La Evolución de La Enseñanza Literaria - Colomer
La Evolución de La Enseñanza Literaria - Colomer
La Evolución de La Enseñanza Literaria - Colomer
Notas:
1
COLOMER, Teresa (1996): «La evolución de la enseñanza literaria».
Aspectos didácticos de Lengua y Literatura, 8. Zaragoza: ICE de la Universidad
de Zaragoza, 127-171.
Teresa Colomer
En este sentido, cabe señalar que la constitución de una sociedad altamente alfabetizada y
progresivamente escolarizada en todos los sectores sociales y hasta edades más tardías ha
conllevado forzosamente un cambio vertiginoso en la enseñanza de la literatura, ya que ésta
se ha visto desposeída de su identificación secular con el acceso a la lengua escrita y se ha visto
obligada a redefinir la competencia literaria exigible a todos los ciudadanos y ciudadanas.
Por otra parte, la evolución de las sociedades postindustriales hacia formas cada vez más
complejas de trabajo basado en la capacidad de operar simbólicamente ha venido
acompañada de un interés central por el conocimiento del lenguaje. Así, la reflexión sobre el
lenguaje en sus múltiples funciones y desde las más variadas perspectivas han caracterizado el
pensamiento teórico de nuestro siglo. Los cambios producidos en los parámetros de las
disciplinas interesadas en el fenómeno literario han causado un impacto evidente en el modo
de concebir su enseñanza y en los instrumentos ensayados para hacerlo.
Puede afirmarse, pues, que la enseñanza de la literatura se halla actualmente ante el reto de
crear una nueva representación estable de la educación literaria que responda a un acuerdo
generalizado sobre la función que la literatura debe cumplir en la formación de los ciudadanos
de las sociedades occidentales en las postrimerías del siglo, especifique los objetivos
programables a lo largo del período educativo y articule las actividades e instrumentos
educativos que mejor puedan cumplirlos.
Para proceder al balance de la situación actual, esbozaremos brevemente, a continuación, la
evolución seguida por la enseñanza de la literatura, deteniéndonos especialmente en la crisis
producida en la década de los setenta de nuestro siglo como situación inmediata a partir de la
cual empieza a reconstruirse un nuevo concepto de educación literaria.
Tal y como señalan Chartier y Hébrard (1994)2, hasta la invención de la imprenta en el siglo XV,
la enseñanza literaria formó parte del aprendizaje de la escritura en relación a la oralidad. En
las escuelas eclesiásticas los alumnos aprendían a copiar los textos, a escribir al dictado y a
construir discursos a partir de los recursos retóricos de la antigüedad clásica y de los textos
sagrados, ya que escribir al dictado o construir discursos orales eran las finalidades principales
de los escribientes, notarios o clérigos que ostentaban el poder social del escrito.
Con el tiempo, el estudio de la retórica como arte del discurso eficaz, empezó a reducirse al
estudio de las figuras de estilo. Es decir, empezó a reducir sus dominios -la inventio, la
dispositio, la elocutio, la memoria y la pronunciato- en favor de la elocutio, como estilística. A
partir de modelos, se entrenaba a los alumnos en el discurso narrativo, dramático, didáctico,
satírico, polémico, oratorio o lírico, así como en los tonos trágico o cómico, como aplicación de
los principios teóricos adquiridos4. A lo largo del siglo XIX, especialmente a partir de los
movimientos románticos, se produjeron críticas a la enseñanza retórica, tildando de
formalistas y vacías de contenido este tipo de actividades docentes y acusándolas de
enmascaramiento de la falta de inspiración artística. Si este debate fue especialmente
temprano y activo en Francia5, sus argumentos empiezan a aparecer en España en el año
1845, con la reforma de los estudios universitarios y de segunda enseñanza del plan Pidal, que
introdujo algunos cambios en esta orientación educativa. Así, con la creación de
establecimientos públicos de segunda enseñanza se agruparon los estudios dispersos hasta
entonces en seminarios, colegios de jesuitas, cátedras, etc. y se inició el debate sobre la
oportunidad de mantener el enfoque retórico en el estudio unificado de la literatura.
El paso de la literatura a una actividad centrada en la lectura iniciará su andadura social a partir
de la Reforma protestante, primero, gracias a la defensa del acceso directo a las sagradas
escrituras y, posteriormente, con la difusión generalizada de conocimientos religiosos católicos
a través del catecismo y de los libros de piedad.
