La Trampa de La Amabilidad - Jacqui Marson PDF

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Jacqui Marson

La Trampa
de la Amabilidad
Aprende a decir no y libérate
de las demandas excesivas de los demás

URANO
Argentina – Chile – Colombia – España
Estados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela
Título original: The Curse of Lovely Editor original: Piatkus, Londres
Traducción: Camila Batlles Vinn

1.ª edición Junio 2014

Copyright © 2013 by Jacqui Marson All Rights Reserved © 2014 de la


traducción by Camila Batlles Vinn © 2014 by Ediciones Urano, S.A.

Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona www.edicionesurano.com

Depósito Legal: B 11258-2014

ISBN EPUB: 978-84-9944-667-7

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la


autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o
préstamo público.
A la memoria de mi querida prima
Debbie Marson (1957-2009),
quien me animó a escribir.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
Introducción. ¿Qué es la Trampa de la Amabilidad?
1. Un día en la vida de una víctima de la Trampa de la
Amabilidad
2. Cómo empieza todo: el niño adorable
3. Los distintos matices de la persona adorable: ¿a cuál
perteneces tú?
4. Sintoniza con tu cuerpo: ¿qué te dice?
5. Descubre tus antiguas reglas y creencias
6. Porque yo lo valgo: ser adorables con nosotras mismas
7. Pule tus herramientas
8. Planta cara a tu factor miedo
9. Experimentos Conductuales Avanzados: atrévete a
decepcionar
10. Prepárate para lo imprevisto
11. Adorable, cuando quiera serlo
Referencias
Otras obras de consulta
Agradecimientos

Deseo dar las gracias a las siguientes personas:

A mi talentosa madre, que me introdujo a la creatividad y el trabajo


duro, y a mi jovial padre, probablemente la primera Trampa de la
Amabilidad en mi vida.
A la profesora Rachel Tribe, de la Universidad de East London, y
a mis dos maravillosas supervisoras, la doctora Lynne Jordan y la
doctora Grace McClurg, quienes creyeron en mí como
psicoterapeuta y como ser humano. A Vagelis Dimitrious y al
magnífico personal y terapeutas de Neal’s Yard Therapy Rooms, en
Covent Garden, por permanecer al tanto de mi complicada agenda y
apoyar mi consulta; a Anna Sternberg, Lotta Kitchen y Alex Segal, de
mi grupo de supervisión paritario, y a Val Sampson, Melanie
Chweyden, Laura Bond y Pia Sinha, por el inestimable apoyo,
aliento, inspiración y reacciones que me proporcionaron. A Claudia
Stumpfl, Rachel Harrison, Jules Williamson, Jacs Palmer, Orianna
Fielding, Leanne Darcy, Nathalie Salaun, Kate Eadie, Hilary Lewis,
Lisa O’Kelly, Evelyn Gavshon, Julie Kleeman, Sue Charkin, Laura
Solomans, Sonia Scott, Caroline Lees y Helen Fletcher, por su
infalible amistad, apoyo y aliento. A Helen Purvis y a todo el
personal de Knight Ayton Management, por ser unos agentes
fantásticos, y a Mary Bekhait de Limelight, por negociar el contrato;
a Jana Sommerlad, por ayudarme a creer en el buen karma, y a mis
editoras en Piatkus, Anne Lawrence y Jillian Stewart, por servir de
modelos para «Adorable, cuando queramos serlo» con sus serenas,
lúcidas y claras comunicaciones. También a mi correctora de
manuscritos, Anne Newman, por su paciencia y perseverancia.
A las adorables señoras del café Delice en la Swiss Cottage
Library, quines me ayudaron a escribir este libro durante los largos
meses invernales con patatas asadas, tarta casera y cálidas sonrisas. Y
a Steve, Mags, Lewis, Alex, Rachel, Helen, Tony, Louis y Felix por ser
adorables…
Por último deseo dar las gracias a mis increíbles hijos por su
sentido del humor y su ayuda: a Jess por sacarme de apuros
tecnológicos («no llores, mamá, he encontrado el archivo»), y a Tom
por conectar con las ideas con generosidad y energía. Y a mi marido,
Stewart, por abrazar las tareas domésticas, por su ojo de editor y su
amor incondicional.
INTRODUCCIÓN

¿Qué es la Trampa
de la Amabilidad?

P oco después de mi cuarenta y cinco cumpleaños, ocurrió algo


que me ayudó a comprender que había caído en la Trampa de la
Amabilidad, y que si no buscaba la forma de escapar de ella,
terminaría por destruirme…
Mi marido y yo habíamos asistido puntualmente a la fiesta del
treinta cumpleaños de la hija de mi prima. Aunque se celebraba en la
sala parroquial de una iglesia que distaba dos horas en coche de
donde vivimos, yo estaba decidida a pasarlo bien, porque quiero
mucho a estos familiares y me encanta un buen baile campesino, que
era lo que habían organizado. Sobre las once de la noche, sin apenas
haber probado una gota de alcohol, me lancé con entusiasmo a
galope (el término técnico) entre dos hileras de participantes en el
baile, pero al llegar al final de la hilera resbalé y me caí. Aterricé en el
suelo con un sonoro impacto; no sé cómo describirlo —quizá fue un
golpe seco, o quizás incluso un chasquido—, pero fue lo bastante
fuerte como para arrancar exclamaciones de preocupación a los
participantes, que me preguntaron ansiosos: «¿estás bien?». Yo, por
supuesto, me levanté enseguida del duro suelo y respondí
alegremente: «estoy bien, no pasa nada, ¡sigamos bailando!»
A continuación bailé los tres bailes siguientes, pese a sentir
náuseas debido al golpe, y de regreso a casa conduje yo el coche,
porque me tocaba a mí. Sentía unas fuertes punzadas en el brazo, que
me dolía cada vez que cambiaba de marcha, pero supuse que a la
mañana siguiente me sentiría mejor. Cuando me desperté tenía el
brazo agarrotado y me dolía, pero no se me ocurrió ir a que me lo
viera un médico. No quería hacer perder el tiempo al esforzado
personal de urgencias del ambulatorio; por lo demás, de pequeña me
habían enseñado a no montar el numerito para hacerme notar.
Como eran las vacaciones escolares, durante los diez días
siguientes me dediqué a llevar a los niños a las actividades que
habíamos planeado, lo que incluía conducir más de trescientos
kilómetros para ir visitar a una amiga en Somerset, donde
navegamos por un lago en un bote de remos. Yo había dicho a mi
amiga que tenía el brazo dolorido y magullado y ella me aconsejó
que no remara, pero por alguna estúpida razón propia de una
persona «adorable», insistí en que era justo que lo hiciera cuando
llegara mi turno. Esto condujo a lo que considero una fotografía
icónica que refleja lo disparatado de mis creencias y mi conducta. El
pie de foto diría: Jacqui remando con el brazo fracturado (sin dejar
de sonreír).
Cuando por fin acudí a urgencias de mi ambulatorio local, lejos
de reprocharme que les hiciera perder el tiempo, los médicos y
enfermeras se mostraron extrañados de que alguien hubiera desoído
los mensajes que le había enviado su cuerpo durante tanto tiempo.
«¿Se hizo esto hace diez días?», me preguntaron perplejos una y otra
vez, sin dejar de menear la cabeza. (Para tranquilizarte, te diré que no
fue una fractura que hiciera que el hueso sobresaliera de la piel; ni
siquiera yo estoy tan desquiciada. Me había partido el radio en la
articulación del codo.) Me pusieron un cabestrillo de color azul
intenso, de modo que al menos tenía permiso para no utilizar ese
brazo, ahora que todo el mundo podía ver que estaba oficialmente
lesionada y no había montado el numerito para hacerme notar o
fingir que me había hecho daño. Ahora podía soslayar el tener que
pedir lo que necesitaba de forma clara y directa. En lugar de ello, mi
precioso cabestrillo indicaba a la gente: ¡esta mujer se ha fracturado el
brazo, ayudadla!
Mi hijastra, una aliada de la familia que conoce bien la Trampa de
la Amabilidad, me envió un mensaje de texto que decía: «Aléjate de
la pira, Juana de Arco». Me pareció tan ingenioso como lúcido.
Básicamente, comprendí que si seguía siendo una mártir y
anteponiendo constantemente las necesidades de otros a las mías,
podía ocurrirme algo mucho peor que fracturarme un brazo.
Ese día, me puse en contacto con una terapeuta con la que hacía
diez años que deseaba trabajar, y di mis primeros y vacilantes pasos
para salir de la Trampa (y plantar las semillas de este libro). He
aprendido mucho de las sesiones terapéuticas a las que me sometí,
así como de trabajar con los clientes en mi consulta en Londres,
muchos de los cuales han tenido la generosidad de permitirme
compartir sus historias contigo en este libro. Ha sido un privilegio
para mí que me permitieran adentrarme en sus vidas y sus
problemas.

¿A QUIÉN VA DIRIGIDO ESTE LIBRO?


Las tres preguntas más frecuentes que me hacen sobre la forma de
escapar de la Trampa de la Amabilidad son:
1. ¿Afecta sólo a personas dotadas de un atractivo especial (las
cuales en principio no tienen nada de que preocuparse)?
2. No querrás que haya menos personas adorables en el mundo,
¿verdad?
3. ¿Es un problema exclusivo de las mujeres?

En primer lugar, cuando me refiero a personas adorables, no me


refiero a nada que tenga que ver con un aspecto más o menos
atractivo. Se trata de personas extraordinariamente amables, que se
comportan de forma tal que los demás suelen decir de ellas que son
«un encanto».
Para responder a la segunda pregunta, este libro no va dirigido a
personas que quizá tengan que esforzarse en ser más amables en su
día a día. Va dirigido a personas cuyo comportamiento consiste por
defecto en mostrarse «adorables» (amables, compasivas,
complacientes, etcétera), hasta el extremo de que se ha convertido en
un problema para ellas. Si has llegado a un punto en tu vida en que te
sientes atrapada por una falta de opciones en cuanto a tu forma de
pensar, comunicarte o comportarte excepto de forma «adorable»,
este libro es para ti.
En respuesta a la tercera pregunta, no, no es un problema
exclusivo de las mujeres. Probablemente conoces a más de un
hombre al que los demás consideran «adorable», y apuesto a que ello
les causa tantos problemas como a las mujeres que han caído en la
Trampa de la Amabilidad.
Durante mis quince años de experiencia clínica como
psicoterapeuta colegiada, he visto a tantas mujeres como hombres
cuyas vidas, relaciones, carreras y bienestar personal habían sufrido
un deterioro debido a la convicción de que para ser apreciados,
amados y aceptados debían ceñirse al tipo de conducta que creían
que los demás aprobaban. Esta conducta puede comprender algunos
o todos estos rasgos: mostrarse siempre cortés, agradable, servicial,
encantador, divertido, hacer que los demás se sientan bien consigo
mismos, no decepcionar nunca a nadie, no decir nunca no, evitar
todo conflicto y anteponer las necesidades de los demás a los suyas
propias.
He decidido titular este libro La Trampa de la Amabilidad
porque, en efecto, se trata de una paradoja: la mayoría de las personas
desean que los demás las consideren un dechado de amabilidad, pero
las personas a las que me refiero lo viven como una maldición que
les echó una malvada bruja cuando nacieron. Se sienten atrapadas,
asfixiadas y oprimidas por el peso de las expectativas de los demás y
piensan que el cambio no es una opción para ellas. Las personas
adorables creen que si expresan sus necesidades serán rechazadas y
nadie las querrá, y en consecuencia reprimen la manifestación de
muchas facetas importantes de su personalidad, en particular
sentimientos como la ira y el resentimiento, que bullen en su
interior. Los demás no se dan cuenta de ello porque siempre se
muestran afables y sonrientes. Pero un buen día la persona adorable
estalla y todo el mundo se queda pasmado. La persona adorable
siente que los demás desaprueban esa conducta, lo cual contribuye a
la negativa creencia de que su ira resulta inaceptable para los demás.
Y así se perpetúa el ciclo (o la trampa).
Este libro propone formas en que puedes empezar a salir, poco a
poco, de la Trampa de la Amabilidad, liberarte de las expectativas
asfixiantes de los demás y vivir una vida más plena y satisfactoria.

CÓMO UTILIZAR ESTE LIBRO


Siempre he pensado que conviene ir paso a paso, puesto que el éxito
constituye una brillante experiencia que nos reafirma en nuestro
empeño y nos estimula a seguir intentándolo. Pero puedes utilizar
este libro de cualquier forma que te resulte útil. Alguien me dijo una
vez en broma que, como ella era una perfeccionista y aspiraba a llegar
muy alto, iría directamente al capítulo 9 para probar los
Experimentos Conductuales Avanzados. Por supuesto, eso es
magnífico si es lo que deseas hacer. No existen reglas. Pero te
aconsejo que leas todo el libro para que descubras qué es lo más
adecuado para ti; me encantaría que a todo el mundo se le ocurriera
un nuevo pensamiento o probara una técnica nueva, pues ése es el
modo en que más me he beneficiado de mis libros de autoayuda
favoritos. Luego acudo a ellos una y otra vez, lo cual me procura una
nueva percepción, idea o recurso. También puede resultarte útil
apuntar en una libreta las ideas, los pensamientos y las percepciones
útiles que se te ocurran mientras lees este libro. Pero, por supuesto, si
eso no te atrae, no lo hagas.
Es posible que mientras lees este libro desees comentar algunos
de los temas incluidos en él con un buen amigo o un familiar, o
ponerte en contacto con un psicoterapeuta para profundizar en este
trabajo.
Suerte, y recuerda que esto no es una competición olímpica de
patinaje sobre hielo, y que nadie va a puntuar tu actuación. Aborda
esta experiencia con compasiva curiosidad, y confío en que te resulte
agradable y divertida.
1

Un día en la vida de una víctima


de la Trampa de la Amabilidad

E chemos un vistazo a un hipotético día en la vida de una persona


que ha caído en la Trampa de la Amabilidad que te ayudará a saber si
te identificas con esta idea.
La persona adorable se despierta y, en un mundo ideal, desea
prepararse un poco de té, escuchar la radio, ducharse, vestirse,
desayunar, irse a trabajar o llevar a cabo sus actividades cotidianas.
En un mundo absolutamente fantástico, esta persona quizá soñaría
con entretenerse realizando todas o alguna de estas tareas: deleitarse
preparando una tetera de su té favorito en hojas sueltas, relajarse en
un baño de espuma perfumado, elegir con esmero la ropa que sabe
que hará que se sienta satisfecha y segura de sí misma, seleccionar
unos zapatos a juego pero cómodos… Pero de pronto una personita
pequeña (o no tan pequeña) le pregunta «¿dónde está mi jersey
azul?», mientras otra quiere saber por qué no queda leche en el
frigorífico, su tía acaba de llamar para preguntarle si puede pasarse a
ver a su abuela, que la pobre está muy sola, y una amiga le ha enviado
un mensaje de texto expresando la acuciante necesidad de hablar con
ella porque hace veinticuatro horas que su novio no le devuelve las
llamadas.
A los pocos minutos de haberse despertado, no sólo todos los
componentes de su fantasía resultan risibles, sino que la persona
adorable ha empezado a dejar de lado sus necesidades básicas para
ocuparse de las de los demás. Una mañana cualquiera sale de su casa
sin haber desayunado, calzada con unos zapatos que le aprietan y con
el pelo cubierto de champú seco, hambrienta, agobiada y con un
aspecto un poco cutre, pero consolándose pensando que ha atendido
a todos los demás para que se sientan felices y contentos. Ha evitado
algún que otro arrebato de genio, gritos y malas caras en casa. Y, a un
nivel emocional más profundo (y probablemente subconsciente), se
siente segura y querida porque se ha ocupado de todos los demás. O,
quizá, con la certeza de que no tendrá ningún problema porque no le
ha fallado a nadie.

EL CAMBIO ES POSIBLE
Como es natural, no todos somos igual de adorables. Hay diversos
tipos de persona adorable que se manifestarán de modos distintos
ante situaciones diferentes; pero el denominador común es que a
menudo nos sentimos agobiados por las expectativas de los demás y
no sabemos cómo comportarnos de otra forma. De hecho, la mera
idea de hacerlo, por ejemplo negándonos a algo, nos aterroriza.
Creamos expectativas, y luego, en cierto momento, nos sentimos
atrapados por ellas; las habilidades que nos han servido para crear esa
expectativa suelen ser radicalmente distintas a las que necesitamos
para cambiarla.
Indira, a quien reencontraremos en el capítulo 6, me explicó que
su familia la trataba como un establecimiento «abierto a todas
horas», que tenía que dejarlo todo para abrir la puerta al fontanero
cuando acudía a la vivienda de alquiler de un miembro de su familia,
concertar una cita con el dentista para otro y ofrecer alojamiento,
desayuno y el rostro del éxito a parientes que venían a visitarlos
desde su país de origen. Siendo como era la única hija soltera, Indira
preveía, con pavor, un futuro consistente en atender a sus padres o a
uno de ellos, que estaban delicados de salud, mientras se sentía como
«una hija mala e ingrata» por tener estos pensamientos y estaba
aterrorizada porque no le quedaba tiempo ni energía para conocer a
hombres que la salvaran de la suerte que le aguardaba por ser hija
soltera.
Como verás en este libro a través de las historias de otros clientes,
no existe una respuesta fácil de la noche a la mañana. Nuestros
patrones de pensamiento, emociones y conducta suelen permanecer
fijos durante buena parte de nuestra vida y a menudo nos han sido
muy útiles, hasta que un día dejan de serlo; el día en que podemos
decir que dejan de ser nuestros amigos para convertirse en nuestros
enemigos.
La forma de cambiar es avanzando paso a paso, lentamente,
sabiendo que se trata de una experiencia valiente y aterradora que
queremos llevar a cabo para ayudarnos. Indira experimentó con la
metáfora de que no quería seguir siendo un establecimiento abierto
cada día a todas horas, sino que a ciertas horas podía cerrar, por
ejemplo adoptando el horario de las tiendas que abren de siete de la
mañana a once de la noche. Puede parecer un horario muy amplio,
pero tratar de pasar al horario comercial habitual de nueve de la
mañana a cinco de la tarde resultaba un cambio demasiado radical
tanto para Indira como para sus amigos y parientes.
Como dice la psicoterapeuta de familia y escritora Harriet Lerner,
si uno trata de cambiar demasiadas cosas con demasiada rapidez, la
conducta de quienes le rodean gritará «¡vuelve a ser como antes!» y el
ejercicio fracasará.

CÓMO FUNCIONA LA TRAMPA DE LA


AMABILIDAD
Volvamos a la anécdota de mi fractura de brazo (véase aquí) para ver
qué nos dice acerca del funcionamiento de la Trampa de la
Amabilidad, sobre cómo suele empezar y cómo se mantiene a lo
largo de una vida.
En esencia, todos tenemos numerosas capas de reglas a las que
nos adherimos, lo que llamaríamos las «Reglas Personales» o «Reglas
para Vivir». Durante nuestra vida aprendemos distintas reglas, que se
ven reforzadas por distintos agentes sociales, desde padres y parientes
a maestros y cuidadores, y más tarde, empleadores y agencias
estatales, como la policía y el gobierno. Algunas están claramente
consagradas por la ley, y si las incumples tienes que pagar por ello. Y
algunas, como «no juegues con las cerillas» o «mira a ambos lados
antes de cruzar la calle» nos las enseñan de pequeños para evitar que
suframos percances. Pero las más complicadas suelen estar alojadas
en nuestro subconsciente. Colocadas allí por nuestros padres o
tutores cuando somos pequeños, esas reglas pueden ejercer un gran
poder, y sin embargo rara vez las sacamos a la luz del día (esto es, a
nuestra realidad actual como adultos) para analizarlas y ver si
queremos seguir viviendo de acuerdo con ellas; dicho de otro modo,
si nos siguen siendo útiles a quienes somos ahora y a la forma en que
queremos vivir nuestra vida. Si las analizáramos, quizá
comprobaríamos que algunas (o muchas) de ellas se han quedado
encalladas en una modalidad dicótoma de «todo o nada», han
perdido toda flexibilidad y se han convertido en lo que Aaron Beck,
creador de la Terapia Cognitivo Conductual (TCC), denomina
«Reglas Rígidas Personales». Podemos reconocer una Regla Rígida
Personal porque utiliza términos como «debería», «tengo que»,
«siempre», «nunca», etcétera. (examinaremos esto con más detalle en
el capítulo 5). A lo largo de este libro he escrito «Reglas Rígidas
Personales» en mayúsculas para que puedas identificarlas con
facilidad.
En el episodio de mi brazo fracturado, mi regla de NO MONTAR
NUNCA EL NUMERITO era, de hecho, una Regla Rígida Personal. Era
tan potente (pese a estar semioculta en mi subconsciente) que yo era
capaz de desoír las señales de intenso dolor que me enviaba mi
cuerpo e incluso hacer acopio de la suficiente energía para
tranquilizar a los demás («¡estoy bien, no me pasa nada!»), sonreír,
seguir bailando, no visitar al médico hasta al cabo de diez días y
remar en un bote.
Sin duda, esta regla hunde sus raíces en la infancia: si un niño se
hace daño y rompe a llorar, su madre quizá le diga «no montes el
numerito» (desaprobación), o bien, si el niño es capaz de quitar
importancia al incidente y seguir como si nada hubiera ocurrido,
elogiarlo por ser «un soldadito valiente» (aprobación). Como los
perros de Pavlov que estaban «condicionados» para salivar cuando
oían el sonido de una campana que anunciaba la presencia de
comida, incluso cuando no había comida, los niños pequeños
pueden ser condicionados con relativa facilidad para que persistan en
unas conductas que son recompensadas (mediante el elogio, la
aprobación o unas estrellas doradas) y abandonar las que son
censuradas, desaprobadas o castigadas. Durante los últimos años, la
divulgación científica en los medios de comunicación —a través de
todo tipo de instrumentos, desde programas de televisión como
Supernanny a técnicas de formación y libros para ayudar a los padres
a educar a sus hijos— ha enseñado a padres, maestros y cuidadores a
recompensar las conductas deseables y pasar por alto las indeseables.
Pero en mi época —y en muchas culturas actuales— a los niños a
menudo se les ridiculizaba, avergonzaba o castigaba por lo que se
consideraban hábitos y conductas indeseables.

Romper las reglas


No pretendo culpar a mis padres ni a otros padres. Hicieron lo que
consideraban más conveniente, que por lo general es una versión de
cómo fueron criados ellos mismos, transmitiendo estas reglas que les
fueron inculcadas de forma consciente o inconsciente. Algunos
sistemas familiares «recompensan» ciertos rasgos y conductas, lo que
significa que existen unas creencias —que pueden remontarse a
varias generaciones— según las cuales algunas formas de ser y de
comportarse son mejores que otras.
En mi familia se recompensaba la «fortaleza». En esta jerarquía de
conducta, cabe decir que uno de mis mejores momentos como niña
apasionada por los caballos fue cuando, a los seis años, un poni
juguetón me derribó en un extenso campo de paja recién cortada.
Uno de mis pies quedó enganchado en el estribo y durante al menos
diez minutos el caballo me arrastró a través del campo cubierto de
rastrojos, dejándome la espalda arañada y sangrando debido a las
cañas cortadas. No recuerdo si lloré —seguro que lo hice—, pero sí
recuerdo que monté de nuevo y regresé a casa a caballo, aunque
debía de estar muy asustada. En mi familia esta anécdota es relatada
con tácita aprobación como una especie de «acto heroico», de modo
que, como es natural, yo lo interioricé como algo positivo sobre mí
que debía cultivar (al tiempo que trataba de reprimir a la «débil»
niñita que en tales situaciones rompía a llorar).
Una idea importante en este punto es que, además de considerar
los costes que ha tenido para nosotros interiorizar estas reglas,
podemos retroceder un paso y ver qué hemos ganado con ellas. De
modo que, por una parte, puedo decir: «fijaos en cómo enseñaron a
esta pobre niña a desdeñar el dolor físico y mostrarse valiente a toda
costa», pero, por otro, debo reconocer que gran parte de mi primera
carrera como corresponsal de guerra en buena medida fue posible
gracias a la educación que recibí. Yo era capaz de resistir el calor
extremo del desierto, temperaturas bajo cero en el Ártico, no
disponer de comida o agua, cargar con material pesado y sortear
balas sin quejarme en ningún momento. Por lo general me mostraba
risueña y «alegre» y me ocupaba de todas las personas que me
rodeaban, bromeando y haciendo que todo el mundo se sintiera a
gusto. Cuando somos simpáticos, amables y generosos y todo el
mundo parece querernos, conviene reconocer que esto es algo que
hemos conseguido gracias a nuestra manera de ser. Pero cuando el
precio es demasiado alto —en términos de nuestro agotamiento,
rencor, ira reprimida o falta de autoestima— debemos estar
dispuestos a desprendernos de una parte de la vieja sensación de
seguridad que nos procuran estas ventajas.
Esto, por supuesto, no es tan fácil como pueda parecer. Debemos
aprender a hacer las cosas de otra forma que nos inspire confianza,
antes de pensar siquiera en renunciar a algunos de nuestros antiguos
hábitos que nos procuran esa sensación de seguridad, aun cuando
sabemos el precio que nos cuestan.
El papel de padre o madre parece intensificar cualquier tendencia
que tengamos a una amabilidad excesiva que resulta problemática
para nosotros mismos. Las cualidades nos conducen a la sensación de
haber caído en una trampa, como la bondad, la abnegación, el
cuidado de los demás y el afán de anteponer las necesidades de todo
el mundo a las nuestras, y aparecen exaltadas en nuestra idealización
contemporánea del padre perfecto y en especial de la madre perfecta.
Muchas mujeres no sienten que su carácter adorable constituya una
trampa hasta que llevan muchos años ejerciendo de madre y se dan
cuenta de que lo que antes ofrecían con amor y generosidad los
demás lo consideran ahora lo normal e incluso lo exigen.

LA JORNADA DE LA ABNEGADA SUSIE


Susie tiene cuatro hijos en edades comprendidas entre los cinco y los
trece años. Como consecuencia de la muerte de su padre, cuando
Susie tenía ocho años, su madre crió a seis hijos sola mientras
desempeñaba tres empleos, día y noche, para redondear los ingresos.
De modo que la atención materna era escasa, y desde muy jóvenes los
hijos tuvieron que aprender a ser autosuficientes. Aunque Susie
admira mucho a su madre por su capacidad de trabajo, su
determinación y su espíritu de sacrificio, quiere dedicar a sus hijos
toda la atención, cariño y apoyo que ella no tuvo en su infancia, de
modo que ha decidido quedarse en casa para atender a su familia.
Ésta, por supuesto, es una tarea que exige también trabajo duro,
determinación y espíritu de sacrificio, aunque no suele reconocerse.
A continuación describiré una jornada en la vida de Susie. Es
extrema, pero en muchos aspectos típica.
Susie se ha despertado a las seis de la mañana para pasear al perro,
preparar el desayuno y los almuerzos de los niños antes de llevarlos al
colegio y luego apresurarse para asistir a una reunión del comité
escolar destinada a recaudar fondos. Al salir de la reunión empezó a
sonar su móvil. Era un agente inmobiliario que le recordaba que al
cabo de tres días los nuevos inquilinos se instalarían en el piso de su
madre y le preguntaba si se había acordado de comprar unos
armarios nuevos para éstos. Sintiéndose culpable por haberlo
olvidado, Susie tomó su chaqueta y las llaves del coche y se dirigió de
inmediato a Ikea, donde cargó el carrito con pesadas cajas de piezas
para construir unos armarios y se colocó en una larga y lenta fila ante
la caja registradora. Mientras hacía cola y reflexionaba sobre cómo
cargar las pesadas cajas, y de dónde diantres sacar tiempo para
montar los armarios, su móvil sonó de nuevo. Esta vez eran dos
viejas y queridas amigas con las que había quedado para comer.
Habían concertado la cita hacía ya unos meses porque las amigas
vivían fuera de la ciudad y era la única fecha que tenían libre en sus
apretadas agendas. «Recordaba que habíamos quedado, porque la
víspera miré mi agenda y pensé que me hacía mucha ilusión volver a
verlas. Pero debido a lo nerviosa que me puso la llamada del agente
inmobiliario, lo había olvidado por completo», me dijo Susie más
tarde durante una sesión en mi consulta.
El nerviosismo creció a medida que el día avanzaba y Susie trató
de hacerlo todo y complacer a todo el mundo. Terminó acudiendo
apresuradamente a la cita para almorzar con una hora de retraso,
metiendo como pudo el coche en un pequeño espacio en el
aparcamiento y, al hacer marcha atrás, chocó con un taxi aparcado.
Durante el resto de esta apretada y angustiosa jornada, Susie siguió
corriendo de un lado a otro, recogiendo a niños, entregando a niños,
preparando la merienda y supervisando los deberes, hasta que tuvo
que meterse en la cama, temblando y vomitando como consecuencia
de lo que comprendió que era un estado de shock y agotamiento.
«Yo misma tuve la culpa —dijo. Luego, sonrió con pesar y añadió—:
Debí decir no». «¿Qué Reglas Rígidas Personales crees que dictaron
las decisiones que tomaste?», le pregunté en tono compasivo, porque
conozco a muchas mujeres que habrían hecho lo mismo, y juzgarnos
a nosotras mismas con severidad incrementa nuestro
desempoderamiento y autoflagelación y contribuye a socavar nuestra
autoestima.
Susie identificó como una regla clave para ella DEBO HACER
SIEMPRE LO QUE ME ORDENEN LAS FIGURAS DE AUTORIDAD . Comprendía
que esto provenía de su infancia, en la que su atribulada madre
dirigía la casa como una campaña militar, y pobre del que se
atreviera a cuestionar su autoridad. También señaló otra regla clásica
de las personas adorables: DEBO AYUDAR SIEMPRE A LOS DEMÁS, PERO YO
NO PUEDO PEDIR AYUDA. A menudo me digo a mí misma y a mis
clientes: piensa en alguien a quien estimas y admiras y pregúntate
qué haría esa persona ante esta situación. Susie tiene una amiga
australiana, Kat, una persona muy sincera y asertiva. «¿Qué habría
hecho Kat?», pregunté a Susie. Ella se rió y dijo: «Habría dicho a los
agentes inmobiliarios que me dejaran en paz, que se ocuparía del
asunto cuando le conviniera, y habría ido a disfrutar del almuerzo
con sus amigas. Y probablemente habría pedido a alguien que fuera a
recoger a sus hijos para que ella pudiera gozar un rato más del
almuerzo sin tener que marcharse a toda prisa. ¡Quizás incluso se
habría tomado una copa de vino!»

¿CÓMO APRENDEMOS A DECIR NO?


Para Indira y Susie, que se sentían oprimidas por las necesidades y
expectativas de los demás, parece que lo más sencillo habría sido
aprender a decir no más a menudo. Esto es lo que nos aconsejan
tanto amigos como críticos. Sin embargo, conocemos este consejo
tan bien que lo hemos interiorizado en lo que yo denomino «el afán
de autoflagelarnos» (volveremos sobre esto en el capítulo 5). Observa
que Susie sonrió con pesar y dijo: «Debí decir no». «¿En qué estás
pensando? —le pregunté durante la sesión de terapia—. ¿Qué
significa esa expresión en tu rostro?»
Susie apenas era capaz de articular palabra. Por fin respondió en
un tono apenas audible: «Supongo que me avergüenza ser incapaz de
hacer valer mis derechos. Lo he convertido en una anécdota
divertida, pero en realidad pienso: ¿por qué no puedo decir no? Soy
una mujer inteligente. En cierta ocasión hice un cursillo de
asertividad, de modo que conozco la teoría. Incluso ensayé la técnica
en un juego de rol… Debería poder hacerlo. Pero no puedo. Y eso
hace que me sienta una inútil total…», concluyó, fijando la vista en el
suelo con tristeza.
Más adelante conoceremos los progresos que ha hecho Susie.
Pero de momento, este ejemplo ilustra que, para la mayoría de
lectores que se identifican con el concepto de la Trampa de la
Amabilidad, probablemente el simple hecho de aprender nuevas
habilidades no es suficiente. Es importante identificar también los
sentimientos y pensamientos que están interrelacionados en nuestros
patrones de conducta. Una forma sencilla de comprender esto es
observar el diagrama que aparece más abajo, que muestra que
nuestros pensamientos, sentimientos y conducta están estrechamente
interconectados. Cada uno incide en el otro, de modo que,
teóricamente, podemos modificar nuestro patrón modificando
cualquier lado de este triángulo.
Con los años he llegado a comprender que no existe una regla para
saber cuál es el mejor lado del triángulo sobre el que empezar a
trabajar con clientes que desean modificar los patrones en los que se
sienten atrapados. La terapia que yo practico es un proceso
colaborativo en el que el cliente es el experto con respecto a su vida, y
el terapeuta aporta sus conocimientos, su experiencia y una
perspectiva distinta. Algunas personas desean comenzar enseguida a
hacer algo distinto, mientras que otras prefieren examinar su pasado
para ver qué fue lo que configuró determinados patrones. Por regla
general, en ningún caso se trata de un proceso directo y lineal, sino
que los clientes retroceden y avanzan a lo largo de su viaje de
percepción, entendimiento y cambio, asimilando las percepciones
que obtienen y cuestionando los viejos criterios, al tiempo que
aprenden y ponen en práctica nuevas habilidades y formas de hacer
las cosas.

RESUMEN
Este capítulo presenta la idea de que no debes sentirte atrapada por
las expectativas y comportarte siempre de forma amable y abnegada.
Puedes escapar de este patrón.
• Céntrate en realizar cambios pequeños y viables.
• Piensa que tus pensamientos, sentimientos y conducta están
interrelacionados, como muestra el diagrama (ver aquí).
• Sé compasivo contigo mismo durante este viaje y comprende
que en ocasiones tendrás que retroceder y otras avanzar.
2

Cómo empieza todo:


el niño adorable

P ese a lo que diga tu abuela, que siente debilidad por ti, nadie
nace siendo adorable. Quizá fueras un bebé que sonreía desde muy
pequeño, un bebé sereno y satisfecho, o bien tenías unos ojos
grandes y castaños, unas pestañas largas y oscuras y un espeso cabello
que arrancaba exclamaciones de admiración a la gente que te
contemplaba en tu cochecito. Pero el ser una persona «adorable», tal
como lo describimos aquí, no tiene nada que ver con los atributos
físicos que te haya conferido tu ADN. La Trampa de la Amabilidad
constituye una serie de creencias y conductas que se han hecho
problemáticas para ti y que deseas cambiar. Ahora bien, la buena
noticia es que esas creencias y conductas son aprendidas. Por tanto,
puesto que son aprendidas, puedes desaprenderlas; o para ser más
precisos, volver a aprenderlas de forma que te resulten más útiles y
no menoscaben tu salud, felicidad y bienestar.

EL COMPLEJO MUNDO DEL NIÑO


La mayoría nuestras creencias más profundas sobre quiénes somos y
cómo debemos comportarnos se originan en la infancia, a menudo
antes de que se haya desarrollado nuestra capacidad de pensamiento
racional, por lo que tendemos a creer todo lo que nos dicen o
experimentamos.
Anoche, cuando regresaba a casa en autobús, observé fascinada a
dos críos pequeños que iban sentados en sus cochecitos de paseo. El
primero, una niña de unos dieciocho meses, mostraba una gran
curiosidad por todo lo que le rodeaba, en particular los lazos de color
rosa vivo de sus graciosas zapatillas deportivas. Estaba fascinada por
ellos, y no cesaba de tocar la curva de los lazos y los remates duros de
los extremos, explorando las diferencias de forma y textura,
aprendiendo acerca de su mundo de forma experimental (como diría
el maravilloso y compasivo doctor Christopher Green, el «Domador
de Niños», tal como deben hacer los niños de corta edad). Su madre,
quizá su niñera, parecía cautivada por la niña y le sonreía sin cesar
emitiendo ruiditos para animarla a proseguir. De pronto, como era
de prever, la niña consiguió deshacer primero un lazo y luego el otro.
El siguiente paso consistió en quitarse una zapatilla. Una expresión
de profundo asombro y alegría iluminó su carita mientras sostenía
su trofeo entre sus dedos regordetes. La expresión de su rostro
indicaba que no era una travesura, sino que estaba explorando, así
que su madre/niñera lo interpretó de este modo y, con tono
afectuoso y sereno, dijo: «¡Qué niña tan lista! Pero vamos a ponerte
de nuevo la zapatilla porque tenemos que bajarnos del autobús». A
continuación volvió a calzarle la zapatilla y le ató los cordones sin
que sus movimientos denotaran enfado o estrés. «Sí, ya —dirán
algunos atribulados padres entre vosotros—, ¡seguro que es la niñera!
Estará deseando marcharse a las seis y disfrutar de una apacible
noche con su novio». Son unos pensamientos muy válidos a los que
me referiré dentro de unos momentos.
Después de que la mujer y la niña se bajaran del autobús subió a
él otro crío acompañado por su madre o su cuidadora. Ésta mostraba
una expresión neutra y parecía estar harta. Este niño era algo mayor
que la primera niña —debía de tener entre dos y dos años y medio
—, hablaba más y era más movido. La mujer le dio algo de comer,
que sacó de un paquete y se lo dio a trocitos, pero sin apenas mirarle.
Luego sacó una botellita del bolso y trató de acercársela a los labios,
pero el niño la apartó con sus manitas al tiempo que gritaba «no» (la
palabra favorita de un crío de dos años). La mujer se enojó por la
reacción del niño y ambos se enzarzaron en una disputa, la
mamá/niñera con gesto de enfado y quejándose en voz alta. Por fin,
antes de que me apeara del autobús, oí a la mujer emitir una
exclamación de rabia y murmurar en voz alta: «¡Estúpido! Dentro de
un rato tendrás sed y tú te lo habrás buscado».
Si lo que presencié es representativo de la experiencia cotidiana
de esos dos niños (la cual puede ser o no cierto, pues sólo observé un
momento en el tiempo), ¿cómo crees que se sentirán durante su
infancia y adolescencia? ¿Qué crees que pensarán y sentirán con
respecto a ellos mismos? A uno le han dicho que es estúpido, a la
otra que es lista. En realidad, a esa edad, lo menos importante en la
constante comunicación entre un adulto y un niño son las palabras;
el niño de corta edad interpreta perfectamente el talante del adulto
por su tono de voz y su lenguaje corporal. Las sonrisas y el tono
afectuoso dicen: «¡Eres un cielo! ¡Estoy encantada contigo!»; la ira y
el gesto estresado dicen: «¡Eres un trasto! ¡Haces que me enfade!»
PADRES QUE CUMPLEN DE FORMA
ADECUADA
Te ruego que no creas que pretendo criticar a nadie o que soy poco
realista; sé muy bien que es imposible ser la madre/niñera perfecta en
la anécdota que acabo de contar, o incluso en la mayoría de casos.
Tengo dos hijos, una hijastra y dos nietastros. Me parece la tarea más
difícil del mundo y la que quizás está menos valorada en nuestra
sociedad actual. Pasé por una época espantosa cuando mis hijos eran
pequeños, durante la cual me sentí muy sola, infravalorada y sin
apoyo de nadie, y, por tanto, no me comporté como una madre
cálida y afectuosa con ellos. Recuerdo haberme echado a llorar en ese
mismo autobús, el 46, cuando una mujer mayor me reprochó que
ocupara el asiento reservado para personas discapacitadas con un
niño de corta edad a mis pies y un bebé en brazos. «Usted no está
discapacitada —me espetó—, es joven y está sana». Y cuando me
levanté para cederle mi asiento (debido a la Trampa de la
Amabilidad, y encima le pedí perdón), rompí a llorar, murmurando,
«¿y las madres?», y me bajé del autobús dos paradas antes de la mía,
sintiéndome humillada mientras los demás pasajeros observaban la
escena (aunque ninguno salió en mi defensa). Creo que luego le grité
a mi hijo pequeño por alguna tontería sólo porque estaba furiosa y
avergonzada. De modo que sé lo difícil que es ser la mamá perfecta.
Y también sé que es mucho mejor tratar de comportarnos de forma
humana y adecuada, pero teniendo presente que, sin ninguna duda,
nuestras acciones tienen un efecto en nuestros hijos.
AMOR CONDICIONAL: YO SOY
LO QUE DENOMINAN MI CONDUCTA
Las investigaciones sobre el desarrollo del bebé llevadas a cabo desde
la década de los cincuenta, dirigidas por pioneros como John
Bowlby y el doctor D. W. Winnicott, han mostrado
sistemáticamente un fuerte vínculo entre el trato que recibimos de
pequeños y la forma en que se desarrolla nuestro sentido del yo. En
pocas palabras, si nos tratan como seres dignos de ser amados,
valiosos y admirables, crecemos sintiendo sobre todo que somos
dignos de ser amados, valiosos y admirables. Nuestras creencias
esenciales con respecto a nosotros mismos serán en gran parte
positivas.
El amor puede ser condicional o incondicional. Un «amor
incondicional» significa que no conlleva condiciones, que eres
amado pura y simplemente por cómo eres, mientras que el «amor
condicional» supone ciertas condiciones: te amo cuando haces x, y o
z, o cuando no haces a, b o c.
Para un niño, es muy difícil distinguir entre quién es y qué hace.
Si a una niña pequeña se le dice constantemente que es «mala» por
arrebatarle el camión de juguete a su hermano menor, por tirar al
gato de la cola o por sacarle la lengua a su abuela, empezará a creer
que, en efecto, es mala. Si sólo recibe amor y afecto o elogios y
atención cuando se comporta de determinada manera o hace
determinadas cosas, crecerá pensando que únicamente es digna de
cariño cuando se comporta de esa forma o hace esas cosas. El
psicólogo Carl Rogers denominaba esta forma de criar a los hijos «las
condiciones de la valía». No obstante, sería más útil decir a la niña
que es querida y valorada, pero que esas conductas no son aceptables,
y pedirle por favor que no las repita en el futuro. Esta forma de
educar (y enseñar) a un hijo marca una diferencia entre la conducta
—lo que hacemos—, que puede ser aprendida y desaprendida, y
quienes somos, que es mucho más difícil de modificar.
Sin duda, la mayoría de personas que sufren por haber caído en la
Trampa de la Amabilidad han desarrollado en la infancia algunas, o
muchas, «condiciones de valía» que les han perjudicado.

