Alasdair MacIntyre y Nicolas Malenbrache

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Alasdair MacIntyre

Autores: Hernando José Bello Rodríguez y José Manuel Giménez Amaya

Alasdair MacIntyre es uno de los pensadores más influyentes en la


filosofía moral de la segunda mitad del siglo XX y de principios del siglo XXI.
Su obra más conocida, Tras la virtud (After Virtue: A Study in Moral Theory,
1981), le mereció un puesto destacado en los estudios contemporáneos
sobre ética, al ofrecer una explicación sugerente y persuasiva de la crisis
moral de la modernidad desde un punto de vista aristotélico. Su propuesta
filosófica —ampliamente reconocida como su proyecto After
Virtue [Giménez Amaya 2020]— se amplía y desarrolla en Justicia y
racionalidad (1988), Tres versiones rivales de la ética (1990) y Animales
racionales y dependientes (1999). Su última publicación, Ética en los
conflictos de la modernidad (2016), recoge los argumentos principales sobre
los que ha reflexionado a lo largo de su larga trayectoria intelectual.

Debido a su visión crítica de la filosofía moral moderna y contemporánea,


Alasdair MacIntyre considera conveniente situarse en los “márgenes” de la
modernidad, en una posición que le permite, a la vez, comprenderla desde
dentro y juzgarla desde fuera. MacIntyre sugiere que los recursos
necesarios para una renovación ética y política se encuentran en el
pensamiento de Aristóteles y de Tomás de Aquino, complementados con
algunas intuiciones de la crítica marxista al liberalismo y una comprensión
narrativa de la vida humana.
Índice

1. Vida y contextualización de su obra

1.1. Primeros desarrollos de su pensamiento (1951-1971)

a) Marxismo y cristianismo

b) Filosofía de la religión, teología natural y psicoanálisis

c) Ética y sociología

d) Final de una etapa

1.2. Reflexión autocrítica (1971-1977)

1.3. El proyecto After Virtue (a partir de 1977)

a) After Virtue: A Study in Moral Theory (1981)

b) Desarrollo del proyecto After Virtue: Whose Justice?


Which Rationality? (1988) y Three Rival Versions of
Moral Enquiry: Encyclopaedia, Genealogy, and
Tradition (1990)

c) Rectificaciones y evolución del proyecto After Virtue:


Dependent Rational Animals: Why Human Beings
Need the Virtues (1999)

d) Siglo XXI: proyecto After Virtue tras un cuarto de siglo

e) Legado del proyecto After Virtue: Ethics in the Conflicts


of Modernity (2016)

2. Rasgos principales de la filosofía moral de Alasdair MacIntyre

2.1. Diagnóstico moral de la modernidad

2.2. El marxismo: fracaso de una alternativa sugerente

2.3. El hallazgo de una alternativa real: las “prácticas” y su


comprensión aristotélica, la narrativa y la tradición
2.4. Tomás de Aquino: llevar a Aristóteles más allá de
Aristóteles

2.5. Vulnerabilidad y dependencia en el ejercicio de las


virtudes

3. Bibliografía

3.1. Bibliografía primaria

a) Libros de Alasdair MacIntyre

b) Capítulos de libros de Alasdair MacIntyre

c) Entrevistas concedidas por Alasdair MacIntyre

d) Recursos audiovisuales de Alasdair MacIntyre

I. Conferencias de otoño del Center for Ethics and Culture


(University of Notre Dame)

II. Otros recursos audiovisuales

3.2. Bibliografía secundaria

a) En inglés

b) En castellano

3.3. Enlaces de interés en internet

a) En inglés

b) En castellano

1. Vida y contextualización de su obra


Alasdair Chalmers MacIntyre nació el 12 de enero de 1929, en Glasgow,
Escocia. Como estudiante de Estudios Clásicos (Bachelor of Arts in
Classics) en el Queen Mary College de la Universidad de Londres, mostró
gran interés por la filosofía. Durante sus estudios, de 1945 a 1949, asistió a
conferencias de filósofos prominentes como Karl Popper y Alfred Ayer.
En 1949, MacIntyre comenzó un máster (Master of Arts) en filosofía, en la
Universidad Victoria de Manchester (hoy Universidad de Manchester). De
esta manera, inició su trayectoria como filósofo académico, que él mismo
divide en tres etapas [Knight 1998: 268-269]. En la primera, de 1949 a 1971,
MacIntyre llevó a cabo investigaciones filosóficas en diversas áreas —ética
y política, filosofía de las ciencias sociales, filosofía de la religión y teología
natural—, de las cuales señala que aprendió mucho, si bien no siempre
obtuvo el resultado deseado. La segunda etapa, de 1971 a 1977, constituye
para MacIntyre un tiempo de reflexión autocrítica respecto al período
anterior. La tercera etapa, de 1977 en adelante, se caracteriza por el
compromiso con un único proyecto intelectual, cuyo primer gran hito es la
publicación de After Virtue: A Study in Moral Theory (Tras la virtud).

1.1. Primeros desarrollos de su pensamiento (1951-


1971)
MacIntyre terminó su máster en filosofía en 1951. Tituló su tesis The
Significance of Moral Judgments. La Universidad Victoria de Manchester,
donde se había graduado, lo contrató entonces para dar clases de filosofía
de la religión.

a) Marxismo y cristianismo

Tras dos años como lecturer en Manchester, MacIntyre publicó su


primera obra: Marxism: An Interpretation (1953). En este libro, sostiene
como tesis que no hay una relación de puro antagonismo entre el marxismo
y el cristianismo; afirmar lo contrario favorece al orden liberal y capitalista e
impide reconocer sus injusticias. Según MacIntyre, el marxismo tiene, más
bien, los rasgos de una herejía cristiana y, en cuanto tal, subraya elementos
propios del cristianismo contrarios al liberalismo. En este sentido, el joven
profesor pensaba que se podía ser cristiano y marxista a la vez [MacIntyre
1995: xv]. Así pues, en esta obra quedaban reflejadas dos facetas de la vida
de MacIntyre: su fe cristiana y su adhesión a la crítica marxista del
liberalismo.

Por lo que respecta a la fe cristiana, Alasdair MacIntyre fue bautizado


presbiteriano, pero su educación no se ciñó a ninguna denominación
cristiana en particular. En su adolescencia se interesó por el catolicismo; sin
embargo, algunas dudas le impidieron ingresar en la Iglesia católica. En sus
años en Queen Mary, se involucró en el Student Christian Movement, un
movimiento ecuménico presente en el college. Durante ese tiempo, se
inclinó hacia el anglicanismo, pero tampoco llegó a vincularse de manera
formal con la Iglesia anglicana [D’Andrea 2006: xvi–xvii]. Según personas
cercanas a él, MacIntyre estuvo a punto de obtener una candidatura para
ser ministro de la Iglesia de Escocia [Blackledge – Davidson 2009: xxi].

Por lo que se refiere al marxismo, MacIntyre se hizo miembro del Partido


Comunista de Gran Bretaña a los dieciocho años; le parecía convincente la
crítica que hacía de la política liberal inglesa. Como miembro del partido,
conoció la obra de Karl Marx y le influyó de manera especial El 18 brumario
de Luis Bonaparte. Aun así, y a pesar de estar de acuerdo con la crítica al
liberalismo, MacIntyre desertó de las filas del Partido Comunista después de
un año, testigo de su ineficiencia y a sabiendas de las atrocidades del
comunismo soviético [D’Andrea 2006: xvii].

b) Filosofía de la religión, teología natural y psicoanálisis

En 1955, MacIntyre editó, con el filósofo Antony Flew, New Essays in


Philosophical Theology. El libro recoge algunos ensayos de varios filósofos
abiertos a las cuestiones teológicas, y convencidos de que estas requieren
un tratamiento filosóficamente serio y particular [Flew – MacIntyre 1955: ix].
En su breve ensayo, titulado «Visions», MacIntyre examina hasta qué punto
las visiones, locuciones y fenómenos similares se pueden considerar como
evidencia a favor de la fe cristiana. Basado en una epistemología empirista
y siguiendo una argumentación al estilo de la filosofía analítica, concluye
que ninguna experiencia religiosa —visión, locución, etc.— puede
considerarse un argumento a favor de la fe.

La siguiente obra publicada por MacIntyre, junto con los filósofos Stephen
Toulmin y Ronald Hepburn, fue Metaphysical Beliefs (1957). El libro
constaba de tres ensayos extensos, uno por cada autor. En el suyo, «The
Logical Status of Religious Belief», MacIntyre se basa en la teología de Karl
Barth y en las reflexiones del llamado segundo Wittgenstein para afirmar
que la religión es una “forma de vida” específica y con sus propios criterios.
El hecho de que algunos no entiendan las creencias religiosas y las
rechacen se debe a que aplican los criterios inapropiados, juzgando la
religión según parámetros que le son ajenos. El filósofo escocés termina por
establecer una sutil oposición entre fe y filosofía, en concreto con la
metafísica, en la medida en que la fe está más allá, según argumentaba, de
cualquier argumento racional. Las pretensiones de la metafísica pueden ser
nocivas para la creencia religiosa [MacIntyre 1970a: 200–201].

Tras seis años en Manchester, MacIntyre fue contratado por la


Universidad de Leeds como lecturer en filosofía. Durante su estancia en
Leeds, de 1957 a 1961, publicó dos obras. La primera, The Unconscious: A
Conceptual Analysis (1958), consiste en un extenso ensayo sobre el
trasfondo teórico del psicoanálisis (traducido posteriormente al castellano en
1982 con el título de El concepto de lo inconciente). Más allá de ser una
teoría científica, el psicoanálisis, según MacIntyre, se presenta como un
marco incuestionable que da sentido a la vida práctica de las personas,
puesto que explica, a su modo, la dinámica de la acción humana;
precisamente, es esto lo que haría comprensible la amplia difusión del
psicoanálisis, a pesar de poseer en su cuerpo teórico ciertas afirmaciones
injustificadas [MacIntyre 1971: 34-35]. La otra obra publicada fue Difficulties
in Christian Belief (1959), libro en el que expresa su insatisfacción respecto
a la explicación sobre la libertad y la existencia del mal que ofrece el
cristianismo, y donde argumenta que la moral cristiana no se puede justificar
filosóficamente.

c) Ética y sociología

MacIntyre adquirió en Leeds la convicción de que no se puede


comprender la ética de forma adecuada sin contextualizarla con la
sociología. Por eso, en 1961, se trasladó a Oxford para dedicarse a la
investigación sociológica, y realizó, de esta manera, un segundo máster
[Hull 2013: 309]. En 1965, salió a la luz Hume’s Ethical Writings, libro
editado por MacIntyre que consistía en una selección de textos sobre ética
del conocido filósofo empirista escocés.

MacIntyre residió cinco años en Oxford, entre el Nuttfield College (1961-


1962) y el University College (1963-1966), con algunas estancias
intermedias en Princeton (1962-1963 y 1965-1966). En 1966, MacIntyre se
vinculó a la Universidad de Essex para dar clases de sociología. Ese mismo
año publicó A Short History of Ethics (traducida al castellano como Historia
de la ética en 1970), que llevaba por subtítulo A History of Moral Philosophy
from the Homeric Age to the Twentieth Century. En este libro se puso de
manifiesto la importancia que tenía para MacIntyre abordar la ética desde
una perspectiva histórica. Al año siguiente, publicó Secularization and Moral
Change, una recopilación de sus Riddle Memorial Lectures en la
Universidad de Newcastle, pronunciadas tres años antes, en 1964. En ellas,
MacIntyre sostiene la tesis de que la secularización es consecuencia, y no
la causa, del cambio moral y social que ha supuesto la modernidad.

d) Final de una etapa

La aparición de Marxism and Christianity (1968), revisión de su primer


libro Marxism: An Interpretation, clarificó la distancia que se había creado
entre MacIntyre, por un lado, y el marxismo y la fe cristiana, por otro. No
sabía cómo hacer las paces con ninguno de los dos [MacIntyre 1995: xxiii].

El alejamiento del marxismo fue progresivo [Blackledge – Davidson 2009:


xx-xlix]. Para principios de la década de los cincuenta, MacIntyre había
abandonado el Partido Comunista de Gran Bretaña, pero no el pensamiento
marxista. Publicó, de hecho, Marxism: An Interpretation en 1953 y hacia
1958 escribía para dos revistas de la Nueva Izquierda (New
Left): Universities and Left Review y The New Reasoner (la Nueva Izquierda
defendía una teoría marxista revisada y se presentaba como una tercera
alternativa entre el comunismo y el capitalismo). No obstante, una
interpretación diferente del leninismo distanció a MacIntyre de la Nueva
Izquierda y lo acercó al trotskismo. De este modo, se unió en 1959 a la Liga
Obrera Socialista (Socialist Labour League), la principal organización
trotskista en la Gran Bretaña de entonces. Por desavenencias con su líder,
abandonó esta última en 1960 y pasó a formar parte del consejo editorial de
la revista International Socialism, recientemente lanzada, y cuya tendencia
también era trotskista. La década de los sesenta fue testigo, sin embargo,
del creciente pesimismo de MacIntyre sobre cualquier aplicación eficaz del
marxismo. En 1968, renunció al consejo editorial de International
Socialism y apareció su libro ya mencionado Marxism and Christianity, en el
que señalaba que el marxismo no ofrecía una alternativa real al liberalismo
[MacIntyre 1995: 136].

Por otra parte, el cristianismo se había vuelto problemático para


MacIntyre. La comprensión de la fe cristiana a partir de la teología de Barth
—y también de una interpretación particular de la filosofía de Wittgenstein—
no le ofrecía una explicación de la vida moral que le resultara satisfactoria
en la práctica; la moral cristiana liberal, ya fuera católica o protestante, le
parecía banal y vacía [MacIntyre 1995: xx]. Cuando MacIntyre rechazó tanto
la teología de Barth como lo que pensaba que era la filosofía de
Wittgenstein, también rechazó la fe cristiana [Knight 1998: 257]. En la
introducción a un artículo suyo publicado en otoño de 1961 dice nuestro
autor textualmente: «Era cristiano. [Ahora] No lo soy» [Blackledge
– Davidson 2009: 179].

