El Presbítero
El Presbítero
El Presbítero
PASTOR Y GUÍA
DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL”
INSTRUCCIÓN
Premisa
«Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:
2. La presencia de Cristo, que así se realiza de manera ordinaria y diaria, hace de
la parroquia una auténtica comunidad de fieles. Por tanto, tener un sacerdote
como pastor es de fundamental importancia para la parroquia. El título de pastor
está reservado específicamente al sacerdote. En efecto, el orden sagrado del
presbiterado representa para él la condición indispensable e imprescindible para
ser nombrado válidamente párroco (cf. Código de derecho canónico, c. 521, 1).
Ciertamente, los demás fieles pueden colaborar activamente con él, incluso a
tiempo completo, pero, al no haber recibido el sacerdocio ministerial, no pueden
sustituirlo como pastor.
Donde falta el sacerdote se debe suplicar con fe e insistencia a Dios para que
suscite numerosos y santos obreros para su viña. En la citada exhortación
apostólica Pastores dabo vobis reafirmé que "hoy la espera suplicante de nuevas
vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en la
comunidad cristiana y en toda realidad eclesial" (n. 38). El esplendor de la
identidad sacerdotal y el ejercicio integral del consiguiente ministerio pastoral,
juntamente con el compromiso de toda la comunidad en la oración y en la
penitencia personal, constituyen los elementos imprescindibles para una urgente
e impostergable pastoral vocacional. Sería un error fatal resignarse ante las
dificultades actuales, y comportarse de hecho como si hubiera que prepararse
para una Iglesia del futuro imaginada casi sin presbíteros. De este modo, las
medidas adoptadas para solucionar las carencias actuales resultarían de hecho
seriamente perjudiciales para la comunidad eclesial, a pesar de su buena
voluntad.
4. La parroquia es, además, lugar privilegiado del anuncio de la palabra de Dios.
Este anuncio se articula en diversas formas, y cada fiel está llamado a participar
activamente en él, de modo especial con el testimonio de la vida cristiana y la
proclamación explícita del Evangelio, tanto a los no creyentes, para conducirlos a
la fe, como a cuantos ya son creyentes, para instruirlos, confirmarlos e
impulsarlos a una vida más fervorosa. Por lo que respecta al sacerdote, "anuncia
la Palabra en su calidad de "ministro", partícipe de la autoridad profética de
Cristo y de la Iglesia" (ib., 26). Y para desempeñar fielmente este ministerio,
correspondiendo al don recibido, "debe ser el primero en tener una gran
familiaridad personal con la palabra de Dios" (ib.). Aunque otros fieles no
ordenados lo superaran en elocuencia, esto no anularía el hecho de que es
representación sacramental de Cristo, cabeza y pastor, y de esto deriva sobre todo
la eficacia de su predicación.
La comunidad parroquial necesita esta eficacia, especialmente en el momento
más característico del anuncio de la Palabra por parte de los ministros
ordenados: precisamente por esto la proclamación litúrgica del Evangelio y la
homilía que la sigue están reservadas ambas al sacerdote.
“EL PRESBÍTERO,
PASTOR Y GUÍA
DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL”
PARTE I
Sacerdocio común y Sacerdocio ordenado
1. «Levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega»
(Jn 4,35).Estas palabras del Señor tienen la virtud de mostrar el inmenso
horizonte de la misión de amor del Verbo encarnado.«El Hijo eterno de Dios ha
sido enviado “para que el mundo se salve por medio de Él” (Jn 3,17) y toda su
existencia terrena, plenamente identificada con la voluntad salvífica del Padre, es
una constante manifestación de esa voluntad divina: la salvación universal,
querida eternamente por Dios Padre. Este proyecto histórico lo confía en legado a
toda la Iglesia y, de manera particular, dentro de ella, a los ministros ordenados.
En verdad es grande el misterio del cual hemos sido hechos ministros. Misterio
de un amor sin límites, ya que “habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)»[1].
