La Justificaciónpor Coalicion Por El Evangelio
La Justificaciónpor Coalicion Por El Evangelio
La Justificaciónpor Coalicion Por El Evangelio
En nuestras versiones aparece la palabra justificar como traducción de una palabra griega,
dikaio, que muchas veces hace referencia no a una declaración del ser humano sobre sí
mismo, sino a una declaración divina. Por ejemplo, Romanos 5:1 dice lo siguiente:
“Por tanto, habiendo sido justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo”.
En este texto, y en otros más, el verbo se usa en la forma pasiva. Cuando el texto dice
“justificados”, o “habiendo sido justificados”, significa que no nos justificamos a nosotros
mismos, sino que es Dios quien nos justifica. Cuando Dios justifica, Él declara que una
persona es justa.
Esta declaración divina es un acto forense. Es una declaración que Dios emite como juez.
No se trata de un cambio o proceso dentro de la persona que recibe el veredicto. La palabra
justificar se usa precisamente de esta manera legal o forense en varios pasajes bíblicos. Un
ejemplo claro de este uso se encuentra en Romanos 8:33-34:
“¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que
condena? Cristo Jesús es el que murió, sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la
diestra de Dios, el que también intercede por nosotros”.
Aquí se contempla a Dios como juez, y el apóstol Pablo menciona dos veredictos que puede
emitir. Uno es condenar. La condena es claramente una declaración legal de culpa, sin
tratarse de un proceso o cambio subjetivo en la persona condenada. Cuando Dios condena,
simplemente mira la evidencia y emite su veredicto: culpable y merecedor del castigo
correspondiente.
Paralelamente, cuando Dios justifica, emite una declaración legal sin requerir un proceso o
cambio subjetivo en la persona justificada. Cuando Dios justifica, simplemente mira la
evidencia y emite su veredicto: justo y merecedor de los privilegios correspondientes. De
modo que la justificación es legal, puntual, y externa al ser humano. No se trata de un
proceso de transformación interior.
¿A quién justifica Dios? De entrada, pensaríamos que Dios debe justificar a la gente buena.
Puesto que Dios es un juez omnisciente, Él sabrá quién es bueno y quién no lo es y, siendo
justo, suponemos que Dios debería justificar a las personas cuyo comportamiento es
ejemplar e intachable, que son justas en sí mismas. No obstante, la Biblia pinta un cuadro
muy oscuro de la humanidad y su injusticia. Pablo, en la misma carta a los Romanos,
declara lo siguiente:
“Como está escrito: ‘No hay justo, ni aun uno No hay quien entienda, no hay quien busque
a Dios. Todos se han desviado, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no
hay ni siquiera uno’”, Romanos 3:10-12.
Según el apóstol (y el Antiguo Testamento, del cual cita), no hay gente buena. Todos somos
injustos, todos nos desviamos. Nos ofendemos los unos a los otros y ofendemos a Dios
cometiendo injusticias a menudo, no solamente con hechos externos, sino también con
actitudes y disposiciones internas como el egoísmo, el orgullo, y el odio. Si es así, ¿a quién
puede justificar Dios? Si no siguiéramos leyendo el pasaje, podríamos concluir que, ante un
Dios perfectamente justo, nadie será justificado. Pero la Biblia nos sorprende. Romanos 4:5
dice así:
“Pero al que no trabaja, pero cree en Aquél que justifica al impío, su fe se le cuenta por
justicia”.
La solución: la imputación
Si Dios no hiciera nada más, sería injusto. ¿Qué es lo que Dios hace para que su veredicto
no sea injusto? Tenemos una pista en un texto que hemos considerado ya. Romanos 5:1
dice que por la justificación tenemos paz con Dios por medio de Jesucristo. La clave de la
justificación es Jesús. Pablo amplía esta idea en 2 Corintios 5:21:
“Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia
de Dios en Él”.
Es gracias a Jesús que Dios justifica al impío, y esto es así porque Jesús obedece y muere
en el lugar del pecador. Jesús era perfectamente justo. Si ha habido alguien en la historia
que no mereció morir, esa persona fue Jesús. Jesús no había pecado (“al que no conoció
pecado”); no obstante, Dios le trató como pecador (“lo hizo pecado”). Lo hizo pecado “por
nosotros”, es decir, en el lugar del ser humano. Lo hizo para que “fuéramos hechos justicia
de Dios en Él”.
Así, Dios puede justificar y satisfacer su justicia al mismo tiempo. Podemos resumirlo de
esta manera: Dios trata a Jesús como impío (cuando Cristo muere en la cruz), y trata al
impío como Jesús lo merece (cuando le son otorgadas todas las bendiciones de la vida
eterna).
Dios realiza una transferencia doble: nuestro pecado se transfiere a Cristo, y la justicia de
Cristo se transfiere a nosotros.