En 1969, MacIntyre estuvo en la Universidad de Copenhague


(Dinamarca), como lecturer visitante. Ese año publicó junto con el filósofo
francés Paul Ricoeur The Religious Significance of Atheism. Fruto de las
Bampton Lectures pronunciadas por ambos autores en 1966, en esta nueva
obra MacIntyre defiende la misma tesis de fondo que en Secularization and
Moral Change: ha sido un cambio en el carácter de la moral el que ha
causado que en la modernidad no se acepten las creencias teístas, y no lo
contrario, que la pérdida de fe haya generado una decadencia de la moral
[MacIntyre 1969: 39].

Al iniciar la década de los setenta, MacIntyre abandonó el mundo


universitario británico. En 1970, se trasladó a la Universidad de Brandeis, en
Waltham (Massachusetts, Estados Unidos), donde fue contratado
como professor de Historia de las ideas. Ese año salieron a la luz tres libros
suyos: la segunda edición de Metaphysical Beliefs, en cuyo nuevo prólogo
reconoce que hay un irracionalismo presente en su ensayo y que es «falso y
peligroso» [MacIntyre 1970a: xi]; Sociological Theory and Philosophical
Analysis, editado con la filósofa Dorothy Emmet; y Herbert Marcuse: An
Exposition and a Polemic, donde deja claro nuevamente su rechazo al
marxismo, esta vez en la forma en que lo presenta el filósofo y sociólogo
Herbert Marcuse.

La primera etapa de la trayectoria intelectual de MacIntyre se cierra con la


publicación en 1971 de la colección de trabajos titulada Against the Self-
Images of the Age. Él mismo afirma en ese momento: «Hasta entonces
había tenido una serie de conjuntos de intereses y creencias dispares y en
ocasiones conflictivos, y era incapaz de moverme decisivamente hacia
cualquier solución» [Knight 1998: 267].

1.2. Reflexión autocrítica (1971-1977)


Los primeros años en Estados Unidos supusieron para MacIntyre un
período que él mismo llama de «reflexión autocrítica, algunas veces
dolorosa» [Knight 1998: 268]. En el prólogo de Against the Self-Images of
the Age dejaba constancia que ni el cristianismo, ni el psicoanálisis ni el
marxismo, le ofrecían las claves para comprender la sociedad que le
rodeaba; las investigaciones en filosofía moral y en filosofía de las ciencias
sociales le resultaban más prometedoras [MacIntyre 1971: viii–ix]. Sin
embargo, aún no lograba los resultados que deseaba.

MacIntyre dejó la Universidad de Brandeis en 1972 y pasó a la


Universidad de Boston, donde sería professor de Filosofía y Ciencias
Políticas. Ese mismo año, publicó, como editor, Hegel: A Collection of
Critical Essays, una serie de textos de varios autores cuyo propósito era
desmitificar la figura de Hegel como metafísico racionalista y presentarlo
como filósofo vivo preocupado por asuntos genuinos [MacIntyre 1972: viii].
Durante este período de reflexión autocrítica, si bien ninguna otra obra suya
vio la luz, MacIntyre trabajaba pacientemente en la que se convertiría en su
obra más conocida: After Virtue: A Study in Moral Theory (Tras la virtud, en
castellano).

1.3. El proyecto After Virtue (a partir de 1977)


La revista de filosofía The Monist publicó en 1977 un artículo de
MacIntyre titulado «Epistemological Crises, Dramatic Narrative and the
Philosophy of Science» (traducido al castellano como «Crisis
epistemológicas, narrativa dramática y filosofía de la ciencia»). Este texto
marca un punto de giro «decisivo» en su pensamiento [MacIntyre 2011: 10].
En él, MacIntyre señala que la narrativa es la forma apropiada para hacer
inteligible la actividad humana en general y el progreso en filosofía en
particular. La narrativa como método filosófico permite, a su juicio, explicar
cómo se ha desarrollado la moral y la política de la modernidad,
presentando esta última como la fragmentación de una cultura moral y
política previa.

a) After Virtue: A Study in Moral Theory (1981)

MacIntyre estuvo en la Universidad de Boston hasta 1980 —el año


anterior había sido investigador visitante (visiting fellow) del Council of
Humanities de la Universidad de Princeton—, cuando fue contratado por el
Wellesley College, ubicado también en Massachusetts, como professor de
“Lengua, mente y cultura”. Al año siguiente, en 1981, después de casi una
década trabajando en él, publicó After Virtue: A Study in Moral
Theory (traducido al castellano como Tras la virtud en 1987), libro que
representa la piedra angular de su proyecto filosófico, con el que MacIntyre
se sentiría comprometido ya desde entonces, y del que sus siguientes obras
serán un desarrollo y una evolución. De ahí que algunos autores denominen
la tercera etapa de la trayectoria intelectual de Alasdair MacIntyre como el
proyecto After Virtue [D’Andrea 2006; Giménez Amaya – Sánchez-Migallón
2011; Giménez Amaya 2020].

En After Virtue: A Study in Moral Theory, MacIntyre refleja una clara


inspiración aristotélica y presenta los motivos por los cuales rechaza las
propuestas de la moral y de la filosofía moral la modernidad. Según
MacIntyre, la modernidad ha desembocado en una comprensión emotivista
de la ética como consecuencia del fracaso de los intentos surgidos en la
Ilustración por ofrecer una justificación racional de la moral. La causa de
esto reside, en buena medida, en la importancia primordial que se le ha
concedido a las reglas y normas, a partir de las cuales se pretenden explicar
los demás elementos de la vida moral. MacIntyre, basado en la filosofía
moral de Aristóteles, antepone las virtudes a las normas y, a través de un
recorrido histórico, demuestra cómo se ha ido dando el cambio de una
sociedad donde la virtud era central, a otra, la moderna, donde se vive en
una época «tras la virtud». Estas últimas palabras pueden entenderse en un
doble sentido: por una parte, se vive en una sociedad donde la virtud ya no
es un concepto central en sus esquemas morales; por otra, se vive en una
sociedad donde es necesario buscar un modo de restituir la centralidad de
la virtud. Esta era la invitación del autor británico al terminar su libro:

«Lo que importa ahora es la construcción de formas locales de


comunidad, dentro de los cuales la civilidad, la vida moral y la
vida intelectual puedan sostenerse a través de las nuevas
edades oscuras que caen ya sobre nosotros. Y si la tradición de
las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las
edades oscuras pasadas, no estamos enteramente faltos de
esperanza» [MacIntyre 2013: 322].

b) Desarrollo del proyecto After Virtue: Whose Justice? Which


Rationality? (1988) y Three Rival Versions of Moral Enquiry:
Encyclopaedia, Genealogy, and Tradition (1990)

En 1982, MacIntyre se trasladó a la Universidad de Vanderbilt


como professor de filosofía. Al año siguiente editó con el filósofo y teólogo
Stanley Hauerwas Revisions: Changing Perspectives in Moral
Philosophy (1983), en el que reafirma la tesis de After Virtue: A Study in
Moral Theory: la cultura moral de la modernidad carece de recursos para
resolver sus propios conflictos [MacIntyre 1983: 5]. En 1984, salió a la luz
una segunda edición de After Virtue : A Study in Moral Theory. Como
novedad, MacIntyre respondía en un epílogo a las acusaciones que le
hacían a raíz de las principales afirmaciones de su libro: se le tildaba de
historicista, relativista y de confundir los planos filosóficos y teológicos.

La continuación de su proyecto After Virtue apareció en 1988, con un libro


titulado Whose Justice? Which Rationality? (traducido al castellano
como Justicia y racionalidad en 1994). En esta obra, MacIntyre explica los
modos en que se puede justificar racionalmente el actuar moral y la
concepción de racionalidad práctica que subyace a cada uno de esos
modos de justificación. La obra manifiesta, además, una novedad respecto
a After Virtue: A Study in Moral Theory: el filósofo anglosajón había acogido
el pensamiento de Tomás de Aquino y su interpretación de Aristóteles.

Después de seis años en Vanderbilt, MacIntyre se vinculó durante el


curso 1988-1989 al Whitney Humanities Center de la Universidad de Yale
como profesor visitante. En 1989, se incorpora al profesorado de la
Universidad de Notre Dame. Al año siguiente, publicó dos obras. Por una
parte, Three Rival Versions of Moral Enquiry: Encyclopaedia, genealogy,
and tradition (en castellano: Tres versiones rivales de la ética, 1992), libro
en el que recoge las Conferencias Gifford (Gifford Lectures) que había
impartido dos años antes en la Universidad de Edimburgo. MacIntyre
contrasta tres concepciones de la ética —de la investigación moral— que él
considera rivales, cada una de las cuales tiene en su origen un texto de
finales del siglo XIX: una concepción brota de la novena edición de la
Enciclopedia Británica; otra, de La genealogía de la moral, de Friedrich
Nietzsche; y la última, de la encíclica Aeterni Patris, del Papa León XIII
[MacIntyre 1990a: 2]. MacIntyre desarrolla en esta obra la idea de que la
forma correcta de hacer filosofía es a partir de la conciencia de que se
pertenece a una tradición, y pone como ejemplo de ello el trabajo de Tomás
de Aquino. Además, explica de qué manera se deben evaluar, y
eventualmente intentar resolver, los conflictos entre tradiciones filosóficas
rivales.
La segunda obra publicada por MacIntyre en 1990 fue First Principles,
Final Ends and Contemporary Philosophical Issues (traducida al castellano
en 2003 como Primeros principios, fines últimos y cuestiones filosóficas
contemporáneas), una versión revisada y ampliada de las Aquinas
Lectures que había pronunciado en la Universidad de Marquette ese mismo
año. MacIntyre se plantea un triple objetivo en este estudio: dar explicación
de lo que significa para él progresar en filosofía (en parte ya desarrollado en
su ensayo de 1977, antes mencionado); exponer la concepción tomista de
los primeros principios y de los fines últimos; e identificar las consecuencias
que ha tenido para la filosofía moderna el rechazo de los planteamientos de
Tomás de Aquino [MacIntyre 2011: 16].

c) Rectificaciones y evolución del proyecto After Virtue:


Dependent Rational Animals: Why Human Beings Need the
Virtues (1999)

Durante 1992, MacIntyre fue profesor visitante en la Universidad de


Aarhaus, en Dinamarca. Dos años después terminó su primer período en la
Universidad de Notre Dame (volvería en el año 2000). En 1995, se trasladó
a la Universidad de Duke, como professor de filosofía y publicó la segunda
edición de Marxism and Christianity, en cuya nueva introducción,
titulada Three Perspectives on Marxism: 1953, 1968, 1995, evalúa
retrospectivamente las dos versiones anteriores de esta obra (Marxism: An
Interpretation y la primera edición de Marxism and Christianity). MacIntyre
expone cómo la filosofía de Aristóteles le ayudó a convertirse al catolicismo
y a comprender la condena de la Iglesia católica al marxismo, a la vez que
rescataba un elemento que a su juicio deben aprender los católicos de la
crítica marxista: la estrecha relación entre teoría y praxis [MacIntyre 1995:
xxviii-xxix]. Por otra parte, A Short History of Ethics también vería una
segunda edición en 1998, con un prefacio en el que MacIntyre señala
algunas deficiencias de la primera edición, en concreto, en los capítulos
referentes al cristianismo, a la filosofía británica del siglo XVIII, a Kant y a la
filosofía moral moderna [MacIntyre 1998: vi].

El siguiente gran paso del proyecto iniciado en After Virtue lo representa


la publicación en 1999 de Dependent Rational Animals: Why Human Beings
Need the Virtues (en castellano: Animales racionales y dependientes: por
qué los seres humanos necesitamos las virtudes, 2001). En esta obra
MacIntyre revisa y amplía las Paul Carus Lectures que ofreció en las
reuniones de la división del Pacífico de la American Philosophical
Association en 1997. Lo interesante de esta obra reside en que MacIntyre
corrige algunas de las tesis que había mantenido en sus obras anteriores.
Por ejemplo, considera erróneo desvincular ética y biología, tal y como
suponía en After Virtue: A Study in Moral Theory (en donde afirmaba que las
virtudes se pueden explicar de forma independiente de la “biología
metafísica” aristotélica), o pensar que la filosofía de Tomás de Aquino solo
complementa la de Aristóteles, cuando en realidad la corrige
sustancialmente en algunos puntos [MacIntyre 1999: x–xi].

d) Siglo XXI: proyecto After Virtue tras un cuarto de siglo

El segundo período de MacIntyre en la Universidad de Notre Dame, del


2000 al 2010, transcurre en el Center for Ethics and Culture y es fructífero
en publicaciones. En 2004, salió a la luz la segunda edición de The
Unconscious: A Conceptual Analysis, con un nuevo prefacio en el que
MacIntyre considera complementarias algunas tesis de Aristóteles y de San
Agustín, por una parte, y la comprensión psicoanalítica, por otra [MacIntyre
2004: 38]. En 2005, publicó Edith Stein: A Philosophical Prologue, 1913–
1922 (traducida al castellano en 2008 como Edith Stein. Un prólogo
filosófico, 1913–1922), obra en la que, a partir del estudio de la vida y obra
de Edith Stein, MacIntyre se propone mostrar la relación estrecha entre la
filosofía y el contexto social en el que uno se desenvuelve.

En 2006, MacIntyre publicó una colección de ensayos selectos en dos


volúmenes. En el primero, titulado The Tasks of Philosophy (versión en
castellano: Las tareas de la filosofía, 2011), recoge diez textos publicados a
lo largo de treinta años (1972-2002) que manifiestan su cambio de enfoque
respecto al modo como debe proceder la filosofía (entre los textos se
encuentra el artículo de 1977 Epistemological Crises, Dramatic Narrative
and the Philosophy of Science y su obra de 1990 First Principles, Final Ends
and Contemporary Philosophical Issues). Por otro lado, el segundo
volumen, Ethics and Politics (traducida al castellano en 2008 como Ética y
política), contiene ensayos que reflejan los fundamentos aristotélico-
tomistas de la filosofía de MacIntyre.

