Chacel Rosa - Poesia (1931 - 1991)

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ROSA CHACEL

Poesía (1931-1991)

Tusquets, 1992
A LA ORILLA DE UN POZO

A Concha Albornoz

TÚ, de las grietas dueña y moradora,

émula de la víbora argentina.

Tu, que el imperio esquivas de la endrina

y huyes del orto en la bisiesta hora.

TÚ, que, cual la dorada tejedora

que en oscuro rincón torva rechina

la vid no nutres, que al crisol declina

y sí, su sangre exprimes, sorbedora.

Vas, sin mancharte, éntrela turba impura

hacia el lugar donde con noble traza,

la paloma amamanta a sus hijuelos.

Yo, en tanto, mientras la sangrienta, oscura


trepadora mis muros amenaza,

piso el fantasma que arde en mis desvelos.


2

A Rafael Alberti

Cuando la mar esté bajo tu almohada

¡Alegría de turbas infantiles!

¡Triunfo de los egregios, varoniles

pámpanos que estremece la alborada!

Frutos dará la náyade dorada

que llamea en los ínclitos candiles

y en sus perlas de amor claros abriles

hervirán al compás de tu mirada.

¡Qué ventura te aguarda ei el impacto

si alcanzar logras la divina orquesta!

Tu frente surtirá con el contacto

de la escondida nuez templada y presta

que a trompa airada vibrará en dado.

¡La vida es gracia y el reír no cuesta!


3

A María Teresa León

Si el alcotán anida en tus cabellos

y el Nilo azul se esconde en tu garganta,

sí ves crecer del zinc la humilde planta

junto a tus senos o a tus ojos bellos,

no cierres el ocaso con los sellos

que el Occidente en su testuz aguanta:

tiembla ante el cierzo y el nublado espanta.

Si oyes jazmines corre a través de ellos.

Yo sé bien que te escondes donde siguen

los hongos del delirio, impenitentes,

y que al cruzar su senda de delicias

mariposas nocturnas te persiguen,

se abren bajo tus pies simas ardientes

donde lloran cautivas tus caricias.


4

A Alfredo R. Orgaz

La sibila que alumbra con su frente,

con su linterna de implacable brillo,

vio un colibrí y un tierno cabritiilo

de tus ojos bebiendo en la corriente.

Vio una aurora de líneasm sonriente,

sobre la espuma del vivir sencillo

y vio, partiendo de dorado ovillo,

la bondad de un estambre refulgente.

La candorosa liebre que te ama

en los iberos montes triste anida;

no en wagon lit ni Antiguo Testamento.

Si el almo soplo tu esperanza inflama

del vaticinio, aguarda, ¡por tu vida!

Sólo madura el premio en su momento.


5

A Paz González

En un corsé de cálidas entrañas

duerme una estrella, pasionaria o rosa,

y allí la casta Ester, la misteriosa

Cleopatra y otras cien reinas extrañas

con fieros gestos e indecibles mañas

anidan entre hiedra rumorosa.

Allí hierve el rubí que no reposa,

pulsan sus arpas mélicas arañas.

Allí en el cáliz de la noche umbría

sus perlas vierte el ruiseñor oscuro.

Allí sestea el fiel león del día.

En su escondido sésamo seguro

custodia el grifo de la fantasía

de hirviente manantial el fuego puro.


6

A Mariano R. Orgaz

Sabe: el silencio tuvo su prehistoria.

La ilusión puso un huevo blanco y puro,

Polinesia no daba aún su oscuro

resplandor ni cuajaba en ti su gloria.

Llora y tiembla al pensar en la irrisoria

ternura que retó al caimán impuro;

derrotada en fatal golpe seguro

pierde su dulce sangre expiatoria.

En el vergel de las fraternas flores

hoy el silencio esquivo, corvo y cano,

verás vagando como un perro avieso.

Salva de sus acechos mordedores

el movedizo e insondable vano

y pide a la verdad su blanco beso.


7

A Blanca Chacel

Si ese argonauta muerde tus tobillos,

ése que de Saturno, gris, desciende;

si el enjambre ancestral ante ti extiende

el mármol pez de sus clamantes brillos,

y el albatros insomne de amarillos

ijares, que el Simún en ira enciende,

bate su clava intrépida y emprende,

tinto en furor, la lid de sus anillos.

No temas, el olivo es justiciero

como un tamiz de estrofas algebraicas

y en el dechado azul los duelos huyen.

El flauto, fiel al hombre, es el primero

y las tulipas que hoy extingue arcaicas

el invierno, otro día en ti confluyen.


8

A Pablo Neruda

Yo veo a tu dragón llorando ciego,

con el hambre clavada catre las cejas,

lamer la sombra, cuando tú te alejas

y queda yerto el polvo de tu fuego.

Zozobrar en el rojo, ingente riego

de fluviales hespérides complejas,

limpiar su pelo de memorias viejas

y sonreír, agonizando luego.

Si la piedad tu tierna flor incuba

para ti, entre blasfemias y escorpiones,

el placer del martirio es tu camino.

Cuando a tu frente el sacro aliento suba,

cautiva el canon, luz de sus lecciones,

y plántalo en el centro de tu sino.


9

A María Zambrano

Una música oscura, temblorosa,

cruzada de relámpagos y trinos,

de maléficos hálitos, divinos,

del negro lirio y de la ebúrnea rosa.

Una página helada, que no osa

copiar la faz de inconciliables sinos.

Un nudo de silencios vespertinos

y una duda en su órbita espinosa.

Sé que se llamó amor. No he olvidado,

tampoco, que seráficas legiones

hacen pasar las hojas de la historia.

Teje tu tela en el laurel dorado,

mientras oyes zumbar los corazones,

y bebe el néctar fiel de tu memoria.


10

A Arturo Serrano Plaja

Hoy te ofrezco esta copa envenenada

porque el tiempo es fugaz y el alma pena.

Si te persigue, inmunda, la ballena

piérdele en la divina encrucijada.

Húndete en la corriente enamorada

porque el reclamo en el abismo suena

y el delirio de amor lleva a la plena

luz y si olvidas esto, cieno o nada.

No comas frutos sin la sangre hirvicnte

al gusto dulce y a la entraña activa.

No larvas de hambre incubes en tu pecho.

Busca en tu antigua selva esa viviente

fe que se esconde y quiere serte esquiva

y a la muerte, por ella, ve derecho.


11

A Margarita de Pedroso

¡Oh! la espada de fuego que tu mano

blande sobre tu edén, sobre tu sueño,

sobre tu abismo y tu Satán; empeño

de are angélico oficio sobrehumano.

En archivo recóndito y arcano

anida el soplo del celeste Dueño

y florece, a tenor de Su diseño,

purpúrea flor que teme el mundo vano.

Si en tu pecho mortal aún se esconde

de la rosa y el cedro invicta llama,

traspasada por lágrimas de nieve,

al quejido enigmático responde

y el nudo oscuro acierta a atar, que clama

por el puro que a tal solo se atreve.


12

A Luis Cernuda

El principe del piélago ascendiera

por tu corona al cénit de tu lecho

si el fatídico, eterno, lazo estrecho,

anudado por Dios, romper pudiera.

Arde la lumbre insigne y verdadera,

bajo el pie del impulso expira el hecho,

y las furias aullantes, en acecho,

engullen su infernal mirada artera.

El ave roja cuya sangre es canto,

cuyo nido es el rayo de los ojos

vive en el inmortal, difícil broche.

La hiedra enramo coa su noble encanto

muros de angustia y cerros de despojos,

pero es tuyo el secreto de la noche.


13

A Sarah Halpern

Con guirnaldas de muertos y despojos

su veste adornan una y otra orilla,

sobre el agua profunda nada brilla

y el dios, la flor y el pez, cierran los ojos.

Recuerdo aquel puñal de instintos rojos

que yo te di, forjado con mi arcilla

y tú hundiste en la candida avecilla,

¡ráfaga de satánicos arrojos!

Bajo el perdón de la apacible malva,

pía un recuerdo, en su secreto nido,

por alcanzar un día de ventura.

Estremece la brisa y luz del alba

las funerarias palmas del olvido

y el búho eterno impone su cordura.


14

A Angel Flores

Cruzar montes y selvas sin aliento,

pisar ciudades vanas, beber ríos,

gritar con gritos lúgubres e impíos

y abrir las venas de mi sufrimiento.

Amigo, tú me viste. En el momento

floreal de mis ciegos desvarios,

de mis pálidos íncubos sombríos,

seguiste a la centella de mi intento.

Si aún de mi recuerdo te asombrases

como quien llevó al rayo de la mano,

o el ala acarició de la borrasca,

un risueño Zodiaco de mil fases,

para tu bien, espigo del Arcano,

mientras el tiempo su impaciencia masca.


15

A Musia Sackhaina

En el infierno había un violoncelo

entre el café y el humo de pitillos

y cien aulas con libros amarillos

y nieve y sangre y barro por el suelo.

Pero tú, resguardada por el velo

de tus cristales de lucientes brillos,

pasabas, seria y pura, en los sencillos

compases de tu fe y de tu consuelo.

Algunas veces fuimos, de la mano

por las venas del bosque y la corneja

cantó melancolía en nuestras almas,

si nos separa el Abrego inhumano,

no llores mi amistad hoy que se aleja,


entrega al viento el talle de tus palmas.
16

A Jesús Prados

De la luz de los números, sagrada,

con su impecable huella y su blancura,

como un dintel, sobre tu frente pura

la marmórea verdad edificada.

De la oscura columna ibera, alzada,

la confiada marcha y fe segura.

Del árbol sacro la elevada altura

a cuya sombra Euscaria está sentada.

Con cálculo y medida, pulimenta

el cristal que estas horas ilumina

y marca al oro un rumbo, al tiempo un modo.

Tu genio, sólo en el caudal sustenta

que, con norma y sin limites, camina

hacia la excelsa exactitud del Todo.


17

A eugenia Valou

Bico recuerdo aquel día en que me diste

tu corazón de niño desvelado

y aquél en que dejaste a mi cuidado

ejércitos y estrellas, y partiste.

Si has bebido el Océano y el triste

Himalaya has roído del pasado,

su dulce hueso, al fin, habrás hallado:

paciente perla que al dolor resiste.

Bajo el ala de un barco o de una nube.

a ti, mi carta y confidencia vuela,

mi lirio de violetas substituto.

Mas la gloriosa abrupta cuesta sube

con perfecto rigor y siempre cela


tu pie del can sangriento y disoluto.
18

A Angel Segovia

Ve con qué angustia y que tesón enmienda

sus ondas en la arena el Océano.

Ve cómo borre su contorno vano.

Rugiendo llora y sigue en su contienda.

Sin olvido ni paz, ni tregua, ofrenda

el alto airón de sus espumas cano

contra talud y roca que, liviano,

besa y no cubre aunque su furia extienda.

Mira el error que, apenas si dibuja,

y ya corrige y marcha y torna y huye,

sin perdurar jamás en línea o forma.

Ve el caudal, entre diques, que se estruja

y en el alma sin paz fluye y refluye

y no alcanza la calma de su norma.


19

A Nikos Kazantzakis

Yo me encontré el olivo y el acanto

que sin saber plantaste, hallé dormidas

las piedras de tu frente desprendidas,

y el de tu buho fiel, solemne canto.

El rebaño inmortal, paciendo al canto

de tus albas y siestas transcurridas,

las cuadrigas frenéticas, partidas

de tus horas amargas con quebranto.

La roja musa airada y violenta,

la serena deidad épica y pura

que donde tú soñabas hoy se asienta.

De estas piezas compongo tu escultura.

Nuestra amistad mis años mismos cuenta:

de ti hablaban mi cielo y mi llanura.


20

A Felisa Batanero

¡Oh increíble, del Véspero elegida!,

tu alcázar fue las siete de la tarde.

De tu valor cautiva y de tu alarde,

por cien canes de ensueño perseguida.

¿Con qué misterio o aura ibas vestida?

Del oculto carbúnculo que arde

en el allá, para el que nunca es tarde,

voz hechicera te arrastró absorbida.

La estatua que, enlazadas nuestras manos,

llegaron a forjar con barcarolas,

con el aliento y luz de nuestra infancia,

te confió su verso en los lejanos

reinos que habitas hoy con ella a solas.

Yo guardo aquí su piedra y su constancia.


21

A Joaquín Valverde

El difícil concierto y la medida

del silencio, sin pauta ni frontera,

en ejemplares líneas prisionera,

su verdad guarda y deja establecida.

Armonía dichosa que, asistida

por la fortuna y la razón certera,

rueda su frágil, impecable esfera,

por el témpano firme sostenida.

¿Dónde, dime, la norma o academia,

la balanza que estricto el fiel consigue,

la clave del callar que siempre atina?

Mas ¿para qué? saberlo no me apremia:

la dulce bestia que mis pasos sigue

tendría allí su muerte repentina.


22

A Angel Rosemblant

¿Dónde vas tú por esa selva, llena,

de susurros, de gérmenes y anhelos,

que ardiendo en perennales, sacros celos,

toda de arrullos traspasada suena?

¿Sientes el borboteo de su vena?

¿Ves palpitar debajo de sus velos

sus secretas almácigas, subsuelos

donde la sierpe del deseo pena?

¡Lugar de tentación! Su loco ejemplo,

su prurito y poder copulativo,

van a inflamarte coa su ardor profundo.

La Afrodita Semántica, en su templo

de vivo enigma, te imbuirá cautivo,

filológico afán, tesón fecundo.


23

A Concha Méndez

Tú que fuiste sirena y golondrina,

Tú que escondiste cielos en tu alcoba,

Tú que oíste la música que roba

su sueño al pez y la borrasca empina,

sal de esa oscura gruta, mortecina

como caverna de medrosa loba,

y al sol embalsamado que te arroba,

sembrado por tu mano, sé vecina.

Infiel a aquella risa y a aquel viento,

a las espumas que te acariciaran,

a la verde esperanza de las tardes,

destapa el manantial de tu ardimiento

y aunque saurios de hiel te amenazaran

de su diente tu seno nunca guardes.


24

A Manuel Altolaguirre

Esa fuente estival, brisa cautiva,

dibujada en el ¡ay! de una paloma,

ésa, que escapa en encendida poma

y huye de tu voraz mano lasciva,

su torvo impulso en la ponzoña aviva

y entre la llama que a su labio asoma

hurga su entraña pálida carcoma,

llorando, en su infortunio, sensitiva.

Golpea con tu mano, penitente,

la cavenia del fiero minotauro

y en tu anaquel un tierno sueño escoge

Edifica un palacio sorprendente,

entre el boscaje de fragante lauro

y el matronil regazo que te acoge.


25

A gregorio Prieto

El confín de la vida arde en la hoguera

de implumes mariposas abrasadas

y astros alternos, que en las emboscadas

mueren, rechazan a la primavera.

Va el pensamiento oculto en la certera

delicia o flecha, hundida y enconada

en la impasible estatua, descuidada,

que ignora el beso y garra de la fiera.

En un vaso de sol que el sol destila,

un alcohol de deseo se dibuja

y se evapora entre la excelsa lumbre.

En el pecho una perla, que vacila

y rueda en melancólica burbuja,

la pendiente fatal desde la cumbre.


26

Donde emigran las tórtolas y llora

su enigma el ámbar y el jazmín palpita

y en sus fuentes el Eufrates medita

pérsico espejo de onda airulladora:

allí donde la arena quemadora

sus pozos y Rebecas acredita,

en profundos oasis, donde habita

la sombra que la luz mide y valora,

una piedra escondida en las entrañas

de la rosa del tiempo, línea y letra

grabadas, guarda tu sin par proyecto.

Fía en sus justas sendas, aunque extrañas

al pensar o al saber, que no penetra

la blanca nata oculta en el aspecto.


27

A Máximo Khan

Todo, mejor que el No: tifón y averno,

sangre, injuria, puñal, cieno y centella,

herida y golpe y lágrima y la huella

en la arcilla del tiempo sempiterno.

Si bebes, yerto y rígido, el invierno

que del alma del No finge una estrella,

ni sal ni norte encontrarás en ella,

y sí, solo, falaz, el brillo externo.

Pero, si el No sonríe, tiembla entonces.

Del sarcasmo infernal ai negro vientre

vacío escapa, evita su falsía.

Oye la voz del No, sólo en los bronces

mortuorios consagrada, y nunca encuentre

tu mano adicta su lisonja impía.


28

A Salvador Fernández Ramírez

Tres palomas imperan en tus sueños,

anidan en tu luz y en tu teclado.

A tres palomas va tu sino atado

por albures amargos o halagüeños.

Tres palomas te escancian los beleños

de sus gracias, que aduermen tu cuidado,

y en sus giros te llevan arrastrado

con singulares ímpetus y empeños.

Picotean tus noches y tus días

y tu hacienda de bienes y de males,

y tu tiempo anhelante que no domas

con trabajos, desvelos ni porfías.

¡Más viento que los ábregos y australes

despliegan con sus alas tres palomas!


29

A Manuel Cardenal

Como un ánfora rota entre la hierba

o una columna herida en la cintura,

o como, desplumada, el ave oscura

que a criar con amor nos dio Minerva,

yace en olvido, con tristeza acerba,

aquella núbil primavera pura,

aquella confianza, criatura

que nuestro sol versátil no conserva.

Si deshoja a la pauta de sus notas

el invernal escéptico desvío,

el arpa es muda al viento y al recuerdo.

En lagunas de páginas remotas,

sin timonel, deriva tu navio,

y yo en mi propia fe me abismo y pierdo.


30

A Timoteo Pérez Rubio

Si la Templanza vierte el agua y vino

y el cráter da la rosa de ni entraña,

si el hambre y el amor rugen con saña

y arrulla sus sentencias el destino,

ese ramo de sierpes, peregrino,

que a tu muñeca enrolla su maraña,

ama y defiende, pues que te acompaña

y es bordón en tu rumbo masculino.

¡Ah! recuérdalos monstruos y tesoros

que alcanzó a contemplar nuestra ventura,

al filo del abismo o de la gloría.

La estrella oculta de invisibles poros

mana su esencia en la celeste altura

y la paz de su voz no es ilusoria.


VERSOS PROHIBIDOS

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1. EPÍSTOLAS MORALES Y PIADOSAS

EPÍSTOLA MORAL A SERPULA

DE LA VERDAD

Estas letras, que anuncian la distancia,

que escriben el ¡adiós! con sus cuchillos,

te enseñarán, ¡oh Sérpula!, la cuna

de la verdad mortal, recién nacida.

Hay un deber que es precio a nuestro aliento

un impuesto del mundo a los que osamos:

te mando mi tributo en esta perla

tan luminosa, inútil e inefable,

que si a su luz contemplas la justicia,

verás la araña que en vano teje.


