La Supuesta Infalibilidad de Los Concilios
La Supuesta Infalibilidad de Los Concilios
La Supuesta Infalibilidad de Los Concilios
BERMEJO
En lugar de dejarnos llevar por un proceso de raciocinio que, a partir de estos textos
terminara dándonos la conclusión teológica de la infalibilidad, es preferible escuchar
objetivamente a los exegetas que los han explicado independientemente de cualquier
desarrollo doctrinal posterior. El estudio de los comentarios de Jn publicados por los
más conocidos exegetas contemporáneos, da los resultados siguientes, por lo que se
refiere a nuestro tema:
La palabra Parákletos aparece tres veces en el NT, refiriéndose al Espíritu Santo (Jn 14,
16.26; 16, 7) y una vez refiriéndose a Cristo (1 Jn 2, 1). Su sentido original es el de
defensor o abogado, alguien que defiende a su cliente ante un tribunal de justicia.
Alguien llamado para ayudar intelectualmente a una persona, en especial dándole
consejo, con lo cual ejerce el oficio de inspirador. Este sentido etimológico, sin
embargo, no agota la riqueza de la palabra, pues el verbo griego correspondiente
(parakaléo) abarca también la idea de consuelo y alivio; ésta es la idea que parece más
ajustada al contexto de los pasajes del Paráclito.
El Paráclito es "el Espíritu de la verdad", en cuanto se opone al espíritu del error (1 Jn)
y de la mentira (Jn 8). Esta expresión, usada siempre por Juan para definir al Espíritu,
LUIS M. BERMEJO
El hecho de que el Espíritu "os guiará hasta la verdad completa" o bien, en otra
traducción, "os irá guiando en la verdad toda" (Jn 16, 13), es casi seguro que no
significa que el Espíritu sea la fuente de una nueva revelación distinta de la de Jesús. La
promesa del Espíritu de la verdad no implica que la revelación que los discípulos
recibieron de Jesús sea incompleta. Como consecuencia de la función iluminadora del
Espíritu, el mensaje original de Jesús se captará y asimilará más profundamente. Se
vivirá en situaciones - históricas distintas, los discípulos lo entenderán siempre de
nuevo, pero nunca dejará de ser el mensaje original de Jesús.
Esta guía del Espíritu no se limita a la aprehensión intelectual de la verdad; implica una
manera concreta de vivir conforme a la enseñanza de Jesús. Restringir su significado a
la dimensión intelectual sería reducir la "verdad" juánica a su substrato griego,
olvidando la vena semítica que apunta más hacia la acción y la vida. El Espíritu guía a
los discípulos cuando exponen el contenido del mensaje y también cuando viven
conforme a él. Tanto el teólogo como el santo son verdaderos testigos del Espíritu. Este
ejerce su influencia en el área de la verdad intelectual y en la del comportamiento ético,
combatiendo tanto la falsedad del error como la oscuridad del pecado.
El pasaje de Jn 16, 13b ("El os anunciará lo que ha de venir" o bien, en otra traducción,
"os interpretará lo que vaya viniendo") no queda claro, pero las distintas
interpretaciones que se le dan, no quitan nada a la plenitud de revelación que Cristo ha
impartido ya. Parece que los exegetas se dividen por partes iguales entre los que
sostienen una interpretación verdaderamente profética. del pasaje y los que se oponen a
la misma. La última parte del versículo puede implicar un auténtico don de profecía, una
facultad dada por Dios para predecir hechos futuros; o puede referirse sencillamente, en
armonía con la primera mitad, a la luz del Espíritu que se arrojará, no tanto sobre hechos
históricos de un futuro lejano, sino sobre los que seguirán inmediatamente la promesa
del Espíritu, en concreto la muerte y resurrección de Jesús y su significación salvífica.
Pero aun en el caso de que se refiera a una auténtica visión profética, esto no implica la
revelación de nuevas verdades. Jn 15, 15 parece excluir ulteriores revelaciones: "Todo
lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer".
