Las Mentalidades Una Historia Ambigua

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Lev Federal de Derechos de A u to r, Título VI De las Limitaciones del Derecho de A u to r y de los


Derechos Conexos, C apítulo II De la Limitación a los Derechos Patrim oniales, A rtícu lo 148
A p a r t a d o V:

Reproducción de p artes de la obra, p a ra la crítica e investigación científica, lite ra ria o artística.


Jacques Le Goff
Pierre Nora

HACER LA HISTORIA

III. Objetos nuevos

editorial laia/barcelona
Las mentalidades.
Una historia ambigua
por Jacques Le Goff

«Mentalité me plaít. II y a comme cela des


m ots nouveaux qu’on lance.»

(Mentalidad m e encanta. E s así como se


lanzan nuevas palabras.)
M arcel P roust.

A la recherche du te m ps perdu. Le cóté de


Guermantes. «Bibl. de la Pléiade», t. II,
pp. 236-237.

Para el historiador de hoy m entalidad es aún algo nuevo


y ya envilecido. Se habla mucho de historia de las m entali­
dades, pero se han dado pocos ejemplos convincentes. Mien­
tras se tra ta aún de un frente pionero, de un terreno por
roturar, uno se pregunta si la expresión encubre una realidad
científica, si oculta una coherencia conceptual, si es episte­
mológicamente operativa. Atrapada por la moda, parece ya
pasada de moda. ¿Hay que ayudarla a ser o a desaparecer?

I. Una historia-encrucijada

La prim era atracción de la historia de las mentalidades


está precisam ente en su imprecisión, en su vocación por de­
signar los residuos del análisis histórico, el no sé qué de
la historia.
A p a rtir de 1095 individuos y masas se conmueven en la
cristiandad occidental y participan en la gran aventura de
la cruzada. Auge demográfico y principios de superpoblación,
codicias m ercantiles de las ciudades italianas, política del
papado deseoso de rehacer contra el Infiel la unidad de una
cristiandad desunida, estas causas juntas no lo explican todo,
mas quizá sí lo esencial. Es necesaria la atracción de la Je-
rusalén terrestre, doble de la celeste, la impulsión de las
imágenes de lo m ental colectivo acumuladas a su alrededor.
¿Qué es la crudeza sin cierta m entalidad religiosa?1
¿Qué es el feudalismo? ¿Instituciones, un modo de pro­
ducción, un sistema social, un tipo de organización m ilitar?
Georges Duby responde que hay que ir más lejos, «prolongar
la historia económica con la de las mentalidades», hacer en­
tra r en el conjunto: «la concepción feudal del servicio».
¿El feudalismo? «Una m entalidad medieval».2
Desde el siglo xvi una nueva sociedad se desarrolla en
Occidente: la sociedad capitalista. ¿Producto de un nuevo
modo de producción, secreción de la economía m onetaria,
construcción de la burguesía? Sin duda, pero tam bién resul­
tado de nuevas actitudes frente al trabajo, el dinero —una
m entalidad que desde Max W eber se vincula a la etnia pro­
testante.3
Mentalidad recubre pues un más allá de la historia, pre­
tende satisfacer las curiosidades de historiadores decididos a
ir más lejos. Y prim ero al encuentro de otras ciencias hu­
manas.
Marc Bloch, esforzándose por ceñir la «mentalidad reli­
giosa» de la Edad Media, reconoce «una m ultitud de creen­
cias y prácticas... ora legadas por las magias milenarias, ora
nacidas, en época relativamente reciente, en el seno de una
civilización4 anim ada aún de una gran fecundidad mítica».
El historiador de las mentalidades se aproxim ará, pues, al
etnólogo, intentando alcanzar como él el nivel m ás estable,
más inmóvil de las sociedades. Tomando la palabra de E m est
Labrousse: «Sobre lo económico, retrasa lo social, y sobre
lo social lo m ental.»5 Keith Thomas, estudiando a su vez
la m entalidad religiosa de los hom bres de la Edad Media
y del Renacimiento, le aplica abiertam ente un método et­

