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Acerca de la nación y la ciudadanía en la Argentina: concepciones en conflicto a fines del siglo XIX

Lilia Ana Bertoni

Nación y ciudadanía

Las concepciones de la nación y la ciudadanía fueron cuestiones centrales de la política del siglo XIX. Definieron no
sólo las reglas de participación y representación sino también los valores y sentidos que teñían la práctica política y
las legitimaban. Unas y otros, además, no estaban desligados de las ideas contemporáneas sobre el hombre y la
sociedad ni de las discusiones que se generaban en torno a ellos. Nación y ciudadanía fueron temas particularmente
controvertidos en los años finales del siglo; en las naciones europeas y en el mundo europeizado las diferentes
concepciones sobre la nación, el patriotismo y la relación del ciudadano con el Estado dieron lugar a polémicas en las
que se enfrentaron "patriotas" y "cosmopolitas".

En la Argentina de fin del siglo XIX diversos asuntos específicos, como las fiestas públicas, la lengua y la literatura, la
gimnasia y los deportes, se consideraron en estrecha relación con la construcción de la nacionalidad, y sobre ellos se
abrieron polémicas y discusiones en las que se manifestó la existencia de distintas concepciones de la nación. Estas
diferencias se suscitaron también en torno a la ciudadanía, con un interés especial en relación con la forma en que
las instituciones educativas asumían y guiaban la formación de los futuros ciudadanos.

En 1898 un conjunto de voces críticas proclamó que la educación pública había fracasado en la Argentina. Su estado,
sus logros y su orientación, hasta entonces motivo de orgullo nacional, fueron fuertemente impugnados por un
expectable sector de la opinión pública que incluyó al nuevo presidente de la nación, general Julio A. Roca. Este
proclamado fracaso, que contradecía la experiencia del Consejo Nacional de Educación (CNE) y de buena parte de los
docentes, fue también declarado en dos conferencias que tuvieron impacto en el ámbito educativo. A principios del
año, ese tema abrió la conferencia en el Ateneo de Buenos Aires del destacado educador Pablo Pizzurno, por
entonces inspector de enseñanza secundaria; a fines del año, luego del mensaje presidencial, lo planteó en las
conferencias doctrinales de maestros, el criminólogo y periodista Miguel Lancelotti, en ese momento también
docente en las escuelas del CNE. Otras voces disidentes con la orientación de la educación pública se sumaron a
éstas y, tras la proclamación del fracaso, apareció una fuerte crítica a la orientación seguida hasta entonces.

A partir de ese momento, el tema de la reforma educativa se instaló en la opinión pública e inició una etapa de
discusiones y cambios en los planes y programas que continuó durante la primera década del siglo siguiente. En lo
inmediato, las críticas determinaron la modificación de los nuevos programas elaborados en el CNE y aplicados
durante 1897 en sus escuelas primarias. Entre otras cuestiones, se revisaron los programas de historia e instrucción
cívica con el propósito de reducir contenidos e imprimir un mayor peso a los aspectos moralizadores. Ese cambio del
peso de los contenidos cívico-institucionales a los morales se afirmó luego en los programas de moral cívica -nueva
denominación impuesta por el ministro Naón en 1906—que adoptaron una concepción orgánica de la nación. Sin
embargo, las discusiones sobre la orientación que debía seguir la formación de los futuros ciudadanos, y que en 1898
produjeron la modificación de los programas escolares, se habían iniciado ya en los años anteriores.

¿Qué idea de nación se enseña en las escuelas?

Durante la década de 1890 estos debates se hicieron evidentes en las instituciones educativas, escuelas y colegios,
donde tenía vigencia una tradición que remitía en primer lugar a la Constitución y a aquellas leyes, como las de
ciudadanía e inmigración, que convocaban a todos los extranjeros de buena voluntad y establecían para ellos
amplias libertades y garantías. Esta tradición se reflejaba en los manuales de instrucción cívica. Por ejemplo, el de
Norberto Piñeiro para los colegios nacionales, publicado en 1894, enseñaba a los alumnos que la "nación es una
asociación independiente de individuos, que habitan un territorio, se hallan unidos bajo un mismo gobierno y se
rigen por un conjunto de leyes comunes". Para precisar esta definición agregaba a continuación qué rasgos no
formaban parte de ella:

