Cristologia

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CRISTOLOGIA

INTRODUCCION

El contenido de la primera predicación kerigmática de la Iglesia


apostólica es la confesión de fe en Jesús como el Cristo, el Señor y el Hijo de
Dios (cf. Hch 2, 36; Rm l, 4). Así, la persona y la obra de Jesucristo son la
fuente, el principio y el fin de lo que el cristianismo significa y anuncia al
mundo.

Entonces, la teología cristiana será cristocéntrica porque la cristología


le dará una clave necesaria de interpretación, constituyéndose así en principio
hermenéutico de todo el edificio teológico.

Como Dios-hombre Jesucristo da a conocer al Padre, pero el misterio


de Dios se mantiene secreto y oculto, aun cuando en El se nos manifieste de
modo insuperable. En efecto, el conocimiento humano que Jesús tenia del
misterio de Dios no podía agotarlo, no obstante, su carácter único. El Dios
revelado en Jesucristo sigue siendo el ''Deus absconditus".

Jesús todo lo remite a Dios, su Padre con la singular e íntima


familiaridad que implica el término "Abbá". La conciencia humana de Jesús es
esencialmente filial. Por eso, la cristología nos lleva a la teología, es decir, a
Dios, como queda revelado del modo más decisivo en Jesucristo, al mismo
tiempo que permanece envuelto en el misterio.

Colocamos a Jesucristo en el centro del misterio cristiano porque Dios


mismo lo ha colocado allí en su eterno designio. Es más, en Cristo llega el
hombre a conocerse a sí mismo en toda su verdad (cf. G.S 22). En Jesucristo
el hombre se trasciende a sí mismo en Dios por medio del autovaciamiento de
Dios en la condición humana; en efecto, la Encarnación del Hijo de Dios
establece entre Dios y el hombre este "maravilloso intercambio" por el que el
hombre se convierte en consorte de Dios. La "divinización" del hombre en el
Dios-hombre lleva a la humanidad a su clímax.

La cristología, como todo discurso teológico, puede adoptar diferentes


métodos. El que más ha predominado es el método "dogmático". Este método
tomó como punto de partida las formulaciones dogmáticas de la Iglesia y con
una mirada retrospectiva trató de "comprobarlas" con referencias bíblicas que
justificaran dichas formulaciones. Así, el dogma y no la Palabra de Dios era la
"norma normans" en base a la cual se interpretaban estas formulaciones. En
este proceso, la Escritura era usada sin tener en cuenta el método exegético;
en particular, los "dichos" atribuidos a Jesús en los Evangelios eran
considerados indiscriminadamente por auténticos ("ipsissima verba”). El
método "dogmático" condujo a una cristología abstracta que, al perder el
contacto con la vida de Jesús, corría el peligro de ser irrelevante incluso para
nuestra vida concreta.

En las últimas décadas se ha desarrollado el método "genético o


histórico evolutivo" que parte de la Sagrada Escritura pero sin tener en
cuenta lo suficiente la pluralidad de las cristologías del Nuevo Testamento. El
método sigue después el desarrollo de la reflexión cristológica a través de los
Padres de la Iglesia, los Concilios ecuménicos (Efeso, Calcedonia…), los
desarrollos cristológicos posconciliares y las cuestiones cristológicas que
requieren mayor atención en el estado actual de la reflexión. El Decreto
sobre la Formación Sacerdotal del Vaticano II (O.T 16) recomendó el uso en
los estudios teológicos del método “genético”, caracterizados por una vuelta
definitiva a las “fuentes”, tanto bíblicas como patrísticas.

Tanto el método "dogmático" como el "genético" son deductivos.


Buscan conclusiones más precisas de los datos cristológicos previos. Son
métodos, además, especulativos, en detrimento de la vida concreta y del
contexto en el que se hace la cristología.