MONIKA: LA BOMBILLA DE 1.000 VATIOS


Monika, una mujer de treinta y nueve años, vino a verme porque se
sentía aislada y ansiosa. Se consideraba incapaz de hacer amigos
como otras personas, y pese a tener una buena relación con su pareja,
su ansiedad social empezaba a provocar tensiones entre ellos, en
particular cuando ella se negaba a frecuentar a los amigos y parientes
de él.
A primera vista, Monika no parecía ser una víctima de la Trampa
de la Amabilidad, pero a medida que me hablaba comprendí que la
principal razón por la que no podía mantener amistades era porque
daba tanto de sí misma que resultaba agotador e insostenible. Era un
hábito tan viejo y arraigado, que Monika no concebía comportarse
de otra forma. «No puedo estar con alguien y no entregarme a esa
persona —me explicó—. Sólo puedo comportarme como una
bombilla de 1.000 vatios, que lo ilumina todo y levanta la moral de
todo el mundo. No tengo gradaciones; tengo que darlo todo o evitar
la situación».
Como muchas personas adorables, Monika no consideraba su
energía un valioso recurso que podía elegir cómo, cuándo y a quién
dárselo. Funcionaba conforme a una Regla Rígida Personal que le
decía: SI ESTÁS CON CUALQUIER OTRA PERSONA DEBES DEDICARLE TODA
TU ATENCIÓN Y ENERGÍA. Como en el caso de cualquier otra Regla
Rígida Personal, yo quería ayudar a Monika a descubrir la amenaza
de «o atente a las consecuencias» que estaba situada en el extremo de
esa regla. «¿Y qué ocurriría si no fueras una bombilla de 1.000
vatios?», le pregunté.
Al oír esta pregunta, Monika se tensó y me miró aterrorizada.
Pese a ser muy locuaz, se quedó callada. «¿Qué temes?», insistí con
delicadeza. Monika se echó a llorar. «La desaprobación. No soporto
que alguien me mire con malos ojos. Incluso extraños. Soy muy
sensible a cualquier cambio en el lenguaje corporal de alguien.
Escudriño los rostros de la gente sin cesar y leo sus pensamiento; es
agotador».
Hablamos entonces sobre su infancia. Cuando Monika tenía tres
años, su familia se trasladó a un pueblo muy aislado en pleno campo.
Su padre era viajante y a menudo se ausentaba, y ella cree que su
madre se sentía sola y desdichada. «Sólo había un autobús a la
semana que nos llevaba a la población más cercana y a ella le
encantaba ir de compras, por lo que supongo que se sentía muy
aburrida y probablemente furiosa y frustrada. Llevábamos a mi
hermano al colegio todas las mañanas, luego regresábamos a casa
para pasar seis largas horas juntas. Yo era su pequeña asistenta en las
tareas domésticas y recuerdo que mi madre se enfadaba mucho y me
regañaba si hacía algo mal, como no quitar el polvo del aparador.
Pero también lo pasábamos bien juntas cuando me ponía a cantar y a
bailar para entretenerla; ella sonreía feliz y decía que yo era su mejor
amiga y que nadie conseguía tranquilizarla como yo».
«¿Qué era lo que más temías —le pregunté—, la ira o la
desaprobación de tu madre?» «Bueno, supongo que una cosa estaba
tan relacionada con la otra que de niña no distinguía la diferencia.
Sólo sabía que si no lograba que mi madre se sintiera feliz y
contenta, podía enfurecerse y pegarme». «¿Crees que si alguien no te
mira con buenos ojos podría enfurecerse y pegarte?», le pregunté.
Monika me miró asombrada. «¡Por supuesto que no, eso es
ridículo!» Luego adoptó una expresión meditabunda. «En realidad,
quizá sí lo piense. Mi temor es tan intenso que debe de estar ligado a
algo muy potente y dramático. Pero de adulta nunca me he atrevido
a ponerlo a prueba, de modo que quizá hasta cierto punto siga
pensándolo».

Ser adorable para sobrevivir


Los niños no tienen un poder real para defenderse y luchar, para huir
o pedir ayuda a otros. Tienen muy pocas opciones, y una de ellas es
tratar de controlar su comportamiento, de modo que propicie la
conducta que desean de las personas que cuidan de ellos. Así pues,
ser adorables puede representar para ellos una cuestión de vida o
muerte que les permite sobrevivir.
En el caso de Monika, si conseguía complacer a su madre, o hacer
que se sintiera satisfecha en lugar de furiosa o triste, evitaría el dolor
y el sentimiento de intenso temor que lo precedía. Pero en su vida
adulta sigue experimentando una reacción casi fóbica al menor
atisbo de desaprobación en el rostro de cualquier persona —sobre
todo mujeres—, porque su mente subconsciente vincula esta
expresión al temor de sentir un dolor físico o un dolor emocional
ante el rechazo.
Ninguno de los hechos que hacían que su madre se enfureciera y
se comportara de modo imprevisible era culpa de Monika cuando
era niña; ella no los causaba, ni podía remediarlos. Pero antes de
cumplir los siete u ocho años nuestro cerebro en desarrollo tiene
escasa capacidad para el pensamiento racional y hasta que llegamos a
esa edad a menudo dependemos de lo que se llama «Pensamiento
Mágico». Esto significa que creemos poder controlar el universo y la
conducta de quienes nos rodean. Por eso, en este estadio de la vida
los niños pequeños suelen mostrarse un tanto obsesivos (por
ejemplo, «si no piso las líneas de la cera, los osos no me atraparán»),
y hacen pactos con el universo para calmar sus ansiedades. Así es
como pueden crearse unas Rígidas Reglas Personales como: SI
SIEMPRE SOY BUENA Y ENCANTADORA (o cuidadosa o silenciosa o
trabajo con ahínco, o cualquier tipo de conducta aceptable), MAMÁ
(o papá o mi hermano mayor) ESTARÁ CONTENTA Y ME QUERRÁ (o no
me gritará ni me castigará). Y la creencia adquiere fuerza porque a
veces funciona. A veces hacemos lo que nos dicen y nos mostramos
dulces, buenos y amables, y la persona que cuida de nosotros
responde con afecto. Luego, como un diminuto adicto a las
máquinas tragaperras, seguimos tratando de conseguir de nuevo el
premio gordo, sin comprender que lo obtuvimos por casualidad y
que no podemos controlarlo repitiendo la misma estrategia ganadora
una y otra vez. Por supuesto, cuando no obtenemos el premio gordo
y «conseguimos» la conducta deseada de la persona que cuida de
nosotros, creemos que debemos intentarlo con más ahínco, y que es
culpa nuestra si no obtenemos más a menudo el premio gordo.
Estos patrones de creencias y conducta, que cuando éramos
pequeños tenían sentido y eran eficaces a la hora de ayudarnos a
satisfacer nuestras necesidades, tienden a prolongarse, sin que los
hayamos analizado ni puesto a prueba, incluso al llegar a la edad
adulta, cuando resultan menos eficaces y a menudo son un
inconveniente más que una ayuda. De modo que, en el caso de
Monika, su estrategia de ser una compañía muy amena y entretenida
resultaba razonablemente eficaz cuando era muy joven, y una de las
pocas opciones que tenía para controlar los imprevisibles arrebatos
de ira de su madre. Sin embargo, ahora esta estrategia hace que se
sienta tan agotada que evita las reuniones sociales y se siente sola y
sin amigos. Parte de mi trabajo con Monika consistía en hallar el
modo de que pusiera a prueba sus creencias de forma segura,
creando pequeños experimentos conductuales paso a paso para
demostrarle que la desaprobación de los demás no desembocaría en
episodios de violencia, incontrolables o insoportables (véase el
capítulo 8 para conocer más detalles sobre éstos).

LAS PERSONAS ADORABLES QUE EVITAN


LA IRA Y LAS QUE BUSCAN LA
APROBACIÓN:
¿A QUÉ CATEGORÍA PERTENECES TÚ?
Al igual que Monika, muchas personas adorables pertenecen a la
categoría de Personas que Evitan la Ira: sentimos un temor
desmesurado al conflicto, la desaprobación o la crítica. Por lo general
(aunque no siempre) evitamos lo siguiente: quejarnos en un
restaurante, devolver un objeto que hemos comprado, expresar
cualquier tipo de queja (aunque esté justificada), mostrar nuestro
desacuerdo con alguien en un debate o una discusión, decir no a algo
que nos solicitan o pedir a alguien que deje de hacer algo (o que
empiece a hacerlo). Asimismo, tratamos de evitar el tipo de persona
airada que hay en toda oficina, barrio y patio de recreo de una
escuela, que pretende que nos unamos a su campaña contra la
injusticia y firmemos su petición. Estas personas suelen provocarnos
ansiedad con su mera presencia, incluso antes de que nos pidan algo
a lo que no podemos negarnos.
También la persona que busca la aprobación de los demás intenta
evitar la ira. Según mi experiencia, la mayoría de personas que caen
en la Trampa de la Amabilidad son una combinación de la que evita
la ira y la que busca la aprobación, aunque en algunos casos una
estrategia se manifiesta con más fuerza que la otra.
Al igual que evitar la ira, la búsqueda de la aprobación puede
adoptar muchas formas. A la cabeza de mi lista personal está el afán
de aplacar, halagar y simpatizar con la persona airada y vociferante
con la esperanza de que, si consigo caerle bien, dejará de estar
enfadada (no necesariamente conmigo, pero el barómetro de la ira de
la persona adorable suele ser tan sensible que es casi imposible
establecer una diferencia). A continuación está el afán de obtener el
elogio, el agradecimiento, la gratitud, «conseguir un sobresaliente»
(sea lo que fuere que signifique eso para ti; más adelante veremos
que para Samantha significaba tener la casa impecable y los peleles
del bebé planchados), hacer buenas obras, no decir nunca no,
procurar que todo el mundo te aprecie (o, en todo caso, no caer mal
a nadie), ser complaciente, servicial, considerado, amable, educado y
desinteresado. Quizá reconozcas alguno —o todos— de estos rasgos,
y tal vez tengas muchos más que añadir a la lista. Y, por supuesto,
ninguna de estas conductas es nociva en sí misma. Sin embargo,
sabemos que pueden ser perjudiciales para nosotros porque creemos
que no podemos ser de otra forma y por tanto nos sentimos
atrapados en ellas. Debemos aspirar a ser adorables sólo cuando
queramos serlo.
Si consigues obtener la aprobación de quienes tienen algún poder
sobre ti (tu jefe, por ejemplo), o más probablemente cuando eres
adulto, las personas a quienes subconscientemente has concedido
poder (tu pareja, tu amigo, tus padres), sientes que todo va bien en el
mundo. Te sientes momentáneamente tranquila, segura y bien
contigo misma. Éste es el motivo de que las personas adorables
suelan tener tendencias perfeccionistas. Tomemos el ejemplo de
Monika (véase aquí): cuando conseguía realizar a la perfección todas
las tareas que su madre le había encomendado, quizá lograba que ésta
la elogiara, la mirara con afecto o la abrazara. Pero si su madre
observaba el menor fallo, lo más probable es que le echara una
bronca, la criticara, la castigara o no le hiciera caso.

Samantha: ¿quién puede darme ahora su aprobación?


La vida se había hecho muy complicada para Samantha desde que
tuvo su primer hijo a los treinta y cinco años. «Me siento un poco
perdida porque no sé quién soy —me dijo, rompiendo a llorar—.
Antes de que naciera Izzy, yo era muy trabajadora y ambiciosa, pero
ahora me he vuelto más descuidada. Me preocupa lo que la gente
piensa de mí, de mi carrera, de mi aspecto. Desde que he tenido al
niño he ganado unos kilos y me preocupa que mi marido ya no me
encuentre atractiva.»
El embarazo añade un tremendo estrés a la imagen que la mayoría
de mujeres tienen de sí mismas. Por regla general, muchos de los
rasgos de identidad —hacer bien su trabajo, sentirse satisfechas con
su cuerpo, cultivar la amistad y la relación con su pareja, disponer de
tiempo para realizar las cosas que hacen que se sientan bien—
desaparecen, algunos para siempre, algunos durante poco tiempo y
algunos son sustituidos por otras cosas, muchas de las cuales ni
siquiera conocen aún.
Samantha me contó que era hija única de unos padres que la
adoraban, que le decían que era muy especial y que si se esforzaba
podía conseguir lo que se propusiera. Era una apasionada del ballet y
quería ser una bailarina de fama internacional, bailar el papel
protagonista en El lago de los cisnes y ser aclamada por el público.
«De los tres a los diecisiete años, practiqué ballet cuatro noches a las
semana y los fines de semana también. Mi profesora era muy estricta.
Me obligaba a esforzarme y no me prodigaba elogios; si sacaba
buena nota en un examen de ballet, lo máximo que conseguía era
que me mirase con una leve sonrisa, arqueando una ceja, y me
advirtiese que el próximo examen sería mucho más difícil, de modo
que debía seguir esforzándome».
Durante nuestras sesiones, Samantha comprendió que estaba
obsesionada por que la elogiaran, por convertirse en «la predilecta de
la profesora» (de ballet) en cualquier situación. «Creo que mi ética
del trabajo proviene de ser una bailarina. No puedo subestimar el
papel que mi profesora de baile tuvo en mi necesidad de que los
demás me presten atención. Mi último jefe estaba encantado
conmigo porque yo era siempre quien abría la oficina por las
mañanas y la cerraba por las noches. Trabajaba como una loca, pero
lo hacía para conseguir su aprobación.»
¿Dónde buscas la aprobación?
Muchas de nosotras reconoceremos en la historia de Samantha una
versión de nuestra propia infancia. Cuando la aprobación escasea, el
hecho de conseguirla puede convertirse en una adicción, así que la
buscamos en quien tengamos a nuestro alcance, a veces de forma
indiscriminada.
El psicólogo pionero Carl Rogers escribió sobre el «locus de
evaluación», que puede ser predominantemente interno o externo y
en función de si juzgamos nosotros mismos nuestros actos, trabajo,
logros y conducta (interno), o nos regimos por la forma en que los
demás parecen valorarnos (externo).
Por supuesto, varía según la situación y todos somos una mezcla
de ambos. Pero eso no impide que seamos realistas. De modo que en
el contexto de exámenes y calificaciones externas, por ejemplo, no
consigues nada si tu locus de evaluación interno dice que eres una
magnífica estudiante, mientras el locus de evaluación externo dice
que tu certificado general de educación secundaria está lleno de
suspensos. Hoy en día, nuestra cultura, altamente competitiva,
comporta un gigantesco cúmulo de evaluación externa, ya sea en
forma de una interminable serie de exámenes, ya sea con la
valoración de las fotografías en Facebook.
Sin embargo, si eres víctima de la Trampa de la Amabilidad, el
locus externo será mucho más poderoso que tu locus interno. De
hecho, muchos de mis clientes procuran evitar hacer cualquier juicio
de valor, o evaluación, de sí mismos. Han cedido ese juicio de valor a
otras personas, un hábito que suele comenzar en la infancia, cuando
todo se basa más en lo que hacemos que en quiénes somos. Esto nos
remite al concepto de amor condicional, donde tendemos a sentirnos
amados y valorados más por lo que hacemos que por quiénes somos.

CREENCIAS QUE SE FORMAN EN LOS


SENSIBLES AÑOS DE LA ADOLESCENCIA
El hecho de trabajar con numerosos clientes a lo largo de los años me
ha demostrado que no sólo son las experiencias infantiles sobre el
cariño y apego las que generan en nosotros unas creencias y
conductas que en años posteriores nos perjudican; creo que lo que
nos ocurre en los sensibles años del crecimiento y desarrollo puede
tener también unos efectos potentes y duraderos.

Ella: Miedo a las chicas malas


Durante la infancia y adolescencia de Ella, su padre trabajaba para
una importante empresa multinacional y era destinado a diferentes
países, donde permanecía algunos años. Ella había estudiado en
diversos colegios, donde siempre se sentía como una chica nueva y a
menudo no podía comunicarse en su lengua materna. Ella, que era
inteligente y aprendía con rapidez, no recuerda que esto fuera
particularmente problemático hasta que alcanzó la adolescencia. «En
esa época estudiaba en un instituto estadounidense y era como la
película Chicas malas. Había un grupito de chicas superguay que
eran “lo más” y se portaban como unas arpías con cualquiera que,
como yo, fuera un poco friki, no llevara la ropa adecuada y no les
siguiera el juego. Se burlaban de mi pelo, de mi acento y de mi
ignorancia con respecto a los chicos».
Ella se sentía sola y excluida e interiorizó el sambenito de
«perdedora». «Los sábados por la noche siempre me quedaba en
casa, mirando un estúpido programa de televisión con mis padres. El
teléfono no sonaba nunca. Los lunes por la mañana todas
comentaban la fiesta a la que habían asistido, quién se había ligado a
quién, quién estaba enamorada de quién, y yo me quedaba al margen
de lo que parecía ser un fascinante mundo repleto de chicos.»
De adulta Ella se convirtió en una mujer muy dependiente de la
aprobación de sus amigos y constantemente teme ser rechazada o
excluida por ellos. Si se entera de un evento social al que no ha sido
invitada, pasa días analizando qué ha podido decir y a quién,
tratando de descifrar si ha podido ofender a alguien. Está
obsesionada con encajar en su grupo de amistades, y aunque ahora
puede comprarse ella misma la ropa y gastar dinero en lucir el corte
de pelo que más le favorece, entiende que a menudo se siente ansiosa
en un grupo de gente y siempre está atenta a lo que dice y a lo que
hace para no meter la pata y despertar una atención negativa. «Me
agota estar vigilándome a todas horas. No puedo comportarme
nunca como soy en realidad, aunque ya ni siquiera sé quién soy. Y
soy incapaz de negarme a lo que me pidan o a rechazar una
invitación porque no quiero ofender a nadie.» Todo esto hace que
Ella se sienta muy desdichada: «A veces creo que odio mi vida y sólo
deseo trasladarme a algún lugar lejos de aquí para empezar de cero»,
me confesó un día.
Muchas personas se sentirán identificadas con los sentimientos de
Ella y su deseo de escapar. Más adelante volveremos a encontrarnos
con Ella (véanse los capítulos 4 y 8) y sabremos si ha logrado
conectar de nuevo con su auténtico yo, reforzar su locus de
evaluación interno y depender menos de la aprobación de los demás.
La adolescencia es también una época clave en que formamos
creencias y conductas sobre nuestro atractivo sexual: ¿Soy deseable?
¿Desean los chicos/chicas salir conmigo? ¿Qué debo hacer para ser
deseable?

Sarah: la compañera de copas que cierra los bares


Sarah, una mujer vivaz de treinta y seis años, vino a verme porque
sentía que no sólo se estaba saboteando a sí misma en su incesante
esfuerzo por perder peso y reducir su ingesta de alcohol, sino que
estaba saboteando sus relaciones con los hombres debido a su temor
de ser una incompetente. Todo indica que sus perjudiciales creencias
se habían desarrollado más en su adolescencia que en su infancia.
«Tuve una infancia feliz —me explicó Sarah—. Mi familia me
procuraba una sensación de seguridad y era divertida. Éramos una
familia de gente gorda y feliz, como en Delicia de mayo, así que
mientras estuviéramos juntos, todo iba bien en el mundo.» (Sarah
era una experta en mofarse de sí misma para anticiparse a cualquiera
que pretendiera hacerlo, según me explicó más tarde).
«Pero cuando llegué a la adolescencia, las cosas se hicieron
mucho más complicadas para mí. Mi mejor amiga en el instituto era
una belleza, lo cual no me ayudaba precisamente. Me acostumbré a
ser su amiga la gordita. En cierto sentido, me obligó a convertirme
en una persona simpática y divertida. Me consolaba pensando:
“quizá no te sientas atraído por mí, pero seguro que piensas que soy
una chica agradable”.»
Durante nuestras sesiones, al recordar algunos de los dolorosos
detalles de su adolescencia, Sarah tuvo una revelación sobre cuándo
podían haberse iniciado sus creencias con respecto a la bebida. «Un
buen día, mi guapa amiga se echó un novio que era jugador de
rugby. Yo solía acompañarla y conocía a todos los chicos que
jugaban al rugby; creo que fue entonces cuando empecé a
aficionarme a la bebida. Como no podía ser la chica bonita con la
que les apeteciera salir, me convertí en la compañera con la podían
tomarse unas copas y pasarlo bien. Sigo siendo la última en cerrar un
bar. Con los jugadores de rugby era algo muy guay.»
Además, Sarah tuvo la persistente experiencia, que socavaba su
autoestima, de que los chicos le hicieran caso sólo para llegar a través
de ella a su atractiva amiga, de modo que, cuando alguien se sentía
realmente atraído por ella, Sarah solía no hacerle caso porque
pensaba que no era cierto. Durante sus sesiones de terapia
comprendió por primera vez que un chico que sabía que la
consideraba una amiga, pero que Sarah no se atrevía a pensar que
sintiese algo más por ella, probablemente se sentía tan atraído por
ella como ella por él. Me escribía cartas y charlábamos por teléfono
durante horas cada noche, pero desde un principio descarté la
posibilidad de tener una relación romántica con él. Recuerdo que un
día le llevé a una discoteca y en cierto momento, cuando le aparté de
un empujón, vi en su rostro una expresión de perplejidad. Supongo
que nunca creí que pudiera sentirse interesado en mí como su chica.
Sarah se disgustó mucho al recordar este episodio, pero la ayudó
a analizar sus creencias sobre ella misma y los hombres, y a
comprender que las experiencias dolorosas que había tenido en la
adolescencia limitaban su vida presente.

CLÁUSULA DE COMPASIÓN:
DESPRÉNDETE DEL SENTIMIENTO DE
CULPA
Es importante analizar y comprender dónde se originaron nuestras
creencias y conductas perjudiciales de forma compasiva,
aceptándonos a nosotros mismos en lugar de convertirnos en otra
fuente de desaprobación, crítica y juicios de valor. Cuando
reconozcamos estos patrones, podremos empezar a realizar cambios
destinados a liberarnos de unas formas de pensar y de ser que ya no
nos son útiles. En el Capítulo 6 veremos qué ocurrió cuando Sarah
habló a su yo de quince años de forma compasiva y empoderadora.
Asimismo, creo que es importante tratar de ampliar la curiosidad
y comprensión compasivas a los adultos que a lo largo de nuestras
vidas quizá contribuyeron a crear esos patrones. La mayoría de
padres hacen lo que pueden, dadas sus circunstancias y la forma en
que sus padres les trataron a ellos. Lo que mis clientes y yo
descubrimos a menudo, tras hurgar con delicadeza en el pasado
(véase capítulo 5), es que a menudo sus madres y/o padres se sentían
agobiados y presionados por la responsabilidad de educar a niños
pequeños. Es posible que tuvieran tres hijos menores de cinco años,
poco dinero y no dispusieran de ninguna ayuda ni de pañales
desechables. Estaban agotados, de mal humor y trataban a sus hijos
con dureza. O es posible que estuvieran inmersos en un profundo
dolor por haber sufrido una grave pérdida, quizá la muerte de su
madre o su padre o un hijo nacido muerto y del que no hablaban
nunca. O que el padre trabajara fuera o tuviera una aventura
sentimental, y cuando estaba en casa se produjeran unas enconadas
discusiones, peleas y tensión. O quizás un miembro de la familia
padecía una grave enfermedad o era drogadicto. Ninguno de esos
hechos era culpa de sus hijos, puesto que ellos no los habían causado
ni podían remediarlos.
Conviene asimismo tener en cuenta que muchas de estas ideas
trascendentales sobre el desarrollo emocional y psicológico de los
niños no se han dado a conocer y han sido aceptadas hasta hace
aproximadamente una década. La popularidad de programas de
televisión como Supernanny, con su mensaje implícito de que ejercer
de padre o madre equivale a un amor incondicional además de unos
claros límites, ha tenido un gran influjo en la sociedad, pero las
generaciones anteriores no lo conocían.

DIBUJA TU ÁRBOL GENEALÓGICO


Llegados a este punto, puede ser interesante y útil que dibujes tu
árbol genealógico. Esto puede ayudarte a pensar en cómo te criaron y
empezar a identificar qué reglas personales y creencias te ha dado la
educación que recibiste. Puedes empezar por tus abuelos y descender
hasta llegar a ti. La pauta consiste en utilizar unos círculos para las
mujeres, unos cuadrados para los varones, unir a las parejas mediante
una línea y colocar a los niños en una hilera debajo de sus padres,
pero sin preocuparte demasiado por el aspecto que pueda presentar
el dibujo.
En terapia lo llamamos un genograma, y la idea consiste en anotar
cualquier información que pueda ayudarte a comprender los
motivos por los que te has convertido en la persona que eres hoy en
día; esto puede incluir hechos tales como un divorcio, un traslado,
una relación sentimental o una muerte inesperada. Puedes añadir
también unas descripciones psicológicas sobre las personas (como
criticona, dominante, amable, generosa, cualquier cosa que sepas o
recuerdes sobre esa persona). Puedes hablar con algún familiar de
confianza para averiguar más detalles. Si este proceso te provoca
recuerdos dolorosos a los que te cuesta enfrentarte sola, puedes
hablar con alguien de tu confianza o concertar una cita con un
psicoterapeuta.

RESUMEN
Éstas son las ideas esenciales que hemos examinado en este capítulo y
que más adelante aprenderemos a poner en marcha.
• Márcate el propósito de cumplir de forma adecuada.
• Analiza las «condiciones de valía» y los orígenes y el valor de
ciertas creencias y conductas.
• Refuerza tu locus de evaluación interno.
• Despréndete del sentimiento de culpa.
• Dibuja tu árbol genealógico para ayudarte a identificar de dónde
proceden tus reglas personales y creencias.
3

Los distintos matices de la persona


adorable: ¿a cuál perteneces tú?

C uando trabajaba como psicóloga en la prisión de Holloway (la


prisión para mujeres más grande de Europa, que alberga a más de
cuatrocientas reclusas), una parte de mi trabajo consistía en dirigir
un programa cuyo objetivo era potenciar la asertividad (lo cual
divertía a mis amigos y colegas, puesto que éste era precisamente un
aspecto clave de mi propio proceso de superación). La experiencia
me enseñó una valiosa lección: que muy pocas personas son asertivas
en todos los ámbitos de su vida. Todos tenemos al menos un punto
débil, y, a la inversa, la mayoría tenemos al menos un área en la que
conseguimos comunicarnos de forma clara y sosegada. Lo
importante es que esto significa que una comunicación eficaz
constituye una habilidad que podemos aprender (o aprender a
transferir de nuestras áreas más fuertes), en lugar de algo con lo que
algunas personas afortunadas nacen y otras no.
En el grupo realizábamos un ejercicio llamado el Juego de la
Línea, en el que se traza una línea imaginaria a través de la habitación
y se colocan junto a ella etiquetas con los nombres de los personajes
del excelente libro sobre asertividad de Anne Dickson La mujer y sus
derechos. En un extremo está Dulcie Felpudo, que responde de
forma pasiva a distintas situaciones, y en el otro Agnes Agresiva,
cuya respuesta consiste en soltar vituperios. Cerca de Agnes está Ivy
Indirecta, que es lo que solemos denominar agresivo-pasiva, y en el
centro de la línea —el lugar que todos aspiramos a ocupar— está
Selma Asertiva. A continuación, yo describía una situación y todas
nos movíamos hacia el punto junto a la línea que creíamos que
encajaba mejor con nuestra respuesta a esa situación. Lo más
fascinante era comprobar en qué éramos distintas y en qué nos
parecíamos.
Tomemos por ejemplo la primera situación, que consistía en
devolver un artículo defectuoso a la tienda. Yo me colocaba en el
lugar ocupado por Dulcie Felpudo, puesto que era una situación que
temía y evitaba. Las otras mujeres se burlaban de mí en tono
amistoso, diciendo «eres una cobardica», mientras se apresuraban
hacia el lugar ocupado por Agnes Agresiva («¡diles que les den…!»).
Pero en otra situación, como mantener la posición frente a una
pareja que te critica y socava tu autoestima, yo me acercaba al lugar
asertivo mientras algunas mujeres permanecían junto al lugar
ocupado por Dulcie Felpudo, alegando que esta situación era mucho
más difícil para ellas. Cuando llegaba el momento de responder a un
conductor que hace un adelantamiento indebido y se coloca delante
de tu coche, todas nos situábamos en el lugar de Agnes Agresiva y
decíamos que en la privacidad de nuestro coche nos sentíamos
seguras y capaces de gritar y proferir palabrotas, e incluso de hacer
algún gesto grosero con la mano.
He enseñado también una versión del Juego de la Línea a grupos
de directivos de empresa (utilizando juguetes de peluche en lugar de
nombres femeninos para describir los distintos estilos de
comunicación, como por ejemplo Perro Felpudo y Caimán
Agresivo). Buena parte de esos ejecutivos (en su mayoría hombres)
tenían una larga experiencia profesional y se sentían muy seguros en
el papel que desempeñaban en sus trabajos; algunos tenían centenares
de personas a su cargo y tomaban importantes decisiones a lo largo
del día. No obstante, eran incapaces de negarse a la insistente
demanda de uno de sus hijos de que le comprara otra bolsa de
golosinas o a las exigencias poco razonables de su pareja.
Nuestras respuestas en una determinada relación o situación
tienen que ver con nuestra seguridad en nosotros mismos, la cual a
su vez depende de nuestras creencias, emociones y conductas
relacionadas con ese papel, relación o situación.

¿EN QUÉ ASPECTOS TE SIENTES


SEGURO O SEGURA DE TI?
Pocas personas son capaces de comunicarse con calma y claridad en
todos los ámbitos de la vida; probablemente, todos tenemos un área
vulnerable ligada a la Trampa de la Amabilidad. A continuación
describiré algunas experiencias de mis clientes para ayudarte a
identificar en ti los aspectos que deseas cambiar.

Kirsty, la madre adorable


Kirsty reconoció que fue madre con ciertas reticencias. Cuando supo
que estaba embarazada experimentó sentimientos encontrados. Le
ilusionaba la nueva aventura, pero los recuerdos de su infancia no
eran felices y le aterrorizaba ser como su madre, que era una mujer
irascible, inestable y maltratadora. Su padre se ausentaba con
frecuencia, pues viajaba debido a su trabajo, y Kirsty suponía que su
madre, sola con tres niños de corta edad, se había sentido agobiada e
infeliz. «No me gusta como persona; a menudo la odio —me dijo
Kirsty—. Sólo la llamo por teléfono o voy a verla cuando no tengo
más remedio, por un sentimiento de culpa o de deber o porque mi
padre me presiona para que lo haga.»
Los sentimientos positivos sobre su embarazo se centraban en su
esperanza de redención, en la experiencia sanadora de ser una madre
radicalmente distinta a la suya. «Creo que todo lo que hago como
madre es para que mi hijo no sienta por mí lo que yo sentía por mi
madre. No quiero que dentro de treinta años tenga que consultar a
un psicoterapeuta y se ponga a despotricar contra mí. Quiero que me
aprecie y me quiera, y que le guste estar conmigo.»
Max, el hijo de Kirsty, tenía tres años cuando ella vino a mi
consulta. Se sentía completamente agobiada y extenuada por su vida.
En un intento de ofrecer a Max su amor pleno e incondicional, era
prácticamente incapaz de establecer ningún tipo de límites. Como no
soportaba oírle llorar, cada noche lo acunaba en sus brazos para que
se durmiera y, si el niño se despertaba durante la noche, lo acostaba
en el lecho conyugal, por lo que Kirsty empezó a sufrir cada vez más
por falta de sueño. Jugaba con él todo el día y organizaba el horario
familiar en función de las necesidades y deseos del niño. Me explicó
la gota que colmó el vaso de su paciencia y la trajo por fin a mi
consulta:
«Cada vez que vamos al supermercado, le compro un deuvedé del
expositor que está cerca de la caja. Sé que no debí empezar a hacerlo,
porque, como es natural, he creado en él la expectativa de que
siempre obtendrá un deuvedé. Si le digo “no, hoy no, ya tenemos
suficientes deuvedés”, se pone a llorar y, si no cedo enseguida, coge
una rabieta tremenda, gritando, chillando y haciendo que toda la
gente me mire, y sé que piensan: ¡qué madre tan mala!
Sin embargo, Kirsty se refería a una ocasión en concreto en que
no llevaba bastante dinero para comprar un deuvedé, de modo que
tuvo que llevarse a Max a rastras, pensando que había herido sus
sentimientos tan profundamente que el niño quedaría traumatizado
para el resto de su vida. Lo que es peor, durante su rabieta el niño
gritó: «¡Te odio, mamá, te odio!»
«No soporto ver su dolor y su sufrimiento —me dijo Kirsty
llorando—. Y saber que yo he sido la causante me resulta
insoportable. Pero no puedo seguir así. Me está destrozando la vida y
estoy resentida con él, aunque al mismo tiempo me siento culpable
por haberme vuelto como mi madre. El niño me odia.»
Paradójicamente, Kirsty había creado el escenario que más temía.

No todas las madres adorables son como Kirsty, pero es un patrón


muy común en las madres (y en muchos padres). Advertirás que,
como suele ocurrir en el caso de muchas personas adorables, las
palabras o temas clave aquí son culpabilidad, resentimiento y haber
creado unas expectativas que no pueden frustrarse (sin provocar una
intensa ira, lo cual les resulta insoportable).
Con frecuencia, la maternidad se alimenta de ciertos ideales
culturales sobre la femineidad y puede exacerbar cualquier tendencia
que ya tuviésemos con respecto al autosacrificio o el martirio.
Escribe Susan Faludi en Reacción: la guerra no declarada contra la
mujer moderna: «Las muestras de deferencia y martirio son los
signos tradicionales de la cultura del honor femenino, los cuales se
considera que proporcionan a las mujeres aprobación social y
amor». Una de mis clientas, una mujer de carrera que a la sazón
estaba en avanzado estado de gestación, me escribió después de su
primera sesión de terapia: «Estaba convencida de que para ser madre
tenía que relegar mis propias necesidades al último lugar, o de lo
contrario sería una mala madre. Gracias por explicarme que si no
cuido de mí misma y busco la forma de “llenar mi depósito” con
combustible, no podré dar nada que le sea útil a mi hijo. ¡Siento
renovadas esperanzas!»

Amanda, la pareja adorable


Amanda creía haber encontrado el verdadero amor a los cuarenta y
cinco años y se sentía eufórica. Su primer novio formal le había
destrozado el corazón, y aunque había salido con muchos hombres y
había tenido varios romances y relaciones sentimentales breves,
desde la ruptura no se fiaba de los hombres.
«Los hombres siempre tienen todos los triunfos en la mano —
dijo Amanda, explicándome por qué había decidido acudir a mi
consulta—. En realidad, nunca sabes lo que piensan y siempre tienen
un mecanismo de seguridad preparado. Pero quiero que esto sea
diferente.»
Amanda había conocido a Simon y quería someterse al tipo de
terapia que promete la felicidad eterna que vemos en las películas. Y
como todos sabemos, la vida no es tan sencilla. Simon tenía a sus
espaldas un amargo divorcio que le había dejado traumatizado y
frágil, y un hijo adolescente que pasaba con él los fines de semana en
una pequeña población a varios centenares de kilómetros de donde
residía Amanda. Pero ella se había embarcado en esa relación con
increíble generosidad de espíritu, invirtiendo en ella dinero, tiempo
y energía. Había aprendido a jugar a Call of Duty en el ordenador
para disparar contra alienígenas virtuales en un intento de
aproximarse al hijo, que no simpatizaba con ella, soportando que
éste dejara siempre el baño hecho un caos, sorteando las toallas
mojadas diseminadas por el suelo en busca de una seca que pudiera
utilizar, y tirando a la basura sin protestar las cajas vacías de pizza
que el chico dejaba en la cocina.
Amanda hacía todo lo que creía que debía hacer la novia perfecta
(cocinar, limpiar, planchar), aunque Simon no le había pedido que
hiciera nada de eso. Cada fin de semana soportaba el largo trayecto
en tren para visitarlo, y empezaba a odiar los inevitables autobuses
que sustituían al tren los domingos por la tarde y la falta de tiempo
los fines de semana para atender sus asuntos personales. Simon y ella
hablaban cada noche dos horas por teléfono; Amanda comprendía el
complicado trabajo y los problemas familiares de Simon, pero
minimizaba sus propios problemas y contrariedades.
De pronto la salud de Amanda empezó a resentirse. Sufría unos
dolores de estómago que la habían obligado a visitar a su médico, y
temía que padeciera cáncer de estómago. «¿Recuerdas cuándo
comenzaron esos dolores de estómago? —le pregunté—. ¿Estaban
relacionados con algo?» Amanda reflexionó unos momentos.
«Acababa de bajarme del tren en la estación donde vive Simon…»,
respondió. «¿Recuerdas qué sentiste en esos momentos?», pregunté.
«Estaba cabreada. Tenía la impresión de haber tragado
demasiado…» «¿En tu estómago?» «¡Sí! ¡Cielo santo, ésa es la causa
de mi dolor de estómago! De hecho, también lo he sentido en la
garganta. ¡No estoy enferma, estoy llena de resentimiento!»
Juntas diseñamos un Barómetro del Resentimiento: ¿Qué me
indica? ¿Qué necesito? ¿Qué me impide pedirlo? ¿Qué temo?
Amanda identificó el temor de perder a su amante: «Si le pido lo que
necesito, dejará de quererme», dijo. Descubrió otra Regla Rígida
Personal: NO DEBO MONTAR EL NUMERITO, NO DEBO CONVERTIRME EN
UN ENGORRO.
Esto marcó el comienzo de la percepción y el entendimiento para
Amanda, pero como todos sabemos, el cambio es con mucho la
parte más lenta y difícil. Volveremos a encontrarnos con ella en el
capítulo 4.

La pareja adorable no se encuentra sólo en la fase del cortejo, durante


la cual solemos mostrar nuestra faceta más favorable con el fin de
conquistar y retener al chico o a la chica. Quizá te reconozcas en tu
matrimonio o relación estable como la parte que da demasiado, que
se muestra más conciliadora o reconforta emocionalmente a su
pareja. Pero crees que es demasiado expuesto, demasiado arriesgado
y peligroso manifestar estas cosas e identificar y pedir lo que
realmente deseas, que puede ser de carácter práctico («necesito que
me ayudes con la colada») o emocional, lo cual resulta aún más
angustioso («necesito que me des más amor y estés más pendiente de
mí»). Esto se aplica tanto a hombres como a mujeres, a parejas gay y
a heterosexuales.
A menudo las personas adorables se sienten atraídas
subconscientemente por individuos que no tienen problemas con las
áreas que a ellas les resultan conflictivas (Harville Hendrix ofrece una
explicación muy clara sobre este fenómeno en su libro Conseguir el
amor de su vida: una guía práctica para parejas). Por ejemplo, es
frecuente que las personas adorables nos embarquemos en una
relación con alguien que se siente cómodo con su ira y la de los
demás, mientras que nosotras delegamos en ellos la tarea de la
comunicación asertiva en la relación (decir no a otros, conseguir que
nos devuelvan el dinero por un objeto defectuoso que hemos
comprado, enfrentarse al contratista, etcétera). Sin embargo, este
reparto de papeles —en el que nuestra pareja se encarga de las
confrontaciones, mientras que nosotras nos reservamos el rol de la
persona adorable— puede ser contraproducente, pues hace que nos
sintamos intimidadas, atrapadas y resentidas.

Hamish, el hombre adorable


He incluido aquí el caso de Hamish para demostrar que la Trampa
de la Amabilidad no afecta sólo a las mujeres. Como he mencionado
antes, tengo varios clientes varones que han respondido con
entusiasmo a ese concepto y se sienten tan atrapados por las
expectativas de los demás como las mujeres superamables que se
esfuerzan por expresar las facetas de su personalidad que suelen
reprimir.
Cuando la recepcionista que concertó la cita con él exclamó
«parece un hombre encantador», tuve la impresión de que Hamish
tenía este problema. Cuando alguien describe a una persona como
«encantadora», se despiertan mis sospechas. Me pregunto qué precio
deben pagar para que les adjudiquen ese calificativo.
No tardé en averiguar el precio que había pagado Hamish. Tenía
una sonrisa encantadora y carismática, y de inmediato se mostró
simpático y cordial, bromeando para hacerme reír. Trabajaba en IT y
ayudaba a todo aquel que tuviera algún problema con el ordenador,
aunque ése no era en realidad su cometido. ¡Todo el mundo adoraba
a Hamish! Pero debajo de su exterior risueño y complaciente,
Hamish estaba lleno de resentimiento: «Me siento increíblemente
atrapado en todos los aspectos de mi vida —me confesó—. Todo el
mundo cree que soy un tipo superguay, y en parte lo soy y me gusta
esa parte de mí. Pero también tengo un lado oscuro que bulle en mi
interior, mofándose de mí y de quienes me rodean».
Hamish se esforzaba sin cesar en mantener lo que consideraba su
lado oscuro e inaceptable oculto a los demás, lo cual le suponía un
esfuerzo tremendo, una estrategia que nunca tiene un resultado cien
por cien eficaz. «De vez en cuando, algo que parece trivial hace que
estalle, y entonces los demás retroceden espantados, estupefactos y
decepcionados. No me pongo a vociferar y a gritar, sino que irradio
una ira fría como el hielo o les lanzo unos dardos sarcásticos y
crueles.» «¿Qué ocurre entonces?», le pregunté. «Bueno, me siento
tan avergonzado que procuro mostrarme más amable aún que de
costumbre para contrarrestar mi arrebato de furia.»
Suelo pedir a mis clientes que hagan un dibujo de las cualidades
que creen que proyectan a otras personas y otro con aquello que
ocultan o reprimen en su interior (puedes hacer este ejercicio ver
aquí). Cuando Hamish hizo el dibujo trazó unos rayos de luz de
santidad alrededor de su cuerpo y escribió junto a ellos: «No sé decir
no», «me ocupo de todo el mundo», «mantengo todos los platos
girando». Dibujó unos oscuros remolinos dentro del dibujo de su
cuerpo y escribió: «Mi padre». Su padre había abandonado a su
esposa y a sus dos hijos de corta edad cuando Hamish tenía cuatro
años. «Es un hombre frío y cruel —dijo Hamish—. Y me aterroriza
pensar que soy como él.» «Los dos somos muy tercos», concluyó
con una risa amarga.
El patrón adorable de Hamish también le causaba problemas con
su mujer. Al esforzarse en no ser como su padre, negaba gran parte
de su faceta masculina; se mostraba superamable y en sintonía con su
lado femenino, pero reprimía tantas cosas que su esposa decía que le
ocultaba algo y le acusaba de tener aventuras extraconyugales (en
especial porque había visto que todas las chicas que trabajaban con él
respondían con entusiasmo a su carácter adorable, lo cual alimentaba
sus sospechas).
De modo que la tarea de Hamish consistía en ver cómo podía
hacer encajar los dos lados de su personalidad. ¿Era capaz de
conservar los suficientes rasgos del «tipo encantador» que tanto a él
como a los demás complacía, dejando al mismo tiempo que asomara
una parte de su lado «oscuro» a fin de evitar que éste estallara? En el
capítulo 4 descubriremos si lo consiguió.

Jessica, la colega adorable


Cuando Jessica vino a verme por primera vez se mostró muy
interesada en la idea de la Trampa de la Amabilidad. «¡Soy yo!»,
exclamó. Sentía que no tenía una vida fuera de un empleo sin
porvenir al que dedicaba muchas horas extraordinarias que no le
pagaban, realizando el trabajo de dos personas pero sin recibir
ningún reconocimiento ni ayuda e, inevitablemente, sintiéndose
muy estresada. Quería perder peso, hacer amistades, resolver los
problemas de su relación sentimental y gozar de todo lo que la
ciudad podía ofrecer, pero al acabar su jornada laboral se sentía
agotada, deprimida y desmoralizada. «Nada me va bien. Me siento
como una niña de cinco años que espera que alguien le diga lo que
debe hacer con su vida.» Y rompió a llorar bajito pero con un
desconsuelo desgarrador.
Los cinco años fue una edad clave para Jessica. Sus padres se
habían separado cuando ella tenía un año, y su madre la había
llevado a vivir con sus padres (los abuelos maternos de Jessica), para
que cuidaran de ella mientras su madre trabajaba para mantener a la
familia. Se recordaba a los cinco años como una niña muy buena que
se esforzaba en conseguir la aprobación de su abuelo, que era muy
estricto. Él era quien se ocupaba de ella a la salida del colegio. Era un
hombre de mucho genio que sostenía que a los niños se les debía ver
pero no oír, pero mientras Jessica acatara las normas, hiciera lo que
le mandaban, trabajara con ahínco y no rechistara, se sentía segura.
Sin embargo, veinticinco años más tarde Jessica sigue viviendo su
vida regida por las Reglas Rígidas Personales de cuando tenía cinco.
Esas mismas reglas que habían sido muy eficaces para obtener lo que
deseaba, ahora hacen que se sienta desgraciada, explotada e
impotente, pues hace lo que le mandan, trabaja con ahínco y no
protesta. «Necesito aprender a defender mis derechos, decir no a
todo el trabajo extra que cargan sobre mí y marcharme a casa a la
hora de cerrar.» Jessica esbozó una sonrisa encantadora y añadió:
«¡Pero eso es tan poco probable como que consiga enfundarme unos
vaqueros de la talla treinta y seis!»
Juntas trazamos un dibujo de cómo creía Jessica que los demás la
veían, y hablamos sobre la idea de tratar de ser tan sólo un uno por
ciento menos complaciente. ¿En qué podía traducirse eso?, le
pregunté. ¿Se le ocurría algo que pudiera hacer mañana que
representara ese uno por ciento? «Por ejemplo, decir no a un colega
que te pide que le ayudes a crear una hoja de cálculo». Jessica me
miró preocupada y meneó la cabeza. «¿Qué temes? —le pregunté—.
¿Te sugiere eso alguna imagen?» «¡Temo que si me muestro siquiera
un uno por ciento menos complaciente, me convertiré en una niña
de cinco años que tiene rabietas y que mi abuelo me echará de casa a
los cinco minutos!»
Esos son los temores y las imágenes que hacen que muchos de
nosotros permanezcamos atrapados durante décadas en una
conducta y unas reglas rígidas. Hasta que nos atrevamos a
experimentar haciendo algo distinto, no lograremos liberarnos de esa
trampa.
Jessica continuó con sus sesiones de terapia durante seis meses y
realizó experimentos muy valientes, sobrepasando con mucho el uno
por ciento que yo había sugerido al principio. En los capítulos 7 y 8
comprobaremos cómo lo consiguió.

