Rosario Castellanos - La Corrupción Intelectual

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La corrupción intelectual

Rosario Castellanos

Hablar de la corrupción supone, de antemano, que el objeto del que se


trata es susceptible de alcanzar y aún de permanecer en un estado en el
que sus funciones se cumplen correctamente y en el que sus connotaciones
definitorias logran la plenitud.

Así, cuando queremos referirnos a la corrupción que sufre la vida


intelectual o sus protagonistas, los intelectuales, es necesario que
previamente dejemos establecido con claridad cuáles son los atributos
que distinguen esta actividad de todas las otras, y cuáles las
condiciones en las que realiza, de modo satisfactorio, su misión.

La inteligencia es una potencialidad humana que se desarrolla a través


de la adquisición del conocimiento; de la combinación de las nociones
que se encontraban aisladas o que se habían agrupado según
constelaciones diferentes; del acrecentamiento del campo que abarca la
comprensión del hombre, y del ensanchamiento de los límites dentro de
los cuales se mueve con la certeza que le proporcionan su razón, su
intuición, sus capacidades deductivas e inductivas.

De esta manera podríamos establecer los pasos sucesivos mediante los


cuales procede el intelectual para llevar al cabo sus tareas específicas.

El primer paso sería receptivo: recibir con la mayor integridad y


fidelidad posibles la herencia cultural que nos transmiten nuestros
antepasados, asimilarla; en resumen, asumir la tradición a la que se
pertenece y que es un conjunto de fórmulas de pensamiento y de normas de
acción que presiden las decisiones, orientan los propósitos y rigen la
vida.

Pero la receptividad no es un acto meramente pasivo. Confundida dentro


del enorme y variado caudal que nos llega de las generaciones anteriores
va una enorme cantidad de elementos desechables, de desperdicios, de
basura. Y esto por la caducidad de los valores que postulan, o por la
falta de operancia de los dictados que proclaman dentro del marco actual
de las circunstancias, o por el falso planteamiento de los problemas,
por la fragilidad de las hipótesis (refutadas ya por la ciencia
contemporánea) sobre las que descansaban edificios enteros construidos
por el rigor mecánico de la lógica o por el desbordamiento sin cauce de
la imaginación o por la repetición inerte de la rutina.

Ante estas mezclas el intelectual ha de poseer la aptitud crítica que le


permita discernir entre la paja y el grano y asimismo adoptar una
actitud en la que los "ídolos" como Bacon llamaba a los diversos tipos
de prejuicios a los que se acoge el vulgo sean despojados del título que
los sacraliza y los vuelve intangibles y con el que tan gratuitamente se
les ha coronado. Este despojo es el momento que precede al del severo
examen a que los dogmas serán sometidos, tras el cual aquellos que
conserven su vigencia o, en última instancia, demuestren su utilidad, se
mantengan y los otros se califiquen y se desprecien.

La inteligencia que de este modo se nutre, se informa y se forma se


vuelve entonces hacia "ese loco furioso que es el mundo, para ponerle
una camina de fuerza", como decía Max Scheler. Es decir, se vuelve al
mundo para interpretarlo, para reducirlo a concepto, a imagen, a
invocación mágica, a estructura religiosa, a verso en que resplandece la
hermosura, a fórmula que guarda la verdad.

El caos se convierte en cosmos; la vertiginosa abundancia de hechos se


simplifica en jerarquías; la indiferenciada e indiferente existencia de
los seres recibe un nombre y con ello una definición y una categoría.

Esta relación entre la inteligencia humana y el mundo no puede obedecer


a impulsos esporádicos e impredecibles, a caprichos que ora se dirigen
hacia un sector, ora lo abandonan para fijar su atención en otro. La
relación, además de constancia, requiere coherencia, y la coherencia no
se da sino gracias a un método, esto es, a una manera regular de trabajo.

Pero es preciso que no confundamos la regularidad con la rigidez. El


método no sólo es necesariamente flexible, sino que en muchas ocasiones
se admite como provisional. Además, el método no es omnicomprensivo. Si
rinde frutos en algunas disciplinas, en otras conduce al error.
Aplicarlos indiscriminadamente revela que quién lo hace no ha
comprendido ni su naturaleza ni las limitaciones de su uso y, por ende,
lo maneja como un instrumento inútil cuando no perjudicial.