Esto nos lleva a considerar otro método teológico: el inductivo, que


parte del contexto, es decir, de la realidad vivida en una situación concreta y
en los problemas que suscita para la reflexión de fe. Para la cristología
significará vivir la fe dentro del contexto y confrontar la realidad contextual
con Jesús y su Evangelio. El Concilio
Vaticano II conoció este cambio de perspectiva; en efecto, la constitución
pastoral
“Gaudium et Spes” adoptó el método inductivo y así respondió a los
problemas y expectativas del mundo de hoy a la luz del Evangelio. La
“Gaudium et Spes” contribuyó a los dos grandes desarrollos cristológicos
producidos por el Vaticano II, en los cuales el misterio de Cristo se contempla
como manifestación del misterio del hombre y su destino (G.S 22) y el mismo
Señor es visto como el Alfa y la Omega de la historia humana (G.S 45).
El paso del método deductivo al inductivo plantea el problema
"hermenéutico":
¿para hacer teología partimos de los datos de la fe o desde la realidad del
contexto? La respuesta a esta cuestión está en lo que se llama el "circulo
hermenéutico". En cristología esto significa: partir desde las cuestiones que
el contexto plantea a la vida de fe, a la persona y obra de Jesucristo, y
viceversa.
Ahora bien, toda la cristología del Nuevo Testamento es una hermeneútica de
la historia de Jesús nacida de la experiencia pascual de los discípulos; es más,
las diferentes cristologías representan distintas interpretaciones del
acontecimiento a la luz de la Pascua, cada una de ellas condicionada por el
contexto particular de una
Iglesia y la personalidad del hagiógrafo.

Entonces, si el dato revelado es siempre una interpretación de fe del


acontecimiento, "hacer teología en contexto” significará interpretar el
acontecimiento Cristo en la situación actual, teniendo en cuenta la interacción
de los tres elementos que componen el así llamado "círculo hermenéutico", a
saber: el "texto", el "contexto" y el "intérprete".

El "texto" abarca todo lo que se halla bajo el nombre de "memoria


cristiana", es decir, la Escritura, la Tradición y el Magisterio (cf. D.V 10); el
"contexto" es toda la realidad cultural circundante y el "intérprete" es la
comunidad eclesial, es decir la
Iglesia Local, a la que pertenece el teólogo y a cuyo servicio está. La
interacción entre el texto y el contexto tiene lugar precisamente en la Iglesia
local o intérprete.

La teología entendida como interpretación contextual no puede ser más


que local. La razón es que la experiencia cristiana está condicionada por el
contexto en el que se vive. Por eso, ninguna teología contextual puede
reivindicar su validez para todos los tiempos y lugares. La teología universal
consiste en la comunión de las teologías locales de la misma manera que la
Iglesia universal es la comunión de todas las Iglesias particulares (una
cristología "fundamental" para el "Primer Mundo", una cristología de la
"liberación" para América Latina, una cristología de la "inculturación" para el
África, una cristología del "pluralismo religioso" para Asia).
I - DEL JESUS HISTORICO AL CRISTO DE LA FE

Se ha de reconocer el papel decisivo de la resurrección de Jesús y la


experiencia pascual de los discípulos en el nacimiento de la fe cristológica.
En efecto, sólo después de la resurrección de Jesús los discípulos llegaron a
la fe en El, como Mesías e Hijo de Dios. Podríamos decir que los discípulos
de Jesús se convirtieron de "seguidores" en "creyentes" por medio de la
experiencia pascual. Por esto, se pide cautela a la hora de interpretar algunos
textos que evidencian una comprensión cristológica post-pascual (cf. Mt 14,
33; 16, 16).

Los discípulos con mirada retrospectiva se volvieron al testimonio de


Jesús durante su vida terrena e inspirados por el Espíritu Santo recordaron lo
que Jesús había dicho y hecho. Gracias a esto, la fe cristológica de la Iglesia
se retrotrae verdaderamente y puede basarse en el Jesús de la historia,
encontrando así en él su fundamento histórico.

l. La misión de Jesús

El Reino de Dios y su llegada es el tema central de la predicación de


Jesús. Para El, el Reino es la instauración de la paz y de la justicia de Dios en
el mundo. Para Jesús, el Reino de Dios es inminente (cf. Mc 1, 15); es más,
está ya presente y operante a través de su persona (cf. Lc 4, 21; Mt 12, 28).
Por eso, la predicación de Jesús va acompañada de “milagros”, signos de que
Dios, por medio de El, está instaurando su "dominio" entre los hombres (cf. Lc
4, 18-21; Mt 11, 3-6; 12, 28).

