El Presbítero

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“EL PRESBÍTERO,

PASTOR Y GUÍA
DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL”

INSTRUCCIÓN

Premisa

La presente Instrucción, que a través de los obispos se dirige a los párrocos


presbíteros y a sus hermanos colaboradores en la “cura animarum”, se inserta
coherentemente en un amplio contexto de reflexión ya iniciado hace algunos
años. Con los “Directorios para el ministerio y la vida de los presbíteros” y de los
diáconos permanentes, con la Instrucción interdicasterial “Ecclesiae de mysterio”
y con la Carta circular “El presbítero, maestro de la palabra, guía de la
comunidad y ministro de los sacramentos”, se ha seguido la huella de los
documentos del Concilio Vaticano II, especialmente “Lumen Gentium” y
“Presbiterorum Ordinis”, del “Catecismo de la Iglesia Católica”, del Código de
Derecho Canónico y del ininterrumpido Magisterio de la Iglesia.

En concreto, el documento se sitúa dentro de la gran corriente misionera del “duc


in altum”, que marca la obra indispensable de la nueva evangelización del Tercer
Milenio cristiano. Por este motivo, y en consideración de las numerosas
peticiones que resultaron de la consulta hecha a nivel mundial, se ha aprovechado
la ocasión para proponer nuevamente una parte doctrinal que ofrece elementos de
reflexión sobre los valores teológicos fundamentales que empujan a la misión y
que, algunas veces, son oscurecidos. Se ha buscado, además, poner en evidencia
la relación entre la dimensión eclesiológica-pneumatológica, que toca la esencia
del ministerio, y la dimensión eclesiológica, que ayuda a comprender el
significado de su función específica.

Con esta Instrucción también se ha querido reservar una atención afectuosa y


particular a los presbíteros que revisten el invalorable ministerio de párroco, que,
en cuanto tales, se encuentran entre la gente y sufren, a menudo, innumerables
dificultades. Justamente esta delicada e importante posición ofrece la ocasión
para afrontar con mayor claridad la diferencia esencial y vital entre sacerdocio
común y sacerdocio ordenado, para hacer emerger debidamente la identidad de
los presbíteros y la esencial dimensión sacramental del ministerio ordenado.
Ya que se ha buscado seguir las indicaciones—particularmente ricas, aún sobre
plano práctico—que el Santo Padre ha ofrecido en la alocución a los participantes
de la Asamblea Plenaria de la Congregación, es útil citarla a continuación:

«Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas: 

1. Con gran alegría os acojo, con ocasión de la plenaria de la Congregación para


el clero. Saludo cordialmente al cardenal Darío Castrillón Hoyos, prefecto del
dicasterio, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre
de todos los presentes. Saludo a los señores cardenales, a los venerados hermanos
en el episcopado y a los participantes en vuestra asamblea plenaria, que ha
dedicado su atención a un tema muy importante para la vida de la Iglesia: el
presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial. Al destacar la función del
presbítero en la comunidad parroquial, se ilustra la centralidad de Cristo, que
siempre debe resaltar en la misión de la Iglesia.

Cristo está presente en su Iglesia del modo más sublime en el santísimo


Sacramento del altar. El concilio Vaticano II, en la constitución
dogmática Lumen gentium, enseña que el sacerdote in persona Christi celebra el
sacrificio de la misa y administra los sacramentos (cf. n. 10). Además, como
observaba oportunamente mi venerado predecesor Pablo VI en la carta
encíclica Mysterium fidei, inspirándose en el número 7 de la
constitución Sacrosanctum Concilium, Cristo está presente a través de la
predicación y la guía de los fieles, tareas a las que el presbítero está llamado
personalmente (cf. AAS 57 [1965] 762 s).

2. La presencia de Cristo, que así se realiza de manera ordinaria y diaria, hace de
la parroquia una auténtica comunidad de fieles. Por tanto, tener un sacerdote
como pastor es de fundamental importancia para la parroquia. El título de pastor
está reservado específicamente al sacerdote. En efecto, el orden sagrado del
presbiterado representa para él la condición indispensable e imprescindible para
ser nombrado válidamente párroco (cf. Código de derecho canónico, c. 521, 1).
Ciertamente, los demás fieles pueden colaborar activamente con él, incluso a
tiempo completo, pero, al no haber recibido el sacerdocio ministerial, no pueden
sustituirlo como pastor.

La relación fundamental que tiene con Cristo, cabeza y pastor, como su


representación sacramental, determina esta peculiar fisonomía eclesial del
sacerdote. En la exhortación apostólica Pastores dabo vobis afirmé que "la
relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del sacerdote con
Cristo, en el sentido de que la "representación sacramental" de Cristo es la que
instaura y anima la relación del sacerdote con la Iglesia" (n. 16). La dimensión
eclesial pertenece a la naturaleza del sacerdocio ordenado. Está totalmente al
servicio de la Iglesia, de forma que la comunidad eclesial tiene absoluta
necesidad del sacerdocio ministerial para que Cristo, cabeza y pastor, esté
presente en ella. Si el sacerdocio común es consecuencia de que el pueblo
cristiano ha sido elegido por Dios como puente con la humanidad y pertenece a
todo creyente en cuanto injertado en este pueblo, el sacerdocio ministerial, en
cambio, es fruto de una elección, de una vocación específica: "Jesús llamó a sus
discípulos, y eligió doce de entre ellos" (Lc 6, 13). Gracias al sacerdocio
ministerial los fieles son conscientes de su sacerdocio común y lo actualizan
(cf. Ef 4, 11-12), pues el sacerdote les recuerda que son pueblo de Dios y los
capacita para "ofrecer sacrificios espirituales" (cf. 1 P 2, 5), mediante los cuales
Cristo mismo hace de nosotros un don eterno al Padre (cf. 1 P 3, 18). Sin la
presencia de Cristo representado por el presbítero, guía sacramental de la
comunidad, esta no sería plenamente una comunidad eclesial.

3. Decía antes que Cristo está presente en la Iglesia de manera eminente en la


Eucaristía, fuente y culmen de la vida eclesial. Está realmente presente en la
celebración del santo sacrificio, así como cuando el pan consagrado se conserva
en el tabernáculo "como centro espiritual de la comunidad religiosa y de la
parroquial" (Pablo VI, carta encíclica Mysterium fidei, 38:  ;AAS 57 [1965] 772).
Por esta razón, el concilio Vaticano II recomienda que "los párrocos han de
procurar  que  la  celebración de la Eucaristía sea  el  centro y la cumbre de toda
la vida de la comunidad cristiana" (Christus Dominus, 30).

Sin el culto eucarístico, como su corazón palpitante, la parroquia se vuelve


estéril. A este propósito, es útil recordar lo que escribí en la carta apostólica Dies
Domini:  "Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia ninguna
es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día
del Señor y de su Eucaristía" (n. 35). Nada podrá suplirla jamás. Incluso la sola
liturgia de la Palabra, cuando es efectivamente imposible asegurar la presencia
dominical del sacerdote, es conveniente para mantener viva la fe, pero debe
conservar siempre, como meta a la que hay que tender, la regular celebración
eucarística.

Donde falta el sacerdote se debe suplicar con fe e insistencia a Dios para que
suscite numerosos y santos obreros para su viña. En la citada exhortación
apostólica Pastores dabo vobis reafirmé que "hoy la espera suplicante de nuevas
vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en la
comunidad cristiana y en toda realidad eclesial" (n. 38). El esplendor de la
identidad sacerdotal y el ejercicio integral del consiguiente ministerio pastoral,
juntamente con el compromiso de toda la comunidad en la oración y en la
penitencia personal, constituyen los elementos imprescindibles para una urgente
e impostergable pastoral vocacional. Sería un error fatal resignarse ante las
dificultades actuales, y comportarse de hecho como si hubiera que prepararse
para una Iglesia del futuro imaginada casi sin presbíteros. De este modo, las
medidas adoptadas para solucionar las carencias actuales resultarían de hecho
seriamente perjudiciales para la comunidad eclesial, a pesar de su buena
voluntad.

4. La parroquia es, además, lugar privilegiado del anuncio de la palabra de Dios.
Este anuncio se articula en diversas formas, y cada fiel está llamado a participar
activamente en él, de modo especial con el testimonio de la vida cristiana y la
proclamación explícita del Evangelio, tanto a los no creyentes, para conducirlos a
la fe, como a cuantos ya son creyentes, para instruirlos, confirmarlos e
impulsarlos a una vida más fervorosa. Por lo que respecta al sacerdote, "anuncia
la Palabra en su calidad de "ministro", partícipe de la autoridad profética de
Cristo y de la Iglesia" (ib., 26). Y para desempeñar fielmente este ministerio,
correspondiendo al don recibido, "debe ser el primero en tener una gran
familiaridad personal con la palabra de Dios" (ib.). Aunque otros fieles no
ordenados lo superaran en elocuencia, esto no anularía el hecho de que es
representación sacramental de Cristo, cabeza y pastor, y de esto deriva sobre todo
la eficacia de su predicación.
La comunidad parroquial necesita esta eficacia, especialmente en el momento
más característico del anuncio de la Palabra por parte de los ministros
ordenados:  precisamente por esto la proclamación litúrgica del Evangelio y la
homilía que la sigue están reservadas ambas al sacerdote.

5. También la función de guiar a la comunidad como pastor, función propia del


párroco, deriva de su relación peculiar con Cristo, cabeza y pastor. Es una
función que reviste carácter sacramental.
No es la comunidad quien la confía al sacerdote, sino que, por medio del obispo,
le viene del Señor. Reafirmar esto con claridad y desempeñar esta función con
humilde autoridad constituye un servicio indispensable a la verdad y a la
comunión eclesial. La colaboración de otros que no han recibido esta
configuración sacramental con Cristo es de desear y, a menudo, resulta necesaria.
Sin embargo, estos de ningún modo pueden realizar la tarea de pastor propia del
párroco. Los casos extremos de escasez de sacerdotes, que aconsejan una
colaboración más intensa y amplia de fieles no revestidos del sacerdocio
ministerial en el cuidado pastoral de una parroquia, no constituyen absolutamente
excepción a este criterio esencial para la cura de las almas, como lo establece de
modo inequívoco la normativa canónica (cf. Código de derecho canónico, c. 517,
2). En este campo, ofrece un camino seguro para seguir la exhortación
interdicasterial Ecclesiae de mysterio, hoy muy actual, que aprobé de modo
específico.

En el cumplimiento de su deber de guía, con responsabilidad personal, el párroco


cuenta ciertamente con la ayuda de los organismos de consulta previstos por el
Derecho (cf. Código de derecho canónico, cc. 536-537); pero estos deberán
mantenerse fieles a su finalidad consultiva. Por tanto, será necesario abstenerse
de cualquier forma que, de hecho, tienda a desautorizar la guía del presbítero
párroco, porque se desvirtuaría la fisonomía misma de la comunidad parroquial.

