Biografia Julio Llamazares

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JULIO LLAMAZARES O LA HISTORIA QUE SE BORRÓ

JULIO LLAMAZARES OR THE HISTORY THAT WAS DELETED

KONSTANTINOS PALEOLOGOS1
Universidad Aristóteles de Grecia

Resumen
Julio Llamazares «habló» en su obra del ocaso de toda una civilización, la de los pueblos montañosos
del norte de España que se vieron abandonados por sus pobladores a causa de la emigración masiva de
los años ’50 y ’60, y nos enseñó que la Literatura puede ser, más que la Historia, la única manera posible
de dar voz a seres que son los últimos de su estirpe.
Palabras clave: Julio Llamazares, memoria colectiva, recreación literaria

Abstract
Julio Llamazares, in his work, “speaks” of the sunset of a whole civilization, that of the mountain villa-
ges of northern Spain which were abandoned by their inhabitants because of the mass immigration in
the 1950s and 1960s, and showed us that Literature can be, even more than History, the only possible
way to give voice to people who are the last of their generation.
Key words: Julio Llamazares, collective memory, literary recreation

Yo soy escritor, cuento historias


para pensar y hacer sentir,
no escribo para reivindicar nada.
Julio Llamazares2

Si el tiempo se pudiera fragmentar, nuestra historia empezaría en la década


de los ’50 cuando, fundamentalmente por motivos económicos, se inician los
desplazamientos masivos de la población española rural hacia los diversos núcleos
industrializados del país y el gran éxodo hacia el extranjero (principalmente Alemania,
Francia y Suiza). Según datos publicados por Martínez Ruiz, Maqueda & de Diego
(1999: 211), entre 1951 y 1970 Andalucía pierde alrededor de 1.400.000 habitantes, las
dos Castillas en torno a unos 800.000 habitantes cada una y, por último, Extremadura
y Galicia unos 500.000 habitantes cada una. Estos “huidos de la pobreza” vienen a
establecerse principalmente en Madrid y Cataluña (casi 1.000.000 de individuos se

1
Universidad Aristóteles de Grecia. Correo-e: [email protected]. Recibido: 23-06-2017. Aceptado: 13-11-2017.
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instalan en cada una de ellas), en el País Vasco y la Comunidad Valenciana (unos


500.000 en cada una de ellas), al mismo tiempo que entre 200.000 y 250.000 personas
anuales, por término medio, emigran a países extranjeros (sin contar con casi 1.000.000
de emigrantes temporales).
Como apunta Justicia Segovia (1987: 31) “a partir de 1950, y con mayor intensidad
desde 1960, la sociedad española reinicia su fase de transición definitiva de una
sociedad preindustrial, de base rural, a otra industrial, de base urbana”. En la década
de los ’60 empiezan a notarse los síntomas de este cambio radical en la estructura del
país; son los años del “bienestar subversivo” basado, sobre todo, en el desarrollo de
la industria y el flujo de inversiones extranjeras. La nueva clase media española que
se está creando en aquella época, sostiene Rodríguez Zúñiga (1985: 106), se compone
de “grupos sociales que aspiran al tipo de vida europeo, que comienzan a viajar al
extranjero, que toman contacto con la vida europea mediante la afluencia de turistas
que determinadas zonas empiezan a recibir”. Esta circunstancia unida al crecimiento
de la demanda educativa, la conversión de las Universidades en lugares en los que se
intenta practicar libertad y creatividad, la secularización de la sociedad española y la
progresiva incoherencia que se va notando entre el aparato político-institucional del
franquismo y la nueva sociedad hizo que España se convirtiera paulatinamente “en
un país laico, con una ética civil centrada en el respeto de los derechos de la persona y
una mayor tolerancia en el ámbito de las relaciones sexuales”, (García de Cortázar &
González Vesga,1994: 621).
El desarrollo de los años ’50 y ’60, también conocido como “milagro español”, no
obstante, generó problemas sociales extremadamente agudos: “Galicia, las dos Castillas,
Andalucía, Extremadura, Aragón y Canarias siguieron estando subdesarrolladas, y
su situación se agravó con el éxodo rural a consecuencia de la mecanización de la
agricultura”, (Pérez, 2006: 657). Este éxodo masivo provocó el abandono o el deterioro
de centenares de pueblos, circunstancia esta que cambia para siempre el perfil de
España y crea “desequilibrios regionales, abandono de la agricultura, emigración a
Europa de casi dos millones de españoles, urbanización improvisada y desordenada,
sistema fiscal regresivo”, (Fusi,1996: 41). Como apunta el historiador francés Pierre
Vilar (1990: 165),
durante quince años (1940-1955), el expolio de las clases trabajadoras se hizo sin contrapartida,
de donde surge una acumulación masiva de capital que los bancos invierten. El despegue
económico revelará entonces las disparidades sectoriales. En el campo, el minifundio sigue siendo
miserable; el latifundio paga mejores jornales a su mano de obra, pero la mantiene proletarizada
entre el éxodo y el paro.