Este tipo de lectura, sin embargo, perseguía esencialmente la memorización de los textos, de
manera que no se cuestionaba la falta de comprensión infantil de las verdades religiosas
leídas, sino que se pretendía difundir su simple posesión, puesto que la explicación de los
textos se reservaba a las formas orales de los sermones religiosos, presentes a lo largo de toda
la vida de los ciudadanos. Aún en el siglo XIX los decretos educativos desaconsejaban la lectura
de novelas, romances y otros libros perniciosos y establecían como lecturas adecuadas a la
etapa primaria, el silabario, el catecismo y las Fábulas de Samaniego6, lecturas dirigidas, pues,
al aprendizaje moral y memorístico.
Las funciones de la lectoescritura, sin embargo, resultaron profundamente afectadas por los
cambios sociales producidos a partir del siglo XVIII. A partir de entonces se inició la
generalización de la escuela de masas impulsada, en primer lugar, por órdenes religiosas, tales
como los salesianos. Con este cambio educativo surgirán nuevos instrumentos didácticos que
han permanecido estables hasta ahora -como la pizarra o el manual escolar, por ejemplo- o
nuevas instancias educativas, tales como los seminarios religiosos, que darán lugar más tarde a
las Escuelas Normales seglares, dedicadas a la formación de maestros. Se inicia, así, de forma
imparable la alfabetización progresiva de toda la población, aunque no llegará a completarse
en nuestro país hasta bien entrado el siglo XX7.
Los cambios políticos y culturales del siglo XIX configuraron el antecedente inmediato de los
modelos de enseñanza literaria vigentes en la actualidad. El fin del clasicismo como eje
educativo, la constitución de la literatura propia como esencia cultural de las nacionalidades
y el establecimiento de un sistema educativo generalizado y obligatorio cambiaron la
función de la enseñanza literaria, que se encaminó entonces a la creación de la conciencia
nacional y de la adhesión emotiva de la población a la colectividad propia.
En todos los países, la historiografía literaria seleccionó y sancionó los autores y las obras
claves del patrimonio nacional y creó la conciencia de un pasado y un bagaje cultural que
debían ser difundidos y exaltados durante la etapa escolar. Paralelamente, las distintas
materias de enseñanza se independizaron tanto del libro único utilizado en las aulas, como de
las formas narrativas que había adoptado la presentación de los conocimientos en la etapa
primaria8. Las materias de conocimientos pasaron a utilizar la lectura enciclopédica de
«lecciones de cosas» que segregó la lectura funcional del aprendizaje tradicional de la lectura.
La aparición de estos factores condujo a la creación de un área específica de lengua y literatura
nacionales, tanto en la segunda enseñanza como en la primera, que recibió una mayor
atención, por primera vez, en virtud de la conciencia de la necesidad de una educación
generalizada a toda la población. Justamente, la Ley Moyano de 1857 en España había
establecido -entre otros principios básicos para la creación de un aparato educativo moderno,
tales como la definición de la educación como un servicio público- la división del sistema
educativo en tres niveles y había definido la segunda enseñanza como una ampliación de los
conocimientos aprendidos en la primaria, a la vez que como una preparación para la
Universidad9.
Poco a poco, la etapa primaria fue apartándose así de la lectura como simple memorización
reverencial con finalidades morales y se esforzó en adoptar el modelo propio de secundaria,
de manera que la comprensión de los textos nacionales y la experiencia estética pasaron a ser
objetivos compartidos por ambas etapas. Para ello los maestros se vieron en la necesidad de
incluir la literatura en su formación profesional, debieron utilizar técnicas de lectura y de
explicación de textos y tuvieron que adoptar las antologías para unificar las referencias
literarias de toda la población.
Para la minoría social de la población que accedía a estudios superiores, la nueva función de la
literatura también provocó cambios en el modelo anterior de enseñanza. En medio de grandes
polémicas, los textos clásicos cedieron su lugar a la literatura nacional y el aprendizaje de la
retórica decayó en favor de la lectura profundizada de los textos, lectura a la que se unió
pronto el aprendizaje de la historia literaria.
Núñez (1994)11 describe el desarrollo de este proceso a mediados del siglo XIX, desde la
reunión de la retórica y la poética, realizada por Quintana12, bajo el nombre de «literatura»,
hasta la difusión del Manual de literatura de Gil de Zárate en 1842-4413. Como señala Núñez,
una vez que los humanistas dejaron de separar ya ambas materias y dejó de verse la formación
de poetas u oradores como la finalidad del estudio de la literatura, pudo afirmarse que «pocos
preceptos, y muchos y bien escogidos ejemplos, coadyuvarán mejor a encontrar los medios de
expresión con los que manifestar correctamente nuestros pensamientos, y nos formarán el
gusto»14. Términos como «Principios» o «Elementos» de literatura, o la misma denominación
de «historia» aparecieron entonces en los manuales y programas de estudio a medida que se
arrinconaba el modelo preceptivo-retórico y se traducía en la enseñanza el viraje teórico
producido al constituirse la literatura como disciplina a partir del pensamiento positivista. De
este modo, la enseñanza de la literatura pasó a cumplir una función estable de identificación
con la cultura nacional a través del traspaso ordenado del patrimonio literario.