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d) ¿Guía infalible?
2. El final de Mateo
a) El contenido de la promesa
Las palabras de Jesús "Yo estaré con vosotros" son eco de expresiones similares del AT,
con las cuales Yahvé garantiza su protección indefectible a los que él ha escogido para
una difícil misión. Lo mismo a Pablo en el NT (Hch 18, 10). Del mismo modo que el
pueblo de Israel en el desierto siempre fue sostenido y protegido por el poder de su
Dios, presente en medio de la comunidad, también ahora los Once reciben el mandato
de predicar el kerigma entre los pueblos, para que lleguen a incorporarse a la comunidad
de creyentes por medio del bautismo y, junto con el mandato, reciben la seguridad de la
protección divina en el cumplimiento del mismo.
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Si, en Juan, los discípulos representan a la comunidad cristiana entera, no puede decirse
lo mismo con igual certeza de los Once, los que reciben inmediatamente la promesa de
la presencia de Jesús en Mateo, pues en el primer evangelio, la palabra "discípulo"
parece tener un sentido más restringido que en Juan. Para Mateo, los discípulos son,
ante todo, los Doce y, en todo caso, en el pasaje que consideramos, él habla
explícitamente de los "once discípulos". Sin embargo, no todos los exegetas estarían de
acuerdo. Algunos creen que los once son específicame nte los representantes de la
comunidad. El mandato de predicar y bautizar (y, por tanto, la promesa de la presencia
protectora como medio para llevarlo a cabo) se dirige ante todo a los Once; pero, en
ellos, también a la futura comunidad de creyentes. La práctica constante de la Iglesia,
que ha permitido siempre que los laicos administraran el bautismo, les parece una
prueba clara de que el mandato misionero no se limita a los Once. Y si el mandato no se
limita, tampoco la presencia divina que le acompaña. Es la Iglesia entera la que recibe el
beneficio de la presencia continua de Jesús.
c) ¿Enseñanza infalible?
Jesús promete su presencia en medio de la comunidad que tiene que predicar su mensaje
hasta el fin de los tiempos. Pero, dentro del contexto de la enseñanza del kerigma, lo
que Jesús promete es su presencia y su apoyo; nada más. Ninguno de los comentaristas
de Mateo que hemos consultado dice una palabra sobre la infalibilidad en relación con
esto. Algunos de ellos ven en las palabras de Jesús la promesa de la indefectibilidad de
la Iglesia asegurada por la protección divina, pero se abstienen de pasar más allá de esta
afirmación.
La principal razón que da Atanasio para aceptar sin condiciones los decretos conciliares
es, sin duda alguna, el carácter apostólico del concilio: el hecho de que Nicea, lejos de
innovar, nos entrega el kerigma apostólico. Esta fidelidad al mensaje apostólico es la
razón de la irreformabilidad de sus decretos. Atanasio se refiere también a la relación
que vincula la Sagrada Escritura con el concilio. Hay que aceptar la fe de Nicea porque
es "la palabra de Dios", no en el sentido fuerte de la Biblia, sino porque se ha inspirado
en ella y está imbuido de la, misma. En una palabra, porque "los obispos de Nicea
respiran las escrituras".
Fue el Emperador y no Atanasio quien reclamó para Nicea una autoridad poco menos
que divina, basándose en que el Espíritu Santo había iluminado la inteligencia de los
padres conciliares, convirtiéndolos en dóciles instrumentos de la voluntad divina. Esta
afirmación imperial queda suma mente debilitada por los motivos políticos que le
impulsaron a hacerla (la unidad del imperio), y por el hecho de que se sirvió de
expresiones semejantes para referirse al concilio de Arlés (no ecuménico). En Atanasio,
por el contrario, "observamos un silencio sorprendente: Atanasio nunca recurre al
Espíritu Santo" (Sieben).
