Estado - Ciudadanìa - y - Democracia Simon Pachano PDF
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Rosa Conde
CONSEJO EDITORIAL
Presidente:
Jesús Sebastián
Vocales:
Inés Alberdi, Julio Carabaña, Marta de la Cuesta,
Manuel Iglesia-Caruncho, Tomás Mallo, Mercedes Molina,
Eulalia Pérez Sedeño
Secretario:
Alfonso Gamo
AMÉRICA LATINA Y LOS
BICENTENARIOS: UNA AGENDA
DE FUTURO
AUTORRRR
CELESTINO DEL ARENAL Y JOSÉ ANTONIO SANAHUJA (coords.)
VI
1. ESTADO, CIUDADANÍA Y DEMOCRACIA
SIMÓN PACHANO *
INTRODUCCIÓN
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SIMÓN PACHANO
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El Pacto del Mayflower sirvió de base para las Órdenes Fundamentales y el
Pacto de Asentamiento, de Connecticut de 1639, que a su vez fueron reconocidos
en la Carta Real de 1662 establecida por la Corona Inglesa. Esta Carta fue el nú-
cleo de la Constitución de 1776. «Dado que los pactos coloniales habían sido
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un rey en las colonias. Esta última opción significaba hacerse cargo de la situación
al margen de la metrópoli, lo que ponía de todas maneras el tema de la soberanía
en el centro del debate.
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Es interesante destacar el paralelismo con los hechos que se desarrollaban en
buena parte de los países europeos en ese momento dentro del proceso de sustitu-
ción de las monarquías absolutistas (Guerra, 1994: 40), y no estaba exento de sus
influencias así como de las que venían desde la reciente experiencia norteamerica-
na (Dietrich, 1945).
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Al parecer, históricamente en los países latinoamericanos se tomaron como
sinónimos para este efecto al pueblo y a la nación. Por ello, en las constituciones se
atribuye indistintamente la soberanía al uno o a la otra como si fueran términos in-
tercambiables. Como una muestra de esto, se puede ver que las constituciones bo-
livianas de 1831, 1834, 1839, 1851, 1861, 1868 y 1878 reconocen a la nación como
la depositaria de la soberanía, en tanto que las de 1826, 1843, 1938, 1945, 1947 y
1967 reconocen al pueblo como el sujeto. En Ecuador la asignan a la nación las
constituciones de 1843, 1851, 1869, 1878, 1884, 1897, 1906 y 1946, mientras que
se la atribuyen al pueblo las de 1845, 1852, 1861, 1929, 1945, 1967, 1978 y 1998
(la de 1830, la primera de su historia, no contiene una definición al respecto). En
Perú se asigna la soberanía a la nación en las constituciones de 1823, 1828, 1856,
1860, 1867 y 1920, en tanto que se la atribuye al pueblo en las constituciones de
1826, 1933, 1979 y 1993 (mientras las de 1834 y 1839 no contienen una disposi-
ción al respecto). Por consiguiente, en estos tres países no hay una secuencia histó-
rica que pueda explicar el paso de una a otra concepción, lo que puede ser un
indicador de la indiferencia frente a conceptos que los consideraban intercambia-
bles.
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Según la corriente que se deriva de Locke al pacto de sujeción le antecede un
pacto social, el acuerdo de los individuos para vivir conjuntamente (Locke, 1983:
74-87). El pacto de sujeción expresa el sometimiento de esos individuos, ya unidos
en sociedad, a un poder común, reconocido como legítimo. «El primer pacto
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Nicaragua mantienen hasta la actualidad una disputa por las islas de San Andrés.
Argentina y Chile estuvieron al borde de la guerra a finales de los años setenta por
la definición de límites en el canal del Beagle.
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El Estado nacional es cuestionado en la actualidad desde las reivindicaciones
regionales, autonomistas y étnicas en varios países del continente.