Liz, la amiga adorable


Liz, una mujer de cuarenta y cinco años, se desplazó centenares de
kilómetros para someterse a una sesión de psicoterapia de dos horas.
Al sentarse suspiró y dijo: «Mientras venía en el tren se me ocurrió
que esta sesión es mi versión de acudir a un spa. No recuerdo la
última vez que hice algo sólo para mí».
Desde su divorcio, hacía cinco años, Liz dijo sentirse «oprimida
por la responsabilidad». Trabajaba muy duro como directora general
de un centro de arte, se afanaba en apoyar a sus dos hijos
adolescentes tanto emocional como económicamente y frecuentaba
un amplio círculo de amistades. «Nunca me ha sido de mi agrado
disgustar o decepcionar a nadie, pero he llegado a un punto en que
me siento agobiada por mis responsabilidades y ya no sé lo que
quiero ni lo que siento en realidad.»
Le dije que cuando había mencionado la idea de dedicar tiempo a
sí misma parecía casi una colegiala traviesa, y le pregunté en qué
estaba pensando. Liz sonrió tímidamente y respondió: «Pienso en
quién me va a regañar».
Juntas llegamos a la conclusión de que uno de los motivos por los
que le costaba decir no a algo y fijarse unos límites razonables (en
particular con sus amigos) era una vinculación infantil entre hacer lo
que deseas y que no te quiera nadie, un mensaje que provenía de su
severo padre. «Hace tres años me dijo: “siempre me arrepentí de
haber permitido que asistieras a esa universidad, porque regresaste
con el pelo de color rosa y tu propio criterio”. Quise replicarle “no es
motivo para tenerme manía que viva mi vida como considero
oportuno”». El legado de esto era la creencia de que para que la
estimen tiene que hacer lo que quieran los demás, y unas Reglas
Rígidas Personales que incluían NO DEBO DECEPCIONAR NUNCA A
NADIE.
Pregunté a Liz si era capaz de emprender un experimento
dirigido a decepcionar a sus amigos. Empezando por algo
insignificante, ¿había algún acto social al que no quisiera acudir que
pudiera cancelar y comprobar el resultado? Dijo que había accedido
a asistir esa noche a un evento organizado por una amiga para
apoyarla, pero que prefería relajarse con un baño de espuma y
acostarse temprano. Me prometió cancelarlo y comprobar cómo se
sentía. También accedió a escribir un diario en el que anotar este y
otros experimentos conductuales. En el capítulo 9 veremos qué tal le
fue.

Muchas personas adorables se esfuerzan en decir no y fijar unos


límites con parientes, vecinos, colegas y amigos. Pero al acceder a
asistir a los actos que éstos organizan, responder a sus llamadas
telefónicas a horas intempestivas o estar siempre disponibles para
hacerles de paño de lágrimas, a menudo anteponen las necesidades de
los demás a las suyas sin pensar que tienen derecho a decir no.

Los profesionales adorables


Como sabemos, las personas adorables tienen tendencia a pensar en
términos de «todo o nada»: si no soy algo al cien por cien, entonces
soy todo lo contrario (algo negativo). Con frecuencia esto se traduce
en que si no soy del todo compasiva, dando a los demás lo que
desean, entonces soy una persona mezquina, egoísta, mala (puedes
añadir la palabra negativa que creas que encaja contigo). Esto puede
conducir a un estado de profundo estrés y lo que se denomina
«fatiga de la compasión», conocido también como estrés traumático
secundario. Si crees que te limitas a ser una buena persona cuando
tratas de ayudar a los necesitados del mundo y accedes a las
demandas y deseos de todos, acabarás sintiéndote agobiada,
resentida y estresada.
Supongo que muchas de las personas que leerán este libro ejercen
profesiones humanitarias, porque creo que es una vocación natural
de muchas personas adorables. Pero como en el caso de la polilla que
se siente atraída por la llama, es una luz intensa que acaba
«quemando» a muchas personas buenas y solidarias.
Quizá te reconozcas en algunos o todos los casos descritos hasta
ahora, pero lo importante es recordar que las creencias y conductas
que los sustentan son aprendidas y, por tanto, puedes reaprenderlas
de forma que potencien tu salud y tu bienestar.
Más adelante examinaremos las formas de liberarte de la Trampa
de la Amabilidad para que vuelvas a conectar con tus necesidades,
pero primero te aconsejo dedicar unos momentos al siguiente
ejercicio para que descubras tus matices de persona adorable.

Ejercicio ilustrado de la Trampa de la Amabilidad


Éste es el ejercicio que pedí a Hamish y a Jessica que realizaran. Suelo
pedírselo a mis clientes cuando empezamos a trabajar juntos. Es
divertido, por lo que alivia un poco la sensación de agobio y de estar
«atascado» que sienten algunas personas. En la página contigua he
incluido mi propio dibujo para ayudarte a crear el tuyo.
En un diario, si escribes uno, o en un papel, dibuja una sencilla
figura que te represente. Conviene que luzca un vestido triangular,
para que dispongas de suficiente espacio para escribir en él, pero
bastará un simple «palo» con brazos y piernas y un círculo para la
cabeza. Yo siempre dibujo una amplia sonrisa en la cara, porque las
personas adorables suelen sonreír mucho. Otro detalle divertido es
dibujar el cabello con unos garabatos.
A continuación traza unas líneas que partan de la cabeza y el
cuerpo —como esas imágenes religiosas de la Virgen o de los santos
—, dejando suficiente espacio para escribir junto a ellas. Puedes
dibujar también unas flechas sobre ellas (apuntando hacia fuera de
«ti»), que representan las formas en que transmites energía a otras
personas y al mundo.
El siguiente paso consiste en escribir unas palabras o frases sobre
estas líneas o flechas que reflejen lo que sientes que transmites, o
irradias, a los demás. Pueden ser unas conductas: por ejemplo,
siempre risueña, siempre dispuesta a escuchar, a dedicar tiempo a
todo el mundo, nunca dices no, haces reír a los demás, eres amena y
divertida… La lista es interminable, pero muy personal para ti. O
pueden ser unas reglas personales que comunicas a otros, como por
ejemplo: estoy «abierta» las veinticuatro horas del día, siempre
antepondré a mi pareja, nunca negaré nada a mis hijos. Escribe las
ideas con bastante rapidez, sin pensar demasiado en el ejercicio. Éstas
son las partes de ti que te complace que los demás vean y que a
menudo son cosas muy positivas, pero que pueden hacer que te
sientas agotada y estresada.
Ahora piensa en lo que no expresas con facilidad (o nunca) a los
demás. ¿Qué es lo que reprimes, que no expresas, que bulle en tu
interior? Dentro del dibujo que te representa a ti (dentro del vestido
triangular, si has dibujado uno) escribe algunas ideas de lo que crees
que se agita en tu interior. ¿Es ira? ¿Tristeza? ¿Resentimiento? ¿Y yo
qué? Escribe unas pocas cosas, las que te parezcan más potentes.
Ahora mira el dibujo. De momento no tienes que hacer nada
más, pero esto te procurará una poderosa percepción visual de tu
matiz personal referente a la Trampa de la Amabilidad, teniendo
presente que todas las personas difieren con respecto a las situaciones
y relaciones en las se sienten capaces de comunicar de forma asertiva.
RESUMEN
En este capítulo hemos averiguado algo más sobre lo que significa
para nosotros la Trampa de la Amabilidad y, en consecuencia, en qué
punto nos hallamos:
• ¿Qué lugar ocuparías en el Juego de la Línea? Piensa en qué tipo
de relaciones y situaciones te sientes más —y menos— segura.
• Comprueba tu Barómetro del Resentimiento.
• Evita pensar en términos de «todo o nada».
• Haz el ejercicio ilustrativo para obtener una representación visual
de tu matiz referente a la Trampa de la Amabilidad.
4

Sintoniza con tu cuerpo:


¿qué te dice?

P iensa en el capítulo anterior y en el ejercicio ilustrativo que


acabas de hacer, o que sólo has imaginado hacer. ¿Qué has escrito
dentro de la figura? ¿Qué emociones reprimes? (Las respuestas más
frecuentes son: ira, resentimiento, mezquindad, desinterés, egoísmo,
temor, crueldad, furia…) Has sintonizado contigo misma lo
suficiente para saber lo que ocultas al mundo y reprimes en tu
interior, lo que se agita detrás de la fachada.
Tu próximo reto consiste en sintonizar de forma regular con tu
cuerpo para empezar a identificar cuándo y cómo se manifiestan tus
sentimientos físicamente y qué relación tiene eso con lo que piensas
(pensamientos) y lo que haces (conducta).
Cuando menciono por primera vez esto a mis clientes, nadie
comprende muy bien a qué me refiero, el concepto les parece
demasiado vago. Pero yo tenía el convencimiento, empezando por
mi propia experiencia, de que la Trampa de la Amabilidad en parte
consiste en que no prestamos atención a los mensajes que recibimos
constantemente de nuestro cuerpo, y si podemos empezar a captar
esos mensajes, podremos empezar a salir de esa trampa. Inicialmente
los oímos, pero no les prestamos atención; con el tiempo eso se
convierte en un hábito tan arraigado que ni siquiera los oímos, o nos
parecen unas voces espectrales que susurran en el viento.
En este capítulo quiero que te acostumbres a escuchar a tu cuerpo
y prestar atención a lo que te dice. Tu verdad, por decirlo así. No
espero que, por ahora, trates de cambiar nada; pero si lees los
capítulos siguientes con la mente abierta habrás empezado a
prepararte, en la medida de lo posible, para hacer algo distinto.

SINTONIZA CON TU CUERPO


Tomemos el ejemplo con el que abrí el libro: mi brazo roto. En los
diez días que pasaron entre mi caída durante el baile campesino hasta
que finalmente acudí al hospital para que me hicieran una
radiografía, recibí un montón de mensajes de mi cuerpo. Primero
fue el dolor, intenso cuando movía mucho el brazo pero por lo
general un dolor sordo y pulsante. A veces sentía leves náuseas, pero
no sabía por qué. Mis noches eran muy agitadas porque no
conseguía encontrar una postura cómoda en la cama, o bien, cuando
lo lograba, me despertaba el dolor al intentar volverme estando
dormida. De modo que la falta de sueño hacía que estuviera de mal
humor. Pero no escuché lo que ninguno de esos mensajes trataban
de decirme alto y claro.
Ciertamente, es un ejemplo extremo, pero creo que todos
estamos recibiendo continuamente información importante de
nuestro cuerpo, buena parte de la cual pasamos por alto o ni siquiera
oímos. Es como una radio que emitiera en una frecuencia poco
nítida para que nuestros receptores la capten. Muchos de mis clientes
viven sus vidas del cuello para arriba, a menudo de una forma
increíblemente analítica, inteligente y lúcida, pero que no captan lo
que su cuerpo les indica.
¿Respiras en estos momentos con normalidad? Sí, ya sé que sí.
Detente un momento para prestar atención a la forma en que
respiras. ¿Estás sentada ante tu mesa, trabajando ante tu ordenador?
Hace poco leí que, de modo inconsciente, muchos de nosotros
contenemos la respiración o respiramos poco profundamente,
mientras respondemos a nuestros correos electrónicos. ¿Respiras a la
altura del pecho o del estómago, que se expande y contrae cuando
respiras? ¿Contienes, siquiera un poco, la respiración? Ahora
examina brevemente el resto de tu cuerpo, empezando por los dedos
de los pies y ascendiendo mentalmente hasta la parte superior de tu
cabeza. ¿Qué has logrado identificar? ¿Dónde sientes calor, frescor,
rigidez, molestias? ¿Tienes hambre, sed, sientes dolor, tienes que ir al
baño o ganas de respirar aire puro? ¿Qué mensaje te está enviando tu
cuerpo en estos momentos que desoyes o no le prestas atención?
Empezar a atender estos mensajes es uno de los medios que nos
permiten recuperar nuestra capacidad de elección y bienestar.
En el capítulo 10 encontrarás un ejercicio de respiración, pero de
momento basta con que te familiarices con lo que tu cuerpo trata de
decirte.

Jessica y la necesidad de hacer pis


Jessica, la colega adorable que quería ser más asertiva en el trabajo y
en la vida (ver aquí), comprendió a qué me refería cuando dije que
debía escuchar lo que le decía su cuerpo: «¿Es como cuando estás
con un grupo de gente y tienes que ir al lavabo, pero no te atreves a
decir nada ni a levantarte porque no quieres interrumpir la
conversación o llamar la atención?» «Es un gran ejemplo —respondí
—. ¿Es lo que tú haces?» Me miró asombrada y luego abochornada.
«Creo que lo hago a menudo; es lo que suelo hacer.»
Seamos sinceros, ¿cuántos de vosotros estáis asintiendo con la
cabeza? Desde que tuve esa conversación con Jessica, he hecho esa
pregunta a muchas personas y es fascinante comprobar que buena
parte de ellas confiesan que a menudo ignoran el mensaje que les
envía su cuerpo de que tienen que ir al lavabo, en particular cuando
están con otras personas. También confiesan que a veces —o con
frecuencia— desoyen los mensajes de su cuerpo diciéndoles que
están sedientos, hambrientos, cansados y estresados. Tal vez te
preguntes qué importancia tiene esto.
Quizá conozcas ya la idea de «escuchar a tu cuerpo» en un
contexto médico o cuando haces ejercicio. A menudo, un instructor
de yoga o un preparador físico te habrá dicho que escuches a tu
cuerpo, para no caer en el agotamiento y lesionarte un músculo o
ligamento. Pero el hecho de sintonizar con tus sensaciones
corporales también puede ayudarte a sintonizar con tus emociones y
a identificarlas. Todo el mundo se esfuerza en reconocer y poner
nombre a sus sentimientos; por lo general no es algo que nos
enseñen a hacer en la escuela o en casa. Pero tienen una base
profundamente física (de ahí la raíz latina sentire, oír), y si puedes
empezar a identificar la sensación física, también podrás poner
nombre a la emoción. Esto a su vez te ayudará a explorar lo que las
emociones significan y de qué forma están ligadas a tus
pensamientos y a tu conducta.
Posiblemente, una de las emociones más fáciles de identificar es
la ansiedad. Es una respuesta de temor a una amenaza percibida en el
entorno, aunque esa «amenaza» percibida sea en realidad un
pensamiento (por ejemplo, un recuerdo) en nuestra mente. Está
regida por nuestra primitiva respuesta de lucha, huida o inmovilidad
(la reacción fisiológica del cuerpo cuando detecta una amenaza). Así
es cómo Monika identificó que su ansiedad estaba vinculada a sus
pensamientos y a su conducta.

SINTONIZA CON TU CUERPO

Escucha los mensajes que te envía


tu cuerpo varias veces al día. Una
buena idea es pegar un punto
adhesivo coloreado en los objetos
que utilizas con frecuencia, por
ejemplo la cafetera, el ordenador o
el espejo del baño. Luego, cada vez
que veas uno, respira
profundamente y céntrate en tu
cuerpo.
¿Sientes tensión, dolor,
opresión? ¿Dónde sientes calor,
frío, sequedad, picor? ¿Qué notas,
y tiene eso algo que ver con alguna
emoción que puedas identificar? Es
una información que te será muy
útil cuando empieces a ser
consciente de las cosas que ocurren
en tu cuerpo y que hasta ahora
habías ignorado.

Monika siente el temor


Monika, la bombilla de 1.000 vatios (véase aquí), tuvo que ausentarse
durante una semana para seguir un cursillo residencial relacionado
con su trabajo. Llegó muy ilusionada a la imponente mansión en el
campo. ¡Sería maravilloso pasar una semana fuera de casa sin tener
que preparar comidas! La primera noche se sentó en el espacioso
comedor, donde participó en la conversación y disfrutó de la
deliciosa comida casera. Se sintió un poco rara y se detuvo un
momento para prestar atención a su cuerpo. Notó que el corazón le
latía aceleradamente y tenía la boca seca. También reparó en que
había bebido un vaso de agua tras otro, sirviéndose una y otra vez de
la jarra que había en la mesa.
Por la noche, cuando se acostó, Monika reflexionó sobre su
conducta. En casa casi nunca bebía agua mientras comía, y menos
cinco o seis vasos.
De repente evocó una imagen con toda nitidez. Estaba sentada a
la mesa en su casa, con su madre, su padre y su hermano. Se servía
agua con tanta frecuencia que su padre bromeó con la idea de instalar
una manguera conectada directamente a la mesa para ella. Su madre
torció el gesto y se levantó para volver a llenar la jarra, pese a que
Monika insistió en que podía hacerlo ella. Fue un momento muy
tenso. Su madre se enfadaba a menudo con su padre. Estaba
amargada y resentida porque tenía mucho trabajo atendiendo a su
familia mientras su marido se limitaba a hacer bromas, de las que
Monika, su ojito derecho, se reía a carcajadas, lo cual enojaba aún
más a su madre. Monika, atrapada entre uno y otro, recordó que
llenaba su vaso una y otra vez, y comprendió entonces que lo hacía
como un modo de librarse de la ansiedad.
De pronto lo comprendió con meridiana claridad: el hecho de
estar sentada a la mesa, entre extraños, había hecho que su
subconsciente se remontara a la tensión que se producía en su casa a
la hora de las comidas. Se había sentido ansiosa en la mesa y había
reaccionado bebiendo mucha agua, riendo a carcajadas de las bromas
de los demás y gesticulando de forma exagerada, lo cual recordaba
haber hecho de niña (a menudo derribando algún objeto en la mesa,
lo cual no hacía sino incrementar la tensión y la ansiedad).
Monika decidió no realizar ningún cambio drástico, sino seguir
sintonizando con su cuerpo y acordarse de respirar más lentamente
cuando sentía que el corazón se aceleraba. Comprendió que su
reacción era muy similar a lo que solía hacer cuando estaba en una
reunión con mucha gente. El temor a percibir el menor signo de
desaprobación o tensión activaba su bombilla de 1.000 vatios y los
nervios la inducían a reírse y gesticular mucho, irradiando una gran
energía antes de que pudiera darse cuenta de lo que había ocurrido.
Las manifestaciones físicas de ansiedad son primas hermanas de las
de la ira. Yoda, el sabio de La guerra de las galaxias, no se
equivocaba al decir que «el temor se convierte en ira».

Hamish siente la ira


Hamish, el hombre adorable (véase aquí), sentía una creciente
irritación al comprobar que su esposa dejaba siempre el cazo vacío
en la encimera de la cocina, sin fregar. Durante meses él mismo había
fregado con diligencia y sin protestar el cazo, esforzándose por
eliminar con el estropajo los grumos duros y resecos pegados en su
interior. Hamish iba acumulando ira y resentimiento, emociones
que no expresaba, pero si no las reconocía no podía empezar a
pensar en las opciones que tenía para modificar su conducta. Así,
por ejemplo, cuando su esposa sugirió que vieran MasterChef en la
televisión, reaccionó con inusitada virulencia. «¡No comprendo
cómo te gusta ese programa tan estúpido y aburrido!», exclamó ante
el asombro de su esposa. O bien soltaba improperios contra otros
conductores mientras se dirigía en coche al trabajo. (Curiosamente,
he constatado que para desahogar su ira reprimida las personas
adorables suelen utilizar este método, que es seguro y anónimo hasta
que alguien las obliga a detener el coche y se acerca para encarase con
ellas.)
Cada semana yo recomendaba a Hamish que tomara nota de lo
que ocurría dentro de su cuerpo en diversos momentos del día. A
menudo le preguntaba durante la sesión: «¿Qué sientes ahora en tu
cuerpo, en este momento? ¿Dónde está localizado?» Esto le resultaba
muy difícil, como para muchos de nosotros, sobre todo si nos han
inculcado la creencia de que algunas emociones potentes (o todas)
son malas y perjudiciales y en consecuencia aprendimos a ocultarlas
en nuestro interior (a «reprimirlas»), hasta que dejemos de reparar
en ellas. Pero por supuesto siguen allí, y acaban aflorando o
afectando a nuestro cuerpo de una forma u otra.
Una semana Hamish acudió a su sesión de terapia y anunció que
había tenido una revelación. «Tuve una discusión con mi mujer —
me dijo—, y sentí en mi cuerpo una descarga de adrenalina.» «Esto
es genial —dije (por supuesto, no me refería al hecho de discutir)—.
Te felicito por haberte dado cuenta. ¿Qué sensación te produjo la
descarga de adrenalina? ¿Qué ocurrió?» «Bueno, me puse muy
nervioso, y cuando miré mis manos vi que temblaban un poco. Sólo
deseaba salir corriendo de la habitación antes de que pudiera decir
algo ofensivo, pero mi esposa no dejaba de hacerme preguntas. Pensé
“si abro la boca, se acabó; no podré dar marcha atrás”. Pero mi mujer
se marchó indignada antes de que lo hiciera yo, llorando y gritando
que yo era un cabrón sin sentimientos y que mi rostro parecía una
máscara impenetrable.»
A medida que Hamish empezó a sintonizar más a menudo con
su cuerpo, atendiendo a lo que ocurría en su interior, sintió
curiosidad por averiguar de qué forma las sensaciones mejoraban o
empeoraban en función de los pensamientos ligados a ellas. Cuando
se juzgaba con dureza con pensamientos como: «¡Te estás volviendo
como papá! Eres frío y malvado. María se dará cuenta y te
abandonará», el estrés se hacía insoportable y se quedaba paralizado
(«como un conejo entre la hierba»). Esto hacía que María se enojara
más al sentir que él se distanciaba emocionalmente de ella. Pero
cuando Hamish logró decirse con calma a sí mismo —y, por fin, a su
esposa— que temía volverse como su padre, ella se esforzó por
tranquilizarlo, lo cual les unió más.
En el próximo capítulo examinaremos detenidamente los efectos
de nuestros pensamientos (en particular nuestro diálogo interno
crítico) sobre nuestras emociones y nuestra conducta.

NOTAS SOBRE LA IRA


Al saber que estaba escribiendo este libro, una amiga me envió el
siguiente correo electrónico: «¿Podrías abordar el temor que
sentimos ante la fuerza de nuestra ira…? Me asusta el poder de mi ira
y el efecto que tiene sobre otras personas…, lo cual conduce,
invariablemente, a un “postarrebato”, una especie de conmoción
ante mi capacidad de “estallar de esa forma”, seguido por una
profunda consternación por los efectos que ha tenido mi “explosión
de ira”».
Como mencioné con anterioridad, un patrón clásico de las
personas adorables es suprimir cualquier sentimiento de ira por
miedo a tener problemas con los demás. Pero esto, en última
instancia, es una situación insostenible y la ira acaba aflorando de
forma incontrolada, atemorizándonos a nosotros y a los demás y
causándonos una conmoción. El Barómetro del Resentimiento
emocional que Amanda diseñó para utilizarlo con su pareja y su hijo
(véase aquí) podemos utilizarlo todos nosotros. Nos ofrece la
oportunidad de identificar sentimientos situados en el extremo
moderado del espectro de la ira (por ejemplo, contrariedad,
decepción, dolor) y reconocer las opciones que tenemos de hacer
algo distinto antes de que los sentimientos se intensifiquen y den
paso a una furia y estallido de ira desproporcionado, tal como hemos
descrito más arriba. La persona puede llegar a sentirse tan
traumatizada por su insólito estallido de ira que se esfuerza en evitar
que vuelva a producirse, ocultando también sus sentimientos de ira a
todo el mundo, inclusive a sí misma (como hacía Hamish). Por
tanto, adquiere escasa o nula experiencia en cuanto al modo de
enfrentarse a personas, situaciones y conversaciones difíciles.
Debemos practicar a fin de comprender que tenemos las
habilidades para gestionar esas situaciones y que nuestras
predicciones catastrofistas no suelen cumplirse (véanse los capítulos
7 y 8 referentes a las habilidades y los experimentos conductuales).
Una de mis clientas me ofreció una metáfora más visual de su ira,
describiéndola como el relleno caliente de una manzana que se cuece
en el horno bajo una deliciosa cubierta de chocolate. Tenía que
controlar el calor del relleno para evitar que saliera y se derramara
sobre la cubierta y estropeara el postre. Hacía lo que fuera necesario,
como sacar la manzana del horno (esto es, alejarse ella de la fuente de
«calor»/irritación) o decir algo, con calma, a la fuente de su
irritación.

¿QUÉ ES LO QUE NO DICES?


El siguiente paso para Hamish consistió en empezar a prestar
atención a lo que no decía a su esposa o a las personas con las que
trabajaba que también le hacían sentirse enojado. Los rasgos que
«suprimimos», como yo lo denomino, en nosotros constituyen una
información muy útil que es preciso investigar, examinando los
pensamientos —en especial las viejas reglas y creencias— que
propician nuestras reacciones emocionales y nuestra conducta.
Trata de registrar lo que te esfuerzas en no decir a las personas en
tu vida. Puedes limitarte a observar ese monólogo en tu cabeza o
tratar de anotarlo, por ejemplo, en tu diario antes de acostarte. El
hecho de escribirlo tiende a potenciar nuestras percepciones, pero
haz lo que creas más conveniente. Aquí tienes unos ejemplos de
clientes que observaron y exploraron lo que suprimían.

Ella suprime su auténtico yo


Debido a su traumática experiencia de sentirse ridiculizada,
rechazada y excluida durante la adolescencia (véase aquí), la amistad
ejercía una poderosa influencia en la vida de Ella. Realizaba un
esfuerzo sobrehumano por mantener un amplio círculo de
amistades, pero siempre estaba obsesionada con la idea de que, a sus
espaldas, la gente la criticara y la excluyera de algunos eventos
sociales. «No soy la mejor amiga de nadie —decía suspirando—. En
las bodas y bautizos, nunca me piden que sea la dama de honor o la
madrina; siempre soy la última opción…»
Un día le pedí que, durante una semana, tratara de observar lo
que pensaba pero no decía cuando estaba con sus amigos. Los
resultados fueron muy reveladores. Se dio cuenta de que suprimía
casi todo lo que la hacía sentirse distinta a la persona que estaba
hablando. De modo que si alguien decía que le había encantado una
película o una serie de televisión, Ella asentía con la cabeza aunque
pensara lo contrario. Cuando una chica se lamentó de andar escasa de
dinero y no poder permitirse ir a un spa, Ella se mostró comprensiva
pero omitió mencionar que ella había ido ese mismo fin de semana.
Al darse cuenta de que aún llevaba consigo una bolsa con el logo del
spa impreso, empezó a pensar en el modo de ocultarla o en inventar
una historia que justificara que la tuviera. «Más tarde, cuando anoté
estas cosas en mi diario, empecé a ver el lado divertido —dijo—.
Pensé que, si esto fuera un dibujo cómico, me metería la bolsa en la
boca y me la comería para destruir la prueba.»
Cuando Ella empezó a observar cuidadosamente lo que suprimía
comprobó que las creencias de su adolescencia seguían controlando
su conducta: si lograba continuar ocultando su auténtica
personalidad, podría integrarse y formar parte de la gente «guay» que
tenía acceso a todas las fiestas y a un montón de chicos con los que
salir. Pero ahora todos habían cumplido los treinta y eso ya no
funcionaba. Así pues, Ella se sentía aislada, sin estar profundamente
conectada a nadie porque nunca se atrevía a revelar sus auténticos
pensamientos y sentimientos.
En el capítulo 8 volveremos a encontrarnos con Ella para ver
cómo poco a poco logró modificar esta situación.

No me gusta la palabra «confabularse» porque me parece un término


negativo, crítico y, como quizás hayas observado, trato de evitar
todo tipo de lenguaje crítico. Pero no se me ocurre una palabra más
precisa para describir lo que hacemos cuando no nos atrevemos a
expresar verbalmente nuestro desacuerdo con alguien con quien
discrepamos. Se trata de nuevo del «temor a los conflictos»: ¿por qué
arriesgarnos a la ira y la discordia, cuando podemos desdeñar lo que
pensamos y gozar de la armonía? Sin embargo, eso conlleva un coste
para nosotros mismos. De nuevo, no nos atrevemos a revelar quiénes
somos en realidad (nuestros valores, creencias, gustos y opiniones),
de modo que nuestro interlocutor nunca sabe quiénes somos en
realidad. La relación sufre porque carece de autenticidad. Y nuestra
autoestima sufre porque no confiamos en que los demás nos estimen
tal como somos, sino que sólo nos estimarán si nos mostramos de
acuerdo con ellos.
No digo que debamos empezar de inmediato a decir la verdad,
toda la verdad y nada más que la verdad: no pretendo imponerte un
nuevo «debería» a la lista de retos del perfeccionista (véase el capítulo
8). No, de momento sólo quiero animarte a prestar atención a las
auténticas respuestas que tienes en mente antes de empezar a actuar
sobre ellas; eso es algo que haremos más adelante. Kirsty, la madre
adorable (ver aquí), me proporcionó un excelente ejemplo.

Kirsty suprime sus auténticos sentimientos


Un día, la madre de Kirsty fue a tomar el té y, tras observar que la
casa no estaba muy ordenada, que el pequeño Max aún no había
aprendido a ir al baño solo y que el té era de bolsita, emprendió una
dura perorata contra Angela, la cuñada de Kirsty. En la cabeza de
Kirsty se desarrollaba el siguiente monólogo: «¡Dios, eres una vieja
insoportable! Tienes celos de Angela porque se ha casado con tu
adorado hijo y no es la mujer que hubieras elegido para él. Pues a mí
me cae bien; es lo mejor que le ha ocurrido a mi hermano, y no
quiero seguir escuchando cómo despotricas contra ella». Sin
embargo, lo que hizo Kirsty fue sonreír débilmente ante las crueles
pullas de su madre, protestar de forma moderada por la virulencia de
sus comentarios («vamos, mamá, Angela hace lo que puede con los
niños») y tratar de proponer unos puntos de vista alternativos, pero
con escasa fuerza en el tono y volumen de su voz y lenguaje corporal.
No critico en modo alguno a Kirsty. La niña que lleva dentro se
activa con toda su fuerza en presencia de su madre, de modo que el
hecho de expresar verbalmente siquiera una pequeña parte de sus
pensamientos supone ya un acto de gran valentía y eleva su jerarquía
de temor (que examinaremos en el capítulo 8). El hecho de haber
prestado atención a su monólogo interno, discrepando con su
madre, constituye también un paso admirable, puesto que la
concienciación conduce casi invariablemente al cambio, aunque a su
debido tiempo.

Amanda suprime sus verdaderos deseos


En el capítulo 3 hemos conocido a Amanda, la pareja adorable.
Había empezado a sintonizar con lo que su cuerpo trataba de decirle
a través de unos problemas intestinales que comprendió que estaban
relacionados con su ira reprimida (la idea de que se «regodeaba» con
su resentimiento y éste afectaba a su garganta y a su estómago).
Empezó a examinar lo que denominamos su Barómetro de
Resentimiento, observando su cuerpo cada vez que accedía a hacer
algo que no quería hacer, se ofrecía para hacer cosas que no tenía
ganas de hacer (como planchar y cocinar) o dejaba que esa llamada
nocturna se prolongara durante dos horas cuando lo que deseaba era
meterse en la cama con una taza de chocolate caliente y mirar la tele.
Le pedí que tratara de prestar atención y anotara las palabras que
tenía en la cabeza pero no decía. No tardó en obtener unos ejemplos
de lo que se esforzaba en suprimir. Por ejemplo, a su hijo
adolescente: «Haz el favor de recoger las toallas húmedas y colgarlas
en el armario para orearlas», «esta noche no quiero jugar a Call of
Duty», «quiero pasar un rato a solas con tu padre» y «no me gusta la
forma ofensiva en que te refieres a las chicas; no lo hagas en mi
presencia». Algunas de las cosas que no decía a su novio eran:
«¿Puedo llamarte más tarde, cuando haya terminado The Killing?»,
«este fin de semana voy a dedicarme a mí misma, iré a verte el fin de
semana que viene» y «no me gusta que cuando se hacen las once de
la noche me des una palmadita en el hombro para indicarme que
quieres tener sexo conmigo; una mujer necesita unos prolegómenos
y que la seduzcan».

A menudo, los clientes expresan verbalmente lo que realmente


quieren decir a sus parejas cuando están en mi consulta, donde se
sienten seguros. De las bocas más comedidas brota auténtico veneno.
«¿Quieres que pensemos en una forma segura de que puedas decirle
eso a tu pareja?», pregunto. Por lo general el cliente reacciona a esta
pregunta conteniendo el aliento y sacudiendo la cabeza con energía.
«Dios, no. Jamás podría decirle eso.» «¿Por qué? ¿Qué temes?»,
pregunto. El cliente me mira horrorizado. «No tardaría ni un
segundo en dejarme plantado» (o una variación sobre ese tema). Al
parecer, el temor de perder a su pareja y/o el amor de su pareja es lo
que hace que permanezcan mudos, aunque llenos de resentimiento y
de ira, lo cual, como digo siempre, acaba surgiendo como un gas
venenoso que, en alguna medida, sus parejas no pueden por menos
de advertir.
En los capítulos 8 y 9 examinaremos las formas de expresar con
valentía, pero también con prudencia, lo que algunas personas no se
atreven a decir. Analicemos de momento por qué suprimimos lo que
queremos decir realmente. Las razones son múltiples y complejas,
pero pueden reducirse a una combinación de los dos motivadores
principales identificados en el capítulo 2: evitar la ira y buscar la
aprobación. Kirsty trataba al mismo tiempo de evitar la
desaprobación y contrariedad de su madre y conseguir que se
mostrara más amable y comprensiva. Amanda hacía cuanto
consideraba oportuno para conquistar y retener el amor y la
aprobación de su pareja. Hay algunas personas en nuestra vida que
hacen que nos sintamos como si no tuviéramos derecho a sentir y
expresar nuestras emociones, en particular si son negativas.

LA SUBASTA DEL DOLOR


A Adrianna, una de mis primeras clientas, se le ocurrió una
expresión magnífica, la Subasta del Dolor, que tomó del escritor
Antón Chéjov, quien expuso las desdichas humanas en sus brillantes
pero desasosegantes descripciones de la vida en Rusia a fines del siglo
XIX .
Cuando conocí a Adrianna su vida era muy dura. Se esforzaba
por mantenerse a flote como madre soltera trabajadora en un país
extranjero, sin el apoyo de su familia ni del padre de su hijo. Para
colmo, su mejor amiga de la infancia —una de sus relaciones más
importantes— seguía exigiéndole que la apoyara (tanto económica
como emocionalmente), pero en cambio ni siquiera se dignaba a
escucharla cuando Adrianna acudía a ella para contarle sus
problemas. Esto causaba a Adrianna un enorme dolor y sufrimiento.
Cuando me explicó entre sollozos las conversaciones que tenía con
su amiga, tuve la impresión de que ésta siempre procuraba «superar»
las cuitas de Adrianna con sus propios problemas: «Ya, pero tú al
menos tienes a tu madre, la mía ha muerto», o «pero al menos tienes
un hijo; yo no conoceré nunca a un hombre».
Las personas no adorables suelen mover la cabeza perplejas ante
semejante dinámica: «¿Por qué te molestas en dar siquiera la hora a
estos presuntos amigos o amigas? Deshazte de ellos y búscate otros»,
nos dicen con irritante aire de superioridad. Pero, claro está, no es
tan sencillo. A menudo la persona adorable cree que, hasta cierto
punto, puesto que es más afortunada que su amiga en la Subasta del
Dolor, tiene que sentirse culpable por ello y pagar con una amistad
no correspondida. Eso se traduce en ofrecerle (por lo general de
forma subconsciente) una infinita comprensión, atención y apoyo
con el fin de aliviar su situación.
Si te remontas a tu infancia, comprobarás que esta respuesta suele
sustentarse históricamente en una serie de reglas y creencias que se
formaron en esa época con respecto a los adultos que desempeñaron
un papel clave en tu vida. La creencia puede consistir, por ejemplo,
en: si hago que esta persona se sienta más contenta, será amable
conmigo.
Lo que de veras ayudó a Adrianna fue que yo le dijera que no
creo que exista una jerarquía de dolor emocional. Las personas
bienintencionadas suelen tratar de animarte recordándote aquello
que de positivo aún tienes en tu vida («al menos aún tienes un
trabajo/casa/matrimonio/ambas piernas…»), o bien te piden que
pienses en los niños de África que se mueren de hambre o en las
víctimas del último desastre natural y comprendas lo afortunada que
eres. Sin embargo, esto sólo hace que te avergüences y pienses que no
tienes derecho a tu desdicha y que ésta no tiene un valor relativo en
una supuesta jerarquía de dolor. En el caso de una persona adorable,
esto encaja a menudo con tu arraigada creencia (que suele proceder
de la infancia) de que tú misma vales poco, por lo que aceptas que tu
dolor es menos válido que el de otras personas. A Adrianna esta idea
le pareció realmente liberadora, pues le hizo comprender que tenía
derecho a plantarse ante su manipuladora amiga (y perseguir al padre
de su hijo para que la ayudara económicamente).
Juntas, actualizamos su metáfora: Adrianna no deseaba pujar en la
Subasta del Dolor, de modo que retiró su lote para tratar de resolver
sus problemas en privado, negándose a sentirse culpable por el lote
de su amiga.

¿SUPRIMES LA VERDAD Y LUEGO DAS EN


EXCESO?
El proceso funciona así: tenemos un pensamiento sincero con
respecto a una persona, pero lo suprimimos. De inmediato nos
sentimos mezquinas, culpables y avergonzadas por haber tenido ese
pensamiento. A continuación tratamos de compensar nuestro fallo
de forma desproporcionada ofreciendo algo «adorable», ya sea
proponiendo algo que en realidad no queremos hacer («¡quedemos
para cenar!» o «¿por qué no vienes a pasar unos días?» o «¿quieres
que te ayude con eso?»), o unas palabras «adorables» que no son del
todo sinceras («pobre, eso es terrible» o «pero ¿cómo se han atrevido
a hacerte eso?»).
Rebecca, cuya historia contaré más adelante (ver aquí), propuso
una metáfora muy visual sobre lo que sentía al respecto: «¡Es como si
tuviera un problema de vómitos típico de la persona adorable! —
dijo—. Las palabras surgen de mi boca como si no pudiera
controlarlas. Cuando me doy cuenta, es demasiado tarde para
detenerlas. Ofrezco cosas sin pensar si quiero hacerlas. Por lo general
me doy cuenta casi enseguida de que no quiero hacerlas, pero ya es
demasiado tarde para desdecirme».
Creo que muchas de nosotras nos identificamos con la metáfora
de Rebecca. Nos ayuda a quitar hierro, en lugar de añadir vergüenza,
a la arraigada costumbre de la que tratamos de librarnos. Pero ¿qué
podemos hacer para impedir que nuestra boca tenga vida propia?
Necesitamos un respiro, un resquicio, un pequeño espacio que nos
permita acceder a nuestra capacidad de pensar con racionalidad. Uno
de los sistemas de conseguirlo es prestar atención a la forma en que
respiramos, tal como he explicado en (ver aquí) (o realizar el
ejercicio de respiración indicado en ver aquí. Esto te permitirá
acceder a tu capacidad de raciocinio, la parte que diría a Rebecca, por
ejemplo: «no invites a tu compañera de piso al parque. Quieres estar
sola, te arrepentirás en cuanto lo hayas dicho…».

RESUMEN
Hemos visto que si sintonizamos a menudo con nuestro cuerpo
podremos empezar a identificar cualquier manifestación física de
nuestros sentimientos y que éstos están relacionados con lo que
pensamos y hacemos.
• Deja de ignorar los mensajes de tu cuerpo.
• Sintoniza con tu cuerpo utilizando el ejercicio indicado en(ver
aquí).
• Analiza lo que «suprimes». Cuando hayas empezado a identificar
lo que no quieres (hacer o decir), ¿eres capaz de poner de relieve
lo que deseas?
5

Descubre tus antiguas


reglas y creencias

¿Q ué creencias y reglas personales se ocultan tras las cosas


que has logrado identificar en el último capítulo? ¿Por qué
desdeñamos o suprimimos esas sensaciones físicas, sentimientos y
palabras que ahora empezamos a saber que están ahí? ¿Qué mensajes
nos transmiten que debemos tener en cuenta o tratar de resolver?
¿Quizá mensajes sobre nosotros mismos? Por ejemplo, «siempre
debo mostrarme educada», «siempre debo seguir la corriente» o «no
debo causar nunca un problema/conflicto/desacuerdo». Y ¿cuál es el
temor que se oculta tras cada pensamiento y acción?

IMAGINA QUE PARTICIPAS


EN UNA EXCAVACIÓN ARQUEOLÓGICA
Imagina que eres un arqueólogo que participa en una importante
excavación histórica. Si quieres, puedes ser la estrella de una de esas
películas en las que varios personajes, con sus pantalones de montar
color caqui y sus salacots, buscan afanosamente un tesoro o
pergamino oculto. Quisiera que te centraras en descubrir unos
objetos históricos muy valiosos que arrojarán luz sobre la sociedad
de la época y el legado que nos han dejado. Al principio, empiezas a
excavar a través de los estratos con cuidado y una pala especial.
Luego, cuando encuentras algo que puede ser importante, utilizas un
pincel pequeño y suave para eliminar con cuidado la tierra y el polvo
adheridos al objeto, hasta que puedas sacarlo a la luz y a la vida de la
época actual e iniciar entonces el proceso de analizarlo y entenderlo.
Como bien sabemos por películas como las de Indiana Jones,
siempre hay numerosos obstáculos que superar antes de que el héroe
consiga hallar el antiguo tesoro. Lo más difícil suele ser derrotar a los
malvados cuyo empeño es impedir, por cualquier medio posible,
que Indiana alcance su objetivo. Los malvados siempre están
armados hasta los dientes y no tienen reparos en atacar con pistolas,
flechas, fuego y veneno.

Pensamientos críticos: los despiadados guardianes


de los antiguos pergaminos
Nuestros equivalentes personales de los malvados de las películas son
los pensamientos críticos que bullen sin cesar en nuestra mente. Este
diálogo interno crítico es como los despiadados guardianes de los
pergaminos, siempre pendientes —en nuestro caso— de las reglas y
creencias que se hallan en lo que hemos empezado a desenterrar. Si
tratamos de cuestionar una vieja regla para vivir o una creencia sobre
quiénes somos y cómo debemos comportarnos, esos pequeños
matones armados nos apuntan con sus pistolas, flechas y lanzallamas
y nos amenazan y atemorizan hasta que nos obligan a retroceder.
Nos sentimos abrumados e indefensos porque son muy superiores
en número a nosotros, pero, al igual que Indiana Jones, que se pone
a salvo de un salto, nosotros también podemos encontrar formas
creativas e inesperadas de enfrentarnos a esas voces internas que
pretenden intimidarnos.

¿A quién pertenece la voz que te dice eso?


