Dorra. Grafocentrismo o Fonocentrismo
Dorra. Grafocentrismo o Fonocentrismo
Dorra. Grafocentrismo o Fonocentrismo
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Yo creo que sobre esto es preferible no hacerse ilusiones. Aquél que se
proponga acercar a sus ojos ese objeto versátil llamado "literatura oral",
no ya para describirlo de manera general sino para analizarlo con rigor,
correrá el peligro de ver que, como les ocurre a los que tratan de descri-
bir las leyes de lo que llamamos "literatura", dicho objeto se le escurre
como arena entre los dedos. En suma, creo que algo que se llame "litera-
tura oral", no puede sino ofrecerse para vagas aproximaciones y que por
lo tanto su estudio, si se pretende exigente, no puede deparar satisfaccio-
nes demasiado grandes. Pero ese objeto existirá mientras se tenga nece-
sidad de recurrir a él sea con el propósito de estudiarlo, sea tomándolo
como motivo de observaciones de otro tipo. Tal vez, entonces, sería nece-
sario preguntarse primero por qué nos es preciso construir ese objeto para
saber después qué objeto es ése.
Por lo que ha llegado hasta nosotros, Paul Sébillot habría visto en el
conjunto de producciones discursivas tradicionales que él mismo había
recopilado una literatura minusválida, un sucedáneo de la literatura culta
para uso de ignorantes e iletrados. Tal menosprecio no puede sorprender
porque estaba bastante difundido en las sociedades científicas de la
época. Pero para ser justos habría que agregar que no todos los juicios
corroboraban el de Sébillot, que esa parcialidad o esa miopía científica ya
había sido largamente refutada, incluso mucho antes de nacer, por incon-
tables escritores, artistas y filósofos que exaltaron las creaciones popula-
res con un entusiasmo que hoy vemos casi como una ingenuidad. Sébillot,
al cabo, era un investigador aplicado y más bien oscuro, y su voz
no podría ponerse a la par de la de Herder, o de la de Rousseau, para no hablar
de los grandes poetas y eruditos musulmanes del sur de España quienes
fueron al parecer los primeros en apreciar y difundir las canciones popu-
lares que circulaban en lengua mozárabe. Aunque no faltaron ni faltan
quienes quisieran ver que las performances artísticas de la voz han sido
permanentemente sometidas y anonadadas por el poder "imperialista" de
la escritura, convendría recordar que a lo largo de toda la historia de
Occidente no hubo nadie que negara que Homero -a quien nos gusta ima-
ginar como un ciego nómade y primario- es indiscutiblemente el arqueti-
po del poeta, y que la Ilíada es la obra que fundó la literatura. Por las vir-
tudes atribuidas a Homero, seguimos asegurando que la epopeya -la epo-
peya compuesta y propagada por la voz- es el más grande de los géneros
aunque ya no sepamos muy bien por qué, puesto que nuestra sensibilidad
hace tiempo que impide a los poetas emprender esas exaltaciones de la
guerra violenta y de la sangre.
En un minucioso libro que de inmediato adquirió fama y reclutó
seguidores en numerosos países, Jacques Derrida5 se dedicó a denunciar
que desde Platón a Ferdinand de Saussure se extendía una ininterrumpi-
da cadena de desprestigio de la escritura - e n la que quería verse la irrup-
ción de una grosera materialidad corruptora de la palabra hablada cuya
fuente es el soplo del Espíritu- y propuso fundar una ciencia llamada a
colocar a la tan vapuleada escritura en el lugar que le corresponde, es
decir en el lugar del origen pues en el origen, según Derrida, no está el
Verbo sino el Trazo, la Inscripción. Esa ciencia debía tener el nombre de
Gramatología y debía ser la madre de las ciencias o por lo menos la
madre de la lingüística o, en todo caso, una implacable desconstrucción
de la metafísica de Occidente a la que Derrida describió como una onto-
teología. Derrida, es cierto, reconoció el carácter derivado de la escritura
en cuanto tal -a la que llamó la escritura segunda- y se dedicó a promo-
ver la idea de una Archiescritura, una Huella primordial que tiene bas-
tante de mitológico, pero en los hechos su prédica era una provocativa
defensa de la letra. Ante pronunciamientos como los de este filósofo uno
podría pensar que todo es según el cristal con que se mira. Sin embargo
sería demasiado torpe ignorar las razones que invoca Derrida o por lo
menos olvidar que, desde sus mismos orígenes, existe en la cultura de
Occidente una línea ininterrumpida de exaltación de las virtudes de la voz
tanto como otra que exalta las virtudes de la letra. La cultura occidental
es la que ha explotado de manera exhaustiva los efectos de la escritura
alfabética, escritura a la que sentimos como la escritura. Pero esta cultu-
ra, en sus dos vertientes -la griega y la judeo-cristiana-, está fundada
sobre una vertiginosa reunión escritura y oralidad, donde no sólo la fun-
ción sino sobre todo la valoración de una y otra suponen una contradic-
ción original. Según siempre se aceptó, Sócrates es el fundador de la filo-
sofía entendida como una minuciosa sujeción de lo real a las categorías
lógicas del pensamiento, sujeción que nos instala plenamente en los
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mos misioneros propagaron hagiografias y otras leyendas devotas de ori-
gen popular). Así, la tradición griega, que se inaugura con un acto de recha-
zo de la escritura, sostiene que conocer es ver, mientras la tradición judeo-
cristiana, cuyo símbolo fundante son esas tablas de piedra donde vienen
escritos los caracteres de la Ley, enseña que la verdad entra por el oído.