Habilitados, pues, por el carácter y por la gracia del sacramento del Orden, y
hechos testigos y ministros de la misericordia divina, los sacerdotes de Jesucristo
se consagran voluntariamente al servicio de todos en la Iglesia. En cualquier
contexto social y cultural, en todas las circunstancias históricas, incluidas las
actuales, en que se advierte un clima agresivo de secularismo y de consumismo
que aplasta el sentido cristiano en la conciencia de muchos fieles, los ministros
del Señor son conscientes de que «ésta es la victoria que ha vencido al mundo:
nuestra fe» (1 Jn 5,4). Las actuales circunstancias sociales constituyen , de hecho,
una buena ocasión para volver a llamar la atención sobre la fuerza invencible de
la fe y del amor en Cristo, y para recordar que, pese a las dificultades y a la
«frialdad» del ambiente, los fieles cristianos - como también, aunque de modo
distinto, los no creyentes - están siempre presentes en el diligente trabajo pastoral
de los sacerdotes. Los hombres desean encontrar en el sacerdote a un hombre de
Dios, que diga con San Agustín: «Nuestra ciencia es Cristo, y nuestra sabiduría
es también Cristo. Él plantó en nuestras almas la fe de las cosas temporales, y en
las eternas nos manifiesta la verdad»[2]. Estamos en un tiempo de nueva
evangelización: hay que saber ir en busca de las personas que se encuentran a la
espera de poder encontrar a Cristo.
b) La unidad de vida
Entre todos los aspectos, merece particular atención el de la docilidad a las leyes
y a las disposiciones litúrgicas de la Iglesia, es decir, el amor fiel a una normativa
que tiene el fin de ordenar el culto de acuerdo con la voluntad del Sumo y Eterno
Sacerdote y de su Cuerpo místico. La sagrada Liturgia es considerada como el
ejercicio del sacerdociode Jesucristo[54], acción sagrada por excelencia, «cumbre
a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde
mana toda su fuerza»[55]. Por consiguiente, éste es el ámbito donde mayor debe
ser la conciencia de ser ministro, y de actuar en conformidad con los
compromisos libre y solemnemente asumidos ante Dios y la comunidad. «La
reglamentación de la sagrada liturgia es de la competencia exclusiva de la
autoridad eclesiástica; ésta reside en la Sede Apostólica y, en la medida que
determine la ley, en el Obispo. (...) Por lo mismo, que nadie, aunque sea
sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la
liturgia»[56]. Arbitrariedades, expresiones subjetivistas, improvisaciones y
desobediencia en la celebración eucarística constituyen otras tantas evidentes
contradicciones con la esencia misma de la Santísima Eucaristía, que es el
sacrificio de Cristo. Lo mismo vale para la celebración de los otros sacramentos,
sobre todo para el Sacramento de la Penitencia, mediante el cual se perdonan los
pecados y se reconcilia uno con la Iglesia[57].
17. «Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su “estar en una
Iglesia particular” constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo
para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra,
precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia particular, una fuente de
significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto su
misión pastoral, como su vida espiritual»[60]. Se trata de una materia importante,
de la que se debe adquirir una visión amplia, que tenga en cuenta cómo «la
pertenencia y dedicación a una Iglesia particular no circunscriben la actividad y
la vida del presbítero, pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia particular y
del ministerio sacerdotal, aquellas no pueden reducirse a estrechos límites»[61].
PARTE II
La Parroquia y el Párroco
Cuanto se dice del párroco, por analogía, y bajo el perfil de una función pastoral
de guía, afecta también en gran medida a aquellos sacerdotes que prestan su
ayuda en la parroquia, y a cuantos tienen específicos encargos pastorales, por
ejemplo, en lugares donde se concentran grupos de fieles (hospitales,
universidades, escuelas...), o en labores de asistencia a inmigrantes, extranjeros,
etc.
