La Sabía Decisión Del Rey

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La sabía decisión del Rey

Hace muchos años, en un reino muy lejano, vivía un rey viudo con sus queridos hijos los
príncipes José, Pedro y David. Los muchachos eran trillizos y se parecían muchísimo
físicamente: los tres tenían los ojos de un azul casi violeta, la piel blanquísima, el cabello
ondulado hasta los hombros, y una exquisita elegancia natural heredada de su madre.
Desde su nacimiento habían recibido la misma educación e iguales privilegios, pero lo
cierto es que aunque a simple vista solían confundirlos, en cuanto a forma de ser eran
completamente distintos.
José era un joven un poco estirado, superficial y de gustos refinados que se preocupaba
mucho por su aspecto. ¡Nada le gustaba más que vivir rodeado de lujos y adornarse con
joyas, cuanto más grandes mejor! Pedro, en cambio, no concedía demasiada importancia
a las cosas materiales; él era el típico bromista nato que irradiaba alegría a todas horas y
que tenía como objetivo en la vida trabajar poco y divertirse mucho. David, el tercer
hermano, era el más tímido y tranquilo; apasionado del arte y la cultura, solía pasar las
tardes escribiendo poemas, tocando el arpa o leyendo libros antiguos en la fastuosa
biblioteca del palacio.
El día que cumplieron dieciocho años el monarca quiso hacerles un regalo muy especial,
y por eso, después de un suculento desayuno en familia, los reunió en el salón donde se
celebraban las audiencias y los actos más solemnes. Desde su trono de oro y terciopelo
rojo miró feliz a los chicos que, situados de pie frente a él, se preguntaban por qué su
padre les había convocado a esa hora tan temprana.
Hijos míos, hoy es un día clave en vuestra vida. Parece que fue ayer cuando vinisteis al
mundo y miraos ahora… ¡ya sois unos hombres hechos y derechos! El tiempo pasa
volando ¿no es cierto?…
La emoción quebró su voz y tuvo que hacer una pequeña pausa antes de poder continuar
su discurso.
– He de confesar que llevo meses pensando qué regalaros en esta importante ocasión y
espero de corazón que os guste lo que he dispuesto para vosotros.
Cogió una pequeña caja de nácar que reposaba sobre la mesa que tenía a su lado y del
interior sacó tres bolsitas de cuero atadas con un hilo dorado.
– ¡Acercaos y tomad una cada uno!
El viejo rey hizo el reparto y siguió hablando.
Cada bolsa contiene cien monedas de oro. ¡Creo que es una cantidad suficiente para que
os vayáis de viaje durante un mes! Ya sois adultos, así que tenéis libertad para hacer lo
que os apetezca y gastaros el dinero como os venga en gana.
Los chicos se miraron estupefactos. Un mes para hacer lo que quisieran, como quisieran
y donde quisieran… ¡y encima con todos los gastos pagados! Al escuchar la palabra
‘regalo’ habían imaginado una capa de gala o unos calzones de seda, pero para nada
esta magnífica sorpresa.
– Mi única condición es que partáis este mediodía, así que id a preparar el equipaje
mientras los criados ensillan los caballos. Dentro de treinta días, ni uno más ni uno
menos, y exactamente a esta hora, nos reuniremos aquí y me contaréis vuestra
experiencia ¿De acuerdo?
Los tres jóvenes, todavía desconcertados, dieron las gracias y un fuerte abrazo a su
padre. Después, como flotando en una nube de felicidad, se fueron a sus aposentos con
los bolsillos llenos y la cabeza rebosante de proyectos para las siguientes cuatro
semanas.
Cuando el reloj marcó las doce en punto los príncipes abandonaron el palacio, decididos a
disfrutar de un mes único e inolvidable. Como es obvio, cada uno tomó la dirección que se
le antojó conforme a sus planes.
José decidió cabalgar hacia el Este porque allí se concentraban las familias nobles más
ricas e influyentes y creyó que había llegado el momento de conocerlas. Pedro, como
buen vividor que era, se fue directo al Sur en busca de sol y alegría. ¡Necesitaba juerga y
sabía de sobra dónde encontrarla! A diferencia de sus hermanos, David concluyó que lo
mejor era no hacer planes y recorrer el reino sin un rumbo fijo, sin un destino en concreto
al que dirigirse.
Un día tras otro las semanas fueron pasando hasta que por fin llegó el momento de
regresar y presentarse en el salón del trono para dar cuentas al rey. Con diferencia de
unos minutos los príncipes saludaron a su padre, quien les recibió con cariñoso achuchón.