Por último: ¿cuál es el receptáculo y el vehículo de transmisión de los


hallazgos del intelectual? El lenguaje. A través de las palabras
comunicamos y compartimos con nuestros contemporáneos y legamos a los
hombres por venir las leyes a que obedecen los fenómenos; eternizamos
las formas fugitivas; hacemos patente la armonía del universo;
conjuramos la muerte y la destrucción y el olvido.

De allí que el lenguaje tenga que ser tratado con un respeto máximo.
Nadie cree ya en los principios de la antigua retórica según los cuales
todo contenido había de estar supeditado a una agradable eufonía. No.
Ahora sostenemos que lo que proporciona licitud a la enunciación de un
discurso es que sea preciso, exacto, directo. Aún en el genero lírico
(al que tan ligeramente se le atribuye un libertinaje del que por
fortuna está exento) no cabe sino el adjetivo insustituible, la metáfora
en que los términos que se ligan son términos a los que ha aproximado la
semejanza entre los objetos, no el parentesco de los vocablos ni su
alianza feliz.
Es dentro de los límites clara y escrupulosamente definidos y no en el
seno de la anarquía donde surge la invención fructífera, el espíritu de
aventura y de búsqueda, el ansia de los nuevo, la posibilidad de la
sorpresa. Ya lo afirmaba Paul Valery: “del mayor rigor nace la mayor
libertad.”

Con los puntos que acabamos de enumerar hemos delineado, aunque no sea
más que de un modo muy esquemático, que no permite mayor profundización
dada la índole de este escrito, un perfil del intelectual. Examinemos
ahora los campos en los que opera y cómo sus operaciones pueden ser
desvirtuadas o corrompidas. Vamos a referirnos, en primer lugar, al
magisterio y a sus más obvias deformaciones y degeneraciones.

La enseñanza es una de las formas más altas de la creación, porque lo


que está modelándose o moldeándose no es un objeto inerte sino una
criatura viva. Recordemos que Sócrates se consideraba a sí mismo un
partero de almas que, gracias a un interrogatorio bien conducido,
ayudaba a su interlocutor a darse cuenta de su ignoracia, primero; a
deshacerse de las fáciles e insostenibles respuestas que la sociedad de
su época le había proporcionado, después; y, por último, a descubrir la
esencia oculta detrás de la apariencia.

Pues bien, este tipo de creación se ha producido en cantidad tan escasa


que la historia conserva celosamente los nombres de los grandes
pedagogos que en el mundo han sido. Los demás son meros repetidores de
lo que oyeron decir a otros repetidores, y a quienes lo único que les
interesa es que su auditorio aprenda la lección sin faltar en ella un
ápice. Una omisión es grave a los ojos de estos dómines, pero muchos más
grave aún resulta una adición. “¡Anatema” al discípulo que se atreva a
agregar algo a lo que ya estaba escrito! ¡Reprobación al que diga las
mismas cosas pero con un vocabulario diferente o con un diferente orden
en las fórmulas establecidas!

¿Por qué este rechazo, escaldalizado, horrorizado ante una variante, una
innovación, una alteración? Porque la negligencia ha impedido a quienes
así usurpan el oficio de maestros estar al tanto de las nuevas
corrientes de pensamiento, de las críticas demoledoras a los sistemas
bajo cuyas alas se cobijan y en cuya perenidad confían, a la teorías
revolucionarias en la técnica y en la sustancia de la materia que se
enseña.

La corrupción tiene aquí una figura negativa. Pero no es la única. Hay


otra quizá más peligrosa para el alumno, quizá más dañina para la
comunidad de estudiosos. Esta es la de quienes deliberadamente ocultan o
prohiben que se exponga una doctrina, que se manifieste un punto de
vista determinado, que se divulgue una verdad. [1]

El ocultamiento, gracias a los medios masivos de comunicación con los


que actualmente contamos, muy difícilmente alcanza a ser total. Entonces
quienes lo intentan recurren a la prestación mutilada de una estructura
de pensamiento cuyas partes se articulan con tal maña que el resultado
es absurdo y, naturalmente, muy fácil de refutar y de reducir a la
invalidez.

Esta cláusula de exclusión aplicada a uno o varios sectores del


conocimiento obedece al dogmatismo. Se humilla una teoría (o varías)
para ensalzar otra y proclamarla única y absoluta. Se hace una
lamentable parodia de la actitud crítica para que aparezca, triunfante,
una posición que es la oficial o de la escuela o de la época o de la
nación.

