Chacel Rosa - Poesia (1931 - 1991)
Chacel Rosa - Poesia (1931 - 1991)
Chacel Rosa - Poesia (1931 - 1991)
Poesía (1931-1991)
Tusquets, 1992
A LA ORILLA DE UN POZO
A Concha Albornoz
A Rafael Alberti
A Alfredo R. Orgaz
A Paz González
A Mariano R. Orgaz
A Blanca Chacel
A Pablo Neruda
A María Zambrano
A Margarita de Pedroso
A Luis Cernuda
A Sarah Halpern
A Angel Flores
A Musia Sackhaina
compases de tu fe y de tu consuelo.
A Jesús Prados
A eugenia Valou
A Angel Segovia
A Nikos Kazantzakis
A Felisa Batanero
A Joaquín Valverde
A Angel Rosemblant
A Concha Méndez
A Manuel Altolaguirre
A gregorio Prieto
A Máximo Khan
A Manuel Cardenal
------------------
1. EPÍSTOLAS MORALES Y PIADOSAS
DE LA VERDAD
París, 1940
DEL ARTE
DE LA PATRIA
ENCRUCIJADA
un camino olvidado
cotidianas lentejas...
le mira ciegamente.
se quema en su amarillo
acremente obstinada,
se interpuso la brizna
gradas, umbrales
Theresópolis, 1941
LA VENTANA QUE DA SOBRE LA MUERTE *
Venid, piratas,
si no se es de su carne ni se tiene
la oscuridad la alumbra,
el ocaso es su aurora...
y el silencio recorre
y su ausencia de luz,
y su implacable huésped
¡eternamente! digo.
obediente en su vuelo,
de mi inocencia oscura,
París, 1938
SOLEDAD
tu terrible destino,
y sobre todo
los zapatos,
(A Sarah y su sortija)
(Retiro)
no puede salvarlas.
***
Ya la he dejado
A TIMO
POR DELACROIX
(Dedicatoria de Teresa)
(Andrómeda y Perseo)
(Soneto funcional)
ODA AL HAMBRE
(empezadas)
A LEONIDES
AL ANDROS
A MAORTUA
Penetramos,
Schiller
memoria.
HIMNO OCTAVIANO
A Beltenebros
A Julián Marías
no cederán a la acomodaticia
o en fin, verdad.
Madrid, 1989
SONETOS ARTESANALES
VIOLANTE
A Marisa
y a mi llegada no acudieron
no sabía mi nombre.
Tampoco en manos mercenarias
de ti mismo,
es su ejercicio predilecto
de menta,
su frío perfumado
se hundía en mi corazón;
el cristal
Mi alma
reacios, se desanudan.
Pesados cuerpos de niños,
estremecidos, se acogen
su espiral Interminable,
Y el lamento de la Alarma,
ya se aproxima o se aleja,
ya se pierde o se dibuja,
de la inaudita aventura;
meteoros de la tierra
la cálida compostura.
Y aquélla, de la Victoria,
en la propicia llanura.
Si me pongo a pregonar
en la esquina el pregonero:
en su silencio inmortal
Y basta ya de preámbulo,
yo me arrogué el privilegio
de innovar arcaizando,
de avanzar retrocediendo
y hora es ya de acometer
lo primero es lo primero.
Un almenado castillo
la Patricia o la Consuelo...
en la extensión de su pecho,
y también el pensamiento
metálicos coleópteros
La ciudad es la tertulia,
de ministriles y obreros;
y de los titiriteros
íbamos de romería
el agua de la alegría,
en la plaza, todavía
los que aman el rito antiguo
al corazón de la villa.
Cabestreros, Lavapiés,
Ministriles, La Latina.
un chispazo de su vida?
lo puro, lo verdadero.
ya no tanto mantenerlos!
Y vendrán ya educaditos
si no duchos en exceso.
sobre la sabiduría
La verbena es el milagro
en el año venidero.
ir empollando lo nuevo,
me mandaron pregonar
de daros un pinturero
en un florero se quedan
y os avivará el recuerdo
LA NUBE AMADA
No os dejéis alcanzar.
llega a su hora.
LA TARDE
El día es ya recuerdo:
¡Siempre hermosa!
SUPLICIO *
me miraría en ti al espejo.
GUAJIRA
A Mario Parajón
en el ramillete hermano,
¡y te fuiste al Océano!
que no se extingue.