Los teólogos de la época entre Nicea y Efeso aceptan la profesión de fe nicena por
motivos distintos de su carácter ecuménico. Tampoco consideran a Nicea como una
especie de prolongación del "concilio apostólico" de Jerusalén (Hch 15), el cual aparece
designado como concilio sólo a partir del siglo V. La dificultad de evaluar la autoridad
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que estos escritores del siglo IV atribuyeron a Nicea crece, además, con la fluctuante
terminología de la época.
Gregorio de Nisa, Basilio y Epifanio consideran, lo mismo que Atanasio, que la idea de
tradición (paradosis), perceptible en el concilio, es la categoría fundamental que presta a
sus decretos el carácter absoluto de verdad. En cuanto al criterio para averiguar esta
auténtica tradición, se dice que se encuentra en el hecho del común acuerdo entre los
obispos reunidos; aunque la defensa y el rechazo de este criterio fundamentalísimo,
vienen a menudo manchados por consideraciones de naturaleza partidista.
El papa Dámaso, en su carta a los obispos orientales, introduce un nuevo motivo para la
aceptación de Nicea: el hecho de la representación jurídica de la Santa Sede en el
mismo concilio. Asimismo, la razón fundamental para rechazar el concilio de Rímini,
aunque fue más concurrido que el de Nicea, es el hecho de que Roma no lo aprobara.
Ya aparece la tendencia que influiría tan profundamente en el pensamiento de Roma
sobre esta cuestión en los siglos subsiguientes; pero hay que advertir que el papa
Dámaso, al aceptar la fe de Nicea, no menciona en ninguna parte la imposibilidad de
errar del concilio.
La frase anterior, sin embargo, debe tomarse con mucha flexibilidad, pues, en un pasaje
que se. ha hecho famoso, afirma sin equívocos que incluso los concilios plenarios están
sujetos a corrección: "¿Quién no sabe que... incluso los concilios que se celebran en
determinadas provincias o regiones deben ceder incuestionablemente ante la autoridad
de los concilios plenarios de todo el mundo cristiano; y que incluso los concilios
plenarios anteriores, a menudo son corregidos (emmendari) por los que les siguen si,
como resultado de la experiencia práctica, lo que estaba cerrado se abre, o algo que
estaba escondido llega a conocerse?".
Es difícil determinar el sentido exacto de este pasaje. No hay duda de que, por
"concilios plenarios", Agustín entiende los concilios universales, congregados de toda la
"Catholica" (ex universo orbe christiano), pero es chocante su afirmación de que estos
concilios se han corregido "a menudo" el uno al otro. No parece que Agustín haya
conocido el I Concilio de Constantinopla (segundo ecuménico). Por tanto, es probable
que los "sínodos plenarios" de Agustín no deban identificarse con los "concilios
ecuménicos", tal como se entienden hoy día. De todos modos, la noción "concilio
ecuménico" distaba mucho de ser clara en los primeros siglos, y sólo Belarmino
compondrá una lista de concilios ecuménicos, nunca reconocida como oficial por la
Iglesia.
Los cuatro primeros concilios habían adquirido ya una autoridad excepcional, que se
intensificó con el testimonio del papa Gregorio Magno (t 604), quien no vaciló en
compararlos con los cuatro evangelios. Su aceptación universal a lo largo y ancho de la
cristiandad se debe a que formularon "la fe", por lo que constituyen el criterio y norma
fundamental de la ortodoxia. Pero las comparaciones arbitrarias y los sentidos místicos
atribuidos al número cuatro, deben tomarse con mucha cautela. La línea divisoria entre
la inspiración del Espíritu y su asistencia quedaría peligrosamente difuminada, aun
cuando los Evangelios y los cuatro primeros concilios compartan la ausencia fáctica de
error cuando exponen la verdad salvífica.
