Borges y Hardoy Un Dialogo en El Cielo

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

GASTÓN PÉREZ IZQUIERDO

Borges

Hardoy

UN DIÁLOGO EN EL CIELO

OBRA DE FICCIÓN

EDICIÓN

FUNDACIÓN Dr. EMILIO J. HARDOY

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

AGRADECIMIENTOS

La “Fundación Dr. Emilio J. Hardoy”


agradece muy especial-mente a las siguientes personas,
cuyas tareas han hecho posible esta publicación:

Jorge Fiorito y Gloria Hardoy de Fiorito,


por su inestimable apoyo y permanente estímulo;

María Cecilia Tosi, por su invalorable labor


editorial;

Patricio Pablo Pantin, por su denodado


empeño en la maquetación de este libro;

Gastón Pérez Izquierdo (h), por la


confección de la original portada.

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EXPLICACIÓN OBLIGADA

Vano fue el intento de Carlos Pellegrini.

El Gringo, como se lo llamaba habitualmente


por el color de su piel y las famosas pecas, había
querido formar un partido nacional que reuniera las
corrientes conservadoras y liberales que existían en el
país y para eso reunió a los principales referentes
provinciales y porteños en un histórico encuentro que se
realizó en el insustituible Teatro Odeón de Buenos Aires.
El mensaje, que dejó ahítos de entusiasmo a sus
partidarios, se conoció con el nombre de “discurso del
Odeón”, pero Pellegrini, el hombre que reunía el
consenso de todos los dirigentes que se dieron cita en la
asamblea, murió al poco tiempo y la idea se frustró. En
ese entonces, el siglo XX era flamante.

Después, desde la Presidencia de la Nación,


Roque Sáenz Peña impulsó la ley que instituía el voto
secreto y obligatorio, el empadronamiento del varón al
cumplir 18 años y un régimen electoral de mayorías y
minorías. El triunfo de Yrigoyen en los primeros comicios
secretos que se verificaron en 1916 pareció confirmar el
irónico vaticinio de Pellegrini a algunos de sus
correligionarios: “¡Sigan así y hasta Hipólito Yrigoyen va

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a ser presidente de la República!”.

Las fuerzas conservadoras, surgidas a partir


de la Constitución de 1853, y cuya gestión había
sostenido el enorme crecimiento del país durante los
últimos años del siglo XIX y primeros del XX, ingresaron
en una etapa de diáspora y eclipse.

Es cierto que la Argentina había


experimentado la fundación de un partido de esa
tendencia que abarcaba toda la superficie del país en las
últimas décadas del siglo XIX. De hecho, Nicolás
Avellaneda llegó a ocupar la presidencia de la Nación
impulsado por el Partido Autonomista Nacional (PAN), y
Adolfo Alsina, su principal aliado, cuando fue
interrogado sobre las bases del acuerdo que había
formalizado con Avellaneda, dijo que los amigos del
Presidente y los suyos habían tomado el compromiso de
constituir una fuerza política de alcance nacional.
Avellaneda confirmó la generosidad de la alianza: “nada
me ha pedido y nada le he dado”, dijo aludiendo al
caudillo de Buenos Aires. No existió un “toma y daca”,
tan frecuente en los arreglos políticos de nuestros
últimos años.

En la práctica, esta fuerza tendría que haber


nacido con la presidencia de Domingo Faustino
Sarmiento en 1868, cuando su candidatura fue apoyada
por las corrientes del interior y Alsina, jefe indiscutido
del autonomismo bonaerense, fue elegido

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vicepresidente suyo. Pero el gran sanjuanino tenía celos


de su vicepresidente, lo desdeñaba y la formación de un
partido nacional orgánico debió esperar.

Julio Argentino Roca – el gran artífice de la


Argentina moderna – descreía de los partidos políticos y
confió su suerte a la “liga de los gobernadores” (los
hombres que tenían “la situación”, es decir, los caudillos
lugareños), astuta combinación entre los distintos
individuos fuertes del país cuya alianza logró para
sostener su llegada al poder y el posterior ejercicio del
mismo.

Recién después de 1930 y para integrar la


Concordancia (que fue una alianza electoral entre
radicales antipersonalistas, socialistas independientes,
liberales y conservadores), estos últimos se unieron en
una fuerza corporal: el Partido Demócrata Nacional, que
al sumarse a aquella impuso el vicepresidente: Julio
Argentino Roca, hijo, que acompañó al general Agustín
P. Justo en la fórmula presidencial.

Pero de una manera paradójica, la caída del


peronismo en 1955 desintegró ese partido; dividido
primero entre quienes querían acentuar su papel
opositor a Perón y aquellos que aspiraban a sustituirlo
levantando algunas de sus banderas. Así se inició, poco
después, el camino de la disolución. Los dirigentes
volvieron a replegarse sobre las estructuras provinciales
y de aquella agrupación que diera dos vicepresidentes al

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país (Roca hijo y Ramón S. Castillo) solo quedó un


muñón, expresión minusválida de lo que fuera un brazo
largo de la República.

El último intento por recrear una corriente


que ocupara el lugar del PAN o materializara los sueños
de Pellegrini se realizó al comenzar la década de 1960 y
a Emilio J. Hardoy – por entonces referente obligado del
conservadorismo de Buenos Aires – correspondió ocupar
un lugar preeminente. Fue uno de los fundadores de la
Federación Nacional de Partidos de Centro, la corriente
postrera que asumiera sin beneficio de inventario todo
lo bueno y todo lo malo; todo lo digno de aprobación y
lo que mereciera reproche, tanto de los gobiernos que
instalaron “el orden conservador”, como lo llamara
Natalio Botana, cuanto de los que participaran de la
reconstrucción del país después de la crisis mundial de
1930.

Pero, ¿por qué se hace esta introducción, en


apariencia desconectada del resto de lo que viene
escrito?

Lo que ocurre es sencillo de explicar. Este


libro es editado por la Fundación Dr. Emilio J. Hardoy y a
su patrono le cupo una importante tarea, como ha sido
dicho, de dar forma nacional a las corrientes políticas
que el público identificó como “las fuerzas
conservadoras”. En realidad, se trató de las
agrupaciones de pensamiento liberal y conservador que

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hicieron de la Argentina un gran país.

Borges y Hardoy se vieron varias veces. El


encuentro que ilustra la fotografía que sirve de tapa a
este libro se produjo cuando Hardoy presidía la
Federación Nacional de Partidos de Centro y entrevistó a
Borges en su casa para afiliarlo “al conservadorismo”.
Borges esperaba esa distinción y recibió la “ficha” como
un halago. No dudó un instante en volcar su apoyo a
ese partido político.

De ese momento quedaron solo versiones


parciales; apenas una fotografía, algunos recuerdos,
unas explicaciones pobremente vagas. Eran tiempos en
que la política se ejercía con una cuota indudable de
recato y la incorporación de figuras que habían
sobresalido en actividades diferentes a la militancia se
llevaba a cabo con discreción, empleando el decoro
necesario para preservar la trayectoria del nuevo
afiliado, jamás para servirse de él. Nunca se elegiría a
un campeón en cualquier área del deporte para hacerlo
candidato o un artista para convertirlo en funcionario
público. Esa etapa vino después… y así le va a la
República.

Pero ya que no fue posible congelar ese


momento con los recursos técnicos existentes
(filmación, grabación de lo conversado o, al menos,
testimonios que pudieran ofrecer a la posteridad los
protagonistas), la relación entre ambos intelectuales

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será recogida por sus contemporáneos; al menos, es lo


que intenta esta pretendida obra de ficción.

A partir de la efímera vida de esa Federación


se verifica la historia que relata este trabajo, en parte,
recopilación de afirmaciones efectuadas por los
protagonistas; en algunos de sus tramos, expresión de
la lógica convicción de los personajes involucrados y,
por momentos, registrados por la imaginación del
escritor.

Es obvio que este autor, modesto fabricante


de párrafos y oraciones, hubiera querido escuchar las
palabras que se expresan en este libro de boca de dos
hombres grandes: uno, al que está ligado por la
admiración y el cariño; otro, al que se encuentra atado
por el aturdimiento que despierta su majestuosa pluma.

No pudo y debió conformarse con imaginarlo.

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INDICE

1. Agradecimiento 3
2. Explicación Obligada 4
3. Í N D I C E 10
4. Eternidad en el Cielo 11
5. Un Encuentro en el Paraiso 17
6. ¿Vale la Pena la Política? 47
7. La Vida de Dos Porteños 69
8. Esa Década de Infamia 86
9. Dios 106
10. Los Derechos Humanos 121
11. Gardel 140
12. ¿Fueron Periodistas? 155
13. El Deporte, los Mitos, el Laberinto, los
Espejos, la Ficción 175
14. Los Conservadores 200
EL AUTOR – Gastón PÉREZ IZQUIERDO 228
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CAPITULO 1

Eternidad en el Cielo

¿Será aburrido el cielo?

Los artistas del Renacentismo, en especial los


italianos, pintaron en numerosas ocasiones el infierno,
tal vez impelidos por las acrobacias impuestas por la
imaginación. La recorrida de los museos de Europa
sugiere la preocupación que despertaba en aquellos la
posibilidad de ingresar a la eternidad con el estigma del
pecado.

La creación artística se explayó en monstruos


y tormentos, demonios y fuegos estremecedores,
preparados para aguardar a las almas que hubieren
iniciado el camino del que no se vuelve alejadas de
Dios. “¡Esto les espera a los pecadores!”, parecían gritar
desde el lienzo.

Casi ninguno pintó el Paraíso.

Es posible que haya sido para evitar


imágenes insulsas, desprovistas de la amenazante
figura de Satanás y sus secuaces. Tal vez. Sin

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embargo, suponemos que el motivo es otro:


permanecer durante la eternidad plantado en una nube
celeste sería menos penoso que soportar las torturas del
demonio, pero también un destino interminable y, a la
larga, equivaldría a un castigo.

La verdadera causa por la que ningún artista


se atrevió a imaginar el Cielo infinito (supone este
autor) es que sólo lo hace deseable, gozoso e
irreemplazable, la visión de Dios. Principio y fin de todas
las cosas, Verbo Divino y fuente única de la verdad
absoluta, el alma que alcanza a verlo tiene la dicha
asegurada y la eternidad se convierte en una estancia
apetecible, en la que el tiempo, con su finitud humana,
carece de importancia.

Así al menos puede deducirse de las palabras


de San Agustín de Hipona, para quien Dios no anticipó
ni postergó la Creación, por la simple razón de que
siendo omnipotente e infinito no podría hablarse de un
antes y un después: el tiempo, con sus medidas
humanas, no tiene entidad ante la majestad del
Todopoderoso. El bing-bang podría haber ocurrido en
cualquier momento sólo decidido por Él.

Los grandes artistas podrían haber imaginado


las cuevas del demonio, ente despreciable y de inferior
rango, pero ninguno podía ver a Dios para pintar con
acierto su morada eterna y el albergue final de los
justos.

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“Mi primer millón de años en el cielo lo


pasaré pintando”, solía decir Winston Churchill en vida,
en parte para realzar el vuelo de su ironía, en parte
para señalar su inclinación por caballetes y pinceles,
abandonados para atender las urgencias que le
imponían el mundo y su gobierno. Es probable que no
se propusiera hacer referencia a Dios, aunque en el
subconsciente vivo de su inteligencia yaciera la idea de
que aburrimiento y Paraíso son magnitudes
inconciliables.

Y si “veinte años no es nada” para Gardel,


que lo recordaba desde un disco de pasta en la década
del ´30, un millón tampoco lo es cuando se permanece
a la vista del Creador.

Por ello, sin la impertinencia de pretender


explicar el Cielo, podemos imaginar allí las almas de
quienes queremos o admiramos, dispuestos a conocer la
verdad absoluta, la que buscaron con denuedo en la
imperfecta existencia mundana, cuando debieron vencer
la tentación del relativismo moral y la certeza por la vía
del compromiso.

En el cuento “La casa de Asterión”, Borges


decía que a Teseo pertenecían la indeterminación, el
laberinto, el emblema del caos, el intento por dominar
ese caos (y a su centro, el Minotauro). Esta
interpretación es por la que le adjudicaría a Asterión (es
decir al Minotauro) un papel pasivo; para el monstruo,

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la sabiduría del renacer sólo se encontraría lógica y


paradójicamente en la muerte, es decir, en la
experiencia de morir. En la liberación de esa cárcel
provisional que sería la existencia terrena estaría la
liberación del alma. Por eso recurre a la visión de un ser
atormentado, errando solitario por intrincadas galerías,
perplejo ante las infinitas encrucijadas que se abren a
cada paso.

Es cierto que algunas creencias religiosas


han sostenido la trasmigración de las almas, alegando
la teoría de la reencarnación según la cual los seres
disponen de diversos retornos, bajo formas variadas:
una flor, un pez, un humano. Algunos han llegado
incluso a aventurar una hipótesis tremenda: males
espantosos que se padecen en la vida son cuentas de
una vida anterior, que dejó facturas impagas.

Puede sostenerse que la teoría griega del


eterno retorno es la variante última del mito que repite
el gesto arquetípico, del mismo modo que la doctrina
platónica de las ideas fue la última versión de la
concepción más elaborada del arquetipo. Ambas
doctrinas encontraron su más acabada expresión en el
apogeo del pensamiento filosófico griego. Sin embargo,
es posible afirmar que el cristianismo es la religión del
hombre moderno y también del hombre histórico, del
que ha descubierto simultáneamente la libertad
personal y el tiempo continuo (en lugar del tiempo

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cíclico). Desde la "invención" de la fe en el sentido


judeocristiano del vocablo, el hombre, apartado del
horizonte de los arquetipos y de la repetición, no puede
defenderse de ese terror sino mediante la idea de Dios.

Orígenes, el teólogo de Alejandría, afirmaba


la conversión final de los demonios y argumentaba que
las almas sufrían períodos cíclicos de purificación. Lo
horrorizaba la idea de que faltas morales pudieran
subsistir después de la muerte.

Por supuesto, la patrística y en especial San


Agustín han recusado esa tesis: el santo de Hipona
afirmaba que solo hay un tránsito en el mundo temporal
para cada hombre, según el cual, cada uno construye su
destino trascendente. Sustentó de ese modo la teoría de
la libertad, y conforme a ella, el hombre, al estar dotado
de libre albedrío, se convierte en artífice de su destino,
con lo que refutó a maniqueos y deterministas. San
Agustín rebatió la tendencia a imaginar “ciclos”, que
como una rueda retornaran de manera infinita y, al
contrario, sostuvo que cada hombre fue provisto por
Dios de un alma que perdura después de su muerte y
concurre a su presencia en espera del Juicio Final.

Su prédica central estuvo plasmada en un


ejemplo referido a los retornos cíclicos que repudió con
vigor: Platón, que enseñaba en la Academia, volvería a
Atenas, a la misma escuela, con los mismos discípulos,
idénticos discursos, durante repetidos siglos. El santo

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rebatió esa tesis con vehemencia: “¡Lejos de nosotros


tales creencias! Cristo sólo ha muerto una vez por
nuestros pecados y resucitando de entre los muertos ya
no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre Él”.
Y agregó: “Tú nos guardarás, Señor”.

Y como enseñara en este mundo San Agustín


de Hipona, guardados por Dios en el Cielo, Hardoy y
Borges se encontraron dando causa a este relato
seductor e imaginario.

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CAPÍTULO 2

Un Encuentro en el Paraíso

Sin las limitaciones que impone el tiempo


terrenal, Emilio Hardoy recorría el Paraíso con ansiedad
de adolescente. Había visitado al mismísimo
Carlomagno y logrado que aquél reconstruyera, a su
instancia, un árbol genealógico imperfecto, que
permitiera dictaminar si la herencia de sangre del gran
emperador europeo había alcanzado a las regiones
vascas de los Pirineos franceses, de donde provenía su
estirpe.

Satisfecho con la elucidación de ese


interrogante (la antigua vanidad humana, que aún no
había desaparecido del todo, lo dejó radiante con el
hallazgo), continuó su marcha ansiosa.

Encontró a Pellegrini, rotundo y locuaz,


rodeado de varios amigos. Su cabeza aleonada
sobresalía del grupo que formaban personajes cuyos
nombres llevan algunas calles porteñas. Hardoy se
acercó con timidez al corro. Pronto fue divisado por el
Gringo, que lo llamó en forma campechana, para

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sumarlo al conjunto, como si fueran viejos amigos. El


visitante quedó integrado.

Pellegrini estaba amonestando con afecto a


uno de los suyos y sumaba a la reprimenda afectuosa
bromas hípicas y añoranzas políticas. Hardoy se
desvivía por mechar una pregunta.

En cierto momento una pausa en la


francachela le dio oportunidad: “¿podría el doctor
Pellegrini recordar los pormenores no escritos de la
unificación de la deuda? ¿Barruntaba acaso, durante el
debate en el Senado que el presidente Roca podría
retirar el proyecto? Después de la entrevista Roca-Mitre
¿hubo alguna señal del Presidente que hiciera imaginar
el golpe de timón?”.

Finalizadas las preguntas, que provocaron


curiosas expresiones en la cara de los asistentes,
Hardoy se sintió feliz, como un niño a punto de
descubrir el lugar exacto de la alacena donde su madre
había escondido el chocolate.

Pellegrini hizo un gesto de tolerante desdén.


Habría tiempo de sobra para repetir el trapicheo secreto
de ese tema. Pero hasta en el Cielo, donde el cansancio
no existe, el Piloto de Tormentas estaba aburrido de
contar esa historia; ya habría ocasión en otro momento.
Con la afabilidad de un auténtico clubman omitió la
respuesta, y le reiteró la invitación para sumarse a la

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pandilla integrado a la divertida tertulia.

Coco Hardoy permaneció con gusto. A fin de


cuentas, varios de los asistentes eran conocidos suyos y
había compartido con ellos jornadas memorables en el
Círculo de Armas o en el Jockey. De eso se trataba en
este caso: ¡una reunión social en el Paraíso, no apta
para tratar asuntos serios!

“No va a faltar oportunidad”, se dijo Hardoy


a sí mismo, repitiendo la frase que tantas veces
escuchara pronunciar a algunos correligionarios que
formaban en los comités del Gran Buenos Aires, cuyo
estilo había incorporado al léxico propio, al principio
como gesto irónico, más adelante con sincera tolerancia.

¿Cuánto tiempo duró el cenáculo? Tal vez


segundos, quizá siglos… Transportado por la alegre
facundia del momento que había transcurrido en feliz
compañía, Coco siguió su marcha, azorado y dichoso.
Ahora buscaría a Cyrano.

¿Dónde podría estar ese espadachín y poeta,


romántico y valeroso, triste y arrojado, enamoradizo
eterno, de nariz tan inmensa como su inteligencia, tan
profusa como su amargura? Quien, que no poseyera su
talento podría haber exclamado “¡Ah… mis penachos!”

“¡Ojalá Cyrano esté en el Cielo!”, se dijo


Hardoy sin deshacerse del giro humano y argentino, del
que no deseaba despegarse y con brío prosiguió la

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búsqueda.

Si bien las consecuencias de Babel habían


quedado sepultadas y existía en el Edén una lengua que
todos compartían, Hardoy estaba dispuesto a conversar
en francés con Cyrano de Bergerac, lengua que
dominaba desde chico. Impulsado por una ansiedad
juvenil deseaba encontrarlo para formularle la pregunta
que lo abrazaba desde sus tiempos terrenales. Lo
consumía la emoción de conocer la verdad sobre un
tema que nunca le habría quitado el sueño a nadie y no
servía para ganar dinero o escalar posiciones de
conveniencia.

El rastreo de Cyrano proveyó otras sorpresas.


Sentado, inmóvil entre varios contertulios, sosteniendo
un viejo bastón que adornaba su estampa sin necesidad
de brindarle ningún auxilio, Coco divisó a Jorge Luís
Borges.

Se sorprendió Hardoy cuando, desde lejos, el


notable vate, divisándolo, le administró un caluroso
saludo:

- Mis ojos ya no son vanos en este espacio -


dijo Borges para disipar el asombro del otro, como si
precisara explicar lo obvio.

Recompuesto de la sorpresa inicial, Hardoy


contestó con naturalidad tratando de enmascarar el
asombro:

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- No me extrañó su vista de lince; a fin de


cuentas estamos en un lugar en que las imperfecciones
no existen. Confieso, más bien, que me provocó un
respingo su presencia, siendo como ha sido un “ultrista”,
campeón del agnosticismo.

- Touché! - respondió Borges - Debo


aclararle, sin embargo, que fui ultrista en mi juventud,
Hardoy, pero aplaudo su juego de palabras. El ultrismo
fue un enfilamiento de percepciones sueltas, un rosario
de imágenes sensuales, plásticas, llamativas. Al cabo de
un tiempo advertí que el dogma de la metáfora era
falso.

Lo felicito por su perspicaz ironía. Siempre


me entusiasmó el ingenio de los demás, como me
arrebató el valor de los compadres. Pero esas metáforas
ultristas se correspondían a un tiempo que perteneció al
Borges estudiado, no al posterior, que usted cultivó. Fue
el tiempo en que dije que el infierno y el cielo me
parecían desproporcionados: los hombres no
merecíamos tanto. Le diré, sin embargo, que mi
agnosticismo fue una duda, no una afirmación inversa.
Jamás negué a Dios; a lo sumo puede decirse que lo
buscaba y, cuando estaba próximo a hallarlo una fuerza
oculta lo alejaba de mí.

Alguna vez lo expresé con poesía: “Nadie


rebaje a lágrima o reproche/esta declaración de la
maestría de Dios, / que con magnífica ironía/ me dio a

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la vez los libros y la noche” (ya por entonces yo estaba


casi ciego).

A pesar de todo lo que pueda decirse, lo


indagué con fruición – recuerde que escribí “El Paraíso
de los Creyentes”, hacia 1960 – pero no conseguía
descubrirlo. Me arrepiento de no haberlo encontrado
entonces, como con seguridad el Hardoy de 80 años se
arrepintió del fraude electoral del que fue parte en su
juventud.

- Ahora soy yo el que exclama ¡touché! –


replicó Hardoy - Acepto como una muestra de alarde
intelectual su alusión al fraude, cuya complejidad
histórica es tan vasta, que necesitaríamos afectar un
tiempo enorme y exclusivo para su análisis. No se por
qué presiento que habremos de tener una charla larga,
mucho más extensa que la que tuvimos en su antiguo
departamento de la calle Maipú.

Hardoy apeló a la memoria de Borges y


aludió a un acontecimiento lejano, cuando en el Buenos
Aires de ambos él era un político de fuste, empeñado en
restituirle la grandeza a su país:

- ¿Recuerda cuando fui a visitarlo con


Conrado Echebarne y Mariano Almada, para afiliarlo?
Creo que fue allá por 1963… Yo por entonces presidía la
Federación Nacional de Partidos de Centro, Conrado era
el vice primero y Almada presidente del Partido

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Demócrata de la Capital Federal; éramos la expresión


más acabada del viejo conservadorismo argentino. Con
Almada fuimos diputados nacionales por esa época… y
dicho sea de paso, que conste que no llegamos gracias
al fraude; y lo digo tanto como para detener su
estocada...

- Me alegra oír estas palabras, Hardoy –


contestó Borges. Tendrían que haberlas escuchado los
sabios de Suecia que discernían el famoso Premio,
cuando tantas veces rechazaron mi candidatura (esto
fue un secreto a voces) por considerar que abominaba
de las democracias.

Todo sucedió por una ocurrencia graciosa que


hice en Punta del Este, un verano en que participamos
con Silvina Bullrich de un encuentro que se había
programado en el Convection Lincoln Center. Allí dije –
entre otras salidas graciosas - “¿A quién le importa que
yo descrea de la democracia?”

Por lo visto me equivoqué; al jurado de


Suecia le importó (o le vino bien para utilizar esa
excusa). Pero disculpe esta interrupción; volviendo al
tema que nos ocupa: no sabe qué feliz me hace esta
esgrima intelectual. Nunca sobrepasé los límites físicos
de mi cuerpo y en la descripción de duelos de cuchillo,
cimitarras que hacían círculos en el viento de la pelea o
simples varones de arrabal y faca, le puse alas a la
imaginación. Estas fintas verbales, en este espacio

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santo, parecen que me hicieran ganar el tiempo


perdido.

Sin embargo, debo confesarle algo, ya que


nombra a los conservadores. Yo me creía radical (no se
sonría porque es así); tal vez por ese fecundo
antiperonismo que cultivé cuando llegó Perón a la
presidencia, en 1946. Se han elaborado teorías sobre mi
antiperonismo, la mayoría insensatas. En verdad fui
contrario al régimen porque hacía retroceder la nación,
espoleaba la ignorancia, estimulaba el apogeo de los
inferiores. Admito que fueron esas razones y la abolición
de la libertad lo que me hizo contrario a la dictadura.

No precisaron echarme los muchachos que


manejaban la cultura y de paso la burocracia. Es más;
dicho al pasar: no necesitaron esforzarse; les bastó un
traslado, quizá un ascenso, para sacarme del medio. De
un plumazo me convirtieron, de bibliotecario obsesivo,
inquisidor febril de los lomos de todos los libros de
todos los anaqueles, en inspector de pollos y gallinas.
Nada menos que a mí, incapaz de distinguir el gallo de
la ponedora. Como es de imaginar, fui a interrogar al
empleado, responsable de ese traslado en la pirámide
administrativa, y me dijo, asombrado por mi pregunta,
que era la consecuencia elemental de mi apoyo a los
aliados en la guerra. Me di cuenta que estaba demás en
la municipalidad y, al día siguiente, presenté mi
renuncia.

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- ¡Pero Borges! – exclamó Hardoy - ¡El hecho


de que el peronismo lo hubiera designado “Inspector de
mercados de aves de corral” no lo convirtió en radical de
manera automática!

- Lo que pasaba, Hardoy, era que yo tenía (y


conservé siempre) una profunda aversión por las
tiranías. Creo que las dictaduras fomentan la opresión,
el servilismo, la crueldad; pero más abominable aún es
el hecho de que por encima de todo fomenten la idiotez.
Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos,
vivas y mueras prefijados, ceremonias unánimes, la
mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez...

Combatir estas tristes monotonías es uno de


los muchos deberes del escritor ¿Habré de recordar en
este lugar a los lectores del Martín Fierro y de Don
Segundo Sombra que el individualismo es una vieja
virtud argentina? Los radicales encarnaban para el
grueso de la opinión el individualismo y la resistencia a
esa unanimidad de los inferiores.

- ¡Borges! Vuelvo a repetirle: esa


circunstancia no lo hace radical – exclamó Hardoy. No es
del caso referir por qué no formamos parte de la Unión
Democrática que con seguridad usted votó en 1946.
Pero en esos años regía la Ley Sáenz Peña, de mayoría
y minoría; quien no consiguiera ganar o llegar segundo
no tenía representación en el Congreso. Los
conservadores sólo tuvimos a Pastor, que entró por la

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minoría de San Luís ¡Y vaya que hizo ruido en la


Cámara!

- Eso mismo me dijo una amiga – reflexionó


Borges - “¡Georgie! Vos no sos radical, ¡Sos
conservador!” Y tenía razón; por eso me afilié a ustedes
y no tengo nada que reprocharme.

Hardoy, con aire tolerante, como quien evita


la recurrente frase con que los padres suelen
recordarles a sus hijos una advertencia anterior (“¿No te
dije?”), le respondió a Borges:

- Me acuerdo el comentario que le hice en


ese entonces: “Piénselo bien; mire que en los últimos
tiempos no hemos ganado una elección y si cree que
triunfaremos a corto plazo, se equivoca”.

- Vea Hardoy – contestó Borges -, en cierta


ocasión Evaristo Carriego recitó en mi casa paterna
versos de Almafuerte; esa poesía me deparó una brusca
revelación. Hasta esa noche el lenguaje no había sido
para mí otra cosa que un medio de comunicación, un
mecanismo cotidiano de signos. Es cierto que he
permitido que la ironía – a veces a expensas de mi
mismo – impregnara mis juicios; y he declarado sin
tapujos: “en la literatura se puede ser escasamente
original”. Yo debo reconocer que he sido consecuencia
de otros escritores, y esa contingencia gobierna la
relación del autor con la literatura anterior. Ella guarda

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relación con el hecho de reconocer que, en mayor o


menor grado, "toda la literatura es plagio", una idea que
se debe a De Quincey, ensayista inglés, plagiario a
conciencia.

Pero excusando esa digresión: aquella noche,


los versos de Palacios me revelaron que podían ser
también música, pasión, un sueño. Hasta el momento
en que ustedes vinieron a afiliarme yo sentía que mi
compromiso estaba con las letras y la cultura; mi
adhesión a ustedes tuvo el valor de un símbolo, como el
lenguaje y las palabras, que algunos suponen
pronunciadas para expresar conceptos y en la realidad,
encarnan las ilusiones en que se apoyan.

- Quería ratificar ese alcance - explicó


Hardoy-. El pudor nos impedía admitir que una mera
sospecha pudiera ensuciar la nobleza de su gesto: el
mejor escritor de la lengua española afiliado a la
corriente política que construyó el país y después lo
rescató de la crisis mundial de 1930. El patriotismo con
que…

- Me han dicho que esto ha cambiado en los


últimos tiempos - cortó Borges. Un mal cantor fue
gobernador del Tucumán, un corredor de lanchas
(básico y sin talento, salvo el deportivo) ocupa el sitial
del Almirante Brown, de don Martín Rodríguez, de los
Alsina, de Mitre, de don Bernardo…

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

- Y, si esto continúa, Borges, voy a tener que


parafrasear a Pellegrini: “Sigan así y pronto Ricky
Maravilla será gobernador de Salta” – agregó Hardoy -.

- No conozco a ese … ¿actor o deportista? –


contestó Borges.

Hardoy, con gesto resignado, le aclaró:

- Es cantante, de ritmos marginales, cuya


vulgaridad lo agobiaría.

- Cuando firmé el formulario de afiliación a


los conservadores…, continuó Borges.

- Ficha – aclaró Hardoy. Se la llama “ficha de


afiliación” y allí se consignan los datos del adherente.

Borges hizo el gesto de la persona que ha


admitido la corrección pero no desea perder tiempo en
expresar su aceptación:

- Bueno, cuando firmé la llamada “ficha” me


acuerdo su cara de sorpresa al conocer mis nombres:
Jorge Francisco Isidoro Luís Borges. Usted tuvo la
gentileza de no hacer ningún comentario, que con todo
gusto ahora le voy explicar.

No hay dudas de que fue una transacción


entre papá y mamá: el nombre de un abuelo paterno y
el de un bisabuelo materno; mamá era Acevedo Suárez,
nieta del coronel Isidoro Suárez, que diera la victoria

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

final a la emancipación americana en la batalla de Junín.


Con el sable envainado se dedicó a los negocios rurales
en el Uruguay.

- Se ha escrito y dicho mucho respecto del


orgullo legítimo que usted sentía por sus antepasados -
dijo con gravedad Hardoy; por supuesto, han criticado
su empeño en resaltar esas proezas quienes no tienen
la posibilidad de exhibir ejemplos parecidos.

Recuerdo – quién que lo hubiera leído podría


olvidarlo – su cuento sobre la muerte del padre de Cruz
(el amigo de Martín Fierro), en un entrevero entre las
montoneras y los soldados regulares. Con el cráneo
partido por el sable de uno de los granaderos de Suárez,
quedaron sus despojos abandonados en una zanja.

¿Cómo no habría de mostrar usted, con


verdad y satisfecha vanidad, a través de un relato
imaginario, la estampa de su antepasado? El relato no
solo se refiere a Tadeo Isidoro Cruz: describe la época,
la violencia que rodeaba a los protagonistas, el episodio
del entrevero, la muerte, que era una invitada habitual
a la que se recibía con indiferencia, casi como una
consecuencia esperada. He leído algún librito
intrascendente que critica su inclinación por relatar
anécdotas en las que algún ancestro suyo aparece con
relieves destacados. Me limito a recordarlo, solo para
incluir al autor en la lista de personas olvidables.

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

La muerte del coronel Francisco Borges – su


abuelo paterno - trágica, en cambio, fue llorada por los
dos ejércitos de la revolución del ´74. Corrió mucha
tinta para explicar su muerte, ¿que versión aceptó la
familia?

- Abuelo – explicó Borges - había prometido


lealtad a Sarmiento, que como se sabe, era entonces
Presidente de la República. Al mismo tiempo estaba
comprometido con la revolución. Fue una jugada pícara,
que pensaba sería gratuita. Total, la revolución debía
estallar después del 12 de octubre, cuando Avellaneda
fuera ungido presidente. En apariencia no le costaba
nada quedar bien con Sarmiento; le juraba lealtad a su
presidencia y se plegaba a Mitre, poniendo el sable a
favor de su causa cuando el sanjuanino no fuera ya
Primer Magistrado.

- Pero la revolución se hizo antes, – acotó


Hardoy - a fines de septiembre…

- Y eso fue fatal para abuelo - respondió


Borges. Sarmiento había olfateado el complot y ordenó
detener al capitán de una de las cañoneras que estaban
confabuladas. Eso obligó a la otra a levar anclas y de
paso forzó a los conspiradores a anticipar la salida. Todo
lo demás es conocido: la proclama de José C. Paz desde
La Prensa, la salida de Rivas, la llegada de Mitre, que
estaba en Uruguay. Los revolucionarios hasta tuvieron la
escasa fortuna de involucrar a la tribu de Catriel, lo que

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

espantó a la opinión pública que no distinguía a los


indios y confundía un clan amigo con los confines, el
despojo, los malones.

- Cuando reventó la revolución, Sarmiento le


reclamó lealtad a Borges – dijo bruscamente Hardoy -.

- En realidad solo le recordó su compromiso,


aclaró Borges. Abuelo era comandante del Fuerte
Federación (entones ya se llamaba Junín, por curiosa
ironía se le puso ese nombre en homenaje a mi
bisabuelo Suárez) y se había proclamado leal al
Presidente, empleando la picardía que antes le relaté.
Sarmiento solo le recordó su deuda de lealtad y para
abuelo fue suficiente: entregó el regimiento en
Chivilcoy. Vivió como alma en pena hasta que asumió
Avellaneda.

- Después del 12 de octubre se presentó a


Mitre - expresó Hardoy con impaciencia, como quien se
adelanta a un relato -.

- Mitre – continuó Borges - ya había


desembarcado en el Tuyú, pero no trajo (ni después
llegaron) las armas que se habían comprado en
Montevideo. Abuelo, deprimido porque no tenía más su
regimiento, se presentó como un fantasma a Mitre y
Rivas, reclamando un puesto de batalla. Parecía que le
hubieran adivinado la intención fatal; ninguno de los
dos quería verlo expuesto al fuego oponente e

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

intentaron disuadirlo. En La Verde, Mitre lo comisionó


para pedirle la rendición a Arias, que por entonces era
un oficialito subalterno. Fue una gestión infructuosa.
Arias no podía rendirse; estaban por llegar los refuerzos
que conducía Levalle y se encontraba parapetado, con
armas de última generación, bien municionado y con
vituallas suficientes.

- Cuando volvió de parlamentar con Arias, -


dijo Hardoy - Mitre ordenó el ataque y el coronel Borges
condujo la vanguardia a pesar de los esfuerzos del
general por relegarlo.

- Algo así pasó, - reflexionó con tristeza


Borges - pero en casa se daba una versión romántica,
que nadie ha desmentido. Abuelo acostumbraba
cubrirse el cuerpo con un poncho blanco durante la
acción y eso ya era una leyenda en el ejército y terror
en la indiada; con ese mismo poncho fue a entrevistarse
con Arias. Después fueron vanos los intentos de Mitre
para apartarlo del mando. Lo cierto es que nadie quería
verlo muerto. El propio Arias habría dado la orden:
“cuidado con tirarle al del poncho blanco”.

Esto debía imaginárselo abuelo, porque antes


de entrar en combate obligó al sargento ayudante que
tenía a que se cubriera con el famoso poncho.
Conclusión: el sargento salió ileso y abuelo con un
balazo que resultó fatal. Quería morir y lo consiguió. Al
estilo de un caballero andante, lavó con la vida lo que

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

consideraba una culpa. En otro siglo podría haber


servido de inspiración a Cervantes.

Con el propósito de apartar pensamientos


sombríos en su interlocutor, Hardoy cambió de tema:

- El coronel Suárez fue un héroe, oficial


granadero del ejército de San Martín; se batió en todos
los combates de la campaña de los Andes, del Perú, de
Ecuador ¿quién podría no sentirse orgulloso de ser
descendiente directo suyo?