RETORNO
DE STEPHANE MALLARMÉ
LA NODRIZA
abominable!
NODRIZA
Retrocede.
NODRIZA
HERODIAS
NODRIZA
HERODIAS
¡Oh espejo!
NODRIZA
HERODIAS
Detente, de tu crimen
NODRIZA
como...
HERODIAS
NODRIZA
...Querría
HBRODIAS
¡Oh! ¡Calla!
NODRIZA
HERODIAS
¡Estrellas puras
no escuchéis!
NODRIZA
HERODIAS
Para mí.
NODRIZA
HBRODIAS
NODRIZA
HERODIAS
NODRIZA
HERODIAS
moriría.
HERODIAS
Pobre abuela,
Las ondas
yo iría allí.
y...
NODRIZA
¿Y qué más?
HERODIAS
Adiós,
de mis labios!
sobrenatural exalta
Incandescente
tinieblas se desplegasen
todas estremecimiento
en un momento
y mi cabeza surgida
solitaria vigilante
de esta hoz
de otros días
pues embriagada de ayunos
su pura mirada.
la frialdad no soporta
oh ventisqueros
ADVERTENCIA DE
A LA ORILLA DE UN POZO
—en cierto modo caprichosa— suficiente para imponer —di- gamos ofrecer
por disimular la imposición— al lector un producto poético conservado durante
cincuenta años y per- teneciente al sector de mi obra no sólo no cultivado, sino
manifiestamente autoprohibido. Hace poco —tres o cuatro años—, mi muy
querida Maya
Yo, de pronto, dije: «¿Por qué no hacemos versos clásicos, por ejemplo,
sonetos, cuya forma es intocable, metiendo en su redondez de vaso sagrado las
más informes, abruptas e incongruentes imágenes? ¿Por qué no practicar la
inextricable libertad que nos da el surrealismo, su esencia incontestable- mente
poética —antes, ahora y siempre— moviéndose sin detrimento en la jaula estricta
de los catorce versos que nos fue dada como el A, B, C?». Allí mismo, en un café de
la
Pero yo incubé la idea y a los pocos días hice un soneto que nunca llegué a
mandarle, por razones que ya trataré de ex- plicar; quedó, pues, arrumbado y
luego fui forjando otros que, por proceder de aquel momento amistoso, surgieron
en forma de confidenciales secretos, esto es, acumulación de imágenes suscitadas
por la relación más próxima con cada uno de mis amigos; así llegué a reunir
treinta. Puesto que la idea había surgido en mi mente, íntegra, se producía
espontánea la acumulación de las cosas que enton- ces nos traíamos entre manos;
por tanto, el soneto fue el siguiente Un incauto burgués rinoceronte sobre su triste
sino meditaba cuando la oruga ardiente llameaba en manos del doncel de
Piamonte. Bajo el cierzo, Semíramis bifronte gritos de senectud al aire daba y una
parda torcaz periclitaba entre el pubis y el sacro de Aqueronte. ¡Oh blanca, dura y
dulce melodía, oh infinita y eterna mansedumbre, que piedras paces y esperanzas
yerras! ¡Oh cerrazón del alba en la porfía del oro, el cuenco, el cáncamo y la
cumbre, guarda el secreto del poder que encierras! Y por ser así, por tener el tinte
de lo que yo nunca quise inmortalizar, porque mi culto a la memoria me lleva a
con- denar con el olvido aquello a lo que quisiera poder negar la existencia, enterré
este soneto politicoide o mezquinamente social y confeccioné uno bastante frivolo
—como toda cosa que nace sobre una dada precaución— para Rafael y otro para
María Teresa, más acertado porque me lo inspiraron los maravillosos collages de
Max Ernst, que también eran los ma- teriales con que entonces andábamos. Yo, al
poco tiempo, empecé a escribir mi novela Teresa y, de cuando en cuando, para
descansar escribía un soneto.
Horas de España; las otras cuatro, apenas comenzadas, su- frieron, con otros
poemas, la prohibición. Séame perdonada esta palabra o, mejor dicho, séame
tolerado el uso que hago de ella porque, la verdad, es un uso poco decente y fuera,
completamente fuera, de mis costumbres: fuera de mis gustos, por tanto, fuera de
mi moral, y, sin embargo, en esta ocasión en que califico enfáticamente a mis
versos de morales es en la que me permito esgrimir una palabra con fines impuros.