No hace falta aclarar que en estos casos el conocimiento está supeditado


a intereses ajenos a él: religiosos, políticos, económicos. Y que el
maestro, con o sin conciencia de lo que hace y de la trascendencia y
gravedad de su acción, sirve como un instrumento para que las
generaciones jóvenes posean una mentalidad más proclive al fanatismo que
a la tolerancia y más adiestrada en el sofisma que en la discusión.

¿De que lenguaje se vale este tipo de maestro para expresarse ante sus
alumnos? Desde luego será un lenguaje al que no se le exija el más
mínimo requisito para que sea un apto portador de la verdad o de la duda
o de la objeción. Será el lenguaje del retórico: la ornamentación
esconderá el vacío, las argumentaciones se sucederán con una ligereza de
prestidigitador, pero no por ello serán más sólidas, y si parecen
deslumbrantes no logran, a la larga, haber tenido éxito como
convincentes.

Pero el magisterio, se afirma, es una vocación reservada a grupos de


intelectuales y vedada a otros a quienes, como a nuestra Sor Juana, el
rumor de comunidad irrita. Hay otras tareas de la inteligencia que
exigen o la soledad o la compañía de iguales. Vamos a analizar ahora a
quienes se dedican a la investigación científica.

¿Que persigue un investigador en su laboratorio? No transmitir


conocimientos, sino ampliar los ya existentes. Busca que las verdades
parciales que manipula se complementen con otras verdades parciales que
aspira a descubrir.

Esta es la esencia de su profesión. Veamos ahora cuáles son los más


frecuentes y comunes cantos de sirena que le hacen desviar su ruta y
alcanzar otros fines que no son los que originalmente se había propuesto.

La sirena más estentórea es, ay, la riqueza. Usa otros nombres: éxito,
fama. Las tres gracias que se conceden, por un público de indoctos, a
quien tiene el cinismo de asediarlas.

El sabio distraído es cada vez más una figura legendaria, y el aura que
lo rodea es más bien cómica. Un profesor Curie que atraviesa la calle,
tan absorto en sus meditaciones que no se da cuenta de los riesgos del
tránsito y sucumbe en un accidente, es cada vez más raro. Un sabio
encerrado en su laboratorio es una excepción difícil de hallar, porque
lo ha suplantado el joven ambicioso, provisto de un eficaz agente de
relaciones públicas y que no vacila en poner en peligro la salud y aun
las vidas humanas, el equilibrio político del mundo, con tal de anunciar
y llevar a efecto un experimento cuya espectacularidad fascina a las
multitudes, suscita ecos en los más remotos rincones de la tierra (hasta
donde llegan las agencias de noticias) y atrae la atención mundial y la
concentra sobre la eminencia que ha consumado una hazaña memorable.

¿Es esto una exageración? Antes de pronunciarnos reflexionemos en el


número de veces a la semana que nos enteramos al través de la prensa, de
la televisión, de los documentales cinematográficos que acaba de
descubrirse, por fin, una cura definitiva para el cáncer, un estilo de
bombas atómicas "limpias", un método de determinar el sexo de las
criaturas nonatas, una sustancia que acaba con las moscas, una dieta que
le permite al goloso cultivar su vicio sin caer en la obesidad, etcétera.

A veces no es el individuo aislado el que polariza en su beneficio el


uso de la máquina de la publicidad. A veces es una empresa que lanza sus
productos a la venta y al consumo cuando estos aún se encuentran en una
etapa experimental y no se ha averiguado todavía si su empleo no afecta
de alguna manera al organismo, cuando no se ha descartado por completo
la posibilidad de que provoque reacciones nefastas. [2].

¿Es preciso recordar los ejemplos de la cortisona y de la thalidomida?


Estos productos no brotaron de la nada sino que fueron la consecuencia
del trabajo de un equipo de técnicos, y cada uno de ellos tenía un
margen de responsabilidad que nunca le fue reclamado por la ley y que
probablemente tampoco perturbó su conciencia moral. La culpa, pueden
exclamar al fin de cuentas y alzándose de hombros, es de todos, es del
sistema dentro del que vivimos. ¿Y los niños deformes? ¿Y las madres que
han optado por el infanticidio antes que por la aceptación de la
desgracia? ¿Y las madres que aceptaron la desgracia? Casos aislados,
cifras en una estadística. Y para que cese el escándalo se retira el
producto del mercado y basta.