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Las constituciones con que iniciaron su vida como estados independientes
establecían requisitos muy rígidos (y en todas ellas muy similares) para acceder a
los derechos de ciudadanía. La Constitución boliviana del año 1826 (artículo 14)
determinaba que se requería ser boliviano de nacimiento, ser casado o mayor de 20
años, saber leer y escribir y tener algún empleo, industria o profesar alguna ciencia
o arte, sin sujeción a otro en clase de sirviente doméstico. La ecuatoriana de 1830
(artículo 12) reconocía como ciudadanos a los casados o mayores de 22 años, o a
quienes tuvieran una propiedad raíz, valor libre de 300 pesos, o que ejercieran
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alguna profesión o industria útil sin sujeción a otro como sirviente doméstico o jor-
nalero y que supieran leer y escribir. La de Perú de 1826 tenía como requisitos ser
peruano, estar casado o ser mayor de 25 años, saber leer y escribir, tener algún em-
pleo o industria o profesar alguna ciencia o arte sin sujeción a otro en clase de sir-
viente doméstico. Como se verá más adelante, varias de estas condiciones clara-
mente limitantes se mantuvieron hasta mediados del siglo XX.
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Una visión ensayística sobre el mismo caso peruano destaca la condición de
multitud —y no de ciudadanía— de la sociedad en la participación política (Basa-
dre, 1980: 113 y siguientes). La ausencia del concepto de ciudadanía a lo largo de
todo ese texto es una expresión de la inexistencia de esa condición en términos po-
líticos y jurídicos, y no se la puede atribuir únicamente a la perspectiva analítica
del autor. Véase también Klarén (2008: 255-297).
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De la abundante literatura al respecto cabe destacar el enfoque de Todorov
(1987: 158-159), que indaga sobre los orígenes de la concepción excluyente y la
manera en que ésta condicionó el marco legal que se fue construyendo a lo largo
del periodo colonial.
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Un minucioso análisis para el caso ecuatoriano se encuentra en Prieto
(2004), que ofrece una visión de conjunto de las condiciones reales de la ciudada-
nía desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Puede ser discutible, sin
dejar de ser sugerente, la atribución del origen de la exclusión a una contradicción
entre los deseos de igualdad jurídica de las élites y su profundo miedo social. «La
suspicacia entre ese sector de la sociedad y las imágenes de una raza peculiar e in-
ferior confluyen en (...) el “liberalismo del temor”. Más aún, (...) el liberalismo del
siglo XX temprano en el Ecuador construyó un complejo de gobernabilidad que
pospuso los derechos ciudadanos para los indígenas» (ibid.: 31). Este aplazamiento
de los derechos parece haberse mantenido hasta mediados del siglo, cuando era fá-
cil comprobar que las leyes vigentes obligaban a que la población «blanca» votara,
mientras impedían que lo hicieran los «indios, cholos, montubios y negros»
(Blanksten, 1951: 74).
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Marshall advierte sobre los riesgos y las imprecisiones de esta cronología
cuando sostiene que al «asignar a cada uno de los periodos formativos de los tres
elementos de la ciudadanía a un siglo distinto (...) se solapaban de modo consi-
derable los dos últimos» (ibid.: 31). Antes ya había dicho que hay «que tratar
estos periodos con una razonable elasticidad, y hay cierto solapamiento evidente»
(ibid.: 26).
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Como se verá más adelante, en América Latina se le ha dado poca importan-
cia al tratamiento conceptual y político del estado de derecho. Generalmente —de
manera especial en las últimas décadas, a parir de la ola democratizadora— se lo
ha subordinado a la democracia, sin diferenciar a ésta como régimen político y a
aquél como el orden jurídico necesario para su desarrollo. Aparte de algunos tra-
bajos recientes, como los de O’Donnell (1999, 2000) y de Nun (2002), se puede
sostener que no se encuentran los equivalentes de los Federalist Papers (Hamilton,
Jay y Madison, 1937) que tuvieron un papel de primera importancia en Estados
Unidos.
