2020 - Cuento 2. Las Tres Hojas de La Serpiente

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LAS TRES HOJAS DE LA SERPIENTE

Un cuento de los hermanos Grimm

Vivía una vez un hombre tan pobre, que pasaba apuros para alimentar a
su único hijo. Díjole entonces éste:
-Padre mío, estáis muy necesitado, y soy una carga para vos. Mejor será
que me marche a buscar el modo de ganarme el pan.
Dióle el padre su bendición y se despidió de él con honda tristeza.
Sucedió que por aquellos días el Rey sostenía una guerra con un imperio
muy poderoso. El joven se alistó en su ejército y partió para la guerra. Apenas
llegado al campo de batalla, se trabó un combate. El peligro era grande, y
llovían muchas balas; el mozo veía caer a sus camaradas de todos lados, y, al
sucumbir también el general, los demás se dispusieron a emprender la fuga.
Adelantóse él entonces y los animó diciendo:
-¡No vamos a permitir que se hunda nuestra patria!
Seguido de los demás, lanzóse a la pelea y derrotó al enemigo. Al saber
el Rey que sólo a él le debía la victoria, ascendiólo por encima de todos, dióle
grandes tesoros y lo nombró el primero del reino.
Tenía el monarca una hija hermosísima, pero muy caprichosa. Había
hecho voto de no aceptar a nadie por marido y señor, que no prometiese antes
solemnemente que, en caso de morir ella, se haría enterrar vivo en su misma
sepultura: "Si de verdad me ama -decía la princesa-, ¿para qué querrá seguir
viviendo?" Por su parte, ella se comprometía a hacer lo mismo si moría antes
el marido. Hasta aquel momento, el singularísimo voto había ahuyentado a
todos los pretendientes; pero su hermosura impresionó en tal grado al joven,
que, sin pensarlo un instante, la pidió a su padre.
-¿Sabes la promesa que has de hacer? -le preguntó el Rey.
-Que debo bajar con ella a la tumba, si muere antes que yo -respondió
el mozo-. Tan grande es mi amor, que no me arredra este peligro.
Consintió entonces el Rey, y se celebró la boda con gran solemnidad y
esplendor.
Los recién casados vivieron una temporada felices y contentos, hasta
que, un día, la joven princesa contrajo una grave enfermedad, a la que ningún
médico supo hallar remedio. Cuando hubo muerto, su esposo recordó la
promesa que había hecho. Horrorizábale la idea de ser sepultado en vida; pero
no había escapatoria posible. El Rey había mandado colocar centinelas en
todas las puertas, y era inútil pensar en sustraerse al horrible destino. Llegado
el día en que el cuerpo de la princesa debía ser bajado a la cripta real, el
príncipe fue conducido a ella, y tras él se cerró la puerta a piedra y lodo. Junto
al féretro había una mesa, y con ella cuatro velas, cuatro hogazas de pan y
cuatro botellas de vino. Cuando hubiera consumido aquellas vituallas, habría
de morir de hambre y sed.
Dolorido y triste, comía cada día sólo un pedacito de pan y bebía un
sorbo de vino; pero bien veía que la muerte se iba acercando irremisiblemente.
Una vez que tenía la mirada fija en la pared, vio salir de uno de los rincones de
la cripta una serpiente, que se deslizaba en dirección al cadáver. Pensando que
venía para devorarlo, sacó la espada y exclamó: "¡Mientras yo esté vivo, no la
tocarás!" Y la partió en tres pedazos.
Al cabo de un rato salió del mismo rincón otra serpiente, que enseguida
retrocedió, al ver a su compañera muerta y despedazada. Pero regresó a los
pocos momentos, llevando en la boca tres hojas verdes. Cogió entonces los
tres segmentos de la serpiente muerta y, encajándolos debidamente, aplicó a
cada herida una de las hojas. Inmediatamente quedaron soldados los trozos; el
animal comenzó a agitarse, recobrada la vida, y se retiró junto con su
compañera. Las hojas quedaron en el suelo, y al desgraciado príncipe, que
había asistido a aquel prodigio, se le ocurrió que quizás las milagrosas hojas