1. Ver la obra de Alphandéry-Dupront y el artículo de A. Dupront,


citados en bibliografía.
2. G. D u b y , La féodalité, une mentalité médiévale, «Annales ESC»,
pp. 765-771.
3. Obras clásicas de Max W e b e r , L ’Éthique pro testa n te et l’esprit
du capitalisme. 1904-1905. R. T a w n e y , La Religion et l ’essor du capita­
lisme, 1926; H. L ü t h y , La Banque pro testa n te en France de la révoca­
tion de l'édit de Nantes à la Révolution. 2 vols. Paris 1959-60. Cf. J. De-
l t j m e a u , Naissance et afirmation de la Réforme. Paris, 1968, 2.a éd.: Ca­
pitalisme et mentalité capitaliste, p. 301 ss.
4. M. B l o c h , La Société féodale. Paris, 1968 (nueva edición), p. 129.
5. E. L a b r o u s s e , prefacio al libro de G. D u p e u x , Aspects de l’his­
toire sociale et politique du Loir-et-Cher: 1848-1914. Paris, 1962, p. XI.
nológico, inspirado sobre todo por Evans-Pritchard.6 Del
estudio de los ritos, las prácticas ceremoniales, el etnólogo
se rem onta hacia las creencias, los sistemas de valores. Así
los historiadores de la Edad Media, después de March Bloch,
Percy E rnst Schramm, E rnst Kantorovicz, Bernard Guenée,7
a través las consagraciones, curaciones milagrosas, las insig­
nias del poder, las entradas reales, descubren una mística
monárquica, una m entalidad política y renuevan así la his­
toria política de la Edad Media. Los especialistas antiguos
de la hagiografía se interesaban por el santo, los modernos
se preocupan por la santidad, por aquello que la funda en
el espíritu de los fieles, por la psicología de los crédulos,
por la m entalidad del hagiógrafo.8 Así la antropología reli­
giosa impone a la historia religiosa una conversión radical
de contemplación.9
Próximo al etnólogo, el historiador de las m entalidades
tiene que doblarse tam bién de sociólogo. Su objeto, de bue­
nas a prim eras, es lo colectivo. La m entalidad de un indi­
viduo histórico, siquiera fuese la de un gran hom bre, es
justam ente lo que tiene en común con otros hom bres de su
tiempo. Tomemos a Carlos V de Francia. Todos los historia­
dores le alaban por su sentido de la economía, de la adm inis­
tración del Estado. Rey Sabio, lector de Aristóteles, rehace la
hacienda del reino y hace a los ingleses una guerra de usura
que le ahorra dinero, pero suprim e una parte de los im­
puestos, de los fuegos. Y los historiadores se interrogan,
buscan tras el gesto desconcertante del rey ora un pensa­
miento político de difícil penetración, ora un momento de
aberración de un hom bre de espíritu ya perturbado. ¿Y por