Nuestros pensamientos críticos nos resultan tan familiares que quizá
no nos hayamos detenido nunca a pensar a quién pertenecen en
realidad. Esto quizá nos choque, porque consideramos que forman
parte de nosotros mismos, pero si escuchamos con atención,
probablemente comprobemos que tienen un tono o una forma de
expresarse antiguo, distinto a como hablamos nosotros. Por lo
general, esto se debe a que los pensamientos críticos provienen de
diversas personas de nuestro pasado. Y aunque pueden estar muy
vivas y ejercer una poderosa influencia en nuestras vidas hoy en día,
tuvieron su mayor impacto en nuestro cerebro infantil o adolescente.
Así pues, ¿quién nos dice realmente: «¡Eres un estúpido, nunca
conseguirás hacer esto bien!, o ¡eres egoísta, ayuda a esa persona!, o
¡eres un perdedor, nunca conseguirás una pareja/promoción/la
felicidad!»? (He utilizado unos signos de admiración porque creo
que esas voces suelen ser estridentes, quizá como la de una maestra
que gritaba para hacerse oír por encima del bullicio que hacían sus
alumnos.)
Resulta muy útil tomar nota de lo que tus voces críticas te digan,
a fin de leer con calma lo que has escrito y comprobar si te
identificas con lo que te dicen esas voces. Una de mis clientas
advirtió en ellas el acento húngaro de su abuela, una mujer muy
severa; otra, la de su antigua profesora de patinaje sobre hielo. Por
supuesto, muchas de esas voces pertenecen a nuestros padres. Si te
dicen que eres una «niña mala» (o un niño malo), es probable que
esa voz proceda de la infancia. Pero si tu voz crítica te echa en cara
que eres una perdedora o un perdedor, es posible que pertenezca a
un amigo o a un hermano de tu adolescencia. El proceso de
identificación es muy útil a la hora de empezar a despojar a esas
voces internas de su poder y credibilidad. Cuando comprendas que
quien te agobia con esas críticas en tu cabeza es tu abuela, tu
profesora o la niña perversa del colegio, podrás cuestionarlas aquí y
ahora con tu cerebro racional adulto.

El coro crítico de Kirsty


Kirsty, la madre adorable a quien conocimos en el capítulo 3,
después de dedicarse durante tres años a ser madre a tiempo
completo, sufría a causa de su escasa seguridad en sí misma y a la
baja autoestima. Durante la época de sus sesiones de terapia, decidió
formarse como masajista terapeuta. Le costaba hallar el tiempo y la
energía necesarios para compaginar los estudios con el cuidado de su
hijo y sus otras responsabilidades, pero logró completar el curso,
conseguir las horas de prácticas con clientes necesarias y graduarse.
Una semana Kirsty llegó a mi consulta a la hora convenida con
aspecto profundamente desmoralizado y abatido. Me dijo que la
víspera le había ocurrido algo terrible y había decidido renunciar a
su nueva carrera. «Pero ¿qué ha ocurrido?», le pregunté, imaginando
algo espantoso. «Verás —respondió—, yo hacía cola en el banco para
ingresar el dinero que había obtenido durante las primeras tres
semanas de trabajo. Era poco más de doscientas libras, pero tenía la
impresión de haber ganado cada penique con sangre». Kirsty me
explicó que cuando llegó a la cabeza de la cola, no pudo encontrar el
dinero. Había rebuscado una y otra vez en sus bolsillos, en su bolso e
incluso en un compartimento secreto en su diario, pero sin éxito. Me
dijo que mientras buscaba el dinero, en su cabeza las voces críticas
habían alcanzado una cacofonía, «como un coro enloquecido del
infierno». «¿Qué te decían?», pregunté. «¡Eres una estúpida! ¿Quién
te crees que eres? Ahora todas las personas que están en la cola sabrán
que eres una estúpida y una perdedora. ¡Ja, ja, ja!»
Kirsty pareció hundirse bajo el peso de los recuerdos. «Eran unas
voces estridentes y despiadadas, burlonas e implacables», recordó
estremeciéndose. Luego se sumió en un abatido silencio. «Parece
como si las sintieras todavía atosigándote —comenté—. ¿Se te ocurre
algo para lograr que te dejen en paz? ¿Hay alguna voz benévola a la
que puedas acceder para contrarrestar a las otras?» Kirsty reflexionó
unos momentos y luego apareció en su rostro una sonrisa. «Mi
abuela, que murió hace poco tiempo, siempre me apoyó. Creyó en
mí cuando otras personas no lo hacían.» Entonces rompió a llorar.
«¿Qué crees que puede decirles a esas voces?», le pregunté
suavemente.
Tras una larga pausa, Kirsty respondió con marcado acento del
norte: «¡Que os den…, dejadla en paz, matones de pacotilla!» Kirsty
se echó a reír: «Mi abuela tenía un lenguaje bastante soez. Decía lo
que pensaba sin morderse la lengua. Siempre me apoyó».
Ese día Kirsty se marchó prometiéndose tratar de acceder a la voz
de su abuela cada vez que oyera las despiadadas voces críticas en su
cabeza. A la semana siguiente regresó con un plan aún más eficaz:
«Ahora llevo su alianza de bodas colgada de una cadena de oro
alrededor del cuello. La toco para que me ayude a acceder a su cariño
y su apoyo…, ¡y al lenguaje soez que solía utilizar!»

DESEMPODERA A TUS VOCES CRÍTICAS


A medida que las ideas terapéuticas han ido evolucionando, la gente
ha combinado los conceptos originales de la Terapia Cognitivo
Conductual (TCC) con otras ideas hasta dar lugar a lo que se
denomina la «Tercera Oleada de TCC». Muchas de esas ideas se
sirven de la sabiduría milenaria de la meditación budista,
denominada mindfulness o atención y conciencia plena. Uno de los
modelos resultantes de esta integración es la Terapia de Aceptación y
Compromiso (ACT), y te recomiendo un magnífico libro sobre el
tema titulado La trampa de la felicidad, cuyo autor, Russ Harris, es
un médico de familia australiano que escribe con un estilo literario
muy claro y directo. En este libro, Russ describe muchas técnicas que
puedes utilizar para distanciarte, observar o incluso mofarte de tus
pensamientos y diálogos críticos. Entre ellas está ponerles la música
de una conocida canción, como «Cumpleaños Feliz», por ejemplo,
recitándolas con tono jocoso, o imaginar que son transmitidas por
una radio que en cualquier momento puedes desconectar. Una
clienta que padecía bulimia me dijo que empleaba esta técnica cada
vez que se daba un atracón. «A continuación aparecían siempre unos
pensamientos automáticos negativos diciéndome que doy asco, que
soy débil y que estoy gorda, pero yo me enfrento a ellos poniéndoles
la voz de Homer Simpson y diciendo “eres feíiiiiisima”. Esto quita
hierro al asunto, me hace reír y me olvido de ello, o bien me enfrento
a estos pensamientos dándoles otro enfoque, dependiendo de lo
reiterativos que sean.»
Otra de las técnicas de la ACT consiste en reconocer esos
pensamientos —por ejemplo: «noto que estoy pensando que…»—,
para distanciarte de ellos, y así comprender que no son la verdad y
que tú eres una entidad separada de ellos; o bien saludarlos como si
fueran viejos amigos —«¡ah, hola de nuevo!»—, y luego darles las
gracias por recordarte que eres una perdedora, una estúpida o que
estás gorda (sustituye éstos por tu propio pensamiento negativo y
vejatorio). Otra idea consiste en «nombrar la historia» como en:
«Ah, la vieja historia de que soy un fracaso».
En cierta ocasión, el exjugador de rugby internacional inglés
Brian Moore dijo que durante toda su vida había sufrido unas voces
críticas que le impedían gozar de sus victorias deportivas, pues le
decían que esta vez había tenido suerte, pero que en realidad era un
fraude y un fracasado. Dijo haber aprendido a interpretarlas como si
pertenecieran a Gollum (el traidor de El señor de los anillos); explicó
también que le agradece que se preocupe por él y luego le dice:
«lárgate y déjame en paz».
Otra idea consiste en pedir a un poderoso protector, alguien en tu
vida presente o procedente del pasado (como la abuela de Kirsty, ver
aquí), que hable con los pensamientos críticos en tu nombre. Diles
que se vayan y dejen de atosigarte, añadiendo un elogio
empoderador como: «¡Eres brillante, cariño!; sé que lo conseguirás.
Tú puedes…», o lo que creas conveniente para librarte de ellos.

Luchar mediante la técnica de mindfulness


Hace unos años hice un cursillo de ocho semanas de meditación
mindfulness en la Universidad de Bangor. Durante el cursillo, los dos
monitores llevaron a cabo un memorable juego de rol. Para
simbolizar la frecuencia con que somos «atacados» por nuestros
pensamientos difíciles o críticos, una mujer permanecía quieta
mientras la otra corría hacia ella agitando los puños como si fuera a
atacarla. A continuación, la mujer que estaba a punto de ser agredida
mostraba tres respuestas distintas en una potente representación
visual de cómo solemos reaccionar a estos pensamientos que nos
atacan. La primera consistía en quedarse quieta y dejar que la otra la
derribara (esto es, «inmovilidad»). Con esto no ahuyentó a su
atacante. Mientras la «víctima» yacía en el suelo, su atacante siguió
agrediéndola. La segunda respuesta consistía en tratar de huir, de
zafarse y esquivar los golpes (esto es, «huida»). Como es natural, su
atacante la persiguió. La tercera consistía en contraatacar provocando
una ruidosa y espectacular pelea de mentirijillas. Sin embargo, lo que
todos pudimos apreciar en los tres métodos de enfrentarse al atacante
fue un visible aumento de energía. Era tangible. Del mismo modo,
las tres formas con que nos enfrentamos a los pensamientos críticos
que nos atacan —básicamente una versión de lucha, huida,
inmovilidad—, hacen que aumente la energía alrededor de los
pensamientos negativos que nos agreden.
Más tarde las dos mujeres escenificaron el modo de afrontar los
pensamientos atacantes utilizando la técnica de mindfulness: la
víctima se volvió hacia su agresora, tomó suavemente sus manos en
las suyas y se puso a bailar con ella, frente a frente, con la cabeza
alzada en una postura abierta. Esto representaba una curiosidad
compasiva, una expresión que me encanta porque resume el
mostrarse al mismo tiempo activo y abierto, amable e inquisitivo.
He descrito el juego de rol a muchos clientes, y a la mayoría les
fascina la idea de asumir esta actitud con respecto a sus pensamientos
difíciles. Practican con frecuencia la curiosidad compasiva utilizando
frases semejantes a las propuestas por Russ Harris, como «ah, hola de
nuevo; me extrañaba que no aparecieras hoy», pero con tono
conciliador.

ARROJA UNA LUZ


Volviendo a la metáfora arqueológica, cuando empecemos a
reconocer a los despiadados guardianes que conforman nuestro
diálogo interno crítico y a emplear una curiosidad compasiva hacia
ellos, podremos sacar cuidadosamente los valiosos pergaminos y
objetos antiguos a la luz del día y examinarlos arrojando sobre ellos
una luz benevolente de curiosidad. Pregúntate: ¿de dónde provienen?
¿A quién pertenecen estas reglas y creencias? Y, lo que es más
importante: ¿quiero seguir creyendo en ellas como mi yo adulto más
racional y consciente?
Las creencias son muy poderosas y no necesariamente tienen que
ver sólo con nuestra conducta. Aaron Beck dividía estas creencias en
tres categorías: las que tenemos sobre nosotros mismos, sobre los
demás y sobre el mundo. Asimismo, distinguía entre las creencias
condicionales, que suelen presentarse en forma de «si (algo)…
entonces (otra cosa)», y las creencias esenciales, que suelen estar
profundamente arraigadas y se refieren a la persona que creemos ser
(por lo general en forma de «yo soy X o Y»).

Monika y Ella descubren algunas reglas y creencias


En el caso de Monika, la bombilla de 1.000 vatios (véase aquí),
trabajamos con el momento revelador que tuvo durante la semana
que hizo el cursillo residencial, cuando consiguió identificar la
ansiedad en su cuerpo (los latidos acelerados de su corazón y la boca
seca) y relacionarla con el modo en que se sentía cuando estaba
sentada a la mesa en casa de su familia (véase aquí). «Creo que la
regla se refiere a mantener la paz, procurar que todo el mundo esté
contento…, algo como: DEBO ESFORZARME EN ALIVIAR LAS TENSIONES Y
HACER QUE TODO EL MUNDO CONSERVE LA CALMA». «¿De lo
contrario?», le pregunté. «Supongo que de lo contrario yo salía
perdiendo, porque mi madre me castigaba.» También descubrió la
creencia condicional de que «si no pongo en ello todo mi empeño, la
gente no me estimará»; creencias sobre los demás: «Las mujeres son
envidiosas y peligrosas», «los hombres y las mujeres se odian»; sobre
el mundo: «Tienes que luchar para conseguir lo que deseas»; y
creencias esenciales sobre sí misma: «Soy mala», «la gente no me
quiere».
Ella, que se sentía atormentada por «el legado de las chicas
malas», comprendió que cada vez suprimía con más frecuencia
cualquier referencia a algo positivo en su vida para no provocar
tristeza, ira o envidia a sus supuestas amigas. «¿Qué reglas y creencias
sustentan esta conducta?», le pregunté. Juntas descubrimos la
siguiente lista: «No debo parecer distinta a los demás», «no debo
llamar la atención expresando una opinión diferente, debo
integrarme con los demás y mostrar un perfil discreto» y «si no
formo parte del grupo, nunca tendré novio».
Quizá tu opinión al leer esto sea que los pensamientos de Monika
y Ella son disparatados e irracionales, pero de eso se trata: nuestras
antiguas reglas y creencias suelen ser irracionales porque las
asumimos antes de haber desarrollado la capacidad de unos procesos
de pensamiento más racional, y cuando teníamos escaso poder sobre
nuestra vida.

LA TARTA DE LA
RESPONSABILIDAD

Éste es un ejercicio que te ayudará a


examinar a fondo las creencias
perjudiciales sobre ti misma que
quizá tengas desde la infancia y que
nunca has cuestionado. Creencias
como «yo soy responsable de
todo» (por ejemplo, de que todo el
mundo esté contento), y cuando
algo se tuerce, entonces «es culpa
mía; yo soy la culpable», o «soy
una chica mala/un chico malo»,
etcétera.
Quizá recuerdes los gráficos de
conjuntos en las clases de
matemáticas de la escuela
primaria, pero también puedes
verlo como el corte en porciones de
una tarta imaginaria:

• Dibuja un círculo en un papel;


luego piensa en una pregunta clave
sobre tu vida, algo de lo que te
sientes responsable y
probablemente culpable por no
haberte esforzado/no esforzarte lo
suficiente al respecto.
• Ahora pregúntate quién es
realmente responsable de esto.
Escribe la pregunta.
• Por último, divide la tarta en
segmentos y escribe en cada uno el
nombre de la persona a quien le
corresponda esa «porción». Hazlo
rápidamente para que tu
subconsciente pueda expresar su
verdad sin dejar que tus viejos
«debería» te dicten las palabras.

Así es cómo Indira (véase aquí) hizo el ejercicio de la Tarta de la


Responsabilidad. Su pregunta fue: ¿quién es responsable de cuidar de
mis padres? Dividió su tarta asignando un veinticinco por ciento a
su madre y otro veinticinco por ciento a su padre. «A fin de cuentas,
no están enfermos ni discapacitados; aún pueden valerse por sí
mismos.» Luego dividió la otra mitad de la tarta en cuatro porciones
iguales: una para cada uno de sus hermanos, su hermana y ella. «El
mero hecho de que yo sea la única que estoy soltera y no tengo hijos
no significa necesariamente que deba estar al pie del cañón las
veinticuatro horas del día.»
Esto ayudó a Indira a comprender que no tenía que sentirse
obligada a ser siempre la que echara una mano, ni que sentirse
culpable cuando no lo hacía. Escribió a sus hermanos explicándoles
que iba a estar muy atareada buscando un nuevo empleo y
apuntándose a portales especializados para conocer y contactar con
gente a través de Internet con el fin de encontrar pareja, de modo que
ellos tendrían que asumir la parte que les correspondía en el cuidado
de sus padres. «Estuve un poco borde —dijo—, pero debiera haberlo
hecho hace tiempo. En realidad, me sorprendió lo bien que casi
todos se lo tomaron. Esto me ha dado más espacio, tanto en mi
cabeza como en mi agenda.»
A menudo, cuando un cliente analiza de esta forma un problema
de la infancia, se da cuenta de que no tenía ninguna culpa. Lleva años
sintiéndose culpable, pensando que quizá merecía recibir malos
tratos porque era malo o que sus padres se habían divorciado porque
no se portaba bien o era desagradable, pero le asombra comprobar
que no se ha otorgado ninguna porción de tarta.
Las viejas creencias negativas no desaparecen de la noche a la
mañana, pero esto puede empezar a cambiarlas. Comprender de
adulto que lo que creíamos de pequeños no era verdad puede ser
muy liberador y cambiar profundamente nuestra forma de pensar y
actuar en el presente. Indira se sentía agobiada por el peso de la
responsabilidad hacia su familia, pero cuando logró liberarse de él
pudo respirar de nuevo y empezar a dar pequeños pasos compasivos
para recobrar su yo pleno y saludable.

CAMBIA TUS «DEBERÍA» POR «PODRÍA»


De las herramientas que a lo largo de los años he enseñado a utilizar a
mis clientes, ésta es una de las más populares. Al acabar una serie de
sesiones de intenso trabajo emocional —descubriendo dolorosos
recuerdos de la infancia, atreviéndose a encararse con sus padres y
sus parejas, cambiando con valentía los aspectos difíciles de sus vidas
— muchos de mis clientes me han dicho que lo que más les ayudó
«fue cambiar los “debería” por “podría”; eso ha transformado mi
vida». De modo que te ofrezco una herramienta terapéutica que
cuenta con numerosos y entusiastas defensores.
La teoría proviene de nuevo de las ideas originales de TCC de
Aaron Beck. Beck escribe que los estados emocionales problemáticos
como la ansiedad y la depresión están causados en parte por patrones
de pensamiento perjudiciales, en particular las Reglas Rígidas
Personales a las que me he referido en el primer capítulo, que
considero vitales para entender por qué pensamos y nos
comportamos como lo hacemos. Estas reglas son «negras y blancas»,
o dicótomas, porque no ofrecen opciones alternativas, no hay
matices entre ellas, como por ejemplo en materia del éxito o el
fracaso. En el caso de Susie, la atribulada madre de tres hijos (véase
aquí), una de sus Reglas Rígidas Personales era: DEBO COMPORTARME
SIEMPRE COMO UNA MADRE SERENA Y CARIÑOSA/NO DEBO GRITAR NUNCA
A MIS HIJOS. Cuando, inevitablemente, gritaba a uno de sus hijos,
luego se sentía muy mal y una fracasada porque había quebrantado
su regla.
Aun así, lo que significa haber quebrantado tu (imposible,
perfeccionista) Regla Rígida Personal es todavía peor. Para Susie
significaba que empezaba a parecerse a su madre, lo cual a su vez
significaba (por irracional que eso sea) que sus hijos acabarían
odiándola y no querrían tener ningún contacto con ella. Peor aún,
quedarían gravemente traumatizados psicológica y emocionalmente.
Incluso, en una imagen no menos irracional, se los imaginaba ya
crecidos viviendo sumidos en la más absoluta miseria, sin un techo y
pidiendo limosna dentro de una caja de cartón bajo el puente de
Waterloo. Estas imágenes y pensamientos extremos nos mantienen
atenazados por el temor, y en el capítulo 8 abundaré en ellos.
Un ejemplo más prosaico que yo solía compartir con los grupos
con los que trabajaba en la prisión de Holloway era un «debería» al
que me enfrentaba a menudo cuando, en mis ajetreadas mañanas,
salía de casa apresuradamente dejando en el fregadero los platos del
desayuno sin fregar (y quizás incluso algunos cacharros sucios de la
noche anterior). Me decía «deberías haberlos fregado». Y como no lo
había hecho, me machacaba con este diálogo interno crítico: «Eres
un desastre como ama de casa, una inútil. Ni siquiera eres capaz de
organizarte para fregar los platos. Eres patética».
Ahora bien, ¿qué sucede cuando cambias «debería» por «podría»
en esa frase? «Podría haber fregado los platos». En mi caso, introduce
enseguida un elemento de elección. «Podría haber fregado los platos,
pero en esta ocasión elegí no hacerlo.» ¿Ves como esto suena mucho
más fácil? ¿Te sentiste más aliviada cuando leíste la grata palabra
«podría»? Porque «debería» es un término que, por a su misma
naturaleza, induce a autoflagelarse. Es un término áspero y, como tal,
resulta muy irritante.
Los «debería» son infinitos y pueden referirse a un amplio
abanico de temas, desde lo que «deberías» hacer con tu vida
(«debería casarme», «debería tener éxito», «debería haber alcanzado
la fama»…), a asuntos en apariencia triviales como «debería
pintarme siempre los labios» o «debería beber siempre dos litros de
agua al día». No tiene nada de malo que utilices algunas de esas ideas
como pautas en tu vida, pero cuando se convierten en reglas rígidas
tienden a convertirse en una jaula en la que nos sentimos atrapados.

El «debería» del aliento de elefante


Hace unos años contraté a una decoradora de interiores para que
viniera a mi casa y me aconsejara de qué color debía pintar las
paredes. Supongo que en aquel entonces debía de sentirme
profundamente insegura, o, como me dijo una amiga, me sentía
«avergonzada de mi casa». Diez años antes, cuando había pintado las
paredes de colores mediterráneos vivos, me sentía segura de mis
elecciones, pero me sentí intimidada y estúpida cuando esta mujer
tan al día y extremadamente elegante hizo unos comentarios
socarrones acerca de «esos colores más propios del cuarto de los
niños» y sobre «el vívido aspecto de cantina mexicana». Después de
suspirar varias veces y de enseñarme unas muestras de pintura de
diversos matices de gris, pronunció su veredicto: «Creo que debería
pintar toda la planta baja del tono “aliento de elefante”
comercializado por Farrow & Ball». Ahora bien, para cualquiera de
otro planeta, época o cultura, esa idea resulta tan desconcertante
como disparatada.
¿De qué color es el aliento de un elefante? ¿No es transparente,
como el de cualquier persona o animal? Sin embargo, en aquel
entonces era de lo más chic y, puedes creerme, el color aliente de
elefante de F & B cubría algunas de las paredes más elegantes de
Inglaterra. Así pues, compré un bote de muestra, pinté un trozo de
papel de revestimiento y lo pegué en la pared junto al televisor,
donde me atormentó durante tres años. Cada vez que me tumbaba
en el sofá después de una dura jornada de trabajo para distraerme
viendo la tele, pensaba: «deberías pintar esta habitación de color
aliento de elefante». Ya puedes imaginarte el diálogo interno crítico
que acompañaba a ese «deberías»: esta habitación es horrible, parece
una cantina mexicana; tienes un gusto deplorable; eres una pardilla y
una perdedora; no puedes invitar aquí a nadie que tenga más de diez
años hasta que no la hayas pintado del color aliento de elefante de F
& B, etcétera. No exagero al decir que el hecho de ceder mi poder a la
opinión de esa elegante señora pensando que su criterio era mejor
que el mío hizo que esa habitación —y prácticamente toda la casa—
perdieran toda la alegría durante tres años. (Por si sientes curiosidad:
he recobrado la fe en mi propio criterio y he pintado las habitaciones
de un precioso color azul pálido empolvado, que no está de moda
pero contribuye a que me sienta en paz y satisfecha.)
A las personas adorables, los «debería» pueden crearnos la
sensación de estar atrapadas en una jaula que nosotras mismas hemos
construido y no sabemos cómo empezar a desmontar. En buena
medida, esto tiene que ver con la inseguridad y las comparaciones.
Cuando estamos seguras de quiénes somos y cuáles son nuestros
valores, gustos y criterios, nos tiene sin cuidado lo que otros puedan
pensar sobre el color de las paredes de nuestro salón, el estado de
nuestro fregadero o los resultados en el certificado de educación
secundaria de nuestros hijos. Sin embargo, en nuestro mundo
moderno de avanzado consumismo, donde la mercadotecnia puede
hacer que nos sintamos incompetentes e inferiores en muchos
aspectos (por lo que adquirimos productos y servicios para sentirnos
«bien»), es rara la persona que se siente segura y «bien» consigo
misma en todos los aspectos de su vida.

Procura pillar tus «debería»


Prueba este experimento. Durante un día, procura tomar nota cada
vez utilices la palabra «debería» (contigo misma o con los demás).
Conviene que los «pilles» a tiempo para sustituirlos por «podría», y
observa qué les ocurre a tus pensamientos, sentimientos y conducta
cuando lo haces. Si quieres, puedes hacerlo durante más de un día y
anotar los resultados en tu diario. Pero esto no es un «deberías»…
Aquí tienes una lista de «debería» que he recopilado tras años de
observarme a mí misma y a mis clientes.
• Debería pintar el salón de color aliento de elefante.
• Debería perder tres kilos.
• Debería ponerme en forma.
• Debería comer cinco porciones de fruta y verdura al día.
• Debería tener relaciones sexuales con mi pareja más a menudo.
• A estas alturas, debería haber superado el duelo por mi pérdida.
• A mi edad debería estar casada/casado.
• Debería cepillarme los dientes dos veces al día.
• Debería telefonear a mi madre con más frecuencia.

TU DECLARACIÓN PERSONAL DE
DERECHOS
Antes de poder modificar tu conducta y actuar de forma diferente, es
imprescindible que empieces por creer que tienes derecho a hacerlo.
Los Estados Unidos de América cuentan con su Declaración de
Derechos, que garantiza una serie de libertades personales y forma
parte integrante de la ciudadanía, la enseñan en las escuelas y es
conocida por la mayoría de los habitantes de ese país. La primera vez
que comprendí que todos tenemos una Declaración de Derechos fue
al leer el libro de Anne Dickson La mujer y sus derechos, en el que
enumera once derechos humanos básicos. Pueden parecer obvios y
simplistas, pero quizá no hayas pensado nunca en ellos, y tal vez en
tu subconsciente albergues unas creencias provenientes de la infancia
o de la sociedad que se oponen a estos derechos y hacen que te
resulte más difícil creer que son aplicables a tu caso.
La Declaración Personal de Derechos comprende:
• Tengo derecho a expresar mis sentimientos, opiniones y valores.
• Tengo derecho a ser yo misma.
• Tengo derecho a decir no.
• Tengo derecho a cometer errores.
• Tengo derecho a cambiar de parecer.
• Tengo derecho a decir que no comprendo algo.
• Tengo derecho a no sentirme responsable por los problemas de
otros adultos.
• Tengo derecho a anteponer mis deseos y necesidades.
• Tengo derecho a no depender de la aprobación de los demás.

La Declaración Personal de Derechos empieza a prepararte para el


próximo capítulo, que trata no sólo de que te convenzas de que
tienes derecho a hacer algo distinto, sino que pretende ayudarte de
forma práctica a reforzar esas nuevas y útiles creencias que harán que
te comportes de modo distinto contigo misma.

RESUMEN
En este capítulo te he ofrecido algunas ideas prácticas para ayudarte a
identificar y plantar cara a las reglas y creencias personales que
sustentan la Trampa de la Amabilidad.
• Cuestiona tus pensamientos críticos y tus «antiguas» reglas
personales.
• Desempodera a tus voces críticas.
• Prueba el ejercicio de la «Tarta de la Responsabilidad» (véase
aquí), para examinar algunas de tus creencias desde otro punto
de vista.
• Cambia tus «debería» por «podría».
• Familiarízate con tu Declaración Personal de Derechos.
6

Porque yo lo valgo:
ser adorables con nosotras mismas

L as personas adorables suelen tener poco sentido de su propia


valía y una baja autoestima, y a menudo dependen de la aprobación
de los demás para sentirse bien consigo mismas. ¿Recuerdas la idea
propuesta por Carl Rogers del locus de evaluación interno en
contraposición al externo mencionado en el capítulo 2 (ver aquí)?
Pues bien, por lo general las personas adorables tenemos que
esforzarnos en construir nuestro locus interno, el que proviene de
nuestra propia opinión, no la de los demás.
La mayoría de nosotros conocemos a alguien que o bien nos
asombra o nos irrita porque parece tener muy claro los derechos que
le asisten. Necesitamos un poco de lo que tienen esas personas, y voy
a exponer algunas formas de conseguirlo. A cada persona le funciona
un sistema diferente, así que piensa con la mente abierta en qué crees
que puedes intentar hacer tú.

EL ARCO DE REDENCIÓN
El primero que me alertó sobre esta idea fue un amigo guionista.
«Hollywood exige que cada historia contenga lo que se llama un
Arco de Redención —me explicó—. Eso significa, por ejemplo, el
clásico patrón de chico conoce a chica, chico pierde a chica,
finalmente chico recupera a chica. La parte de la redención consiste
en que uno de ellos o ambos experimentan un dramático cambio en
su personaje, por lo general un destello cegador o un momento de
revelación que les permite alcanzar un final feliz. A menudo los
espectadores lo sabemos antes que ellos, lo cual añade tensión
dramática al interrogante ¿lo conseguirán o no?». Mi amigo me dijo
que no sólo los largometrajes deben atenerse al Arco de Redención,
sino que cada episodio de una serie como la megaexitosa Friends,
por ejemplo, tiene su propio miniarco dentro de otro mayor que
abarca varios episodios, como ¿acabarán juntos Rachel y Ross, o no?
Si miras una película o la televisión teniendo esto presente, te darás
cuenta de la enorme cantidad de veces que eso, si bien es cierto que
hay notables excepciones (por lo general películas tildadas de
«oscuras» o «de arte y ensayo», que suelen ser más parecidas a la vida
real).
Lo malo del Arco de Redención es que nos crea falsas expectativas
a todos. Cuando nos convertimos en jóvenes adultos hemos tragado
tantas patrañas al respecto que, cuando amamos a una persona que
no nos corresponde como querríamos, ponemos nuestras esperanzas
en que tenga un momento de revelación o un destello cegador y, de
pronto, nos aprecie y ame como deseamos. Por supuesto, eso ocurre
en muy contadas ocasiones, porque, suponiendo que finalmente
cambien, las personas lo hacen muy lentamente. Como dijo Brad Pitt
en una entrevista reciente: «Cuando empecé a trabajar en el cine me
enseñaron que era preciso que hubiera un arco de personajes y que
tenía que producirse una revelación. Con los años, he comprobado
que es una estupidez. Lo cierto es que no cambiamos, sino que
evolucionamos de forma progresiva».
No obstante, nuestra convicción en esta idea es enorme, y a
menudo impide que cambiemos nosotros mismos (el único cambio
que podemos controlar), mientras esperamos que los demás se
conviertan en quienes deseamos que sean. He comprobado que en
muchos casos eso no se limita a la pareja sentimental, sino que tiene
un influjo muy poderoso en lo que respecta a la relación con los
padres y, en menor medida, a los hermanos y los amigos.
Cuando advierto esto en mis clientes y les pido que describan sus
expectativas con respecto a sus padres o hermanos, casi siempre
aparece la idea de que a) éstos acabarán pidiéndoles perdón por el
daño que les han causado y b) confirmarán el amor y el orgullo que
sienten por ellos. El quimérico discurso suele consistir en: «Cariño,
sé que a lo largo de los años he sido un mal padre/una mala
madre/un mal hermano/una mala pareja, que he cometido graves
errores, pero te quiero más que a nada en el mundo y me siento
orgulloso/orgullosa de ti. Te suplico que me perdones y empecemos
de cero».

Sé tu propia redención
Para parafrasear la Oración de la Serenidad utilizada por los grupos
de apoyo en los programas de recuperación: si dedicamos nuestras
energías a tratar de cambiar lo que podemos cambiar (y aceptamos lo
que no podemos cambiar, y tenemos la sabiduría de distinguir entre
una cosa y la otra), podremos empezar a propiciar nuestra propia
redención de forma progresiva y con delicadeza.
En buena medida, obtener nuestra propia redención consiste en
ofrecernos a nosotros mismos el amor y la atención que en el fondo
confiamos que nos ofrezcan los demás. Una serie de televisión de la
BBC titulada The Convent envió un grupo de mujeres a un convento
de monjas para comprobar si de alguna manera eso las ayudaba a
resolver los conflictos en su vida. En una escena memorable que
tengo grabada en la mente, una mujer se sentía muy desgraciada y no
paraba de llorar. Había contado que tuvo una infancia espantosa, con
un padre alcohólico y una madre muy severa que siempre estaba
criticándola. La mujer tenía cuatro hijos y a veces sentía deseos de
suicidarse, por lo que anhelaba encontrar la paz. Filmaron una sesión
que mantuvo a solas con una monja de unos noventa y dos años, que
se expresaba de forma sosegada e irradiaba sabiduría y compasión.
«Estoy segura de que eres una buena madre para tus hijos pequeños
—venía a decir la bondadosa monja—. Ahora debes hacer de madre
de ti misma, como haces para cada uno de tus adorados hijos.
Ofrécele consuelo cuando esté asustada, palabras de aliento, comida
sana y reposo. Posees las habilidades necesarias, debes utilizarlas
también contigo misma.» La mujer nunca había pensado en eso,
pero comprendió que podía ayudarla. Fue una escena conmovedora,
y la mujer lloró a mares y confesó que había sido una madre dura y
criticona consigo misma (como su madre), pero que le agradaba la
idea de procurar ser una madre amable y afectuosa consigo misma,
como lo era con sus hijos.
No creo que sea imprescindible que tengas hijos para desarrollar
esas habilidades y cualidades. Piensa en los niños pequeños por los
que sientes cariño (parientes o ahijados), y en cómo te comportas
con ellos, lo que les dices cuando están disgustados o asustados. El
cariño y la atención que ofreces a tus mascotas también es un buen
modelo. Básicamente, se trata de procurar ser contigo misma la
madre amable y afectuosa que deseas encontrar en otras personas.

EL CUIDADO EXTREMO DE UNO MISMO


Tengo en gran estima el libro The Art of Extreme Self-Care
(traducible como El arte del cuidado extremo de uno mismo), de
Cheryl Richardson. El título en sí mismo ya da que pensar, pues
indica con claridad que existe una auténtica sensación de riesgo,
peligro y temor ante la idea de cuidar de nosotros mismos como es
debido. La idea de reconocer y anteponer nuestras necesidades,
siquiera en algunos momentos, nos parece tan arriesgada que es
análoga a un deporte «extremo» como parapente o puenting.

Afirmaciones
Una de las propuestas más interesantes de Cheryl es que debemos
potenciar nuestra autoestima diciéndonos todos los días,
literalmente, que nos queremos. Mírate en el espejo cada mañana y
di: «Te quiero, (tu nombre)». ¡No te rías! Cuesta incluso leerlo, y no
digamos ya ponerlo en práctica. Me temo que, por más que yo
comprendía la utilidad de esta técnica, abandonaba al primer intento
debido a mi poderoso mecanismo de defensa. Sin embargo, una de
mis clientas intelectualmente más preparadas consiguió hacerlo. Me
dijo que fue una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida
(y tiene licenciaturas obtenida en las mejores universidades), pero
que había sido increíblemente transformador. Había pasado una
mala época en numerosos frentes: un divorcio, una familia
profundamente disfuncional que no le apoyaba en nada, estrés en el
trabajo y la enfermedad y muerte de un pariente al que quería
mucho. Había llegado al límite de sus fuerzas. Me dijo: «Alguien me
comentó el otro día que se me veía feliz, y me di cuenta de que esa
mañana, por primera vez en un año y medio, me había despertado
sintiéndome feliz». Por supuesto, asistía a sesiones de terapia y había
realizado otros cambios en su vida y sus relaciones, pero estaba
convencida de que el hecho de decirse «te quiero, Rebecca» cada
mañana y cada noche frente al espejo había sido clave para propiciar
su bienestar.
La afirmación «te quiero» es quizá la más difícil con la que me he
topado, pero puedes crear cualquier otra afirmación y utilizarla
cuando trates de realizar cambios. En unos cursos de psicología que
impartí en la prisión de Holloway estas afirmaciones resultaron
sorprendentemente populares y eficaces. Una de las que más me
gustan, y que empleaba con mis grupos, era «estoy rompiendo viejos
patrones y avanzando». A las mujeres les encantaba porque era
positiva y edificante, y al mismo tiempo resultaba muy real para la
mayoría de ellas.
La única pauta para formular este tipo de afirmaciones es que
empieces por «yo», seguido por algo positivo y pronunciado en
tiempo presente. Así, puedes decir «yo estoy aprendiendo a ser
amable y afectuosa conmigo misma» o «yo estoy aprendiendo a
responder no a las peticiones que socavan mis energías» o
simplemente «yo soy una buena persona». También conviene
pronunciar la afirmación en voz alta o mentalmente; para conseguir
el máximo efecto, pronúnciala mirándote en el espejo, y con tanta
frecuencia como sea posible.
El Diario de Tres Cosas Buenas al Día
He mencionado ya que, cuando somos adultos, a muchos de
nosotros nos cuesta pensar en cosas positivas sobre nosotros
mismos. Ser duros con nosotros mismos y criticarnos se ha
convertido en un hábito codificado en los circuitos neuronales de
nuestro cerebro. Es la configuración por defecto en nuestro
ordenador personal del diálogo interno. Mantener un Diario de Tres
Cosas Buenas al Día (o anotarlas en tu móvil) te ayudará a desarrollar
unos hábitos de pensamiento más benevolentes y útiles. Es
importante que empieces a prestar atención a las cualidades que
tienes y te elogies y felicites por ellas. Forma parte de tu redención;
debes empezar por hacerlo contigo mismo.
Esta teoría proviene del movimiento de Psicología Positiva
creado en los años noventa por Martin Seligman, entre otros, y su
propósito es que nos centremos en prestar atención y potenciar
nuestros puntos fuertes y nuestra resiliencia, en lugar de centrarnos
en nuestras debilidades y defectos. El movimiento acumuló un gran
número de pruebas basadas en la investigación que indicaban que
cambiar el foco y centrarnos en lo positivo puede propiciar
importantes mejoras en nuestra salud mental. Al obligarnos a escribir
estos pensamientos positivos en nuestro Diario de Tres Cosas Buenas
al Día, podemos crear nuevos circuitos neuronales en nuestro
cerebro. La idea es que al cabo de un par de semanas de tomar nota
de al menos una buena cosa que hayas hecho cada día (no importa
que al principio no sean tres), podrás tener pensamientos nuevos y
útiles sobre ti mismo sin tener que anotarlos.
A buena parte de mis clientes les cuesta llevar a la práctica esta
técnica, pero los que perseveran me aseguran que tiene un efecto
muy potente sobre su sentido de la propia valía y su autoestima. No
es tan difícil como parece cuando comprendes que puedes incluir
todo tipo de acciones y tareas a las que no solías dar importancia
(«cualquiera podría haber hecho eso») o que sueles dar por
descontado («de todos modos tenía que preparar la cena»). Es a lo
ordinario, no a lo extraordinario, a lo que se debe prestar atención.
Al consignar un «evento» en tu diario, escribe las cualidades
personales que demuestra que tienes. Por ejemplo: «He comprado
unos narcisos para decorar mi mesa. Soy creativa, considerada,
amable». Puede ayudarte a ello imaginar cómo describirías con
generosidad a una buena amiga que hubiera realizado la misma
acción. Mantén este diario en secreto para derrotar al posible coro de
voces críticas que traten de despachar todo pensamiento positivo
que tengas sobre ti misma tachándolo de trivial, ridículo, prepotente,
jactancioso, etcétera. También puedes utilizar las ideas que he
expuesto en el capítulo anterior para plantar cara a tus voces críticas
cuando aparezcan (ver aquí).
A continuación reproduzco algunas entradas de un Diario de
Tres Cosas Buenas al Día que varios clientes han tenido la
generosidad de compartir conmigo para que te sirvan de inspiración:
• Fui a trabajar aunque estaba indispuesta. Soy una persona
responsable y concienzuda.
• Traté de ayudar a mi padre cuando llamó por teléfono para
contarme sus problemas. Soy solidaria, amable, sincera y me
gusta ayudar.
• Me esforcé en un deporte cuando lo fácil hubiera sido limitarme
a participar en él. Soy una persona decidida y estimulada.
• Redacté mi programa de estudios. Soy organizada y deseo
alcanzar mis objetivos.
• Canté en una función. Soy una persona segura de mí misma,
agradecida y comprometida.
• Quedé con mi exnovio. Me mostré compasiva y dispuesta a
perdonar. Le escuché sin juzgarlo cuando me habló sobre su
relación con quien era mi mejor amiga.
• Hoy me hicieron una entrevista en el lenguaje de signos para un
trabajo que me inspira temor. Me siento orgullosa de haber
conservado la calma y de haberlo hecho. Soy valiente.
• Una vecina a quien no conocía vino a pedirme que le examinara
la garganta. Le daba vergüenza, de modo que procuré que se
sintiera cómoda y la tranquilicé diciéndole que no tenía nada
grave. Las personas extrañas me ponen nerviosa, pero me mostré
amable con ella y procuré ayudarla.
• Pedí entrevistarme con la encargada de mi sección. Le dije que
mi carga de trabajo era excesiva y le pregunté qué podíamos
hacer para resolverlo. Se mostró muy amable y dijo que ignoraba
que yo tuviera ese problema. Me comporté con valentía y
sinceridad. Me atreví a pedir ayuda.
• Preparé una nueva receta que copié del libro Jamie. A los niños
no les gustó, pero no perdí la calma. Me gusta probar cosas
nuevas y me decanto por la vida y la salud.
• Estuve viendo un programa de televisión con mi hija; nos
acurrucamos en el sofá y nos reímos juntos. Soy un buen padre y
saco tiempo para dedicarlo a mi familia.
• En el último momento, decidí no acudir al acto social que había
organizado F porque estaba demasiado cansada. Fue una
decisión acertada. Quiero cuidar de mí misma y siempre puedo
ir a la próxima fiesta. Es genial despertarse sin resaca.
• No compré un top de diseño en las rebajas porque me
incomodaba la presencia de una amiga. Hoy he llamado a la
tienda y lo he encargado por teléfono. Actué rápidamente para
corregir un error. Soy una persona dinámica, con iniciativa y
vencí mi sentimiento de que yo no lo valía.
• Contribuí a apaciguar una disputa entre T y J. Resuelvo
problemas con creatividad y soy una buena madre.
• Ayudé a una amiga a analizar las posibles opciones para alquilar
un piso. Sé escuchar, me preocupo por mis amigos y procuro
ayudarles, soy perspicaz, amable, objetiva, capaz de ofrecer
soluciones e ideas novedosas.
• Compré a mi prima un Diario de Tres Cosas Buenas al Día y
escribí las tres primeras entradas referentes a las cualidades que
he observado en ella. Soy cariñosa, solidaria, generosa, positiva,
deseosa de ayudarla a reparar en sus excelentes cualidades.
• Consolé a mi ahijada de cuatro años haciéndola saltar sobre mis
rodillas. Soy divertida, me llevo bien con los niños, soy
desinhibida, considerada, amable ¡y un poco infantil!

La clienta que compartió conmigo estos tres últimos ejemplos dijo


que los había anotado cada noche antes de acostarse, y que el hecho
de centrarse en cosas positivas contribuía a que durmiera mejor:
«Antes, tenía problemas sin resolver y pensamientos críticos que no
cesaban de darme vueltas en la cabeza, impidiéndome conciliar el
sueño; pero desde que escribo un Diario de Tres Cosas Buenas al Día
me siento menos ansiosa y duermo mejor». Después de escribir el
diario durante dos semanas y media, mi clienta, una mujer joven, me
dijo que se sentía mucho mejor consigo misma. «Ahora mi cerebro
se centra en otras cosas durante el día». En lugar de machacarme y
confirmar «eres una inútil», lo miro todo a través de otro prisma,
centrándome en «¿qué es lo que me hace feliz?»
El hecho de escribir este diario, aunque sólo lo hagas de vez en
cuando, constituye un recurso en el que apoyarte en los momentos
difíciles, cuando desconfíes de ti misma. Puedes repasar las entradas
que hiciste y recordar cuándo y por qué te sentiste bien contigo
misma. La mayoría de personas adorables se resisten a llevar a cabo
este ejercicio porque tienen un poderoso tabú que les impide
elogiarse a sí mismas. Pero te aconsejo que perseveres, porque la
recompensa es muy potente.