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La literatura —la novela, el cuento, la poesía— e incluso buena parte de las
canciones populares constituyen buenos referentes de la importancia de la margi-
nación y de su percepción. Corrientes como el indigenismo, el costumbrismo y la
novelística urbana indagaron en este campo con posibilidades que muchas veces le
están negadas a la visión académica especializada. Al respecto véase Cueva (1969),
Vich (2003), Ibarra (1992) y Almaraz (1981). Por otra parte, la utilización de ma-
nera generalizada en algunos países del término indio como insulto o como adjeti-
vo peyorativo es una expresión de los contenidos más profundos de la discrimina-
ción y de la exclusión.
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La implantación de una economía de mercado —entendida en muchos casos
como la ausencia total de controles y regulaciones— durante las décadas de los
años ochenta y noventa, significó un retroceso de lo poco que se había avanzado
en varios países en términos de los derechos sociales.
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Las excepciones se reducen en la práctica a los tres países mencionados
antes, esto es, Uruguay, Chile y Costa Rica, que tempranamente consolidaron
las bases tanto para el estado de derecho como para (con muchas limitaciones,
por cierto) el estado de bienestar. No hay estudios que lo demuestren, pero se
puede sostener que la permanencia relativamente larga de regímenes democráti-
cos en estos países se debió en gran medida a la instauración de estados de de-
recho y a la implantación de un conjunto de políticas sociales que los acercaron
a la definición de estados de bienestar (BID, 2006). Las experiencias democráti-
cas de los demás países se redujeron generalmente a la implantación (bastante
restringida) de las libertades políticas sin prestar mayor atención a los otros de-
rechos ciudadanos.
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Es relativamente escasa la producción académica sobre la relación entre de-
mocracia y estado de derecho en el caso concreto de América Latina. Aunque ese
condicionamiento mutuo está implícito en las definiciones mínimas o procedimen-
tales de democracia (Schumpeter, 1996; Dahl, 1989; 1991), solamente en pocas
ocasiones aparece de manera explícita (Linz, 1998; Linz y Stepan, 1996). La condi-
ción actual de los regímenes democráticos como democracias liberales ha hecho
perder hasta cierto punto las especificidades de ambos términos así como su parti-
cular trayectoria histórica (Bobbio, 1992: 45-48; 1997: 123-138).
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Este rasgo fue destacado tempranamente por De Tocqueville en el primer
análisis empírico de una democracia. Es ilustrativo al respecto su planteamiento
acerca de la incidencia de la ley de sucesión sobre la igualdad, considerada esta úl-
tima como la condición básica de la democracia en el plano político: «Es cierto
que estas leyes pertenecen al orden civil, pero deberían estar situadas a la cabeza
de todas las instituciones políticas, ya que influyen de un modo increíble en el esta-
do social de los pueblos, del que las leyes políticas no son sino la expresión» (1985:
T. 1, 48). Lo mismo se puede decir de las disposiciones legales que garantizan los
derechos básicos, el acceso a la justicia, o la propiedad, entre otros. Véase también
Arendt (2004: 225-229).
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Es importante subrayar la importancia de la simultaneidad de los procesos
de formación ya que después de constituidos pueden seguir caminos diferentes.
En efecto, un régimen autoritario puede instaurarse en un país que logró previa-
mente constituir aceptablemente un estado de derecho sin que ello afecte al estado
nacional, como ocurrió en Chile y Uruguay. En sentido contrario, con el transcurso
del tiempo puede entrar en crisis el estado nacional sin que eso signifique la des-
trucción del estado de derecho, como ocurrió en la antigua Checoslovaquia (que
en cuanto instauró su estado de derecho dio fin al estado nacional previamente
existente). Por otra parte, es preciso destacar que «El término Estado nacional, la-
mentablemente, no por fuerza significa nación-estado, un Estado cuyos pobladores
comparten una fuerte identidad lingüística, religiosa y simbólica» (Tilly, 1992: 21,
cursiva en el original). Esto es muy importante en el análisis de las sociedades plu-
rales o heterogéneas, que desplaza la reflexión al plano de los estados plurinacio-
nales y pone en cuestión a la nación-estado sin que ello afecte al estado nacional y
al estado de derecho.