Bien sé que no es ofrenda de deleites,

dura, amarga razón, conciencia viva;

flores perplejas de la magna zarza.

Si afectan poesía es dulce engaño,

es cebo a tus sentidos, lazo amable,

es la taza de leche entre las matas

que ha de llamarte con su tibio aroma

inquietando tu sérpico retiro.

No es el redondo, femenino obsequio,

amistoso secreto del manzano:

es licor entrañable, blanco llanto

que el seno maternal vierte ante el mundo.

Si bebes su beleño, un alto fuego,

un veraz resplandor irá en tu sangre.

Lejos aquellos días inocentes...

iba el mundo cargado en su carrera

de fantasmas, de fieles, dulces monstruos,

el rayo florecía antes que el trueno

y el pecado cantaba entre las ondas.


El alma se sabía acompañada

por sus tres enemigos peculiares

y era fácil huir la negra ruta,

la patente señal luciferina.

Mas hoy que cruza umbrales nunca hollados

la desolada claridad errante,

hoy que la libertad, medio extraviada,

huele la brisa y no barrunta el norte

pero marcha, sin miedo a que la duda

alcance a herir su cristalino pecho,

¿por qué temblar pensando en los que amamos,

qué amenaza o peligro los acecha?...

El mal no ha de morderles los talones:

vive solo en la chispa de su frente,

sólo en el acto de su propia mano,

en su palabra o su mirada impías...

Por terrestre marea arrebatados

los peldaños que fueron gradas áureas

derivan sobre el lomo de la furia.

Mira sus restos, sus murientes chispas


contra negros taludes estrellarse.

Pero antes que lo calma se ilumine,

antes que el tiempo su alentar regule,

un ritmo oculto o voluntad de norma

diseña trazos de la nueva escala.

¡Antes que haya una luz limpia de sangre!

¡Antes que el dolor sea rosa seca!...

Ay de los que cabalgan atrevidos

sobre los hombros de esas formas tiernas,

ay de los que pusisteis vuestro peso

sobre el plumón naciente de sus alas

si no sabéis cuidar la excelsa rosa

que deshoja sus horas una a una...

Yo te pido que mires en tu mano

el ligero depósito de tiempo

que se te entrega por un corto espacio,

con un plazo infinito de esperanza

y un curso de recuerdo inalcanzable.


—Esperanza y recuerdo, nudo vivo,

broche continuo, larva comedora

del anhelo entrañable sustentada;

cuando libre, operaria de su pérdida,

sólo un iris, un vuelo de memorias,

un aliento feraz de lejanía.

Así es el don; al lecho de la piedra

y al alcázar del número es ajeno;

es sólo sangre, cálida sustancia

que en la Divina Bestia eterna late.

Angeles y querubes se abrasaron

en la llama de Dios como falenas,

pero el Cordero sigue con nosotros.

Con paciencia, su carne que elabora

transubstanciando aromas, sigue dándonos

el vivo pan que activa nuestra carne,

la sal y mansedumbre de sus lágrimas.

Piensa que así es el don, como un contacto,

una respuesta sólo es nuestra vida


al deseo en su flor; es como un premio

a ese largo camino subterráneo

que ha seguido por túneles de venas...

Desde el excelso origen de ese céfiro

que los siglos enhebra en su saeta

clama una voz, arrulla una llamada

que en los ámbitos vaga y no se extingue.

Ellos, los que ya fueron, nos llamaron

como a su Dios, por eso hemos venido.

Y, si no has de llamar a los que aguardas,

si en tu mente la fe no dicta un nombre,

corta el vano raudal de la palabra

que en el vaso sin nota va a verterse,

vana lujuria de ficción y orgullo.

Tú que osaste cruzar esos espacios

donde la ley afila su instrumento,

tú que escribes en losas y en espadas,

en oficiales máquinas de vidrio,

no olvides el aliento de las horas


que expira y vuela próximo a tus labios

y se corrompe ante tus mismos ojos

cuando al pasar le escupe la mentira.

Piensa que abandonaste tu morada

que fue la piedra al sol, junto al acanto,

sobre tu frente al cielo sin conciencia,

para cruzar las salas de la tierra

donde aún quedan reyes en las islas

y que tan sólo un timbre es pura gloria,

la Verdad en su albur, pasión y muerte.

Busca sólo en el centro de tu pecho

ese lugar o nido preparado

para mecer al sueño de la vida

la dulce sien del hijo o del amante,

ese lugar o abismo en que está escrito

el sagrado secreto que escuchaste

dentro del seno donde amaneciste.


EPÍSTOLA *

(A los perros de Atenas)

Un dios extraño acecha, con horrible garganta;

Ladrad, ladrad conmigo porque está oscuro en torno.

Las manos que lamíais serán menos que humo,

los pies se perderán por la cañada negra

donde ¡inútil llevar vuestra nariz por guía!...

Un dios vendrá, increíble como un feto del miedo,

que no tendrá los muslos luminosos de Apolo

ni el costado aterido que transió la lanzada,

que no nos mandará su mensaje en centellas

ni contará en los diez dedos su ley escrita.

Yo os llamo porque sólo vuestra voz extrahumana

debe aullar. ¡Escarbad la tierra sobre el VERBO!

Solamente a vosotros es dada la elegía

que merece el insomnio cuando es la noche oscura,

cuando María pasa, llorando, en las tinieblas

* Publicada en Caballo Griego para la Poesía, 1 , noviembre-diciembre de 1976


EPÍSTOLA A MÁXIMO JOSÉ KAHN

París, 1940

Hoy ya puedo decirte cómo será esa noche,

esa noche sin playas, la NOCHE, en fin, iremos

a encontrarnos debajo de sus alas, citados

allí como debajo de un arco de basalto,

pasearemos bajo su negra mole cóncava

con fe y sin impaciencia el que llegue primero.

Llegaremos aún con las últimas lágrimas

del adiós en los párpados, suaves como la lluvia

y, en silencio alejándonos de la que tanto amamos,

bajaremos, vistiendo con suprema elegancia,

con líneas impecables, nuestra melancolía.

Será un descenso lento por las losas fatales

donde el tiempo no puede hacer sonar sus pasos

—lento como un instante, como un punto inextenso

o inmenso, como sólo cabe en un parpadeo—

y no diremos nada, puesto que ya sabemos...


Ni planes ni recuerdos, solamente presencia,

imagen en que nuestro ser afirma su forma;

imagen siempre fiel, fidelidad visible:

nuestro color o tono o nota persistente.

Tú llevarás las alas del macferlán noctívago,

yo vestiré el satín que resbala en el cuerpo

con el azul y el rojo de pensamiento y sangre,

y veremos latir en los tubos flamígeros

el siseo impaciente que entre la sombra acucia,

señalando, con trazos de alto estilo, L'ENFER.


EPÍSTOLA A NORAH BORGES

DEL ARTE

Río de Janeiro, 1941

Hacia ti, queridísima, mis brazos

como tú los pintaste, se dilatan,

como dos blancas ramas que, del tronco,

se alargan contra el viento del olvido.

Mis manos van a tus delgadas manos

que ignoran el carnal, curvo abandono,

que atraviesan la vida y sus anhelos

con la pura dureza de los alas.

Voy a buscarte para que escapemos

a nuestro mundo o elemento amigo,

suelta nuestra melena y nuestras colas

surcando los albures de la espuma.


Mientras los otros van contra las piedras

a mellarse las uñas y se frotan

los ojos con trabajo, en su trabajo

de menudas hormigas roedoras,

eternamente vírgenes, ligeras;

enlazadas del talle, cruzaremos

océanos de sueños y canciones,

como el invierno aquel ¿te acuerdas? Daba,

tu cuarto triste a la pequeña calle

cuando tu blanco seno aparecía

iluminando con su luz sagrada:

tú apenas comprendías el milagro,

pero tu sangre abría un cauce nuevo.

Y así, eras toda tú, tal como un vaso

que de infantil esencia rebosase,

la que tu cuerpo dio como prodigio,

la que a tu lápiz lleva de la mano,

la que en tu voz pequeña juguetea:

condena celestial, que te señala.


A KAZATZAKIS

DE LA PATRIA

Si el capitán de Dios detiene al sol,

la Historia alza la mano y no respira;

muda y perpleja aguarda, y el cuadrante

como mano que escucha su ventura,

oye las confidencias de la sangre

a la espada, que ellas solas se entienden.


2. OTROS POEMAS

ENCRUCIJADA

Pesamos cerca de la primavera

y más abajo de las noches de luna.

Pasamos a la izquierda de la aurora

y ¡ay!, sobre todo, a espaldas del deseo.

Vamos por un camino próximo

que ni sigue, ni ataja, ni conduce;

un camino olvidado

de todos menos de la brisa

que trae el aura de la ventura,

el polen áspero de los recuerdos

y torbellinos de plumas azules

que sobraron del lujo de los pavos reales...

¿Cuál fue la encrucijada


de faz impenetrable donde erramos? ...

Hay una malla en falso

que turba la armonía del dibujo

y la memoria tira del estambre

deshaciendo el dechado hasta su origen...

¡tantos intentos, tantas guirnaldas diseñadas,

monogramas, enlaces, nomeolvides!...

En mi alma hay un olor parecido al pecado,

pero no encuentro la semilla,

ese grano escarlata, diminuto,

que se pierde entre innúmeras,

cotidianas lentejas...

Negar o maldecir sería fácil,

pero la hiedra reverdece

por entre la muralla derruida,

la savia de la fe en las ruinas retoña,

sola se muestra, prófuga del trío

de las hermanas teologales.


Ella es la pertinaz,

la siempre en vano decapitada

Como el imán al Norte,

Ella mira al amor

por encima del vaho de la marisma.

le mira ciegamente.

La fe, como una flor hambrienta

agarrada a las rocas cascarudas,

secas, sin poros,

que no trasudan linfa de esperanza,

se quema en su amarillo

sin trascender a caridad.

Como el clavel de muerto,

acremente obstinada,

ardiente contra el viento impío,

le ve pasar, puesto que es viento y pasa.

Y el viento trae y lleva una nube de barro

turbia, sangrienta o desangrada, a veces,


que amenaza y no llega a descubrir su nombre:

aquel error o enigma de torpeza...

¿Cómo saber en qué vuelta del huso

se formó el grumo de la culpa,

en qué azar o vaivén de lanzadera

se interpuso la brizna

que sobre el hoy proyecta su guadaña?

Punto por punto atrás van desnudándose

perfiles por el musgo recubiertos,

trazos bajo la niebla guarecidos,

gradas, umbrales

por donde el pie pasaba y no advertía

el sabor de la piedra ni el del trébol.

La oruga, devanando el laberinto

en torno, con su hilo

cada vez más delgado y doloroso,

se extenúa y se exprime, retrayéndose...


Una vez más, un giro nuevamente

antes que se haga oscuro.

Theresópolis, 1941
LA VENTANA QUE DA SOBRE LA MUERTE *

La ventana que da sobre la muerte,

abierta sin espacio, hueco espeso,

deja pasar la luz, pero no alienta

y se rompen la frente los suspiros

contra la piedra que creyeron alma.

Lo mismo que el vacío de una boca

donde la araña su labor tendiera,

a la palabra en vuelo cierra el paso

con el pálido muro de su lámina.

Linfa de claridad donde no entra

el vaso ni la mano se humedece,

lágrima que no cae ni se evapora,

cortina que la brisa no sacude,

espada de silencio para el ojo

que afronta el filo, llave del abismo.

Las oraciones van bajo la nave


su cuerpos a esconder y sus melenas

llamean en lo oscuro, sus lamentos

en eco curvo van bajo la bóveda.

Arrastran sus camisas por las losas,

sus pasos como huella dejan pétalos

y su murmullo tiembla y se estremece

como un ave en el nido desvelada...

La ventana que da sobre la muerte,

abierta flor de hielo, las acecha...

La carne, dulce sierpe, se recoge

arrullando con pecho de paloma

y refugia sus huevos en las grietas,

bajo la cruz, que la piedad formara.

A sus pies se desliza, conjurándola

con el tierno ondear de su cintura,

contritamente baja la cabeza

o se mira en espejos estancados,

negros, cuajados charcos de la sangre...


Llora por las caricias, por las manos

que oprimían las manos como hiedra,

que besaban las manos como labios.

Llora por los alientos que se anudan,

por el roce del fuego contra el fuego.

La ventana que da sobre la muerte,

fuente sin pensamiento, la sentencia...

Vela sin viento en lago sin distancia,

cascara del adiós, piel del olvido,

vigía sin vigilia, la ventana

calla, sin aldabón, sobre la muerte.

* Ventana de alabastro en la capilla de San Pedro de Alcántara


ESTUDIO

Fuimos hacia un dintel de ignorada armonía

que en la extensión nocturna sumido nos llamaba,

invocamos sus mármoles con ruegos azarosos

y tocamos al fin los labios de su puerta.

Ella, la que preside los tránsitos extremos,

verdemente ascendiendo inundaba la sombra,

trepaba a los brocales, enlazaba las ánforas

y dejaba emerger de su oscura guedeja

los torsos y perfiles que, sin aliento, atienden.

Estaba ya en el ámbito de su solemne augurio

acreditado un canon; perennes melodías

de firme y delineada cadencia incorruptible,

originarias síntesis, cifras elementales

que la constancia astral puramente reflejan.

Apagamos las voces: una brisa tiránica,

vasta como el ambiente que alineaba los bancos,


puntuando el compás de nuestra mente y pulso,

sujetó nuestras almas con lazos hechiceros;

dulce, acerda cinta que la Obediencia anuda.

Las notas cobijadas bajo egregia montera,

como pálidas tórtolas o vencejos sombríos,

buscaban los batientes de vigas y cornisas

y pensativamente aladas, anidaban

en huecos del recuerdo que fluye y prevalece

o rozaban las formas que en su prisión vivían

junto al rosado muro de encendido silencio

impasibles, unánimes con él, hermanas suyas...

La que era ojo, nunca llegaba a ser mirada;

la que era mano, nunca llegaba a ser caricia.

Prendidas ai espacio como vitreos insectos

las formas mantenían sus cristalizaciones:

mientras latía el tiempo implacable avanzaba

el reloj que la gota frecuente precipita.

Y siempre la Medida en su imperio dorado,


la que, al partir su frente, da la Ley como almendra,

la que dicta al narciso un haber de seis pétalos

y ni la rosa innúmera escapa a sus arbitrios,

pues le es dada la fórmula y acento de su aroma.

Las sombras devoraron la magistral morada...

Con pueril abandono de custodiados pasos

bajo los reverberos, por calzadas y parques

la noche, dibujada por la ciudad serena...

Quieta, como la túnica posada de la forma,

susurrante y melódica, fluyente y permanente

zumbando en la oquedad de la memoria oscura.


CANCIÓN DE PIRATAS

Venid, piratas,

los que queréis hundirlas manos entre perlas;

venid con la risa en los dientes como una daga implacable:

acaso pronto sople el Austro

y haya que huir hacia el oeste.

Venid por este mar que inventó las caricias,

que creó los labios abiertos para nosotros,

la rosa que nació en la madreperla

y aquellos brazos que en el confín nos llaman.

¡Aquellos brazos, en la cruel colina,

bajo el cielo que llora sus centellas!...

¡Venid por este mar!

Venid, porque las costas nos aguardan

y las grutas oscuras

donde esconden sus huevos los tesoros,

y donde los placeres

lamerán nuestros pies con su verde melena...


Como la ola aún no despierta

sueña en el vendaval que habrá de arrebatarla

así, las perlas, sueñan derramar su blancura

entre la negra espuma de nuestros pechos.

¡Venid por este mar!

Acaso pronto sople el Austro

y entonces... ¡a las naves, a las velas, a huir!...

con la risa en los dientes y ellas en nuestros brazos.

¡Ellas, las perlas, antes que se cierren sus ojos!


MARIPOSA NOCTURNA

¿Quién podría abrazarte, diosa oscura,

quién osaría acariciar tu cuerpo

o respirar el aire de la noche

por entre el pelo pardo de tu cara?...

¡Ah!, ¿quién te enlazaría cuando pasas

sobre la frente como un soplo y zumba

la estancia sacudida por tu vuelo

y quién podría ¡sin morir! sentirte

temblar sobre los labios detenida

o reír en la sombra, descubierto,

cuando tu manto azota las paredes?...

¿Por qué venir a la mansión del hombre

si no se es de su carne ni se tiene

voz ni se puede comprender los muros?

¿Por qué traer la ciega noche extensa

que no cabe en el cáliz de los límites?...


Desde el tácito aliento de la sombra

que la floresta tiende en las vertientes

—quebrada roca, imprevisible musgo—,

desde troncos o lazos de lianas,

desde la voz lasciva del silencio

vienen los ojos de tus alas lentas.

Da la datura su canción nocturna

que trasciende al compás que va la hiedra

ascendiendo hacia el talle de los árboles

cuando el crótalo arrastra sus anillos

y leves voces laten en gargantas

entre el cieno que nutre al lirio blanco!

mirado por la noche intensamente...

Sobre montes velludos, sobre playas

donde las olas blancas se deshojan

la soledad tendida está a tu vuelo...

¿Por qué traes a la alcoba,

a la ventana abierta, confiada, el terror?...


LA AUSENTE*

Nuevamente, detrás de cada tronco

muestra el puñal la ausente, ya olvidada.

La que creían muerta, vive, acecha

con su poder artero entre la sombra

de las horas que, aun lejos, merodean.

El palacio mirífico del hielo

va deshaciendo su firmeza en lágrimas

y se desploman sus invulnerables

salas, tan bienamadas del cilicio,

porque vuelve, y el vaho que se desprende

de sus ansiosos poros va infundiendo

una tácita ira. La borrasca

cuyos ojos prometen la centella,

posándose en los ámbitos arrulla

o abre su cola vesperal la calma.

Las aceradas lanzas de los astros,

implacables, se alargan punzadoras

y alas húmedas pasan, alas tibias,


alas negras, velludas, perfumadas.

Manos pasan, que oprimen impalpables,

que arrebatan o llaman al abismo

del verde imán que yace sobre el césped,

bajo el manto extendido de los cedros.

Ella vuelve, dejando la morada

donde el raptor oscuro la sujeta,

y el vello de la tierra se estremece

con desvelo febril. Su pie de rosa

incontenible avanza y las murallas,

como de arcilla, empapan sus efluvios...

Rompe la paz, igual que el soplo frío

rompe el vaso de vidrio, con su aliento.

* Publicado en la revista Alfar de Montevideo en 1952


LA CULPA

La culpa se levanta al caer de la tarde,

la oscuridad la alumbra,

el ocaso es su aurora...