La revelación del té para uno


Una de mis primeras clientas era una mujer increíblemente
inteligente, con una carrera profesional exitosa y madre de tres hijos
pequeños que nunca hacía nada para ella misma. Me dijo que
iniciaba la terapia para mejorar la relación con sus hijos, y después de
seis meses de terapia durante la cual trabajó con ahínco para
descubrir los patrones de pensamientos, sentimientos y conducta
que le habían provocado una profunda depresión, un día se presentó
en la consulta eufórica. «¡He tenido una revelación!», anunció
sonriendo. ¿Qué había hecho para sentirse tan satisfecha? «He
comprado un juego de té para una persona», me dijo. Supongo que
debí de mirarla sorprendida porque era la primera vez que oía hablar
del juego de té para una persona (aunque más tarde fui a comprar
uno para mí). «¿De qué se trata?», pregunté. Mi clienta describió una
pequeña tetera acompañada por una taza y un platillo. «Contiene té
para dos tazas —dijo con una sonrisa pícara—, pero sólo la utilizo
yo.»
Sin duda, esto constituyó un punto de inflexión para esta
abnegada mujer. Rompió la Regla Rígida Personal de NO DEBO
ANTEPONER NUNCA MIS NECESIDADES A LAS DE MI FAMILIA (… so pena
de que sucediera algo terrible, como había ocurrido en su infancia).
Mediante este experimento en apariencia trivial pero muy valiente,
había conseguido empezar a romper el poder de esta creencia tan
poderosa. Cabe decir que su cerebro adulto racional demostró al
supersticioso cerebro de la niña que llevaba dentro que el hecho de
concederse un pequeño capricho no causaría una tragedia en su
familia. Abrió el camino de acceso a otros experimentos, como por
ejemplo buscar tiempo para las «citas de artista» para fomentar su
creatividad (como sugiere el excelente libro de Julia Cameron El
camino del artista: Un curso de descubrimiento y rescate de tu propia
creatividad), estudiar la posibilidad de trabajar a tiempo parcial para
pasar más tiempo con sus hijos y cultivar su talento para la escritura.

¿CÓMO PUEDES DARTE UNAS


RECOMPENSAS?
La marca de cosméticos L’Oreal monopolizó una importante idea
cuando creó el eslogan «Porque yo lo valgo», que nos remite a la idea
de los derechos de las mujeres. «Anda —nos dicen—, compra este
fantástico producto para el pelo; eres un ser humano maravilloso de
una gran valía y debes concederte lo mejor.» Sin embargo, muchas
de nosotras tenemos que esforzarnos para comprender, a un nivel
muy profundo, que tenemos derecho a invertir tiempo, energía,
dinero y cariño en nosotras mismas. Lo cierto es que pensamos
justamente lo contrario de lo que nos dice L’Oreal: que en realidad
no valemos gran cosa ni somos especiales. De modo que a menudo,
como he dicho, las personas adorables dedican su tiempo, energía,
dinero y cariño a otros y no a sí mismas. Ahora, en cambio, en aras
de tu cordura, salud, felicidad y bienestar, te animo a hacer
precisamente eso.
¿Cuál es tu equivalente a un juego de té para una persona? No es
fácil sugerir ideas, dado que los caprichos que se concede una
persona quizá no convengan a otra, pero entre los de mis clientes se
cuentan: practicar natación, darse maravillosos baños relajantes,
patinar sobre ruedas, bailar (claqué, zumba, bailes de salón, salsa),
correr (maratones o por el parque), escribir, pintar, visitar galerías de
arte, asistir a festivales de música, montar a caballo, pasear al perro,
recibir masajes, cantar en un coro, organizar actividades con amigos
(en lugar de pasar la velada bebiendo vino y hablando de problemas),
disfrutar de la naturaleza, descansar junto al agua… La lista es
interminable y muy personal. Yo les animo a evocar las cosas que les
divertía de niños o de jóvenes y buscar la forma de practicarlas ahora.
Quizás asuman una manera un poco distinta —por ejemplo, tomar
clases de baile en lugar de salir de discotecas—, pero pueden
aportarnos las misma sensaciones de alegría y libertad, que son
empoderadoras y nos producen bienestar.
La clienta convencida de que el Diario de Tres Cosas Buenas al
Día había transformado su autoestima se esforzó también en buscar
actividades que le divirtieran y potenciaran su placer sensual.
Durante años había desdeñado o castigado su cuerpo con una
combinación de importantes logros académicos, un extenso y duro
horario laboral, unas visitas al gimnasio que no le procuraban
ninguna satisfacción y épocas en que se mataba de hambre y otras
que comía en exceso. Cuatro meses después de haber iniciado
nuestras sesiones de terapia, había realizado los siguientes cambios:
había empezado a tomar lecciones de bádminton (que le divertían y
ofrecían la oportunidad de alternar), se había apuntado a un curso de
mindfulness y sesiones de yoga, había asistido a un curso residencial
de una semana en una Granja de Salud (donde le habían dado
algunas ideas para poner en marcha un régimen de comidas y
ejercicios grato y saludable) y, por último, había asistido a un taller
de introducción al sexo tántrico. Además, había adquirido artículos
para el baño y el cuerpo maravillosamente perfumados y productos
comestibles deliciosos y saludables para recompensarse y halagar sus
sentidos. Cuando la vi después de un puente festivo, presentaba un
aspecto radiante, estaba pletórica de fuerza, vitalidad y entusiasmo.
Me dio las gracias por dejar que buscara estos nuevos intereses a su
ritmo: «Si en la primera sesión me hubieras dicho que tenía que
hacer estas cosas, me habría resistido y no las habría hecho. Pero me
dijiste tan sólo que buscara la forma de potenciar mi energía, y he
seguido tu consejo».
¿Qué hace que aumente tu energía? Esto puede parecer un poco
confuso al principio, pero nos remite a las ideas expuestas en el
capítulo 4 sobre sintonizar con lo que nos dice el cuerpo. Cuando
alguien te hace una sugerencia o te pide algo, lo más probable es que
algo en tu cuerpo responda de forma positiva o negativa; yo lo llamo
un aumento o disminución de energía. (Para muchas personas, esta
sensación se localiza en el estómago, de ahí la expresión «reacción
visceral».) Ocurre de forma casi instantánea, y a menudo ni nos
damos cuenta o no le concedemos importancia.
Cuando busques actividades que potencien tu sentido positivo de
ti misma, analiza detenidamente qué te llama la atención y qué te
interesa o hace que aumente tu energía. Luego, a tu ritmo, empieza a
poner en marcha estas pistas que te ofrece tu cuerpo (o quizá tu
subconsciente). ¿Qué actividad te atrae y deseas practicar? Organiza
la agenda de estas actividades anotándola en tu diario con antelación,
y no la modifiques porque otras personas te pidan que hagas algo.
Prioriza, para variar, tus deseos y necesidades y comprobarás que
poco a poco empiezan a cambiar las arraigadas creencias sobre tu
valor y autoestima.

Califica tu jornada
Una de las ideas que me encantaron de un curso de meditación de
mindfulness al que asistí hace unos años fue un ejercicio
denominado «Califica tu jornada». Desde entonces se lo he enseñado
a muchos clientes, que lo encontraron sencillo pero muy eficaz. El
ejercicio consiste en lo siguiente:
• Haz una lista de las tareas y actividades de tu jornada y califícalas
como estresante, dominada (cuando te sientes competente) o
placentera, escribiendo la letra E, D o P junto a cada una de ellas.
• A continuación, piensa en cómo puedes modificar algunos
detalles que hacen que te sientas estresada para que sean
actividades placenteras o que domines.

Las personas que siguieron este curso propusieron diversas


soluciones, pero lo interesante fue ver cómo lo que a uno le parecía
estresante a otro le parecía placentero. Por ejemplo, para muchos de
los participantes los correos electrónicos resultaban estresantes, pero
a otros les parecían que los dominaban porque se sentían bien
cuando los recibían. Una mujer explicó que los correos electrónicos
le parecían incluso placenteros, porque nunca sabía quién se había
puesto en contacto con ella o qué sorpresas o aventuras podían
aguardarle en su bandeja de entrada. Otro ejemplo que recuerdo era
hacer cada día el trayecto entre casa y el trabajo y a la inversa; la
mayoría lo consideraba estresante, pero hubo quien sugirió que
escuchar música que nos guste, un podcast o leer un libro que nos
apetece puede ser placentero. Algunos propusieron también dedicar
tiempo a paladear y aspirar el aroma de nuestra bebida favorita por
las mañanas, utilizar un gel de ducha y deleitarnos con su agradable
perfume, aplicarnos una loción corporal y disfrutar de la sensación,
admirar la naturaleza que nos rodea cuando tengamos oportunidad
de hacerlo, escuchar el canto de los pájaros al salir de casa por la
mañana…
Lo más importante es utilizar nuestros cinco sentidos. A
menudo, pasamos por alto el olfato, el tacto, el gusto y el oído para
centrarnos principalmente en nuestra facultad de ver. Y a veces
apretamos los dientes, desconectamos nuestra conciencia sensorial y
nos limitamos a hacer lo que tenemos que hacer, privándonos de una
posible experiencia enriquecedora o incluso de un placer inesperado.

Habla con la niña/el niño que llevas dentro


Esto nos devuelve a la idea que subyace en lo que la monja aconsejó a
la mujer desesperada en la serie de televisión a la que me he referido
antes (ver aquí), pero puedes avanzar un paso más conectando con tu
yo más joven como si ella/él estuviera contigo en la habitación.
La primera vez que traté de hacerlo fue como consecuencia de un
consejo que me dio mi supervisora clínica, la doctora Lynne Jordan.
Yo le había hablado de una clienta que estaba tan llena de rabia que
me intimidaba hasta el punto de que temía las sesiones con ella,
aunque comprendía que era un ser humano que sentía dolor, sufría y
necesitaba mi ayuda. «Quien se siente intimidada es la niña que
llevas dentro —me explicó Lynne—. ¿Qué puedes decirle para que se
sienta segura antes de que llegue esta clienta?» Qué pregunta tan
absurda, pensé para mis adentros al más puro estilo de la persona
adorable. «No tengo ni idea», respondí. «Podrías decirle algo así
como, “la clienta que te intimida está a punto de llegar, ¿por qué no
vas a jugar a la otra habitación mientras yo trato de resolver la
situación?”», sugirió Lynne con su estilo claro y directo.
No quedé muy convencida. Sin embargo, la semana siguiente,
poco antes de que llegara la clienta, recordé la idea y pensé que no
perdía nada por intentarlo. Dije a la niña que llevo dentro (me
imaginé con unos tres años) que resolvería el problema con la mujer
que la intimidaba utilizando argumentos de personas adultas, y que
mientras ella podía irse a jugar o a echarse la siesta en la otra
habitación; yo me encargaría de que estuviera segura. El caso es que
dio resultado. Creo que separó la parte de razonamiento prelógico de
mi cerebro —la parte que llamo Terror Infantil (un atávico terror a la
ira, al conflicto, a la confrontación y a la desaprobación)— de mi
capacidad de raciocinio adulto. Así pues, recibí a la clienta en mi
consulta y utilicé mi formación profesional, mis aptitudes y mis
conocimientos de adulta, mientras que la pequeña (y atemorizada)
Jacqui permanecía a salvo (metafóricamente) en «la otra habitación».
Desde entonces he compartido esa idea con muchos clientes, y
dado que muchas víctimas de la Trampa de la Amabilidad sufren una
versión del Terror Infantil, el hecho de hablar con tono
tranquilizador para que la niña/el niño que llevan dentro se sienta a
salvo resulta una estrategia muy práctica y eficaz. No obstante, para
algunas personas adorables, la experiencia traumática de su vida se
produjo en sus años de adolescencia, así que quizás a ellas les resulte
más útil hablar con la/el adolescente que llevan dentro.

Sarah habla a su yo adolescente


Sarah, a quien hemos conocido en el capítulo 2, se sentía atrapada en
su vida, en parte debido a las creencias limitadoras adquiridas
durante los difíciles años de su adolescencia, cuando era la «amiga
simpática pero gorda» que siempre daba por sentado que los chicos
hablaban con ella para llegar a su mejor amiga, que era muy guapa.
Accedió a hablar a su yo de quince años en la privacidad de mi
consulta, donde se sentía segura, para tratar de modificar algunas
cosas.
Como la mayoría de clientes a quienes propongo este ejercicio, al
principio Sarah se mostró abochornada y escéptica. Le pedí que
imaginara a su yo juvenil sentada en la silla desocupada que había en
la habitación, que cerrara los ojos, visualizara y hablara a la joven
Sarah. «¿Puedes decirle tres cosas agradables sobre ella?», le pregunté.
«Considerada, generosa y muy positiva», respondió sin vacilar. Le
dije que creía que podía decirle más cosas: «Sarah, la chica de quince
años, está sentada ahí y quiere saber qué veían los chicos en ella. Tú
eres su hada madrina, ¿qué puedes decirle?» Mi clienta se echó a reír
y dijo: «Todo irá bien, Sarah. El aspecto físico no es determinante.
Eres una chica apasionada, divertida e interesante. La gente te aprecia
y eso es una baza muy importante».
Más tarde Sarah me confesó que había sido una de las cosas más
difíciles que había tenido que hacer en su vida. «Fue muy doloroso.
Pero he tratado de utilizarlo de forma positiva y he pensado en esa
chica como una persona separada de mí a la que trato de ayudar.»
Sarah incrementó su régimen de ejercicio y redujo su consumo
de alcohol. Su nuevo objetivo era beber sólo alguna copa cuando
estuviera en compañía de otras personas, pero no ser siempre la
última en abandonar las fiestas. «Yo solía decir a la gente que no era
nadie sin una botella de Pinot Grigio, pero ahora sé que eso no es
cierto. Mi lado divertido siempre está presente. Mis compañeros de
oficina me estiman y sé que añado un elemento positivo al
ambiente.» Se apuntó a una maratón y se hizo socia de un club de
aficionados a correr donde poco a poco (muy lentamente) empezó a
comprender que algunos hombres mostraban interés en ella aunque
estuviera sobria, llevara un chándal y el sudor le cayera en los ojos.
Hablar a la niña/el niño que llevas dentro no sólo constituye un
eficaz truco terapéutico. Cada vez que sientes ansiedad, lo más
probable que la haya desencadenado tu Terror Infantil (o
Adolescente). El hecho de dedicar unos momentos a hablar con tu
yo más joven puede tener un efecto casi milagroso, al hacer que te
calmes y permitir que accedas a tu cerebro adulto, creativo y capaz de
resolver problemas.
Una amiga que acababa de sufrir una ruptura muy traumática y
se sentía sola y abandonada, me dijo que había adquirido la
costumbre de pasear en coche cogida de la mano de su yo de seis
años (la edad que tenía cuando sus padres se divorciaron), como si
ésta estuviera sentada en el asiento contiguo. «No te preocupes —le
decía con afecto—. Todo irá bien. Yo cuidaré de ti.»
RESUMEN
En este capítulo he descrito varias técnicas que pueden ayudarte a
que empieces a valorarte más. Aquí tienes un recordatorio:
• Piensa en convertirte en tu propia «redención» y ofrécete el
cariño y la amabilidad que confías que te den los demás.
• Trata de formular afirmaciones positivas sobre ti misma/mismo
y repítelas con frecuencia (pero en privado).
• Escribe un Diario de Tres Cosas Buenas al Día para prestar
atención a lo que haces bien y elogiarte por ello.
• Piensa en formas de recompensarte, y disfruta de esos caprichos
sin sentirte culpable.
• Puntúa las actividades de tu jornada con una «E» para
«estresantes», una «D» para «dominada» o una «P» para
placenteras, y piensa en formas sencillas en que puedes cambiar
algunas de esas E, D o P.
• Cuando experimentes ansiedad o soledad, trata de hablar con
tono sereno y tranquilizador a la niña/niño o adolescente que
llevas dentro.
7
Pule tus herramientas

E l otro día, una de mis clientas me habló de una conversación


difícil que debía mantener con alguien. Quería protestar sobre un
curso de formación ofrecido por su empresa que, en su opinión, no
había estado bien dirigido y había socavado su seguridad en sí
misma. «Quiero quejarme a alguien de recursos humanos, pero no sé
cómo hacerlo. Tengo miedo de meter la pata y que de alguna forma
me castiguen por ello. Necesito que me ayudes a elegir la
herramienta adecuada de mi kit.»
Pensé que era una excelente metáfora y estuvimos un rato
dándole vueltas. ¿Qué tipo de herramienta creía que necesitaba para
esa tarea? «Bueno —respondió mi clienta con gesto pensativo—, es
un asunto delicado, de modo que tal vez necesite algo como un
pequeño destornillador. Pero mientras trato de elegir la herramienta
adecuada, temo coger una motosierra y provocar una brutal matanza.
¡Un baño de sangre, como en las películas!»
A continuación te propongo un inventario de herramientas que
pueden serte útiles mientras empiezas a planear y a prepararte para
actuar y comunicarte de formas nuevas. Algunas quizá ya las
conozcas, otras no. La elección es muy personal, de modo que elige
las que creas que te serán más útiles en la situación en la que vas a
implicarte. Luego, recuerda que debes mantenerlas pulidas y
preparadas en tu kit de herramientas.

ACCEDE A TU YO MÁS VALIENTE


Uno de mis ejercicios terapéuticos preferidos es el Inventario de
Puntos Fuertes Fiables. Lo aprendí cuando estudiaba Psicología de
los Constructos Personales (desarrollada por George Kelly en los
años sesenta), y lo modifiqué para utilizarlo con mis grupos en la
prisión de Holloway.
La idea central de Kelly consiste en que todos tenemos unos
«puntos fuertes» (algunos los llaman «resiliencias») que son «fiables»
durante toda nuestra vida; siempre podemos acceder a ellos, aunque
hayan permanecido inactivos durante un período de nuestra vida en
que no nos sentíamos fuertes. Este ejercicio te ayudará a identificar
estas cualidades y confeccionar un «inventario» —o una lista— de
ellas, al que podrás acceder en tiempos de crisis, cuando necesites
potenciar tu seguridad en ti. En ese sentido, es muy similar al Diario
de Tres Cosas Buenas al Día que introduje en el capítulo anterior, si
bien se basa en la evidencia personal del pasado en lugar del presente.
Piensa en los momentos en tu pasado en que hayas hecho algo de
lo que te enorgulleces, por insignificante que les parezca a otros.
Podría ser, por ejemplo, haber ayudado a un amigo, haber defendido
tu postura en una cuestión complicada o haber realizado un trabajo
excelente en la escuela, que fue colgado en la pared. Procura
enumerar al menos tres cosas, luego escribe junto a ellas las
cualidades (o puntos fuertes fiables) que demuestran que posees.
Siempre hay algo que puedes identificar. Por ejemplo, al comprar y
leer este libro tratas de cambiar algo en tu vida que te disgusta. Eso
demuestra las cualidades de determinación, proactividad y valor. No
dejes que tus voces críticas minusvaloren tus ideas.

SÉ TU PROPIA ANIMADORA
Consiste en resumir tus Puntos Fuertes Fiables en una simple y
alentadora máxima, apropiada para la ocasión. ¿Qué frase o eslogan
puedes decirte antes de tomar esa difícil decisión, de enfrentarte a esa
persona difícil o de hallarte en una situación compleja que requiere
una mayor asertividad por tu parte?
Uno de los participantes en mi taller propuso estas palabras para
que te las digas cuando te enfrentes a un joven proveedor de servicios
de Internet un poco borde: «¡Ánimo, tú puedes! ¡Podrías ser su
madre! Todo irá bien». Otros evocaron a la persona que les apoyaba
(como la abuela de Kirsty en el ejercicio de «Desempoderar a tus
voces críticas» ver aquí), con frases como: «¡Eres genial! ¡A por
ello!» Te será muy útil recordar la Declaración Personal de Derechos
que examinamos en el capítulo 5. Decirte algo como «tengo derecho
a anteponer mis necesidades y deseos» o «tengo derecho a decir no»
puede resultar muy empoderador en un momento crítico.

LENGUAJE CORPORAL
Los estudios de investigación han demostrado reiteradamente que
obtenemos más información unos de otros a través de la
comunicación no verbal —o lenguaje corporal— que a través de
otros medios. Uno de los pioneros en el estudio del lenguaje
corporal, Albert Mehrabian, fijaba los porcentajes en
aproximadamente un cincuenta y cinco por ciento de lenguaje
corporal, un treinta y ocho por ciento de vocal (en particular el tono
de voz) y sólo un siete por ciento de las palabras pronunciadas.
De modo que cuando se te ocurra decir algo diferente a tu estilo
habitual de comunicación, lo cual te resulta muy difícil, puede serte
útil centrarte en los mensajes que tu rostro, tu cuerpo y tu voz
transmiten antes de empezar siquiera a pensar en las palabras que
debes utilizar.

Postura
Si te sostienes bien erguida y miras a tus interlocutores a los ojos, te
sentirás más segura y transmitirás confianza a los demás. Si tienes
que hacer una llamada telefónica difícil, prueba a hacerla de pie. Esto
hará que te sientas más fuerte, lo cual se reflejará en tu voz. Del
mismo modo, si tu jefe se acerca a tu mesa y te dice algo, ponte de
pie para hablarle mirándole a los ojos y no sentirte en desventaja por
estar él de pie y tu sentada.
En mis grupos de asertividad en Holloway, hacíamos un ejercicio
consistente en caminar por la habitación en una postura de
abatimiento, con la espalda encorvada y los ojos fijos en el suelo.
Cuando les pedía que se enderezaran y me miraran a los ojos, me
decían que sentían una gran diferencia en su cuerpo: se sentían
mejor, más fuertes y seguras de sí mismas cuando caminaban
simulando sentirse así. «Se trata de fingirlo hasta convencerte tú
misma y a los demás, ¿verdad, señorita?», me preguntó una de las
presas (sin el menor atisbo de ironía, teniendo en cuenta que había
sido condenada por fraude).
En las clases para padres a las que asistí cuando mis hijos eran
pequeños nos enseñaron una idea similar con respecto a la postura
para comunicar a los niños una serena autoridad: «Imaginad que sois
un imponente árbol, o una roca —nos decía la profesora—.
Sosteneos erguidos y firmes, arraigados en tierra». La imagen del
árbol me resultó muy útil, pues significa que estás arraigada en tierra,
pero no eres del todo inflexible.
Si has tomado alguna vez clases de arte dramático, lenguaje
corporal, baile, yoga o Pilates, probablemente te habrán enseñado a
tensar los músculos del estómago (tu centro), a enderezar la espalda e
imaginar que un hilo dorado tira de tu cabeza hacia arriba para
adoptar una postura correcta. Puedes volver a utilizar este método, o,
de nuevo, el que más te convenga.

Microseñales
Son lo que gente como los interrogadores de la policía y los
jugadores de póquer buscan para averiguar si un sospechoso o un
contrincante dice la verdad. Una pequeña alteración en el rostro, en
especial los ojos, indicando una discrepancia —o contradicción—,
les permite distinguir entre lo que dice una persona y lo que piensa
en realidad.
Cuando tengas que decir algo difícil, presta atención a los
mensajes que no concuerdan con lo que dices que tu rostro y tu
cuerpo envían. Procura mirar a tu interlocutor a los ojos, sin hacer
gestos nerviosos ni tocarte la boca ni las orejas. Respirar lenta y
profundamente, te ayudará a eliminar la tensión de tu rostro, ojos y
mandíbula.

Dosifica esa sonrisa maravillosa


Por supuesto, una de las mayores microseñales que pueden indicar
que no decimos la verdad es nuestra sonrisa.
No pretendo criticar tu sonrisa. Probablemente lo consideras uno
de tus mejores rasgos, como te dicen a menudo. Yo he pasado buena
parte de mi vida sonriendo, lo cual sin duda me ha abierto muchas
puertas. (Y me ha costado una fortuna en cremas antiarrugas, pues
ese hábito me ha producido unas profundas patas de gallo y unas
arruguitas alrededor de la boca que hacen que parezca una marioneta
de mader.)
La mayoría de personas adorables tienden a sonreír en exceso.
Suele ser un hábito profundamente arraigado, y a menudo creemos
que es nuestra mejor solución para conseguir lo que queremos:
sonrío; te caigo bien; quieres ser amable conmigo y ayudarme.
También sabemos que es lo que hace que las personas se sientan
seguras: algunos estudios indican que los orígenes evolutivos de la
sonrisa se encuentran en los monos, que levantan el labio superior y
enseñan los dientes para mostrar que no representan una amenaza
para los agresores que buscan pelea; una señal no verbal de sumisión.
Así que, aunque no hay nada malo en tu maravillosa sonrisa —
muchas personas morirían por ella—, tienes que tener otras opciones
y practicarlas. ¿Puedes sonreír cuando lo deseas? Lo que es más
importante, ¿puedes elegir no sonreír?
Cuando mi amiga Hilary estudiaba en la universidad para ser
maestra de secundaria, advirtieron a los estudiantes de magisterio
que si sonreían demasiado en clase transmitían un mensaje
equivocado, que los alumnos los tomarían por unos buenazos,
tratarían de tomarles el pelo y antes de que se dieran cuenta habrían
perdido el control y la autoridad, que son muy difíciles de recuperar.
Así pues, les aconsejaron que prestaran mucha atención a sus
expresiones faciales delante de los alumnos. El consejo que a Hilary le
pareció más útil y memorable, en particular en su primer empleo en
una conflictiva escuela secundaria, fue: «No sonrías nunca antes de
Navidad». Esa frase significaba que desde el inicio de curso en
septiembre y durante todo el primer trimestre debía fingir ser una
versión más estricta, menos amable de lo que en realidad era para
imponer autoridad y, con suerte, ganarse el respeto de los alumnos.
Luego, durante el segundo trimestre (es decir, después de Navidad),
podía empezar a mostrarse un poco más cómo realmente era y
esbozar incluso alguna que otra sonrisa. Hilary, una persona
exuberante y risueña, encontró este consejo muy útil. «Es un juego
muy común que una clase trate de hacer que la nueva profesora
pierda los papeles, de modo que el hecho de utilizar un lenguaje
corporal que transmitiera autoridad me ayudó a conservar el
control», me explicó Hilary.
En las clases para padres nos dieron un consejo parecido. «Fingid
estar enfadados antes de estarlo», nos dijo Tamar, la profesora que
impartía las clases a las que asistí. «Cuando nos enfadamos, estamos a
punto de perder el control, lo cual nos asusta a nosotros y al niño,
que intuye un peligro en la conducta imprevisible del adulto que ha
perdido el control.» En el juego de rol que realizábamos en las clases
para padres, yo trataba de decir algo serio («Es hora de irse a la cama.
Ahora»), y luego lo estropeaba todo con una sonrisa implorante. «Al
sonreír al final de la frase, transmites un mensaje contradictorio —
decía Tamar—. No tienes que ponerte desagradable o antipática.
Díselo con tono sosegado y sin aspavientos. Y no sonrías. Se lo estás
diciendo, no suplicando». Tanto a mí como a otros miembros del
grupo esto nos resultó muy difícil al principio. Pero con práctica,
junto con una postura adecuada («soy una roca») y la técnica del
Disco Rayado (ver aquí), por asombroso que parezca resulta posible
y muy eficaz. Ahora, al cabo de quince años, cuando unos amigos de
mis hijos vienen a pasar la noche en casa, pronuncio un breve
discurso en tono quedo sobre las reglas de la casa, con cara seria. Y
ellos lo encajan bien. Saben qué se espera de ellos y piensan que eso
es preferible a toparse con una madre furiosa por haberla despertado
a las tres de la madrugada cuando se disponen a asaltar el frigorífico.

COMUNICACIÓN VERBAL

Corta el rollo
Procura ser directa: corta el rollo y ve al grano. A menudo
confundimos hablar de forma clara y directa con ser groseros.
Vivimos en una cultura en que la comunicación indirecta suele ser la
norma; en particular en el caso de las mujeres, insinuando, haciendo
que los otros se sientan culpables y seduciendo a la gente para lograr
que hagan lo que deseamos sin pedirlo. Y quizá poniendo mala cara,
quejándonos o mostrándonos sarcásticas cuando no lo hacen.
Muchas veces lo último que hacemos es decir claramente lo que
queremos.
Yo solía hacerlo a menudo cuando tenía que decir o pedir algo
peliagudo, y Jocelyn Chaplin, mi inspiradora terapeuta, fue la
primera en decírmelo sin ambages (con calma y claridad). En cierta
ocasión, cuando trataba de cambiar la fecha de mi cita con ella, pasé
unos diez minutos contándole una larga y farragosa historia sobre la
proximidad de las fiestas de mitad de curso y que tenía que
acompañar a uno de mis hijos al aeropuerto porque iba a visitar a un
amigo en España y bla, bla, bla… Mantenía la vista baja mientras
hablaba, desviaba la mirada, evitaba mirarla a los ojos, alzaba de vez
en cuando los ojos para esbozar una tímida (e implorante) sonrisa.
Al terminar mi historia, ella me miró a los ojos y dijo: «Jacqui, no sé
qué me estás pidiendo». Creo que la miré perpleja y un poco dolida,
y ella se apresuró a añadir con tono afable: «¿Qué quieres pedirme?
¿Puedes decirlo claramente?» Yo me detuve a pensar. (Ésta es una de
las grandes ventajas de la terapia; es un espacio seguro donde puedes
practicar otras formas de hacer las cosas, en particular cómo actuar y
comunicarte con otro ser humano). Comprendí que no me atrevía a
pedírselo directamente; supongo que el riesgo residía en que se
enfadara conmigo por pedirle lo que quería. Pero respiré hondo
varias veces, ensayé en mi cabeza lo que quería pedirle —con una
frase clara y concisa— y por fin dije: «Jocelyn, ¿podríamos trasladar
la cita de la semana que viene a una hora más tarde, por ejemplo a la
una?» Recuerdo que ella respondió que no, que eso era imposible,
pero que podía cancelar la cita si quería.
A continuación hablamos sobre el efecto en la otra persona
cuando nos ofuscamos y adornamos nuestra demanda o negativa con
datos irrelevantes y palabras superfluas. (Piensa en cómo te sientes
cuando alguien nos endilga una farragosa explicación para pedirnos
o negarnos algo.) Nos sentimos confundidos y desconcertados. A
menudo, al final, no sabemos exactamente qué nos piden o nos
dicen, y a veces perdemos el hilo del asunto, nos aburrimos y nos
ponemos a pensar en lo que ponen esta noche en televisión.

Hallar las palabras adecuadas


Buena parte de nuestro problema a la hora de no poder negarnos
cuando nos piden algo o de pedir lo que deseamos, proviene del
hecho de no saber qué palabras emplear y de tener poca o nula
experiencia en decirlas.
Hace poco me encontré con una vieja amiga, una emprendedora
muy dinámica y de éxito, que ha puesto en marcha y dirigido
numerosas empresas en los dieciocho años que hace que la conozco
y que han dado empleo a mucha gente. Se dirigía a conocer a un
nuevo contacto que quería ofrecerle un trabajo de consultoría.
«¿Cuánto vas a cobrarle?», le pregunté en tono familiar. Ella me miró
un tanto abochornada y cortada, como cuando preguntas a tu hijo de
seis años si se ha cambiado el pantalón. Se produjo un embarazoso
silencio mientras ella se rebullía nerviosa con la vista en el suelo.
«¿No habéis hablado aún de ello?», pregunté asombrada. «No puedo
hacerlo —respondió finalmente mi amiga—. No me cuesta ningún
esfuerzo hacerlo para los demás, pero cuando se trata de mí es
distinto.»
Entonces jugamos a un juego de rol en el que le pedí que me
mirara a los ojos con calma y dijera algo como «en la actualidad
cobro quinientas libras al día por un trabajo de consultoría». Le
resultaba imposible decir eso sin sentirse incómoda, de modo que
decidimos que diría «¿qué pensaba pagar por este trabajo?» En
realidad, ni siquiera era capaz de pronunciar la palabra «pagar», de
modo que quedamos en que diría: «¿cuál es la tarifa habitual para
este tipo de trabajo?» Más tarde mi amiga me envió un mensaje de
texto informándome de que la entrevista había ido muy bien y que
no había tenido ningún problema a la hora decir las palabras que
habíamos ensayado juntas. «Lo difícil es decirlas por primera vez,
parecía como si las tuviera pegadas a los labios.»

El tono
Esto es muy importante porque transmite numerosos signos de
metacomunicación que van más allá de las palabras que pronuncias.
Tomemos este ejemplo: tienes que decir a tu
madre/amiga/hermana/esposa que no podrás asistir a una
importante celebración. Si dices «tengo que hablar contigo sobre la
cena de cumpleaños de Joe…» en tono vacilante, implorante,
indeciso o apaciguador, abres de inmediato el camino para que tu
interlocutor te persuada, trate de hacer que te sientas culpable,
avergonzada/avergonzado o manipulada/manipulado para que
cambies de opinión. Ahora trata de decirlo con convencimiento y
seguridad en un tono claro, firme y sosegado. ¿No te sentirías tú más
proclive a aceptar lo que te están diciendo? Añade las pautas de «El
No Gentil» (véase más adelante) y lo más probable es que, con
suerte, ambos sintáis que habéis conseguido lo que queríais de forma
creativa y eficaz: de lo contrario, habrás dicho lo que tenías que decir
sin sentirte demasiado culpable.
Como en todas las estrategias de comunicación, cuanto más
practiquemos, mejor las haremos. De modo que procura ensayar de
antemano frente al espejo, o con una buena amiga o amigo por
teléfono.
El No Gentil
La mayoría de personas adorables tiene un gran problema con la idea
de decir no. Creo que se trata de una respuesta fóbica muy arraigada
que hace que temamos decir no, por lo que lo evitamos a toda costa,
de modo que nunca adquirimos la costumbre de decir no y en
consecuencia desarrollamos un temor al temor de decirlo.
Durante uno de mis talleres propuse a los participantes un
ejercicio consistente en caminar por la habitación y, cada vez que se
encontraban con alguien tenían que decir «no», sólo la palabra «no».
A medida que caminaban por la habitación se hizo evidente que
habían empezado a perder su reticencia y empezaban a disfrutar
diciendo no, al tiempo que se producía un aumento de energía en la
habitación.
Puedes probarlo sin necesidad de acudir a un taller. Ve a un lugar
privado y colócate frente a un espejo. Mírate con calma a los ojos y di
no. Pruébalo empleando distintos tonos de voz para divertirte.
Comprobarás que resulta más eficaz cuando no sonríes. Esto
empezará a romper tu tabú.
Ahora llevemos esta idea un poco más lejos y examinemos los
componentes de un «no» adecuado. Yo lo llamo «el No Gentil»,
porque pienso que la gentileza es una cualidad a la que muchos
aspiramos. Recuerdo con claridad la primera vez que observé a
alguien hacer este ejercicio, que tuvo un efecto duradero y liberador
sobre mí. Había ido a visitar a un amigo que se encargaba de
organizar el acceso de los medios de comunicación a una importante
prueba deportiva. Mientras me mostraba los estudios y las
posiciones de las cámaras, recibió una llamada en su móvil. «Muchas
gracias por pensar en nosotros —le oí decir con tono sincero—, pero
esta vez debemos rechazar vuestra propuesta. Suerte con la historia.»
«¿Quién era?», le pregunté. «El periódico The Sun —respondió mi
amigo—. Querían venir a hacer unas fotos del estadio con unas
chicas ligeras de ropa para la página tres.» Mi amigo no deseaba que
la gente asociara ese acontecimiento con chicas en topless», pero se
había negado con gentileza. «Estuviste muy cortés» —dije con tono
socarrón. «Los modales no cuestan nada —contestó él—. Y nunca
sabes cuando puedes necesitar un favor.»
He aquí algunos ejemplos de cómo puedes hacer que funcione el
No Gentil:
• Da las gracias a la persona por proponértelo (o «pensar en
ti», como dijo mi amigo). Ni más, ni menos. Si estás al teléfono,
respira hondo y di esta frase en primer lugar. Si estás con la
persona en cuestión, ten calma, mírala a los ojos, sin nervios.
• Expresa tu negativa con educación pero firmeza. Hazlo con
brevedad. Los puristas dirían «No te disculpes nunca, no des
explicaciones», pero creo que disculparse forma parte de una
respuesta gentil, de modo que es importante. Si quieres, puedes
copiar la frase de mi amigo, que es muy buena: «Esta vez
debemos rechazar vuestra propuesta». Si te sirve de ayuda,
puedes ganar tiempo absteniéndote de tomar una decisión al
instante, diciendo que tienes que consultarlo con tu agenda/tu
familia o contigo misma (por ejemplo: «Aún no lo sé; tengo que
comprobar qué voy a hacer este fin de semana/verano, etcétera»).
Si haces esto, conviene que digas a la otra persona que la llamarás
para comunicarle tu decisión y cumplas tu palabra.
• Procura terminar con una nota positiva y de buen rollo. Si
te habían pedido algún tipo de colaboración, puedes sugerir otra
persona que quizá pueda ayudarles. «Este año no puedo
encargarme del puesto de los pasteles, pero a Betty Smith quizá le
interese hacerlo.» No propongas a nadie a menos que creas en la
posibilidad de que esa persona acceda, de lo contrario te crearás
más problemas (cuando Betty Smith te llame furiosa). O puedes
sugerir otra posibilidad diciendo «me encantaría reunirme
contigo dentro de unos meses, cuando esté menos liada». De
nuevo, no lo digas si no es verdad, de lo contrario te crearás más
quebraderos de cabeza. Si realmente no existen otras opciones
(otras personas, otras fechas, etcétera), como puede ser el caso,
piensa en lo que dijo mi amigo y deséales suerte con el proyecto
o di algo agradable como: «Que te vaya muy bien con el evento».
• ¡Sé breve para no arriesgarte a que acaben convenciéndote!
Esto es tan importante que lo he escrito en cursiva y con signos
de admiración. Ya sea en persona o por teléfono, termina la
conversación con rapidez y educación antes de que tu
interlocutor advierta que te sientes culpable e incómoda y trate
de hacerte cambiar de parecer por medio de la razón o la
manipulación.

A Jessica, la colega adorable, la técnica del No Gentil le resultó muy


útil con colegas exigentes. «Empiezo diciendo algo sincero, como
“lamento tenerte que decir que no” o “lamento no poder ayudarte…,
pero no puedo hacerlo porque tengo que atender un montón de
encargos”.» Algunos seguirán insistiendo, pero otros colegas más
razonables comprenderán que es cierto y aceptarán tu negativa.
LA TÉCNICA DEL DISCO RAYADO
Si eres lo bastante mayor para acordarte de cuando los discos de
vinilo eran el único formato de música grabada, quizá también
recuerdes que a veces tus discos favoritos se rayaban y la aguja del
tocadiscos se quedaba atascada en el surco, reproduciendo una y otra
vez el mismo pasaje. En realidad, ocurre lo mismo con los cedés, de
modo que la mayoría de vosotros sabrá a qué me refiero con la
Técnica del Disco Rayado. Básicamente, significa que repites las
mismas palabras una y otra vez a la persona a la que tratas de
comunicar un mensaje claro. La ventaja que tiene es que te ayuda a
conservar la calma e impide que pierdas el hilo de tu discurso.
Es otra técnica que aprendí en las clases para padres. Recuerdo un
juego de rol en el que participé y en el que pedía a mi hijo que se
pusiera los zapatos porque el tiempo se nos echaba encima y
debíamos salir para el colegio. Manteniéndome firme (como una
roca), tenía que decir con calma: «Haz el favor de ponerte los
zapatos, es hora de irnos». El adulto que hacía el papel de mi hijo no
me hacía ni caso y seguía jugando. «Por favor, ponte los zapatos»,
insistía yo, tratando de no modificar el volumen ni el tono de mi
voz. Luego continuaba repitiendo «zapatos» a intervalos regulares,
«zapatos…, zapatos…, zapatos…», como un disco rayado y sin caer
en ese tono apremiante y angustioso que no hace sino agravar la
situación. Con el adulto que hacía el papel de mi hijo dio resultado,
pues se puso los zapatos y yo me sentí muy aliviada. «Ya —pensé—,
al fin y al cabo es un juego de rol, pero con un niño no funcionará.»
Para mi sorpresa, funcionó. No siempre obtenía un resultado
óptimo, pero era un método mucho más eficaz que enfadarse,
ponerse a gritar y acabar por llegar tarde, yo hecha un manojo de
nervios y tratando de tranquilizar a mi hijo, que se ponía a llorar
porque le había asustado.
Muchos de mis clientes emplean esta técnica con éxito y dicen
que es muy útil cuando planifican una conversación difícil. Es
importante cuidar el tono. Evita los sarcasmos, sé amable, muéstrate
comprensiva con la otra persona pero firme.
Jessica me proporcionó el siguiente ejemplo de la Técnica del
Disco Rayado: «Una colega me presionaba para que tomara una
decisión que encajara con su agenda, pero yo tenía que analizarlo
más a fondo y comunicarle mi decisión antes del fin de semana, en
lugar de al final de la jornada. Fue muy divertido, porque creo que
ambas utilizamos la técnica del “disco rayado”. La colega insistió
durante un rato en que necesitaba saberlo ese mismo día, y yo
insistía en que se lo diría antes del fin de semana. En cierto momento
decidí que no quería ceder pero tampoco quería seguir dando
vueltas sobre el mismo tema. De modo que le propuse que siguiera
adelante con el resto del proyecto para no causar retrasos y que le
comunicaría mi decisión antes de que finalizara la semana. Y ella
accedió. ¡Bingo!»
Yo diría que Jessica utilizó una combinación de la Técnica del
Disco Rayado y una actitud creativa para resolver el problema,
logrando con ello un acuerdo satisfactorio. Existen diversas
herramientas de comunicación adecuadas a diversas situaciones; y
cuanto más experimentemos más fácil nos resultará elegir la más
apropiada, ya sea el pequeño destornillador o la motosierra.

