Mijangos - Entre Dios y La Republica

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ENTRE DIOS

Y LA REPÚBLICA
La separación Iglesia-Estado
en México, siglo XIX

Pablo Mijangos y González

Valencia, 2018
La imposible protección de la fe católica: censura
eclesiástica y libertades constitucionales en el
México republicano

La primera mitad del siglo XIX fue un período de verdadero frenesí cons-
titucional en México. Entre 1812 y 1855, los habitantes y territorios de la
antigua Nueva España y de la nueva nación independiente fueron regidos
por una constitución imperial (1812), otra insurgente (1814), un estatuto
monárquico provisional (1822), un acta constitutiva (1823), una consti-
tución federal (1824, reformada en 1847), dos constituciones centralistas
(1836 y 1843) y unas “Bases para la administración de la república” (1853),
documentos en los que se ensayó una amplia gama de arreglos institucio-
nales para cimentar y distribuir los poderes públicos, así como para definir
los derechos y deberes de quienes formaban parte de la comunidad polí-
tica. No obstante, pese a las múltiples diferencias entre cada una de estas
leyes fundamentales, llama la atención que hasta 1855 la exclusividad con-
fesional fuera considerada unánimemente como un principio constitutivo
de la nación. De acuerdo con el artículo 12 de la Constitución de Cádiz,
repetido con mínimas variaciones en las cartas subsecuentes, la “religión
de la Nación” era y sería “perpetuamente la católica, apostólica, romana,
única verdadera”. Esto significaba que el catolicismo sería protegido por
“leyes sabias y justas”, y, por lo tanto, que quedaría prohibido “el ejercicio
de cualquiera otra”1. Como explica Brian Connaughton, la continuidad
del republicanismo desde 1823 y la insistencia constitucional en el carácter
confesional del Estado permiten sostener que, hasta la década de 1850, “la
república liberal y católica” fue la “propuesta política medular del país”2.
El que primero la monarquía y después la república fueran católicas
significaba, en términos generales, que el poder público debía ejercerse
en armonía con las enseñanzas de la Iglesia. Si bien el orden religioso y el
orden secular atendían a realidades diferentes, el primero a la órbita espi-
ritual y el segundo a la estrictamente “temporal”, entre ambos debía existir
siempre una correspondencia natural, misma que debía traducirse tanto

1
Constitución política de la monarquía española, reproducida en Felipe Tena Ramírez,
Leyes fundamentales de México, 1808-1998, México: Editorial Porrúa, 1998, p. 62.
2
Brian Connaughton, Entre la voz de Dios y el llamado de la patria, México: Fondo de Cul-
tura Económica/UAM, 2010, p. 13.
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en el respeto de las autoridades eclesiásticas hacia los poderes públicos


legítimamente constituidos, como en la colaboración del poder civil en el
sostenimiento de la misión espiritual del clero. Es a dicha colaboración a
la que hacían referencia las cláusulas constitucionales de exclusividad con-
fesional: si la Nación era católica, los poderes que la representaban debían
proteger de manera enérgica y efectiva a la institución que custodiaba el
depósito de la fe. De entre las obligaciones concretas que se desprendían
de esta tarea genérica del Estado, destacaban sobre todo la de impedir el
asentamiento de comunidades que practicasen cualquier culto distinto al
católico —es decir, una obligación que se ejercía sobre todo en el ámbito
de la política migratoria— y la de frenar la producción y circulación de
toda clase de obras “impías”, las cuales podían debilitar la fe del pueblo,
desarraigar las buenas costumbres y, de manera más amplia, disolver los
lazos profundos que mantenían unida a la nación.
Si la obligación estatal de impedir la llegada de protestantes, judíos y
musulmanes fue relativamente fácil de cumplir a causa del pequeño nú-
mero de migrantes que vinieron a México durante la primera mitad del
siglo XIX (con la importante excepción de Texas), el deber de combatir
las obras impías resultó un verdadero desafío para todos los gobiernos de
la época. De entrada, la producción editorial y el comercio de libros, que
ya daban señales de un fuerte crecimiento a finales del siglo XVIII3, alcan-
zaron niveles extraordinarios durante las décadas que siguieron a la Inde-
pendencia, aún a pesar de los enormes obstáculos que implicaba divulgar
la letra impresa en una sociedad mayoritariamente pobre y analfabeta. En
una “Memoria del estado actual de la instrucción pública”, publicada en
El siglo Diez y Nueve en agosto de 1845, sus autores destacaron que desde
1821 los progresos en este ramo habían sido “rápidos, visibles y gloriosos”,
pues se había logrado ensanchar “inmensamente el círculo de las luces” y
éstas habían “penetrado en las diversas clases de la sociedad”. Dichos pro-
gresos, añadían los redactores, se explicaban por “la gran copia de libros”
que llegaban diariamente a México, por “el auxilio de su propia prensa”,
por “los nuevos ramos de enseñanza establecidos en los colegios” y por
“la asidua lectura a que somos tan aficionados”4. Aunque había mucho de

3
Véase Cristina Gómez Álvarez, Navegar con libros. El comercio de libros entre España y Nue-
va España (1750-1820), México: UNAM/Trama editorial, 2011, pp. 129-135; y Gabriel
Torres Puga, Opinión pública y censura en Nueva España. Indicios de un silencio imposible,
1767-1794, México: El Colegio de México, 2010, pp. 537-540.
4
Citada en Anne Staples, “La lectura y los lectores en los primeros años de vida inde-
pendiente”, en Historia de la lectura en México, México: El Colegio de México, 1997, p.
103.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 101

hipérbole en este dictamen, el creciente número de imprentas, periódicos


y librerías —particularmente en la Ciudad de México y las capitales provin-
ciales— confirma que, efectivamente, un notable cambio cultural estaba
en marcha5.
Dejando a un lado las dificultades prácticas que involucraba el moni-
toreo de una “república de las letras” cada vez más grande, el combate a
las publicaciones impías también resultaba un desafío mayúsculo porque
podía poner en riesgo un valor central de la nueva república: la libertad
de imprenta, un derecho cuyo ejercicio había tenido un papel crucial en
el desmantelamiento del Antiguo Régimen y la implantación del libera-
lismo en el mundo hispano6. Aunque todos los gobiernos lamentaban los
muchos “abusos” que se cometían al amparo de esta libertad, al final no
les quedaba más remedio que defenderla como “el medio más poderoso
y eficaz para la instrucción pública”7. Era un instrumento potencialmen-
te peligroso del que no podían deshacerse, y que por ello debía regular-
se en función de la escasa madurez de la opinión pública mexicana. Las
memorias de los sucesivos ministros de Relaciones Interiores y Exteriores
abundan en alabanzas a la libertad de imprenta, seguidas de respetuosas
súplicas al Poder Legislativo para que introdujese castigos más eficaces y
oportunos a los escritores que trastornaban con su pluma el orden público:
Si es cierto que la verdadera libertad de imprenta es el fanal de la civilización, el
escudo impenetrable contra la arbitrariedad del poder, el mejor auxiliar de las refor-
mas sociales y el medio más seguro del dominio de la razón y de las luces sobre la
fuerza física, lo es igualmente que los abusos de este derecho son también los más
funestos de cuantos pueden imaginarse. En el orden moral se advierte constantemen-
te que la corrupción de lo que por su naturaleza puede ser benéfico, es la peor y la
más fecunda en consecuencias desastrosas. La imprenta entre nosotros no sólo no ha

5
Al respecto, véase Staples, “La lectura y los lectores”, pp. 95-105, 117-119; Carlos For-
ment, Democracy in Latin America, 1760-1900, Chicago: The University of Chicago Press,
2003, pp. 192-200; Laura Suárez de la Torre, coord., Empresa y cultura en tinta y papel
(1800-1860), México: Instituto Mora/UNAM, 2001; Laura Suárez de la Torre, coord.,
Constructores de un cambio cultural: impresores-editores y libreros en la ciudad de México, 1830-
1855, México: Instituto Mora, 2003; y Brian Connaughton, “Voces europeas en la tem-
prana labor editorial mexicana, 1820-1860”, Historia Mexicana, vol. LV, no. 3 (2006),
pp. 895-946.
6
François-Xavier Guerra, “El ocaso de la monarquía hispánica: revolución y desinte-
gración”, en Antonio Annino y François-Xavier Guerra, coords., Inventando la nación.
Iberoamérica. Siglo XIX, México: Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 135-139.
7
Memoria del Ministerio de lo Interior de la República Mexicana, leída en las cámaras de su Con-
greso General en el mes de enero de 1838, México: Imprenta del Águila, 1838, p. 12.
102 Pablo Mijangos y González

producido los bienes que eran de esperarse, sino que por el contrario, ha derramado
en todos los corazones la ponzoña de la guerra civil8.

Sin ánimo de agotar el fascinante tema de la prohibición de libros en


el México independiente, o la igualmente amplia historia de los orígenes
de la libertad de expresión en nuestras latitudes, este ensayo pretende ana-
lizar las evidentes tensiones entre la “sagrada” libertad de imprenta y el
principio de exclusividad confesional que recogieron todas las constitu-
ciones de la primera mitad del siglo XIX. Mediante dicho análisis, deseo
mostrar hasta qué punto funcionaba realmente la protección estatal de la
fe católica, y por qué tanto los obispos como sus enemigos en el Partido Li-
beral estaban impacientes por alterar el pacto inicial de colaboración mu-
tua entre la Iglesia y el Estado a mediados de la década de 1850. Para ello
se examinará, en primer lugar, el procedimiento que disponían las leyes
para censurar un impreso por motivos religiosos y prohibir su circulación,
tratando de evidenciar la lógica detrás de su diseño. Acto seguido, el ensa-
yo abordará la experiencia efectiva de este marco legal en dos momentos
distintos: el primero abarca la primera república federal (1824-35), y el se-
gundo la crisis de la posguerra (1848-51), que se estudian separadamente
porque la derrota frente a Estados Unidos reavivó el nacionalismo católi-
co y radicalizó el debate sobre la conveniencia de introducir la tolerancia
de cultos. Por último, el ensayo explora la relación entre esta experiencia
(más bien frustrante para el clero) y la desaparición del respaldo civil a la
censura eclesiástica en la Constitución de 1857.