En este sentido, la parroquia, que es como una célula de la diócesis, debe ofrecer
«un claro ejemplo de apostolado comunitario, al reducir a unidad todas las
diversidades humanas que en ella se encuentran e insertarlas en la universalidad
de la Iglesia»[70]. La communitas christifidelium, en la noción de parroquia,
constituye el elemento esencial de base, de carácter personal, y, con tal
expresión, se quiere subrayar la relación dinámica entre personas que, de manera
determinada, bajo la guía indispensable de su propio pastor, la componen. Por
regla general, se trata de todos los fieles de un territorio determinado; o bien,
solamente de algunos fieles, en el caso de las parroquias personales, constituidas
sobre la base del rito, la lengua, la nacionalidad u otras motivaciones
concretas[71].
20. Para desempeñar la misión de pastor en una parroquia, que comporta la plena
cura de almas, se requiere de modo absoluto el ejercicio del orden sacerdotal[80].
Por tanto, además de la comunión eclesial[81], el requisito explícitamente
exigido por el derecho canónico para que cualquiera pueda ser nombrado
válidamente párroco es que haya sido constituido en el sagrado Orden del
presbiterado[82].
Sobre el párroco, como es obvio, por una razón de efectiva caridad pastoral,
graba el deber de ejercer una atenta y primorosa vigilancia sobre todos y cada
uno de sus colaboradores. En aquellos países en que existen fieles pertenecientes
a diferentes grupos lingüísticos, si no fuera erigida una parroquia personal[87], u
otra solución adecuada, será el párroco territorial, como pastor propio[88], el que
se preocupe de atender las peculiares necesidades de sus fieles, también en lo que
afecta a sus específicas sensibilidades culturales.
21. En cuanto a los medios ordinarios de santificación, el can. 528 establece que
el párroco debe empeñarse particularmente en que la Santísima Eucaristía
constituya el centro de la comunidad parroquial, y que todos los fieles puedan
alcanzar la plenitud de la vida cristiana mediante una consciente y activa
participación en la sagrada Liturgia, la celebración de los sacramentos, la vida de
oración y las buenas obras.
Además, debe hacerse todo lo posible por «respetar la sensibilidad del penitente
en loconcernientea la elección de la modalidad de la confesión, es decir, cara a
cara o a través de la rejilla del confesionario»[92]. El confesor también puede
tener razones pastorales para preferir el uso del confesionario con rejilla[93].
22 Por su parte, el can. 529 contempla las exigencias principales que comporta el
cumplimiento de la función pastoral parroquial, configurando así en cierto
sentido la actitud ministerial del párroco. Como pastor propio, éste se esfuerza en
conocer a los fieles confiados a su cura, evitando caer en el peligro del
funcionalismo: no es un funcionario que cumple un papel y ofrece servicios a los
que lo solicitan. Como hombre de Dios, ejerce de modo pleno el propio
ministerio, buscando a los fieles, visitando a las familias, participando en sus
necesidades, en sus alegrías; corrige con prudencia, cuida de los ancianos, de los
débiles, de los abandonados, de los enfermos, y se entrega a los moribundos;
dedica particular atención a los pobres y a los afligidos; se esfuerza en la
conversión de los pecadores, de cuantos están en el error, y ayuda a cada uno a
cumplir con su propio deber, fomentando el crecimiento de la vida cristiana en
las familias[97].
Por otra parte, el párroco debe colaborar con el Obispo y con los otros presbíteros
de la diócesis para que los fieles, participando en la comunidad parroquial, se
sientan también miembros de la diócesis y de la Iglesia universal[99]. La
creciente movilidad de la sociedad actual hace necesario que la parroquia no se
cierre en sí misma y sepa acoger a los fieles de otras parroquias que la
frecuentan, y también evite mirar con desconfianza que algunos parroquianos
participen en la vida de otras parroquias, iglesias rectorales, o capellanías.
Más que funciones exclusivas del párroco, o incluso derechos exclusivos suyos,
le son confiadas de modo especial en razón de su particular responsabilidad; debe
por tanto realizarlas personalmente, en cuanto sea posible, o al menos seguir su
desarrollo.