6. K . T h o m a s , Religion and the Decline of Magic. Londres, 1971;


E . E . E v a n s - P r i t c h a r d , Anthropology and History. Cambridge, 1961.
7. P. E. S c h r a m m , Herrschaftszeichen und Saatsssymbolik. 3 vols.
Stuttgart, 1954; E. K a n t o r o w i c z , The K in g ’s tw o Bodies. A S tu d y in
Medieval Political Thought. Princeton, 1957; B. G u i n é e y F. L e h o u x ,
Les Entrées royales françaises de 1328 à 1515. Paris, 1968.
8. H. D e l e i î a y e , Sanctus. Essai sur le culte des saints dans VAnti­
quité. Bruselas, 1927; B. d e G a i f f i e r , Mentalité de l ’hagiographe m é­
diéval d ’après quelques travaux récents, «Analecta Bollandiana» (1968),
pp. 391-399; A. V a u c h e z , Sainteté laïque au X IIIe siècle: la vie du bien­
heureux Facio de Crémone (pp. 1196-1272), «Mélanges de l ’école fran­
çaise de Rome» (1972), pp. 13-53.
9. Cf. D. J u l i a en la obra presente y en «Recherches de science
religieuse» t. VIII (1970) p. 575 ss., y A. D u p r o n t en la obra presente,
y Vie et création religieuse dans la France moderne (XIVc-XVIIIe), en
La France e t les Français, ed. M. François, «Encyclopédie de la Pléia­
de». Paris, Gallimard, 1972, pp. 491-577.
qué sencillamente no lo que se creía en el siglo xiv: que el rey
teme a la m uerte y no quiere aparecer ante el juicio carga­
do con el menosprecio de sus súbitos? ¿El rey, en el último
momento, deja que su m entalidad domine sobre su política,
que la creencia común prevalezca sobre una ideología polí­
tica personal?
El historiador de las m entalidades se encuentra de forma
particular con el psicólogo social. Las nociones de conducta
o de actitud son para uno y otro esenciales. A medida, por
lo demás, que psicólogos sociales, cuales C. Kluckhohn,10
insisten en el papel del control cultural en las conductas
biológicas, la psicología social se inclina hacia la etnología y,
más allá, hacia la historia. Dos dominios manifiestan esta
atracción recíproca de la historia de las mentalidades y de la
psicología social; el desarrollo de los estudios sobre la cri­
minalidad, los marginados, los desviantes en las épocas ante­
riores y el auge paralelo de sondeos de opinión y de análisis
históricos de conductas electorales.
En este camino se revela uno de los intereses de la histo­
ria de las mentalidades: las posibilidades que ofrece a la
psicología histórica de vincularse a otra gran corriente de
la investigación histórica hoy: la historia cuantitativa. Cien­
cia en apariencia de lo móvil y lo matizado, la historia de
las mentalidades puede, por el contrario, con ciertas adap­
taciones, utilizar los métodos cuantitativos puestos a punto
por los psicólogos sociales. El método de las escalas de acti­
tud, que, como subraya Abraham A. Moles,11 perm ite partir
«de una masa de hechos, de opiniones o expresiones ver­
bales, totalm ente incoherentes al principio» y descubrir al
final del análisis una «medida» de una m agnitud pertinente
al conjunto de los hechos tratados y, de ahí, una «definición»
de estos a p a rtir de su escala, lo que aportará quizá la defi­
nición satisfactoria de esta palabra ambigua «mentalidad»,
a ejemplo de la célebre fórm ula de Binet: «La inteligencia
es lo que mide mi test.»
Además de sus lazos con la etnología, la historia de las
mentalidades podrá disponer de otro gran arsenal de las
ciencias hum anas actuales: los métodos estructuralistas.
¿No es la m entalidad una estructura?
Pero más aún que de las facilidades de relación que pro­
cura con las otras ciencias humanas, la atracción de la his-
10. C. K i .u c k h o h n , Culture and Behaviour, en G. Lindzey, ed.,
Handbook of Social Psychology. Cambridge, Mass., 1954.
11. Prefacio a V. A l e x a n d r e , Les Échelles d ’attitude. París, 1971.
toria de las mentalidades viene, sobre todo, del desarraigo
que ofrece a los intoxicados de la historia económica y social
y especialmente de un marxismo vulgar.
Arrancada a los viejos dei ex machina de la antigua his­
toria: providencia o grandes hombres, a los conceptos po­
bres de la historia positivista: acontecimiento o azar, la his­
toria económica y social, inspirada o no por el marxismo,
había dado a la explicación histórica unas bases sólidas. Pero
se revelaba im potente para realizar el program a que Mi­
chelet asignara a la historia en el prólogo de 1869: «La his­
toria [...] me parecía aún débil en sus dos métodos: dema­
siado poco m aterial [...] demasiado poco espiritual, hablan­
do de las lej^es, de los actos políticos, no de las ideas, de las
costum bres [...]» En el propio interior del marxismo, los
historiadores que lo invocaban, después de haber puesto
de manifiesto el mecanismo de los modos de producción
y de la lucha de clases, no conseguían pasar de forma con­
vincente de las infraestructuras a la superestructuras. En
el espejo que la economía tendía a las sociedades, no se
veía más que el pálido reflejo de esquemas abstractos, no
rostros, ni vivientes resucitados. El hom bre no vive sólo de
pan, la historia no tenía siquiera pan, no se nutría más que
de esqueletos agitados por una danza m acabra de autómatas.
Había que dar a estos mecanismos descarnados el contra­
peso de algo más. Im portaba encontrar a la historia algo
más, distinto. Este algo más, este otra cosa distinta, fueron
las mentalidades.
Pero la historia de las mentalidades no se define sola­
m ente por el contacto con las demás ciencias hum anas y por
la emergencia de un dominio reprimido por la historia tra ­
dicional. Es tam bién el lugar de encuentro de exigencias
opuestas que la dinámica propia de la investigación histó­
rica actual fuerza al diálogo. Se sitúa en el punto de con­
junción de lo individual con lo colectivo, del tiempo largo
y de lo cotidiano, de lo inconsciente y lo intencional, de lo
estructural y lo coyuntural, de lo marginal y lo general.
El nivel de la historia de las mentalidades es el de lo co­
tidiano y de lo automático, lo que escapa a los sujetos
individuales de la historia porque es revelador del conteni­
do impersonal de su pensamiento, es lo que César y el
último de sus soldados, san Luis y los campesinos de sus
tierras, Cristóbal Colón y el m arino de sus carabelas tienen
en común. La historia de las mentalidades es a la historia
de las ideas lo que la historia de la cultura m aterial es a la
historia económica. La reacción de los hom bres del siglo xiv
frente a la peste, castigo divino, se nutre de la lección secu­
lar e inconsciente de los pensadores cristianos, de san Agus­
tín a santo Tomás de Aquino, se explica por el sistema de
ecuación enferm edad= pecado establecida por los clérigos
de la alta Edad Media, pero olvida todas las articulaciones
lógicas, todas las sutilidades de raciocinio para no preser­
var más que el molde grosero de la idea. Así el utensilio de
todos los días, el vestido del pobre deriva de modelos pres­
tigiosos creados por los movimientos superficiales de la eco­
nomía, de la moda y el gusto. Es ahí donde se capta el estilo
de una época, en la profundidades de lo cotidiano. Cuando
Huizinga llama a Juan de Salisbury «espíritu pregótico», le
reconoce una superioridad de anticipación sobre la evolu­
ción histórica por el prefijo, mas por la expresión en que
espíritu (m ind) evoca la m entalidad, lo convierte en testigo
colectivo de una época, como Lucien Febvre hizo con un
Rabelais arrancado al anacronismo de los eruditos de las
ideas para ser devuelto a la historicidad concreta de los
historiadores de las mentalidades.
El discurso de los hom bres, en cualquier tono que se
haya pronunciado, el de la convicción, de la emoción, del
énfasis, no es, a menudo, más que un m ontón de ideas pre­
fabricadas, de lugares comunes, de ñoñerías intelectuales,
exutorio heteróclito de restos de culturas y m entalidades de
distinto origen y tiempo diverso.
De ahí el m étodo que la historia de las mentalidades im­
pone al historiador: una investigación arqueológica, prim e­
ro, de los estratos y fragmentos de arqueopsicología —en el
sentido en que André Varagnac habla de arqueociviliza-
ción—, pero como estos restos unidos en coherencias m en­
tales, si no lógicas, se impone, luego, el descifram iento de
sistemas psíquicos próximos al bricolaje intelectual por el
que Claude Lévi-Strauss reconoce el pensam iento salvaje.
En el cuarto libro de sus Diálogos, escrito entre 590 y 600,
el papa Gregorio Magno cuenta la historia de uno de los
monjes del m onasterio del que fue abad, en Roma, quien,
en su lecho de m uerte, confiesa a su herm ano haber ocultado
tres sueldos de oro, lo que está form alm ente prohibido por
la regla que obliga a que los herm anos lo pongan todo en
común. Gregorio, informado, ordena que se deje al mo­
ribundo expirar en la soledad, privado de toda palabra con­
soladora, para que, terrificado, purgue su pecado y para
que su m uerte en la angustia sea un ejem plo para los demás
monjes. ¿Por qué este abad, cultivado e intruido como pu­
diera serlo nadie entonces, no se dirigió más bien a la ca­
becera del pecador moribundo para abrirle la puerta del
cielo con la confesión y la contrición? Se impuso a Gregorio
la idea de que hay que pagar su pecado por signos exterio­
res: una m uerte y un entierro ignominioso (el cuerpo se tira
al estercolero). La costum bre bárbara (¿aportada por los
godos o resurgida del antiguo fondo psíquico?) del castigo
físico se impuso sobre la regla. La m entalidad venció a la
doctrina.
Así, lo que parece falto de raíz, nacido de la improvisa­
ción y del reflejo, gestos maquinales, palabras irreflejas, vie­
ne de lejos y atestigua la prolongada resonancia de los sis­
temas de pensamiento.
La historia de las mentalidades obliga al historiador a
interesarse más de cerca por algunos fenómenos esenciales
de su dominio: las herencias cuya continuidad enseña su
estudio, las pérdidas, las rupturas (¿de dónde, de quién, de
cuándo vienen este pliegue m ental, esta expresión, este ges­
to?); la tradición, eso es, las formas en que se reproducen
m entalm ente las sociedades, los desfases, producto del retra­
so de los espíritus en adaptarse al cambio y de la rapidez
desigual de evolución de los distintos sectores de la histo­
ria. Campo de análisis privilegiado para la crítica de las
concepciones lineales del servicio histórico. La inercia, fuer­
za histórica capital, que es más obra de espíritus que de
la m ateria, pues ésta es a menudo más pronta que aquellos.
Los hom bres se sirven de las máquinas que inventan guar­
dando las m entalidades de antes de esas m áquinas. Los
automovilistas tienen un vocabulario de caballeros, los obre­
ros de las fábricas del siglo xix la m entalidad de los cam­
pesinos que fueron sus padres y sus abuelos. La m entalidad
es lo que cambia con m ayor lentitud. H istoria de las men­
talidades, historia de la lentitud en la historia.