– Sed bienvenidos, hijos míos. ¡No os imagináis lo mucho que os he echado de menos!
Este castillo estaba tan vacío sin vosotros… ¿A qué esperáis para contarme vuestras
aventuras? ¡Me tenéis en ascuas!
José estaba entusiasmado y deseando ser el primero en relatar su historia. Mirando a su
padre y sus hermanos, se explayó:
– ¡La verdad es que yo he tenido un viaje magnífico! No tardé más de un par de jornadas
en llegar a la ciudad más próspera del reino.
– ¡Caramba, eso es estupendo! ¿Y qué tal te recibieron?
– ¡Uy, maravillosamente! En cuanto se enteraron de mi presencia los aristócratas me
agasajaron con desfiles, fuegos artificiales y todo tipo de festejos. Además, como es
natural, el tiempo que permanecí allí me alojé en elegantes palacetes, degusté exquisitos
manjares, y me presentaron a una hermosa y sofisticada duquesa que me robó el
corazón…
José se quedó mirando al infinito, rememorando con nostalgia aquellos momentos tan
especiales para él. Cuando volvió en sí, mostró a todos su saquito de monedas.
– Y mirad mi bolsa… ¡sigue llena! Me han invitado a todo, así que de las cien monedas
solo he gastado tres. ¡Un mes de lujo por la cara!… ¿A que es genial?
El desparpajo de Luis hizo reír a su padre.
– ¡Ja, ja, ja! Está claro que has disfrutado y me alegro mucho por ti.
Seguidamente, el rey miró a otro de sus hijos.
Y tú, Pedro, ¿te lo has pasado igual de bien que tu hermano?
El simpático muchacho también estaba loco de contento.
– ¡Oh, sí, sí, mejor que bien!… ¡Puedo decir sin mentir que ha sido el mejor mes de mi
vida!
– ¡No me digas!… Estamos deseosos de conocer tus andanzas.
– ¡Es difícil resumir todo lo que he vivido en pocas palabras!… Solo os diré que al poco de
partir me crucé con unos carromatos en los que viajaba una compañía de más de
cuarenta artistas. Como no me reconocieron les dije que era un comerciante de telas que
iba al sur y me dejaron unirme al grupo. ¡Fue estupendo! En cada pueblo al que iban
ofrecían un espectáculo que dejaba a todo el mundo boquiabierto. Había equilibristas,
cómicos… ¡e incluso faquires!
– ¡Caramba, qué bien suena todo eso!… ¡Debió ser muy divertido!
Pedro se exaltaba recordando sus vivencias.
– ¡Sí! Yo me sentaba entre el público a verlo, pero lo mejor venía después, porque una
vez que recogían los bártulos nos íbamos a cenar y bailar bajo la luz de la luna. ¡Ay, qué
vida tan despreocupada la de esa gente! Si no fuera porque soy el hijo del rey os aseguro
que sería malabarista…
Pedro también dejó la mirada perdida durante, regodeándose en sus recuerdos.
Momentos más tarde, añadió:
– Por cierto, me daban cama y comida a cambio de fregar los platos. ¡Tuve tan pocos
gastos que traigo de vuelta casi todas las monedas que me llevé!
El padre suspiró pensando que su hijo no tenía remedio.
– Ay, mi querido Pedro ¿cuándo sentarás la cabeza? ¡Mira que te gusta hacer
extravagancias!… En todo caso, me alegro mucho de que este viaje haya sido tan
placentero para ti.
Finalmente, llegó el turno del tercer hermano.
Bueno, pues ya solo quedas tú… ¡Cuéntanos cómo te ha ido!
David no parecía demasiado satisfecho.
– Bueno, yo quise ver con mis propios ojos cómo viven los habitantes de nuestro reino.
Durante un mes recorrí todas las granjas que pude y charlé con un montón de
campesinos de las cosas que más les preocupaban, como la escasez de semillas y la
falta de lluvia estos últimos años. Debo decir que todos fueron muy amables y
compartieron conmigo lo poquito que tenían.
El anciano clavó su mirada en la del joven y le preguntó:
– No suena demasiado divertido, la verdad… Hijo mío, ¿quieres explicarme de qué te ha
servido todo eso?
