, se pone en tensión ese universo cultural, y con él, sus códigos
lingüísticos, estéticos, las formas de operación cognitiva. La universidad entonces debe
convertir en objeto de enseñanza algunos rasgos de lo que Perrenoud llamó el “oficio de
alumno”, al tiempo que debe revisar lo que se nos impone como la forma universal de
aprender una profesión en este nivel. En su lugar, por ahora, lo que mejor hacemos, al
menos en el contexto del que provengo, es simplemente naturalizar el fracaso (traducido
en altísimas cifras de abandono de los estudios) de los estudiantes que provienen de
sectores sociales desfavorecidos.
Lo que nos interesa destacar desde el punto de vista de lo que estamos analizando aquí es
que, la mayor parte de las veces, ese tipo de políticas pone en juego un movimiento de
inclusión que se realizaría por fuera del ámbito al que se dice que se quiere incluir. Es el
caso tanto de la generación de circuitos especiales –paradigmáticamente, todos los
circuitos compensatorios– que se conciben como preparatorios para la incorporación en la
escuela regular y que, en tal sentido, son transitorios (aunque la experiencia muestra que,
por lo general, el pasaje de un circuito al otro termina siendo muy dificultoso) como de la
instauración de segmentos del sistema educativo especialmente destinados a la población
considerada excluida. En el nivel universitario, este fenómeno se expresa, por lo general,
en la generación de una oferta segmentada según sectores poblacionales (carreras cortas,
con salida profesional o laboral rápida, de bajo status académico, versus, carreras con
formatos tradicionales).
9
Desde ya, el problema no radica en sostener que pueden y deben establecerse caminos
diversos para obtener los mismos resultados. Todo lo contrario. De hecho, la
homogeneidad de la oferta educativa ha generado buena parte de los problemas que los
programas de inclusión hoy deben confrontar. El punto crítico es que, en ambos casos,
mientras se generan formatos y ofertas educativas más adecuados a las necesidades,
demandas, características (muchas veces planteadas en términos de carencias o déficits)
de la «nueva población escolarizable», se mantiene incólume el formato y la oferta
tradicionales, que, por supuesto, no son calificadas como inclusivas ni con ningún otro
adjetivo (es decir, representan la norma, de valor universal). Este fenómeno nos coloca no
frente a una política de diversificación de la oferta, sino de segmentación del sistema
educativo. El resultado de este tipo de políticas es evidente: se incluye por exclusión y se
terminan consolidando circuitos educativos depreciados socialmente, tanto en relación con
la percepción de lo que allí se aprende como en relación con el valor de las credenciales
que esos circuitos otorgan.
Otra vez, como señala Terigi, aquí el problema no radica en asegurar homogeneidad en
los aprendizajes, sino en que lo que se aprenda coloque a todos en iguales condiciones
para acceder al mercado de trabajo, para continuar estudios dentro del sistema educativo
o, más en general, para ejercer la ciudadanía. Esta cuestión complejiza aún más el
problema de la inclusión-exclusión educativa. Ya no se trata solo de generar iguales
condiciones para el ingreso, la permanencia y el egreso del sistema, sino también de
lograr, sea en circuitos educativos diversificados o en modelos escolares homogéneos, que
las experiencias educativas de todos sean equivalentes. Este modo de entender la
inclusión agrega a las políticas de expansión de los sistemas educativos, de sostenimiento
material de la escolaridad y de diversificación de las modalidades de la oferta, la necesidad
de implementar acciones en el terreno de la enseñanza, la formación de docentes, la
política curricular, las políticas de evaluación y acreditación, etc.
10
Además, para asegurar que trayectorias educativas equivalentes tengan el mismo valor
social, las políticas de inclusión deben lograr que el valor simbólico de las credenciales
educativas sea también equivalente. Recordemos al respecto que, como señalaba
Bourdieu (1987), los certificados y credenciales educativas son «capital cultural
institucionalizado» que tendrá más o menos chance de convertirse en capital económico
dependiendo del valor simbólico que socialmente se le asigne. Si no se atiende a este
punto, el efecto de igualación social que pretende producir la inclusión educativa se verá
seriamente comprometido. Es evidente, a la hora de ponderar los efectos de los programas
de inclusión, que cualquier indicador o combinatoria de indicadores que no contemple las
características de las experiencias educativas (no reductibles a resultados de aprendizaje)
e ignore el componente de la carga simbólica de lo que está en juego jamás dará cuenta
de los efectos inclusivos o no de las políticas evaluadas.
