Unidad 3 - Buscón - Cabo Aseguinolaza

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El Buscón a la luz de los Quijotes

Fernando Cabo Aseguinolaza


Universidad de Santiago de Compostela

[La Perinola (issn: 1138-6363), 13, 2009, pp. 229-248]

Una de las constantes de la tradición crítica sobre el Buscón ha sido


el afanoso rastreo de elementos intertextuales, ya desde el siglo XIX. Esta
preocupación casi siempre ha ido pareja a la suscitada por las dificultades
para datar la obra de una manera mínimamente precisa. A pesar de que
su posición central en el canon picaresco —muchas veces en el papel del
epígono por excelencia o de ‘archipícaro’, que viene a ser lo mismo— pa-
rece incontrovertible desde los primeros intentos de establecer el con-
cepto historiográfico de picaresca, estos esfuerzos han servido a veces
también para tantear, de manera desde luego mucho más vaga, su posi-
ción en el ámbito tan extremadamente movedizo de la prosa literaria es-
pañola de la primera mitad del siglo XVII. Pero los numerosos indicios
y referencias que desde el Buscón apuntan a otros textos se han valorado,
en la gran mayoría de los casos, desde partis pris sobre su datación, de
modo que el interés por confirmar una fecha se ha impuesto a la consi-
deración del lugar de la obra en la prosa del momento, posiblemente por
haberla reducido a una mera explosión de ingenio idiosincrásico y haber
centrado su análisis en la relación inmediata con el Guzmán.
Ello ha perjudicado el conocimiento del Buscón y, más allá, el del
apasionante espacio literario de la prosa del XVII. Además se ha recu-
rrido con demasiada frecuencia al señalamiento de huellas o calcos muy
concretos, motivos o acuñaciones léxicas, desatendiendo, en cambio,
otros aspectos a menudo de pertinencia mayor. Son mucho más revela-
dores, por ejemplo, los elementos intertextuales que implican conjuntos
de materiales más amplios como secuencias narrativas, interacciones de
personajes o incluso constelaciones de textos que van más allá de la in-
fluencia individual y específica. Una cierta conciencia teórica sobre los
niveles y formas de la intertextualidad no viene mal. Se podrá así valorar
en su justa medida cuestiones como la de la percepción de los lectores
y autores sobre el alcance y sentido de este tipo de referencias. Y es que

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recibido: 5-09-2008 / aceptado: 15-10-2008
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si, por ejemplo, en la Francia del siglo XVII —donde tuvo una presencia
de primer orden— el Buscón fue modulado, por una parte, como una
aportación a la tradición del roman comique y, por otro, como apoyo a los
modos de representación de la delincuencia en la literatura de proyec-
ción popular1, en la España de la tercera década de ese mismo siglo la
obra de Quevedo se inserta en un medio muy afectado por la publica-
ción de los Guzmanes, claro, pero también de los Quijotes.
Conviene, en este sentido, recordar algunas cuestiones fundamenta-
les. La primera es que la prosa de las primeras décadas del seiscientos
está dominada por el experimentalismo y la innovación permanente. Es
una literatura proteica, muy receptiva a un entorno de ebullición y
emergencia constante de propuestas formales, y habría que decir que
también ideológicas. Pocas cosas menos concordantes entre sí, por
ejemplo, que los distintos relatos picarescos de la primera mitad del si-
glo, agrupados, por cierto, en torno a dos momentos cronológicos rela-
tivamente definidos: el lapso que va de 1599 a 1605 y el entorno del
año 1620. Probablemente lo que más llame la atención sea la extraordi-
naria ductibilidad de las formas y su propensión a la hibridación, a par-
tir muchas veces de tradiciones procedentes del siglo XVI, pero
redefinidas ahora en un contexto muy diferente. Es algo perceptible en
las múltiples facetas del diálogo o en las revisiones del elemento acaso
más identificado con la propia idea de ficción narrativa en sus orígenes
y desde luego con la gran mayoría de sus plasmaciones en la literatura
española de los siglos XVI y XVII: el viaje2. Y son aspectos que suelen
perderse de vista ante la predisposición homogeneizadora de la historia
literaria, que prima determinadas líneas de continuidad y subordina a
ellas lo demás.
En segundo lugar, debe tomarse nota de un fenómeno, conectado
con el anterior, que se produce con una intensidad peculiar en la España
de los tres primeros decenios del XVII, aunque sus raíces remiten evi-
dentemente al siglo anterior. A ello parece acogerse el denominado Ave-
llaneda en su prólogo, donde se apunta al trasfondo quinientista,
prolongado en el siglo siguiente, de continuaciones de la Celestina, de la
Diana o de la Arcadia, a las que podrían haberse añadido la del Lazarillo
o los distintos Amadises y su descendencia:
Sólo digo que nadie se espante de que salga de distinto autor esta segun-
da parte, pues no es nuevo proseguir una historia diferentes sujetos […] No
me murmure nadie de que se permitan impresiones de semejantes libros,
pues éste no enseña a ser deshonesto, sino a no ser loco; y, permitiéndose
tantas Celestinas, que ya andan madre y hija por las plazas, bien se puede per-
mitir por los campos un don Quijote y un Sancho Panza, a quienes jamás se

1
Para consideraciones muy significativas sobre el género de recepción del Buscón en
la Francia del siglo XVII, resultan de gran interés los trabajos de Chartier, 1992, así como
2002.
2
Ver al respecto el esclarecedor trabajo de Profeti, 1996.

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les conoció vicio, antes bien, buenos deseos de desagraviar huérfanas y des-
hacer tuertos, etc.3.
Me refiero, como es evidente, a la proliferación de los llamados apó-
crifos, de las continuaciones alógrafas y, sobre todo, su inserción en un
juego extraordinariamente rico próximo a lo que Genette ha situado
bajo la advocación de la metalepsis, en cuyo marco creo que puede re-
sultar productivo insertar también algunas de las referencias intertex-
tuales más interesantes. Se trata, en efecto, de la transgresión de los
supuestos límites de la ficción narrativa por distintas vías.
En ciertos casos, la transgresión consiste en prolongar más allá de los
términos previstos inicialmente un determinado mundo ficcional. Otras
veces nos encontramos con la introducción como personaje del autor de
una determinada obra o del comentario en la ficción de otras ficciones.
También puede ser que se traiga a una obra un personaje de otra para
integrarlo en la acción narrativa o que, directamente, se proclame la vin-
culación familiar, más o menos estricta, de un cierto personaje con otro,
de una obra previa, que le sirve como referencia identificativa. Todo es-
to, y mucho más, sucede, insisto, con una intensidad muy particular, en
la prosa narrativa de los veinte primeros años del siglo XVII. A todos se
nos ocurren los ejemplos para cada caso: el Quijote y el Guzmán apócri-
fos, así como las respectivas segundas partes, La pícara Justina, el Guitón,
La hija de Celestina… Y es un fenómeno que no debería disociarse de la
facilidad y naturalidad tan llamativa con que fluye la corriente intertex-
tual —entre el préstamo y el plagio, la réplica y el aprovechamiento— de
unas obras a otras. Algo que sin duda depende directamente de una ló-
gica tipográfica y editorial específica, como las variantes y los ciclos, o
sus parodias, dependen de determinados círculos de difusión oral o co-
mo, en otro orden de cosas, los llamados spin-off de las actuales series
televisivas dependen de las características de un determinado mercado
audiovisual.
Y como última observación preliminar vale la pena recordar las con-
sideraciones de Anthony Close sobre la profunda revitalización y reno-
vación de lo cómico a partir sobre todo del Guzmán de 1599, asociadas
a la subida al trono de Felipe III4. Hay que recordar que con Felipe II la
Corte, independientemente de su localización, había dejado de funcio-
nar como centro literario, y que recobraría su importancia con su suce-
sor, especialmente tras el traslado definitivo a Madrid en 1606, cuando
la noción de Corte se vincula ya muy característicamente al desarrollo
de una literatura de referente urbano y protoburgués. Entonces adquie-
re sentido pleno, en efecto, el rótulo de «imperio de los signos» que, to-
mado de Roland Barthes, le aplica Jacques Beyrie, de modo paralelo a
la conversión de la Corte en un espacio discursivo característico, como
ha sabido ver Pedro Ruiz Pérez5. Destaca Close, en este mismo sentido,

3
Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo, ed. Gómez Canseco, pp. 197 y 201.
4
Close, 2007.