que había devuelto la vida a la serpiente, tendrían también virtud sobre las
personas. Recogiólas y aplicó una en la boca de la difunta, y las dos restantes,
en sus ojos. Y he aquí que apenas lo hubo hecho, la sangre empezó a circular
por las venas y restituyó al lívido rostro su color sonrosado. Respiró la muerta
y, abriendo los ojos, dijo:
-¡Dios mío!, ¿dónde estoy?
-Estás conmigo, esposa querida -respondióle el príncipe, y le contó todo
lo ocurrido y cómo la había vuelto a la vida.
Dióle luego un poco de pan y vino, y cuando la princesa hubo recobrado
algo de vigor, ayudóla a levantarse y a ir hasta la puerta, donde ambos se
pusieron a golpear y gritar tan fuertemente, que los guardias los oyeron y
corrieron a informar al Rey. Éste bajó personalmente a la cripta y se encontró
con la pareja sana y llena de vida. Todos se alegraron sobremanera ante la
inesperada solución del triste caso. El joven príncipe se guardó las tres hojas
de la serpiente y las entregó a su criado, diciéndole:
-Guárdamelas con el mayor cuidado y llévalas siempre contigo. ¡Quién
sabe si algún día podemos necesitarlas!
Sin embargo, habíase producido un cambio en la resucitada esposa.
Parecía como si su corazón no sintiera ya afecto alguno por su marido.
Transcurrido algún tiempo, quiso él emprender un viaje por mar para ir a ver a
su viejo padre, y los dos esposos embarcaron. Ya en la nave, olvidó ella el
amor y fidelidad que su esposo le mostrara cuando le salvó la vida, y comenzó
a sentir una inclinación culpable hacia el piloto que los conducía. Y un día, en
que el joven príncipe se hallaba durmiendo, llamó al piloto y, cogiendo ella a
su marido por la cabeza y el otro por los pies, lo arrojaron al mar. Cometido el
crimen, dijo la princesa al marino:
-Regresemos ahora a casa; diremos que murió en ruta. Yo te alabaré y
encomiaré ante mi padre en términos tales, que me casará contigo y te hará
heredero del reino.
Pero el fiel criado, que había asistido a la escena, bajó al agua un
botecito sin ser advertido de nadie, y en él se dirigió, a fuerza de remos, al
lugar donde cayera su señor, dejando que los traidores siguiesen su camino.
Sacó del agua el cuerpo del ahogado, y, con ayuda de las tres hojas milagrosas
que llevaba consigo y que aplicó en sus ojos y boca, lo restituyó felizmente a la
vida.
Los dos se pusieron entonces a remar con todas sus fuerzas, de día y de
noche, y con tal rapidez navegaron en su barquita, que llegaron a presencia
del Rey antes que la gran nave. Asombrado éste al verlos regresar solos,
preguntóles qué les había sucedido. Al conocer la perversidad de su hija, dijo:
-No puedo creer que haya obrado tan criminalmente; mas pronto la
verdad saldrá a la luz del día- y, enviando a los dos a una cámara secreta, los
retuvo en ella sin que nadie lo supiera.
Poco después llegó el barco, y la impía mujer se presentó ante su padre
con semblante de tristeza. Preguntóle él:
-¿Por qué regresas sola? ¿Dónde está tu marido?
-¡Ay, padre querido! -exclamó la princesa-, ha ocurrido una gran
desgracia. Durante el viaje mi esposo enfermó súbitamente y murió y, de no
haber sido por la ayuda que me prestó el patrón de la nave, yo también lo
habría pasado muy mal. Estuvo presente en el acto de su muerte, y puede
contároslo todo.
Dijo el Rey:
-Voy a resucitar al difunto -y, abriendo el aposento, mandó salir a los
dos hombres.
Al ver la mujer a su marido, quedó como herida de un rayo y, cayendo
de rodillas, imploró perdón. Pero el Rey dijo:
-No hay perdón. Él se mostró dispuesto a morir contigo y te restituyó la
vida; en cambio, tú le asesinaste mientras dormía, y ahora recibirás el pago
que merece tu acción.
Fue embarcada junto con su cómplice en un navío perforado y llevada a
alta mar, donde muy pronto los dos fueron tragados por las olas.

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