Se empiezo a oír la sombra desde lejos

cuando el cielo está limpio aún sobre los árboles

como una pampa verdeazul, intacta,

y el silencio recorre

los quietos laberintos de arrayanes.

Llegará el sueño: alerta está el insomnio.

Antes que caiga la cortina oscura,

gritad al menos, hombres,

como el pavón metálico que grazna su lamento

desgarrado en la rama de araucaria.

Gritad con voces múltiples,

piad entre la enredadera,

entre las hiedras y rosales trepadores.

Buscad refugio en las glicinas


con los gorriones y zorzales

porque avanza la onda de la noche

y su ausencia de luz,

y su implacable huésped

de suaves pasos, el peligro...


APOLO

Habitante de los anchos portales

donde el laurel de la sombra oculta el arpa de la araña

donde las losas académicas,

donde las arcas y las llaves mudas,

donde el papel caído

recubre el polvo de frágil terciopelo.

¡El silencio dictado por tu mano,

la línea entre tus labios sostenida,

tu suprema nariz exhalando un aliento

como brisa en praderas,

por gemelas vertientes recorriendo los valles de tu pecho

y en torno a tus tobillos un espacio

pálido como el albal

¡Eterna, eternamente un universo a imagen tuya!

Con la frente a la altura de tu plinto,

viniendo de aritméticas vacías como claustros,

de cielos oprimidos como flor entre páginas,


¡eternamente! dije, y desde entonces,

¡eternamente! digo.

Beso a mi voz, que expresa tu mandato,

la suelto y va hacia ti, como paloma

obediente en su vuelo,

libre en la jaula de tu ley.

El trazo de tu norma, en el basalto

de mi inocencia oscura,

al paso de tu flecha ¡para siempre!

y hasta el fin tu soberbia.

Sobre mí, solo eterno

tu mandato de luz, Verdad y Forma.


REINA ARTEMISA

Sentada, como el mundo, sobre tu propio peso,

por tu falda extendida la paz de las laderas,

el silencio y la sombra de las grutas marinas

junto a tus pies dormidos.

¿A qué profunda alcoba dan paso tus pestañas

al alzarse pesadas como cortinas, lentas

como mantos nupciales o paños funerarios...

a qué estancia perenne escondida del tiempo?

¿A dónde va el camino que tus labios descubren,

a qué sima carnal desciende tu garganta,

qué lecho sempiterno da comienzo en tu boca?

El vino de cenizas su acerbo alcohol exhala

mientras la copa orea, con su pausa, el aliento.

Dos vapores elevan sus secretas fragancias,

se contemplan y miden antes de confundirse.

Porque el amor anhela su sepulcro en la carne;

quiere dormir su muerte al calor, sin olvido,

al arrullo tenaz que la sangre murmura

mientras la eternidad late en la vida, insomne.


DECE A LAS ROSAS LA ROSA DE ARENA

Hermanas mías, veo vuestra sangre

—hirviente esencia que me fue negada—

como una aurora que, desde la nieve,

levanta hasta la púrpura el sonrojo.

Veo también el aire en vuestro tallo,

istmo que os une al barro y os aleja

—distancia y altivez que no poseo—

inclinaros o alzaros, sacudiros

y pasar, confundido a vuestro aliento.

Veo, en fin —padecer que desconozco-

la llama que os consume: tiempo, muerte...

y estas distancias y estas diferencias

no pueden impedir que os llame hermanas.

Sólo yo sé el sabor de cierta savia

que vuestro frágil corazón no advierte;

yo sola vivo absorta en el secreto,


la ley de nuestra estirpe, nuestra forma,..

Cierto, en nuestro linaje hay —semejante

a la estrella— otra hermana inmarcesible

que marca el infinito errar del viento...


BELLEZA EN NUEVA YORK

Bien conozco tu cara, que me mira

hoy desde el fondo mismo de esta noche...

sobre el agua, tan tersa, pasan barcos,

sobre este agua que llaman Río Hudson.

Pero tu cara, igual que sobre el Nilo,

sobre el Sena o el Tíber, ¡tan hermosa!,

¡tan silenciosa!, ¡tan terrible, tan

próxima, inconfundible, indefinible!...

Me mira igual que siempre, porque siempre

que abro de noche una ventana espero

encontrarte mirándome, y te encuentro.

La oscuridad delata tu pureza...

El grito atroz de una luz roja, el suave

canto de una luz verde, sólo dicen

que el río no está inmóvil, que es un río

y se va, como el Tíber, como el Sena,

como el mar a la nube. Todo corre


bajo tu quieta permanencia oscura.

Tú estás ahí, mirando a quien te mira.

Hoy aquí estás, como la flor del HOY,

porque eres siempre actual presencia, aroma

del momento, sustancia del lugar.

Hoy el HOY y el AQUÍ te dan su sangre

y así tu eternidad se hace tangible.

Porque hoy eres ese agua que se llama

Río Hudson y corre entre mil pléyades

de eléctricas estrellas vigilantes,

de culebrillas fúlgidas, polícromas,

porque hoy eres ese agua que se llena

de luminarias que pasean, graves,

en círculo, a la altura de las torres.


La que viene, anunciada por sus senos,

con el aliento impreso de claveles,

a despertar en el almendro mieles

y en cielos que de añil visten serenos

alternos risa y llanto, sol y truenos

a dulce calma o loca brisa infieles

y en las ramas aviva los pinceles

de verdes, rosas y violetas plenos

la que llega anhelada, aunque temida

nada la esquiva, nada la resiste

la obedecen el polen y la brama.

Sólo despierta el aura de su vida

a la bestia. La flor sólo se viste

para acudir cuando su voz la llama.


A TERESA

Apenas te conozco, pero en cambio

conozco bien aquel laboratorio

donde, años antes de que tú nacieses

se condensaba ya tu pura idea.

Porque el alma y el cuerpo sólo tienen

una boca común e insaciable, los ojos,

Por esto sé muy bien las materias mezcladas

en el poso entrañable que hubo de dar tu fórmula.

Sé que había unos lirios junto al Ángel Caído,

un papel gris, clavado con chinches a un tablero,

donde hablaba Platón, siguiendo al carboncillo

por la frente sagrada o el pecho de un atleta.

Sé también que en las aulas, en los libros espesos

las palabras, desnudas, mostraban sus entrañas

y, eslabón a eslabón, la mágica cadena

con que el amor, la lógica y el número las unen.


Todo esto en primavera, en otoño e invierno,

en verano, entre pinos donde lloran las tórtolas,

en caminos marcados por chopos o abedules...

Todo esto, bien sumado, dio un producto: TERESA.


FRUTO DE LAS RUINAS

Fui por buscar las huellas, ese fruto

sin cuerpo, hijo del tiempo y el amor

¿A quién puedo culpar de mi derrota,

sí nadie pudo ver correr su sangre?...

Nadie veía, al derribar las piedras

de aquel dintel, desmoronarse el arco

que alumbraba a diario su figura

ni nadie, al arrancar la hierba y losas

de su patio, regadas por sus ojos,

vio sucumbir la flor de su recuerdo.

La blanca, impía cal con que recubre

sus muros el rincón antes oscuro,

donde vivían lágrimas de llama

¿qué sabe de la forma silenciosa

que entre el perfume de las azucenas


posaba en el pelus del banco rojo?

Y aquel jardín, tan breve y luminoso

como el salto de un pez en la ribera,

con sus doradas flores, enjaulado

en su verja, pendiente de las nubes...

Y aquella calle humilde y operaría

donde sonaban hierros y crujían

goznes de viejas puertas y exhalaba

una canción su alma de azabache...

¿Quién las vio agonizar entre las uñas

o bajo la tenaz planta del tiempo?

Al recobrar la hiedra su sentido

se afirma en el empeño de tu abrazo

y os mantiene, testigos de la vida,

como cifras o rasgos sustanciales,

hoy que a la muerte os elevó la ausencia

¡oh dulce fruto, excelso, de las ruinas!...


LOS MARINEROS

Para Luis y Stanley

Ellos son los que viven sin nacer a la tierra:

no les sigáis con vuestros ojos,

vuestra mirada dura, nutrida de firmezas,

cae a sus pies como impotente llanto.

Ellos son los que viven en el líquido olvido,

oyendo sólo el corazón materno que les mece,

el pulso de la calma o la borrasca

como el misterio o canto de un ámbito entrañable,

París, 1938
SOLEDAD

Ya que me es dado hablar aunque soporte

tu terrible destino,

aunque tu sello me designe irrevocable,

y sobre todo

ya que me es dado hablar porque tú me enseñaste.


CUIDADO CON LA PINTURA

El tierno verde de una valla ,

—invierno— apunta su primavera intacta.

Si le arrancamos una rama

quedarán verdes nuestras manos, de su savia

-el cartel ya lo advierte.


AUSENCIA

Cuarenta metros cúbicos de soledad, el cuarto.

El abrigo en la percha, ahorcado,

el sombrero en la mesa, como un cráneo,

los zapatos,

uno delante de otro, echando el paso.

Y una escarpia negra posada en lo blanco.


RECONVENCIÓN *

(A Sarah y su sortija)

Dime: la perla, fruto de tu mano ¿cuándo madurará?

¡Corazón como el tuyo puro y duro, impasible al estío!

¿Cómo firme en tu dedo, blanca rama, no sintió nunca el peso de su peso?

¿Para qué guarda tanto ese secreto de tu yo improlongado?...

Tú, liebrecita blanca, ¿no te encontró tu madre al romper una perla?

Y yo, piénsalo bien, ¿dónde estaríamos sin el dorado otoño y su vendimia?

Pero el anillo de oro guarda el fruto de tu mano: tu hijita está encerrada

en el cascarón blanco, puro y duro. Yo diré al sol que no malgaste rayos

* Junto con "Censura" y "La triste en la isla", "Reconvención" apareció

en la revista Meseta, IV, 1928, de Valladolid.


CENSURA

¿Por qué arrancaste plumas a las alas de tu frente?..

¡Aquel pájaro negro era todo tu Oriente!

Acompañaba a tus palabras con su volar lento,

tus palabras, rebaño calmoso cruzando el desierto.

—Hoy rebaño perdido en París, la católica,

hoy, pájaro depilado por un coiffeur de la Avenida de la Opera

¡No civilices, no europeíces la pura curva de su vuelo,

su arquitectura me era tan cara!

En ella se enmarcaba hace cinco años

tu alma oscura y brillante Sheherezada.


LA TRISTE EN LA ISLA

(Retiro)

¿Qué se le cayó al estanque?...

El dolor ¡tan pesado!

¡Tan frágil el hilo que ensartaba sus lágrimas!...

Sueltas, disueltas en el agua,

no puede salvarlas.

El dolor ¡tan ligero!

le escurre por los pliegues del manto.

El dolor vertical, clásico,

cae como lluvia sin aire.

Sus senos, duras gotas, como dos blancos huevos

caerán en el agua verde.

***

Un perro atado canta una canción muy triste

llena de hambre, de sol y de afecto.

Mi alma se cae y se queda tendida


ya la he dejado lejos.

Ya la he dejado

allá donde vuela un pájaro.

Un pardo pájaro con las alas en cruz

le manda los estigmas de sus trinos.


NARCISO

¿Dónde habitas, amor, en qué profundo

seno existes del agua o de mi alma?

Lejos, en tu sin fondo abismo verde,

a mi llamada pronto e infalible.

Nuestras frentes unánimes separa

frío, cruel cristal inexorable.

Zarzas de tus cabellos y los míos

tienden, en vano, a unir lindes fronteras.

Sobre el mío y tu cuello mantenido

un templo de distancia en dos columnas

silencio eterno guarda entre sus muros;

nuestro mutuo secreto, nuestro diálogo.

Silencio en que te adoro, en que te encierras,

recinto de silencio inaccesible

y lugar a la vez de nuestras citas.


¡Siglos espero frente a la cruenta

muralla dura que lamento Inerme!

Eternidades entre nuestras bocas

a cien brisas y a cien vuelos de pájaro.

¿Para qué pies que hollaban la pradera

jóvenes, blancos corzos corredores

ai no me llevan hacia ti ni un punto?

¿Para qué brazos tallos de mis manos

ti jamás alcanzaran a estrecharte?

¡Límpida, clara linfa temblorosa

jamás en nuestro abrazo aprisionada!

¿Para qué vida, en fin, si vida acaba

en el umbral de la mansión oscura

donde moras sin hálito, en el vidrio

que con mi aliento ni a empañar alcanzo?


¡Oh, sueño sin ensueño, muerte quieta

lecho para mi anhelo, eterno insomne!

¡Único al fin reposo de mis ojos

tu infinito vacío negro espejo!

* Con un dibujo de la autora, apareció en Héroe, II, 1932, de Madrid


SONETOS DE CIRCUNSTANCIAS

A TIMO

(Dedicatoria de Estación, ida y vuelta)

Recuerdos astillados, espinosos,

igual que aleve zarza polvorienta,

erizados en torno a la sangrienta

vaga masa de olvidos coagulosos...

Arenas de paciencia, tercos posos

de insoluble venganza cenicienta,

redadas de agonías, en cruenta

cuerda tejida de aves anhelosos

iban con él unidos, se perdieron

en el confín donde el mirar expira,


donde, al nacer de nuevo, nos reclaman.

Males, estrellas o venenos fueron

entre el vapor que zozobrando gira

y en el vórtice va que tiempo llaman.


A CONCHA DE ALBORNOZ

Imploro a la titánica doncella

nueve veces por Júpiter amada,

nueve veces de espíritu preñada,

nueve fuentes de luz brotando de ella.

Que de su firme pie deje la huella

en tu mental arcilla bien grabada

y que, de su tenaz martillo armada,

clave sus clavos áureos en tu estrella.

¿Para qué, si te deja, todo aquello?

¿Para qué tantos tiempos, rostros, mares,

palabras, aventuras emprendidas?...

Si la idea, Divina Faz, destello

es de un sueño no más ¿para qué altares?

y ¿para qué este libro, si lo olvidas?


A ELISABETH CALIPIGIA

Bajo la brisa o seda del vestido,

igual que el girasol se columpiaba,

pesadamente grácil cabeceaba,

sobre carnales tallos sostenido.

Corriendo por el prado humedecido

le vi partir: la parra, si alcanzaba

con sus pámpanos tiernos le azotaba...

un corazón en él vive escondido.

Por él, en selvas de arias y sonatas

rugía su ternura el violonceo,

hoy le maldice el ruiseñor, llorando

sus veleidades pérfidas e ingratas,

y hacia lejano olvido tiende el vuelo.

El también llora y ríe y sigue amando.


A PATRICK DUDGEON

¡Oh pulcra soledad, donde se espeja

el alma tan desnuda! ¡Oh apremiante

silencio enjuiciador, fijo delante

de la conciencia, errátil y perpleja!

¡Oh cuánto espacio libre el ocio deja

a la verdad, y el tiempo en qué constante

fluir, uno tras otro, cada instante

disipa en la corriente que se aleja!...

¿Qué haré de este regalo: ocio, silencio,

soledad, tiempo?..., montón de semillas

que piden tierra. Escucho su demanda.

Y su pasiva vaciedad presencio...

flota en un mar de angustia, sin orillas,

mi voluntad, que en el timón no manda...

(En Victoria, marzo de 1952)


URGANDA LA DESCONOCIDA

POR DELACROIX

(Sirvió de modelo Nena Gándara)

Entre las breñas, la Desconocida

azul como la flor del cardo, asoma.

Lleva, arcana, en las manos, la redoma

del bálsamo, melena gris ceñida

de hojas secas. Un águila, cernida

en el espacio, apresa a una paloma

y su clara, imperial mirada toma

de la maga que emula el genio y vida.

Al fondo se abre el cielo en espantosa,

ruda borrasca pródiga en centellas,

repta en el suelo la culebra infanda

que amenaza y no muerde, temerosa,

que avasallada ondula por las huellas

del traslúcido pie que posa Urganda.


A MÁXIMO

La de los vientos, tal cual conociste,

la misma faz a Norte o Sur no esperes

Darán los que soplaren la que vieres:

delaura antigua ni la traza existe...

¿Es gloria tal naturaleza o triste

alternación de agónicos quereres?

El abstracto armazón de sus poderes

con las alas del viento se reviste.

Una imagen te doy de bronce, estable,

fiel y rica en rizados requisitos:

contempla su firmeza prodigiosa.

No el enigma espectral, inextricable

de contrapuestos ejes infinitos

que compone el esquema de la rosa.


A ELISABETH

(Dedicatoria de Teresa)

Bajo estrellas ajenas se despierta

de un sueño de distancia, sin consuelo,

al olvido, a la angustia y al desvelo,

a la errabunda soledad incierta.

Pende la roano del Destino, yerta,

sin señalar la ruta en tierra o cielo

y escondiendo sus dones bajo el velo,

ríe el Azar en su dorada puerta.

No sabe qué hora es esta hora oscura

ni si la luz comienza o agoniza,

ni por qué vino, pues no fue llamada...

Sobre el pecho y la frente, a la ventura,

llevará un MISERERE de ceniza,

por el delito de existir culpada.


A VITO

(Sueño del pájaro rojo)

Eo tus sueños brotaba como llama,

se escapaba en la luz al ser de día

y en vano le llamabas, no volvía.

Huido... ¿adonde?, ¿a qué nido, a qué rama?

Corrí a la urbana selva, donde brama

el megaterio omníbuso y chirría

el freno astuto y va y viene a porfía

la hormiga menestral, que sufre y ama.

Le hallé en oscura gruta y las canciones

que te gusta escuchar dije a su oído

con imperio y fervor, como oraciones.

Si en las tonadas que él hoy repentice

notas mi acento y buscas el sentido,

te quiero y creo en ti, es lo que dice.


A ELISABETH

Era una flor el SI, era una rosa:

de lucientes potencias coronado,

hermano a la centella, iba a su lado

en la noche o la mente tenebrosa.

Era un pájaro el SI, su prodigiosa

pluma se abría en vuelo inusitado

sobre abismos y sueños, dilatado

del oriente al cénit de toda cosa.

Era como una tierra que mostraba

su verde vello al sol, como dormido

niño con ala leve en frágil hombro.

Era mi fe, mi corazón le amaba...

mi corazón que, habiéndole elegido,

cierra los ojos hoy cuando le nombro.


A MARUJA

Dios nos dio un libro de hojas infinitas

que caen, como de un olmo, cada invierno

sin pena, y brotan por su jugo eterno

en verdes leyes cada abril escritas.

No contemples, piadosa, las marchitas

que el viento arranca a su ramaje externo,

bebe el aroma del sentido interno

y así, en tu vida, su vivir suscita.