Antes de pasar a otra etapa, y después de reconocer todo lo dicho, queda todavía la
pregunta sin respuesta: al ensalzar la importancia de estos primeros concilios, ¿era
consciente la Iglesia, o eran conscientes los mismos concilios, de que ejercían el
carisma de la infalibilidad? ¿Es la infalibilidad conciliar la única forma de explicar los
testimonios patrísticos? Me parece que los datos históricos disponibles podrían
entenderse como el comienzo de un desarrollo legítimo e inspirado por el Espíritu,
desarrollo que iría desde el claro reconocimiento de la inerrancia de estos concilios
(puesto que proponen la fe a la que hay que adherirse), hasta la percepción gradual de
que no sólo no se equivocaron de facto sino que incluso de iure no podían haber errado.
La "inerrancia" podría haber llevado a la "infalibilidad", pero no creo que esta
conclusión esté suficientemente garantizada con los testimonios que hemos citado. Al
final del siglo VI, la Iglesia no parece consciente de poseer la prerrogativa de la
infalibilidad cuando está reunida en concilio.
Alberto Magno aplica el texto clásico de Lc 22, 32 ("Yo he rogado por ti para que tu fe
no desfallezca... ") a la sede de Pedro, con el fin de mostrar la indefectibilidad de la sede
romana; la beneficiaria de la promesa divina es, en último término, la Iglesia entera.
Tomás de Aquino admite la clásica tesis medieval: la Iglesia universal no puede errar en
la fe. Dentro de la estructura eclesial, el Papa tiene la suprema autoridad en asuntos
doctrinales y sólo él tiene derecho a convocar concilios, los cuales declaran y explicitan
-contrastándolo con las nuevas herejías- lo que los concilios anteriores habían dicho
sólo implícitamente. Buenaventura reconoce también la inerrancia de la Iglesia entera,
sin especificar sus condiciones. En este período, la teología sobre los concilios apenas
atraía la atención de los doctores.
Por otra parte, entre los exegetas medievales que comentan Mt 28, 20, y los textos de Jn
sobre el Paráclito, ninguno habla de la garantía de que la Iglesia será preservada del
error. Solamente san Bruno ve en Jn 16, 12 la promesa de que el Espíritu enseñará a los
discípulos la plena verdad "sin mezcla de ningún error".
A fines del siglo XIII, el enigmático franciscano Pedro Olivi propone la doctrina,
completamente nueva, de la infalibilidad papal. La defiende alegando que el primado de
jurisdicción que se otorgó a Pedro incluye su propia infalibilidad personal y que la
indefectibilidad de la Iglesia implica necesariamente la infalibilidad de su cabeza. Olivi
afirmaba la infalibilidad papal como medio para asegurar que el concepto franciscano
de pobreza, refrendado por bula del papa Nicolás III, no sería cambiado por sus
sucesores; pero Juan XXII, que se daba cuenta claramente de que la infalibilidad, lejos
de acrecentar la soberanía del papa, restringiría gravemente su libertad (pues cada papa
estaría atado a las decisiones inalterables de sus predecesores), la rechazó sin
miramientos como "doctrina pestilente" y "audacia perniciosa".
Con el estallido del Cisma de Occidente, en 1378, tenía que buscarse un remedio
fundamental para el triste aprieto en que se hallaba la Iglesia: entonces la idea conciliar
apareció con todo su atractivo. Recientes estudios han demostrado que, en el siglo XII,
ya prevalecían ideas conciliares totalmente ortodoxas y auténticamente tradicionales;
pero el concepto conciliarista, que pone al concilio por encima del papa, era algo
nuevo, probablemente derivado de las ideas heréticas de Marsilio de Padua. En medio
de la confusión eclesiástica de fines de aquel siglo, se insistía repetidamente en el
concilio como en la única esperanza para una cristiandad desesperadamente dividida.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la línea divisoria entre los que sostenían y
los que se oponían a la infalibilidad conciliar cruza tanto las filas de los papistas como
las de los conciliaristas. La firme defensa de la estructura conciliar de la Iglesia, e
incluso de la supremacía del concilio sobre el papa, no implicaba necesariamente la
defensa de la infalibilidad conciliar.