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las nuevas posibilidades que se abren para la expresión de lo cómico en


los primeros años del siglo XVII, así como la morigeración social de los
aspectos más toscos y transgresores, más carnavalescos si se prefiere. Es
una disposición que alcanzaría su desarrollo en estrecha relación con el
de la Corte madrileña tras el paréntesis vallisoletano y «la promoción del
comportamiento cortesano y aristocrático como modelo a seguir» entre
una creciente clase media urbana. En esta tendencia adquiere una posi-
ción privilegiada Salas Barbadillo, sin duda un escritor crucial porque, en
muy buena medida, sirve de referente y contraste para la obra de otros
escritores de primer orden como Cervantes o el propio Quevedo. A Salas
Barbadillo le atribuye Close, por ejemplo, la capacidad de haber ampliado
el área de representación de los figurones tradicionales «para incluir los
usos y costumbres del Madrid de la clase media», de modo que «el com-
portamiento extravagante y anormal se describe y mide partiendo de una
perspectiva normativa, basada en nociones comunes de aceptabilidad».
Sería la consecuencia de la consolidación de un ethos de clase media6.
Close parece sugerir que esta consolidación se entendería como un
proceso lineal que iría del tono más arriscado de principios de siglo al
de índole bien pensante de la segunda década. Sin embargo, en este
sentido es preciso notar la presencia de elementos discordantes, como
el Quijote de Avellaneda, así como la irrupción de una vena satírica y có-
mica muy peculiar, y que debería estudiarse con detalle, en el contexto
del final del reinado de Felipe III y de la subida al trono de Felipe IV.
Se podrían situar en este terreno, por caso, algunas de las obras más re-
levantes en este sentido de Quevedo. Precisamente la atención a algunas
de las vetas intertextuales del Buscón resulta muy reveladora en este as-
pecto, y proyecta luz sobre los modos de composición narrativa de Que-
vedo, casi siempre dependientes de una aguda conciencia respecto al
uso de materiales ajenos.
El análisis sumamente perspicaz de Michel Cavillac sobre las conco-
mitancias entre la visita de Pablos a su tío Alonso Ramplón en Segovia
y la segunda que Guzmán hace en Génova al hermano mayor de su pa-
dre lo muestra de un modo que estimo plausible7. Quevedo, en opinión
de Cavillac, se fundamentó en el episodio de la segunda parte del Guz-
mán para trazar una secuencia narrativa fundamental en su relato, como
es la visita de Pablos a su tío en Segovia y su posterior y precipitado
abandono de este segundo hogar familiar. Nos encontramos así con que
en ambos casos los pícaros, justo antes de introducirse ante sus parien-
tes, se hacen pasar por caballeros y con que es, en una y otra ocasión, el
tío respectivo quien, tras haber preguntado los protagonistas por él, se
adelanta a darse a conocer, aunque con efecto bien distinto en cada ca-
so. Tras el común encuentro en la calle, en los dos relatos los tíos se ha-
cen acompañar de los sobrinos a sus correspondientes moradas, cuya
5
Beyrie, 1994, p. 127; Ruiz Pérez, 1998.
6
Close, 2007, pp. 272 y 282.
7
Cavillac, 1999.

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descripción no puede ser más disonante; lo mismo que el grupo de co-


nocidos que presentan a sus sobrinos o la vajilla que usan para sus ban-
quetes familiares. En ambas situaciones subyace además una afrenta,
real o supuesta, de la que los protagonistas se desquitan para huir luego
de forma inopinada, imaginando mientras se alejan de sus deudos la ra-
bia y frustración con que éstos quedan. Es evidente que en el Buscón se
teje la secuencia de acontecimientos con una clara voluntad de inver-
sión, aunque la intención última de la misma no sea siempre fácil de dis-
cernir. Lo más importante ahora, sin embargo, es notar la consistencia
con que Quevedo reelabora la articulación narrativa alemaniana, lejos
desde luego de la mera reacción ingeniosa a bote pronto. Algo que lleva
a Cavillac, por cierto, a adoptar reservas profundas respecto a la data-
ción temprana del Buscón.
Hay otro importante pasaje de relevancia intertextual que ha sido se-
ñalado por los estudiosos en los últimos años. Rodrigo Cacho, en con-
creto, ha sabido apreciar las evidentes y múltiples concomitancias entre
el episodio de los caballeros chanflones, así como más parcialmente el
del pupilaje de Cabra, y la Compagnia della lesina (‘Compañía de la lez-
na’), un texto satírico anónimo, publicado varias veces a partir de la se-
gunda mitad del siglo XVI en Italia, donde se presenta una cofradía muy
próxima a la quevedesca, y que probablemente ha dejado también hue-
llas en autores como Mateo Alemán8. En algunos casos, se aprecia, con
todo, que Quevedo mantiene una relación directa con el texto italiano,
como cuando, a diferencia de Alemán, menciona la «caja con hilo negro
y hilo blanco, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo, raso y otros re-
tacillos» (p. 158) con que le proveen los chanflones para salir al paso de
cualquier urgencia vestimentaria9, la cual tiene un antecedente claro en
el texto italiano. La Compagnia es muy anterior al Buscón y, por tanto,
malamente podría ser útil para establecer conjeturas sobre su datación.
Sin embargo, Cacho ha localizado un ejemplar de la obra con una ano-
tación que da por autógrafa de Quevedo, y además con varias marcas en
los márgenes del texto, realizadas con la misma tinta de la anotación,
destacando pasajes muy pertinentes en su mayor parte para el episodio
del Buscón. Lo significativo desde el punto de vista de la datación es que
la edición manejada a lo que parece por Quevedo fue impresa en Vene-
cia el año 1613. Se trata del año en que nuestro autor viajó a Italia, en
donde residió, con distintos viajes entre medio a la Corte, hasta 1619.
La fecha de esta edición veneciana, aunque no sea la última palabra, em-
puja a considerar un momento de redacción para la obra de Quevedo
algo más tardío de lo que se acostumbra a suponer, pero al mismo tiem-
po la apropiación quevedesca muestra una vez más, por si falta hiciese,

8
Cacho, 2003.
9
Todas las referencias al Buscón remiten a la siguiente edición: Quevedo, La vida del
Buscón, ed. Cabo Aseguinolaza, Barcelona, Crítica, 1993. Se indicará la página entre
paréntesis tras la cita.