Pero regresando al marco de nuestro interés, esto es, la tradición lite-
raria más inmediata, debemos reconocer que las producciones surgidas de
performances orales gozaron de innegable aprecio, incluso de protección.
Por lo menos desde los trabajos de recopilación que alimentaron los gran-
des cancioneros renacentistas, pasando por las reflexiones de Montaigne,
las imitaciones, glosas o refundiciones practicadas por los poetas del
Siglo de Oro español, por la filosofía del romanticismo alemán, por las
meditaciones de Miguel de Unamuno o los ingentes estudios de Menén-
dez Pidal, hasta llegar a los actuales científicos de la oralidad, a las
poesías de tradición oral valedores no les faltó aunque eso desgraciada-
mente no bastara para aliviar la penuria de las clase social que las produ-
jo, o ni siquiera para convencer a las instituciones de que esas composi-
ciones tienen un grado de interés y de complejidad suficientemente ele-
vado como para que su conocimiento sea parte de la formación de un ciu-
dadano culto.
¿Grafocentrismo o fonocentrisrno? Recogiendo un tópico de la litera-
tura clásica, en su célebre discurso a los cabreros Don Quijote7evoca una
edad de oro en la que la relación del hombre con la naturaleza era de
plena armonía y en la que las palabras "tuyo y mío" aún no se habían
inventado. Tales palabras vendrían después, con la división de la sacie-
dad en clases, con la técnica, con el ejercicio violento del poder, con la
escritura. Este mito que asocia la escritura con la violencia y la pérdida
-que es digamos, la expresión de un malestar moral- fue restaurado por el
romanticismo y pervive en las actuales reflexiones de muchos teóricos que
se ocupan de estudiar la oralidad. Desde luego, se trata de un mito creado y
propagado por hombres de la escritura y que no puede ser comprendido
sino por ellos, un mito del que por definición están excluidos los hombres
iletrados lo cual es como decir que dicho mito, bajo su moralización fono-
centrista, es en realidad una consagración del grafocentrismo.
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La manera de afirmar los valores de las sociedades de cultura oral resul-
ta siempre ambigua, contradictoria o conflictiva y es en suma una mane-
ra de fijar posiciones en una discusión en la que sólo están concernidas
las élites ilustradas. Rousseau escribió sin descanso para divulgar la vir-
tud de las sociedades salvajes y de los individuos sin alfabeto, pero quería
ser leído por los hombres cultos de Europa, lo quería con tal paranoica
ansiedad que cuando creyó estar ante la evidencia de que no sólo los
hombres sino aun el propio Dios se negaban a leer su último escrito -el
Diálogo de Rousseau con Jean-Jacques- se hundió en una demencia ter-
minal que no tardaría en llevarlo a la muerte.
La galnxia Gutenberg, Aguilar, Madrid, 1972; trad. de Juan Novella; pp. 51-52.
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racional y discontinua, una inteligencia tal como la que, según el propio
McLuhan, produjo la escritura. Estamos, pues, ante un jardinero que ejer-
cita la razón analítica, un jardinero que aplicadamente divide el tema de
reflexión en sus unidades más pequeñas, y que avanza examinándolas paso
a paso, con claridad y distinción, hasta desembocar en una conclusión que
es resultado de una impecable lógica y de un desarrollo argumentativo no
menos impecable. Esta réplica revela que el viejo jardinero -y desde luego
su maestro- conocía y aplicaba a la perfección la segunda regla del méto-
do cartesiano ("dividir cada una de las dijicultades que examinare en cuan-
tas partesfiere posible y en cuantas requiriese su mejor solución") y tam-
bién las prescripciones de la retórica clásica para un sólido encadenamien-
to argumentativo del discurso. Bajo el superficial rechazo de la técnica, las
palabras del viejo contienen una exaltación de la inteligencia que es pro-
ducto de la técnica y sobre todo producto de la escritura. ¿Pero no se trata-
ba de un hombre de cultura oral? Leyendo su réplica, sin embargo, pode-
mos llegar rápidamente al convencimiento de que esta lección, atribuida a
Chuang-Tzu y que provocó el entusiasmo de Heisenberg y de McLuhan, en
realidad no expresa a la cultura oral: esa lección ha sido transformada y
adaptada por hombres de la escritura o bien ha sido directamente inventa-
da por ellos. Tal vez podamos explicamos que Heisenberg -quien al cabo
se dedicaba a otras materias- no estuviera prevenido contra los textos apo-
logético~pero es raro que MacLuhan no reparara en que en este tipo de tex-
tos, sobre todo si se presentan como muy antiguos, las falsificaciones -a
veces piadosas, a veces malintencionadas así como las supercherías son
moneda corriente. Quizá esa piadosa lección que hace 2500 años pronun-
ciara un filósofo chino, la lección, digo, y su filósofo, se localicen en reali-
dad en el espíritu de un europeo romántico de fines del siglo XVIII o de
comienzos del XIX. De un modo o de otro, lo que este episodio nos reve-
la es que ni Heisenberg ni el autor de La galaxia Gutenberg están tan con-
vencidos de los males de la escritura como ellos mismos quisieran creer, y
que su moralización nace de un sentimentalismo desatento.
l 4 Ver: Raúl Dorra, Entre la voz y la letra, BUN-Plaza y Valdés, México, 1997.
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