Segunda parte del disco rayado: Sortear respuestas


difíciles
El ejemplo de «zapatos…, zapatos…, zapatos» que acabo de
mencionar resulta muy eficaz con niños pequeños, pero con niños
mayores y con adultos se trata más bien de una interacción entre
ambas partes, porque poseen el lenguaje y la lógica para discutir
contigo mientras tú sigues repitiendo la misma frase, sonando más
como un GPS que como un ser humano sosegado y asertivo.
Cualquiera que tenga más de tres años se pondrá a discutir y
tratará de «hacerse» con la situación, como demuestra el ejemplo de
Jessica. Tu interlocutor puede utilizar la manipulación emocional
(«¡pobre de mí!», véase la Subasta del Dolor ver aquí), el estatus
(«soy más importante que tú»), tratar de avergonzarte («otros
podrían hacerlo») o lo que Anne Dickson denomina la «lógica
irrelevante». El truco en este caso es tener en cuenta las respuestas de
la otra persona pero no dejar de repetir tu mensaje esencial. No te
dejes arrastrar por el contenido de lo que te dicen y tratar de
rebatirlo; en lugar de eso, di algo como «entiendo que te sientas
disgustada/presionada/te limites a hacer lo que te manda el jefe…,
pero (añade y repite aquí el mensaje del disco rayado)».
Esto no es tan fácil como puede parecer. Aun así, con la práctica
no tardarás en sentirte segura de ti, al tiempo que adquieres
experiencia y competencia. A lo largo de mi experiencia, he
advertido que una respuesta casi universal a esta técnica por parte de
mis clientes y de los participantes en mis talleres (inclusive las
mujeres de Holloway) es una increíble sensación de
empoderamiento y seguridad en cuanto se producen los primeros
éxitos. Al igual que yo con mi caso de los «zapatos» y Jessica con su
«¡no!», las personas se asombran y se sienten encantadas cuando
funciona, y sólo lamentan no haber empezado a utilizarla antes.
EL SÁNDWICH DE FEEDBACK
El Sándwich de feedback es una técnica que se enseña principalmente
a personas cuyo trabajo conlleva evaluar o valorar ciertas tareas, pero
también personas que nunca han oído hablar de ella suelen mostrarse
encantadas de disponer en su kit de herramientas de una técnica de
comunicación tan útil.
Piensa en la valoración (o la situación en que te encuentres) en
términos de un sándwich, en el que los dos trozos de pan son muy
ricos pero el relleno es a todas luces mejorable. Tu pan está
constituido por las frases positivas que pronuncias sobre la
persona/situación a la que te enfrentas y sus
aptitudes/rendimiento/cualidades, antes de que preguntes sobre el
relleno: «¿Cómo podrías hacer esto mejor?»
Por ejemplo, la clienta a la que me he referido al inicio de este
capítulo que quería explicar a la responsable de recursos humanos su
experiencia con el cursillo de formación que había recibido, había
decidido decir algo como «te agradezco que organizaras un cursillo
de formación para nosotros, pero habría sido preferible que los
monitores se hubieran documentado más a fondo sobre nuestra área
de trabajo. Tuve la impresión de que no conocían bien cuál es
nuestro trabajo. Espero que este feedback te ayude a la hora de
planificar otros cursillos. Si quieres, puede dártelo por escrito». Mi
clienta comprendió que bastaba con utilizar el pequeño
destornillador, junto con alguna que otra sonrisa, respirar antes
profundamente y emplear un tono de voz sosegado. La motosierra se
quedó en el cobertizo y ella se sintió tan animada que cuando tuviera
que exponer otra queja no vacilaría en hacerlo.
¿QUÉ HARÍA METTE?
Tengo una amiga llamada Mette a quien considero un modelo de
asertividad. Como quizás hayas adivinado por su nombre, proviene
de Escandinavia (concretamente de Dinamarca), donde existe una
norma cultural consistente en comunicarse de forma clara y directa.
Veamos un ejemplo de la refrescante espontaneidad de Mette.
Hace unos años, durante las vacaciones estivales, fui a pasar unos
días con mis hijos en casa de Mette y su familia. Una hora después de
haber llegado, Mette me miró a los ojos y dijo: «Hace poco vinieron
unos amigos a pasar unos días con nosotros y estoy harta de cocinar,
de modo que no cocinaré para vosotros. Hay muchos sitios donde
podéis comer, y, por supuesto, todo lo que hay en la cocina está a
vuestra disposición».
Confieso que sus palabras me dejaron estupefacta. Pero ¿tienen
las mujeres el derecho a decir esas cosas?, me pregunté asombrada.
Sin embargo, al cabo de unos días me di cuenta de que lo estábamos
pasando estupendamente y que en gran parte se debía al ambiente
distendido, sin corrientes soterradas de resentimiento, y sin que
nuestra anfitriona emanara una tensión tan potente como gas
venenoso. Yo provengo de una familia cuyas mujeres son unas
cocineras de primer orden que se creen obligadas a hacer alarde de su
pericia e impresionar a las visitas con unos maravillosos platos
caseros y artesanales. Pero, como es natural, el esfuerzo y tensión que
supone elaborar esos platos espectaculares tiene un precio, que a
menudo se traduce en malhumor y una comida impresionante pero
contaminada por el aroma del resentimiento y la ira. Lo cual deja un
mal sabor de boca.
La sinceridad de Mette fue una revelación para mí. Y, desde
luego, todos supimos desde el principio dónde nos hallábamos con
una claridad liberadora. Yo no podría ser nunca como ella (aunque
los Marson creemos que descendemos de vikingos daneses), pero me
gusta pensar en ella cuando me enfrento a situaciones en las que
querría mostrarme más directa, más sincera y más clara. ¿Qué haría
Mette?, me pregunto. Entonces pienso en la respuesta, sonrío y
siento cierto temor, porque suele estar demasiado lejos de donde yo
me encuentro en mi viaje de comunicación para que pueda imitarla.
Sin embargo, luego me planteo, ¿no podría yo avanzar un paso hacia
lo que haría Mette? Esto me resulta muy útil, y mucho más viable. La
imagino con sus divertidos atuendos y su simpático acento y trato de
decir lo que tengo que decir.
¿Conoces a alguna persona como Mette a la que aprecias? No es
preciso que la conozcas personalmente; una de mis clientas eligió a
Katherine Hepburn en sus animosos personajes cinematográficos de
los años cincuenta, mientras que otra eligió a Indiana Jones. Al
margen de a quien elijas, evoca su imagen cuando te enfrentes a una
situación complicada en la que quieras hacer o decir algo distinto a
lo que sería tu respuesta habitual de persona adorable. ¿Eres capaz de
avanzar un pequeño paso para aproximarte a lo que harían ellos?
¿Cómo lo ves y cómo te suena?

CIBERCONSEJO: LOS MENSAJES DE


TEXTO
Y CORREOS ELECTRÓNICOS DE LA
PERSONA ADORABLE
Algunos de mis clientes se comunican principalmente a través del
correo electrónico, de mensajes de texto y de redes sociales como
Facebook, y ahí es donde creen que reside su mayor desafío con
respecto a la asertividad.
En la comunicación a través de esos medios se aplican los
mismos principios, pero sin la metacomunicación del lenguaje
corporal: sé directa y clara. Piensa en lo que quieres decir o pedir y
exprésalo con claridad.
Una periodista independiente amiga mía decidió suprimir en sus
correos electrónicos y mensajes de texto toda palabrería superflua,
chistes y emoticonos a modo de experimento, sobre todo porque
estaba harta de la cantidad de tiempo y esfuerzo mental que suponía
para ella redactarlos. Me dijo que de esa forma se ahorraba tiempo y
problemas, y que tenía la sensación de que los demás la respetaban
más. Asumí una actitud más profesional y los demás respondieron
de igual forma. Creo que temía tener que caer bien a la gente para
que me dieran trabajo, pero en realidad lo que quieren es poder
confiar en que serás capaz de realizar tu trabajo con profesionalidad.
¡No creo que los emoticonos comuniquen eso!

RESUMEN
En este capítulo he descrito algunas herramientas que pueden
ayudarte a comunicar mensajes que te resultan difíciles (por ejemplo
decir no, protestar, fijar límites) con más claridad y seguridad.
• Presta atención a lo que dice tu cuerpo; mantente erguida y
firme. Observa tu tono y recuerda que debes permanecer seria si
quieres que tu mensaje sea tomado en serio (esto no te convierte
en una persona antipática).
• A ser posible, planifica de antemano lo que vas a decir. Procura
que tu mensaje sea claro y conciso; elimina lo superfluo.
• Recuerda «el No Gentil», la técnica del «Disco Rayado» y el
«Sándwich de Feedback».
• Pregúntate qué modelo quieres imitar para reforzar tu
asertividad.
8

Planta cara a tu factor miedo

A hora que tienes unas flamantes herramientas a tu disposición,


estás preparada para el próximo paso: enfrentarte a los temores que
intentan impedir que hagas algo diferente. Te enseñaré cómo diseñar
y poner en marcha unos experimentos conductuales hechos a
medida para ti.
¿Hacías experimentos en tu infancia? Tal vez no tuvieras un juego
de química para niños, pero es posible que mezclaras pétalos de rosa
con agua para elaborar un «perfume» o tierra con agua para hacer
pastelitos de barro que se rompían y desmenuzaban. Pues bien, ha
llegado el momento de conectar de nuevo con el científico que llevas
dentro y adoptar una actitud receptiva y curiosa. A mis clientes les
encanta poder realizar estos experimentos sin tener que juzgarse:
como científico, no actúas ni bien ni mal sino que te limitas a probar
una intuición, una teoría o una hipótesis, y si no funciona, haces
unos ajustes y vuelves a intentarlo. Es ingenioso, creativo y divertido.

¿QUÉ ES UN EXPERIMENTO
CONDUCTUAL?
Los experimentos conductuales constituyen un vehículo de una
increíble potencia para realizar cambios. La idea se originó en la
década de los cincuenta con el movimiento de Psicología
Conductual. He mencionado ya los perros de Pavlov y la idea de una
respuesta condicionada (por la cual los perros aprendían a asociar el
que les dieran de comer con el sonido de una campana, hasta que, al
poco tiempo, el simple sonido de una campana hacía que empezaran
a salivar y a babear aunque la comida no apareciese).
Los humanos no somos distintos. Si tuviste una experiencia
angustiosa en la infancia, eso hace que tus respuestas estén
condicionadas y sientas temor por el mero hecho de asociar algo con
el traumático acontecimiento. De niña me aterrorizaban las arañas,
que me encontraba en abundancia durante nuestras vacaciones
estivales, cuando nos íbamos de camping; sobre todo las veía en los
inodoros de hormigón. En consecuencia, la mera idea de un lavabo
de hormigón de un camping o una bovedilla de hormigón me
produce angustia.
Como he contado en el capítulo 2, el comportamiento de las
personas adorables está regida de forma desproporcionada por el
temor a la ira y la desaprobación. Para evitar estos desagradables
sentimientos en nosotros, tratamos de escapar o impedir que se
produzcan situaciones que puedan provocarlos, como una
confrontación, decir no, negarnos a dar lo que nos piden, etcétera. A
menudo al mismo tiempo potenciamos las conductas que hacen que
nos sintamos seguros, procurando que la gente nos aprecie,
eliminando tensiones y conflictos, mostrándonos de acuerdo con los
demás, etcétera. Pero lo que ocurre es que la predicción del temido
resultado adquiere unas dimensiones desproporcionadas con
respecto a la probabilidad de que efectivamente ocurra, y, lo que es
más importante, con respecto al cálculo de nuestra capacidad de
afrontar el temido resultado, aunque se produzca.
La idea de un experimento conductual, por tanto, consiste en
poner a prueba tus anticuadas hipótesis de forma segura, planificada
y controlada. Por ejemplo, «si digo no a esta persona, se enfadará
conmigo/me cogerá manía y yo no soportaré su ira/desaprobación».
Cuando pones a prueba esta predicción, armada con las flamantes
herramientas y habilidades que hemos examinado en el último
capítulo, estoy segura de que te asombrará comprobar que, aunque
ocurra, eres capaz de sobrevivir al resultado negativo que habías
pronosticado.
A veces nos sentimos atrapados por nuestro miedo al temor y la
única forma de escapar es ver con claridad esas angustiosas
predicciones —a menudo el punto de vista de un niño—, y tener
luego el valor de ponerlas a prueba, empezando por la más
insignificante y menos arriesgada. Así pues, en línea con la teoría de
la Terapia Cognitivo Conductual: modifica tu conducta y podrás
modificar tus pensamientos y sentimientos. Según mi experiencia, es
el método más eficaz de abordar el proceso de cambio, aunque rara
vez nos parece el más sencillo.

NUESTRA JERARQUÍA DE TEMOR


Para superar una fobia (o «temor irracional»), los psicólogos utilizan
a menudo una técnica denominada desensibilización sistemática
(conocida también como Terapia de Exposición Gradual).
Para empezar, creas una jerarquía de la fobia: de lo que menos
temor te produce a lo que más. Para tomar el ejemplo de mi fobia a
las arañas: en la parte inferior de mi jerarquía, con una puntuación de
1, podría ser mirar una fotografía de una araña, mientras que en la
parte superior, con un 10, sería sostener en la mano una enorme y
peluda araña, como una tarántula. Mediante una técnica de
relajación, como la respiración controlada, ascendería de modo
«sistemático» por mi jerarquía de temor, tomándome el tiempo que
me conviniera, exponiéndome a mis temores irracionales y
desensibilizándome ante los estímulos, comprendiendo que las
arañas no me causarán ningún daño y que puedo sobrevivir al temor.
Es una técnica basada en el enfoque «siente el temor pero hazlo de
todos modos», aunque es anterior al libro que Susan Jeffers publicó
con ese título, Feel the Fear and Do It Anyway.

Crea tu propia jerarquía de temor


A continuación te invito a que crees tu jerarquía de temor en torno a
las conductas de la persona adorable que te resultan problemáticas,
en la que el 1 constituye lo más fácil y el 10 lo más difícil o lo que te
inspira más temor (no es preciso que anotes todos los números del
uno al diez). Por supuesto, esto es muy personal: no debes sentirte
avergonzada o ridícula por el hecho de que conozcas personas para
quienes las cosas que tú temes no suponen un problema. Todos
somos distintos y una compleja interacción de nuestro ADN con
nuestras experiencias nos confiere a cada cual una determinada serie
de temores. No existe una jerarquía universal del temor, al igual que
no existe una del dolor emocional.
Ésta es mi jeraquía del temor de hace unos años, cuando empecé
a aplicarme en serio a esta tarea:
1 Pedir a mi pareja ayuda y apoyo.
3 Pedir a amigos ayuda y apoyo.
4 Decir no a personas que no conozco personalmente.
5 Decir no a amigos.
7 Desacuerdos/conflictos públicos/en grupo (por ejemplo en una
tienda, en un club de lectores).
9 Decir no a amigos difíciles.
10 Mostrarme de forma «auténtica» en compañía de otros (por
ejemplo, malhumorada, triste, enfadada) y expresarlo cuando
alguien me hiere.

Jessica, la colega adorable, al comienzo de nuestra terapia redactó una


lista:
1 No decir «lo siento» cuando alguien choca conmigo en el metro.
2 Pedir a alguien que repita algo que no he oído.
3 Decir «disculpa» en voz alta cuando alguien me impide pasar, en
lugar de tratar de pasar sin decir nada.
4 Pedir a la gente que avance a través del vagón del metro.
5 Tomarme mi tiempo para guardar mi billetera después de pagar
en una tienda (esto es, hacer que la cola se espere).
6 Formular una pregunta durante una reunión informal con mi
equipo.
7 No decir «lo siento» cuando ocurre algo en el trabajo de lo que
no soy culpable.
8 Decir «más tarde» cuando un colega me pide algo.
9 Delegar sin pedir disculpas.
10 Decir «no» cuando un colega me pide algo.

El siguiente estadio consiste en idear un experimento para poner a


prueba tu predicción de que sucederá algo malo e insoportable si
llevas a cabo una de las conductas que temes. El experimento te
ayudará a reunir pruebas que demuestren que lo que temes quizá no
sea tan temible como creías, pero que, aunque lo fuera, puedes
sobrevivir al temor. Empieza con algo situado en la parte inferior de
tu jerarquía.

Esta plantilla te ayudará:


• Describe tu experimento.
• ¿Cuál es la predicción/imagen que temes?
• Factor Miedo actual.
• Predicción más realista.
• ¿Qué habilidades y recursos puedes utilizar?
• Factor Miedo corregido.

Posteriormente:
• Resultado.
• ¿Cuál es tu Factor Miedo ahora?
• ¿Qué has aprendido de este experimento?

La ventaja de describir tu predicción es que en muchos casos ha


adquirido unas proporciones épicas y en realidad puede resultar
bastante ridícula. Al analizarla de esta forma, con claridad y
detenimiento, comprendes hasta qué punto es exagerada, y que
posiblemente pertenezca a otro momento en tu historia, quizá a
cuando eras una niña pequeña y desvalida y el imprevisible arrebato
de ira de un adulto o su empeño en hacer que te avergonzaras
resultaba realmente terrorífico. Como diría mi amiga Natalie, una
terapeuta que utiliza la TCC: «Es posible, pero ¿es probable?» Puedes
utilizar esta pregunta para pensar en una predicción más realista y
reducir un poco la puntuación del Factor Miedo. Pondré un ejemplo
personal como ejemplo.

Mi experimento con el vestido


Si observas mi jerarquía de temor, he puntuado con un 7 el hecho de
devolver un objeto a una tienda. De modo que para los fines de este
libro, decidí hacer un experimento con este temor y tomar nota de
todos los pensamientos, sentimientos y conducta que comporta.
En primer lugar describiré los antecedentes. Yo había comprado
un vestido veraniego bastante caro en una pequeña boutique. Es uno
de esos establecimientos que te envía un bonito catálogo por correo,
para que lo hojees durante horas contemplando a las jóvenes e
impecables modelos en unos ambientes maravillosos, pensando,
probablemente de forma subliminal, que si tuvieras uno de esos
vestidos de seda o un jersey de cachemira, todo el mundo te querría,
te sentirías feliz y no tendrías ningún problema.
Mi cerebro racional sabe que es así como funciona la publicidad;
vinculamos el hecho de adquirir objetos con alcanzar nuestros deseos
emocionales. Sin embargo, por más que lo sepas, el tirón emocional
sigue siendo muy potente, en particular si crees que te sobran unos
kilos, te sientes poco atractiva y poco segura de ti misma, como me
sentía yo el día que fui a esa tienda. Así pues, es más que probable
que fuera en busca de una redención basada en el aspecto físico
(véase el mito del Arco de Redención ver aquí) en lugar de una
determinada prenda, y la vendedora, al advertir ese impreciso deseo
en mí, empezó a llevar vestidos al probador, expresándose con
efusividad y de forma muy persuasiva, para que me los probara.
Media hora más tarde, salí de la tienda con un elegante paquete cuyo
contenido sabía que no me favorecía y que apenas me lo pondría,
suponiendo que alguna vez llegara a ponérmelo.
Me llevé el vestido a casa, me lo probé de nuevo y comprendí que
tenía que enfrentarme a la realidad de los hechos y devolverlo a la
tienda. Me parece oír a algunas personas adorables reírse al leer esto,
porque para vosotras no significaría ningún problema. Sé muy bien
que hoy en día muchas personas emplean la táctica de comprar un
montón de prendas, llevárselas a casa, probárselas y devolver todas las
que no les gustan. Quizá si yo hiciera esto mismo a menudo, la idea
de devolver una prenda a una tienda no me parecería tan agobiante,
pero como no tengo esa costumbre, me agobia tener que hacerlo.
En ese momento, mis voces críticas ya habían empezado a
hacerse oír: «Eres patética. ¿Por qué no le plantaste cara a esa
vendedora?» Y «has tirado el dinero; has cometido un estúpido error
y ahora tendrás que pechar con las consecuencias y no comprarte
más ropa de verano». ¡Caray, parecen aún más virulentas cuando las
ves escritas! En especial la última, que no sólo es crítica sino que
pretende avergonzarme y castigarme: ¡debo pagar por mi error no
pudiendo comprarme más ropa de verano!
No obstante, para seguir adelante con el experimento, así es como
rellené el formulario:
• Describe tu experimento: ve a la tienda y pide que te
devuelvan el dinero.
• ¿Cuál es la predicción/imagen que temes?: que la vendedora
se enfade conmigo y trate —con un tono desagradable, crítico y
desdeñoso— de convencerme para que me quede el vestido. Me
tratará a) con frialdad, de forma despectiva y humillante delante
de otros clientes y empleados de la tienda, que estará atestada de
gente, diciendo algo así como «mire, señora, a su edad (con su
peso/figura) es difícil que encuentre algo que le sienta bien», o b)
me gritará y quizá me agreda físicamente, de nuevo delante de un
numeroso grupo de curiosos.
• Factor Miedo actual: 7
• Predicción más realista: quizá la vendedora se enfade, pero
puedo salir de la tienda rápidamente y no volver a verla. Y si se
pone desagradable, pediré hablar con la encargada. Tengo
derecho a devolver esta prenda antes de catorce días.
• ¿Qué habilidades y recursos puedes utilizar? Puedo respirar
lentamente para contrarrestar los síntomas de lucha-o-huida en
mi cuerpo (ver aquí). Puedo utilizar la técnica del Disco Rayado.
• Factor Miedo corregido: 5
• Resultado: Esperé un día, cuando disponía de tiempo y me
sentía razonablemente segura de mí. Fui a la tienda. Sentía una
opresión en la boca del estómago. Se acercó la vendedora que me
había atendido. Y cuando le dije que quería devolver el vestido,
se cabreó. Me di cuenta porque su tono amable y halagador había
sido sustituido por una sonrisa falsa y unos ojos fríos y duros. De
modo que mi predicción había sido acertada, hasta cierto punto.
Creo que es el tipo de establecimiento en el que las vendedoras
cobran una comisión por cada prenda que venden, por lo que
procuran vender el máximo número de artículos, un detalle del
que ya me había dado cuenta la vez anterior. Mientras la
dependienta me dirigía lo que Paddington Bear llama su «mirada
especial», sentí que el temor hacía presa en mí. Respiré profunda
y lentamente varias veces, siguiendo el curso del aire a través de
mi cuerpo con la imaginación (véase ejercicio de respiración ver
aquí), mientras me decía: «Esto acabará pronto y no tienes que
volver a ver a esta persona. No importa que ahora te odie; no
puede hacer nada que te perjudique». Eso me resultó muy útil.
En primer lugar, en cierta medida evitó que me sintiera atrapada
por la intensidad emocional del momento, y segundo, mi
diálogo interno tranquilizador hizo que me sintiera más calmada
y segura (ver aquí).
El resultado fue que me devolvieron el dinero del vestido y salí
de la tienda ilesa y sin sentirme humillada; de hecho, me sentí
eufórica.
• Factor Miedo ahora: 2
• ¿Qué has aprendido para tu próximo experimento?:
Aprendí a estar preparada para la posibilidad de que algunas
vendedoras pueden no tomárselo con calma cuando un cliente
exige que le devuelva el dinero de una compra, que pueden
enfadarse y emplear un tono sarcástico y despectivo, pero que en
tal caso yo sería capaz de enfrentarme a ellas, que esto no sería el
fin del mundo y que sobreviviría. Después de mi experiencia de
devolver el vestido, me sentí tan animada que esa misma semana
devolví otros dos artículos (un dictáfono, dos meses después de
que expirara el plazo de devolución, y un sujetador que no me
sentaba bien que hacía seis meses que había comprado y había
perdido el tíquet de compra). Se da la circunstancia de que
ambas cosas me resultaron sorprendentemente fáciles y sencillas,
pues los vendedores se mostraron comprensivos, sosegados y
razonables. En términos de una desensibilización sistemática
clásica, ahora era capaz de sostener a una araña en la mano.
Quizás aún no a una tarántula, pero sí una pequeña araña, lo cual
demostraba un gran progreso.

Selecciona tus experimentos: ¿Qué es más importante


ahora?
Si acudes al servicio de urgencias de un hospital, en primer lugar la
enfermera efectuará un triaje. Su tarea consiste en valorar la
importancia —literalmente, el peligro de muerte— de la lesión o
enfermedad de cada paciente, y redactar una lista de prioridades
sobre quién debe ser atendido en primer lugar. Ésta puede ser una
forma de pensar útil con respecto a los experimentos conductuales
que deseas hacer: ¿qué es lo más urgente que debes cambiar en estos
momentos? Pregúntate qué te causa más angustia, qué te impide
conciliar el sueño por las noches, qué pesa más sobre tu ánimo. Otra
pregunta importante que debes hacerte es qué te beneficiará más.
Algunas cosas te cuestan un gran esfuerzo, pero quizá no ganes gran
cosa tratando de cambiarlas ahora. Dicho de otro modo, es probable
que el coste sea mayor que los beneficios. No dejes que esto se
convierta en otro «debería», de lo contrario podrías fracasar y tu
autoestima se resentiría.
Te aconsejo que confecciones una lista de las ventajas y las
desventajas para que te ayude a verlo con más claridad. Por ejemplo,
Alison, una mujer encantadora que participó en mi taller, quería
escribir una carta a su madre contándole su experimento conductual.
Quería explicarle por qué se sentía tan dolida por sus juicios de valor
y sus críticas, que ella venía soportando toda su vida. La tarea le
parecía sumamente difícil y angustiosa, y al calcular las posibles
ventajas y desventajas, comprendió que era un experimento muy
arriesgado. Lo más probable es que su madre no estuviera dispuesta a
atender este feedback, y se lo echara en cara adoptando una actitud
defensiva y censurándola por ello, lo cual haría que Alison se sintiera
aún peor y las llevaría a ambas a un callejón sin salida. Le hablé del
Arco de Redención (ver aquí) y le dije que esto había activado mi
«alerta del arco de redención»: su madre no cambiará nunca, a
menos que experimentara un hecho que transformara su vida y se
sometiera a unas sesiones de terapia (o quizás ambas cosas).
Alison reflexionó unos momentos y se le ocurrió otro problema
sobre el que podía hacer un experimento menos arriesgado, pero
más apremiante desde el punto de vista práctico. Quería pedir a
antiguos clientes suyos unas recomendaciones para su nueva web.
Esto la agobiaba, de modo que había ido posponiendo el ponerse en
contacto con ellos. ¿Cuál era la predicción/imagen que temía?
Después de pensar un poco en ello, se rió y dijo: «Que se llamen
unos a otros y digan: “¿Cómo se atreve a pedirnos eso? ¡Qué cara
más dura! Es una incompetente y no se me ocurre nada positivo que
decir sobre ella”». El hecho de describir la imagen que temía
permitió a Alison ver de inmediato lo absurdo que era. «¿Qué
probabilidades hay de que eso ocurra? —le preguntó otro
participante con tacto—. ¿No crees que estarán encantados de
ayudarte si tú les has ayudado a ellos?» «Supongo que sí —respondió
Alison, aunque no parecía muy convencida—. Yo estaría encantada
de dar a alguien buenas referencias, sobre todo si me explican con
claridad lo que necesitan, pues sería muy útil.» «¿Y cuál es el Factor
Miedo?», le pregunté. «Aproximadamente siete», contestó ella.
Alison decidió llevar a cabo un experimento consistente en
escribir un correo electrónico con toda claridad, especificando lo que
necesitaba, pero asegurando a sus antiguos clientes que si estaban
demasiado atareados comprendería que se negaran. «Esto evitará que
me sienta rechazada si se niegan», observó con ironía. «¿Cuál es el
Factor Miedo ahora?», preguntó el grupo. «Ha disminuido unos tres
puntos —respondió Alison—. Ya os contaré el resultado.»
Alison se puso en contacto conmigo una semana más tarde para
informarme de que había enviado un correo electrónico a tres
personas y que todas le habían remitido de inmediato unas
referencias excelentes. «Creo que el hecho de marcarme el objetivo
en tu taller, en presencia y con el apoyo del grupo, fue lo que me
decidió a dar el paso, que de otro modo quizás habría seguido
evitando —dijo—. Mis acciones han hecho que me sienta más fuerte,
lo cual es una cosa muy positiva y me anima a seguir intentándolo.»

Jessica empieza a experimentar…


Cuando conocí a Jessica, la colega adorable, barajamos la idea de
procurar ser «un uno por ciento menos adorable» como
experimento inmediato (ver aquí). Decidió tratar de no disculparse
cuando alguien chocara con ella en el metro. La semana siguiente,
animada por el éxito de la experiencia («la otra persona ni siquiera se
fijó. Oí esa voz crítica en mi cabeza diciendo: “¿Dónde están tus
modales, jovencita?”, que identifiqué con mi tía, a la que no vacilé en
responder»), preparamos una lista de experimentos que realizar de
forma gradual para que Jessica los pusiera en marcha cuando lo
creyera oportuno. El más difícil era negarse a la demanda de un
colega en el trabajo.
Jessica se sentía muy motivada y valiente y empezó a llevar a cabo
los experimentos de su lista; cada éxito la animaba a ascender por su
jerarquía de temor (ver aquí). Ha aquí un extracto de su diario de
terapia, tomado casi desde el principio:

La persona sosegada, paciente, divertida e inteligente que


siempre he deseado ser no aparecerá de la noche a la
mañana. Quizá la clave sea la asertividad. Si soy asertiva,
podré mostrarme serena porque podré pedir lo que
deseo, convencida de que lo merezco. Si creo que soy la
mejor persona que puedo ser, no tendré motivos para
impacientarme.
Y si me siento relajada y serena, podré expresarme de
forma ocurrente en lugar de balbucir y sentirme
avergonzada. Sólo necesito sentir esa calma interior que
me permita pedir algo sin que parezca que me disculpo.
¿Esto es lo primero que conseguiré, o lo alcanzaré
después de practicar un tiempo? Bueno, si se trata de
practicar, ya sé por dónde empezar.

Los éxitos de Jessica al mostrarse más asertiva en el trabajo


propiciaron unos cambios sorprendentes que ella ni siquiera había
incluido en su lista.: consiguió fijar unos límites más claros con su
compañera de piso, asumió un nuevo papel, más estimulante, en su
trabajo, adquirió unas aficiones nuevas y más audaces e hizo nuevas
amistades. Por supuesto, no le resultó fácil ni sencillo. Jessica sufrió
varios reveses y fracasos, y hubo momentos en que se sintió tan
desmoralizada que a punto estuvo de renunciar a su intento de
cambiar. Sin embargo, al tomarse las cosas despacio y sin forzarse,
paso a paso, continuó con el experimento. En los capítulos 9 y 10
volveréis a encontrar a Jessica.

… y Liz también
En el capítulo 3 me referí ya a Liz, la amiga adorable que había
recorrido centenares de kilómetros para asistir a una sesión de
terapia de dos horas que fue «como visitar un spa» porque no estaba
habituada a hacer cosas para ella misma. Esa tarde se marchó con el
firme propósito de marcarse unos experimentos conductuales,
concretamente dirigidos a «decepcionar a los demás y cuidar más de
mí».
El primero lo llevaría a cabo esa misma noche, cuando le dijera a
una amiga que no asistiría al recital de poesía que había organizado
porque deseaba disfrutar con un relajante baño de espuma y cenar
con los niños. A Liz le parecía agobiante pero no imposible, y yo la
animé a acceder a su lado valiente, que era evidente que había
aflorado en numerosas situaciones pasadas y presentes. Al cabo de un
mes me envió un correo electrónico: «Es como si después de mi
primea sesión de terapia alguien hubiera encendido la luz —escribió
—. Me resultó muy útil explorar de dónde provenía mi temor a que
alguien se enfadara conmigo. Al recordar lo mal que reaccionó mi
padre cuando, siendo yo una adolescente, impuse mi criterio frente
al suyo, comprendí por qué hoy en día sigo esforzándome en
complacer a los demás».
Al realizar su primer experimento conductual, Liz me dijo que se
sintió fatal por ello, pero había enviado un mensaje de texto a su
amiga diciendo que lo sentía pero no podía asistir a su recital de
poesía y que ésta lo había comprendido. «Lo curioso es que mi
amiga, con la que puse a prueba mi primera cancelación, me dijo que
le parecía increíble que temiera decepcionarla porque me
consideraba una buena amiga y jamás pensaría mal de mí. Estaba
convencida de que si había rechazado su invitación debía ser por un
buen motivo, no por un capricho. Ambas nos reímos al comentar el
incidente, que estaba muy lejos de mi temida predicción de que mi
amiga se enfureciera y no quisiera volver a verme.»
Liz empezó a experimentar tratando de anteponer sus necesidades
a las de los demás, pero me contó también que en el trabajo había
tratado de modo distinto a una mujer que solía atosigarla. “Yo me
limitaba a asistir a las reuniones sin despegar los labios, tratando de
pasar inadvertida —me explicó—. Pero esta vez llegué temprano y
estuve muy amable con ella. La mujer se mostró un poco
sorprendida, pero respondió de forma positiva. Durante la reunión
sólo hablé cuando tenía algo que decir. Me sentí muy empoderada y
satisfecha de comportarme tal como soy. Durante todo el rato me
repetí: «¿Qué es lo peor que puede suceder?» y «no importa que no
le caiga bien a esa mujer; no es preciso que simpatice conmigo, sólo
necesito hallar la forma de trabajar con ella».
En el capítulo 9 sabrás cómo consiguió Liz reducir sus
compromisos sociales y disponer de más tiempo para dedicarlo a lo
que realmente era importante para ella.
LLUVIA DE IDEAS CREATIVAS SIN
JUZGARLAS
Liz trató de hacer algo distinto, lo cual le resultó sorprendentemente
eficaz. Pero a veces no se nos ocurren otras formas de hacer las cosas
porque nuestros patrones habituales de pensamiento y conducta nos
tienen atrapados.
La lluvia de ideas sin juzgarlas es una técnica que te ayudará a
liberar tu pensamiento y hará que se te ocurran nuevas ideas. Escribe
un problema en la parte superior de un papel. Luego, escribe debajo
lo que te ocurra sobre cómo resolver ese problema. Da rienda suelta a
tu creatividad y anota cada idea absteniéndote de juzgarla. Esto es
importante porque permite que unas ideas en las que no habías
pensado y unas soluciones potenciales esquiven las voces críticas,
siempre vigilantes (véase el capítulo 5). Por ejemplo, si aplicaras esto
en el caso de un niño que tuviera un problema con su profesor y se te
ocurrieran ideas como «envíalo a la luna en un cohete» o «haz que lo
secuestren unos piratas», anotaríais esas ideas con calma, las
examinaríais juntos y decidiríais qué opciones merecía la pena
probar. Puedes puntuar también las ideas de uno a diez, si eso te
ayuda a verlas con claridad.
Así es como la técnica de la lluvia de ideas creativas ayudó a Ella,
a quien conocimos en el capítulo 2.

La (supuestamente) insoportable compañera de piso de


Ella
Ella estaba preocupada porque por fin había encontrado una nueva
compañera de piso después de que, tras un prolongado y tenso
silencio, la última se hubiera marchado. Temía que también con esta
otra compañera las cosas se torcieran y se viera atrapada en otro
desagradable y embarazoso desenlace, lo cual haría que se sintiera
culpable e inquieta por el tema del alquiler. Además, ese episodio
había reactivado sus creencias de la adolescencia de que «si no
encajo, si no caigo bien a las chicas, nunca tendré amigos».
Pedí a Ella que me hablara un poco sobre su nueva compañera de
piso. «Bueno, parece muy agradable, discreta, trabajadora y
respetuosa con el hecho de que necesito mucha tranquilidad y
silencio para estudiar. Pero también Frankie lo parecía al
principio…» Entonces le pedí que compartiera conmigo la imagen
de lo que temía que podía suceder, aunque le pareciera absurda.
Después de reflexionar unos momentos, dijo: «Bueno, me ha dicho
que tiene un novio “ocasional”, y los imagino besándose en el sofá
mientras yo trato de estudiar, o, mucho peor…», Ella hizo una
pausa, como si no fuera capaz de compartir conmigo el horror que
se desarrollaba en su imaginación, «… practicando sexo
ruidosamente en la habitación, impidiéndome conciliar el sueño y
haciendo que me sienta sola e incompetente porque a) no tengo
novio y b) soy demasiado tímida para hacer esos ruidos». Ella me
miró con los ojos muy abiertos, como si no supiera de dónde había
surgido esto. «Y —añadí yo—, el novio ocupará tu baño durante
horas haciendo las cosas que hacen los hombres y metiendo ruido,
tras lo cual se paseará por tu apartamento con una pequeña toalla
enrollada alrededor de la cintura.» Las dos rompimos a reír. «¿Te
parece probable? —le pregunté—. Y, lo que es más importante, ¿qué
puedes hacer ahora para tranquilizarte antes de que ocurra algo que
te coloque en una situación peliaguda?»
Ella me miró perpleja. Me confesó que en su mente no había nada
entre sentirse presa e impotente en la Trampa de la Amabilidad, y las
inevitables y terribles consecuencias que desembocarían en mal rollo
y conflicto.
«De acuerdo, probemos la lluvia de ideas creativas sin juzgarlas»,
propuse. No he conocido nunca a nadie a quien no le atraiga la idea.
Creo que «creativas» y «sin juzgarlas» son términos agradables y
positivos que producen de inmediato una sensación de seguridad y
potencian la energía. A Ella se le ocurrió ir a la biblioteca a estudiar si
su compañera llevaba gente al apartamento, y, si llevaba a su novio, ir
a pasar unos días a casa de unos amigos. Le sugerí que hablara con su
nueva compañera y trataran de pactar unas normas básicas que les
parecieran razonables, por ejemplo: que el novio sólo podía quedarse
en el apartamento los fines de semana.
Ella me miró sorprendida. «No se me había ocurrido, pero me
parece muy razonable.» Este proceso liberó la parte de su cerebro
capaz de hallar soluciones creativas para que se le ocurrieran muchas
otras posibles estrategias. «Sólo estás transfiriendo tus excelentes
habilidades —dije—. En el trabajo eres más que capaz de resolver
problemas, pero con tu compañera de piso, probablemente por
razones que se remontan a tu pasado, no podías acceder a esas
habilidades. Estabas atrapada en un trauma, temor o pánico, lo que
tiende a bloquear nuestra capacidad creativa de resolver problemas.»
Dos semanas más tarde, Ella me informó de que había mantenido
una charla tranquila y distendida con su nueva compañera de piso,
quien había accedido a todas sus propuestas sin la menor tensión.
«Me parece increíble que fuera tan fácil», dijo Ella. Son las palabras
que oigo a menudo cuando las personas empiezan a hacer
experimentos para cambiar algunas cosas. Cuando por fin se atreven
a mantener esa conversación difícil, por lo general (aunque no
siempre) resulta mucho más sencillo y menos estresante de lo habían
supuesto.

SAMANTHA EXPERIMENTA CON SER


MENOS PERFECTA
Algunas personas deciden que sus experimentos más importantes
consisten en tratar de reducir ciertas conductas, en lugar de hacer
algo distinto. Si nos remontamos a la infancia y recordamos los
patrones que examinamos en el capítulo 2, veremos que algunas
personas adorables están obsesionadas con evitar la ira, otras con lo
que puede convertirlos en adictos a la aprobación de los demás, y
muchas de ellas con una compleja combinación de ambas cosas.
Samantha, a quien conocimos en el capítulo 2, decidió
experimentar haciendo menos para conseguir la aprobación de los
demás y comprobar si podía sobrevivir a semejante experiencia. De
joven, le encantaba complacer a su profesora de ballet, una mujer
muy exigente. Más tarde, de adulta, transfirió esta búsqueda de
aprobación a su jefe, trabajando duro muchas horas y asumiendo
muchas responsabilidades. Ahora estaba de baja maternal y había
empezado a transferir esta obsesión a su marido y a su bebé. Sin
embargo, éstos no le habían pedido que lo hiciera, por lo que no se
lo agradecían. Su marido quería que fuera la chica alegre y divertida
que había sido siempre, pero Samantha estaba agotada y
malhumorada como consecuencia de sus esfuerzos por ser la esposa
y madre perfecta, entre los que se contaban planchar un sinfín de
peleles e ir maquillada todo el día.
Juntas, desenterramos la principal regla personal que sustentaba
sus conductas. Era: «DEBO ESFORZARME SIEMPRE AL MÁXIMO, DE LO
CONTRARIO LOS DEMÁS PENSARÁN QUE NO ME ESFUERZO EN ABSOLUTO».
Cuando arrojamos un poco de luz sobre esta regla, Samantha
comprendió que pertenecía a otra persona, probablemente a su
«increíblemente despótica» profesora de ballet, que aspiraba a que se
convirtiera en la bailarina perfecta. «Si yo tuviera esa visión de la
perfección, ¡no creo a que mi marido le apeteciera estar conmigo!
No quiere que sea la mujer perfecta.»
«Además, a medida que nuestra hija se hace mayor, no quiero
contagiarle los mismos complejos que tengo yo. Quiero que cuando
sea mayor venga a contarme sus problemas, y si sabe que yo también
he cometido algunos errores, quizá le resulte más fácil.»
Después de esa sesión, Samantha se esforzó por ser «una esposa y
madre adecuada», en lugar de perfecta. Su primer experimento fue
dejar de planchar peleles, tras lo cual empezó a pasar buena parte del
día sin maquillaje. Me dijo que se repetía a todas horas las palabras
«basta cumplir de forma adecuada» para que le ayudaran a ver las
cosas en su verdadera dimensión.

Los experimentos conductuales que he descrito en este capítulo son


planificados o proactivos. Es un buen punto de partida, porque al
planificar el experimento, muchos de los elementos están bajo tu
control y eso hace que te sientas más segura. Es evidente que no
puedes controlarlo todo por completo, pero cuando hables con tu
compañera de piso, tu jefe o tu pareja probablemente tendrás la
opción de controlar la situación y elegir lo que deseas decirles. Esto,
a su vez, potencia tus habilidades y tu seguridad en ti misma, lo cual
te será muy útil en momentos en que no controles la situación y
tengas que reaccionar al instante ante una persona o circunstancias
difíciles. Y dado que estas cosas pueden ocurrir en el momento más
inesperado —de hecho, lo hacen—, en el capítulo 10 te ofrezco
algunas técnicas que te ayudarán a resolver esas situaciones reactivas.

RESUMEN
Ya tienes algunas ideas sobre cómo diseñar y estructurar tus
experimentos para plantar cara a los angustiosos pensamientos que te
tienen atrapada en una forma perjudicial de hacer (o no hacer) las
cosas:

• Crea tu jerarquía de temor, puntuando las situaciones a partir de


1 (las que menos te agobian) a 10 (las que más te agobian).
• Diseña un experimento conductual alrededor de una de esas
situaciones; selecciona algo de la parte inferior de la escala y
rellena la plantilla (ver aquí) para ayudarte a planear y prepararte
para el resultado más negativo.
• Piensa en las importantes herramientas descritas en el capítulo 7
que puedas utilizar en tu experimento.
• Concédete una recompensa, siéntete empoderada y planifica tu
próximo experimento.
• Prueba una lluvia de ideas creativas sin juzgarlas para obtener
nuevas ideas y opciones.
9

Experimentos Conductuales
Avanzados:
atrévete a decepcionar

C ada vez que menciono esta idea a una persona, me mira con
ojos como platos, estupefacta y un poco preocupada; luego sonríe. Es
una sonrisa de alivio que viene a decir «debe de ser una broma,
porque es absurdo». Sin embargo es algo más que el germen de una
idea importante: el mero hecho de pensar en ella es genial y
contribuye a proporcionarnos más opciones.
¿Por qué aterroriza a las personas adorables? ¿Qué Regla Rígida
Personal sustenta esta negativa a probarla? JAMÁS DEBO DECEPCIONAR
A NADIE, DE LO CONTRARIO… ¿De lo contrario, qué? ¿Qué temor nos
mantiene atrapados en esta forma de vivir tan estresante y agotadora?
Eso significa que debemos apoyar siempre a nuestros amigos
asistiendo a sus cumpleaños, cenas, fiestas, reuniones, recitales de
poesía, exposiciones de arte, actos para recaudar fondos, funciones
infantiles, cumpleaños de los niños, funerales de los padres… Puedes
añadir lo que se te ocurra, la lista es interminable. Y no sólo
acudimos a los eventos organizador por nuestros amigos íntimos
pese a estar enfermos, ocupados o agotados; eso sería (en términos
generales) bastante razonable. No, uno de los pequeños secretos de
las personas adorables es que, debido a nuestra incapacidad para
decir no y a que siempre nos esforzamos en charlar con amigos
excéntricos, aliviar tensiones, reírnos de las anécdotas y bromas de
parientes que se creen muy ocurrentes o divertir al personal con
nuestras anécdotas, solemos asistir también a fiestas y eventos
organizados por personas con las que no nos une una estrecha
amistad, que a veces —dilo bajito— no nos caen demasiado bien,
nos intimidan un poco o nos compadecemos de ellas (o las tres cosas
a la vez). ¿Asientes con la cabeza? Lo suponía. Pero has de saber que,
aunque te parezca mentira, algunas personas, cuando las invitan al
cumpleaños de la recepcionista temporal, se limitan a decir: «Lo
siento, me encantaría, pero no puedo ir» con una sonrisa amable y
sin el menor sentimiento de culpa.
¿Cómo lo consiguen? Tú también puedes conseguirlo. Tendrás
que volver al capítulo 7 para adquirir algunas habilidades prácticas
que necesitas para la tarea que te aguarda, pero de entrada conviene
examinar los patrones de pensamiento que hacen que la idea de
decepcionar a los demás te aterrorice.