El Reino de Dios es el gobierno de Dios en el mundo y esto exige una


reorientación de las relaciones humanas según su voluntad, esto es, la
libertad, la fraternidad, la paz y la justicia. De acuerdo con esto, Jesús
denuncia todo lo que en la sociedad de su tiempo viola estos valores.

El Reino de Dios, presente y operante en la persona de Jesús, está


destinado, principalmente, a los pobres, esto es, a los oprimidos,
despreciados, marginados, débiles e indefensos de la sociedad (cf. Lc 6, 20
versión más próxima a las palabras de Jesús que Mt 5, 3; ver también Lc 4,
18-21 y Mt 11, 5 donde la Buena Noticia es predicada a los pobres). Pero
Jesús no sólo manifiesta una "opción preferencial" por los pobres, sino que se
identifica con ellos.

Jesús es el "profeta escatológico" del Reino de Dios en quien el Reino


se realiza y no sólo se anuncia. Finalmente, el Dios a quien Jesús llama
"Abbá" está en el centro de su enseñanza, de su vida y de su persona. Vino a
anunciar a Dios y la llegada de su Reino y a ponerse a su servicio.

2. La identidad personal de Jesús

Jesús se abstuvo de presentarse como el Mesías, el Cristo, dadas las


implicaciones políticas de este título mesiánico para sus contemporáneos (Mc
8, 29 es una confesión de fe post-pascual). Más bien parece, al menos
implícitamente, que se identificó con el misterioso "Siervo Sufriente de
Yahveh" (Is 42-53).

En cuanto a la expresión "Hijo del Hombre", algunos piensan que Jesús


la usó para hablar de sí mismo porque en la tradición sinóptica esta expresión
se encuentra
"exclusivamente" en los dichos en que Jesús habla de sí mismo. En cuanto a
la referencia explícita a la profecía de Daniel (7, 13-14), la cuestión es aún
más problemática. Algunos exégetas sospechan que, allí donde la referencia
parece evidente (Mc 14, 62), la fe pascual ha influido en el modo en que la
narración evangélica relata los acontecimientos. Está, además, la cuestión de
si, en los dichos de Jesús, la expresión "Hijo del Hombre" se refería a sí
mismo o a otro (Bultmann considera, arbitrariamente, como auténticos
aquellos dichos de Jesús en los que la expresión podría entenderse como
referido a "otro").

En el caso del título "Hijo de Dios", en su significado tradicional


veterotestamentario no podía expresar la verdadera identidad de Jesús. Para
expresarla debería haber asumido aquel significado propio de la cristología
neotestamentaria. Este significado está ya contenido en la tradición sinóptica:
en el "himno de júbilo" (Mt 11, 27; Lc 10, 22), en la declaración de ignorancia
al final del discurso escatológico (Mt 24, 36; Mc 13, 32) y de modo menos
explícito en la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 37; Mc 12, 6; Lc
20, 13); textos cuya autenticidad parece indiscutible tanto por el carácter
único de su contenido como por el estilo inimitable. En suma, la expresión
"Hijo de Dios", probablemente, como tal nunca fue pronunciada por Jesús, sin
embargo, en algunos momentos decisivos dejó entrever su profunda
conciencia filial.

Más allá de los títulos cristológicos, que ocupan un lugar secundario en


el testimonio que Jesús dio de sí mismo, la autoconciencia filial de Jesús se
deja entrever en sus palabras y acciones, puesto que no tenemos un acceso
directo a su conciencia subjetiva.