- Cuando el ejército regresó de Ituizaingó -


se entusiasmó Borges cambiando de ánimo - y Lavalle
fue elegido gobernador de Buenos Aires (la famosa
“elección de los sombreros”), delegó el mando en el
Almirante Brown para conducir el ejército en el interior
de la provincia y éste le encomendó a Suárez que fuera
a Arroyo del Medio a frenar las montoneras santafecinas
que mandaba López. Vinieron los gauchos armados de
chuzas y coraje, pero fueron desechos por los soldados
de Suárez, escueleros y aguerridos, con la disciplina
violenta de las formaciones profesionales. Les pegaron
una sableada. Tan rigurosa fue la embestida de Suárez
que los santafecinos volvieron grupas destrozados y
Brown homenajeó esa victoria rebautizando el fuerte
Federación con el nombre de Junín, la batalla en la que
brilló el sable de Suárez y terminó con los godos en
América.

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

Fue la última intervención de mi bisabuelo en


las pujas domésticas. Después de unas breves
escaramuzas ordenadas por Lavalle envainó para
siempre y se dedicó a explotar una hacienda que había
conseguido en el Uruguay, de donde vino una rama de
mamá. Pero ¿sabe Hardoy?, llevar esos dos nombres
fue una mochila demasiado pesada para este pobre
hombre que en lugar de espada, solo supo empuñar una
lapicera.

- Pero fue un orgullo para el país literario… y


para el otro, henchido por saber que usted pertenece a
la Argentina, agregó Hardoy.

- En realidad - dijo Borges - aunque todo el


país me duele, soy porteño. Nací en el centro de Buenos
Aires, pero a principios del siglo nos mudamos a una
casa con jardín en Palermo. Como aprendía con una
institutriz inglesa no me mandaban a la escuela, a la
que recién entré en cuarto grado.

De ese sueño épico que mis padres tuvieron


cuando me bautizaron con patronímicos heroicos solo
quedaron retazos. Debo confesar con dolor que solo fui
un espectador, al que le resultaron prohibidas las luces
del escenario.

A través de las rejas del jardín veía el


Palermo antiguo y solo mi imaginación volaba más allá
de ellas y se sumergía en los andurriales. El Maldonado

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

era algo más que un dato geográfico; constituía una


pauta cultural, era la aventura y lo desconocido. Con su
rumor misterioso era reducto de guapos y cuchilleros,
que tanto abundaban a principios del siglo XX. Por ese
entonces Palermo era tierra de sicilianos y calabreses,
que se mezclaban con los orilleros nativos y
mascullaban rencor furioso, a la sombra de trifulcas y
faroles.

Me imaginaba a mí, muchacho cajetilla y


consentido, transformado en vengador aplomado,
cobrador de cuentas impagas, dejadas por rufianes
anónimos que plantaban su garra de caranchos
carniceros sobre las carnes jóvenes de servatanas
engañadas. Así nacieron, como si fuera yo mismo,
Nicanor Paredes y Juan Muraña; Jacinto Chiclana y el
chileno Saverio Suárez; Rosendo Juárez y El hombre de
la Esquina Rosada (que alguna vez califiqué de cuento
falso); las historias de faca y duelos en espacios
espectrales a los que nunca había concurrido. Y perdone
Hardoy si he recurrido a algún término del lunfardo,
estilo que deploro.

- No me altera el lunfardo - aclaró Hardoy -


aunque debo confesar que fui admirador de Mallea y
Ascasubi; de Güiraldes y José Hernández. Me pareció
que el Martín Fierro describía una epopeya social
inmensa, de un país abismado ante el cambio; le dolía
la transformación inexorable por un lado y se

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

deslumbraba por el progreso irremediable y buscado,


por el otro. Siempre imaginé que la obra de Hernández
era un tironeo entre un país atado a la nostalgia del
pasado y otro que aceptaba el reto del porvenir.

- Es cierto eso – el entusiasmo asomó a los


ojos de Borges - pero de toda la obra de Hernández (si
no hubiera escrito el Martín Fierro ese lugar lo ocuparía
Ascasubi) a mi me sedujo la irrupción de Cruz. No pude
menos que relatar algo que me pareció innegable en
ese hombre tan gaucho como Fierro, que estaba
afincado en Pergamino donde tenía una fracción de
tierra y había obtenido ascensos en las fuerzas de
orden: se llamaba, como usted ha recordado hace un
momento, Tadeo Isidoro Cruz. Dije entonces: “Un
motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme
recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los
hombres de Cruz. Éste, mientras combatía en la
oscuridad, empezó a comprender. Comprendió que un
destino no es mejor que otro, pero que todo hombre
debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las
jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su
íntimo destino de lobo, no de perro gregario;
comprendió que el otro era él”.

Destaco el homenaje varonil a la amistad, la


admiración por el coraje del hombre al que debe
enfrentar y a cuyo lado termina poniéndose incluso
contra la misma partida de la que formaba parte. El

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

simbolismo de Cruz es maravilloso y a mi juicio evoca


los héroes mitológicos de Atenas.

Ascasubi no deja de asombrarme por la


maravilla de su poesía y la entereza viril de su
conducta. Nació casi con la patria misma y creció con
ella durante aquellos años del principio y el caos. La
leyenda dice que nació debajo de una carreta, en la
posta de Fraile Muerto (como los varones paridos en el
ejército de Cartago por mujeres que marchaban con las
huestes de Aníbal). Hombre ligado por fuertes
convicciones al partido unitario, sirvió en Salta al
gobierno del general Arenales. Estuvo en Ituizaingo a
órdenes de Paz y Soler; guerreó entre los soldados de
Lavalle y fue hecho prisionero por Rosas. Se evadió de
la cárcel para pasar a Montevideo, que era una cárcel
también, sitiada por Oribe; con las ganancias que le
daba una modesta panadería armó un buque para
volver a la Argentina transportando parte del ejército de
Lavalle. Regresó después de Caseros a Buenos Aires y
atacó a Urquiza con el famoso seudónimo de Aniceto el
Gallo, que un hijo literario suyo, Estanislao del Campo,
continuó después con Anastasio el Pollo.

Creo que si Hernández hubiera muerto antes


de publicar el Martín Fierro habría sido el arquetipo del
poeta gauchesco; no fue así. Los historiadores de la
literatura lo sacrificaron, aunque ya antes había sido
sepultado por el olvido de los argentinos. ¡No sabe la

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

alegría que me ha dado usted Hardoy, al manifestarse


admirador de Ascasubi!

- Siempre he recurrido a la literatura en


auxilio de la política y a veces la poesía, además de su
invalorable alcance estético, me ha servido para apoyar
conclusiones ideológicas – acotó Hardoy. Me he sentido
amigo de Neruda y de Unamuno; en realidad a todos los
poetas, aún aquellos cuyas ideas estaban en mis
antípodas como el chileno, los he considerado amigos
míos. Shelley decía, por ejemplo, que los poetas eran
los legisladores ignorados del mundo. Y curiosamente
Mary, una de sus tantas esposas, escribió Frankestein,
cuya creación fuera recordada por quienes hicieron
después la exégesis de algunas de las grandes
monstruosidades políticas del siglo XX.

La referencia a la poesía pareció iluminar a


Borges:

- Es verdad en cuanto a que la poesía ha


sido, con frecuencia, el brazo que empleó la política
para expresarse, tal vez con la impunidad del arte. El
mismo Hernández escribió el Martín Fierro desde un
hotel de Buenos Aires – “El Argentino”, ubicado en 25 de
mayo y Rivadavia –, mientras desgranaba el tiempo a la
espera de los sucesos revolucionarios que encabezaba
Ricardo López Jordán, según recordara Lugones.

Se sabe que en la crítica a la leva, por

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ejemplo, Hernández en realidad quería erosionar a


Gainza, que era el ministro de la Guerra de Sarmiento.
Por cierto, lo hizo con escasa fortuna, ya que él mismo
era un hombre de poca relevancia en Buenos Aires.

A pesar de que para 1872 (cuando se editó el


Martín Fierro) la Gran Aldea era una ciudad en la que
todos se conocían, no dejó una sola anécdota personal,
y esto es raro: Hernández era un mero señor argentino,
de tradición rosista, pariente de los Pueyrredón. No
había hecho (ni hizo) nada memorable, excepto escribir
ese libro, cuya trascendencia todavía ignoraba; sin
saberlo, se había preparado toda la vida para componer
una obra que resultó impresionante.

¿Conocía en realidad al gaucho? Esa pregunta


se la formularon con manifiesta injusticia varios críticos;
en rigor de verdad es absurda. Lo insólito hubiera sido
que no lo conociera: había vivido crepúsculos cerca de
la vaga frontera; visto el perfil de un hombre o
escuchado su voz; habría oído una historia contada y
olvidada en el mismo amanecer. Fue soldado y peleó en
nuestros episodios de armas y con seguridad el fogón
del descanso lo acercó a soldados tan gauchos como los
formados por San Martín para cruzar la cordillera
heroica, que peleaban “por la patria” sin importarle o
ignorando la divisa que servían.

- ¿Y - agregó Hardoy - no fue el propio


Sarmiento quien publicó el Facundo como una forma de

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sostener el pensamiento unitario y golpear a Rosas? A


fin de cuentas, las dos obras capitales de la literatura
argentina – y quizá iberoamericana – el Martín Fierro y
el Facundo fueron escritas como una suerte de alegato a
favor de la militancia de sus autores.

Borges, que había parecido rejuvenecer


cuando la conversación giró hacia temas literarios, dijo:

- Como no he sentido ese apetito visceral por


la política que usted ha tenido, Hardoy, la literatura fue
una instancia precisa para mi; las palabras tenían que
ser un instrumento que sirviera para emitir un mensaje
y también para complacer una necesidad.

Algunos episodios los destiné a satisfacer un


gusto, a veces compartido; con Adolfo [Bioy Casares]
escribimos alguna novela policial con el seudónimo
‘Bustos Domecq’, que en realidad era la combinación de
apellidos que pertenecían a ancestros nuestros. Otras
fueron para divertirme, mientras convalecía de un golpe
en la cabeza: “Pierre Menard, autor del Quijote” y
algunos cuentos pretendieron ser un alarde infructuoso
de ingenio, como negar que la obra de Shakespeare
fuera de Shakespeare y en cambio sugerir que
pertenecía a Lord Bacon.

O aquella en que “demostraba” la inexistente


divinidad de Jesús y atribuía a Judas Iscariote la
encarnación redentora del Todopoderoso (por esa

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

ocurrencia graciosa casi no me permiten ingresar al


Paraíso). Sin duda ni se dieron cuenta mis críticos que
yo oculté el verdadero sentido de la narración por medio
de dos alusiones bíblicas: en una le hacía decir a
Asterión (en realidad era el Minotauro) que “cada nueve
años entran en la casa nueve hombres para que yo los
libre de todo mal” (en realidad es una referencia directa
al Padrenuestro). En la otra ponía en boca del
monstruo: "ignoro quienes son, pero sé que uno de
ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez
llegaría mi Redentor. Desde entonces no me duele la
soledad, porque sé que vive mi Redentor y al fin se
levantará sobre el polvo”. Esas palabras provienen
textualmente del libro de Job, (19.25). Hasta algunos
críticos literarios han insinuado que la cita fue
introducida por mí con el fin de afirmar mi creencia en
Dios.

Dicho sea al pasar, esto significa no sólo


admitir la identidad de Asterión y el Minotauro, sino
simultáneamente aceptar otra equivalencia: que Dios es
nuestro Redentor. Fíjese Hardoy: digo que cada nueve
años entran en la casa nueve hombres para que el
Minotauro los libere de todo mal. Condenado a la
soledad en la sucesión "infinita" de espacios y galerías,
Asterión (que no es otro que el Minotauro, como ya le
he dicho), desea un redentor que lo libere del laberinto.
Al mismo verdugo le solicita: “Ojalá me lleves a un lugar
con menos galerías y menos puertas”. ¿No estaba

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

clamando por el cielo, acaso?

Cuando confeccioné el Epílogo de El Aleph,


dije que el relato se había inspirado en una pintura de
Watts. Recuerdo haber escrito – naturalmente que con
ironía - "A una tela de Watts, pintada en 1896, debo La
casa de Asterión y el carácter del pobre protagonista".
(El cuadro mostraba una semblanza dolorida, no feroz,
en la expresión de la cabeza del toro que se
corresponde con el carácter de Asterión). ¿No estaba
acaso sosteniendo que la mansedumbre libera el camino
del hombre hacia la eternidad?

Hardoy, que había escuchado el inteligente


valor de las expresiones del vate con atención y
admirativa concentración, impulsado por la obsesiva
preocupación que su país le demandaba, le respondió:

- Todas estas cavilaciones que realizamos


nos hacen gozar, pero mientras nos regodeamos con
ellas no puedo dejar de angustiarme. Me preocupa la
decadencia argentina, que ha conseguido que la
mediocridad se instale en los refugios más sensibles del
país. Ya no están en el poder los patricios de antes, que
sumaban a su obligación genética, inteligencia y cultura.
Ya no existen los Sarmiento, los Mitre, los Avellaneda,
los Urquiza; tampoco estadistas de la talla de Roca ni
políticos de la dimensión de Alsina o Pellegrini. ¿Quién
de ellos no había visitado a los clásicos? Ni siquiera han
quedado émulos de sus guardaespaldas, que eran un

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dechado de guapeza y lealtad, ejemplo de varones


valientes que bien podrían haber figurado en alguna de
sus leyendas, o servido para que su pluma hiciera
inmortal sus nombres.

A mi juicio – continuó Hardoy - Adolfo Alsina


fue una de las figuras más cabales de ese tiempo,
prototipo del hombre de acción, que corajeaba en el
arrabal o en las batallas del mismo modo que actuaba
con sentido de pertenencia en los salones. Que
arrebataba al público en las barricadas y era capaz de
componer un discurso elaborado, con sólidas bases de
doctrina y asiento filosófico. Dos de sus laderos de
acción, resultaron personajes inolvidables: Pedro Galván
y el Negro Gorosito, por ejemplo. Como no podía ser de
otra forma, Juan Moreira fue más conocido, pero tomó
el camino equivocado, el del delito y la marginalidad; y
terminó como todos sabemos: ultimado por la partida.

- ¡Cuénteme de ellos, por favor! – replicó con


entusiasmo Borges - ¡Cómo me hubiera encantado
pintar algunas de sus andanzas mientras estaba en la
tierra! En Moreira no vale la pena detenerse, ya hablé
de él.

- Pedro Galván era un mozo que recién había


cumplido 18 años, algo rebelde y jactancioso – explicó
Hardoy. El padre, que era hombre del interior de la
provincia, circunspecto y medido, leal a don Adolfo,
quiso enderezarlo y lo mandó al boliche de un

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

correligionario donde solía parar Alsina con una carta de


recomendación para el jefe. El muchacho no conocía al
caudillo y cuando vio un parroquiano de aspecto
estrafalario se burló de su apariencia con mala suerte:
era don Adolfo. Alsina lo llamó con un gesto sumiso y
cuando Pedro estuvo cerca lo durmió de una bofetada.
Poco después llegó el fondero y lo puso en autos,
mostrándole la carta del viejo Galván con la
recomendación y el pedido de que lo bautizara en algún
entrevero. El caudillo no se inmutó y le dijo: “Levantate
muchacho, que acabás de ser bautizado”. Lo tomó a su
servicio, por su fidelidad fue uno de los laderos más
incondicionales que tuvo y cuando Alsina murió, Pedro
Galván no pudo reponerse del dolor y se quitó la vida
clavándose un puñal contra una columna del Portal de
las Ánimas.

Cavilando, como si estuviera hablando para si


mismo y entre dientes, Borges dijo:

- La historia es maravillosa… Pedro Galván….


Juan Muraña, Nicanor Paredes… ¡si hasta el nombre
acompaña para hacer de él un individuo de antología!
¡Qué varón! ¿Y Gorosito?

Entusiasmado por el interés de Borges,


Hardoy avanzó con la anécdota cordial cuyo recuerdo lo
emocionaba y le permitía revivir el momento y la
naturaleza del personaje:

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

- El Negro Gorosito era un auténtico hombre


del bajo fondo. Camorrero, guapo, figura conocida en
todos los lugares de mala fama: burdeles y taba,
reñideros y atrios en día de votación, jamás de misa u
oración. Hacía alarde de coraje y amoríos, los que
afrontaba con el instrumento apropiado: el facón o la
guitarra. Era incondicional de Alsina y sólo lagrimeó
ante su muerte. Pendenciero y peleador, de estilo
diferente a su Nicanor Paredes, usted lo hubiera
convertido en un sujeto inolvidable, hasta digno de un
paralelo con su histórico “caudillo de atrio”, como
consideraba al abstracto don Nicanor.

Borges no pudo dejar de pensar en don


Nicolás, al que llamara “Nicanor” por causas que sólo él
conocía. Mientras lo evocaba, recordó su pasada
juventud, y al hacerlo, movió la cabeza reflexivamente,
en forma penosa; como si hablara para si mismo, dijo:

- Nicanor Paredes tenía el perfil del guapo


que siempre admiré y nunca fui: sereno, de pocas
palabras, austero y cabal sin alardes. Si me hubiera
hablado de Gorosito en la anterior morada me habría
atrevido a describirlo; hasta lo estoy viendo ahora
mismo: mulato, delgado, fuerte, de prematuro pelo
tordillo, con el saco arrugado cerca del corazón “por el
bultito del cuchillo”.

Es más; no sé como no me detuve alguna


vez en el mismo Alsina; - ahora Borges hablaba con

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entusiasmo - el perfil que usted ha recordado recién


resultaba tentador para cualquier escritor. En realidad,
Paredes, Muraña, Saverio Suárez existieron en algún
espacio y cierto tiempo, del mismo modo que fueron de
carne y hueso Gorosito y Galván; me limité a ponerle
nombres, tal vez alguna cara, apta para la imaginación
de cualquier lector. Yo no podía ver a través de mis ojos
vanos, pero escrutaba en las tinieblas que me rodeaban
para indagar sobre su existencia. La respuesta fueron
los cuentos que hilvané desde el aislamiento en que
estaba tras las rejas de mi casa.

Pero Hardoy tenía ansiedad por incursionar


en el área donde, durante su existencia terrena, entregó
lo más valioso de su inteligencia:

- Hemos tocado distintos temas y recordado


algunos personajes, Borges; no hemos incursionado aún
en un tema central: la política. ¿Qué piensa de ella?

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CAPÍTULO 3

¿Vale la Pena la Política?

La pregunta no era ociosa. Desprestigiada


por tantas críticas – muchas de ellas justificadas – la
lucha por el poder, la profesionalidad de la militancia, la
transformación de su fisonomía que el tiempo lograra
imponer, ha convertido a la institución en un dato
negativo.
Época hubo en que el título confería dignidad
y mérito a quien lo exhibía. Ser político equivalía a la
obtención de un diploma de decoro y decencia,
culminación feliz de la azarosa tarea humana. Y su
recompensa: haber podido practicar el auxilio de
quienes lo necesitaban.
En esa recatada función, el título habilitante
se otorgaba por medio de una delicada selección en la
que, honestidad y vergüenza – a las que debía sumarse
la capacidad del interesado – constituían elementos
indispensables para ejercer el servicio público.
La sociedad evaluaba la conducta del
individuo y recién después emitía un veredicto, por lo
general inapelable. Aún el caudillo, con su estilo

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primitivo y a veces brutal, no escapaba a esa


indagación; más aún: era el primero en ser sometido a
ese escrutinio popular que se practicaba antes de la
concesión del pergamino respectivo.
Por supuesto, lejos se estaba del tiempo en
que la política, a través del poder, pudiera otorgarle
riqueza a un individuo. Antes bien: una militancia en
regla aseguraba a quien la ejerciera el consumo de su
patrimonio, en general, heredado y garantizaba el
camino a la pobreza. Por supuesto, en ese tiempo se
estaba lejos del momento en que la política sería
acariciada como una salida laboral, como un reemplazo
desvergonzado del trabajo honrado, como una forma de
abandonar el carro del botellero para ingresar al mundo
de la abundancia económica.
Esta descripción no implica rechazar el
concepto de “sociedad abierta” que, con toda justicia,
puede mostrar a los cuatro vientos el país. En la medida
en que el menesteroso acreditara condiciones de
patriotismo, espíritu de progreso, vocación por
entregarse a sus semejantes, su postulación sería
bienvenida. Sólo si ella fuera un instrumento para salir
del “ghetto” a cualquier precio merecería el repudio
expuesto anteriormente, porque el interesado no podría
mostrar la virtud de esas condiciones.
Los norteamericanos se ufanaban en mostrar
al universo entero que su sociedad hacía posible que “el
hijo del obrero pudiera ser presidente de la República”;

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los argentinos podríamos jactarnos de proclamar la


misma fórmula, pero exigiendo al interesado los
requisitos de patriotismo y desinterés que impone la
austeridad republicana.
Además de ello, durante los tiempos de la
“política romántica”, el nepotismo era un componente
deleznable, que aseguraba el desprecio y la condena por
parte de la opinión pública a quien lo practicara. En
tiempos recientes, asegurar un empleo en las sombras
del poder a los parientes más cercanos, para afirmarles
una posterior postulación, garantiza el éxito de quien lo
realiza, transforma el gesto repudiable en una decisión
generosa y afirma la voracidad de su entorno por
sumarse a una fiesta en la que, felicidad y derroche,
marchan a la vanguardia de un exhibicionismo sensual y
enfermizo.
Con estos pensamientos encerrados en sus
convicciones más íntimas, Hardoy dijo:
- Vea Borges; voy a anticiparle lo que pienso
yo. Para mí, más que un aspecto de la vida, la política
es la vida misma del hombre cabal, porque en ella se
concentran los ingredientes con que se elabora sin
cesar: la ambición y el abandono, la ilusión y la tristeza,
el coraje y la debilidad. De su mezcla imperfecta,
completada por las circunstancias y el genio de cada
protagonista, que no es sino una circunstancia más,
nacen el triunfo y la derrota, ‘esos dos impostores’. En
la política se manifiestan la suma virtud y la suma

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culpa, a menudo en el mismo personaje, sujeto a su


condición humana.
- Esa definición yo mismo la firmaría - replicó
Borges - no sólo por la precisión de los términos sino
por la plasticidad del lenguaje. Encuentro, en cambio,
que es una expresión de laboratorio, hecha sobre las
cubetas de un ensayo y no sobre la corteza real del
ejercicio práctico. No es la descripción de la política
argentina que vivimos nosotros al término de nuestras
vidas. Esa magnífica síntesis que usted confeccionó no
incorpora dos elementos que se observan de manera
objetiva, sobre todo en la Argentina de fines del siglo
XX y comienzos del XXI, y con seguridad, están
sostenidos en el convencimiento del público: venalidad e
incompetencia.
- Usted no puede con su genio - contestó
Hardoy. Sin dejar de darle la derecha, Borges, fíjese que
intento definir la política en abstracto, sin mencionar las
aristas perversas que usted bien señala, pero sin
incorporarlas como componentes de ese instituto que
trato de describir. Observe que no digo que la política
sea lo más importante de todo. La santidad, el arte, la
sabiduría, los goces inefables de la amistad, las
efusiones hogareñas, la vida interior con sus placeres
secretos, las relaciones sociales refinadas y,
naturalmente, el amor. En suma: todas las riquezas y
dones que Dios ha distribuido de manera generosa entre
los hombres están, en la escala de valores, antes que el

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

poder y la lucha por el poder mismo.


- En ese caso – reflexionó Borges - habría
que agregarle algo a esa definición que usted acaba de
complementar. Decía Keynes: “El amor es lo primero, la
filosofía lo segundo, la poesía lo tercero y la política
ocupa el cuarto lugar”.
- A pesar de eso, Borges, creo que ese
intelectual notable (¿podríamos decir superdotado?) –
dijo Hardoy - que usted ha nombrado, cuya influencia
en los eruditos del siglo XX fue tremenda, ha hecho una
síntesis demasiado estrecha. Son ciertas las
preeminencias del amor y la filosofía, pero, a mi juicio,
omitió decir que nuestro cristianismo y nuestro
humanismo, el apego mismo a la vida, valen más,
mucho más, que la política.
Un hombre que solo viviera para el poder –
continuó Hardoy - sería un monstruo como Stalin, de
quien los comunistas solo descubrieron sus crímenes
después de muerto y a expensas de infinitas injusticias
y millones de víctimas. Pienso que haber seguido de
cerca las acciones de Stalin me hizo más conservador
aún. Frente a los jactanciosos alardeos del jefe del
Kremlin por los resultados de sus cosechas de trigo, fue
Churchill quien en Teherán le dijo: “si la reforma no
puede hacerse sin injusticia, me quedo sin la reforma”.
He ahí una verdadera definición del conservadorismo
universal.
- Suscribo lo que usted dice, Hardoy, aunque

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en defensa del maltratado Keynes digo que grandes


descubrimientos científicos del siglo XIX abonaron el
camino a doctrinas que hubieran espantado a sus
autores si solo las hubieran imaginado. Siento que
Keynes debe agregarse a esa nómina.
Traigo un caso: con su teoría de la evolución,
Darwin sostuvo la preeminencia de la especie más
fuerte para sobrevivir en la lucha contra la extinción. No
podría haber imaginado que intelectuales valiosos
atribuirían a ella la inspiración de las dos grandes
herejías del siglo siguiente: las de Hitler y Stalin, con su
visión reducida y pedestre de la raza elegida y el triunfo
universal del proletariado - señaló Borges -.
- ¡Hitler y Stalin! – exclamó Hardoy - ¡Qué
mezquinos y vulgares, estrechos y adocenados nos
parecen los totalitarios de todos los matices! Por encima
de todo y más allá de las biografías desgraciadas de sus
víctimas, han vivido sin ilusiones y sin fe, sin poder
recoger los mejores frutos del Señor. Para ellos todo
empezó en la lucha de clases, la hegemonía de la raza,
la conquista del poder por el proletariado, la acción de
masas. De esa concepción han desaparecido el hombre
y lo humano.
- Cierto; sin embargo, según Goethe -
recordó Borges - de similar raíz habría sido el
pensamiento de Napoleón: “La política es el destino
mismo de la Nación”.
- No obstante, creo que el gran corso omitió

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algo (si es que en efecto Goethe puso esas palabras con


exactitud y económica síntesis en sus labios) -
reconvino Hardoy -.
¡Olvidó nada menos que la consideración
moral! La unidad de una nación, tanto como su origen;
la historia en que se funda, la lengua - que ha motivado
identidad en las relaciones y en la cultura -dependen de
un código moral universal, que su pueblo ha aceptado
de manera espontánea. Al valorarse los credos políticos
que proponen las diferentes ideologías, tendría que
sopesarse la aproximación de las mismas a las normas
supremas de la moral.
Mal que deba confrontar a Maquiavelo, el fin
no justifica los medios, por la sencilla argumentación de
Aldous Huxley: la elección de los medios determina
fatalmente la naturaleza de los fines. Creo, Borges, que
moral y política no pueden ir separadas. Ya Aristóteles lo
había expresado: “el saber político constituye una rama
especial del saber moral; no del que se refiere al
individuo o a la sociedad doméstica, sino al bien de los
hombres reunidos en sociedad, al bien del todo social”.
Lo enseñó con una síntesis inmejorable: “los antiguos la
definían como la recta vida de la multitud reunida”.
- Yo considero ese deber social unánime –
agregó Borges - dentro de las particulares del
individualismo. El hombre, como ser supremo de la
razón (sujeta al Creador, naturalmente; si pensara otra
cosa yo no estaría aquí), queda expresado dentro de

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objetivos comunes a una colección de hombres.


Veo, a pesar de todo, Hardoy, que usted me
está proponiendo que exploremos la política como
instituto decano. Pero encuentro una dificultad. Los
hebreos empleaban una locución superlativa en
referencia al mayor Libro Sagrado, la Biblia, recurriendo
al plural: era el Cantar de los Cantares; para identificar
las cosas superiores utilizaban el plural: decían Noche
de las Noches, Rey de Reyes, Vanidad de Vanidades.
¿Cómo haríamos para elevar la política, digamos… a la
segunda potencia? No podemos utilizar el plural sin
demasiado esfuerzo para exaltar el rango de la
expresión, porque la política está de manera
inseparable, atada a la percepción de la democracia.
Y esto me hace pensar en el libro, Hardoy. No
en el libro físico, sino como instrumento de extensión
del cuerpo de un hombre: el microscopio y el telescopio
fueron ampliación de su vista; el teléfono de su voz; el
arado y la espada, prolongación de su brazo. El libro es
distinto: es una forma para que persistan la memoria y
la imaginación. Cuando Bernard Shaw escribió Cesar y
Cleopatra hablaba de la Biblioteca de Alejandría y decía
que era la memoria de la humanidad. Yo le agregaría
también que es el refugio de la imaginación, de los
sueños, del pasado, porque ¿qué es nuestro pasado sino
una acumulación de sueños? ¿y qué diferencia existe
entre recordar sueños y recordar el pasado?
La noción de democracia también influyó en

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el libro. Hojas de Hierba, de Walt Whitman, por ejemplo.


Fue un canto a la epopeya norteamericana, por ese
entonces símbolo triunfante de un ideal (ahora un tanto
gastado por el abuso de las urnas electorales y el
exceso de retórica) tan vigoroso que por él millones de
hombres dieron y siguen dándole su sangre.
- Yo también pienso - dijo Hardoy - que
democracia y política no pueden separarse; una es
correlato de la otra. Lo que ocurre es que aquella
entraña un riesgo que es ineludible correr.
Es obvio que sería un abuso afirmar que “el
pueblo nunca se equivoca”. Por el contrario; se equivocó
muchas veces y volverá a hacerlo. De otro modo no
existirían los demagogos, que desde Atenas fueron
identificados como precursores de un arte impuro,
destinados, sin fines superiores, a exaltar las pasiones
más bajas del público.
Dicho sea de paso: ¿no consultó Pilatos al
pueblo de Jerusalén para decidir la suerte de Nuestro
Señor Jesucristo? Acaso no preguntó: ¿quieren la vida
de Barrabás, ladrón y asesino, o la de este muchacho,
manso carpintero de Belén, sin prontuario ni
antecedentes penales? El pueblo no dudó: gritó que
quería la crucifixión de Jesús. ¡Vaya si las mayorías
nunca se equivocan!
Por supuesto que la democracia es muy
imperfecta, pero es el instituto que no ha encontrado
hasta el momento una sustitución apropiada. Con la

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ironía que fue célebre en él, lo decía, palabra más o


palabra menos, Winston Churchill: “la democracia es el
más absurdo sistema,…. salvo todos las demás”.
- Hardoy, yo veo a la democracia – reconoció
Borges –como un instrumento que funcionó como
ejemplo y esperanza universal a partir de Norteamérica;
la de los griegos (que constituyó el basamento filosófico
del instituto) fue una expresión mítica o teórica, sobre
todo. El orbe tenía puestos los ojos en América y en su
“atlética democracia”, a la que el mismo Goethe destinó
uno de sus epigramas.
La asocio de manera inseparable al libro,
porque fue un poeta de la talla genial de Whitman
quien, bajo el estímulo de Emerson, se impuso el relato
de la epopeya de ese acontecimiento nuevo: la
democracia norteamericana. No olvidemos que la
primera de las revoluciones de nuestro tiempo, que se
anticipó a la francesa e influyó sobre la nuestra, fue la
de Norteamérica y que la democracia fue su doctrina.
¿He mencionado la palabra epopeya? – se
iluminó Borges - Aquí llegamos a lo que me parece el
aspecto más deslumbrante de Whitman. Fíjese que en
cada uno de los modelos ilustres que el joven Whitman
estudió había un personaje central – Aquiles, Ulises,
Eneas, Rolando, El Cid, Sigfrido, don Quijote – cuya
estatura resultaba superior a la de los otros, que
quedaban supeditados a él. Podría decirse que antes de
Withman la literatura épica se refugiaba en la dimensión

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de sus superhombres, es decir, personajes que


sobresalían una enormidad respecto de sus semejantes.
El hallazgo notable de Whitman consistió en
descifrar que ese universo en el que campeaban los
héroes había sido abolido a partir de la revolución
norteamericana, porque el mundo de la aristocracia
había fenecido. Se dijo entonces que su epopeya no
podía ser sino plural, presuponiendo la absoluta
igualdad de todos los hombres (que es la clave de la
democracia). Por supuesto, necesitaba de un héroe,
pero el suyo como símbolo tendría que ser numeroso,
forzosamente debía ser incontable y ubicuo, como el
disperso Dios de Spinoza. Ese “paladín” múltiple fue la
democracia.
- Lo que pasa es que se ha hecho un abuso
semántico del término “democracia” - acotó Hardoy.
Tanto me seduce este interesante punto, Borges, que lo
interrumpo para introducir un bocado. Hubo un debate
interesante durante la existencia de la “cortina de
hierro”. Un autor sostenía que “ni acá ni allá del Elba se
baten por el penacho” y se preguntaba si no sería que la
misma palabra “democracia” revelaba una virtud que
justificaba el combate: un régimen que se afirme como
democrático creía poder asegurarse el concurso de las
“fuerzas de la vida” (y aplaudo lo que usted ha
señalado, Borges).
Continuó Hardoy: Nunca me dejé llevar por
esa confrontación, pero fue necesario que aprovechara

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

la luz echada por un poeta doblado de humorista:


Gilbert Chesterton. Las “… cosas esenciales entre los
hombres son las que poseen en común y no las que
poseen separadamente”. La democracia es, según
Chesterton, la satisfacción dada al instinto o el deseo
político que lleva al hombre a ocuparse de la cosa
pública, aunque lo haga mal. Y a mi juicio, la
democracia representa en nuestra época la forma
insustituible de administración de la “cosa pública”,
aunque por desgracia y con demasiada frecuencia, se lo
hace más mal que bien.
Aún los caudillos de nuestras guerras civiles
realizaron una forma rudimentaria y bárbara de
democracia (pero democracia al fin) en que los
gobernantes se reclutaban indiscriminadamente entre
los ciudadanos. En la segunda mitad del siglo XIX (¡ah…
que tiempo promisorio…!) predominó la “democracia
gobernada”, que se proponía usar el poder no para
reformar la sociedad sino para asegurar la libertad,
invocando en teoría la voluntad de la ciudadanía. Pero
esto no ocurría solo en la Argentina, como una cruel e
ingrata literatura nacional lo ha señalado con fines
críticos; en las naciones más evolucionadas del mundo
se utilizaba una forma primaria y elemental de
democracia. En los Estados Unidos se aplicaba el
famoso “five dollar vote”, y hablamos de Norteamérica,
la nación donde la institución no solo fue rectora sino
que anticipó el camino de Occidente, como usted bien

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señaló recién. Y ni hablar de Gran Bretaña, donde un


mozo inteligente y capaz no podía soñar con el
Parlamento a menos que contara con una fortuna, capaz
de ser gastada en las elecciones inmediatas.
El siglo XX vio nacer la otra democracia, la
“democracia gobernante”, que dio origen al “poder
abierto” según el cual el número ayuda a forjar una
mayoría que manda, pero la minoría, numéricamente
inferior, deberá ser escuchada. Tiene derecho a ser,
porque el paso no le ha sido cerrado en forma
definitiva: puede ganarse el pueblo a su favor y
convertirse en mayoría. Esta posibilidad es lo que
engrandece, hace seductora la democracia y le confiere
la dimensión majestuosa que tiene. (Es también una de
las razones morales que la diferencian de la dictadura).
- Y dígame Hardoy - inquirió Borges - las
formaciones especiales, los grupos de choque, los
piquetes que cierran el paso al libre tránsito y se erigen
en dueños de la calle, como soportó la Argentina de los
primeros años del tercer milenio ¿pueden invocar su
pertenencia al sistema democrático?
- ¡Por supuesto que eso es una aberración de
la democracia! – proclamó casi gritando Hardoy - ¡Es
una absoluta negación de ella!
Dentro de aquella, la fórmula representativa
no solo es la mejor disponible: es también la que resulta
inevitable. La Constitución de 1853 decía con razón que
el pueblo no gobierna ni delibera sino por medio de sus

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representantes. La democracia directa, como en el


ágora de los antiguos griegos, es imposible de practicar
en las sociedades modernas. Más aún: incluso los
Cabildos Abiertos fueron concebidos por la legislación
española como un método aplicable a los primeros
tramos de la colonia; cuando aumentó en forma notable
la población americana, esos Cabildos perdieron
vigencia y solo fueron rescatados (a instancias de los
mismos españoles) en el preciso momento de la
Revolución contra la Metrópolis. En tiempos recientes,
cuando se la ha invocado ha sido para justificar acciones
violentas y someter el libre albedrío de la sociedad. El
mecanismo representativo permite conciliar de manera
adecuada las aspiraciones populares con el respeto a
formas superiores de convivencia y la adopción de
medidas de gobierno rápidas y eficaces (aún en la
hipótesis posible de que éstas no sean ni rápidas ni
eficaces).
Las reformas de la democracia han de ser
consecuencia necesaria de la transformación social, pero
ellas deberán realizarse respetando el espíritu de sus
instituciones, para perfeccionarlas y asegurarlas, nunca
para deformarlas o suprimirlas. Los derechos humanos,
la división de poderes, la información, las facultades de
las minorías, no pueden disminuirse y menos hacer que
desaparezcan sin arrastrar al mismo tiempo en su caída
a la democracia misma.
- Para nuestro mal – reflexionó Borges - creo

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que los momentos de más gloria de nuestra rica historia


deben asociarse a la época de la “democracia
gobernada”. Fíjese que ironía, en nuestro país el
personaje central y más recordado de la novelística ha
sido el matrero (que Ascasubi llamaba “malevo”):
Moreira, Hormiga Negra, Calandria, el Tigre del
Quequén.
Si resultara cierto que Fierro es la cifra de
nuestra complejísima historia, el gaucho no hubiera sido
el protagonista de la emancipación americana, como lo
fue con Güemes, Belgrano, San Martín. Habría sido
integrante de una banda de desertores, prófugos,
matreros, al final pasados a las filas de los salvajes. A
Fierro es imposible imaginarlo soldado de Belgrano o de
San Martín, disciplinado y escuelero como en verdad
fueron esos soldados-gauchos. Si el gaucho solo fuera
un hombre desesperado como lo pintó Hernández, no
hubiera habido conquista del desierto y Pincén o
Calfucurá habrían asolado nuestras ciudades a
perpetuidad.
Si nos dejáramos llevar por esa poesía
subyugante y emotiva, tendríamos que aceptar que una
multitud casi unánime inclinaría su adhesión a la ilicitud
y la trasgresión, cediendo a una demagogia tan ruinosa
como abrumadora.
- Las “democracias gobernantes” – sentenció
Hardoy - tendrían que basar su mérito y subsistencia
moral en el principio de premios y castigos, computados

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a favor de los beneficios que en efecto producen y no


consintiendo la adulación baja y perversa. Cuando este
precepto es abandonado, la democracia gobernante
pierde entidad ética y se convierte en el ejercicio de una
fuerza dominante, en una tiranía. Debemos resistir la
propensión a premiar la vulgaridad o la chabacanería,
el abuso o el desgobierno ineficaz y corrupto.
- Dejemos por un momento la política y la
literatura - dijo Borges con una sonrisa. Ni siquiera en
este ámbito sagrado, Hardoy, usted pierde el instinto
por el ejercicio de aquella o la práctica del periodismo y
de ese modo me ha hecho hablar a mí de mi infancia,
de mi nacimiento, hasta de mis antepasados; incluso le
he confesado mis ideas más íntimas. No ha hecho usted
lo mismo con su propio pasado, por ejemplo. Por favor,
cuénteme de su origen.
- Lo haré con todo gusto, Borges – le
contestó Hardoy. Pero antes permítame hacer alguna
otra referencia a la democracia; no quisiera que quede
flotando la sensación de que estimulamos una forma
elitista de gobierno. Al menos no fue así el estilo que
me fue inculcado en las largas etapas de florecimiento
de mi país, que por extraña vinculación, coincidieron
con las de mayor desarrollo de mis ideas.
En contra de lo que se pretende instalar
como precepto irrebatible, el conservadorismo fue una
fuerza popular, numerosa, agitada, que venció o perdió
elecciones, pero que no necesitó amañarlas.