3. A quiénes se incluye:
6
De
hecho,
el
«universal»
es
siempre
una
totalidad
abierta
que
–la
historia
lo
demuestra–
no
cesa
de
modificarse;
es
decir,
lo
que
consideramos
universal
varía
en
la
medida
en
que,
por
razones
teóricas,
algunos
sectores
se
hacen
visibles
y,
por
razones
políticas,
se
considera
que
deben
formar
parte
del
universo
escolarizable.
Tal
ha
sido
históricamente
el
caso
de
los
niños
y
jóvenes
con
necesidades
educativas
especiales,
de
los
pertenecientes
a
ciertas
etnias,
de
los
chicos
y
chicas
en
conflicto
con
la
ley
o
institucionalizados
en
circuitos
penales
o
asistenciales
11
De allí que la cuestión de la definición de los destinatarios de proyectos y políticas
focalizadas o de la priorización de ciertos sectores, en el caso de las políticas universales
que se inscriben en el discurso de la inclusión (paradigmáticamente representadas por las
consignas «escuela para todos», «escuela inclusiva», «la universidad es un derecho
universal y humano», etc.), encuentran, en la definición de quiénes son aquellos que
pretenden incluir, el punto más crítico.
Sin embargo, es también el punto sobre el que se suele reflexionar menos, en la medida
en que la operación de visibilización, delimitación y construcción de la población
destinataria es reducida a una operación de identificación, como si simplemente se tratara
de señalar en un mapa quiénes son «ellos», los que están excluidos y pretendemos incluir.
Sin embargo, lo que oculta esta operación de identificación es que, en el mismo
movimiento, crea un territorio dicotomizado que, del otro lado, coloca a la población que
funciona como «norma»: «ellos» y «estos», «unos» y «otros». La paradoja es evidente:
como ya hemos señalado, el movimiento inclusivo que sostiene que la escuela o la
universidad es para todos, encuentra su punto de partida en una división.
En términos generales, las políticas de inclusión definen a sus destinatarios sobre la base
de tres tipos de indicadores, a saber:
• Indicadores socioeconómicos: la pobreza es, en todos los casos, un factor que se asocia
a la definición de una población como objetivo de un programa de inclusión. El modo en
que se determina en concreto esa población puede variar según los contextos nacionales,
las culturas políticas, los niveles de sofisticación alcanzados en la construcción de datos,
etc. En algunos casos, los programas hacen referencias genéricas
a la situación socioeconómica de los sectores a atender por el programa, mientras que, en
otros, estos datos se constituyen en el principal criterio para delimitar, estadísticamente, los
beneficiarios de planes sociales o proyectos educativos específicos7.
paralelos
al
sistema
educativo,
de
las
adolescentes
embarazadas,
etc.
Este
es
el
caso
que
nos
plantea
a
las
universidades,
la
muy
reciente
definición
de
la
educación
superior
como
un
“derecho
universal
y
humano”
(Diker,
2008).
7
Al respecto, algunos economistas han insistido en señalar los límites de toda visión de las políticas que pretenden
reducirse a la descripción minuciosa de las características que hacen de los pobres una especie diferente al resto de la
ciudadanía, transformándolos en un «resto». Advierten que las preguntas «¿cuántos pobres hay?», «¿quiénes son?»,
«¿cómo
viven?»,
«¿qué
defectos
tienen
que
no
les
permiten
disfrutar
de
los
beneficios
de
la
vida
en
sociedad?»,
«¿cuál
es
el
costo
que
representan
para
el
resto
de
la
ciudadanía?» muestran que la pobreza tendría un rostro y cierta
configuración que sería necesario descifrar para saber a qué atenerse y cómo controlar la situación. Para los economistas
críticos, el problema de estas estrategias políticas es que solo se preocupan “por perfeccionar los métodos para detectar y
clasificar las carencias y miserias de los pobres […] Estas prácticas terminan multiplicando programas que trasladan el
conflicto al interior de los propios afectados, dejando a la mayoría sin ninguna cobertura, aliviando transitoriamente la
situación de los elegidos como merecedores de asistencia y no creando las condiciones para salir de su marginación de
forma autónoma” (Lo Vuolo y otros, 1999:13)
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• Indicadores internos del sistema educativo: deserción, repitencia, sobreedad constituyen
los indicadores más clásicos. Por lo general, lo que muestran es un desajuste entre la edad
cronológica y la edad teórica de ingreso, trayectoria y egreso de los estudios, a la
organización curricular y organizacional del sistema educativo formal. Este desajuste
define, en muchos casos, cuáles son los sectores o segmentos de la población que
presentan desvíos y que deben ser objeto de políticas específicas.