La inquisición liberal
Desde por lo menos el siglo III de nuestra era, una preocupación central
de las autoridades eclesiásticas fue el combate y la erradicación de las he-
rejías, es decir, de las doctrinas “erróneas” que contradecían la fe de la
Iglesia. En nombre de la ortodoxia, papas, obispos y concilios decretaron
innumerables anatemas en contra de personas, movimientos y obras cuyas
enseñanzas podían poner en riesgo la salvación de los fieles y la unidad del
cuerpo eclesial. Al igual que la proverbial manzana podrida, la herejía era
vista como un verdadero cáncer capaz de corromper a la comunidad ente-
ra y por ello había que prevenir su crecimiento a la brevedad posible, aún a

8
Memoria del Ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, D. Luis G. Cuevas, leída en la Cáma-
ra de Diputados el 5, y en la de Senadores el 8 de enero de 1849, México: Imprenta de Vicente
García Torres, 1849, p. 25.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 103

costa de “amputar” a uno de sus miembros. El modo como se persiguieron


las herejías fue variando a lo largo de los siglos. A principios del siglo XII
la bula Ad abolendam del papa Lucio III reconoció el poder que tenían los
obispos para investigar y castigar las herejías dentro de su jurisdicción, y
permitió que los herejes fueran “relajados” al brazo secular para que éste
aplicara la pena capital cuando fuera necesario. Apenas un siglo más tar-
de, sin embargo, sucesivos pontífices comenzaron a restringir la potestad
episcopal en esta materia y autorizaron —caso por caso— la creación de
“inquisiciones”, “tribunales de la fe” especializados en la persecución de las
herejías, normalmente a cargo de la Orden de Predicadores (los domini-
cos). En Castilla, no fue sino hasta 1478 que el papa Sixto VI facultó a los
reyes para nombrar inquisidores en sus dominios9.
Al momento en que nació la Inquisición española, la principal preo-
cupación de los monarcas era la presencia de “conversos judaizantes”, es
decir, nuevos cristianos que seguían practicando clandestinamente los ritos
de la fe judaica. Si bien esta preocupación se mantuvo por varios siglos
más —acentuada por la dudosa conversión de súbditos “moriscos” y la con-
quista y expansión del “Nuevo Mundo” a lo largo del siglo XVI—, la Refor-
ma protestante y la creciente diseminación de toda clase de publicaciones
heterodoxas, ambas facilitadas por la invención de la imprenta en 1440,
obligarían a la Inquisición a dedicar buena parte de sus energías a la cen-
sura y persecución de “libros peligrosos”. Tanto en la península como en
los territorios americanos, el Tribunal del Santo Oficio desarrolló proce-
dimientos específicos, “índices” de obras prohibidas y toda una estructura
institucional para vigilar la producción editorial y el comercio de libros,
pero sus esfuerzos no siempre fueron exitosos. En el caso de la Nueva Es-
paña, distintas investigaciones han mostrado que la circulación de textos
“nocivos” abarcó una geografía muy amplia y no se limitó únicamente a
los comerciantes, burócratas, abogados y clérigos que podían darse el lujo
de poseer bibliotecas privadas. Aunque el porcentaje de la población que
sabía leer era muy pequeño, la lectura en lugares públicos fue una práctica
ordinaria y gracias a ella muchas personas del común fueron expuestas a
ideas blasfemas y potencialmente subversivas10.

9
Martin A. Nesvig, Ideology and Inquisition: The World of the Censors in Early Mexico, New
Haven: Yale University Press, 2009, pp. 19-26; Joseph Pérez, Breve historia de la Inquisi-
ción en España, Barcelona: Crítica, 2003, pp. 9-30.
10
Nesvig, Ideology and Inquisition, pp. 247-250; José Abel Ramos Soriano, Los delincuentes
de papel. Inquisición y libros en la Nueva España (1571-1820), México: Fondo de Cultura
Económica/INAH, 2011, pp. 281-291.
104 Pablo Mijangos y González

Durante la segunda mitad del siglo XVIII, la Inquisición española co-


menzó a enfrentar una oposición cada vez mayor de parte de los ministros
reformistas de la Corona, quienes consideraban como “cosa gravísima” que
este tribunal dictara prohibiciones “con que se impide la pública instruc-
ción y se ofende la fama de autores acreditados”11. El enfrentamiento llegó
a su punto máximo en 1797, cuando el ministro de Gracia y Justicia, Gaspar
Melchor de Jovellanos (cuyo célebre Informe sobre la ley agraria serviría de
inspiración a las políticas desamortizadoras del siglo XIX), redactó una
Representación a Carlos IV sobre lo que era el Tribunal de la Inquisición. Este texto
es muy importante porque, al igual que en el tema de la propiedad, las
ideas de Jovellanos sobre la Inquisición tendrían un fuerte impacto en el
primer liberalismo hispano. En apretada síntesis, la representación pedía
que el monarca suprimiera este viejo tribunal porque la amenaza de los
herejes judaizantes ya había desaparecido y porque sus procedimientos no
respetaban las garantías del derecho común. Para proteger la fe, en opi-
nión del ministro, bastaba con devolver a los obispos los poderes inquisito-
riales que les había otorgado la antigua disciplina de la Iglesia. Aunque su
autorizada opinión reflejaba el sentir de muchos ilustrados españoles, los
tiempos para tomar una medida de esta naturaleza aún no eran propicios:
Jovellanos fue acusado de heterodoxia, lo que le costó primero el cargo y
después la libertad (entre 1802 y 1808 fue recluido en el castillo de Bellver,
en Palma de Mallorca)12.
La ocupación napoleónica de la península ibérica y la abdicación de
Carlos IV en la primavera de 1808 crearon finalmente las condiciones para
la abolición del tribunal que más había indignado a los ministros refor-
mistas de la Corona. Esta controversial medida sería dictada por el propio
Napoleón el 4 diciembre de 1808, bajo el argumento de que el Santo Ofi-
cio contravenía “a la soberanía y a la autoridad civil”13. Dos años más tarde,
mientras en la Nueva España estallaba una gran rebelión popular encabe-
zada por el padre Miguel Hidalgo, las Cortes de Cádiz reconocieron solem-
nemente la libertad de imprenta, un derecho natural que había sido nega-
do por “la estupidez de nuestros mayores y la tiranía de nuestros reyes”14.
La introducción de este principio fundamental puso en entredicho el res-

11
Ricardo García Cárcel, “La Inquisición en el siglo XVIII”, en José Antonio Escudero
(dir.), La Iglesia en la historia de España, Madrid: Marcial Pons/Fundación Rafael del
Pino, 2015, p. 833.
12
José Antonio Escudero, “La abolición de la Inquisición”, en Escudero (dir.), La Iglesia
en la historia de España, p. 912.
13
García Cárcel, “La Inquisición en el siglo XVIII”, p. 835.
14
Escudero, “La abolición de la Inquisición”, p. 914.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 105

tablecimiento del Santo Oficio, pero la nueva “Constitución política de la


monarquía española”, jurada el 19 de marzo de 1812, no incluyó ninguna
disposición expresa al respecto. Tendrían que pasar casi diez meses más
para que las Cortes, después de un agrio debate entre críticos y apologis-
tas del clero, aprobaran el Decreto de 22 de febrero de 1813, el cual, tras
reafirmar que la religión católica sería protegida por las leyes (art. 1), de-
claró que el antiguo tribunal de la Inquisición era “incompatible” con la
Constitución (art. 2)15. Aunque este decreto se suspendió temporalmente
gracias al retorno de Fernando VII en 1814, la revolución liberal de 1820 le
devolvió su plena vigencia en todo el espacio imperial.
Basado en las propuestas de Jovellanos, el Decreto de 22 de febrero
1813 restauraba “en su primitivo vigor” las disposiciones de las Leyes de
Partida respecto a las “facultades de los Obispos y sus Vicarios para co-
nocer en las causas de Fe, con arreglo a los Sagrados Cánones y Derecho
común, y las de los jueces seculares para declarar e imponer a los herejes
las penas que señalen las leyes, o que en adelante señalaren” (art. 3)16. Lo
que parecía un retorno a la vieja disciplina, sin embargo, terminó convir-
tiéndose en un complejo sistema diseñado para salvaguardar, además de la
pureza de la fe y los derechos propios de la dignidad episcopal, el derecho
de audiencia de los acusados y el principio de legalidad. Conciliar las la-
bores inquisitoriales con el liberalismo y además diseñar procedimientos
aplicables en el mundo real no eran tareas sencillas, lo cual explica que, a
comienzos del “trienio liberal”, las Cortes españolas expidieran un nuevo
Decreto sobre libertad de imprenta (22 de octubre de 1820) y el monarca
aprobara también, mediante la Real orden de 24 de enero de 1821, una
serie de instrucciones sobre el “modo y forma” con que las autoridades
diocesanas debían proceder en las “causas de fe” relacionadas con el “uso,
lectura y adquisición” de libros prohibidos, elaboradas por el cardenal Luis
de Borbón, arzobispo de Toledo y primado de España. Todos estos decre-
tos se mantendrían en vigor en el México independiente, con el añadido
de un reglamento más sobre “libros irreligiosos e impíos”, firmado por el
Emperador Agustín de Iturbide el 27 de septiembre de 182217.

15
Decreto de 22 de Febrero de 1813, reproducido en Disposiciones legales y otros documentos
relativos a la prohibición de impresos por la autoridad eclesiástica, mandados publicar de orden
del Supremo Gobierno, México: Imprenta de Ignacio Cumplido, 1850, p. 86.
16
Idem.
17
Para consultar el texto de cada una de estas normas, véase Disposiciones legales y otros
documentos relativos a la prohibición de impresos por la autoridad eclesiástica, pp. 86-138.
106 Pablo Mijangos y González

El punto de partida del sistema liberal de protección de la ortodoxia


era el derecho de publicar textos “sin necesidad de previa censura”, salvo
cuando se tratara de escritos “sobre la Sagrada Escritura y sobre los dogmas
de nuestra santa religión”, caso en el cual no podrían imprimirse sin licen-
cia de la autoridad diocesana18. La pregunta fundamental, en este sentido,
era ¿qué pasaba cuando se imprimía o se comercializaba una publicación
sobre temas religiosos sin haber pasado antes por la censura del ordinario?
¿Bastaba que la autoridad eclesiástica señalara que una obra era peligrosa
para que el Estado hiciera uso de su poder coactivo a fin de impedir su
libre circulación? Para estos casos, los decretos dispusieron que, antes de
prohibir una obra, las autoridades diocesanas debían escuchar a los inte-
resados, esto es, al autor o al impresor, y en ausencia de estos nombrarían
a un defensor de oficio. El procedimiento debía llevarse a cabo ante un
tribunal eclesiástico especializado llamado “junta de censura”, previamen-
te integrado y siguiendo además las formalidades y trámites propios de un
juicio, lo cual implicaba que, en caso de recibir una sentencia condenato-
ria, los afectados podían interponer una apelación ante un juez eclesiás-
tico ordinario y, eventualmente, un recurso de fuerza ante los tribunales
civiles. Sólo cuando la resolución de la junta de censura fuera definitiva, y
corroborando antes que los procedimientos de la jurisdicción eclesiástica
se hubieran sujetado a la ley, los jueces seculares podrían hacer uso de la
fuerza para recoger los textos prohibidos materia del juicio.
A la par de los juicios particulares de censura, el sistema también con-
templaba un mecanismo de prohibición por vía de providencia general,
pensado fundamentalmente para impedir la entrada y circulación de obras
anticatólicas publicadas en el extranjero. En este caso, las autoridades dio-
cesanas debían primero remitir al gobierno una lista de los libros que se
hubieren prohibido por sus respectivas juntas de censura. Esto es, la lista
no podía hacerse a priori, sin haber seguido el procedimiento judicial an-
tes descrito. Asumiendo que se hubiera seguido el trámite y que las auto-
ridades diocesanas remitieran finalmente sus listas de obras prohibidas,
el gobierno las sometería a consideración del Consejo de Estado y de una
“junta de personas ilustradas”, tras cuyo dictamen el monarca —y a partir
de 1824 el presidente de la República— prepararía una iniciativa de ley
para la prohibición general de los libros en cuestión. Como en el caso de
cualquier otra ley, dicha prohibición no tendría fuerza sino hasta que fue-