Cierto, son muchas cosas las que ordenan

esas páginas santas, imponentes,

con tan claro secreto manifiesto.

Reduce los preceptos que las llenan

a una palabra, entre las más potentes,

AMOR AMOR AMOR,... y olvida el resto.


A ESMERALDA

La mar está Esmeralda esta mañana,..

Si la mar se pusiera su vestido

de raso negro, con estrás prendido

en el hombro y pasase así, liviana.

Con pies delgados, sola, soberana,

¿a quién se le dada un parecido?

¿En qué diría haberse convertido?

En espejo o retrato de Giuliana...

¿Y sí con una risa de gaviotas

y en su melena cedros refugiados,

bajo nocturnas, estelares notas,

fuese en coche, veloz como un destello?

Como ella dormiría entre sus prados,

reclinando en el alba el largo cuello.


A MARUJA JOFRE

Contempla este papel como la NADA,

en la que el Creador pinta sus sueños:

su faz virgen espera tus diseños,

los trazos de tu mano apresurada.

El tiempo, que no vuelve, de pasada

pueble sus blancos pastos con risueños

o penosos secretos, con empeños,

con anhelos, con vida liberada.

Sabe que el pensamiento más inicuo

después de ser prensado entre estas hojas

queda en estricta cifra de belleza...

Osa el recuerdo: el dolor es ubicuo

y en el lugar que por morada escojas

lo encontrarás. Afréntalo y empieza.


A LUISA ELENA

(Andrómeda y Perseo)

Cerrado el bosque, en sombra la enramada

del duro roble impío, ligaduras

que atan al tronco, de sus formas puras

la joven esbeltez, atormentada.

Inútilmente gime, custodiada

por el dragón ubicuo, con oscuras

fauces, en multicéfalas figuras

que vigila a sus pies; no espera nada.

Mas una espada —o rayo— que relumbra

rasga la sombra y con su filo alumbra

la muerte en el dragón, la vida ardiente.

En la cautiva, libre en nuevos lazos,

—¡feliz prisión!— del héroe en los brazos.

Antorcha de Himeneo es el Oriente.


A LUCERINA

(Soneto funcional)

Aunque parezcan joyas, instrumentos

de caza son, para cazar con ellos

la verdad fugitiva, en sus destellos,

en su ¡ay!, en su vuelo, en sus momentos.

Si se posan, estáticos, en lentos

mirares —que el ingenuo juzga bellos—

vanos son, ciegos pasan sobre aquellos

amores que aman sólo a los atentos.

En el FIAT ¡recuerda! te fue dada

esa máquina mística, sensible,

esa luz para tí, para tu guía.

Es su sagrado fin negar la nada,

poner la fe en lo real, en lo visible,

sin miedo a errar la estrecha y recta vía.


A CELIA

(Soneto escrito sobre un fuelle)

Primero el viento es viento y luego aliento.

Primero el viento es viento y luego llama.

Según el que lo aspira y lo derrama,

suspiro puede ser, si no elemento.

Rugido puede ser o suave acento,

bufido o trino en florecida rama,

o corola versátil, si se inflama

en cifra o trazo de ilegible intento.

¡Sopla y desata la corriente presa,

el huracán de amor o de locura

que hacia el vórtice ardiente se desliza,

sin pensar si serás en él pavesa!

Sobre el hogar, al alba fría y pura,

el Fénix surgirá de la ceniza.


A MARÍA ZORAIDA

En la semilla va la ley sagrada

que da el jazmín, la rosa o la azucena,

en el nombre, el sentido que lo llena

místico vive en su prisión sellada.

Todo en la flor es don a la mirada,

todo armonía y gracia y paz serena:

todo en el nombre es ansia y lucha y pena

por llegar a cumplir su ley cifrada.

La tierra da el aliento de los lirios,

el alma da la espada y el veneno,

la guerra y el amor, y la conciencia

que extiende sin fronteras sus delirios

y en el nombre contempla el vaso pleno:

secreto singular de la existencia.


FERNANDA

El alma, semejante a una granada,

exenta y roja, entre tus manos brilla,

tú la divides: piel, pulpa, semilla,

deseo y sueño, sin olvidar nada.

Ningún repliegue escapa a tu mirada;

ni el íncubo, que esquivo se encastilla

en la mentira, tu verdad mancilla.

Tu luz rompe las sombras, despiadada.

Ojo y pecho de acero. Mas... no tanto...

Un patrio aroma en tu laboratorio

(el que cubre su puerta con totoras),

como a Teresa y Juana, las doctoras,

también a ti te embriaga: es bien notorio.

Y un nombre amado hace correr tu llanto.


LA SARDINA

Con tu ceñido arnés de azul acero,

ágil, breve guerrera submarina,

vas sujeta a la norma y disciplina

de espeso bando, en su bogar ligero.

Tanto el anzuelo ignoras, traicionero,

como la red, que cauta se avecina

y te envuelve, te tiende y te domina

sobre la nave en áspero madero.

Da el estertor de tu argentado pecho

por la gloría de ser sabrosa prenda

bajo la triste luz de almuerzo parvo.

El que muerde tu lomo deja hecho

—a tu gentil memoria limpia ofrenda-

el anillado esquema de tu garbo.


LA HABICHUELA

De verdes corazones vas orlando

la caña que te rige, lentamente.

Tierna labor que bordas, si ascendeate

e insensible tu tallo va avanzando.

¿Qué dulce sueño abrigas en el blando,

terso cobijo en que fraternamente

resguardada del aire y sol ardiente,

con tus iguales vives, dormitando?

Blanca operaría de plural empresa

que no matas un hambre por ti misma

sí en nutrido escuadrón no le haces guerra.

Sólo el secreto germinal apresa

tu cuerpo cuando el surco que le abisma

dulce muerte de amor te da en la tierra.


LA CEBOLLA

¡Oh blanca, dura y dulce; levantina,

del ajo castellano compañera!...

de sutiles camisas prisionera

tu intenso aroma en alta flor se empina.

Perla que sin estuche nacarina

bajo el bronco terrón húmedo espera

la dura azada que traerá certera

tu fresco cuerpo al aura matutina...

En la hoguera del hambre en que te arrojas

al rodar generosa de la mano

que regó tus liliales, verdes hojas

—y el vino junto a ti, y el pan, su hermano-

la sangre que arde en estas horas rojas

cobra su impulso y fuego soberano.


ODAS

ODA AL HAMBRE

A nadie duela o pese esta cadena...

La mente, con temor iba abriendo loa ojos

y ya sorbías tú las chispas sustanciales

que se unían, por ti, en un beso recóndito.

¡Oh virtud vigilante! ¡Oh nupcial luminaria!

Te obedece el rebaño de toda carne dócil...

Pero aquel que la perla de tu verdad alcanza

te eleva y te contempla, porque olvidarte es muerte,

porque en el paraíso que los párpados guardan,

en el edén secreto que los labios custodian

eres la primavera, el iris de la sangre.

Por ti el hombre abandona su soledad altiva

porque el cuerpo se pudre como un fruto cortado


sin el hilo granate con que tú lo encadenas,

le enlazas a las fuentes de potencia y dulzura.


ODAS

(empezadas)

A LEONIDES

¿Qué, menos que pavesa o fuego fatuo,

será mí nombre y rostro en tu memoria?

¡Oh joven, dulce amigo de otros tiempos!

¡Oh Leónides, rubio entre las mieses,

de la Tierra de Campos fiel cachorro!

AL ANDROS

Pienso en ti por las noches, cuando siento en la almohada

el ruido de mi sangre: eran llenas de estrellas


y del viento de marzo aquellas en que oía

latir tu corazón bajo mi sien sin dueño,

en que oía tu quilla, que rompía el camino

como una seda alegre ceñida a tus costados,

y las olas que a veces se alzaban y venían

corriendo en contra tuya, batiendo como suaves

palmadas de la mar a su bestia querida...

AL TEMPLO DE AFRODITA EN EGINA

Una columna en pie para juzgarme...

cuando llegué, pasado el mediodía,

el sol sacaba, impío, con sus uñas,

de entre mi pelo algunas hebras blancas...

A MAORTUA

Hoy que el Simún adverso te combate,


hoy que tu nombre es ráfaga de angustia,

como paloma contra hambrientos buitres,

vuela mi bendición hacia tu frente.

Si un nublado de dudas y un acerbo

ardor de estío tu esperanza agostan,

si va tu sien herida por la negra

punzante oscuridad del abandono,

entre simas de muerte y de delirio,

piensa en tu gloria, aquélla de otros tiempos.

En aquella ventura de otros días

que llevaba en su seno este infortunio

y era, por ello, tan valiosa y cálida,

y te daba sus gracias con premura,

y te elevaba sobre lo posible

en el nivel de amor y te elegía

entre mil para darte sus tesoros...


ODA A LA ALEGRÍA

Penetramos,

¡oh divina alegría!, en tu santuario

Schiller

Tu santuario, ¡oh divina Alegría!, se eleva

como la ola, espuma de agua sobre las aguas

del mar; arquitectura, cúpulas y arbotantes

de agua, sosteniendo a la ola, agua pura.

Así, tú, de ti misma te encrespas y susurras

soberana recubres, transportas y atrepellas...

tu glorioso esplendor centellea en las playas,

en las mentes y alientos, en latidos y gritos.

Tu ímpetu te asemeja a la ola estruendosa.

La ola es un suspiro, una risa radiante,

espuma de poder rizada en espírales


que caen y se levantan: caen por su propia fuerza,

su caer es seguir para de nuevo alzarse,

es llevar mantenida la impecable voluta

de gloría geométrica —impulso y cumplimiento...

Así mismo es tu fórmula. En el crisol fundidas

van pregunta y respuesta, van petición y dádiva

fieles, indivisibles, rimando con la dicha.

Breve en tu eternidad ¡oh divina! en tu instante,

burbujas de la sangre alzan tu alcázar, súbitas.

Con llamas de la sangre inflaman tu edificio,

ígneas salas de luz rosada, primavera

de sangre en erección, en columnas y criptas

palpitantes, en sótanos en donde aún la risa

no es carcajada: es sólo tierno ovillo de sangre.

Tú, falena, aleteas ¡divina! en el plafón

de tu santuario, unánimes, galopan los caballos

con impulso gemelo. Luz roja de la sangre

tiñe sus blancos pechos, sus grupas afrodíticas.


El incienso, en tu templo, lanza aromas de triunfo

que escapan de las brasas en el botafumeiro

del corazón, que exulta y golpea los muros

con el ritmo del verso del himno a ti debido.

Canta y prodiga notas que del oro no tienen

más que el incorruptible sonido: cornucopia

que la sangre acuñada por el deseo esparce.

Tu santuario es aurora que despierta al dormido;

no hay que ir paso a paso hacia tu umbral, te ciernes

o te inflamas o estallas sobre el alma, y el alma

poseída por ti, está en ti y en sí misma...

Tu santuario, ¡oh divina alegría!, se eleva

sobre la roca, torres, poterna y puente alzado

—la luz no reverbera ni hace temblar las líneas—.

Silueta que recorta la tijera de un niño

y pega en el espacio del ocaso verdoso

—turquesa exangüe, fija detrás del horizonte—

como ejercicio de hábil constructor parvular.


El recuerdo, artesano de inmarcesible infancia,

te edifica un santuario de neta lejanía,

de planos primitivos, sin ambiente, desnudos

arcos donde, al pasar, pliega el Ángel las alas.

Muro, adarve, atalaya, torre del homenaje

tu santuario ¡oh divina! ahora es fortaleza

inexpugnable —término trivial si roca fuese—,

inexorable, puesto que solamente es brillo

del diamante, del iceberg que flota como un templo

y los barcos se estrellan contra él, si pretenden

orar bajo su nave, que luz polar traspasa.

Como la ola es agua, también es agua el témpano

mas no ríe, reluce con prístina fijeza

en un mundo que niega a la vida el acceso.

Tu templo es el cristal, el prisma de carbono

purísimo, tan puro, tan duro, invulnerable

al golpe del martillo. Impasible a las lágrimas,

finge, como ellas, agua en quietud poliédrica.


Tú, lejos refulgente, eres, puesto que fuiste...

Pero la estrada asciende hacia ti, ángulo agudo

en que ruedan... rodamos los que jamás, jamás,

nunca jamás podremos llegar a los umbrales

de tu santuario, nunca penetrar en tu aurora.

¡Nunca jamás! y siempre recordando tu rostro

como un bien que tuvimos —la dracma inolvidable

que se busca a la luz de un candil de

memoria.

¡Y no querer siquiera emprender el camino

hacia ti! ¡Y no dudar siquiera, grata duda

oculta entre los velos de la desesperanza!

Y temer, ¡oh terror!, que llegue al fin un día

en que, al oír tu nombre, pregunte; ¿De quién hablan?...


HOMENAJES

HIMNO OCTAVIANO

Una década en guerra, los aqueos

ensangrentando naves, mares, costas.

Itaca, lejos, fiel. Infiel, adúltera

Clitemnestra. Furor de Aquiles. Lágrimas

de Andrómaca. Con nobles canas, súplicas

paternales. Arrojo sororal,

imponiendo, ante el veto, el rito sacro.

Y el humo sobre Ilión... Acerba empresa

que dio como destello, por los ámbitos

escrito en fuego y luz un nombre: HELENA.

¡Gloria al vate que historia en claras páginas

exhaustivas los hechos de aura hispana

—lejos ya las sangrientas luchas— gentes,

gentes cubriendo tierras con la cruz!


Capítulos de historia, geografía

más bien; meseta, en torno rodeada

por montañas y por despeñaderos.

Mas ¿Nueva España?... Gentes, gentes, letras,

personas virreinales, Cortes, claustros.

Varones custodiando las palabras,

temiendo al don de Dios: a la belleza...

De la belleza, domas o vestales

—almáciga de lujo y cortesía-

las poderosas, casi soberanos,

alternándose, en giros recurrentes.

Damascos y brocados y manteos

y arcos de triunfo y leyes sobre el siglo,

Y Nueva España; nueva, pululando

con ciega juventud sobre las ruinas,

sobre los templos, donde el jaramago

de los siglos florece, en pervivencia

de aquello que no muere, que ilumina

de antigüedad las luces venideras.


Tal como el vate ciego trajo al mundo

de su hoy a la excelsa Mnemosina,

el vate que ensalzamos avizora

con no cansados ojos, el camino

que desde el lejos se dirige al lejos

y en páginas sin fin —¡más de seiscientas!

la gesta perfilada nos otorga.

Y —testimonio el lince de sus ojos—

la pulpa hace, del fruto, transparente

por perceptible hacer la pura almendra,

la que, siendo perfume —esencia— late

en cuerpo femenil, en mente máscula.

La que canta o combate con la espada

de su invencible juicio, la que sueña

su sueño, devanando la armonía

en caracol. La que de amores llora,

la que increpa y repudia a la esperanza,

al laberinto ingente que la apresa

en su sino de tórtola aquilina...

El vate nos la muestra, cuando acude


—cordera— hacia las trampas de la fe

y allí se entrega, en dignación total.

No guarda para sí papel ni joya;

crucifica en la cruz su nombre: JUANA


LAMENTO

A Beltenebros

¿Qué áspid o vampiro mordió su corazón,

qué íncubo infernal oscureció su mente,

qué tarántula artera o infanda cucaracha

—bestia negra del alma, que carcome el amor—

pudo extinguir el fuego de pasión en que ardía

por el cuerpo inmortal de su más vasta amada?...

¡Algo tronó! Lloradlo, tímidas ovejuelas

que hoy pacéis malva y menta acerbamente amargas

porque la tierra y roca, la meseta y el cerro

segregan la amargura del fatal desengaño.

No llorará la intrépida agente de Mercurio,

la que va, por servirle, con sandalias aladas

y pasa y vuela y vuelve... Su genio milenario

¿no ha de sentirse herido? Sí, mas no tienen tiempo

ni descanso sus pies, ni lágrimas sus ojos.


Y ¿adonde él fue?... Las alas de gaviota metálica

de rugientes entrañas y helicoidal resuello

le llevaron en vilo... La oceánica ruta

azul se deslizó hacia las del serrallo

costas, ancestros andas do yacen las esposas.

¡Las múltiples!... la ubérrima de plural descendencia,

la angelical artífice de murales arcángeles,

la zigana gentil de tierras orientales

que vino al occidente con sus auras balcánicas.

Ellas, tiernas, sumisas, con medievales hábitos,

pasmadas ante el mando del Bello tenebroso,

le confeccionarán el maíz mexicano

y escanciarán el vino en su vaso sin fondo...

Pero aquí, los abuelos sagrados, en sus tumbas

donde rebulle y vibra lo eternamente vivo,

harán los proverbiales gestos enfurruñados

—limpiando los quevedos que empañara la cólera,


mesándose con perplejidad las luengas barbas—

y dirán: ¡Uno más, uno más, entre tantos

territorios perdidos!... ¡Uno más se fue al diablo!...

Existe, {vive el cielo!, una oscura guarida,

oscura, más que toda noche, olvido, silencio...

Tan oscura que deja su puerta destrabada,

segura de su hermético secreto singular...

Allí mora la maga, hilando en las,tinieblas...

¿De quién crees que hablo, oh réprobo insensato?...

¿No sabes que la musa otrora revestida

de morada hopalanda que el pincel —quintaesencia

de rosa y madreperla— aquilataba bajo

la montera de vidrios, bajo la luz de Francia...?

¿No sabes que la furia de la que fue Tirana

ha veinte lustros, puede perseguirte sin tregua,

que podrá de la tela saltar, con pelos grises,

con ojos centelleantes y hundirte en tu refugio

de desamador prófugo, de olvidador impío?...


Cuando lloren las tórtolas y apaguen las cigarras

su canto, conmovidas; cuando guarden los riscos

—-capilla umbría, del penitente dilecta—

las quejas y suspiros del torvo Beltenebros

y un mugir lastimero el toro dé a los aires,

rebosará el perdón de toda la Natura,

se llevará la abeja su carga consabida

del amoroso polen... y el viento los vilanos...


EPÍSTOLA

A Julián Marías

Esto, Fabio, que vemos, no es collado

mustio ni campo solitario o yermo:

es borrasca oceánica sin costas,

sin faros, sin estrictos equinoccios

que regulen las noches y los días.

Es más bien fiebre, espasmos, tos convulsa

recidiva, obstinada, persistente

que, desde sus orígenes, aqueja

al esférico, errante en la parábola

que marca el pie del tiempo y cruza el campo.

Muchas veces estuvo en tenebrosos

trances, no en marejada tan extensa,

tan incierta, inasible como el agua,

como tromba, tifón o torbellino;

sin base, zona o fuerza detectables.