Desde las corrientes pedagógicas más renovadoras, se produjo también la búsqueda de una
biblioteca ideal que, desde la escuela, ofreciera a niños, niñas y adolescentes la posibilidad de
cultivar su sensibilidad con la lectura de obras de calidad adecuadas a su edad. Así, por
ejemplo, las instituciones pedagógicas catalanas intervinieron activamente en el fomento de
creación de libros infantiles de calidad y una de sus figuras más destacadas, Artur Martorell,
señaló a Scott, Kipling, Verne, Dickens, Daudet, Homero, Grimm, Andersen, Mark Twain, Poe y
Wells entre los autores extranjeros, además de Ruyra, Vilanova, Maragall y Verdaguer, entre
los catalanes, como lecturas apropiadas para la etapa escolar15, selección muy próxima en sus
criterios, por otra parte, a la realizada por la Institución Libre de Enseñanza para su biblioteca
juvenil.16
Asimismo, la preocupación por la lectura completa de obras, tan alejada de las disposiciones
educativas oficiales, se tradujo en el empeño por el establecimiento de bibliotecas públicas en
el país. El lamento generalizado por la falta de lectura en España que puede apreciarse en
tantos escritos de la época podía hacer extensible su argumentación, con toda facilidad, al
estado de las bibliotecas. Efectivamente, en 1881 sólo había en España 1.113 bibliotecas con
un depósito total de cuatro millones de volúmenes, mientras que el cálculo de las necesidades
de la población hubiera requerido más de 60.000. Sólo con el cambio de siglo, sin embargo,
empezará a paliarse en algo esta situación, por ejemplo, a través de las iniciativas de la
Mancomunidad catalana y del Ayuntamiento de Barcelona que importaron muchos de los
planteamientos y de las actividades del movimiento bibliotecario de otros países17. La escasez
de bibliotecas no permitirá el desarrollo de un discurso potente sobre la necesidad del acceso
social libre a los textos, discurso desarrollado como contrapunto -a menudo enfrentado,
aunque finalmente complementario-, al de la escuela, tal y como sucedió en otros países de
nuestro entorno18.
La defensa de la fantasía en las lecturas infantiles y adolescentes no fue el único principio que
caracterizó a las corrientes educativas renovadoras respecto de las oficialistas desde finales del
siglo XIX hasta los inicios del XX. La introducción de la literatura universal, la fusión de la etapa
primaria y secundaria en una continuidad educativa, la demanda de la obligatoriedad escolar
entre los 6 y los 13 años, el ejercicio de la conversación y el diálogo como método pedagógico
y la interrelación entre escuela y vida, fueron otros tantos elementos de sus planteamientos
que, en muchos casos, parecen aún absolutamente novedosos y vigentes.
En definitiva, pues, el cambio de la enseñanza literaria desde mediados del siglo pasado llevó,
a lo largo de la primera mitad del siglo XX, a la lectura de obras completas -escogidas, con
distinto énfasis, por su formación moral, por su sensibilización estética y por su accesibilidad- y
a la lectura y explicación oral de textos literarios, agrupados en antologías que se
confeccionaron mayoritariamente a partir de centros de interés19 en la primaria o según
criterios cronológicos en la secundaria.
A nivel social, la escuela tuvo que afrontar el fracaso de su modelo de lectura y, por lo tanto,
de la enseñanza literaria20 que la había configurado. La explosión demográfica, la progresiva
escolarización de todos los adolescentes en la etapa de secundaria, la extensión social de los
medios de comunicación de masas y la diversidad de los objetivos escolares de lectura hicieron
estallar un modelo de enseñanza basado en la lectura intensiva de textos literarios. El fracaso
de la lectura sancionó el fracaso de las esperanzas de democratización a través de la escuela, el
fin del mito de los «lectores ávidos de libros y los obreros ansiosos de saber» que desde el siglo
pasado habían movilizado grandes esfuerzos en pro de la apertura de escuelas y de la difusión
de libros en los lugares más inaccesibles. La literatura dejó de verse como sinónimo de cultura
en una sociedad donde la selección de las élites pasó a manos de la ciencia y la tecnología y
donde la transmisión ideológica y de modelos de conducta hallaron un poderoso canal en el
desarrollo de los mass-media. Así, a las áreas artísticas y de humanidades pareció
corresponderles, como mucho, el intento de formar a la población en el disfrute de un ocio de
mayor calidad.