Su ministerio es la intervención decisiva de Dios en la historia de los


hombres.
Se presenta como Maestro, pero su enseñanza suscita asombro porque está
revestida de una autoridad personal recibida directamente de Dios, a
diferencia de Moisés (Mt 5, 21-22; Mc 10, 1-9) o de los escribas, que sólo
interpretan la Ley (Mc 1, 22). La singular familiaridad de Jesús con el
pensamiento mismo de Dios se deja entrever en el uso de expresiones que
conservan un eco auténtico de su modo de hablar como "Yo les digo", "Amén,
Amén" y "En verdad les digo".

Las parábolas también manifiestan la conciencia que Jesús tenía de ser


el "Hijo" predilecto que inaugura el Reino de Dios y el final de los tiempos
(Mc 12, 6); en particular, las "parábolas de la misericordia". Jesús conoce el
modo en que Dios trata a los "pecadores" y este conocimiento le confía el
derecho a proclamar el perdón de Dios: "Tus pecados te son perdonados" (Mc
2, 5).

En el origen de la autoridad personal de Jesús hay una sorprendente


cercanía a Dios, de la que los Evangelios han conservado indicios
impresionantes, como la manera de invocar a Dios, su Padre, usando la
expresión aramea: "Abbá" (Mc 14, 36). Esta expresión trasmite la intimidad
única y sin precedentes de la relación de Jesús con Dios, su Padre, así como
la conciencia filial de una singular cercanía que pedía expresarse en un
lenguaje inaudito. Jesús era consciente de ser el Hijo. Más tarde, los
cristianos, siguiendo el ejemplo de su Maestro, se atreverán a dirigirse a Dios
con la misma intimidad que Jesús (cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15).

Sería equivocado esperar que Jesús declarara su identidad en términos


inaccesibles a sus oyentes. Si hubiera dicho que era "Dios" habría provocado
una confusión ya que "Dios" (Theos) se refería a Yahveh, al que Jesús se
dirigía llamándole "Abbá", Padre, y con quien se relaciona como Hijo. Además,
la plena revelación, por parte de Dios, de la identidad de Jesús se dará a
partir de su resurrección de entre los muertos. En efecto, la cristología
"explícita" no puede ser más que un desarrollo post- pascual.

3. Jesús ante su muerte inminente

Se han de evitar aquí dos posturas extremas y sin fundamento. Aquella


que excluye toda soteriología y en la que Jesús habría sufrido pasivamente su
muerte, sin haberla previsto ni presentido en forma alguna, y la otra que
afirma que Jesús habría previsto y predicho todo acerca de su muerte desde
el comienzo de su ministerio, explicitando incluso el significado de su muerte
en términos que posteriormente usó la soteriología neotestamentaria (cf. Hb
10, 5; Mc 10, 45).

Jesús consideró una muerte "violenta" dado el conflicto que suscitó su


ministerio. La muerte violenta que ahora preveía la aceptará no sólo como una
consecuencia inevitable de su misión profética, sino como la última y más
grande expresión de amor. Además, Jesús se habría identificado, al menos
implícitamente, con el "Siervo Sufriente de Yahveh".

En cuanto a su muerte "inminente", vio en ella el punto culminante de


su misión y explicó su significado salvífico a los discípulos en la Ultima Cena.
El advenimiento del Reino de Dios y la propia muerte "redentora", a la que va
vinculada según Mc 14,
25, parece ser la "verdadera intención" (ipsissima intentio) de Jesús al final de
su ministerio (soteriología implícita). El rito eucarístico de la Cena expresa el
significado que Jesús está dando a su muerte: "Tomen, esto es mi Cuerpo" y
"Esta es mi Sangre" (Mc 14, 22-24).