David contestó sin dudar
– ¡Para ver la realidad! ¡Para conocer lo que pasa más allá de los muros de palacio!… Los
que estamos aquí lo tenemos todo, pero ahí fuera la mayoría de la población trabaja de
sol a sol en circunstancias muy duras. ¿Sabíais que muchos no tienen ni un viejo arado
que les facilite las tareas del campo? ¿Y que la mayoría sobrevive a base de pan y queso
porque no tienen otra cosa que llevarse a la boca?…
A pesar de que lo que estaba contando era muy deprimente, David no se vino abajo y
expuso la parte positiva del viaje.
¡Para ver la realidad! ¡Para conocer lo que pasa más allá de los muros de palacio!… Los
que estamos aquí lo tenemos todo, pero ahí fuera la mayoría de la población trabaja de
sol a sol en circunstancias muy duras. ¿Sabíais que muchos no tienen ni un viejo arado
que les facilite las tareas del campo? ¿Y que la mayoría sobrevive a base de pan y queso
porque no tienen otra cosa que llevarse a la boca?…
A pesar de que lo que estaba contando era muy deprimente, Alberto no se vino abajo y
expuso la parte positiva del viaje.
– ¡Lo bueno es que he tomado nota de todo y tengo un montón de ideas que podemos
llevar a cabo para mejorar las condiciones de vida de todas esas personas! En cuanto a
mis monedas siento decir que vengo con el saquito vacío porque las repartí entre los más
necesitados.
El rey, muy emocionado, se levantó y con voz grave anunció:
Cuando tomé la decisión de invitaros a conocer mundo durante un mes quería que
vivierais una experiencia única siguiendo el dictado de vuestro corazón.
Los tres príncipes contuvieron la respiración al ver que su padre se ponía más serio que
de costumbre.
– Pero he de confesar que también fue una artimaña para poneros a prueba. Miradme…
¡yo ya soy un anciano! Necesito descansar y pasar los años que quedan cuidando las
flores del jardín y paseando a mis perros. ¡Ha llegado la hora de que este reino tenga un
nuevo gobernante que guíe su destino!
El rey suspiró con aire cansado.
– Como sabéis, el honor de heredar la corona recae siempre en el hijo mayor, el
heredero, algo que en este caso es imposible porque sois trillizos nacidos el mismo día.
Por eso, creo que mi sucesor debe ser quien más se lo merezca de los tres.
Se quitó la brillante corona de esmeraldas, la puso sobre la palma de sus manos, y se
acercó a sus hijos. Las primeras palabras fueron para José.
– Querido José… Te has convertido en un hombre que consigues todo lo que te
propones. Te gusta vivir bien y lo alabo, pero espero que pasar los días entre encajes y
porcelanas no pudra tu noble corazón. Jamás te olvides de cultivar una gran virtud: la
generosidad, que te permitirá compartir parte de lo mucho que tienes con quien no tiene
nada. Te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.
José bajó la cabeza y el rey caminó un par de pasos hasta que tuvo a Pedro a pocos
centímetros de distancia.
Querido Pedro… Te has convertido en un hombre que sabes disfrutar de todo lo que te
rodea. Necesitas emociones fuertes y sé que vivirás con intensidad hasta el final de tus
días. Solo espero que tanto disfrute no te convierta en un ser vacío sin nada que ofrecer a
los demás. Intenta que tu vida sea útil, deja un legado importante que jamás sea olvidado.
Te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.
Finalmente, el rey se acercó al bueno de David.
– Querido David… Te has convertido en un hombre culto y compasivo. Has aprovechado
todos estos años para estudiar y formarte lo mejor posible porque has entendido
perfectamente cuáles son las responsabilidades de un príncipe. Te interesa el bienestar
de tu pueblo y te preocupan los más desfavorecidos. Mi corazón me dice que tú eres el
elegido.
Dicho esto, y ante el asombro del príncipe José y del príncipe Pedro, depositó la corona
sobre su cabeza.
A partir de hoy serás el rey de este reino. Gobierna con justicia y traerás prosperidad,
gobierna con bondad y serás amado, gobierna con la razón y serás respetado por las
generaciones venideras. Como a tus hermanos, también a ti te deseo amor y felicidad el
resto de tu vida.
Y así fue cómo por primera vez un regalo de cumpleaños sirvió para que un monarca
eligiera a su sucesor. Al parecer se trató de una sabia decisión, pues según cuenta la
leyenda, el nuevo rey luchó por crear una sociedad menos desigual, impulsó grandes
reformas, y pasó a la Historia con el nombre de David el Bondadoso.

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