Narraciones Líricas de Tomás Serquén Montehermozo
Narraciones Líricas de Tomás Serquén Montehermozo
Narraciones Líricas de Tomás Serquén Montehermozo
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NARRACIONES LÍRICAS
Libro de cuentos y poemas
Tumán
Chiclayo – Perú
2019
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Narraciones líricas
Autor-Editor:
Tomás Serquén Montehermozo
Dirección: Block Nº 10-01 - Tumán - Chiclayo.
1ra. Edición: Noviembre del 2019.
Tiraje: 1000 ejemplares.
Cel. 954921386
E-mail: [email protected]
ISBN Nº 978-612-00-4877-1
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú
Nº 2019 - 17780.
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Dedicatoria
Esta primera producción literaria
quiero dedicársela a toda mi familia,
empezando por mis padres:
Tomás Serquén Mendoza y María Montehermozo Quiroga.
De igual manera, a mis queridos hermanos
Juana Cristina y José Alonso Serquén Montehermozo.
Así mismo, a mi esposa Lourdes Chávarri Rubio
y a mis cuatro princesas como son:
Amanda, Gabriela, Ángeles y Sandra.
A mis suegros: Marita y Walter.
Mis cuñadas: Katty y Rosmery
Y, finalmente, a mis entrañables sobrinos:
Cristina y Daniel.
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Agradecimiento
Mi gratitud a Dios por guiarme en este hermoso mundo de
las letras literarias y permitirme conocer a grandes amigos como
Gilbert Delgado Fernández y Pedro Manay Sáenz, que
impulsaron y motivaron que estas historias que mi mente
dictaba sean llevadas a un libro. También, agradecer a mis
maestros universitarios que calaron en mí la chispa de un
humilde escribidor, durante mi paso por la Universidad Nacional
Pedro Ruiz Gallo, mi Alma Mater y actual espacio de trabajo
docente. Mi gratitud para Carlos Horna Santa Cruz, Milton
Manayay Tafur, Andrés Díaz Núñez, Néstor Tenorio Requejo,
Augusto Zorrilla Flores, Walter Marcelo Vereau, Oswaldo
Sánchez Antón, Salomón Díaz Campos, Juan Villalobos Rojas,
Iván Morales Huamán, Juan Carlos Granados Barreto, Abel
Ballena de la Cruz, José Wilder Herrera Vargas y Lady Lora
Peralta.
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Homenaje a dos grandes sacerdotes:
Rosendo Huguet Peralta y Amancio Varona Valdivielso.
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Leyenda urbana, anécdota, compromiso social
y didáctica en la ópera prima de Tóser
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protagonista desciende de un segundo piso y el inframundo está
poblado por estereotipos costumbristas donde la expresión “Que
se vaya al infierno”, dicha entre éstos, adquiere un sentido risible
puesto que, desde una perspectiva topográfica y moral, todos
ellos están en el infierno.
Ahí están los personajes que rayan en lo grotesco: don
Cañaris, nombre que nos podemos figurar como un metaplasmo
de cañazo, término que alude a una bebida alcohólica de
consumo popular. Doña Aleja, con rasgos de bruja mala de un
cuento folklórico. Y como dentro de ese mundillo y esa cultura no
puede faltar el apelativo, ahí está Felipe, el Cabezón, el verdugo
de las mascotas.
Reaparecen los códigos del miedo como viernes trece el
cual, aunque en otro calendario, está relacionado con el martes
13 de 1307 y el exterminio de los templarios. También los
aullidos de los perros que se atribuye a una respuesta de sus
cualidades sensitivas (debido a la excreción de la proteína
2HLQR en el mundo literario) afectadas por vibraciones
difícilmente captadas por el ser humano común.
La historia -entre categorías de la risa que bien merecen
un estudio aparte- se teje luego a manera de una moraleja donde
la satisfacción de ver al malo recibiendo su merecido confluye en
una paremiología de la sentencia: “Tal haces; tal pagas”. El final
bien puede reflejar la añoranza del propio autor y está
construida como una utopía que reivindica la idea de la
transformación del ser humano. El mal incontrolable termina
dañando emocionalmente a un ser querido, tal vez el único, y una
forma de resarcir esa acción negativa es abriendo el corazón para
todos: si no intento lastimar a alguien, no correré el riesgo de
lastimar a quien amo parécenos decir doña Aleja desde su
conciencia.
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Quien narra no puede estar relacionado con el autor. El
autor está oculto entre los personajes de la realidad ficticia en la
familia de la vivienda contigua. Lo identificamos por la niña
Marilyn, segundo nombre de Amanda, hija de TÓSER en la
realidad real.