El régimen se veía cada vez más impotente a la hora de asumir los cambios y
hacer frente a las preocupaciones de los ciudadanos3 y la situación se agravó a causa
de la recesión de los años ’70 debidο, en parte, a la denominada “crisis del petróleo”,

3
Como señala Torres del Moral, «la legislación de desarrollo de la Ley Orgánica del Estado de 1967
puso de manifiesto la inutilidad del esfuerzo de los sectores aperturistas del régimen franquista. Una
dictadura con ciertos tintes feudales como aquella no podía intentar edificar las bases de una moderna
sociedad de consumo sin agrietarse», (1988: 2).

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acaecida a finales de 1973. A mediados de los ’70, pues, España, “había dejado de ser,
desde hacía quizás más de una generación, el país eminentemente agrícola que había alimentado el
caciquismo y el clericalismo de finales de siglo, y que había definido, en fin, el secular atraso español”,
(Subirats,1995: 11); pero aun así, el panorama poco antes de la muerte del caudillo es
desolador:
en un clima de final de reinado, las huelgas se convierten en moneda corriente, alimentadas
por una inflación que llega al 20% y un paro que ya afecta al 5% de la población activa. La
crisis interrumpe la emigración y reduce las remesas. El turismo preocupa; incluso se aprecia
una disminución de la inversión extranjera. Mientras la factura energética va aumentando, la
balanza de pagos se derrumba y la peseta se debilita, (Témime, Broder & Chastagnaret,1982:
363).

La muerte de Franco, en 1975, desencadenó, como era de esperar, una serie


de transformaciones en todos los aspectos de la vida política, social y económica de
España; así, a finales de la década de los ’70, principios de los ’80, se respiraba en el
país una imperiosa necesidad de borrar el pasado, de que todo fuera nuevo: nuevo
régimen, nueva constitución, nuevas costumbres... Efectivamente, España en aquella
época, era un país que había ahuyentado los fantasmas del pasado y empezaba a
encontrar su sitio en Europa. Pero al mismo tiempo, como es natural, todo ese cambio
afectó profundamente a la sociedad española. Según Francisco Rico (1991),
la ideología empezó a ser sustituida como marihuana del pueblo no sólo por el deporte, los viajes
y la buena mesa, sino además por las exposiciones, los bellos libros, la ópera, los conciertos. [...]
Por el atractivo escaparate, en suma, de una oferta cultural tan variopinta. [...] Los ciudadanos
se concentraban con creciente exclusivismo en los intereses particulares, en el ocio, en la vida
privada.

Como es natural, la literatura no se quedó ajena a esa avalancha de cambios.


A principios de la década de los ’80, comienza a hablarse de la existencia de una
promoción de jóvenes narradores: la “Nueva narrativa española de los ’80”. En sus
orígenes estrictos esta etiqueta agrupó a un puñado de escritores y escritoras jóvenes
(o menos jóvenes) que habían logrado despertar la atención tanto de los editores como
de los medios de comunicación – algo similar, pero sin el mismo éxito comercial,
ocurría al mismo tiempo en el campo de la poesía con los llamados postnovísimos
(Blanca Andreu, Luis García Montero, Rosa María Pereda, etc.). Intentar confeccionar
una lista exhaustiva de los supuestos miembros de aquella promoción es empresa
harto complicada; con más frecuencia se mencionaban los nombres de Jesús Ferrero,
Ignacio Martínez de Pisón, Julio Llamazares, Alejandro Gándara, Almudena Grandes,
Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías; sin
embargo, hay bastantes más escritores que se citaban con menor asiduidad, como son
los casos de Luis Landero, Mercedes Abad, Pedro Molina Temboury y de bastantes
más.
Con respecto al momento en el que dichos autores irrumpen en el mercado, se
barajan varias fechas, aunque bien es verdad que la mayoría de los estudiosos en la
materia consideran que fue Bélver Yin de Jesús Ferrero, editada en 1981, la primera
novela publicada de dicha promoción: “Creo no exagerar si sitúo a Jesús Ferrero como