II. Jalones para la historia de la génesis


de la historia de las mentalidades
¿De dónde viene la historia de las mentalidades? 12
Del adjetivo mental que se refiere al espíritu y que viene
12. Quiero dar vivamente las gracias a M. Jean Viet, director
del Servicio de Intercambio e Información Científicas de la Maison des
Sciences de l'Homme (París), y a Philippe Besnard que, a instigación
del latín mens, pero el epíteto latino mentalis, ignorado por
el latín clásico, pertenece al vocabulario de la escolástica
medieval y los cinco siglos que separan la aparición de men­
tal (mediados siglo xiv) de la de mentalidad (mediados si­
glo xix) indican que el sustantivo responde a otras nece­
sidades, tiene que ver con otra coyuntura distinta de la del
adjetivo.
El francés no deriva naturalm ente mentalité de mental.
Lo toma del inglés que desde el siglo xvn había sacado men­
tality de mental. La m entalidad es hija de la filosofía inglesa
del siglo xvii. Designa la coloración colectiva del psiquismo,
la form a particular de pensar y sentir de «un pueblo, de
cierto grupo de personas, etc.». Pero el térm ino sigue con­
finado en inglés al lenguaje técnico13 de la filosofía, mien­
tras que en francés no tarda en pasar al uso corriente. La
noción que desembocará en el concepto y en la palabra men­
talidad tiene todo el aire de aparecer en el siglo x v m en el
dominio científico y más concretam ente en el campo de
una concepción nueva de la historia. Inspira a Voltaire el
libro y la idea de l’Essai sur les moeurs et Vesprit des nations,
1754) en que uno siente el principio de una prolongación del
inglés mind. Cuando la palabra aparece, según el dicciona­
rio Robert, en 1842, tiene el sentido, próximo de mentality,
de «cualidad de lo que es mental». Pero Littré, en 1877, lo
ilustra con una frase tom ada de la filosofía positivista de
H. Stupuy en que la palabra tiene ya el sentido ampliado,
pero aún «sabio», de «forma de espíritu», ya que se trata
—¿azar o referencia no fortuita en tiempo de las luces?—
del «cambio de m entalidad inaugurado por los enciclope­
distas». Luego, hacia 1900 —Proust subraya la novedad de
un término que conviene a su investigación psicológica— la
palabra tom a su sentido corriente. Es el sucedáneo popular
de la Weltanschauung alemana, la visión del mundo, de cada

suya, reunió un dosier sobre «la palabra y el concepto de mentalidad»