18
Artículos 1º, 2º y 3º del título primero del decreto de las cortes españolas de 22 de
Octubre de 1820, sobre libertad de imprenta, en Disposiciones legales y otros documentos
relativos a la prohibición de impresos por la autoridad eclesiástica, p. 89.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 107

ra aprobada por las Cortes —reemplazadas por las cámaras del Congreso
general en el régimen republicano. Elevadas las listas de libros prohibidos
al rango de ley, éstas serían remitidas a las aduanas marítimas y fronteri-
zas, de modo que las autoridades correspondientes, “bajo la más estrecha
responsabilidad”, pudieran impedir legalmente su introducción en el te-
rritorio nacional. Para evitar que este procedimiento tuviera que seguirse
también con algunas obras cuya impiedad era ampliamente reconocida, el
Reglamento del 27 de septiembre de 1822 incluyó una lista de ocho libros
prohibidos de antemano:
Guerra de los Dioses.
Compendio del origen de todos los cultos, por Dupuis.
Meditaciones sobre las ruinas, o lo que comúnmente se llama: Ruinas de Palmira.
El Citador.
La sana razón, o el buen sentido, o sea las ideas naturales opuestas a las sobre-
naturales, así en su edición de Ginebra de 819, como en la de Madrid de 821, y
cualquiera otra.
El Compadre Mateo, o Baturrillo del espíritu humano.
Cartas familiares del ciudadano José Joaquín de Clara Rosa a Madama Leocadia.
Carta de Taillerand Perigot al Papa.
El sistema de la naturaleza, y su compendio19.

Como se puede apreciar con un simple vistazo a los títulos, este listado de
“libros contrarios a la Religión” estaba integrado por obras que formaban
parte de lo que Robert Darnton llama la “artillería pesada de la Ilustración
radical”: libros como el Sistema de la naturaleza (1770), del barón d’Holbach,
El compadre Mateo (1766), de Henri-Joseph du Laurens, y Las ruinas de Pal-
mira (1791), del conde Volney, que defendían el racionalismo, ridiculiza-
ban a los apologistas católicos y cuestionaban las premisas centrales de la
fe cristiana20. Aunque estos libros fueron señalados porque efectivamente
existía una alta demanda de los mismos, el problema de este listado es que
se trataba de una disposición taxativa y no meramente ejemplificativa, es
decir, que cualquier texto no incluido expresamente en esta lista debía ser
sometido a un largo procedimiento antes de que una ley pudiera decla-
rarlo prohibido. De este modo, la Iglesia quedaba inerme no sólo frente a
tratados doctrinales menos radicales pero igualmente heterodoxos (como
las obras de autores regalistas que consideraban al Patronato eclesiástico

19
Reglamento del 27 de septiembre de 1822, en Disposiciones legales y otros documentos
relativos a la prohibición de impresos por la autoridad eclesiástica, pp. 137-138.
20
Robert Darnton, The Forbidden Best-Sellers of Pre-Revolutionary France, Nueva York: W.W.
Norton & Company, 1996, p. 70.
108 Pablo Mijangos y González

como una prerrogativa inherente a la soberanía temporal), sino también


frente a la avalancha de opúsculos y folletos anticlericales que se elabora-
ban en respuesta a sucesos contemporáneos y tenían una audiencia mucho
mayor que la de una disertación filosófica21. En su estudio sobre la gestión
episcopal del arzobispo Manuel Posada (1840-46), Berenise Bravo desta-
ca, por ejemplo, que después de la Independencia se popularizaron las
denuncias periodísticas de presuntos delitos cometidos por eclesiásticos.
¿Qué otra cosa podía hacer el arzobispo frente a esta clase de denuncias,
salvo recomendar sigilo y tratar de satisfacer “la causa pública”?22
Aunque el sistema inquisitorial del primer liberalismo obedecía a un
propósito loable —proteger la pureza de la fe, pero no a costa de asfixiar
la opinión pública, ignorar el derecho de los acusados a ser oídos y venci-
dos en juicio, y afectar injustificadamente el patrimonio de quienes vivían
del negocio editorial— la Iglesia lo recibió con escaso beneplácito. En los
apartados que siguen analizaremos varios ejemplos concretos de los pro-
blemas provocados por este sistema, pero vale la pena advertir desde ahora
que, a nivel doctrinal, el clero difícilmente podía ver con simpatía una
legislación que protegía demasiado a quienes divulgaban el “error”. Por
principio de cuentas, la Santa Sede era vocalmente contraria a la libertad
de imprenta, la cual, en opinión del papa Gregorio XVI, había favorecido
la diseminación masiva de toda clase “malicias” y “monstruos de doctrina”,
contribuyendo así a la “ruina del orden público, la caída de los príncipes,
y la destrucción de todo poder legítimo” (Mirari vos, 1832)23. Si bien la
jerarquía eclesiástica mexicana no se atrevió a suscribir en su totalidad los
lamentos reaccionarios provenientes de Roma —pues en último término
implicaban un rechazo a los principios básicos del orden constitucional—
lo cierto es que tampoco dejó de afirmar su derecho a dirigir la formación

21
Como explica Manuel Revuelta para el caso español, “el gran vehículo para la profu-
sión de las nuevas ideas fueron los periódicos y folletos, cuya abundancia sorprendió
a los mismos liberales… El periódico, el folleto, la carta, el discurso, sustituyen en esta
época nerviosa a los tratados doctrinales y filosóficos y a los libros en general. En parte,
porque se trataba de vulgarizar para el pueblo, y de ganarle afectivamente de modo
rápido para las urgentes reformas, o de ponerle en guardia contra las añagazas de los
innovadores”. Manuel Revuelta González, Política religiosa de los liberales en el siglo XIX.
Trienio constitucional, Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1973, p.
54.
22
Berenise Bravo Rubio, La gestión episcopal de Manuel Posada y Garduño. República católica
y Arzobispado de México, 1840-1846, México: Porrúa Print, 2013, pp. 159-161.
23
“Mirari Vos. Sobre los errores modernos. Carta encíclica del papa Gregorio XVI, 15 de
agosto de 1832”, consultada el 19 de enero de 2017. http://es.catholic.net/op/articu-
los/2501/mirari-vos-sobre-los-errores-modernos.html.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 109

espiritual de los fieles mediante la censura previa de textos de tema religio-


so. Clemente de Jesús Munguía, un obispo ilustrado y amigo cercano de
impresores y libreros, fue bastante explícito respecto a la misión que tenía
la Iglesia Católica como única “maestra de los pueblos”:
La Iglesia no sólo garantiza [la verdad de] la doctrina, sino también su enseñanza;
no sólo define los dogmas y aprueba los libros depositarios de la verdad, sino que
también ha instituido un magisterio que da directores y maestros a los individuos y
las naciones. Toda la jerarquía eclesiástica, desde el Sumo Pontífice hasta el último
de los sacerdotes, tiene a su cargo esta enseñanza del mundo; y el hombre formado
por la Iglesia cuenta en sus lecturas con la infalibilidad de sus principios, la santidad
de sus máximas, la seguridad de sus reglas, y al mismo tiempo, con directores exper-
tos que las prescriban, ilustren y apliquen a la conducta moral de cada uno24.

La realidad del nuevo sistema


Al igual que sucede con muchas otras leyes de la época, resulta muy difícil
medir el grado de cumplimiento de las reglas liberales sobre prohibición
de obras contrarias a la religión. Primero hay que considerar, a modo de
telón de fondo, que el naciente Estado mexicano carecía de los recursos
necesarios para garantizar una observancia generalizada de las leyes: nun-
ca había suficiente dinero para sostener al gobierno, la fuerza pública y la
judicatura; los intereses regionales y corporativos solían tener más peso
que las directrices del gobierno central; y en algunas zonas del país la eco-
nomía entera dependía de la corrupción. En lo que hace a la importación
de libros, basta tomar en cuenta que, como explica Walther Bernecker, el
contrabando era un “fenómeno de masas”, cuyos “principales perpetrado-
res no eran solamente comerciantes extranjeros de distintas nacionalida-
des, sino también muchos funcionarios mexicanos de toda la escala jerár-
quica y sus cómplices”25. Por lo general, las prohibiciones de importación
no servían para impedir la entrada de ciertos productos, sino, más bien,
para fijar “aranceles particulares” que beneficiaban a los empleados de las
aduanas y a sus superiores26. Mientras existiera la demanda de un bien
ilegal —en este caso publicaciones heterodoxas— la oferta encontraría el
modo de llegar a su destino.