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signo de este nuevo fenómeno. En 1981 la aparición de su primera novela, Bélver Yin,
convocó un revuelo de público y crítica”, (Bértolo, 1989: 51).
Entre los miembros de este grupo, que se tildaron, injustamente en muchos de
los casos, de cultivadores de una narrativa light que se evadía de la realidad circundante
y que, por lo tanto, apostaba por el olvido, es decir, una narrativa escrita precisamente
para captar el interés de unos ciudadanos que preferían pasar de página y dejarse atrás
el largo invierno del franquismo, se incluía un poeta/narrador (“nacido en un lugar
que está bajo el agua”, como él mismo ha declarado en numerosas entrevistas) que
desde La lentitud de los bueyes (su primer poemario, editado en 1979) hasta Distintas
formas de mirar el agua (su novela más reciente, publicada en 2015), pasando por hitos
de la narrativa española de los ’80 como La lluvia amarilla, apostó por la recuperación
de la memoria colectiva de las gentes de los pueblos montañosos del norte de España
que se vieron obligadas, como hemos visto al inicio de este ensayo, a abandonar sus
hogares por razones de sustento o por motivos más prosaicos pero igual de crueles,
como puede ser la construcción de una presa en la España franquista de mediados del
siglo pasado.
Julio Llamazares, este es el escritor del que estamos hablando, nació en 1955 en
Vegamián, un pueblo ganadero de la provincia de León donde su padre trabajaba de
maestro. Su familia, dos años después, al igual que el resto de los habitantes del pueblo,
se vio obligada a mudarse a causa de la inminente construcción de un pantano, el
del Porma, hoy, oficialmente, Embalse Juan Benet, en la zona (Vegamián, desde 1968,
descansa sumergido en las aguas de dicho embalse). La familia, se trasladó, en 1957,
a Olleros de Sabero, un pueblo minero de León, que por aquella época empezaba su
despegue económico coincidiendo con el auge de las minas de carbón. Precisamente
Olleros fue el escenario de la tercera novela de Llamazares, Escenas de cine mudo,
editada en 1994.
Llamazares, vivió en Olleros hasta 1967, año en el que, a los 12 años, se fue a
seguir sus estudios a Madrid, a un colegio de Franciscanos Capuchinos. Esta etapa
dura cuatro años y, en 1971, a los 16 años, se instala en León para estudiar el curso
anterior al ingreso a la Universidad. Al final, accede a la carrera de Derecho, y cursa
los primeros años en León y, luego, los dos últimos, en Oviedo y Gijón donde pasó tres
años de su vida.
A mediados de la década de los ’70 inició su colaboración con la Radio Popular
de León. En aquel ámbito surgió, en 1975, el grupo literario «Barro» (Mercedes Castro,
Manuel Arias, José Carlón, Miguel Escanciano y otros) que en 1976 edita Barro. Poesía,
un volumen en el cual se incluyen poemas de Llamazares. En ese mismo año, 1976,
Llamazares obtuvo, también, el premio Nacional de Poesía Universitaria. Del grupo
“Barro”, de algunos de sus componentes al menos, surgieron al año siguiente los
Cuadernos Leoneses de Poesía (Llamazares, Carlón, Escanciano y otros) que según Víctor
García de la Concha (1986: 30), y a pesar de la corta vida de la revista (siete números
publicados entre noviembre-diciembre de 1977 y septiembre-octubre de 1979),
“sirvieron de palestra a las voces más auténticas de la joven poesía leonesa”. Fruto

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de aquella época, primavera de 1978, es su primer libro de poesía, La lentitud de los


bueyes, que obtuvo el premio “Antonio González de Lama” de 1978 y que fue editado
al año siguiente, 1979. A finales de 1978, vuelve a instalarse en León y a colaborar con
periódicos locales. En enero de 1981 se instala definitivamente en Madrid.
En la capital, empezó a colaborar con varios periódicos y revistas (Diario 16, El
Urogallo y otros) y termina su libro El entierro de Genarín, un evangelio negro sobre la
procesión que se celebra en León cada Jueves Santo, en memoria de un esperpéntico
personaje local. Al año siguiente, aparece su segundo libro de poesía titulado Memoria
de la nieve, galardonado con el premio “Jorge Guillén” de 1982. Por aquella época
solicita y obtiene la Ayuda a la Creación Literaria que concedía el Ministerio de Cultura
a jóvenes escritores. Producto de aquella ayuda económica, (y de su inspiración, claro),
fue su primera novela, Luna de lobos, que la terminó en 1984. Mientras tanto, seguía
cosechando premios; el premio “Numancia” de periodismo de 1983 y el premio “Ícaro”
de literatura del mismo año.
En 1983, empieza su andadura como guionista cinematográfico. Eso ocurrió
cuando el director José María Martín Sarmiento le pidió (como a otros cuatro escritores
leoneses) un relato para su película El Filandón (filme que se estrenó en 1984 y en el
cual Llamazares hace, también, su aparición como actor). Llamazares aportó un guión,
titulado, al igual que el poema en el que se inspiró, “Retrato de bañista”4. A finales de
1984, colaboró en el programa “Tiempos Modernos” de la segunda cadena de TVE, un
programa de contenido cultural dirigido por Miguel Rubio.
En marzo de 1985, Seix Barral edita Luna de lobos. En el otoño de 1986, empieza
su colaboración con el diario El País por mediación del por aquel entonces director de la
editorial Alfaguara, Juan Cruz. En 1985, y en colaboración con el director Julio Sánchez
Valdés, escribe un guión cinematográfico basado en Luna de lobos. La película, bajo el
mismo título, se estrena en 1987. Su segunda novela, La lluvia amarilla, aparece en 1988
y dos años más tarde sale El río del olvido, un libro basado en las notas de un viaje que el
escritor había realizado por los pueblos de la comarca leonesa del río Curueño en 1981.
En octubre de 1991, se edita En Babia, un libro que reúne los principales reportajes y
artículos de opinión y de viajes de Llamazares que habían aparecido previamente en
El País, El Urogallo y otrοs medios. En 1994, ve la luz Escenas de cine mudo su tercera
novela y el mismo año escribe, junto con el director Felipe Vega, el guión de la película
El techo del mundo cuyo estreno se produjo a finales de 1995.
Hemos llegado, pues, a 1995, año en el que Llamazares publica tres libros. El
primero, salió en marzo y se trata del ya mencionado Retrato del bañista, el poema-guión
que el escritor leonés había escrito para la película El Filandón de Martín Sarmiento. El
segundo se presentó en mayo, bajo el título Nadie escucha, y es la segunda entrega de
artículos periodísticos del autor; por último, a finales de octubre, llegó a las librerías

