Carla Maliandi - Indios
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en capital pero esta noche el cielo está muy nublado y no se ve nada. Yo tengo mucho
frío. Pienso que si me voy a la carpa el coordinador no se va a dar cuenta, somos un
montón de chicos y a mí no me puso atención en todo el día. Para mi mejor. Además de
tonto me parece feo, tiene la cara toda picada de viruela, usa un gel asqueroso en el pelo
y cuando se ríe pone la boca para abajo como si en realidad estuviera enojado. Pienso en
la maestra, pienso que me va a preguntar, cuando volvamos al colegio, si al final me
gustó venir. ¿Cómo le puede gustar a alguien todo esto? Cuando sea grande no voy a
venir nunca al campo. Voy a vivir cerca de los cines y voy a ir comer a restaurantes
todas las noches con amigos que tomen vino y hablen de cosas interesantes y hagamos
chistes que los demás no entiendan. Si la maestra nos pregunta seguro que todos van a
decir que les gustó venir acá y es mentira. Hoy hacía tanto frío que Analía se hizo pis.
Yo me di cuenta por la cara que puso y porque tenía todo el pantalón mojado. Jerónimo
tampoco está contento, no quiso coser el escudito en el taller de artesanías ni tomar el
mate cocido de la merienda y como castigo a la noche lo mandaron a cenar afuera, al
lado de las canillas donde se lavan los platos que acá llaman marmitas. Yo le regalé mi
caña porque me dio lástima. A él le gustó tener dos lanzas y las talló hasta dejarlas
recontra afiladas.
Si me voy ahora a dormir nadie se va a dar cuenta. Camino lento hacia la carpa, tratando
de no pensar en nada, con la linterna apagada. Nadie me llama ni escucho el silbato del
coordinador y lo tomo como un triunfo. Me meto en la carpa, bajo con cuidado el cierre
de la puerta y me acuesto vestida en la bolsa de dormir sin hacer ningún ruido. Trato de
escuchar lo que pasa afuera. Escucho que se enumeran, cruzo los dedos para que no se
den cuenta de que falta un número. Me parece que ya se están alejando pero una luz
ilumina mi puerta, alguien se acerca y sube con fuerza el cierre. Es el coordinador, me
encandila con la linterna, lo reconozco por el olor a desodorante y el pelo brilloso de
gel. Me dice que me levante, que tengo que ir a cazar cuises como todos, que no me
haga la mosquita muerta. Le digo que tengo frío y que tengo sueño. Él no me escucha y
me pregunta dónde está mi lanza. Le cuento lo que hice con esa caña y él me mira un
instante a los ojoa por primera vez. Recuperala, me dice. Volvemos con los demás,
mientras caminamos me doy cuenta de que el coordinador está contento. Le encanta ir a
cazar cuises y llevarnos a todos con él. Me pregunto qué otras cosas raras le gustará
hacer y si a veces será bueno. Jerónimo me devuelve la caña cuando se la pido y me
pregunta para qué se la regalé. No le explico nada porque me da mucho cansancio y
seguimos.
quería venir, la número once. Todos me miran. Cuando tiro se ríen porque la lanza cae
ahí nomás. Yo tengo los dedos congelados y me quiero poner los guantes pero el
coordinador nos dijo que no tiremos con guantes porque eso nos hace menos hábiles.
Todos quieren ser los más hábiles y los más ágiles para impresionarlo. Yo sé que si tiro
de nuevo más concentrada me va a salir mejor. Fijo la vista en la nuca del coordinador
y tiro de nuevo. No pienso en que le voy a dar, pero la lanza vuela fuertísimo como una
flecha y se le clava en el cuello.
Se hace un silencio de todos los ruidos y de todas las voces. Con la lanza clavada el
coordinador se da vuelta y nos mira a todos, tiene los ojos rojos y muy abiertos y avanza
furioso hacia nosotros. Nos mira con odio y con asombro. Nunca vi una cara así. Yo
quiero gritar pero estoy muda. Jerónimo dice algo que no entiendo y le tira su lanza al
pecho. Con las dos lanzas clavadas el coordinador sigue avanzando. Analía y Martín le
tiran también las suyas. Le dan en la panza y en una pierna. Los que tienen linterna lo
iluminan mientras se tambalea y cae al piso. Cae con la boca abierta y los demás
también le tiran. Las lanzas se le clavan por todo el cuerpo, una se le clava en un ojo
abierto que mira al cielo. Nos quedamos ahí, sin decir nada. Lo vemos retorcerse en el
barro lleno de sangre hasta que se queda quieto. Empieza a llover y las gotas le bajan
muy despacio por el pelo con gel, por la cara, por la campera de gimnasia. Nosotros
también nos estamos mojando. Martín se agacha, lo mira de cerca y le toca la cara con
la punta de los dedos. ¿Está muerto?, pregunta Analía. No respira, contesta Martín. Yo
recupero la voz y grito muy fuerte. Y gritamos todos y salimos corriendo bajo la lluvia.
Avanzamos por el barro dando alaridos. Nadie nos escucha, el campo está oscuro, mudo
y más inmenso que un desierto.