Sé que cometo un acto que casi se podría llamar abuso de confianza porque
uso y abuso de un secreto lícito, un secreto que tiene indiscutible razón de ser. (Si
no voy al grano más de prisa es por seguir abusando del secreto, por dejar que el
premeditado y alevoso efecto de mi morosidad crezca como una pompa y se
mantenga irisado hasta el momento de esta- llar y quedar en nada.) El término
indiscutible, respecto al secreto, me parece poco: el secreto es loable, es —si perse-
guimos su limpieza de sangre— de la mejor índole, dimana o proviene de la
misma matriz que toda la creación del hom- bre; es, como ella, «le meilleur
témoignage / que nous puissions doner de notre dignité», es el deseo de alcanzar lo
que nos es vedado, de romper las murallas que coartan nuestro im- pulso, nuestro
anhelo, etc. De este secreto, que nadie ignora, abuso porque, al disponerme a hacer
público algo que fue prohibido, prometo una liberación, hago esperar el sabor sus-
tancioso que quita el hambre y la sed... La impureza de mi acto no consiste en que
mi aportación resulte, luego, delez- nable, sino en que provoco un apetito
prefabricado, porque es el caso que mis versos sólo por mí fueron prohibidos y,
calificándolos así, fabrico la expectación a sabiendas de que va a ser defraudada...
Todo esto, que parece ir explicando el intríngulis, sigue haciéndolo, en cierto
modo, tortuoso: la verdad, la simple verdad es que estos versos fueron prohibi-
dos. Todos datan de los años treinta o cuarenta y no sólo no intenté, sino que
impedí durante todo este tiempo su publi- cación. Ahora, la impureza de mi
conducta al seguir fabri- cando nieblas a su alrededor consiste en mantener la
expec- tativa del lector, que espera encontrar la consabida paprika que las buenas
costumbres, en otros tiempos, proscribieron, cosa que ocurre en textos de la mayor
altura, como, por ejemplo, Las flores del mal... Ya en el título va la promesa, que se
cumple en exquisita floración de muy diversos tonos, pero cuando llega al epígrafe
Versos prohibidos, el lector en- tra en la cámara infernal de la condenación que el
siglo de- cretaba... Pues bien, de todo esto es de lo que abuso, porque tengo como
seguro que la expectación que provoco será de- fraudada al no encontrar en mis
versos nada estimulante de las visceras nobles —el corazón y sus más poderosos
secua- ces—, nada que jamás haya sido necesario cubrir con un velo y, sin
embargo... En resumen, si me decido a disipar la niebla tengo que explicar en qué
consistió la prohibición, decir claramente lo que fue y por qué lo fue. He señalado
la publicación de la primera epístola en
Hora de España, y con esto queda marcada su fecha. En este tiempo —pocos
meses antes— había aparecido en la editorial Héroe, de Manuel Altolaguirre, mi
libro de sonetos
—los famosos cursillos del 33—; estudiaba con desgana y entusiasmo, cosa
que puede suceder: desgana de almacenar las suficientes papeletas y entusiasmo
por las cosas viejas que, al repasarlas con la conciencia de la madurez, brillan como
recién lavadas. Yo la acompañaba a veces para amenizar un poco su tarea, y, como
siempre coincidíamos en gustos, cul- minaba entre nuestras predilecciones la
epístola a Fabio de
-esto es lo que tengo que decir—, le escribí mi epístola sobre ei tema que
consideraba —y considero— más alta- mente moral, la Verdad. Se publicó en Hora
de España, que era el único frente donde yo había arriesgado un mínimum de
lucha, y como el clima de angustia, desconcierto y fracaso se hacía cada vez más
denso, persistí en mi idea de escribir epístolas morales... Siguieron pasando cosas;