6. Dirijo ahora mi pensamiento, lleno de afecto y gratitud, a los párrocos


esparcidos por el mundo, especialmente a los que trabajan en la vanguardia de la
evangelización. Los animo a proseguir su difícil tarea, pero verdaderamente
valiosa para toda la Iglesia. A cada uno recomiendo recurrir, en el ejercicio
del munus pastoral diario, a la ayuda materna de la bienaventurada Virgen María,
tratando de vivir en profunda comunión con ella. En el sacerdocio ministerial,
como escribí en la Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 1979,
"se da la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo"
(n. 11: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de abril de 1979,
p. 12). Cuando celebramos la santa misa, queridos hermanos sacerdotes, junto a
nosotros está la Madre del Redentor, que nos introduce en el misterio de la
ofrenda redentora de su divino Hijo. "Ad Iesum per Mariam": que este sea
nuestro programa diario de vida espiritual y pastoral.

Con estos sentimientos, a la vez que os aseguro mi oración, os imparto a cada


uno una especial bendición apostólica, que de buen grado extiendo a todos los
sacerdotes del mundo.»

(Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la asamblea plenaria de la


Congregación para el Clero. Viernes 23 de noviembre de 2001)

“EL PRESBÍTERO, 
PASTOR Y GUÍA
DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL”

PARTE I
Sacerdocio común y Sacerdocio ordenado

1. Levantad vuestros ojos (Jn 4,35)

1. «Levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega»
(Jn 4,35).Estas palabras del Señor tienen la virtud de mostrar el inmenso
horizonte de la misión de amor del Verbo encarnado.«El Hijo eterno de Dios ha
sido enviado “para que el mundo se salve por medio de Él” (Jn 3,17) y toda su
existencia terrena, plenamente identificada con la voluntad salvífica del Padre, es
una constante manifestación de esa voluntad divina: la salvación universal,
querida eternamente por Dios Padre. Este proyecto histórico lo confía en legado a
toda la Iglesia y, de manera particular, dentro de ella, a los ministros ordenados.
En verdad es grande el misterio del cual hemos sido hechos ministros. Misterio
de un amor sin límites, ya que “habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)»[1].

Habilitados, pues, por el carácter y por la gracia del sacramento del Orden, y
hechos testigos y ministros de la misericordia divina, los sacerdotes de Jesucristo
se consagran voluntariamente al servicio de todos en la Iglesia. En cualquier
contexto social y cultural, en todas las circunstancias históricas, incluidas las
actuales, en que se advierte un clima agresivo de secularismo y de consumismo
que aplasta el sentido cristiano en la conciencia de muchos fieles, los ministros
del Señor son conscientes de que «ésta es la victoria que ha vencido al mundo:
nuestra fe» (1 Jn 5,4). Las actuales circunstancias sociales constituyen , de hecho,
una buena ocasión para volver a llamar la atención sobre la fuerza invencible de
la fe y del amor en Cristo, y para recordar que, pese a las dificultades y a la
«frialdad» del ambiente, los fieles cristianos - como también, aunque de modo
distinto, los no creyentes - están siempre presentes en el diligente trabajo pastoral
de los sacerdotes. Los hombres desean encontrar en el sacerdote a un hombre de
Dios, que diga con San Agustín: «Nuestra ciencia es Cristo, y nuestra sabiduría
es también Cristo. Él plantó en nuestras almas la fe de las cosas temporales, y en
las eternas nos manifiesta la verdad»[2]. Estamos en un tiempo de nueva
evangelización: hay que saber ir en busca de las personas que se encuentran a la
espera de poder encontrar a Cristo.

2. En el sacramento del Orden, Cristo ha transmitido, en diversos grados, la


propia condición de Pastor de almas a los obispos y a los presbíteros, haciéndolos
capaces de actuar en su nombre y de representar su potestad capital en la Iglesia.
«La unidad profunda de este nuevo pueblo no excluye la presencia, en su interior,
de tareas diversas y complementarias. Así, a los primeros apóstoles están ligados
especialmente aquellos que han sido puestos para renovar in persona Christi el
gesto que Jesús realizó en la Última Cena, instituyendo el sacrificio eucarístico,
“fuente y cima de toda la vida cristiana” (Lumen gentium, 11). El carácter
sacramental que los distingue, en virtud del Orden recibido, hace que su
presencia y ministerio sean únicos, necesarios e insustituibles»[3]. La presencia
del ministro ordenado es condición esencial de la vida de la Iglesia, y no sólo de
su buena organización.

3. Duc in altum![4] Todo cristiano que percibe en el corazón la luz de la fe,


queriendo caminar al ritmo marcado por el Sumo Pontífice, ha de intentar
traducir en hechos este urgente y decidido mandato misionero. Especialmente los
pastores de la Iglesia deberían saberlo captar y ponerlo en práctica con
apremiante diligencia, pues de su sensibilidad sobrenatural depende la
posibilidad de que sea comprensible el camino por el cual Dios quiere guiar a su
pueblo. «Duc in altum! El Señor nos invita a ir mar adentro, fiándonos de su
palabra. ¡Aprendamos de la experiencia jubilar y continuemos en el compromiso
de dar testimonio del Evangelio con el entusiasmo que suscita en nosotros la
contemplación del rostro de Cristo!»[5].

4. Es importante recordar que las perspectivas de fondo delineadas por el Santo


Padre al término del Gran Jubileo del año 2000 fueron establecidas pensando en
las Iglesias particulares, alentadas por el Papa a traducir en «fervor de propósitos
y concretas líneas operativas»[6] la gracia recibida durante el año jubilar. Esta
gracia lleva consigo un reclamo a la misión evangelizadora de la Iglesia, la cual
exige la santidad personal de pastores y fieles, así como un ferviente sentido
apostólico en todos ellos, cada uno según su propia vocación, al servicio de las
propias responsabilidades y deberes, conscientes de que la salvación eterna de
muchos hombres depende de la fidelidad en mostrar a Cristo con la palabra y con
la vida. Urge dar mayor impulso al ministerio sacerdotal en la Iglesia particular,
y especialmente en la parroquia, sobre la base de la auténtica comprensión del
ministerio y de la vida del presbítero.

Los sacerdotes«hemos sido consagrados en la Iglesia para este ministerio


específico. Estamos llamados a contribuir, de varios modos, donde la Providencia
nos pone, en la formación de la comunidad del pueblo de Dios. Nuestra tarea
consiste en apacentar la grey de Dios que se nos ha confiado, no por la fuerza,
sino voluntariamente, no tiranizando, sino dando un testimonio ejemplar (cfr. 1
Pe 5,2-3)(...)Éste es para nosotros el camino de la santidad (...). Ésta es nuestra
misión al servicio del pueblo cristiano»[7].

2. Elementos centrales del ministerio y de la vida de los presbíteros[8]

a) La identidad del presbítero


5. La identidad del sacerdote debe meditarse en el contexto de la voluntad divina
a favor de la salvación, puesto que es fruto de la acción sacramental del Espíritu
Santo, participación de la acción salvífica de Cristo, y puesto que se orienta
plenamente al servicio de tal acción en la Iglesia, en su continuo desarrollo a lo
largo de la historia. Se trata de una identidad tridimensional: pneumatológica,
cristológica y eclesiólogica. No ha de perderse de vista esta arquitectura teológica
primordial en el misterio del sacerdote, llamado a ser ministro de la salvación,
para poder aclarar después, de modo adecuado, el significado de su concreto
ministerio pastoral en la parroquia. Él es el siervo de Cristo, para ser, a partir de
él, por él y con él, siervo de los hombres. Su ser ontológicamente asimilado a
Cristo constituye el fundamento de ser ordenado para servicio de la comunidad.
La total pertenencia a Cristo, convenientemente potenciada y hecha visible por el
sagrado celibato, hace que el sacerdote esté al servicio de todos. El don admirable
del celibato, de hecho, recibe luz y sentido por la asimilación a la donación
nupcial del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, a una humanidad redimida y
renovada.

El ser y el actuar del sacerdote - su persona consagrada y su ministerio - son


realidades teológicamente inseparables, y tienen como finalidad servir al
desarrollo de la misión de la Iglesia: la salvación eterna de todos los hombres. En
el misterio de la Iglesia - revelada como Cuerpo Místico de Cristo y Pueblo de
Dios que camina en la historia, y establecida como sacramento universal de
salvación-, se encuentra y se descubre la razón profunda del sacerdocio
ministerial, «de manera que la comunidad eclesial tiene absoluta necesidad del
sacerdocio ministerial para que Cristo, cabeza y pastor, esté presente en ella».

6. El sacerdocio común o bautismal de los cristianos, como participación real en


el sacerdocio de Cristo, constituye una propiedad esencial del Nuevo Pueblo de
Dios. «Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo
adquirido en propiedad...» (1 Pe 2,9); «Nos ha hecho estirpe real, sacerdotes para
su Dios y Padre» (Ap 1,6); «Los hiciste un reino de sacerdotes para nuestro Dios
(Ap 5,10)... serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él» (Ap
20,6).Estos pasajes recuerdan lo que había sido dicho en el Éxodo, aplicando al
Nuevo Israel lo que allí se decía del Antiguo: «Entre todos los pueblos... vosotros
seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6); y
recuerdan todavía más lo dicho en el Deuteronomio: «Tú eres un Pueblo
consagrado al Señor tu Dios; el Señor tu Dios te ha elegido para ser su Pueblo
privilegiado entre todos los pueblos que están sobre la tierra» (Dt 7,6).

«Si el sacerdocio común es consecuencia de que el pueblo cristiano ha sido


elegido por Dios como puente con la humanidad y pertenece a todo creyente en
cuanto injertado en este pueblo, el sacerdocio ministerial, en cambio, es fruto de
una elección, de una vocación específica:  "Jesús llamó a sus discípulos, y eligió
doce de entre ellos" (Lc 6, 13). Gracias al sacerdocio ministerial los fieles son
conscientes de su sacerdocio común y lo actualizan (cfr. Ef 4,11-12), pues el
sacerdote les recuerda que son pueblo de Dios y los capacita para "ofrecer
sacrificios espirituales" (cfr. 1 Pe 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de
nosotros un don eterno al Padre (cfr. 1 Pe 3,18). Sin la presencia de Cristo
representado por el presbítero, guía sacramental de la comunidad, ésta no sería
plenamente una comunidad eclesial».

