Hombres en Tempestad
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Hombres en Tempestad
HOMBRES EN TEMPESTAD
Jorge Ferretis
Al pie de uno de aquellos árboles tan solos, hay un bulto, como protuberancia
del tronco, más oscuro que el color de la corteza. Pero aquel bulto es suave,
tibio. Es Tata José, envuelto en su cobija de lana, y encuclillado junto al tronco.
Viejo madrugador, de esos que se levantan antes que los gallos, y despiertan a
las gallinas dormilonas.
Antes de sentarse allí, junto al tronco, ya había ido a echar rastrojos a un buey.
Del mismo jacal se ve salir luego una sombra friolenta. Es el hijo de Tata José.
Llega junto al viejo, y se para, mudo, como pedazo de árbol. I Se entienden tan
bien los hombres cuanto más poco se hablan!
-¿Y se lo emprestó?
Se escucha entonces una voz de mujer. Y se dijera que tiene la virtud de animar
esculturas. Una vieja fornida, asomando por el hueco de la choza, grita su
conjuro: los llama a almorzar.
¡Almorzar! Los dos hombres acuden a sentarse junto a la lumbre. ¡Oh, aquellas
tortillas que se inflan, una a una, sobre el comal! Blancura que se adelgaza entre
las manos renegridas de la mujer, para dorarse luego sobre aquel barro
quemante. Y unas tiras de carne seca, que por unos instantes se retuercen entre
lo rojo de las brasas. Y unos tragos de café, de ese que antes de servirlo, se oye
burbujar en la olla. De ese que cobija a los prójimos por dentro. ¡ Aaah! Tan
calientito, que cuando lo sirven hace salir del jarro una neblina olorosa,
calientita y cobijadora también.
Ya más claro el día, salieron los dos de aquel jacal. Ciertamente, no habían
almorzado como para hartarse; pero llevaban los estómagos a medio llenar de
aquella agua de café endulzada; de maíz cocido, y hebras de carne con chile. Lo
suficiente para engañar a las tripas. Y hacerlas aguantar (aunque gruñeran)
hasta ya caído el sol. I Sus tripas 1 Ellas bien que se daban cuenta del precio del
maíz. Bien que se daban cuenta, por la parquedad o la abundancia con que la
mujer les echaba tortillas.
Tata José y su muchacho no tenían premuras, y menos aquel día. ¡Claro que no
hubiera sido posible negarle el “josco” al tío Jesús!
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Sol. Mediodía. El cielo estaba caliente. Pero allá, sobre la sierra del norte, se
amontonaba negrura. Tata José, con unos ojillos que le relumbraban entre
arrugas, quedó un momento contemplando, lejos, aquel amontonamiento de
nubes.
Pero sobre sus espaldas, un trueno hizo temblar los ámbitos, desdoblándose por
el espacio estremecido. Si el cielo fuera de cristal azul, aquel enorme trueno lo
habría estrellado. Y habría caído sobre la gente hecho trizas.
Pero el muchacho, atrás, se detuvo con un grito, señalando por una ladera,
abajo, donde se contorsionaba el río:
-¡ Mire, Tata!
Los que trabajaban al otro lado, ya no podrían vadearla. ¡Y las tierras del tío
Jesús estaban allá ¡
El viejo y su hijo bajaron al trote por las lomas. Sobre las márgenes del río, la
creciente comenzaba a arrancar platanares enteros. A los árboles grandes, les
escarbaba entre las raíces, hasta ladearlos, entre un estrépito de quebrazón de
ramas.
Lejos, al otro lado, se deducía que algunos hombres gritaban desde una lomita.
Agitaban los brazos y se desgañitaban, pero los bramidos de la corriente ya no
permitían oír sus voces.
El agua subía y subía. Ya hasta dos o tres jacales habían sido arrancados de las
vegas. Mujeres y gallinas, cerdos y niños, chilaban por todas partes.
Tata José y su hijo, corriendo hacia donde el río bajaba, llegaron jadeantes hasta
el paralelo de las tierras del tío Jesús. Allí, las vegas estaban convertidas en
inmensa y alborotada laguna.
El Tata y su hijo, como dos duendes desesperados, andaban todavía por el lodo
de las laderas, espiando sobre las aguas. De seguro la creciente habría
arrastrado a su josco.
Cuando el cielo se apaciguó del todo, era casi de noche. Y los dos duendes
angustiados, abrían más grandes ojos entre la penumbra.
-Nu hay nada-contestó el viejo desolado, con la camisa y los calzones pegados al
cuerpo, empapados en lluvia y en sudor. .
Pero de pronto, entre basuras y palos que flotaban, distinguieron una forma que
braceaba débilmente sobre las aguas.
-¿Será el tío?
- ¡Jesúúús!-gritó el Tata desde la orilla.
- ¡Tíioo!-asegundó el muchacho.
Braceando apenas, para no sumergirse, el tío sacudió entre las aguas la cabeza.
Movidos por igual impulso, antes que pensar en tirarse al agua para ayudar al
tío Jesús a ganar tierra, echaron a correr hacia el recodo.
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El cielo se había limpiado. Pero la luna tardaba en encender las crestas de los
montes.
Tata José, metido hasta las corvas en el agua, enronquecía entre la oscuridad,
gritando a su hijo y a su josco.
Allí amaneció, echado entre el lodazal, empanzonado de agua, con los ojos más
tristes que el común de los bueyes, y el hocico en el suelo. Ni siquiera gana de
pastura tenía. Inútil que el muchacho subiera a cortarle zacatón fresco.
Estuvo sin moverse toda la mañana, y Tata José quedó cuidándolo, encuclillado
cerca, dolorido Y quieto.
Después del mediodía, el animal con las patas temblonas, intentó levantarse. y
el viejo suspiró con alivio.
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Entre el caserío no acababan aún los comentarios sobre las pérdidas de cada
quien: uno, su chilar; otro, tres puercos y una muchachita. El de más abajo, sus
platanares llenos de racimos. Otro, su jacal y su mujer encinta. Aquel, su chivo
negro. El de más allá, un jarro sin oreja, donde guardaba dineritos.
Como si hiciera mucho tiempo que no se veían, en aquellos rostros ajados fulgía
un gozo fraterno, fuerte. Sus cuatro manos se asieron en un gran saludo.
El tío Jesús había ido a darle las gracias. Se las debía, por haberle prestado su
buey.
-Pos sí, porque yo y mi muchacho nos juimos a salvar a mi josco antes qui a ti..
Como qui un: cristino no cuesta lo qui un güey. ¡Yo ‘biera hecho lo mesmo! -
El tío Jesús, indiferente al cielo, sobre la tierra floja se volvía sociólogo. Y decía:
-¿Cómo?