del que he bebido ampliamente.
13. Con relación a mentalidad, mentaliíy tiene una connotación
más cognoscitiva, intelectual. Un caso límite se halla en el título de
la obra de W. K o h l e r , The Mentaliíy of Apes (1925), traducción inglesa
del título alemán Intelligenzprüfungen an Menschenaffen (1921). Por
el contrario, las connotaciones afectivas son fuertes en mentalidad,
como puede verse, de forma un tanto paradójica, en el artículo de
E. R i g n a n o , Les diverses mentalités logiques, «Scientia» (1917), pp. 95-125,
que estudia la «predominancia fundamental de los elementos afectivos
sobre los intelectivos en las dos grandes categorías de mentalidades
distinguidas por el autor: la sintética y la analítica».
cual, un universo m ental estereotipado y caótico a un mis­
mo tiempo.
Es sobre todo una visión pervertida del mundo, el aban­
dono por la pendiente de los malos instintos psíquicos. El
lenguaje lo subraya con el acompañamiento de un epíteto
francam ente peyorativo, o bien en un empleo absoluto:
«¡qué mentalidad!» El inglés, por su parte, ha conservado
esta tendencia de la palabra en el adjetivo: mental (sobren­
tendiéndose deficiente) toma el sentido de atrasado o «chi­
flado».
Esta coloración del lenguaje corriente ha alimentado o se
ha alimentado de dos corrientes científicas.
Una es la etnología. Mentalidad designa a fines del si­
glo xix y a principios del xx el psiquismo de los «primitivos»
que aparece al observador como un fenómeno colectivo (en
el seno del cual un psiquismo individual es indiscernible)
y propio de individuos cuya vida psíquica está hecha de
reflejos, de automatismos, se reduce a un m ental colectivo
que excluye prácticam ente la personalidad. Lucien Lévy-
Bruhl publica en 1922 La Mentalité primitive.
La otra es la psicología del niño. Aquí también, si deja­
mos de considerar al niño como simple pequeño adulto, es
para hacer de él un m enor mentalmente. Siendo así que los
diccionarios técnicos franceses de filosofía, psicología, psi­
coanálisis ignoran la palabra m entalidad, el vocabulario más
reciente de Psychopédagogie et psychiatrie de Venfant (1970)
define una mentalidad infantil. Henri Wallon desde 1928, en
la «Revue philosophique» había establecido el lazo consa­
grando un artículo a La Mentalité primitive et celle de Ven-
fant (aproximación vivamente condenada, como se sabe, por
Claude Lévi-Strauss en sus páginas célebres de Structures
élémentaires de la párente).
Antes de avanzar un paso más en el análisis de la his­
toria de las mentalidades im porta liquidar dos hipotecas
previas.
La prim era consiste en la duda que podría hacer surgir
la constatación de que la mentalidad no desempeña prácti­
camente ningún papel en psicología, que no form a parte del
vocabulario técnico del psicólogo. El trabajo llevado a cabo
por Philippe Besnard sobre la frecuencia del térm ino m en­
talidad en los índices de las bibliografías de psicología hizo
ver que, raro en los Psychological Abstracts entre 1927 y
1943,14 el vocablo parece hoy haber caído en desuso en psico­
logía.15 ¿Cómo la historia psicológica (o m ejor de las psico­
logías colectivas) podría aprovecharse de un término y, tras
el vocablo, de una noción rechazada por la psicología?
La historia de las ciencias abunda en ejemplos de trans­
ferencias de nociones y conceptos. Tal palabra, tal concepto
aparecido en un campo en que se deshace muy pronto, trans­
plantado en un dominio próximo crece y prolifera ¿Por qué
la m entalidad no encontraría en historia el éxito que le ha
fallado en psicología? Y la psicología que, por el lado de la
lingüística y del estructuralism o, vio relanzar la fortuna de
la Gestalt, ¿no descubriría tardíam ente el buen uso que
de m entalidad puede hacer? Está claro, en todo caso, que en
el campo científico es la historia de las mentalidades la que
ha salvado la palabra y es su uso en francés el que ha rein-
troducido la palabra en inglés y la ha transm itido al alemán,
al español, al italiano (mentality, Mentalität, mentalidad,
mentalità). Aquí la eclosión de la nueva escuela histórica
francesa ha asegurado —hecho excepcional— el éxito de la
palabra, de la expresión y del género (los tres «teóricos» de
la historia de las m entalidades son Lucien Febvre, 1938,
Georges Duby, 1961, Robert Mandrou, 1968).
La segunda hipoteca es la que puede hacer pesar sobre
la historia de las m entalidades la tendencia peyorativa del
término. Cierto es que Lévy-Bruhl afirmaba, por ejemplo,
que no había diferencia de naturaleza entre la m entalidad
de los primitivos y la de los miem bros de las sociedades
evolucionadas. Pero él había creado desde el principio un
mal clima para las mentalidades al escribir ya en 1911 Les
Fonctions mentales dans les sociétes inférieures. Y es verdad
que el historiador de las mentalidades, sin encerrar esta
palabra en el infierno de la m em oria colectiva, la persigue
en las aguas turbias de la marginalidad, de la anormalidad,
de la patología social. La m entalidad parece revelarse de

