Signos de La Fe

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SIGNOS DE LA FE: EL SENTIDO DE LA VIDA

Por: Bruno, M.
http://www.infocatolica.com/blog/espadadedoblefilo.php/signos_de_la_fe_xi_el_sentido_de_la_
vida

Una de las cosas que tienen en común todos los hombres, en todas las culturas y en
todas las épocas es la necesidad de encontrar un sentido para la vida. Si bien la
búsqueda es común a todos, las respuestas a la misma son tremendamente diversas. No sólo
en las distintas épocas y culturas, sino en cada hombre en particular.

Muchos, incluso la mayoría, se afanan en la práctica por encontrar ese sentido en


cosas muy diversas: el éxito profesional, el dinero, el bienestar, una casa, un coche
nuevo, las vacaciones, etc. Sin embargo, la búsqueda en esa dirección nunca tiene fin,
porque siempre se quiere más. Acabamos de comprar el coche nuevo que llevábamos meses
deseando y ya estamos pensando en que lo que de verdad querríamos es otro modelo mejor.
Por fin hemos conseguido el puesto de Subdirector y ya estamos planeando lo que haremos
cuando consigamos el de Director. Ninguna de esas cosas satisface la necesidad de
sentido que tenemos y, por ello, generalmente, llevan a una insatisfacción y un
desencanto crecientes.

Esa insatisfacción hace pensar que el sentido buscado por el hombre no puede encontrarse
en cosas. El sentido de la vida no puede estar en algo, sino que tiene que referirse
necesariamente a alguien. Una persona no puede encontrar un sentido para su vida en algo
que es menos que ella: en objetos, en cosas que no tienen capacidad de amar ni de
comprender. De alguna forma, un sentido verdadero para la vida humana tiene que estar
relacionado con las personas.

Podemos encontrar una confirmación de que el fin último de la vida de las personas no
puede estar en realidades impersonales, mirando al inicio de su vida. A menudo, el fin
está prefigurado de alguna forma en el origen y, mirando a uno, podemos comprender
mejor el otro.

El ser humano no nace perfectamente desarrollado como persona. Los niños recién nacidos
o incluso antes de nacer son personas en formación, que aún no han desarrollado sus
capacidades. Esas capacidades personales se desarrollan en el niño a través de la relación
con personas adultas, especialmente los padres. Cada uno de nosotros va formando su
personalidad, su ser persona, al relacionarse con otras personas, al mirarlas,
quererlas, escucharlas y hablar con ellas.

Si no tuviésemos esas relaciones personales, nuestra propia personalidad no se


desarrollaría. El emperador Federico II puso en práctica el terrible experimento de
mantener aislados a varios niños desde su nacimiento, de manera que recibieran comida y
lo necesario para vivir, pero ningún contacto humano. Pensaba que así se convertirían en
hombres perfectos, al no haber sido pervertidos por nadie. El resultado fue que esos niños
no aprendieron a hablar, ni a expresarse, ni a tener afecto por los demás, ni a tener
verdaderas relaciones humanas, sino que permanecieron en un estado embrutecido y
murieron muy pronto.

El sentido de la realidad, de lo que es la verdad, de los afectos, los mecanismos del


pensamiento y, en fin, todo aquello que nos hace actuar como personas sólo se puede ir
desarrollando adecuadamente en un ambiente de relaciones personales. Parece lógico,
pues, que ya que nuestro ser personal sólo se desarrolla y crece en un ambiente de
relaciones personales, el sentido profundo de ese ser personal tenga que estar
vinculado también, de alguna manera, a otras personas o a nuestra relación con ellas.
De hecho, mucha gente se ha dado cuenta de que cualquier sentido de la vida tiene que
encontrarse en la dirección de las relaciones interpersonales y lo busca en su familia,
su pareja, sus amigos… y, sin duda, así se tiene más éxito que intentando encontrar ese
sentido en simples cosas. Por desgracia, nuestras relaciones humanas habituales tampoco
terminan de satisfacernos. Es muy conocida la historia de San Francisco de Borja que,
cuando vio el cadáver descompuesto de la emperatriz a la que tanto había admirado y
honrado, decidió “no volver a servir a ningún señor que se pudiera morir”.