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Esta contradicción se hizo evidente en un momento tan temprano como es
el Congreso de Angostura de 1819, cuando Simón Bolívar, el icono de la indepen-
dencia americana, después de sostener que «solo la democracia (...) es susceptible
de una absoluta libertad», advertía que «Poniendo restricciones justas y prudentes
en las asambleas primarias y electorales, ponemos el primer dique a la licencia po-
pular, evitando la concurrencia tumultuaria y ciega que en todos tiempos ha impri-
mido el desacierto en las elecciones y ha ligado por consiguiente, el desacierto a los
Magistrados y a la marcha del Gobierno; pues este acto primordial es el acto gene-
rativo de la libertad o de la esclavitud de un pueblo» (www.ensayistas.org/antolo-
gia/XIXA/bolivar/bolivar2.htm). Fue una posición que mantuvo una vez lograda
la independencia, cuando en 1824 propuso la presidencia vitalicia para el Perú y
para Bolivia (Demélas, 2003: 320). Esta concepción restrictiva se había expresado
ya en la Constitución grancolombiana de 1821, que en su artículo 10 señalaba que
«El pueblo no ejercerá por sí mismo otras atribuciones de la soberanía que la de
las elecciones primarias», unas elecciones que, por cierto, se realizaban bajo las
restricciones señaladas antes. Manin (1998: 166) asegura que «el debate americano
[se refiere a Norteamérica] de 1787 fue entonces la última ocasión en la que se
consideró la posible presencia de rasgos aristocráticos en sistemas apoyados en
elecciones libres de la elección». De acuerdo a las palabras de Bolívar y por lo se-
ñalado antes, no fue la última vez y más bien los sudamericanos —seguidores en
buena medida de la revolución norteamericana— retomaron esa concepción.
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Se podría suponer que los procesos de reforma constitucional impulsados en
varios países se orientarían fundamentalmente a solucionar este problema. Sin em-
bargo, como se verá más adelante, la mayor parte de esos esfuerzos se han centra-
do más bien en el campo de lo político, en tanto que en el campo de los derechos
ha predominado una visión extremadamente general, abundante en el reconoci-
miento de derechos pero carente de toda posibilidad de aplicación práctica. Los
casos más evidentes de esta tendencia son los que se encuentran en las constitucio-
nes de Bolivia y Ecuador recientemente elaboradas. En la de Ecuador se llega a de-
tallar cada uno de los sujetos portadores de derechos específicos, lo que no hace
sino debilitar el carácter universal que ellos deben tener y abre la puerta a múlti-
ples interpretaciones.
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La necesidad de situarse en los estándares propios de cada periodo (la utili-
zación de un estándar retrospectivo) para el análisis de la democracia ha sido pro-
puesto por Mainwaring, Brinks y Pérez-Liñán (2001: 40) como una forma de evitar
el anacronismo que se deriva de la aplicación de criterios contemporáneos a épocas
anteriores.
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Cabe recordar que los actores fundamentales en los procesos de democrati-
zación en los países del Cono Sur fueron las organizaciones de defensa de los dere-
chos humanos, conformadas fundamentalmente para indagar por los detenidos-
desaparecidos. En Centroamérica también desempeñaron un papel fundamental
en el proceso de pacificación, especialmente en Guatemala y El Salvador.
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La construcción de estados de bienestar fue el elemento ausente o por lo
menos de segundo orden en este proceso. Quizás una de las pocas excepciones se
encuentra en la propuesta de campaña del presidente argentino Raúl Alfonsín, que
sostenía que «con la democracia se come, con la democracia se educa, con la de-
mocracia se estudia». Adicionalmente, la posibilidad de transitar por ese camino
se cerró para buena parte de los países por la adopción acrítica de políticas de
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La crítica a las perspectivas procedimentales ha destacado esa limitación del
concepto a los componentes del régimen político, pero buscando exclusivamente
añadir los aspectos sustantivos a la definición. Son excepcionales las críticas que
llaman la atención sobre la necesidad de incluir al estado de derecho en la defini-
ción (O’Donnell, 2000; Bobbio, 1985).