En el seno de este pueblo sacerdotal el Señor ha instituido por tanto


un sacerdocio ministerial, al cual son llamados algunos fieles para servir, por
medio de la sagrada potestad, a todos los demás con caridad pastoral. El
sacerdocio común y el sacerdocio ministerial se distinguen esencialmente y no
sólo en grado: no se trata de una mayor o menor intensidad de participación en el
único sacerdocio de Cristo, sino de participaciones esencialmente diversas. El
sacerdocio común se funda en el carácter bautismal, que es el sello espiritual de
pertenencia a Cristo que «capacita y compromete a los cristianos para servir a
Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer
su sacerdocio bautismal mediante el testimonio de una vida santa y de una
caridad eficaz»[17].

El sacerdocio ministerial, en cambio, se funda en el carácter impreso por el


sacramento del Orden, que configura a Cristo sacerdote, y le permite, con la
sagrada potestad, actuar en la persona de Cristo Cabeza - in persona Christi
Capitis -, para ofrecer el Sacrificio y para perdonar los pecados. A los
bautizados que han recibido en un segundo momento el don del sacerdocio
ministerial, les es conferida sacramentalmente una nueva y específica misión:
impersonar en el seno del pueblo de Dios la triple función – profética, cultual y
real – del mismo Cristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia. Por tanto, en el
ejercicio de sus específicas funciones actúan in persona Christi Capitis e
igualmente, en consecuencia, in nomine Ecclesiae.

7. «Nuestro sacerdocio sacramental, pues, es sacerdocio “jerárquico” y al mismo


tiempo “ministerial”. Constituye un ministerium particular, es decir, es “servicio”
respecto a la comunidad de los creyentes. Sin embargo, no tiene su origen en esta
comunidad, como si fuera ella la que “llama” o “delega”. Éste es, en efecto, don
para la comunidad y procede de Cristo mismo, de la plenitud de su sacerdocio
(...) Conscientes de esta realidad comprendemos de qué modo nuestro sacerdocio
es “jerárquico”, es decir, relacionado con la potestad de formar y dirigir el pueblo
sacerdotal (cfr.. Ivi) y precisamente por esto “ministerial”. Realizamos esta
función mediante la cual Cristo mismo “sirve” incesantemente al Padre en la obra
de nuestra salvación. Toda nuestra existencia sacerdotal está y debe estar
impregnada profundamente por este servicio, si queremos realizar de manera real
y adecuada el Sacrificio eucarístico in persona Christi»[21].

En los últimos decenios la Iglesia ha conocido problemas de «identidad


sacerdotal», derivados, en algunas ocasiones, de una visión teológica que no
distingue claramente entre los dos modos de participación en el sacerdocio de
Cristo. En algunos ambientes se ha llegado a romper aquel profundo equilibrio
eclesiológico, tan propio del Magisterio auténtico y perenne. 

Hoy se dan todas las condiciones para superar el peligro tanto de la


«clericalización» de los laicos[22] como de la «secularización» de los ministros
sagrados.

El generoso empeño de los laicos en los ámbitos del culto, de la transmisión de la


fe y de la pastoral, en un momento además de escasez de presbíteros, ha inducido
en ocasiones a algunos ministros sagrados y a algunos laicos a ir más allá de lo
que consiente la Iglesia, e incluso de lo que supera su ontológica capacidad
sacramental. De aquí se deriva también una minusvaloración teórica y práctica de
la específica misión laical, que consiste en santificar desde dentro las estructuras
de la sociedad.

De otra parte, en esta crisis de identidad, se produce también la «secularización»


de algunos ministros sagrados, por un oscurecimiento de su específico papel,
absolutamente insustituible, en la comunión eclesial.

8. El sacerdote, alter Christus, es en la Iglesia el ministro de las acciones


salvíficas esenciales. Por su poder de ofrecer el Sacrificio del Cuerpo y la Sangre
del Redentor, por su potestad de anunciar con autoridad el Evangelio, de vencer
el mal del pecado mediante el perdón sacramental, él – in persona Christi
Capitis – es fuente de vida y de vitalidad en la Iglesia y en su parroquia. El
sacerdote no es la fuente de esta vida espiritual, sino el hombre que la distribuye
a todo el pueblo de Dios. Es el siervo que, con la unción del espíritu, accede al
santuario sacramental: Cristo Crucificado (Cfr. Jn 19, 31-37) y Resucitado (cfr.
Jn 20,20-23), del cual emana la salvación.  

En María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, el sacerdote toma conciencia de


ser con Ella, «instrumento de comunicación salvífica entre Dios y los hombres»,
aunque de modo diferente: la Santísima Virgen mediante la Encarnación, el
sacerdote mediante el poder del Orden. La relación del sacerdote con María no se
reduce sólo a la necesidad de protección y ayuda; se trata ante todo de tomar
conciencia de un dato objetivo: «la cercanía de la Señora», como «presencia
operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el misterio de Cristo»
9. En cuanto partícipe de la acción directiva de Cristo Cabeza y Pastor sobre su
Cuerpo, el sacerdote está específicamente capacitado para ser, en el plano
pastoral, el «hombre de la comunión»de la guía y del servicio a todos. Él está
llamado a promover y a mantener la unidad de los miembros con la cabeza, y de
todos entre sí. Por vocación, él une y sirve a la doble dimensión que la misma
función pastoral de Cristo posee (Cfr. Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27). La vida de
la Iglesia requiere, para su desarrollo, energías que sólo este ministerio de la
comunión, de la guía y del servicio puede ofrecer. Exige sacerdotes que,
totalmente asimilados al Maestro, depositarios de una vocación originaria a la
plena identificación con Cristo, vivan ,“con” Él y “en” Él, todo el conjunto de las
virtudes manifestadas en Cristo Pastor, y que, entre otras cosas, recibe luz y
sentido de la asimilación a la donación nupcial del Hijo de Dios, crucificado y
resucitado, a una humanidad redimida y renovada. Exige que haya sacerdotes que
quieran ser fuente de unidad y de donación fraterna a todos –especialmente a los
más necesitados–, hombres que reconozcan su identidad sacerdotal en el Buen
Pastor, y que esa imagen sea vivida internamente y manifestada externamente de
modo que todos puedan reconocerla, en cualquier lugar y tiempo.

El sacerdote hace presente a Cristo Cabeza de la Iglesia mediante el ministerio de


la Palabra, participación en su función profética. In persona et in nomine Christi,
el sacerdote es ministro de la palabra evangelizadora, que invita a todos a la
conversión y a la santidad; es ministro de la palabra cultual, que ensalza la
grandeza de Dios y da gracias por su misericordia; es ministro de la palabra
sacramental, que es fuente eficaz de gracia. Según esta múltiple modalidad el
sacerdote, con la fuerza del Paráclito, prolonga la enseñanza del divino Maestro
en el interior de su Iglesia.

b) La unidad de vida

10. La configuración sacramental con Jesucristo impone al sacerdote un nuevo


motivo para alcanzar la santidad, a causa del ministerio que le ha sido confiado,
que es en sí mismo santo. Esto no significa que la santidad, a la cual son
llamados los sacerdotes, sea subjetivamente mayor que la santidad a la que son
llamados todos los fieles cristianos por motivo del bautismo. La santidad es
siempre la misma, si bien con diversas expresiones, pero el sacerdote debe tender
a ella por un nuevo motivo: corresponder a la nueva gracia que le ha conformado
para representar a la persona de Cristo, Cabeza y Pastor, como instrumento vivo
en la obra de la salvación. En el cumplimiento de su ministerio, por tanto, aquel
que es “sacerdos in aeternum”, debe esforzarse por seguir en todo el ejemplo del
Señor, uniéndose a Él «en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don
de sí mismos por el rebaño». Sobre este fundamento de amor a la voluntad divina
y de caridad pastoral se construye la unidad de vida, es decir, la unidad interior
entre la vida espiritual y la actividad ministerial. El crecimiento de esta unidad de
vida se fundamente en la caridad pastoral nutrida por una sólida vida de oración,
de manera que el presbítero ha de ser inseparablemente testimonio vivo de
caridad y maestro de vida interior.

11. La entera historia de la Iglesia se encuentra iluminada por espléndidos


modelos de donación pastoral verdaderamente radical. Existe ciertamente un
numeroso batallón de santos sacerdotes que, como el Cura de Ars, patrono de los
párrocos, han llegado a una eximia santidad a través de la generosa e incansable
dedicación a la cura de almas, acompañada de una profunda ascesis y de una gran
vida interior. Estos pastores, inflamados por el amor de Cristo y por la
consiguiente caridad pastoral, constituyen un Evangelio vivo.

Algunas corrientes culturales contemporáneas confunden la virtud interior, la


mortificación y la espiritualidad con una forma de intimismo, de alienación y, por
tanto, de egoísmo incapaz de comprender los problemas del mundo y de la gente.
Se ha desarrollado también, en algunos lugares, una tipología multiforme de
presbíteros: desde el sociólogo al terapeuta, del obrero al político, al “manager”...
hasta llegar al sacerdote “jubilado”. A este propósito se debe recordar que el
presbítero es portador de una consagración ontológica que se extiende a tiempo
completo. Su identidad de fondo hay que buscarla en el carácter conferido por el
sacramento del Orden, por el cual se desarrolla fecundamente la gracia pastoral.
Por tanto, el presbítero debería saber actuar siempre en cuanto sacerdote. Él,
como decía San Juan Bosco, es sacerdote tanto en el altar y en el confesionario
como en la escuela o por la calle: en cualquier sitio. Alguna vez los mismos
sacerdotes son inducidos, por circunstancias actuales, a pensar que su ministerio
se encuentra en la periferia de la vida, cuando en realidad se encuentra en el
corazón mismo de ella, puesto que tiene la capacidad de iluminar, reconciliar y
renovar todas las cosas.

 Puede suceder también que algunos sacerdotes, tras haber comenzado su


ministerio con un entusiasmo cargado de ideales, experimenten el desinterés y la
desilusión, e incluso el fracaso. Muchas son las causas: desde la deficiente
formación hasta la falta de fraternidad en el presbiterio diocesano, desde el
aislamiento personal hasta la ausencia de interés y apoyo por parte del
Obispo mismo y de la comunidad, desde los problemas personales, incluso de
salud, hasta la amargura de no encontrar respuestas y soluciones, desde la
desconfianza por la ascesis y el abandono de la vida interior hasta la falta de fe.

De hecho el dinamismo ministerial exento de una sólida espiritualidad sacerdotal


se traduciría en un activismo vacío y privado de valor profético. Resulta claro
que la ruptura de la unidad interior en el sacerdote es consecuencia, sobre todo,
del enfriamiento de su caridad pastoral, o sea, del descuido a la hora de
«custodiar con amor vigilante el misterio del que es portador para el bien de la
Iglesia y de la humanidad».