Luego, notaremos en los relatos siguientes, una suerte de
vasos comunicantes que nos ofrece TÓSER al relacionar
situaciones y personajes que nos permiten entablar un diálogo
de intertextualidad interna. Así, en Mi amigo Felipe se advierte
una clara referencia al cuento La muñeca Alicia. Hallamos a Frank
en una etapa anterior de su vida en donde cuenta con 9 años. Esta
puntada entre textos se logra con las siguientes prolepsis:
“Cuando sea grande, ahí trabajaré. Me gustaría ayudar a las
personas con problemas mentales; pero eso será cuando sea
grande”, “Ten cuidado con esa muñeca. Camina sola por las noches
y asusta a los niños que no están bautizados…”.
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El relato Mi vecina Aleja también se enlaza con La muñeca
Alicia a través del personaje Frank. Esta primera pieza del libro
se va convirtiendo así en el genoma a partir del cual se gestarán
los demás cuentos. O, al menos, eso invita a suponer.
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guinda con una palomita blanca bordada en la manga derecha y
en el pecho”. Alusión al polo característico de la I.E.P. Amancio
Varona. La complejidad en la dinámica de la ficción entrelaza
autor-protagonista-personaje aludido.
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NARRATIVA
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La muneca Alicia
Cuento
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Era mi primer año de Internado como Médico Psiquiatra.
El primer día que llegué todo era tranquilidad. Se
escuchaba, apenas, el silbido del viento como si quisiera
apagar tenuemente una lámpara a querosene. Las plantas del
jardín, lentamente, danzaban al compás de las horas de un
antiguo reloj colocado en medio del largo pasadizo que
terminaba en la habitación número sesenta y seis.
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― Pero, el viento no estaba de mal humor como para
golpear tan fuerte la puerta ―repliqué.
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Me eché agua a la cara para que se me pasara el sueño y,
al dirigir mi mirada hacia la última habitación, no logré
observar nada. Solamente, el tubo de un fluorescente que se
prendía y se apagaba constantemente. Su parpadeo parecía el
ojo irritado de un tumaneño cuando la ceniza de caña de
azúcar se mete osadamente en el lagrimal. El silencio era
aterrador. Me encontraba solo en la Oficina de Psiquiatría. Los
pacientes dormían por el calmante que les administraban
antes del cambio de turno. De pronto, se escucharon unos
pasos muy a lo lejos... Pero, conforme avanzaban, se
escuchaban más cerca de mi oficina. Parecía el misterioso
ruido de un balde de lata que fuera arrastrado por el piso de
madera. Cerré la puerta de mi oficina y empecé a rezar la
oración que mi hermano, el seminarista, me enseñó. Los pasos
se alejaron por un momento; pero el fluorescente volvió a
parpadear. ¡Que no se apague, Diosito…!, ¡que no se apague!
Les pedí, también, a todos los santos que me protegieran. Cogí
el denario que mi enamorada me regaló para mi cumpleaños y
continué con mis plegarias; pero los pasos se acentuaron, cada
vez, con más firmeza hasta que se escuchó el chirriar de las
manijas de la chapa de la puerta, como si alguien intentara
abrirla. Fue demasiado tarde. Cerré la puerta; pero no había
presionado el seguro. La puerta se abrió muy lentamente. Yo
cerré los ojos. Mi piel parecía una gallina recién pelada; pero
con agua fría. Mis piernas estaban entrejuntadas en la silla y
sujetadas con mis manos. No quería conocer a la muerte en
vida. De pronto, sentí un aire muy frío que caló mis huesos; y,
cerca de mi oreja izquierda, una ronca voz que empezó a
susurrar mi nombre tenuemente:
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Me tiró un sopapo en la cabeza y mis ojos reaccionaron
nuevamente.
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La anciana, muy nerviosa, me miró. Arrugó la frente,
apuntó fijamente su mirada hacia mí y me dijo:
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― Tranquila, hijita; tranquila, mi amor… Todo va a estar
bien. Ya estoy aquí. Cierra tus ojitos que te voy a hacer dormir.
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Era el año de 1976 cuando mi Matilde tenía seis años de
edad. Fue su cumpleaños y su padre la sorprendió llevándole
una enorme caja envuelta en papel regalo. Mi Mati corrió
rápidamente y la abrió. Para sorpresa de todos, era una
hermosa muñeca Alicia. Esa muñeca era costosa debido a que
recién aparecían en el mercado. El pelo era rubio y ondulado.