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la libertad con que el autor de los Sueños aprovecha, adapta e integra en


su escritura materiales ajenos.
Pero vayamos a lo nuestro. Esto es, a los presumibles ecos de linaje
quijotesco en el Buscón. Algo que no debería extrañar demasiado si re-
cordamos las palabras de presentación de la obra por su primer editor en
1626. Roberto Duport lo caracterizaba, en efecto, como «émulo de Guz-
mán de Alfarache (y aun no se diga mayor) y tan agudo y gracioso como
don Quijote». Esta introducción sitúa la obra de Quevedo en una verda-
dera encrucijada de la ficción secentista, al menos desde la perspectiva
de su recepción editorial. Y lo cierto es que mientras el primer modelo
se ha valorado hasta la saciedad, el segundo ha quedado casi por com-
pleto desatendido en virtud de lo que podríamos llamar un prejuicio cro-
nológico. Recientemente, Fernando Rodríguez Mansilla ha llamado la
atención precisamente sobre este comentario de Duport y ha extraído de
ello una serie de consecuencias analíticas verdaderamente sutiles, que in-
cluyen entre otras cosas uno de los mejores análisis de la relación entre
Pablos y don Diego a partir de la teoría sobre el deseo triangular elabo-
rada hace años por René Girard y que afectaría también al vínculo de la
obra quevediana con sus antecesores picarescos, cuya dimensión textual,
en la línea de lo que señalábamos hace un momento, es ciertamente re-
levante10. El caso es que Rodríguez Mansilla intuye elementos quijotescos
muy atendibles en el Buscón, pero, al asumir la tesis de una composición
temprana de la obra, durante el período vallisoletano de la Corte, se ve
forzado a dar por buena en la posibilidad de que Quevedo fuese un lec-
tor pretipográfico del Quijote, como habría tenido que serlo de la segunda
parte del Guzmán si es que fuese preciso esforzar una datación tan tem-
prana, en torno a 1604, del relato protagonizado por Pablos.
Sin embargo, en muchos aspectos el Buscón cobra sentido inscrito en
el linaje quijotesco, con una cierta perspectiva sobre la obra cervantina
con sus dos tomos, y no tanto al calor inmediato de la escritura de la
primera parte y del conocimiento no menos repentino del segundo Guz-
mán. Desde el punto de vista de las referencias directas, la mención que
la crítica ha considerado desde hace mucho tiempo es el traído y llevado
«rucio de la Mancha» que monta Pablos precisamente después de haber
desairado a su tío el verdugo segoviano y cuando encuentra al precario
hidalgo don Toribio, que, como se recordará, le sirve de introductor a
la vida en la Corte. En la Corte madrileña, dicho sea de paso, que apa-
rece representada con una complejidad difícil de concebir si no después
de 1607: más bien, los escenarios que nos presenta el Buscón son los
propios del Madrid cortesano de la segunda y tercera décadas del siglo
XVII. Es curioso comprobar una vez más cómo el peso de una cierta tra-

10
Rodríguez Mansilla, 2004-2005. Sólo una nota adicional: frente a lo que sucede
con claridad en los preliminares de la princeps de los Sueños (Barcelona, 1627) o en los
Desvelos soñolientos (Zaragoza, 1627), que edita el propio Duport, en la edición zarago-
zana del Buscón nada apunta a que la obra hubiese circulado o fuese conocida previa-
mente a su publicación impresa.

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dición crítica, con notable ascendiente, ha llevado a cerrar los ojos ante
la evidente localización de una parte decisiva de la acción en Madrid.
No es de extrañar, pues, que los defensores de una fecha temprana para
la obra hayan tenido, como en otros casos, serias dificultades para dar
cuenta de esta mención al rucio de la Mancha, y sobre todo de la Corte
en Madrid, lo que ha provocado toda una serie de explicaciones, algunas
de ellas innegablemente ingeniosas.
Lo cierto es que la referencia al Quijote parece fuera de duda, y no
sólo por la mención de la comarca manchega, sino, en especial, por el
empleo del término rucio como adjetivo sustantivado para referirse al ju-
mento. En efecto, como han mostrado Carlos Romero o Francisco Rico
en trabajos muy recientes11, el uso en la primera parte quijotesca del ad-
jetivo rucio, que se refiere al color grisáceo o entrecano del pelaje, como
denominación nominal para el asno de Sancho robado en Sierra More-
na —y no de cualquier asno o jumento en general— resulta muy llamati-
vo por lo inusual y específico y, sin duda, hubo de atraer la atención de
los lectores contemporáneos. De hecho, la referencia de Quevedo pare-
ce que se dirige en particular al pasaje añadido al capítulo XXX de la
primera parte en la edición revisada de 1605 para justificar la reapari-
ción del asno, en donde, junto al añadido anterior y complementario del
capítulo XXIII, se extrema la emotividad del escudero hacia su animal y
se reitera el apelativo de rucio para referirse a él. Allí, recordémoslo, se
hacía aparecer de nuevo a Ginés de Pasamonte, presentándolo el narra-
dor, antes de que Sancho lo pudiese identificar, como «un hombre ca-
ballero sobre un jumento», mientras que en el Buscón nos dice Pablos
que «iba caballero en el rucio de la Mancha». Ginés va disfrazado de gi-
tano, y, en efecto, el contraste entre la expresión ir caballero y la humil-
dad de la montura no es algo que pasase desapercibido en los textos de
la época, como de hecho se aprecia de inmediato en el propio Buscón a
través de los comentarios de don Toribio.
Las circunstancias en que esto sucede en el primer Quijote son algo
más que curiosas, y desde luego muy contadas (cinco ocasiones en to-
tal); pero lo de verdad relevante es que la forma de denominar Sancho
a su montura se hizo pronto popular, como lo muestra el uso generali-
zado de la forma rucio para llamar al asno de Sancho en el Quijote apó-
crifo de 1614 y también en la segunda parte cervantina de 1615. Este
es el contexto en el que adquiere sentido la sorprendente forma en que
Pablos denomina a su jumento. Y no estaría de más considerar a esta
luz otros episodios del Quijote de Avellaneda que presentan concomi-
tancias con ciertos pasajes del Buscón.
Por poner un ejemplo, otro caso que he podido documentar de va-
rios empleos de rucio siguiendo la pauta sustantivadora del Quijote —con
el sentido de burro, asno o jumento— se halla en boca de Coriolín, un gra-
cioso rústico, en la jornada segunda de la comedia de Tirso La mujer que
manda en casa, que remite, en opinión de su editora Dawn L. Smith, al
11
Véase Romero Muñoz, 2007. De forma paralela, Francisco Rico (en prensa).

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período comprendido entre 1621 y 162512. Y lo que parece cierto es que