Entretenerse en coloquio íntimo de adoración frente al Buen Pastor, presente en


el Santísimo Sacramento del altar, constituye una prioridad pastoral superior con
mucho a cualquier otra. El sacerdote, guía de una comunidad, debe poner en
práctica esta prioridad para no caer en la aridez interior y convertirse en canal
seco, que a nadie puede ofrecer cosa alguna.

La obra pastoral de mayor relevancia es, sin duda alguna, la espiritualidad.


Cualquier plan pastoral, cualquier proyecto misionero, cualquier dinamismo en la
evangelización, que prescindiese del primado de la espiritualidad y del culto
divino estaría destinado al fracaso.

c) Un camino específico hacia la santidad

12. El sacerdocio ministerial, en la medida en que configura con el ser y el obrar


sacerdotal de Cristo, introduce una novedad en la vida espiritual de quien ha
recibido este don. Es una vida espiritual conformada por la participación en la
capitalidad de Cristo en su Iglesia, y que madura en el servicio ministerial a ella:
una santidad en el ministerio y para el ministerio.

13. La profundización en la «conciencia de ser ministro» es, por tanto, de gran


importancia para la vida espiritual del sacerdote y para la eficacia de su
ministerio mismo.

La relación ministerial con Jesucristo «instaura y exige en el sacerdote una


posterior relación que procede de la “intención”, es decir, de la voluntad
consciente y libre de hacer, mediante los gestos ministeriales, lo que quiere hacer
la Iglesia». La expresión «tener la intención de hacer lo que hace la Iglesia»
ilumina la vida espiritual del ministro sagrado, invitándole a reconocer la
personal instrumentalidad al servicio de Cristo y de su Esposa, y a ponerla en
práctica en las concretas acciones ministeriales. La «intención», en este sentido,
contiene necesariamente una relación con el actuar de Cristo Cabeza en y a través
de la Iglesia, adecuación a su voluntad, fidelidad a sus disposiciones, docilidad a
sus gestos: el quehacer ministerial es instrumento del obrar de Cristo y de la
Iglesia, que es su Cuerpo.

Se trata de una voluntad personal permanente: «Semejante relación tiende, por su


propia naturaleza, a hacerse lo más profunda posible, implicando la mente, los
sentimientos, la vida, o sea, una serie de disposiciones morales y espirituales
correspondientes a los gestos ministeriales que el sacerdote realiza».

La espiritualidad sacerdotal exige respirar un clima de cercanía al Señor Jesús, de


amistad y de encuentro personal, de misión ministerial «compartida», de amor y
servicio a su Persona en la «persona» de la Iglesia, su Cuerpo, su Esposa. Amar a
la Iglesia y entregarse a ella en el servicio ministerial requiere amar
profundamente al Señor Jesús. «Esta caridad pastoral fluye, sobre todo, del
Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la
vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure
reproducir en sí el alma del sacerdote. Cosa que no puede conseguirse si los
mismos sacerdotes no penetran más íntimamente cada vez, por la oración, en el
misterio de Cristo».

En la penetración de este misterio viene en nuestra ayuda la Virgen Santísima,


asociada al Redentor, porque «cuando celebramos la Santa Misa, en medio de
nosotros está la Madre del Hijo de Dios y nos introduce en el misterio de su
ofrenda de redención. De este modo, se convierte en mediadora de las gracias que
brotan de esta ofrenda para la Iglesia y para todos los fieles». De hecho, «María
fue asociada de modo único al sacrificio sacerdotal de Cristo, compartiendo su
voluntad de salvar el mundo mediante la cruz. Ella fue la primera persona y la
que con más perfección participó espiritualmente en su oblación de Sacerdos et
Hostia. Como tal, a los que participan en el plano ministerial del sacerdocio de su
Hijo puede obtenerles y darles la gracia del impulso para responder cada vez
mejor a las exigencias de la oblación espiritual que el sacerdocio implica: sobre
todo, la gracia de la fe, de la esperanza y de la perseverancia en las pruebas,
reconocidas como estímulos para una participación más generosa en la ofrenda
redentora».

La Eucaristía debe ocupar para el sacerdote «el lugar verdaderamente central de


su ministerio»[47], porque en ella está contenido todo el bien espiritual de la
Iglesia y es de por sí fuente y culmen de toda la evangelización. ¡De aquí la
posición tan relevante que ocupa dentro de la jornada la preparación a la Santa
Misa, su celebración cotidiana[49], la acción de gracias y la visita a Jesús
Sacramentado!

14. El sacerdote, además del Sacrificio eucarístico, celebra diariamente la sagrada


Liturgia de las Horas, a la que se ha comprometido libremente con obligación
grave. Por la inmolación incruenta de Cristo sobre el altar, por la celebración del
Oficio divino junto con toda la Iglesia, el corazón del sacerdote intensifica su
amor al divino Pastor, haciéndolo visible a los fieles. El sacerdote ha recibido el
privilegio de “hablar a Dios en nombre de todos”, de hacerse “como la boca de
toda la Iglesia”[50]; completa con el oficio divino lo que falta a la alabanza de
Cristo, y en cuanto embajador acreditado, su intercesión está entre las más
eficaces para la salvación del mundo[51].

d) La fidelidad del sacerdote a la disciplina eclesiástica

15. La «conciencia de ser ministro» comporta también la conciencia del actuar


orgánico del cuerpo de Cristo. De hecho, la vida y la misión de la Iglesia, para
poder desarrollarse, exigen un ordenamiento, unas reglas y unas leyes de
conducta, es decir, un orden disciplinar. Es preciso superar cualquier prejuicio
frente a la disciplina eclesiástica, comenzando por la expresión misma, y superar
también cualquier temor o complejo a la hora de referirse a ella o de solicitar
oportunamente su cumplimiento. Cuando se observan las normas y los criterios
que constituyen la disciplina eclesiástica, se evitan las tensiones que, de otro
modo, comprometerían el esfuerzo pastoral unitario del cual la Iglesia tiene
necesidad para cumplir eficazmente su misión evangelizadora. La asunción
madura del propio empeño ministerial comprende la certeza de que la Iglesia
«necesita unas normas que pongan de manifiesto su estructura jerárquica y
orgánica, y que ordenen debidamente el ejercicio de los poderes confiados a ella
por Dios, especialmente el de la potestad sagrada y el de la administración de los
sacramentos»[52].

Además, la conciencia de ser ministro de Cristo y de su Cuerpo místico implica


el empeño por cumplir fielmente la voluntad de la Iglesia, que se expresa
concretamente en las normas[53]. La legislación de la Iglesia tiene como fin una
mayor perfección de la vida cristiana, para un mejor cumplimiento de la misión
salvífica, y por tanto, es preciso vivirla con ánimo sincero y buena voluntad. 

Entre todos los aspectos, merece particular atención el de la docilidad a las leyes
y a las disposiciones litúrgicas de la Iglesia, es decir, el amor fiel a una normativa
que tiene el fin de ordenar el culto de acuerdo con la voluntad del Sumo y Eterno
Sacerdote y de su Cuerpo místico. La sagrada Liturgia es considerada como el
ejercicio del sacerdociode Jesucristo[54], acción sagrada por excelencia, «cumbre
a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde
mana toda su fuerza»[55]. Por consiguiente, éste es el ámbito donde mayor debe
ser la conciencia de ser ministro, y de actuar en conformidad con los
compromisos libre y solemnemente asumidos ante Dios y la comunidad. «La
reglamentación de la sagrada liturgia es de la competencia exclusiva de la
autoridad eclesiástica; ésta reside en la Sede Apostólica y, en la medida que
determine la ley, en el Obispo. (...) Por lo mismo, que nadie, aunque sea
sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la
liturgia»[56]. Arbitrariedades, expresiones subjetivistas, improvisaciones y
desobediencia en la celebración eucarística constituyen otras tantas evidentes
contradicciones con la esencia misma de la Santísima Eucaristía, que es el
sacrificio de Cristo. Lo mismo vale para la celebración de los otros sacramentos,
sobre todo para el Sacramento de la Penitencia, mediante el cual se perdonan los
pecados y se reconcilia uno con la Iglesia[57].

Una atención análoga han de prestar los presbíteros a la participación auténtica y


consciente de los fieles en la sagrada Liturgia, que la Iglesia no deja de
promover[58]. En la sagrada Liturgia existen funciones que pueden ser
desempeñadas por fieles que no han recibido el Sacramento del Orden; otras, en
cambio, son propias y absolutamente exclusivas de los ministros ordenados[59].
El respeto por las distintas identidades del estado de vida, su mutua
complementariedad para la misión, exigen evitar cualquier confusión en esta
materia.

e) El sacerdote en la comunión eclesial

16. Para servir a la Iglesia —comunidad orgánicamente estructurada por fieles


dotados de la misma dignidad bautismal, pero con carismas y funciones diversos
— es necesario conocerla y amarla, no como la querrían efímeras corrientes de
pensamiento o ideologías diversas, sino como ha sido querida por Jesucristo, que
la ha fundado. La función ministerial de servicio a la comunión, a partir de la
configuración con Cristo Cabeza, exige conocer y respetar la especifidad del
papel del fiel laico, promoviendo de todas las formas posibles la asunción por
parte de cada uno de la propia responsabilidad. El sacerdote está al servicio de la
comunidad, pero a su vez se encuentra sostenido por la comunidad. Éste tiene
necesidad de la aportación del laicado, no sólo para la organización y la
administración de su comunidad, sino también para la fe y la caridad; existe una
especie de ósmosis entre la fe del presbítero y la fe de los otros fieles. Las
familias cristianas y las comunidades de gran fervor religioso a menudo han
ayudado a los sacerdotes en los momentos de crisis. Es también importante, por
este motivo, que los presbíteros conozcan, estimen y respeten las características
del seguimiento de Cristo propio de la vida consagrada, tesoro preciosísimo de la
Iglesia, y testimonio de la fecunda labor del Espíritu Santo en ella.

En la medida en que los presbíteros son signos vivos y al mismo tiempo


servidores de la comunión eclesial, se integran en la unidad viviente de la Iglesia
prolongada en el tiempo, que es la sagrada Tradición, de la que el Magisterio es
custodio y garante. La fecunda referencia a la Tradición concede al ministerio del
presbítero la solidez y la objetividad del testimonio de la Verdad, que en Cristo
se ha revelado en la historia. Esto le ayuda a huir del prurito de novedad, que
daña la comunión y vacía de profundidad y de credibilidad el ejercicio del
ministerio sacerdotal.