4. La resurrección de Jesús y la experiencia pascual

La resurrección de Jesús señala el punto de partida de la fe cristiana y


constituye su centro. En efecto, ser cristiano significa creer que Jesús está
vivo hoy porque el Padre lo resucitó de entre los muertos (cf. Lc 24, 6). Al
mismo tiempo, significa creer que Jesús está presente entre nosotros y que
actúa a través de su Espíritu.
Las "Apariciones" del Resucitado son signos dados a los discípulos para
suscitar la fe: creyeron porque vieron a Jesús vivo. Jesús "se les hizo visible"
(1 Cor 15, 15). En el relato de las "apariciones" encontramos que: Jesús se da
a conocer (él tiene la iniciativa), los discípulos lo reconocen y el mismo Jesús
los envía (misión). Con la experiencia pascual comienza la cristología
explícita.
II -DEL CRISTO RESUCITADO AL HIJO ENCARNADO
(Desarrollo de la cristología neotestamentaria)

l. La proclamación del Cristo resucitado en el kerigma primitivo

No tenemos acceso directo a la más primitiva cristología de la Iglesia


apostólica porque los escritos más antiguos del Nuevo Testamento se
remontan a veinte años después de la muerte y resurrección de Jesús. Sin
embargo, es posible encontrar en algunos textos huellas del kerigma primitivo
como 1 Co 15, 3-7; Rm 1, 3-4; 1 Tm 3, 16 y otros como 1 Ts 1, 10; Ga 1,
3-5; 3, 1-2; 4, 6; Rm 2, 16; 8, 34, 10, 8-9; Hb 6, l. El misterio pascual de la
muerte y resurrección de Jesús constituye el centro del kerigma. La
resurrección señala el ingreso de Jesús en el estado glorioso, así como su
exaltación como Señor; además, si bien se acentúa la resurrección de Jesús,
ésta nunca va separada de su muerte que siempre la precede.

Pero hay otra vía más directa y segura por la que se puede recuperar el
kerigma primitivo: los discursos misioneros de Pedro y Pablo transmitidos en
los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 14-39; 3, 13-26; 4, 10-12; 5, 30-32; 10,
34-43; 13, 17-47) en forma de proclamación kerigmática y dirigidos,
principalmente, a los judíos. El discurso de Pedro en Hch 2, 14-39 puede
servir de modelo del kerigma apostólico, es decir, el modo en que el misterio
de Jesús era proclamado a los judíos palestinos y helenísticos (Hch 2, 5-13)
en los primeros días de la Iglesia apostólica.

Es Dios quien resucita a Jesús de entre los muertos, lo glorifica y


exalta y lo constituye Señor, Mesías y Salvador (Hch 5, 31). La resurrección
de Jesús es el acontecimiento salvífico definitivo de Dios, por eso es la
plenitud de la revelación divina. Por su resurrección, Jesús ha entrado en la
gloria. Aun no se afirma que Jesús por su resurrección retorna a la gloria que
tenía con Dios antes de su vida terrena (cf. Jn 17, 5). En realidad, no se
piensa todavía en la "pre-existencia" de Jesús ni en la encarnación del Hijo
eterno.

Con su resurrección Jesús ha alcanzado su propia perfección (Hb 5, 9).


En esto el kerigma primitivo afirma una discontinuidad entre el estado
kenótico, propio del
Jesús terreno, y el estado glorioso, propio del Resucitado. Pero al mismo
tiempo mantiene una continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe:
es uno y el mismo; "Jesús es el Cristo", "Jesús es el Señor" expresan las
confesiones de fe neotestamentarias más antiguas.
De acuerdo con el kerigma primitivo la pascua es la acción de Dios en
Jesús a favor nuestro. En efecto, Jesús es el Mesías prometido a Israel, el
Cristo, el Señor, el Salvador (Hch 5, 31), el Juez de vivos y muertos (Hch 10,
42). Todos estos títulos consideran a Jesús resucitado en relación a nosotros.
También aquí se afirma la discontinuidad: es el Señor resucitado el que salva.
En este momento, no se ve claramente el valor salvífico de la muerte de
Jesús en la cruz y se responsabiliza enteramente a los judíos que lo mataron
(Hch 2, 23-36). Al mismo tiempo se mantiene una continuidad entre la vida de
Jesús y su acción salvífica post-pascual. En efecto, los primeros cristianos,
volviendo hacia atrás con una mirada retrospectiva a los acontecimientos de
la vida de Jesús, descubren en ellos su verdadero significado.