Los investigadores del átomo podían suponer que operaban en el campo de


la ciencia pura hasta que el interés de los militares y de los políticos
respecto de sus actividades los hizo recelar. Redactaron y firmaron
entonces un documento que si bien testimonia su buena fe también pone en
evidencia la ineficacia con que trataron de detener las catástrofes de
Hiroshima y Nagasaki.

Es cierto que muchos de estos científicos han escapado a las presiones


de los poderes imperiales que se disputan la hegemonía mundial. Pero es
también cierto que muchos otros, invocando el patriotismo o una
ideología cualquiera, no han vacilado en ponerse al servicio de las
grandes potencias, aún a sabiendas del peligro que corre la integridad
de los demás países y aún del suyo propio y el delicado equilibrio
político internacional.
La ciencia, dice Mario Bunge, sometida a las fuerzas de la destrucción,
la opresión, el privilegio y el dogma (fuerzas armadas, trusts, partidos
o iglesia), puede ser muy eficaz y hasta creadora en ciertos aspectos
limitados. Pero no contribuye a satisfacer los desiderata de una ética
humanista: el bienestar, la cultura, la paz, el autogobierno, el
progreso. Estos desiderata se alcanzan al través de un código que
incluiría varios puntos fundamentales: el culto de la verdad, el aprecio
por la objetividad y la comprobabilidad, el rechazo de la falsedad y el
autoengaño, en primer término. La independencia de juicio, o sea el
hábito de convencerse por sí mismo con pruebas y de no someterse a la
autoridad. Para ello es indispensable poseer coraje intelectual, amor
por la libertad y sentido de la justicia.

Este código es claro, pero ¿es practicable? Friedrich Durrenmatt, el


gran dramaturgo suizo, expone esta contingencia en su obra “Los
físicos”, y muestra hasta que punto proseguir las investigaciones que
van a convertirse en armas guerreras o suspenderlas es un asunto que
rebasa por completo las intenciones y las posibilidades del individuo
aislado y aún del equipo, para convertirse en una decisión que compete
exclusivamente al Estado.

Pero de aquí no debe concluirse que se gira dentro de la órbita de la


fatalidad. No. Las circunstancias en que actúa el científico son
consecuencia de una serie de errores previos, de una ingenuidad y una
falta de visión que conducen a la impotencia del enajenado. El sabio, al
elegir su especialidad, elige también lo que quiere que su especialidad
sea, y los medios para conseguirlo; beneficio colectivo o amenaza que
unos cuantos esgrimen para mantener en jaque a la humanidad.

A veces la corrupción del sabio es menor, aunque no por ello menos


condenable. Representa y sostiene los intereses de una clase. Profundiza
en los aspectos de su investigación que la benefician; descuida o, de
plano, ignora lo que la perjudica. Tal es el caso del jurista que arroja
un haz de luz sobre un texto de la ley que salvaguarda los intereses que
el defiende y que calla o retuerce el significado de los textos
complementarios con los que se intentaba establecer la equidad.

Tal es también el caso del médico que no desvanece las supersticiones


populares o sigue ostentando como válidas ideas periclitadas, para no
alterar la moral reinante. Rasgarse las vestiduras exagerando los
peligros de la masturbación, causa inmediata del reblandecimiento
cerebral; declarar pomposamente que los medios anticonceptivos producen
males incalculables pero incurables, les hace merecer el aplauso de los
"bien pensantes" y conservar una clientela tan puritana como pródiga en
el pago de los honorarios.

En suma, el sabio corrompido traiciona a la verdad que es una y total y


autónoma, y la subyuga a otros principios por fanatismo, por codicia o
por terror.

La creación estética.
El artista, a pesar de su obvia inutilidad, de su aparente falta de
función dentro de una sociedad en la que el valor supremo es la técnica,
sobrevive.

Tal supervivencia no sería posible de explicar si el trabajo que realiza


no satisficiera alguna profunda aspiración humana, si la vocación a la
que se entrega no fuese, de una manera u otra, compartida, sancionada y
exigida por muchos espíritus que se llaman a sí mismos prácticos y que
no quieren dejar traslucir la frustración que les ha acarreado el no dar
rienda suelta a otros intereses que los inmediatos, ni a ese
"desinterés", como llamó Kant a la experiencia estética, es decir, a esa
falta de deseo de aprovechar de un modo utilitario un objeto y a
convertirlo en objeto de contemplación.