esta comedia de Tirso debe incluirse entre las muestras contemporáneas
del tipo de recepción de que fue objeto, al menos en parte, la gran no-
vela de Cervantes.
Merece la pena valorar a esta luz otro pasaje del Buscón, de I, 5, cuan-
do Pablos explica cómo se protegió en Alcalá de las agresiones de los
estudiantes que le pedían la patente a su amo: «me acomodé entre dos
colchones y sólo tenía la media cabeza fuera, que parecía tortuga» (p.
85), ya que se ha hecho notar en varias ocasiones la proximidad con un
pasaje del Quijote de 1615, probablemente con el trasfondo de la agu-
deza quinientista de los motes. Así es, cuando hacen creer a Sancho que
la ínsula Barataria está siendo objeto de un ataque, protegido con «un
pavés por delante y otro detrás», se echa a tierra «como galápago ence-
rrado y cubierto con sus conchas»13. Pero lo verdaderamente significa-
tivo es que el propio Quevedo vuelve a hacer uso de la imagen, y en un
lugar que no admite duda sobre su adscripción cervantina. En el roman-
ce conocido como el Testamento de don Quijote se lee: «tendido sobre un
pavés, / cubierto con su rodela, / sacando como tortuga / de entre con-
chas la cabeza» (vv. 5-8). Y si anotadores como James O. Crosby y Lía
Schwartz e Ignacio Arellano han aclarado que de esta manera se «evoca
el episodio de Sancho durante el supuesto ataque a la Ínsula»14, la ex-
plicación, válida para el romance, sería inviable para el Buscón, de no
aceptarse, claro, una datación bastante más tardía de lo que suele ser de
recibo entre los estudiosos.
Y me atrevería a añadir como posible elemento quijotesco también
ciertas expresiones como los «altos pensamientos» o los «pensamientos
de caballero» que, atribuidos característicamente a Pablos o a su padre,
aparecen mencionados en varias ocasiones, sobre todo en el libro pri-
mero de la obra. Pensamientos puede referirse, en efecto, al ánimo y a las
miras de una determinada persona, pero también a sus pretensiones o
intenciones más intimas y, por tanto, no declaradas, aunque se traduz-
can en acciones. En el primer sentido, sobre todo acompañado el térmi-
no de adjetivos y modificadores como altos, poseía plausiblemente una
connotación arcaizante en el siglo XVII. Acudiendo al corde, encontra-
mos su uso en variados textos del siglo XV y XVI casi siempre en un
contexto de enaltecimiento aristocrático o militar de la persona a la que
se atribuyen, así como a veces, por ejemplo en Villena o Mena, para re-
ferirse a la excelsitud de las consideraciones del amante petrarquista15.
Resulta de hecho muy sugerente el repasar las ocurrencias de este tipo
de expresiones, así como las contadas ocasiones en que aparecen en
obras del XVII. Y lo cierto es que altos pensamientos son los del capitán

12
Tirso de Molina, La mujer que manda en casa. Aunque no se considera esta comedia
en particular, para la intensa presencia del Quijote en Tirso, con algunas referencias inte-
resantes a su cronología, ver De Armas, 2007.
13
Cervantes, Don Quijote de la Mancha, dir. F. Rico, vol. 2, p. 1160.
14
Quevedo, Un Heráclito cristiano, p. 526n. También Quevedo, Poesía varia, p. 127n.

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cautivo (I, 42) o los que Sancho advierte que ha de ejecutar el propio
don Quijote (II, 7), que también, como Pablos, alberga «pensamientos
de caballero» o, más precisamente, «caballerescos» (II, 6)16. Sabida es la
ambigüedad de esta clase de expresiones en el Buscón y la importancia
que adquieren en el diseño de la trayectoria del personaje. Pero desde
luego interesa apreciar no sólo la pretensión social que entrañan, cosa
que ha solido hacer la crítica, sino que tal pretensión se presenta de
acuerdo con una pauta que contribuyó a crear el Quijote, entendido
como una obra en la que se mostraba un deseo social y estamental en
último término cómico.
Las huellas del Quijote en la literatura contemporánea son, por su-
puesto numerosas, y no siempre fáciles de percibir, entre otras cosas
porque sólo a veces el linaje quijotesco está hecho de referencias direc-
tas. En el Buscón creo que las hay, como también otras de carácter indi-
recto. Es decir, se reconoce en él la presencia, a mi juicio muy clara, de
textos del segundo decenio del XVII cuya vinculación con el Quijote re-
sulta obvia y que, en algún caso, contribuyen a acuñar la imagen cómica
a la que me acabo de referir.
Es revelador, en este sentido, que el episodio de Ostende —tan ma-
nido por quienes se han empeñado en datar tempranamente el Buscón—
no sea ni mucho menos exclusivo de la obra quevediana y de hecho for-
me parte de obras bien posteriores a los hechos históricos vinculados a
la plaza fuerte, como por ejemplo El criticón17, acreditando la pervivencia
literaria de la fama del sitio durante bastantes años y, de paso, que el
Buscón no ha de ser abordado necesariamente como si se tratase de un
relato noticiero. Puede ser también que las apariciones de Ostende en
la literatura del siglo XVII, sobre todo cuando se ponen en boca de sol-
dados más o menos fanfarrones, no sean ajenas entre sí. No es irrelevan-
te al caso que la mención al sitio de la plaza flamenca se atribuya al
personaje Antonio de Bracamonte en el Quijote apócrifo, de 1614, ya que
seguramente Quevedo apuntase a esta obra con propósito burlesco al

15
Real Academia Española, Banco de datos (corde) [en línea]. Corpus diacrónico del
español. <http://www.rae.es> [12 de enero de 2008]. En la primera parte del Guzmán
aparece pensamientos cuatro veces, incluida la dedicatoria a Francisco de Rojas; de ellas,
tres junto a adjetivos como bajos o viles y en asociación al nacimiento oscuro, con un
carácter defensivo y condenatorio. Y cinco veces en la segunda parte del Guzmán, tres en
un sentido general, pero una de las apariciones, bajos pensamientos, se vincula, como en la
primera parte, a la connotación de «humilde linaje» y otra remite a la fórmula altos pensa-
mientos, en boca de don Luis de Castro, que se los atribuye a sí mismo en el contexto de
un intercambio de relatos amorosos entre caballeros en la residencia del Embajador de
España. En el Guzmán apócrifo se insiste también en la asociación entre linaje oscuro,
vida libre y «viles pensamientos», del mismo modo que se señalan los «monstruosos pen-
samientos y bestiales pretensiones» del ambicioso. Luján de Sayavedra, Segunda parte de
la vida del pícaro Guzmán de Alfarache, pp. 127 y 475. En el Quijote la voz pensamientos, en
distintas acepciones, supera el centenar de ocurrencias entre las dos partes.
16
En las dos variantes de la expresión «pensamientos de caballero» / «pensamientos
caballerescos», el Buscón y la segunda parte del Quijote registran las únicas ocurrencias
anteriores a 1626 recogidas en el corde.

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mencionar el sitio y al ponderar, justo después, la exhibición grotesca