De modo especial el párroco debe promover pacientemente la comunión de la


propia parroquia con su Iglesia particular y con la Iglesia universal. Por lo
mismo, debe ser también verdadero modelo de adhesión al Magisterio perenne de
la Iglesia y a su disciplina.

f) Sentido de lo universal en lo particular

17. «Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su “estar en una
Iglesia particular” constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo
para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra,
precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia particular, una fuente de
significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto su
misión pastoral, como su vida espiritual»[60]. Se trata de una materia importante,
de la que se debe adquirir una visión amplia, que tenga en cuenta cómo «la
pertenencia y dedicación a una Iglesia particular no circunscriben la actividad y
la vida del presbítero, pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia particular y
del ministerio sacerdotal, aquellas no pueden reducirse a estrechos límites»[61].

El concepto de incardinación, modificado por el Concilio Vaticano II y


expresado en el Código[62], permite superar el peligro de encerrar el ministerio
de los presbíteros dentro de límites estrechos, no tanto geográficos como
psicológicos o incluso teológicos. La pertenencia a una Iglesia particular y el
servicio pastoral a la comunión dentro de ella —elementos de orden
eclesiológico— encuadran también existencialmente la vida y la actividad de los
presbíteros, y les dan una fisonomía constituida por orientaciones pastorales
específicas, metas, dedicación personal a tareas determinadas, encuentros
pastorales, e intereses compartidos. Para comprender y amar efectivamente a la
Iglesia particular, así como la pertenencia y la dedicación a ella, sirviéndola y
sacrificándose por ella hasta la entrega de la propia vida, es necesario que el
ministro sagrado sea cada vez más consciente de que la Iglesia universal «es una
realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia
particular»[63]. De hecho, no es la suma de las Iglesias particulares lo que
constituye la Iglesia universal. Las Iglesias particulares, en y desde la Iglesia
universal, deben estar abiertas a una realidad de verdadera comunión de personas,
de carismas, de tradiciones espirituales, más allá de cualquier frontera geográfica,
intelectual o psicológica[64]. ¡El presbítero ha de tener claro que una sola es la
Iglesia! La universalidad, es decir, la catolicidad, debe llenar con su propia
sustancia la particularidad. El profundo, verdadero y vital vínculo de comunión
con la Sede de Pedro constituye la garantía y la condición necesaria de todo esto.
La misma acogida motivada, difusión y aplicación fiel de los documentos papales
y de aquellos que emanan los Dicasterios de la Curia Romana es una expresión
de ello.

Hemos considerado el ser y la acción de todo sacerdote en cuanto tal. Ahora


nuestra reflexión se dirige de modo específico al sacerdote constituido en el
oficio de párroco.

PARTE II

La Parroquia y el Párroco

3. La parroquia y el oficio de párroco

18. Los rasgos eclesiológicos más significativos de la noción teológico-canónica


de parroquia han sido concebidos por el Concilio Vaticano II a la luz de la
Tradición, de la doctrina católica y de la eclesiología de comunión, y traducidos
más tarde en leyes por el Código de Derecho Canónico. Éstos han sido
desarrollados desde diferentes puntos de vista en el magisterio pontificio
postconciliar, ya sea de una manera explícita o implícita, siempre dentro de la
reflexión sobre el sacerdocio ordenado. Es útil resumir, por tanto, las principales
características de la doctrina teológica y canónica sobre la materia, sobre todo
para dar mejor respuesta a los desafíos pastorales que se presentan a comienzos
del tercer milenio en el ministerio parroquial de los presbíteros.

Cuanto se dice del párroco, por analogía, y bajo el perfil de una función pastoral
de guía, afecta también en gran medida a aquellos sacerdotes que prestan su
ayuda en la parroquia, y a cuantos tienen específicos encargos pastorales, por
ejemplo, en lugares donde se concentran grupos de fieles (hospitales,
universidades, escuelas...), o en labores de asistencia a inmigrantes, extranjeros,
etc.

La parroquia es una concreta communitas christifidelium, constituida


establemente en el ámbito de una Iglesia particular, y cuya cura pastoral es
confiada a un párroco como pastor propio, bajo la autoridad del Obispo
diocesano[65]. Toda la vida de la parroquia, así como el significado de sus tareas
apostólicas ante la sociedad, deben ser entendidos y vividos con un sentido de
comunión orgánica entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, y por
tanto, de colaboración fraterna y dinámica entre pastores y fieles en el más
absoluto respeto de los derechos, deberes y funciones ajenos, donde cada uno
tiene sus propias competencias y su propia responsabilidad. El párroco «en
estrecha comunión con el Obispo y con todos los fieles, evitará introducir en su
ministerio pastoral tanto formas de autoritarismo extemporáneo como
modalidades de gestión democratizante ajenas a la realidad más profunda del
ministerio»[66]. A este respecto, mantiene pleno vigor la Instrucción
interdicasterial Ecclesiae de Mysterio, aprobada por el Sumo Pontífice, cuya
aplicación íntegra asegura la correcta praxis eclesial en este campo fundamental
para la vida misma de la Iglesia.

El vínculo intrínseco con la comunidad diocesana y con su Obispo, en comunión


jerárquica con el Sucesor de Pedro, asegura a la comunidad parroquial la
pertenencia a la Iglesia universal. Se trata, por tanto, de una pars
dioecesis[67] animada por un mismo espíritu de comunión, por una ordenada
corresponsabilidad bautismal, por una misma vida litúrgica, centrada en la
celebración de la Eucaristía[68], y por un mismo espíritu de misión, que
caracteriza a toda la comunidad parroquial. Cada parroquia, en definitiva, «está
fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística.
Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la que
se encuentran la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su existir
en plena comunión con toda la Iglesia. Tal idoneidad radica en el hecho de ser la
parroquia una comunidad de fe y una comunidad orgánica, es decir, constituida
por los ministros ordenados y por los demás cristianos, en la que el párroco —
que representa al Obispo diocesano— es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia
particular»[69] .

En este sentido, la parroquia, que es como una célula de la diócesis, debe ofrecer
«un claro ejemplo de apostolado comunitario, al reducir a unidad todas las
diversidades humanas que en ella se encuentran e insertarlas en la universalidad
de la Iglesia»[70]. La communitas christifidelium, en la noción de parroquia,
constituye el elemento esencial de base, de carácter personal, y, con tal
expresión, se quiere subrayar la relación dinámica entre personas que, de manera
determinada, bajo la guía indispensable de su propio pastor, la componen. Por
regla general, se trata de todos los fieles de un territorio determinado; o bien,
solamente de algunos fieles, en el caso de las parroquias personales, constituidas
sobre la base del rito, la lengua, la nacionalidad u otras motivaciones
concretas[71].

19. Otro elemento básico de la noción de parroquia es la cura pastoral o cura de


almas, propia del oficio de párroco, que se manifiesta, principalmente, en la
predicación de la Palabra de Dios, en la administración de los sacramentos y en
la guía pastoral de la comunidad[72]. En la parroquia, ámbito de la cura pastoral
ordinaria, «el párroco es el pastor propio de la parroquia que se le confía, y ejerce
la cura pastoral de la comunidad que le está encomendada bajo la autoridad del
Obispo diocesano en cuyo ministerio de Cristo ha sido llamado a participar, para
que en esa misma comunidad cumpla las funciones de enseñar, santificar y regir,
con la cooperación también de otros presbíteros o diáconos, y con la ayuda de
fieles laicos, conforme a la norma del derecho»[73]. Esta noción de párroco
manifiesta una gran riqueza eclesiológica, y no impide al Obispo establecer otras
formas de la cura animarum, según las normas del derecho.

La necesidad de adaptar la asistencia pastoral en la parroquia a las circunstancias


del tiempo actual, caracterizado en algunos lugares por la escasez de sacerdotes,
y también por la existencia de parroquias urbanas superpobladas y parroquias
rurales dispersas, o bien por el reducido número de parroquianos, ha hecho
aconsejable introducir en el derecho universal de la Iglesia algunas innovaciones,
no ciertamente en cuestiones de principio, relativas al titular de la cura pastoral
de la parroquia. Una de éstas consiste en la posibilidad de confiar in solidum a
varios sacerdotes la cura pastoral de una o varias parroquias, con la condición
terminante de que uno solo de ellos sea el moderador, el que dirija la actividad
común y responda de ella personalmente ante el Obispo[74]. Se confía por tanto
el único oficio pastoral, la única cura pastoral de la parroquia a un titular
múltiple, constituido por varios sacerdotes, que reciben una idéntica participación
en el oficio confiado, bajo la dirección personal de un hermano moderador.
Confiar la cura pastoral in solidum resulta útil para resolver algunas situaciones
en diócesis donde los sacerdotes, siendo pocos, tienen que organizar su tiempo en
la asistencia de actividades ministeriales diversas, y constituye un medio
oportuno para promover la corresponsabilidad pastoral de los presbíteros y, de
manera especial, para facilitar la costumbre de la vida en común de los
sacerdotes, que se ha de recomendar vivamente[75].

No se puede prudentemente ignorar, sin embargo, algunas dificultades que puede


comportar la cura pastoral in solidum —siempre y en cualquier caso compuesta
sólo por sacerdotes—, ya que es connatural a los fieles la identificación con el
propio pastor, y puede ser desorientadora, y no bien comprendida, la presencia
cambiante de varios presbíteros, aunque estén coordinados entre sí. Es evidente
la riqueza de la paternidad espiritual del párroco, como un “pater familias”
sacramental de la parroquia, con los consiguientes vínculos que generan gran
fecundidad pastoral.

En los casos en que lo exija la necesidad pastoral, el Obispo diocesano puede


proceder oportunamente a la asignación temporal de más parroquias a la cura
pastoral de un solo párroco[76].

Cuando las circunstancias lo sugieran, la asignación de una parroquia a un


administrador[77] puede constituir una solución provisional[78]. Es oportuno
recordar, sin embargo, que el oficio de párroco, siendo esencialmente pastoral,
exige plenitud y estabilidad[79]. El párroco debería ser un icono de la presencia
del Cristo histórico. La exigencia de la configuración con Cristo subraya este
deber prioritario.

20. Para desempeñar la misión de pastor en una parroquia, que comporta la plena
cura de almas, se requiere de modo absoluto el ejercicio del orden sacerdotal[80].
Por tanto, además de la comunión eclesial[81], el requisito explícitamente
exigido por el derecho canónico para que cualquiera pueda ser nombrado
válidamente párroco es que haya sido constituido en el sagrado Orden del
presbiterado[82].