El artista, a lo largo de la historia, se nos aparece como el que


revela. Lejos de negar el valor de la apariencia la exalta hasta el
punto de convertirla en significativa. La apariencia no oculta el
sentido de la vida, ni el orden subyacente en la sucesión de los
acontecimientos, ni la unidad en la multiplicidad, sino al contrario. La
apariencia, tratada con los medios de que dispone el artista, muestra
ese sentido, ese orden y esa unidad, y el creador y el espectador
comulgan en la evidencia sin necesidad del discurso lógico, de la
demostración racional. Es una especie de asentimiento más hondo, más
entrañable, quizá más difícil también de formular.

El artista, en el momento de surgir, se encuentra con un repertorio de


formas y un conjunto de procedimientos técnicos que le es preciso
conocer y dominar. Pero ambas actividades, aunque indispensables, no son
suficientes. La posesión y la maestría en el manejo de los medios
expresivos no son sino las condiciones previas que le permiten la
búsqueda de la originalidad, meta que únicamente los genios alcanzan, y
de la autenticidad, urgencia que únicamente los artistas verdaderos
experimentan.

Si partimos de estos postulados no nos será difícil señalar cuáles son


las maneras según las que se corrompe el creador de obras estéticas:
sustituyendo la verdadera disciplina por la hábil simulación,
abandonando la búsqueda de la originalidad para imitar las modas
imperantes, renunciando a lo auténtico para halagar el gusto del público.

La palabra disciplina, a primera vista, parece fuera de lugar cuando se


trata de asuntos estéticos donde lo que debe reinar según se supone es
la inspiración. Y la inspiración, como el Espíritu según San Pablo,
sopla donde quiere. Es una gracia que dispensa una deidad caprichosa, no
es un mérito que alcanzan los que se han aplicado a su consecución.

La inspiración desciende sobre el elegido: éste es un hecho innegable.


Pero cuando el elegido ha sido perezoso, cuando se ha abandonado a la
ignorancia, a la falta de destreza, el descenso de la inspiración es
infructuoso. Se viven todos los estados de ánimo en los que se rompen
los diques de la individualidad para que se expanda el universo; se
tiene la sensación de formar parte de una armonía perfecta e
imperturbable; se entrevé la desembocadura de los avatares de la
historia; se identifican los signos de los tiempos pero, ay, se es
totalmente incapaz de traducir ese signo, de convertirlo en palabra,
sonido, color, volumen, movimiento, algo que los otros puedan percibir y
apreciar.

El éxtasis (que, por otra parte, es susceptible de provocarse


artificialmente con drogas o con otro tipo de estímulos) es un éxtasis
que no trasciende, no se comunica a los demás, no se plasma en una obra:
estatua, partitura, libro, danza, cuadro.

Pero el fenómeno que acabamos de describir, más que corrupción del


trabajo artístico sería privación de él. Si lo mencionamos es porque en
los países latinos, y más en los hispanoamericanos, la poesía por
ejemplo, es una de las opciones obligadas en la adolescencia y los dones
naturales, tan abundantes, permanecen silvestres o se usan en beneficio
de otros fines, especialmente el político. No es raro el caso del que
poseyendo "facilidad de palabra" derive en orador de plazuela y alquile
sus aptitudes a los partidos en el poder, sin detenerse ante el más leve
examen de la ideología que va divulgar, ni de su validez ni de la
oportunidad de emprender tal acción.

Genios inéditos no son raros en nuestras latitudes. A ellos recurre la


burocracia cada vez que es preciso llenar el hueco de una oficialía
mayor, de una dirección general, de una jefatura cualquiera...
trampolines para escalar posiciones cada vez más altas, cada vez mejor
remuneradas, cada vez más influyentes y cada vez más alejadas del arte,
sarampión juvenil del que reniegan, de muy buena gana, quienes escalaron
su posición de triunfadores gracias a un "vago afán de arte" que jamás
cristalizó en una forma valedera.