Pero si tanto la práctica escolar como los cambios socioculturales condicionaron los cambios
en la enseñanza de la literatura, fueron los cambios teóricos en las disciplinas de referencia los
que determinaron de un modo inmediato la crisis de la enseñanza literaria.
Como es bien sabido, la década de los setenta se caracterizó por la renovación del área de
lengua a partir de los avances de la lingüística. El dominio de la expresión, la lengua oral, la
relación con los mass media y la lectura de la imagen constituyeron nuevas preocupaciones
para los enseñantes de lengua que basaron sus clases en ejercicios comunicativos, extraídos de
la enseñanza de las lenguas extranjeras, y en la gramática descriptiva. La literatura dejó de
constituir el eje de la formación escolar y, aunque los alumnos leían y escribían más que nunca
(y los profesores pasaban a corregir miles de textos de todas clases), se trataba ya de un
instrumento de uso y no de un finalidad formativa en sí misma. La Ley de Educación de 1970
estableció la obligatoriedad de la biblioteca escolar en los centros y, aunque su desarrollo ha
resultado bastante problemático, su creación en aquellos momentos resulta representativa del
auge de una nueva concepción de la lectura como una actividad libre, individual, silenciosa y
diversificada.
Resulta ya un lugar común el señalar el Congreso de Cérisy-La Salle de 1969 como el inicio de la
ruptura con la enseñanza de la historia literaria, propiciada por el estructuralismo, a partir de
las premisas del formalismo ruso y del Círculo de Praga 21. Las actas de este congreso22,
dirigido por T. Todorov y S. Doubronski, constituyeron un punto de referencia ineludible en el
proceso que llevó a situar el centro de la enseñanza literaria en la explotación del texto y que
difundió los conceptos de «literariedad» y «función poética del lenguaje»23 como ejes
definitorios del texto literario.
Los movimientos de renovación italianos, con asociaciones como CIDI, LEND, MCE y sus
revistas y publicaciones correspondientes43, han tenido también una fecunda relación con los
movimientos de renovación de nuestro país, sobre todo a nivel de escuela infantil y primaria.
La renovación de la educación lingüística se ha beneficiado sin duda de esta relación y algunos
aspectos de la nueva formulación de la educación literaria -incluso esta misma denominación-
pueden rastrearse en la influencia italiana. Es el caso evidente de la entusiasta adopción de las
propuestas de Gianni Rodari44 para la renovación de la redacción literaria en la escuela
primaria. En la etapa secundaria, la influencia ha permanecido en un nivel teórico -con Segre y
otros autores como referente de autoridad- a pesar de algunos artículos de síntesis del debate
italiano45 y de difusión de sus propuestas de programación46. En cambio, recientemente, han
empezado a aparecer algunos materiales didácticos que importan algunos enfoques
adoptados ya desde hace algún tiempo en la renovación de los manuales de lengua y literatura
de aquel país47.
La crisis producida por las nuevas formulaciones y perspectivas sobre el fenómeno literario
condujo la generalización de nuevas prácticas educativas en las décadas de los setenta y
ochenta. Si bien presididas por la perplejidad de la función literaria y por la insatisfacción en la
definición de objetivos e instrumentos adecuados, tanto la etapa primaria como la secundaria
introdujeron nuevos métodos de enseñanza.
La necesidad escolar de hallar textos literarios más cercanos a los intereses y a la capacidad
comprensiva de los alumnos se hizo más acuciante desde el instante en que la lengua literaria
ya no fue vista como la cima de las posibilidades de expresión de una lengua, entró en crisis la
presentación modélica e histórica de los autores clásicos y se abrió paso la idea de que era
necesario formar un lector «competente»53. Para responder a esta demanda se introdujeron
en la escuela dos nuevos tipos de textos: la literatura de tradición oral y la literatura infantil y
juvenil.