¡Esto! ¿qué hará la Historia? los pulquérrimos

códices, las murales perspectivas,

los plafones gloriosos con ingraves

deidades o pegasos que pintaba,

no tienen hoy modelo que les preste

su vera imagen neta, delineable...

y se queda en suspenso sobre el álbum

su mano magistral, ¡ay!, temblorosa.

Su mono y su acezante aliento trémulo

no cederán a la acomodaticia

paz, sujeta a los cánones exhaustos

de la que fue Justicia, soberana

cuyos feudos regiones abarcaban

de altas cumbres y páramos y ciénagas.

Ese aliento invencible, a un tiempo agónico,

nos corrobora en la incalificable

indecisión en que, al vivir, rodamos


sin ley, sin freno al que llevamos dentro

raudal incontenible de deseos.

Ya se acusó bastante a ese torrente,

ya Oriente y Occidente convinieron...

Sus sentencias no sirven, ante el Hoy,

personaje hasta hoy desconocido.

Es tan original, tan venerable

su juventud; el Hoy es tan potente

que siendo oscura y turbia la matriz

en que se autoengendró, hoy es presente

el Hoy sagrado, inmenso, sin contornos,

sin miembros en que puedan esposarlo

las torpes fuerzas que no se detienen

en la meditación, arrobo y éxtasis

de su grandeza y, más hondo, belleza

o en fin, verdad.

Este presente, omnímodo

Hoy, que todo lo ve y todo lo oye,


lo goza y lo padece, lo encariña

como propio, la abomina y execra

y, como propio, siente más hincado

lo detestable, inextirpable acaso...

Este Hoy nuestro, dejando toda hipérbole,

su filiación incontestable es REAL.

Por esto, ¡oh Fabio!, yo, que sólo tengo

la facultad de ver, espectadora

atención, con aliento contenido

y discreto silencio —más difícil

de contener a veces— me he negado

a una contribución que, por ser mía,

jamás iría al paso de los doctos.

Tampoco quise, aunque me sea fácil,

jugar con las palabras como pitas

infantiles, deliciosas al tacto

de su ritmo, ofrecerte una elegía

a lo que fue el dolor de nuestra España...


Tampoco pude hilvanar optimistas

panoramas: mi hábito es pisar

fuerte y temer arenas movedizas.

Así, pues, esta epístola te envío

—género tan dilecto y genuino—

hablándote de aquellas posesiones

que se poseen a sí mismas —creo

que más justo es decir que nos poseen

en su seno inefable— las esencias

de lo que es en la tierra. En nuestra tierra

te diría si el Hoy me permitiese

delimitar rincones geográficos...

Pero no he de incurrir en aparente

humanismo magnánimo, al estilo

de conspicuos, sin fin, benefactores.

Mis pecados —que no ignoras— confieso

en su soberbia índole y raigambre

de personal escrúpulo elitista.

Sí, lo perfecto... Sí, lo singular,

lo secreto, lo único es mi meta

y, aunque suene estrambótico, es mi fe.


Atando cabos, toda esta monserga

—abrupta, aunque ceñida a forma clásica—

sólo intenta llegar al punto álgido,

al punto obscuro, en fin, al que asomados

temblamos —con temblores muy diversos—

todos, ¡oh Fabio!, todos los mortales

por ser mortales, pura y simplemente.

Mas ya que me atreví, surcando el miedo

—piélago universal— a decir Fe

añadiré; todo lo dicho antes

es vano, si no dice lo que calla.

La Fe con la Increencia se debate

—como en cualquier humano corazón

el amor con los celos— en el ámbito

que el tiempo puebla y que la Historia acuña.

La mía, rueda ansiosa, sin posarse,

confiando en su ser inextinguible,

sin desechar la veste milenaria


que vistió y que conserva en el almario,

resguardada del diente del olvido.

Hoy en día, ante el Hoy que se presenta

imponiendo su moda —que es el modo

del Hoy irrechazable— refugiada

pervive y viste y luce los patrones

que la estulticia —o guerra— dejó intactos.

Castilla en mieses, flores en el Sur,

helechos en el Norte... montes, ríos...

en cuanto aquello que se llama tierra.

Además, Fabio, lo que bien conoces,

aquello que escapó sin alejarse,

sin disiparse, por sus genuinos

alcances o poderes, enredados

en el enredo universal: el ansia

—sólo pareja al celo— del Saber.

Perdona ¡oh docto y sabio y caro Fabio!

este batiburrillo endecasílabo.


Te dije, al aceptar, de mí no esperes

nada sensato, el juego en el estadio

de libertad del verso es mi carrera...

Por suscitar ante tu mente evoco

algo cordial y nuestro y verdadero:

el triste e inmortal mustio collado.


ODA A LEÓNIDES

¿Qué, menos que pavesa o fuego fatuo,

serán mi nombre y rostro en tu memoria?

¡Oh dulce, rubio amigo de otros tiempos,

oh Leónides, áureo entre las mieses!

de la Tierra de Campos fiel cachorro...

Tú, que por mi poético capricho

celabas, en su nido, a la oropéndola

y no lograbas nunca cautivarla

en la red que prendías de los álamos.

¡Imagen inmortal en mi memoria!

Mas no sólo aquel juego —adolescencia—

no porque fueses tú mi pastorcillo,

nemoroso fluir garcilasiano

de un agua, en margen verde, que marcaba

la interminable procesión de chopos,

sino por ser secreto del instante

que, en el instante mismo, iba a su ocaso.


El agua que venía del molino

era de un corazón, vena y arteria

que le henchía y movía sus molares

¿Sabrán las muelas el sabor excelso

del trigo masticado exhaustamente?...

¡Leche y miel es tu jugo! —dirán ellas.

Meseta, apenas curva, tu planicie

peinando espigas, pronto despojadas

del grano sustancial, tú te dilatas,

te concentras y das secreto aroma

a la hogaza, en su tálamo de fuego;

—habla también la hogaza— cuando sale

flamante de sus nupcias, ¡Rubicunda!

difundiendo su vaho de eucaristía

como un canto de triunfo, un himno al hambre.

Toda la parda tierra, dilatada

a sus confines, místico silencio

guarda y contempla al sol que la contempla.


En silencio se miran los que se aman.

En silencio se funden y confunden.

El resistero incuba las semillas,

obstinación latente del deseo.

Y A LO QUE CRÍA EL PAN llamamos hombre.

¡Oh Leónides, áureo entre las mieses,

que tú segabas, como segaría

un ángel, enlazando con la hoz

—tu tierno corazón— la gran brazada!

¡Cuántos años después de cinco versos

que brotaron un día!, que pasaron

como pasa la luz por las rendijas


del postigo... La luz ¡ahí está el alba!

Mas no fue así, brotó como una aurora

que se encendiese en el oscuro olvido.

—El olvido, en mi alma nunca es huésped

Se encendió refulgiendo en las tinieblas,

imponiendo el destello de su FUE,

de su real HABER SIDO y no cediendo

a dejar de SER HOY, y ser mañana.


¿Cómo sembrar, causar un hecho vivido

que por sí mismo cunda y se propague

repitiendo una fórmula, a sí misma

subsistente, perpetuamente idéntica,

segura de su ser incontestable,

sustancial y nutricio, permanente?

¿Una palabra puede ser un hecho?

¿Puede la rima, en tierras de labranza

mental, con su poder copulativo

cubrir campos de mieses, arraigadas

allí donde el placer, donde la gloria

de contemplar los «números concordes»;

la estelar consonancia sostenida

por el amor de aquella soberana

que en «redondez sagrada» determina

las rutas de la mar, porque de ella

todo amor, todo ritmo de la sangre

depende, en cohesión, respuesta, abrazo?...


La rima es la semblanza del deseo,

se ofrece y sabe —por su ser se sabe

respondida— si un mundo existe, sabe

que su acento, su aullido o melodía

abre los brazos, ávida y segura

de ser pronto en su esencia compensada,

dulcemente oprimida, violenta,

tierna, fecunda y largamente pródiga

en el abrazo repetido, unánime,

con que el viento reitera las espigas.

La rima, culmen de correspondencias,

se encaja en su pareja y duerme en ella.

Media y media, la alubia, germinando

es tan una en poder de amor eterno

que brota y crece, ansiando ser comida,

morir en vivo, en tumba calurosa

que late mientras come... El pensamiento

guarda la rima, su delicia incólume,

pura en su ser de perla submarina,

encerrada en el nácar de su estuche...


Mas terrenal el ritmo en asonancias,

romances o en extensas frases átonas,

asume su servicio de cayado,

se pone al paso de la idea, mide

la palabra, su historia y decanato,

respetando, porque ella es lo que es

y él es lo que ella y sólo ella dice...

De esto se trata al fin, de decir algo;

de decirlo tan duro y luminoso

como el álamo blanco y la oropéndola

de voz —diamante al sol— y pecho de oro...

de decir lo que vi, lo que vivió

junto a mí o ante mí. Yo, sólo ojos...

Yo que tanto placer, tanta riqueza

devoré en mi embriaguez adolescente

sin ser más que el mosquito sorbedor

que se escabulle, sin pagar peaje...

Hoy, ¿qué puedo decir, si no es ¡adiós!?...

La palabra es terrible, y es inmensa;


es reflejo o trasunto del total

que se abarca, afincado en la conciencia;

un asentir al mundo y sus abismos

y sus edenes... Mientras haya luz

no dormir por no hablar en sueños. Neto,

como tan sólo puede ser un rostro,

como tan sólo un nombre conjurado

acude a responder con su presencia...

¡Oh, tú, que dabas vueltas en el trillo

bajo el candente estío de la parva!

¡Oh, Leónides, grácil al acecho

en la espejuela luz de la alameda!

¿Por qué, despilfarrando teorías,

evoqué cosas vagas, cuando sólo

tu nombre es la verdad: es lo que fue

tan eterno, tan cierto y persistente

como lo que por sólo su virtud

perdura en la pureza de haber sido?

Madrid, 1989
SONETOS ARTESANALES

VIOLANTE

¿Por qué Violante le mandó al poeta

fabricar un soneto, al tan amante,

al tan ardiente vate, al incesante

de amoríos y enredos exegeta?

Y aún más, ¿cómo era ella, fue coqueta,

fue caprichosa o sólo fue Violante

como la pura ley del consonante,

fatal, inmarcesible rima neta?

Fue verdadera, como el germen real

que la impensada cópula del hombre

en el ser deposita, viva almendra

Radiante cría fue del inmortal

soneto, circulando por su nombre

la sangre excelsa que la idea engendra.


PROVERBIO

Los mimbres tiernos, verdes, que peinados

fueron del aire —hojosa cabellera—

en haz ya se desmayan, a la espera

de ser por el artífice trenzados.

Cuatro y cuatro centrales, van cruzados

en dos bandas y admiten la primera

vuelta, que va a formar la semiesfera

alzada en cuenco por todos sus lados.

Y progresa el ligero recipiente

de leve encaje, que jamás el agua

podrá albergar en su exquisita forma.

Lograr su garbo es la labor paciente!

del tejedor perito que le fragua...

El que hace un cesto, hace ciento... es la norma.


CUENTECITAS DE COLORES

Enmarcar cuentecitas de colores

—viejos indios— partir basalto y claros

mármoles, de dureza y tono raros,

trazar rostros y emblemáticas flores,

tapices a los pasos triunfadores:

¡Roma, bajo la lava, osó guardaros!...

También grasos minúsculos, bordaros

supieron damas: petit point... ¡Terrores!

Reunir las lentejas rutilantes

de la lengua más prístina y sencilla

en catorceavo batallón, completo:

vocablos netos, guías coruscantes

—cual dechado escolar de crucetilla,

don de amistad— llamémosle soneto.


A RAMÓN GAYA*

Distancia, olvido, ausencia, muerte. Nada...,

lo estudiado y también lo padecido,

lo buscado, perdido o escondido,

la pena o gloría, huida o alcanzada.

En la altamar del tiempo aposentada,

la memoria, meciéndose en olvido,

lo que fue, se diría no haber sido,

toda imagen, en sombra o esfumada...

Gritar tu nombre en medio de una calle

rompió el cristal del malhadado hechizo,

borró de cuatro décadas los pasos.

Se disipó la niebla por el valle,

joven, intacta, pura y fiel se hizo

relumbrar la amistad sobre los vasos...

* del Homenaje a Ramón Gaya, Editorial Regional de Murcia, Murcia, 1980.


A FERNANDA

Esta Mancha, que fue tan cabalgada,

hoy ya su vastedad las ruedas pueden

medir. Suaves planicies se suceden

y sigue y queda siempre inalcanzada.

Su gloría está en saberse ilimitada...

De su confín los lineamientos ceden

a las miradas que, avanzando, acceden

a más y más planicie revelada.

Saliendo de la Villa hacia los llanos,

a la espalda las cumbres de la sierra,

tras Aranjuez —sus mármoles paganos,

verde ribera, junco y espadañas-

vamos a navegar la Mancha, tierra

color de tierra, pleamar de España.


YO CONOCÍ A TU BARBA NAZARENA

Yo conocí tu barba nazarena

pintada en unos versos de Zorrilla.

Yo —nueve años— desde mi Castilla,

te imaginaba rey de una Almudena,

de una Medina, de una Córdoba llena

de perlas, con aljibes a la orilla

de un Genil donde el agua, en plata, brilla

o, cautiva, entre mármoles resuena...

Mas luego —¿Cuándo es luego?— fue tu barba

como el ciprés oscuro contra el cielo

turquesa de tu hesperia Andalucía

vigía de las rosas... Ya la parva

de mi Tierra de Campos, bajo el vuelo

de la cigüeña, es pura lejanía...

Tú... ¡al fondo de la inescrutable vía!...


LAS ORQUIDEAS

A Marisa

He venido al país de las orquídeas,

esas flores del triunfo, parásitos de las mujeres elegidas

Su polen vuela al hombro

de esas que vienen con cinturas jóvenes

y hacia sus pies la América

tiende sus manos blandas,

de ésas cuyo perfume llega al mato,

llamando a la pantera, hermana suya,

que les presta sus pieles.

Pero yo vine por un mar

que una mitad era de sangre

y otra, sin esperanza, quisiera ser de olvido,

y a mi llegada no acudieron

en ligeras vitrinas encintadas.

No me asaltaron al llegar: su polen

no sabía mi nombre.
Tampoco en manos mercenarias

llegaron a subir mis doce pisos,

tampoco se dejaron cautivar

en los mercados ni en las florerías.

Tampoco el mundo, ese artefacto

reverencial, las puso

en el correo en fechas onomásticas...

He venido al país de las orquídeas

y hoy ya le digo adiós, yendo hacia el puerto.

¡Adiós!... ¿Quién sabe cuándo?...


ANTINOO

Tu nariz pensativa sostiene la balanza de tus hombros

tan breve el balanceo quedaron en el fiel diestra y siniestra

Dentro está el péndulo

dispuesto a señalar con su parada el perfecto equilibrio

dispuesto a detenerse en el instante

en que comienza lo que no termina.

Tu nariz pensativa, meditativa y contempladora

de ti mismo,

de su último aliento se despide.

¡En él tu juventud, épico aroma!


AVES DE VENUS

A nuestra vuelta, las palomas

llevaban en sus blancos yersis un corazón bordado

Yo siempre supe que la esgrima

es su ejercicio predilecto

y que custodian en sus pechos un amor por la guerra

aún más apasionado que su arrullo.

Ellas hinchan las velas en el mar de la sangre,

rugen en los desiertos de nuestros sueños tórridos,

¡no están libres de culpa!...

Hoy vemos su verdad, a nuestra vuelta,

cuando las encontramos en rincones,

dormidas aún bajo las sábanas,

cuando oímos el grito

con que piden la muerte a las espadas.


CANALILLO

La noche era un puñal envenenado

de menta,

su frío perfumado

se hundía en mi corazón;

un lucero rasgó con su diamante

el cristal

... del canal

y el silencio entonó su melodía de ruiseñor

Mi alma

—espactada al pasar la Belleza-

como una rana se echó al agua.


¡ALARMA!

Por tejas y chimeneas,

entre veletas y agujas,

por aceras y calzadas,

por callejuelas obscuras,

corre la Alarma de noche,

corre en un grito, desnuda.

Ojos de fuego y melena,

al viento entregada, aúlla.

Asoma por las esquinas

en rauda indecible fuga,

con su grito llama al pecho,

que adormecido no escucha;

con su insistente lamento

en desvelo, el sueño muda.

Los lechos abren su flor,

su calor de lana o pluma,

los brazos de los amantes,

reacios, se desanudan.
Pesados cuerpos de niños,

arrancados de las cunas,

estremecidos, se acogen

al seno que los refugia.

Las escaleras prolongan,

bajo las plantas desnudas,

su espiral Interminable,

hacia las cuevas profundas.

Y el lamento de la Alarma,

deidad de la noche obscura,

ya se aproxima o se aleja,

ya se pierde o se dibuja,

ya parece que su boca

con su voz el aire inunda,

y agigantada habla al alma

de la inaudita aventura;

una batalla de arcángeles

se libra bajo la luna.

Sus alas, rojas o negras,


veloces el cielo surcan

con maléficos destellos,

son claras estelas puras.

Sus fragorosos alientos

con ira pasando zumban.

Lanzas de fuego se arrojan,

que encendidas se entrecruzan,

meteoros de la tierra

brotan, siguiendo su ruta.

Y las aves de la noche,

sus pupilas desmesuran

mirando el fin par combate

de férrea y rígida pluma.

Los murciélagos que habitan

las viejas arquitecturas,

do osan alzar el vuelo

qe los nichos o las urnas.

Perros negros, gatos negros,

cola y lomo despeluznan.


Y en el palomar, insomne,

el ave amorosa arrulla

por recobrar de su nido

la cálida compostura.

Prende la llama en su cuerpo

que inflamado se derrumba,

huye la negra bandada

a tierras que llama suyas.

Y aquélla, de la Victoria,

faz melancólica y pura,

más alta que las estrellas

y más clara se columbra.

Alas serenas, triunfantes,

con pausa el espacio cruzan

y van a posar su vuelo

en la propicia llanura.

La Alarma traga su grito

y atenta su puesto ocupa

con el oído en la antena,

que, en lo alto, el aire escucha.

Sabiendo que ella vigila,


la ciudad duerme segura.
LA PALOMA*

Pregón leído en 1980 con motivo de

las fiestas de la Virgen de la Paloma

Oídme atentos, madriles,

y os diré lo que me mandan:

hacer un poco de historia

y comentar lo que hoy pasa.