24
Clemente de Jesús Munguía, Obras diversas del licenciado Clemente de Jesús Munguía, Obis-
po de Michoacán, primera serie, Morelia: Imprenta de Ignacio Arango, 1852, p. 333.
25
Walther L. Bernecker, Contrabando. Ilegalidad y corrupción en el México del siglo XIX, Mé-
xico: Universidad Iberoamericana, 1994, p. 103.
26
Ibid., p. 95.
110 Pablo Mijangos y González

Dicho esto, los expedientes de esta naturaleza que llegaron al Ministe-


rio de Justicia y Negocios Eclesiásticos dejan entrever que la ejecución de
prohibiciones fue realmente excepcional, bien porque las reglas ataban de
manos a las autoridades competentes o bien porque éstas no tenían la in-
tención de conceder a la Iglesia un poder mayor del que ya tenía. Algunos
de los primeros casos derivaron de preguntas sobre el sentido correcto de
la legislación y exhiben ya la frustración del clero por la escasa efectividad
del nuevo sistema. En octubre de 1822, por ejemplo, el obispo de Oaxaca
solicitó al ministerio y al Consejo de Estado que confirmaran si los jue-
ces eclesiásticos podían recoger y remitir a sus pares civiles aquellos libros
que ya hubieran sido censurados, práctica que confesó haber seguido con
varias obras que habían corrido “en manos impías con escándalo y mal
ejemplo de los fieles”. Según el obispo, si el sistema pretendía efectivamen-
te conservar la fe católica “en su integridad”, la tarea que la legislación le
asignaba a los jueces seculares debía ser interpretada como “propiamente
auxiliatoria y no privativa con exclusión de la [jurisdicción] eclesiástica”,
pues ésta, con frecuencia, estaba en mejores condiciones de hacer cumplir
sus propios decretos27. La respuesta que envió el Consejo de Estado al pre-
lado en abril de 1823, sin embargo, no dejaba lugar a dudas: la facultad de
recoger libros prohibidos era una atribución exclusiva de la jurisdicción
secular. Cuando mucho, las autoridades diocesanas tenían el derecho a
denunciar la negligencia de los jueces civiles, de modo que el gobierno pu-
diera exigir a estos últimos el cumplimiento de sus obligaciones legales28.
Un celo similar por defender las prerrogativas de la potestad civil se
advierte en la amonestación que hizo el Senado al gobierno eclesiástico de
Yucatán por haber circulado una lista de libros prohibidos elaborada por
la Sagrada Congregación del Índice y aprobada por el papa León XII el 6
de septiembre de 1824. El caso llegó a manos de los senadores por infor-
mación directa del vicario diocesano en San Juan Bautista de Tabasco (hoy
Villahermosa), quien en julio de 1827 dio aviso a las autoridades civiles de
haber recibido un índice de obras prohibidas de parte del párroco del Sa-
grario de la Catedral de Mérida. Interrogado al respecto por el Ministerio
de Justicia y Negocios Eclesiásticos, el párroco del Sagrario admitió haber
circulado este documento pontificio entre varios clérigos de la diócesis,
pero aseguró que lo había recibido de manos del recientemente fallecido
obispo Pedro Agustín Estévez y que nunca había sostenido comunicación
alguna con la Curia romana. Para no dejar lugar a dudas en un asunto tan

27
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 13, ff. 19-21.
28
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 13, f. 23.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 111

grave, el Senado subrayó que, de acuerdo con la Constitución Federal de


1824, “la aprobación de toda bula, rescripto o breve” pertenecía “al Su-
premo Poder Ejecutivo General con aprobación del Senado o Consejo de
Gobierno”, y exigió al ministerio que dictara las órdenes necesarias para
que, en lo sucesivo, no volvieran a circular dicha clase de documentos “con
desacato de las leyes”29.
Los primeros casos difíciles para el gobierno en esta materia tuvieron
que ver con la proliferación de logias masónicas durante la primera repú-
blica federal. Desde mediados del siglo XVIII y con cada vez mayor insisten-
cia después de la Revolución francesa, la Santa Sede había prohibido a los
católicos adherirse a las “agregaciones llamadas vulgarmente de francma-
sones”, sobre las que pesaban sospechas de herejía a causa de sus rituales
secretos y sus vínculos con movimientos subversivos (como los “carbona-
rios” en Italia). Si a esto se suma el faccionalismo de las logias yorkina y
escocesa durante la década de 1820, y particularmente la afinidad de los
yorkinos con las visiones más regalistas acerca del Patronato, se entiende
el enorme interés que tenía la Iglesia en prevenir hasta donde fuera po-
sible el crecimiento de la masonería en México30. Sin embargo, y pese a
que algunos estados de la Federación ya estaban empezando a prohibir las
actividades de las logias, cuando en marzo de 1828 se presentó un primer
decomiso de libros masónicos en las aduanas —un baúl proveniente de
Filadelfia para el impresor Mariano Galván, con 196 copias de Jachin y Boaz,
o una llave auténtica para la puerta de la Framasonería— el gobierno federal
apeló a la literalidad del derecho vigente para permitir su distribución:
mientras que los funcionarios aduanales habían retenido el baúl alegan-
do su obligación de “evitar la introducción de folletos impíos”, el propio
presidente de la República, Guadalupe Victoria, instruyó a los ministerios
de Hacienda y de Justicia y Negocios Eclesiásticos para que, en adelante,
sólo se detuvieran aquellos libros que estuvieran “específica y legalmente
prohibidos por autoridad competente”, lo cual aún no había sucedido con
las obras masónicas31.
En mayo de 1830, y estando ya vigente el Decreto de 25 de octubre de
1828 sobre proscripción de sociedades secretas, la Aduana marítima de

29
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 62, ff. 55-62.
30
Al respecto, véase José Antonio Ferrer Benimeli, La masonería, Madrid: Alianza Edi-
torial, 2001, pp. 52-61; y María Eugenia Vázquez Semadeni, La formación de una cultu-
ra política republicana. El debate público sobre la masonería en México, 1821-1830, México:
UNAM/El Colegio de Michoacán, 2010.
31
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 60, ff. 295-305.
112 Pablo Mijangos y González

Veracruz decidió retener otro cajón de libros importados sobre masonería.


Las circunstancias del decomiso eran bastante extrañas, pues el cajón ha-
bía sido remitido por la Aduana de Alvarado con la indicación de que se
ignoraba “la procedencia y propiedad de los libros”32. Dado que las obras
tenían toda la apariencia de ser poco ortodoxas, el gobierno federal, enca-
bezado para ese momento por el general Anastasio Bustamante, solicitó a
la junta de censura del Arzobispado de México que llevara a cabo el juicio
correspondiente —se entiende que con un defensor de oficio— para des-
hacerse de estas publicaciones conforme a la ley. La respuesta del cabildo
catedral de la Ciudad de México tardó cuatro meses en llegar y sin duda
molestó mucho al ministro de Justicia. Según los capitulares, la resolución
solicitada por el gobierno aún no se había dictado porque no había sufi-
cientes clérigos para integrar correctamente la junta de censura: tres de sus
miembros habían fallecido, uno estaba de viaje por Europa, otro había sido
invitado a participar en el Congreso Constituyente del Estado de México
y dos más estaban “tan enfermos que nada hacen”33. Pero el problema no
terminaba ahí. Aún si la junta se pudiera reunir, el trámite legal requeriría
tiempo y recursos de los que no disponía el arzobispado:
De esta exposición inferirá V.S.I. que todavía no se ha dado ni se ha podido dar el
primer paso para la censura de las obras: Librería Masónica y Catecismos Masónicos;
pero aún cuando no se hubiera perdido un instante a esta fecha no podrían estar cali-
ficadas, ni podrían estarlo en muchos meses, si se han de observar las reglas y trámi-
tes que previene el Reglamento del Cardenal de Borbón que está vigente, y aprobado
por Leyes civiles. No tenía tantas trabas el Tribunal de la Inquisición; abundaba de
calificadores, secretarios, notarios y de todos los medios para desempeñar su misión;
y sabemos que años enteros ocupaba en la calificación de una obra. Es del caso re-
cordar que la del Juan Josafat Ben-Ezra se estuvo examinando por la Suprema veinte
y dos años al cabo de los cuales solamente se decretó la suspensión de su lectura34.

Asumiendo tal vez que el gobierno sólo necesitaba un pronunciamiento


general respecto a la heterodoxia de las obras masónicas, el cabildo se-
ñaló que en este caso sólo había dos posibilidades y que en realidad éstas
se reducían a una: si las obras abordaban temas religiosos, éstas deberían
ser reembarcadas a su país de origen porque evidentemente carecían de
la licencia del ordinario; si, por el contrario, las obras sólo trataban de
la masonería, también deberían prohibirse porque las sociedades secretas
estaban proscritas en México y ello abarcaba “todos los medios que facili-

32
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 97, ff. 118-120.
33
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 97, f. 128.
34
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 97, ff. 128-129.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 113

ten profesar estos ritos, sean los que fueren”35. En su contestación a estos
argumentos, el Ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos no solamente
lamentó que en “la Metrópoli de las Iglesias Mexicanas” no existiera una
junta de censura en funciones, sino también recordó al cabildo qué decía
la ley vigente:
Ha resuelto S.E. se diga a V.S.I. que habiendo dueño conocido de dichos libros
como se le manifestó en oficio de esta Secretaría de 15 de Junio último, no se está en
el caso de reembarcarlos, y que de ningún modo se haría aún habiendo dueño sin
que precediese la censura y formal prohibición por las autoridades eclesiásticas, pues
aunque estén prohibidas las juntas y asociaciones masónicas no por eso está faculta-
do el Gobierno y los funcionarios civiles para impedir la introducción de libros que
hablan de ellas, si no están comprendidos expresamente en la lista de los prohibidos,
en cuyo caso no se hallan los de que se trata36.

Como la única lista oficial de libros prohibidos era la del Reglamento del
27 de septiembre de 1822, los contados casos en que el Estado llegó a impe-
dir la distribución de obras impías estuvieron relacionados con los ocho tí-
tulos citados en dicha norma. En enero de 1826, por ejemplo, el Ministerio
de Justicia y Negocios Eclesiásticos ordenó el reembarque de 49 ejemplares
del Sistema de la naturaleza, 13 de las Ruinas de Palmira, 13 de El buen sentido y
12 de El Origen de todos los cultos, dirigidos originalmente al librero Ernesto
Masson37. Cuatro años más tarde, la librería de Hipólito Seguin dio aviso
público, en un periódico de la capital, de los volúmenes que tenía en venta,
entre los cuales se encontraba nuevamente el Sistema de la naturaleza y tam-
bién El compadre Mateo38. Que un librero se hubiera atrevido a publicitar de
esa manera sus mercancías ilegales da cuenta no sólo del buen negocio que
suponía la venta de libros prohibidos, sino también de la inobservancia de
las leyes vigentes, cosa que el ministerio y el gobierno del Distrito Federal
comprendieron de inmediato. A los pocos días del aviso, un juez de letras
se apersonó en la librería de Seguin, ubicada junto a otros establecimien-
tos del ramo en el Portal de Mercaderes, pero sólo encontró un ejemplar
de El compadre Mateo: los demás se habían vendido como pan caliente. Irri-
tado, el ministro de Justicia reprendió tanto a las autoridades de la capital
como a los encargados de las aduanas, insistiéndoles en su deber de proce-
der “bajo la más estrecha responsabilidad, no sólo por denuncia sino por
oficio a la recolección de libros expresa y legalmente prohibidos”. Si algo