La centralidad de After Virtue: A Study in Moral Theory en el proyecto


intelectual de Alasdair MacIntyre quedó en evidencia con la publicación, en
2007, de su tercera edición. En el nuevo prólogo, «After Virtue after a
Quarter of a Century», el filósofo escocés reafirma las principales tesis de
su obra, a la vez que apunta aquello en lo que había cambiado de opinión:
destaca, sobre todo, la adopción del pensamiento de Tomás de Aquino.
También responde a algunas críticas recibidas, que lo etiquetan de
nostálgico por un pasado ideal, de relativista o de comunitarista [MacIntyre
2007: viii–xii]. Un claro ejemplo de su pensamiento tomista no-relativista se
ve en «Intractable Moral Disagreements», texto en el que se refleja la
recepción que hace MacIntyre de la concepción tomista de la ley natural y
cómo esta es un presupuesto para el diálogo moral [Cunningham 2009: 1-
52].

Dos años después, en 2009, MacIntyre publicó God, Philosophy,


Universities: A Selective History of the Catholic Philosophical Tradition (en
castellano: Dios, filosofía, universidades: historia selectiva de la tradición
filosófica católica, 2012). En la introducción, señala las tres convicciones
que lo motivaron a escribir este libro: los laicos católicos necesitan
comprender mejor la filosofía católica; la filosofía católica se entiende mejor
de forma histórica; y la filosofía no es solo cuestión de argumentos, sino que
tiene que ver con filósofos en contextos sociales y culturales particulares,
que influyen en el debate filosófico [MacIntyre 2009: 1].

Conviene mencionar aquí la crítica que hace MacIntyre a la universidad


liberal contemporánea. En su opinión, hace falta una universidad que
comparta una tradición según unas creencias sustanciales, y no solo un
acuerdo metodológico o procedimental, que es como, a su juicio, se articula
mayoritariamente la formación universitaria en nuestros días. Además,
MacIntyre denuncia la profesionalización y especialización de la filosofía,
representada en la preeminencia de la corriente analítica. De acuerdo con el
pensador anglosajón, la erudición filosófica se ha transformado en un fin en
sí misma, y de este modo se ha relegado al olvido la búsqueda de la
felicidad, cómo vivir bien [Giménez Amaya 2020: 197-224]. Por este motivo,
MacIntyre insiste en que la filosofía debe estar a disposición de las
personas corrientes y no solo de los llamados filósofos académicos.

e) Legado del proyecto After Virtue: Ethics in the Conflicts of


Modernity (2016)

MacIntyre se retiró de la enseñanza en el 2010, pero continúa con su


labor investigadora en el Centre for Contemporary Aristotelian Studies in
Ethics and Politics (CASEP) de la Universidad Metropolitana de Londres.
También sigue vinculado al Center for Ethics and Culture de la Universidad
de Notre Dame como Permanent Senior Distinguished Research Fellow.

La última obra de MacIntyre, Ethics in the Conflicts of Modernity: An


Essay on Desire, Practical Reasoning and Narrative, publicada en 2016 (y
traducida al castellano un año después como Ética en los Conflictos de la
Modernidad: sobre el deseo, el razonamiento práctico y la narrativa), se
puede considerar un resumen del legado de su pensamiento filosófico. En
ella, el filósofo británico expone y defiende su versión aristotélico-tomista de
la moral, a la que suma algunos apuntes de la crítica marxista y una
comprensión narrativa de la vida humana.

Conviene señalar que el amplio trabajo de Alasdair MacIntyre ha tenido


una gran recepción. Ciertamente, ha influido notablemente en el campo de
la filosofía moral, pero también en una diversidad de disciplinas (teología,
comunicación, sociología, educación, derecho, etc.), y en corrientes de
pensamiento que podrían percibirse como incompatibles entre sí, como el
marxismo y la ética empresarial [Beadle – Moore 2020: vii-viii]. Además, su
influencia no se ha restringido al ámbito anglosajón; en los últimos años, su
pensamiento ha sido cada vez más acogido en el mundo hispanoamericano
[Loria - Torre Díaz 2020].

2. Rasgos principales de la filosofía moral


de Alasdair MacIntyre
Toda síntesis del pensamiento de un filósofo corre el riesgo de
desfigurarlo y traicionarlo. En el caso de Alasdair MacIntyre el riesgo es aún
mayor. Bien señaló Peter McMylor en su libro Alasdair MacIntyre: Critic of
Modernity, que «la esencia de la obra de MacIntyre reside en el detalle de
su argumentación» [McMylor 1994: vii]. En efecto, el discurso filosófico de
MacIntyre no se limita a conceptos abstractos, sino que recurre
continuamente a elementos históricos, literarios o sociológicos que, lejos de
ser anecdóticos, dan firmeza y vivacidad a sus tesis.

Ciertamente, la insistencia en lo concreto y en lo práctico ha conducido a


que algunos etiqueten a MacIntyre como relativista. De hecho, fue una de
las primeras críticas que recibió tras publicar After Virtue: A Study in Moral
Theory. Sin embargo, MacIntyre ha subrayado que él no rechaza que
existan criterios racionales para evaluar los conflictos morales. Su rechazo,
más bien, es a que dichos criterios racionales deban aplicarse como
categorías a priori independientes de cualquier tradición [MacIntyre 2007:
276-277].

Este modo de proceder por parte del autor anglosajón se debe a su


profunda convicción de que la filosofía no es ajena e independiente a los
otros ámbitos de la vida humana, sino que existe una influencia recíproca
entre la teoría filosófica y la vida práctica con sus diversas facetas. Los
rasgos principales de la filosofía moral de Alasdair MacIntyre, de alguna
manera, reflejan esta convicción contrastada y afianzada a lo largo de su
itinerario vital e intelectual.

2.1. Diagnóstico moral de la modernidad


Una de las tesis continuamente defendida por Alasdair MacIntyre es que
toda moral es la moral de un orden social, cultural, político y económico
concreto. No existe, en este sentido, un sistema moral abstracto desde el
cual se pueda juzgar el comportamiento ético de las sociedades. Cada
orden social, más bien, posee sus propios esquemas morales, cuya
adecuación y validez se demuestra en su capacidad para resolver los
conflictos prácticos que se presentan en la vida individual y comunitaria de
los seres humanos.

Tras examinar la moral propia de la modernidad, MacIntyre ofrece, a


primera vista, un diagnóstico muy desalentador: la sociedad moderna
padece una crisis moral, que se manifiesta tanto en los continuos
desacuerdos respecto a los temas morales como en los conflictos
interminables entre diferentes teorías éticas, ninguna de las cuales ofrece
un argumento racional decisivo que justifique que su concepción sobre la
vida y el comportamiento humano es la correcta. El expresivismo
(elaboración filosófica del emotivismo) se presenta entonces como la
explicación de este panorama conflictivo: no existen criterios morales
racionales que permitan llegar a un acuerdo; los juicios morales no
obedecen, en última instancia, a razones sino que reflejan los sentimientos
e intereses de cada uno.

Basado en este diagnóstico, MacIntyre denuncia la pretensión de la


sociedad moderna de presentarse como superior a cualquier otro orden
social. Ciertamente, en algunos aspectos la modernidad ha supuesto
grandes avances; sin embargo, desde el punto de vista ético, MacIntyre
hace notar que el sistema moral moderno (que él denomina “la Moral”), en
contra de lo que promete, fracasa en su reivindicación de racionalidad. La
filosofía moral de Alasdair MacIntyre podría considerarse pesimista y estéril
si no ofreciera alternativa alguna, pero lo cierto es que su trayectoria
filosófica y vital consiste en la búsqueda y hallazgo de tal alternativa [Oakes
1996]: una concepción neo-aristotélica de la agencia moral y del
florecimiento, y la vuelta a la vida de virtudes y de comunidades
intermedias.

2.2. El marxismo: fracaso de una alternativa sugerente


En sus primeros años como filósofo, MacIntyre encontró en el marxismo
una crítica convincente al orden social de la modernidad, capitalista en el
ámbito económico y liberal en el ámbito moral y político. Así pues, a partir
de las herramientas conceptuales de la teoría marxista, se propuso articular
una ética capaz de superar los dilemas característicos de la moral moderna.

Sin embargo, MacIntyre identificó un problema nuclear en el marxismo:


su teoría y su praxis presuponen las estructuras sociales de la modernidad.
En este sentido, la crítica marxista al liberalismo y al capitalismo solo puede
obtener, en último término, cambios contingentes, pero no esenciales. El
marxismo, concluye el pensador británico, no ofrece una alternativa radical
al orden moral y social de la modernidad.

2.3. El hallazgo de una alternativa real: las “prácticas”


y su comprensión aristotélica, la narrativa y la
tradición
El descubrimiento de la manera cómo funcionan las “prácticas” fue
decisivo para el proyecto filosófico de Alasdair MacIntyre. MacIntyre
entiende por “práctica” aquellas actividades humanas cooperativas, con
bienes internos a ellas mismas, que se alcanzan en la medida en que se
posee las virtudes necesarias; a la vez, la participación en las prácticas
supone, de suyo, una escuela de virtud: para acceder a los bienes internos,
la virtud no tiene que estar culminada. Conviene notar, asimismo, que la
excelencia en una determinada práctica no depende de lo que establezca el
sujeto; además de los bienes internos, también juegan un papel importante
lo establecido por la autoridad y los modelos que encarnan la excelencia.
Las prácticas, de este modo, poseen elementos que marcan un contraste
con el esquema conceptual de la moral moderna, basado en la noción de
individuo y donde el bien común brilla por su ausencia.

Según MacIntyre, la estructura moral de las prácticas se comprende


adecuadamente desde la filosofía de Aristóteles, porque esta, a diferencia
de la filosofía moral de la modernidad, posee los recursos conceptuales
para dar cuenta del funcionamiento de las mismas. Por una parte,
Aristóteles parte de una concepción del bien común, que sirve de
fundamento para la clase de acciones que suponen las prácticas:
“actividades humanas cooperativas”. Por otra, el Estagirita desarrolla la
noción de “fin” o “telos”, que ayuda a comprender la clase de bienes a los
que se dirigen las prácticas, “los bienes internos”, y que solo se pueden
alcanzar si se tienen las virtudes necesarias.

Así pues, en la medida en que las prácticas integran elementos que no se


hallan en la moral de la modernidad —o que se encuentran en ella, pero de
modo fragmentario—, como son el bien común, las virtudes y la teleología, y
en la medida en que esas prácticas solo se pueden comprender desde un
punto de vista aristotélico, entonces, a partir de la filosofía de Aristóteles, se
puede proponer una alternativa radical al orden moral y social moderno.

En la propuesta de MacIntyre, junto con la noción de “práctica” aparecen


los conceptos de “narración” y “tradición”. La unidad del sujeto es una
unidad narrativa [MacIntyre 2013: 254]. La “unidad narrativa de la vida
humana” asegura que la participación en varias prácticas con diferentes
bienes internos no se convierte para el sujeto en causa de fragmentación o
de división interior (en su última obra, MacIntyre señala que una de las
características del orden social moderno es que sus habitantes llevan
«vidas muy compartimentadas» [MacIntyre 2016: 202]). Lo que permite dar
unidad narrativa a la vida es la jerarquización de los bienes y el
reconocimiento de un telos. Para esto, MacIntyre insiste en la importancia
de la deliberación racional (este argumento toma fuerza en Animales
racionales y dependientes: por qué los seres humanos necesitamos las
virtudes, y es central en Ética en los Conflictos de la Modernidad). Además,
sin deliberación compartida, no hay vidas logradas. La deliberación ayuda a
la comunidad a discernir cómo se concibe una vida lograda, cómo se
jerarquizan los bienes y cómo priorizar las prácticas.

Por otra parte, MacIntyre advierte que ni las prácticas ni las narraciones
que constituyen la vida de cada individuo son elementos aislados. Al hablar
de “tradición”, el filósofo anglosajón hace referencia al contexto social e
histórico que abarca a la prácticas y a las narraciones de cada uno de los
seres humanos. En contra del postulado ilustrado de una razón impersonal
y abstracta que intenta ofrecer un fundamento universal de la moral,
MacIntyre muestra que la razón práctica se nutre verdaderamente de
tradiciones, de una historia compartida, de formas de experiencia
cambiantes. Dentro de una tradición específica, la búsqueda de los bienes
avanza a lo largo de generaciones en un contexto definido por esa tradición,
donde aparece un ensamblaje de prácticas y narraciones particulares
[Giménez Amaya 2020: 93-94]. En definitiva, si no se tiene en cuenta la
tradición, entonces no se comprenden adecuadamente las prácticas, las
narraciones y, en definitiva, la vida moral.

2.4. Tomás de Aquino: llevar a Aristóteles más allá de


Aristóteles
Reconocer en la filosofía de Aristóteles los recursos necesarios para
afrontar los dilemas de la modernidad no significó para MacIntyre
convertirse en un “doctrinario” del aristotelismo: su propuesta de filosofía
moral no se reduce a una repetición de los principales planteamientos del
Estagirita. La filosofía aristotélica, en tanto que está fundamentada en la
práctica, proporciona razones para criticar e incluso rechazar algunas de las
propias tesis de Aristóteles; MacIntyre no comparte, por ejemplo, la
concepción de Aristóteles sobre la esclavitud o sobre el papel de la mujer en
la vida social. Por eso, afirma que se puede llevar a Aristóteles más allá de
Aristóteles. Para el filósofo escocés, Tomás de Aquino tiene el mérito de
haberlo logrado y, en este sentido, es un modelo de cómo se debe
progresar en filosofía. Ser tomista, dirá MacIntyre, «es siempre ser
aristotélico, pero es también ir más allá de Aristóteles, exactamente como
hizo [Santo] Tomás» [MacIntyre 2009: 86].