14. Hay que notar las connotaciones más o menos peyorativas de


las expresiones destacadas: mentalidad árabe, hindú, del criminal da­
nés, del prisionero, german m entality en 1943. Una expresión interesan­
te: levels of mentality.
15. Mentalidad apenas se cita en las bibliografías recientes de an­
tropología (con un débil empleo de «mentalidad primitiva» o «menta­
lidad indígena») y en las de sociología (de siete referencias en Biblio­
graphie internationale de Sociologie entre 1963 y 1969, cuatro remiten
a una serie de artículos de R. L e n o i r aparecidos en castellano en la
«Revista mejicana de sociología» entre 1956 y 1961 y que trata de las
distintas mentalidades primitivas o civilizadas).
preferencia en el dominio de lo irracional y de lo extrava­
gante. De ahí la proliferación de estudios —algunos de ellos
notables— sobre la brujería, la herejía, el milenarismo. De
ahí, cuando el historiador de las mentalidades pone su aten­
ción en sentimientos comunes o grupos sociales integrados,
su elección, voluntaria, de temas límites (las actitudes fren­
te al milagro o la m uerte) o de categorías incipientes (los
mercaderes en la sociedad feudal). En una perspectiva pró­
xima, un psicosociólogo como Ralph H. T um er (Collective
Behavior, en R. L. F a r i s , Handbook of Modern Sociology.
Chicago, 1964), opta, al estudiar el comportam iento de la m u­
chedumbre, por la observación del desastre generador del
pánico y emplea los datos recogidos por un Disaster Research
Group.

III. La práctica de la historia de las mentalidades


y sus trampas
Hom bre de oficio, el historiador busca prim ero sus m a­
teriales. ¿Dónde están los de la historia de las mentalidades?
Hacer historia de las m entalidades es, ante todo, operar
una cierta lectura de un documento, sea cual sea. Todo es
fuente, para el historiador de las mentalidades. He aquí un
documento de índole adm inistrativa y fiscal, un registro de
los ingresos reales en el siglo x m o xiv. ¿Cuáles son las
rúbricas, qué visión del poder y la adm inistración reflejan,
qué actitud frente al núm ero revelan los procedimientos de
cuenta? Aquí tenemos el mobiliario de una tum ba del si­
glo vil : objetos de atavío (aguja, anillo, hebilla de cinturón),
m onedas de plata, entre ellas una pieza colocada en la boca
del m uerto en el momento de la inhumación, arm as (hacha,
espada, lanza, cuchillo), un paquete de utensilios (martillos,
pinzas, limas, tijeras, barrena, gubia, etc).16 Estos ritos fu­
nerarios nos inform an sobre las creencias (rito pagano del
óbolo de Caronte, transportador del más allá), sobre la acti­
tud de la sociedad merovingia frente a un artesano revestido
con un prestigio casi sagrado: el herrero-orfebre (que es tam ­
bién guerrero), forjador y m anejador de espada.
E sta lectura de los documentos se aplicará sobre todo
a las partes tradicionales, casi automáticas, de los textos y los
m onumentos: fórm ulas y preám bulos de cartas que indican
16. J. D e c a e n s , Un nouveau cimetière du haut Moyen Age en N or­
mandie, Hérouvillette (Calvados), en «Archéologie médiévale». I (1971),
p. 83 ss.
las motivaciones —verdaderas o de fachada—; topoi que son
la osatura de las mentalidades. Sin llegar a la historia de las
mentalidades, E rnst Robert Curtius sintió la importancia
de este basamento no sólo de la literatura, como pensaba,
sino de la m entalidad de una época: «Si la retórica hace al
hombre m oderno el efecto de un fantasm a haciendo muecas,
¿cómo pretender interesarle por la tópica, cuyo nom bre es
apenas conocido, ni siquiera del especialista de la literatura
que evita deliberadamente los sótanos —¡ay, tam bién los ci­
mientos!— de la literatura europea?»17 ¡Ay!, escapado a este
brillante am ateur de calidad que no se resuelve a ocuparse
de lo cuantitativo cultural, venado de la historia de las
mentalidades. Este discurso obligado y maquinal —en que
uno parece hablar para no decir nada, en que se invoca a
diestra y a siniestra, en ciertas épocas, a Dios y al diablo,
en otras, a la lluvia y al buen tiempo—, es el canto profun­
do de las mentalidades, el tejido conjuntivo del espíritu de
las sociedades, el alimento más precioso de una historia que
se interesa más por el bajo continuo que por la palabra fina
de la música del pasado.
Pero la historia de las m entalidades tiene sus fuentes pri­
vilegiadas, las que, más y m ejor que otras, introducen a la
psicología colectiva de las sociedades. Su inventario es una
de las prim eras labores del historiador de las mentalidades.
Están prim ero los documentos que atestiguan estos sen­
timientos, estos comportam ientos paroxísticos o marginales
que, por su separación, aclaran la m entalidad común. Por no
salir de la Edad Media, la hagiografía pone de manifiesto
estructuras mentales de base: la perm eabilidad entre el m un­
do sensible y el mundo sobrenatural, la identidad de naturale­
za entre lo corporal y lo psíquico —de ahí la posibilidad del
milagro y, más generalmente, de lo maravilloso—. La margi-
nalidad del santo —reveladora del fondo de las cosas— tiene
por corolario la marginalidad ejem plar tam bién de los diabó­
licos: posesos, herejes, criminales. De ahí el carácter de docu­
mento privilegiado de todo cuanto da acceso a estos testigos:
confesiones de herejes y procesos de inquisición, cartas de
remisión otorgadas a criminales que detallan sus entuertos,
documentos judiciales y más generalmente monumentos de
la represión. Otra categoría de fuentes privilegiadas para la
historia de las mentalidades, la constituyen los documentos