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Lamentablemente, el fraude que se instaló en la década


del ´30 en especial en Buenos Aires, alentó una leyenda
que sepultó la popularidad del partido. Porque ese
fraude no fue extraño a la prepotencia electoral, al
menosprecio por el adversario, a la desconsideración
por las formas. ¡Hasta llegamos a prohibir que un
caballero como Marcelo de Alvear fuera candidato a
presidente!
Por suerte, Borges, pude reparar en vida
parte de la injusticia que se cometió con Alvear. Fue
exactamente el 23 de marzo de 1992, cuando se
cumplieron 50 años de la muerte de ese ilustre
argentino y se lo recordó por medio de un homenaje
que se hizo en la Recoleta. Allí no solo adherí al elogio
que se hizo de su persona, sino que públicamente pedí
perdón por el fraude electoral que le cerró el paso al
poder. En forma textual dije que impedir a ese gran
señor de la República fue un acto irracional y, más que
eso, fue un acto de locura, un crimen político. Y ese
crimen político lo pagamos allanando el camino para el
advenimiento de una dictadura. Ya en los años ´40
habían muerto Uriburu, Yrigoyen y de la Torre y una
nueva generación política asomaba para dirigir la
ciudadanía ¡Ése era el momento! Se perdió por nuestra
culpa. En esa ocasión me opuse, pero eso no alcanzó
para excusar mi responsabilidad, porque fui beneficiario
del fraude electoral.
Vea Borges, tanto deploro el fraude que

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siendo yo un muchacho escuché el lamento de muchos


dirigentes importantes de la provincia: cuando debieron
cambiar las urnas para asegurar el triunfo, se
encontraron con que en las verdaderas había más votos
conservadores que en las falsas; sin embargo, a partir
de esa decepción grosera con que se “matoneó” a la
gente (el famoso “usted ya votó”) se produjo un efecto
demoledor para las sucesivas aspiraciones electorales.
Jamás se volvió a ganar una elección en esos distritos.
En cambio, los dirigentes locales que
resistieron esa imposición que les venía “de arriba”,
siguieron contando con el favor popular; todavía en la
década del ´60 se ganaba en varios distritos de la
provincia y en otros se peleaba la primacía. Pero fue el
último estertor de una fuerza que había cumplido un
ciclo glorioso.
Por desgracia, las formas impidieron la
valoración del fondo; se había obrado con patriotismo,
honradez, con una gran capacidad de gobierno. Mire
Borges; usted sabe que he estado ligado por lazos
estrechos con uno de los diarios más señeros del país:
La Prensa.
Bueno, a principios de la década del ´40, los
editoriales de ese gran diario decían (palabra más,
palabra menos) que no bastaba con asegurar la libertad,
poseer una administración pública eficiente y expeditiva,
una justicia cuyos magistrados fueran virtuosos y
dotados de un extraordinario nivel jurídico, una

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universidad en la que resultara notable el rango de


excelencia, en una palabra: que no era suficiente
gobernar bien. Era preciso que además se asegurara el
respeto por las formas electorales y se abandonara el
fraude instrumental. ¿Se da cuenta Borges?
¡Exactamente al revés de lo que vino más tarde, en que
las virtudes republicanas se abandonaron y se instaló un
régimen electoral sin mayores impugnaciones, cuyo
triunfo fue precedido de una demagogia descarada!
- Puedo agregarle algo que lo dejará
contento, Hardoy – dijo Borges. Durante esa década tan
denostada, en el país existía – ¡y vaya si se hacía notar!
– “opinión pública”. Y se sabe que la opinión pública solo
puede existir en una sociedad individualista y en un
ambiente de libertad. Ella constituye una de las fuerzas
más útiles en una comunidad que ha alcanzado cierto
grado de cultura política. Implica una manifestación de
vida, un síntoma de buena salud.
Los niveles más altos se alcanzaron en Gran
Bretaña; decía Lord Balfour que “… nuestro mecanismo
político supone un pueblo tan unido que puede darse
tranquilamente a la discusión, tan seguro que el
estruendo eterno del conflicto no lo turbará
peligrosamente…”. Tal vez por eso mismo la opinión
pública británica se ha prohibido a si misma y de
manera espontánea, poner en discusión los valores
fundamentales sobre los que reposa el orden social; es
lo que más tarde se llamó “políticas de Estado”. Entre

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todas las encarnaciones de la voluntad popular, la


opinión es la de resonancia más humana.
- Sin necesidad de viajar a Inglaterra -
contestó Hardoy – aquí, Pellegrini decía algo en la
misma sintonía (y por cierto, mucho antes que Balfour).
El gringo se preguntaba indignado (porque se había
descubierto una algazara popular) qué pensarían en
Europa de nosotros: que después de seis meses de paz
nos atacaba la nostalgia del desorden y teníamos
necesidad de irnos a las manos.
En nuestro país, en tiempos en que existía
una “democracia gobernada” (creo Borges que el
término le ha gustado mucho) la República tenía, como
usted dice, “opinión pública”. El presidente Luís Sáenz
Peña por ejemplo, debió renunciar cuando ella le retiró
su concurso: los hombres más eminentes no se
atrevieron a desafiarla y se negaron en forma unánime
a integrar su gabinete.
¿Y después de derrotada la revolución del
´90 no fue acaso el senador Pizarro quien expresara “la
revolución está vencida, pero el gobierno está muerto”?
En la renuncia de Miguel Juárez Celman, producida diez
días después de la asonada ¿no debería buscarse una
referencia directa al veredicto de la opinión pública?
Pienso que muchos años antes que en
España se firmara con gran realismo y patriótico
desinterés el “Pacto de la Moncloa”, la Argentina lo
aplicaba de hecho y sin proclamas expresas, del mismo

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modo que la doctrina inglesa podía exhibirlo sin


necesidad de invocar un precedente. ¿Quien no
recuerda aquel artículo de Barroetaveña editado por el
diario La Nación, “Tu quoque juventud”, que defenestró
el homenaje ofrecido a Juárez Celman por la “juventud
dorada”? (el llamado “banquete de los incondicionales”).
Esa publicación fue uno de los desencadenantes del
pronunciamiento del ´90.
En los Estados Unidos, Bryce decía que por
encima del presidente y de los gobernadores
estaduales, sobre el Congreso y las Legislaturas, por
arriba de las convenciones y la maquinaria de los
partidos, la opinión pública subsiste como la gran fuente
de poder, el amo ante quien los siervos tiemblan,
porque es la opinión de toda la nación, con escasas
variantes en las distintas clases sociales.
¿Alguien podría imaginar la vigencia de una
opinión pública independiente en la antigua Unión
Soviética? En los regímenes donde la libertad no existe
o es insignificante, la propaganda oficial cumple la tarea
con la dulce obnubilación de la droga: el pueblo no
tendrá una opinión propia, que se exprese con la fuerza
irrebatible de una convicción colectiva; la mentira,
predicada en dosis demagógicas, le mostrará un cristal
bajo cuyo color aquella deberá ver las cosas.
- Comparto todo lo que ha señalado –
coincidió Borges. Pero no olvide, Hardoy, que me debe
una descripción de su vida terrena= Nos acercamos a

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ese punto, pero siempre aparece el país y su historia; el


público y su protagonismo; la verdad y el engaño y
terminamos ensimismados en la dialéctica de
proposiciones superiores. Hábleme de usted, por favor.

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CAPÍTULO 4

La Vida de Dos Porteños

Hardoy no dudó un instante que debía honrar


esa deuda con Borges. No obstante, lo que había
señalado el vate era cierto: la tentación por las
urgencias que meneaban al país y a su historia; al
público, ese gran protagonista de los sucesos; la
verdad, con su dolorosa cuota de realismo y tragedia y
sobre todo el engaño, tantas veces enmascarado en
aquella, forzaron a ambos a postergar las reflexiones
personales e íntimas.

Pero Hardoy, fiel a su estilo condescendiente,


dijo, dispuesto a satisfacerlo:

- Voy a complacerlo, Borges, aunque le


anticipo que mi vida ha transcurrido con las inflexiones
que se conocen por medio de los escasos honores que
coseché y los numerosos amigos con que me he visto
favorecido a lo largo de aquella.

Nací en un hogar que no fue visitado por la


necesidad ni al que se asomaron las privaciones.
Gracias a un buen pasar que provenía de los ingresos

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que percibía mi padre, pude concurrir a una buena


escuela alemana – bilingüe, como se diría hoy – gracias
a la cual alcancé el dominio de esa lengua. Mi hermana,
algo más de un año menor que yo, también recibió una
buena educación.

Por desgracia, papá murió cuando era todavía


un hombre joven – fue en un accidente provocado por
un automotor – y conocimos una etapa de estrechez,
que mi madre supo sobrellevar con dignidad y sin
perder el goce por una vida en la que valores morales y
antecedentes familiares jugaron un papel importante.
Ambos influyeron en mi vida. Mi padre fue Director de la
Aduana de Buenos Aires y La Plata – en ese entonces, la
fuente primordial de ingresos fiscales del país – cargo
que ocupó sin perjuicio del ejercicio de la profesión de
abogado. De mamá recuerdo no sólo la integridad con
que afrontó las dificultades que sobrevinieron a partir de
su viudez, sino su larga y penosa enfermedad final que
en ese tiempo, sin los aportes de la medicina moderna,
era en verdad una prueba cierta.

Como a todo muchachito de esa época, se


me impuso la obligación de aprender música.

Mis primeras incursiones aporreando el piano


registraron las melodías clásicas, muy caras al oído de
mi familia; “decentes” para emplear una palabra de ese
tiempo. Pronto me entusiasmó el tango y tanto mi
familia como mis vecinos debieron sufrir con “El Marne”,

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una composición que me encantó y a la que durante


toda mi vida interpreté con placer. Pero no crea que esa
sola pieza atormentaba a familia y vecinos: en mi
repertorio incluía “La Cachila”, “Comme il faut”,
“Retintín”, “Una noche de garufa”, y algunos más que
pusieron a prueba la misericordia de quienes vivían
cerca mío.

No obstante la prolija descripción que del


inicio de su vida hizo Hardoy, ambos personajes habrían
de disputar en un tema menor, aunque los dos dieran
una importancia trascendente a la materia.

Es que, en la Argentina, la música popular


participa de las diferencias sustanciales entre los
hombres y suele sorprender que alguien, aún a
despecho de evidenciar falta de formación musical,
emita un juicio temerario sobre aquella.

Por eso Borges, a pesar de tener una


existencia sobresaliente como literato, que en muchas
ocasiones aplicó a la musicalización de temas populares,
dijo con determinación:

- Discrepo Hardoy con esa bendición suya al


tango. Yo me identifico con la milonga: varonil, sufrida,
descriptiva, canyengue y alegre al mismo tiempo. Algún
tango, de los primitivos, que solían escucharse en las
viejas victrolas y eran un compendio de alegría
prostibularia me entusiasmaron; pero en general esa

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melodía no ha merecido mi ponderación.

- No Borges, ahora el que disiente soy yo -


respondió Hardoy.

¿Es posible que alguien que haya amado a


Buenos Aires como usted, pueda descreer del tango? Su
identificación con la ciudad se percibe en el deleite que
le provocan el empedrado, las plazas, los gritos y los
silencios, los monumentos, los adoquines, los
cementerios. ¿Puede alguien querer tanto a una ciudad
que nos ha llegado en su descripción sensual desde
fines del siglo XIX por medio del tango y abjurar de éste
al mismo tiempo?

- Siempre me ha parecido una melodía


mestiza que, a diferencia de la milonga, enterró las
rimas auténticas que venían de payadores y soldados,
troperos y gauchos, mezclando en los grandes arreos y
en las marchas incesantes de ejércitos en pugna las
diferentes costumbres y hábitos lugareños – replicó
Borges -.

Pero Hardoy argumentó:

- No debía pensar en eso cuando escribió “El


hombre de la esquina rosada”, cuya trama evoca algo
más que los romances de Villoldo o Vicente Greco.
¡Vamos Borges! ¡Sincérese en este momento! El famoso
Jacinto Chiclana ¿no fue acaso una homologación de
tangos en los cuales la amistad, el duelo criollo, el

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

cuchillo (como prolongación de una mano agresiva,


justiciera o cobarde) actuó como protagonista
fundamental? En aquel cuento, usted pintó al matador
como alguien que cumplía un ritual, como el verdugo
que hacía su trabajo para conformar a su destino; no
había rencor ni odio. Solo sentido del deber; primitivo,
básico, pero de observancia obligada, como una deuda
de honor ¿no le parece esa historia afín con esos tangos
en los que solo talla la amistad, como “Tres amigos”?
¿No se asemeja su Rosendo Juárez al mítico Gorosito
que fuera ladero de Alsina? El duelista que mata casi en
forma anónima ¿no parece el personaje de
“Silbando”?:“… un relumbrón, con que un facón, pega
su tajo fatal”.

Discúlpeme Borges, pero la ponderación que


hace del tango primitivo, soez, querendón, pícaro, no se
encuentra en sus escritos en los que refiere la tristeza
de un lugar y de sus protagonistas: el galpón del
suburbio, situado en un barrio de calles de tierra,
lagunas con sapos y el grito incesante de los grillos. Allí
bailaban (y competían) compadres arrabaleros y chinas
sumisas a su destino; en ese bailongo donde una
disputa tenía causa en una reyerta intrascendente y
terminaba en una muerte impúdica, no se reflejaba el
tango inicial, alegre y provocador. Este tango fue,
digamos… posterior a la Guardia Vieja. Fue el que al
final prevaleció y su mayor auge ocurrió justo cuando
usted escribía esos cuentos invalorables. De su pluma

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

salieron situaciones y hombres que la poesía popular


condensó en letras tangueras.

- Pero fíjese Hardoy, que no estoy borrando


con el codo…. En Evaristo Carriego dije (palabra más,
palabra menos): “La milonga y el tango de los orígenes
podían ser tontos o, a lo menos, atolondrados, pero
eran valerosos y alegres; el tango posterior es un
resentido que deplora con lujo sentimental las desdichas
propias y festeja con diabólica desvergüenza las
desdichas ajenas”. Ya en 1926, cuando escribí “El
tamaño de mi esperanza” había dicho algo similar: “Una
cosa es el tango actual, hecho a fuerza de
pintoresquismo y de trabajosa jerga lunfarda, y otra
fueron los tangos viejos, hechos de puro descaro, de
pura sinvergüencería, de pura felicidad, de valor.
Aquéllos fueron la voz genuina del compadrito: éstos
(música y letra) son la ficción de los incrédulos de la
compadrada...Los tangos primordiales: El caburé, El
cuzquito, El flete, El apache argentino, Una noche de
garufa y Hotel Victoria aún atestiguan la valentía
chocarrera del arrabal”.

Pero Hardoy, ¿qué voy a alegar con usted si


ha reconocido la misma preferencia por las
composiciones elegidas? Su repertorio era el de Arolas,
un típico exponente de la Guardia Vieja, cuyos tangos
son de una musicalidad completa.

- Sin embargo, querido amigo, – respondió

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

Hardoy - insisto en mi apreciación inicial, aunque


reconozco que no tengo derecho a erigirme en exegeta
de Borges. No deje en el tintero un gran tango que
usted mismo compuso: “Alguien le dice al tango”. He
memorizado una de sus estrofas porque ella define no
sólo el tema sino a usted mismo: “Tango que he visto
bailar/ contra un ocaso amarillo/ por quienes eran
capaces/de otro baile, el del cuchillo/ Tango de aquel
Maldonado/con menos agua que barro,/ tango silbado al
pasar/desde el pescante del carro.”

El autor de esa letra no puede preferir el


tango díscolo y burlón del prostíbulo a la composición
nostálgica hacia una época que pudo ser triste, pero fue
auténtica y hermosa.

- Lo que pasa Hardoy – volvió a insistir


Borges - es que yo rechazo el tango en su aspecto
llorón, como lo fue después de la Guardia Vieja. El
tango comenzó a “italianizarse” e incorporó palabras del
lunfardo, la jerga delictiva. Es verdad que al Palermo de
cuchilleros y guapos lo presencié desde la abertura que
dejan las rejas del jardín, pero don Nicanor Paredes fue
real y para mí todo un prototipo. (En realidad, se
llamaba Nicolás, pero cambié su nombre después de
muerto por respeto a su familia, ya que varias veces
repetí “que debía unas muertes”).

¡Qué hombre de ley, Paredes! Nunca pude


ganarle al truco, por ejemplo. Por intermedio suyo

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

conocí a Evaristo Carriego, que vivía cerca de casa y


comenzó a frecuentar la mía hasta su muerte. Creo que
acertaba Horacio Salas cuando decía que "para Borges
el tango es uno de los elementos de la mitología
ciudadana, no de la historia", uno de los "soportes de la
leyenda" de los guapos y los malevos del faubourg. A
grandes rasgos, creo que hay una relación entre el
guapo y el malevo con relación al gaucho y de la
milonga con respecto al folklore guitarrero de la pampa:
fue el resultado de su incorporación a la ciudad y de su
instalación en las orillas. Admiro la guitarra y deploro el
bandoneón, por ejemplo. ¡Me parece estar viendo ese
carro fileteado con primor y la inscripción procaz: « Esta
guitarra mata »!

- El carro de la inscripción que llevaba un


mensaje de muerte en el fileteado vistoso de su
estructura – le recordó Hardoy -, sólo tenía el valor de
un símbolo, como el silbido insolente con el que el
carrero musicalizaba un tango desde el pescante. En
cambio, a la verdadera muerte le vi la cara siendo yo
muy chico, y ella deambulaba por mi barrio como un
perro furioso durante la famosa Semana Trágica.

Con rapidez abandonó Borges sus inquietudes


por la música ciudadana y arremetió con vigor en el
terreno de la política; con entusiasmo, dijo:

- A pesar de ser yo mayor que usted Hardoy,


no la viví de cerca. Debí conformarme con el relato que

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

llegaba a casa, a veces distorsionado por la inclinación


de cada intérprete. Me gustaría conocer su visión, en la
que sin duda, la percepción infantil tiene que estar
coloreada por su formación política y las ideas que usted
sostiene.

- Sin dudas así ha de ser, Borges, contestó


Hardoy. Cuando llegó el radicalismo al poder, papá
renunció al cargo de Director de la Aduana, no obstante
el conocimiento personal que tenía con Yrigoyen. Como
usted se imagina, en esos tiempos, la solidaridad
partidaria tenía otra escala que después se abandonó.

Dicho sea de paso, papá formó entre los


personajes que acompañaron a pie hasta su residencia
a Victorino de la Plaza, siguiendo una costumbre por
desgracia abandonada. Dejamos, por lo tanto, la
residencia oficial en que vivíamos y nos mudamos a un
departamento ubicado en la calle Corrientes, en las
cercanías de Pueyrredón. Allí fue donde presencié los
episodios más sórdidos que recuerdo y que me han
llevado a aborrecer la anarquía.

Todo ocurrió cuando un hecho grave no fue


contenido a tiempo por el gobierno de Yrigoyen. Se dejó
crecer la violencia, los nihilistas (como se llamaba a los
activistas de la anarquía) comenzaron a dominar la
situación; la policía fue desbordada y desapareció de
escena. Las calles estaban vacías durante el día y eran
un páramo en la noche. A veces un tranvía se

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

aventuraba con pasajeros, pero pronto aparecía un


grupo violento que lo detenía, hacía bajar al pasaje y lo
prendía fuego en medio de una general algazara.

Cuando la calle estaba dominada por la


violencia, el general Dellepiane, comandante de Campo
de Mayo, desobedeciendo órdenes, avisó a sus
superiores que marcharía sobre Buenos Aires, ocuparía
el Departamento de Policía y emplazaría piquetes de
soldados armados en esquinas estratégicas para
imponer la disciplina. Mientras se acercaba, recibió la
autorización del ministro para hacerse cargo de la
ciudad.

De manera sospechosa, se provocó un


apagón en el Departamento de Policía; en medio de la
oscuridad, estallaron petardos y se produjo una
balacera general. Solo el dinamismo y coraje de
Dellepiane pusieron fin a esa situación caótica, finalizó
el tiroteo y fue devuelta la tranquilidad a la ciudad.

Como por arte de encanto se terminaron los


anarquistas, los cosacos, y los jóvenes bien que
formaban la Liga Patriótica y habían tomado en sus
manos organizar una represión tan absurda como
patética.

- Yo también tengo la misma percepción de


esa semana – manifestó Borges -. Quizás sea una
coincidencia ideológica, tal vez una asociación social o

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

una mera conformidad clasista; lo cierto es que la


ciudad de Buenos Aires estuvo en vilo durante esos
sucesos y la llama del desborde a punto de expandirse
en forma irremediable.

- ¿No habla eso de la psicología de masas,


tan sagazmente observada por Ortega y Gasset? – dijo
Hardoy, encubriendo en la pregunta una sutil afirmación
-. Con la profundidad de análisis que le era común, ya
Pellegrini lo había señalado con motivo de la huelga
feroz de 1902. Decía el Gringo – palabra más, palabra
menos, como diría usted - que « ...todos los conflictos
sociales comienzan de la misma manera: con un
reclamo, en general, muy justificado. Aparecen después
los interesados en politizar la protesta, sigue la
provocación y continúa una represión poco feliz. Tal vez,
en el medio aparece un muerto y la cosa ya no tiene
solución. Pero entonces es cuando el Estado pierde la
noción de sus obligaciones: el primer deber que tenía
era poner orden, aplicar la ley, y si alguien hubiera
cometido un delito ejercer sobre él la acción judicial que
corresponda. Ahora bien, cuando el orden ha sido
recuperado (sin cuya vigencia todo lo demás es
inaplicable), tiene que buscar a los responsables del
abuso, si los hubo, y caerles con toda energía. No es
justo que alguien se beneficie a la sombra de la
autoridad del gobierno». Dicho sea de paso, Pellegrini,
en ese momento se refería al reclamo inicial ¿Qué había
de injusto que en el puerto un hombre se negara a

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levantar una bolsa de 100 kilos, más que su propio


peso? ¿Es moralmente reprochable que alguien exija
que la bolsa pese “sólo” 75 kilogramos? Por otra parte,
a los sectores laborales siempre se les había pedido que
cooperaran con el esfuerzo que hacía el país para salir
adelante. Hacia 1902, la prosperidad tocaba a la puerta
de los habitantes de la Argentina, ¿era injusto que
también esos sectores quisieran participar de la
bonanza general?

- Yo estoy de acuerdo, pero convengamos


que usted, con ese enfoque, parece un socialista - dijo
con tono irónico Borges -.

La cara de Hardoy reflejó la seriedad de la


respuesta cuando dijo:

- Sin embargo nunca lo he sido, ni siquiera


en mi juventud, cuando un muchacho abraza esa
ideología, precursora de su posterior inclinación
conservadora. Al contrario; he pasado mi vida
aterrorizado, temiendo que mis vaticinios fueran errados
y llegara el triunfo final del socialismo soviético. Cuando
alcancé la vejez pensé mucho en Ortega, en su
«rebelión», cuando anticipaba que las masas harían
escuchar el bramido de su reclamo.

No hizo falta esperar al famoso «jueves


negro» de octubre de 1929; en el mundo entero se
levantaron las barreras ante el empuje de todos los

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

desheredados en busca de una justicia social que se les


negaba inexorablemente. Ya en 1921, Matías Sánchez
Sorondo, refiriéndose a la asunción de Hipólito Yrigoyen
a la presidencia, habló de un «plebiscito» que se había
puesto en marcha entre nosotros. En realidad sin
saberlo estaba profetizando la marea irrefrenable del
peronismo que llegó al poder 25 años después.

-Pero el peronismo atrajo lo más reprobable


del ser humano – alegó Borges - la «bronca», el
resentimiento, el ascenso de los inferiores.

Como si estuviera ante un auditorio


anhelante, Hardoy reflexionó:

- Sin embargo, todo debe ser analizado


partiendo de un fenómeno de masas, percibiendo los
pliegues subterráneos que hacen obrar de una manera
determinada a las sociedades en su conjunto. Al término
de la «semana trágica», que había comenzado con un
conflicto común en los talleres de Vasena, cuya solución
habría sido sencilla si el Gobierno hubiera actuado con
cauta autoridad, todo hacía suponer que la factura le
sería presentada al señor Yrigoyen. Sin embargo no
ocurrió así; como una muestra del misterio que
envuelve la política (y el “fenómeno de masas”, como
hemos dicho antes), en las elecciones que se realizaron
de inmediato, Yrigoyen mantuvo el prestigio y la
popularidad, El partido Conservador de Buenos Aires,
esa gran fuerza política que había sido fundada en 1908

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

a instancias de Figueroa Alcorta, fue ampliamente


derrotado. Vaya lo dicho para juzgar la acción de masas,
de caudillos y la reacción de los pueblos.

- No hay dudas que el dominio de ese


misterio, - replicó Borges - ese « romance » que hace
posible que un hombre sepa interpretar los instintos
generales de la muchedumbre, es la clave para
convertirlo en caudillo. Los grandes condotieros de la
antigüedad, los célebres jefes a cuyo destino se
entregaron con mansedumbre poblaciones íntegras,
esos individuos que tuvieron aptitud para que el público
con gusto se sometiera a tormentos y privaciones bajo
su mando, tenían un enlace secreto e instintivo con sus
conducidos. Algunos de sus seguidores hasta estarían
en condiciones de ofrecerle el bien que con más instinto
un individuo puede defender: la vida.

- Digamos, sin embargo - acotó Hardoy - que


salvo excepciones, esos conductores han sabido templar
con acierto la cuerda de la demagogia. Fueron muy
pocos los que no recurrieron al halago de las bajas
pasiones, a la exaltación de los peores instintos del
hombre. Para no hacer nombres, que desnaturalizarían
el sentido de esta reflexión, lo invito a pasar revista
mental de los caudillos que podrían estar adaptados a
este perfil; en todos los casos encontrará ingredientes
que sirven para aplicar a ese sujeto; lo cual, sin
embargo no contesta la observación inicial. Algo tienen

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

para lograr tantos incondicionales.

- Usted – acotó Borges - ha sido identificado


como una personificación indiscutida del
conservadorismo tradicional. Y cuando un observador
distante como yo piensa en los conservadores, lo hace
imaginando dos supuestos. Por un lado las gestiones
históricas, que se entrelazan con la Argentina-promesa,
la que atrajo inmigrantes de Europa, construyó
ferrocarriles por todo el país y a la que de manera
vulgar se la llamó «el granero del mundo». Sin duda
alguna, Roca personifica este período, el que sus
detractores llamaron de la «oligarquía vacuna». Ese
conservadorismo es «nacional», por darle un nombre.
Después de un interregno, esas ideas reaparecen, pero
los conservadores «conservadores», es decir, los que se
consideraron a si mismos genuinos, lo hicieron
representando a la provincia de Buenos Aires. Tal vez
hayan sido los sucesores de Ugarte.

Usted, que es una típica encarnación de los


sectores más tradicionales de esos conservadores de
Buenos Aires, ¿cuánto de su trayectoria atribuye a la
influencia familiar, a las cercanías sociales con
abanderados de esa corriente o a su propia elección?

- Vayamos por partes, contestó Hardoy.


Hablamos primero de los gobiernos anteriores a 1916
(fecha en la que ganó Yrigoyen y donde el gobierno de
la Argentina patricia terminó). No puedo sino

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

descubrirme ante esa nación “de la Generación del ´80”


y “del Centenario”, como podría llamársela.

El que se instaló a partir de 1930 fue un


poder que procuró devolver al país la grandeza que
había perdido, sobre todo, después de concluir el
gobierno de Alvear. Digamos que ese período, si bien
fue gobernado con patriotismo y capacidad, no percibió
el “fenómeno de masas” de que hablamos antes, y en el
fraude tuvo sepultura cultural e histórica. Por supuesto,
en ese largo período, que superó la década, comenzó mi
militancia. Si bien con los años fui un crítico cerrado del
fraude, reconozco y me arrepiento de haberme servido
de él y gozado de sus beneficios. He pedido perdón por
algunas barbaridades que se cometieron y, cincuenta
años después, me he disculpado ante la tumba de
Alvear – como ya le dije - por haberme sumado a
quienes le negaron el derecho a ser candidato a
presidente en la década del ´30.

¿Cuál fue la raíz de mi militancia? Por


supuesto, las ideas que sostuve las digerí inicialmente
en mi propia casa: mi padre y toda la familia de mi
madre abrevaron en la ideología liberal-conservadora;
no puedo negar la influencia que su pensamiento tuvo
en mi formación.

Con un dejo de picardía, dijo Borges:

- Me parece visualizar en el Hardoy

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intelectual, ávido de la buena lectura, admirado


exponente de la intelligenzia nacional, un hombre que
sólo tuvo ante si la posibilidad de optar por ideas que
encuadraban en su ámbito familiar y social ¿me
equivoco?

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CAPÍTULO 5

Esa Década de Infamia

En un libro que publicó en 2002 (“Crítica de


las Ideas Políticas Argentinas”), Juan José Sebrelli – un
hombre procedente de la izquierda nacional – decía, no
sin un dejo de fina ironía, que si se utilizaba la
denominación ‘década infame’ para identificar a los
gobiernos que se habían ejercido entre 1930 y 1943,
¿qué calificación se reservaba para los posteriores?

Se sabe que fue un oscuro periodista


proveniente del nacionalismo, quien tuvo la fortuna de
“inventar” la definición de década infame para el período
que se inició con Uriburu. Esas ocurrencias, como la
anterior y desusada de “régimen falaz y descreído”,
fueron útiles para designar una etapa - aún cuando se
tratara de meras expresiones sintácticas - tan reñidas
con la realidad como fecundas para su utilización en la
barricada. La mera confrontación de esas frases con los
datos históricos de que se dispone, acerca las
expresiones al disparate.

¿Cuándo se vivió mejor en la Argentina? ¿Fue

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en el Centenario de 1910 o en el Bicentenario de 2010?


Se dirá que en aquellos años los trabajadores carecían
del paraguas legal que obtuvieron, años después,
mediante una legislación social progresista y fecunda. Y
sin dudas esa reflexión será cierta; pero el mundo
desconocía esas normas que de una manera
embrionaria la Iglesia Católica procuraba imponer
mediante sus encíclicas sociales.

Tan mal no se vivía y trabajaba en ese


entonces si se considera que existían los llamados
“trabajadores golondrinas” que viajaban desde Europa
para participar en las cosechas pampeanas, volver a su
tierra de origen con los salarios ganados y mantener a
su familia hasta la próxima recolección.

Es verdad que las condiciones de trabajo eran


precarias y la “junta” se hacía a mano; que muchas
veces se dormía a la intemperie, sin más techo que las
estrellas, salvo las noches de lluvia, en que se
pernoctaba bajo una lona, que el patrón desplegaba ….
para cubrir las maquinarias, por supuesto.

Pero esos eran tiempos en que no solo


faltaba legislación social; aún la inteligencia humana no
había realizado los inventos que le permitieron al
hombre tener acceso a los grandes descubrimientos
técnicos y científicos. El dolor y el sufrimiento igualaba a
los individuos; cualquiera fuere el patrimonio económico
de una persona no tenia acceso a la anestesia moderna

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ni a los antibióticos: en el Centenario, Alexander


Fleming era aún un niño.

Comparada con otras naciones – por


supuesto del primer mundo, de esas que ahora nos
miran por sobre el hombro – la Argentina del Centenario
era el Paraíso.

El gobierno de Francia había enviado un


sociólogo a Buenos Aires, para efectuar un estudio de
campo sobre la realidad social en que se vivía. La
conclusión despierta admiración y merecería ser
destacada para honra de ese tiempo: decía el experto
que lo había sorprendido advertir que los obreros
viajaban en el mismo tranvía que quienes no lo eran ¡Y
no llevaban un uniforme que los distinguiera como tales!
Era normal que en Europa el hijo de un trabajador
tuviera el “beneficio” de continuar siendo obrero como
lo había sido su padre, pero el precio era que
permaneciera y muriera en esa misma condición.

Los gobernantes argentinos de entonces


podían mirar hacia atrás sin temor a toparse con el
reproche de los próceres; la misión estaba cumplida.

¿Y después de 1930? El mundo había


padecido una sacudida impresionante. Los Estados
Unidos – ya por entonces la primera potencia del mundo
– sufrían una tasa de desempleo que ninguna pesadilla
habría podido imaginar. Se inventaron las “colas”: filas

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para adquirir combustible, para conseguir empleo, para


recibir un plato de comida.

Las naciones se replegaron sobre si mismas y


el nacionalismo vivió horas de gloria. Gran Bretaña – la
nación que había ganado tanta plata con nuestro país (y
con la cual nosotros hicimos grandes negocios y
aprovechamos su tecnología) – dejó de comprar carne y
granos argentinos. Tironeada por el Commonwealth,
suscribió el Tratado de Ottawa, por el cual se obligaba a
comerciar únicamente con sus dominios.

De repente, por ese acuerdo, el campo


argentino, el sector que siempre había pagado las crisis,
cuya producción constituía la principal fuente de divisas
permanentes de la nación, se quedó sin cliente. La
miseria tocó a la puerta del rico y del pobre. Las
cosechas se perdían; era más barato quemar la
producción que levantarla.

Para la combustión de las locomotoras se


utilizaba maíz, recolectado de la manera más precaria y
económica posible. Ni siquiera tenía el valor agregado
que, décadas después, ofrecería la soja, con cuyos
porotos se hace gasoil, utilizando mano de obra y
tecnología; por entonces ese “yuyo” era desconocido.