No es necesario para que la nación exista que su territorio sea continuo y se halle circunscripto por límites naturales,
ni que los diversos grupos de sus habitantes hablen la misma lengua, profesen la misma religión, tengan iguales
costumbres y pertenezcan a idéntica raza. Tales exigencias explicaban el autor, no se comprenden, y basta observar
la composición de las naciones modernas para convencerse de que no tienen razón los escritores que las enumeran
(se refiere a territorio natural, lengua, raza, religión, costumbres) entre los elementos constitutivos de las naciones.
Esta concepción de la nación tenía vigencia no sólo en el plano normativo sino también en la orientación
predominantemente seguida en las instituciones educativas para la formación de los ciudadanos. Pero en los años
noventa del siglo XIX fue puesta en discusión.

La crítica a destacó la ausencia de rasgos espirituales aquellas "exigencias" indicadas por Piñero sobre la unidad de
origen y la unidad de lengua y se señaló especialmente su insuficiencia para formar el "alma'' de los jóvenes
ciudadanos y lograr de ello una adhesión más plena a la nación. Ésta se hacía necesaria por la existencia en la
sociedad argentina de influencias culturales extrañas que amenazaban contaminar el espíritu nacional. Estas críticas
tenían como punto de partida una idea muy distinta sobre qué era la nación.

La presencia de esos elementos extraños se volvía perturbadora para quienes identificaban la nación con la
existencia de una cultura homogénea, singular y propia, una personalidad histórica con rasgos que podían tornarse
híbridos y ser debilitados por elementos extraños a su ser. Para quienes compartían estas ideas, el fantasma de la
heterogeneidad cultural no solo amenazaba con impedir la realización plena de la nación, que dependía del vigor y el
desenvolvimiento de esta personalidad cultural, sino también con propiciar la fragmentación interior.

En el debate del proyecto de ley de organización de un Consejo Superior de Enseñanza Secundaria, Especial y Normal
en agosto de 1894, el diputado por Salta Indalecio Gómez sostuvo la preeminencia del origen y de la lengua como
rasgos constitutivos de la nación y "la necesidad de defender el alma nacional de toda contaminación del espíritu
extranjero". Sin negar la vigencia de la nación política, las palabras de Gómez afirmaron el predominio sobre ella de
otra idea de nación, definida por la unidad de la lengua, la verdadera y valiosa, la que debía ser defendida.
Identificando nación y patria, Gómez sostuvo:

“Hay dos conceptos de patria, señor presidente: la patria de los intereses, de las comodidades, de los negocios, la
patria comercial que se toma y se abandona como un traje de viaje; y otra patria: la de origen, la del lenguaje, la de
las creencias, alma mater de nuestros conocimientos, que imprimen el sello peculiar de la inteligencia y del carácter;
donde descansan los antepasados, de los cuales, quizá, alguno fue santo o héroe o sabio; la patria que no se olvida,
la patria que no se renuncia, que no se debe renunciar jamás.”

Por contraste con la patria de origen y de la lengua, la patria de elección, la patria voluntaria, se reducía a una
cuestión de mera conveniencia y quedaba subordinada respecto de aquella.

En consonancia con estas ideas, pocos días más tarde, en septiembre de 1894, Gómez y un grupo de diputados,
entre quienes se encontraban Lucas Ayarragaray, Marco Avellaneda y José M. Guastavino, presentaron un proyecto
para establecer la obligatoriedad del uso del idioma español en la enseñanza en las escuelas primarias, tanto
públicas como privadas. Los impulsaba la convicción de que la unidad del idioma, evidencia de la unidad cultural,
definía la nación y debía ser, en consecuencia, un rasgo ineludible de la formación de los ciudadanos. Se retomaba
una cuestión abierta en 1888 cuando se reclamó a las escuelas de las asociaciones de extranjeros que incorporaran
los contenidos mínimos obligatorios establecidos por la ley 1420, pero sin prohibir otros ni establecer el uso
exclusivo de ningún idioma en particular.

En 1894 se propuso, en cambio, una ley que prohibiría la enseñanza en cualquier otro idioma que no fuera el
español. El tratamiento del proyecto, que se postergó hasta 1896, originó una amplia polémica en la que se reveló la
existencia de un profundo desacuerdo sobre qué era la nación y cuáles sus rasgos constitutivos.

