Cinco Historias de Terror para No Dormir
Cinco Historias de Terror para No Dormir
Cinco Historias de Terror para No Dormir
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Las tornas cambiaron cuando, en sus siguientes consultas, dos pacientes más
aseguraron haber visto al mismo hombre en sueños. El psiquiatra decidió
hacer copias del dibujo y enviarlo a varios compañeros de profesión. Meses
después, vieron que el número de personas que habían soñado con él no
paraban de aumentar y optaron por crear una página web en la que se
registraran todas sus apariciones. Los facultativos descubrieron que el
misterioso hombre se había colado en los sueños de cerca de dos mil personas.
El visitante nocturno
Leonor se mudaba de nuevo. A su madre le encantaba la restauración, así que
su predilección por las casas antiguas empujaba a la familia a llevar una vida
más bien nómada. Era la primera noche que dormían allí y, como siempre, su
madre le había dejado una pequeña bombilla encendida para espantar todos
sus miedos. Cada vez que se cambiaban de casa le costaba conciliar el sueño.
Santana creía que había sido maldito. Tiempo atrás, había encontrado el
cuerpo de una joven que había fallecido ahogada a orillas de los terrenos del
hombre. Empezó a convertirse en protagonista de episodios paranormales: oía
voces, pasos y el llanto de una mujer, por lo que decidió colocar muñecas por
la isla para ahuyentar el alma de la chica. Su obsesión llegó hasta tal punto
que pasaba las horas buscando muñecas en las basura y en los canales de
Cuemanco.
Santana falleció en 2001 cuando se encontraba a orillas del río, justo después
de comentarle a su sobrino que una sirena quería llevárselo. Ahora, el lugar se
ha convertido en un sitio turístico y las autoridades de la región se plantean
crear un museo para conservar las muñecas.
Desde entonces, algunos viajeros aseguran que al pasar por ese tramo unas
interferencias se cuelan en la radio y se oye una misteriosa melodía: el tarareo
de unas niñas.
El hombre agudizó los sentidos y redujo la marcha. En ese mismo instante, los
faros del vehículo iluminaron la figura de una chica que, empapada por la
lluvia, esperaba inmóvil a que algún conductor se apiadara de ella y la llevara
a su destino. Sin dudarlo ni un momento, frenó en seco y la invitó a subir. Ella
aceptó de inmediato, y mientras se sentaba en el lugar del copiloto, el chofer
se fijó en su vestimenta. Llevaba un vestido blanco de algodón arrugado y
manchado de barro. Por su pelo enmarañado, parecía que llevaba un buen rato
esperando.
Reanudó el viaje y empezaron una distendida conversación en la que la chica
esquivó en varias ocasiones la historia de cómo había llegado hasta aquel
lugar. Hasta que llegó el momento idóneo. Con una voz fría y cortante, le
pidió que redujera la velocidad hasta casi detener el vehículo. “Es una curva
muy cerrada”, le advirtió. El hombre siguió su consejo y, cuando vio lo
peligroso que podría haber sido, le dio las gracias. Ella, con voz cortante y
fría, le espetó: “No me lo agradezcas, es mi misión. En esa curva me maté yo
hace más de 25 años. Era una noche como ésta.” Un escalofrío recorrió la
espalda del hombre y erizó su piel. Cuando giró la vista hacia el copiloto, la
joven ya no estaba. El asiento, sin embargo, seguía húmedo.