Si me pongo a pregonar

con demasiadas palabras

lo que veis a todas horas

en vuestras calles y casas

diréis que el pregón no vence

a las domésticas máquinas

que poseéis, que la voz

de un mortal casi no alcanza

a persuadir a los aires

que acudirán a esta plaza


de que hay sistemas mejores...

Es cierto, pero no alcanza

a vibrar en todos ellos

aquel grito que lanzaba

en la esquina el pregonero:

Una sorpresa anunciada

iba en su voz, en su canto

porque su grito cantaba.

Cantaba promesas, como

la del pájaro en la rama,

porque el deseo está en celo

siempre, y escucha y aguarda;

y espera sentirse arder

por ese canto que llama.

Así, ya que no me es dado

anunciar glorías ni hazañas,

desentierro del romance

la vieja joya olvidada

que conserva en su esplendor,

acento más que palabra.

La voz que ella, hace mil años,


por nosotros respiraba:

respiro y suspiro, aliento

con que a ser nos convocaba

resuene en vuestra memoria

donde ha tiempo que callada

en su silencio inmortal

vive, incubando el mañana.

Y basta ya de preámbulo,

yo me arrogué el privilegio

de innovar arcaizando,

de avanzar retrocediendo

y hora es ya de acometer

el porqué, porque os lo debo.

Pero ¿por dónde empezar?

lo primero es lo primero.

Madrid, aquí está Madrid,

ahf delante lo tenemos,

¿hay algo de qué hablar antes,

antes de Madrid?... Su suelo

trae en coche a la madrina


de celestial abolengo;

la que es hija de la Tierra,

en amores con el Cielo.

Muchos hay que no lo saben

y todos deben saberlo...

Un almenado castillo

descansa sobre su pelo

peinado a la griega; manto

regio se ciñe a su cuerpo

pero aunque regia y matrona,

con su nombre juega el pueblo

y nunca dice ¡Cibeles!

como pomposo epiteto:,

siempre dice: la Cibeles

como hablando de algo nuestro,

como se dice, la Aurelia,

la Patricia o la Consuelo...

Todos, cuando fueron chicos,

soñaron ser sus hijuelos

y de grandes, entre todos

este dije la ofrecieron


que reluce como perla

en la extensión de su pecho,

porque ella: es inmensa tierra

seca al sol o verde al riego.

Ella es como la gran madre

Deméter, bajo su peplo

sentada en eterna espera

del germen y del renuevo.

Ella abriga las semillas

y también el pensamiento

que se nutre de sus jugos

y en piedras labra su intento.

La ciudad, bajo las nubes,

que de la choza extendieron,

la que hoy enhebran los trenes

y cruzan los volanderos

metálicos coleópteros

que, de mensajes repletos,

llevan a uno las dichas

y a otros los sufrimientos,

La ciudad, flor exquisita


que a la tierra no da celos,

porque Cibeles no merma

aunque haya asfalto en exceso.

La ciudad es la tertulia,

el sin fin del parloteo,

los chismes de las comadres

como de los caballeros

las empresas y las pugnas

de ministriles y obreros;

acrobacias de los clowns

y de los titiriteros

peligros de los funámbulos

como de los que hacen versos.

Y nunca es bastante hablar,

porque callar no es sincero.

Cambiar palabras es más

grato que cambiar dinero.

Se dice que por la boca

muere el pez, muera contento.

Se dice que es mucho hablar,

que digan ¡de Dios dijeron!


Allá por tiempos lejanos

íbamos de romería

a los lugares sagrados

llano alante, monte arriba.

Ahora beben aquí cerca

el agua de la alegría,

por los barrios de la corte

donde su niñez corría:

los que estudian, los que sierran,

los que sirven la comida,

los que apilan los ladrillos,

los que escriben noche y día.

El vestido chinés ellas,

ellos con barbas corridas.

Hoy los chinés son hindúes,

las barbas son... quién sabría.

Todos con muy poca ropa

en las azules piscinas;

y en la cancha, los atletas:

en la plaza, todavía
los que aman el rito antiguo

que gusta a la morería.

Todos hoy vienen al centro,

al corazón de la villa.

Viejos y acendrados nombres

en vuestra mente desfilan:

Cabestreros, Lavapiés,

Ministriles, La Latina.

¿Para quién no brilló en una

un chispazo de su vida?

Uno lo halló en Argumosa,

otro en Jesús y María.

¿Quién no vio, al ponerse el sol,

el rango de las Vistillas?

Este juego tan difícil,

tan glorioso, que es la vida

hoy miradlo en plena fiesta

porque la Paloma os guía...

Hoy no os invito a jugar

como si fuerais chicuelos,


sino a buscar por ahí

lo puro, lo verdadero.

Por mucho que derrochéis,

siempre el amor queda entero.

Hoy que de grandes juguetes

está nuestro mundo lleno,

quered más, inventad más,

que nadie quede sin ellos.

Los mantones de Manila

son regalos verbeneros

muy caros, y tapan mucho

los breves, ligeros cuerpos.

Dad músicas, dad canciones

sobre lo que os quita el sueño

mas con alegría y ganas

de vivir, de llegar lejos,

lejos, lejos, hasta un siglo

que imaginar no podemos

y que, sin embargo, es fácil

de alcanzar. Todos sabemos

cómo emprender el camino,


tan sólo os falta llegar.

¡Es tan fácil hacer hijos...

ya no tanto mantenerlos!

pero no importa, jugad

que ellos vendrán a su tiempo.

Y vendrán ya educaditos

si no duchos en exceso.

Un siglo, al que consagramos

su porvenir, lo harán ellos,

con sus fuerzas, que reúnan

todo lo viejo y lo nuevo.

La piedad, que la Paloma

cobijará con su vuelo

conservando las semillas

que junto a su luz nacieron

sobre la sabiduría

que Grecia y Roma nos dieron.

Viva siempre en nuestra sangre

la savia de esos abuelos.

Mas perdonadme, madriles,

todo lo que os sermoneo.


Esta noche de verano,

desde mi balcón me siento

tal como la señorita

que riega la albahaca, y quiero

veros floridos, radiantes,

nutridos de un puro riego

que alimente en vuestra sangre

todo capricho y anhelo.

La verbena es el milagro

que alienta en todo deseo:

un poco más, siempre un poco

más, más, es lo que queremos

vivir el día de fiesta

para quedar como nuevos

diez minutos de alegría

sirven para el año entero,

sabiendo que habrá otros diez

en el año venidero.

Y entre coser y cantar

ir empollando lo nuevo,

lo que pide, en el estadio


del alma, llegar primero.

Este sermón, esta arenga

no es la misión que me dieron:

me mandaron pregonar

las fiestas, pero os confieso

que brotó en mí la ambición

de daros un pinturero

pito, de pintadas flores

de papel, de esos que luego

en un florero se quedan

por largo tiempo, en silencio

pero que de pronto, un día

si en ellos sopláis, mi acento

volverá a pitar con fuerza

y os avivará el recuerdo

de mis pretenciosas máximas

repitiendo lo que espero

de vosotros: que espantéis

a la pereza, ese engendro

del mal, que nunca tardéis

en dar pronto vuestro esfuerzo


como la aibahaca, que da

todo su perfume al viento.

Y adiós, que ya os dije cuanto

pretendo que deis, y luego,

de vuestro caudal de amor,

dos cuartos al pregonero.


MADRIGALES

LA NUBE AMADA

¡Oh nube, nube blanca! ¡Quién te prendiera

una rosa en el pecho! ¡Ay, quién pudiera

abrazarte allá arriba en la montaña

y contigo rodar por la ladera!


LAS CAMPANAS

¡Cómo las campanadas os persiguen, palomas!

No os dejéis alcanzar.

¡Huid, volad, volved!

¡Huid, volad, volved!

¡Volved, volad! ¡Volved, volad! ¡Volved, volad!


LO BELLO Y LA BELLA

¿Cuándo el pez es más bello?

Cuando salta en el agua con un breve destello

Y la estrella ¿cuándo es más bella?

Cuando rasga lo oscuro

y se deshace en el misterio puro...

Lo bello, lo más bello es el fugaz instante,

pero mi bella... ¡que sea constante!


LA MAÑANA

¡Despierto está el lucero,

calladamente, suavemente se acerca el alba.

Alegremente» ardientemente, locamente viene la aurora...

£1 sol, redondo, entero,

llega a su hora.
LA TARDE

El día es ya recuerdo:

Amor fue el nombre de este día.

¿Por qué te vas veloz, por qué te pierdo?...

Dolor fue el nombre de este día.

Aunque tan lerdo,

tu esencia es exquisita... ¡Melancolía!...


LA NOCHE

Bella, bella mil veces, adorada,

límpida, deslumbrante, risueña, airada...

Bella, mil veces bella, sombría, tenebrosa,

dulce, materna, amante.

¡Siempre hermosa!
SUPLICIO *

Hay una nube gris que, secretamente inflada,

ascendiese, insensible, en la línea inclinada:

en su lomo va el Alguien al Todo desde el Nada.

Pecando en el deleite de la meditación,

la testa no se inclina, sigue, sin remisión,

¡Suplicio! en vida o del hacha de la inspiración.

* Escrito a propósito del retrato que Timoteo Pérez Rubio reprodujo en La

Gaceta Literaria dentro de la nueva sección titulada "Las escritoras vistas

por sus maridos".


DOÑA TADEA

Doña Tadea, ave rosa

Doña Tadea, ave negra en primavera,

Cuervos en campo de almendros,

marabú, paraíso que barre el suelo.

Doña Tadea, hermana mía, qué bonito pelo

y qué linda cintura de insecto,

si yo fuera delgada como tú

me miraría en ti al espejo.
GUAJIRA

A Mario Parajón

Dime, Cuba, por qué huíste

con tus palmas y corales:

hija tú de aquellas sales,

de aquellos mares te fuiste...

Dime si no vives triste

tú, paloma de Afrodita,

que serías margarita

en el ramillete hermano,

¡y te fuiste al Océano!

Hermosa y sola, sólita.


MEMORIA

Cada mochuelo en su olivo recoge la tarde;

pinta la luz en su canto,

llama con nota tan límpida como una estrella.

Cierra la noche el olivo en Oliva

con el silencio. La luz es recuerdo

que no se extingue.

Blanca dormita entre olivos Oliva:

sueña haber sido pintada.


OTROS POEMAS

< POEMAS NO INCLUIDOS EN LIBRO

RETORNO

Si mi pie no se rompe entre las piedras agrias

o se hunde entre la duda que a zozobrar le empuja

o se enreda en la artera culebra ponzoñosa,

si el tiempo, en fin, concede libertad a un suspiro...

yo volveré hacia ti, mi casa de verano.


OLVIDO

Afrontando el abrazo de la ciénaga

y el cordón lamigoso del escuerzo

por entre el vientre hueco del olvido,

llego a tu lado, ¡oh sombra!, aunque tan tarde.


LA DAMA DE NOCHE

Pasa, como el olvido, arrastrando sus velos

pasa como el recuerdo, exhalando su aliento...

En Río, por las noches, bajo las palmas reales,

bajo los reverberos, se escapa de las verjas.

La encuentran los que bailan con las mejillas juntas,

al volver, cuando saltan, con sandalias de oro,

del coche, las mujeres, con un ¡adiós! al alba...

Se cruza en el camino de los que vagan solos,

por calles donde se oye la llamada del mato...


EN EL CAMPO DE GUERRA

Quedan charcos de sangre en el campo de guerra

charcos donde las nubes evitan espejarse,

donde beben los cuervos y las liebres no osan,

donde las ranas lloran el inaudito engaño.

En el campo de guerra vaga una sombra y busca...

teme pisar su sangre y busca; es su propósito

plantar una columna en un espacio pulcro,

trazar una calzada teórica, ascendente...

Que la brisa dibuje alguna línea firme

sobre la noche negra, sólo en eso habrá un alba,

que el viento arranque el seco armazón de la hiedra

que en su nido mediten los pájaros nocturnos,

y las blancas, de Venus, esponjen sus pechugas.

Sólo en esto habrá un alba sobre un dintel de mármol.

Un alba con tres faces, ecuánimes, sentada

sobre su propia luz, sobre su propia forma,

sobre su propio ser.


PENSAMIENTO *

* Leído en el Homenaje a Antonio Machado

En su plantío están los pensamientos

como unánimes rostros expectantes,

al susurro del céfiro vibrantes,

a la luz del ardiente estío atentos.

Cráneos con huecas órbitas, exentos

del temor a no ser, perseverantes

Negando negaciones aberrantes

de eternidad son notas o momentos.

Hoy que su noble nombre tanto brilla

escojo el de más cárdeno y profundo

color, suave matiz terciopelado.

Y desde aquí, terruño de Castilla,


con el viento que pasa vagabundo

lo mando hacia el sepulcro de Machado.


TRADUCCIÓN DEL HERODIAS

DE STEPHANE MALLARMÉ

OBERTURA ANTIGUA DE HERODIAS

LA NODRIZA

Abolida, y su ala espantosa en las lágrimas

del estanque, abolido, que las alarmas copia

de los oros desnudos fustigando el espacio

carmesí una Aurora, heráldico plumaje,

eligió nuestra torre cineraria expiatoria,

pesada tumba de la que huyera un bello pájaro,

capricho solitario de aurora en plumas negras...

¡Ah!, ¡de los decadentes países la morada!

¡Ni un chapoteo! El agua sombría se resigna

a no ser visitada de la pluma ni el cisne


inolvidable: el agua refleja el abandono

del otoño que en ella apaga sus antorchas:

del cisne que entre el pálido mausoleo, allí donde

hundía la cabeza la pluma, desolada

por el puro diamante de alguna estrella, pero

anterior, que ya nunca jamás titilará.

¡Crimen! ¡Hoguera! ¡Aurora milenaria! ¡Suplicio!

¡Cielo púrpura! ¡Estanque de la púrpura cómplice!

Y abierto ese vitral sobre los escarlatas.

La singular estancia en su cuadro, arsenal

de siglos belicosos, orfebrería extinta,

tiene el nevado ayer como matiz antiguo,

Y su tapicería, de brillo nacarado.

Vanos pliegues, inútiles, sepultos con los ojos

de sibilas que ofrecen su uña vieja a los Magos.

Una de ellas, con un pasado de ramajes,

sobre mi veste, limpia en el marfil cerrado

al cielo, negra plata, salpicado de pájaros,

parece, de partidos vuelos, fantasma y máscara,

un aroma que lleva, ¡oh rosas!, un aroma,

lejos del lecho, un cirio lo ocultaba, apagado,


un aroma de huesos fríos orlando el pomo,

un penacho de flores perjuras a la luna,

(junto a la cera extinta aún una se deshoja),

cuya melancolía extensa y cuyos tallos

se bañan en un vaso de brillo langoroso...

¡Una Aurora arrastrando sus alas en las lágrimas!

¡Sombra hechicera de simbólicos encantos!

Una voz, del pasado, evocación extensa,

¿es acaso la mía dispuesta ya al conjuro?

Aún en los amarillos pliegues del pensamiento

arrastrándose antigua, como tela incensada

sobre un montón confuso de ostensorios helados,

por los rígidos pliegues y antiguos agujeros

calados con el ritmo y los puros encajes

del sudario, dejando entre las bellas randas

subir desesperado el viejo fulgor púdico

se eleva: (¡oh qué lejano oculto en sus llamadas)

el viejo fulgor púdico del rojo inusitado,

de la voz langorosa, inútil, sin acólito.

Arrojará su oro en esplendores últimos,

¡aún, ella, la antífona de versos apremiantes


en la agónica hora de las fúnebres luchas!

Y, fuerza del silencio y las negras tinieblas,

todo vuelve igualmente al antiguo pasado,

fatídico, vencido, entregado, monótono,

como el agua de antiguos estanques se resigna.

Ella ha cantado a veces incoherente, ¡señal

abominable!

¡El lecho, páginas de vitela,

tal como no es, inútil y tan claustral, el lino!

Que en los pliegues del sueño no tiene el caro enigma

ni el dosel sepulcral de desierto muaré,

de dormidos cabellos el perfume. ¿Lo tuvo?

¡Fría niña, guardando en el placer sutil

matinal, tembloroso de flores sus paseos,

y al vendimiar la noche maligna las granadas!

Sólo la media luna, sí, sola en el cuadrante

del reloj, como pesas Lucifer suspendido,

hiriendo siempre, siempre un nuevo giro de horas

por la clepsidra de gota oscura llorada,

que abandonada yerra, y que sobre su sombra

¡ni un ángel acompaña su indefinible paso!


Nada de esto conoce el rey, munificiente,

siempre con la ya vieja y reseca garganta.

Su padre no conoce nada de esto ni el hielo

que feroz el acero refleja de sus armas,

cuando sobre un montón de muertos sin sarcófago

oloroso a resina, enigmático ofrece

sus trompetas de plata a los viejos abetos.

(Volverá un día de los países cisalpinos!

¿A tiempo? ¡porque todo es presagio y mal sueño;

A la uña que tras las vidrieras se alza

a tenor del recuerdo de las trompas, el viejo

Cielo arde, y en cirio envidioso convierte

un dedo, ¡Y pronto el rojo de su triste crepúsculo

penetrará la cera que al cuerpo retrocede!

De crepúsculo no, de rojo amanecer,

amanecer del último día en que todo acaba.

¡Tan triste se debate, que ya se ignora el tiempo,

el rubor de ese tiempo profético que llora

por la niña en su corazón precioso exiliada

como un cisne que esconde en su pluma los ojos,

como en su pluma alada los escondía el cisne,


derrota de la pluma en la eterna avenida

de su esperanza, viendo los diamantes dilectos

de una estrella muriente que ya no brilla más!


2. ESCENA

(LA NODRIZA, HERODIAS)

NODRIZA

¡Vives! ¿O es lo que veo sombra de una Princesa?

A mis labios tus dedos y sus anillos, basta

de andar por una edad ignota...


HERODÍAS

Retrocede.

La rubia catarata de mis inmaculados

cabellos, cuando baña mi solitario cuerpo

de horror le hiela, presos por la luz de mis cabellos

son inmortales. Oh mujer, me mataría

un beso, si no fuese la belleza la muerte...

Qué hechizo y qué maña perdida a los profetas

vierte sus tristes glorias sobre los moribundos

lejanos, ¿lo sé yo? Tú me has visto, oh nodriza,

al invierno, en la dura prisión de hierro y piedra

donde de mis leones los fieros siglos pasan,

entrar, fatal, y entre ellos ir con las manos libres,

en el vaho desierto de esos antiguos reyes:

Y ¿viste cuáles fueron entonces mis terrores?