Su piel, rosada y sus ojos, azules como el cielo. Su vestido
floreado tenía un estilo inglés. Algo más: uno podía cogerla
de la mano y, sin que tuviera batería o pilas como todo
juguete caro, la muñeca caminaba contigo. Tú dabas un paso
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y ella también lo daba. Tú te sentabas y ella también lo hacía.
Si la acostabas, cerraba sus ojitos. Y, si la sentabas o parabas,
los volvía a abrir.
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Mi esposo y yo bajamos corriendo del segundo piso. Los
felinos, en el techo, ronroneaban cada vez más fuerte. De
pronto, volteo a la derecha y observo que la muñeca Alicia
estaba sentadita como la dejábamos todas las tardes. Mi
esposo no entendió lo que estaba pasando. La arrastró hasta
conducirla al cuarto de Matilde y, luego, le dijo: ¿Quieres tu
muñeca? Pues, acá está tu muñeca. Duerme con ella y no
hagas tanta bulla que tu madre y yo queremos descansar. La
acostó a su lado mientras mi Matilde temblaba cubriéndose
totalmente con una sábana blanca. Mi esposo me miró muy
irascible y me pidió que subiera con él y que dejemos a Mati
en compañía de su dulce y encantadora muñeca. Yo no podía
dormir. A las pocas horas, bajé a ver a mi hija ‒apretó
fuertemente mi mano cuando me relataba esta parte de la
historia― y, al querer intentar abrir la puerta, ésta se atascó.
No se abría.
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Al amanecer, mi Matilde abrió sus ojos y comenzó a
delirar de miedo. Su perturbación desesperó a los médicos de
turno.
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El nuevo turno llegó y rápidamente ingresaron y
empezaron a saludar: Buenos días, doña Nachita. Dios me la
tenga bien protegida. Ya llegué, doña Nachi; que la Virgen me
la cuide. Hola, hola, Nachita… Dios la bendiga.
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La ventana
Cuento
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Fue un viernes trece cuando se escucharon los aullidos de
unos perros muy cerca de mi casa. Traté de no darle
importancia; pero el ronroneo de los gatos se unió para
perturbar más mi concentración y, como si fuera un coro
fúnebre, cada vez, el bullicio aumentaba. Para colmo, mi reloj,
desafinadamente, empezó a marcar las doce
campanadas anunciando que ya era media noche. Empecé a
rezar un padrenuestro; pero nada.
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Los cánidos, cada vez más, afectaban mi paciencia. Cogí
el crucifijo de plata que mi hermano, el seminarista, me regaló
y, muy cuidadosamente, traté de acercarme a la ventana. Para
mi sorpresa, frente a ella, tres perros miraban fijamente la
escalera caracol del segundo piso de mi casa. En el rostro de
los animales, observé tristeza y pesar como si alguien estuviera
a punto de despedirse de este mundo.
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Dirigí mi mirada hacia el viejo sofá que mi abuelo me
dejó de herencia y, debajo de éste, logré ubicar un machete. Lo
cogí entre mis manos y, trémulamente, decidí salir y
enfrentarme con lo que venga. Confiaba en el crucifijo de plata
que escondía dentro de mi estropeada camisa de seda. Pero, al
salir, me llevé la peor sorpresa de mi vida ya que los ladridos
aumentaron aún más. Mientras tanto, en el techo de mi vecino,
un gallinazo soportaba el frío de aquella noche como si
estuviera haciendo turno para un gran banquete. La mirada de
este carroñero también estaba dirigida a la escalera ubicada en
el patio de mi casa.
Volví a preguntar:
II
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le prohibía tener dentro de casa; pero Peluchín era mascota de
quien le daba de comer.
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― ¡Eh!... ¡Ah! ―exclamé.
III
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― ¿Peluchín? ¡Eh, vecino! ¿Ese no es Peluchín? ―me
interrogó.
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IV
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― ¡Ayúdenme, por favor, ayúdenme! ¡Por el amor de
Dios, ayúdenme!
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Nunca olvidaré aquella historia que, en una noche fría,
mi nieto me la hizo recordar mientras trataba de hacerlo
dormir en aquel viejo mueble.