Sin negar frontalmente la vigencia de los principios de la Constitución, en el debate se sostuvo la inconveniencia de
las disposiciones "excesivamente liberales" que beneficiaban a los extranjeros; se afirmó la conveniencia de
interpretar la letra de la

Constitución y las leyes con "espíritu nacional", y se postuló la existencia de una nación superior, expresión de la
singularidad cultural -manifiesta en la unidad de la lengua, del origen, de la raza, de la religión- cuya pureza originaria
había que defender de los contaminantes extraños a su ser.

Ante los cambios expuestos por algunos políticos en el Congreso Nacional para delinear políticas de defensa de una
homogeneidad cultural manifestaban la existencia de una opinión que consideraba insuficiente el fundamento
constitucional de la nación. Ante los cambios operados por la sociedad argentina creían necesario apelar a un
fundamento trascendente, basado en rasgos como la lengua, la raza, y la tradición que se postularon
permanentemente y más allá de las contingencias humanas. Producía preocupación las consecuencias culturales y
sociales del rápido proceso de cambio que vivía la sociedad argentina.

Mientras el estado se organizaba y el gobierno se consolidaba, la sociedad parecía transformarse hasta sus
cimientos. Amplios sectores locales entendieron este proceso como parte del crecimiento de la nación y valoraron
además del incremento de la riqueza la diversificación de la sociedad y el enriquecimiento de su cultura por la
variedad de los aportes recibidos. Para otros, en cambio, el ascenso social y la extranjerización de la sociedad se
volvieron amenazantes. Sintieron que se destruía su viejo mundo, que el país se encaminaba hacia un futuro
inquietante y que un individualismo triunfante parecía avasallar las viejas pautas morales de la sociedad local.

Esta realidad preocupaba especialmente a quienes habían asumido la idea homogeneidad cultural de la nación. Sin
bien esto remitía a concepciones románticas ya existentes en la sociedad argentina, sus voceros no expresaban
meramente ideas residuales.

La heterogeneidad y la diversidad resultaban peligrosas, pues podían debilitar la nación. Estas imágenes sobre la
sociedad y la cultura se extendían también al campo político que en esos años adquirió características preocupantes.

La Revolución del Noventa abrió una etapa de amplia movilización que alcanzó a los grupos extranjeros, incluyó una
vasta campaña para su naturalización masiva y generó también la formación de nuevas agrupaciones, como la Unión
Cívica, la Unión Cívica Radical y el Centro Político Extranjero. Cierto temor por la rivalidad potencial que podían
presentar algunos grupos políticos extranjeros se expresó en el fantasma de una fragmentación nacional, y ésta se
vinculó con la movilización política de 1893 y el alzamiento de los colonos en Santa Fe.

Los inquietantes sucesos políticos se vincularon también con la necesidad de fortalecer los lazos sociales para
subsanar las carencias morales atribuidas al predominio del individualismo y el disenso egoísta. Para quienes hacían
este diagnóstico, los problemas demandaban una reorientación de la formación de los futuros ciudadanos en la que
los lazos que unían a los hombres con la comunidad adquirieran relevancia central. Más aún, estos lazos debían
tener un carácter ineludible y no depender de contingencia histórica alguna. Debían ligarse a un valor permanente,
como la raza, la lengua, la tradición, o trascendente, como el alma o el espíritu de un pueblo. Así, la pertenencia a
ese colectivo-nación otorgaría una condición de ciudadanía más plena.

Desde este punto de vista, si bien el sistema político vigente era criticado y las prácticas políticas condenadas como
espurias, ambos eran sin embargo parte irrevocablemente aceptada de la realidad de las naciones modernas. Esta
búsqueda de un fundamento en valores espirituales y trascendentes no alteraba las reglas del sistema político
formal, sino que le sobreimprimía otro universo de valores morales con el propósito de darle un cimiento más firme.
Parecía insuficiente el que se desprendía de las reglas del sistema político; éstas remitían a una representación social
formada por individuos iguales, donde los lazos sociales habían sido despojados de toda referencia al organismo
social. Eran sólo el producto de esa asociación de hombres.

Sin embargo, al postularse una nación trascendente se operaba un desplazamiento de lo legal a lo espiritual y
perenne. El orden legal, de índole histórica, y los derechos individuales a él vinculados resultaban desvalorizados y
subordinados. Quienes se opusieron al proyecto de la obligatoriedad de la lengua lo hicieron porque entendían que
cercenaba libertades y derechos de los ciudadanos establecidos en la Constitución.