La literatura infantil y juvenil, por otra parte, se reveló como la única forma de fomentar el
acceso libre al texto de los niños y niñas a través de actividades de incitación a la lectura y de
creación de hábitos lectores que posibilitaran la formación de la competencia lectora. Desde
los estudios de Jenkinson (1940)55 a los de Whitehead (1977)56 sobre los intereses lectores,
se había venido recomendando un tiempo de lectura independiente en la escuela. Así, por
ejemplo, a mediados de los setenta se había implantado en 37 estados de los Estados Unidos
un programa de lectura denominado USSR (Uninterrupted Sustained Silent Reading57), si bien,
en nuestro país, fue la influencia de la pedagogía francesa la que propició la introducción de
actividades de biblioteca escolar y de un tiempo individual de lectura. Otra actividad didáctica
-«recuperada» en realidad de las antiguas prácticas escolares tal como hemos señalado
anteriormente-, fue la lectura colectiva de obras en el aula, actividad especialmente
interesante al proporcionar el referente común necesario para ejercitar la competencia
literaria con la ayuda del profesor y del resto de lectores en los aspectos de construcción
global de la obra, aspectos imposibles de analizar en los fragmentos aislados presentes en los
libros de texto58.
Desde la reflexión educativa se estableció pronto el consenso sobre la esterilidad del eje
cronológico, carente de función social e incapaz de interesar a los nuevos adolescentes. La
introducción de las aportaciones provenientes de la perspectiva lingüístico-semióticas fue
avalada por la ventaja del fomento en los alumnos de una actitud de análisis textual
intelectualmente activa y científica, en contraposición a la tradicional recepción pasiva de
valoraciones intuitivas o de nociones históricas preconcebidas. Ya no se trataba de la
transmisión del bagaje literario de la comunidad y de la literatura como formación moral y
estética, sino de adquirir elementos de análisis que revelaran la construcción de la obra. La
complejidad de esta tarea, sin embargo, la llevó a gravitar en la mediación de un enseñante
poseedor de saberes técnicos.
La enseñanza en la etapa secundaria optó, pues, por el acceso al texto, pero a través de la
generalización del llamado «comentario de texto» a partir del aparato formal del
estructuralismo, tal como hemos señalado anteriormente. La obra literaria fue contemplada
como un objeto susceptible de ser montado y desmontado en «talleres de trabajo» por
contraposición a su consideración desde una mística de la excelencia60. La unidad de los
textos de referencia se desvaneció, ya que lo importante eran las obras en sí mismas y no su
relación en un sistema literario preestablecido. En definitiva, un alto nivel de exigencia en la
lectura del texto, la especialización de los saberes requeridos y la multiplicidad de las
perspectivas de enfoque adoptadas caracterizaron el intento de la enseñanza literaria por
liberarse de las denuncias de imprecisión y uso ideológico de la antigua explicación de textos, y
por refundar su disciplina desde bases tan innovadoras como las que estaban sosteniendo la
renovación de la enseñanza lingüística.
En este último sentido, la de Colombo (1985) supone una de las formulaciones más radicales
de reformulación en los curricula. En un título bien explícito -«Storia de la letteratura o storia
della cultura? Un'ipotesi per la riforma»62 - propone la dilatación del contenido de la
enseñanza de la historia literaria hasta convertirse en una área disciplinar más amplia que
abarque la historia de la cultura. Esta respuesta solucionaría el callejón sin salida de tres tipos
imposibles de enseñanza cronológica de la literatura:
1. En primer lugar, la historia de las obras literarias no puede ser una simple crónica, sino una
ciencia de la transformación que requiere del estudio de una gran cantidad de obras mayores y
menores para dar cuenta de su evolución.
2. En segundo lugar, la historia de la forma literaria parece muy poco consolidada a nivel
teórico, y aún en el caso que este avance se produjera, el interés por conocer los cambios se
referiría siempre a su explicación, y no a su simple descripción. Para hallar las causas se
debería, precisamente, salir del campo exclusivamente literario y moverse en el campo de la
complejidad cultural.
Este clima llevó a los enseñantes a colaborar activamente en las iniciativas editoriales que se
dirigieron a cubrir las necesidades de la nueva franja de población escolarizada. El inicio de
colecciones juveniles coincidió en el tiempo en los distintos países, y aún en los autores y
títulos publicados. En ellas aparecieron reediciones de obras juveniles clásicas y narraciones
propias de una franja compartible por parte de lectores adultos y adolescentes66. Pero la
novedad que caracterizó este nuevo producto fue la irrupción de temáticas adolescentes y
técnicas poco convencionales hasta entonces en los libros infantiles. Si la necesidad de fantasía
narrativa de muchos adolescentes se había refugiado en el cómic, la ciencia ficción o el
reportaje de aventuras, estos medios traspasaron entonces sus recursos a la nueva novela
juvenil. Esta apareció como un campo propicio para el desarrollo del realismo urbano y la
introspección psicológica, a los que se añadió pronto el renacimiento de la magia y la fantasía a
través de los géneros más adecuados a esta edad: la ciencia ficción, la épica mítica y la fantasy.