El arte, como profesión, es un peligro contra el cual nos ponen en


guardia los prudentes. Ser pintor dominical es una actividad inofensiva
mientras como Gauguin también se es banquero. Mas cuando la pintura
exige la prioridad y la exclusividad y cuando se le sacrifica la
prosperidad alcanzada o el futuro promisorio, entonces se es mirado con
desconfianza. Quien lleva al cabo semejante elección ¿está en sus
cabales? Desde luego, si nos atenemos a los síntomas que nos
proporciona su conducta, no. Es una criatura inestable desde el punto de
vista emotivo, incapaz de aprovechar una situación que la beneficie, de
satisfacer sus propias necesidades. Loco, parásito, egoísta. Es natural
que ante un juicio tan adverso el artista sufra la tentación de
afirmarse y se imponga gracias al éxito. Pero el éxito es más difícil de
conseguir en la medida en que se quiere lograr que la sensibilidad del
público consuma un producto al que no está habituado.

Ésta es una de las maneras más comunes y vulgares de corromperse y es la


de seguir, por inercia, los moldes establecidos; apegarse, por temor, a
la normas que la tradición consagra como operantes; renunciar, por
pereza, a la soledad, al hallazgo de un nuevo estilo, a la innovación de
las combinaciones usuales, a la invención de modos expresivos.

Porque, entre otras cosas y como ya lo enunciaba Rilke en sus Cartas a


un joven poeta, nada nos garantiza que el propósito, por firme y puro
que sea, de entregarse a la poesía, dará por resultado el hecho de ser
un poeta.

La disciplina es indispensable pero no es suficiente. La constancia es


ineludible pero no bastante. La buena conducta... La mala conducta... El
fracaso... El aplauso... El aislamiento... La asunción de
responsabilidades domésticas y aún políticas... todo es ambiguo.

Si examinamos la historia de los grandes artistas, lo que en unos ha


sido circunstancia positiva en otros ha sido causa de esterilidad. Aun
la gloria es intermitente, cuando no efímera. Porque ya lo dice el
refrán: en gustos se rompen géneros, y en arte impera el gusto sobre el
que en vano tratan de legislar los críticos y los retóricos.

¿Vale la pena entonces arrostar tantos riesgos durante la vida cuando


acaso la posteridad nos será indiferente o se reirá de nuestros
esfuerzos? Cuando el joven poeta, angustiado, se hacía estas preguntas,
Rilke no acertaba sino a responder que, de una manera abstracta, es
imposible justificar esta decisión, pero "si no podemos vivir... si la
poesía es tan indispensable como respirar...", esto es, si más que una
hipótesis de trabajo la creación se constituye en un móvil cuya
profundidad escapa al análisis porque pertenece al reino de lo
instintivo, entonces hacemos la elección correcta. Entonces también un
país, una cultura tienen la oportunidad de hallar quienes dan a su
esencia un cuerpo visible, a sus sueños una "fermosa cobertura" gracias
a la cual sea posible contemplarlos, comprenderlos y amarlos.

Pero si el arte se realiza en estratos más superficiales de la vida y de


la conciencia no será difícil predecir los resultados. Será un arte que
no ponga en crisis ninguno de los clisés establecidos sino que repita
los lugares más comunes; que no haga estremecerse al hombre ante la
visión de su grandeza y de su miseria como especie, sino que ayude al
buen burgués a digerir su comida, a justificar su modo de existencia
como el mejor, a reconciliarse consigo mismo, a consentir en sus
limitaciones, a fortalecer sus prejuicios, a perpetuar sus errores, a
erguir su soberbia.

Un producto artístico así concebido y realizado tendrá una acogida


benévola, una demanda creciente. No se podrá diferenciar de los
productos comerciales y será portador de un mensaje ideológico de
conformismo que ayude a mantener el estatus quo, desdeñando las leyes de
la dinámica histórica.

Los medios de información.


Existe otro nivel del conocimiento en el que sus cultivadores no
pretenden ni su profundización ni su expresión ni su transmisión a un
grupo selecto, sino su divulgación. Los medios con que para ello se
cuenta han tenido un enorme desarrollo en el curso de las últimas
décadas y han contribuido, según el pensador canadiense Marshall
McLuhan, de un modo definitivo a cambiar los contenidos de la conciencia
del hombre, a ampliar su horizonte vital, a integrarse dentro de la
totalidad del mundo y a sentirse partícipe y, en cierta manera,
responsable de lo que acontece, ya sea próximo o remoto.