En los exilios pienso, detenida, y deshojo

como junto a un estanque cuya fuente me arrulla,

los lirios que hay en mí, mientras que arrebatada

por seguir con mi vista los pálidos despojos

descendiendo, a través de mi sueño, en silencio,

los leones, separan mi túnica indolente


y contemplan mis pies que el mar aplacarían.

Calma en tu senil carne los estremecimientos,

ven y mi cabellera imitando los modos

demasiado feroces de melenas terríficas,

puesto que no te atreves a mirarme así, ayúdame

a peinarme despreocupadamente al espejo.

NODRIZA

Sino la mirra alegre en sus frascos, cerrados,

de la esencia robada a vejeces de rosas,

¿querríais, niña mía, probar la virtud fúnebre?

HERODIAS

¡Deja allá esos perfumes! ¿Acaso ya no ssbes

que los odio, nodriza, cuando quieres que sienta

su embriaguez anegar mi lánguida cabeza?

Quiero que mis cabellos que, cierto, no son flores

que extiendan el olvido sobre el dolor humano,

si no son oro, siempre virgen de los aromas,

en sus crueles centellas y palideces mate,

observen la frialdad estéril del metal,


habiéndoos reflejado, tesoros de mis muros,

armas, vasos, durante mi solitaria infancia.

NODRIZA

¡Perdón! La edad borró, oh reina, vuestro veto

de mi mente, y lo negro, como en un viejo libro...

HERODIAS

¡Basta! Ten ante mí ese espejo.

¡Oh espejo!

Agua fría, de tedio congelada en tu marco,

cuántas veces, y cuántas horas, desconsolada

por los sueños, buscando mis recuerdos que son

como hojas bajo el hielo de tu hueco profundo,

en tí me he aparecido como lejana sombra.

Pero, ¡horror!, ciertas noches, en tu severa fuente,

¡conocí de mi extenso sueño la desnudez!

Nodriza, ¿soy hermosa?

NODRIZA

Una estrella, en verdad.


Pero esta trenza pende...

HERODIAS

Detente, de tu crimen

que mi sangre a su fuente vuelve fría, conten

el ademán, impío supremamente; ¡ah! dime

qué demonio te arroja a la emoción siniestra,

ese beso, esa oferta de perfumes, ¿qué digo?

Oh corazón, tu mano sacrilega además,

pues querías, yo creo, tocarme, son un día

que no terminará sin desgracia en la torre...

¡Oh día que Herodías con espanto contempla!

NODRIZA

¡Tiempo extraño, en efecto, del cual el cielo os guarde!

Vos erráis, solitario fantasma, nueva furia,

en vos misma, precoz, mirando con espanto,

pero adorable como inmortal, ciertamente,

oh niña mía y bella terriblemente, y tal

como...
HERODIAS

¿Pero no ibas a tocarme?

NODRIZA

...Querría

ser a quien el destino diese vuestros secretos.

HBRODIAS

¡Oh! ¡Calla!

NODRIZA

¿Llegará tal vez?

HERODIAS

¡Estrellas puras

no escuchéis!

NODRIZA

¡Cómo sino en medio de sombríos

espantos, todavía pensar más implacable


y como suplicando al dios que ese tesoro

de vuestra gracia espero! Y ¿para quién guardáis

devorada de angustias ese esplendor oculto

vano misterio de vuestro ser?

HERODIAS

Para mí.

NODRIZA

Triste flor solitaria, sin otras emociones

que contemplar su sombra en el agua, con pasmo.

HBRODIAS

Guárdate tu piedad junto con tu ironía.

NODRIZA

Y en fin explicad: ¡Oh ingenua criatura!,

decrecerá algún día ese desdén triunfante...

HERODIAS

¿Quién osará tocarme, sagrada a los leones?


Por lo demás, no quiero nada humano y, si estatua

me vieses, con los ojos vagando en paraísos,

es que recuerdo el tiempo en que bebí tu leche.

NODRIZA

¡Víctima lamentable, librada a su destino!

HERODIAS

¡Sí, sólo para mí florezco yo, desierta!

Vosotros lo sabéis, jardines de amatista

hundidos en abismos sabios, sin fin, absortos.

Oros desconocidos, en vuestra luz antigua

bajo el sueño sombrío de primigenia tierra.

Vosotras, piedras donde mis ojos, puras joyas,

toman su claridad melodiosa, y vosotros,

metales, que a mi joven cabellera otorgáis

su fatal esplendor y su macizo peso.

En cuanto a ti, mujer, concebida en malignos

siglos por el poder de sibilinos antros,

¡que me hablas de un mortal! para quien de los cálices

de mis vestes, aromas de feroces delicias,


surgiría en temblor blanco mi desnudez,

profetiza que si ese tibio azul del estío,

hacia él la mujer, natural, se descubre,

me viese, en mi pudor tembloroso de estrellas

moriría.

Yo amo el horror de ser virgen

y quiero entre el espanto vivir de mis cabellos

de noche, retirada en mi alcoba, reptil

inviolado, sentir en la carne infructuosa

el frío titilar de tu claridad pálida,

tú que te mueres, tú que ardes de castidad,

¡noche blanca de témpanos y de nieve cruel!

Y hermana tuya a solas, oh hermana mía eterna,

hacia ti subirá mi ensueño: de tal modo,

corazón que le sueña extrañamente límpido,

me creo habitar sola mi monótona patria,

y en torno mío todo vive en la idolatría

de un espejo que copia en su dormida calma

a Herodías, de clara mirada de diamante...

Oh encanto final, ¡sí!, yo lo liento, estoy sola


NODRIZA

¡Vais a morir, entonces, Señora!

HERODIAS

Pobre abuela,

no, cálmate y aléjate, perdonando a este duro

corazón. Pero antes ciérrame las persianas:

seráfico sonríe en los vidrios profundos

el azul, ¡y yo odio el bello azul!

Las ondas

se mecen y, allá lejos, sabes de algún país

donde el siniestro cielo tenga el mirar odiado

de Venus que, en la noche, se quema entre el boscaje;

yo iría allí.

Dirás que es niñería, enciende

nuevamente esos cirios en que la cera llora

leve llama entre el oro vano, algún llanto ajeno

y...

NODRIZA

¿Y qué más?
HERODIAS

Adiós,

Mientes, ¡oh flor desnuda

de mis labios!

Espero algo desconocido,

o tal vez, ignorando tus gritos y el misterio,

los supremos sollozos, doloridos, exhalas

sintiendo de una infancia por entre los ensueños

separarse por fin las yertas pedrerías.


3. CANTO DEL BAUTISTA

El sol que su detención

sobrenatural exalta

vuelve a caer prontamente

Incandescente

siento como si las vértebras

tinieblas se desplegasen

todas estremecimiento

en un momento

y mi cabeza surgida

solitaria vigilante

al triunfal vuelo veloz

de esta hoz

como ruptura sincera

bien pronto rechaza o zanja

con el cuerpo inarmonías

de otros días
pues embriagada de ayunos

ella se obstina en seguir

en brusco salto lanzada

su pura mirada.

allá arriba donde eterna

la frialdad no soporta

que la aventajéis ligeros

oh ventisqueros

pero según un bautismo

alumbrado por el mismo

principio que me comprende

una salvación pende.


APENDICES

ADVERTENCIA DE

A LA ORILLA DE UN POZO

Al reeditarse ahora este libro, surgido en el mes de mayo de 1936, podría


argumentar que le expongo a una nueva aparición solamente por el incontenible
deseo de verlo una vez más en letra de imprenta. Pero sucede que, desde la al- tura
de mis años, temo que tal vez no prevalezca su gracia

—en cierto modo caprichosa— suficiente para imponer —di- gamos ofrecer
por disimular la imposición— al lector un producto poético conservado durante
cincuenta años y per- teneciente al sector de mi obra no sólo no cultivado, sino
manifiestamente autoprohibido. Hace poco —tres o cuatro años—, mi muy
querida Maya

Altolaguirre tuvo la idea de publicar un librito de versos míos, inspirada en


aquella emisión de sonetos que, aconse- jado por Juan Ramón Jiménez, lanzó
Manuel Altolaguirre y, aunque me pareció absurdo, por la poca estimación que
tengo de mis versos, cedí al influjo irresistible de tantas cosas para las que no
encuentro un calificativo digno, si no es el de graves... Entonces, para señalar mi
relativa respon- sabilidad en tal publicación, adopté el título Versos prohi- bidos.
Breve y vagamente lo expliqué en unas páginas intro- ductorias y ahora me toca
explicar el título del presente vo- lumen, que es el mismo que llevaba en su
primera aparición.

Estos sonetos o, más bien, la idea de estos sonetos se me ocurrió en una


charla con Rafael Alberti, amante apasionado de la forma —pasión en la que
coincidimos por nuestra ini- ciación profesional en las artes plásticas—,
lamentando, con el inútil lamento que se pone ante lo fatal, el abandono de la
forma clásica que imperaba en la poesía de nuestro tiempo.

Yo, de pronto, dije: «¿Por qué no hacemos versos clásicos, por ejemplo,
sonetos, cuya forma es intocable, metiendo en su redondez de vaso sagrado las
más informes, abruptas e incongruentes imágenes? ¿Por qué no practicar la
inextricable libertad que nos da el surrealismo, su esencia incontestable- mente
poética —antes, ahora y siempre— moviéndose sin detrimento en la jaula estricta
de los catorce versos que nos fue dada como el A, B, C?». Allí mismo, en un café de
la

Kunstfürstendam —en un tiempo que no sabría fechar si des- pués o antes


de Cristo—, iniciamos un soneto erótico, desti- nado a un amigo muy querido —
María Teresa iba copiando los dislates que Rafael y yo soltábamos, cada uno un
cuar- teto, y todo quedó en una divertida y entrañable broma.

Pero yo incubé la idea y a los pocos días hice un soneto que nunca llegué a
mandarle, por razones que ya trataré de ex- plicar; quedó, pues, arrumbado y
luego fui forjando otros que, por proceder de aquel momento amistoso, surgieron
en forma de confidenciales secretos, esto es, acumulación de imágenes suscitadas
por la relación más próxima con cada uno de mis amigos; así llegué a reunir
treinta. Puesto que la idea había surgido en mi mente, íntegra, se producía
espontánea la acumulación de las cosas que enton- ces nos traíamos entre manos;
por tanto, el soneto fue el siguiente Un incauto burgués rinoceronte sobre su triste
sino meditaba cuando la oruga ardiente llameaba en manos del doncel de
Piamonte. Bajo el cierzo, Semíramis bifronte gritos de senectud al aire daba y una
parda torcaz periclitaba entre el pubis y el sacro de Aqueronte. ¡Oh blanca, dura y
dulce melodía, oh infinita y eterna mansedumbre, que piedras paces y esperanzas
yerras! ¡Oh cerrazón del alba en la porfía del oro, el cuenco, el cáncamo y la
cumbre, guarda el secreto del poder que encierras! Y por ser así, por tener el tinte
de lo que yo nunca quise inmortalizar, porque mi culto a la memoria me lleva a
con- denar con el olvido aquello a lo que quisiera poder negar la existencia, enterré
este soneto politicoide o mezquinamente social y confeccioné uno bastante frivolo
—como toda cosa que nace sobre una dada precaución— para Rafael y otro para
María Teresa, más acertado porque me lo inspiraron los maravillosos collages de
Max Ernst, que también eran los ma- teriales con que entonces andábamos. Yo, al
poco tiempo, empecé a escribir mi novela Teresa y, de cuando en cuando, para
descansar escribía un soneto.

El conjunto de su transcurso onírico me sugirió el instante inaprehensible


que bordea la zambullida en el suelo y recordé la fábula del muchacho y la
Fortuna. Tomé la mitad del pri- mer verso, A la orilla de un pozo, y pense
prologarlo con un poema a la deidad versátil, que habría tenido igualmente una
envoltura clásica. Empecé: La que va, con pies leves, sobre la rueda alada y,
velando, desvela al borde del abismo al que tiende en la hierba su alma
adormilada, dándole la vigilia cruel de su sí mismo... No fui capaz de seguirlo. Mi
devoción por los poetas neo- clásicos me impedía parafrasearlos con la ponzoñosa
ironía de nuestro tiempo. Seguirlos, profesar en su escuela, no me era posible,
como igualmente me había ocurrido con la es- cultura, de la que adoraba los
escasos ejemplares que nuestra ciudad posee —y mal conserva—: el exquisito
Lozoya, en

Bravo Muríllo; el grupo marcial de Daoiz y Velarde, la dolo- rosa


Andrómaca —antes, al borde de un lago, en el Retiro, hoy respaldada por cipreses
al final de Recoletos. La forma, acto genésico del espíritu sobre el mármol, me
habría llevado

—a ser posible— hacia la candidez de Canova, pero —enfant du siécle— me


expansioné en la prosa libérrima. Como amu- leto, puse esas siete sílabas de
Samaniego para que custodien mis sonetos desaforados. Sólo me queda por decir
que este libro no puede ser admi- tido —si dijese comprendido resultaría enfático y
preten- cioso; digo admitido, que quiere decir lo mismo, porque la

única comprensión a que aspira es a la de una franca acogida en su total


condición de extemporáneo. Es en un determinado punto de vista en el que tiene
que ser mirado para no resultar deforme o estridente; un punto desde el que se
distinga bien clara el aura que, en su tiempo, lo enmarcaba. Ya dije que mi
naturaleza memoriosa lanza a veces terri- bles condenas de olvido sobre lo
lamentable... Condenas te- rribles pero impotentes, porque lo que fue, fue.
PRELIMINAR DE VERSOS PROHIBIDOS De estas cinco epístolas, sólo la
primera fue publicada en

Horas de España; las otras cuatro, apenas comenzadas, su- frieron, con otros
poemas, la prohibición. Séame perdonada esta palabra o, mejor dicho, séame
tolerado el uso que hago de ella porque, la verdad, es un uso poco decente y fuera,
completamente fuera, de mis costumbres: fuera de mis gustos, por tanto, fuera de
mi moral, y, sin embargo, en esta ocasión en que califico enfáticamente a mis
versos de morales es en la que me permito esgrimir una palabra con fines impuros.

Sé que cometo un acto que casi se podría llamar abuso de confianza porque
uso y abuso de un secreto lícito, un secreto que tiene indiscutible razón de ser. (Si
no voy al grano más de prisa es por seguir abusando del secreto, por dejar que el
premeditado y alevoso efecto de mi morosidad crezca como una pompa y se
mantenga irisado hasta el momento de esta- llar y quedar en nada.) El término
indiscutible, respecto al secreto, me parece poco: el secreto es loable, es —si perse-
guimos su limpieza de sangre— de la mejor índole, dimana o proviene de la
misma matriz que toda la creación del hom- bre; es, como ella, «le meilleur
témoignage / que nous puissions doner de notre dignité», es el deseo de alcanzar lo
que nos es vedado, de romper las murallas que coartan nuestro im- pulso, nuestro
anhelo, etc. De este secreto, que nadie ignora, abuso porque, al disponerme a hacer
público algo que fue prohibido, prometo una liberación, hago esperar el sabor sus-
tancioso que quita el hambre y la sed... La impureza de mi acto no consiste en que
mi aportación resulte, luego, delez- nable, sino en que provoco un apetito
prefabricado, porque es el caso que mis versos sólo por mí fueron prohibidos y,
calificándolos así, fabrico la expectación a sabiendas de que va a ser defraudada...
Todo esto, que parece ir explicando el intríngulis, sigue haciéndolo, en cierto
modo, tortuoso: la verdad, la simple verdad es que estos versos fueron prohibi-
dos. Todos datan de los años treinta o cuarenta y no sólo no intenté, sino que
impedí durante todo este tiempo su publi- cación. Ahora, la impureza de mi
conducta al seguir fabri- cando nieblas a su alrededor consiste en mantener la
expec- tativa del lector, que espera encontrar la consabida paprika que las buenas
costumbres, en otros tiempos, proscribieron, cosa que ocurre en textos de la mayor
altura, como, por ejemplo, Las flores del mal... Ya en el título va la promesa, que se
cumple en exquisita floración de muy diversos tonos, pero cuando llega al epígrafe
Versos prohibidos, el lector en- tra en la cámara infernal de la condenación que el
siglo de- cretaba... Pues bien, de todo esto es de lo que abuso, porque tengo como
seguro que la expectación que provoco será de- fraudada al no encontrar en mis
versos nada estimulante de las visceras nobles —el corazón y sus más poderosos
secua- ces—, nada que jamás haya sido necesario cubrir con un velo y, sin
embargo... En resumen, si me decido a disipar la niebla tengo que explicar en qué
consistió la prohibición, decir claramente lo que fue y por qué lo fue. He señalado
la publicación de la primera epístola en

Hora de España, y con esto queda marcada su fecha. En este tiempo —pocos
meses antes— había aparecido en la editorial Héroe, de Manuel Altolaguirre, mi
libro de sonetos

A la orilla de un pozo, sonetos que envolvían o enmascaraban la corrección


académica de su forma en el delirante surrea- lismo de su contenido. Ya en otra
ocasión he explicado que estos sonetos surgieron de una divagación con Rafael
Alberti sobre el entusiasmo —amor secreto, que ya en sí mismo lleva implícita la
idea de censurable—, de la forma clásica del verso, de la medida, de la rima. Yo, en
esos sonetos, me es- capé por la tangente —nunca más exacto este lugar común
porque encontré la tangencia donde se une con la forma, lo deforme, el énfasis—,
esto es el mayor disparate, el más desaforado sinsentido dicho con el acento de la
lógica estricta

—digo desaforado precisamente porque el énfasis tiene que tener la


pertinencia de lo que contesta justamente, de lo que es exigido por los fueros de su
antecesor, y así, en esa conso- nancia de acentos se crea un discurso que, no siendo
com- prensible, conserva o cobija el misterio de su concordia—.