Así como MacIntyre no pretende ser un aristotélico “doctrinario”, tampoco


su intención es la de ser un tomista “dogmático”. Un buen tomista no es
aquel que se contenta con repetir la filosofía de Tomás de Aquino. Para
MacIntyre, el buen tomista es aquel que es capaz de poner en diálogo las
distintas corrientes filosóficas. Eso fue, precisamente, lo que hizo en su
época Tomás de Aquino, que ofreció una síntesis entre los dos modos de
hacer filosofía que entonces se veían en conflicto: el agustinismo y el
aristotelismo.

2.5. Vulnerabilidad y dependencia en el ejercicio de


las virtudes
Hasta la publicación de Dependent Rational Animals: Why Human Beings
need the Virtues (1999), la ética de Alasdair MacIntyre se basaba sobre
todo en los conceptos de práctica, bien común, virtud, unidad narrativa del
sujeto moral y tradición. Esta obra supuso la inclusión de otro elemento
nuclear en la filosofía moral del pensador anglosajón: la condición biológica
y corporal del ser humano.

Para MacIntyre, si no se tiene en cuenta la constitución biológica del ser


humano, entonces no se puede reconocer hasta qué punto este se
encuentra sometido a cierto grado de vulnerabilidad y dependencia, y en
qué medida esto resulta decisivo en su vida moral. Para que una propuesta
ética sea satisfactoria debe hacer referencia a la condición animal y corporal
del hombre. Solo así aparecen en escena un conjunto de virtudes —las
virtudes del reconocimiento de la dependencia, como la misericordia— que
son de gran importancia para alcanzar el bien común [MacIntyre 2001: 141-
151].

3. Bibliografía
3.1. Bibliografía primaria
a) Libros de Alasdair MacIntyre

Marxism: An Interpretation, SCM Press, London 1953 (Segunda edición


revisada: Marxism and Christianity, Duckworth, London 1995;
trad. Marxismo y cristianismo, Nuevo Inicio, Granada 2007).
New Essays in Philosophical Theology, SCM Press, London 1955 (co-
editor con Antony Flew).

Metaphysical Beliefs, SCM Press, London 1957, 1970  (Co-autor con


2

Stephen Toulmin y Ronald Hepburn).

The Unconscious: A Conceptual Analysis, Routledge & Kegan Paul,


London 1958, 2004  (Trad. de la primera edición: El concepto
2

de inconciente [sic], Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1982).

Difficulties in Christian Belief, SCM Press, London 1959.

Hume’s Ethical Writings: Selections from David Hume, Collier Books, New
York 1965 (editor).

A Short History of Ethics: A History of Moral Philosophy from the Homeric


Age to the Twentieth Century, Macmillan, New York 1966;
Routledge & Kegan Paul, London 1967, 1998  (Trad. Historia de
2

la ética, Paidós, Buenos Aires 1970, Paidós Ibérica, Barcelona


1971).

Secularization and Moral Change, Oxford University Press, Oxford 1967.

The Religious Significance of Atheism, Columbia University Press, New


York 1969 (co-autor con Paul Ricoeur).

Sociological Theory and Philosophical Analysis, Macmillan, New York


1970 (co-editor con Dorothy Emmet).

Herbert Marcuse: An Exposition and a Polemic, Viking Press, New York


1970.

Against the Self-Images of the Age: Essays on Ideology and Philosophy,


Schocken Books, New York 1971; Duckworth, London 1971;
University of Notre Dame Press, Notre Dame 1978.

Hegel: A Collection of Critical Essays, Anchor Books, Garden City 1972


(editor).

After Virtue: A Study in Moral Theory, University of Notre Dame Press,


Notre Dame, 1981, 1984 , 2007 ; Duckworth, London 1981,
2 3
1985 , 2007  (Trad. de la segunda edición: Tras la virtud, Crítica,
2 3

Barcelona 1987; Austral, Barcelona 2013).

Revisions: Changing Perspectives in Moral Philosophy, University of


Notre Dame Press, Notre Dame 1983 (co-editor con Stanley
Hauerwas).

Whose Justice? Which Rationality?, University of Notre Dame Press,


Notre Dame 1988; Duckworth, London 1988 (Trad. Justicia y
racionalidad: conceptos y contextos, Ediciones Internacionales
Universitarias, Madrid 1994).

Three Rival Versions of Moral Enquiry: Encyclopaedia, Genealogy, and


Tradition, University of Notre Dame Press, Notre Dame 1990;
Duckworth, London 1990 (Trad. Tres versiones rivales de la
ética, Rialp, Madrid 1992).

First Principles, Final Ends and Contemporary Philosophical Issues,


Marquette University Press, Milwaukee 1990 (Trad. Primeros
principios, fines últimos y cuestiones filosóficas
contemporáneas, Ediciones Internacionales Universitarias S.
A., Madrid 2003).

Dependent Rational Animals: Why Human Beings Need the Virtues, Open
Court, Chicago 1999; Duckworth, London 1999 (Trad. Animales
racionales y dependientes: por qué los seres humanos
necesitamos las virtudes, Paidós Ibérica, Barcelona 2001).

Edith Stein: A Philosophical Prologue, 1913-1922, Rowman & Littlefield,


Lanham 2005; Continuum, London 2006 (Trad. Edith Stein. Un
prólogo filosófico, 1913-1922, Nuevo Inicio, Granada 2008).

The Tasks of Philosophy: Selected Essays, Volume 1, Cambridge


University Press, Cambridge 2006 (Trad. Las tareas de la
filosofía: ensayos escogidos I, Nuevo Inicio, Granada 2011).

Ethics and Politics: Selected Essays, Volume 2, Cambridge University


Press, Cambridge 2006 (Trad. Ética y política: ensayos
escogidos II, Nuevo Inicio, Granada 2008).
God, Philosophy, Universities: A Selective History of the Catholic
Philosophical Tradition, Rowman & Littlefield, Lanham 2009;
Continuum, London 2009 (Trad. Dios, filosofía, universidades:
historia selectiva de la tradición filosófica católica, Nuevo Inicio,
Granada 2012).

Ethics in the Conflicts of Modernity: An Essay on Desire, Practical


Reasoning, and Narrative, Cambridge University Press,
Cambridge 2016 (Trad. Ética en los conflictos de la
Modernidad: sobre el deseo, el razonamiento práctico y la
narrativa, Rialp, Madrid 2017).

b) Capítulos de libros de Alasdair MacIntyre

Intractable Moral Disagreements, en: CUNNINGHAM, L. S.


(editor), Intractable Disputes about the Natural Law: Alasdair
MacIntyre and Critics, University of Notre Dame Press, Notre
Dame 2009.

On Having Survived the Academic Moral Philosophy of the Twentieth


Century, en: O’ROURKE, F. (editor), What Happened in and to
Moral Philosophy in the Twentieth Century?: Philosophical
Essays in Honor of Alasdair MacIntyre, University of Notre
Dame Press, Notre Dame 2013, pp. 17-34.

c) Entrevistas concedidas por Alasdair MacIntyre

Se enumeran cronológicamente algunas entrevistas concedidas por


Alasdair MacIntyre, que ayudan a conocer mejor su persona y su
pensamiento.

MAGEE, B., Conversations with Philosophers - Alasdair MacIntyre Talks to


Bryan Magee about Political Philosophy and its Emergence
from the Doldrums, «The Listener», v. 85, n. 2187 (1971), pp.
235-238; también en: MAGEE, B. (editor), Modern British
Philosophy, Secker & Warburg, London 1971, pp. 190-201.

NOLLA BLANCO, E., ¿Qué puede aprender la Nueva Europa de la vieja


América?, «Vientiuno», v. 1, n. 2 (1989), pp. 74-85.
YEPES STORK, R., Después de Tras la Virtud, «Atlántida», v. 1, n. 4
(1990), pp. 87-95.

BORRADORI, G., Nietzsche o Aristotele?, en: Conversazioni Americane,


Editori Laterza, Roma-Bari 1991, pp. 169-187 (Nietzsche or
Aristotle?, en: The American Philosopher, University of Chicago
Press, Chicago 1994, pp. 137-152; ¿Nietzsche o Aristóteles?,
en: BORRADORI, G. (ed.), Conversaciones filosóficas: El nuevo
pensamiento norteamericano, Editorial Norma S.A., Santafé de
Bogotá 1996, pp. 199-219).

REDDIFORD, G. – WATTS MILLER, W., An Interview with Alasdair


MacIntyre, «Cogito», 5/2 (1991), pp. 67-73; también en: KNIGHT,
K. (editor), The MacIntyre Reader, University of Notre Dame
Press, Notre Dame 1998, pp. 267-275; PYLE, A. (editor), Key
Philosophers in Conversation: The Cogito Interviews,
Routledge, London and New York 1999, pp. 75-84.

PEARSON, T., Interview with Professor Alasdair MacIntyre, «Kinesis», v.


20, n. 2 (1994), pp. 34-47; «Kinesis», 23 (1996), pp. 40-50.

NIKULIN, D., Reflections of a Romantic Thomist: Alasdair MacIntyre's


Interview with Dmitri Nikulin, «Political Theory Newsletter», v. 9,
n.1 (1998), pp. 47-55 (original en ruso de 1996).

DUNNE, J., Alasdair MacIntyre on Education in Dialogue with Joseph


Dunne, «Journal of Philosophy of Education», v. 36, n. 1 (2002),
pp. 1-19.

VOORHOEVE, A., The Illusion of Self-Sufficiency, en: Conversations on


Ethics, Oxford University Press, Oxford 2009, pp. 111-131.

KAVANAGH, L., Interview: Alasdair MacIntyre, University of Notre Dame,


«Expositions», v. 6, n. 2 (2012), pp. 1-8.

BIELSKIS, A., Apie filosofijos ir meno prasmę, Mykolo Romerio


Universitetas, Vilnius 2015 , pp. 30-36 (The Meaning of
Philosophy as a Practice: Interview with Alasdair
MacIntyre, en: Apie filosofijos ir meno prasmę, Mykolo Romerio
Universitetas, Vilnius, pp. 37-39).
d) Recursos audiovisuales de Alasdair MacIntyre

I. Conferencias de otoño del Center for Ethics and Culture


(University of Notre Dame)

2000 A Culture of Death

2001 Pain, Grief, and Other Signs of Life

2003 “Author Meets Critic Panel: Catholicism and American Freedom: A


History” a panel by John McGreevey, Alasdair MacIntyre, and Mich[ael
Baxter]

2004 What Makes a Painting a Religious Painting?

2005 New Undergraduate Programs at Catholic Universities: Charting a


New Course

2007 How to Be a European

2011 On Being a Theistic Philosopher in a Secularized Culture

2012 Catholic Instead of What?

2013 “What the Natural Sciences Do Not Explain”

2014 Heedlessness

2015 “The Justification of Coercion and Constraint”, Alasdair MacIntyre

2016 Poetic Imaginations, Catholic and Otherwise - Alasdair MacIntyre

2017 From Grammar to Metaphysics, From Adjectives to Evils

2018 Absences from Aquinas, Silences in Ireland

2019 Is Friendship Possible?

2021 What We Owe to the Dead, Alas! (Conferencia de invierno 2020/21)

II. Otros recursos audiovisuales


2009 Alasdair MacIntyre Newman Lecture

2009 Alasdair MacIntyre - End and Endings

2012 Civitas Dei Medallion Award - Villanova University

2013 Alasdair MacIntyre: On Having Survived Academic Moral Philosophy

2014 God, Philosophy, and Universities

2017 Keynote: Common Goods, Frequent Evils by Alasdair MacIntyre

2019 Alasdair MacIntyre - Moral Relativisms Reconsidered

3.2. Bibliografía secundaria


a) En inglés

BEADLE, R. – MOORE, G. (editores), Learning from MacIntyre, Pickwick


Publications, Eugene 2020.

BLACKLEDGE, P. – DAVIDSON, N. (editores), Alasdair MacIntyre’s


Engagement with Marxism, Brill, Leiden & Boston 2009.

BLACKLEDGE, P. – KNIGHT, K. (editores), Virtue and Politics: Alasdair


MacIntyre's Revolutionary Aristotelianism, University of Notre
Dame Press, Notre Dame 2011.

CUNNINGHAM, L. (editor), Intractable Disputes about the Natural Law:


Alasdair MacIntyre and Critics, University of Notre Dame Press,
Notre Dame 2009.

D’ANDREA, T., Tradition, Rationality, and Virtue: The Thought of Alasdair


MacIntyre, Ashgate, Aldershot 2006.

HULL, R., Alasdair Chalmers MacIntyre, en: HULL, R. (editor), Presidential


Addresses of the American Philosophical Association 1981–
1990 (volume 9), RTH, Tallahassee 2013, pp. 309–12.

KNIGHT, K., The MacIntyre Reader, University of Notre Dame Press, Notre


Dame 1998.
LUTZ, C. S, Tradition in the Ethics of Alasdair MacIntyre: Relativism,
Thomism, and Philosophy, Lexington Books, Lanham 2004.

MADIGAN, A., S. J., Alasdair MacIntyre. Reflections on a Philosophical


Identity, Suggestions for a Philosophical Project, en: O’ROURKE,
F. (editor), What Happened in and to Moral Philosophy in the
Twentieth Century?: Philosophical Essays in Honor of Alasdair
MacIntyre, University of Notre Dame Press, Notre Dame 2013,
pp. 122-144.

MCMYLOR, P., Alasdair MacIntyre Critic of Modernity, Routledge,


Birmingham (AL) 1994.

MURPHY, M. C. (ed.), Alasdair MacIntyre, Cambridge University Press,


Cambridge 2003.

OAKES, E. T., The Achievement of Alasdair MacIntyre, «First Things», 65


(1996), pp. 22-26.

O’ROURKE, F. (editor), What Happened in and to Moral Philosophy in the


Twentieth Century?: Philosophical Essays in Honor of Alasdair
MacIntyre, University of Notre Dame Press, Notre Dame 2013.

b) En castellano

BELLO RODRÍGUEZ, H. J., GIMÉNEZ AMAYA, J. M., Alasdair MacIntyre:


introducción narrativa a su obra, «Scientia et Fides», v. 6, n. 1
(2018), pp. 189-206.