35
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 97, f. 129.
36
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 97, f. 130.
37
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 57, ff. 191-193.
38
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 97, ff. 104-105.
114 Pablo Mijangos y González

había demostrado este escándalo, era que los funcionarios facultados para
llevar a cabo esta tarea muy rara vez cumplían con sus deberes39.
El único incidente que parecería sugerir un funcionamiento eficaz del
sistema de prohibición de libros fue el de las publicaciones de la Socie-
dad Bíblica de Londres, cuyo trámite e infeliz resolución se prolongó por
casi cinco años. Digo “parecería” porque en realidad se trata de un caso
excepcional en que el gobierno optó abiertamente por ignorar la legis-
lación vigente y permitir que el clero se hiciera cargo de combatir —por
la mala— a una compañía editorial de origen protestante. Establecida en
1804, la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera tenía por objeto difundir
las Sagradas Escrituras en el mayor número posible de países, mediante
ediciones baratas en lengua vernácula, acordes a la tradición religiosa pre-
dominante en cada localidad (e.g. traducciones aprobadas por la Iglesia
Católica en las naciones de habla hispana), pero sin ninguna clase de notas
al margen40. Dado que dicha labor necesitaba del fomento paralelo a la
alfabetización, esta sociedad hizo mancuerna natural con la Sociedad Lan-
casteriana de Inglaterra, que promovía la enseñanza mutua —esto es, la
formación de alumnos capaces de enseñar a leer a sus pares— y utilizaba la
Biblia como libro de texto41. Ambas empresas tuvieron una buena acogida
en la Hispanoamérica independiente gracias al interés de los nuevos go-
biernos por fomentar la educación pública, pero comenzaron a enfrentar
un creciente acoso de la Iglesia Católica después de que el papa León XII
denunciara los trabajos de la Sociedad Bíblica de Londres como un nuevo
intento protestante de “corromper los Libros Santos” (Ubi primum, 1824)42.
Aunque lenta, la reacción del alto clero mexicano contra esta sociedad fue
particularmente agresiva.
Según admitió James Thomson, el primer agente oficial de la Sociedad
Bíblica en el país, las labores de esta compañía en México comenzaron en
agosto de 1825, cuando se introdujo legalmente en Veracruz un primer
cargamento de biblias en castellano impresas en Londres. Como estas bi-
blias para el gran público utilizaban la traducción del sacerdote español
Felipe Scío de San Miguel, realizada durante la década de 1780 a petición

39
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 97, ff. 103-112.
40
Véase Jean-Pierre Bastian, Protestantismos y modernidad latinoamericana. Historia de unas
minorías religiosas activas en América Latina, México: Fondo de Cultura Económica,
1994, pp. 74-75; y Pedro Gringoire, “El ‘protestantismo’ del Doctor Mora”, Historia
Mexicana, vol. 3, no. 3 (1954), pp. 328-330.
41
Bastian, Protestantismos y modernidad, p. 75.
42
Ibid., p. 76.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 115

del rey Carlos III y con el visto bueno del Santo Oficio, su venta inicial en
las ciudades mexicanas fue bastante exitosa, al punto de generar pedidos
de curas y miembros de las órdenes regulares43. La estupenda recepción
de esta primera remesa llevó a la Sociedad Bíblica a enviar nuevos y cada
vez mayores cargamentos, los cuales se distribuyeron libremente en las li-
brerías de la república hasta que, en junio de 1828, el Cabildo de la Santa
Iglesia Metropolitana de México publicó un edicto prohibiendo a los fieles
católicos la compra, venta o retención de todas las biblias “en idioma vul-
gar, sin notas y explicaciones aprobadas”, y ordenando que quienes poseye-
ran algún ejemplar de esta clase lo entregaran en el plazo de una semana
al provisor de la arquidiócesis o a los párrocos de la localidad. De acuerdo
con este decreto, las biblias londinenses estaban prohibidas porque care-
cían de las “anotaciones sacadas de los santos Padres, o de intérpretes de-
votos y católicos” y porque su verdadero propósito era “propagar el funesto
principio de las sectas protestantes, a saber, que la única regla de la fe es la
Escritura entendida por cada uno según su propio juicio”44.
El implacable edicto eclesiástico de 1828 —replicado poco después por
las mitras de Oaxaca y Guadalajara— dio un golpe mortal a las labores de
la Sociedad Bíblica, pues la venta de sus publicaciones disminuyó drásti-
camente de la noche a la mañana. Primero en septiembre de aquel año
y nuevamente en agosto de 1829, Thomson solicitó al gobierno federal
que anulara el decreto del cabildo metropolitano con toda la rapidez, so-
lemnidad y publicidad posibles, ya que los párrocos habían entendido el
edicto como una autorización para confiscar las biblias que se vendían en
las calles y muchos compradores estaban reclamando ante los jueces civiles
que la Sociedad Bíblica les devolviera su dinero45. El argumento central del
agente inglés, correcto desde el punto de vista jurídico, era que el cabildo
no había respetado los procedimientos previstos en la legislación vigente,
pues nunca se le notificó la existencia de un proceso en curso ante la junta
de censura eclesiástica, ni las biblias se encontraban listadas en el regla-
mento del 27 de septiembre de 1822, único que comprendía los libros “es-
pecífica y legalmente prohibidos por autoridad competente”. El gobierno
mexicano, subrayó Thomson, no debía tolerar “una infracción tan notoria

43
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, f. 6; Gringoire, “El ‘protestantismo’ del Doctor Mora”,
pp. 329-333.
44
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, ff. 24-25.
45
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, ff. 6-9, 17-21, 35-36.
116 Pablo Mijangos y González

de las leyes que gobiernan la República, y un insulto tan manifiesto a las


luces del siglo”46.
En un primer momento, el Ministerio de Justicia solicitó al cabildo que
explicara las razones por las que expidió su edicto “en la forma y términos
en que lo hizo”. Esta solicitud, hecha en agosto de 1828, no tuvo respuesta
sino hasta junio de 1829, cuando el cabildo catedral contestó que aún no
tenía listo el dictamen correspondiente porque el canónigo a cargo de
dicho asunto había estado enfermo durante casi un año. Esta contestación
un tanto cínica orilló al ministerio a reconvenir al cabildo, amenazándolo
con tomar una decisión de manera unilateral si éste no aportaba la infor-
mación solicitada47. Visto lo anterior, el cabildo remitió finalmente una
extensa justificación de su edicto el 14 de septiembre de 1829. El informe
descansaba en dos argumentos centrales: el primero consistía en que el
propio Estado mexicano había reconocido —en las instrucciones para su
primer enviado ante la Santa Sede— que la religión nacional era el cato-
licismo y que la disciplina eclesiástica estaba basada en los concilios de
Trento y tercero provincial mexicano, los cuales claramente disponían que
las biblias en lengua vulgar debían incluir notas explicativas y contar con la
aprobación expresa del ordinario; el segundo era que el edicto se limitaba
a “persuadir, exhortar e imponer penas espirituales” y que jamás se había
ordenado a los párrocos que recogieran las biblias por la fuerza48. Al no
decir nada sobre el incumplimiento de los procedimientos vigentes, lo pre-
visible era que el gobierno exigiría al cabildo, como en otros casos, que la
ley se respetara escrupulosamente. Sin embargo, la decisión que se notificó
a Thomson en febrero de 1830 fue más bien exculpatoria: el objeto de su
reclamo no formaba parte de las atribuciones del poder ejecutivo y por lo
tanto debía “ocurrir a donde corresponda con arreglo a la misma ley que
alega”49. ¿Qué había sucedido?
La única explicación posible de la tolerancia gubernamental frente a las
maniobras del cabildo es que el propio presidente Bustamante, en aras de
asegurar el apoyo del clero a su administración (fruto de un golpe militar
contra Vicente Guerrero en diciembre de 1829), había tomado cartas en el
asunto: una cosa era permitir la circulación de libros sobre la masonería,
a cuyas logias pertenecían muchos laicos practicantes e incluso miembros
del clero, y otra muy distinta dar la impresión de que el país estaba en ca-

46
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, ff. 8-9.
47
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, ff. 26, 30, 33.
48
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, ff. 39-48.
49
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, f. 2.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 117

mino de introducir la libertad de cultos. Ello explicaría la confiscación de


ocho cajones de libros de la Sociedad Bíblica en la aduana de la capital en
enero de 1830, un acto a todas luces ilegal porque fue llevado a cabo con
fundamento en el edicto eclesiástico de 1828, que no podía tener efectos
civiles. Thomson protestó por este nuevo abuso y esta vez contó con el
apoyo del encargado de negocios de la Gran Bretaña en México, pero ni
los argumentos legales del primero ni las respetuosas consideraciones del
segundo lograron modificar la decisión: el 29 de marzo de 1830, el presi-
dente volvió a recomendar que Thomson acudiera “a la misma autoridad
de quien se queja, o al superior eclesiástico de ella, y al tribunal civil por
recurso de fuerza”, pues el ejecutivo no podía obrar como “juez de ape-
lación ni revisor”50. Como el acto reclamado no era el edicto del cabildo,
sino la confiscación aduanal, Thomson entendió que no había mucho más
que hacer y decidió salir de México, nombrando a José María Luis Mora
como su representante para concluir todos los asuntos pendientes de la
Sociedad.
Mora, quien para entonces ya era bien conocido por su anticlericalismo
y su aguda inteligencia, decidió reclamar la confiscación ante el juzgado
de hacienda, pero éste rechazó la demanda alegando que el nuevo repre-
sentante no estaba “suficientemente autorizado para comparecer como re-
clamante”, ya que “una simple carta” no era idéntica a un poder formal. A
pesar de que su opinión era que el gobierno se había “declarado en favor
de todas las pretensiones del clero”, Mora insistió en su reclamo a lo largo
de 1831 y 1832, pero sin éxito: ninguna autoridad estaba dispuesta a darle
la razón respecto al flagrante abuso que suponía afectar el patrimonio de
la Sociedad Bíblica con base en una prohibición decretada por un cabildo
eclesiástico51. Tendría que caer Bustamante y subir al poder Valentín Gó-
mez Farías, nuevo vicepresidente y líder de un Congreso abiertamente ra-
dical, para que los esfuerzos de Mora lograran finalmente su cometido. El
17 de octubre de 1833, un juez de distrito de la Ciudad de México ordenó
que las cajas de libros confiscadas en 1830 fueran devueltas al representan-
te de la Sociedad Bíblica, arguyendo que el juicio debía ser sobreseído al
“no estar prohibidas dichas biblias por disposiciones civiles”52. Para ese mo-
mento, según apuntó Mora a sus representados, el consejo de gabinete ya

50
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, ff. 50-58.
51
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, f. 59; Gringoire, “El ‘protestantismo’ del Doctor
Mora”, p. 340-341.
52
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 87, f. 60.
118 Pablo Mijangos y González

había acordado “no poner [más] obstáculos a la circulación de las biblias”


londinenses53.
Con el ascenso de los liberales radicales, y aún después de su caída en
la primavera de 1834, el sistema gaditano de persecución de obras prohibi-
das volvió a seguirse puntualmente, lo cual equivale a decir que la censura
eclesiástica siguió siendo letra muerta en la práctica. No es de extrañar, en
este sentido, que en mayo de 1833 el obispo de Puebla, Francisco Pablo
Vázquez, publicara una furiosa carta pastoral que presentaba la última epi-
demia de cólera como un “método divino” para convertir a los pecadores
de su diócesis, cuya terrible “impiedad” se extendía cada vez más gracias
la lectura de “libros heréticos y obscenos, y periódicos en que se atacan los
dogmas fundamentales de la Iglesia”54. Que la “reforma de las costumbres”
mediante el control estricto del mundo editorial se estuviera convirtiendo
en una prioridad de los obispos permite hacerse una idea de las dimen-
siones del problema y del hartazgo clerical frente a un sistema comple-
tamente ineficaz. Ante esta situación, sin embargo, el gobierno se negó
a promover un cambio de la legislación y optó por seguir gestionando la
tensión latente mediante llamados ocasionales a enviar nuevas listas de li-
bros prohibidos55. ¿Podría subsistir este sistema disfuncional por mucho
tiempo más?