de sus heridas que hace el soldado churrullero en el segundo libro del
Buscón. Recuérdese cómo el Mellado amaga con bajarse las calzas para
enseñar unas supuestas heridas de guerra, y el concluyente comentario
que merece a Pablos este afán exhibicionista: «Señor mío, desatacarse
más es brindar a puto que enseñar heridas». Un exabrupto que adquiere
nuevo sentido si se lee a la luz del proceder del soldado de Avellaneda.
En efecto, Bracamonte se detenía a explicar su experiencia en la
campaña de Ostende mostrando, como el arbitrista del Buscón, un cro-
quis en el que situaba para sus oyentes las posiciones de las tropas y de
las construcciones militares. La comparación resulta elocuente:
Mandó, acabada la cena, mosén Valentín alzar la mesa; y, tras esto, él y don
Quijote, que comenzó a gustar de la miel de la batalla y asalto, cosas todas
muy conformes a su humor, rogaron al soldado les contase algo de aquel tan
porfiado sitio; el cual lo hizo así con mucha gracia, porque la tenía en el ha-
blar, así latín como romance. Mandó antes de empezar tender sobre la mesa
un ferreruelo negro y que le trajesen un pedacito de yeso; y traído, les di-
bujó con él sobre la capa el sitio del fuerte de Ostende, distinguiendo con
harta propriedad los puestos de sus torreones, plataformas, estradas encu-
biertas, diques y todo lo demás que le fortificaba, de suerte que fue el verlo
de mucho gusto para mosén Valentín, que era curioso. Díjoles tras esto de
memoria los nombres de los generales, maestros de campo y capitanes que
sobre el sitio se hallaron, y el número y calidad de las personas que, así de
parte del enemigo como de la nuestra, allí murieron, que, por no hacer a
nuestro propósito, no se dicen aquí18.
17
Son dos pasajes muy pertinentes para nuestro caso, que vale la pena citar por
extenso. Hablando de la «ignorante satisfacción», «Aquel soldado nunca falta en las cam-
pañas, habla de Flandes, hallose en el sitio de Ostende, conoció al duque de Alba, acude a
la tienda del general, el demonio del mediodía, mantiene la conversación, cobra el pri-
mero, y el día de la pelea se hace invisible» (Criticón, II, Crisi quinta). Y luego se lee en la
Crisi duodécima a propósito nuevamente de un soldado vocinglero que se topa con Ale-
jandro Magno: «—Eso no haré yo —decía el Mérito—, que no llegáis con nombre, sino con
voces. Oyendo esto el tal cabo, echó mano y movió tal ruido que se alborotó todo el reino
de los héroes, acudiendo unos y otros a saber lo que era. Llegó de los primeros el bravo
macedón y dijo: —Dejádmele a mí, que yo le meteré en razón y en el puño. Señor jefe —le
dijo—, mucho me admiro de que aquí os queráis hacer de sentir, no habiendo hecho ruido
en las campañas. Tratad de volver allá y por vuestra fama, obrad media docena de haza-
ñas, no una sola, que pudo ser ventura, sitiad un par de plazas reales, veamos cómo sal-
dréis con ellas: que os puedo asegurar que me cuesta a mí el entrar acá más de cincuenta
batallas ganadas, más de docientas provincias conquistadas, las hazañas no tienen número,
aunque muy de cuenta. —Sin duda —le respondió—, que sois el Cid, el de las fábulas. No
dijera más el mismo Alejandro. —Pues él mismo es —le dijeron. Y cuando se creyó había
de quedar aturdido, fue tan al revés, que comenzó con bravo desenfado a fisgarse de él y
decir: —¡Mirad ahora, y quién habla entre soldados de Flandes, sino el que las hubo contra
lanzas de marfil en la Persia, de paso en la India, y contra piedras en la Escitia! ¡Viniérase
él agora a esperar una carga de mosquetes vizcaínos, una embestida de picas italianas, una
rociada de bombardas flamencas! ¡Voto a…! ¡Juro que no conquistara hoy a solo Ostende
en toda su vida! Oyendo esto, el macedón hizo lo que nunca, que fue volver las espaldas.
Enmudeció también Aníbal, por temer no le sacase lo de Capua, y el mismo Pompeyo por-
que no le dijese que no supo usar de la victoria. Desta suerte se retiraron todos los del ter-
cio viejo». Gracián, Obras, vol. 1, ed. E. Blanco, pp. 397 y 667-668.

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«EL BUSCÓN A LA LUZ DE LOS QUIJOTES» 239

Y se añade a esto, como anunciando el «desatino» del arbitrista de


Quevedo, que Sancho, impresionado por la sangre derramada y pensan-
do ser Ostende el nombre de un gigante, se extrañe de que ningún ca-
ballero se hubiese enfrentado por su cuenta al temible enemigo y
acabado con él por la vía rápida. Esta confusión nominal recuerda, por
demás, a la que tendrán Pablos y el Mellado cuando el genovés les habla
de Visanzón (Besançon):
Comenzó a nombrar a Visanzón y si era bien dar dineros o no a Visanzón;
tanto, que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero. A
lo cual respondió, riéndose:
—Es un pueblo de Italia, donde se juntan los hombres de negocios, que
acá llamamos fulleros de pluma, a poner los precios por donde se gobierna
la moneda. (p. 130)
Pero es que además, de modo análogo a lo que hará el soldado del
Buscón, Bracamonte también había tratado de acreditar su arrojo ofre-
ciéndose a exhibir sus heridas, que, curiosamente, son, entre otras.
como en el Buscón, dos balazos en la pierna:
y aun tengo más de dos balazos, que hasta podría mostrar en los muslos,
y este hombro medio tostado de una bomba de fuego que arrojó el enemigo
sobre cuatro o seis soldados españoles que intentábamos dar el primer asal-
to al muro, y no fue poca ventura no acabarnos19.
Bracamonte los sitúa en el muslo y el Mellado, en cambio, los desplaza
de modo significativo a los calcañares, lo que permitirá la inmediata silep-
sis chistosa de Pablos (incluida sólo en el manuscrito B), que, aclarando
seguramente lo que leemos en los demás testimonios, rechaza la murmu-
ración que afecta a la gloria militar ganada con esfuerzo: «las balas pocas
veces se andan a roer zancajos». Roer los zancajos, en efecto, es modismo
con el significado de ‘murmurar’. ¿Y qué balas o balazos pueden asociarse
a algún tipo de murmuración si no las que se atribuía al soldado de Ávila
en el libro de Avellaneda? Parece evidente que las referencias burlescas y
degradantes a Ostende y a los balazos en el texto quevediano se explican
mucho mejor a la luz de este episodio del Quijote apócrifo que como alu-
sión noticiera a un acontecimiento contemporáneo20.
La comparación entre los dos episodios aún nos dice más. Vemos
que Quevedo distribuye entre dos personajes inmediatos, el arbitrista y
el soldado, lo que Avellaneda atribuye únicamente a Bracamonte (cro-
quis y heridas de balas). Por otra parte, mantiene como personajes se-
parados otros dos que así aparecen en el apócrifo de 1614: si
Bracamonte aparece en el camino con un ermitaño, en el Buscón Pablos
y el soldado no tardan en encontrarse también con un ermitaño, de
modo que ermitaño y soldado forman de inmediato la compañía de Pa-
blos en su camino de la Corte a Segovia, replicando la pareja que había

18
Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo, p. 412.
19
Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo, p. 411.

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240 FERNANDO CABO ASEGUINOLAZA

acompañado hasta la Corte a don Quijote y Sancho. La forma en que


estos personajes se presentan e interaccionan con los protagonistas de
ambos libros guardan además muchas semejanzas. El encuentro con
ambos personajes —«un pobre soldado y venerable ermitaño»— se pro-
duce en el camino, inmediatamente después de dejar Zaragoza rumbo
a la Corte, siguiendo una pauta que bien se puede calificar de cervanti-
na. El soldado Bracamonte ofrece, igual que el Mellado, un aspecto pre-
cario, que justifica con la explicación de haber sido desvalijado al pasar
por Francia. Expone por añadidura que, nótese bien, ha debido dejar
Flandes sin licencia, a causa de «cierta desgracia», lo que podría dar a
pensar o que se trata de un desertor o que fue despachado sin más por
esa «desgracia» a que alude con reticencia. Le faltan además los papeles,
de modo que sólo le quedan sus heridas para aducir como testimonio
de sus servicios. Encima se muestra muy altivo y estirado con Sancho,
sin ahorrar algún juramento, en lo que ciertamente lo sobrepujará su co-
lega del Buscón: «Yo le voto a tal que le dé, si meto mano, más espalda-
razos que cerdas de puerco espín tiene en la barba; que no debe de
saber tengo yo más villanos como él apaleados que he bebido tragos de
agua desde que nací»21.
Sancho, por demás, llega a llamar «pícaro» a Antonio de Bracamonte,
y Pablos tachará de «picarón gallina» (p. 127) a Mellado22. Habría, en
efecto, que admitir la condición de réplica y radicalización intertextual
que tiene el pasaje del Quevedo con respecto al de Avellaneda. Y acaso
una razón tenga que ver con la manera tan precisa y explícita en que se
vincula a este soldado con el linaje de los Bracamonte, alguno de cuyos
miembros conoció Quevedo y que tanto juego ha dado a quienes han