También se produjeron nuevos fenómenos como la creación de libros-juego, e incluso se
asistió a la sorprendente resurrección de un género que se daba por desaparecido: la school's
story. Con todo ello, la etapa secundaria pudo reproducir la polémica sobre el uso escolar de
estos textos que se había saldado, lógicamente con mayor facilidad, en la escuela primaria con
su adopción generalizada67.
ArribaAbajo5. La literatura como construcción de la experiencia cultural del individuo
1. La subordinación de los textos literarios a actividades lingüísticas que nada tienen que ver
con su constitución específica.
3. El excesivo peso de la literatura infantil, y aún del folklore, que limita innecesariamente el
corpus conocido y restringe el dominio de la creación literaria a unos pocos tipos textuales,
como el cuento popular o los caligramas.
4. La falta de articulación de las actividades de lectura intensiva, extensiva en el aula y
autónoma, de manera que tanto se desvirtúa su función (asociando la lectura libre con
resúmenes y guías de trabajo) como se yerra en sus objetivos (abordando la lectura colectiva
de una obra entera como si se tratara de una sucesión de fragmentos deslavazados).
1. La subordinación del sentido del texto al aparato formal de su análisis con la consiguiente
confusión de objetivos y métodos.
La focalización sobre el texto se ha ampliado así, tanto hacia los factores externos del
funcionamiento social del fenómeno literario como hacia los factores internos de la
construcción del significado por parte del lector. El carácter literario no reside en la sustancia
lingüística sino en su forma de uso, en las convenciones que regulan la relación entre el texto y
el lector en el acto concreto de lectura. Si el lector cuya colaboración se requiere es el alumno
de la educación obligatoria, la enseñanza de la literatura se ha visto enfrentada con mayor
urgencia a definir qué es lo que la literatura aporta a los niños, niñas y adolescentes actuales y
cómo éstos pueden aprender las reglas del juego.
De este modo, y bajo las nuevas perspectivas teóricas, se está produciendo en la enseñanza,
un retorno renovado a la afirmación del valor epistemológico de la literatura, a su capacidad
cognoscitiva de interpretación de la realidad y de construcción sociocultural del individuo70.
Pero el punto de partida se sitúa ahora en las necesidades formativas de los alumnos y en la
elección de los elementos teóricos que se revelen útiles para el proyecto educativo, y no en la
vulgarización de las teorías literarias propias del saber académico. Si en los años setenta los
avances de la lingüística provocaron la atención educativa hacia la expresión de los alumnos y
la centralidad del texto, en los años ochenta el desplazamiento teórico hacia el lector y los
avances de las disciplinas psicopedagógicas han conducido a la preocupación por los procesos
de comprensión y por la construcción del pensamiento cultural. En este sentido, la sustitución
del término «enseñanza de la literatura» por el de «educación literaria» se propone evidenciar
el cambio de perspectiva de una enseñanza basada en el aprendizaje del discente.
Recientemente, en nuestro país, Etreros (1995)71 defendía la posibilidad de coincidencia
fructífera entre los principios psicopedagógicos que informan la LOGSE y las teorías literarias
aplicables a la enseñanza tras definir la función de la literatura en el sentido que venimos
comentando:
Qué tipo de corpus literario debe adoptar la enseñanza obligatoria ha generado polémica a lo
largo de todo el siglo. Los textos clásicos, la literatura universal y las literaturas nacionales han
competido duramente en distintos momentos para una delimitación, necesariamente
restringida, y muy a menudo fatalmente abocada, a inculcar la reverencia sin tentar a la
lectura. La defensa de la lectura comprensiva y del placer del texto introdujeron además en la
liza a la literatura infantil y juvenil. La polémica sobre la esencia literaria de los textos utilizados
o sobre su grado de «literariedad» ha desaparecido, sin embargo, en favor de la perspectiva de
los textos abordados desde la comunicación literaria y desde la construcción del aprendizaje
literario en la infancia y la adolescencia, los textos «que enseñan a leer» en formulación de
Meek (1982)72. Fenómenos actuales, como la difuminación de las fronteras entre las distintas
formas artísticas (cine y literatura, por ejemplo), o como la tendencia hacia el juego literario
con la tradición, han contribuido también a que la existencia de un corpus de estudio
claramente definido se convirtiera en un objeto disecado, incapaz de poner en contacto al
lector con su realidad cultural.