Las relaciones humanas habituales son muy limitadas. Claramente son limitadas en el
tiempo, porque las personas pasan: unas se mudan a lugares lejanos, otras cambian de
forma de ser, otras terminan por decepcionarnos y todas finalmente mueren. Pero, además,
las relaciones habituales con otras personas son intrínsecamente insuficientes. Nuestra ansia
de sentido es ilimitada: queremos ser amados de forma infinita, queremos algo que dure
para siempre, queremos ser aceptados como somos verdaderamente y no como a otros les
gustaría que fuésemos, queremos a alguien que pueda compartir nuestros sufrimientos
desde dentro y no solamente desde fuera. Sin embargo, las personas que encontramos a
nuestro alrededor no pueden satisfacer esas ansias más de que una forma parcial y
totalmente insuficiente.

La búsqueda de sentido para nuestra vida nos lleva a darnos cuenta de que no nos
bastan las cosas, pero tampoco, en última instancia, las personas. Necesitamos una
Persona, que nos ame sin limitaciones, para siempre, como somos, pase lo que pase, más
allá del sufrimiento y de la muerte. Necesitamos a Alguien a quien podamos entregarnos
por entero, sin absolutamente ninguna reserva.
Todo esto no es más que una búsqueda a tientas. No nos dice dónde está el final de
nuestra búsqueda de sentido, sino únicamente algunas de las características que tiene
que tener ese final para que sea un verdadero final, para que el sentido encontrado nos
satisfaga verdaderamente y no sea un nuevo espejismo. Sabemos que nuestra vida necesita
una Persona que le de un sentido verdaderamente satisfactorio, pero ¿dónde está esa
Persona?

La búsqueda se ha ido haciendo cada vez más difícil y complicada. Las cosas materiales
son fácilmente manejables, no nos oponen resistencia ni nos presentan dificultades.
Hacemos con ellas lo que queremos y permanecen siempre en el exterior de nuestra vida.
Las personas, en cambio, son algo totalmente distinto. No podemos hacer con ellas lo que
queremos. Tienen su propia voluntad, sus propios deseos y necesidades, que no coinciden
con los nuestros. En muchas ocasiones nos resultan incomprensibles. Además, para
relacionarnos de forma verdaderamente humana con otras personas, tenemos que poner en
juego nuestro propio ser, arriesgarnos, dejarlas entrar dentro del santuario de nuestra propia
vida.Ya no estamos al mando de lo que ocurre, sino que, en parte, dependemos de lo
que hagan otros.

Al pasar de las personas a la Persona que buscamos, esa dificultad se hace aún mayor. El
paso a dar parece lógico: si podemos controlar totalmente las cosas materiales, pero con las
personas ya no tenemos el control total de lo que sucede, sino sólo un control parcial y
compartido, es muy probable que ante la Persona de la que hablamos ya no tengamos
ningún control de lo que sucede, sino que estemos totalmente a su merced, que la
iniciativa sea totalmente suya y que, para encontrarnos con ella, tengamos que arriesgar
nuestra vida entera, absolutamente todo lo que somos.

Los cristianos anunciamos que nos hemos encontrado con esa Persona. No porque
fuéramos más listos, mejores o lo mereciésemos más que otros. Ni tampoco porque nos
hayamos esforzado más. La realidad es mucho más sencilla: esa Persona, que todos nos
pasamos la vida buscando, ha salido a nuestro encuentro. Nada podíamos hacer, por
nuestras propias fuerzas, para encontrar a Aquel que anhelaba nuestro corazón, pero él ha
querido encontrarse con nosotros.

Quien quiera conocerle, que venga con nosotros, que las puertas de la Iglesia siempre
están abiertas. Venid y lo veréis. Hasta aquí bastaban los razonamientos, desde este lugar
sólo la experiencia podrá satisfacer del todo nuestra sed de sentido, porque necesitamos a
una Persona y no podemos quedarnos en argumentos. Quien tenga sed, que venga a mí y
beba.

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