Esta primera cristología del kerigma primitivo hunde sus raíces en la


cristología implícita de Jesús mismo. Jesús se ha convertido en el centro
(cristocentrismo) porque Dios mismo lo colocó allí mediante la resurrección.
Jesucristo sigue siendo el único "Mediador" (cf. 1 Tm 2, 5), el único "Camino"
que conduce al Padre (cf. Jn 14, 6).

Por otra parte, esta cristología puede definirse como una cristología
"desde abajo" porque parte de la realidad humana de Jesús, transformada
gracias a la resurrección. Esto no quiere decir que no tiene en cuenta la
condición divina de Jesucristo; todo lo contrario, el término "Señor" se aplica
a Jesús precisamente para indicar que el Señorío mismo de Dios sobre su
pueblo se extiende ahora al mismo Jesús. Lo que es cierto es que la
verdadera identidad de Jesús quedó manifestada en su realidad humana
resucitada y glorificada.

Finalmente, la cristología del kerigma primitivo es esencialmente


soteriológica. Con esto se quiere decir que su discurso sobre Jesús está
centrado en el significado que tiene para la salvación de los hombres. En
otras palabras, es decisivamente funcional, ya que define la identidad de
Jesús partiendo de las funciones que, en su estado glorioso, ejerce en nuestro
favor. El misterio de su persona, su más profunda identidad, permanece aún
desconocido. Más tarde la reflexión evolucionará hacia una cristología
"ontológica", que considerará a Jesús en sí mismo y a su persona en relación
a Dios.

En el kerigma primitivo el título "Hijo de Dios" no se aplica todavía a


Jesús con la plenitud de significado que asumirá más tarde. Así, por ejemplo,
en el discurso de Pablo en Antioquía (cf. Hech 13, 32-33) o en Hb 1, 5 este
título sigue siendo mesiánico y funcional por la cita explícita del Salmo 2, 7.
2. De la proclamación del Resucitado a la confesión del Hijo de Dios

2.1 Un desarrollo hacia la pre-existencia

Hablando del título "Hijo de Dios", recordamos su significado metafórico


en el
Antiguo Testamento y su significado mesiánico cuando se aplica a Jesús en el
kerigma primitivo. El mismo título, adquirirá ahora, de manera progresiva, su
significado pleno.
Sin embargo, no se ha de leer esta plenitud de significado allí donde no
está todavía explícita. Es claro que Lc 1, 32 no hace referencia todavía a la
filiación eterna y divina de Jesús en su pre-existencia, sino solamente al
hecho de que Jesús procede de Dios desde su mismo nacimiento.

El hombre no puede llegar a ser Dios, pero Dios puede hacerse hombre.
Y llegó a serlo en Jesucristo. Así es como, gradualmente, fue desarrollándose
una cristología neotestamentaria, cuya finalidad no se limita ya a afirmar la
condición divina de Jesús, tal como aparecía en su estado glorificado, ni
tampoco el origen divino de su existencia humana, sino que se extendía a su
pre-existencia en Dios, desde el cual venía y por el que era enviado.

Un antiguo testimonio del modo en que la reflexión teológica ha


traspasado el umbral de la "pre-existencia" se encuentra en Romanos 1, 3-4.
La descendencia de
David, según la carne, y la constitución como Hijo de Dios por su
resurrección, según el Espíritu, representan dos momentos del
acontecimiento Cristo. Uno es la entrada en el mundo de aquel que es el
"Hijo" pre-existente de Dios; el otro, es su ser constituido "Hijo de Dios" en
su glorificación por parte del Padre.