—, Valoración ética de la modernidad según Alasdair MacIntyre, EUNSA,


Pamplona 2018.

FIGUEIREDO, L., La filosofía narrativa de Alasdair MacIntyre, EUNSA,


Pamplona 1999.

GIMÉNEZ AMAYA, J. M., La universidad en el proyecto sapiencial de


Alasdair MacIntyre, EUNSA, Pamplona 2020.

GIMÉNEZ AMAYA, J. M. – SÁNCHEZ-MIGALLÓN, S., Diagnóstico de la


Universidad en Alasdair MacIntyre: génesis y desarrollo de un
proyecto antropológico, EUNSA, Pamplona 2011.
—, Los problemas de la universidad liberal según Alasdair MacIntyre,
«Scientia et Fides», v. 8, n. 1 (2020), pp. 99-121.

GONZÁLEZ PÉREZ, J., Una biografía intelectual de Alasdair MacIntyre,


Cuadernos Empresa y Humanismo, n. 97, Instituto de Empresa
y Humanismo, Universidad de Navarra, Pamplona 2006.

LORIA, M. – TORRE DÍAZ, F. J., Alasdair MacIntyre: relecturas


iberoamericanas. Recepción y proyecciones, Dykinson, Madrid
2020.

RUIZ ARRIOLA, C., Tradición, universidad y virtud, filosofía de la educación


superior en Alasdair MacIntyre, EUNSA, Pamplona 2000.

TORRE DÍAZ, F. J., El modelo de diálogo intercultural de Alasdair


MacIntyre: el diálogo entre las diferentes tradiciones, Dykinson,
Madrid 2001.

—, Alasdair MacIntyre ¿un crítico del liberalismo?: creencias y virtudes


entre las fracturas de la modernidad, Dykinson, Madrid 2005.

Nicolás Malebranche
Autor: José Luis Fernández Rodríguez
Malebranche inicia la Búsqueda de la verdad afirmando que el espíritu del
hombre se encuentra situado entre el Creador y las criaturas corporales. De
esta situación se derivan dos relaciones naturales: una con Dios y otra con
el cuerpo, pues tan natural es para el espíritu relacionarse con Dios como
con el cuerpo. Por tanto, se equivocan los filósofos (paganos) que
únicamente admiten la relación del espíritu con el cuerpo y también los
filósofos (cristianos) que, aun admitiendo ambas relaciones, no admiten la
superioridad de la relación del espíritu con Dios, que es necesaria (ya que
Dios es su causa), mientras que la del espíritu con el cuerpo no lo es
(porque puede sobrevivir sin ella). Por eso, la tarea del verdadero filósofo
consiste en subrayar la relación del espíritu con Dios, haciendo que la
relación del espíritu con el cuerpo ocupe el puesto correspondiente. Ése es
el objetivo que pretende cumplir Malebranche. De ahí que el punto central
de su filosofía sea su doctrina ocasionalista, de donde se derivan más o
menos explícitamente todos los demás puntos.

Índice
I. Vida y obras

II. El conocimiento

1. El conocimiento de los cuerpos

a) La visión de los cuerpos en Dios

b) La existencia de los cuerpos

2. El conocimiento de nosotros mismos

3. El conocimiento de los demás

4. El conocimiento de Dios

a) El conocimiento de su existencia: el argumento


ontológico

b) El conocimiento de su esencia: los atributos

II. Dios como causa única

1. La ineficacia de las criaturas


2. La eficacia de Dios

3. Las leyes generales de la acción divina

4. Determinaciones de las leyes generales: las causas


ocasionales

5. Las dificultades del ocasionalismo

a) La libertad humana

b) Los males

c) Los milagros

IV. Bibliografía

1. Fuentes

2. Bibliografía secundaria

I. Vida y obras
Nicolás Malebranche nació en París en 1638 y cursó estudios de filosofía
durante dos años (1654-1656) en el Colegio de La Marche, dirigidos por un
aristotélico. A su término pasó a la Sorbona, en donde siguió estudios de
teología durante tres años (1656-1659), aunque, igual que los de filosofía,
no le entusiasmaron demasiado. En los primeros días de 1660 entró en la
Congregación del Oratorio, en donde, después de un año de noviciado, fue
consagrado sacerdote en 1664. No parece que durante su periodo de
formación hubiera tenido Malebranche conocimiento de la filosofía de
Descartes. Ese descubrimiento tuvo lugar el mismo año de su ordenación
sacerdotal, cuando cayó en sus manos el tratado de El hombre, que le
causó una profunda impresión. A partir de ahí vendrían las lecturas físicas y
metafísicas de Descartes. El cartesianismo es, de esta manera, una de las
inspiraciones de su pensamiento. La otra es la de san Agustín, que tenía
gran influencia en la Congregación. Algunos intérpretes han distribuido esas
dos inspiraciones entre las ciencias y la metafísica, afirmando que
Malebranche es cartesiano en ciencia y agustiniano en metafísica.
Semejante explicación es, sin embargo, errónea, porque la metafísica de
Malebranche es agustiniana, pero también cartesiana. De esto parece que
ya no cabe hoy duda alguna. Incluso habría que decir que Malebranche,
según su propia confesión, es antes cartesiano que agustiniano.

Diez años después de haber descubierto a Descartes, empezó


Malebranche a publicar sus obras, y puede afirmarse que el resto de la
historia de su vida coincide con la historia de sus escritos. El primero de
ellos, el más conocido de todos, es la Búsqueda de la verdad (1674).
Vinieron después las Conversaciones cristianas (1677), así como
las Meditaciones sobre la humildad y la penitencia (1677).

A la década siguiente pertenecen muchos de los escritos de


Malebranche, como el Tratado de la naturaleza y de la gracia (1680),
las Meditaciones cristianas y metafísicas (1683) y un año después
su Tratado de moral (1684). A continuación se publican sus polémicas con
Arnauld, que serían recogidas más tarde en una sola obra
titulada Colección de todas las respuestas de Malebranche a Arnauld.
Aunque esta polémica con Arnauld parecía haberse agotado, se reabrió
nueve años más tarde. Hasta ese momento, Malebranche se dedicó a la
composición de sus Conversaciones sobre la metafísica y la religión (1686),
que quizás es la obra, según confesión del propio autor, que mejor
compendia su filosofía. En ediciones posteriores le añadirá
unas Conversaciones sobre la muerte (1696). Al año siguiente, vio la luz
su Tratado del amor de Dios (1697).

Más tarde, tomó partido contra los jesuitas cuyos métodos apologéticos
eran entonces muy discutidos, puesto que se creía que, en provecho de las
misiones, rebajaban la verdad de la religión. Para salir al paso de esos
procedimientos escribió su Conversación entre un filósofo cristiano y de un
filósofo chino sobre la existencia y la naturaleza de Dios (1708).

La última polémica la mantuvo Malebranche con Bousier, contra quien


escribió sus Reflexiones sobre la premoción física. Esa fue su última
discusión. Poco a poco fue extinguiéndose su vida hasta su muerte, en
1715. Había cumplido 77 años.

II. El conocimiento
Piensa Malebranche que todas las maneras de conocer entrañan cierta
unión entre el cognoscente y lo conocido, sumándose así a la tesis,
reiterada desde antiguo, de que conocer un objeto es unirse a él. Esta unión
unas veces se produce directamente, y otras, indirectamente, según los
objetos sean interiores al propio sujeto o exteriores a él. Cuando el objeto
está dentro del alma, la unión cognoscitiva es directa, que es lo que ocurre
con el conocimiento de nosotros mismos y con el conocimiento de Dios,
mientras que, cuando el objeto está fuera del alma, la unión cognoscitiva es
indirecta, que es el caso del conocimiento de los cuerpos y de los demás.
Hay, de este modo, dos formas de conocimiento directas y dos formas de
conocimiento indirectas [Œuvres I: 415].

1. El conocimiento de los cuerpos


a) La visión de los cuerpos en Dios

Para conocer la esencia de los cuerpos no podemos echar mano de las


sensaciones, pues, según Malebranche, la función de las sensaciones no es
cognoscitiva, sino utilitaria, es decir, las sensaciones no nos han sido dadas
para informarnos sobre la esencia de los cuerpos, sino sobre la
conveniencia o no de los demás cuerpos respecto del nuestro. Por eso, lo
que ellas nos dicen sobre las cualidades sensibles como el color, el sonido,
el sabor, etc. no puede ser interpretado como verdad acerca de las cosas,
como si las cosas fuesen coloreadas, sonoras, sabrosas, etc., sino que
debe ser interpretado como utilidad que las cosas nos ofrecen, que
proporcionan a nuestro cuerpo.

Para conocer la naturaleza de los cuerpos no sirven, pues, las


sensaciones. Hace falta echar mano del conocimiento intelectual, pero no
de cualquier conocimiento intelectual, sino de un conocimiento intelectual
indirecto. ¿Por qué? Sencillamente porque el cognoscente no es activo,
como pensaba Tomás de Aquino, sino pasivo, como sostenía Descartes. Al
cognoscente, le ocurre, decía Descartes, lo mismo que a la cera, pues así
como no es propiamente una acción sino una pasión que la cera reciba
diversas figuras, así también es una pasión que el cognoscente reciba
diversas ideas. Pues bien, también Malebranche cree que el cognoscente
«es enteramente pasivo y no entraña ninguna acción» [Œuvres I: 43]. Al
cognoscente le pasa, por poner un ejemplo suyo, lo mismo que a la materia,
porque, así como la capacidad que tienen los cuerpos de adoptar diversas
figuras no es activa, sino pasiva, tampoco es activa, sino pasiva la
capacidad que tiene el cognoscente de recibir diversas ideas. Al ser pasivo,
el cognoscente necesita que las realidades corpóreas actúen sobre él, pues
sólo entonces puede conocerlas. Ahora bien, eso es lo que los cuerpos no
pueden hacer; entiéndase bien, lo que los cuerpos no pueden hacer
directamente o, como suele decir el autor, por sí mismos. Lo impiden
razones de heterogeneidad: lo que no piensa no puede producir
pensamientos; de inferioridad: lo que tiene menos realidad no puede
producir lo que tiene más; de pasividad: lo que es pasivo (como la materia,
que es pura extensión, desprovista de toda fuerza) no puede producir nada.
Estas razones impiden la acción directa de los cuerpos y, en consecuencia,
hacen imposible que los cuerpos puedan ser conocidos directamente. De
manera que, si queremos conocer las realidades corpóreas ha de ser de
manera indirecta, valiéndonos de unas realidades no corpóreas que,
haciendo las veces de los cuerpos, actúen directamente sobre nosotros
[Œuvres I: 413, nota c].

Esas realidades no corpóreas son las ideas, que de esta manera ejercen


un papel mediador: conocemos las cosas corpóreas, no por sí mismas, sino
por medio de las ideas que tenemos de ellas. Aclarar la naturaleza de esa
mediación no resulta, sin embargo, fácil.

Decía Descartes que las ideas pueden relacionarse con nosotros y con
algo distinto de nosotros. En relación con nosotros, son maneras de ser de
nuestro pensamiento, estados psicológicos nuestros. En cambio, en relación
con las cosas son representaciones de las cosas. Son, por
tanto, modificaciones de nuestra alma que representan las realidades
exteriores. Pero, a los ojos de Malebranche, modificación y representación
no pueden darse juntas, ya que tienen características contradictorias: las
modificaciones son particulares, cambiantes, contingentes, temporales,
oscuras, finitas; las representaciones, en cambio, son generales,
inmutables, necesarias, eternas, claras, infinitas. Para evitar esa
contradicción, Malebranche cree que lo mejor es separar modificación y
representación, interpretando las ideas sensibles como modificaciones y las
ideas intelectuales como representaciones: las ideas de los sentidos (en
adelante las llamaremos simplemente sensaciones) son modificaciones,
pero no representaciones, mientras que las ideas del entendimiento (desde
ahora, sencillamente ideas) son representaciones, pero no modificaciones.

Ahora bien, si las ideas representan las cosas corpóreas en nuestro


entendimiento, es necesario averiguar de dónde provienen esas ideas.
¿Proceden de los propios cuerpos? ¿Son producidas por nuestro propio
espíritu? ¿Han sido puestas en nuestro entendimiento por Dios? Ninguno de
esos orígenes (y no hay ningún otro) es válido, por la sencilla razón de que
todos ellos convierten a las ideas en estados psicológicos, es decir,
modificaciones nuestras, cosa que ya se ha visto que es imposible.

¿Qué se sigue de ahí? Que si las ideas no son modificaciones nuestras,


no pueden darse en nuestro entendimiento, sino en un entendimiento que
no sea el nuestro, sino que esté fuera de nosotros. ¿Cuál? El entendimiento
divino. De ahí que no tengamos más remedio que decir que «vemos todas
las cosas en Dios» [Œuvres I: 437]; entiéndase, todas las cosas de las que
tenemos ideas, pues no tenemos ideas de todas las cosas, sino sólo de los
cuerpos.

Esa solución la saca Malebranche de san Agustín, pues también san


Agustín dice que vemos en Dios las verdades eternas. Pero Malebranche
corrige a san Agustín en dos puntos. Primero, es mejor hablar de ideas
eternas que de verdades eternas, pues al fin y al cabo las verdades no son
más que relaciones entre ideas. Segundo, san Agustín había dicho que
vemos en Dios las verdades de las cosas que no cambian, Malebranche, en
cambio, afirma que vemos en Dios las ideas de las cosas que cambian,
como los cuerpos.