El gobierno de entonces, presidido por Justo,


dio muestras de un pragmatismo notable. Liberales
consumados, optaron por propiciar políticas dirigistas y

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asumieron la responsabilidad frente a la historia de


tomar medidas en secreto, sin mostrar las cartas al
Congreso, al que escrupulosamente recurrirían después,
para someter al veredicto de los órganos de la
Constitución las acciones que con valentía y patriotismo
habían llevado a cabo. (Aún a riesgo de que, en caso de
ser anuladas, la honra de quienes habían impulsado las
medidas quedara maltrecha. Para agravio del buen
nombre bastaba con la sospecha o la intriga,
administrada en dosis generosas por la oposición).

En ese contexto, el vicepresidente Roca viajó


a Londres, para firmar el famoso Tratado con Runciman
por el cual tantas generaciones denostaron a sus
participantes y a quienes los apoyaron. Tan malo no
habrá sido para la Argentina, ya que poco después,
pudo proclamarse que las consecuencias de la crisis
mundial habían desaparecido. La legislación social fue
de vanguardia y algunas de esas normas aún hoy se
encuentran vigentes.

Hasta la música popular reflejó la vuelta a la


producción y el trabajo. Cambiaron las letras de los
tangos; no se le hubiera ocurrido a Discépolo describir
la amargura de la crisis reflejada en nuestra sociedad;
en esa segunda mitad de la “década infame” Farol, Tres
esquinas, describían un arrabal de trabajadores, que
había reemplazado el suburbio de cuchilleros y malevos
por la oscura realidad de las fábricas. Las industrias

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estaban de pie, las obreras que concurrían a los talleres


aportaban el desfile multicolor de su figura

Dicho sea de paso: durante décadas, el


Tratado Roca-Runciman fue signo de entrega de la
soberanía argentina. ¿Habrá sido premiado Runciman
por su “victoria” diplomática sobre Roca? ¡Para nada!
¿De qué victoria hablamos? ¡Jamás volvió a ocupar un
cargo público! Fue separado de toda función, sepultado
para siempre, como responsable de un acuerdo
ignominioso y traidor para Gran Bretaña y sus dominios.
¿Habrá que continuar insultando a Roca o será preciso
felicitarlo por su patriótico desempeño?

Este pensamiento, que era el de Hardoy, le


permitió responder la inquietud de Borges con legítimo
orgullo:

- Voy a contestar su reflexión Borges, pero


antes, permítame realizar una pequeña digresión.
Recién nombró a la oligarquía vacuna. En mi análisis,
esa oligarquía no es heredera de las viejas familias
patricias que pelearon en la guerra de la independencia
o en las luchas civiles. Los personajes que realizaron la
hazaña de convertir un país pobre e ignorado por los
centros del poder mundial en una república culta y
evolucionada, eran, en su mayoría, recién llegados al
Río de la Plata. Fueron los que fundaron la Sociedad
Rural en 1886, alambraron los campos, instalaron la
agricultura, plantaron vides, refinaron por cruza la

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hacienda y aprovecharon los brazos de la inmigración


masiva para fecundar el desierto y exportar una
producción cada vez más voluminosa y adecuada para
satisfacer la demanda de un gran mercado de ultramar.

En 1880, con la sanción de la ley que designa


la Capital Federal, se produce una inflexión de la
historia: a partir de entonces, la Argentina no será más
una prolongación de la Colonia, sino al contrario, la que
rompe con lo heredado y produce una fractura con el
pasado.

- Admitiendo lo que usted menciona –


coincidió Borges - no sería casual que el Martín Fierro
hubiera sido editado en esa época; como el Quijote, que
fue un alarido de la Edad Media por permanecer contra
la Edad Moderna que se abría paso, el libro de
Hernández habría sido el grito de la Argentina heroica
pero atrasada, desesperada por defenderse de un nuevo
país, moderno, esforzado - algo cartaginés tal vez - que
pujaba por darse su propio perfil. El documento de
identidad de ese país fue la Generación del ´80. Sin
perjuicio de ello, debo reiterar mi opinión: Fierro no fue
el arquetipo del gaucho que peleó en las guerras civiles
y cruzó con San Martín la cordillera.

- Fíjese – acotó Hardoy - que el 1° de enero


de 1872, se produce la famosa masacre de Tandil. Un
grupo de paisanos analfabetos se abalanzó sobre la
población al grito de “¡Muerte a los masones! ¡Viva la

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religión!”.

Por supuesto, ninguno de ellos sabía qué era


la masonería, siendo que además, en ese entonces, en
Tandil no había masones y ellos eran analfabetos para
haberlos estudiado, como se comprobó después. Pronto
el grito fue reemplazado: “¡Mueran los extranjeros!”
¡Mire si no fue un alarido contra la inmigración!

Las víctimas más notorias fueron un


matrimonio inglés que explotaba un almacén de ramos
generales, un modesto italiano organillero y varios
integrantes de la colonia dinamarquesa. Buscaron, por
fortuna sin éxito, a un gallego carretero que arrendaba
un campo: don Ramón Santamarina. La escasa suerte
de los asesinos hizo posible que el damnificado pudiera
seguir su vida y ella se fecundara en uno de sus hijos,
que fue el célebre “don Antonio”.

Traigo ese ejemplo a colación porque el odio


fue hacia aquellos inmigrantes cuya prosperidad se
verificaba mediante el trabajo y la inteligencia, que
ponían en evidencia su gratitud inmensa hacia el país
que les había dado esa gran oportunidad de progreso.

El caso se cerró virtualmente con la ejecución


del instigador, un santón llamado Solané, pero siempre
subsistió la idea de que, detrás del personaje, existían
figuras ocultas que estimularon el raid criminal. Al
menos, la correspondencia privada de Ramón

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Santamarina trasluce el olfato amargo de la traición.


Don Antonio Santamarina resultó ser, con el tiempo, un
exquisito coleccionista de pinturas, que en gran parte
donó al Museo Nacional de Arte y otras de gran
importancia al de Tandil; fue intendente de esa ciudad,
diputado y senador nacional y presidió por varios años
el Partido Conservador de Buenos Aires. Hago referencia
a su nombre, porque confirma la tesis que recién
expuse: la Generación del ´80, la Sociedad Rural, la
Unión Industrial, pertenecieron a la llamada «oligarquía
vacuna», pero la formaron noveles estancieros e
industriales que modernizaron la república y resultaron
víctimas de la reacción de los desplazados.

- Por supuesto se de quien se trata en el caso


de Antonio Santamarina – agregó Borges; yo
personalmente lo traté y guardo una sincera admiración
por su exquisita inclinación al arte, aunque
personalmente nunca tuve devoción por la estética,
derivada de pinturas y esculturas. Y lo digo no sin una
cuota de sorpresa conmigo mismo, porque mi hermana
Norah fue una distinguida pintora.

- Bueno, yo creo – señaló Hardoy - que don


Antonio perteneció a esa segunda colección de hombres
importantes que gravitó en la Argentina. Para mi han
existido tres corrientes fundamentales. La primera de
ellas la compuso la generación heroica, los patricios que
fundaron la Patria y aseguraron la independencia.

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Después gravitó una segunda oleada, que integraron


algunos descendientes de esa casta notable y muchos
inmigrantes o sus hijos, que crecieron identificados con
la tradición anterior. A esta camada nos hemos referido
antes: fue la fundadora de la Sociedad Rural, de la
Unión Industrial, deleitaba su solaz en el Jockey Club o
el Circulo de Armas y se corporizó en forma visible por
medio de la llamada Generación del ’80.

A mi juicio, la gravitación de esta pléyade


magnífica quedó sepultada con el ostracismo de
Marcelino Ugarte, el «petiso orejudo», como lo
bautizaron con sorna los radicales, tal vez en represalia
por el mote de «peludo» que la Fronda, con tono de
burla, le aplicó a Yrigoyen. Con el triunfo de Yrigoyen se
produjo la llegada al poder de una nueva clase media,
(la tercer corriente) representada en lo fundamental por
los “doctores”, es decir, los hijos de los últimos
inmigrantes que pedían - con un derecho innegable –
una ubicación cercana a los lugares dominantes. Tal vez,
la mayor queja contra ellos radique en el escaso
reconocimiento que tuvieron hacia una clase dirigente
que, con generosidad, les facilitó su ascenso político y
social.

La llegada de Yrigoyen al poder – afortunado


vencedor en los comicios – con su estilo hierático e
impasible, provocó sensibles estremecimientos en la
incipiente democracia de masas. Sin embargo, los

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ciudadanos que, reemplazando los caballos, se uncieron


al coche presidencial quizá no sospecharon que con su
conducta daban inicio a una nueva forma de gobierno
que fatalmente habría de derivar en el ejercicio de un
poder tumultuario y demagógico, paternalista y
primario.

- Sé bien cuál fue ese gobierno – dijo con


gravedad Borges - y además de víctima, fui su cerrado
opositor. Ahora bien; discúlpeme Hardoy, pero este
análisis que hace – y al que me lleva - es “intelectual”,
por decirlo de algún modo; yo quiero escuchar de su
propia boca cómo orientó su vocación y cuánto de ello
se debió a influencia de la familia, del medio, de su
instalación social.

- Vuelvo a decir - respondió Hardoy -;


vayamos por partes. Primero deseo hacer el diagnóstico.
Hablamos antes que nada de los gobiernos previos a
1916 (fecha en la que el gobierno de la Argentina
tradicional terminó). No puedo sino descubrirme ante
esa nación “del Centenario”, como ya creo haberlo
dicho.

El que se instaló a partir de 1930 fue un


régimen que procuró devolver al país la grandeza que
había perdido y si bien fue gobernado con patriotismo y
capacidad, no percibió el “fenómeno de masas” de que
hablamos antes y en la prepotencia electoral tuvo
sepultura.

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Por supuesto, en ese largo período, que


superó la década, comenzó mi militancia; y si bien con
los años fui un crítico cerrado del fraude, nunca voy a
cansarme de decirlo: reconozco y me arrepiento de
haberme servido de él y gozado de sus beneficios. He
pedido perdón por algunas barbaridades que se
cometieron (de las que me siento cómplice) y, aunque
con cincuenta años de demora, me he disculpado en el
sepulcro de Alvear por haberme sumado a quienes le
negaron el derecho a ser candidato a presidente en la
década del ´30. Todo esto ya se lo he dicho y si lo repito
no es por flaquezas cerebrales de una edad avanzada
(de la que en este espacio carezco), sino porque en
realidad me han obsesionado, al sentirme yo mismo
protagonista y usufructuario de esos sucesos.

¿Cuál fue la raíz de mi militancia? Por


supuesto, como ya le he dicho, las ideas que sostuve las
digerí inicialmente en mi propia casa: mi padre y toda la
familia de mi madre. No puedo negar la influencia que
su pensamiento tuvo en mi formación.

Mi padre, por ejemplo, fue socio del estudio


que integrara en conjunto con José María Rosa y
Francisco J. Oliver. Por desgracia, ese acreditado
escritorio, que habían fundado en el siglo XIX el padre
de Rosa y Juan José Romero (ambos ex ministros de
Roca) terminó cuando falleció mi padre atropellado por
un camión en las inmediaciones de la Plaza

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Constitución. Al poco tiempo murió Oliver y Rosa se


dedicó en forma exclusiva a la política. La muerte de
papá, además del impacto afectivo sobre nosotros, tuvo
una influencia decisiva en el estado económico de
nuestra familia. Por si fuera poco, el mismo año de su
muerte se liquidó la Cooperativa de Hacendados que
había fundado don Santiago Elisagaray y presidiera
Celedonio Pereda. Allí yo había empezado a trabajar
cuando apenas tenía 16 años y esos ingresos, en una
familia que no necesitaba de mi apoyo dinerario
mientras vivía papá, me permitían estudiar y hacer
política, que, por supuesto, la practicaba en las filas del
conservadorismo tradicional.

Debo agregar que sin la ayuda generosa de


don Felipe Castro, el caudillo conservador de Lomas de
Zamora que me hizo ingresar en la municipalidad, no
hubiera podido ayudar a mi familia en ese doloroso
momento. ¿Debo agregar algo para justificar mi
inclinación política?

- Es como yo lo imaginaba. Sólo quería


escucharlo de su boca - sentenció con una sonrisa
Borges.

- No obstante, no crea que fui inmune a otras


tentaciones – agregó Hardoy. Por ejemplo, el
nacionalismo ejerció una inquieta influencia sobre mí y,
en mi juventud, Ernesto Palacio, Mario Lassaga y el
“Vate” Araya me conmovieron con intensidad.

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- Nunca hubiera imaginado a Hardoy, un


espécimen calificado del conservadorismo más liberal -
replicó Borges - atraído por una corriente ideológica que
fue tan extrema como su antítesis, el marxismo-
leninismo que tanto daño causó, en especial a los
hombres más jóvenes. También el nacionalismo fue
negativo.

- No Borges – dijo Hardoy, acompañando las


palabras con un movimiento de cabeza - nunca me sentí
cercano al nacionalismo, pero disfruté de la amistad de
esos hombres que fueron superiores. En rigor, no me
expresé bien; no fue el nacionalismo el que tuvo
influencia sobre mí sino la personalidad de algunos de
sus expositores. A Palacio, por ejemplo, bastante mayor
que yo, lo recuerdo de sus tiempos de novio, cuando
absorto y embelesado, contemplaba a quien después
fuera su devota esposa. Me parece verlos, sentados en
algún banco del parque del famoso Hotel “Las Delicias”
de Adrogué. Su obra más famosa fue, sin duda, la
“Historia de la Argentina”, un libro merecedor del olvido,
escrito, me parece, que a desgano. Sin embargo es el
más reconocido de su producción, olvidando – a mi
criterio con gran injusticia – “Catilina contra la
oligarquía” en la que Palacio muestra lo mejor de su
vuelo literario describiendo el personaje, cuya imagen
nos llegó a través del juicio severo de Cicerón.

Con ánimo resignado y un dejo de

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frustración, que no podía ocultar a pesar del lugar


donde se encontraban, Borges respondió:

- Por desgracia, ese nacionalismo nunca vio


que nuestra asociación con Gran Bretaña fue un gran
negocio para nuestra nación y para los ingleses; éstos
hicieron una considerable diferencia económica, pero
nosotros pudimos traer los ferrocarriles y los banqueros
de la rubia Albion, lo que nos permitió poblar el desierto
y multiplicar la riqueza pública y privada. En otro orden
de cosas, yo también debo señalar que he admirado la
belleza literaria de Palacio.

- De ese grupo – agregó Hardoy - he


conservado incluso la nostalgia de su humor: irónico,
culto, ingenioso, cáustico. He sabido por boca de los
mismos protagonistas que mientras Palacio escribía su
célebre “Catilina…”, Lassaga le preguntó si era cierto que
el famoso romano era apuesto, muy rico, inteligente y
valeroso y ante la respuesta afirmativa de Palacio
continuó: “¿Dices que viajó a Grecia a estudiar filosofía
al lado de maestros ancianos?”. Otra vez Palacio asintió
y Lassaga remató: “¡Por favor, Ernesto! ¡Habrá ido a
Atenas a solazarse con las hetairas!”

- Es cierto – reflexionó Borges con una


sonrisa; todos ellos han dado muestras de un humor
cruel, la mayor parte de las veces, a expensas de ellos
mismos. He sabido que el “Vate” Araya alguna vez fue
reprendido por su padre (que era un gran señor,

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respetable y digno) debido a su falta de aplicación, que


desnaturalizaba el esfuerzo paterno. El “Vate” le
contestó muy suelto de cuerpo, recomendándole leer el
número de Caras y Caretas que debía aparecer a los dos
días. Allí fue publicada una poesía suya referida a sí
mismo, que en la parte que nos concierne, decía: “Y así
mi vida se desliza/ feliz entre almohadones/ agotado
por el esfuerzo/ de cien generaciones.”

- Siempre me he preguntado - observó


Hardoy - si esos hombres de cultura refinada, brillo
superior y sarcasmo a flor de piel habrían desarrollado
su talento en otro ambiente, que no hubiera sido el
provisto por una Argentina espléndida. Fíjese que sólo la
gran inteligencia que se les reconocía hizo que fueran
inolvidables algunas expresiones que en personas
menos cultas habrían sido vulgares y reprobables.
Lassaga y Araya, que eran rosarinos, escribieron en una
ocasión una famosa “Oda a Rosario”; comenzaban con
una espléndida evocación del pasado de la ciudad, pero
al llegar al tiempo contemporáneo decían: “…. ciudad de
Astengo, de Echesortu y de Casas;/ sede del honorable
Benvenuto;/ aquí se funden cuatrocientas razas/ pero
nunca se funde un gringo bruto”. Por supuesto, fueron
“invitados” cortésmente a retirarse de Rosario. Como en
la antigua Grecia: ¡condenados al ostracismo y
obligados a emigrar a otra ciudad!

Festejó con alegría Borges el relato, pero

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expresó de inmediato, con toda seriedad:

- Ese nacionalismo de humor fecundo, culto y


de derecha, puede ser dividido en tres grandes grupos:
los afrancesados, inspirados en Maurras; los católicos,
de raíz hispanista y los deslumbrados por las
revoluciones totalitarias, nazi o fascista. El Lugones de
sus últimos tiempos ¿en qué grupo podría ser
encasillado?

- Creo que la majestad de Lugones merece


ser incluida en otra categoría – respondió Hardoy. Me
ciño a algo dicho por Julio Irazusta: “Como los partidos
de extrema izquierda, [el nacionalismo] sufrió las
tentaciones ofrecidas por las revoluciones del mundo,
esta vez, hacia la extrema derecha. Su antielectoralismo
recalcitrante le hizo rechazar toda propuesta de fundar
un partido nacionalista, al estilo tradicional, para ir a las
urnas…”. Lugones pagó con su propia vida la angustia de
no ver realizada esa utopía.

- Si, yo creo que el afán por llegar a la


jefatura suprema – apuntó Borges - como la que
ejercían los dictadores en boga en Europa hizo estragos
entre los jefes de ese grupo. La idea de copar un
movimiento ajeno o un régimen (como el de Perón,
según intentaron algunos de los integrantes de FORJA,
por ejemplo) les hizo olvidar que esos hombres fuertes,
que tanto admiraban en Europa habían empezado de
abajo y triunfado con apoyo popular, más que por obra

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de ingenierías alambicadas de raíz maquiavélica.


Irazusta decía también – con esa elegancia literaria que
tenía - que como ese nacionalismo no tenía domicilio
político fijo, cuando la historia fue a buscarlo descubrió
que carecía de señas para encontrarlo.

Hardoy decidió retomar el hilo de su propia


confesión:

- Mire Borges, no voy a esquivar el bulto


omitiendo los orígenes de mi militancia. Desde fines de
1927 hasta los primeros meses de 1936, cuando fui
elegido diputado nacional por primera vez, terminé el
colegio secundario, me recibí de abogado y… lo más
grave de todo: se consumió mi juventud. Casi no tuve
adolescencia. Como le decía, gracias a Castro ingresé en
la municipalidad de Lomas de Zamora y, poco después,
fui designado para integrar, como asistente, una
Comisión Honoraria que presidía Juan Vilgré Lamadrid,
destinada a estudiar las reformas aconsejables a la
Constitución Provincial. Vilgré (famoso por ser una
persona bondadosa y buen catador de hombres) fue
designado ministro de Gobierno y me llevó con él de
secretario privado.

Cuando finalizó su breve mandato (por la


caída del gobernador Federico Martínez de Hoz), pasé a
desempeñarme como una especie de subrrelator en la
Fiscalía de Estado y tuve la fortuna de conocer a tres
grandes fiscales, de distinto estilo y formación, pero

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todos verdaderos sabios que ejercieron una notable


influencia sobre mí. Ellos fueron Juan Silva Riestra (el
deportivo descendiente de Norberto de la Riestra), Juan
E. Solá (un erudito del derecho civil, gran señor,
excelente amigo, elegante y seductor, en especial de las
damas) y Gabino Salas, ex ministro de Ugarte, brillante
legislador y eximio camarista; solía recurrir a la ironía y
enarbolándola como una bandera, exclamaba, por
ejemplo, que no violaba la “ley de residencia” viviendo
en Buenos Aires en lugar de hacerlo en La Plata,
porque, según él, aquella era “la verdadera capital de la
provincia”. Dominaba en forma minuciosa el código civil
y la doctrina de Vélez, aunque se proclamaba ignorante
de esa disciplina; solía decir, también, que un buen juez
del crimen debía haber estado preso por lo menos dos
años. “Yo nunca lo estuve – exclamaba con alegre ironía
– pero, ¡vaya si lo merecía! Por eso fui un excelente
juez”.

Ese fue el medio familiar, laboral y social en


el cual tuve acogida y desempeño ¿Fueron mis ideas las
que me llevaron a acercarme a él?, o al revés, ¿el medio
influyó para que germinaran aquellas? Nunca me detuve
a analizarlo. La correspondencia entre mi entorno
familiar, mis propias ideas, la vida social y las
oportunidades de trabajo sucedieron como un camino
doble, que invitaba a ser transitado en ambas
direcciones.

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Pero si a esta altura me preguntaran,


proclamaría sin vacilaciones que con defectos y virtudes
he sido siempre un conservador orgulloso de sus ideas y
su pasado.

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CAPÍTULO 6

Dios

Tratando los aspectos más elevados de esta


larga conversación, ambos abordaron uno de los temas
más controvertidos, que asaltara sus inteligencias en la
vida terrena y los enfrentara a vericuetos de difícil
recorrido. A boca de jarro, Borges preguntó:

- ¿Usted tiene sueños, Hardoy?

- Por supuesto – respondió el otro. Algunos


vanos, otros que me mancillan el alma al no
concretarse. Sueño con un país grande, con el gobierno
de los mejores, con el desprecio por la demagogia y la
condena del latrocinio. He soñado tanto con el país del
Centenario que no alcanzo a descubrir qué parte de
ellos son sueños y cuando comienza el deseo o la
esperanza.

- Yo, en principio, me refería a otro tipo de


sueños – dudó Borges. A los que acometen nuestro
reposo y se desvanecen en el amanecer, cuando el
recuerdo hace mezclar la fábula de lo que en efecto se
soñó y la imaginación de lo que uno cree haber soñado.

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Viene esto a cuento – continuó - para


aquellos escépticos que me atribuyen un agnosticismo a
ultranza y consideran que mi inclusión en el Cielo es una
mera intrusión, como si mi presencia fuera la invasión
de un lugar que usurpo. El senador Boecio – a mi juicio,
el último romano – solía referir un sueño que sin duda
sirvió de inspiración al Dante.

Decía Boecio que, cuando despertaba,


recordaba al espectador de una carrera de caballos. El
espectador estaba en el hipódromo y desde su palco
veía los caballos y la partida, las vicisitudes de la
carrera, la llegada de la cabalgadura vencedora a la
meta.

- Boecio no solo inspiró a Dante Alighieri –


acotó Hardoy - sino que a él (entre otros factores) se
atribuye la fe que iluminó al poeta.

- A eso quiero llegar. Pero Boecio sueña otro


espectador; ése es espectador del espectador y además
espectador de la carrera: es previsiblemente, Dios. Yo
agrego (y lo he escrito en mi vida mundana) que Dios
ve toda la carrera en un solo instante de su eternidad:
el arribo de los potros a la cinta, la largada, las
alternativas, la llegada. De un solo vistazo lo ve todo,
como también advierte toda la historia universal; de ese
modo, Boecio salva las dos nociones: la del libre
albedrío y la de la Providencia. Igual que el espectador,
Dios ve toda la carrera y, como él, no influye en su

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resultado, del mismo modo que no incide en nuestros


actos. Nosotros obramos libremente, pero Dios ya sabe
cual será nuestro destino final, del mismo modo que
sabe quién será el vencedor de la carrera. A mi juicio,
así ve Dios la historia universal; lo ve todo en un solo,
espléndido, vertiginoso instante que es la eternidad.

La tesis medieval me indujo a sostener la


infinitud de Dios, que hacía posible que todo y nada se
conjugaran en una sola mirada omnipotente. El principio
neoplatónico que se elaboró en la Edad Media (Edad
que, no obstante tantas calumnias, nos dio la idea de un
texto capaz de múltiples lecturas) sostenía la necesidad
de descifrar las leyes que rigen la estructura del
universo. Debo confesarle que intenté, vanamente,
encontrar sus claves, aunque, en la intimidad, dudaba
que ellas en realidad existieran.

Tal vez por eso pretendí en Nueva Refutación


del Tiempo acometer contra esa prisión trágica de
nuestra existencia mundana como son el tiempo y el
espacio. La futilidad de pretender desentrañar la
eternidad y el infinito (lo que nos conduce
necesariamente a encontrarnos en medio de un
laberinto) procuré desarrollarla en la Biblioteca de
Babel, que representa lo absoluto, es decir, la
acumulación de todos los textos que encierren lo que es
posible conocer (lo que, por supuesto, es imposible de
comunicar a los hombres, que son una mera expresión

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

de la limitación).

- Le aclaro, Borges – coincidió Hardoy - que


yo comparto esa visión de la omnipotencia divina y
también que el hombre, como las naciones, está
provisto por Él de suficiente libertad como para construir
su propio devenir. Ha existido un planteo acerca de la
omnipotencia de Dios: en una carta que le escribiera
Pier Damiani a Desiderio, abad de Monte Cassino,
alrededor del 1000 y pico, elabora un texto que se ha
llamado De divina Omnipotentia. Allí señala que le ha
escuchado decir a San Jerónimo que a pesar de su
omnipotencia, Dios no puede devolver la virginidad a
una mujer que la ha perdido: “si Dios es omnipotente,
¿puede hacer que lo que ha sucedido no hubiera
sucedido?” La reflexión se lleva al caso de Roma; no hay
dudas que si Dios lo desea, puede destruirla. Ahora
bien: ¿puede decidir que el gesto de Rómulo y Remo
fuera inexistente y que su fundación nunca ocurrió? Yo
creo que la respuesta está en la libertad que el mismo
Señor le otorgó al hombre; Damiani lo dice con palabras
tremendas: “¡… hombres vanos, sacrílegos negadores
del dogma, que oponen frívolas discusiones a quien
camina con simplicidad…!”

Vea, sino, el ejemplo de nuestra misma


patria: de nación rectora, objeto del deseo de los
hombres que se sentían desheredados del mundo, a
inscribir su nombre entre los países más despreciables,

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donde la corrupción carcome sus vísceras y la pobreza


la ha hecho descender a los niveles más subrrasantes
del universo. Todo eso ha ocurrido merced a esa libertad
que tuvo, aún para degradarse. Como argentino que
amó con pasión a su patria he visto con dolor el uso que
se hizo de la libertad que Dios le dio. Sólo me queda
confiar en que su misericordia infinita la beneficie con
los dones de su Providencia dándole otra oportunidad.

Decía Aristóteles que “no hay más bondad –


yo agregaría ‘e inteligencia’ – en el género humano -
continuó Hardoy - que la que Dios quiere otorgarle por
la misma virtud de Dios y por Su amor y
condescendencia. Y esto es así porque el hombre nació
perverso y no puede librarse de las redes de la iniquidad
sin la ayuda de Dios por mucho que se esfuerce o por
mucha que sea su voluntad”.

Mire, Borges, ese gran rey que tuvo Babilonia


y se llamaba Hammurabi, hizo inscribir en su inmortal
código: “¿Cómo puede librarse el hombre del mal que
lleva en sí mismo? Por la contemplación de Dios, por la
penitencia y el arrepentimiento; por la confesión de sus
pecados: en definitiva, sólo gracias al poder de Dios.
Algún día el propio Dios se manifestará a la vista de los
hombres encarnado como un hombre más”.

Dígame Borges ¿no es maravillosa esa


referencia? ¡Hammurabi reinó 2000 años antes de la
venida de Jesucristo! En eso creo que la cultura, lejos

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de fomentar la incredulidad, impone a la inteligencia el


uso de la razón para encontrarse con el mensaje de
Dios. Y la compasión del Creador se evidenció no sólo
en que envió a su propio Hijo a adquirir forma humana
para lavar los pecados del hombre, sino que, al haber
perdido éste el estado de gracia, quedó condenado a la
muerte eterna de la que únicamente pudo ser redimido
por medio de aquella. ¿No fue acaso eso mismo lo que
dijo Aristóteles, a quien recién citara?

- A veces me he preguntado si Dios – dijo


Borges como pensando en voz alta - de manera
deliberada, no redujo el reconocimiento del Mesías a un
acto de fe. Isaías escribió: “¿quién creerá que lo hemos
oído? ¿a quién fue revelado el brazo de Yavé?”. Las
Escrituras decían que nacería entre los judíos, pero esas
mismas profecías advertían sobre la incredulidad de
muchos. Debo decirle que yo también estoy adscrito a
esa tesis; descreo, por lo tanto, de la opinión de Dunne,
quien imagina que cada uno de nosotros posee una
modesta eternidad personal, que utilizamos al dormir
todas las noches. Según él, a cada hombre le está dado,
con el sueño, una pequeña eternidad personal que le
permite ver su pasado cercano … y también su porvenir
más próximo. Lo que pasa es que según Dunne, el
soñador ve todo esto de un solo vistazo, de modo
similar al que Dios, desde su vasta eternidad, de una
sola mirada ve todo el proceso cósmico.

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La desorganización está
dada en la ciudad o en el sueño; yo, por eso, he elegido
el laberinto para representar lo opuesto. En el laberinto
existe alguna distribución; es el lugar del caos, el
ámbito que contiene a muchas representaciones
homólogas del caos, la muerte, las tinieblas, la
enfermedad, el dolor, la ignorancia, la noche, el sueño.
Pero en el laberinto existe una cierta organización, una
mínima simetría.

¿Qué sucede al despertar? Como estamos


acostumbrados a la vida sucesiva, damos forma
narrativa a nuestro sueño, pero él ha sido múltiple y a
la vez simultáneo: no podemos relatarlo.

Alguna vez lo escribí y he debido acudir a la


ficción para referirme a ellos, pero tratando que fuera
accesible a la comprensión, aún cuando importara una
verdadera reflexión metafísica. Las ruinas circulares
vienen a contar que el sueño es la verdadera realidad.
En el relato de ese cuento, un hombre sueña con otro
hombre al que idealiza, pero al despertarse, su creación
desaparece y el propio protagonista descubre que él es
también un producto imaginario del sueño de otro
soñador.

Lo que he tratado de significar es que, de ese


modo, para el salvaje o para el niño los sueños son un
episodio de la vigilia; para los poetas y los místicos, es
posible que toda la vigilia sea un sueño.

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- Esto lo dice, de una manera más seca y


lacónica, Calderón de la Barca: “la vida es sueño” –
comentó Hardoy.

- También, con una imagen insuperable,


Shakespeare, agregó Borges: “estamos hechos de la
misma madera que nuestros sueños”. Y de una forma
espléndida el poeta austríaco Von der Vogelweide, quien
se preguntaba: “¿He soñado mi vida, o fue un sueño?”

Hardoy, sintiéndose como transportado con el


giro que tomaba la conversación, dijo:

- Lo que pasa es que el problema de la


eternidad va acollarado con el de la inmortalidad, que
aún en el plano inconciente es una aspiración
permanente del ser humano.

- En este tema pienso – señaló Borges - de


manera similar a Williams James (el único filósofo
norteamericano de importancia y que con su
pragmatismo iluminó y justificó la conquista del oeste)
cuando declara que es un problema menor; y, de hecho,
en “Las Variedades de la Experiencia Religiosa” apenas
le dedica una página al tema. James dice que el
problema de la inmortalidad personal se confunde con el
problema religioso y agrega: “… para el común de la
gente, Dios es el productor de la inmortalidad…”.

- Del mismo modo pensaba don Miguel de


Unamuno.

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- Si – dijo Borges en tono risueño - pero me


hacía gracia algo de Unamuno: aclarando que solo Dios
es el ser capaz de producir la inmortalidad, agregaba
que si él viviera varios siglos desearía seguir siendo
Miguel de Unamuno. ¿Se imagina Hardoy, tamaño
aburrimiento? ¡Por supuesto que yo no habría querido
continuar siendo Jorge Luís Borges! Si San Agustín no
hubiera existido (para afirmar que somos un individuo
único, creado así por la omnipotencia de Dios, cuya
alma espera el Juicio Final) tal vez mi deseo ocupara el
lugar de una flor o un tigre…

Mire Hardoy, algunas cosas quedan grabadas


para siempre en la memoria humana y aún se
recuerdan en este ámbito celestial. En cierta ocasión,
vino mi hermana Norah a casa y me dijo que pensaba
pintar un cuadro que se iba a llamar “Nostalgias de la
Tierra”, cuyo contenido sería lo que siente un
bienaventurado cuando está en el Cielo. Ella lo iba a
pintar con los elementos que memorizaba del Buenos
Aires de su infancia. Yo había escrito algo de contenido
similar, apoyando la doble condición: (humana y divina)
de Jesucristo. Lo imaginaba recordando un día de lluvia
en Galilea, el aroma que guardaba de la antigua
carpintería, y algo que es propio de la tierra y no se ve
igual en el Paraíso: la contemplación de la bóveda
estrellada, que Jesús habrá admirado (admirado de sí
mismo) desde su condición humana.

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Pero debemos obrar con cuidado, porque es


posible que para alentar el ingenio terrenal,
conjeturemos alguna herejía.

Pongo por caso un inolvidable poema de


Dante Gabriel Rossetti: se trata de una muchacha que
está en el Cielo y se siente desdichada porque su
amante ha quedado en la Tierra y lo extraña. Pasa el
tiempo y su amor no viene; más aún: no vendrá nunca
porque ha pecado y su destino no ha sido el Cielo; ella
continuará esperándolo por siempre. Decía James que la
inmortalidad del alma corresponde menos a la filosofía
que a la teología (por lo menos a algunas, agregaría
yo). Este callejón sin salida tiene una aparente solución
(si el hombre a través de la fe no espera el encuentro
con Dios como recompensa final): la trasmigración de
las almas, que es una respuesta poética y por supuesto,
más seductora que la otra, aunque naturalmente
inexacta, como expresara San Agustín. La poesía nos
permite imaginar que en la reencarnación seremos D
´Artagnan, Sócrates, o una rosa.

- Pero ya hemos dicho que San Agustín –


reflexionó Hardoy - destruyó la idea de la trasmigración
de las almas. Un antiguo amigo mío, Carlos Pedro
Blaquier, decía que el Pecado Original rompió la Alianza
de Dios con el hombre, pero el Padre envió a su hijo a la
Tierra para que con su muerte en crucifixión perdonara
aquel pecado y estableciera una Nueva Alianza. Y

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agregaba (creo que con una cuota indudable de ironía)


que esa era una característica de las antiguas
divinidades, que requerían sacrificios humanos para
aplacarse.

La impresión de que mi amigo utilizara la


sorna para expresar ese pensamiento la fundo en que
con absoluta convicción afirmó que Jesús había muerto
en la Cruz por todos los hombres, para el perdón de sus
pecados, lo que hace suponer que todos los seres
humanos, aún los no bautizados, serán recibidos en el
Cielo. No fue un “sacrificio humano” (como entiendo
decía con sarcasmo Carlos Pedro) sino el acto
maravilloso de la Redención.

Borges, usted ha nombrado a Sócrates -


continuó Hardoy. Quizá lo más admirable del diálogo
que escribió Platón fue la reflexión de Sócrates el día
que habría de beber la cicuta. Sentado en la cama, se
refriega las rodillas porque le han sacado los grillos que
lo encadenaban. Dice: “Qué raro. Las cadenas me
pesaban; eran una forma de dolor. Ahora siento alivio
porque me las han sacado: el placer y el dolor van
juntos, son dos gemelos”. ¡Qué admirable! En el último
día de su vida, no dice que está por morir sino que
reflexiona: el placer y el dolor van juntos. A mi juicio,
este es uno de los momentos más conmovedores de
toda la obra de Platón: nos muestra a un hombre
valiente, que está por morir y no habla de su muerte

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inmediata.

- Luego sobreviene uno de los instantes más


estremecedores – agregó Borges -: Sócrates dice a sus
discípulos que debe tomar el veneno ese día y se genera
una discusión apasionante. Sócrates les informa que
existen dos sustancias: el alma y el cuerpo y que
aquella puede vivir mejor sin el estorbo de éste. (Para la
doctrina de ese tiempo, el cuerpo era la cárcel de la
psiquis).

Esto me recuerda un mito que me conmovió:


se decía que Demócrito se había arrancado los ojos para
poder pensar mejor, para que el mundo externo no lo
perturbara. ¡Esa anécdota no puede superar los
umbrales de la fantasía! Dígamelo a mi, que en mi
existencia humana tuve el placer de los libros … y la
amargura de la noche.