La multiplicidad de los textos a utilizar parece ser la única salida posible en una enseñanza que
se quiere adaptada a los distintos contextos educativos y a la diversidad de los individuos. El
lector busca la gratificación de su lectura y, por lo tanto, el criterio de selección debe incluir
siempre la capacidad de los textos para relacionarse de forma intelectual y afectivamente
motivadora con la experiencia lectora y de vida de los alumnos. La ampliación progresiva de los
textos susceptibles de interesar a los niños, niñas y adolescentes forma parte de los objetivos
de la educación literaria en la etapa obligatoria. Por otra parte, la mención de las literaturas
clásicas, de la literatura universal y de la literatura infantil y juvenil en los curricula de la
Reforma Educativa actual sancionan el proceso de apertura de la enseñanza de las literaturas
nacionales. Cabe señalar, además, que, en España, una gran parte de las alumnas y alumnos
reciben la enseñanza de la literatura a través de dos áreas de lengua, aparte de la lengua
extranjera, de modo que la colaboración entre los docentes de las distintas filologías y la
coordinación de sus programaciones ofrece un campo muy interesante para la diversificación
del corpus.
El abandono de un corpus nacional y cronológico en la etapa secundaria deja sin resolver, sin
embargo, el problema -compartido por otras áreas de enseñanza- de otorgar conciencia
explícita de la evolución de las formas culturales a lo largo de la historia, conciencia que
proporciona un marco interpretativo de la realidad ciertamente nada desdeñable. Nos
limitaremos a señalar aquí que el debate sobre este aspecto debe producirse en una reflexión
común de las áreas implicadas y bajo la consideración de los objetivos que deben ser propios
de la etapa obligatoria de la educación.
Los objetivos de la etapa postobligatoria arrastran una indefinición mucho mayor en las
propuestas educativas. Por una parte, se refieren a la ampliación progresiva de los objetivos
anteriores. Por otra, abordan la necesidad de crear un mapa mental de la información cultural
del fenómeno literario, sin abandonar por ello su inserción en la experiencia lectora. El uso de
metodologías diversas, la interconexión con las otras áreas humanísticas y el desarrollo de un
nuevo concepto de historicidad son aspectos presentes, aunque aún poco desarrollados, en la
reflexión sobre esta etapa educativa.
2. Utilizar textos que ofrezcan suficientes elementos de soporte para obtener su significado y
que ayuden a la vez a aumentar las capacidades interpretativas del alumnado. La actividad de
selección es compleja, ya que hay que adecuarla a actividades muy variadas, desde la lectura
individual y libre hasta la narración oral o la lectura colectiva de textos, y hay que atender
también a las variaciones individuales de los gustos y habilidades lectoras. Pero disponer de
libros adecuados e interesantes es esencial para el progreso de la competencia literaria78. Un
problema especialmente sensible en este punto es el de la falta de formación de los
enseñantes en el conocimiento de los libros infantiles y juveniles, lo cual condiciona muy
negativamente su capacidad de incidencia en la lectura autónoma de los alumnos,
especialmente en momentos muy sensibles de la progresión lectora como son el final del ciclo
inicial de primaria y el inicio de la secundaria, períodos en que el desajuste entre las
habilidades lectoras y los intereses vitales y culturales puede ser mayor. Por otra parte, la
selección de textos para la lectura intensiva en el aula requiere de ejes diversos de
programación (por géneros, por temas, etc.) que, excepto en los libros de texto, no han tenido
su traducción en el mercado con la creación de antologías diversificadas que facilitaran el
trabajo de los enseñantes.
Y nació entonces en nosotros la convicción de que como método inicial (...), era preciso
convertir al lector adolescente en colaborador, personaje, creador de proyectos completivos
vinculados con la obra, polemista comprometido, testigo presencial, relator de gustos y
vivencias, etc. En una palabra, establecer la vinculación emocional entre el adolescente, centro
de su mundo, y el libro que leía. (1978:27)
4. Construir el significado de manera compartida. Uno de los campos de interés básicos de los
avances psicopedagógicos actuales se refiere a las formas de construcción compartida que
favorecen el aprendizaje. En coincidencia con la divulgación de estos presupuestos educativos,
muchas de las obras sobre educación lectora aparecidas en los últimos años81 ponen énfasis
en el hecho de que, a pesar de que la lectura literaria se caracteriza por apelar radicalmente a
la respuesta subjetiva del lector, la interacción entre la lectura individual y el comentario
público la enriquece y modifica si se consigue un contexto educativo de construcción
compartida. La discusión en el aula, la información suministrada por el enseñante y las
referencias -coincidentes o contrastadas, explícitas o implícitas- entre las obras leídas permiten
que los alumnos vayan construyendo los modelos del funcionamiento literario. Las propuestas
de secuencias didácticas basadas en itinerarios de lectura se inscriben, así, en esta línea de
comparación y contraste entre los textos82.