Para que en una comunidad puedan florecer más fácilmente las vocaciones
sacerdotales, es de gran ayuda que exista en ella un vivo y difundido sentimiento
de auténtico afecto, de profunda estima, de fuerte entusiasmo por la realidad de la
Iglesia, Esposa de Cristo, colaboradora del Espíritu Santo en la obra de la
salvación.
«Todos los fieles tienen la facultad, es más, incluso a veces el deber, de dar a
conocer su parecer sobre los asuntos concernientes al bien de la Iglesia, cosa que
puede realizarse gracias a instituciones establecidas para tal fin: [...] El consejo
pastoral podrá prestar una ayuda muy útil ... haciendo propuestas y ofreciendo
sugerencias respecto a las iniciativas misioneras, catequéticas y apostólicas, [...]
respecto a la promoción de la formación doctrinal y de la vida sacramental de los
fieles; respecto a la ayuda que ha de ofrecerse a la acción pastoral de los
sacerdotes en los diversos ámbitos sociales o zonas territoriales; respecto al modo
de sensibilizar cada vez mejor a la opinión pública, etc.»[124]. El consejo
pastoral pertenece al ámbito de las relaciones de mutuo servicio entre el párroco
y sus fieles y, por tanto, no tendría sentido considerarlo como un órgano que
sustituye al párroco en la dirección de la parroquia o que, con un criterio de
mayoría, condicione prácticamente la dirección del párroco.
En este mismo sentido, los sistemas de deliberación respecto a las cuestiones
económicas de la parroquia, permaneciendo firme la norma de derecho para la
recta y honesta administración, no pueden condicionar la función pastoral del
párroco, el cual es representante legal y administrador de los bienes de la
parroquia[125].
27. Si toda la Iglesia ha sido invitada en los inicios del nuevo milenio a alcanzar
«un renovado impulso en la vida cristiana», fundado en la conciencia de la
presencia de Cristo Resucitado entre nosotros[126], debemos saber extraer
consecuencias para la pastoral en las parroquias.
Son siete las prioridades pastorales que ha individuado la Novo Millenio ineunte:
la santidad, la oración, la Santísima Eucaristía dominical, el sacramento de la
Reconciliación, el primado de la gracia, la escucha de la Palabra y el anuncio de
la Palabra[130]. Estas prioridades, surgidas especialmente de la experiencia del
Gran Jubileo, no sólo ofrecen el contenido y la sustancia de las cuestiones sobre
las que los párrocos y los sacerdotes implicados en la cura animarum parroquial
deben meditar con atención, sino que también sintetizan el espíritu con que se
debe afrontar esta tarea de renovación pastoral.
Sin sacerdotes verdaderamente santos sería muy difícil tener un buen laicado, y
todo estaría como falto de vida; del mismo modo que, sin familias cristianas –
iglesias domésticas–, es muy difícil que llegue la primavera de las vocaciones.
Por tanto, es un error enfatizar el papel del laicado descuidando el del sacerdocio
ordenado porque, actuando así, se termina penalizando el mismo laicado y
haciendo estéril la entera misión de la Iglesia.
A los párrocos y a los demás sacerdotes que sirven en las diversas comunidades,
no les faltan ciertamente dificultades pastorales, fatiga interior y física por la
sobrecarga de trabajo, no siempre compensada con saludables períodos de retiro
espiritual y de justo descanso. ¡Cuántas amarguras al constatar más tarde que,
con frecuencia, el viento de la secularización aridece el terreno en que se había
sembrado con grandes y prolongados esfuerzos!
«La Eucaristía es la fuente desde la que todo mana y la meta a la que todo
conduce (...) Muchos sacerdotes, a través de los siglos, han encontrado en ella el
consuelo prometido por Jesús la noche de la Última Cena, el secreto para vencer
su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el
camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia
elección de fidelidad»[141].
Entre otras cosas, podría habilitarse en la Diócesis una Casa para todos los
sacerdotes que, periódicamente, tienen necesidad de retirarse a un lugar adecuado
para el recogimiento y la oración, para reencontrar allí los medios indispensables
para su santificación.