La crisis de la posguerra y el caso Los Misterios de la Inquisición


La ineficacia del sistema liberal de protección de la ortodoxia no era un
secreto para nadie. Ya en tiempos de Guadalupe Victoria, el Congreso y el
Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos habían formado una “Comi-
sión especial de prohibición de libros”, encargada de diagnosticar la viabi-
lidad del sistema y sugerir propuestas para un nuevo proyecto de ley en la
materia. Sus conclusiones no deben sorprendernos: según esta comisión,
las reglas existentes carecían de medios “practicables” para impedir la en-
trada y circulación de obras impías. Si el gobierno realmente quería pro-
teger la fe, era necesario que las aduanas detuvieran “toda clase de libros”
y los remitieran a las autoridades eclesiásticas, de modo que éstas, previa
revisión de su contenido, extendieran o negaran el pase correspondien-

53
Gringoire, “El ‘protestantismo’ del Doctor Mora”, pp. 347-348.
54
Sergio Rosas Salas, La Iglesia mexicana en tiempos de la impiedad: Francisco Pablo Vázquez,
1769-1847, Puebla: BUAP/Ediciones E y C/El Colegio de Michoacán, 2015, pp. 249-
253.
55
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 131, ff.178-179.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 119

te56. De igual manera, en 1825, 1828 y 1830 todas las mitras diocesanas
denunciaron el fracaso visible del sistema y solicitaron una reforma de las
leyes vigentes, en términos muy similares a los propuestos por la comisión
especial antes citada57. En 1825, por citar un ejemplo, la mitra de Oaxaca
pidió no solamente que las aduanas informaran a los ordinarios acerca
de “todos los libros y escritos que se hubiesen introducido en ellas”, sino
además que los jueces eclesiásticos tuvieran “la facultad de recoger por sí
mismos los libros prohibidos”58. En particular, la petición enfatizaba la ne-
cesidad de simplificar los juicios de censura:
La dilación de semejantes juicios no menos que la multitud de trámites y for-
malidades que con arreglo al Edicto del Sr. Cardenal Arzobispo de Toledo mandado
observar generalmente deben practicarse, son la causa de que estos juicios sean in-
terminables, que los delitos queden impunes y que la autoridad Eclesiástica sea cada
día más vilipendiada. En cuanto a la censura de libros parece casi imposible observar
los trámites que las leyes prescriben a los Ordinarios Diocesanos por lo menos res-
pecto de los innumerables libros de perversa doctrina que existen y circulan desde
muchos siglos atrás […] ¿Cómo pues podrá observarse con cada uno de dichos libros
el trámite de la censura, el dar traslado de ella al autor o defensor que se nombre y
de dar otras tantas sentencias definitivas absolviendo o condenando? ¿Cómo formar
y seguir más de dos mil juicios? ¿Qué tiempo es bastante para esto? ¿Dónde están
los dependientes de los Tribunales de la Fe para despachar esta inmensa multitud de
causas? ¿Y de dónde sacar fondos para dotar los dependientes y Jueces de dichos
Tribunales con los demás gastos de su atención?59

En vista de los numerosos “escollos y embarazos” que presentaba este sis-


tema, y del consiguiente fracaso en la persecución de libros prohibidos,
el vicario capitular del obispado de Michoacán llegó incluso a suspender
los juicios de censura en su diócesis desde 1828, pues al final “no conse-
guía otra cosa la autoridad eclesiástica que ponerse en ridículo, y en cierto
modo dar pábulo a la malicia para que con más insolencia y descaro se
burlase de sus disposiciones”60. Ya hemos visto que, de manera excepcional
y con la complicidad del gobierno, tres diócesis maniobraron con éxito
para hundir a una empresa editorial, pero no hay evidencia de que el cle-
ro actuara siempre y sistemáticamente de la misma manera. No obstante,
a finales de 1848 se presentó un primer incidente que ya anunciaba un
cambio brusco en la estrategia eclesial contra las publicaciones impías. En

56
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 44, ff. 167-178.
57
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 61, ff. 1-35; t. 97, ff. 140-150.
58
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 97, ff. 148-149.
59
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 97, ff. 149-150.
60
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 61, f. 33; t. 97, ff. 141-142.
120 Pablo Mijangos y González

diciembre de aquel año, la Aduana marítima de Matamoros decomisó un


cajón con 400 ejemplares de las Cartas de Kirwan al M.Y. señor obispo de
Nueva-York, así como dos copias de la Relación circunstanciada de la conversión
del Irlandés Andrés Dunn del Romanismo a la religión de Jesucristo, dos obras de
evidente tono anticlerical y protestante. Para determinar qué hacer con
dicho cargamento, los funcionarios aduanales remitieron los volúmenes
al Ministerio de Justicia y éste, a su vez, los pasó al arzobispado de México.
La novedad de este caso es que, en lugar de convocar a la junta de censura
y llevar a cabo el juicio correspondiente, el arzobispado simplemente co-
misionó a un fraile para que elaborase un dictamen exprés: la resolución
condenatoria estuvo lista en menos de seis meses. Apoyado en ella, y sin
poner demasiada atención, el ministerio aprobó el decomiso y ordenó que
los libros fueran puestos a disposición del vicario capitular de Monterrey61.
Un segundo incidente similar se presentó pocos meses después. El 5 de
septiembre de 1850, el vicario capitular del Arzobispado de México expi-
dió un edicto prohibiendo, bajo pena de excomunión mayor, la lectura y
retención del libro Los Misterios de la Inquisición y otras sociedades secretas de
España, publicado originalmente en Francia y reeditado en castellano por
una imprenta de Nueva Orleáns en 1846. De acuerdo con el edicto, esta
obra era “abiertamente protestante en sus doctrinas y tendencias” porque,
“bajo el pretexto de la Inquisición”, atacaba “al Clero católico, a los Obis-
pos y a los Papas, haciéndolos aparecer del modo más denigrante, como
hipócritas, ambiciosos, disolutos, y como los enemigos natos de las liberta-
des públicas, y los mayores opresores de los pueblos”62. Lo más importante
de este dictamen es que, al igual que en el caso anterior, el arzobispado
decidió apurar los trámites a fin de impedir la circulación de la obra lo
antes posible: el libro fue adquirido directamente en una librería y, acto
seguido, remitido a la junta de censura, la cual comisionó a un consultor
para calificar su contenido y elaborar la resolución correspondiente. Ob-
viamente, la junta jamás nombró a un defensor de oficio ni tampoco citó a
los posibles afectados por la prohibición de la obra. Por si esto fuera poco,
el dictamen también condenó, sin dar mayores argumentos, la lectura de
dos cuadernos que circulaban “con profusión” en la capital: La Religión del
dinero y Decidme ¿por qué vuestro cura párroco os prohíbe el que vos leáis la Biblia?,
ambos impresos en Nueva York63.

61
AGN, Justicia/Eclesiástico, t, 161, ff. 1-3, 7-18.
62
Disposiciones legales y otros documentos relativos a la prohibición de impresos por la autoridad
eclesiástica, pp. 4-7.
63
Ibid., p. 7.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 121

En esta ocasión, sin embargo, el arzobispado se topó con uno de los


empresarios editoriales más aguerridos del país: Vicente García Torres, im-
presor de numerosas publicaciones oficiales así como del diario El Monitor
Republicano, un medio visiblemente afín a la causa liberal64. Además de ser
un enemigo infatigable de la censura, García Torres era el principal agra-
viado por el edicto arzobispal porque su imprenta estaba preparando una
edición mexicana de Los Misterios de la Inquisición y ésta se había anunciado
ya en los periódicos de la capital. Fue por ello que el 11 de septiembre
solicitó el “amparo supremo” del Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiás-
ticos, alegando que el edicto era un ataque directo a las leyes sobre libertad
de imprenta y también al derecho de propiedad. A su juicio, la obra censu-
rada no era en realidad un ataque a la religión, sino, más bien, una crítica
a “los bárbaros y perversos que profanándola, han pretendido hacerla un
vil instrumento de sus pasiones, de sus miras ambiciosas y tiránicas, [y] un
escudo de sus crímenes”65. La ortodoxia de su contenido, en todo caso,
debía ser evaluada conforme a las “leyes políticas y civiles”. Citando el artí-
culo 26 del Acta Constitutiva y de Reformas de 1847, García Torres subrayó
que los delitos de imprenta debían ser “juzgados por jueces de hecho y
castigados sólo con pena pecuniaria o de reclusión”, y que el gobierno sólo
podía “disponer de la propiedad, previas la indemnización respectiva y la
aprobación del Senado”66.
No es posible saber si García Torres ignoraba el derecho vigente —las
reglas ordinarias sobre la libertad de imprenta no eran aplicables en mate-
ria religiosa— o si más bien había apostado por una estrategia legal arries-
gada para evitarse un juicio eclesiástico que podía perder con facilidad.
Lo cierto es que el ministro de Justicia, Marcelino Castañeda, optó por
recordarle que la protección solicitada era “del resorte del poder judicial”,
añadiendo, no obstante, que el gobierno no impediría la circulación de la
obra censurada “mientras no se observen las fórmulas establecidas por las
leyes”67. Al no saber a ciencia cierta si éstas se habían respetado, Castañeda
preguntó al vicario capitular si su resolución se había dictado conforme a
los procedimientos correspondientes. La respuesta de este último fue ex-
traordinaria: el vicario admitió sin tapujos que la junta de censura no había