Esto, inscrito en buenos endecasílabos. Pero el juego no era continuable: era


un juego y yo, espontáneamente, derivo ha- cia la seriedad. Las epístolas surgieron
en mi mente, y la gra- vedad de su aire resultaba oportuna porque habían sido ins-
piradas por un clima de ejercicios profesorales. Concha de

Albornoz preparaba sus oposiciones a un cátedra de instituto

—los famosos cursillos del 33—; estudiaba con desgana y entusiasmo, cosa
que puede suceder: desgana de almacenar las suficientes papeletas y entusiasmo
por las cosas viejas que, al repasarlas con la conciencia de la madurez, brillan como
recién lavadas. Yo la acompañaba a veces para amenizar un poco su tarea, y, como
siempre coincidíamos en gustos, cul- minaba entre nuestras predilecciones la
epístola a Fabio de

Andrés Fernández de Andrada. Se ha hablado mucho de esta epístola, pero


nunca bastante de sus cuatro últimos versos: en ellos encontrábamos exprimido
todo el existencialismo espa-

ñol, meditábamos en ellos, los contemplábamos como si vié- semos ir


añadiéndose gota a gota los componentes de una se- creta alquimia que, al
mezclarse, producían un vapor de tonos inesperados. «Ya, dulce amigo, huyo y me
retiro / de cuanto, simple, amé, rompí los lazos. / Ven y verás el alto fin que aspiro /
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.» Se ha hablado mucho de esta
epístola, tanto que me cuesta tra- bajo hablar aquí una vez más, pero creo que
faltaba decir algo. Ya he dicho la fecha, y esto es lo que requiere explica- ción. Estos
cuatro versos eran el compendio de la perplejidad que reinaba; estábamos en plena
República, pero reinaba la perplejidad, y unos cuantos la acatábamos; no nos sen-
tíamos sometidos por ella a la confusión ni a la indecisión: la contemplábamos y,
en cierto modo, la venerábamos por su inmensa riqueza y su inmenso poder... La
perplejidad en que nos sumían esos versos no nos ponía en el caso de elegir
razonables conveniencias, ni las de fácil resultado prác- tico, ni las de sano y
certero buen sentido. Nos quedábamos en el caso de contemplar solamente; esto
tiene aspecto de fruición egoísta, pero es algo más que aspecto, es voracidad
nutritiva. Contemplar era absorber los jugos que nos perte- necían, de los que
dimanaba nuestro origen, de modo que el aspecto egoísta era una realidad vital a
la que nos confia- bamos (¿Quiénes?... Esta es la cuestión... Yo me he atrevido
muchas veces a hablar de nosotros, y resulta que cuando otros hablan de ellos está
claro de qué hablan, pero cuando hablo yo tengo que explicar... Mis ausencias de
España, mi misan- tropía en España —intermitente, pero genuina de España—, mi
modestia o, mejor dicho, insignificancia social, económica, etcétera, dejan en la
oscuridad el pequeño núcleo que llamo nosotros. Claro que cuando yo digo
nosotros, hablo también de todos ellos, porque hablo de algo nuestro, de ese algo
que abarca a todos. Pero, en fin, en esta ocasión no estoy hablando más que de la
atención prestada por una mente profesoral y una poétíco-filosófica, sin más
disciplina que el abordaje). Decía que nos confiábamos porque aquella especie de
inacción, de retraimiento, de reserva, era con- fianza. ¿Puede existir la confianza
sin optimismo? Sí, hay casos; raros, pero los hay: puede existir una confianza aco-
razada en una cascara de pesimismo hostil... Es feísimo lo que estoy describiendo,
ya lo sé, y no se crea que estoy des- cribiendo una ostra con su perla, no, sino más
bien un erizo meditativo, consciente de su debilidad e impertérrito en su ambición
—ahora estoy hablando sólo de mí misma—. La perplejidad suscitada por esos
cuatro versos, la contempla- ción de esos productos, la consideración analítica de
esas materias, ejercía un influjo que podía parecer inhibitorio, pero que era un
efecto de la impenetrabilidad de las ideas.

Desde aquellos cuatro versos se precipitaba un torrente de potencias que se


atropellaban disputándose el terreno: su te- rreno, el tiempo, que, mientras tanto,
pasaba... Temo no estar señalando lo que es preciso aquí —y no sólo aquí—
señalar: los días en que esto pasaba. Siempre que toco este tema siento la aprensión
de estar explicando torpemente lo que tantos han relatado al detalle. Si mi relato es
diferente, no se crea que desestimo los detalles: no los desprecio porque no me
faltan facultades para discriminarlos, claro que no los juzgo por si son o no
fidedignos, sino por el acento personal de que están infundidos. Son valiosos los
que han sido paga- dos a un alto precio... no sólo de sangre, no, también de pa-
ciencia, de obra de perseverancia. Y ésta es la razón —una de las razones— que me
hace tomar caminos muy distintos a los conocidos, cuando hablo de esos tiempos.
Yo hablo siempre en metáforas, los enmarco en garliborleados imagina- tivos no
por buscar lo fácil —pecado que nunca cometí—, sino porque no tengo derecho a
más porque no tengo más; es decir, que ese ámbito de los hechos, al detalle, no lo
poseo, no tengo detalles que dar... Bueno, éste es un detalle que pocos han dado y,
aunque no es muy plausible, lo doy. Los días en que esto pasaba interrumpían el
trabajo, la medita- ción y la distracción: exigían la atención a los hechos y la
participación de hecho. Para aclarar la epístola insisto sobre el pequeño grupo, que,
respecto a ella, se reducía a dos. Le- yendo la epístola, yo dije a Concha: «Cuando
haga un viaje te escribiré una epístola, moral como ésta». Y en marzo del 37 hice un
viaje. Lo que pasó del 33 al 37 está ya asen- tado en crónicas fidedignas. Yo, sí
quiero aportar un detalle que me pertenezca, tengo que decir que, limitada a una
acti- vidad mínima entre los que defendían la causa del lado de

Levante —prefiero emplear una designación orientadora no demasiado


usada—, persistía en mi actividad interior, medi- tatitiva, y me fui a Francia con mi
hijo. Como Timoteo estaba entregado a la tarea de trasegar el arte, nos era fácil el
paso de la frontera. Concha, víctima del tirano insoslayable, al que acatamos aun
pataleando, el que llevamos en la sangre, padeció la tentación de hacer política, es
decir, diplomacia..., y no le salió bien, no. Yo, viendo los toros desde la barrera

-esto es lo que tengo que decir—, le escribí mi epístola sobre ei tema que
consideraba —y considero— más alta- mente moral, la Verdad. Se publicó en Hora
de España, que era el único frente donde yo había arriesgado un mínimum de
lucha, y como el clima de angustia, desconcierto y fracaso se hacía cada vez más
denso, persistí en mi idea de escribir epístolas morales... Siguieron pasando cosas;
los que las ha- cían no se paraban a pensar, claro que en algún momento de sus
vidas habían pensado, pero cuando su pensamiento se afincaba en algo se echaban
al ruedo: unos morían y otros no..., otros nos quedábamos pensando. ¿Esto es
moral o in- moral? No sé qué decir, pero sí sé que la duda persistía en todos
nuestros actos. ¿Nuestros?..., ¿qué ambición o delirio de grandezas, disfrazados de
modestia, o viceversa, me im- pulsa a decir nuestros en vez de decir míos? No sé,
no sé qué complejo de inferioridad..., o viceversa —la duda sobre lo que es o no es
moral en caso de apuro—. Ya he hablado en otro sitio de las «pasiones de la razón»
y ésta es una de las más palpitantes —quiero decir de las que agitan el corazón al
obrar o no obrar—. Recibí en el 38 una carta de mi amigo

Máximo Jos6 Khan, que la República había puesto como ministro en Atenas,
ofreciéndome un viaje a esa tierra, que es la tierra de mi alma. Me pareció inmoral
acceder; el ofre- cimiento significaba un universo de placer al que tenía que acudir
arrancándome a tanto dolor... Contesté confesando mis dudas y recibí otra carta
apremiante. Volví a contestar dudosa, volví a recibir nuevas instancias —
corroboradas por las de Concha, que ya estaba allí— y volví a afirmar mi in-
decisión. Recibí un ultimátum: «Contesta terminantemente si o no...». Como me
era difícil decir que sí o explicar por qué decía que sí, hice en una cartulina un
dibujo que era un pi- rata, sacando de un cofre ristras de perlas: entre las perlas,
enlazadas, minúsculas mujercitas... Al lado, un poema que era «Canción de
piratas»... Pero seguiré con las epístolas, el poema irá luego, entre otros, como
ejemplar único de algo que no profeso, la ironía —creo que por falta de facultades
—, una ironía harto temblorosa de emoción. El caso es que fui y no me dilato en
pormenores de la aventura. Allí tuvimos pronto amigos. Kazantzakis ya había
hecho amistad con Timo cuando éste había ido a París con la exposición de los Ibé-
ricos, y con él practiqué un ejercicio que nos inspiró la in- nensidad... Subíamos por
las noches a la Acrópolis y escu- chábamos el silencio; nada debía romperlo, pero
algo había que decir, y se nos ocurrió ladrar... Ladramos con gran per- fección y
nos contestaron todos los perros de Atenas... Señalo esto aquí porque, entre los
otros poemas, está el que me ins- piraron aquellas noches de la Acrópolis, «Arenga
a los perros de Atenas». Luego... llegó el 39. Como no podíamos tocar ningún
puerto de Italia fuimos a Egipto a buscar un barco francés que fuese directo a
Marsella. En los días que pasamos esperándolo hicimos turismo. Casualmente
estaba allí la com- pañía de Katina Paksinou; recorrimos cabarets, como es de-
bido, y vimos el barrio de los placeres en Alejandría. Estas visiones estimulantes lo
eran intensamente de nuestras medi- taciones. Máximo y yo hablábamos —ante un
vaso de piper- mint, que es el remate o perinola— siempre de cosas inten- sas,
misteriosas, difíciles de alcanzar en aquellos tiempos y, sin embargo, latentes...
Una noche estábamos en una larga mesa y yo me sumí con Máximo en una
divagación de alto vuelo. Concha nos señaló, desde el otro extremo, y dijo: «¡Ya
están hablando de Dios!». Así era. Mucho más tarde, recor- dando esa noche, le
escribí a Máximo la epístola De Dios, que tomaba de aquella noche de cabaret la
mise en scéne, pero que encerraba el conflicto religioso más antiguo en mí. Ya he
hablado en mi autobiografía de mis insomnios infantiles, en los que la angustia de
la duda me hacía desear la aparición del demonio como comprobación de la
existencia de Dios.

Esto es lo que quise plasmar en la epístola —a fuerza de imágenes visuales


—, pero no pasé de la primera escena. Mi propósito era describir nuestra llegada a
L'Enfer, donde te- níamos mesa reservada por nuestos pecados, que todos eran de
carácter atentatorio, los acostumbrados por los que tratan de tomar el cielo por
asalto. Allí nos sentábamos en nuestro lugar y nos servían las bebidas encargadas,
vasos llenos de un licor flamígero que dejaban escapar altas llamas, como lirios de
fuego. Todo era tan exacto a lo previsto que nos hacíamos la reflexión: «Si esto es
tal como se dice, también lo otro será. Si esto existe, también existe EL»... Con esto
te- níamos bastante para bebemos aquellos licores como algo delicioso, pues no
hay nada más delicioso de comprobar que lo que amamos responde a la verdad de
existir... Pasó mucho más tiempo... y pasamos al otro lado del Atlántico. Ancla-
mos en el Brasil, pero yo siempre tuve el propósito de ir a la Argentina, por mil
razones —la lengua entre otras—, y escribí una epístola a Norah Borgcs
anunciándole mi llegada.

En el 37, cuando fui yo a París encontré a Norah que se había ido allí con
Guillermo porque esperaba su primer hijo; en marzo, el niño ya tenía un par de
meses; yo iba a verla a su hotel y charlábamos, cantábamos, nos contábamos nues-
tros sueños... Norah entonces pintaba sirenas y me hizo un retrato en el que
aparezco como sirena —no se nota mucho, pero ésa era su intención: las dos
éramos sirenas entonces—; en mí epístola traté de dibujar lo que cantábamos en
aque- llos días. Pero también se quedó en nada, en unos cuantos versos que no
dejan adivinar lo que acabaría dando sentido a la epístola. En ella yo digo que
nuestras colas surcarán los albures de la espuma y, después de describir la aniñada
ma- ternidad de Norah, le digo que cruzaremos los mares tempes- tuosos en los
que seré yo quien la conduzca, y cuando cruce- mos los risueños y benignos será
ella mi guía. Así nadaremos largo rato hasta llegar a la isla donde crece la palma
del martirio, y si logramos alcanzarla, tendremos el derecho y las facultades para
hacer ARTE. Mucho más tarde, en Río, en los últimos años de la guerra, alguna
noticia de los horrores de Europa me hizo pensar en Grecia, recordar aquellas
tierras que yo había ido a buscar con resolución de pirata y ahora imaginaba abru-
madas por la común avalancha. Fue un pensamiento rápido y breve, pero de una
intensidad, podría decir de una inmen- sidad, que abarcó todo lo pensado y visto
durante años. Esto me hizo escribir la epístola a Kazantzakis, empleando la de-
tención del sol de Josué para designar la compresión de tiem- po que se puede
obrar ante el peligro de lo que amamos, haciendo en un momento un infinito de
siglos, templos, dio- ses y criaturas a su imagen, bajo la espada. Entonces escribí
unos pocos versos que quedaron en nada, no fui capaz de condensar el tiempo lo
suficiente para hablarle de la PATRIA. Mi fórmula —refiriéndome a los
componentes— tenía una dosis considerable de Zorrilla... Paisanaje, lejanos víncu-
los familiares y, sobre todo, la adhesión de mi padre a sus versos, que me hizo —
sin necesidad de obligarme— apren- der como el Padrenuestro. Repito que no
quiero repetir, de esto he hablado cien veces; me queda por decir todavía que en
cierto modo reaccioné contra el clasicismo de mis versos.

Comprendí que el rigor de la forma me encadenaba y que, como no quería


—ni podía— romper su cadena, lo más sen- sato era suspender mis versos:
suspender su fluencia y prohi- bir su publicación... Volvió a pasar el tiempo, y
cuando em- pecé a publicar aquí, en España, no quise que mis versos dieran
señales de vida, no quise aparecer escribiendo versos, aquí, en este pueblo que los
da como amapolas —me per- mito traer por los cabellos esta imagen de tan
hermosa y auténtica cabellera—, como las amapolas junto al trigo, y sabido es que
cuando al dueño del campo le dicen que su campo está muy bonito, llenito de
amapolas, se echa las ma- nos a la cabeza. Es verdad que el trigo es más
conveniente, pero un campo lleno de amapolas es una visión esplendorosa, y
esplendores se han dado cubriendo nuestros campos. Van, detrás de las epístolas,
otros poemas que sólo puedo calificar de inevitables. Yo no creí nunca en mis
versos, no los tomé como camino de mis poderes intelectuales, no los vi
proyectados en el porvenir, pero no pude evitar que a veces apareciesen en mi
pensamiento, con presión suficiente para borrar la desconfianza y olvidar la
autoprohibición, con rea- lidad suficiente para hacerme escribirlos. Esto de
escribirlos es tal vez la particularidad más digna de recalcar. Yo casi siempre he
hecho mis versos andando por la calle, por el campo, en el tranvía o en cualquier
otro vehículo. Adquirí esta costumbre a los doce o trece años, porque mi padre,
muy andarín, me llevaba andando hasta la Puerta de Hierro:

íbamos en silencio, y yo iba haciendo versos: cuando tenía- mos que cruzar
un calle o carretera, mi padre me sujetaba un poco del brazo para que no me dejase
atropellar por los coches y nunca me interrumpía. Yo no le había dicho nunca en
qué iba ocupada mi cabeza, pero él lo percibía y conser- vaba mi silencio. Algunos
de los poemas que he liberado de la prohibición tienen origen en situaciones
parecidas, y hace poco he encontrado en el prólogo que pone Antonioni a sus
guiones, descrito con gran justeza, ese fenómeno que él atrí- buye a la mente
infaliblemente activada por la visión. La ima- gen de un lugar, de un objeto, de un
ser humano, desenca- dena imágenes que, partiendo de ella, se organizan en un
film..., igualmente en un poema. De todos los que aquí van, uno se diferencia de
los otros en que no mantiene la forma clásica: es de ritmo más bien irregular,
supeditado —no vo- luntariamente: más vale decir producido— por las ideas,
harto conceptuosas. El poema es «Encrucijada», y consiste en una meditación
bastante angustiosa sobre la conciencia y sobre la fe. Este poema surgió en un
sendero de Theresó- polis, por donde yo iba sola al atardecer y vi pasar a una
pareja, un chico y una chica, muy elegantes, en dos caballos magníficos. El film se
desarrolló por todo el camino y, natu- ralnente, no lo escribí hasta mucho después.
No tengo nada que decir de los sonetos de circunstancias: son muchos, algu- nos,
homenajes de amistad; otros, sustitutos de regalos muy indicados en ciertas
ocasiones: un ramo de flores, si es bueno, suele ser caro; un soneto, no. Y recalco
esto por señalar mi facilidad para la versificación, que es lo que me hizo relegar
mis versos, hundirlos en el olvido, PROHIBIRLOS. Después, en mis primeros
años de. Brasil y de Argentina, hice versos de cuando en cuando. Nunca quedé
contenta de ellos, no sólo por la normal y saludable reacción de aspirar a más, sino
por encontrar que en mis versos no se cumplía plenamente mi fórmula personal.
Además, por ver que no eran o no cabían o no iban en la corriente de mis
contempo- ráneos. Los poetas de la generación del 27, los imperecederos que me
eran tan próximos, tenían una flexibilidad, una ca- pacidad de experimentación, de
novedad, en el mejor sentido de la palabra, que era lo que todos, y yo más que
ninguno, anhelábamos. Entonces reflexioné sobre eso que encontraba inexpresado,
mí fórmula personal. La fórmula de que cons- taba mi infancia —que había
constado de materias intelec- tuales bien definidas— me había dado una forma o,
más exactamente, una pasión por la forma. Yo, a los ocho años

—esto está ya expuesto en mi autobiografía y quiero evitar aquí repeticiones


— había profesado en el culto de Apolo

—creo que Afldré Bretón lo admitiría— en mis primeras aproximaciones a la


Academia, y los dioses a quienes hemos ofrendado una vez no nos dejan escapar
fácilmente. Yo pro- fesé en la forma.
NOTICIA BIBLIOGRÁFICA

A la orilla de un pozo, escrito en los primeros años treinta, fue editado por
Manuel Altolaguirre en Héroe de

Madrid, 1936. Una segunda edición vio la luz en Pre-textos de Valencia, en


el año 1985. De ahí procede la Advertencia de la autora. Versos prohibidos se
mantuvo inédito hasta 1978, año en que apareció en la pequeña editorial madrileña
Caballo

Griego para la Poesía, con el Preliminar de la autora que aquí incorporamos


como apéndice. El conjunto de estos dos poemarios fue recogido en el se- gundo
volumen de sus Obras Completas, editadas por la Dipu- tación Provincial de
Valladolid y el Centro de Creación y

Estudios Jorge Guillen en Valladolid, 1989. Allí se reunieron los poemas que
forman Homenaje. Por último, la traducción del Herodías apareció en la

Antología poética de Mallarmé editada por Visor en Ma- drid, 1971 y 1978.

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