Ver las ideas de los cuerpos en Dios no es, sin embargo, ver la idea de
cada cuerpo en particular, porque la particularidad incluye finitud, y la finitud
no puede darse en Dios. Por eso, ver en Dios la idea de todos los cuerpos
quiere decir ver la idea común a todos los cuerpos; y como todos los
cuerpos tienen la misma naturaleza, la de la extensión, ver en Dios la idea
de todos los cuerpos quiere decir ver en Dios la idea indiferenciada de
extensión. A esta idea de extensión le llamó Malebranche extensión
inteligible, que es como el arquetipo o modelo del mundo material.

b) La existencia de los cuerpos

De la idea que Dios tiene de los cuerpos no se deduce que los cuerpos
existan, sino simplemente que pueden existir. Malebranche cree que la
existencia del mundo material hay que ponerla en relación no con las ideas
de Dios, sino con su voluntad: los cuerpos existen, no porque Dios piensa
que existen, sino porque Dios quiere que existan [Œuvres VI: 108]. Y Él
mismo se encarga de revelarnos su voluntad. Por cierto, de una doble
manera: natural y sobrenatural.

La revelación natural es la que nos proporciona las sensaciones. Las


sensaciones son como una especie de revelación natural, porque, para
convencerse de que los cuerpos existen, basta con sentirlos; basta con
sentir el calor, el color, el dolor, etc., para saber que el calor, el color, el
dolor, etc. existen [Œuvres III: 61, 64]. Y, si nos parece llamativo calificar las
sensaciones como revelaciones, es porque olvidamos que «es Dios mismo
quien produce en nuestra alma las diferentes sensaciones que la afectan
con ocasión de los cambios que acontecen en tu cuerpo» [Œuvres XII: 135-
136]. Con lo cual, la existencia de las cosas sensibles es también, en el
fondo, una aplicación o manifestación del ocasionalismo.

Claro que podría preguntarse: ¿qué sucede con las sensaciones


engañosas? Y la respuesta sería: nada. Primero, porque si nos resultan
engañosas es porque las estamos utilizando para un uso para el que no han
sido dadas, esto es, no para un fin práctico, sino cognoscitivo, que es como
decir, no existencial, sino esencial. Segundo, porque, además de la
revelación natural, hay una revelación sobrenatural, a saber, la revelación
de la Sagrada Escritura que nos enseña que Dios creó el cielo y la tierra.
Con lo cual, para estar plenamente convencidos de que hay cuerpos, no
basta, como había pensado Descartes, estar seguros de que Dios no puede
engañarnos, sino además de que Dios ha creado efectivamente los
cuerpos. La fe colabora, de esta manera, con la razón, incapaz de
solucionar por sí sola el problema de la existencia de la materia.

2. El conocimiento de nosotros mismos


Aunque nuestro conocimiento de la esencia de los cuerpos depende de la
presencia de su idea en el entendimiento divino, no puede decirse lo mismo
del conocimiento de las demás cosas, por ejemplo, del conocimiento de
nosotros mismos. Con nosotros mismos sucede lo contrario de lo que
acontece con los cuerpos: conocemos con claridad la esencia de los
cuerpos (contra lo que opina Descartes), pero no estamos seguros de su
existencia (y en esto tiene razón Descartes).

Que nosotros y nuestros estados psicológicos existimos, no cabe duda


alguna. Así nos lo dice nuestra conciencia o sentimiento interior. La
conciencia o sentimiento interior nos informan de que existimos y también
de que pensamos, queremos, sentimos, sufrimos, etc. Y esto lo hace de
manera absolutamente segura. La conciencia o sentimiento interior, cuando
se refiera a la existencia, «no nos engaña jamás» [Œuvres III: 27].

Pero no se puede decir lo mismo de nuestra esencia. Y es que nuestra


esencia sería bien conocida, si hubiera una idea clara de ella. Pero no la
hay; mejor dicho, la hay, pero nosotros no podemos hacernos con ella.

Que la hay, parece obvio. Y es que, por una parte, al ser el alma una
criatura, la esencia del alma debe existir en Dios; y por otra parte, por estar
Dios estrechamente unido a nuestra alma por su presencia, el espíritu
puede ver esa esencia del alma existente en Dios. Pero no basta que el
hombre pueda ver la esencia de su alma, sino que además hace falta que
Dios quiera descubrírsela, que es precisamente lo que Dios no considera
oportuno [Œuvres XII: 67]. Fundamentalmente por dos razones. «Primero, si
vieras claramente lo que eres, ya no podrías estar tan estrechamente unido
a tu cuerpo. Ya no lo considerarías como una parte de ti mismo... Ya no
velarías por la conservación de tu vida... Ya no tendrías víctima para
sacrificar a Dios. Segundo, porque la idea de tu alma es tan grande y tan
capaz de seducir los espíritus con su belleza que, si vieras claramente la
idea de tu alma, ya no podrías pensar en otra cosa... Si tuvieras una idea
clara de ti mismo, si vieras en mi espíritu ese arquetipo a cuyo tenor has
sido formado, descubrirías tantas bellezas y tantas verdades al contemplarlo
que descuidarías todos tus deberes... Absorto en la contemplación de tu
ser, lleno de ti mismo, de tu grandeza, de tu belleza, ya no podrías pensar
en otra cosa» [Œuvres X: 104]. Para evitar esos dos peligros no me queda
más remedio que confesar que «no soy más que tinieblas para mí mismo,
que mi sustancia me resulta ininteligible» [Œuvres X: 102].

Ahora bien, decir que existe una idea clara de nuestra esencia, pero que
nosotros no podemos hacernos con ella, sólo quiere decir eso: que nosotros
no podemos descubrir esa idea, pero no que carezcamos de
todo conocimiento. ¿Y qué significa que no podemos conseguir una idea
clara de nosotros mismos? Fundamentalmente, dos cosas.

Primero, que no podemos tener un conocimiento a priori de las


propiedades de nuestra alma, como lo tiene el matemático de las
propiedades de las figuras geométricas. Se dice que el matemático conoce
claramente la esencia de las figuras geométricas, pues, con solo advertir
que las figuras son relaciones de distancia permanentes, puede deducir a
priori las propiedades de esas figuras. Pero lo que le sucede al matemático
con las figuras no nos ocurre a nosotros con nuestra propia esencia.
Nosotros no podemos, por una simple inspección de nosotros mismos,
deducir a priori las propiedades que nos convienen y las que no nos
convienen. ¿Quién puede saber, mirando a la pretendida esencia de su
alma, si sus modificaciones van a ser placeres o dolores? Nadie. Y, sin
embargo, eso es lo que deberíamos saber si conociéramos la esencia del
alma. Si no lo sabemos es porque el sentimiento interior nos proporciona
únicamente un conocimiento a posteriori de nuestro espíritu, es decir,
completamente empírico, que se limita a levantar acta de los estados de
nuestra alma. De manera que, si nunca hubiéramos experimentado placer o
dolor, no sabríamos que nuestra alma es capaz de sentir esas cosas. De
nuestra alma sólo sabemos lo que sentimos que pasa en nosotros. Y lo que
detectamos en nosotros es una inacabable sucesión de estados de nuestra
alma, que «unas veces siente dolor y otras placer, que a veces quiera
ciertas cosas y a veces deja de quererlas» [Œuvres II: 358].

Segundo, no tener una idea clara de nuestra propia esencia significa


también que no se pueden comparar de manera exacta las propiedades de
esa esencia como hace el matemático. Cuando el matemático compara un
número con otro, por ejemplo, el dos con el cuatro, afirma con toda
precisión que cuatro es el doble de dos; o una figura con otra, por ejemplo,
el cuadrado con el triángulo, establece con toda exactitud que el cuadrado
es igual a la suma de los triángulos formados al trazar la diagonal. Pero esto
no puede hacerse con dos estados del alma. Por supuesto, no puede
conseguirse comparando dos estados del mismo género, por ejemplo, dos
placeres entre sí o dos dolores entre sí, pues ¿quién, mirando a la
pretendida esencia de su alma, puede establecer una relación precisa entre
dos placeres o entre dos dolores? Mucho menos puede hacerse,
comparando dos estados de distinta clase, como el placer y la alegría, el
dolor y la tristeza, porque ¿quién, mirando a la pretendida esencia de su
alma, es capaz de establecer una relación precisa entre su placer y su
alegría, entre su dolor y su tristeza? Sean del mismo o de distinto género,
nadie puede establecer una relación entre ellos con la misma precisión con
la que establece que cuatro es el doble de dos o que el cuadrado es igual a
la suma de los triángulos formados al trazar la diagonal. En definitiva,
porque las relaciones entre los estados del alma no son mensurables.
Si comparamos, pues, el conocimiento de nuestra esencia por conciencia
o sentimiento interior con el conocimiento de la esencia de los cuerpos por
ideas, resulta un conocimiento pobre. Ahora bien, por pobre que sea, nos
permite descubrir algunas verdades importantes. Y para eso basta con
seguir adelante con esa comparación, estableciendo un procedimiento
negativo y analógico. Así, por ejemplo, para demostrar que las cualidades
sensibles, como el color, el sabor, el olor, etc., no son propiedades de los
cuerpos, sino del alma, es suficiente con acudir a un procedimiento
negativo. Más o menos así: al no haber más que dos clases de sustancias,
los cuerpos y los espíritus, si las propiedades sensibles no son propiedades
de los cuerpos, deben serlo del alma, que es la única alternativa que queda.
Y para demostrar que la esencia de nuestra alma es el pensamiento basta
con echar mano de un procedimiento analógico, que dijera más o menos:
así como en el cuerpo hallamos una serie de propiedades (dureza,
movimiento, figura, extensión, etc.), pero sólo una es la esencia de la
materia (la extensión), así también en el espíritu encontramos unas cuentas
propiedades (sentir, imaginar, querer, pensar), pero sólo una es la esencia
del espíritu (pensar). Naturalmente, si el conocimiento de los cuerpos es el
medio (negativo o analógico) para el conocimiento claro del alma, hay que
decir que el modelo del conocimiento claro no es el conocimiento del alma,
como cree Descartes, sino el conocimiento de los cuerpos.

3. El conocimiento de los demás


El conocimiento de los demás no se lleva a cabo mediante ideas, como
sucede con los cuerpos, ni por conciencia o sentimiento interior, como
acontece con nosotros mismos, sino por conjetura, que se caracteriza por
ser una especie de conocimiento por semejanza; naturalmente por
semejanza con el conocimiento de nuestro propio espíritu. Claro que si se
asemeja al conocimiento de nosotros mismos, lo primero que conviene decir
es que estamos ante un conocimiento que tiene mucho que ver con la
existencia (por lo cual se parece al sentimiento interior). Pero tiene muy
poco que ver con la esencia, que es como decir que en ese terreno la
conjetura es extremadamente deficiente, porque, al apoyarse en el
sentimiento interior, si este nos informa imperfectamente acerca de nuestra
esencia, mucho más imperfectamente lo hará la conjetura acerca de la
esencia de los otros hombres. Ahora bien, imperfección no significa
necesariamente falsedad. Puede ser falsa, pero también no serlo.
No es falsa si versa sobre algo que surge en nosotros como
consecuencia de nuestra unión con Dios, porque todos estamos unidos a un
mismo Dios, que opera de la misma manera en todos. Por esta razón
estamos seguros de que no varían de un espíritu a otro las verdades
matemáticas (dos más dos son cuatro) y las verdades morales (vale más
ser justo que rico); y tampoco varían de un espíritu a otro las inclinaciones
fundamentales (el amor al bien, la aversión al mal, el deseo invencible de
ser feliz etc.).

Por el contrario, la conjetura es falsa si versa sobre algo que surge en


nosotros como consecuencia de la unión del alma con el cuerpo, porque los
demás espíritus están unidos a unos cuerpos cuya estructura orgánica no
es idéntica a la de los nuestros. De ahí que nos engañemos casi siempre
respecto de las sensaciones y de las pasiones de los demás, por ejemplo,
cuando presumimos que los demás experimentan sensaciones de color,
calor, sabor, como las que experimentamos nosotros. Así considerada, la
conjetura está sujeta al error.

4. El conocimiento de Dios
En contraste con el conocimiento de los demás espíritus por conjetura y
en contraste con el conocimiento de los cuerpos por ideas, nuestro
conocimiento de Dios no es indirecto, sino directo, es decir, no se conoce
por otro, sino por sí mismo.

a) El conocimiento de su existencia: el argumento ontológico

Si Dios es conocido por sí mismo, parece obvio que Malebranche


defienda el argumento ontológico, y que lo defienda incluso como la prueba
«más bella, más destacada, más sólida, o sea, la que menos cosas
supone» [Œuvres I: 441]. Pero, aunque él diga que ese argumento «está
sacado... de Descartes» [Œuvres II: 93], también afirma que el de Descartes
necesita ser completado para poder hablar de una prueba «más completa y
convincente» [ŒuvresVIII: 947]. Malebranche parte, en efecto, siempre del
mismo principio: «Nada finito puede representar lo infinito» [Œuvres II: 96],
porque eso equivaldría a decir que «veríamos algo que no existe»
[Œuvres II: 100], pues ¿cómo lo infinito va a estar contenido en lo finito?
Dicho lo cual podríamos establecer ya esta conclusión: lo infinito no puede
ser percibido en lo finito, que es como decir que lo infinito sólo puede ser
percibido inmediatamente. Pero no todo termina aquí, pues habría que
añadir ahora: «Todo lo que el espíritu percibe inmediatamente existe
realmente..., pues, si no existiese, al percibirlo, no percibiría nada, lo cual es
una contradicción manifiesta» [Œuvres XV: 5], porque percibiría y no
percibiría a la vez: percibiría, porque dice percibir, y no percibiría, porque
percibir nada es no percibir. Para evitar esa contradicción no queda más
remedio que decir que, como conocemos a Dios inmediatamente, Dios
realmente existe.