- Yo, por mi parte – dijo Hardoy - puedo


recordar a Dante, que decía estar “en la mitad de la
vida”, haciendo mención a las Sagradas Escrituras que
la estimaban en 70 años (en nuestra existencia
mundana ambos superamos con holgura ese límite). Yo
deduzco, por una simple regla aritmética, que Alighieri
tenía en ese momento 35 años; según él, la conciencia
del hombre tiene anhelos, esperanzas, apetencias,
temores, que no se corresponden con la duración de la
vida. Tal vez, pensando en esto, Santo Tomás dejó esa
sentencia tremenda: “La mente espontáneamente desea

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

ser eterna, ser para siempre”.

- Si, pero podríamos responder que desea


otras cosas también; muchas veces anhela cesar - dijo
con agudeza Borges. De otra manera, ¿cómo se
explicaría el suicidio?

- Lo que ocurre es que al temor de vivir y al


miedo de cesar se le contrapone su reverso: la
esperanza - refutó Hardoy.

- Pero el ansia de vivir para siempre – agregó


Borges - no es necesaria para realizar las expectativas
trazadas en la existencia humana. Yo personalmente, no
la deseaba (la eternidad) y al contrario, la temía; me
parecía espantoso pensar que iba a continuar, en que
iba a persistir siendo Borges. Le confieso, Hardoy, que
estaba ya harto de mi mismo, de mi nombre y de mi
fama y la muerte física era la liberación de ese peso.

- Usted podría repetir a Tácito: “No con el


cuerpo mueren las grandes almas”, pero si lo hiciera
estaría confrontando a Dios, para quien todas las almas
son iguales y todas tienen como destino final la
eternidad - dijo Hardoy con tolerante sinceridad.

- Estoy de acuerdo – coincidió Borges - Tácito


creía que la inmortalidad de las almas era un don
reservado a algunos y, por lo tanto, no le atribuía ese
derecho al vulgo. Sostenía que ciertas almas ganaban el
derecho a ser inmortales y que, después del Leteo

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socrático, merecían recordar quiénes habían sido.

Goethe retoma este pensamiento después de


la muerte de su amigo Wieland: “Es horrible suponer
que haya muerto inexorablemente”. Cree en la
inmortalidad personal de Wieland, no en la de todos.

Con una poesía maravillosa (que en forma


textual no recuerdo), Lucrecio le decía al lector que no
se condoliera porque le faltaba todo el porvenir; lo
inducía a que pensara que, sin embargo, con
anterioridad, había existido un tiempo infinito. “Que
cuando naciste ya había pasado el momento en que
Cartago y Troya guerreaban por el imperio del mundo.
Sin embargo, ya no te importa; entonces, ¿cómo puede
importarte lo que vendrá?”.

- Hace un instante, Borges – agregó Hardoy -


usted me preguntó si tenía sueños. Y yo, incapaz de
olvidar mi antigua condición humana, le respondí en
tiempo presente; en rigor de verdad, tendría que
haberle contestado que los tenía, pero en mi vida
humana, en la Tierra.

Ahora, en la neutralidad de este espacio,


debo decirle que los teólogos definieron la eternidad
como la simultánea y lúcida posesión de todos los
instantes, pasados y venideros, y anticipaban que se
trataba de uno de los atributos de Dios. Dunne, a quien
usted citó momentos antes, señalaba (a mi juicio con

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error) que ya estamos en posesión de la eternidad y que


nuestros sueños lo corroboran. Según él, en ellos
confluyen el pasado inmediato y el porvenir limítrofe.
Dice que en la vigilia recorremos a velocidad uniforme el
tiempo sucesivo y en el sueño, en cambio, abarcamos
una zona que puede ser muy amplia; es decir: soñar es
coordinar los vistazos que suministra esa contemplación
y urdir con ellos una historia.

Es claro que esa historia suele ser


disparatada. He soñado, mientras integraba el Congreso
Nacional, que ese Parlamento se encontraba en Europa;
no importa el país. Más aún; en la nebulosa que precede
el despertar, me imaginaba formando parte de ese
Parlamento integrado por miembros de distintos países,
que existieron en diferentes épocas. Allí estaban
Castlereagh y Churchill, mezclados con Clemenceau y
Gambetta, con Ferri y Cavour, con Bixio y Canning. Ese
sueño lo registré en distintas ocasiones y en ellos me
sentía empequeñecido, incapaz de articular palabras y,
menos aún, elaborar un discurso. Mantuve en silencio
ese sueño que homologaba en mi contra una absoluta
incapacidad oratoria y ahora pienso que puedo
proclamarlo: era un mensaje de Dios, que me informaba
sobre las limitadas posibilidades de mi inteligencia y los
alcances reducidos de mi condición humana, sujetas
ellas a las circunstancias, como diría Ortega.

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CAPÍTULO 7

Los Derechos Humanos

El encuentro entre dos personas de nivel


superior no podía eludir la consideración de un tema
que ha dividido al pueblo argentino: la guerra fratricida
que desataron grupos radicalizados que actuaron
durante la vida de nuestros contertulios

Con hipocresía, ánimo revanchista,


utilizando en forma desmedida el poder para satisfacer
un espíritu de venganza que responda a una guerra
militarmente perdida por quienes la iniciaron, un sector
del país pareciera haberse apropiado de esos derechos
para hacerlos flamear como una bandera.
Irónicamente, los portadores de esa ideología fueron,
precisamente, quienes desataron la violencia sangrienta
en la Nación. Borges, con preocupación, decía:

- Dígame Hardoy ¿usted cree en los derechos


humanos?

- Permítame que invierta la pregunta -


respondió Hardoy: ¿puede alguien no creer en la
vigencia de los derechos humanos? Creo que a este

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

respecto se ha producido una irónica inversión de las


identidades o preferencias; quienes en los momentos
clave de la historia abjuraban de esos derechos se
erigieron después en campeones de los mismos.
Paradójicamente, los que tradicionalmente los tuvieron
como estandarte, son señalados como si pendiera sobre
ellos una acusación. Pero vuelvo a repetir: esto pasa en
especial en nuestro país y no son más que las ironías
propias de nuestra existencia como nación. Esa es la
razón de todas las confusiones y, tal vez, la llave que
permite abrir la puerta a su pregunta.

- Mi inquietud era por esa causa - dijo


Borges; quería escuchar de usted lo que para muchos
de nosotros resulta una obviedad. ¿Se acuerda que por
esa paradoja me fue negado un premio? Después me
dijeron que la propia Academia Sueca había reconocido
su parcialidad.

- Voy a decirle, ante todo – expresó Hardoy


con aire cansado - que hablar sobre esta materia es
volver a un tema que me resulta reiterativo y, repito,
como una obsesión. En esta disciplina – como en tantas
otras – es imprescindible remitirnos a la Constitución de
1853.

Esa Carta fue un instrumento maravilloso,


gracias a la cual nuestro país ingresó a la aristocracia de
las naciones más descollantes del mundo. (Dicho sea de
paso, también fue un importante tratado de paz – como

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

dije ya en varias ocasiones - pues puso fin al histórico


enfrentamiento entre unitarios y federales).

- Eso que dice es cierto –agregó Borges -


aunque ya los principales jefes del partido unitario
habían aceptado el federalismo. Pongo por caso a
Lavalle, un campeón del unitarismo, a la sombra de
cuyas banderas fusiló a Dorrego; cuando hizo la
campaña del ejército Libertador contra Rosas, levantó al
tope de sus legiones la divisa federal.

- Si, pero esos eran los jefes militares –


replicó Hardoy - incluso si usted quiere, Borges, puede
extenderlo al general Paz; el pensamiento unitario
todavía estaba intacto, manifestado por los Alsina,
Agüero, Varela, Mármol, Avellaneda. Volviendo al
comienzo, es decir, a su pregunta inicial, la Comisión
que en el Congreso de 1853 preparó el proyecto de
Constitución decía que se había preocupado
especialmente por atender este tema.

La coincidencia de Borges fue total:

- Es que, entre otras cosas, gracias al


contenido de la sección dedicada a las “Declaraciones…”
nuestro país afrontó el inmenso desafío de aceptar
masas de inmigrantes. Digamos también que fue
afortunada la inspiración en la Constitución de los
Estados Unidos, que tanta autoridad ejerció sobre la
nuestra; resultó innegable la influencia anglosajona en

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ese texto.

- Iría más lejos aún - volvió a la carga


Hardoy -. La inmigración (que no fue irrestricta) formó
parte de un plan estratégico: fue concebida como una
de las palancas del desarrollo y esa fue una de las
causas por las cuales se redactaron esas “Declaraciones
….”. Para que todos los habitantes del mundo que
decidieran ingresar a la Argentina supieran que habría
una Ley Suprema que les brindaría protección y daría a
sus negocios y derechos seguridad jurídica (y una Corte
de notable prestigio, sabiduría y contenido de justicia),
imprescindible para que resultara atractivo venir al país.
También para que supieran que debían atenerse a sus
leyes; que estas no estaban de adorno. Por eso, no
debe minimizarse la injerencia de Alberdi; fue genial su
visión acerca de que el desarrollo, por ese entonces,
dependía de la inmigración europea.

Vea Borges, ya por ese tiempo – continuó


Hardoy - Pellegrini le había recriminado a Roosevelt
(Teodoro) que a nuestro país únicamente llegaban los
inmigrantes que no habían conseguido entrar a Estados
Unidos. “Solo nos llega lo que ustedes descartan”, decía
el Gringo un poco en serio y otro poco para apurar al
presidente norteamericano. Pero Roosevelt le señaló
que con la política que venía aplicando el país, muy
pronto esa inmigración se convertiría en una oleada
irrefrenable. Y así fue, gracias a Dios.

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- La Ley Suprema y el indudable prestigio del


Poder Judicial se encargaron de hacer el resto – acotó
Borges.

- Es que sin una Corte ejemplar y


“enamorada de la Justicia” – insistió Hardoy - los
derechos humanos – como todos los derechos
individuales – se convierten en letra muerta. Los
constituyentes de 1853 se preguntaban: “¿cómo hacer
para que el gobierno federal proporcione a la Nación
respeto y reputación exterior, paz intestina y
desenvolvimiento del comercio, de la industria y de la
población?”. Y de inmediato, la Convención
Constituyente les dio respuesta: para eso estaban “los
medios consagrados en las ‘Declaraciones y Garantías’”.
Y la verdad es que esos hombres acertaron con el
procedimiento, pues la inclusión de este capítulo, unido
por supuesto al control que ejerció siempre la Corte
Suprema de Justicia, ese gran “vigilante de la
Constitución”, quedó asegurada la convivencia civilizada
que permitió el progreso impresionante de que gozó la
nación.

- Por eso, Hardoy - sentenció con nostalgia


Borges - es interesante observar cómo a través del
tiempo son siempre las mismas fuerzas las que
intervienen en la lucha política y social. Sus rótulos
varían; toman otros nombres, van al combate con
diferentes banderas, pero a poco que se profundice el

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análisis se advierte que el conflicto es sustancialmente


igual. .

- Fíjese que en la actualidad ya no son el


autócrata que se amparaba en el derecho divino, ni el
caudillo bárbaro que se jactaba de despreciar los
principios y la ilustración. Ya no son ellos, como en los
siglos XVIII o XIX – Hardoy se había entusiasmado y
volcaba los conceptos sin solución de continuidad - los
que dan batalla contra románticos y liberales. En los
tiempos modernos, el monarca autocrático y el caudillo
feroz han sido reemplazados por los que invocaban la
representación de las masas, quienes siempre hacían
flamear banderas de doctrinas políticas totalitarias o
concepciones sociales colectivistas. Ellos fueron los
nuevos enemigos que lucharon contra los defensores de
los derechos del individuo, de las formas democráticas
tradicionales y de la libre actividad económica. En una
palabra: son los eternos enemigos de la libertad. .

- Lo que ocurre, Hardoy, es que nadie, de


buena fe, sin concesiones falaces a la demagogia, puede
discutir hoy que el hombre como tal, como persona,
como ente moral y jurídico, digamos, es quien cuenta
en definitiva - señaló un Borges que a esta altura sentía
el contagio de la pasión que rebalsaba a su interlocutor
-. Lo que es realmente paradójico es que aún los más
exagerados partidarios del predominio de la sociedad y
del Estado frente al individuo, se justifican a si mismos

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invocando y proclamando una mentira: son tan audaces


como para afirmar que defienden los derechos
individuales y sin temor a que les crezca la nariz como a
Pinocho, se definen a si mismos como abanderados de
los derechos humanos.

- Vea, Borges, un tratadista francés, Georges


Burdeau, decía con aguda percepción – expresó Hardoy
haciendo una pausa - que “en su principio, el derecho
social no se oponía al derecho del hombre de estilo
tradicional; al contrario: lo complementaba y
prolongaba, agregando, al ejercicio, el goce”. Pero
después vinieron las ingenierías sociales, los gulags, las
cárceles del pueblo, el paredón y los fusilamientos. De
aquellos derechos humanos, cuando los enarbolaron los
aún hoy llamados “jóvenes idealistas”, nada quedó.
Iniciaron la destrucción de la organización jurídica y
social de la patria.

Al derecho clásico, que afirma la libertad del


hombre, el derecho social debería adjuntarle la
posibilidad de ser libre. No existe en la doctrina
moderna ningún derecho social que no pueda vincularse
con lógica a alguno de los principios enunciados por el
pensamiento democrático clásico. Con lo cual, volvemos
a uno de los supuestos iniciales: no hay mejor forma de
gobierno que la que deriva del sistema democrático, aún
cuando éste sea imperfecto. Pero la democracia debe
ser aceptada siempre, no solo cuando ella sirve para

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consagrar el poder de turno, que la invoca para


desnaturalizarla, al privar de su goce a quienes no
tienen su mismo pensamiento.

- Es que la libertad es una entidad suprema –


reflexionó Borges. Desde que ella ha sido erigida en
valor absoluto, todo esfuerzo para liberar al individuo
está legitimado por el servicio de la libertad. ¿No es
acaso éste el razonamiento que expuso Lugones en su
magnífica biografía de Sarmiento, al explicar las
alianzas de los unitarios con Gran Bretaña y Francia? Se
encontraban ideológica y moralmente amparados en su
concepción universal: si la patria estaba gobernada por
un tirano, se justificaba todo tipo de alianzas que
permitiera derrocarlo y restablecer ese presupuesto
absoluto que era la libertad.

- Lo que pasa, Borges – agregó Hardoy con


entusiasmo - es que el proyecto frecuente de los
“progresistas” por anatematizar a sus adversarios está
presidido por el absurdo: ¡procuran ellos proclamarse
defensores de principios sociales “contra” quienes
sostienen los derechos individuales! En lo fundamental,
no hay contradicción o incompatibilidad entre los
derechos individuales y los sociales, ya que éstos
perseguirían también la realización de aquellos aunque
por otros medios.

No obstante hasta allí, aunque leal, es una


confrontación que está llamada a fracasar. El absurdo, la

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incongruencia patológica, la paradoja, se consuma


cuando los enemigos de los derechos individuales, de
los derechos humanos, se mimetizan con esa misma
ropa que repudian para simular ser defensores a
ultranza de los derechos del hombre y perseguir a
quienes siempre los han enarbolado sin alharaca ni
sonsonete. Tenía razón Cervantes cuando su ingenio
literario puso en boca del ilustre hidalgo aquella
sentencia inolvidable: “Cosas veredes, Sancho…” –
concluyó Hardoy con una mueca amarga en la cara.

- Pero, en definitiva – complementó Borges -


al agitar esos principios, aún cuando lo hicieren con
hipocresía y falta de autenticidad, quedaban obligados a
aceptar total conformidad sobre las bases éticas que
regulan la convivencia de los individuos. Para alegría y
confort de los tiempos actuales, nos da tranquilidad la
seguridad de que, de ese camino, no puede volverse
atrás, no tiene retorno. En el futuro el Estado estará
obligado a respetar esos derechos. En el fondo, significa
el triunfo de los principios del cristianismo, y es
indudable que mientras ellos subsistan, sobrevivirá la
civilización que él ha creado. Dar máquina atrás sería
como arrojarse tierra a la cara; algo impensable,
aunque ….

- A pesar de que el proyecto de Constitución


de Europa le reconoce al continente haber tenido origen
en la Grecia clásica – caviló Hardoy -, pero le niega su

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impronta cristiana; “Sócrates si, Jesús no”, diría algún


compatriota que en su momento aplaudió “alpargatas si,
libros no”.

- Bueno, Hardoy, no usurpe mi papel


antiperonista – dijo, con buen humor, Borges. No olvide
que más que las ponderaciones que recibí por mi
modesto aporte a la lengua española, me sentí orgulloso
de haber contribuido como escritor a que mi
pensamiento político tuviera el contenido de un símbolo.

-Me he descubierto siempre ante su valor


testimonial – acotó Hardoy -, pero recuerde que durante
una década estuve encargado de los editoriales de La
Prensa, diario que también fue un símbolo del atropello
y el desdén por las normas positivas (y mucho más por
las morales).

- Esta coincidencia – aunque la nuestra es


verdadera, no presentamos fisuras ni mantenemos
objeciones que homologuen un enfoque diverso (a pesar
de las estocadas cordiales que nos dispensamos) – me
recuerda una importante reunión que la fracción
francesa de la UNESCO había sostenido en su país – dijo
Borges haciendo gala de su famosa ironía humorística.
La delegación estaba dividida en dos; ambos grupos
sostenían posiciones violentamente antagónicas
respecto de los derechos humanos y a pesar de los
pronósticos negativos llegaron a un acuerdo. Esto
despertó la curiosidad de todo el mundo, pues los

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enfoques eran absolutamente opuestos. Ellos


respondieron: “Estamos de acuerdo sobre estos
derechos con tal que no se nos pregunte el porqué.
Porque con el ‘porqué’ empieza la disputa”.

Aceptó Hardoy, con una sonrisa, la digresión


de su interlocutor y señaló:

- A mi juicio, el fundamento filosófico de los


derechos del hombre corresponde al derecho natural, lo
que les confiere carácter inalienable y sagrado. En las
modernas constituciones democráticas, las
declaraciones de derechos no sólo se mantienen sino
que se extienden y perfeccionan. En ese sentido, la
Asamblea General de las Naciones Unidas en su reunión
de 1948 le dio al tema carácter ecuménico: “Todos los
seres humanos nacen iguales en dignidad y en
derechos. Ellos están dotados de razón y de conciencia
y deben proceder unos con respecto a otros con espíritu
fraterno”.

Coexisten, así, los derechos, por así decirlo,


“viejos” con los “nuevos”. Como puede observarse,
aquellos consagran una cierta “protección” al hombre
frente al Estado; éstos reconocen un “crédito” del
individuo contra el Estado. Los primeros, confieren al
individuo el medio para impedir que el Gobierno cometa
ciertos actos en su perjuicio. Los segundos, le otorgan
la facultad de exigirle que realice determinadas acciones
en su beneficio (derecho de huelga, a una remuneración

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justa, un estatuto para los trabajadores, la protección


de la familia, etc.). Tal vez, por esta circunstancia, se ha
dicho que los “nuevos” derechos plantean una
ambigüedad jurídica: ¿son derechos del hombre o
deberes del Estado? Es evidente que éste queda
obligado a protegerlo aunque aquél no lo pida y aún
cuando pudiera no quererlo.

Entrecerrando los ojos, como si adivinara el


pensamiento del otro, Borges dijo:

- Dígame Hardoy, ¿usted cree que también el


hombre, el individuo, no ya solo el Gobierno como
representación del Estado, puede violar esos derechos?

- Los derechos humanos fueron concebidos


como un medio de protección de los derechos del
individuo. No solo frente a la omnipotencia del Estado,
sino, ciertamente, para cualquier movimiento que
pretendía ejercer o imponer un sistema político
institucional por la fuerza. En otras palabras, los
derechos humanos son garantía de los pueblos en
contra de todos aquellos que desde el poder o fuera de
él, quieren conculcarlos como medio de destrucción de
un sistema, más allá de la protección individual.

Por eso cabe preguntarse: ¿qué pasa cuando


los hombres no actúan ya por sí solos, de manera
individual, sino organizados? En los últimos tiempos
proliferaron las organizaciones irregulares, las fuerzas

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de choque, los “guerrilleros” con sus formaciones


militarizadas en las que existen rangos y jerarquías para
la imposición de la disciplina y el cumplimiento de las
órdenes. También es cierto que han instalado métodos
crueles por naturaleza: fusilamientos sin derecho a
defensa de sus propios miembros, asesinatos a los
adversarios políticos, secuestros, torturas, cárceles del
pueblo, etcétera. Actos, en fin, de terrorismo, como
explosiones indiscriminadas capaces de destruir
colateralmente a extraños, homicidios de agentes del
orden y robos destinados a financiar esas
organizaciones clandestinas. Esto nos lleva a la
situación imperante en nuestro país durante la primera
década del tercer milenio. Se aplicaron a muchísimos
procesados normas penales que no tenían vigencia al
momento de la producción de los hechos que se les
imputaban. Sin perjuicio de ello, se han invocado
acuerdos internacionales, que se suscribieron con
mucha posterioridad a esos hechos y, por si fuera poco,
han sido omitidos dos aspectos fundamentales del
derecho criminal: la irretroactividad de la ley penal y la
prescripción por el transcurso del tiempo. Borges: de un
plumazo se retrocedió más de 1000 años en esa
materia; estamos como en la Edad Media que, dicho sea
de paso, los sectores “progres” califican de oscurantista.

- Yo no he tenido una formación política ni


jurídica como usted, pero entiendo que la doctrina
clásica – opinó Borges - ha repudiado los actos

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criminales enmascarados en delitos políticos. Es irónico


que quienes debieran ser procesados se conviertan en
jueces.

Más aún; he leído a un autor serio que decía


que, en cierta ocasión, un terrorista francés colocó un
explosivo en las vías del tren que conducía al emperador
Napoleón III con su Corte a Calais y que debía estallar a
su paso. El artefacto fue desmantelado por la policía
antes de detonar y el autor – un hombre de apellido
Jacques – huyó a Bélgica. El gobierno de ese país lo
detuvo para devolverlo a Francia, pero un recurso llevó
a la Corte de Justicia a negar su entrega. Los franceses
retiraron el reclamo para evitarle a un gobierno amigo
una disyuntiva de hierro: o complacía el requerimiento
francés y desobedecía a sus jueces o viceversa.

Nuestro país conoció diversos episodios


puntuales en el pasado. Durante el motín radical de
1905, que tuvo por jefe a Yrigoyen, los conjurados de la
provincia de Mendoza asaltaron la sucursal del Banco de
la Nación, se robaron $200.000 y cuando fracasó el
alzamiento huyeron a Chile con el dinero. ¿Fue ese un
delito político? ¡Y me he enterado, hace poco, que
nuestro Gobierno negó la extradición a Chile de un
ciudadano de esa nacionalidad acusado en su país de
haber asesinado a un senador y participado de un
secuestro! A la inversa, nosotros condenamos a un

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ciudadano de Chile acusado de supuestos crímenes


destinados a personas de signo opuesto a las víctimas
del anterior. ¡Me pregunto que opinarán en los países
centrales de nuestros jueces!

Retomo la historia. Al final, los fugitivos que


habían huido a Chile regresaron al país con motivo de la
sanción de la ley de amnistía, aquella que diera origen
al inolvidable discurso póstumo de Pellegrini. ¿Lo
recuerda? “¿Quién perdona a quién? ¿La víctima o el
victimario?” Pellegrini hablaba de “la penúltima ley de
amnistía”, porque decía que siempre habría ocasión de
sancionar una nueva ley de olvido hasta tanto no se
removieran las causas que daban origen a los
levantamientos.

Claro está que, por ese entonces, la falta de


una ley de sufragio secreto era la que impulsaba las
rebeliones. Los hechos violentos que ocurrieron durante
nuestra vida reciente reconocen un origen más
complejo. Por eso pienso que una ley de olvido, una
sincera amnistía, puede constituir el único modo de
poner fin a una guerra que continúa vigente en espíritus
que se consideran injustamente perseguidos y
adversarios que procuran la satisfacción pequeña de la
vendetta. Como hombre surgido de las filas
tradicionales del conservadorismo abomino de los
ideólogos, con sus alambicadas elaboraciones de
ingeniería social. Siempre me he inclinado por los

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procedimientos sencillos y eficaces y, para conseguirlos,


no me he preocupado por recurrir al archivo de nuestros
adversarios.

Estoy convencido – voy a repetirlo hasta


cansar a mis interlocutores – que todos los derechos y
garantías deberían estar asegurados por un Poder
Judicial (y en especial, por su Corte Suprema de
Justicia). De nada hubiera servido la proclamación
solemne de esos derechos y garantías si la misma
Constitución no hubiera creado los medios legales que
permitieran hacerlos efectivos. Si falla el Poder Judicial,
debemos despedirnos de esos derechos y, cuando ello
sucede, la noche más oscura se abate sobre el país.
Felizmente, la Constitución histórica los creó, y fue una
gloria para el derecho argentino aplicarlos, hasta que
aparecieron quienes tuvieron la osadía de liquidarlos,
sumiéndonos en aquella oscuridad.

Creo que la admiración que usted siente por


el sistema anglosajón debería quedar exaltada por el
notable acierto que los constituyentes tuvieron en
aceptar el régimen norteamericano. La Constitución de
1853 previó un mecanismo judicial que impuso un
Tribunal cuyas sentencias ninguna otra autoridad podía
modificar o derogar.

- Siga, por favor, que esta reflexión me


atrapa - lo interrumpió Borges con entusiasmo.

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Hardoy continuó:

- Claro que después pasó mucha agua bajo el


puente; la Corte era “el vigilante de la Constitución” y al
decir de Joaquín V. González, “la ley suprema requería
un tribunal supremo y al establecerlo en esa forma, el
admirable sistema de nuestro gobierno creó una fuerza
secreta e indestructible que circula por todo su
organismo y le comunica siempre nueva savia y
vitalidad”.

La propia Corte, en alguna de sus


composiciones inolvidables, ha dicho que es el
intérprete final de la Constitución, el último resorte al
que la libertad de un individuo puede recurrir. De nada
valdrían inmensos recursos económicos, convenios de
trabajo de alta conveniencia para los trabajadores,
subsidios infinitos, si el Poder Judicial no existiera o
fuera un barniz, la simulación de una justicia ecuánime,
la burla a una potestad de equilibrio y sensatez o la
subordinación a mandas del poder ejecutivo o de las
ideologías dominantes. Cuando ello ocurre, hay que
despedirse del derecho y la justicia.

Fíjese que no por nada, la propia Corte ha


dicho en un célebre fallo, refiriéndose a sí misma, que
“un tribunal, al que se fijan reglas de criterio y al que se
hace responsable, no será nunca, no podrá ser, aunque
quiera, un tribunal arbitrario. El poder Judicial, por su
naturaleza, no puede ser jamás el poder invasor, el

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poder peligroso, que comprometa la subsistencia de las


leyes y la verdad de las garantías …”. Pero, repitiendo
otra vez la sabiduría de Cervantes: “cosas veredes,
Sancho…”

Esas consideraciones no anticipaban una


Corte sumisa, genuflexa; el inmenso poder que la
Constitución le confiriera no puede ser admitido en una
Corte que fallara a sabiendas contra el derecho, o
mirando para el costado. ¿Qué ocurriría Borges, si esas
facultades pasaran a manos de jueces prevaricadores?
En los períodos en los cuales el poder Judicial da
muestras de sumisión al Ejecutivo, en los que tiñó sus
fallos con una pátina política, complaciente a
determinadas ideologías, ese imperio del derecho y la
justicia sucumbió. La Argentina sufrió duramente en sus
instituciones el menosprecio contra la independencia y
jerarquía del Poder Judicial. Testimonio claro dentro de
un sistema formalmente democrático fueron los
gobiernos que tanto usted como yo padecimos con
persecuciones personales.

En los Estados Unidos, la Corte tuvo tanta


importancia que sobre ella llegó a construirse lo que se
llamó “el gobierno de los jueces”. Tampoco es justa esa
abusiva intromisión; Cortes enérgicas frenaron a
presidentes impetuosos como Andrew Jackson, pero
también impidieron el avance de Congresos
renovadores como los de Franklin Roosevelt.

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

Me inclino por el prestigioso equilibrio y


sabiduría que iluminara a jueces supremos de nuestro
país, que en algunas de las composiciones que tuvo el
tribunal máximo fueron un dechado de virtud
republicana y testimonio de sapiencia del derecho. Por
cierto, han existido algunas integraciones cuyos
nombres es mejor olvidar. Ello ocurre incluso con el
despotismo del gobierno pseudo democrático de raíz
absolutamente totalitaria.

Vea Borges, he asumido como un timbre de


honor del que me siento orgulloso, que se haya dicho
que la Corte histórica, aquella que fue ejemplo y norte,
fuera un expediente conservador, una manera de hacer
más lenta y gradual la evolución. En una nación como la
nuestra, sujeta a las más irregulares mutaciones, ello
constituye una prueba más de la prudencia que es justo
atribuirnos a los conservadores.

La Corte Suprema histórica, con el carácter y


las atribuciones que le diera la Constitución de 1853, ha
contribuido de manera principal a mantener, aún en
momentos difíciles, los derechos de las minorías
políticas y sociales y a favorecer un progreso orgánico,
sin bruscos avances ni retrocesos.

Ésa fue la mejor garantía para los derechos


humanos y ése es su mejor título en la historia del país,
sin cobardías aberrantes ni venganzas oportunistas.

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CAPÍTULO 8

Gardel

Como suele ocurrir en una larga conversación


de amigos, los temas sobresalientes fueron alternando
con los frívolos. Este diálogo no podía escapar a esta
fatal consecuencia y, como muchachos sorprendidos por
la brusca media vuelta del profesor que se encuentra
frente al pizarrón, la conversación tomó un sesgo trivial
y alegre. Dijo Hardoy:

- ¿Sabe, Borges? Me pareció ver hace un


momento a Gardel. Personaje típico de la Argentina de
la primera mitad del siglo XX, donde estaba asegurado
el ascenso social de quienes intentaran, con
condiciones, la empresa prodigiosa del progreso.

Vea, recuerdo que cuando, en 1982, el


Jockey cumplió 100 años de su fundación, Manucho
Mujica expresó, a través de un libro que ilustró ese
acontecimiento y en términos exactos, que bien podrían
aplicarse a Gardel, el sentido moral de esa institución.
Dijo algo así como que el Club no estaba destinado a ser
exclusivamente un ámbito orientado a los aspectos

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

livianos del confort y el halago, sino a constituirse en un


testigo activo de la transformación social del país. Sin
duda, se refería a que su acceso no estaba confinado a
los que tuvieran el beneficio de la buena cuna; más
bien, a todos los que demostraran cultura y señorío.

- Fui íntimo de Manucho – respondió Borges.


Con él compartimos momentos inolvidables; más aún,
junto a él y Silvina (Bullrich) compusimos un trío
divertido, que en muchas oportunidades nos halagó con
humor. Viniendo el juicio de Manucho Mujica Lainez no
me extraña la agudeza de su veredicto y el acierto de
sus conclusiones.

A no dudarlo, su obra más famosa fue


Bomarzo, pero a mi juicio La Casa o Los Ídolos (que yo
mismo prologué) tuvieron menos prensa, pero fueron
más brillantes. Incursionó también en el género
biográfico y la semblanza de Cané (a quien admiraba)
ha sido impecable.

Pienso - volviendo al Jockey – que, por otra


parte, ése fue el designio de sus inspiradores, fueran
ellos Pellegrini o Cané. Creo haber leído que Cané le
decía, a su amigo en una carta, que el Club debía
constituirse a imagen de sus similares de Europa, pero
diferenciarse de ellos en que tendría que estar abierto a
todos los hombres que demostraran caballerosidad,
dotes sociales de convivencia, afán por la cultura y la
distinción. Para ser justos y objetivos no fue el Club de

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los terratenientes; de hecho, Pellegrini no lo era y la


poca tierra que había recibido su mujer de herencia la
vendió para pagar una deuda sin vencer que tenía con
el Banco Nacional.

Por lo demás, me tiene sin cuidado Gardel.

- Yo también guardo un afectuoso recuerdo


de Manuel Mujica Lainez – coincidió Hardoy, haciendo
caso omiso de la frase peyorativa destinada a Gardel.
Nunca voy a olvidar que en las elecciones de 1951,
cuando carecíamos de toda expectativa electoral, aceptó
ser nuestro candidato a diputado nacional por la Capital.
Se afilió al partido Demócrata Nacional y asumió la
candidatura como un deber y un sacrificio. Ése era
Manucho: irónico, escéptico, experto en burlarse de sí
mismo, pero de un compromiso con sus convicciones
inconmovible. Su apreciación respecto de la misión del
Club fue impecable: suponer que Pellegrini – nada
menos – hubiera sido el alma mater de una institución
carente de objetivos políticos es ver solo los aspectos
superficiales del hecho. Sería como tomar el rábano por
las hojas.

Por supuesto que se cometería una necedad


si se negara que en la intención de Pellegrini no
existiera el propósito de fundar un Club que fuera “más
cómodo que la casa de cada uno de los socios”, según
sus propias palabras, donde primaran el arte, la
distinción, el buen gusto. Incluso en un aficionado al

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turf como era el ex presidente, es explicable la intención


de identificar en un book los linajes de todos los
caballos que compitieran en el país. Pero Pellegrini y sus
amigos ya avizoraban el cambio que habría de producir
en la Argentina la inmigración, palanca del desarrollo
programado. Sabían que sus hijos, nacidos en el país,
iban en algún momento a reclamar un lugar en la
administración del poder, en las Fuerzas Armadas, en la
Justicia, en el manejo de la Universidad. Era necesario
crearle condiciones apropiadas para su inserción, para
que se sintieran exclusivos, para que, en una palabra,
persiguiendo la hidalguía, dejaran atrás la pobreza
extrema de sus ancestros.

Por desgracia, no ocurrió así. Por qué


sintieron un rencor opresivo y ciego hacia las clases
superiores del país, es algo difícil de explicar; quizá
merezca un estudio desinteresado y neutral.

Tal vez, las mofas referidas a sus orígenes


fueron excesivas. Quizá la referencia burlesca al
hacinamiento inicial haya sido demasiado cruel. Lo
cierto es que los hijos de los inmigrantes, que fueron
destacados profesionales, emprendedores valiosos, se
volvieron contra esa sociedad que, irónicamente, se
había abierto para que su estancia en el país fuera
diferente de la que habían padecido sus padres en
Europa. Hijos de obreros, no estarían destinados a
continuar – si tuvieran condiciones y empeño – en la

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misma profesión de sus antepasados como si se tratara


de una condena, que en Europa sí hubieran tenido que
padecer.

- Hay un hecho innegable – recordó Borges:


los hijos de los inmigrantes fueron enemigos de la
“clase patricia” y adversarios de las corrientes políticas
dominantes. Antes bien; procuraron desplazarlas y a fe
que lo lograron. Este es un tema que más bien
justificaría una incursión en el campo de la sociología;
yo solo puedo aportar, sin ningún rigor científico, mi
percepción personal. En ese sentido, pienso que el
conventillo, con sus imágenes mordaces, toscas y
violentas, obró como un factor determinante.

Allí fue frecuente la usurpación de mujeres;


el exterior del inquilinato no era más acogedor:
ridiculización por el atuendo, por la lengua, en la que se
expresaban palabras descompuestas del idioma original
y también del adoptivo, fueron factores de humillación
de difícil olvido. Súmele a ello el personaje inventado
por la fantasía popular – con notable apoyo en la
realidad – que fue el cocoliche y las piezas teatrales (me
refiero al sainete) que se regodeaba en ridiculizar a los
personajes con mucho éxito y tendrá un cóctel
explosivo. Conventillo, cocoliche y sainete, ¿cómo no
habrían de acumular rencor? Injusto, desagradecido, si;
pero muy explicable.

- Sin embargo, sería injusto – expresó

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Hardoy - que se juzgara a toda la inmigración por esa


mayoría. Existió un número importante de personas que
nacieron en cunas modestas pero, con esfuerzo,
alcanzaron a labrar un surco. No fueron estrepitosas y
tampoco hicieron alarde, porque ignoraban que
constituían esa minoría que actuaba y pensaba de
diferente manera a la masa de descendientes de aquella
inmigración. Sitúo a Gardel en este sector (aunque a
usted no le merezca aprecio), porque es un paradigma
de la suma pobreza encumbrada al éxito.