4
Fragmentos de este poema, fruto de una visita del autor a las ruinas de su pueblo que habían emergido
gracias a un momentáneo vaciado del pantano y que terminó convertido en guión cinematográfico,
aparecieron en la revista albaceteña Barcarola, y más concretamente en los números 15 (marzo de 1984)
y 19 (diciembre de 1985).

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En mitad de ninguna parte, un libro recopilatorio de los cuentos del escritor leonés que
como él mismo confiesa en el prólogo del libro, casi todos habían sido escritos por
encargo, (pág. 13).
En 1998, Llamazares publica dos libros, la colección de relatos Tres historias
verdaderas y Trás-os-montes, el relato de un viaje por la homónima región montañesa
de Portugal. Al año siguiente, 1999, el escritor leonés colabora como guionista con la
directora Iciar Bollain en la realización de la película Flores de otro mundo (el guión se
edita por la editorial madrileña Páginas de Espuma en 2000). De 1999 es también otro
relato de viaje del autor, titulado Cuaderno del Duero.
Tras un prolongado «silencio» de casi seis años, Llamazares se estrena en el
siglo xxi con su novela El cielo de Madrid (la primera suya que no está ambientada en
un paisaje rural). La siguen dos recopilaciones de artículos de prensa, esto es, Modernos
y elegantes, en 2006, y Entre perro y lobo, en 2008. Ese mismo año, ve la luz el primer
tomo de su proyecto más ambicioso: Las rosas de piedra, un viaje en el tiempo y en la
geografía por todas las catedrales de España5.
En 2009, veintisiete años más tarde de la aparición de su anterior poemario,
Llamazares edita un libro de poesía, es decir, Versos y ortigas. En él, se reúnen sus tres
títulos fundamentales, La lentitud de los bueyes, Memoria de la nieve y Retrato de bañista,
y se añaden dos nuevos grupos de poemas: uno anterior, “Los inicios”, que recoge los
escritos entre 1973 y 1978, y οtro posterior, “Las ortigas” (1984-2008).
Υa en la presente década, Llamazares ha publicado cinco libros más: una
recopilación de relatos, Tanta pasión para nada (2011); dos relatos de viajes, Atlas de la
España imaginaria (2015), un atlas nada imaginario en el que se siguen las huellas de la
toponimia de algunos de los refranes más famosos de la lengua española, y El viaje de
Don Quijote (2016), una serie de artículos que el autor publicó en El País y en los que
se reproduce la ruta del famoso hidalgo por la Mancha que realizó Azorín en 1905; y
dos novelas, Las lágrimas de San Lorenzo, en 2013, y Distintas formas de mirar el agua (su
“reencuentro” con las montañas leonesas) en 2015, finalistas ambas del Premio de la
Crítica de Castilla y León.
En su dilatada carrera como escritor, no en vano están a punto de cumplirse 40
años desde la publicación de su primer libro, Llamazares, un autor de ritmo pausado en
la edición de sus libros, “habló” en muchas ocasiones del ocaso de toda una civilización,
la de los pueblos montañosos del norte de España que se vieron abandonados por sus
pobladores, pese al arraigo vital de estos últimos con su paisaje, a causa de la forzada
emigración masiva hacia las grandes ciudades y las zonas industriales en la España de
los años ’50 y ’60, y nos enseñó, o por lo menos esta es la lectura que queremos hacer
de ella en la presente ocasión, que la Literatura puede ser, más que la Historia, la única
manera posible de dar voz a seres sacrificados en el nombre del progreso. Para verificar
esta tesis, recurriremos a las reseñas de los críticos literarios y lo dicho por el propio
autor acerca de cuatro libros suyos (que, nos atreveríamos a sostener, constituyen una

5
Actualmente el autor está ultimando la edición del segundo, y último, tomo.

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atípica trilogía, puesto que los dos primeros, desde muy pronto, empezaron a circular
en el mercado en edición conjunta), esto es, sus poemarios La lentitud de los bueyes
y Memoria de la nieve, La lluvia amarilla, su novela emblemática de los años ’80, y su
última, hasta la fecha, novela, Distintas formas de mirar el agua.
Pero antes, un brevísimo inciso para matizar la relación de Julio Llamazares
con el marbete de la “Nueva narrativa española de los ’80”, al que nos hemos referido
hace algunos párrafos y en cuya nómina había sido incluido el autor en aquel período:
es curioso, pero los mismos críticos que lo insertaban en dicho grupo no dudaban, al
mismo tiempo, en señalar que en su obra en general, y particularmente en sus novelas,
Llamazares no cumplía con bastantes de los tópicos que solían acompañar la joven
novelística española de la época, y principalmente con la tendencia a la evasión de
la realidad circundante, la ambientación urbana y la temática light6. Por su parte, el
escritor leonés bastante pronto, esto es, desde finales de los ’80, empezó, él también,
a tomar distancias de aquel supuesto grupo: “Ya sabemos que la prensa tiende a
etiquetar, lo cual favorece su trabajo”, señalaba en una entrevista concedida a Carlos
Iriart en 1988.

