CUENTO Quien Eres
CUENTO Quien Eres
CUENTO Quien Eres
Aquel día Sinclair se levantó como siempre a las 7 de la mañana. Como todos los días,
arrastró sus pantuflas hasta el baño y después de ducharse se afeitó y se perfumó. Se
vistió con ropa bastante a la moda, como era su costumbre y bajó a la entrada a buscar su
correspondencia. Allí se encontró con la primera sorpresa del día: ¡No había cartas!
Durante los últimos años su correspondencia había ido en aumento y era una parte
importante de su contacto con el mundo. Un poco malhumorado por la noticia de la
ausencia de noticias, apuró su habitual desayuno de leche y cereal (como recomendaban
los médicos), y salió a la calle.
Todo estaba como siempre: los mismos vehículos de siempre transitaban las mismas
calles y producían los mismos sonidos en la ciudad, que se quejaba igual que todos los
días. Al cruzar la plaza casi tropezó con el profesor Exer, un viejo conocido con quien solía
charlar largas horas sobre inútiles planteos metafísicos. Lo saludó con un gesto, pero el
profesor pareció no reconocerlo; lo llamó por su nombre pero ya se había alejado y Sinclair
pensó que no había alcanzado a escucharlo.
El día había empezado mal y parecía que empeoraba con las posibilidades de aburrimiento
que flotaban en su ánimo.
Decidió volver a casa, a la lectura y la investigación, para esperar las cartas que con
seguridad llegarían aumentadas para compensar las no recibidas antes.
Esa noche, el hombre no durmió bien y se despertó muy temprano. Bajó y mientras
desayunaba comenzó a espiar por la ventana para esperar la llegada del cartero. Por fin lo
vio doblar la esquina, su corazón dio un salto. Sin embargo el cartero pasó frente a su casa
sin detenerse. Sinclair salió y llamó al cartero para confirmar que no había cartas para él.
El empleado le aseguró que nada había en su bolso para ese domicilio y le confirmó que
no había ninguna huelga de correos, ni problemas en la distribución de cartas de la ciudad.
Algo estaba pasando y él debía averiguarlo. Buscó una chaqueta y se dirigió a casa de su
amigo Mario.
Apenas llegó, se hizo anunciar por el mayordomo y esperó en la sala de estar a su amigo,
que no tardó en aparecer. El hombre avanzó al encuentro del dueño de casa con los
brazos extendidos, pero este se limitó a preguntar:
Una idea se había apoderado del hombre: había una confabulación en su contra, y él había
cometido una extraña falta hacia aquella sociedad, dado que ahora lo rechazaba tanto
como algunas horas antes lo valoraba. No obstante, por más que pensaba, no podía
recordar ningún hecho que pudiera haber sido tomado como ofensa y menos aun, alguno
que involucrara a toda una ciudad.
Durante dos días más, se quedó en casa esperando correspondencia que no llegó o la
visita de alguno de sus amigos que, extrañado por su ausencia, tocara su puerta para
saber de él; pero no hubo caso, nadie se acercó a su casa. La señora de la limpieza faltó
sin aviso y el teléfono dejó de funcionar.
Entonado por una copita de más, la quinta noche Sinclair se decidió a ir al bar donde se
reunía siempre con sus amigos, para comentar las pavadas cotidianas. Apenas entró, los
vio como siempre en la mesa del rincón que solían elegir. El gordo Hans contaba el mismo
viejo chiste de siempre y todos lo festejaban como era costumbre. El hombre acercó una
silla y se sentó. De inmediato se hizo un lapidario silencio, que marcaba la indeseabilidad
del recién llegado. Sinclair no aguantó más:
-¿Se puede saber qué les pasa a todos conmigo? Si hice algo que les molestó, díganmelo
y se terminó, pero no me hagan esto que me vuelve loco…
Los otros se miraron entre sí entre divertidos y fastidiados. Uno de ellos hizo girar su índice
sobre su sien, diagnosticando al recién llegado. El hombre volvió a pedir una explicación,
luego rogó por ella y por último, cayó al suelo implorando que le explicaran por qué le
hacían eso a él.
-Señor: ninguno de nosotros lo conoce, así que nada nos hizo. De hecho, ni siquiera
sabemos quién es usted…
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y salió del local, arrastrando su humanidad
hasta su casa. Parecía que cada uno de sus pies pesaba una tonelada.
Ya en su cuarto, se tiró en la cama. Sin saber cómo ni por qué, había pasado a ser un
desconocido, un ausente. Ya no existía en las agendas de sus corresponsales ni en el
recuerdo de sus conocidos y menos aún en el afecto de sus amigos. Como un martilleo
aparecía un pensamiento en su mente, la pregunta que otros le hacían y que él mismo se
empezaba a hacer: ¿Quién eres?
Algo empezaba a estar claro: el ser un desconocido lo liberaba de tener que ser de una
manera determinada. Fuera él como fuera, nada cambiaría en la respuesta de los demás.
Por primera vez en muchos días, encontró algo que lo tranquilizó: esto lo colocaba en una
situación tal, que podía actuar como se le ocurriera sin buscar ya la aprobación del mundo.
Respiró hondo y sintió el aire como si fuera nuevo, entrando en los pulmones. Se dio
cuenta de la sangre que fluía por su cuerpo, percibió el latido de su corazón y se
sorprendió de que por primera vez NO TEMBLABA.
Ahora que por fin sabía que estaba solo, que siempre lo había estado, ahora que sabía
que sólo se tenía a sí mismo, ahora… podía reír o llorar… pero por él y no por otros.
Había descubierto que le fue necesario estar solo para poder encontrarse consigo
mismo…
Sin bañarse, bajó las escaleras tarareando una canción que nunca había escuchado y
encontró debajo de su puerta una enorme cantidad de cartas dirigidas a él.
Y por la noche en el bar, parecía que nadie había registrado aquella terrible noche de
locura.
Todo era igual, salvo que ese hombre nunca más se olvidaría de quién era.
Y el precio para no temer es acatar, es ser lo que los demás, “que tanto nos quieren”, nos
presionan a ser, nos presionan a hacer y nos presionan a pensar.