Ilustres eclesiásticos de la época, como Gerson y el cardenal d'Ailly, después del fracaso
de los intentos de negociación entre los papas para terminar con el cisma, llegaron a
pensar que la via concilii era la única salida de aquel atolladero. Gerson afirma que "es
necesario que la Iglesia tenga una autoridad infalible para la defensa de la fe y el arreglo
de los litigios; pero no se necesita ninguna otra autoridad infalible aparte de un concilio
legítimamente convocado". D'Ailly, en cambio, propone su doctrina de que sólo la
Iglesia universal es infalible, mientras que el concilio siempre puede errar, incluso en
asuntos de fe. En otro lugar, acepta la piadosa creencia en la inerrancia o infalibilidad
condicional de los concilios, según que sus decretos se basen en la Escritura o no.
En el período que sigue, la opinión de Nicolás de Cusa sobre los órganos de la autoridad
de la Iglesia parece que evoluciona en sentido inverso al de los dos autores a que
acabamos de referirnos. Durante el concilio de Basilea, el Cusano afirma que las
decisiones de un concilio verdaderamente ecuménico son infalibles y que el concilio es
superior al papa. Sin embargo, a partir de 1437, se desliga de Basilea y se pasa al campo
papista. En esta segunda etapa, en la que permaneció definitivamente, sostiene que los
apóstoles recibieron de Pedro el poder de las llaves y que los concilios no están exentos
de error. Juan de Torquemada (t 1468), en cambio, a pesar de su adhesión maximalista a
las prerrogativas papales, reconoce la infalibilidad de los concilios; éstos, sin embargo,
dependen totalmente del papa.
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El esfuerzo conjunto de los papas para borrar de una vez por todas la oposición
conciliarista no consiguió pleno éxito. Las bulas de los papas (1450, 1483, 1509) fueron
recibidas con fuerte oposición en varias universidades europeas. Poco antes del concilio
IV de Letrán (1512), la idea de la infalibilidad conciliar empieza a ganar terreno. Los
cardenales Cayetano y Jacobazzi la defienden por distintas razones en relación con el
papa o con la Iglesia entera. Pero, todavía en la disputa de Leipzig con Lutero (1519),
Contarini afirma la gran autoridad de los concilios omitiendo toda referencia a la
cuestión de la infalibilidad conciliar. Pighius, a su vez, reflejando la opinión de la curia
romana, dice que los concilios no tienen ninguna garantía de infalibilidad, pues Cristo la
prometió solamente a Pedro.
Sólo en 1569, siete años después de la conclusión de Trento, Melchor Cano califica de
herética la opinión que admite la posibilidad de error en la fe en un concilio general
confirmado por el papa. Luego, Belarmino, basándose en varios textos bíblicos y
algunos testimonios dispersos de los concilios y la patrística, sostiene que la
infalibilidad de los concilios es parte de la fe católica. Hemos llegado al final de la
evolución. Todo el período postridentino, hasta nuestros tiempos, reproducirá los
argumentos de Belarmino.
ni siquiera el teólogo más tradicional; pues sabemos que existe un desarrollo - guiado
por el Espíritu Santo- de las doctrinas que, en el NT, se encuentran sólo de una manera
indistinta y difuminada. La infalibilidad conciliar podría ser uno de estos casos.