17. La Liitérature européenne et le Moyen Age latín. París, 1956,


p. 99.
literarios y artísticos. Historia, no de los fenómenos «obje­
tivos», sino de la representación de estos fenómenos, la histo­
ria de las mentalidades se alimenta naturalm ente de los docu­
mentos de lo imaginario. Huizinga, en su célebre Déclin du
Moyen Age m ostró todo cuanto la utilización de textos litera­
rios (es la fuerza y la debilidad del libro) puede aportar al
conocimiento de la sensibilidad y de la m entalidad de una
época. Pero la literatura y el arte vehiculan formas y temas
venidos de un pasado que no es forzosamente el de la con­
ciencia colectiva. Los excesos de los historiadores tradiciona­
les de las ideas y de las formas que las hacen engendrar por
una especie de partenogénesis que ignora el contexto no li­
terario o no artístico de su aparición no tienen que disimular­
nos que las obras literarias y artísticas obedecen a códigos
más o menos independientes de su medio ambiente temporal.
La pintura del Quattrocento nos parece atestiguar una nueva
actitud frente al espacio, la decoración arquitectónica, el lu­
gar del hom bre en el universo: la m entalidad «precapitalista»
parece haber pasado por ahí. Pero Pierre Francastel, que es
quien m ejor ha penetrado el sistema pictórico del Quattro­
cento como parte de un conjunto más amplio, nos advierte
tam bién de la «especificidad de la pintura, modo de expresión
y comunicación de nuestro espíritu irreductible a cualquier
otro.» 18
Im porta no separar el análisis de las m entalidades del
estudio de sus lugares y medios de producción. El gran pre­
cursor en estas m aterias que fue Lucien Febvre dio el ejemplo
de inventarios de lo que él llamaba el utillaje mental: voca­
bulario, sintaxis, lugares comunes, concepciones del espacio
y el tiempo, cuadros lógicos. Los filólogos observaron que,
luego de la desestructuración del latín clásico en la alta
Edad Media, las conjunciones de coordinación sufren una
evolución desconcertante. Pero es que las articulaciones ló­
gicas del discurso hablado o escrito se modifican radicalm en­
te. Autem, ergo, gitur y las demás entran en un nuevo siste­
m a de pensamiento de distinta composición.
En las mentalidades ciertos sistemas parciales desem­
peñan un papel particularm ente importante. Estos «mode­
los» se imponen largo tiempo como polos de atracción de
las m entalidades: un modelo monástico se elabora en la
Alta Edad Media y se ordena alrededor de nociones de sole­