13
Desde esta perspectiva y siguiendo con McLaren, «la diversidad es una manera de sumar
culturas a un centro ya dominante» (1998:145).
8
Vuelvo aquí a la declaración de la Conferencia Regional de Educación Superior de 2008. Allí se establece que el reto es
incluir “a indígenas, afrodescendientes y otras personas culturalmente diferenciadas”. ¿Diferenciadas respecto de qué o
quiénes? La operación es bastante evidente: es sólo la persistencia de una norma que no se pronuncia, que se invisibiliza,
lo que homogeneiza y pone del lado de la inclusión a las personas “culturalmente diferenciadas”.
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imposible. El problema consiste en creer que esas hipótesis, necesarias a los fines del
planeamiento, efectivamente describen a los sectores sobre los que se aplican, reduciendo
su heterogeneidad interna y atribuyéndoles las mismas necesidades, expectativas,
condiciones de vida, etc.
• La reducción de la identidad a una etiqueta: otro problema, derivado del anterior, consiste
en creer que, a nivel individual, la identidad de los individuos que forman parte de un sector
poblacional se reduce al indicador con el cual delimitamos este sector. Así, se entiende
que una discapacidad, la pobreza o la pertenencia a un grupo étnico da cuenta de todo lo
que ese individuo es y puede ser.
Por supuesto, no estamos sosteniendo que las desigualdades en las condiciones de vida
no deban ser nombradas. Por el contrario, creemos que deben ser visibilizadas, estudiadas
y denunciadas. Lo que estamos señalando es el riesgo de confundir las condiciones con
los sujetos, porque cuando las operaciones de nombramiento se inscriben en el marco de
enunciados descriptivos y, como ya dijimos, ocultan su carga normativa parecen designar
lisa y llanamente lo que el otro es, algo así como su esencia. Y, en ese proceso, el nombre
deviene etiqueta. Los actos de etiquetamiento se sostienen en un modo de concebir la
identidad que ha sido ya ampliamente discutido. Conciben la identidad, en primer lugar,
como fija, inmutable, constituida de una vez y para siempre; en segundo lugar, como algo
dado, como un atributo del sujeto, un dato con el que ingresa al mundo social (como por
ejemplo la raza, el sexo, pero también la pobreza); en tercer lugar, como homogénea,
sobredeterminada por un atributo en particular (clase social, cultura de origen, cociente
intelectual o lo que sea). que define y explica todo lo que el otro es y podrá ser. De este
modo, la etiqueta termina fijando no solo la identidad, sino también –y este es el efecto
más grave, sin dudas– el destino.
4. A qué se incluye:
Sobre este punto, y a manera de conclusión, queremos dejar apenas planteados, algunos
interrogantes. Se incluye a las instituciones educativas “regulares”, a instituciones
educativas especialmente diseñadas para los “excluidos”, a la sociedad, a la cultura (como
si los destinatarios de políticas inclusivas no estuvieran ya en la sociedad y en la cultura), a
un universo cultural diferente del de origen, a algo así como una “cultura común”?
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El problema, creo, y con esto vuelvo al inicio, es que universalizar no es lo mismo que
incluir. Y si, por alguna razón, persistimos en sostener acciones y políticas inclusivas,
debemos tener claro que tendrán éxito justamente y sólo allí donde ya no sean necesarias
y desaparezcan.
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REFERENCIAS
Baudelot, Christian y Roger Establet (1998), El nivel educativo sube, Madrid, Morata.
Bourdieu, Pierre (1987), «Los tres estados del capital cultural», en Revista Sociológica, vol.
2, nº 5, México.
Diker, Gabriela (2008). “Cómo se establece qué es lo común?”. En: Frigerio, Graciela y
Diker, Gabriela (comps.). Educar: posiciones acerca de lo común. Del estante editorial.
Buenos Aires.
Ezcurra, Ana María (2011). Igualdad en educación superior. Un desafío mundial. Buenos
Aires, UNGS.
Terigi, Flavia (2008), “Lo mismo no es lo común”, en Frigerio y Diker, Educar: posiciones
acerca de lo común. Buenos Aires, Del estante editorial, 2008.
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