I. Poemarios

Por el paisaje gris de mi memoria, cruzan arrieros sin


retorno, pastores y alfareros olvidados, bardos ahogados
en el miedo lacustre de sus propias leyendas.

Memoria de la nieve

Según la inmensa mayoría de los críticos literarios que se han ocupado de su


obra, Julio Llamazares es un poeta que dejó relativamente pronto de escribir poesía
en verso para pasar, a partir de 1985, con Luna de lobos, a la poesía en prosa. Antes de
este momento, Llamazares había publicado, como ya hemos señalado, dos poemarios
que habían causado sensación: La lentitud de los bueyes en 1979 y, tres años más tarde,
Memoria de la nieve (las dos obras, en 1985, se editaron conjuntamente en Hiperión).
En ellos hablaba de la desaparición de la cultura rural de su tierra. García Martín,
(1992: 115) detectaba en ambos poemarios el carácter épico de la poesía llamazariana
y señalaba que este radica “en el intento de rescate de una memoria colectiva, de una ancestral
sabiduría; en sus versos encontramos la brumosa evocación de una edad de oro situada, al margen de la
historia, en sus natales montañas leonesas”; Luis Antonio de Villena, a su vez, en Postnovísimos,
(1986: 26), comentaba que “no otra es la tradición que ha sabido usar, personal y atinadamente
(sobre todo en su segundo libro, Memoria de la nieve), Julio Llamazares, creando la imaginería de una
personal vivencia unida al norte, [...] que la tradición del versículo. Una lírica con atisbos de épica”.
Parreño (1984: 6), coincidiendo con de Villena, subraya que la poesía de Llamazares “se

6
«Llamazares […] quizá por su procedencia de una de las zonas más deprimidas y olvidadas de España
(la comarca montañesa de León) ha desarrollado una obra narrativa poco comparable, hasta ahora, a la
de sus compañeros de generación», (Izquierdo, 1995: 56).

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construye con recuerdos, sueños y naturaleza. Creo que la naturaleza en su obra cobra una dimensión
extrañamente mítica, una personalidad. Con sobriedad, en versículos, con un vocabulario selecto de
voces campesinas, arma un escenario por el que cruzan en soledad vivos y muertos”.

Otro autor, Izquierdo, (1995: 57), no duda en afirmar que en el primer poemario
del escritor, “se pueden rastrear los discursos existencialistas y neorrománticos
que recorrerán toda su obra. [...] Para el Llamazares de La lentitud de los bueyes el
tiempo quedará definido como lo auténtico frente a la inautenticidad que supone el
comportamiento del ser que olvida, que se despreocupa”.
Cabo Aseguinolaza & Candelas Colodrón, (1986: 277), por su parte, y en una
reseña sobre el segundo poemario de Llamazares, subrayaban que «como tema de
Memoria de la nieve se perfila con definición la memoria. Se trata del intento, doloroso
a veces, de recuperar un mundo que aparece inalcanzable»; Santos Ayuso, (1983),
abundaba en lo mismo al señalar que
Julio Llamazares es un poeta de los paisajes fríos, legendarios, míticos, que hace suyo el tiempo
y la historia, el recuerdo y la memoria de un pasado y un lenguaje, pero al mismo tiempo de
interiores cálidos y consonantes con la tierra y escenario de sus vivencias. [...] Memoria de la
nieve, de Julio Llamazares, es un canto épico a la tierra a través del tiempo y la memoria.

García (1983: 92-93), por su parte, califica Memoria de la nieve de «un viaje hacia
el origen», e Izquierdo de una lucha “contra la alienación del ser ante una realidad que
ni comprende ni controla. Una realidad construida por el ser, pero que ha escapado
por completo de su dominio”, (1995: 61).
Concluiremos esta pequeña incursión por los comentarios de los críticos que
subrayan la vertiente testimonial de la obra poética del autor leonés con un comentario
significativo de Dionisio Cañas (1989: 53) acerca del compromiso político de dicha
obra:
lo que importa hoy al poeta joven es fascinar. Por lo tanto, mezcla lo falso y lo verdadero, abusa
del artificio, busca la sorpresa y huye del didactismo. Aunque hay algunos poetas, como Luis
García Montero y Julio Llamazares, que buscan a través del compromiso, social el primero y
ecologista el segundo, una manera de escapar del cinismo social y político de nuestra poesía
última.