Otros hijos de inmigrantes que no tuvieron,


como él, la marca de la estrechez extrema y el hambre,
fueron intelectuales exquisitos y triunfadores: vaya, por
caso, el general Justo. Descendiente de una pequeña
inmigración que llegó al país desde Gibraltar, ocupó los
mayores grados en el ejército y las principales
magistraturas del país. Por supuesto, además de no ser
un resentido, frecuentó los salones de la sociedad con
naturalidad y estilo. Cuando me refiero a Gardel lo
propongo como arquetipo de lo que los norteamericanos
llamarían un “self made man”, hecho a sí mismo en
base a disciplina, tesón, condiciones; estas últimas,
aprovechadas y exprimidas con inteligencia y mérito.

Vea Borges, poseo por Gardel una especial


simpatía. En parte, porque fue un exponente de esas
actitudes; tal vez, porque fuera conservador. Tengo dos
versiones que me han llegado de primera mano y

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afirman sin dudas esa circunstancia: su notable


ubicuidad social, la disposición natural para frecuentar
amistades y personajes - algunos de alcurnia y otros
surgidos del reaje común, – su recurrencia permanente
a las inclinaciones ancestrales. Una de ellas me la dio mi
amigo Miguel Riglos, “el Mosca Riglos”, que mantenía
con Gardel un trato de antigua data.

Dicho sea de paso, le voy a contar una


anécdota que él me refirió: vale oro y sirve para apoyar
el juicio anterior. En el año 1933, estaba Riglos viajando
por Europa, cuando en un hotel de Nantes se lo
encontró a Gardel, conviviendo con una argentina gorda
y fea. En un momento, estando solos, Riglos le dijo:

- “Pero Carlos, ¿Qué hacés mostrándote con


una mujer tan espantosa?”

Gardel, con gran modestia, le contestó:

- “Y qué quiere, don Mosca, para no perder la


costumbre… ¡cafishiando!”

- ¿Y la otra? – preguntó riendo Borges.

- Se la contó a un discípulo mío un íntimo


amigo suyo – respondió Hardoy. El relator en cuestión
fue Rodolfo Arci, quien en su infancia era muy
aficionado a la guitarra y al canto, al extremo de haber
constituido esa inclinación el medio de vida y el sostén
de su familia. Le contaba Arci a mi amigo que

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acostumbraba a actuar en un comité conservador de


Avellaneda que regenteaba Ruggierito y patrocinaba a
don Alberto Barceló; en él era frecuente encontrarlo a
Gardel. Se trataba del famoso comité de la Avenida
Pavón 252 de Avellaneda (dicho sea de paso, allí se
lanzó la candidatura de don Alberto a la gobernación de
Buenos Aires); era la base de acción del barcelocismo
en la zona. Después de muerto Juan Ruggiero, en
octubre de 1933, el local fue sostenido por su hermano
Guillermo y se convirtió en el centro que irradió la
frustrada candidatura a gobernador de Barceló. Y esa
sede partidaria, justamente, era el comité que
frecuentaba Gardel – sobre todo en vida de Juan
Ruggiero, de quien era amigo y favorecido –. Llegaba a
veces como artista, otras como simple simpatizante. La
presencia de Gardel continuó hasta la muerte del cantor,
porque no cabían dudas de su pertenencia partidaria.

Más aún, la revista Leoplán, de la década de


1920, en algunos avisos hacía mención a la
concurrencia de varios dirigentes conservadores que
recorrían la provincia en giras proselitistas,
pronunciando discursos desde el tren, como era la
costumbre de entonces. Entre esos dirigentes se
mencionaba a Pancho Uriburu, Matías Sánchez Sorondo,
Antonio Santamarina, Rodolfo Moreno (lo cual no era
llamativo), Gardel y Razzano (lo que sí era
sorprendente), quienes participarían de los actos como
intérpretes musicales para amenizar las reuniones. Pero

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– y esto es lo interesante - nunca rechazaron la


calificación política que se les endosara.

- Creo - reflexionó Borges - que su


identificación con Gardel es más por afinidad partidaria
que por sus condiciones de cantor. Yo no puedo sino
mantener la coherencia intelectual que esbocé cuando
me referí al tango. No me agrada, y por lo tanto,
tampoco me gusta Gardel, para cuyo estilo se
compusieron numerosas letras que hicieron del tango un
sollozo. La canción popular perdió virilidad con el tango
lacrimógeno de Gardel, empeñado en lamentar el
abandono de una mujer, en extrañar su ausencia, en
sentir dolor por la traición femenina.

Vea, Paredes (que fue un guapo real, al que


yo solo le cambié el nombre de pila porque debía unas
muertes, como ya le dije), era un pesado de Palermo,
serio, parco y de pocas pulgas; protector de Carriego,
de famosa valentía y dueño de un gran aplomo. Le
escuché decir una vez (y lo recuerdo para siempre): “un
hombre que piensa cinco minutos seguidos en una
mujer no es hombre; es – con perdón de la palabra – un
manflora”. Y Gardel fue el responsable de que el tango
tuviera ese aire suplicante que le hizo perder el tono
pendenciero y varonil con que se lo conoció en los
burdeles primitivos.

- Borges – dijo Hardoy meneando la cabeza -


volvemos al punto de inicio y retomamos el tema. Al

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tango ya lo hemos analizado y yo tuve la peregrina idea


de que había logrado que cambiara de opinión. Por lo
visto me equivoqué o no fui comprendido, algo que no
me sorprende, a juzgar por mis resultados en la política
vernácula. Pero vuelvo a insistir, el Gardel que admiro
es el que constituye un ejemplo de apertura social, el
que testimonia la posibilidad de escalar posiciones
dentro de ella. Aquí me estoy refiriendo al Gardel
mítico, al que cualquier cacatúa sueña con su pinta,
pero también, al que ha sido dueño de una voz
privilegiada, que a casi 80 años de su muerte, personas
que no lo conocieron se permitan afirmar que “cada día
canta mejor”.

- No me sorprende que usted lo estime –


replicó Borges -. Fue el prototipo de un conservador
como popularmente se lo identifica: aficionado a los
lances personales, cuidadoso de su arreglo y por demás
elegante, jugador, conquistador eterno, marginal y
consentido.

Yo lo veo desde otro ángulo: como


responsable de un tango que postergó a la milonga y
sepultó la canción campera, con la cual él se identificó
en sus orígenes. Mire, el tango posterior a la Guardia
Vieja tuvo como instrumento representativo un
artefacto nacido en La Boca, que se llamó bandoneón.

Si hubiera sido popular estaría representado


por la guitarra que, por el contrario, fue empleada

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siempre en la milonga. El tango primitivo, el de los


burdeles, se acompañaba con piano, flauta y violín y
esos prostíbulos eran frecuentados por muchachos bien,
de buena cuna, calaveras, y también por rufianes que
se codeaban con ellos. Esos instrumentos eran costosos
y no pertenecían al ambiente popular. Las referencias a
los bailes de Hansen son falsas: esa confitería era
visitada por familias y nunca fue un bailongo orillero,
como los que he descrito en “El Hombre de la Esquina
Rosada”. El snobismo que tantas veces nos atacó como
país también hizo su incursión en la música. Cuando
París aceptó el tango, lo homologó Buenos Aires.

Sin embargo y aunque le parezca mentira, yo


en algunas cosas estoy de acuerdo con Gardel: por
ejemplo, en que a ninguno de los dos nos gusta el
tango; ni escucharlo ni bailarlo. Tanto es así, que el
mismo Gardel decía que “al tango no lo sentía” y en
cambio lo apasionaba la música campera; lo volcó a
aquel estilo una cuestión de “marketing”, como se diría
ahora.

- Escúcheme Borges – contestó Hardoy con


impaciencia - yo no me refiero al Gardel cantor; entre
otras cosas, carezco de conocimientos musicales como
para emitir un dictamen. Por otra parte, el público, a
casi 80 años de su muerte, ha dado su opinión
definitiva, considerándolo, en su género, el mejor
cantante popular de todos los tiempos. Ojalá existiera

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una opinión semejante respecto de los conservadores,


que dejamos de gobernar hace menos de 70. Al
contrario: ahora Roca, por ejemplo, es considerado un
genocida, como si hubiera exterminado pueblos
originarios de nuestra tierra - o cualquier otra tribu-. Y
conste que paso por alto la reflexión respecto a los
ocupantes primitivos del suelo, porque tendríamos que
repudiar a los romanos por desplazar a los etruscos, a
los cartagineses por aniquilar a los íberos, etcétera,
etcétera.

- Ya lo se – contestó un Borges conciliador.


Usted se refiere a Gardel desde un punto de vista
sociológico…

- Ya he apuntado a ese perfil –insistió Hardoy


-, pero aún a costa de sentirme repetitivo, voy a
machacar sobre el mismo tema. El hombre fue una
encarnación típica de nuestra política de desarrollo, que
vio en la inmigración uno de los mecanismos más
formidables. Llegó al país a fines del siglo XIX, en
brazos de una mujer repudiada en el Viejo Mundo por su
condición de madre soltera. En nuestro país, ese hijo
humilde fue a la escuela (gratuita), se alfabetizó, creció,
hombreó bolsas y acomodó cajones en el Abasto (es
muy probable) y, por supuesto, frecuentó los lugares
más cercanos a la tentación: burdeles, cafetines,
garitos. En ese tiempo, el suburbio era un choque entre
la Argentina campera y tradicional y la urbe, insolente y

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bochinchera. Allí, en ese medio – sé que usted no


comparte este enfoque – el hombre conoció el
abandono. Pascual Contursi y su famosa “Noche Triste”
interpretaron con versos populares ese sentimiento del
llamado arrabal.

Mire, poco antes del Centenario se hizo un


censo nacional: nuestro país reconocía poco menos de
siete millones de habitantes, de los cuales más de tres
millones lo componían inmigrantes.

El país tradicional, heroico y silencioso estaba


cambiando. Donde podía advertirse esto con mayor
intensidad era en el ámbito de la cultura. Esa nación
recorrida por los grandes arreos, por el fogón del
gaucho donde las guitarreadas intercambiaban melodías
regionales y el desplazamiento sucesivo de ejércitos en
guerra había ensamblado una cultura nacional. Fue
transformada por la avalancha inmigratoria, pero
aquella era tan sólida y estaba tan arraigada que no
pudo hacerla sucumbir. A partir de esos aportes fue
diferente, es cierto, pero no abdicó de sus funciones;
porque al contrario – y aquí Gardel es un ejemplo típico
– los hijos de los inmigrantes y los inmigrantes mismos
que habían llegado de muy niños al país querían ser
argentinos, adoptaron sus modales, el timbre de voz, la
entonación y el acento. Cantaron o compusieron sus
canciones, jugaron o fueron aficionados al fútbol,
militaron en política o fueron malevos o matones al

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

servicio de un caudillo. Se parecieron a los nativos o los


imitaron: la cultura que se instaló fue una fusión.

Nuestro personaje fue recogido por el dueño


de un restaurante cuando era un muchachito y lo hizo
cantar por la comida. El hermano de ese propietario era
el caudillo conservador de la parroquia y, por supuesto,
el mozo comenzó a frecuentar no solo el boliche de
Traverso, sino también el comité, que regenteaba el otro
Traverso, Constancio, en la calle Anchorena 665. Allí
conoció a don Benito Villanueva y comenzó el ascenso,
no solo artístico sino también social. Fue comensal suyo
y también de don Alberto, el caudillo conservador de
Avellaneda cuyos comités frecuentó bajo la protección
del famoso Ruggierito.

Es verdad que otros, con el mismo origen que


tuvo él, carecieron de las oportunidades que se le
presentaron a este morocho gordito y simpático, de
sonrisa compradora. Pero esos son los imponderables de
la vida. Pellegrini decía que un hombre depende de su
inteligencia, de su salud… y de la suerte. Es cierto que
este hombre tuvo inteligencia, la supo aprovechar bien
y lo acompañó la suerte. En algunos aspectos fue un
adelantado para su época. Hacía encuestas de mercado
y cuando entendía que bajaban las ventas de sus discos
realizaba giras artísticas para reforzar su vigencia.
Incursionó en el cine sonoro, y como la “pinta” quedaba
expuesta en las imágenes cinematográficas, hizo

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regímenes intensos para adelgazar y consumió horas en


el gimnasio.

Al ponderarlo, no hago más que dar curso a


un sentimiento de gratitud hacia todos los que, desde la
pobreza y las miserias del arrabal inmigratorio, se
levantaron reconocidos hacia un país que les abrió las
puertas del progreso moral, social y económico. Y sobre
todo a la clase dirigente que hizo posible ese
crecimiento.

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CAPÍTULO 9

¿Fueron Periodistas?

Ambos decidieron incursionar por un


territorio que compartían: la palabra escrita. No solo en
el aspecto literario, que hizo a uno de ellos el referente
inevitable de las letras españolas, sino en el combativo
y febril que correspondió al campo del periodismo.
Introduciéndose en esos senderos seductores, Hardoy
lanzó una pregunta:

- No desearía exagerar, Borges, pero ambos


hemos sido atraídos por el papel y las palabras. A los
dos nos atrapó el periodismo, al menos el escrito, que
es algo así como llamarlo el clásico. Usted que se tuteó
con la literatura en todas sus formas, ¿cómo vivió su
incursión por los medios?

- Me parece que otra vez estoy enfrentado a


una entrevista – contestó Borges en tono de broma.
Jamás rechacé una invitación, aunque debo confesarle
sin eufemismos que en la mayoría de los casos,
tampoco quienes me interrogaban tenían una formación
intelectual valiosa. Más bien he encontrado obviedad y

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lugares comunes; una pregunta provocadora y


frecuente: “¿Usted es argentino?”.

Por supuesto, contestaba que sí, que al fin y


al cabo no era tan raro ser argentino puesto que
estábamos en Buenos Aires, donde por lo menos habría
unos seis millones de argentinos, que se elevaban a
más de 20 si tomábamos todo el país; raro sería ser
argentino en Islandia o Bangladesh.

Pero, ironías al margen, en general mi


vinculación se produjo porque los diarios tuvieron a bien
dar publicidad a mis trabajos. Desde 1910, el año
glorioso del Centenario de la patria, he venido
publicando mis trabajos en los diarios, algunos cuya
vida periodística ha concluido, como ocurrió con El País,
donde en aquel año salió una traducción que hiciera de
un cuento de Oscar Wilde.

- Pero según tengo entendido – al menos así


se ha escrito, replicó Hardoy – su categoría de
traductor comenzó mucho antes…

La nostalgia por ese recuerdo lejano hizo


dibujar una leve sonrisa en el rostro de Borges cuando
recordó:

- Bueno, lo impresioné a papá cuando tenía


siete u ocho años llevándole la traducción de “El Príncipe
Feliz”, de Wilde, lo que para mí no fue sorprendente y
menos sobresaliente, porque el inglés lo dominé gracias

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a los esfuerzos de Miss Tink, una gobernanta inglesa


cuya dedicación era tan pertinaz como su rigor. Yo había
nacido cuando terminaba el siglo, es decir, que para la
época de El País estaba por cumplir once.

Lo que nunca he de olvidar fue mi primer


cuento: “La visera fatal”, que redacté en español
antiguo. Muchos han visto en ese trabajo un gran
esfuerzo, tan meritorio como el que hizo (cuando ya era
un hombre maduro) Umberto Eco (“La Isla del Día de
Antes”), pero, entre nosotros, quiero bajarle virtudes al
tesón: me había inspirado en El Quijote y, quizá, por su
influencia, el arcaico era el único estilo que dominaba.

Antes que me olvide, debería contarle algo


más sobre la obviedad de los entrevistadores: suelen
preguntarme si lo que escribo lo hago primero en inglés
y después lo traduzco al español.

Con esa pregunta lo único que consiguen es


estimular mi vena irónica y entonces siempre respondo
que sí; que cuando escribí la letra de estos versos:
“Siempre el coraje es mejor,/ nunca la esperanza es
vana,/ vaya pues esta milonga,/ para Jacinto Chiclana”
se ve de lejos que fue pensada en inglés y pueden
advertirse las vacilaciones del traductor.

¡Si escribir es difícil, pensemos lo que sería


hacerlo en un idioma extranjero y después traducirlo!
Creo que nadie hace eso. Por cierto, me hubiera

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convertido en el primer caso, dentro de la historia de la


literatura, en obrar de una manera tan tortuosa.

- Algún mérito debe encontrase en esos


cronistas – contestó conciliador, Hardoy. Lo que se sabe
de usted, de la intimidad de su vida y sus perfiles
brillantes de escritor, ha sido porque algún entrevistador
lo ha puesto en blanco y negro. Permítame decirle que
sería muy interesante que usted mismo concentrara en
una respuesta su misma vida. Sería algo así como
“Borges por Borges”, un género que ha sido muy usado
para biografiar a gente de la farándula, cuya
intrascendencia corrió pareja con su rápido olvido. El
vedetismo de algunos personajes favoreció un mercado
numeroso, que alentó las ansias de ganancia de la
empresa editorial.

El comentario de Hardoy tocó una fibra


sensible de Borges, que refirió:

- Eso es lo que no existía antes, cuando los


emprendimientos editoriales eran personales o al menos
familiares, ¡qué lejano parece el momento en que el
propio Shakespeare fue encarcelado por impresor, no
por las ideas que trasuntaba como escritor!

El beneficio económico era una consecuencia


lógica – a fin de cuentas, había que pagarle a la gente
que colaboraba – y se sabe que el riesgo es lo que hace
moralmente lícita la ganancia del capital. Pero no existía

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la obsesión empresaria por la utilidad, que hoy se ha


convertido en un deber de los ejecutivos, de cuyo éxito
deben dar cuenta. Es fácil adivinar que el concepto
empresarial de los medios exige, como correlato, la
esquematización de los modos de comunicar. Todo
debería implementarse como rígidas normas
establecidas en aras de un periodismo de fácil
comprensión, aunque de extrema pobreza expresiva. Es
decir: en lugar de elevar al lector, para que alcance un
adecuado nivel cultural por medio del periódico, se hace
descender a éste para que resulte de alcance masivo y
asegure la mayor rentabilidad posible. A mayor tirada,
más anunciantes, más ganancia.

- Yo creo que el periodismo de fines del siglo


XIX y primeras décadas del XX – dijo Hardoy, feliz de
ingresar en un tema que lo atrapaba - cumplía una
función más formativa y tal vez menos informativa. Era
el tiempo de los grandes escritores cuyas columnas
poblaban nuestras redacciones: Ortega, Mallea, Anatole
France, Güiraldes, quienes acercaban reflexiones que
iban desde la literatura a la filosofía.

- Lo que pasaba era que en ese tiempo no se


hacía referencia a las noticias cotidianas, fugaces-
agregó, con desgano, Borges - porque a la noticia
inmediata se la lleva el viento. Lo más nuevo hoy, es el
diario; y lo más viejo, es ese mismo diario al día
siguiente, porque nadie piensa que debe recordarse lo

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que ha sido escrito en ese periódico: se escribe


deliberadamente para el olvido.

En la época a la que nos estamos refiriendo,


la frontera entre el periodismo y la literatura era apenas
una tenue línea que permitía a los redactores escapar,
sin tropiezos ni angustias, de la doctrina de la
objetividad para asumir el papel de creadores, con
derecho a su propia y personal realización a través de
la literatura. Los géneros, en periodismo y en literatura,
no habían asumido, a fines del siglo XIX, el rigor de
fronteras infranqueables.

Sábato solía decir que los diarios tendrían


que salir una vez por año o cada siglo, o cuando
sucediera algo realmente importante; por ejemplo y
ocupando ocho columnas: “El señor Cristóbal Colón
acaba de descubrir América”. Yo le agregaba que
también ese título era dudoso, porque, ¿cómo se hace
para saber de antemano que una noticia será
importante? La crucifixión de Cristo fue importante
después, no cuando ocurrió. Si hubieran existido
entonces los tabloids, habría ocupado apenas un
pequeño espacio en la sección “Judiciales”. Y, gracias a
la redención de la Cruz, estamos nosotros aquí.

Lo mismo ha pasado con la llegada del


hombre a la Luna: fue transmitida en forma directa por
la televisión y todo el mundo supo en qué consistió la
aventura. Si en cambio hubiera existido solamente un

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relato, el acontecimiento podría haber sido soñado,


imaginado o al menos pensado por cada uno, y con
seguridad el resultado tendría que haber sido más
sabroso, porque habría consistido en lo que en realidad
fue: el epicentro de la humanidad.

- Sígame contando de su incursión por el


periodismo - dijo Hardoy en forma apenas audible.

- Usted sabe que viajé con toda mi familia a


Europa - Borges lo complació sin hacerse rogar - y, en
1919, nos radicamos en Mallorca. Desde allí le mandé a
un diario de Ginebra una colaboración en francés sobre
libros de Pío Baroja y Azorín. Después me publicaron
“Himno al Mar”, que fue la primera de mis incursiones
en el “ultrísmo”, género que usted tuvo a bien recordar
al comienzo de este encuentro (e ironizar, sin recordar –
o desconociendo en cambio - que antes de marchar de
la Tierra pedí asistencia sacerdotal). A partir de las
expediciones que hice por esa especie, observé un culto
de la metáfora y continué enviando colaboraciones a
varios medios: Baleares y Última Hora, de Mallorca, El
Faro, de Galicia, etcétera.

Por fin, en 1921, volvimos a Buenos Aires


después de siete años de ausencia.

Encontré cambiada no solo la ciudad sino al


propio país; aunque tal vez, el que se había
transformado era el mismo Borges, que salió siendo

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niño y regresó hombre (dicho sea de paso, hablaba tres


lenguas, además del español; el alemán lo aprendí para
poder leer de primera mano a Shopenhauer). Escuché
las vibraciones que me acometieron por considerarme
parte de esta ciudad y sentí la necesidad de escribir
“Fervor de Buenos Aires”.

Quienes ponen el acento (para atacarme) en


mi interés por temas universales deberían recordar que
para 1930 había escrito “Evaristo Carriego”, en honor
del popular poeta que había frecuentado mi casa y cuya
prosa estremeció mis sentimientos más íntimos.

Por supuesto, la vida periodística me atrapó y


fundé - o colaboré – en numerosas publicaciones
literarias, alguna de ellas españolas. Desde Prisma,
Inicial, La Gaceta Literaria, Alfar, Los Anales, Ultra,
Grecia, Cervantes, Hélices, Cosmopolitas, Multicolor y,
fundamentalmente, Sur, la famosa revista que fundara
Victoria Ocampo, donde alguna vez me explayé contra
la barbarie del nazismo y a favor de la libertad. Tendrían
que leer algunos de esos artículos los que con
agresividad injusta critican mi referencia opuesta al
terrorismo en la década del ´70. El terrorismo fue y
será siempre la negación de la libertad aunque más
nefastos que los militantes del terror son los hipócritas
que cuando el liberalismo fue rentable tomaron esas
banderas y, más tarde, proscribiéndolas, ayudaron a sus
verdugos. Esta incursión en el periodismo especializado

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no me impidió frecuentar el de carácter masivo: La


Nación, La Razón, La Prensa, Clarín. Me extendí en
distintos medios y en varios países: la Argentina,
Uruguay, España.

A propósito: le voy a contar una anécdota,


que si bien tuvo los ribetes ácidos de la ironía, no ha
dejado de estar recubierta por una pátina de humor. Fue
a raíz de un cuento que publiqué en La Nación; allí
anunciaba que el 24 de agosto de 1983, el día de mi
cumpleaños número 84, me iba a suicidar. Por supuesto,
faltaba entonces mucho tiempo para esa fecha, pero “no
hay plazo que no se cumpla ni tiento que no se corte”
dice un viejo refrán campero, y en forma peligrosa, se
acercaba aquél día. Mucha gente se mostró preocupada,
porque tal vez, la ficción se convirtiera en realidad. Yo
mismo comencé a inquietarme, preguntándome “¿Qué
hago? ¿Me comporto como un caballero y me suicido
para no defraudar a esa gente? ¿O me hago el distraído
y dejo pasar la cosa?” Lo cierto es que el tema me
sobresaltó un tiempo; al final, decidí que ante cualquier
pregunta contestaría que había obrado como escritor y
no como periodista.

Pero, discúlpeme Hardoy, ahora le pregunto


de manera expresa: ¿usted me está haciendo una
entrevista? Si así fuera, permítame agregar un solo dato
más: en 1961, junto a Samuel Becket, me fue diferido
el Premio Formentor, valorando sobre todo la narrativa,

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

aunque mi mayor anhelo fue siempre ser reconocido


como poeta. (En realidad, el premio fue por Ficciones
que, en verdad, fue un género que me permitió dar
forma a los sueños y sobre todo, a la oscuridad de mi
vista, que ya por entonces intuía con el avance
irrefrenable de mi ceguera). Pero así es la vida.

- Yo también recuerdo ese cuento, aunque


debo decirle que nunca le atribuí el sentido de una
crónica anticipada; descontaba que no se iba a suicidar
– dijo con una sonrisa, Hardoy. Tampoco olvido ese
premio. No, Borges, no lo estoy entrevistando. Estoy
gozando de este momento que puedo disfrutar con uno
de los mejores prosistas de la lengua española. Me
agravian “Memorias del fuego” de Galeano, cuando dice
de usted que se refugia en el pasado, en el pasado de
sus ancestros y de los escritores que supieron
nombrarlos y que el resto es humo ¡Borges humo!
Algunos creen que la injuria sirve para bajar a alguien;
yo creo que lo que buscan es elevarse ellos y, por cierto,
lejos de conseguirlo se relegan más aún.

Para mí, el pasado en el periodismo eran Paz,


Sarmiento, Mitre, Alberdi; adversarios entre sí, en
muchas ocasiones, que se unieron en la inmortalidad.
Agregue a esos nombres el de juristas de vuelo, como
Drago o Carlos Calvo, que frecuentaban con sus
doctrinas la prensa diaria, y verá que nuestro
periodismo brillaba en el mundo, como las cláusulas de

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esos tratadistas fueron acogidas en los foros


internacionales.

- Por cierto que coincido con esa veneración –


dijo Borges con voz emocionada. Cuando el teléfono y el
telégrafo llegaron a las redacciones, del mismo modo
que la linotipo y las rotativas entraron a las imprentas,
el diario recibió otro gran impulso, que se enriqueció en
el campo de la cultura, como cuando aparecieron las
notas de Leopoldo Lugones, Alfonsina Storni, Rubén
Darío, Carrasquilla Mallarino, Monteavaro, Charles de
Soasan, cuyas crónicas pueden situarse entre las
mejores del mundo.

- ¡Por favor, no se omita usted en esa lista! –


exclamó Hardoy -.

- Le agradezco la inclusión – contestó con


modestia Borges -. En las últimas décadas del siglo XX,
en aras de la revolución tecnológica llegó más alto aún
el periodismo, pero solo como producto industrial; por
desgracia, en la misma medida pareció declinar como
empresa de cultura. Sin embargo, es bueno recordar
que el periodista no debe cortejar al público: debe
servirlo, y en consecuencia, todo lo que sale impreso
debe apuntar a elevar la cultura del lector. El papel que
debe cumplir el periodista tiene que estar signado por el
empeño en servir a la verdad y, con ella, impulsar el
crecimiento del país; y el camino más firme para ello es
la cultura. Un país sin cultura es un país sin futuro.

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

- Lo que pasa es que, como decía don Félix


Laíño, – acotó Hardoy - es razonable que exista el
temor de que los grandes diarios diluyan sus esencias
en grandes empresas, volcándose a los multimedios.
Ellos serán renuentes en recordar que el periodismo es
uno solo. Pero además, para nosotros, que estamos
enamorados de la lectura, nunca la seducción de la
imagen podrá reemplazar la majestad de la letra
impresa. La gran crisis del periodismo es que los
empresarios invierten hoy sumas ingentes en
tecnología, pero descuidan (o no invierten en igual
medida) en equipo humano. Pocos periodistas pueden
vivir exclusivamente de su profesión y eso es grave. Por
supuesto, existen, por fortuna, hombres de notable
fuste cuyo nivel honra y distingue la profesión.

- Es que si renunciáramos al juicio crítico –


señaló Borges eligiendo las palabras que pronunciaba -
que solo lo puede permitir el análisis de la palabra
escrita, entraríamos de lleno en el camino de la
barbarie. Mire Hardoy, ambos hemos nacido en tiempos
en que era posible creer en el progreso infinito; era la
época de los grandes inventos, cuando Freud pensaba
que podía existir una fórmula que permitiera interpretar
los sueños, Einstein se esforzaba por el camino que lo
condujo después a elaborar la teoría de la relatividad y
reinaba el racionalismo impenitente. Ese mundo iba a
despertar para darse cuenta que vivía en medio de una
pesadilla: las dos grandes herejías (una de derecha y

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

otra de izquierda) se iban a abatir sobre él y, por si


fuera poco, dos grandes guerras lo sacudirían.

- ¿Y al finalizar el siglo XX? – dijo Hardoy con


tono apasionado -. El conocimiento científico alcanzó
tales complejidades (física, astrofísica, mecánica
cuántica, robótica, bioingeniería) que sus fórmulas nos
resultan incomprensibles a nosotros mismos. Nunca,
como en ese tiempo, me sentí pertenecer a una
generación anterior. Mis nietos manipulaban con
naturalidad aparatos destinados al confort y el
esparcimiento cuyos teclados y funciones requerían de
mí un esfuerzo de concentración para operarlos, que
contrastaba con la indiferente rapidez de ellos.

En el periodismo también se ha producido un


formidable desarrollo técnico; creo que,
desafortunadamente, se ha privilegiado el crecimiento
tecnológico con abandono de los contenidos.

- De modo escaso un reducido número de


sabios o especialistas puede abordar aquellas disciplinas
científicas que usted mencionara – concedió con
serenidad Borges. Sus secretos más íntimos
permanecen escondidos para los “hombres cultos”; el
mundo intelectual ha quedado atónito ante el mundo
científico. Más aún: ambos universos están
incomunicados y se corre el riesgo de que los filósofos,
abrumados, transfieran a los científicos las grandes
preguntas que formulara nuestra civilización. Preguntas

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

que, como la de Sócrates, quedaron impresas en el


Templo de Apolo: “Hombre, conócete a ti mismo y
conocerás el Universo y los Dioses” (Por cierto, el
hombre nunca se conoció a si mismo y lo de “dioses”
tendría que haber sido escrito en singular).

- Que un hombre de ciencia desconozca el


universo seductor de las letras es tan infausto como
para un escritor ignorar la segunda ley de la
termodinámica – dijo Hardoy con solemnidad. Si este
antagonismo se impusiera (por fortuna, existen
excepciones notables) entre la ciencia y la filosofía se
impondría un diálogo de sordos.

- Por fortuna, – agregó Borges - hay


personas que han advertido el riesgo de esta dicotomía
grave y, por ejemplo, las universidades de mayor
prestigio y tradición más insigne ya han comenzado la
tarea de establecer un puente entre ambos mundos.
Pero aquí llegamos al meollo de este tema: ¿tiene a su
cargo alguna misión el periodismo en esta tarea? Y en
caso afirmativo: ¿cuál sería su función para asegurar el
equilibrio en un planeta civilizado?

- Creo que esas preguntas esenciales


justifican nuestra pretendida credencial de periodistas,
Borges – dijo Hardoy con un dejo de orgullo. Para
gravitar ante esos dilemas será preciso que el
profesional adquiera la dimensión de un humanista y, de
ese modo, se convierta en agente dinámico de la

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cultura, algo que el periodismo conoció a fines del siglo


XIX y principios del XX, cuando sus redacciones estaban
pobladas por los nombres que ya hemos mencionado:
los Ortega, los Lugones, Alfonsina, etcétera. Hemos
luchado por siglos a favor de la libertad de prensa; con
el mismo fervor trabajemos para que los fueros de la
cultura y la ciencia resulten tan necesarios como los de
la libertad.

Decía con razón el presidente de la Academia


de Periodismo que éstos deben tener el rigor de un
científico y la pasión de un predicador. Y este análisis
nos devuelve otra vez a la consideración del político.
Laíño – entre otros conceptos inducidos por su larga
militancia periodística y su notable agudeza - señalaba
que, desgraciadamente, tenemos una dirigencia política
intelectualmente descalificada, culturalmente
inaceptable y corrupta.

Pero lo más grave es que detrás de ella


tampoco existe una clase dirigente sobresaliente.
Cuando al país lo gobernaban los Mitre, los Sarmiento,
Roca o Pellegrini – continuó Borges - había una segunda
fila espectacular: los López (abuelo, hijo, nieto),
Goyena, Ameghino, Estrada, Rawson, Argerich. Era un
país destacado en el mundo; Anatole France venía a dar
conferencias a Buenos Aires, Puccini estrenó La Boheme
aquí. Los próceres dilapidaban su fortuna haciendo
política y terminaban en la pobreza; hoy es al revés: se

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

ingresa pobre y se hace fortuna con la política. Tenemos


el penoso orgullo de haber institucionalizado los ñoquis.
Creo con sinceridad: hasta que en la Argentina no se
tome conciencia de que se debe vivir del trabajo propio
y exista una sanción social para los transgresores, no
habrá salida económica, por más ministros de méritos
sobresalientes que elijamos en finanzas o por más leyes
adecuadas que sancionemos o doctrinas sabias que
enarbolemos.

- “Roba pero hace” – acotó Hardoy - fue una


frase que Adhemar de Barros aceptó que se utilizara en
forma implícita durante su campaña por la reelección
como gobernador de San Pablo ¡y ganó las elecciones!
Al término del nuevo mandato, fue otra vez por la re-
reelección y como la fórmula había funcionado, esta
vez, se oficializó la campaña con ese slogan. El
resultado fue obvio: cayó derrotado, porque el público
no aceptó el descaro. Debe desterrarse para siempre el
“roban pero hacen”, que es denigrante e indigno; al
gobernante se lo elige para que realice obras útiles y
robar, además de un pecado, es una ofensa al público
que lo eligió; éste es el que debe echarlo de inmediato y
si no lo hace…. Bueno, como usted puede percatarse, en
el aspecto moral soy de una intransigencia casi
indígena.

- Hardoy, aunque lo niegue, me ha hecho una


entrevista… y yo agregaría … lujosa – reflexionó Borges

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

de buen humor. Permítame a mí incursionar en esa


rama que nunca practiqué y, al revés, le haga un
reportaje a usted. ¿Por qué se dedicó al periodismo?

- Voy a confesarle algo – se sinceró Hardoy.


Influyó mucho en mi ánimo la actitud de la opinión
pública, la misma que en su momento forzó la renuncia
del presidente Luís Sáenz Peña y que, como se habrá
dado cuenta, constituye para mí toda una obsesión.
Solo pensar que Sáenz Peña debió resignar el poder
porque era tal la presión que el público ejercía sobre los
hombres “de la situación” que todos se negaron a
integrar su gabinete, me deslumbra. Vuelvo a repetirlo:
¿Es posible que se forme la opinión pública sin un marco
adecuado de libertad y sobre todo de libertad de
prensa? ¿Alguien podría imaginar opinión independiente
en la antigua Unión Soviética, como me he cansado de
repetir?

Fíjese que la columna de un diario – La


Nación – que diera cabida a aquel artículo de
Barroetaveña al que ya me refiriera, produjo tremendos
efectos sobre el gobierno de Juárez Celman y dejó
expedito el camino para la revolución de 1890.
Barroetaveña quedó en la historia por ese artículo,
porque, más allá de ello, su actuación política se diluyó
(tal vez, por haber quedado demasiado pegado a Alem,
en lugar de acercarse a Yrigoyen).

¿Y acaso no fueron los diarios, en las

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

elecciones de la Capital Federal, los que infligieron


aquella derrota histórica a Hipólito Yrigoyen en el año
1930? El público, estimulado por diarios que no llegaban
a manos del Presidente, se sentía indignado y expresó
su malestar votando a una fuerza de constitución
circunstancial.

Cuando decidí que mi tarea política estaba


concluida y el aporte de mi nombre a alguna lista
partidaria sólo sería para ratificar mi solidaridad con
amigos y con las ideas conservadoras, me volqué a La
Prensa cuya dignidad siempre me conmovió.

- Debo colegir que así como la literatura me


empujó a mí, la política lo indujo a usted – señaló
Borges con una sonrisa maliciosa.

Hardoy retomó la explicación como si


estuviera desnudando el alma:

- Pero abracé mis funciones en el diario con


absoluta neutralidad partidaria. Tuve conciencia plena
de lo que significaba ocupar un cargo en un matutino
que tenía una tradición ejemplar y jamás utilicé mi
pluma con propósitos mezquinos. Por cierto, mis ideas
no diferían de los principios por los cuales La Prensa
había aceptado, incluso, el despojo antes que torcer su
conducta y su misión.

No fue cosa sencilla. Venían a visitarme a la


redacción del diario amigos queridos, algunos de ellos

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

con inquietudes partidarias, que en lo posible satisfice si


ello no me llevaba a burlar mis funciones en La Prensa.
¿Sabe que pasaba? Era muy difícil dejar de lado más de
sesenta años de militancia intensa, sobre todo cuando
ella ha penetrado en el torrente sanguíneo como una
bacteria para cuya erradicación no existen antibióticos.