Otro testimonio es el de Filipenses 2, 6-11 (un himno litúrgico que


Pablo transmite a los filipenses desde la fundación de su Iglesia, alrededor del
año 49). En este himno es evidente el doble movimiento del acontecimiento
Cristo: Jesús procede de Dios y gracias a su resurrección vuelve a él con su
humanidad glorificada. La vida y la muerte de Jesús se ven como
"autovaciamiento" (kénosis), en conexión con la figura del "Siervo de Dios"
del Deuteroisaías, con la que Jesús se identificó, al menos implícitamente. Por
el contrario, la resurrección se acuñó en términos que recuerdan los del
kerigma primitivo: el nombre sobre todo nombre que Jesús recibió es el de
"Señor".
La cristología funcional termina con preguntas relativas a la persona de
Jesucristo. El himno de la Carta a los Filipenses y otros como los que
encontramos en Ef 2, 14-16; Col 1, 15-20; 1 Tm 3, 16, Hb 1, 3; 1 Pe 3,
18-22 son testigos de la dirección en que evolucionó la cristología de la
Iglesia apostólica pasando gradualmente del nivel funcional al ontológico.

2.2 De la pre-existencia a la filiación divina

El título de "Hijo de Dios", con el significado ontológico que


gradualmente asumirá al ser aplicado a Jesús, vendrá a ser el modo
privilegiado y decisivo para expresar su verdadera identidad personal.

Pero la experiencia pascual, separada del testimonio que Jesús dio de sí


mismo, no sería suficiente para explicar la fe cristológica de la Iglesia. La
conciencia humana de Jesús es esencialmente filial, como ya quedó
demostrado. Sin embargo, ahora que Dios ha permitido que su condición
divina se manifestara en la resurrección, comienza a aclararse el pleno
significado de su filiación (cf. Jn 14, 26; 16, 12-13).

En último análisis, la cristología de la filiación de Jesús con Dios tiene


como último fundamento la conciencia filial de Jesús mismo. El Jesús histórico
hizo y dijo lo suficiente para justificar la interpretación de fe de su persona
que la Iglesia apostólica, a la luz de la experiencia pascual, construyó paso a
paso (cf. Jn 2, 22).

Con el descubrimiento de la filiación divina de Jesús fue posible invertir


todo el discurso cristológico, que ya no comenzaría, como lo hacía el kerigma
primitivo, desde el Señor Resucitado, sino desde la contemplación del
misterio de la comunión del Padre y del Hijo en la vida íntima de Dios. Esto
conduce a la cristología neotestamentaria a su clímax y encuentra su máxima
expresión en el prólogo del evangelio de Juan (1,1-18).

El prólogo aplica al Hijo pre-existente el concepto de "Verbo" (dabar)


de Dios, tomándolo de la literatura sapiencial veterotestamentaria. Dios, el
Padre (ho Theos), se distingue del Verbo que es Dios (Theos). “Y el Verbo se
hizo carne" (sarx egeneto) expresa la condición humana que el Verbo
comparte con los hombres. "Y habitó (eskènosèn) entre nosotros" evoca la
teología veterotestamentaria de la shekinah (la Sabiduría "plantó su tienda"
para morar entre los hombres).
La gloria de Dios (doxa), según Juan, se manifiesta ya desde el
comienzo mismo de la existencia humana de Jesús. Jesucristo es el
"Unigénito" (monogenès), el Hijo único del Padre, a diferencia del título
funcional "primogénito" (pròtotokos) de entre los muertos (cf. Col 1, 18),
atribuido a Jesús en su resurrección. El hecho de que el Verbo encarnado
esté "lleno de gloria y de verdad" significa que Jesucristo es la suprema
gracia (hè charis) de Dios y la más alta manifestación de su fidelidad a su
designio salvífico (hè alètheia).

La cristología con la que cierra el Nuevo Testamento es una cristología


"desde arriba": parte de la eternidad del Hijo con el Padre para llegar a
hacerse hombre en la misión recibida del Padre y, a través de su misterio
pascual, en el regreso a la gloria que tenía junto al Padre. La cristología
"desde abajo" condujo a la cristología "desde arriba". La cristología del
prólogo y del evangelio de Juan no canceló la del kerigma primitivo. Hoy,
como ayer, las diversas cristologías han de mantenerse en permanente
diálogo ya que ninguna puede convertirse en un modelo exclusivo y
excluyente. La reflexión cristológica tendrá que seguir siempre un doble
camino, "desde abajo" y "desde arriba”; esto es lo que llamamos un
acercamiento "integral".

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