64
Al respecto, véase Othón Nava Martínez, “La empresa editorial de Vicente García To-
rres, 1838-1853”, en Suárez de la Torre, coord., Constructores de un cambio cultural, pp.
253-303.
65
Disposiciones legales y otros documentos relativos a la prohibición de impresos por la autoridad
eclesiástica, pp. 9-12.
66
Ibid., p. 10.
67
Ibid., p. 12.
122 Pablo Mijangos y González

llevado a cabo el juicio dispuesto por la legislación, ya que, de haber segui-


do este tribunal los “dilatados trámites” que dicho juicio suponía, la obra
censurada habría circulado impunemente por todas partes, como siempre.
El vicario señaló además que el gobierno no cumplía con las medidas cau-
telares previstas en las propias leyes (como la suspensión de la venta de los
libros mientras se llevara a cabo el juicio de censura) pues las consideraba
ofensivas al “ídolo de la libertad de imprenta”. Sólo cuando el gobierno de-
mostrara un verdadero apego a la ley, sentenció el vicario, las autoridades
eclesiásticas la cumplirían a la letra. Mientras tanto, “su misión divina, y la
inexcusable necesidad de apartar a su dócil rebaño del pasto venenoso” le
seguirían obligando a ignorar formalidades legales68.
Aunque el incumplimiento de la ley no era cosa nueva para el clero
mexicano, la plena y descarada admisión de una falta de esta naturaleza
—y el chantaje explícito al gobierno— no formaban parte habitual del
protocolo eclesiástico. ¿Qué había sucedido? La oración final de la carta
nos da una pista para interpretar las razones de este preocupante cambio
en la política eclesial. Según el vicario, el “pasto venenoso” que amenazaba
a su “rebaño” provenía, en su mayor parte, de los “alucinados escritores”
que creían “haber encontrado la piedra filosofal en el usadísimo principio
de la libertad de conciencia”69. A mi parecer, este añadido hacía referencia
a la polémica que se había desatado tras la presentación del proyecto de
fomento a la inmigración elaborado por la Dirección de Colonización e
Industria en julio de 1848, el cual resucitó la vieja propuesta de introducir
la libertad de cultos como incentivo necesario para estimular la llegada
de colonos extranjeros: “La tolerancia religiosa es un dogma práctico del
mundo civilizado y México no puede permanecer aferrado a su intoleran-
cia si desea ser rápidamente poblado”70. Para la generación de liberales
marcada por la catastrófica derrota militar de México ante Estados Unidos,
la libertad de cultos era efectivamente una “piedra filosofal”: era la condi-
ción indispensable para poblar los territorios indefensos del norte del país,
atraer inmigrantes acostumbrados al trabajo duro y al respeto de la autori-
dad, y desatar así el crecimiento económico.

68
Ibid., pp. 13-18.
69
Ibid., p. 18.
70
Dieter G. Berninger, La inmigración en México (1821-1859), México: SepSetentas, 1974,
pp. 125-127. Véase también David K. Burden, “Reform before La Reforma: Liberals,
Conservatives and the Debate over Immigration, 1846-1855”, Mexican Studies/Estudios
Mexicanos, vol. 23, no. 2 (2007), pp. 283-316.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 123

Este proyecto era anatema para el clero y para buena parte de la pobla-
ción porque chocaba directamente con el principio de exclusividad con-
fesional y además lo hacía en un momento de resurgimiento del naciona-
lismo religioso, fenómeno que estaba presente desde los orígenes de la
república pero que cobró nueva vida durante la crisis de la posguerra71. No
hay que olvidar, en este sentido, que la propuesta de introducir la toleran-
cia de cultos se topó con la férrea oposición de numerosas comunidades y
autoridades de todo el país. En enero de 1849, por ejemplo, los principales
del pueblo de Huauchinango, ubicado en la sierra de Puebla, solicitaron
al Presidente de la República que desechara sin miramientos este proyecto
“despótico”, pues implicaba “sacrificar el bienestar de la nación a las miras
particulares de unos cuantos”, desconocer “los derechos de la verdad” y
“subordinar la religión al progreso material, como si éste fuese el [fin]
principal al que debe aspirar el hombre en sociedad”. Los poderes federa-
les, añadían los redactores, no podían aprobar “un decreto que abriría las
puertas a sectas y autorizaría a los apóstoles del error para propagarlo entre
nosotros”, justo “cuando la prudencia está exigiendo imperiosamente que
nos unamos para hacernos respetar de un enemigo que supo aprovecharse
de nuestra desunión”72. Punto por punto, estas mismas consideraciones
eran compartidas por el alto clero y explicarían su decisión de ignorar las
leyes vigentes sobre censura de publicaciones impías.
Si bien la propuesta de introducir la tolerancia religiosa se pospuso para
mejor momento, el gobierno no estaba dispuesto a ceder con la misma
facilidad en lo relativo a la libertad de imprenta y las obligaciones legales
del clero en el marco de la república católica. Para determinar el paso a
seguir después de la respuesta del vicario capitular, en octubre de 1850
el Ministerio de Justicia solicitó al fiscal en turno de la Suprema Corte,
Agustín Flores Alatorre, que elaborase un dictamen sobre este caso y, en
términos generales, sobre la práctica que debía establecerse “a fin de que
tenga su debido cumplimiento la ley de las cortes españolas de 22 de febre-
ro de 1813”73. Para sorpresa del ministerio, el fiscal aplaudió las medidas
del arzobispado, ya que al tratarse de una “obra profundamente inmoral,
obscena [e] inductiva al protestantismo”, no había “necesidad de proceso

71
Sobre el nacionalismo católico en el México independiente, véase Brian Connaugh-
ton, Ideología y sociedad en Guadalajara (1788-1853). La Iglesia Católica y la disputa por
definir la nación mexicana, México: CONACULTA, 2012.
72
AGN, Justicia/Eclesiástico, t. 161, ff. 27-29.
73
Disposiciones legales y otros documentos relativos a la prohibición de impresos por la autoridad
eclesiástica, p. 49.
124 Pablo Mijangos y González

ni audiencia alguna”. De seguirse los trámites previstos en la ley, enfatizó el


fiscal, la protección oficial del catolicismo quedaría en letra muerta, pues
la resolución final llegaría “cuando el mal esté consumado, el veneno es-
parcido [y] y la sociedad corrompida”74. Asimismo, Flores Alatorre advirtió
al ministerio que el reglamento de 1813 había “caído en desuso” pero que
su obligación de “impedir la introducción de semejantes escritos” seguía
en vigor, aún cuando este deber “no lo tuviera tan expreso”75. En suma, era
urgente evitar “que se disminuya el sentimiento religioso y que se corrom-
pan más las costumbres”, y por ello debía castigar la publicación de esta
obra como un delito contra la nación:
El que imprime obras anti-católicas e inmorales, ataca la constitución del Estado,
ataca las leyes divinas sin disfraz ninguno, ataca las eclesiásticas que la nación re-
conoce y respeta, y ataca por último las civiles que están en consonancia con éstas.
El que imprime y publica semejantes escritos, ofende a la nación en aquello que le
es más querido y respetado, insulta al gobierno supremo, guardián y custodio de las
leyes, y ultraja la autoridad eclesiástica despreciando los preceptos divinos, y las
leyes de la Iglesia76.

Visiblemente contrariado, Marcelino Castañeda desechó la opinión del fis-


cal de la Suprema Corte con el argumento de que éste había entendido
que el asunto se le remitía “con objeto de que promoviera un recurso de
fuerza contra la autoridad eclesiástica”, lo cual no era el caso77. Para asegu-
rar un dictamen acorde a sus intenciones, el ministro de Justicia consultó
entonces a dos senadores muy respetados por su saber jurídico, Tedosio
Lares y Francisco Modesto de Olaguíbel, quienes entregaron su opinión
legal el 9 de noviembre de 1850. A diferencia del texto del fiscal, la diserta-
ción de los senadores contenía abundantes referencias sobre antecedentes
legislativos y judiciales, provenientes en su mayor parte de las Observaciones
prácticas sobre los recursos de fuerza (1793), del Conde de la Cañada. Apoyados
en este manual regalista, Lares y Olaguíbel sostuvieron que, efectivamente,
la Iglesia tenía el derecho de prohibir a los fieles la lectura de obras contra-
rias a la fe, pero enfatizaron, a renglón seguido, que la autoridad civil sólo
podía prestarle el auxilio de la fuerza física “en lo que justamente le fuere
pedido”, lo cual le imponía la obligación de verificar siempre “la legalidad
de los procedimientos del eclesiástico”. En tanto garante de la observancia
de los cánones, el gobierno estaba obligado a vigilar la “conservación de

74
Ibid., pp. 35-36, 38.
75
Ibid., pp. 44-45.
76
Ibid., pp. 45-46.
77
Ibid., p. 49.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 125

los derechos de los ciudadanos cuando estuvieren comprometidos, así por


no corresponder al eclesiástico la jurisdicción en alguna causa, o por no
haber guardado las formalidades establecidas en las leyes, y que influyen
en la defensa” 78.
Una vez apuntado este principio, tomado de la doctrina de los recursos
de fuerza, los senadores subrayaron que la legislación vigente disponía, de
manera “expresa y terminante”, que para prohibir legalmente una obra
por motivos religiosos debía seguirse “un juicio en toda forma pública, a
puerta abierta, con intervención del fiscal y audiencia del interesado en
la obra”79. Estas garantías procesales no eran una formalidad secundaria,
pues tenían la doble finalidad de “evitar la arbitrariedad de las juntas de
censura y tribunales eclesiásticos”, y “proporcionar la defensa que es de
derecho natural”80. Aún cuando las diferentes normas que regulaban este
procedimiento no se observaran en todo o en parte, las mismas seguían
vigentes porque “todas las leyes que no han sido derogadas, se deben ob-
servar literalmente, sin que pueda admitirse la excusa de decir que no es-
tán en uso”81. No había otra conclusión posible: mientras el arzobispado
no cumpliera con los procedimientos de ley, el gobierno debía permitir
la libre circulación de Los Misterios de la Inquisición. Marcelino Castañeda
calificó este dictamen como “razonado, sensato y lleno de buen juicio”, y
lo remitió de inmediato al vicario capitular, recordándole que “como la
religión es una ley del Estado, y por lo mismo los juicios eclesiásticos se
hallan también revestidos del carácter y fuerza de civiles”, los obispos de-
bían respetar siempre las leyes de procedimientos, pues “de lo contrario se
establecería una lucha continua entre la Iglesia y el Estado”82.
Mientras que al vicario no le quedó más remedio que aceptar esta deci-
sión del gobierno, el ministro de Justicia aprovechó el amplio interés que
despertó este caso para dar a conocer nuevamente las reglas vigentes en
esta materia: primero expidió una circular, fechada el 19 de noviembre de
1850, que reiteraba los pasos que debían seguirse para censurar y prohibir
formalmente una obra; después mandó publicar el expediente completo
de Los Misterios de la Inquisición, acompañado de un apéndice con toda la
legislación aplicable; y finalmente elaboró un resumen ejecutivo del sis-
tema vigente para incluirlo como anexo del informe anual que presentó

78
Ibid., pp. 54-55.
79
Ibid., pp. 56, 58.
80
Ibid., p. 72.
81
Idem.
82
Ibid., pp. 82-84.
126 Pablo Mijangos y González

al Congreso en enero de 1851. En este último texto, Castañeda destacó


que ninguna administración había respetado más “la libertad de impren-
ta, como un derecho garantido por la constitución a los habitantes de la
república”83. Si bien la permanencia de la censura eclesiástica parecía ir
en contra de esta libertad, el ministro recordó que la Constitución Federal
no protegía los ataques a la religión y que las autoridades diocesanas con-
servaban intacta su facultad de prohibir obras impías, siempre y cuando se
sujetaran “a la forma y orden establecido por las leyes civiles”. Este princi-
pio fundamental de la república católica no debía ser cuestionado, pues
conciliaba la necesidad de prevenir trastornos “en el orden espiritual” con
el sostenimiento de “las regalías de la nación”84.