Los periódicos, con su carga cotidiana de noticias y datos, de análisis


y comentarios; la radio, la televisión y el cine permiten al hombre
contemporáneo enterarse, minuto a minuto, de los sucesos que componen la
fisonomía (geográfica, social, política) del planeta que habita. Para
que este "estar al tanto" no resulte desorientador sino al contrario, se
supone que los medios de información transmiten noticias
escrupulosamente verificadas, datos precisos y completos, análisis
objetivos y comentarios esclareceores. Tal sería la función correcta de
los canales informativos. Examinemos ahora de que manera se les usa.

Un lector asiduo de la prensa y que se detiene en sus páginas con cierto


grado de atención y un mínimo de espíritu crítico no puede por menos de
asombrarse ante la vaguedad con que se alude a las "fuentes" que
respaldan la veracidad de los hechos que se proclaman como ciertos y que
entrañan una profunda gravedad. "Un vocero autorizado", "insistentes
rumores", "personas allegadas" a las que en ningún caso se menciona con
su nombre ni se hace comparecer como testigos, constituyen el aval de
una noticia que al día siguiente es desmentida sin el menor escrúpulo o
reducida o aumentada a proporciones que el día anterior no hubiera sido
posible predecir.

También nos deja atónitos la vaguedad con que los mismos hechos son
aludidos cuando se pretende ocultarlos o darlos a conocer sólo a medias.
"Un grupo de inconformes" cometiendo "actos vandálicos" es la
denominación en clave para hablar de una sublevación popular; "unas
cuantas decenas de miles" son los componentes de una manifestación de
protesta contra cualquier gobierno constituido al que se quiere mostrar
simpatía y apoyo; "una enorme multitud" si el gobierno es enemigo de los
intereses periodísticos y de los otros medios de confusión, más que de
difusión. "Una partida de abigeos" se traduce como guerrilla rural, y
los "rebeldes sin causa" en muchas ocasiones encubren a las guerrillas
urbanas.

Cambiar de nombre no es bastante si no también se callan los móviles o


se sustituyen por otros. La noticia está uncida a la propaganda. Y la
propaganda, ya lo sabemos, se vale de adjetivos que, sin la menor
necesidad de justificarse, conmueven con su impacto el alma popular.
Frases como "el muro de la ignominia", "la isla prisionera", "la Iglesia
del silencio", etc., excitan a los lectores, provocan con su
indignación, apelan a su solidaridad, a su sentido de la justicia, a su
compasión.
Pero las tácticas de la propaganda en las que Goebbels continúa siendo
un clásico no terminan allí ni mucho menos. Los que las manejan lo hacen
de acuerdo con los mecanismos mentales del público al que se dirigen. El
mejor conocido de estos mecanismos es la pereza. Le ofrecen, entonces,
en letras enormes, un titular sensacional. En letras de menor tamaño
algo que ya promete menos, y en el cuerpo del texto (que ninguno sino
los masoquistas empedernidos leen) un contenido que si tiene alguna
correspondencia con los párrafos que lo precedieron es únicamente para
contradecirlos, para atenuarlos o para darles su marco adecuado.

Esta contradicción es evidente en la televisión entre el documento


gráfico y la palabra hablada. Son mencionados, con el trémolo
indispensable en la voz, heroicos ejércitos que defienden a la
democracia de algún peligro espantoso, y simultáneamente contemplamos un
ejercito perfectamente bien pertrechado que asalta aldeas en las que
sólo viven ancianos, mujeres y niños. Se nos señala el vandalismo
juvenil en el momento en que un adolescente cae abatido por la macana de
un policía. Se nos delata la "violencia negra" y vemos a las jaurías de
perros amaestrados que persiguen a unos hombres fugitivos e inermes.

¿Cinismo? No. Confianza en que nadie en el auditorio establecerá una


conexión entre las imágenes y el vocabulario que ponga de manifiesto el
absurdo. Porque el auditorio ha sido larga y pacientemente acostumbrado
a aceptar lo que se le ofrece con un ciego asentimiento. Si presenciamos
personalmente un hecho somos capaces aún de dudar del testimonio de
nuestros sentidos. Pero sí ese mismo hecho se nos da convertido en
espectáculo y elaborado verbalmente, adquiere una categoría de dogma.