DECEPCIONAR NO SIGNIFICA FALLAR A


ALGUIEN
En cierta ocasión comenté a mi supervisora, Lynne, que me sentía
abrumada por la cantidad de nuevos clientes que acudían a mi
consulta de psicoterapia. Lynne, con su habitual estilo práctico y
directo, me preguntó «¿por qué los has aceptado?» ¿No es evidente?,
pensé. Ejercemos una profesión destinada a ayudar a los demás. «No
quería fallarles», respondí con el tono ligeramente defensivo que
solemos adoptar cuando sabemos que ésa no es la respuesta correcta.
«¿Existe alguna diferencia entre fallar a alguien y decepcionarle?», me
preguntó Lynne. Qué pregunta tan extraña, pensé, porque nunca
había pensado en ella. Supongo que puse cara de perplejidad.
«¿Acaso no es lo mismo? —balbucí—. Si alguien se siente
decepcionado, es porque le has fallado. ¿no?»
«Bueno —contestó Lynne—, si hoy al llegar hubieras encontrado
con que yo no había venido debido a una crisis, te habrías sentido
decepcionada, pero yo no te habría fallado aposta porque las
circunstancias escapaban a mi control. En cambio, si yo no me
hubiera presentado sin una causa justificada, te habría fallado.» Esto
me resultó tan novedoso, que me costó asimilarlo. «¿Me estás
diciendo que si rechazo a un cliente en potencia quizá se sienta
decepcionado pero no le habré fallado?» «Puedes recomendarle que
acuda a otro terapeuta de tu confianza, de modo que obtenga la
ayuda que necesita. Y quién sabe, quizás acabarías fallándole por
estar tan atareada que no podrías dedicarle la atención que
necesitaba. Si alguien se siente decepcionado, es una emoción que
debe resolver la propia persona, no es tu responsabilidad. No eres
responsable de las emociones de los demás.»

EMPATIZAR EN EXCESO
Existen muchas razones por las que somos incapaces de decir no a las
demandas y exigencias de los demás. Como hemos comentado en el
capítulo 2, son sobre todo versiones de la Evitación de la Ira y la
Adicción a la Aprobación; el temor al conflicto y el deseo de
mantener la paz a toda costa, el temor a la ira (la tuya y la de los
demás) y el deseo de sentirnos bien con nosotros mismos y que los
demás nos estimen.
Interviene también un componente de empatía: no queremos
decepcionar a los demás porque sabemos lo que significa sentirse
decepcionado. Por tanto, experimentamos una tremenda
culpabilidad por ser responsables de que alguien se sienta dolido.
Para evitar sentirnos culpables, a menudo decimos sí cuando en
realidad queremos decir no. Pero ¿sabemos realmente lo que sienten
otros en una determinada situación? Creemos saberlo, pero en
realidad no podemos saberlo. Sólo podemos suponerlo y hacer
conjeturas, que a menudo se basan en pensar cómo reaccionaríamos
nosotros en esa determinada situación, un concepto que los
psicoterapeutas denominan «proyección» (como proyectar nuestra
película en la pantalla de otra persona). Sin embargo, este concepto
no resulta muy preciso como indicador, porque en nuestra película
hay un montón de nuestra historia, experiencias, temores y dolor.
Así, por ejemplo, tener que despedir a alguien es una cosa que a
mí me disgustaría mucho, porque creo que es lo peor que puede
ocurrirle a alguien. Imaginaría a esas personas sentadas junto a un
cartel que dice «casa en venta», rodeadas de niños vestidos son ropas
harapientas y sosteniendo un platillo para limosnas. Por el contrario,
mi amiga la ejecutiva pensaría que les ofrecía la oportunidad de
realizar su sueño dorado de navegar alrededor del mundo o reciclarse
como artistas circenses. Ella lo vería como una oportunidad; yo lo
vería como una tragedia. ¿Quién de las dos estaría en lo cierto?
Probablemente ninguna, porque cada persona reacciona de forma
singular a un acontecimiento. Por tanto debemos poner en cuestión
lo que imaginamos acerca de la reacción que tendrá la persona a la
que le digamos no o cancelemos un compromiso con ella. ¿Qué
ocurre cuando unos amigos cancelan un compromiso que tenían con
nosotros? A menudo nos sentimos aliviados, por mucho que les
estimemos, porque ese día nos apetecía acostarnos temprano. Así
pues, ¿no podrían sentirse ellos también aliviados? Evita suponer que
conoces su reacción emocional. En última instancia, no eres
responsable de su reacción; sólo puedes ser responsable de la tuya.
Esto no significa que te conviertas en un psicópata amoral que no
siente la menor empatía hacia el prójimo. Haz un experimento
dirigido a reducir un poco tu empatía, y comprueba el resultado. Es
lo único que te sugiero.

OVERBOOKING
Sin embargo, paradójicamente, a menudo las personas adorables
fallamos a la gente porque en nuestra agenda hay overbooking,
precisamente porque somos incapaces de decir no en el momento
adecuado. Para no fallar a nadie, evitamos dar una negativa por
respuesta, por lo que a veces (o a menudo) tenemos la sensación de
estar desbordadas.
¿Te ocurre esto a ti? ¿Escribes en tu agenda entradas referentes a la
tarde del viernes, con diversos bolígrafos, semejantes a estas?:
Ayudar a servir la merienda en el colegio. Pasarme por
casa de X, que da un brindis de despedida. Preparar la
cena para la familia. Quedar con Y para ir al cine.
Procurar ir a la fiesta de cumpleaños de Z para felicitarla.

Al final haces todas estas cosas a disgusto (no disfrutas en el cine


porque piensas en cuánto durarán los anuncios, a qué hora terminará
la proyección, cuánto rato se pasará Y comentando la película,
cuándo podrás marcharte discretamente, cuánto tardarás en localizar
el local donde Z ofrece su fiesta de cumpleaños…), haces sólo algunas
de ellas sintiéndote culpable (has tenido que cenar apresuradamente
y no has podido atender a tus hijos como querías, y sólo te has
quedado en la fiesta unos minutos porque la canguro tenía que
regresar a su casa), o no haces ninguna de ellas porque tu agenda
estaba tan repleta el martes, el miércoles y el jueves, que el viernes te
derrumbas en la cama agotada. ¿Te suena?
Así pues, ¿cuál es la respuesta? De nuevo, se trata de atreverse a
experimentar haciendo las cosas de forma diferente.

DECEPCIONA A ALGUIEN CADA DÍA


Atrévete a poner a prueba tu predicción oculta de que habrá ira,
desaprobación y los amigos te abandonarán en tropel, haciendo que
te sientas sola, sin que nadie te invite a ningún evento, en lugar de
sentir que eres popular, que estás muy solicitada y con una vida
social activa pero a veces —¿a menudo?— desbordada, agotada y
resentida.
La semana que Kirsty dedicó a decepcionar a los demás
Kirsty se ofreció a realizar este Experimento Conductual Avanzado
durante una semana y accedió a compartir el diario de sus intentos
(los nombres propios han sido modificados):

Miércoles. Esta noche tenía tres compromisos porque no quería


decepcionar a nadie y era una cobarde. Tenía que reunirme con
Sean, un viejo amigo que siempre está en casa con los niños y
apenas sale, ir al cine con Marie, a la que hace siglos que no veo
(cosa que me hacía sentir un poco culpable), y luego Paul me
recordó que había prometido asistir a su evento esa misma
noche. Era consciente del problema desde hacía una semana, pero
había postergado contactar con M y con S porque me sentía
culpable, lo cual no hizo sino incrementar mi culpa y mis
autorreproches sobre por qué no les había llamado todavía… Así
que me costó mucha angustia y estrés porque temía
decepcionarlos. Al final envié a ambos correos electrónicos, que
es la salida del cobarde. Lo encajaron bien, pero probablemente lo
hubieran encajado mejor si les hubiera avisado con más
antelación. ¡Tengo que ser valiente e informar a la gente con más
antelación! Ellos lo comprendieron porque son adorables y no se
habrían quejado.

Jueves. Esta noche había quedado con Babs, una amiga en cuya
presencia siempre me siento intimidada, que ha venido por un
asunto de trabajo. A medida que transcurría el día, comprendí
que estaba hecha polvo y tenía que acostarme temprano porque
he trasnochado y bebido demasiado en un evento del trabajo, y
Max me despierta a las seis. Antes, ni se me habría ocurrido
anular un compromiso. Habría hecho algo para reanimarme,
como comer chocolate o darme una ducha antes de salir. Y, una
vez allí, no habría mencionado siquiera que estaba cansada, sino
que habría procurado mostrarme alegre y animada, o lo que
exigiese la ocasión.
Como es la semana dedicada a «decepcionar a alguien todos
los días», decidí coger el toro por los cuernos y aprovechar la
ocasión para hacer algo distinto. Mi Factor Miedo estaba por las
nubes, porque mi amiga es una persona que, tiempo atrás, nunca
vacilaba a la hora de expresar sin ambages su decepción. Es
experta en sumirse en un airado mutismo que hace que se dispare
mi sensible Barómetro del Resentimiento. Estaba tan aterrorizada
que no la llamé hasta las cinco de la tarde. Respiré hondo varias
veces y ensayé lo que iba a decirle. Sentía una opresión en el
estómago y la mano me temblaba. Sorprendentemente, me
contestó el buzón de voz. ¡Qué alivio! Dejé el mensaje. No mentí
y no inventé una excusa. Le dije que estaba demasiado cansada y
quería acostarme temprano. También le dije que esperaba que no
se sintiera decepcionada, pues sabía que había quedado en verse
con otras amigas. Esperé a que ella me llamara, presa del pánico.
No podía centrarme en el cuento que les leí a los niños antes de
acostarlos. Envié a mi amiga un mensaje de texto por si no había
recibido mi recado en el buzón de voz. Por fin, me llamó y…
¡estuvo encantadora! Dijo que no me preocupara, que me
acostara temprano y ya nos veríamos otro día. ¡Fue increíble! ¡Mi
experimento más valiente hasta la fecha! Es increíble que no lo
intentara antes. Esto me ha animado a hacer más experimentos.
Viernes. Respondí con un «No Gentil» a un agente inmobiliario
que se mostró bastante frío, pero luego le envié un correo
electrónico. Mi error fue que, para no ofenderle, había
demostrado demasiado entusiasmo por un piso. Una idiotez;
Paul no se anda con remilgos en estas ocasiones. ¿Qué me
importa no caerle bien al agente inmobiliario? Creo que en el
fondo quiero ser una de sus favoritas…

Sábado. Una clienta difícil en la sala de belleza. No le dije lo que


quería oír, quería que le dedicara más tiempo pero yo tenía que
atenerme a los límites… Un auténtico quebradero de cabeza.
Cuando se disponía a marcharse empezó a contarme la triste
historia de su ruptura sentimental, de modo que yo no sabía qué
hacer. Me sentía mezquina y cruel, pero me atuve a mis límites
(mencioné el nombre de mi jefa para salir del atolladero).

Domingo. ¡Dije no a la gata! No resisto sus intentos de


manipularme cuando se me acerca para que la acaricie: esos ojos
enormes, esos lastimeros maullidos. Siempre pensé que era
incapaz de decir no a la gata, porque se sentirá muy triste y
rechazada. Pero soy alérgica al pelo de los gatos, de modo que
basta que le haga una caricia para que a los diez minutos los ojos
se me pongan rojos y me lagrimeen y la garganta me escueza, de
modo que antepuse mis necesidades a las suyas y la ignoré. De
todos modos, ¿cómo sé lo que piensa y siente la gata? ¡Jacqui
diría que proyecto a la niña que llevo dentro, quien se siente
rechazada en la gata!
La madre de Paul vino a almorzar. Traté de no ser la perfecta
nuera y dejé que fuera él quien le dedicara toda su atención.
Cuando ella empezó a hablar sobre los planes de la familia para
Navidad, le dije que aún no sabíamos lo que haríamos pero que
ya se lo comunicaríamos. Ella, como cabía esperar, me miró muy
cabreada, porque siempre me he mostrado de acuerdo con ella.
Me sentí incómoda. La reacción más desagradable hasta la fecha.

Lunes. Hemos iniciado un nuevo horario de sueño con Max. He


fijado unos límites más claros sobre su hora de acostarse, y
cuando viene a nuestra cama lo llevo de regreso a la suya, con
cariño pero firmeza. Según el libro, esto romperá el hábito dentro
de catorce días. Confío en que así sea, porque es muy duro para
todos. Max se pasó una hora llorando, cosa que me partió el
corazón. Paul está de mi parte, de modo que cuento con su
ayuda.

Martes. ¡La caldera ha vuelto a estropearse! Siento que el


fontanero me ha fallado, aunque he invertido horas y he
compartido muchas tazas de té con él para establecer una relación
entre los dos y que nos trate bien. Estuve un poco seca con él por
teléfono y le dije la verdad, ¡que tenemos un frío polar! Marie me
ha aconsejado que suscriba una póliza de seguro para la caldera
para evitarme problemas y no tener que malgastar energía
mostrándome encantadora.

Después de su semana, pregunté a Kirsty cómo se sentía. «Fue


increíble darme cuenta de lo que soy capaz de hacer. Las personas se
enfadaron menos de lo que yo había supuesto y se mostraron muy
razonables.» Algunas veces me sentí un poco agobiada, pero la noche
que me acosté temprano me procuró la fuerza y energía para tratar de
acostumbrar a Max a otro horario de sueño, lo cual me parece que
me ayudará a conservar la cordura. Le pregunté qué había sido lo
más difícil. «Encararme con mi suegra, sin duda. Le chocó que no
me comportara como un felpudo, como era habitual en mí. Se
produjo una situación bastante tensa; creo que estaba furiosa
conmigo.»
Kirsty y yo estuvimos de acuerdo en que en el futuro se
enfrentaría a más situaciones, porque estaba decidida a no seguir
anteponiendo siempre las necesidades de los demás a las suyas.

PREPÁRATE PARA ¡VUELVE A SER COMO


ANTES!
Lo que a Kirsty le ocurrió con su suegra constituye el fenómeno
llamado Vuelve A Ser Como Antes, que Harriet Lerner ha
documentado a la perfección en su ya clásico libro The Dance of
Anger. Cuando haces algo distinto cambias las reglas, y puedes estar
segura de que las personas que te rodean —a las que sin pretenderlo
has acostumbrado a esperar ciertas cosas de ti— se mostrarán
decepcionadas. Algunas se sentirán dolidas y furiosas, otras lo
expresarán sin rodeos (como el hijo de Kirsty) y otras de forma
indirecta (como su suegra). Pero otras desaparecerán de tu vida al
darse cuenta de que las viejas reglas del conflicto armado han
cambiado y no quieren jugar de acuerdo con las nuevas.
Probablemente todas te demostrarán de una u otra forma cómo se
sienten. Éste es el fenómeno llamado ¡Vuelve a Ser como Antes!
Tú, como es natural, estarás tan hiperatenta a percibir el menor
indicio de esas emociones que has procurado evitar toda tu vida, que
no hará falta que los demás te digan nada, pues el mínimo gesto de
censura en unos labios o unos ojos hará que el detector de peligros
de tu cerebro —la amígdala cerebral— se ponga a funcionar
frenéticamente (véase «El tigre en la mente», ver aquí). Cuando esto
ocurra, cosa que es casi inevitable, procura recordar por qué querías
hacer ese cambio, cuál fue tu motivación. Según las palabras que hizo
célebres el movimiento de derechos civiles: no apartes la mirada del
premio. Es posible que quieras ser un modelo para tus hijos (como
identificó Samantha, ver aquí), o que hayas comprendido que
constituye un camino importante que nos lleva a una óptima salud y
bienestar (como descubrió Amanda, ver aquí).
Trata de no vacilar con respecto a tu nueva conducta asertiva,
porque eso transmitiría mensajes contrapuestos y haría que las
personas (en particular los niños) dudaran ante lo que dijeras. Su
actitud ¡Vuelve a Ser Como Antes! puede incluir manipulación,
hacerte sentir culpable o castigarte de algún modo, como poner mala
cara o retirarte su amor y afecto. Pide ayuda a una amiga de
confianza y procura mostrarte firme, especialmente si el objetivo es
importante para ti. A veces conviene explicar con calma y claridad a
las personas que quieres por qué has cambiado las reglas y expresar
tu convencimiento de que todos saldréis beneficiados. Si crees en tus
motivos, y has interiorizado que tienes derecho a hacer lo que tratas
de hacer, lo más probable es que acabes convenciéndoles.

EL PROGRESO DE LIZ
Liz, la amiga adorable que conociste en el capítulo 3, llevaba más de
un año experimentando con decepcionar a los demás cuando me
puse en contacto con ella para averiguar qué tal le iba. Me envió un
correo electrónico que decía así:

Estoy convencida de que, como consecuencia de la


terapia, han cambiado muchas cosas. En general, me
siento más tranquila y menos estresada que antes.
Aunque no he eliminado por completo el estrés de mi
vida, ahora puedo manejarlo mejor. Comprendí que me
sentía obligada a ver a todos mis amigos con frecuencia y
me replanteé esa necesidad. Decidí «hacer limpieza» con
respecto a mis amistades. Las que quedan son un encanto
y me hacen más feliz, pero ha sido un proceso largo y
duro. Ahora tengo unos pocos amigos íntimos, lo cual es
preferible. Siento que controlo todas mis relaciones en el
sentido de que no me siento presionada ni obligada hacia
ellos.
Lo mejor de todo es mi relación con mis hijos. Es todo
lo perfecta que puede ser. He aprendido a «pasar» de
ciertas cosas y elijo mis batallas con esmero. El resultado
es que nos sentimos más unidos, hablamos mucho,
pasamos juntos más tiempo y sus amigos pasan más
tiempo en nuestra casa que en la suya. A veces aún tengo
la impresión de que no me valoran y cuento hasta diez
cuando la casa está patas arriba, pero prefiero tener una
casa desordenada y una relación impecable que a la
inversa.

Las historias de Kirsty y Liz demuestran cómo llevar a cabo unas


decepciones relativamente obvias a gran escala. Pero ¿y realizar otras
de forma más sutil? ¿Qué ocurriría si eligiéramos no sonreír con
gesto alentador, no reírnos de los chistes y anécdotas que nos
cuenten los demás, no hacerles preguntas interesadas y no intentar
siempre facilitar las cosas? Yo las llamo microdecepciones.

PENNY, LOS HOMBRES Y LAS


MICRODECEPCIONES
En uno de mis talleres, hablamos acerca del concepto de las
microdecepciones y pedí a los integrantes del grupo que expusieran
algunos ejemplos, para que así empezaran a tomar conciencia de
estas conductas. Una mujer dijo que era consciente de que lo hacía,
en particular con los hombres. «No pretendo alardear de nada —dijo
visiblemente turbada—, pero los hombres suelen encapricharse de
mí cuando a mí ni siquiera me atraen. Creo que me he pasado la vida
haciendo lo que describes, pero sin darme cuenta y sin saber que
hubiera otra forma de comportarse.» Penny, una pelirroja y
glamurosa directora de escuela en la cincuentena, se rió abochornada
al darse cuenta de que también ella era así. «Escuchad —dijo,
compartiendo valientemente sus experiencias con el grupo—, me he
casado tres veces porque no quería decepcionar a los hombres que
deseaban casarse conmigo.» No exagero al decir que el resto del
grupo emitió una exclamación de asombro. «Estás de broma, ¿no?»,
preguntó la mujer sentada junto a ella. «Ojalá —respondió Penny
tímidamente—. Mi último marido se declaró el día de San Valentín
en un restaurante impresionante. Cuando me ofreció el anillo de
compromiso, vi la vulnerabilidad en sus ojos, el temor a que yo le
rechazara, y no tuve valor para decirle que no. Cuando le di el sí,
sabía que no quería casarme con él y que no actuaba correctamente,
pero no soportaba ver el dolor y la decepción en su rostro.»
«Caramba —dijo su vecina—. ¿Estás saliendo con otros hombres?»
«De hecho, esta noche he quedado con un hombre que me gusta,
pero no lo suficiente, y estoy pensando en experimentar mostrando
menos entusiasmo, riéndome menos de sus pésimos chistes y
comportarme con más frialdad, ser más auténtica. Aunque sé que me
costará mucho. Es difícil romper un viejo hábito.»
En el capítulo 11 sabremos qué tal le fue a Penny su cita.
Entretanto, aquí tienes otro Experimento Conductual Avanzado.

OFRÉCETE MENOS:
QUÉDATE CRUZADA DE BRAZOS
¿Puedes intentar quedarte cruzada de brazos y no ofrecerte como
voluntaria cuando es preciso echar una mano (y a veces cuando ni
siquiera lo es)? ¿Cuántas Reglas Rígidas Personales romperás si
cuando crees que es necesario que te ofrezcas no lo haces? Puesto que
los demás siempre tendrán necesidades, la demanda es inagotable.
Pero ¿dónde encajan tus necesidades en esta creencia?
Hace poco yo misma me vi en esta situación. Esperaba el autobús
de la línea 46 cuando se produjo un pequeño drama. Una mujer se
acercó corriendo, con gesto angustiado, y preguntó a quienes estaban
haciendo cola adónde se dirigía el autobús y si tardaría en llegar. Al
cabo de un minuto vi que ella y otra mujer que estaba en la cola se
situaban en el centro de la calzada, agitando la mano frenéticamente
para detener a un taxi. Mientras yo permanecía sentada en un banco
de madera detrás de la parada del autobús, tomándome un café en un
vaso de cartón y gozando de la calidez del sol (raro en esta época del
año) sobre mi pálida piel (véase «Califica tu jornada», ver aquí), sentí
que la tensión invadía mi cuerpo. Sentí la ansiedad de las dos
mujeres A y B mientras trataban de parar un taxi. El lenguaje
corporal de ambas era tenso y desesperado. Empecé a forjar una
historia sobre lo que veía: la mujer A tenía que llegar a un sitio con
urgencia, y la mujer B trataba, en vano, de ayudarla. Sentí que mis
circuitos neuronales típicos de una persona adorable empezaban a
iluminarse en mi cerebro, diciéndome, ¡Ayúdalas! ¡Haz Algo! Pero
en lugar de hacerlo respiré hondo varias veces y me pregunté: «¿Qué
puedes hacer tú que no estén haciendo ellas?»
Me concentré intensamente en las sensaciones físicas de aquí y
ahora —el sabor de mi café, la calidez del sol—, para tratar de
calmarme. Cuando levanté la mirada, la mujer A se había marchado,
probablemente después de encontrar un taxi u otra solución. Fuera
lo que fuere, no necesitaba mi ayuda.
No te involucres. Quédate cruzada de brazos.

CÓMO PEDIR AYUDA


Es habitual que, en contrapartida a nuestro desmedido afán por
ayudar a los demás, inducido por las creencias y conductas que ya
hemos descrito, nos cueste un esfuerzo sobrehumano pedir ayuda
cuando somos nosotras quienes la necesitamos. He incluido esto en
los Experimentos Conductuales Avanzados porque, en muchos
aspectos, para muchas personas adorables puede ser lo más difícil.
¿Te estremeces al leer esto? ¿O quizás ibas a saltarte esta sección
porque no quieres pensar en ello?
Muchas veces mis clientes me cuentan que les resulta imposible
pedir ayuda. Los motivos más frecuentes son diversas versiones de
las Reglas Rígidas Personales, como: DEBO SER FUERTE,
AUTOSUFICIENTE E INVULNERABLE EN TODO MOMENTO. Cuando les
pregunto cómo se sentirían si pidieran ayuda, aparece siempre el
lado opuesto de la regla: SI PIDO AYUDA ME CONSIDERARÁN DÉBIL,
FRÁGIL Y VULNERABLE; LOS DEMÁS QUIZÁ SE APROVECHEN DE MÍ Y ESTARÉ
EN DEUDA CON ELLOS. Otras reglas comunes suelen ser versiones del
control y el perfeccionismo, que por lo general se sustentan en una
ansiedad no diagnosticada; por ejemplo: es inútil pedir a alguien que
me ayude porque no podrá hacerlo como es debido: es más rápido y
más sencillo procurar arreglármelas yo misma/mismo.
Esta forma de pensar fomenta el resentimiento, el victimismo, el
aislamiento y la creencia de que «estoy sola/solo con todas estas
responsabilidades y nadie puede ayudarme».

La historia de Susie
Recordarás a Susie, del primer capítulo, que fue criada junto con sus
cinco hermanos por una madre viuda que tenía tres trabajos para
redondear los ingresos. La regla tácita de la familia era: no cuentes a
nadie tus cosas ni pidas ayuda a nadie; formamos una piña y nos las
arreglaremos solos. Susie había mantenido esta regla durante su vida
adulta, y aunque no tenía reparos en pedir a sus hijos que echaran
una mano (como habían hecho ella y sus hermanos), rara vez
confiaba sus problemas a nadie y jamás pedía ayuda a los demás, a
menos que pudiera recompensarles de alguna forma.
Durante varios meses, trabajamos sobre esto en mi consulta.
Susie, una mujer muy perspicaz, no tardó en darse cuenta del vínculo
existente entre el hecho de sentirse emocionalmente aislada porque
nadie lo sabía o la comprendía y el hecho de no compartir con nadie
sus sentimientos y pensamientos acerca de que le flaqueaban las
fuerzas pero trataba de arreglárselas ella sola. «¡Todos piensan que
soy una Superwoman omnipotente!», se quejó. «Pero ¿por qué
piensan eso? —le pregunté—. Sólo tú puedes atreverte a contarles la
verdad, que eres un ser humano con problemas como todo el
mundo.» Aun así, a Susie le parecía demasiado arriesgado y no se
atrevía a hacerlo. Sabía que era porque a la niña que llevaba dentro le
aterrorizaba romper las reglas familiares; en cierto aspecto, le parecía
encontrarse entre la vida y la muerte, pero era difícil persuadir a la
niña que llevaba en su interior para que permitiera que su yo adulto
se atreviera a dar el paso.
Animada y apoyada por nuestro trabajo durante las sesiones de
terapia, Susie empezó a exponerse a estos importantes riesgos.
Entabló amistad con otras dos madres y empezó a revelar aspectos de
su verdadera personalidad que hasta entonces había mantenido
ocultos. Asimismo, les pidió que le hicieran el favor de recoger en el
colegio a sus hijos un día a la semana, para poder así seguir un
cursillo de educación para adultos que era importante para su
necesidad de expresarse.
El progreso de Jessica
La ética familiar de Jessica, la colega adorable, consistía también en
valerse por sí misma y no pedir ayuda a los demás. Se sentía
vulnerable y ridícula cuando tenía que hacer alguna pregunta en el
trabajo, porque pensaba que debía conocer la respuesta o ser capaz
de arreglárselas ella sola. Pero mientras ascendía valerosamente por
su jerarquía de temor (véase capítulo 8), un día comprendió que
tenía que pedir a su jefe que la ayudara a fijar unos límites y a decir
no a los colegas que le exigían cosas que no eran razonables. No
podía hacerlo sola. He aquí otra entrada de su diario de terapia:

Hablar con mi jefe con toda franqueza fue un paso


importante. Le dije que me costaba negarme a ciertas
demandas y fechas tope que no me parecían razonables.
Eso me angustió, porque era como criticar a los colegas
que acudían a nosotros con encargos de última hora.
Pero mi jefe me dijo que tenía razón. Sugirió que tratara
de mostrarme firme utilizando mi criterio y, si eso no
daba resultado, que acudiera de nuevo a él. A veces, el
mero hecho de saber que estaba sentado junto a mí
cuando venía alguien a pedirme algo me animaba a
mostrarme firme y utilizar mi propio criterio.

Pregunté a Jessica cómo se había sentido cuando tuvo que empezar a


negarse a las demandas de sus colegas. «Al principio me ponía muy
nerviosa —me dijo—. Pero con el tiempo me resultó más fácil. Creo
que ahora la gente está más acostumbrada a la posibilidad de oír un
“no”.» Sonrió y dijo: «¿Sabes qué fue lo más sorprendente? ¡Que la
mayoría de veces encajaron mi negativa sin problemas!»
¿Adónde te llevará esta idea?
En realidad, no tienes que decepcionar a alguien todos los días. Y,
por supuesto, no debes inventarte unas decepciones sólo para
convertirte en la alumna estrella y la primera de la clase. Yo creé la
idea para hacerla memorable, y al parecer aporta un elemento
divertido a unos retos que pueden parecer insuperables y aterradores.
Una amiga me ha dicho que a menudo, cuando se encuentra en un
atasco de tráfico, piensa en esa idea, lo cual le hace sonreír porque el
papel que ella misma se ha asignado es el de cuidar emocionalmente
de las personas y hacer que se sientan felices, ¡sin decepcionarlas
jamás! Pero dice que le proporciona una sensación de posibilidad, de
que las cosas pueden ser distintas, que no se convertirá en una bruja
o en una malvada si de vez en cuando intenta hacer algo distinto.
«Incluso he empezado a no dejar que por norma todos los
conductores se cuelen frente a mí», añadió sonriendo.
Recuerda: el hecho de haber empezado a prestar más atención y
cuidado a tus propias necesidades no te convierte en una persona
malvada o egoísta. No tardarás en descubrir que lo que das lo haces
de forma más generosa y sincera, lo cual es mejor para todos.

RESUMEN
En este capítulo hemos examinado otros experimentos destinados a
eliminar tus viejos patrones de pensamiento y conducta propios de la
persona adorable:
• Existe una diferencia entre fallar a alguien y decepcionarle. No
eres responsable de las emociones de los demás.
• No puedes adivinar la reacción de otras personas. Quizá se
sientan aliviadas de que anules una cita porque en realidad
querían acostarse temprano.
• Prepárate para la posibilidad de que la gente, mediante una serie
de complejas comunicaciones directas e indirectas, trate de
obligarte a caer de nuevo en la Trampa de la Amabilidad.
Procura mantenerte firme y centrada en los motivos que te
indujeron a cambiar.
• No te ofrezcas siempre para ayudar a los demás, quédate de
brazos cruzados y no te apresures a presentarte voluntaria.
• Experimenta con compartir tus vulnerabilidades con personas en
quienes confías y pídeles ayuda, tanto emocional como práctica.
10

Prepárate para lo imprevisto

C uando hayas probado algunos experimentos conductuales (e


incluso algunos Experimentos Conductuales Avanzados) confío en
que empieces a sentirte más segura y capaz de enfrentarte a
situaciones y personas difíciles, diseñando una estrategia y poniendo
en marcha un plan. Yo lo llamo conducta proactiva porque, en cierta
medida, controlas la situación y diriges la interacción. Tomemos mi
experimento de devolver un vestido a la tienda (ver aquí); pude
controlar el día y la hora en que hacerlo, esperando, teóricamente, al
momento en que me sintiera lo bastante fuerte para afrontar una
situación que me agobiaba. No podía controlar cómo reaccionarían
los demás, pero una vez establecido mi plan, había analizado cómo
yo respondería a diversas eventualidades, incluso la visión que había
imaginado de una pelea física en toda regla (algo así como una
reyerta hollywoodiense en una cantina), y había seleccionado y
preparado las herramientas adecuadas para la ocasión.

ESTRATEGIAS DE EMERGENCIA
Muchas de nuestras interacciones más difíciles en la vida son
reactivas: son totalmente espontáneas e inesperadas y estamos
obligados a reaccionar en el acto frente a otras personas, y a veces a
sus poderosas emociones. Pero incluso cuando se dan circunstancias
imprevistas, podemos utilizar unas estrategias que nos ayuden a
resolver el problema.
Empezaré por algo sencillo, pero muy eficaz. El poder de nuestra
respiración para propiciar un cambio. Puede parecer un poco
simplista, pero he podido comprobar el poder transformador de la
respiración prestándole una atención plena, y quiero compartirlo
contigo. Aquí tienes un ejemplo que ilustra el proceso.
Hace poco estuve en Holanda para dirigir un taller de formación
para personas de diversas nacionalidades. Una de las delegadas
mostraba un aspecto adusto y malhumorado, como si le fastidiara
estar allí, como si prefiriera estar en otro lugar que en esa sala sin
ventanas en uno de los últimos días soleados del verano. Me miró
con cara de pocos amigos y me informó, con tono áspero y
desabrido, que tenía que sentarse en la primera fila porque estaba un
poco sorda y que tendría que levantar la voz para que pudiera oírme
(creo recordar que yo aún no había dicho una palabra).
Después de explicarles durante diez minutos el material que
íbamos a utilizar, me detuve para pedir al grupo que me
proporcionara algún feedback al respecto. Olga, la delegada difícil,
me espetó: «No he oído una palabra de lo que has dicho». «De
acuerdo —respondí, sintiendo que el temor hacía presa en mi
cuerpo, pero esbozando una sonrisa forzada (que dudo que se
reflejara en mis ojos)—. ¿Puede alguno de vosotros resumir para
Olga lo que acabamos de hacer?» Antes de que alguien pudiera
responder, Olga soltó: «No es necesario. Ya lo sé. Mi hobby es la
psicología. No hay nada que puedas enseñarme».
Ahora, al escribir esto, me río, pero en esos momentos sentí
deseos de romper a llorar y salir corriendo. O quizá propinarle un
bofetón. La reacción de lucha, huida, inmovilidad —la respuesta
fisiológica del cuerpo al advertir una amenaza (ver aquí)— es
instantánea. Sentía una opresión en el estómago debido a la ansiedad,
los músculos de mis hombros se crisparon y tenía la boca seca. El
detector de amenazas de mi cerebro, la amígdala cerebral, se había
disparado como la alarma de un coche que no puedes pasar por alto:
«¡NAA NAA NAA! ¡Sal de aquí! ¡Abandona de inmediato el
edificio! ¡No te detengas para recoger tu bloc! ¡Esto es una amenaza!
¡Puedes morir!» (Cuando estudiaba periodismo, me enseñaron que
no debía utilizar nunca signos de admiración, pero estoy convencida
de que la amígdala cerebral nos habla en un tono apremiante.)

EL TIGRE EN LA MENTE

Durante millones de años, antes de


que los humanos desarrollaran las
partes cerebrales relativas a las
funciones cognitivas superiores
como pensar, planificar y resolver
problemas, la amígdala cerebral
funcionaba como un detector de
amenazas ultrasensible para
ayudarnos a sobrevivir y transmitir
nuestros genes. Por ejemplo, si
nuestros ancestros prehistóricos
vislumbraban a lo lejos un
movimiento en la sabana que
indicara la presencia de un
predador como un tigre de dientes
de sable, la amígdala cerebral se
disparaba, haciendo que se pusiera
en marcha lo que ahora llamamos
respuesta al estrés: se producía una
descarga de adrenalina en nuestro
cuerpo, el corazón nos latía con
fuerza, bombeando sangre a las
extremidades dispuestas a pelear
con el tigre (lucha), echar a correr
para ponernos a salvo (huida) u
ocultarnos entre la maleza
(inmovilidad).
A los clientes les parece útil saber
que nuestras respuestas al estrés
están regidas por algo sobre lo que
tenemos muy poco control, pero si
pensamos en ello en términos
evolutivos tiene sentido.
Hoy en día, los humanos somos
unos seres muy evolucionados
dotados de unas complejas
funciones cognitivas. No tenemos
que estar siempre pendientes de
que haya un animal salvaje
rondando cerca. Aun así, nuestra
eficiente amígdala cerebral
permanece siempre alerta para
detectar el menor signo de peligro,
aunque esas amenazas suelen
presentarse en forma de
pensamientos. Son tigres que están
en nuestra mente, en lugar de en la
sabana.

En mi taller de formación, no se produjo una situación de peligro


físico real con Olga, pero yo sentí su ira, que de inmediato activó mi
respuesta al estrés.
Cuando nos hallamos atrapados en esta reacción fisiológica, es
casi imposible pensar con calma y lógica, porque la amígdala domina
el cerebro y las partes responsables de la función cognitiva están
afectadas o bloqueadas. «¡No puedo pensar con claridad!» gritas (o
piensas), y en realidad suele ser así. Para utilizar de nuevo la metáfora
de la alarma del coche, cuando la alarma se dispara desactiva las
funciones de la llave del coche, de forma que nadie puede montarse
en el vehículo o arrancar el motor para marcharse. Del mismo modo
que el coche no se pone en marcha, tampoco puede hacerlo nuestro
cerebro pensante.

La clave está en la respiración


Insistiré en la idea sencilla pero extremadamente eficaz del poder de
nuestra respiración. Al centrarnos de modo consciente en nuestra
respiración, prestando atención a la forma en que inspiramos y
espiramos aire, podemos desactivar el poder de la alarma del coche
que tenemos en el cuerpo, cuya antigüedad se remonta a varios
siglos, y acceder a las partes pensantes de nuestro cerebro.
Se trata, básicamente, de aproximarte al coche, cuya escandalosa
alarma no deja de sonar (NAA, NAA, NAA), respirar hondo tres
veces y la llave volverá a funcionar; la puerta se abrirá, el motor
arrancará y podrás dirigirte a tu destino. Esto requiere cierta práctica,
pero es increíblemente eficaz. Quizá te parezca que dura una
eternidad, pero en realidad basta con que respires de forma pausada,
profunda y consciente, lo cual lleva sólo unos segundos y te
permitirá librarte de los terrores producidos por el tigre en tu mente
y acceder con calma a las partes de tu cerebro capaces de resolver
problemas.
En el caso de Olga, recordé el poder de mi respiración. Empecé a
respirar de forma lenta y consciente. No me refiero a que fijara la
vista en mi estómago, pero era consciente de mi respiración —la vi
en mi imaginación, por decirlo así—, y sentí que mi abdomen se
contraía y expandía contra la cinturilla de mi pantalón mientras
respiraba profundamente. Luego sonreí a Olga y comprendí que
detrás de su semblante adusto que me intimidaba, probablemente
ella también estaba asustada.
Según un concepto en psicoterapia, nuestras conductas se
presentan en pares recíprocos, de modo que Olga podía: temer-
atemorizarme. Sólo podemos acceder a nuestra empatía hacia una
persona que nos infunde temor cuando la amígdala cerebral (la
alarma del coche) ha sido desactivada, pues la empatía es una función
cerebral superior que no funciona cuando estamos atrapados en la
reacción de lucha o huida. Una vez desactivada la alarma del coche
respirando profundamente, pude acceder a mi respuesta empática.
Debido a mi experiencia con algunos clientes con problemas de
sordera, comprendí que probablemente era ése el origen de la
ansiedad de Olga, así que traté de tranquilizarla asegurándole que sus
conocimientos serían muy útiles y pidiéndole que me echara una
mano si había pasado por alto algunos pormenores importantes.
Ahora bien, al margen de lo que opines sobre mi solución y de
que la tuya quizás hubiera sido distinta, lo importante aquí es que
logré acceder a cualquier habilidad capaz de resolver problemas y
sortear una situación difícil. Curiosamente, mi solución funcionó y
Olga se convirtió en mi ayudante honorífica y fan, iniciando los
aplausos al término del taller.
EJERCICIO DE RESPIRACIÓN

En primer lugar, presta atención a


tu respiración. Inspira y espira
durante unos momentos de forma
atenta y consciente. A ser posible,
apoya suavemente una mano en el
estómago para sentir cómo se
expande y contrae. Cuando inspires
se expandirá y cuando espires se
contraerá. El hecho de concentrarte
en tu respiración, sin tratar de
modificarla, hará que prestes
atención al momento presente y te
distraerá de cualquier pensamiento
perjudicial que esté rondando tu
cabeza haciendo que te sientas
ansiosa y tensa.
Para llevar esto un poco más
lejos, ralentiza el ritmo de tu
respiración prolongando
suavemente las inspiraciones y las
espiraciones. Conviene inspirar
mientras cuentas hasta tres, y
espirar mientras cuentas hasta
cinco. Esta técnica se denomina
«respirar en tres-cinco tiempos», y
es muy eficaz para ayudarte a
sentirte más tranquila y permitirte
pensar con claridad.

Temor a la ira
Como vimos en el segundo capítulo, nuestro temor a la ira suele
remontarse a la infancia, cuando estábamos relativamente inermes
frente a la ira de las personas que nos rodeaba. De niños dependemos
de los adultos que cuidan de nosotros, y si su ira nos lastima o nos
asusta, apenas podemos hacer nada al respecto. De las respuestas a
una amenaza que hemos examinado, cuando eres un niño que
depende de personas adultas la de lucha o huida no es una solución a
largo plazo, y probablemente la de inmovilidad es la defensa menos
eficaz. El carácter imprevisible de un arrebato de ira significa que la
«solución» del niño a menudo consiste en tratar de controlar lo
único que puede controlar —su propia conducta— con el fin de no
«provocar» a la persona imprevisible. Así suele iniciarse el patrón de
los niños adorables que se convierten en adultos adorables,
hipersensibles al menor signo de un arrebato de ira en los demás y
expertos en controlar —o reprimir— la suya.
Conviene recordar que en muchos casos tu respuesta al temor es
la misma que cuando eras una niña de corta edad e impotente, y que
resulta desproporcionada con respecto a la presente amenaza y a tu
capacidad como adulta de enfrentarte a ella. De nuevo, la responsable
es la amígdala cerebral: almacena viejos recuerdos de hechos
amenazadores y no tiene sentido del tiempo. De modo que, por
ejemplo, cuando vi a Olga apretar los dientes y entornar los ojos, mi
amígdala cerebral (la alarma del coche) reaccionó como si yo tuviera
tres años y fuera a recibir una bofetada. Detrás de muchas de nuestras
reacciones se oculta el Terror Infantil (ver aquí). Racionamos
«históricamente», no en el presente.

Céntrate en el momento presente


He comprobado que la técnica de mindfulness para centrarte en el
momento presente constituye un antídoto muy eficaz contra al
Terror Infantil. La idea consiste en utilizar tus sentidos para regresar
al presente, experimentar el aquí y ahora mediante el tacto, el gusto,
el olfato, el oído y la vista. Procura sentir el suelo bajo tus pies, te
ayudará a centrarte. A mis clientes les han resultado también muy
útiles para centrarse estas otras ideas:
• Toca una joya que lleves, en especial si tiene un significado
sentimental porque te dio alguien a quien quieres.
• Toca el tejido de la ropa que llevas.
• Aspira tu perfume.
• Bebe un sorbo de agua.
• Presta atención a tu respiración.
Cualquiera de ellas puede funcionar para conseguir que te centres y
regreses al momento presente.

REAR — Respirar, Encomiar, Aceptar, Respetar


Esta técnica se basa en la idea de utilizar el poder de tu respiración
para ayudar a neutralizar los repentinos sentimientos de temor y
avanzar un paso más allá, orientándote para que puedas desarmar a la
persona que te infunde miedo de forma que ésta se sienta segura y tú
no te sientas agredida.
Mi colega Val Sampson y yo creamos el acrónimo REAR cuando
dirigíamos unos talleres basados en su libro Tantra. El libro del
placer total. Lo diseñamos pensando en parejas con problemas en su
vida íntima a las que agobiara la perspectiva de hablar de ello y por
consiguiente no hablaran de los temas que podían transformar su
relación.
El propósito era que «REAR» se convirtiera en una palabra fácil
de recordar en momentos de temor y estrés, evocando el significado
de por lo menos las dos primeras letras; eso podía bastar para salvar
la situación. Tanto Val como yo hemos enseñado la técnica de REAR
a muchos clientes. que la han utilizado como herramienta cuando
debían enfrentarse a un gran número de personas y conversaciones
difíciles, siempre con resultados muy positivos.