Por cuanto se refiere a la responsabilidad del párroco en el anuncio de la palabra


de Dios y en la predicación de la auténtica doctrina católica, el can. 528
menciona expresamente la homilía y la instrucción catequética; la promoción de
iniciativas que difundan el espíritu evangélico en cada ámbito de la vida humana;
la formación católica de los niños y de los jóvenes, y el empeño en que, con la
ordenada colaboración de los fieles laicos, el mensaje del Evangelio llegue a
aquellos que hayan abandonado la práctica religiosa o no profesan la verdadera
fe[83], y así puedan, con la gracia de Dios, llegar a la conversión. Como es
lógico, el párroco no está obligado a realizar personalmente todas estas tareas,
sino a procurar que se realicen de manera oportuna, conforme a la recta doctrina
y a la disciplina eclesial, en el seno de la parroquia, según las circunstancias y
siempre bajo su propia responsabilidad. Algunas de estas funciones, por ejemplo,
la homilía durante la celebración eucarística[84], deberán realizarse siempre y
exclusivamente por un ministro ordenado. «Aunque otros fieles no ordenados lo
superaran en elocuencia, esto no anularía su ser representación sacramental de
Cristo, cabeza y pastor, y de esto deriva sobre todo la eficacia de su
predicación»[85]. En cambio, otras funciones, como por ejemplo la catequesis,
podrán ser desarrolladas habitualmente por fieles laicos que hayan recibido la
debida preparación, según la recta doctrina, y lleven una vida cristiana coherente,
manteniendo siempre la obligación del contacto personal entre párroco y fieles.
El beato Juan XXIII escribía que «es de suma importancia que el clero en todo
tiempo y lugar sea fiel a su deber de enseñar. “Aquí —decía a este propósito San
Pío X— es preciso tender sólo a esto e insistir sólo en esto, es decir, en que todo
sacerdote no está obligado por ningún otro oficio más grave ni por ningún otro
vínculo más estrecho”»[86].

Sobre el párroco, como es obvio, por una razón de efectiva caridad pastoral,
graba el deber de ejercer una atenta y primorosa vigilancia sobre todos y cada
uno de sus colaboradores. En aquellos países en que existen fieles pertenecientes
a diferentes grupos lingüísticos, si no fuera erigida una parroquia personal[87], u
otra solución adecuada, será el párroco territorial, como pastor propio[88], el que
se preocupe de atender las peculiares necesidades de sus fieles, también en lo que
afecta a sus específicas sensibilidades culturales.

21. En cuanto a los medios ordinarios de santificación, el can. 528 establece que
el párroco debe empeñarse particularmente en que la Santísima Eucaristía
constituya el centro de la comunidad parroquial, y que todos los fieles puedan
alcanzar la plenitud de la vida cristiana mediante una consciente y activa
participación en la sagrada Liturgia, la celebración de los sacramentos, la vida de
oración y las buenas obras.

Merece la pena considerar el hecho de que el Código menciona la recepción


frecuente de la Eucaristía y la práctica también frecuente del sacramento de la
Penitencia. Esto sugiere la oportunidad de que el párroco, al establecer en la
parroquia los horarios de las Misas y de las confesiones, considere cuáles son los
momentos más adecuados para la mayor parte de los fieles, permitiendo también
a los que tienen especiales dificultades de horario acercarse fácilmente a los
sacramentos. Una atención particular deberán reservar los párrocos a las
confesiones individuales, en el espíritu y en la forma establecida por la
Iglesia[89]. Recuérdese, además, que ésta precede necesariamente a la primera
comunión de los niños[90]. Téngase también presente que, por motivos
pastorales obvios, con el fin de facilitar a los fieles la recepción del sacramento,
se pueden escuchar confesiones individuales durante la celebración de la Santa
Misa[91].

Además, debe hacerse todo lo posible por «respetar la sensibilidad del penitente
en loconcernientea la elección de la modalidad de la confesión, es decir, cara a
cara o a través de la rejilla del confesionario»[92]. El confesor también puede
tener razones pastorales para preferir el uso del confesionario con rejilla[93].

Se deberá favorecer al máximo la práctica de la visita al Santísimo Sacramento,


disponiendo y estableciendo, de manera fija, el mayor espacio de tiempo posible
en que la iglesia permanezca abierta. No son pocos los párrocos que, felizmente,
promueven la adoración mediante la exposición solemne del Santísimo
Sacramento y la bendición eucarística, de tan abundantes frutos para la vitalidad
de la parroquia.

La Santísima Eucaristía es custodiada con amor en el tabernáculo «como el


corazón espiritual de la comunidad religiosa y parroquial»[94]. « Sin el culto
eucarístico, como su corazón palpitante, la parroquia se vuelve estéril»[95]. «Si
queréis que los fieles recen con gusto y con piedad —decía Pío XII al clero de
Roma— precededlos en la iglesia con el ejemplo, haciendo oración delante de
ellos. Un sacerdote de rodillas ante el tabernáculo, en actitud digna, con profundo
recogimiento, es un modelo de edificación, una advertencia y una invitación a la
imitación orante para el pueblo»[96].

22 Por su parte, el can. 529 contempla las exigencias principales que comporta el
cumplimiento de la función pastoral parroquial, configurando así en cierto
sentido la actitud ministerial del párroco. Como pastor propio, éste se esfuerza en
conocer a los fieles confiados a su cura, evitando caer en el peligro del
funcionalismo: no es un funcionario que cumple un papel y ofrece servicios a los
que lo solicitan. Como hombre de Dios, ejerce de modo pleno el propio
ministerio, buscando a los fieles, visitando a las familias, participando en sus
necesidades, en sus alegrías; corrige con prudencia, cuida de los ancianos, de los
débiles, de los abandonados, de los enfermos, y se entrega a los moribundos;
dedica particular atención a los pobres y a los afligidos; se esfuerza en la
conversión de los pecadores, de cuantos están en el error, y ayuda a cada uno a
cumplir con su propio deber, fomentando el crecimiento de la vida cristiana en
las familias[97].

Educar en la práctica de la obras de misericordia espirituales y corporales


constituye una prioridad pastoral, y es signo de vitalidad en una comunidad
cristiana.

También resulta significativo el encargo, confiado al párroco, de promocionar la


función propia de los fieles laicos en la misión de la Iglesia, es decir, la función
de impulsar y perfeccionar el orden de las realidades temporales con el espíritu
evangélico, dando testimonio de Cristo, particularmente en el ejercicio de las
tareas seculares[98].

Por otra parte, el párroco debe colaborar con el Obispo y con los otros presbíteros
de la diócesis para que los fieles, participando en la comunidad parroquial, se
sientan también miembros de la diócesis y de la Iglesia universal[99]. La
creciente movilidad de la sociedad actual hace necesario que la parroquia no se
cierre en sí misma y sepa acoger a los fieles de otras parroquias que la
frecuentan, y también evite mirar con desconfianza que algunos parroquianos
participen en la vida de otras parroquias, iglesias rectorales, o capellanías.

En el párroco recae especialmente el deber de promover con celo, sostener y


seguir con particular cuidado las vocaciones sacerdotales[100]. El ejemplo
personal, al mostrar la propia identidad, también visiblemente[101], al vivir
consecuentemente con ella, junto con la atención de las confesiones individuales
y de la dirección espiritual de los jóvenes, así como de la catequesis sobre el
sacerdocio ordenado, harán que sea una realidad la irrenunciable pastoral
vocacional. «Ha sido siempre un deber particular del ministerio sacerdotal arrojar
la semilla de una vida totalmente consagrada a Dios y suscitar el amor por la
virginidad»[102].

Las funciones que en el Código se confían de modo específico al


párroco[103] son: administrar el bautismo; administrar el sacramento de la
confirmación a aquellos que están en peligro de muerte, según la norma del can.
883,3[104]; administrar el Viático y la Unción de los enfermos, estando vigente
lo dispuesto en el can. 1003, §§ 2 y 3[105], e impartir la bendición apostólica;
asistir a los matrimonios y bendecir las nupcias; celebrar los funerales; bendecir
la fuente bautismal en el tiempo pascual; guiar las procesiones e impartir las
bendiciones solemnes fuera de la iglesia; celebrar la Santísima Eucaristía con
mayor solemnidad en los domingos y en las fiestas de precepto.

Más que funciones exclusivas del párroco, o incluso derechos exclusivos suyos,
le son confiadas de modo especial en razón de su particular responsabilidad; debe
por tanto realizarlas personalmente, en cuanto sea posible, o al menos seguir su
desarrollo.

23. Donde haya escasez de sacerdotes se puede plantear, como sucede en algunos


lugares, que el Obispo, habiendo considerado el asunto con prudencia, confíe,
según las modalidades canónicamente permitidas, una colaboración “ad tempus”
en el ejercicio de la cura pastoral de la parroquia a una o varias personas no
marcadas por el carácter sacerdotal[106]. Sin embargo, en estos casos, deben
observarse y protegerse atentamente las propiedades originarias de diversidad y
complementariedad entre los dones y las funciones de los ministros ordenados y
de los fieles laicos, que son propias de la Iglesia que Dios ha querido
orgánicamente estructurada. Existen situaciones objetivamente extraordinarias
que justifican tal colaboración. Ésta, sin embargo, no puede superar
legítimamente los límites de la especifidad ministerial y laical.

Deseando purificar una terminología que podría llevar a confusión, la Iglesia ha


reservado las expresiones que indican “capitalidad” —como las de “pastor”,
“capellán”, “director”, “coordinador”, o equivalentes— exclusivamente a los
sacerdotes[107].

El Código, en efecto, en el título dedicado a los derechos y a los deberes de los


fieles laicos, distingue las tareas o las funciones que, como derecho y deber
propio, pertenecen a cualquier laico, de otras que se sitúan en la línea de
colaboración con el ministerio pastoral. Éstas constituyen
una capacitas o habilitas cuyo ejercicio depende de la llamada a asumirlas por
parte de los legítimos pastores[108]. No son, por tanto, derechos.
24. Todo esto ha sido expresado por Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica
post-sinodal Christifideles laici: «La misión salvífica de la Iglesia en el mundo es
llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino
también por todos los fieles laicos. En efecto, éstos, en virtud de su condición
bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético
y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida. Los pastores, por tanto, han
de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos,
que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y
para muchos de ellos en el Matrimonio. Después, cuando la necesidad o la
utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores —según las normas establecidas por el
derecho universal— pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien
están conectadas a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el
carácter del Orden» (n. 23). Este mismo documento recuerda además el principio
básico que regula esta colaboración, así como sus límites insuperables: «Sin
embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor: en realidad,
no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental.
Sólo el sacramento del Orden atribuye al ministerio ordenado una peculiar
participación en el oficio de Cristo Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno. La
tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación¾formal e
inmediatamente¾en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su
concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica» (n. 23)[109].