Sí, la conciencia del hombre contemporáneo ha sido radicalmente


modificada por los medios de información. Pero no la enriquecen con
datos verdaderos, sino que la atiborran con prejuicios de toda índole:
políticos, religiosos, nacionales, raciales, comerciales. La concepción
del mundo del hombre común y corriente de hoy en día se integra con una
serie de apasionadas e irracionales adhesiones a un sector de objetos, y
con otra serie de no menos apasionados e irracionales rechazos a otro
sector de objetos.

Se dice "sí" con la misma seriedad a la patria, a la ideología, al


partido y a un equipo de fútbol, a una marca de detergente, a una pasta
dentífrica. Y se dice "no" a los fantasmas amarillos, barbudos que nos
acechan. Pero también a los posibles marcianos y a los herejes de menos
cuantía.

La píldora que el público se traga cotidianamente y a todas horas esta


cuidadosa y preciosamente dorada. Aunque pudibundos y respetuosos de la
moral tradicional, los promotores de la publicidad no dejan de acudir a
los recursos que mejor han comprobado su eficacia: la promesa del
placer que ha de cumplirse, no este mundo en que se nos concede en tan
pequeñas dosis, sino en alguna especie de paraíso en el que toda
licencia será permitida. Allí, como en los versos de Baudelaire,
disfrutaremos del ocio, de la abundancia y de la eterna voluptuosidad.
Entretenidos con esta esperanza, ¿quién va a fijarse en las
incoherencias del presente? ¿Quién va a ponerse a investigar si esas
incoherencias son susceptibles de resolverse gracias a una explicación
adecuada y no van a permanecer intactas después de haber sido urgidas
por los lugares comunes?

Entretenidos con esa esperanza, ¿quién va a desear la más mínima


alteración de los establecido? Es innegable que lo establecido no nos
satisface: que el trabajo es rutinario y no muy bien remunerado; que las
relaciones familiares son conflictivas; que carecemos de amigos pero nos
sobran competidores; que estamos enredados en una maraña de deudas; que,
de una manera oscura, sentimos que hemos pedido pan y se nos han dado
piedras.

Si estas preocupaciones no fueran tan deprimentes, quizá el malestar se


transformaría alguna vez en crítica al sistema al que pertenecemos, en
tentativa de acción eficaz para que el sistema sea más aceptable, o en
rebeldía franca contra una realidad hostil.

Pero este paso no vamos a darlo sin antes cortar todas las cabezas a la
hidra del evasionismo. A los espíritus burdos el aparato publicitario
les propone alcohol, un vicio socialmente admitido. Y la ración
necesaria de violencia, que compensa nuestras represiones, y de sexo que
compensa nuestras frustaciones. Violencia y sexo que son, naturalmente,
imaginarios. Los ingerimos por medio de la lectura, vicio impune. O por
la contemplación de espectáculos que si se nos brindan es porque otorgan
un voto de confianza a la madurez de nuestro criterio, a la firmeza de
nuestras convicciones y la invariabilidad de nuestro carácter.

A los espíritus sofisticados se les proporcionan drogas que le abren


"las puertas de la percepción". Drogas que, según se nos garantiza, no
alteran la salud, no producen hábito, no dañan a nuestros descendientes.

Para las almas puras, doctrinas. De la indiferencia absoluta, de la


ataraxia, de la inoperancia de la razón. Occidente, esa civilización en
cuyo nombre se cometen tantos crímenes, de pronto pierde prestigio. Y
surgen la figura venerable de Buda y el fascinante misterio asiático en
cuya nirvana nos diluimos.

Para las almas vehementes, doctrinas. De la acción, para la defensa de


los sacrosantos ideales, el exterminio de los enemigos de los
sacrosantos ideales. Se fabrican mitos, se acuñan frases demagógicas y
continuamos girando en la rueda de la enajenación, como la mula en su
noria, pero convencidos de que avanzamos hacia alguna parte, gracias a
esa imagen deformada que de nosotros nos devuelven los espejos de la
madrastra de Blanca Nieves que son los medios de información cuando se
corrompen.
Notas:

[1] De ejemplo está la gran mayoría de los falsos


profesores-investigadores de las instituciones de educación superior.

[2] El caso del SIDA es un ejemplo actual de la corrupción de los


"ingenieros genéticos" que experimentaron con todo el continente
africano para sostener los intereses imperiales.

1997 revista para estudiantes de arquitectura Número 1

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