los que las ha- cían no se paraban a pensar, claro que en algún momento de sus
vidas habían pensado, pero cuando su pensamiento se afincaba en algo se echaban
al ruedo: unos morían y otros no..., otros nos quedábamos pensando. ¿Esto es
moral o in- moral? No sé qué decir, pero sí sé que la duda persistía en todos
nuestros actos. ¿Nuestros?..., ¿qué ambición o delirio de grandezas, disfrazados de
modestia, o viceversa, me im- pulsa a decir nuestros en vez de decir míos? No sé,
no sé qué complejo de inferioridad..., o viceversa —la duda sobre lo que es o no es
moral en caso de apuro—. Ya he hablado en otro sitio de las «pasiones de la razón»
y ésta es una de las más palpitantes —quiero decir de las que agitan el corazón al
obrar o no obrar—. Recibí en el 38 una carta de mi amigo
Máximo Jos6 Khan, que la República había puesto como ministro en Atenas,
ofreciéndome un viaje a esa tierra, que es la tierra de mi alma. Me pareció inmoral
acceder; el ofre- cimiento significaba un universo de placer al que tenía que acudir
arrancándome a tanto dolor... Contesté confesando mis dudas y recibí otra carta
apremiante. Volví a contestar dudosa, volví a recibir nuevas instancias —
corroboradas por las de Concha, que ya estaba allí— y volví a afirmar mi in-
decisión. Recibí un ultimátum: «Contesta terminantemente si o no...». Como me
era difícil decir que sí o explicar por qué decía que sí, hice en una cartulina un
dibujo que era un pi- rata, sacando de un cofre ristras de perlas: entre las perlas,
enlazadas, minúsculas mujercitas... Al lado, un poema que era «Canción de
piratas»... Pero seguiré con las epístolas, el poema irá luego, entre otros, como
ejemplar único de algo que no profeso, la ironía —creo que por falta de facultades
—, una ironía harto temblorosa de emoción. El caso es que fui y no me dilato en
pormenores de la aventura. Allí tuvimos pronto amigos. Kazantzakis ya había
hecho amistad con Timo cuando éste había ido a París con la exposición de los Ibé-
ricos, y con él practiqué un ejercicio que nos inspiró la in- nensidad... Subíamos por
las noches a la Acrópolis y escu- chábamos el silencio; nada debía romperlo, pero
algo había que decir, y se nos ocurrió ladrar... Ladramos con gran per- fección y
nos contestaron todos los perros de Atenas... Señalo esto aquí porque, entre los
otros poemas, está el que me ins- piraron aquellas noches de la Acrópolis, «Arenga
a los perros de Atenas». Luego... llegó el 39. Como no podíamos tocar ningún
puerto de Italia fuimos a Egipto a buscar un barco francés que fuese directo a
Marsella. En los días que pasamos esperándolo hicimos turismo. Casualmente
estaba allí la com- pañía de Katina Paksinou; recorrimos cabarets, como es de-
bido, y vimos el barrio de los placeres en Alejandría. Estas visiones estimulantes lo
eran intensamente de nuestras medi- taciones. Máximo y yo hablábamos —ante un
vaso de piper- mint, que es el remate o perinola— siempre de cosas inten- sas,
misteriosas, difíciles de alcanzar en aquellos tiempos y, sin embargo, latentes...
Una noche estábamos en una larga mesa y yo me sumí con Máximo en una
divagación de alto vuelo. Concha nos señaló, desde el otro extremo, y dijo: «¡Ya
están hablando de Dios!». Así era. Mucho más tarde, recor- dando esa noche, le
escribí a Máximo la epístola De Dios, que tomaba de aquella noche de cabaret la
mise en scéne, pero que encerraba el conflicto religioso más antiguo en mí. Ya he
hablado en mi autobiografía de mis insomnios infantiles, en los que la angustia de
la duda me hacía desear la aparición del demonio como comprobación de la
existencia de Dios.