Las formas de organizar las actividades de enseñanza a partir de estos criterios básicos son
múltiples y, sin duda, los enseñantes necesitan hallar formas cómodas de realización que
simplifiquen la planificación diaria de sus actividades. La difusión de experiencias didácticas y
los materiales publicados ayudarán en la tarea de establecer modelos didácticos de uso
generalizado. Por nuestra parte, creemos que, cualquiera que sea la forma adoptada, es
imprescindible contemplar la totalidad de la planificación escolar a lo largo de las etapas
educativas, tanto para asegurarse el progreso (y no la repetición) y la continuidad, como para
garantizar un abanico amplio de textos y formas de acceso. De los criterios consignados se
desprende, además, la necesidad de actividades que reproduzcan al máximo el
funcionamiento del fenómeno literario en el contexto externo a la escuela («en situación real»
o «de veras» las han denominado diversos autores para referirse a actividades como lectura
autónoma, visitas a la librería o al teatro, recomendaciones y comentarios de obras entre los
lectores, etc.), actividades de lectura y escritura compartidas en el aula, donde se recoja la
respuesta personal y se construya la interpretación de forma guiada, y actividades de apoyo
con ejercicios sobre conceptos y habilidades, momentáneamente aisladas de su utilización en
la apreciación de las obras. La implantación de la Reforma educativa en nuestro país supone un
momento privilegiado para superar la indefinición educativa que la enseñanza literaria ha
venido arrastrando en las últimas décadas. El reciente interés mostrado tanto por los docentes
como por las publicaciones educativas de los distintos países por este tema, tras años de
práctico silencio, así parece mostrarlo. Esperemos, pues, que así sea.
Notas:
1
COLOMER, Teresa (1996): «La evolución de la enseñanza literaria».
Aspectos didácticos de Lengua y Literatura, 8. Zaragoza: ICE de la Universidad
de Zaragoza, 127-171.
2
La exposición de estos autores sobre la evolución de la lectura y la literatura
en la escuela es el más completo que conocemos entre los que pueden aplicarse a
la situación de nuestro país. Por ello seguiremos algunas de sus ideas en este
apartado, así como lo ya expuesto sobre este tema en T. COLOMER (1995): «La
construcción de un nuevo modelo de enseñanza literaria». Aula de Innovación
Educativa 39, 5-10.
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La obra de Leibnitz, por ejemplo, aún se presenta en este tipo de
distribución, según el ejemplo aportado por Hébrard en su conferencia en la
Facultad de Psicología de la Universidad de Barcelona, marzo de 1995.
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L. LÓPEZ GRIGERA (1989): «La retórica como código de producción y de
análisis literario». En G. REYES Teorías literarias en la actualidad. Madrid:
Arquero.
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Tal como reproduce J. WACHSBERGER (1989): «Exercices de style et
pastiches» NRP 1, septembre, 13-24.
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En el Plan y reglamento de escuelas de 1825. Junta de capital inspectora de
escuelas de primeras letras del reino de Granada, citado por G. NÚÑEZ
(1994): Educación y literatura. Nacimiento y crisis del moderno sistema
escolar. Almería: Zéjel (Textos y ensayos 10), 170.
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El estancamiento de la modernización española de este siglo provocó la
escasa escolarización de la población, de manera que a finales del siglo XIX
nuestro país poseía un 80% de analfabetos, proporción que la distancia de la
mayoría de países europeos. Así, si la escolarización obligatoria se proclamó en
España en 1904, mientras que en Suecia lo hizo en 1852, en Italia en 1859 o en
Francia en 1881. (D. ESCARPIT (1981): La literatura infantil y juvenil en
Europa. México: FCE, 122-123).
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La narración ha sido el vehículo esencial de transmisión de múltiples
conocimientos en todas las sociedades hasta que la generalización del escrito y
las exigencias del conocimiento ha otorgado prioridad a otras formas expositivas.
No por casualidad la investigación lectora ha caracterizado este tipo textual como
el más fácil de entender y los criterios de legibilidad aplicados a los libros
escolares recomiendan la utilización de formas lo más cercanas posibles a la
narración en los primeros niveles.
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Cabe mencionar, cómo la dualidad de objetivos de la etapa secundaria,
enunciados ya en esta ley, ha provocado muchas de las contradicciones que
pueden detectarse aún hoy en día.
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Cuore, de E. de Amicis es un ejemplo bien conocido de libro escolar en la
Italia reunificada, especialmente en su aspecto de relatos morales, halla su
paralelo en España en Juanito y Flora, los libros de lectura más difundidos en la
escuela.