En los casos en que se confíen algunas tareas a fieles no ordenados, debe


nombrarse necesariamente un sacerdote como moderador, con la potestad y los
deberes propios del párroco, que dirija personalmente la atención pastoral[110].
Como es lógico, la participación en el oficio parroquial es diversa en el caso del
presbítero designado para dirigir la actividad pastoral –provisto de las facultades
de párroco–, quien desempeña las funciones exclusivas del sacerdote; respecto
del caso de otras personas que no han recibido el orden del presbiterado y
participan subsidiariamente en el ejercicio de las demás funciones[111]. El
religioso no sacerdote, la religiosa o el fiel laico, llamados a participar en el
ejercicio de la atención pastoral, pueden desempeñar tareas de tipo
administrativo, así como de formación y animación espiritual, mientras que
lógicamente no pueden desempeñar funciones de plena atención a las almas, en
cuanto ésta requiere el carácter sacerdotal. En todo caso, pueden suplir la
ausencia del ministro ordenado en aquellas funciones litúrgicas adecuadas a su
condición canónica, enumeradas por el can. 230 § 3: «ejercitar el ministerio de la
palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada
Comunión, según las prescripciones del derecho»[112]. Los diáconos, aunque no
pueden situarse en el mismo plano que los demás fieles, no pueden tampoco
ejercer una plena cura animarum[113].
Es conveniente que el Obispo diocesano verifique, con la máxima prudencia y
previsión pastoral, la existencia de un auténtico estado de necesidad y, en
consecuencia, establezca las condiciones de idoneidad de las personas llamadas a
esta colaboración, definiendo las funciones que deben atribuirse a cada una de
ellas, según las circunstancias de las respectivas comunidades parroquiales. En
todo caso, en ausencia de una clara distribución de funciones, corresponde al
presbítero moderador determinar lo que se debe hacer. La excepcionalidad y
provisionalidad de estas fórmulas exige que, en el seno de estas comunidades
parroquiales, se promueva al máximo la conciencia de la absoluta necesidad de
vocaciones sacerdotales; que se cultive con amoroso esmero los gérmenes de esta
vocación, y que también se promueva la oración –comunitaria y personal– por la
santificación de los sacerdotes.

Para que en una comunidad puedan florecer más fácilmente las vocaciones
sacerdotales, es de gran ayuda que exista en ella un vivo y difundido sentimiento
de auténtico afecto, de profunda estima, de fuerte entusiasmo por la realidad de la
Iglesia, Esposa de Cristo, colaboradora del Espíritu Santo en la obra de la
salvación.

Convendría mantener siempre despiertos en el ánimo de los creyentes la alegría y


el santo orgullo de pertenecer a la Iglesia, como se hace patente, por ejemplo, en
la primera carta de Pedro y en el Apocalipsis (cfr. 1 Pe 3,14; Ap 2,13.17; 7,9;
14,1ss.; 19,6; 22,14). Sin la alegría y el orgullo de esta pertenencia sería difícil,
en el plano psicológico, salvaguardar y desarrollar la misma vida de fe. No ha de
sorprender que en tales situaciones, al menos en el plano psicológico, cueste que
las vocaciones sacerdotales germinen y consigan madurar.

«Sería un error fatal resignarse ante las dificultades actuales, y comportarse de


hecho como si hubiera que prepararse para una Iglesia del futuro imaginada casi
sin presbíteros. De este modo, las medidas adoptadas para solucionar las
carencias actuales resultarían de hecho seriamente perjudiciales para la
comunidad eclesial, a pesar de su buena voluntad»[114].

25. «Cuando se trata de participar en el ejercicio del cuidado pastoral de una


parroquia —en los casos en que, por escasez de presbíteros, no pudiese contar
con el cuidado inmediato de un párroco—, los diáconos permanentes tienen
siempre la precedencia sobre los fieles no ordenados»[115]. En efecto, en virtud
del Orden sagrado «el diácono es maestro, en cuanto proclama e ilustra la Palabra
de Dios; es santificador, en cuanto administra el sacramento del Bautismo, de la
Eucaristía y los sacramentales, participa en la celebración de la Santa Misa en
calidad de “ministro de la sangre”, conserva y distribuye la Eucaristía; es guía, en
cuanto animador de la comunidad o de diversos sectores de la vida
eclesial»[116].

Se ha de otorgar una especial acogida a los diáconos, candidatos al sacerdocio,


que prestan servicio pastoral en la parroquia. El párroco, de acuerdo con los
superiores del seminario, será para ellos guía y maestro, consciente de que de su
testimonio de coherencia con la propia identidad, de su generosidad misionera en
el servicio y de su amor a la parroquia, podrá depender la donación sincera y total
a Cristo por parte del candidato al sacerdocio.

26. A imagen del consejo pastoral de la diócesis[117], la normativa canónica


prevé la posibilidad de constituir –si el Obispo diocesano lo considera oportuno,
una vez escuchado el consejo presbiteral[118]– un consejo pastoral parroquial,
cuya finalidad básica es la de proveer, en un cauce institucional, la ordenada
colaboración de los fieles en el desarrollo de la actividad pastoral[119] propia de
los presbíteros. Se trata de un órgano consultivo constituido para que los fieles,
expresando su responsabilidad bautismal, puedan ayudar al párroco que lo
preside[120] mediante su consejo en materia pastoral[121]. «Los fieles laicos
deben estar cada vez más convencidos del particular significado que asume el
compromiso apostólico en su parroquia»; es necesario animar a una
«valorización más convencida, amplia y decidida de los Consejos pastorales
parroquiales»[122]. La razón es clara y convergente: «En las circunstancias
actuales, los fieles laicos pueden y deben prestar una gran ayuda al crecimiento
de una auténtica comunión eclesial en sus respectivas parroquias, y en el dar
nueva vida al afán misionero dirigido hacia los no creyentes y hacia los mismos
creyentes que han abandonado o limitado la práctica de la vida cristiana »[123].

«Todos los fieles tienen la facultad, es más, incluso a veces el deber, de dar a
conocer su parecer sobre los asuntos concernientes al bien de la Iglesia, cosa que
puede realizarse gracias a instituciones establecidas para tal fin: [...] El consejo
pastoral podrá prestar una ayuda muy útil ... haciendo propuestas y ofreciendo
sugerencias respecto a las iniciativas misioneras, catequéticas y apostólicas, [...]
respecto a la promoción de la formación doctrinal y de la vida sacramental de los
fieles; respecto a la ayuda que ha de ofrecerse a la acción pastoral de los
sacerdotes en los diversos ámbitos sociales o zonas territoriales; respecto al modo
de sensibilizar cada vez mejor a la opinión pública, etc.»[124]. El consejo
pastoral pertenece al ámbito de las relaciones de mutuo servicio entre el párroco
y sus fieles y, por tanto, no tendría sentido considerarlo como un órgano que
sustituye al párroco en la dirección de la parroquia o que, con un criterio de
mayoría, condicione prácticamente la dirección del párroco.
En este mismo sentido, los sistemas de deliberación respecto a las cuestiones
económicas de la parroquia, permaneciendo firme la norma de derecho para la
recta y honesta administración, no pueden condicionar la función pastoral del
párroco, el cual es representante legal y administrador de los bienes de la
parroquia[125].

4. Los desafíos positivos del presente en la pastoral parroquial

27. Si toda la Iglesia ha sido invitada en los inicios del nuevo milenio a alcanzar
«un renovado impulso en la vida cristiana», fundado en la conciencia de la
presencia de Cristo Resucitado entre nosotros[126], debemos saber extraer
consecuencias para la pastoral en las parroquias.

No se trata de inventar nuevos programas pastorales, ya que el programa


cristiano, centrado en Cristo mismo, consiste siempre en conocerle, amarle,
imitarle, vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su
consumación: «un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas,
aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una
comunicación eficaz»[127].

Dentro del vasto y afanoso horizonte de la pastoral ordinaria, «es en las Iglesias


locales donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas
–objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la
búsqueda de los medios necesarios– que permiten que el anuncio de Cristo llegue
a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el
testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura»[128]. Éstos
son los horizontes de la «apasionante tarea de renacimiento pastoral que nos
espera»[129].

La tarea pastoral más relevante y fundamental, con diferencia, es conducir a los


fieles hacia una sólida vida interior, sobre el fundamento de los principios de la
doctrina cristiana, tal y como han sido vividos y enseñados por los santos.
Precisamente este aspecto debería ser privilegiado en los planes pastorales. Hoy
más que nunca es necesario redescubrir que la oración, la vida sacramental, la
meditación, el silencio de adoración, el trato de corazón a corazón con nuestro
Señor, el ejercicio diario de las virtudes que configuran con Él, es mucho más
productivo que cualquier debate, y en todo caso, es la condición para su eficacia.

Son siete las prioridades pastorales que ha individuado la Novo Millenio ineunte:
la santidad, la oración, la Santísima Eucaristía dominical, el sacramento de la
Reconciliación, el primado de la gracia, la escucha de la Palabra y el anuncio de
la Palabra[130]. Estas prioridades, surgidas especialmente de la experiencia del
Gran Jubileo, no sólo ofrecen el contenido y la sustancia de las cuestiones sobre
las que los párrocos y los sacerdotes implicados en la cura animarum parroquial
deben meditar con atención, sino que también sintetizan el espíritu con que se
debe afrontar esta tarea de renovación pastoral.

La Novo Millenio ineunte evidencia «otro aspecto importante en que será


necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la
Iglesia universal como de las Iglesias particulares: aquel de la comunión
(koinonia) que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia»
(n. 42) e invita a promover una espiritualidad de comunión. «Hacer de la Iglesia
la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante
nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y
responder también a las profundas esperanzas del mundo» (n. 43). Además
especifica: «Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una
espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos
los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los
ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se
construyen las familias y las comunidades» (n. 43).

Una verdadera pastoral de la santidad en nuestras comunidades parroquiales


implica una auténtica pedagogía de la oración; una renovada, persuasiva y eficaz
catequesis sobre la importancia de la Santísima Eucaristía dominical y también
diaria, de la adoración comunitaria y personal del Santísimo Sacramento; sobre la
práctica frecuente e individual del sacramento de la Reconciliación; sobre la
dirección espiritual; sobre la devoción mariana; sobre la imitación de los santos;
un nuevo impulso apostólico vivido como compromiso cotidiano de las
comunidades y de las personas concretas; una adecuada pastoral de la familia, un
coherente compromiso social y político.

Tal pastoral no es posible si no está inspirada, sostenida y vivificada por


sacerdotes dotados de este mismo espíritu. «Del ejemplo y testimonio del
sacerdote los fieles pueden obtener una gran ayuda (...) descubriendo la parroquia
como ‘escuela’ de oración, donde “el encuentro con Cristo no se exprese
solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza,
adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el arrebato del
corazón”»[131]. «No se ha de olvidar que, sin Cristo, “no podemos hacer nada”
(cfr. Jn 15,5). La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos
recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía
de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio (...)
hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la
pesca milagrosa: “Maestro hemos estado bregando toda la noche y no hemos
pescado nada” (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo
con Dios para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de
Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in altum!»[132].