Llamazares intentando “justificar” su poética declaraba en una entrevista: «Uno


escribe siempre de lo que no tiene y de lo que ha perdido. Si hoy la realidad española
es urbana, su memoria, en cambio sigue siendo agraria, y yo quiero ser coherente con
mi propia memoria», (en Demicheli, 1988); y algunos años más tarde: “para escribir me
apoyo en una memoria que va desapareciendo porque, como si de un río se tratase, la arrastra el paso
del tiempo. Y yo trato de fijarla al escribir. La literatura sería un intento de lucha contra el paso del
tiempo. Lo poco que salvamos del tiempo y de la memoria es la literatura”, (en Roglan, 1990).

II. La lluvia amarilla

En la calle, la niebla se agarraba a las paredes y la


humedad helada de la escarcha hacía ya invisible
cualquier rastro reciente de pisadas. Un inmenso

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silencio llenaba todo el pueblo, introducía su larga


lengua sucia hurgando en la penumbra de las casas
la herrumbre del olvido.

Si los dos poemarios son el intento personal del poeta de llevar a cabo “la
recreación romántica de la historia [de sus antepasados]”, (Ayuso, 1983: 91), La lluvia
amarilla es una larga y desordenada analepsis de un antihéroe (de un personaje-
narrador que pertenece a la misma cultura milenaria que se evoca en los poemarios)
que estando al borde de la nada y a caballo entre la realidad y la locura, reconstruye,
a través de los recuerdos que pueblan su memoria, su pasado y, de paso, el pasado de
todo un pueblo.
Andrés de Casa Sosas, el protagonista, es el representante de un modo de
vida en vías de extinción, si no ya extinguido, y él es plenamente consciente de ello:
“en realidad, y pese a mis esfuerzos por mantener vivas sus piedras, Ainielle está ya
muerto desde hace mucho tiempo”, (pág. 75). Y es, al mismo tiempo, el personaje que
se identifica con su pueblo hasta tales extremos que su inminente defunción significará,
sin duda, también la desaparición total e irreversible de este último: “pero, dentro de
poco, yo ya no estaré vivo. Dentro de unos minutos, de unas horas quizá –antes de
que amanezca, en cualquier caso–, yo estaré ya sentado con los muertos en torno de la
lumbre y Ainielle habrá quedado totalmente vacío, totalmente indefenso, a merced de
esos ojos que, ahora, le vigilan”, (pág. 128).
Este proceso de aniquilamiento, personal y colectivo, narrado por una conciencia
delirante que ni siquiera sabemos si, en el momento de la narraciσn, pertenece a un
ser vivo o a un fantasma (a una sombra), estará reconstruido mediante la memoria,
memoria que junto a la muerte constituyen el eje principal de la novela, alrededor del
cual se hilvana todo el relato. Ponte Far (1988), subrayaba en su reseña que
la novela se articula en torno a una trama argumental muy sencilla pero engañosa [...] engañosa
porque parece que vamos a encontrarnos con una novela que pondrá énfasis en el aspecto
sentimental y bucólico de un hecho literariamente muy explotable, y nos sorprendemos
viéndonos situados ante un discurso novelístico profundo y duro, que va mucho más allá de
cantar las excelencias de una vida o la tragedia de la desaparición de un pueblo de los Pirineos.

Nicolás Miñambres, (1988: 20), busca las conexiones entre los dos poemarios
del escritor leonés y la novela en cuestión: “la novela encarna, con una forma lírica
sobrecogedora, todas las obsesiones rurales que el autor ha apuntado en sus libros
de poesía pero lejos de caer en el provincianismo literario. [...] El dramatismo lírico y
simbólico preside el tratamiento de los pueblos abandonados”.
De la raíz poética de La lluvia amarilla nos habla también Alonso (1992: 26),
señalando que no es solo una novela realista ya que
en última instancia sus cimientos realistas (la historia, la cronología, los personajes, el espacio)
se han convertido en ruinas, que la memoria palpa con color y nostalgia. Porque La lluvia
amarilla es una proustiana búsqueda del tiempo y del espacio perdidos. De unos tiempos y de
unos espacios que trascienden el dato objetivo para formar parte de un continuum de materia
poética.

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Tras el éxito, de ventas y críticas, que cosechó La lluvia amarilla vino, como suele
ocurrir en estos casos, un alud de entrevistas. Y en ellas, entre otras cosas, Llamazares
dejó bien claro el tema de su novela: “La lluvia amarilla es una reflexión sobre la soledad
y la memoria”, (en Sanz, 1988).
Con respecto al empleo del monólogo, Llamazares, (en Lussón, 1988), lo justifica
en los siguientes términos:
yo considero que cada tema novelesco determina un lenguaje y un punto de vista, o como
dicen los escultores, que la obra está ya dentro del árbol y hay que desbrozar lo que sobra. El
monólogo surge porque la sensación que me interesa transmitir sólo podía referirla a través de
un sólo personaje. Lo que he hecho ha sido manipular ese monólogo con un personaje que está a
caballo entre la realidad y la locura, que no sabe si está vivo o muerto, y que duda de su propia
memoria, porque ya ha perdido la noción del paso del tiempo. Más que un monólogo se trataría
de una transcripción de su memoria final.