Este intercambio entre el creyente y Cristo se conoce como imputación. Por un lado, Dios
atribuye la culpa de nuestro pecado a Cristo, y Cristo sufre las consecuencias de ella en la
cruz. Por otro lado, Dios confiere la justicia de Cristo a nosotros, y considera los méritos o
los merecimientos de Cristo como si fuesen nuestros. Dios realiza una transferencia doble:
nuestro pecado se transfiere a Cristo, y la justicia de Cristo se transfiere a nosotros.
De modo que Dios justifica a impíos no con base en la justicia inherente en ellos, sino con
base en la justicia de Cristo. Les justifica no por lo que ellos hacen, sino por lo que Jesús
hizo.
¿Qué merece Jesús? La justificación: una declaración de haber obedecido perfectamente y,
como consecuencia, todas las bendiciones celestiales, porque es digno de ellas. Jesús
comparte este estatus y estas bendiciones con muchas personas (Ro. 4:1-8, 23-25; 5:12-21;
1 Co. 1:30; Fil. 3:7-9).
El rol de la fe
Ahora bien, no todo el mundo goza de este privilegio. ¿Quiénes son aquellos a quienes
Dios justifica? Son los que creen, los que tiene fe:
“También nosotros hemos creído en Cristo Jesús, para que seamos justificados por la fe en
Cristo, y no por las obras de la ley. Puesto que por las obras de la ley nadie será
justificado”, Gálatas 2:16.
¿Qué papel tiene la fe exactamente en la justificación? ¿Podría ser que la fe misma nos hace
dignos de la justificación? No, porque la fe, por definición, no es una obra. Es precisamente
la única actitud humana que le dice a Dios: “Yo no puedo; necesito que tú me salves” (ver
Lc. 18:9-14). La fe mira fuera de sí, se concentra en su objeto y le abraza, confiando su
destino a Él y aferrándose a su capacidad para salvar.
La fe, en este sentido, es como la mano vacía del mendigo que recibe una limosna.
Extender la mano no le hace digno de recibir el donativo, sino que éste se da puramente por
la bondad del dador. Lo único que hace la mano es recibir. Y la mano está precisamente
vacía, no con un billete en la palma.
Una objeción contra la descripción de la justificación dada aquí es que la Biblia dice que la
justificación no es por la fe sola. Santiago 2:24 dice:
“Ustedes ven que el hombre es justificado por las obras y no solo por la fe”.
¿Será que los reformadores hace 500 años y los evangélicos desde entonces no se
percataron de este verso? ¿Será que van en contra de la enseñanza explícita de la Biblia?
Hay que leer los textos en sus contextos. Santiago no está lidiando con el mismo problema
que Pablo. Por un lado, Pablo argumenta con personas que piensan que tienen que aportar
algo para efectuar su justificación. Por otro lado, Santiago está discutiendo con personas
que piensan que se salvan por una profesión de fe meramente de palabras.
El verdadero creyente es una persona que dice que tiene fe y lo demuestra por lo que hace.
Santiago empieza el pasaje diciendo: “¿De qué sirve, hermanos míos, si alguien dice que
tiene fe, pero no tiene obras? ¿Acaso puede esa fe salvarlo?” (Stg. 2:14). ¿Cuál era el
problema al que se enfrentó Santiago? Había personas que decían que tenían fe en Jesús
pero cuyas vidas no reflejaban esta fe de ninguna manera. Esta clase de fe, una fe que no
transforma la vida, que no va secundada por hechos, es una fe que no vale nada.
En cambio, el verdadero creyente es una persona que dice que tiene fe y lo demuestra por lo
que hace. La fe que salva no es solo de palabras. El corazón dispuesto a confiar en Cristo
también está dispuesto a obedecerle.
Los protestantes siempre han dicho que las obras no son la base de la justificación. Es decir,
Dios no nos justifica porque nuestras obras lo merecen. No obstante, las obras son la
evidencia de una fe verdadera. Si la fe es real, habrá obras que lo comprobarán. En este
sentido, la justificación es por la fe sola, pero no una fe que está sola. Pablo mismo también
lo afirma en Gálatas 5:6.
¿Por qué la fe no se encuentra sola en la vida de una persona justificada? Una de las
razones es que la justificación por la fe, bien entendida, capacita para obedecer. Es
contraintuitiva, porque parece que la justificación sin obras debería dar lugar al libertinaje y
a la desobediencia. Sin embargo, la justificación por la fe sola resulta ser la clave, la única
fuente duradera de motivación, y el patrón a seguir para vivir la vida cristiana.
Finalmente, la justificación por la fe provee el patrón para la vida cristiana porque en ella
Dios muestra su misericordia y generosidad, lo cual motiva asimismo al creyente a mostrar
misericordia y generosidad hacia los demás (Mt. 18:21-35). ¡Gloria a Dios por tan excelsa
doctrina!
Imagen: Lightstock.