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La alusión a la precedencia del estado de derecho debe ser entendida funda-
mentalmente en términos del orden jerárquico conceptual, en el sentido de que la
democracia es imposible sin aquel orden jurídico. Pero también debe entenderse
esa expresión en su sentido temporal ya que el establecimiento de las libertades y
de los derechos es una condición indispensable para la instauración de un régimen
democrático. Esto, que hasta cierto punto se ha perdido de vista porque cada vez
atribuimos menor importancia al proceso histórico que condujo hasta las democra-
cias existentes en el mundo, es sin duda un elemento que no puede ser soslayado
en el análisis de países como los aquí tratados. Aportes como los de Moore (1973),
Rueschemeyer, Huber y Stephens (1992), Held (2001) y Sartori (1988, especial-
mente el tomo II), que buscan situar a la democracia en una perspectiva histórica,
requieren ser continuados a la luz de lo que se ha avanzado en el desarrollo con-
ceptual sobre la democracia.
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En términos históricos, el mismo Dahl (1991: 21-34) señala que la primera
gran transformación democrática consistió precisamente en la instauración de «sis-
temas en los cuales una cantidad sustancial de varones adultos libres tenían dere-
cho a participar directamente, en calidad de ciudadanos, en el gobierno. Esta ex-
periencia, y las ideas a ella asociadas, dieron origen a la visión de un nuevo sistema
político en que un pueblo soberano no sólo estaba habilitado a autogobernarse
sino que poseía todos los recursos e instituciones necesarios para ello» (ibid.: 21).
El elemento central de esa nueva organización política de la sociedad fue, por tan-
to, el reconocimiento de lo que más adelante se conocería como los derechos de
ciudadanía, aunque inicialmente estuvieran restringidos a los de carácter político.
Esa evolución desde la concepción limitada marca la trayectoria de la democracia
hasta su versión contemporánea.
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Las elecciones viciadas han sido la excepción y no la regla en la historia con-
temporánea de América Latina. Es verdad que en ello ha desempeñado un papel
fundamental la observación internacional, pero no es menos cierto que se debe
también a las propias condiciones internas de los países.
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Los casos emblemáticos en este aspectos son Bolivia y Ecuador, donde los
partidos de origen indígena han alcanzado cuotas de representación que incluso
superan proporcionalmente al peso estimado de la población que se identifica
como tal. La agenda política en ambos países incluye los temas étnico-culturales
como uno de los aspectos básicos del debate (un issue, para decirlo en el lenguaje
de la ciencia política contemporánea).
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Entre los problemas se pueden destacar los siguientes: la persistencia e in-
cluso el incremento de los niveles de pobreza e inequidad en la distribución del in-
greso; la pérdida de capacidad institucional de los estados para dar respuesta a las
demandas de la población; la erosión de la legitimidad de los partidos y de los diri-
gentes políticos; el crecimiento de las tendencias antipolíticas y populistas; el cre-
ciente apoyo ciudadano a opciones autoritarias, tanto por medio de la vía electoral
como por otro tipo de manifestaciones; la importancia adquirida por la inseguri-
dad ciudadana (o su percepción) no sólo como elemento central de la vida cotidia-
na, sino también como factor político; la incidencia de la corrupción; la presencia
del narcotráfico en el ámbito económico pero también en el político; la evidencia
de inseguridad jurídica con su secuela de pérdida de los derechos (Pachano, 2007).
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Nuevamente, la muestra de esta tendencia se encuentra en las nuevas consti-
tuciones de Bolivia y Ecuador, a las que se debe añadir la de Venezuela. En todas
ellas se diseñan instituciones y procedimientos que, bajo la denominación de de-
mocracia directa y participativa, establecen formas corporativas que anulan el prin-
cipio básico de igualdad política de los ciudadanos.
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Los casos de los presidentes Fujimori y Chávez, en Perú y Venezuela, res-
pectivamente, son ilustrativos de la tendencia a la personalización. Se puede asegu-
rar que hay una relación inversamente proporcional entre el fortalecimiento de los
líderes y el debilitamiento de las instituciones.
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IV. CONCLUSIONES
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BIBLIOGRAFÍA
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