20
Últimamente Rosa Navarro ha considerado también este pasaje de Avellaneda,
pero para fijar una fecha ad quem del Buscón, suponiendo que hubo de ser el Quijote apó-
crifo el que tomó la referencia de Quevedo, y no al revés. De manera más detallada,
siguiendo parcialmente las observaciones de Luis Gómez Canseco en su edición, Alfonso
Martín Jiménez abunda en la misma línea, tratando de mostrar que Quevedo se habría
inspirado en diversos pasajes de la autobiografía manuscrita de Jerónimo de Pasamonte,
de modo que éste, embozado tras el seudónimo de Avellaneda, le habría replicado a tra-
vés de la figura de Bracamonte. Sin embargo, resulta mucho más plausible, a mi juicio,
aceptar una apropiación degradante del episodio de Bracamonte por parte del Buscón
que lo contrario, a no ser que se parta de la presuposición de que la obra de Quevedo ha
de ser anterior a su viaje a Italia. No se trataría, en efecto, de nada que deba sorprender
en quien lo hizo con otras muchas obras que definían el panorama de la ficción narrativa
de su época (Alemán, Martí, Cervantes o incluso Salas Barbadillo). Tampoco parece
verosímil que si el autor del apócrifo trató de desmentir a Quevedo, como sugieren
Navarro o Martín Jiménez, lo hiciese de manera tan implícita y empeñándose en repetir
lo que evidentemente resultaría ya ridículo a la luz del Buscón: Ostende, amago de mos-
trar los balazos, croquis, propuesta desatinada para el sitio… Ver Navarro Durán, 2006,
p. 205; y Martín Jiménez, 2008.
21
Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo, p. 403.
22
Le dice Sancho a don Quijote, mientras sostiene un guijarro con el que pretende
golpear a Bracamonte: «¿Cómo quiere que aprenda yo a vencer gigantes? Y aunque este
pícaro no lo es, bien sabe vuesa merced que en la barba del ruin se enseña el barbero»
(Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo, p. 405).

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«EL BUSCÓN A LA LUZ DE LOS QUIJOTES» 241

tratado de dilucidar la personalidad de Avellaneda23. Recuérdese el elo-


gio funeral de Quevedo a don Melchor de Bracamonte, hijo de los con-
des de Peñaranda, caballero de la Orden de Santiago y «gran soldado
sin premio», según reza el epígrafe a este soneto, que se distinguió en
Flandes. O piénsese en el capitán don Joseph de Bracamonte al que se
atribuye uno de los sonetos introductorios a la princeps de los Sueños
(Barcelona, 1627). Acaso se esté denunciando la impostura y abuso de
hacer pasar por Bracamonte al militón.
Son modos de hacer que justifican intertextualmente toda una se-
cuencia de acciones del relato de Quevedo al modo en que sucedía con
el episodio genovés de la segunda parte del Guzmán. Añádase que An-
tonio de Bracamonte no resulta una personalidad inmaculada y, aparte
las sombras de su dimensión como soldado, cuenta algún episodio no
especialmente decoroso de su época de estudiante en Alcalá. Tampoco
el ermitaño, que, con toda su venerabilidad y menciones reiteradas al
rosario en el cuento que narra, se hace invitar junto con el soldado por
don Quijote a cama y comida, quien incluso les da un ducado para el
camino, según deja claro Avellaneda. Y son los dos, ermitaño y soldado,
lo suficientemente taimados como para esconder su verdadera opinión
sobre quien los invita para así mantener en lo posible esa situación. Léa-
se, por ejemplo:
El ermitaño y Bracamonte, que semejantes disparates oyeron decir a don
Quijote, no se podían valer de risa; pero, considerando la obligación en que le
estaban por lo que cuidaba de su regalo, y cuánto por no perderle les impor-
taba el sobrellevarle, disimulaban cuanto podían, siguiéndole el humor como
discretos; aunque, cuando se hallaban ambos a solas, lo reían todo por junto24.
Independientemente de la función de todas estas cuestiones en el
apócrifo, podemos intuir la actitud de Quevedo al respecto y no parece
mera casualidad que en el Buscón se refuerce la hipocresía tradicional
de la figura del ermitaño, que, «rezando el rosario en una carga de leña
hecha bolas», al final desvalija a todos hasta el punto de tener que pagar
la cuenta de Pablos y el soldado.
Habida cuenta del peso de las opiniones recibidas, que desde el siglo
XIX tienden a considerar el Buscón una obra temprana, anterior en todo
caso a la marcha de Quevedo a Italia en el año 1613, no sorprende que
23
Coinciden, en efecto, los estudiosos en la relevancia del nombre del soldado, quien
con toda explicitud remite a su vinculación con la ciudad de Ávila. Bracamontes eran los
condes de Peñaranda, un buen número de Bracamontes fueron soldados (alguno con
nombre idéntico al del personaje del apócrifo) y también varios miembros del linaje estu-
vieron vinculados, incluso familiarmente, con Antonio Pérez. Véanse, entre otras referen-
cias, la nota de Martí de Riquer a su edición —Alonso Fernández de Avellaneda, Don
Quijote de la Mancha, ed. M. de Riquer, vol. 2, p. 41n—, o los comentarios de Luis Gómez
Canseco —Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 2000,
p. 411n— y Javier Blasco —Fernández de Avellaneda (Baltasar Navarrete), Segundo tomo
del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ed. J. Blasco, p. xxiii—, además de la amplia
información que se encuentra en el libro de Frago, 2005.
24
Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo, p. 518.

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242 FERNANDO CABO ASEGUINOLAZA

se haga dificultoso el sacar las consecuencias necesarias de este contacto


intertextual. Un caso ejemplar es el de Juan Millé y Jiménez, que, allá
por 1918, fue el primero en apreciar el contacto entre el Quijote avella-
nesco y el Buscón, llevando hasta la paradoja su ambigüedad. Tras afir-
mar que el relato de Quevedo «debió ser escrito entre 1604 y 1608»,
avanzó que «es muy improbable que Avellaneda conociese e imitase el
Buscón», y posible que Quevedo tuviese presente en esta obra al de Ave-
llaneda para acabar asegurando, en contra de todo lo argüido, que la re-
lación entre ambas obras era meramente casual25. Algo que,
sencillamente, no resulta admisible a estas alturas, pues lo cierto es que
las concomitancias no se quedan en el extraordinario paralelismo de la
secuencia formada por la mención al sitio de Ostende, el dibujo del cro-
quis, el amago de mostrar los balazos, la propuesta desatinada para el si-
tio o el comportamiento de la pareja formada por el soldado y el
ermitaño: se ha aducido muchas veces la lluvia de gargajos que Sancho
y Pablos sufren, y menos las semejanzas, por ejemplo, entre el episodio
del encarcelamiento de Sancho en Sigüenza y el que padecerá Pablos en
Madrid, en los que ambos recurren al soborno del carcelero para librarse
del acoso de los presos veteranos.
Mas en el Buscón hay otras presencias, situadas también en la estela
del Quijote. Un amigo de Cervantes y casi estricto coetáneo de Quevedo,
que parece haber leído la segunda parte del Quijote antes incluso de su
publicación, es Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. Algunas de sus
obras ayudan a entender ciertos pasajes un tanto abruptos del relato pi-
caresco. Recuérdese, para poner un ejemplo, el momento aquel en que
Pablos sale al paso de las dudas sobre la limpieza de sangre de «doña
Ana Moráez», la mujer del carcelero madrileño, diciéndose pariente del
progenitor de la mujer, Juan de Madrid —originario de Auñón, se precisa
no sin malicia26—, y asegurando tener una ejecutoria con que afirmar su
limpieza. Una invención que le vale ser acogido con los brazos abiertos
y librarse de las incomodidades de la celda. Pues bien, en una de las
obras de Salas se aconsejaba al caballero advenedizo deseoso de medrar
en la Corte que, para hacerse fiar por un mercader (gente, como se sabe,
sospechosa),
vendrá a rodear de modo la conversación que, tratando de linajes, le diga
que es deudo suyo o de su mujer en la Montaña, y que no es tan poco el
parentesco que, si hubiese necesidad de enviar a Roma por dispensación,
dejase de tener dificultad y coste27.
Es el mismo recurso, como vemos: ofrecerse a amparar la ficción social
del de sangre dudosa con un simulacro de hidalguía para así lograr de él