Por supuesto, todo esto lo sabía bien Alberto


Gainza Paz, que era el Director y propietario del diario –
dicho sea de paso, un gran caballero, por quien
conservo afecto y admiración – pero jamás debió
ponerse en guardia por este tema. Lo recuerdo
observando todo con una sonrisa de bondadosa
tolerancia.

Le digo más: mantuve recias discusiones con


algún columnista cuya intemperancia le hacía mal al
diario, según yo creía y que, además, con injusticia
atacaba a un amigo mío. Y todo eso ocurrió delante del
mismo director, que en varias oportunidades debió
laudar, y lo hizo en mi contra; por supuesto,
perjudicando a mi amigo. Pero así es el periodismo, o
mejor dicho, la vida misma. No atesoré ningún rencor
hacia mi colega ni tampoco lo guardó mi amigo

Siempre tuve conciencia de que mi cargo


había sido desempeñado, antes, por figuras de pluma y
análisis sobresalientes, como Alfonso de Laferrere. Mi
obsesión fue no menguar ni el estilo ni la profundidad
de mi predecesor.

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

- Lo cierto es que la pluma es una virtud que


sirve para lisonjear la personalidad – observó Borges
como si hablara consigo mismo; no para jactarse de
ella. El individuo no es más por lo que escribe sino por
lo que ha leído. Laferrere tuvo la virtud de poder
efectuar análisis rigurosos gracias a su inteligencia
notable…. y a todo lo que había leído. Que otros se
jacten de las páginas que han escrito; yo, al menos, me
enorgullezco de las que he leído.

Pienso, Hardoy, que recorriendo día a día los


caminos infinitos de las palabras – esas que nos
acompañaran en el ejercicio de nuestras profesiones –
podemos congratularnos que a través del periódico, la
tribuna o el libro, estamos en condiciones de opinar,
creer, sentir, soñar… Y tenemos que darnos por muy
contentos.

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CAPÍTULO 10

EL DEPORTE, LOS MITOS, EL


LABERINTO, LOS ESPEJOS, LA
FICCIÓN

La conversación fue girando hacia los temas


más centrales de ambos. En forma casi ritual, pareciera
que Hardoy hubiera realizado un reportaje íntimo a
Borges; abordó temas obvios, como el deporte, pero
después incursionó en aquellas facetas que hicieron de
su interlocutor una figura de nivel mundial. Conciente
de ese propósito, preguntó:

- ¿Usted tuvo afición por algún deporte,


Borges?

- En la Argentina ha prevalecido una


actividad sobre todas: el fútbol – contestó el
interpelado. Si bien no he practicado ninguno (alguna
vez tuve inclinación por la esgrima), el fútbol me
pareció siempre un juego para estúpidos, que fomenta
la hipocresía. He visto golpear con tantas cosas a
Inglaterra, que me sorprende que aún no se haya
inaugurado un reproche unánime contra la invención de

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

ese juego. Me he cansado de decir que el fútbol es


popular porque la estupidez es popular.

- No he sido un entusiasta del fútbol, aunque


no participo de su misma visión - contestó Hardoy.
Alguna vez llegué a presidir una entidad del ascenso
que tiene su asiento en la Capital Federal, pero fue por
razones políticas. Me habían designado Comisionado
Municipal en General San Martín (en ese entonces 3 de
Febrero no existía como comuna autárquica, no se había
concretado aún su secesión) y formó parte de un plan
de amplio contenido popular: instalar un equipo en ese
distrito. Nos ganó de mano Chacarita Juniors, que
abandonó su reducto en Villa Crespo – donde mantenía
una antigua rivalidad barrial con Atlanta – y armó su
sede en San Martín.

- Vea, Hardoy; para mi el fútbol es feo


estéticamente – Borges retomó su arenga. Digamos que
once jugadores contra otros once corriendo detrás de
una pelota no son especialmente hermosos. También
me parece fundamentalmente agresivo, desagradable y
comercial. La idea que haya uno que gane y que el otro
pierda me parece esencialmente desagradable. Hay una
idea de supremacía, de poder, que me parece horrible.
Además, lo he calificado de hipócrita, y es que, para mí,
el fútbol en sí no le interesa a nadie. Nunca la gente
dice 'qué linda tarde pasé, qué lindo partido he visto,
claro que perdió mi equipo'. No lo dice porque lo único

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

que le interesa es el resultado final. No disfruta del


juego.

- Lo que pasa es que usted es demasiado


exigente y eso lo lleva a ser cruel – dijo Hardoy
sonriendo. Es de la esencia del fútbol que un equipo
gane. Creo que la gente disfruta de un buen partido
cuando su equipo juega bien, aunque,
fundamentalmente, cuando la comercialización enorme
que se realiza detrás del espectáculo lo abruma con
elogios por el triunfo. Pero eso recién cuenta a partir de
la victoria; por supuesto que la derrota, aunque se haya
jugado bien, no deja satisfecha a la afición, pero vuelvo
a decirle: eso es de la naturaleza del juego. En el fútbol,
no existen los ganadores morales ni una máquina que
permita juzgar cual de los dos contendientes ha
desarrollado una mejor labor para asignarle la victoria.

- Yo creo que el fútbol despierta las peores


pasiones – continuó Borges. Sobre todo, lo que es más
vil en estos tiempos, que es el nacionalismo referido al
deporte, porque la gente cree que va a ver una
actividad deportiva, pero no es así. Vuelvo a decirlo: es
raro que nunca se le haya echado en cara a Inglaterra
haber llenado el mundo de juegos estúpidos, deportes
puramente físicos como el fútbol. Debería reputarse que
el fútbol es uno de los mayores crímenes de Inglaterra.

Le voy a contar una anécdota: en 1978, a


modo de protesta por el campeonato de fútbol que se

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

estaba realizando en la Argentina, opté por una sutil


forma de despreciar y burlarme de ese espectáculo y de
sus seguidores: el mismo día y a la misma hora en que
la selección argentina debutaba en la Copa, dicté una
conferencia sobre el tema de la inmortalidad. Debo
confesar que lo hice por puro desprecio, pero también
tengo que reconocerlo: la concurrencia fue escasa. Me
ganó el fútbol.

- Lo cierto, Borges, es que en la insólita


fusión entre fútbol y literatura hay dos grupos muy
marcados – aclaró Hardoy. Los escritores para los que
se trata de un emprendimiento artístico, y los otros, los
que abominan del fútbol y se ofenden por la afición que
siente la gente por este deporte. Queda claro que usted,
sin dudas, pertenece a este grupo de escritores.

- Mi opinión es la que he dejado expresada –


señaló con cautela Borges; me molesta quienes
intentan atribuir mi crítica a un hecho personal.

- ¿Cuál? – lo interrogó con curiosidad


Hardoy.

- Circula una inverosímil leyenda - dijo con


escepticismo Borges -, una especie de mito urbano que
señala, sin más, que el fútbol fue la causa de mi
ceguera. Todo comenzó con una supuesta biografía que
nunca autoricé, escrita por un supuesto amigo mío, en
la que se afirma que en algún momento de 1930 varios

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intelectuales decidimos jugar un partido de fútbol,


deporte del que – según mi presunto biógrafo - yo era
un apasionado.

En la insólita alineación también estaban


Adolfo Bioy Casares, Roberto Arlt, Petit de Murat,
Ricardo Güiraldes, Horacio Quiroga, Xul Solar, Julio
Cortázar. Bueno, tanto conocía de mí el autor que hasta
hizo formar en el equipo a Bustos Domecq, que, como
usted sabe, era mi propio seudónimo (lo habíamos
adoptado con Adolfo para escribir novelas policiales, lo
mismo que “Suárez Lynch”, compuesto por el apellido
de uno de mis bisabuelos y la veta irlandesa de Bioy).

Y entonces, sucedió algo que cambiaría mi


vida para siempre. En un corner salté para cabecear,
pero perdí el equilibrio al ser empujado y antes de caer
al suelo mi frente se topó con la rodilla de un jugador
contrario. Según esa estrafalaria versión, caí al césped
fulminado y, minutos después, ya en el hospital, un
neurólogo dio el terrible diagnóstico: desprendimiento
de ambas retinas producto del golpe y, además, con el
tiempo quedaría ciego. El cuento remata con un final
absurdo: “por ello no le quedó otra opción que aprender
a escribir”. (Es como suelen decir en el campo: “sintió
llover…”; tuve un terrible golpe en la cabeza al tropezar
con una ventana abierta, pero en 1938; por ese
accidente estuve internado y en coma. La ceguera
progresiva que padecí fue una herencia familiar;

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

también la sufrió papá, quien, como yo, murió ciego). El


fin de la historia se parece mucho a una ficción,
presentada bajo un formato de realidad. Nunca la
ataqué (menos aún de manera judicial) porque la tomé
como una especie de homenaje, empleando un género
al que he sido adicto. Según esa descomunal versión, de
ese hecho provendría mi obsesión negativa hacia el
fútbol.

- Si esa simpleza fuera cierta ¿de dónde


provendría su aversión al tango? ¿de un pisotón? –
agregó, con una mueca humorística, Hardoy -.

Borges sacudió la cabeza con escepticismo:

- En materia de deportes me ocurrió como


con la música popular: en ésta prefiero la milonga sobre
el tango y en aquél el boxeo mucho más que el fútbol.

- Pero en el box también existe competencia


y uno vence sobre el otro – refutó Hardoy; el público
también tiene sus preferencias y cuando se disputa un
título internacional, prevalece el nacionalismo del que
usted abjura…

- Es cierto; sin embargo quien se desempeña


mejor, va acumulando puntos que le sirven, al término
de la pelea, para convertirse en ganador – replicó
Borges sintiéndose victorioso. Ya sé que frente a este
procedimiento lógico siempre existe la posibilidad de un
final abrupto, por la vía noqueadora, pero este camino

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es extraño, y en general, quien lo logra, con


anterioridad ha ido “demoliendo” al contrincante.

Del boxeo, la lucha y el enfrentamiento fatal


entre dos hombres que tal vez ni se conozcan y, por lo
tanto, no se pueden odiar, me atraen sus ancestros.
¿Puede haber algo más parecido a una puja de
gladiadores? Un público vociferante y aturdido al mismo
tiempo, la efusión de sangre, que lo exalta más aún, el
ensañamiento del boxeador que está a punto de poner
inconciente al rival, la obsesión de éste por resistir la
paliza tratando de no caer, a pesar de que su instinto le
muestra la lona del piso como una tentación. Cuando
presenciaba el espectáculo entornaba los párpados y
veía, como a través de una nube borrosa, el inmenso
Coliseo, al Cesar con su Guardia Imperial y el séquito
que lo acompañaba, y trataba de adivinar la orientación
de su pulgar en medio de una ovación popular.

¿Usted, Hardoy, ha practicado actividades


físicas?

- Tiré algo de esgrima y jugué squash –


contestó Hardoy = también hice algo de tenis, pero,
fundamentalmente, en mi juventud. Pero dejemos de
lado el deporte, actividad que sin nuestro concurso no
perderá puntaje en el ranking, y dediquemos este
tiempo a considerar algunos de los temas que nos han
tenido ocupados en nuestra existencia mundana. Usted
ha sido lo que podría llamarse un escritor polifacético;

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

han prevalecido en su producción los cuentos cortos, la


referencia frecuente a las sagas nórdicas, una poesía
impecable y a la vez desafiante. Nadie puede, sin
embargo, omitir al Borges que imaginara ficciones y
especulara con el ser, el infinito, los espejos, la
eternidad, el caos y la impotencia del hombre para
dominarlo.

- No tiente a este anciano a retomar sus


ansiedades terrenales – le contestó Borges como un
niño que está a punto de transgredir alguna indicación
de su madre. Mis especulaciones pertenecen a un
tiempo humano que ya pasó y a un momento en el que
consideré al mundo como un inmenso caos y al
laberinto como su emblema. El mito griego creó al
Minotauro, que a mi juicio, fue un intento desesperado
por dominar a aquél por medio de éste.

- Borges, la inteligencia no tiene edad – lo


tentó Hardoy, con la misma seducción con que la
serpiente mostrara a Eva el fruto prohibido -. Menos aún
en este ámbito, donde ambos hemos dejado de ser
viejos. Le propongo un juego: despliegue usted sus
conocimientos sobre mitos y ficciones y le prometo que,
por mi parte, me explayaré sobre la política y sus
perspectivas.

- Acepto – respondió Borges con la


determinación del que ha cedido ante la tentación.
Usted sabe que se ha dicho que para mí el mundo es un

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

caos y, dentro de él, el hombre está perdido como en un


laberinto. En el caso de las cuevas del Minotauro (que
yo llamé La Casa de Asterión), la angustia de ese
engendro es la misma que sufre el individuo en su
universo.

En el siglo XVIII, apareció en Occidente el


dominio de la fábula y el conjunto de ideas que había
incorporado del paganismo griego pasó a denominarse
mitología. Allí apareció el mito, que es una forma de
apelar a un modelo cultural.

- Pero el culto al Minotauro consistía en


sacrificios y ofrendas en las grutas y sobre las cimas de
las montañas – refirió Hardoy -, en santuarios rurales
construidos alrededor de árboles sagrados o en
habitaciones especiales de los palacios. Los rituales del
fuego sobre las montañas, las procesiones y las
acrobacias sobre los cuernos de un toro, formaban parte
de la vida religiosa cretense.

Borges admitió la acotación y dijo:

- Sí, pero la alianza que se expresa a través


de la unión del mar (toro blanco) y la tierra (Pasifae
casada con el sol: Minos) encuentra su oponente
"lógico" en el ámbito celeste, de modo que, en mi
opinión, Minos se desdobla en Teseo para recuperar a
Pasifae-Ariadna. El toro es un símbolo del caos, de la
naturaleza incontrolada y hostil. Una fuerza enorme y

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

brutal. Emblema de muerte y anonadamiento y también


símbolo de poder, fecundidad y vida.

Humanizando a la bestia era posible


domesticarla: la cópula del toro de Poseidón con la reina
Pasifae convierte al animal en su prolongación obvia, el
Minotauro, en el imaginado principio de la creación
(aclaro: no bíblica sino mitológica). El Minotauro es una
criatura de las aguas oceánicas, Poseidón hizo salir del
mar a su padre y según lo asienten otras versiones, era
éste un toro que estaba destinado al sacrificio en honor
del dios.

Del mito se desprende que los mancebos


enviados como tributo de guerra de Atenas a Creta
fueron víctimas del Minotauro, quien, a su vez, fue
presa del laberinto creado por Dédalo, que está al
servicio (y también, en el futuro, será víctima) de
Minos, mártir de la ira de Poseidón, el que enviará el
Toro Blanco que aquél no sacrificará por su hermosura y
del que se enamorará Pasifae, engendrando en su
vientre al Minotauro. Este confuso entrecruzamiento de
dioses que son desafiados da lugar al mito, que yo
identifiqué en Asterión, triste y resignado, quien lucha
con obstinación feroz contra la muerte, a la vez que la
espera como una liberación. Cuando recordé que los
mancebos de Atenas eran nueve, dije también que
habían sido enviados “para que yo (el monstruo) los
libere”, en directa referencia al Padrenuestro, como creo

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

haberle dicho.

Hardoy escuchó con atención


la exposición de Borges y en determinado momento
indicó:

- Debemos considerar, sin embargo, que la


victoria de Teseo es rotunda, desde que vence y ultima
al monstruo, y a la casa monstruosa donde vive, todo
ello, gracias al hilo de Ariadna. Pero comparto su
opinión: tanto el toro o el monstruo (Asterión) son
animales que describen su vida, su espacio y su relación
con el mundo exterior; ambos se encuentran defendidos
y encerrados en un laberinto al que llaman casa y se
piensan en términos de singularidad; ambos acechan en
vigilia permanente sintiendo a la soledad como carga
inevitable y ambos se saben en una situación de
imposible salida, cuya única posibilidad de liberación
consistiría en la muerte, contra la cual luchan y a la vez,
esperan.

- Es que el triunfo de Teseo es aparente –


continuó Borges - . Por el contrario, la victoria definitiva
es del Minotauro. Es este último el que utilizará a Teseo
como instrumento de su principal deseo existencial, es
decir, su última voluntad: ser muerto para terminar con
su suplicio y acceder a la posibilidad de una suerte de
redención. Ella habrá de producirse en otro espacio o
nivel simbólico, que en última instancia, puede ser el
encuentro con su Redentor. ¿Recuerda que ya antes

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

mencioné que en mi cuento puse en boca de Asterión su


esperanza en la Redención? Vale la pena repetirlo
ahora: "Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos
profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez
llegaría mi Redentor. Desde entonces no me duele la
soledad, porque sé que vive mi Redentor y al fin se
levantará sobre el polvo".

Ambos habían entrado de lleno en el terreno


superior del análisis y la exposición. Los dos percibían
que lo que en realidad estaban exhibiendo era la
dimensión cultural de cada uno, y en ese contexto,
Hardoy dijo:

- El desarrollo de esa idea sería - por decirlo


de algún modo – un proyecto de universo en el que
cada uno es una parte o peldaño. La paradoja consiste
en que, cuanto más poder aparente parece tener (el
Minotauro) en esa cadena, menos conciencia tiene de la
misma; y cuanto menos poder y más carencia comienza
a padecer, más conciencia toma de su angustiante
destino, como es el caso de su creación, Asterión, el
habitante de su casa-laberinto. Entiendo que, además,
Asterión no está precisamente perdido en su casa, sino
que, por el contrario, su ámbito le permite el
desciframiento del universo en el que vive y la
comprensión de su propio destino.

- Porque un laberinto – coincidió Borges - no


es más que una casa edificada para confundir a los

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hombres. Como ya le he dicho, su arquitectura, de


abundantes simetrías, está adaptada a ese propósito.

- No obstante, debo reiterar – insistió Hardoy


- que de su obra literaria, la expresión simbólica son las
ficciones: El jardín de senderos que se bifurcan y
Artificios. Aunque la mayoría pudiera inclinarse por la
primera de las producciones, yo no puedo dejar de
ponderar Funes, el memorioso, cuento que me pareció
aún más conmovedor que Sur, y ambos están en la
segunda producción.

- Si bien para un escritor sus libros son, como


deberían ser para un padre, sus hijos - replicó Borges -
es decir, todos situados en un pie de igualdad, me
ocurre como debe ocurrir en la vida real de una familia:
no puedo ocultar mi preferencia. Aún a riesgo de
incurrir en una herejía, me inclino por Sur.

Pero en el otro aspecto, usted tiene razón: la


crítica se ha decidido por Artificios y yo mismo me he
permitido – si usted quiere - una ironía: los he definido
como de confección “menos torpe”. Es verdad que
algunos escritores han inventado biografías de hombres
reales, de los cuales poco o nada quedaba registrado.
Yo, en cambio, leí acerca de personas conocidas y,
deliberadamente, escribí sus historias variando y
distorsionando los datos a mi capricho.

Cuando escribí El jardín de senderos que se

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bifurcan, partí de una obra histórica, la Historia de la


Guerra Europea, de Liddel Hart. Ella narra la ejecución
(y todos los preliminares de un crimen), cuyo propósito
no se comprenderá hasta el último párrafo. El hecho
histórico parte de un espía, Yu Tsun, que, al mismo
tiempo, es el protagonista y debe transmitir el nombre
de una ciudad a los oficiales alemanes. Atormentado por
el capitán Richard Madden, que lo persigue
implacablemente, decide comunicar su mensaje
matando al sabio sinólogo Stephen Albert, porque su
apellido es igual al nombre de la ciudad que los
alemanes tienen que atacar. El asesinato lo recogen los
periódicos ingleses al día siguiente y los alemanes
reciben el mensaje. Pero la ficción literaria no termina
ahí, porque detrás de esta sencilla historia, se esconde
la figura de un astrólogo chino, Ts’ui Pên, bisnieto del
protagonista, que ha escrito un libro extraordinario que,
curiosamente, se llama El jardín de senderos que se
bifurcan, que viene a significar la esencia misma del
mundo, donde el tiempo se bifurca perpetuamente
hacia innumerables futuros distintos unos de otros.

Sin embargo, Hardoy, tenga presente esto:


siempre advertí que la cultura no debe quedar
restringida a cenáculos privilegiados por la inteligencia o
el manejo audaz de un lenguaje críptico. Durante un
tiempo, dirigí el suplemento semanal de Crítica, un
diario de manifiesta orientación popular.

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

Más todavía: digamos que referido a un


público con un nivel cultural reducido. Allí inserté las
historias infames de que se nutre la literatura popular,
las cuales sirven para entretener. En consecuencia, los
relatos se entregaban como un producto de
subliteratura. A partir de ese método o serie, la
construcción empezó a volverse laberíntica.

Bueno, amigo mío, ya hemos hablado del


laberinto, pero omitimos recordar que su característica
principal es la complejidad, que, de manera inversa,
pone en evidencia su aparente sencillez. Y esa sencillez
se inicia en el título (por ejemplo, Historia Universal de
la Infamia) que aturde al colocar en la historia universal
un dato contradictorio: una heroicidad de signo
contrario. En el suplemento tratábamos de lograr que al
reconocimiento de un saber universal determinado por
una ficción, se le agregara un contexto popular que la
volviera cotidiana, a pesar de todas las referencias
librescas.

- Lo que creo es que estos ejercicios... –


señaló Hardoy - abusan de algunos procedimientos: las
enumeraciones dispares, la brusca solución de
continuidad, la reducción de la vida entera de un
hombre a dos o tres escenas, olvidando la complejidad
de una existencia. Pienso que en su orientación hacia
ese estilo han influido las lecturas de Stevenson y
Chesterton y aún de los primeros films de von Stenberg.

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

He leído su obra, Borges, de manera casi


completa y siempre sentí los efectos de sus narraciones
inventadas, que ponían de manifiesto su erudición
notable y la vastedad de esa imaginación. Los relatos
del primer grupo son fantásticos: La lotería en
Babilonia, donde usted reflexiona sobre el azar y el
determinismo; La biblioteca de Babel; el ya recordado
Pierre Menard, autor del Quijote, un relato que usted
compuso como alarde de ingenio y trata la figura del
escritor francés que escribió varios capítulos iguales a
los originales de Cervantes, al parecer, sin haberlos
copiado. En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y Examen de la
obra de Herbert Quain, el ojo escrutador puede advertir
que son notas sobre libros imaginarios.

- No puedo menos que sentirme pasmado por


su nivel, Hardoy – dijo un Borges sorprendido -. En
general, uno está preparado para escuchar de un
político frases vacías, pensamientos vanos, lugares
comunes visitados por la repetición absurda de
conocimientos ajenos. Sabía que usted se había
deleitado en la lectura y lo reputaba un hombre culto –
así, al menos, yo lo consideraba -, pero debo confesar
que me ha sorprendido su erudición, la acumulación de
conocimientos, si bien adquiridos por la lectura,
elaborados por una inteligencia notable. En este lugar
tan especial, donde la Misericordia Divina nos ha
situado, no puedo menos que expresarle mi alegre
satisfacción… aunque también mi tristeza. ¿Cómo fue

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

posible que la Argentina prescindiera de sus servicios?


¿De qué forma puede aceptarse que su inteligencia no
hubiera podido participar del gobierno de nuestro país?

Aunque, en realidad, no se para qué me


formulo estas preguntas. Por algo la Argentina del
Bicentenario ha debido conformarse con hablar mal del
país del Centenario y hacerle creer a la gente que este
era un país inclusivo, no como el de un siglo atrás, que
“era elitista”. ¡Debía ser por eso, por ser una nación
excluyente, que atraía a los trabajadores emigrantes de
las potencias que hoy son rectoras!

Tocado en su fibra más íntima, Hardoy no


pudo sino aceptar con regocijo el juicio de Borges, quien
le hablaba nada menos que de sí mismo y de la
Argentina que había enamorado a ambos. Por eso, con
pasión dijo:

- Los restos de mi vanidad humana que aún


me acompañan no pueden menos que sentirse
halagados por sus palabras. Pero usted mencionó la
nación del Centenario. En ese tiempo todos los hombres
que ocupaban los primeros lugares ejercían el comercio
con las musas… y lo más significativo: los que llegaron a
situarse en posiciones de segundo orden también tenían
una formación superior. ¿Habré recordado al general
Justo, un hombre colosal? Mientras ejercía la
presidencia de la República, era frecuente que se
perdiera entre los anaqueles de una librería de la calle

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

Florida, deleitándose con fruición en la devoradora


lectura de libros que lo sorprendían y alegraban. Dicho
sea de paso, el propio librero era una persona de gran
nivel intelectual y se enfrascaba con Justo en los
comentarios agudos que efectuaba sobre los textos que
el Presidente absorbía.

- Sé que tras la muerte de Justo sus


herederos vendieron su famosa biblioteca – dijo Borges
-, llevados por un estado de necesidad económica, cuya
dignidad, hoy, debería avergonzar a muchos. Por
fortuna, la compró la Universidad de San Marcos, Lima,
porque, de otra forma, esa maravilla de la cultura
hubiera sido desguasada. Me duele que la haya
comprado otra nación, que aunque hermana nuestra en
su origen y destino, no deja de ser otro país. Pero ello
solo sirve para poner en evidencia nuestro perpetuo
desdén hacia los patrimonios más valiosos que hemos
obtenido.

Sin embargo, esos recuerdos alcanzan para


echarnos en cara la finitud de la condición humana; no
son parte de un destino elaborado por Dios. El hombre
debió incorporar su condición miserable a la libertad de
que gozara para poder ser redimido del laberinto.

Hace poco, usted citó a Pier Damiani, ese


abstinente y austero obispo medieval.

Sucede que se había producido una polémica

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teológica. Se partía de una pregunta: ¿podía la


omnipotencia de Dios decidir que algo que era no era?
El ejemplo que se traía era el de Roma: se decía que sin
duda Dios podía destruirla, pero, ¿podía decidir que
nada de su historia hubiera ocurrido, simplemente que
no había existido? Se agregaba otro ejemplo desafiante,
¿podía la omnipotencia divina devolver la virginidad a
una mujer que la había perdido?

Damiani le atribuyó a Dios esa potestad pero


al mismo tiempo proclamó que no debía tentarse su
omnipotencia planteándole que decidiera hipótesis
vanas. Emerson tenía una opinión opuesta: sostenía
que “ni siquiera los dioses pueden alterar el pasado”.

Alguna vez lo dije en un cuento, que


enhebraba una conjetura, un poco para hacer alarde de
ingenio, y otra como resabio de mi antigua condición de
ultrista, hoy debo aceptarlo.

Para ello escribí la historia de Pedro Damián


(fíjese que utilicé el nombre traducido al español del
célebre teólogo del medioevo) quien había intervenido
cobardemente en la batalla de Masoller, librada en 1904.
Como ejercicio de una ironía ritual, lo hice regresar al
término de su vida a su tierra natal, al igual que el
notable obispo y teólogo (que fuera designado obispo
con sede en el mismo pueblo en que había nacido).

Damián, un muchacho entrerriano, tuvo en

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esa batalla un desempeño reñido con el valor, según los


dichos de sus propios compañeros de armas y el
testimonio del coronel Dionisio Tabares, que era jefe de
la división. Murió en 1946, abatido por fiebres que lo
tuvieron en un delirio constante durante su agonía.

Pero Pedro Damián, arrepentido de su


cobardía en la mencionada batalla, le pide a Dios que le
de ocasión de redimirse. La omnipotencia divina le
concedió la petición (volvió como sombra en pena a
Entre Ríos y se perdió en ella “como agua en el agua”).
Murió (por segunda vez) como un valiente en Masoller
y fue enterrado al pie de una cuchilla oriental, en 1904.
Recurrí como autor al testimonio del coronel Tabares y
éste rehizo su relato anterior, refiriendo que Damián
cayó al frente de su escuadrón, alcanzado por una bala
enemiga que le dio en medio del pecho. En esta
ocasión, Tabares estuvo acompañado por un doctor
Amaro, quien confirmó la valentía de Damián. El cuento
fue referido con el título La Otra Muerte en El Aleph, que
reemplazó la original que se llamaba La redención, por
su denominación excesivamente teológica.

En el relato se conjeturaba que Damián había


muerto dos veces: una como valiente, en medio del
entrevero, en 1904, y otra, inmerso en las fiebres
delirantes, en una cama, en 1946. La omnipotencia de
Dios se puso de manifiesto al decidir que Pedro
redimiera su cobardía, como podía haber resuelto que

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Roma nunca hubiera sido fundada o nacido o una


prostituta recobrara la virginidad.

Siguiendo el relato hecho por Borges, Hardoy


dijo:

- En realidad, si aceptáramos como una


premisa válida que la omnipotencia de Dios puede
cambiar los acontecimientos y decidir, según su
voluntad, que un hecho sucedido no se hubiera
producido, tendríamos que afirmar que la historia es un
verdadero espejo, que si bien refleja los
acontecimientos, puede modificar esa imagen y
reemplazarla por otra.

- Usted lo ha dicho – confirmó Borges. Para


mí, el espejo tiene un tentador significado: conocer de
una manera cabal al mundo, o mejor dicho, a uno
mismo. Según mi punto de vista, el espejo es más,
mucho más que un instrumento del conocimiento o una
fórmula que sirve para ingresar al mundo de la fantasía
donde todo puede suceder y todo está permitido. Es,
en primer término, un profundo reflejo del yo, que va
más allá de mostrar una reproducción ilusoria de la
figura humana. Allí se encuentra toda la esencia de ese
yo, es una forma para el hombre de enfrentarse a sí
mismo: es su propia idealización. Se da una
transubstanciación del yo en el espejo - como la de
Cristo en el vino y el pan- tan profunda, que incluso esa
fuerza, la energía de la figura reflejada, es tan fuerte

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

que es más real que la propia figura de la cual se ha


proyectado.

Lo dije en el poema "El forastero”: "Se


afeitará después ante un espejo/ que no volverá a
reflejarlo/ y le parecerá que ese rostro/es más
inescrutable y más firme/que el alma que lo habita/ y
que a lo largo de los años lo labra". Este fenómeno de la
duplicidad del yo y de la duda o confusión respecto de
cuál es más "real" o verdadero, se da no sólo a través
de las metáforas del espejo, sino también a través de la
escritura (“Poema de los dones", "El laberinto"), del
hecho mágico de “alguien” que se encuentra a sí mismo
en la calle ("El libro de arena") o del yo que reflexiona
sobre un otro yo o el sueño de Boecio, en la que un
espectador imaginado está siendo observado por otro
espectador, también soñado.

Pero esta duplicidad del ser tiene también su


contraparte; es decir, el yo dividido busca, consciente o
inconscientemente, la manera de resolver el problema
de la separación o de la duplicidad. Esta necesidad de
unir las partes también queda metaforizada, entre otras
cosas, con el espejo. Incluso podemos ir más allá de la
idea inicial, estableciendo que ambos ‘yo’ son espejos,
que, acaso, fatigados, se reflejan incesantemente. Eso
lo señalé en el "Coloquio de los pájaros": un grupo de
aves llega hasta los confines de una montaña en busca
de su rey, Simurg. "Treinta (pájaros), purificados por los

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trabajos, pisan la montaña del Simurg. La contemplan al


fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es
cada uno de ellos". El acercamiento es "Un juego con
espejos que se desplazan", (reitero esto porque alguien
atribuyó al relato un sentido panteísta del que carecía)
porque otra interpretación de los espejos radica en que
los conocimientos del hombre son los reflejos que, por
su intermedio, recibe del universo. El hombre, pues,
como en la famosa "Cueva de Platón", conoce por medio
de reflejos: es lo que dije en "El espejo de los enigmas".
A diferencia de la idea de Platón, revela total y
cabalmente el universo, mientras que en el mito de la
cueva, sólo se conocen las siluetas dejadas por la luz
sobre la superficie de la misma.

- San Pablo, en su Primera Epístola a los


Corintios - pensó Hardoy en voz alta - atribuyó el
conocimiento a través de espejos y dice que ese
conocimiento está limitado, pues lo que muestran es tan
sólo una fantasía, nunca el conocimiento en sí. Pienso
que nadie, pues, “rebaje a reproche esta aclaración
sobre su obra”, digo, parafraseándolo a usted mismo.

- ¿Tendría nuevamente que decirle “touché”?


– replicó Borges, en tono divertido- En "El Aleph" he
procurado describir qué es un Aleph, diciendo lo
contrario de lo escrito en "El espejo de los enigmas".
Como tengo la pretensión vanidosa de que usted lo
hubiese leído, solo quiero recordar, en esta instancia,

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que el Aleph es una pequeña esfera, un punto del


universo en que confluyen todos los puntos del mismo.
Ese lugar funciona como un espejo esférico en que se
pueden ver reflejados, simultáneamente, todas las
cosas que "destejen y tejen en este universo". Así pues,
los espejos, este particular espejo, son la suma y
esencia de las cosas, porque nada hay que no pueda
reflejarse.

Si múltiples e infinitas son las imágenes que


podemos tener de los espejos, también múltiples e
infinitas pueden ser sus significaciones. Por eso, en cada
relato o cuento el sentido dado al espejo difiere o cobra
un matiz particular. Por ejemplo: una cosa puede ser
espejo de otra, o una persona de otra o aún de un
objeto. Tal es el caso de Edipo, que al ver a la esfinge
descubre que ésta es un espejo de él mismo: "Con la
tarde un hombre vino/ que descifró aterrado en el
espejo/ de la monstruosa imagen el reflejo/ de su
declinación y su destino".

En "El instante", sugiero que el presente no


existe; todo es un pasar inconmovible o futuro inseguro.
Los espejos sólo reflejan, en consecuencia, el pasado de
una persona, jamás atrapan el segundo en que se
contempla: "El rostro que se mira en los gastados/
espejos de la noche no es el mismo", porque la historia
es un espejo de los hechos que a través del tiempo la
memoria no ha podido borrar. Está demás recordar que

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

la imagen de la historia es rígida; dura como una


escultura. No comparte esa condición esencial de las
imágenes de los espejos: la de ser efímera. En "El reloj
de arena" he dicho: "En los minutos de la arena creo/
sentir el tiempo cósmico: la historia/ que encierra en
sus espejos la memoria".

Los espejos han sido, pues, un pretexto para


decir lo que más me importaba de las cosas. Son una
forma de patentizar los juegos con el tiempo: lo infinito,
la vida o la muerte. Al mismo tiempo debo aclarar, que
los espejos, de vez en cuando, también sirven para
hacer esa humilde y prosaica función que todos los días
de su vida un hombre puede realizar sin necesidad de
haber leído mis argumentos: reflejar.

Como puede ver, Hardoy, me he dejado llevar


por el entusiasmo, dándole a este tema más espacio
que a otros. Habrá advertido, también, que para mí los
espejos, como los tigres, son algo más que un contorno
físico.

Está demás decir que me han provocado


gracia (o espanto) las conclusiones a que arribaran
muchos pretendidos exegetas míos, que redujeron sus
juicios a una frase que urdimos alguna vez con Bioy:
“Los espejos y la cópula son dos grandes aberraciones,
porque ambas sirven para reproducir a los hombres”.

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CAPÍTULO 11

Los Conservadores

Para Hardoy, hablar de los conservadores era


algo natural. Durante toda su vida terrena había
practicado en forma permanente ese discurso, pero
ahora debía elaborarlo en otro medio y con diferente
interlocutor. Al contrario de lo que siempre había sentido
en su existencia mundana, ahora, en el Cielo, le
extrañaba la escasa preocupación que despertaban la
teoría y la historia de ese tema. Formado en la escuela
extraña de la doctrina, su preocupación por la praxis lo
había convocado desde su juventud, convirtiéndolo en
un político obligado a justificar las ideas que había
enarbolado. Como de Joaquín V. González, de él podría
decirse que encarnó el espécimen más acabado del
intelectual inmerso en las vicisitudes de la práctica
política.

Ese exponente del conservadorismo


tradicional, dijo:

- No crea, Borges, que voy a escapar a la


obligación que asumí, pero creo que ya he dicho todo

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

sobre mis ideas y los motivos que me llevaron a


asumirlas.

- Descarto que no habrá de eludir su


compromiso – contestó Borges -, pero quiero tener una
versión que justifique esa tendencia que abrazó, más
allá de los lazos familiares o la nostalgia por una patria
que fue antes y no lo es ahora.

- Por supuesto – admitió Hardoy - los años


fueron abonando aquellas ideas, y a mi natural
inclinación por el conservadorismo fui agregando
conceptos teóricos que ratificaron esa orientación.

En cuanto a nuestro país, pienso como


seguramente usted también lo hará: después de los
años heroicos de la independencia, la Nación obtuvo
status constitucional y los gobiernos conservadores se
ocuparon de preservar uno de sus valores primarios: la
libertad.