R significa respirar
La respiración no sólo puede sacarnos de la respuesta de lucha, huida
o inmovilidad, cargada de adrenalina, y permitir que accedamos a las
partes pensantes, más serenas y racionales del cerebro. También
puede minimizar los poderosos signos no verbales que emitimos
cuando estamos angustiados. Como he mencionado antes, los
estudios muestran con insistencia que sólo una pequeña parte de
nuestra comunicación es interpretada a partir de las palabras que
utilizamos, en contraposición al tono de voz y, en particular, a
nuestro lenguaje corporal (ver aquí). Eso proviene en gran medida
de la microcomunicación no verbal del rostro, en particular los ojos.
A menudo, cuando sabemos que vamos a decir algo difícil a nuestra
pareja o respondemos a ésta diciendo algo que resulta difícil oír,
mostramos una gran tensión en el rostro porque estamos ansiosos, y
nuestra pareja capta esas potentes indicaciones no verbales. Por
desgracia, muchas señales faciales indicativas de ansiedad son muy
semejantes a las que indican ira; podemos tener la mandíbula
crispada, lo cual nos da un aspecto enfurecido, el entrecejo arrugado
y las pupilas contraídas en unas pequeñas motas, dando a nuestro
semblante un aspecto duro, frío y hostil. De modo que nuestra pareja
(o amigo/jefe/hijo/padre/colega) puede pensar que estamos
enfadados y, en un nanosegundo, su amígdala cerebral habrá
provocado que su cuerpo adopte de forma subconsciente una actitud
defensiva o de ataque (lucha o huida).
Respirar de forma consciente para eliminar la tensión de nuestro
rostro antes de hablar, o responder, contribuirá a suavizar los signos
no verbales que transmitimos. Al hacerlo, procura no apretar los
dientes, mueve la mandíbula para aliviar la tensión y, a ser posible,
mírate en un espejo para ver qué mensaje transmite tu rostro. (La
mayoría de las personas se sorprenderían si pudieran verse en un
vídeo mientras sostienen una conversación difícil.)

E significa encomiar
Encomiar significa alabar con encarecimiento. La idea es que, si
decimos algo de veras elogioso a la persona difícil o en la situación
difícil, contribuimos a que se sientan seguras y no adopten una
actitud hostil, defensiva o agresiva. No se trata de manipular a nadie,
así que no es necesario decir algo que no sientes sólo para darles
coba. Intuirán tu falta de sinceridad y te saldrá el tiro por la culata.
También es útil que digas algo específico y descriptivo, en lugar de
general. Por ejemplo, es preferible que digas a tu pareja algo como
«me encanta cuando nos acurrucamos en el sofá y vemos las noticias
por la noche», en lugar de «ya sabes que te quiero».

A significa aceptar
Aceptar significa escuchar con toda tu atención, sin suspirar,
interrumpir o arquear las cejas. Cada uno sostendréis vuestra propia
verdad sobre una determinada situación, y por tentador que sea
enzarzarse en una pelea verbal —«¡procura ver mi punto de vista!»,
«¡no, procura tú ver el mío!»—, ese tipo de batallas dañan
gravemente cualquier relación, ya sea en casa o en el trabajo. Cuando
aceptes que la otra persona tiene una verdad distinta a la tuya —y que
tiene derecho a tenerla—, podrás empezar a resolver los problemas
de forma útil y respetuosa.

R significa respetar
Es increíble la falta de respeto con que hablamos a la gente que nos
rodea. Una de las más habituales es apuntar al interlocutor con el
dedo (literal o metafóricamente) y acusarle de algo empezando con la
palabra «tú» —«tú nunca haces X», «tú siempre dices Y», «tú eres un
Z»—, por lo general en un tono entre antipático y desdeñoso.
Antes de abrir la boca para decir algo, pregúntate: ¿voy a señalar,
avergonzar o culpar a esa persona? En lugar de ello, resume tus
pensamientos en una frase que exprese tus sentimientos y empiece
con la palabra «yo».
Permite que comparta contigo un ejemplo que sucedió en uno de
nuestros talleres. Una mujer nos contó que al empezar un fin de
semana que su marido y ella habían aprovechado para pasar unos
días fuera y celebrar su aniversario de bodas, abrió el regalo que éste
le hizo y se encontró con un minúsculo vestido de vinilo. Nos dijo
que le asaltaron unos intensos pensamientos y sentimientos
negativos hacia su marido: ¿cómo había sido capaz de hacerle esto?
¿Por quién la había tomado, por la golfa de su exmujer? ¿Es que no la
amaba? ¿Había cometido ella algún terrible error? Sentía una mezcla
de decepción, estupor, bochorno, ira, incompetencia y temor.
Le dijo lo que pensaba sin rodeos, él contestó gritándole y el
romántico fin de semana se fue al traste. En el taller, la mujer pensó
en lo que pudo ser distinto si hubiera utilizado la técnica REAR.
Después de respirar (Respirar) para calmar su sensación de
pánico, pensó en algo realmente elogioso que decirle (Encomiar):
«Me siento conmovida de que pensaras y te molestaras en
comprarme un regalo y entiendo (Aceptar) que te apetezca
experimentar con esto, pero yo no me sentiría cómoda con una
prenda tan atrevida (frase Respetuosa empleando el “yo”)».

Todo indica que utilizar las herramientas descritas en este capítulo


contribuye a allanar el camino hacia el diálogo y a que las personas
resuelvan juntas los problemas, en lugar de enzarzarse en una pelea en
la que una parte ataca y la otra se coloca a la defensiva, consiguiendo
a menudo que la situación se les vaya de las manos.
RESUMEN
A menudo se producen situaciones en que nos sentimos asaltados
por una confrontación inesperada. En este capítulo he tratado de
ofrecer unas herramientas de emergencia para ayudarte a resolver
estas situaciones:
• El poder de tu respiración: cuando alguien haga que se dispare tu
respuesta al temor, respira dos o tres veces lenta y profundamente
para detener la «alarma del coche» de tu amígdala cerebral y
concederte tiempo para pensar con calma y claridad.
• Cuando te enfrentes a tu respuesta al temor, procura centrarte en
el momento presente: utiliza el tacto/gusto/olfato/oído/vista para
conectar con tu persona y regresar al aquí y ahora.
• Recuerda REAR (Respirar, Encomiar, Aceptar, Respetar) cuando
afrontes una conversación o una situación difícil.
11

Adorable, cuando quiera serlo

E l objetivo principal de este libro es ayudarte a empezar a hacer


unos cambios para que sigas siendo adorable, pero sólo cuando
quieras serlo. De ahí el título, Adorable, cuando quiera serlo. Repito
que mi intención no es criticar las conductas de las personas
adorables. Poseen unos rasgos muy útiles y son la envidia de mucha
gente que se esfuerza por conectar con los demás. Sólo deseo
ayudarte a tener más opciones, de modo que puedas tener otras
conductas y que cuando quieras ser adorable lo seas libremente. Esto
te ayudará a dejar de sentirte atrapada por las expectativas de los
demás o, dicho de otro modo, a liberarte de la Trampa de la
Amabilidad y convertir esta característica en una ventaja.

PERO ¿QUIÉN SOY AHORA?


Si has mantenido durante muchos años estas conductas, que sin
duda provienen de las reglas y creencias inconscientes de la infancia,
es posible que te resulte muy difícil cambiarlas. No sólo tendrás que
enfrentarte a la presión de ¡Vuelve a Ser Como Antes! que ejercerán
los demás, como vimos en el capítulo 9, sino que tal vez te cueste
saber exactamente quién eres cuando dejes de ser adorable por
defecto.
Jessica, la colega adorable, me dijo que se esforzaba por descubrir
lo que ella llamaba su «nueva persona». «Nunca había sido una
persona asertiva —dijo—, de modo que no estoy segura de quién es
esa nueva persona. He comprobado que a medida que he ido
adquiriendo confianza en mí misma, he adoptado una nueva forma
de hablar que me resulta nueva y a veces suena un poco paternalista».
Otra clienta me dijo hace poco: «Era mucho más sencillo cuando
funcionaba con el piloto automático y me esforzaba por complacer a
todo el mundo. Ahora que procuro ser real y auténtica, me siento
desnuda y desprotegida. Es como si no supiera cómo comportarme;
hace que me sienta nerviosa y vulnerable.»
Jessica no deseaba volver a ser la persona que era antes, «siempre
disculpándose», de modo que se le ocurrió una ingeniosa solución:
pedir a dos colegas en quienes confiaba que le hicieran un favor. «Les
pedí que me avisaran cuando empleara con ellas ese antipático tono
paternalista. Y ha dado resultado, porque cuando estoy hablando y
veo en sus rostros una sonrisita, me detengo y procuro expresarme
de otra forma, o si me doy cuenta yo misma, pregunto “he vuelto a
hacerlo, ¿no?” No es el fin del mundo.»

EL YO FALSO Y SALUDABLE
El primer psicoterapeuta que escribió sobre el Yo Falso y Auténtico
fue el doctor D. W. Winnicott. Su idea consistía en que cada persona
tiene una capa exterior protectora, y sostenía que necesitamos un Yo
falso y saludable que nos permita comportarnos de forma correcta y
educada en público. Sólo cuando perdemos contacto con nuestro
auténtico yo interior, tenemos problemas (o no gozamos de buena
salud).
Como seres sociales que somos, no podemos ser nuestro
auténtico yo todo el tiempo; debemos tener en cuenta las necesidades
de los demás y las exigencias sociales de cada situación. Así,
podemos sentir deseos de decir a nuestro jefe dónde puede meterse
su propuesta, desnudarnos y bailar sobre la mesa durante una
aburrida reunión o poner mala cara en presencia de nuestra suegra.
Son opciones posibles para nosotros, pero si de forma consciente
pensamos en las probables consecuencias, quizás optemos por hacer
(o no) lo que resulta socialmente aceptable.
Sin embargo, hay mucha gente que no tiene un auténtico yo,
plenamente formado, esperando entre bambalinas para entrar en
escena. No hay nada malo en aferrarnos a nuestro viejo y habitual yo
falso y experimentar con algunas facetas de lo que nos parece que
puede ser nuestro yo auténtico hasta saber mejor quién es realmente
esa persona. Es como probarte trajes nuevos o prendas que
normalmente no elegirías, pero que quizá te pongas en la privacidad
de tu hogar.
Aquí propongo algunas ideas sobre cosas que puedes incorporar
al repertorio de conducta de tu yo auténtico. En cierto modo, son
como la red de seguridad que utiliza el equilibrista, que eres tú
cuando te atreves a probar algo distinto.

Compasivos, con límites


La profesora de psicología Rachel Tribe fue la primera persona que
me demostró que podemos ser compasivos con ciertos límites. Era la
directora de curso en un máster de Orientación Psicológica
Avanzada que seguí en la Universidad de East London. Se sentía
sinceramente preocupada por los problemas y las tribulaciones, el
estrés y las ansiedades que forman parte integrante de la suerte de los
alumnos. Nos escuchaba con empatía y buscaba con verdadero
interés soluciones creativas o compromisos para resolver los
problemas de sus estudiantes.
Recuerdo en particular un día, a una semana para la fecha en que
debíamos entregar una tarea y, como es fácil suponer, a muchos
estudiantes les angustiaba no poder entregar su trabajo a tiempo.
Una mañana, cuando llegó el momento de las preguntas después de
clase, varios estudiantes trataron de convencer a la profesora de que
ampliara el plazo para entregar el trabajo. Alegaron enfermedades,
mudanzas, padres indispuestos, hijos indispuestos, complicaciones
laborales… La profesora Tribe escuchó con atención las razones
aducidas, asintiendo con gesto comprensivo, y luego respondió con
educación pero con firmeza «no». Si alguien tenía un motivo
justificado que le impidiera entregar el trabajo en la fecha señalada,
podía rellenar un impreso y entregarlo en el despacho con unas
pruebas que lo acreditaran (como una nota de un médico). De lo
contrario, la fecha tope seguiría siendo la que ella había fijado.
Yo diría que sin duda eso fue un No Gentil (ver aquí). También
fue un «no» muy impopular, y algunos estudiantes se mostraron
furiosos. Pero ella se mantuvo en sus trece, mostrando una expresión
facial sinceramente compasiva. Ese episodio me impresionó tanto
que no lo he olvidado nunca. Me permitió advertir una nueva
posibilidad, una nueva forma de ser. Esto va incluso más allá de
aprender la técnica de decir no con gentileza. La compasión con
ciertos límites comprende una forma de pensar, la creencia de que
«tengo derecho a fijar límites» o, «aunque a los demás les disguste mi
decisión, sigo siendo una persona válida y amable».
Muchas personas adorables intentan fijar límites sin tener
experiencia o práctica en hacerlo. Es una expresión que utilizamos a
menudo, pero es difícil de explicar hasta que lo experimentamos. A
algunos clientes les resulta útil visualizar algo físico entre ellos y los
demás para evitar la sensación de que las emociones de su
interlocutor calan en ellos, haciendo que les resulte difícil no
empatizar con ella hasta el extremo de acabar por decir sí cuando
quieren decir no. Es como un círculo protector de luz que les rodea
(elige el color que más te guste) o algo más tangible (pero
transparente), como una burbuja de metacrilato. Una de mis clientas
visualizó una tapia alrededor de la casa rural con la que soñaba,
dotada de una imponente verja de hierro forjado y de un interfono.
Luego, cuando se presentaran en su casa su exmarido, que era un
hombre manipulador, o su entrometida madre, ella decidiría si les
dejaba o no entrar. Fue una experiencia transformadora para su
autoestima y su sensación de seguridad.

Pequeñas victorias, no fracasos parciales


Es muy importante que durante este viaje de concienciación y
cambio seas compasiva contigo misma. Recuerda que tratas de
modificar viejos hábitos de pensamiento y conducta que suelen estar
profundamente arraigados desde la infancia, que resultan tan difíciles
de eliminar como el hábito de morderse las uñas, tocarse el pelo a
todas horas o darse un atracón para calmar la ansiedad.
Conviene avanzar paso a paso, prestando atención al progreso
que hagas y recompensándote por ello, por insignificante que les
parezca a tus despectivas voces críticas. Esto es lo que Jessica dice
sobre el ritmo de sus progresos:

Mis sesiones de terapia me ayudaron a comprender que


todos estos retos que fijamos juntas eran tareas
complejas. Incluso el «no sonreír a alguien cuando no
deseo hacerlo» me pareció un reto inmenso, pero quería
conseguirlo. Siendo como soy una perfeccionista, quería
llegar algún día al trabajo mostrándome cien por cien
asertiva en todas las situaciones y que todo el mundo lo
aceptara de inmediato. Tú me ayudaste a comprender
que hay que avanzar poco a poco, y que debía considerar
esos pequeños pasos como pequeñas victorias, no como
fracasos parciales. De modo que, incluso cuando decía a
alguien «sí, pero…» en lugar de un no rotundo, era una
cosa positiva y podía sentirme satisfecha de mí misma y
pensar que la próxima vez me esmeraría en hacerlo
mejor.

La cita de Penny
Penny, la directora de escuela que se había casado tres veces,
principalmente porque no quería decepcionar a los hombres que se
enamoraban de ella (ver aquí), me envió un correo electrónico para
informarme de cómo le había ido el experimento conductual que
había decidido llevar a cabo en nuestro taller. Recordarás que esa
noche tenía una cita con un hombre de quien no estaba enamorada y
quería tratar de mostrarse menos entusiasta y más «compasiva con
los límites». «Me costó mucho —me escribió—. Mi amigo había
reservado una mesa en un restaurante muy elegante y caro, lo cual
hizo que me sintiera presionada y culpable, así que decidí que debía
ser amable con él porque no podía decepcionarlo.»
No obstante, antes de su cita Penny había pulido sus
herramientas (véase capítulo 7). Era consciente de su capacidad de
mostrarse «firme pero amable» con los alumnos problemáticos y el
personal docente, que esas habilidades eran transferibles y que, una
vez hubiera puesto en cuestión su Regla Rígida Personal oculta
procedente de la infancia (de su madre) acerca de que UNA MUJER NO
DEBE DECEPCIONAR NUNCA A UN HOMBRE ENAMORADO DE ELLA, podía
utilizarlas. Así pues, durante la costosa y exquisita cena, le miró a los
ojos y dijo con sinceridad pero tratando de no ofenderle: «Eres un
hombre encantador, pero en estos momentos mi vida es un poco
complicada y no sería honesto llevar esto más lejos».
Penny me escribió: «Puedo decir con sinceridad que es la
primera vez en mi vida que he hecho una cosa así con plena
conciencia de lo que hacía. Fue como un punto de inflexión. Él se
disgustó, pero habría sido peor si yo hubiera permitido que la cosa
siguiera adelante».

MÁS SOBRE LAS PERSONAS ADORABLES


QUE HEMOS CONOCIDO
He pensado que te gustaría saber qué fue de algunas de las otras
personas que has conocido en este libro.

¿Qué fue de Hamish?


Hamish se esforzó en aceptar e integrar todas las facetas de sí mismo,
incluidas las que calificaba como su «lado malo y oscuro» (ver aquí).
Al acabar nuestras sesiones de terapia, comprendió que, aunque no le
gustaran, esas facetas formaban parte de quién es, un ser humano
íntegro y auténtico, pero comprendió que sólo si muestra estas
facetas a los demás podrá gozar de unas relaciones íntimas y
conectadas. Ha hecho muchos progresos en su afán por establecer y
mantener amistades plenas y conectadas, lo que en buena medida se
debe a que no se limita a mostrar a los demás sus facetas de persona
adorable, sino que muestra también algunos de sus lados secretos y
ocultos.
Hamish consiguió un nuevo trabajo en otra zona del país, de
modo que puso fin a su terapia. Se sentía capaz de reinventarse en su
nuevo trabajo y fijar la pauta desde el primer momento (su versión
de «no sonrías nunca antes de Navidad», ver aquí), dosificando su
maravillosa sonrisa, sus deliciosos chistes y su tendencia a mostrarse
excesivamente amable.
Había empezado a conectar con la ira que tenía reprimida en su
interior y a identificar las descargas de adrenalina. Sabía que esto
significaba que estaba suprimiendo un pensamiento difícil (como el
arrebato de ira al ver la cacerola en el fregadero), que había empezado
a tratar de expresar, en particular a su esposa. Pero este cambio causó
ciertos conflictos entre ellos. No sé si consiguieron resolverlo y
seguir juntos o si su relación no pudo soportar esta nueva dinámica.
No puedo decir a ciencia cierta que la historia tuviera un final feliz,
aunque espero que las cosas le fueran bien a Hamish.
Llegados a este punto, debo hacer una advertencia: a veces el
hacerte más asertiva en una relación en la que has desempeñado un
papel pasivo puede causarte una sensación de inseguridad. La
presión de ¡Vuelve a Ser Como Antes! (ver aquí) puede llegar a ser
violenta. En tal caso, haz lo que creas conveniente para sentirte
segura; pide ayuda, llama a la policía, acude a un lugar seguro. Un
consejero matrimonial puede ayudarte, pero siempre que antes tu
pareja y tú acordéis antes un pacto de mutua seguridad.

Amanda, la pareja adorable


Tras haber creado juntas el Barómetro del Resentimiento (ver aquí)
como herramienta para ayudar a Amanda a controlar los efectos que
sobre su cuerpo tenía su tendencia a «dar demasiado de sí» en su
relación con Simon, su dinámica de pareja empezó a cambiar. Al
principio, la relación atravesó por una fase problemática en que
Simon se mostró más distante, cosa que angustió a Amanda. Sin
embargo, cuando la insté a retomar el contacto con amistades de las
que se había distanciado y aficiones que había dejado de lado, la
relación se hizo más equilibrada.
Harriet Lerner, autora de The Dance of Anger, sostiene que en las
relaciones íntimas las personas caen en el hábito de ser «el que
funciona más» o «el que funciona menos». En los primeros tiempos
Amanda había sido la que funcionaba más, lo cual le había pasado
factura. Ahora pasaba más tiempo sola y disfrutaba con ello, pues le
ayudaba a recargar las baterías. No atendía llamadas telefónicas a altas
horas de la noche como hacía antes, pero cuando Simon y ella
hablaban Amanda le contaba siempre si tenía problemas de salud,
algún conflicto en el trabajo y cómo se sentía. Reconocía que lo que
más le costó fue empezar a hablar abiertamente de sus sentimientos y
vulnerabilidades, pero eso había hecho que Simon y ella estuvieran
más unidos. «Nuestra relación se hizo más real, al tiempo que yo me
atrevía a ser más real.»

India y REAR
Un año después de haber dejado de trabajar juntas, India me contó lo
siguiente:

Me gusta utilizar la técnica REAR que me enseñaste (ver


aquí). Ha sido difícil aplicarla con mi familia, porque son
muy poco receptivos al hecho de que yo cambie (¿o quizá
lo soy yo?). No obstante, me ha ayudado a no ver las cosas
en blanco y negro. Me sirve de recordatorio para aceptar
tanto las opiniones de los demás como las mías, cosa que
me resulta muy difícil. Si me digo REAR una y otra vez,
no sólo soy capaz de encomiar a los demás, sino a mí
misma.
En el caso de mi madre, lo utilicé con ella cuando dijo
que yo estaba muy «equivocada» en lo que decía un
correo electrónico que le había enviado a raíz de una
discusión con mi hermana. En lugar de disgustarme y
culparme a mí misma o responderle con un correo
electrónico sarcástico, me detuve un momento a meditar
en ello, lo comenté con una amiga y luego pensé que
probablemente a mi madre le dolía que dos de sus hijas
no se hablaran y ambas se hubieran quejado a ella, lo
cual debe de ser espantoso. Le respondí con un correo
electrónico reconociendo su dolor, diciéndole lo que
necesitaba de ella y cómo podía ayudarme, pero evitando
entrar en detalles acerca de lo que estaba bien y lo que
estaba mal entre mi hermana y yo. El hecho de que mi
madre pasara por alto este correo electrónico no me
sorprendió, pero cambió mi modo de pensar en mí y en
mi derecho a tener una reacción/opinión emocional sin
culparme a mí misma ni a la otra persona.
Me siento más segura en mis comunicaciones con
todos los miembros de mi familia y más capacitada para
enfrentarme a ellos cuando estoy disgustada.

La historia de Rebecca
He incluido esta historia porque demuestra cómo alguien que ha
utilizado una combinación de las ideas y estrategias descritas en este
libro ha podido resolver un tema situado en la parte superior de su
jerarquía de temor (ver aquí).
Rebecca, a quien conocimos antes brevemente, es una inspiración
para nosotras. Es una mujer joven e inteligente que trabaja en los
medios de comunicación y ha tenido la valentía de llevar a cabo un
cambio en los tres lados del triángulo: pensamientos, sentimientos y
conducta (ver aquí) y se ha visto recompensada con un resultado
favorable. Aún tiene muchos problemas que resolver, pero ha
empezado a planteárselos de otra forma.
Después de obtener el trabajo con que había soñado (tras derrotar
a centenares de candidatas), le complació que su jefe se tomara un
interés personal en ella y se molestara en ayudarla a integrarse, le
enseñara cómo funcionaban las cosas en la oficina y la animara a
progresar. «Supongo que debiera haber hecho caso de las señales de
alarma cuando mi jefe empezó a decirme que yo era muy especial y
tuviera numerosas atenciones conmigo, como invitarme a
almorzar», me dijo Rebecca. Como es muy comprensible, se sintió
halagada y agradecida, y no hizo caso de los rumores de inquietud
que percibía en su interior. Con todo, se sintió satisfecha y aliviada
cuando fue ascendida a un nuevo cargo y dejó de estar a las órdenes
de su antiguo jefe. Pero —¡oh, sorpresa!—, éste quería seguir
manteniendo una relación «especial» con ella y le enviaba una y otra
vez correos electrónicos proponiendo que se encontraran después del
trabajo para tomar una copa y cenar. Esto causó a Rebecca un
creciente y profundo estrés y ansiedad que le amargaba la vida. «Sin
embargo, pensaba que había sido yo quien de alguna forma había
propiciado esa fijación que tenía mi jefe en mí, que era culpa mía y
que no podía mostrarme antipática con él.» Rebecca había trabajado
con ahínco durante su terapia para potenciar su autoestima: se hacía
la afirmación «te quiero» todos los días, además de escribir el diario
de Tres Cosas Buenas al Día y «decepcionar a alguien cada día» (ver
aquí, aquí y aquí respectivamente). Aun así, su exjefe le infundía
terror y no quería decepcionarle. Hablamos sobre el No Gentil (ver
aquí) y creamos el guión de un juego de rol que pudiera utilizar.
Para empezar, tras una lluvia de ideas creativas sin emitir juicios (ver
aquí) que le dio numerosas opciones, Rebecca eligió aquella con la
que se sentía más cómoda y segura en esos momentos: trasladar su
mesa de trabajo a un lugar donde él no pudiera verla (no dejaba de
observarla a todas horas).
Un día Rebecca se presentó en mi consulta con aspecto eufórico.
Segura de sí, libre, sin muestras de ansiedad. «¡Me encontré con él!
—anunció—. Tras recibir numerosos correos electrónicos en que me
rogaba que me reuniera con él después del trabajo, por fin accedí a
ello, pero sólo cuando, después de haberme cuidado en extremo (le
había encantado el libro de Cheryl Richardson sobre el tema), me
sentí lo suficientemente fuerte. «Estupendo —dije—. ¿Qué ocurrió?»
Bueno, utilicé buena parte del material del que hablamos. Empleé el
No Gentil y le di las gracias por haberse reunido conmigo, pero le
dije con calma y claridad que era una relación impropia entre un
encargado de sección y una empleada que formaba parte de la
plantilla, y que no podía continuar. Él insistió en que yo era muy
especial y que esto no le había ocurrido nunca, pero yo empleé la
estrategia del disco rayado y seguí repitiendo la misma frase. Al cabo
de diez minutos, puse fin a la conversación y me marché. «¿Y
ahora?», le pregunté. «¡Es una sensación increíble! Estoy feliz, me
siento libre y empoderada. Lo que él sienta no es asunto mío, pero
estoy convencida de haber hecho lo correcto.»

CONFECCIONA TUS PROPIAS TARJETAS


SOS
La vida es impredecible, el control no pasa de ser una quimera
(piensa en los desastres naturales) y a menudo ocurren cosas
complicadas y lamentables cuando menos lo esperamos. Es en esos
momentos cuando solemos recurrir a viejos y perjudiciales hábitos
de pensamientos, sentimientos y conducta. En terapia esto se
denomina una recaída, y juntas crearemos un plan para ayudarte a
resolver esa eventualidad.
He diseñado la plantilla de una tarjeta da ayuda que te resulte fácil
de utilizar en caso de emergencia. La he diseñado en torno a las letras
SOS, la señal de socorro en código Morse que enviaban durante la
guerra y significa Save Our Souls (salven nuestras almas). Lo
considero bastante apropiado, pues sé por propia experiencia y por
la de numerosos clientes que cuando se produce una recaída lo
vemos todo negro y desolador.
La plantilla de la tarjeta SOS:
1. HABLAR: la persona de confianza a quien llamar es…
2. ¡QUE OS *****!: la mejor respuesta a las voces críticas es…
3. CALMAR Y REFORZAR: mis actividades favoritas para
calmarme y distraerme son…

En una cartulina o un papel que puedas guardar dentro de un objeto


al que puedas acceder con facilidad (por ejemplo, tu diario), rellena
los espacios en blanco con lo que se te ocurra. Quizá ya sepas lo que
vas a escribir o tal vez tengas que pensarlo. Junto a la primera «S»,
escribe el nombre de una o dos personas de confianza que sabes que
te apoyarán y con las que puedas contactar (evita cualquier
«debería»; anota sólo el nombre de personas con las que sabes que
puedes compartir tu vulnerabilidad sin que te juzguen ni te
aconsejen en exceso). Luego, junto a la «O», escribe tu mejor
respuesta a tus voces críticas cuando te sientes fuerte y segura de ti. Y
por último, junto a la segunda «S», anota las actividades que te
ayudan a calmarte y a reforzarte; esto se denomina a veces «una
distracción saludable», de modo que no escribas cosas poco
saludables que hagan que te sientas culpable.
Cuando estés más calmada, piensa en el siguiente paso, que
consiste en resolver el problema de forma creativa. Sin embargo,
conviene que te sientas muy segura antes de acceder a la parte de tu
cerebro capaz de resolver problemas.

Cómo utilizó Monika su tarjeta SOS


Monika, a la que conocimos en el capítulo 2, había soportado toda
su vida las críticas de sus padres. Su madre estaba convencida de que
«la crítica motiva a los niños» y no había modificado su opinión
pese a que, cuando por fin se atrevió a hacerlo, su hija le había
entregado un buen número de estudios que prueban lo contrario.
Una emisora de radio local pidió a Monika que hablara sobre un
proyecto comunitario en el que participaba. Informó a sus padres
(quizá fuera una imprudencia) sobre la fecha y hora en que iban a
entrevistarla. «Bien pensado —me dijo sonriendo con tristeza—, eso
debiera haber activado mi alerta de Arco de Redención» (ver aquí),
al comprender, aunque demasiado tarde, que probablemente en su
subconsciente confiaba en que sus padres la felicitaran por ello y
fomentaran así su autoestima.
La noche después de la emisión —que había ido muy bien—, su
padre la llamó para hablarle sobre una reunión familiar. Al término
de la conversación telefónica le dijo, como de pasada: «Me pareció
que la otra mujer monopolizaba la entrevista; debieras haber luchado
por defender tu tiempo radiofónico». Eso fue todo. Nada más,
ningún otro comentario. Monika me dijo que se sintió
profundamente dolida. Puso fin a la conversación telefónica en
cuanto pudo, se sirvió una generosa copa de vino y rompió a llorar.
Agotada, se tumbó en el sofá, deprimida y desmotivada.
Por fortuna, se acordó de su tarjeta SOS. La sacó de su billetero y
empezó a seguir los pasos indicados en ella. Envió un mensaje de
texto a su mejor amiga y quedaron en hablar más tarde. Eso bastó
para calmarla. Al explorar sus emociones, comprendió que era otro
rayo de esperanza del Arco de Redención que se había ido al traste.
La niña que llevaba dentro se sentía rechazada y hundida, como si
deseara renunciar a seguir esforzándose. «¿De qué sirve? —decía la
voz crítica en su diálogo interno—. Nunca triunfarás en nada.»
Monika miró su tarjeta. El número 2: la mejor respuesta a las voces
críticas es… «Que os den, buitres. Ya he triunfado porque me estoy
esforzando.»
Al mirar su tarjeta SOS pensó también que sería agradable hacer
alguna de las actividades que la tranquilizaban y animaban. Se
preparó un baño de espuma perfumado y puso su música favorita.
Más tarde, mientras se ponía su pijama más confortable para
acostarse temprano, tuvo una revelación: decidió que, si durante la
reunión familiar del día siguiente, alguien se refería a la entrevista
radiofónica con tono crítico, ella tendría una respuesta preparada. Le
diría: «Mira, soy humana, como todo el mundo, y cuando me
entrevistan por la radio me pongo nerviosa y me siento vulnerable».
Monika no sabía si tendría la oportunidad de decir esto, ni si sería
capaz de decirlo, suponiendo que se le presentara la oportunidad;
pero el hecho de tener preparado un «guión» la sosegó y le aclaró las
ideas, haciendo que se sintiera más adulta y empoderada.
Probablemente querrás saber qué tal le fue a Monika. Pues bien,
al día siguiente acudió al almuerzo familiar y nadie hizo ninguna
alusión a la entrevista radiofónica. En parte se sintió aliviada y por
otra decepcionada. Después de haber utilizado la víspera su tarjeta
SOS, ya no le importaba demasiado. Comprendió que las críticas de
su padre tenían que ver con sus propios temores e inseguridades y
que era digno de compasión.
Muchos otros de mis clientes usan las tarjetas SOS, las imprimen
y colocan en lugares visibles pero privados. Samantha imprimió la
suya en diversos tamaños, las forró y colocó una en el espejo de su
dormitorio, otra sobre el frigorífico y la tercera en su billetero. Ella
guardó la suya como un documento en su ordenador y en su
smartphone. Susie remitió copias a sus dos mejores amigas, y cuando
tenía una crisis les mandaba un mensaje de texto con una palabra en
clave, porque sabía que su mecanismo de defensa consistía en
inhibirse y aislarse (como hacía de niña cuando resolvía los
problemas refugiándose en su dormitorio).

EL REGALO QUE ME HIZO MI BRAZO


ROTO:
MENOS, MEJOR
Puesto que me sirvió mi propio ejemplo para introducir el tema, las
personas que asisten a mis talleres me preguntan a menudo: «¿Qué
pasó después de que te rompieras el brazo? ¿Lograste huir de la
Trampa de la Amabilidad?» «Bueno, sí y no», respondo. Al igual que
los demás, estoy en ello.
Ya no me siento atrapada en determinadas conductas con la
mayoría de la gente. Las conductas que se remontan a mi infancia
son las que me cuesta más eliminar y de vez en cuando aún caigo de
un modo inconsciente en mi papel de Pequeña Miss Sunshine. Pero
con la mayoría de las personas y situaciones soy mucho más
consciente de mis opciones y del hecho de que puedo elegir cómo
deseo comportarme. Tal como indica el título de este capítulo,
puedo elegir cuándo deseo ser amable, complaciente, compasiva,
divertida, alegre o cualquier otra conducta propia de las personas
adorables que desee mostrar; pero también puedo elegir otra
conducta sin por ello considerarme una mala persona a la que los
demás no estimarán y rechazarán. Sé que a algunas personas les caeré
mal y me rechazarán, como es lógico, pero ahora me parece
soportable y realista; es un pequeño precio que debo pagar por
cuidar de mí misma y atender mis necesidades.
Desde que me fracturé el brazo he sufrido otros reveses de salud
que también han tenido un lado positivo. Me han obligado a prestar
más atención a lo que me dice mi cuerpo, y a darle, dentro de lo
razonable, lo que me pide. Cuando estoy cansada, siento que puedo
permitirme anular un compromiso y descasar. En consecuencia,
¡ahora paso más tiempo en la cama!
Como quizás hayas advertido ya a estas alturas, me encanta
inventar pequeños proverbios, cuanto más breves mejor, que tanto a
mí como a mis clientes nos ayudan a recordar cómo queremos vivir
nuestra vida y a elegir las decisiones que tomamos. Además de
muchas otras que he mencionado en este libro, mi frase favorita
desde que me fracturé el brazo, y que para mí supuso una revelación,
es «Menos, Mejor». Yo la aplico a todo tipo de tareas destinadas a
desprenderme de cosas superfluas, desde tirar a la basura objetos que
no son útiles, que no son de mi talla o que no me gustan —como Liz
(ver aquí)—, a reducir mi vida social. Ahora procuro encontrar
tiempo para dedicarlo a las personas con las que tengo un auténtico
vínculo afectivo, con las me siento lo bastante segura para mostrarles
mi vulnerabilidad y ser yo misma, y a las que puedo acudir en busca
de ayuda.
Es lo opuesto al síndrome de «quinientos amigos en Facebook»
que hace que muchos de mis clientes se sientan avergonzados de
contar sólo con un puñado de amigos íntimos y de confianza. Tener
un montón de amigos virtuales se ha convertido en un «debería»
contemporáneo que, como otros «debería», pueden hacer que nos
sintamos fracasados si no lo conseguimos.

¿DE QUÉ SE ARREPIENTEN LAS


PERSONAS
EN SU LECHO DE MUERTE?
El mes pasado, durante la celebración del cincuenta cumpleaños de
un amigo, hablé sobre la Trampa de la Amabilidad con un hombre.
«Deberías leer un libro escrito por una enfermera de cuidados
paliativos —me dijo—. Trata de las cosas de las que suelen
arrepentirse las personas en su lecho de muerte, y algunas son
parecidas a las que describes en tu libro. Creo que se arrepienten de
no haber sido fieles a sí mismas o algo así.» Compré el libro, titulado
Los cinco mandamientos para tener una vida plena: ¿De qué no
deberías arrepentirte nunca?, de Bronnie Ware, y, según su
experiencia, lo primero de lo que se arrepienten las personas que
están a punto de morir es: Lamento no haber tenido el valor de vivir
mi vida siendo fiel a mí mismo, no la vida que lo demás querían que
viviera. Y lo tercero de lo que se arrepienten es: Lamento no haber
tenido el valor de expresar mis sentimientos, en lugar de reprimirlos
para no tener problemas con los demás. (Por si sientes curiosidad, lo
segundo de lo que se arrepienten es de no haber pasado menos
tiempo en la oficina y más tiempo con las personas queridas.)
Al igual que todas las palabras sabias que pronuncian los
enfermos terminales, éstas pueden ayudarnos a vivir ahora nuestra
vida de forma más plena y satisfactoria. Si uno de nuestros objetivos
en la vida es no tener que arrepentirnos de nada, será bueno escuchar
las cosas de las que más a menudo se arrepiente la gente. No son
«Ojalá hubiera asistido a la copa de despedida de la secretaria
temporal», ni «ojalá hubiera hecho un viaje en barco alrededor del
mundo/hubiera hecho puenting desde el Gran Cañón». Se reduce a
tener el valor de ser como somos realmente, y permitir que las
personas sepan (dentro de lo razonable) lo que sentimos, en
particular las personas que estimamos.

VUELVE A DIBUJARTE
¿Recuerdas el ejercicio que se explica en el capítulo 3? Te proponía
que escribieras, en las líneas que emanan de la cabeza de la Persona
Adorable, las cualidades que deseas que vean los demás. Luego,
dentro del vestido triangular, iría lo que procuras ocultar a los
demás.
Ahora representaremos tu viaje destinado a liberarte de la Trampa
de la Amabilidad en un nuevo dibujo. Así es como te gustaría ser.
No puedes conseguirlo de la noche a la mañana; como la mayoría de
viajes cuyo fin es una recompensa, es lento y está plagado de
distracciones, obstáculos imprevistos, desvíos y rodeos. Pero poco a
poco dejarás de sentirte atrapada, y te alegrarás de poseer las
habilidades y cualidades que hacen de ti una persona adorable, no de
cara a los demás sino de cara a ti misma.
En la página siguiente verás de nuevo un dibujo que me
representa. En las líneas que emanan de la figura tengo: sincera,
honesta, divertida, vital, seria, compasiva, límites claros (pero
cuando yo quiera, sin sentirme obligada a actuar de una determinada
manera); dentro (no agitándose en mi interior, sino sutilmente
ocultos) tengo: vulnerabilidad y temores que debo compartir de
forma consciente sólo con personas «fiables».
En un mundo ideal tal vez no nos avergonzaríamos de nada ni
reprimiríamos nada, sino que nos mostraríamos plenamente
humanos y auténticos. Sin embargo, en este mundo y en esta época
que nos ha tocado vivir, este nuevo dibujo constituye el yo realista
que aspiro a ser: una combinación de mi auténtico yo, con una pizca
del «Yo Falso y Saludable» de Winnicott (ver aquí) para mayor
seguridad. Cuando consigo hacer algo diferente —como decir no a
una persona difícil—, procuro elogiarme, quizás incluso concederme
un pequeño capricho como recompensa.
Tú también conseguirás hacer algo diferente, estoy convencida de
ello. Tengo mucha fe en la increíble capacidad de los seres humanos
para atreverse a experimentar con valentía y romper viejos hábitos.
Una vez que empieces, te sentirás empoderada y animada por tus
triunfos. Comprobarás que, si avanzas paso a paso, de forma segura y
compasiva, podrás mostrar a los demás todas tus maravillosas
cualidades, peculiaridades y puntos fuertes. Tú también puedes
escapar de la Trampa de la Amabilidad y ser todo lo que estás
destinada a ser.
Referencias
Capítulo 1
Lerner, H. The Dance of Anger (Element, 1990).
Beck, A. T., Terapia cognitiva de los trastornos de la personalidad
(Ediciones Paidós Ibérica, 2012).

Capítulo 2
Greene, C., New Toddler Taming: A Parent’s Guide to the First Four
Years (Vermillion, 2001).
Bowlby, J., Child Care and the Growth of Love (Penguin, 1953).
Winnicott, D. W., Realidad y juego (Editorial Gedisa, 1982).
Rogers, C., La psicoterapia centrada en la persona: Según Carl Rogers
(Gaia Ediciones, 2011).

Capítulo 3
Dickson, A., La mujer y sus derechos (Ediciones Pirámide, 1987).
Faludi, S., Reacción: La guerra no declarada contra la mujer moderna
(Editorial Anagrama, 1993).
Hendrix, H., Conseguir el amor de su vida: Una guía práctica para
parejas (Ediciones Obelisco, S.L. 1997).

Capítulo 4
The Guardian, 7 de enero de 2012.
Capítulo 5
Desert Island Discs, BBC Radio Four, 2 de marzo de 2012.
Beck, A. T., Terapia cognitiva de los trastornos de la personalidad
(Ediciones Paidós Ibérica, 2012).
Harris, R., La trampa de la felicidad (Editorial Planeta, 2010).
Dickson, A., La mujer y sus derechos (Ediciones Pirámide, 1987).

Capítulo 6
The Guardian, 3 de febrero de 2012.
Richardson, C., The Art of Extreme Self-Care (Hay House, 2009).
Cameron, J., El camino del artista: Un curso de descubrimiento y
rescate de tu propia creatividad (Aguilar, 2011).

Capítulo 7
Kelly, G. A., Psicología de los constructos: Textos escogidos (Ediciones
Paidós Ibérica, 2001).
Mehrabian, A., Silent Messages: Implicit Communication of
Emotions and Attitudes (Wadsworth, 1971).
Dickson, A., Conversaciones difíciles: Cómo afrontar situaciones
complicadas para no arruinar las relaciones (Editorial Amat,
2007).

Capítulo 9
Lerner, H., The Dance of Anger (Element, 1990).

Capítulo 10
Sampson, V., Tantra. El libro del placer total (Ediciones Robinbook,
2003).

Capítulo 11
Winnicott, D. W., Realidad y juego (Editorial Gedisa, S.A., 1982).
Lener, H., The Dance of Anger (Element, 1990).
Ware, B., Los cinco mandamientos para tener una vida plena: ¿De
qué no deberías arrepentirte nunca? (Debolsillo, 2013).
Otras obras de consulta
Éstos son algunos libros que a mis clientes y a mí nos han parecido
útiles: Para padres Faber, A., y E. Mazlish, Cómo hablar para
que los adolescentes le escuchen y cómo escuchar para que los
adolescentes hablen (Ediciones Medici, 2006).
Faber, A; y E. Mazlish, Celos entre hermanos (Ediciones Alfaguara,
2001).
Stadlen, N., Lo que hacen las madres (Ediciones Urano, 2005).
Greene, C., New Toddler Taming: A Parent’s Guide to the First Four
Years (Vermillion, 2001).

Relaciones Hendrix. H., Conseguir el amor de su vida: Una guía


práctica para parejas (Ediciones Obelisco, 1997).
Hendrix, H., Keeping the Love You Find (Pocket Books, 1995).
Lerner, H., The Dance of Anger (Element, 1990).
Lerner, H., The Dance of Connection (Piatkus, 2001).
Perel, E., Inteligencia erótica (Ediciones Temas de Hoy, 2007).
Sampson, V., Tantra. El libro del placer total (Ediciones Robinbook,
2003).

Autoayuda e ideas que inducen a la reflexión Brown, B., Los


dones de la imperfección: Guía para vivir de todo corazón: líbrate
de quien crees que deberías ser y abraza a quien realmente eres
(Gaia Ediciones, 2012).
Cameron, J., El camino del artista: Un curso de descubrimiento y
rescate de tu propia creatividad (Aguilar, 2011).
Chaplin, J., Deep Equality: Living in the Flow of Equalizing Rhythms
(O Books, 2008).
Harris, R., La trampa de la felicidad (Editorial Planeta, 2010).
Richardson, C., The Art of Extreme Self-Care (Hay House, 2009).
Ware. B., Los cinco mandamientos para tener una vida plena: ¿De
qué no deberías arrepentirte nunca? (Debolsillo, 2013).

Asertividad Dickson, A., La mujer y sus derechos (Ediciones


Pirámide, 1987).
Dickson, A., Conversaciones difíciles: Cómo afrontar situaciones
complicadas para no arruinar las relaciones (Editorial Amat
2007).
http://www.edicionesurano.com

http://www.facebook.com/mundourano

http://www.twitter.com/ediciones_urano

http://www.edicionesurano.tv

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