A continuación, nos ocuparemos de una cuestión crucial, que ha marcado en


general la trayectoria literaria de Llamazares, esto es, el empleo por parte de los críticos
del calificativo “literatura rural” a la hora de referirse a su obra, a causa de la presencia,
tan poderosa y tan bien descrita, de la naturaleza en ella. Veamos lo que opina al
respecto Izquierdo: “en La lluvia amarilla, novela en forma de monólogo interior, se
describe la naturaleza reflejando esta el estado de ánimo del protagonista. [...] La
naturaleza conlleva el caos que terminará dominando la situación y que supondrá la
recuperación de todo aquello que le pertenecía”, (1995: 65).
Llamazares, por su parte, en una entrevista concedida al escritor Benjamín Prado
(1988), explica de la siguiente manera su predilección por los paisajes montañosos y el
protagonismo que ellos cobran en toda su obra:
he oído decir a Rafael Alberti que no es que sintiese nostalgia del mar, sino que escribía
constantemente de él porque formaba parte de su personalidad. A mí me ocurre lo mismo con
ese ámbito montañoso, nevado, que protagoniza mis novelas y está al servicio de mis diferentes
estados de ánimo, dejándose interpretar de una manera subjetiva, convirtiéndose en una pasión,
o lo que es igual, en una efermedad del corazón y del espíritu.

Con respecto a su intención, Llamazares aclara, (en Puente, 1988):


Soy un escritor representativo español, porque la sociedad española es una sociedad urbana
con una memoria rural. [...] Lo que me interesa es hacer consciente la escisión entre el hombre
y la naturaleza, que en este caso se trata, anecdóticamente, del último habitante de un pueblo
abandonado, pero que si yo fuese neoyorkino, por ejemplo, a lo mejor una novela de parecida
intencionalidad se refiriría a la soledad del inquilino del piso 202 de un rascacielos.

Más de un cuarto de siglo más tarde, y con La lluvia amarilla convertida ya en


todo un clásico de la literatura española del siglo xx, Llamazares en una entrevista
concedida a Rodríguez Marcos (2015), tras aclarar que su novela “no es la Biblia de la
desaparición de un mundo”, añade “La lluvia amarilla no es que fuera anacrónica, es que estaba fuera
de lugar en la España oficial de entonces. Tú leías los periódicos y las novelas tenían que hablar de
ciudades y detectives. Todos éramos muy modernos”.

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III. Distintas formas de mirar el agua

Recuerdo las despedidas de los vecinos que aún


resistían en Ferreras esperando a que el cierre de
la presa los echara, algo que se anunciaba para
muy pronto, y la partida desde la casa en aquel camión
en el que íbamos toda la familia además de los animales
y de nuestras pertenencias.

Si en La lluvia amarilla no hay otra voz que la de Andrés, el protagonista-narrador,


en Distintas formas de mirar el agua, la sexta novela del autor, ocurre todo lo contrario:
hablan todos los demás personajes, 17 en total, menos Domingo, el ya fallecido abuelo-
protagonista (representante él también, como el propio Andrés, de una civilización ya
desaparecida), que han acudido a esparcir las cenizas del recién muerto patriarca de la
familia por el pantano del Porma. Así describe dicha circunstancia Sanz (2015):
La lluvia amarilla, mítica novela de Llamazares, contaba la vida del último habitante de una aldea
del Pirineo oscense y la contaba en primera persona, de tal manera que el lector iba conociendo
la trama de una vida que estaba a punto de concluir. Pues bien, aquí, en Distintas formas de
mirar el agua, lo que nos propone Llamazares son 16 miradas, comenzando por la de la mujer
del protagonista, su viuda ya, y acabando por la de su hijo pequeño; entre medias, otros hijos,
nueras, yernos, nietos, novios o novias de los nietos van sumando su voz, a veces desde la
extrañeza, al ritual familiar de lanzar las cenizas del finado sobre la superficie del pantano que
desalojó hace más de medio siglo a la familia de un valle leonés. De manera que esos monólogos
se hacen en homenaje del hombre ya convertido en cenizas.

Llamazares, pues, con esta mirada caleidoscópica se reencontó con el éxito de


crítica y de ventas, en 2015, con una novela coral de desarraigo que reúne todos los
rasgos inconfundiblemente llamazarianos. Veamos dos comentarios al respecto; el
primero de Ángel Basanta (2015):
Con esta novela  Julio Llamazares  (Vegamián, 1955) insiste en  la veta que mejores frutos ha
dado en su trayectoria narrativa, la que va de  La lluvia amarilla  (1988) a  Las lágrimas de San
Lorenzo  (2013). Distintas formas de mirar el agua es otro admirable ejemplo de novela lírica
por múltiples rasgos que van del perfecto endecasílabo destacado como título al abanico de
subjetividades en su estrategia narrativa sustentada en 16 narradores complementarios,
pasando por la tensión e intensidad emotiva y estilística, la eficacia de la elipsis y el predominio
de formas externas breves tanto en la extensión de los capítulos como en la preferencia por
frases cortas en párrafos nunca muy largos.