Obviamente, parece que estamos ante una verdad deducida. Pero esto
no debe engañarnos, porque, si aquí hacemos una deducción, es para
exponer esa verdad «a los demás» [Œuvres II: 372]. Y es que, bien mirado,
no se trata de una verdad deducida, sino intuida o, como le gusta decir a
Malebranche, de una preuve de simple vue [Œuvres II: 372], porque la
prueba no se apoya en la idea de Dios, sino en el conocimiento inmediato
de Él. Lo cual no es más que decir: tan pronto como conocemos
inmediatamente a Dios, conocemos inmediatamente que Dios existe
realmente. Como si dijéramos: «Basta pensar en Dios para saber que Dios
existe» [Œuvres XII: 174].

b) El conocimiento de su esencia: los atributos

Tan conocida nos resulta la existencia de Dios como desconocida su


esencia. Con Dios nos acontece como con el alma: sabemos que existe,
pero no sabemos lo que es, al revés de lo que nos sucede con los cuerpos,
que sabemos lo que son, pero no si existen, al menos de manera natural.
En términos de comprensión se puede afirmar que no tenemos una
comprensión de Dios, esto es, un conocimiento perfecto de su esencia, sino
sólo un conocimiento imperfecto. Esto supuesto, ¿qué podemos saber de
esa esencia divina incomprensible? En primer lugar, que «la infinitud es el
atributo esencial de la divinidad» [Œuvres XII: 205], pues Dios no es sino «la
expresión abreviada del ser infinitamente perfecto» [Œuvres XV: 5]. De ahí
que la mejor manera para determinar los demás atributos divinos sea acudir
a la noción de infinitamente perfecto. Atribuyámosle, pues, la
independencia, la inmutabilidad, la inmensidad, la simplicidad, etc., que son
atributos que le convienen a Dios por ser precisamente infinitamente
perfecto. Pero añadamos que todos esos atributos resultan, igual que lo
infinitamente perfecto del que se deducen, incomprensibles. Sin embargo,
esa falta de comprensión no significa que ignoremos lo que se debe
entender por esos términos, sino sólo cómo pueden estar esos atributos en
Dios, en donde la diversidad es simplicidad.

II. Dios como causa única


Prescindiendo de los precedentes medievales de esta doctrina, sus
orígenes modernos hay que buscarlos en dos incoherencias cartesianas.
Efectivamente, después de afirmar que busca la explicación causal de todas
las cosas, Descartes parece cerrar el camino a ese tipo de explicaciones en
física y en psicología. En física resulta difícil explicar la transmisión del
movimiento de un cuerpo a otro, porque, como el tiempo es discontinuo, no
resulta fácil comprender que lo que acontece en un momento puede dar
cuenta de lo que ocurre en el momento siguiente. Y en psicología tampoco
resulta fácil explicar la acción del alma sobre el cuerpo, y viceversa, pues, al
no tener esas sustancias nada en común (una es pensamiento y la otra,
extensión) no se ve cómo podamos encontrar en una la razón de lo que
pasa en la otra.

Tan visibles debieron de parecerle a Malebranche esas incongruencias


cartesianas que propuso, para resolverlas, el ocasionalismo, doctrina según
la cual sólo Dios es causa, quedando reducidas las criaturas a meras
ocasiones, haciendo desaparecer así la vieja distinción entre causa primera
y causas segundas en beneficio o provecho de la causa primera. Pero, a
decir verdad, el ocasionalismo había sido ya propuesto por otros
cartesianos (La Forge, Cordemoy, Geulincx), pues dos años antes de que
Malebranche publicase su primera obra, el autor anónimo de la Carta de un
filósofo a un cartesiano decía ya que el ocasionalismo estaba muy
extendido entre algunos discípulos de Descartes. A esos cartesianos, decía
el autor de la carta, les resultaba difícil explicar precisamente la transmisión
del movimiento de un cuerpo a otro y la interacción entre el alma y el
cuerpo. Y, aunque a nosotros nos pueda parecer extraño, a ellos les
resultaba más difícil lo primero que lo segundo. Por eso, propusieron el
ocasionalismo, como también Malebranche.

Además de una explicación religiosa, destinada a atribuir a Dios todo el


honor y toda la gloria, el ocasionalismo es una explicación filosófica de la
causalidad, que dice que todo efecto exige necesariamente una causa, es
decir, que está necesariamente conectado con ella. Todo el problema está
en explicar la necesidad de esa conexión. Pues bien, según Malebranche,
esa conexión no se explica a partir de las criaturas, sino sólo de Dios. Con
lo cual, las criaturas no son causas, sino que únicamente es causa Dios.

1. La ineficacia de las criaturas


Las criaturas no pueden ser causa: primero, porque no
tenemos experiencia de su eficacia; segundo, porque tampoco
tenemos idea clara y distinta de esa eficacia, sino más bien una idea clara y
distinta de su ineficacia.

Primero, no tenemos experiencia de la eficacia de las criaturas (sea de un


cuerpo sobre otro, de un cuerpo sobre un espíritu, de un espíritu sobre un
cuerpo, de un espíritu sobre un espíritu). Efectivamente, vemos que un
cuerpo en reposo comienza a moverse, cuando otro choca con él; que
sentimos dolor, cuando una espina nos pincha; que nuestro brazo se
mueve, cuando nuestra voluntad desea moverlo; que el deseo de evocar
una idea va seguido de la aparición de esa idea en nuestra mente. De ahí
deducimos que el cuerpo que colisiona con otro es la causa del movimiento
del cuerpo colisionado; que el pinchazo de la espina es la causa del dolor
que sentimos; que nuestra voluntad de mover el brazo es la causa del
movimiento de nuestro brazo; que el deseo que tenemos de evocar una
idea es la causa de la aparición de esa idea en nuestra mente. De esas
pretendidas causas no tenemos, sin embargo, experiencia. Jamás
experimentamos la acción de un cuerpo sobre otro; sencillamente tenemos
experiencia de que el movimiento de un cuerpo en reposo viene después de
que otro en movimiento choque con él. Tampoco tenemos experiencia de la
acción de un cuerpo sobre un espíritu; simplemente experimentamos que el
movimiento de mi brazo viene después de mi deseo de moverlo. Tampoco
tenemos experiencia de la acción de un espíritu sobre un cuerpo;
sencillamente experimentamos que un pinchazo va seguido de dolor, pero
no que el dolor salga de la espina que nos pincha. Por fin, tampoco tenemos
experiencia de la acción de un espíritu sobre un espíritu; simplemente
experimentamos que el deseo de traer una idea a mi mente va seguido de
la aparición de esa idea en ella.

Segundo, además de no tener experiencia de la eficacia de las


criaturas, tampoco tenemos idea clara y distinta de esa eficacia, sino más
bien idea clara y distinta de su ineficacia. Así, no tenemos idea clara y
distinta de que un cuerpo pueda actuar sobre otro; al contrario, tenemos
idea clara y distinta de que esa acción es imposible, porque ¿cómo un
cuerpo va a poder mover a otro cuerpo si ni siquiera tiene fuerza para
moverse a sí mismo? Y no la tiene, porque un cuerpo no es más que
extensión, y la extensión significa simplemente relaciones de distancia, que
no implican fuerza o actividad alguna [Œuvres XII: 150]. Tampoco tenemos
idea clara y distinta de que un cuerpo pueda actuar sobre un espíritu, sino al
contrario idea clara y distinta de que no puede: primero, porque, como
acabamos de ver, el cuerpo es pasivo [Œuvres II: 43]; segundo, porque
cuerpo y alma son sustancias totalmente heterogéneas: el cuerpo es
extensión y el alma es pensamiento; tercero, porque el cuerpo es
jerárquicamente inferior al alma, y lo inferior no puede obrar sobre lo
superior, como decía san Agustín, pues entonces éste dependería de aquél
[Œuvres II: 310]. (Precisamente por eso, en el orden cognoscitivo las ideas
no pueden proceder de las cosas materiales, según pretendían los
aristotélicos, y en el orden moral los cuerpos no pueden producir
sentimientos de placer que nos hagan felices, ni sentimientos de dolor que
nos hagan desdichados). Tampoco tenemos idea clara y distinta de la
acción del alma sobre el cuerpo, sino al contrario, porque, si bien en este
caso el alma es jerárquicamente superior al cuerpo, son sustancias
completamente heterogéneas, como decíamos. Por fin, también nos falta
idea clara y distinta de la acción del alma sobre el alma, pues ¿cómo el
alma, que es finita, va a poder producir una idea infinita? Además, ¿cómo el
alma va a ser causa de las sensaciones dolorosas? A lo sumo, lo sería de
las sensaciones placenteras.

En suma, las criaturas (sean cuerpos o espíritus) carecen de toda


eficacia. De todos modos, sería bueno subrayar de paso que esto pone en
tela de juicio el carácter sustancial de las criaturas, pues, como ya observó
Leibniz, lo que no actúa, es decir, lo que carece de fuerza activa de ninguna
manera puede ser sustancia. Dicho en términos escolásticos, si obrar sigue
al ser, cuando no hay obrar, tampoco hay ser. Sin darse cuenta,
Malebranche parece tomar la ruta hacia Spinoza.

2. La eficacia de Dios
Esa fuerza o eficacia que no tienen las criaturas (corporales o
espirituales) la tiene Dios. Sencillamente porque la causalidad está ligada a
la creación. Por eso, Él es la causa de los movimientos de los cuerpos,
producidos con ocasión de la colisión entre ellos; de los dolores que
experimentamos con ocasión de las alteraciones de nuestro cuerpo; de los
movimientos que se dan en nuestro cuerpo con ocasión de nuestros
deseos; de las ideas que aparecen en nuestra mente con ocasión del
esfuerzo que hacemos por evocarlas. Más aún, es la única causa.
Sencillamente porque la causa está ligada a la creación, y sólo Dios es
creador. Pero la creación hay que entenderla como creación continuada,
esto es, como una creación que no pasa jamás, como una creación gracias
a la cual los seres tienen ser en el primer instante y a cada instante
[Œuvres XII: 156]. Pero la razón que él da no es la de Descartes. Descartes,
en efecto, recurre a la discontinuidad del tiempo, doctrina según la cual el
tiempo presente no depende del que inmediatamente le precede, con lo
cual, de que una cosa exista ahora no se sigue que deba existir un
momento después, salvo que el que la ha producido en el primer momento
siga produciéndola. La razón de Malebranche, en cambio, es otra;
concretamente la necesidad de garantizar la inmediata dependencia de la
criatura respecto de su creador, porque, si la creación no fuese continuada,
las criaturas terminarían por ser independientes de Dios, a la manera como
una casa es independiente del arquitecto que la ha construido. ¿Hay una
señal mayor de independencia que la de subsistir por sí mismo, al margen
de quien da el ser? Tan independientes serían las criaturas que Dios ni si
quisiera podría aniquilarlas, es decir, hacer que dejaran de existir. Mejor
dicho, si quisiera, podría hacerlo, porque es todopoderoso, pero es que no
puede quererlo. Porque querer la destrucción de las cosas equivale a querer
la nada, esto es, a hacer de la nada objeto de la voluntad. Pero esto es
imposible, porque Dios sólo puede tener como término de su querer algo
que merezca ser querido, requisito que la nada no cumple, pues la nada no
encierra nada que merezca ser amado [Œuvres X: 49]. Por eso, la
aniquilación de las criaturas no puede ser consecuencia de una voluntad
positiva; sólo puede ser consecuencia de que Dios deje de querer que
existan.

Pues bien, de la creación continuada saca Malebranche la razón positiva


de que únicamente Dios puede ser causa, de que únicamente Él actúa en
los cuerpos y en los espíritus. De manera que, por estar creando
continuamente los cuerpos y todo lo que acontece en ellos (porque Dios no
crea los cuerpos en abstracto, sino en concreto, es decir, en alguno de sus
estados de reposo o movimiento) es la causa única de los cuerpos y de los
estados en que ellos se encuentran [Œuvres XII: 156]. Y lo que se dice de
los cuerpos debe afirmarse también de los espíritus: por estar creando
continuamente los espíritus y todos sus estados, es la única causa de los
espíritus y de sus estados. Así, es la causa de los conocimientos racionales:
los espíritus no pueden entender nada si Dios no los ilumina; la causa de los
conocimientos sensoriales: los espíritus no pueden sentir nada si Dios no
produce en ellos determinadas modificaciones; la causa de las
inclinaciones: los espíritus son incapaces de querer nada, si Dios no los
empuja sin cesar hacia el bien absoluto; la causa de las pasiones: los
espíritus no pueden tender hacia los bienes particulares, si su autor no pone
en ellos esa inclinación.

La omnipotencia creadora de Dios se ha convertido, pues, en la única


fuerza de los cuerpos y en la única fuerza de los espíritus. Esta conclusión
adolece, sin embargo, de dos incongruencias, que merece la pena subrayar.

En primer lugar, Dios puede todo, menos compartir o hacer partícipes a


las criaturas de su poder. Concepto paradójico de la omnipotencia,
denunciado ya por santo Tomás, para quien comunicar el poder a las
criaturas no supone rebajar la perfección de Dios, sino más bien lo contrario
[Contra los gentiles, III, 69, 2445]. Y esta acusación la repiten después
Locke [Locke 1963: 231] y Hume [Hume 1967: 72-73]. Locke al afirmar que,
de la misma manera que decir que Dios es la fuente de todo ser, no significa
que Él sea el único ser, tampoco decir que Él es el origen de todo poder
debe obligarnos a decir que Él es el único poder, porque, con la pretensión
de ampliarlo, lo que hacemos es aniquilarlo. Y a lo mismo viene a parar
Hume, cuando asegura que despojar a las criaturas de todo poder con la
pretensión de hacerlas inmediatamente dependientes de Dios equivale a
rebajar su poder, pues ¿cómo es Dios más todopoderoso, haciéndolo todo
Él o delegando cierto grado de poder en las criaturas?