25
Millé y Giménez, 1918, p. 11.
26
Auñón era, en efecto, un señorío alcarreño conocido, como el muy próximo de
Uceda, por la acogida a moriscos granadinos a partir de 1570. El decreto de expulsión de
1609 excluía, por cierto, a los moriscos antiguos. Consúltese García López, 1992.
27
Salas Barbadillo, Obras, vol. 2, p. 93.

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«EL BUSCÓN A LA LUZ DE LOS QUIJOTES» 243

algún beneficio. Claro que, como otras veces, Quevedo exacerba el pro-
cedimiento: en lugar de un mercader, se trata en su caso de la mujer de
un carcelero, apellidada Moráez por si hubiese duda, el pretendido pa-
riente común no es siquiera de la Montaña sino de Auñón, y quien se
ofrece a servir de coartada es nada menos que Pablos. Eso sí, recién salido
del calabozo donde terminó su aprendizaje como caballero chanflón.
La obra de que se trata es El caballero puntual (1614, con aprobación
de 1613). Un título cervantino, por cierto: cuando don Quijote, tras su
derrota en duelo singular, accede a satisfacer lo que tuviese a bien man-
darle el caballero de la Blanca Luna, dice que «como no le pidiese cosa
que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás cumpliría como ca-
ballero puntual y verdadero». Parece, en efecto, plausible que Salas to-
mase su título de este pasaje, en el que el protagonista cervantino
declara enfáticamente su presunta condición. Al fin y al cabo, el perso-
naje de Salas, un trasunto quijotesco en buena medida, aspira ridícula-
mente a pasar por caballero puntual y verdadero también, pero en su
caso en la Corte, tomando buena nota de que el caballero manchego ha-
bía evitado cuidadosamente hacer de Madrid escenario de sus andan-
zas28. El consejo que acabamos de recordar forma parte, no en vano, de
una correspondencia simulada entre nada menos que don Quijote —re-
bautizado como «el Caballero de las Aldeas»—, y el protagonista —ahora
denominado «Caballero aventurero de la Corte»—, en la que éste trata
de enseñarle al manchego, pretendido caballero rural y campestre, las
dificultades parangonables a las suyas que arrostra como no menos pre-
tendido caballero urbano. Monomanía frente a monomanía, ligadas a la
imputación de sendas imposturas; y todo un indicio de cómo era enten-
dido en determinados círculos contemporáneos el personaje cervantino.
Un poco después, y quizá a la altura de la composición del Buscón, en la
Guía y avisos de forasteros que vienen a la Corte (1620) se recogía la novela
de un labrador recién llegado a Madrid que es engañado por un falso
caballero, animando sus pretensiones de adquirir un estatus nobiliario,
que incluyen paseos en coche. Y dice el narrador que el caballero esta-
fador era un «segundo don Quijote», precisamente por sus «aventuras
soñadas»29. Lo mismo, esto es, que el personaje de Salas Barbadillo.

28
Canavaggio, 2006, pp. 79-81, comenta la recepción del Quijote por parte de Salas.
Añádase que Salas parece haber conocido la segunda parte antes de su publicación, y no
sólo por el título de su novela: en la respuesta de don Juan de Toledo al supuesto don
Quijote se alude al episodio de los leones de la segunda parte (Canavaggio, 2006, p. 86),
como ya notó Sánchez, 1926.
29
Liñán y Verdugo, 1980, p. 219. Nótese que en más de una ocasión se ha relacio-
nado esta obra con la figura de Alonso Remón, cuya faceta como dramaturgo es aludida
por Pablos de un modo ciertamente muy próximo a como lo hace Cervantes en su prólo-
go a las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos (1615), esto es, en pasado y asociándola a
Lope de modo estrecho. Sobre las conexiones de Remón con la Guía, ver Fernández
Nieto, 1974, pp. 64 y ss.

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244 FERNANDO CABO ASEGUINOLAZA

Con bastante razón colige Fernando Rodríguez Mansilla30, tras adu-


cir el paso de Liñán, que una de las semejanzas entre Pablos y don Qui-
jote radica «en su condición de soñadores». Podría acaso puntualizarse
que, más bien, en sus compartidos «pensamientos de caballero», según
hemos visto. Pero volvamos a El caballero puntual, a quien se le atribu-
yen, si no «altos pensamientos», sí «altas contemplaciones», refiriéndose
a sus fantasías sobre el uso del don y sobre las resonancias del nombre
fingido de don Juan de Toledo. Hace ya muchos años que Gregory G.
LaGrone apuntó la sorprendente concomitancia entre algún episodio de
esta obra y el reencuentro entre don Diego y Pablos, en el que el pícaro
resulta desenmascarado en su usurpación de identidad y, sobre todo, la
proximidad ciertamente llamativa entre los consejos de don Toribio
para la vida en la Corte y los avisos que el protagonista de Salas Barba-
dillo escribe, supuestamente, a don Quijote de la Mancha31. La reacción
inmediata de cualquier quevedista es proclamar la influencia del Buscón
sobre Salas, confirmando que el texto de Quevedo circulaba ya amplia-
mente a la altura de 1613. Claro que, como ya se ha hecho en relación
con el Lazarillo de Manzanares32, se podría pensar que Quevedo —¿por
qué no?— fue más bien deudor que deudatario. LaGrone, de hecho, se
mostraba muy prudente en este sentido y consideraba el Guzmán más
plausible como antecedente de la obra de Salas, aparte del innegable in-
flujo del Quijote. Pero de nuevo las concomitancias entre ambos textos,
en una tradición en cuyo trasfondo se halla el Ementita nobilitas erasmia-
no, son muy numerosas y van incluso mucho más allá de lo que había
advertido LaGrone, quien, a pesar de todo y sin atreverse a una mayor
radicalidad, se resistía a reconocer una influencia clara del Buscón sobre
El caballero puntual.
En esta obra se nos cuenta la vida de un ‘hijo de la piedra’, un niño
abandonado de la ciudad de Zamora, que busca el amparo de un hidal-
go viudo al que acaba heredando. Con estos medios, se traslada a la
Corte, donde emprende una carrera de usurpación social, haciéndose
pasar por caballero a través de la imitación del modo de vida apropiado
a tal estamento. Nada más llegar a Madrid cambia definitivamente su
nombre por el de don Juan de Toledo; se hospeda en una posada en la
que se aloja también un portugués (sólo un apunte en Salas Barbadillo);
compra un caballo; se introduce por pariente de una dama de la Corte
—supuesta condesa—, que sorprendentemente entra al trapo dando por
bueno el parentesco; entabla relación con unos caballeros de hábito, a
los que convida a comer; se apodera de la capa de uno de ellos, con la
cruz de Santiago, para una salida nocturna; entra en tratos con una
dama buscona en un juego de engaño mutuo; y es puesto en evidencia
por un caballero que lo conocía de sus tiempos de Zamora, primo de
unas damas a las que visitaba el falso caballero… En breve, se trata de
30
Rodríguez Mansilla, 2004-2005, p. 154.
31
LaGrone, 1942, en particular pp. 239-240.
32
Por ejemplo, Rey, 1997.