El segundo de Paz Olivares (2015):


de la muerte del paisaje y la memoria, nos habla Julio Llamazares en Distintas formas de mirar el
agua. Lo viene haciendo desde sus primeros escritos. Desde el título de su primer poemario, La lentidud
de los bueyes, de 1979, hasta esta última novela del 2015. Treinta y seis años escribiendo sobre el paso
del Tiempo. Se ha enfrentado al tema desde todos los registros: libros de viaje, poemas, novelas, artículos
periodísticos, crónicas,  ensayos, guiones… todos escritos desde el dolor del regreso, desde el tono
subjetivo y nostálgico del romántico.

Mainer, (2015), subraya el hecho de que


Llamazares no cuenta sus propios recuerdos, por supuesto, pero seguro que esta excelente
novela coral ha sido de gestación lenta. Su acusado interés de siempre por la larga agonía de la
vida rural española no busca un testimonio político, ni siquiera sociológico; de estos destinos

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de desarraigo le importa más la perduración de los lazos vitales y la fuerza de la resignación


laboriosa;

por su parte Val (2015) hace hincapié en el valor testimonial de la novela cuando
apunta que “Llamazares, una vez más, nos recuerda la importancia y la fuerza de lo primario, la
solidez de los sentimientos desnudos, la altura que alcanza la literatura cuando habla de cosas que son
verdad”.

Apuntábamos al inicio de este ensayo que “la Literatura puede ser, más que la Historia,
la única manera posible de dar voz a seres sacrificados en el nombre del progreso”, Llamazares
escribe justamente desde esta convicción (en Pintor7, 2015: 45):
Julio Llamazares habla de la pérdida de la identidad en el ámbito rural pero, en general, en
nuestra sociedad. [...] Llamazares se traslada al pasado y duda de la realidad en la que vivimos.
El autor constata en su nuevo libro que la verdad no existe y le comenta al público que la
memoria histórica de un país se encuentra en su literatura.

Julio Llamazares, en las entrevistas que concedió para la promoción de la


novela, sostuvo que la novela en cuestión “desarrolla dos grandes temas: la relatividad de
nuestra realidad y el desarraigo, ese destierro profundo y sin posibilidad de volver porque ya no existe
el lugar”, (en Plaza, 2015); para añadir en otra entrevista: “el personaje principal es un Ulises
que no puede volver porque Ítaca ha dejado de existir, y solo regresa al pantano después de muerto y
en forma de cenizas”, (en Mendoza, 2015).
Efectivamente “Ítaca” ya no existe; el abandono del mundo rural español fue (y
en bastantes casos sigue siendo) una “enfermedad crónica y degenerativa en muchas comarcas
[españolas]”, (Peñones Díaz, 2003), y significó el deterrioro o la pérdida de muchas
culturas ancestrales en Castilla, Aragón, Extremadura y otras comunidades que estaban
basadas en la economía agraria. Julio Llamazares, (en Castro, 1988), ha querido con y
en su literatura dejar constancia de este cambio brutal que sacudió España a mediados
del siglo xx y que él llegó a vivir:
yo tengo la idea de que todo lo que escribo parte de mi propia memoria y de la memoria colectiva
a la que se entronca mi memoria, pero teniendo en cuenta que la memoria no es algo objetivo,
no es algo real, sino que es algo que evoluciona, que se modifica y, en el fondo, es una gran
mentira sobre la que asentamos nuestra personalidad. La memoria se inventa, se deforma, se
recrea y en el proceso de reconstrucción de mi memoria –que eso y no otra cosa es la literatura–
a la vez que me voy dando cuenta que mi memoria es la de una destrucción.

Para añadir algunas décadas más tarde (en Rodríguez Marcos, 2015):
La memoria histórica de un país es su literatura, y su arte. Se ha reducido a la Guerra Civil, pero
memoria histórica también son los pantanos, la expulsión de los judios... Estar en contra de la
memoria es como estar en contra de pensar o de soñar. Te pueden obligar a todo menos a no
recordar, o a recordar. La vida se resume en una lucha entre memoria y olvido, y el trabajo de
los escritores es recuperar todo lo que puedan del peso del olvido.

Julio Llamazares es el bardo, afortunadamente no ahogado, de un mundo


pasado, marginal, destruido, borrado; sin embargo, lo importante en su obra, lo que
la convierte en una obra universal e intemporal, es que en su literatura no hay ni un

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Pintor transcribe en estilo indirecto fragmentos de las charlas que mantuvo Llamazares con sus lectores
en los actos de presentación de su novela en Galicia.

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atisbo de nostalgia, de deseo de recuperación de un mundo perdido; escribe, eso sí,


con el firme deseo de perpetuar la memoria de una cultura (en una época en la que es
más cómodo apostar por la desmemoria), de la cual se siente partícipe, sabiendo, no
obstante, que el olvido es el único desenlace posible.

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