Muchos advirtieron que el proyecto envolvía un riesgo mayor que el que intentaba combatir; amenazaba convertirse
en un peligroso paso inicial, y según Barroetaveña, en "una vanguardia oscurantista, reaccionaria en nuestra
legislación: porque tras la unidad del idioma se pedirá la unidad de la fe, la unidad de la raza''. Así, la proyectada ley
parecía el inicio de un camino de sucesivas restricciones tras la meta ideal de la homogeneidad cultural, una
concepción de nación dogmática, especialmente para una sociedad con aportes culturales tan diversos como la
Argentina. Barroetaveña creía que la política de constituir la "unidad nacional" por el camino de la unidad cultural
perjudicaba elementos virales de la sociedad, presentes en esa gran variedad, y buscaba "unitarizar la libertad de los
individuos" tras el mito de la unidad de la lengua. Otros eran los medios por los que la nación lograría atraer y afincar
plenamente a la población extranjera; para Barroetaveña se encontraban en "la garantía de la libertad a todos los
habitantes", en "leyes sabias y previsoras" y en una "administración de justicia honorable, rápida y barata". Éstas
determinarían las mejores condiciones para la vida de la sociedad y posibilitarían finalmente la grandeza de la
nación.

La verdadera ciudadanía es el patriotismo.

La defensa de los rasgos culturales de la nación marcó también la noción de ciudadanía. La idea del ciudadano
vertebrado por el patriotismo se superponía a la del ciudadano miembro de cuerpo político. El patriota parecía
encarnar una ciudadanía superior, capaz de una adhesión emocional profunda y una lealtad sin límites, y relegar los
otros aspectos a una mera formalidad legal. El predominio del ideal del patriota se puso de manifiesto en relación
con la discusión sobre la naturalización de los extranjeros.

La adquisición de la ciudadanía se consideraba deseable para la incorporación plena de los extranjeros a la sociedad,
el mejoramiento de la calidad y la ampliación de la participación electoral, y una mayor legitimidad del sistema
político en su conjunto.

Sin embargo, quienes sostenían una concepción cultural de la nación establecieron una distinción entre una
ciudadanía formal o exterior, aquella ciudadanía nacionalidad que se adquiría por la naturalización, y la verdadera, la
que expresaba un patriotismo supremo. La adquisición de la ciudadanía-nacionalidad era desvalorizada.

Más aún, se afirmó que la naturalización era, en realidad, la acción de un mal patriota que traicionaba a su patria de
origen. Esta idea, que Gómez planteó en 1896, ya había aparecido en un debate en el Congreso Nacional en 1890,
durante la campaña por la naturalización de los extranjeros.

En aquella ocasión, al discutirse el diploma del diputado Urdapilleta, se dijo que no se lo podía considerar ciudadano
a pesar de estar legalmente naturalizado; Urdapilleta no acreditaba un sentimiento verdadero de amor y lealtad a la
nueva patria pues conservaba lazos con la patria de origen. La acusación de estar en el ejercicio de dos ciudadanías
ponía de relieve el delicado problema que planteaba la doble condición de la ciudadanía-nacionalidad en ese
momento político y en esa época cuando no era raro el reclamo de sus ciudadanos por parte de los Estados-
naciones. A la vez, revelaba una idea defensiva de la nacionalidad que desestimaba la incorporación formal de los
extranjeros y devaluaba el procedimiento legal de adquisición. Es significativo que esta "singular" postura se
afirmara luego de la resistencia armada de los colonos extranjeros en Santa Fe, de la revolución radical y de la dura
represión que Je siguió.

Patriotismo verdadero y falso patriotismo

En quienes postulaban una concepción cultural de la nación, el patriotismo se convertía en el rasgo por excelencia
para definir la ciudadanía, si bien no era una cualidad valorada exclusivamente por ellos. Por el contrario, en esa
época era un rasgo particularmente estimado que todos los gobiernos procuraron alentar para afianzar la lealtad de
sus ciudadanos. Sin embargo, las características del patriotismo diferían notablemente de acuerdo con la
diversa índole de la relación establecida o deseada entre ciudadano y Estado.