18. La Figure et le lieu; l'ordre visuel du Quattrocento. París, Galli-


mard, 1967, p. 172.
dad y ascetismo, modelos aristocráticos aparecen luego cen­
trados alrededor de los conceptos de generosidad, proeza,
belleza, fidelidad. Uno de ellos atravesará los siglos hasta
nosotros: la cortesía.
Aunque tomando prestado de tradiciones antiquísimas,
estas mentalidades no se explican ni por las tinieblas de la
noche de los tiempos ni por los m isterios del psiquismo
colectivo. Se capta su génesis y su difusión a p a rtir de cen­
tros de elaboración de medios creadores y vulgarizadores,
de grupos y oficios intermediarios. El palacio, el monasterio,
el castillo, las escuelas, los cursos son, a lo largo de la Edad
Media, los centros en que se forjan las mentalidades. El
m undo popular elabora o recibe sus modelos en sus hogares
propios de modelación de las mentalidades: el molino, la
fragua, la taberna. Los mass media son los vehículos y las
m atrices privilegiadas de las m entalidades: el sermón, la
imagen pintada o esculpida, son, más acá de la galaxia de
Gutenberg, las nebulosas de donde cristalizan las m enta­
lidades.
Las m entalidades m antienen con las estructuras sociales
relaciones complejas, pero sin estar separadas de ellas. ¿Se
da para cada sociedad, en cada una de las épocas que la
historia distingue en su evolución, una m entalidad domi­
nante o varias mentalidades? El hom bre de la Edad Media
o del Renacimiento fue denunciado por Lucien Febvre como
una abstracción sin realidad histórica. La historia aún bal­
buciente de las m entalidades se apega a abstracciones ape­
nas más concretas —vinculadas a las herencias culturales,
a la estratificación social, a la periodización—. Se emplearán,
como hipótesis de trabajo, siempre a propósito de la Edad
Media, las nociones, por ejemplo, de m entalidad bárbara,
cortés, romana, gótica, escolástica. Agrupaciones sugestivas
pueden operarse alrededor de estas etiquetas. Erw in Pa-
nofsky ha aproximado, como participando de las mismas
estructuras mentales, el arte gótico y la ciencia escolástica.
Robert Marchai ha añadido la escritura de la época: «Puede
considerarse la escritura gótica como la expresión gótica de
cierta dialéctica. Las analogías que pueden constatarse entre
ella y la arquitectura no son —o sólo lo son fortuitam en­
te—, visuales, son intelectuales; resultan de la aplicación
a la escritura de una form a de razonar que se encuentra
en todas las producciones del espíritu.»19 La coexistencia
19. L ’Écriture latine et la civilisation occidentale du l . cr au X V Ie
siècle, en L ’Écriture et la psychologie des peuples. X X II semana de
de varias m entalidades en una m isma época y en un mismo
espíritu es uno de los datos delicados, pero esenciales, de
la historia de las mentalidades. Luis XI, que en política
da m uestras de m entalidad moderna, «maquiavélica», en re­
ligión manifiesta una m entalidad supersticiosa muy tradi­
cional.
Igualmente delicada es la captación de las transform acio­
nes de las mentalidades. ¿Cuándo se deshace una m entali­
dad, cuándo aparece otra? La innovación en este terreno de
las permanencias y de las resistencias no es de fácil apre­
hensión. Ahí es donde el estudio de los topoi tiene que
aportar una contribución decisiva. ¿Cuándo un lugar común
aparece o desaparece, y, cosa más difícil determ inar aún,
pero no menos capital, cuándo no es ya más que una reli­
quia, algo muerto-vivo? Este psitacismo de las mentalidades
tiene que ser escrutado de cerca para que el historiador
pueda establecer cuándo el lugar común se despega de lo
real, se convierte en inoperante. ¿Pero es que se dan puros
flatus vocis?
Salida en buena parte de una reacción contra el im peria­
lismo de la historia económica, la historia de las m entali­
dades no tiene que ser ni el renacimiento de un esplritualis­
mo superado —que se ocultaría por ejemplo bajo las vagas
apariencias de una indefinible psyché colectiva— ni el esfuer­
zo de supervivencia de un marxismo vulgar que buscaría
en ella la definición barata de superestructuras nacidas
mecánicamente de las infraestructuras socioeconómicas. La
m entalidad no es reflejo.
La historia de las m entalidades tiene que distinguirse de
la historia de las ideas contra la cual tam bién en parte na­
ció. No son las ideas de santo Tomás de Aquino o de san
Buenaventura las que dirigieron los espíritus a p a rtir del
siglo xiii, sino nebulosas m entales en las que ecos deforma­
dos de sus doctrinas, migajas depauperadas, palabras fra­
casadas sin contexto, han desempeñado un papel. Pero hay
que ir más lejos que este establecimiento de la presencia de
ideas em bastardecidas en el seno de las mentalidades. La
historia de las m entalidades no puede hacerse sin estar es­
trecham ente ligada a la historia de los sistemas culturales,
sistemas de creencias, de valores, de equipamiento intelec­
tual en el seno de las cuales se elaboran, han vivido y evo-

síntesis. París, 1963, p. 243; E. P a n o f s k y , Architecture gothique et pensée


scolastique, 1957 (trad. francesa, 1967).
lucionado. Así, por lo demás, las lecciones que la etnología
aporta a la historia podrán ser eficaces.
Este vínculo con la historia de la cultura tiene que per­
m itir a la historia de las mentalidades evitar otras tram pas
epistemológicas.
Ligada a los gestos, a las conductas, a las actitu d e s20 —por
las que se articula con la psicología, una frontera en que his­
toriadores y psicólogos algún día deberán encontrarse y co­
laborar—, la historia de las mentalidades no tiene que verse
atrapada por un behaviorismo que la reduciría a autom atis­
mos sin referencia a unos sistemas de pensamiento —y que
eliminaría uno de los aspectos más im portantes de su pro­
blemática: la parte e intensidad del consciente y de la toma
de conciencia de esta historia.
Em inentemente colectiva, la m entalidad parece sustraída
a las vicisitudes de las luchas sociales. Pero sería craso error
separarla de las estructuras y la dinámica social. Es, al con­
trario, elemento capital de las tensiones y las luchas sociales.
La historia social está jalonada de mitos en que se revela la
parte de las m entalidades en una historia que no es ni uná­
nime ni inmóvil: uñas azules, cuellos blancos, doscientas fa­
milias... Hay mentalidades de clase al lado de m entalidades
comunes. Su juego está por estudiar.
En fin, historia de las lentitudes de la historia, la historia
de las m entalidades deja de ser una historia de las transfor­
maciones, la más decisiva que existe. Un fenómeno trastorna
el Occidente medieval, del siglo x i al x i i i : el auge de las
ciudades. Una sociedad nueva sale, dotada de una m entalidad
nueva, hecha a base del gusto por la seguridad, el intercam ­
bio, la economía, basada en form as nuevas de sociabilidad y
solidaridad, la familia estrecha, la corporación, la cofradía,
la compañía, el barrio... ¿Cuál es, en el seno de una historia
total, el lugar de las m entalidades en estas mutaciones?
Pese, o m ejor a causa de su carácter vago, la historia de
las m entalidades está en vías de establecerse en el campo
de la problem ática histórica. Si se evita que sea un cajón de
sastre, coartada de la pereza epistemológica, si se le dan sus
utensilios y sus métodos, hoy tiene que desem peñar su papel
de una historia distinta que, en su búsqueda de explicación,
se aventura por el otro lado del espejo.

20. Cf. Especialmente M. Ja h o d a y N. W arren, ed., Attitudes. Har-


mondsworth, 1966.
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