- Y a ello, – Borges no pudo dejar de meter


un bocadillo - además del progreso y la educación,
habría que sumarle la administración, la cual hizo
posible que nuestro país, bárbaro y salvaje, al decir de
Sarmiento, se transformara en una república que fue
sueño y meta de tantos inmigrantes.

- Vea, me ha encantado (e influido mucho en


mi pensamiento) – retomó Hardoy la ilación de su
exposición - una frase de Rosanvallon, quien decía algo

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

así como que “el conservadorismo es la eternidad del


liberalismo”.

Se imagina, Borges, que a lo largo de mi vida


me han formulado la misma pregunta, especialmente en
los tiempos en que el pensamiento liberal tuvo una
representación partidaria y muchas personas trataban
de hurgar: “¿qué diferencia hay entre un conservador y
un liberal?”

- Naturalmente, mucha gente, de buena fe,


repudia a los conservadores y se proclama liberal; tal
vez, ignore que los gobiernos conservadores que
transformaron el desierto y desarrollaron el país eran
también liberales - agregó Borges -.

- En ese aspecto, quizá debamos


remontarnos al gobierno de Pastor Obligado – expresó
Hardoy con nostalgia - que tuvo como opositores nada
menos que a los jóvenes de entonces: Adolfo Alsina,
Anchorena, Cazón. Éstos asumieron un papel
“progresista” y bautizaron como “conservadora” la
gestión de Obligado. Esa circunstancia tal vez haya sido
la raíz que impulsó a muchos hombres a calificar a los
conservadores como herederos de Rosas (olvidando,
entre otras cosas, que Obligado y su familia se exilaron
durante la gestión de aquél, mientras que Alsina, años
después, ofreció a los rosistas una oportunidad para
volver a la política activa y además fundó el Partido
Autonomista, síntesis de aquella dicotomía feroz -

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

unitarios y federales - y antecedente directo del partido


Conservador que nació en 1908).

- En ese escenario, ¿cómo definiría el


gobierno de Roca? – preguntó Borges -.

- Usted me ha anticipado; iba a nombrar a


Roca – contestó Hardoy = . Sin dudas, él fue el artífice
de la Argentina moderna. Además de enarbolar su
famoso lema: “paz y administración”, gobernó con
autoridad y cintura una nación difícil, impulsó una
política exterior de concordia (sin eludir conflictos
cuando fueron inevitables, como los que mantuvo con el
Vaticano) y su gestión se coronó con éxitos indiscutidos:
incorporación del Chaco argentino, ferrocarriles, puerto,
tratados con Chile, etcétera, sino por la notable tarea
legislativa que propició. Pasó a la historia como un
símbolo de la “oligarquía vacuna”, expresión peyorativa
para simbolizar a los conservadores. No obstante, Roca
fue un gran liberal, por lo que se podría decir sin
ruborizarse: encabezó un gobierno liberal-conservador.

- Creo que toda esa época tuvo una impronta


liberal y conservadora – agregó Borges -.

- Es que nadie quería renunciar al privilegio


de esa ideología, señaló Hardoy. Ser liberal era
revestirse de una pátina de prestigio, más allá del
nombre que adoptara la agrupación política a la que
perteneciera el individuo: era un demérito no ser tenido

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

por liberal. Quizá, Mitre haya sido uno de los pocos en


asumir que su partido llevara esa denominación, y de
hecho, cuando propició una agrupación política
provincial, afín a sus ideas, prohijó que se llamara
Partido Liberal, el que proveyó de grandes gobernadores
a Corrientes y aún hoy subsiste. Con ese nombre hubo
varias agrupaciones provinciales (en San Luís y
Mendoza, entre otras) que a diferencia de lo ocurrido en
Corrientes resignaron su denominación local para fundar
el Partido Demócrata Nacional, típica expresión del
conservadorismo-liberal a partir de 1930.

- Debería proclamarse, entonces, que esos


gobiernos fueron liberales, pero al mismo tiempo
conservadores – señaló Borges con total coincidencia -
en cuanto pretendieron “conservar” los logros obtenidos
a partir de la Constitución de 1853.

- Así es – continuó Hardoy -. Aún cuando


debiera reconocerse que a la ideología liberal adherían
todas las fuerzas políticas gravitantes, como ya señalé
hace unos instantes. Fíjese en una gran ironía. Dos
hombres que eran rivales empecinados y además
encarnaban las corrientes antagónicas que se
disputaban la primacía en Buenos Aires y en el país,
fueron Bartolomé Mitre y Adolfo Alsina. Sus banderas
arremetían una contra la otra y en las campañas
electorales de entonces se desplegaban consignas
personalísimas, tendientes a destruir al rival. Y bien,

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ambos se proclamaban liberales y, en medio de las


batallas periodísticas que se libraban con pasión, se
acusaban mutuamente de no ser lo suficientemente
“liberales”. Por eso me pareció un signo de ignorancia
política e histórica la tendencia de algunas personas a
afirmar su militancia “liberal” acentuando su oposición a
los “conservadores”.

Voy a agregar algo. Cuando me interrogaban


acerca de si había diferencia entre liberales y
conservadores dije, tratando de morigerar el dilema por
la vía del humor, que estos eran “liberales que hacían
política”.

Siempre me valí de un ejemplo, casi


histriónico, que tiene la forma de cuento: gobierna el
país un presidente liberal y su ministro de Hacienda le
informa que al día siguiente no se podrán pagar los
sueldos de los agentes públicos porque no existen
recursos genuinos. Podría emitir y pagarse los sueldos –
agrega - pero sería sin respaldo; también le advierte
que sin sueldo los vigilantes entrarán en huelga y las
calles quedarán a merced de los delincuentes. El
presidente (liberal) no duda y se mantiene fiel a su
ortodoxia; sin respaldo no puede haber emisión: que los
delincuentes se adueñen de las calles. La misma
situación presentada a un presidente conservador: sabe
que sin respaldo no se debe emitir y le repugna hacerlo,
pero hace prevalecer el realismo sobre la ideología.

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“Emita sin respaldo – le ordena a su ministro - y pague


los sueldos de los vigilantes; que no hagan huelga;
después veremos como corregimos el asunto”. Eso es el
pragmatismo conservador.

- Está muy claro, Hardoy – se complació


Borges. Yo recuerdo que Debray decía que la humanidad
nada había aprendido de las experiencias anteriores y
que cada pueblo las repite inexorablemente, sin cambiar
nada sustancial. Esa afirmación recuerda aquel axioma
que decía que “el hombre es el único animal que
tropieza dos veces con la misma piedra”.

Yo no comparto ese juicio simple; creo, por el


contrario, que la sociedad aprende de sus errores y
trata de “conservar” lo bueno que ha quedado en la
cesta, y lo hace, además, con el pragmatismo que usted
resaltara con ese ejemplo tan práctico y gracioso.

- También Popper opinaba como usted. Esa


afirmación del filósofo-guerrillero (Debray) no puede
aceptarse sin – por lo menos – efectuar una previa
investigación y comprobación, que como decía el
célebre tratadista austríaco, resulte “verificable”. En
rigor de verdad, todas las teorías ideológicas deberían
ser comprobables. La de Einstein no tuvo acogida como
verdad absoluta hasta que el sabio no la sometió a una
comprobación empírica. Y digo esto, sin sumarme al
bando positivista, que ve en el cientificismo, sin el
aporte de la fe, la conclusión por la vía de la razón.

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- Lo que pasa es que el propio Debray –


como no podía ser de otro modo – introduce un factor
de inseguridad – señaló Borges. Al fin, debe rendirse
ante la imprevisión del futuro y el ejercicio de la
libertad, que es algo consustancial al individuo.

- Con esa ironía de que se valía para emitir


sus juicios más profundos – acotó un Hardoy
entusiasmado por las coincidencias - lo decía Churchill
(remedando a Lincoln), palabra más, palabra menos:
“pueden muchos engañar a pocos o pocos a muchos
durante un tiempo, pero no pueden todos engañar a
todos todo el tiempo”. Por último, prevalecen la
inteligencia y la libertad. Hitler, Stalin, Beria o Pol Pot
fueron estrellas fugaces que nada importante dejaron,
más allá de las desgracias enormes que provocaron a
sus contemporáneos o la crueldad de que hicieron
alarde.

- Debray parece alejado de la idea de que las


sociedades humanas tienen la posibilidad de elegir su
porvenir y también de la creencia de que es imposible
preverlo. Ambas posiciones fueron sostenidas con
absoluta persuasión por Popper (a quien usted recién se
refiriera) o Rueff - agregó Borges -.

Hardoy no había perdido la ecuanimidad ni


aparentaba burlarse de Debray cuando agregó:

- Lo que pasa es que Debray – uno de los

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

principales ideólogos de la subversión latinoamericana y


responsable, en gran medida, de que tantos jóvenes
murieran en el empeño terrorista - parte de una
premisa que es imposible confirmar. Según él, el
enunciado ideológico está construido de tal manera que
resulta imposible para la experiencia su modificación,
aunque sí puede modificarse la propia experiencia. Este
interesante juego de palabras ha sido común a las
ideologías, digamos que … “de izquierda”.

Trae al respecto un ejemplo desatinado pero


atractivo, cuando dice que un pigmeo puede declarar
delante de un miembro de una aldea africana que su
casa está embrujada. Por supuesto, nada ni nadie podrá
demostrar científicamente lo contrario, pero el oyente
de tal absurdo modificará su conducta como
consecuencia de esa afirmación. Por supuesto, traído el
ejemplo insensato, elabora el paso siguiente, con un
caso menos inconsecuente: ahora afirma que si un
profesor declara frente a sus alumnos que el mundo va
hacia el socialismo o su antítesis, que ésta es una
opción impracticable y proclamara que la humanidad, en
consecuencia, va hacia la servidumbre, sus juicios,
aunque sea de manera infinitesimal, producirían efectos
en el auditorio. Es que, según él, una idea vana que
provoca consecuencias es una idea grave, pero al revés,
una idea grave, sin consecuencias, se transforma en un
juicio vano.

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

- Pero este planteo hace agua por donde se lo


mire – exclamó Borges. Para que ese enunciado pudiera
ser exitoso, primero habría que construir una “ideología”
y después imponerla hasta el extremo del fanatismo. En
las sociedades occidentales, con la libertad de
pensamiento, de prensa, que hacen posible la crítica (es
decir: aquellas sociedades que pueden dar garantía de
instituciones democráticas) las ideologías no podrán
subsistir mediante el fanatismo; deberán afrontar la
prueba del ataque a que la someterán sus opositores.

- Lo que ocurre, Borges – confirmó Hardoy -


con el pensamiento voluntarista de estos ideólogos es
que su imposición depende de la fuerza. Como usted
bien dice, únicamente es posible su subsistencia bajo la
tutela del absolutismo; el pluralismo, o sea, la
diversidad de opiniones e intereses, resta validez a
aquella afirmación y solo puede ser aplicada en aquellos
ejemplos nulos: la aldea africana, la Alemania de Hitler
o la Unión Soviética, expresiones estas últimas de
sociedades moralmente enfermas, donde lo único que
prevalecía era el úcase de los gobernantes.

Las ideologías elaboradas (o desplegadas)


por los Debray – en realidad, por todas las doctrinas
que sustentaran los marxistas-leninistas, sea por medio
del terror de las armas y las cárceles del pueblo o
apoderándose de los gobiernos en forma disimulada y
en apariencia legal – siempre pondrán en evidencia su

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desprecio por las democracias liberales y tratarán de


instalar la tiranía. Lenin se refería a la Iglesia Católica
(en rigor de verdad hablaba de “las religiones”) y las
llamaba “el opio de los pueblos”. En esta versión
pueblerina que vivimos en nuestro país, al pueblo se
intenta “opiarlo”, irónicamente, mediante un
instrumento del capitalismo liberal: el dinero. Los
ideólogos de la subversión han tenido el triste mérito de
intentar que la humanidad retroceda a 1788, es decir, a
los tiempos previos a la Revolución de Francia, en que
imperaban el absolutismo, la tiranía y la administración
de “justicia” en base a normas sancionadas con
posterioridad a los hechos que debían juzgar.

Seguirá siendo un deber principal de las


sociedades algo que dijimos antes: tendrán que limitar
y sujetar el poder del Estado. La Argentina, con la
sabiduría de su Constitución de 1853, pudo crear los
instrumentos apropiados, que fueron, a no dudarlo, las
instituciones que ella propició. A diferencia de lo que
opina Debary, el peligro no proviene de brotes
irracionales que repitan experiencias pasadas. El peligro
actual es el que proviene del ejercicio de una
propaganda abrumadora, a veces subliminar, que
procura imponer estándares de conducta y formas de
vida – racionales, por cierto - pero que pueden llegar a
ser gravemente indeseables. A mi juicio, es muy poco
probable que surjan dictaduras como las que describiera
La Rebelión de las Masas, según la aguda observación

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de Ortega. La subversión ha aprendido de sus propios


errores y ha “camuflado” su despotismo y sus armas
con las mismas instituciones que desprecia.

- Lo que pasa es que la concepción de Debray


ha sido demasiado simple – incluso infantil, para ser
cierta – frente a la complejidad del mundo moderno,
reflexionó Borges.

- Por eso me ha seducido – continuó Hardoy -


la idea de Rosanvallon (en realidad, éste se la adjudica
a Guizot), según la cual el conservadorismo no debe
oponerse al liberalismo, pues él se presenta como la
realidad de este último. Durante más de cincuenta años
sostuve este pensamiento, incluso con similares
palabras. Para repetirlo con la frase que tanto me
conmoviera: “es la eternidad del liberalismo”, ya que ser
conservador es regir una sociedad que en su seno no
alberga el germen de ninguna revolución. Lo dijo con
maravillosa exactitud Edmund Burke: “Las sociedades
son gobernadas por los vivos, por los muertos y por los
que están por nacer”.

- O “el conservadorismo tiene todas las


virtudes del cambio sin ninguno de los inconvenientes
de la mutación” - agregó Borges con una sonrisa -.

Hardoy parecía en su salsa. Entusiasmado


con la correspondencia que mantenía con su calificado
interlocutor, sostuvo el hilo de su exposición:

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

- Vea, Borges, repitiendo a Rosanvallon


recordaría que “(el conservadorismo) trastorna todas las
representaciones anteriores de la política, en virtud de
que asigna a la historia un estado terminal estable” (¿de
aquí habrá extraído Fukuyama su sentencia sobre el “fin
de la historia”?). Sin embargo, aquél autor infiere de su
afirmación que “el conservadorismo constituye, desde el
siglo XIX, el ideal histórico que no puede sobrepasarse
por todos los pensamientos revolucionarios”. Incluso
llega a afirmar que el propio Marx “define al comunismo
como un conservatismo, pues lo es en efecto desde que
suprime la política como esfera de conflicto para hacer
entrar a la humanidad como administradora de las
cosas, es decir, de la gestión”. Esta consideración, que
Rosanvallon pone en boca de Marx, no puede menos
que traerme a la memoria aquella consigna de Ortega y
Gasset, cuando nos dijo: “argentinos, a las cosas”.

- La reflexión de Marx – no escapó a la


agudeza de Borges la contradicción del autor del
“Manifiesto…” - nos aparta de un elemento sustancial de
la convivencia: el estilo de los protagonistas. Buffon
decía que “el estilo es el hombre mismo”, de modo que,
según su apreciación, un estilo hermoso no es tal sino
por el número infinito de verdades que presenta.

- Mire Borges, según lo veo yo, – Hardoy


retomó la inspiración - desde los tiempos de la
Ilustración los protagonistas que influían en la sociedad

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le daban el tono, fijaban sus costumbres, marcaban - en


pocas palabras - el camino para deslumbrar a sus
contemporáneos. De ese modo, ideas, prejuicios,
modas, tendencias, simpatías y antipatías eran
impuestas por aquellos. La Ilustración dominó en base
al orgullo de su racionalismo, el ejercicio de una cortesía
exquisita, el acatamiento incontrastable a filósofos cuya
fe radicaba en la aplicación de la razón, que les era
común a todos ellos.

El siglo XIX comenzó con la introducción de la


política en la literatura y el romanticismo, con
exponentes como Lord Byron y tuvo en Bonaparte su
modelo más encumbrado.

No olvide que fueron los tiempos en que


Shelley afirmaba que “los poetas son los legisladores
olvidados del mundo”. No en vano su barco – en el cual
buscó la muerte durante una extraordinaria tormenta –
se llamaba Bolívar. Durante ese seductor tiempo no
hubo pensador, escritor o político de jerarquía que no
mostrara el temperamento apasionado con que se volcó
a todas las formas del arte y de la política. El estilo
está, en síntesis, pletórico de pasión, arrebato,
espectacularidad.

En fin, por otra parte, eso es el


romanticismo.

- ¿Usted atribuye a todo el siglo XIX el estilo

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

romántico a que alude? – preguntó Borges -.

- No, por cierto – respondió Hardoy -. A


medida que corrió el siglo XIX se modificaron esas
circunstancias; apareció Augusto Comte, y el
positivismo ocupó la primacía. Ocurrió el naturalismo, y
después de él, el materialismo histórico, que compitió
con la democracia liberal, la de los “notables”, como se
la conoció en nuestro país y la recordada democracia
“gobernada”. Cuando Ortega deslumbró con la Rebelión
de las Masas, apareció la democracia “gobernante” y
este fenómeno dio cabida a disconformes y
protestatarios, que combatieron sin tregua a los que
ejercían el mando en nombre de aquella “democracia
gobernada”.

Pero aquella rebelión de las masas trajo


dictadores y demagogos (Hitler, Stalin, Mussolini) en
oposición a verdaderos caudillos emergidos de los
países democráticos (Churchill, Roosevelt, De Gaulle).
Sin embargo, todos ellos tuvieron un lugar común, un
punto de coincidencia: sometieron a las multitudes a un
encantamiento visible y en su nombre ejercieron
poderes casi ilimitados, concedidos por ese mismo
público al que hechizaban. Por supuesto, subsistía una
diferencia inmensa entre ambos grupos: de éstos podía
salirse, de aquellos intentarlo era la cárcel o la muerte.

- Dejo constancia, no obstante – agregó


Borges - que debe haber algo de seductor y

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

misteriosamente excitante en el rumor ensordecedor de


las multitudes. Por supuesto, ello debe conducir a quien
repudia la demagogia, a mantener un diálogo
introspectivo intenso y, a veces, contradictorio, entre
satisfacer ese alarido sordo que practican las mayorías y
los derechos indestructibles que tienen – a no dudarlo –
las minorías.

Hardoy mantenía su inspiración:

- Vea Borges, alenté a muchos de mis amigos


más jóvenes a tener fe en la derrota final del marxismo.
En ocasiones, en esas “largas orgías de meditación” los
veía ensombrecidos por el avance imperioso de la URSS,
la política del “dominó” que había atrapado a tantos
exponentes del Departamento de Estado
norteamericano. No obstante, nunca dudé de la caída
inevitable del comunismo.

Reagan – de quien es frecuente escuchar


tantos juicios burlescos – tuvo una visión clara de la
bipolaridad. Sabía que el poder del capitalismo radicaba
en su capacidad acumulativa y que llevando a los rivales
a la impiadosa competencia de la “guerra de las
galaxias” terminaría por hacerles recalentar los metales
y, en consecuencia, fundir el motor. Y así ocurrió. La
acumulación de capital en el mundo socialista no era
una consecuencia de las ganancias; ocurría a expensas
del sufrimiento y las privaciones a que era sometida la
población, que ya estaba al borde del colapso como

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

consecuencia de la carrera armamentista convencional.


Cuando a ese imponente gasto hubo que agregar los
microordenadores, la miniaturización de las
computadoras, la investigación científica – tantas veces
reputada un gasto “infructuoso” – era previsible que
todo el andamiaje perverso y artificial del comunismo
saltara por el aire. Tuve la suerte de verlo con claridad
mucho antes de que sucediera, aunque supongo que
mis amigos más jóvenes habrán pensado que ese
pronóstico era el delirio ilusorio de un viejo. Sin
embargo, llegada la hora, estoy seguro que no habrán
olvidado los juicios de este anciano.

Algo similar debo decir del conservadorismo


argentino, una expresión minoritaria de nuestra política
criolla a partir de 1943. Volverá a congregar a su
alrededor público esperanzado y anhelante porque
posee principios de respeto, flexibilidad en el trato con
los opositores, mayor creencia en la evolución que en
las revoluciones y por haber sido consecuente en su
eterna observancia de la seguridad jurídica y los
derechos humanos. Vea Borges: me he cansado de
proclamar que mientras haya un hombre libre que
tenga, además, conciencia de sus obligaciones sociales,
habrá un conservador, aún cuando él mismo lo ignore o
lo oculte. Y he omitido referirme a la responsabilidad,
denominación por cuya defensa titulé uno de mis
primeros y más queridos libros, porque creo con toda
firmeza que el rasgo principal del espíritu conservador

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viene a ser el sentido de la responsabilidad.

- Alguna vez, refiriéndome a Leopoldo


Lugones – argumentó Borges - y tanto como para
justificar sus frecuentes cambios de orientación literaria
(algo que, sin dudas, nos atrapa a todos los escritores)
hice una comparación con la política. Dije que los únicos
que no cambiaban eran los políticos; en algo acerté
porque los he visto (o mejor dicho escuchado) poniendo
por delante de todo su vocación inestimable por el
micrófono, la obsesión por conseguir segundos de
imagen en los noticiosos, la acumulación de frases
vanas y pensamientos vacíos. ¡Qué lejano parece hoy
Joaquín V. González! Ejemplo típico del intelectual
comedido en las luchas políticas del momento, como
con acierto dijo usted; reunía las condiciones de
ilustración, vuelo y profundidad para pasar del estudio
de las más abstrusas y áridas ecuaciones jurídicas a la
fantasía explorativa del escritor. Bueno, creo que la
distancia que media entre González y cualquier
gobernante de la actualidad es la misma que existe
entre el Centenario y el Bicentenario, o “entre el artista
que afina el órgano de una catedral y el aguardentoso
payador de pulpería”, según la atinada observación de
un aficionado.

Súbitamente serio, Hardoy dijo:

- Es evidente que algo de eso hay, pero no


olvidemos que durante muchos años la palabra pública

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

estuvo restringida, y es sabido que toda acción genera


una reacción. Me preocupa más cuando se considera la
política como una salida laboral. He presenciado a la
generación de hombres públicos que llegaban ricos a la
militancia política y dejaban su fortuna en el ejercicio de
la misma.

Una tendencia, tal vez alimentada por la


ausencia de un juicio crítico de la sociedad, por la falta
de sanción moral y, por lo tanto, la carencia de una
condena electoral, ha impulsado el latrocinio y la
corrupción. “¿De qué vale ser honesto si el personaje
venal habrá de recibir el premio de los votos y, en
cambio, el correcto recogerá la indiferencia de los
electores?”, diría un decepcionado y frustrado candidato
de los tiempos modernos.

- ¿Usted cree que este es un fenómeno


posterior al advenimiento del doctor Alfonsín? – señaló
con cierta ironía Borges.

De nuevo Hardoy retomó el tono cansino de


las explicaciones minuciosas:

- Mire, Borges, tal como veo yo los sucesos


políticos de nuestro país, me he permitido elaborar un
meditado juicio, que tuve ocasión de publicar en mis
memorias.

Dividamos nuestra cronología en distintas


etapas: a fines del siglo XIX y principios del XX tuvimos

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la República de los Notables y el gobierno de la llamada


“oligarquía vacuna”. No dudo en calificar ese tiempo,
que tuvo su pico más alto en el Centenario, como el de
“la belle epoque”. Le siguió el tiempo del radicalismo
romántico aunque ligeramente resentido de Alem e
Yrigoyen. Si tuviera que recurrir a una definición
literaria, diría que correspondió a esa etapa “M´hijo el
dotor”, el auge y gravitación de los descendientes de los
inmigrantes; para mí, tuvo la tenue influencia del matiz
socialista, impreso por Juan B. Justo.

Tuvimos un período de auge con el gobierno


de “los galeritas”, cuya expresión más notable fue la
opulencia de la Argentina conducida por Alvear y
nuevamente, en 1928, se produjo el retorno de Yrigoyen
al poder, y con él, el regreso de las formas más
negativas de la demagogia y el desgobierno,
estimuladas por la ulterior influencia de FORJA y el
lamentable (y posterior) Programa de Avellaneda.
Después, se afrontó y se salió con éxito de la siniestra
crisis de 1929, pero se institucionalizó el Partido Militar,
hasta que se desembocó en la crisis y elección que llevó
al gobierno a la Junta Coordinadora, un sector que tuvo
mucha influencia en el doctor Alfonsín. No es imposible
imaginar que éste se entregara a sus dirigentes, que lo
proveyeron de la “doctrina” necesaria para estrellarse
en el fracaso.

Con manifiesto espíritu crítico, Borges

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

reflexionó respecto de lo que dijera su interlocutor:

- Usted recién se refería a la crisis mundial de


1929 y a la forma auspiciosa en que fue “sacado” el país
de la miseria económica. Ello se hizo con un costo
importante: es cierto que la economía se recuperó, pero
el Gobierno se mantuvo a flote con el fraude. La trampa
electoral tiene vuelo corto y, en general, levanta tantas
reacciones que es posible imaginar que al final aquellas
destruyen lo que se había conseguido con las manos
sucias.

- Vamos por partes – respondió Hardoy. Debo


declarar, ante todo, que repudio el fraude, como
también lo rechazaron muchos hombres cercanos al
Gobierno, a pesar de que las investiduras que lucían
eran el fruto de ese mismo fraude. En la política criolla,
el fraude electoral, cuando fue elevado a la categoría de
institución sustitutiva de la voluntad popular por medio
de la acción violenta, fue siempre un pecado capital.
Corrompe el organismo político. Comienza por hacerse
fraude a los adversarios políticos y se termina por
llevarlo a cabo entre miembros del mismo partido.

Pero también debemos ser justos, sin dejar


de repudiar ese accionar repugnante. Si no hubiera sido
por el fraude, la crisis del ´30 no se hubiera vencido
tan rápido y es posible que el país hubiera sido llevado a
la anarquía y lawqq miseria. La Argentina fue el primer
país que derrotó a la gran depresión; se aventó el

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

peligro del fascismo y el comunismo; comenzó una


industrialización auténtica y acelerada; se extendieron
las virtudes de la educación y la cultura, subió el salario
real, se equilibraron las finanzas del Estado y el
prestigio internacional del país fue tan alto (tuvimos el
primer Premio Nóbel) como nunca en el futuro pudo ser
igualado.

A pesar de esto, lo rechazo; el fraude


engendró en la política criolla monotonía y hartazgo, la
acción cívica perdió su encanto y se le quitó al público la
ilusión de vivir una vida nacional como tal. Tampoco
sería justo olvidar que muchas personas, dignas y
honestas, practicaron el fraude como una prueba,
convencidos, de buena fe y a expensas de su propio
sacrificio, que con esa entrega prestaban un servicio a
la patria (era el “fraude patriótico”, como
jactanciosamente lo llamó Uberto F. Vignart). Pero lo
cierto es que a partir del fraude, la conspiración y el
golpe de Estado reemplazaron a la controversia callejera
y el debate parlamentario.

- En realidad – dijo Borges analizando lo que


acababa de oir - cuando uno piensa en los
conservadores, lo hace posando los ojos en la provincia
de Buenos Aires, a pesar de que, como usted recordara
recién, esa fuerza, a partir de 1930, integró el Partido
Demócrata Nacional. Ya que hablamos del fraude, ¿se lo
instituyó a nivel nacional o se lo aplicó en forma

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puntual?

Recuperado de su mea culpa, Hardoy recurrió


al humor para responder la pregunta de Borges:

- Mire Borges; como dice una zamba popular,


el fraude “es un camino largo, que baja y se pierde…”.
Lo practicaron los radicales, con burda hechura en San
Juan y Mendoza, donde se detectó que antes de las
elecciones ya había urnas con el resultado, anticipando
la victoria radical. Hubo provincias en las cuales las
elecciones fueron virtuosas, y la voluntad popular fue
expresada en forma indubitada: Córdoba (fue
gobernador Sabattini), Entre Ríos (fue electo
Laurencena), Tucumán (lo eligieron a Campero), fueron
algunos ejemplos que merecen ser recordados.

En la llamada “década del ´30” (y aún


antes), no hubo una oposición ideológica entre radicales
y conservadores. Se los diferenciaba, en parte, por la
distinta composición de sus filas. Los conservadores
eran más liberales y por eso – aunque parezca
paradójico – la mayoría de los curas párrocos eran
amigos o cercanos a Yrigoyen. Por otro lado, la
composición social de los cuadros era diferente. Los
radicales nutrían su respaldo en la clase media
(maestros, empleados, etc.). En una palabra: contaban
con el apoyo de los hijos de los inmigrantes y la
pequeña burguesía. Los conservadores obtenían
consenso de los restos del patriciado, de los vástagos de

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la Generación de ´80 y los sectores de menos recursos.


Por eso, solía decirse que los obreros de Avellaneda y la
peonada rural (igual que los patrones) votaban por los
conservadores y por los radicales lo hacía la gente del
asfalto. Hace un tiempo, un locutor, que por su cultura y
refinamiento merecería el título de periodista con letras
mayúsculas – me refiero a Antonio Carrizo –, me hizo
una entrevista televisiva con una gran altura y tuve
ocasión de explayarme sobre esta cuestión. Claro que la
calidad del entrevistador ayudó mucho para que este
tema pudiera ser expuesto con detenimiento, casi como
lo hago ahora.

- ¿Debo deducir que el fraude conservador


fue sólo en Buenos Aires? – preguntó con incredulidad
Borges.

- Todos los honores de mi modesta existencia


terrena se me brindaron en la provincia de Buenos Aires
- dijo Hardoy preparándose para una extensa
explicación - pero sería un exceso si dijera que los
vientos que en ella soplaban barrían todo el país. Tal
vez, por su importancia numérica, quizá por la
extensión de su territorio, podría parafrasearse a
Metternich con respecto al primer Estado argentino,
cuando aquel dijo que “… si Francia se resfría, estornuda
Europa…”. Si se gana en Buenos Aires, se triunfa en el
país.

El fraude se lo practicó en forma excesiva en

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esa provincia, que, dicho sea de paso, fue el motor que


sacó al país de la crisis. Cuando la Legislatura de
Buenos Aires dispuso la destitución de Federico Martínez
de Hoz, el poder político en esa jurisdicción basculó
entre los seguidores de Rodolfo Moreno y Alberto
Barceló. Sin embargo, primó la sensatez y Moreno,
disgustado con el presidente Justo, se fue del país
nombrado embajador en Japón. Pero no por ello la
conducción del partido pasó a manos de don Alberto;
quedó entonces don Antonio Santamarina, expresión
cabal de un estilo caballeresco y rector como la figura
más gravitante e indiscutible en forma definitiva. Fíjese,
Borges que interesante cuestión, a la vez que simpática
y curiosa. A Santamarina siempre se lo llamó “don”
(quizá por su estilo paternal, por su accionar protector,
por ser el guardián de los anhelos de muchos); a
Moreno se lo nombraba “Rodolfito”, a pesar de ser uno
de los hombres más ilustrados, refinados y cultos del
país, tal vez porque su estilo y su físico inducían a creer
en una cercanía que no era tal.

Pero de ese tiempo, en el que ocupé cargos


de inmenso honor, también recuerdo anécdotas livianas,
cuya evocación me mueve a una sincera hilaridad. Una
de ellas era el famoso “Puchero de Conte”, que se servía
en un hotel desaparecido en la década del ´50 o del
´60, no me acuerdo bien, situado en cercanías de la
Plaza de Mayo. Allí nos dábamos cita un grupo de
legisladores, convocados por ese plato que hacía las

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delicias de los comensales con la policromía de sus


ingredientes y el aroma de su cocción.

Se trataban en la mesa los temas más


urticantes de la política de ese momento, sin
desperdiciar la ocasión para intercambiar bromas e
ironías entre los asistentes. ¿Cómo voy a olvidarme de
las burlas a Samuel Alperín, feo, petiso y cabezón? A
propósito suyo, Miguel Osorio decía que cuando Alperín
era niño (vivía en Bahía Blanca) le habían confeccionado
una gorra de marinero a su medida, que decía
“ACORAZADO RIVADAVIA – ARMADA NACIONAL.
Extasiado ante ti me atrevo a amarte, Patria mía”. Decía
Osorio que después de la leyenda se veían tres anclas,
dos estrellas, una cinta y una borla, todo lo cual no
alcanzaba para completar la circunferencia de la gorra.

Borges festejó el humor de la broma y


retomando la seriedad del tema, preguntó:

- ¿Tiene el recuerdo de algún político que lo


hubiere conmovido?

- Conocí a muchos que dejaron grabado su


recuerdo con letras imposibles de borrar. La mayoría de
ellos, han pertenecido a mis propias filas, por lo que
referirme a ellos me haría caer con seguridad en alguna
injusta omisión. De los que no pertenecieron a mi
partido, me viene a la memoria Roque Vítolo, uno de los
hombres más lúcidos, hábiles e inteligentes que produjo

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el país. Fue un ministro del Interior impecable por su


sagacidad y por la grandeza de su espíritu, que habían
hecho de él un caballero cabal. Ahora que lo evoco,
trataré de buscarlo entre la inmensidad de estas nubes
(porque es seguro que está aquí) para continuar algún
debate caudaloso sobre nuestro país.

Pero Borges, al final tengo que deducirle un


reproche: usted es el que me ha hecho una entrevista.
Por desgracia, de esto no habrá de tomarse nota ni
saberse en la Tierra. En la Argentina hubiera podido
darme corte, señalando que había sido reporteado nada
menos que por semejante escritor. ¡Qué le vamos a
hacer! Nunca se sabrá de este encuentro en el que
comenzamos a pasar revista a algunos sucesos de
nuestras vidas terrenas.

Veré ahora si sigo viaje y doy con Cyrano, en


cuya búsqueda estaba empeñado cuando lo encontré a
usted. Pero volveremos a encontrarnos y seguiremos
esta charla, porque… tiempo no nos falta.

Aludido, y con un dejo de nostalgia, Borges


contestó:

- Le voy a decir algo: no le hice un reportaje.


Acepte las preguntas de este viejo como las inquietudes
de un hombre que todavía no se ha despojado de su
condición de argentino, a pesar del sentido británico que
los detractores le asignaban a su personalidad.

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Ojalá encuentre a Cyrano de Bergerac. Yo,


por mi parte, sigo con el empeño de toparme con
Homero, colega mío en su existencia terrenal por su
famosa ceguera. Algunos aspectos de la Ilíada me
resultan confusos y desearía que me los aclarara, y
supongo que lo hará… total, de este ámbito no sale
nada.

- Bueno, Borges, no me despido de usted -


dijo Hardoy sin ocultar la emoción de ese adiós - porque
es seguro que nos volveremos a encontrar. Para ese
entonces, voy a venir preparado para investigar los
puntos oscuros que subsistan en mi memoria. Hasta
siempre, querido amigo.

- Yo también habré de prepararme para que


me cuente algunas cosas del seductor paso por la
política - replicó Borges, con lágrimas en ojos que veían
la eternidad, el laberinto, los espejos... ¡Suerte con
Cyrano! No me despido porque seguiremos viéndonos
en el futuro. ¡Hasta la vista, Hardoy!

- ¡Hasta siempre amigo mío!

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Gastón PÉREZ IZQUIERDO

Es abogado y escribano egresado de la UBA;

se graduó en Diplomacia en la Universidad del Salvador y

en Derecho y Política Internacional en la Universidad de


Roma a cuyas aulas concurrió mediante una beca obtenida
por concurso.

Se doctoró en Ciencias Jurídicas y Sociales en la Universidad


de La Plata, donde fue profesor de Derecho Internacional
Público y Política Económica.

Ha sido decano de la Facultad de Derecho de la Universidad


Católica de La Plata, Intendente Municipal de Lanús, y

Ministro de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires.

Preside en la actualidad la Fundación “Emilio J. Hardoy”.

Ha colaborado con los diarios La Nación y La Nueva Provincia


y es columnista habitual de La Prensa.

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Borges y Hardoy, un diálogo en el cielo

Publicó

“La Última Carta de Pellegrini”,

“La Mirada Global”,

“Adolfo Alsina, Caudillo y Estadista”,

“Los Marqueses de Buenos Aires”,

“La Invasión de Inglaterra 200 años después”, y

“La Campaña del Desierto” estos dos últimas obras junto a


otros miembros de la Academia Argentina de la Historia,
corporación que integra.

Fue publicada además la ponencia que presentara en el


Congreso de bicentenario, evento organizado por esa
Academia y el Círculo Militar.

Vive y trabaja en Lanús, está casado y tiene cuatro hijos y seis


nietos.

E-book armado por

www.abogadosruralistas.com.ar

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