Sin sacerdotes verdaderamente santos sería muy difícil tener un buen laicado, y
todo estaría como falto de vida; del mismo modo que, sin familias cristianas –
iglesias domésticas–, es muy difícil que llegue la primavera de las vocaciones.
Por tanto, es un error enfatizar el papel del laicado descuidando el del sacerdocio
ordenado porque, actuando así, se termina penalizando el mismo laicado y
haciendo estéril la entera misión de la Iglesia.

28. La perspectiva desde la que debe plantearse el camino y el fundamento de


toda programación pastoral, consiste en ayudar a redescubrir en nuestras
comunidades la universalidad de la llamada cristiana a la santidad. ¡Es necesario
recordar que el alma de todo apostolado radica en la intimidad divina, en no
anteponer nada al amor de Cristo, en buscar en todo la mayor gloria de Dios, en
vivir la dinámica cristocéntrica del mariano “totus tuus”! La pedagogía de la
santidad sitúa «la programación pastoral bajo el signo de la santidad»[133] y
constituye el principal desafío pastoral en el contexto actual. En la Iglesia santa
todos los fieles están llamados a la santidad.

En consecuencia, una tarea central de la pedagogía de la santidad consiste en


saber enseñar a todos –y en recordarlo sin cansancio– que la santidad constituye
el objetivo de la existencia de todo cristiano. «En la Iglesia, todos, lo mismo
quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a
la santidad, según aquello del Apóstol: “Porque ésta es la voluntad de Dios,
vuestra santificación” (1 Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)»[134]. Éste es el primer elemento
que se ha de desarrollar pedagógicamente en la catequesis eclesial, hasta que la
conciencia de la santificación en la propia existencia llegue a ser una convicción
común.

El anuncio de la universalidad de la llamada a la santidad exige la comprensión


de la existencia cristiana como sequela Christi, como conformación con Cristo;
no se trata de encarnar de modo extrínseco comportamientos éticos, sino de
dejarse envolver personalmente en el acontecimiento de la gracia de Cristo. Este
conformarse con Cristo es la sustancia de la santificación, y constituye la
finalidad específica de la existencia cristiana. Para alcanzarla, todo cristiano
necesita la ayuda de la Iglesia, mater et magistra. La pedagogía de la santidad es
un desafío, tan exigente como atrayente, para todos aquellos que detentan en la
Iglesia una responsabilidad de guía y de formación.

29. El empeño ardientemente misionero a favor de la evangelización tiene una


especial prioridad para la Iglesia, y por consiguiente para la pastoral
parroquial[135]. «Ha pasado ya, incluso en los países de antigua evangelización,
la situación de una “sociedad cristiana”, la cual, aun con las múltiples debilidades
humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de
afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida,
en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de los
pueblos y culturas que la caracteriza»[136].

En la sociedad de hoy, marcada por el pluralismo cultural, religioso y étnico, y


parcialmente caracterizada por el relativismo, el indiferentismo, el irenismo y el
sincretismo, parece que algunos cristianos casi se han habituado a una suerte de
“cristianismo” carente de referencias reales a Cristo y a su Iglesia; se tiende así a
reducir el proyecto pastoral a temáticas sociales abordadas desde una perspectiva
exclusivamente antropológica, dentro de un reclamo genérico al pacifismo, al
universalismo y a una referencia no bien precisada a los “valores”.

La evangelización del mundo contemporáneo se verificará sólo a partir del


redescubrimiento de la identidad personal, social y cultural de los cristianos.
¡Esto significa sobre todo el redescubrimiento de Jesucristo, Verbo encarnado,
único Salvador de los hombres![137] De este convencimiento se desprende la
exigencia de la misión, que urge de modo muy particular el corazón de todo
sacerdote y, a través de él, debe caracterizar a toda parroquia y comunidad
dirigida pastoralmente por él. «Pues, como ya enseñó mucho antes que nosotros
Gregorio Nacianceno (...) no es conveniente una misma exhortación para todos,
puesto que no todos están sujetos al mismo modo de vida (...). Por tanto,
cualquier maestro, a fin de edificar a todos en una misma virtud de caridad, debe
tocar los corazones de sus oyentes con la misma doctrina, pero no con la misma y
única exhortación»[138].

Será preocupación del párroco conseguir que las distintas asociaciones,


movimientos y agrupaciones presentes en la parroquia ofrezcan su específica
contribución a la vida misionera de ésta. «Tiene gran importancia para la
comunión el deber de promover diversas realidades de asociación, que tanto en
sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas de los movimientos
eclesiales, siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo
una auténtica primavera del Espíritu. Conviene ciertamente que, tanto en la
Iglesia universal como en las Iglesias particulares, las asociaciones y
movimientos actúen en plena sintonía eclesial y en obediencia a las directrices de
los pastores»[139]. Debe evitarse en el tejido parroquial cualquier género de
exclusivismo o de aislamiento por parte de grupos individuales, porque la
dimensión misionera descansa sobre la certeza, que debe ser compartida por
todos, de que «Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un
significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y
absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de
todos»[140].

La Iglesia confía en la fidelidad diaria de los presbíteros al ministerio pastoral,


empeñados en la propia e insustituible misión de velar por la parroquia encargada
a su guía.

A los párrocos y a los demás sacerdotes que sirven en las diversas comunidades,
no les faltan ciertamente dificultades pastorales, fatiga interior y física por la
sobrecarga de trabajo, no siempre compensada con saludables períodos de retiro
espiritual y de justo descanso. ¡Cuántas amarguras al constatar más tarde que,
con frecuencia, el viento de la secularización aridece el terreno en que se había
sembrado con grandes y prolongados esfuerzos! 

Una cultura ampliamente secularizada, que tiende a homologar al sacerdote con


las propias categorías de pensamiento, despojándolo de su fundamental
dimensión mistérico-sacramental, es fuertemente responsable de este fenómeno.
De aquí nacen los desánimos que pueden llevar al aislamiento, a una especie de
depresivo fatalismo, o a un activismo dispersivo. Esto no quita que la gran
mayoría de los sacerdotes en toda la Iglesia, correspondiendo a la solicitud de sus
obispos, afronta positivamente los difíciles desafíos de la actual coyuntura
histórica, y consigue vivir en plenitud y con alegría la propia identidad y el
generoso empeño pastoral.

Sin embargo, no faltan, también desde dentro, peligros como la burocratización,


el funcionalismo, el democraticismo, o la planificación que atiende más a la
gestión que a la pastoral. Por desgracia, en algunas circunstancias el presbítero
puede encontrarse oprimido por un cúmulo de estructuras no siempre necesarias,
que terminan por sobrecargarlo, y que tienen consecuencias negativas tanto sobre
su estado psicofísico como espiritual y, en consecuencia, repercuten
negativamente sobre el mismo ministerio.

El Obispo, que es ante todo padre de sus primeros y más preciados


colaboradores, ha de mostrarse especialmente vigilante en estas situaciones. De
modo singular, en estos momentos es actual y urgente la unión de todas las
fuerzas eclesiales para oponerse positivamente a las insidias de que son objeto el
sacerdote y su ministerio.

30. Teniendo en cuenta las actuales circunstancias de la vida de la Iglesia, de las


exigencias de la nueva evangelización, y considerando la respuesta que los
sacerdotes están llamados a dar, la Congregación para el Clero ha querido ofrecer
el presente documento como muestra de ayuda, aliento y estímulo al ministerio
pastoral de los presbíteros en la atención parroquial. En efecto, el contacto más
inmediato de la Iglesia con la gente tiene lugar normalmente en el ámbito de las
parroquias. Por tanto, nuestras consideraciones se limitan a la persona del
sacerdote en cuanto párroco. En él Cristo se hace presente como Cabeza de su
Cuerpo Místico, el Buen Pastor que cuida de cada oveja. Hemos pretendido
ilustrar la naturaleza mistérico-sacramental de este ministerio.

Este documento, a la luz de la enseñanza del Concilio Ecuménico Vaticano II y


de la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, se sitúa en continuidad con
el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, con la Instrucción
interdicasterial Ecclesiae de Mysterio y con la Carta circular El presbítero,
Maestro de la palabra, Ministro de los sacramentos y Guía de la comunidad
ante el Tercer Milenio cristiano.

Sólo es posible vivir el propio ministerio cotidiano mediante la santificación


personal, que debe apoyarse siempre en la fuerza sobrenatural de los
sacramentos, de la Santísima Eucaristía y de la Penitencia.

«La Eucaristía es la fuente desde la que todo mana y la meta a la que todo
conduce (...) Muchos sacerdotes, a través de los siglos, han encontrado en ella el
consuelo prometido por Jesús la noche de la Última Cena, el secreto para vencer
su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el
camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia
elección de fidelidad»[141].

Para profundizar en la vida sacramental y en la formación permanente[142], es


de gran estímulo una vida fraterna entre sacerdotes que no sea simple
convivencia bajo el mismo techo, sino comunión en la oración, en los proyectos
compartidos y en la cooperación pastoral, junto con el valor de la amistad
recíproca y con el Obispo. Todo esto constituye una notable ayuda para superar
las dificultades y pruebas en el ejercicio del ministerio sagrado. Todo presbítero
necesita no sólo el auxilio ministerial de sus propios hermanos: también necesita
de ellos en cuanto hermanos.

Entre otras cosas, podría habilitarse en la Diócesis una Casa para todos los
sacerdotes que, periódicamente, tienen necesidad de retirarse a un lugar adecuado
para el recogimiento y la oración, para reencontrar allí los medios indispensables
para su santificación.

En el espíritu del Cenáculo –donde los apóstoles estaban reunidos y perseveraban


unánimes en la oración con María, Madre de Jesús (Hch 1,14)–, a Ella confiamos
estas páginas, redactadas con afecto y reconocimiento hacia todos los sacerdotes
con cura de almas, esparcidos por todo el mundo. Que cada uno, en el ejercicio
del cotidiano “munus” pastoral, pueda gozar del auxilio de la Reina de los
Apóstoles, y sepa vivir en profunda comunión con Ella. En efecto, «en nuestro
sacerdocio ministerial se da la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a
la Madre de Cristo»[143]. ¡Consuela saber que «… junto a nosotros está la
Madre del Redentor, que nos introduce en el misterio de la ofrenda redentora de
su divino Hijo. "Ad Iesum per Mariam": que éste sea nuestro programa diario de
vida espiritual y pastoral»[144]!

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