En el 37, cuando fui yo a París encontré a Norah que se había ido allí con
Guillermo porque esperaba su primer hijo; en marzo, el niño ya tenía un par de
meses; yo iba a verla a su hotel y charlábamos, cantábamos, nos contábamos nues-
tros sueños... Norah entonces pintaba sirenas y me hizo un retrato en el que
aparezco como sirena —no se nota mucho, pero ésa era su intención: las dos
éramos sirenas entonces—; en mí epístola traté de dibujar lo que cantábamos en
aque- llos días. Pero también se quedó en nada, en unos cuantos versos que no
dejan adivinar lo que acabaría dando sentido a la epístola. En ella yo digo que
nuestras colas surcarán los albures de la espuma y, después de describir la aniñada
ma- ternidad de Norah, le digo que cruzaremos los mares tempes- tuosos en los
que seré yo quien la conduzca, y cuando cruce- mos los risueños y benignos será
ella mi guía. Así nadaremos largo rato hasta llegar a la isla donde crece la palma
del martirio, y si logramos alcanzarla, tendremos el derecho y las facultades para
hacer ARTE. Mucho más tarde, en Río, en los últimos años de la guerra, alguna
noticia de los horrores de Europa me hizo pensar en Grecia, recordar aquellas
tierras que yo había ido a buscar con resolución de pirata y ahora imaginaba abru-
madas por la común avalancha. Fue un pensamiento rápido y breve, pero de una
intensidad, podría decir de una inmen- sidad, que abarcó todo lo pensado y visto
durante años. Esto me hizo escribir la epístola a Kazantzakis, empleando la de-
tención del sol de Josué para designar la compresión de tiem- po que se puede
obrar ante el peligro de lo que amamos, haciendo en un momento un infinito de
siglos, templos, dio- ses y criaturas a su imagen, bajo la espada. Entonces escribí
unos pocos versos que quedaron en nada, no fui capaz de condensar el tiempo lo
suficiente para hablarle de la PATRIA. Mi fórmula —refiriéndome a los
componentes— tenía una dosis considerable de Zorrilla... Paisanaje, lejanos víncu-
los familiares y, sobre todo, la adhesión de mi padre a sus versos, que me hizo —
sin necesidad de obligarme— apren- der como el Padrenuestro. Repito que no
quiero repetir, de esto he hablado cien veces; me queda por decir todavía que en
cierto modo reaccioné contra el clasicismo de mis versos.
íbamos en silencio, y yo iba haciendo versos: cuando tenía- mos que cruzar
un calle o carretera, mi padre me sujetaba un poco del brazo para que no me dejase
atropellar por los coches y nunca me interrumpía. Yo no le había dicho nunca en
qué iba ocupada mi cabeza, pero él lo percibía y conser- vaba mi silencio. Algunos
de los poemas que he liberado de la prohibición tienen origen en situaciones
parecidas, y hace poco he encontrado en el prólogo que pone Antonioni a sus
guiones, descrito con gran justeza, ese fenómeno que él atrí- buye a la mente
infaliblemente activada por la visión. La ima- gen de un lugar, de un objeto, de un
ser humano, desenca- dena imágenes que, partiendo de ella, se organizan en un
film..., igualmente en un poema. De todos los que aquí van, uno se diferencia de
los otros en que no mantiene la forma clásica: es de ritmo más bien irregular,
supeditado —no vo- luntariamente: más vale decir producido— por las ideas,
harto conceptuosas. El poema es «Encrucijada», y consiste en una meditación
bastante angustiosa sobre la conciencia y sobre la fe. Este poema surgió en un
sendero de Theresó- polis, por donde yo iba sola al atardecer y vi pasar a una
pareja, un chico y una chica, muy elegantes, en dos caballos magníficos. El film se
desarrolló por todo el camino y, natu- ralnente, no lo escribí hasta mucho después.
No tengo nada que decir de los sonetos de circunstancias: son muchos, algu- nos,
homenajes de amistad; otros, sustitutos de regalos muy indicados en ciertas
ocasiones: un ramo de flores, si es bueno, suele ser caro; un soneto, no. Y recalco
esto por señalar mi facilidad para la versificación, que es lo que me hizo relegar
mis versos, hundirlos en el olvido, PROHIBIRLOS. Después, en mis primeros
años de. Brasil y de Argentina, hice versos de cuando en cuando. Nunca quedé
contenta de ellos, no sólo por la normal y saludable reacción de aspirar a más, sino
por encontrar que en mis versos no se cumplía plenamente mi fórmula personal.
Además, por ver que no eran o no cabían o no iban en la corriente de mis
contempo- ráneos. Los poetas de la generación del 27, los imperecederos que me
eran tan próximos, tenían una flexibilidad, una ca- pacidad de experimentación, de
novedad, en el mejor sentido de la palabra, que era lo que todos, y yo más que
ninguno, anhelábamos. Entonces reflexioné sobre eso que encontraba inexpresado,
mí fórmula personal. La fórmula de que cons- taba mi infancia —que había
constado de materias intelec- tuales bien definidas— me había dado una forma o,
más exactamente, una pasión por la forma. Yo, a los ocho años
A la orilla de un pozo, escrito en los primeros años treinta, fue editado por
Manuel Altolaguirre en Héroe de
Estudios Jorge Guillen en Valladolid, 1989. Allí se reunieron los poemas que
forman Homenaje. Por último, la traducción del Herodías apareció en la
Antología poética de Mallarmé editada por Visor en Ma- drid, 1971 y 1978.