Epílogo: De la Ley Lares a la Constitución de 1857


El caso Los Misterios de la Inquisición demostró nuevamente que ni siquiera
un gobierno moderado estaba dispuesto a modificar una legislación a to-
das luces impracticable: aunque la protección de la fe era una obligación
del poder público, ésta sólo podría concederse bajo los términos y prin-
cipios del orden constitucional. El sostenimiento del sistema vigente, sin
embargo, parecía cada vez más anacrónico frente a la polarización de las
posturas políticas en torno al problema religioso. En marzo de 1851, por
ejemplo, el entonces senador por Michoacán, Melchor Ocampo, publicó
una agresiva propuesta para eliminar el pago forzoso de obvenciones pa-
rroquiales, alegando, entre otras razones, que los hombres tenían un dere-
cho natural de “adorar a Dios según las intuiciones de su conciencia” y que
la coacción civil para el cumplimiento de esta clase de deberes religiosos
era una reliquia del Medievo85. Si el Estado dejaba de prestar su brazo para
hacer efectivo el cobro de bautizos, bodas y entierros, ¿qué podía esperarse
respecto a los libros heterodoxos, que con tanta facilidad escapaban de la
supervisión pública? ¿Estaban amenazadas la fe y la unidad del pueblo?
Para el anónimo “cura de Michoacán” que entabló una larga polémica con
Ocampo hasta el año 1852, la implantación de los dos estandartes del “so-

83
Memoria del Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, presentada a las augustas cámaras
del Congreso general de los Estados-Unidos Mexicanos por el secretario del ramo, en el mes de
Enero de 1851, México: Imprenta de Cumplido, 1851, p. 39.
84
Ibid., p. 46.
85
Melchor Ocampo, “Representación sobre reforma del arancel de obvenciones parro-
quiales”, en Obras completas de Melchor Ocampo. Tomo II. La polémica sobre las obvenciones
parroquiales en Michoacán, Morelia: Comité Editorial del Gobierno de Michoacán, 1985,
p. 250.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 127

cialismo de Europa”, la libertad de cultos y la libertad de conciencia, termi-


naría provocando una “devastación universal”. Sólo la fiel obediencia a la
Iglesia podía salvar a México de un “siglo altanero y soberbio”86.
Quienes veían en riesgo la identidad católica de la nación obtuvieron
un breve respiro con el establecimiento del régimen dictatorial del Gene-
ral Antonio López de Santa Anna en abril de 1853. Buscando la manera de
afianzar la administración y disminuir la crónica inestabilidad política, la
dictadura abolió el federalismo y el sistema representativo, y estableció un
sistema draconiano de control de la prensa, reglamentado en la llamada
“Ley Lares” sobre libertad de imprenta (28 de abril de 1853). Esta ley crea-
ba un registro nacional de impresores, les imponía la obligación de entre-
gar un ejemplar de cualquier futura publicación a las autoridades locales y
exigía también la obtención de una licencia para poder vender y pregonar
impresos. La ley recogía un amplio catálogo de “abusos de la imprenta”,
facilitaba su persecución y los castigaba con multas e incluso el cierre de
los establecimientos editoriales (cosa que pronto sufriría en carne propia
Vicente García Torres)87. En lo que hace a las publicaciones de conteni-
do religioso, la ley prohibió como “subversivos” todos aquellos “impresos
contrarios a la religión católica, apostólica, romana, en los que se haga
mofa de sus dogmas, de su culto y del carácter sagrado de sus ministros”
(art. 23). No obstante, la propia ley también dispuso que “la impresión,
venta y circulación de los libros, obras o escritos sobre dogmas de nuestra
santa religión, Sagrada Escritura y moral cristiana” quedarían “sujetas a las
disposiciones vigentes” (art. 49)88. Es probable que la ambigüedad de esta
redacción —una condena más agresiva de los ataques a la fe, pero dejando
intacto el marco jurídico existente antes de la dictadura— obedeciera al
mismo celo que había mostrado Teodosio Lares por defender las “regalías
de la nación” en 1851.
La experiencia de la dictadura atizó el anticlericalismo de muchos li-
berales y destruyó las cautelas que antes habían impedido “reformar” a
profundidad las relaciones Iglesia-Estado. Esta nueva “Reforma” comenzó
con la tajante exclusión del clero en la ley de convocatoria a un nuevo Con-
greso Constituyente, la supresión del fuero eclesiástico y, poco después,

86
Anónimo, “Impugnación a la representación sobre reforma de obvenciones parro-
quiales”, en Obras completas de Melchor Ocampo. Tomo II, pp. 262-264.
87
Carmen Vázquez Mantecón, Santa Anna y la encrucijada del Estado. La dictadura: 1853-
1855, México: Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 201-203.
88
Ley Lares, en Florence Toussaint Alcaraz, comp., Teodosio Lares, México: Senado de la
República, 1987, pp. 85-92.
128 Pablo Mijangos y González

la derogación del viejo sistema de persecución de obras heterodoxas. En


el “Reglamento provisional de libertad de imprenta” de 28 de diciembre
de 1855, mejor conocido como “Ley Lafragua”, el derecho a denunciar la
publicación de un ataque “directo” a la religión católica quedó en manos
de los nuevos “fiscales de imprenta” que nombraría el gobierno. Cuando
estos decidieran presentar una denuncia, la calificación de la falta corres-
pondería a los jueces de primera instancia de cada localidad, quienes ten-
drían un plazo de apenas seis horas para calificar la existencia y gravedad
de los “escarnios, sátiras e invectivas” contra la religión que presuntamente
contuviera el escrito denunciado. Solamente si la acusación fuera fundada,
el juez podría mandar suspender la circulación del impreso y ordenar la
detención del autor o impresor, según el caso89. Aunque en teoría esta ley
reducía los tiempos del procedimiento, en la práctica creaba un sistema
todavía más impracticable (¿qué juez de primera instancia contaba con el
tiempo y la formación necesarios para calificar un impreso de tema religio-
so en menos de seis horas?) y para colmo prescindía del juicio del clero en
una tarea que éste siempre había reclamado como exclusiva.
Aunque la Constitución liberal del 5 de febrero de 1857 no llegó a intro-
ducir la separación Iglesia-Estado —pues concedió a los poderes federales
una generosa autorización para intervenir en “materias de culto religioso
y disciplina externa”— en su texto se omitió la tradicional cláusula de ex-
clusividad confesional y por lo tanto las obligaciones estatales que se des-
prendían de la misma. Sin dejar lugar a dudas, el artículo 7º sobre libertad
de imprenta eliminó por completo la coacción civil de las obras censuradas
por la autoridad eclesiástica: “Es inviolable la libertad de escribir y publicar
escritos sobre cualquier materia. Ninguna ley ni autoridad puede estable-
cer la previa censura, ni exigir fianza a los autores o impresores, ni coartar
la libertad de imprenta, que no tiene más límites que el respeto a la vida
privada, a la moral y a la paz pública”90. Lo que debe destacarse aquí es que,
más allá de la reacción de los liberales frente a la limitación de las liberta-
des durante la dictadura santanista, la eliminación de la censura en mate-
ria religiosa era finalmente un reconocimiento de la ineficacia probada de
las leyes precedentes y, sobre todo, del fracaso de la república confesional.
Pese a las mejores intenciones de sucesivos gobiernos, la experiencia de
tres décadas había mostrado que la protección oficial del catolicismo, en
los términos inquisitoriales que exigía la Iglesia, era incompatible con un

89
Reglamento provisional de la libertad de imprenta, en Patricia Galeana, comp., José
María Lafragua, México: Senado de la República, 1987, pp. 211-217.
90
Constitución de 1857, en Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, pp. 607-608.
Entre Dios y la República. La separación Iglesia-estado en México, siglo XIX 129

régimen cuya legitimidad se derivaba del reconocimiento y protección de


las libertades individuales. Había que tomar partido entre Dios y Libertad,
y los constituyentes de 1857 optaron por la segunda.
Es mucho lo que nos falta por saber sobre los libros y lectores del siglo
XIX mexicano. Aunque ya existen varias investigaciones muy interesantes
sobre los principales impresores de la época, todavía no contamos con un
equivalente de las magníficas obras de Robert Darnton sobre la lectura y
circulación de obras prohibidas en la Francia del siglo XVIII. Pese a ello,
y para finalizar, me atrevo a postular dos hipótesis adicionales respecto al
tema que nos ocupa. En primer lugar, todo indica que la ineficacia de las
leyes sobre prohibición de impresos anticatólicos contribuyó a la libre cir-
culación de obras que no necesariamente secularizaron la cultura mexica-
na, pero sí alimentaron un clima social de cuestionamiento a la autoridad
eclesiástica; en segundo lugar, me parece que este mismo fenómeno contri-
buyó notablemente al hartazgo de la Iglesia frente a un Estado que se decía
católico y sin embargo era incapaz de ejercer sus poderes para protegerla
frente a los “avances de la impiedad”. A diferencia de sus predecesores,
los jóvenes clérigos que nutrieron las filas del Episcopado mexicano a lo
largo de la década de 1850 (como Clemente de Jesús Munguía y su amigo
Pelagio Labastida) crecieron viendo cómo el Estado exigía sacrificios cada
vez mayores a la autonomía y el patrimonio eclesiásticos a cambio de una
protección mediocre. Como ha observado Brian Connaughton, al despun-
tar la Reforma el viejo compromiso de convivencia entre el poder civil y
el eclesiástico estaba agotado y había llegado el momento de imaginar un
nuevo arreglo para la viabilidad de la nación91.

91
Connaughton, Entre la voz de Dios y el llamado de la patria, p. 17.

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