Ahora bien, en el curso de nuestra rápida perspectiva histórica, hemos visto que esta
doctrina, según la opinión prácticamente unánime de los exegetas medievales y
modernos, no se encuentra en el NT; vimos luego que los primitivos testimonios
patrísticos y conciliares, que, generalmente se aducen en relación con ella, si se
interpretan por sí mismos -sin intentar clarificar su significado, proyectando sobre ellos
una interpretación teológica posterior- no implican necesariamente la infalibilidad
conciliar; que esta doctrina apareció en época muy tardía (siglo XIV), probablemente
como retoño de las polémicas franciscanas sobré la pobreza, que produjeron la repentina
aparición del concepto de la infalibilidad papal; que el primero que propuso la
infalibilidad de los concilios fue un hombre condenado como hereje por dos papas; que
se discutía libremente a lo largo del siglo XV y se rechazaba abiertamente pocos años
antes de Trento; que se convirtió en opinión común sólo después de Trento, en una
Iglesia dividida tres veces (451, 1054, 1520) y en la atmósfera polémica de la
Contrarreforma, cuando por primera vez se propuso como artículo de fe; que se dio por
supuesta sin debate explícito en el curso de los concilios Vaticano I y II. Una doctrina
con una historia tan tortuosa, ¿puede considerarse como un caso de auténtico
desenvolvimiento doctrinal? Lo dudo mucho.
Sin duda, los concilios pueden emitir decretos dogmáticos obligatorios, pero sería
arriesgado apoyar la fuerza vinculante de estos decretos en un fundamento tan precario
como la infalibilidad conciliar. La autoridad efectiva de un concilio no depende tanto de
la voluntad de los obispos de usar un carisma que se supone les ha sido concedido a
ellos, sino de la recepción que la Iglesia otorga a sus decretos: el peso de un concilio se
apoya en un fundamento pneumatológico y eclesial más que jurídico. La Iglesia entera
no confiere autoridad jurídica al concilio, pero, en cierto sentido, es juez del mismo. Si
la comunidad de creyentes ve en los decretos conciliares un reflejo de su propia fe
apostólica, el concilio será aceptado. El valor intrínseco de un concilio depende del
contenido apostólico de la doctrina que proclama y es este contenido el que garantizará
su recepción. "El elemento más decisivo de un concilio no es ni el número de
participantes ni el control jurídico de sus procedimientos, sino el contenido de sus
decisiones" (Congar).
A veces, la recepción cesa, no sólo porque una doctrina queda relegada al limbo del
olvido (p. e., el derecho de los papas a deponer reyes), sino también porque un concilio
posterior propone otra doctrina que es irreconciliable con la primera: sería una carga
excesiva para la credulidad humana considerar la enseñanza del Vaticano II sobre la
libertad religiosa como un "desarrollo" de las enseñanzas opuestas del Lateranense IV y
es, por lo menos, dudoso que las eclesiologías divergentes de Constanza y del Vaticano
I puedan armonizarse en un sistema coherente. Por otra parte, es de todos conocido que
la lista de los 21 concilios ecuménicos que ahora circula, se remonta sólo hasta
Belarmino, que esta lista difiere sustancialmente de la de los autores medievales y que,
en fin, nunca ha sido aprobada oficialmente. El mismo papa Pablo VI ha vuelto a poner
la cuestión en tela de juicio: en 1974, con ocasión del 7.° centenario del segundo
concilio de Lyon, se abstuvo de calificarlo de "ecuménico" y lo denominó sólo "el sexto
de los grandes sínodos celebrados en Occidente".
Conclusión
A la luz del rápido -demasiado rápido- bosquejo histórico precedente, parece difícil
considerar que la infalibilidad de los concilios pertenece al depósito de la fe. Las
deducciones teológicas, para ser aceptables, deben sujetarse a la historia y depender de
ella. Parece que no hay suficientes pruebas exegéticas o históricas para demostrar que
las promesas de Jesús contienen la doctrina de la infalibilidad conciliar, ni siquiera en
germen. Por otra parte, la Iglesia tiene la firme certeza -y esta certeza está arraigada en
las promesas de Cristo- de que el Espíritu de la verdad nunca la abandonará.
Tradujo y condensó: AURELI BOIX