En segundo lugar, aunque Dios pueda todo, esto no significa, asegura


Malebranche, que tengamos una idea clara y distinta de su poder. ¿Quién
conoce clara y distintamente la voluntad de Dios? Nadie. La voluntad divina
nos resulta ininteligible. Pues bien, si es así, no podemos decir
coherentemente que Dios es causa. Efectivamente, hace un momento le
oíamos decir a Malebranche que las criaturas no pueden ser causas,
porque no tenemos idea clara y distinta de que lo sean. ¿Por qué dice
entonces ahora que Dios es causa, si no tenemos idea clara y distinta de su
voluntad? ¿En qué quedamos? Si la eficacia divina es tan ininteligible como
la de las criaturas, cabe afirmar que las criaturas tienen el mismo derecho a
ser causas que Dios, que es lo que sostiene Fontenelle, que piensa que no
debe exigírsele a las criaturas lo que no se le pide a Dios. Pero también
cabe asegurar que, si la causalidad es tan ininteligible en un caso como en
otro, entonces el derecho a ser causas no les asiste a Dios ni a las
criaturas, que es lo que sostiene precisamente Hume. Según él, toda idea
que pretenda tener significado ha de derivarse de una impresión sensible, y
resulta que ni en un caso ni en el otro tenemos impresión sensible de donde
derivarla. Por eso, ni en un caso ni en el otro, podemos hablar de
causalidad. Y no vale decir que las criaturas no son lo mismo que Dios.
Porque, aunque es verdad que el poder de Dios es infinito y el de las
criaturas, finito, también lo es que, si no tenemos impresión de la que sacar
la idea de poder finito, mucho menos la de poder infinito, ya que en este
caso vamos mucho más allá de la experiencia.

3. Las leyes generales de la acción divina


No todo está dicho con afirmar que Dios es la única causa verdadera.
Todavía queda por saber cómo ejerce Dios esa causalidad. Pues bien, la
respuesta de Malebranche es siempre la misma: no por voluntades
particulares, sino por voluntades generales. Y voluntad general es sinónima
de ley general: Dios obra por voluntad general cuando obra de acuerdo con
las leyes generales que Él ha establecido. Y dejando aparte el orden
sobrenatural, en el orden natural ha establecido tres leyes generales
fundamentales: las leyes del movimiento, las leyes de la unión del alma y el
cuerpo y las leyes de la acción de Dios sobre nuestro entendimiento y
nuestra voluntad.

Ahora bien, ¿por qué obra Dios, sirviéndose de actuaciones generales de


su voluntad? Como cada uno obra con arreglo a su naturaleza, la razón hay
que buscarla en ella, es decir, en los atributos divinos: las intervenciones
generales expresan mejor los atributos divinos que las intervenciones
particulares. Concretamente, manifiestan mejor su sabiduría, su
inmutabilidad, su bondad y su simplicidad. Primero, revelan mejor
su sabiduría, porque las intervenciones particulares son propias de
inteligencias limitadas, como las de los hombres, que, incapaces de prever
todas las consecuencias, se ven obligados a cambiar a cada paso de
conducta [Œuvres V: 165-166]. Segundo, expresan mejor la inmutabilidad,
porque las intervenciones particulares, que implican cambiar a cada paso de
conducta, son una señal de inconstancia [Œuvres VI: 38]. Tercero,
descubren también mejor la bondad, porque, si Dios actúa por
determinaciones particulares, no asocia a las criaturas a su poder, cosa que
hace si se vale de leyes generales, pues en este caso hace de ellas (de las
criaturas) causas ocasionales de la eficacia de su voluntad [Œuvres VIII:
665]. Por fin, revelan mejor la simplicidad, porque con unos pocos medios
produce muchos efectos, es decir, con muy pocas leyes produce una
infinidad de obras admirables [Œuvres X: 78-79]. Con razón dice
Malebranche que el ocasionalismo es el más fecundo de todos los principios
[Œuvres X: 121].

4. Determinaciones de las leyes generales: las causas


ocasionales
Esto supuesto, ¿en qué consisten las llamadas causas ocasionales?
En determinaciones o concreciones de las leyes generales. Efectivamente,
es verdad que las cosas suceden, porque Dios lo quiere, pero también lo es
que en cada caso Dios quiere que sucedan cosas distintas, por lo cual
también hay que dar razón de la determinación o concreción del querer
divino en cada momento. Así, por ejemplo, para explicar que un cuerpo se
pone en movimiento, no basta con decir que se mueve, porque Dios quiere
que se mueva, sino que además hay que concretar por qué Dios quiere que
se mueva un cuerpo en vez de otro. Y esa concreción viene impuesta por la
colisión: Dios pone en movimiento un cuerpo, porque otro choca con él. El
choque es, pues, el que concreta el poder de la voluntad divina, el que
determina su eficacia. Para eso lo ha establecido precisamente Dios: para
concretar la eficacia de su voluntad general [Œuvres V: 46]. Pues bien, a
esa concreción o determinación es a la que Malebranche le da el nombre
de causa ocasional. Como tal, queda asociada a la voluntad divina. Se
equivocó Geulincx (o al menos no se expresó correctamente) cuando dijo
que las criaturas, especialmente los hombres, son simples espectadores,
meros observadores del mundo. Cuando se quiere, por tanto, dar una
explicación completa de un efecto, hay que acudir a su causa verdadera,
pero también a su causa ocasional.

5. Las dificultades del ocasionalismo


a) La libertad humana
Para un ocasionalista no resulta fácil explicar la libertad, porque, una de
dos: o sólo Dios es causa, y entonces el hombre no es libre; o el hombre es
libre, y entonces Dios no es la única causa.

Malebranche resuelve el problema afirmando que Dios pone en nuestra


alma una inclinación invencible hacia el bien en general, es decir, hacia Él.
A esta inclinación es a la que Malebranche llama voluntad. En esto el alma
se parece a los cuerpos, pues, si Dios imprime en los cuerpos el
movimiento, también graba en el alma una tendencia hacia el bien general
[Œuvres II: 127].

Pero, además, Dios mueve a las almas hacia los bienes particulares,
aunque con una inclinación que no es invencible, sino vencible.
Precisamente por no ser invencible, está en nuestras manos otorgarle o
rehusarle nuestro consentimiento. Y eso es justamente
la libertad [Œuvres XVI: 47]. Y es que Dios no nos crea consintiendo o no
consintiendo, sino pudiendo consentir o no consentir. ¿Y qué hacemos
cuando consentimos o no consentimos en los bienes particulares o falsos
bienes? Cuando no consentimos en ningún bien particular, sino que
seguimos la inclinación hacia el bien general, no hacemos nada; no
hacemos más que lo que Dios hace en nosotros, o sea, seguir la inclinación
impresa por Él hacia el verdadero bien. Pero tampoco hacemos nada,
cuando no seguimos la inclinación hacia el verdadero bien, sino
que consentimos en un falso bien. Y es que Malebranche interpreta el
consentimiento como una especie de reposo, es decir, como un descanso o
un alto en la búsqueda del verdadero bien. Por ser una especie de reposo,
no se necesita una fuerza positiva que lo produzca en el alma. Con el
reposo del alma pasa como con el reposo de los cuerpos. Descartes creía
que un cuerpo tiene necesidad de una fuerza para perseverar en su estado
de movimiento, pero también para perseverar en su estado de reposo.
Malebranche, en cambio, siguiendo en esto a Leibniz, cree que el reposo no
implica fuerza positiva alguna. Y es que, si el reposo no es sino la privación
del movimiento, desaparecida la fuerza que produce el movimiento, aparece
el reposo. Por lo cual, al ser la voluntad divina la fuerza que pone en
movimiento los cuerpos, si esa voluntad deja de querer que se muevan,
interrumpirán su movimiento. Pues bien, esto mismo sucede con el reposo
del alma. Para ese reposo no se necesita fuerza alguna especial, sino que
basta con que el hombre deje de tender al bien absoluto para que se
produzca el reposo en los bienes relativos. En consecuencia, cuando
pecamos no hacemos nada; simplemente dejamos de buscar el verdadero
bien y hacemos inútil el movimiento que Dios imprime en nosotros. No
hacemos más que descansar, que reposar.

Como no entraña ninguna eficacia, la libertad es, pues, compatible tanto


con la ineficacia de las criaturas como con la eficacia de Dios. Pero esto no
significa que la libertad pierda el poder de constituir la moralidad, porque lo
moral no es nada real, sino una relación de conformidad o disconformidad
con una norma.

b) Los males

A un ocasionalista no le resulta fácil explicar los mil defectos que


desfiguran el mundo, porque, si Dios es la única causa, parece que hay que
cargarlos en el haber de la causalidad divina: Él hace caer las ruinas de una
casa sobre un justo que va a socorrer a un miserable, pero también sobre
un criminal que va a matar a un hombre de bien; hace que existan los
monstruos, pero también los cuerpos mejor formados; mueve el brazo de un
asesino, pero también el de una persona que da limosna. Sin embargo, no
lo hace todo de la misma manera, pues quiere directamente el bien y sólo
indirectamente el mal. Sería absurdo que Dios quisiera directamente los
defectos del mundo, porque los males no son expresión de ninguna de las
perfecciones divinas. Pero indirectamente no puede dejar de quererlos,
porque provienen de la perfección de su conducta, concretamente de la
sabiduría divina, que exige que Dios produzca la obra más perfecta posible.
Ahora bien, esa obra se mide por la excelencia del resultado y por la
excelencia en el modo de conseguirlo. Pero habría que matizar que, sobre
todo, se mide por el modo de conseguirlo, pues Dios «quiere que su obra le
honre..., pero no quiere que sus vías le deshonren» [Œuvres XII: 213-214].
Y aún habría que añadir que principalmente quiere que sus vías no le
deshonren. Y es que la acción por la que Dios crea el mundo es una acción
divina; y, consiguientemente, de valor infinito; valor que el mundo, por
perfecto que sea, no tiene, porque es finito. De modo que, cuanta más
sabiduría denote la obra, más perfecta será. Ahora bien, es más sabio, por
lo tanto más digno de Dios, obrar por leyes generales, aunque de esas
leyes generales, precisamente a causa de esa generalidad, se sigan una
serie de defectos en el universo. Dios podría remediarlos echando mano de
voluntades particulares. Y en ocasiones lo hace así por medio del milagro.
De todas maneras, lo ordinario es que Dios actúe por medio de leyes
generales, aunque de esas leyes generales se sigan una serie de defectos
en el mundo. Con lo cual, habría que decir que los defectos del mundo se
siguen de la perfección de la conducta divina, concretamente de la sabiduría
de Dios. Un mundo sin mal o con menos mal sería menos perfecto que el
nuestro, porque supondría haber sido producido por voluntades particulares.
En consecuencia, la suma de perfección que encerraría sería menor,
porque a la perfección total contribuyen el resultado obtenido y el camino
empleado, pero, sobre todo, el camino seguido.

c) Los milagros

Si Dios obra de acuerdo con leyes generales, ¿qué pasa con los
milagros? La pregunta es obvia, porque los milagros no se deben a
intervenciones generales, sino particulares de la voluntad de Dios. Pero
también es obvio que Malebranche no dice que Dios obra siempre por leyes
generales, sino que obra por voluntades generales ordinariamente, con lo
cual queda un espacio para los llamados milagros. Pero se trata de un
espacio escaso, porque hay muchos menos milagros de los que creemos.
Si pensamos que los milagros son muchos es porque confundimos el
milagro con el prodigio. Se habla de prodigio, cuando estamos ante un
hecho que sorprende, que provoca nuestra admiración debido a su
novedad. Por ejemplo, que un cuerpo se ponga en movimiento sin que otro
choque con él es sin duda un prodigio, pero no necesariamente un milagro:
un prodigio, porque, para que ese movimiento provoque nuestra admiración,
basta con que esté sujeto a una causa ocasional distinta del choque, como
podría ser un deseo angélico; no necesariamente un milagro, porque bien
puede suceder que Dios haya establecido una ley general según la cual los
cuerpos se mueven teniendo como causa ocasional no la colisión, sino el
deseo de los ángeles. El verdadero milagro es muy distinto, pues mientras
el prodigio depende de leyes generales, desconocidas para los hombres,
el verdadero milagro no está sujeto a ellas, sino a voluntades particulares,
porque los verdaderos milagros son excepciones hechas por Dios a las
leyes universales establecidas por Él. Por ser excepciones, son pocos.
Pero, por escasos que sean, son posibles, contra lo que piensa Spinoza.

No basta, sin embargo, con decir que el milagro es posible. Hace falta
saber también si esa posibilidad se hace efectiva. Pero eso ya no resulta
fácil, pues, aunque la fe nos enseña que a veces Dios se vale de
intervenciones particulares de su voluntad, eso es lo que la razón no puede
asegurarnos, pues, al desconocer todas las leyes generales, somos
incapaces de determinar todas sus excepciones. Como dice el oratoriano,
«la razón, que me enseña que todo eso es posible, no me da seguridad de
que todo eso se haga» [Œuvres XII: 294].

Pero lo que la razón no puede, lo puede la fe, pues, si bien no sé cuando


Dios actúa por voluntades particulares sé que a veces obra así, «porque la
fe me lo enseña» [Œuvres XII: 294].

IV. Bibliografía
1. Fuentes
Todas las referencias a Malebranche están tomadas de sus Oeuvres
complètes, publicadas bajo la dirección de A. Robinet (Vrin, Paris, 1960 ss),
indicando el tomo en caracteres romanos y la página en caracteres
arábigos. Para que el lector pueda saber en cada momento a qué obra
pertenece cada referencia, señalo a continuación la tabla de
correspondencias entre los tomos de esta edición y las obras de
Malebranche:

I, II, III De la recherche de la verité


IV Conversations chrétiens
V Traité de la nature et de la grâce
VI, VII, Recueil de toutes les réponses a Monsieur
VIII, IX Arnauld
X Méditations chrétiennes
XI Le traité de la morale
Entretiens sur la métaphysique et sur la
XII
religion
XIII Entretiens sur la morte
XIV Traité de l´amour de Dieu. Trois lettres au
R.P. Lamy. Réponse génerale aux lettres
du R.P. Lamy
Entretiens d´un philosophe chrétien et d´un
XV
philosophe chinois
XVI Réflexions sur la prémotion physique
XVII/1 Pièces et écrites divers
XVII/2 Mathematica
XVIII,
Correspondence et actes
XIX
Documents biographiques et
XX
bibliographiques
XXI Index des citations
XXII Index Général

2. Bibliografía secundaria
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