La nación requería un patriotismo de singular cualidad, que no debía confundirse con el acuerdo entre individuos-
ciudadanos, pues era un sentimiento superior nacido de la pertenencia a una entidad trascendente. No era tampoco
una cualidad que se pudiera adquirir por medios racionales; el patriotismo no podía ser enseñado como otros
conocimientos, debía ser inspirado e involucrar el sentimiento.

La escuela ha extraviado su rumbo

Sin embargo, la marcha contemporánea de las escuelas públicas no seguía el camino correcto para formar a la
juventud en el verdadero patriotismo. En esta opinión basó Joaquín González un diagnóstico severo: la República
Argentina se encontraba entre las naciones que, poseídas por el vértigo de las riquezas materiales y de la lucha por
el progreso, habían dejado "languidecer las llamas vivas de las nobles pasiones originarias e ingénitas, bajo las
cenizas [ .. . ] de los impulsos utilitarios dominantes" que la encaminan hacia su decadencia. Era responsable de ello
"una educación incoherente, un aprendizaje improvisado, de costumbres exóticas, y un descaminado concepto de la
vida conjunta y nacional". Presagiaba el desastre y llamaba a analizar cuidadosamente si la educación argentina "no
va extraviada de este derrotero salvador supremo, y si en vez de elaborar el tipo nacional del porvenir, no se echan
los cimientos de otro innominado, amorfo o heterogéneo, que lleva en su sangre los gérmenes de la decadencia o la
degeneración mental, o sea, la muerte de la nacionalidad” No sólo era preciso un cambio en los aspectos patrióticos
sino también en la orientación y el carácter general de la educación.

Las criticas de Gonzales a la educación confluyeron con otras voces que en 1898 como se dijo antes, declararon que
la educación pública había fracasado en la Argentina. Fue un momento singular, en el que la orientación de la
educación publica fue seriamente objetivada por un conjunto de criticas que, si bien partían de diferentes puntos de
vista y proponían soluciones distintas, coincidían todas ellas en declarar su rotundo fracaso.

Roca, al iniciar su segundo mandato, afirmó en su mensaje inaugural que era necesario encontrar “las causas de este
desastre”. Se proponía hacer “una corrección exacta de la orientación” de la educación primaria. Esta debería
corresponder a la realidad argentina, ahorrar recursos del Estado y ofrecer el fruto de una población industriosa.

Hacia 1898, sin embargo, una parte significativa de los niños no estaba incorporada al sistema escolar. En la década
del noventa, el avance de la escolaridad y de la cantidad de escuelas se había vuelto mas lento que el incremento de
la población infantil, en gran parte debido a los recursos que esto había demandado se habían destinado a otros
fines. Esto sin embargo no fue entendido como un desafío para la expansión del sistema educativo sino como la
prueba del fracaso. Había en el desastre autoproclamado por el presidente un eco del desastre español y tras él
también los ecos de otros desastres que hablaban de la decadencia de las naciones latinas.

A principios de 1898, Pablo Pizzurno había sostenido: "la educación pública está pasando por un período de
desmoralización y decadencia desalentadoras que será, que es ya de gravísimas consecuencias para el progreso
moral y material del país".

Hacía responsable de ello a la orientación errónea manifiesta en los propósitos, contenidos y métodos de enseñanza.
Responsabilizaba también a los maestros que estaban "merecidamente desconceptuados" y creía necesario
moralizar y reorganizar las escuelas normales donde aquellos se formaban. De manera notable para un normalista
que se había formado en esas escuelas y era partícipe destacado en el desarrollo del sistema de educación pública
creado por la Ley 1420, Pizzurno criticó la escuela de entonces, una escuela donde "nuestros niños se educan peor,
muchísimo peor que en el tiempo del Cristo, de las lecciones de memoria [ .. . ] de la palmeta y del encierro".

Si bien el centro de las críticas eran los nuevos programas para las escuelas primarias aplicados durante 1897,
mediante ellos se involucraba el conjunto de la orientación de la educación vigente hasta entonces. Pizzurno objetó
en los nuevos programas, aplicados en las escuelas de la Capital Federa], el "exceso" de contenidos; en particular,
consideró inadecuados los programas de historia e instrucción cívica. Sus principales objeciones eran que se
pretendiera dictar esas materias en todos los grados, incluidos los infantiles, y que se propusiera enseñar contenidos
con cierta complejidad.

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