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«EL BUSCÓN A LA LUZ DE LOS QUIJOTES» 245

algunos de los elementos esenciales de la trama del Buscón en los capí-


tulos 3, 5, 6, 7, pero sin que la obra de Salas delate impronta literal o
lingüística evidente de haberse servido del relato quevedesco. Más bien
parece que Quevedo pudo encontrar aquí un bastidor sobre el que
construir su relato, como, de hecho, hace en otros lugares con las obras
de Alemán, Martí o, entre otros, el apócrifo continuador del Quijote.
Hay, sin embargo, algunos paralelismos muy específicos que hacen
evidente la relación entre ambos textos. Apuntemos dos casos. El caba-
llero puntual es tildado, tras ser descubierto, como «el tacaño don Jua-
nillo de Toledo»33, y tacaño es un adjetivo, nada frecuente en Quevedo,
que se aplica a Pablos por única vez en III, 7, en el mismo capítulo don-
de don Diego se refiere, igualmente en ocurrencia singular, a su antiguo
criado como Pablillos. Y cuando el pariente de las damas desenmascara
al caballero puntual, le espeta: «Pícaro: ¿no sois vos Juan de Toledo, hijo
de tan honrada madre que os dio por cuna una piedra luego como na-
cistes?»34. ¿Cómo no recordar el «¡Así pagan los pícaros embustidores
mal nacidos!» con que se despiden los que dejan maltrecho a Pablos por
orden de don Diego también en III, 7?
Pero, por supuesto, Quevedo lleva mucho más lejos el episodio, fun-
damentalmente al insertarlo en la estructura triangular de deseo social
que, como ha visto bien Rodríguez Mansilla, se articula en el Buscón a par-
tir de la figura de don Diego, mediador y a la vez obstáculo de las preten-
siones de Pablos. Por ello será el antiguo protector quien lo deje en
evidencia e instigue su castigo, pero con la diferencia ahora de que será
el uso de la capa ajena —sin consecuencias para don Juan de Toledo— el
motivo que hará recaer sobre Pablos la paliza cuyo destinatario era don
Diego y que, sobre todo, quede patente que el usurpador es castigado a
través de otro usurpador, en una mise en abîme sin duda llamativa.
El Buscón es una obra extraordinariamente compleja y esa compleji-
dad atañe también, y de manera principal, al entretejido de referencias
intertextuales en que se sitúa. Un aspecto clave en toda la obra de Que-
vedo que, permítaseme recordarlo, forma parte sustancial de su condi-
ción histórica. Resulta ser además una práctica compositiva
suficientemente acreditada ya en lo que se refiere al uso de episodios
de Alemán, Martí, el Lazarillo y también de Cervantes. Se retoman fra-
ses, anécdotas, personajes e incluso secuencias de acciones, sometidas
siempre a lo que podría llamarse una exacerbación representativa, tanto
estilística como ideológica, frecuentemente, no siempre, con el carácter
de réplica o inversión de texto que queda así inserto. Esta es la misma
práctica que realiza con respecto a las obras de Avellaneda y Salas Bar-
badillo. Nótese, por cierto, que esta forma de componer subyace en la
articulación de gran parte de la acción narrativa de la obra, y no sólo en
el libro primero.

33
Salas Barbadillo, Obras, vol. 2, p. 81.
34
Salas Barbadillo, Obras, vol. 2, p. 75.

La Perinola, 13, 2009 (229-248)


246 FERNANDO CABO ASEGUINOLAZA

Resulta significativo, en este sentido, que los ecos que ahora consi-
deramos se vinculan con una secuencia muy precisa, que va desde el ca-
pítulo II, 3 al III, 7, a la que generalmente se había prestado mucha
menos atención en cuanto a sus deudas intertextuales, frente a los capí-
tulos iniciales y finales de la obra. También parece pertinente, respecto
al sentido del fluir intertextual, que cada uno de los pasajes que hemos
ido viendo remita siempre a un intertexto precedente tan preciso como
revelador respecto al medio literario e ideológico en el que Quevedo si-
túa su narración, mientras que se hace imposible afirmar, en sentido
contrario, que el Buscón haya dejado una misma huella en varios textos
diferentes anteriores a la vuelta de Quevedo de Italia, algo que sería de
esperar en una obra a la que se le suele atribuir una circulación manus-
crita profusa desde 1604 o 1605.
A través de Avellaneda, Salas Barbadillo o Liñán y Verdugo, tendría-
mos un Buscón situado en la estela del Quijote y en diálogo, en concreto,
con la modalidad tan determinada de lo cómico que se aprecia en mu-
chos de estos autores que acusan recibo de la invención cervantina. Es
decir, la vinculación de lo cómico a la ejemplaridad moral y a la represen-
tación de la ficción social de determinados personajes gobernados por
una obsesión, en forma por ejemplo de «pensamientos de caballero».
Subyace en todo ello la dilogía de dos de los sentidos posibles de caba-
llero: ‘caballero andante’ y ‘miembro de la nobleza’. Esta dilogía, que per-
mite equiparar los ensueños caballerescos de don Quijote con la
impostura social del arribista urbano en la Corte, está en la base de la
obra de Salas. Y se confirma en otras muestras de la primera recepción
cervantina, como es el caso del Entremés famoso de los invencibles hechos de
don Quijote de la Mancha, compuesto por Francisco de Ávila después de
1615, en donde las veleidades caballerescas de don Quijote se asocian es-
trechamente a los tópicos sobre el mal caballero y las señas distintivas de
su comportamiento, también presentes en el Buscón. Así, a la pregunta del
ventero acerca de cuáles son las obligaciones del caballero, responde el
don Quijote entremesil que «a muchas cosas», aunque enseguida precisa
Sancho que, en realidad, sus compromisos se reducen «a no pagar jamás
lo que debiere, / a gastar, mal gastado, el mayorazgo; / a jugar, a putear,
a darse a vicios, / y no emplearse nunca en buenas obras»35.
Seguramente este es uno de los núcleos significativos del Buscón y
sus «pensamientos de caballero», aunque, por supuesto, la actitud de
Quevedo ante una línea narrativa que se venía consolidando desde años
antes no es acomodaticia y está dotada de la intensidad e inconformis-
mo que le son propios. De hecho, aun incidiendo sobre aspectos comu-
nes, la comicidad de Salas, mucho más burguesa, y la de Quevedo, de
mentalidad profundamente aristocrática, tienen un tono radicalmente
distinto. Pero hay elementos de primer orden en el Buscón que se expli-
can mucho mejor al situarlos bajo la perspectiva de la recepción del Qui-
jote por parte de la ficción de los primeros decenios del XVII en el
35
Ver Mata Induráin, 2007, p. 310.

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«EL BUSCÓN A LA LUZ DE LOS QUIJOTES» 247

ámbito del Madrid cortesano. Y, claro, eso nos llevaría a un Buscón pos-
terior a 1614 o 1615 y acaso también a la vuelta definitiva de Quevedo
tras sus años en Italia, en el entorno del cambio de reinado en 162136.

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36
Algunas otras consideraciones sobre la fecha del Buscón se pueden ver en la revi-
sión de mi edición de 1993 que está en prensa (Galaxia Gutenberg, Barcelona).

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