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A mi amigo Felipe…
Cuento
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Siempre, miraba aquel hospital y decía, entre mí: “Cuando sea
grande, ahí trabajaré. Me gustaría ayudar a las personas con
problemas mentales; pero eso será cuando sea grande”. Por
ahora, todos están dormidos. Lo que pasa es que, ayer, fue
nuestro bautizo. Y digo nuestro porque fue también de mi
hermana que es un año mayor que yo. Ella ya cumplió diez
años y yo soy un año menor que ella. Nos bautizaron a muy
tardía edad; pero lo importante de todo es estar en paz con
Dios al recibir este importante sacramento. Nuestros padrinos
tiraron la casa por la ventana. Contrataron a tres músicos de
un lugar conocido como “La Esquina del Movimiento”. Solo
debieron tocar por cinco horas; pero, al parecer, la fiesta
estuvo tan buena que hasta la noche se puso a bailar y se olvidó
de ir a dormir.
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Aunque mi cabello quedó desigual por diferentes lugares
de mi cabeza. Parecía un césped mal podado. Mi inquietud
cesó cuando escuché el misterioso llanto de un cánido bebé.
Fui hasta la puerta de mi casa. Al abrirla, encontré una caja de
zapatos tapada con una tela blanca. Al retirar dicho trapo, que
más parecía blanco humo que blanco leche, observé a un
minúsculo e indefenso cachorrito. Era un perrito, muy canijo
porque sus deleznables huesos se notaban a la luz del tenue sol.
Lo abrigué y, sin pedir permiso en casa, lo hice ingresar como
si fuera un invitado que llegó a destiempo.
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― ¡Cómo! ―exclamó mi padre―. Y se tiró a las diáfanas
aguas de aquel cauce y me sacó.
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No se había percatado que me había ahogado. Mi padre
me hizo reaccionar. Él, como siempre, muy sosegado, no se
angustiaba. Me sopló tres veces la nariz y desperté. Pero una
de las niñas, con asombro, exclamó:
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Mi madre me hizo pasar a casa y cerró la puerta dejando
fuera a mi padre. Ella seguía angustiada; pero me llenaban de
ternura sus abrumadoras caricias y besos que anestesiaban mi
dolor. Le pregunté:
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Al llegar la noche, desperté y ya tenía tres puntos en mi
cabeza y un parche que cubría la lesión. Mi madre tuvo cuidado
al cortar el pelo de la parte lastimada; pero, como mi cabello
era largo, permitía disimular aquel parche que se convirtió en
mi primer trofeo de temeridad y también de desobediencia.
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Mi vecina Aleja
Cuento
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En esta oportunidad, quería contarles que mi sueño siempre
fue estudiar la carrera de Psiquiatría; pero no sería tan fácil.
Había que trabajar para eso. Mi padre se esforzaba y mi madre,
aún más. Hasta que me llegó la oportunidad: en mi colegio
estatal, me eligieron para integrar el grupo de violines, a pesar
que no tenía uno. Llegué corriendo hasta mi casa. Atravesé
pampas polvorientas que discutían con el viento y el bagazo de
caña de azúcar que, por las tardes, despertaba de mal humor y
se penetraba en tus ojos y garganta. Pero eso no importa. Corrí
como un pelele buscando a su madre.
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Así fue desde ese día hacia adelante. Cambiamos la
música clásica europea por la azteca. Ya no usábamos corbata
michi; ahora, sería un corbatín dorado y una chamarra al estilo
vaquero, muy ceñida a mi atlético cuerpo de adolescente
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bisoño. Mi pantalón tenía unos botones dorados que emulaban
el aurífero color del oro. Sin embargo, solo alcanzaba para
comprar de plástico. La situación económica no estaba de
nuestro lado.
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La presentación terminó a las dos de la mañana y
teníamos que regresar a casa. Para no dormirnos en el viaje,
nos poníamos a contar historias llenas de misterio y terror. No
sé si fue el frío o el miedo que calaba por mis huesos como
cuando te entra un hormigueo en la pierna y no puedes
controlar su efecto.
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Llegué hasta la esquina de mi casa. Ya había pasado lo
peor. Solo unos cuantos pasos y terminaría mi calvario. Pero
es aquí donde vino lo peor… Unos gatos empezaron a
ronronear en los techos agrietados por las incansables lluvias
que azotaban los veranos y por las autoridades que hacían caso
omiso a los pedidos de los pobladores. Y exactamente aquí, al
ingresar a mi barrio, mientras mis escandalosas botas hundían
y mezclaban la tierra con el bagazo, y mis botones de fantasía
brillaban con la luz de la luna; mientras mi agrandado
sombrero escondía mi rostro… es exactamente, en ese
momento, cuando mi vecina Aleja sale en bata blanca, con su
pelo canoso y despeinado, a sacudir unas viejas sábanas,
floreadas por los costados. Yo, al verla, no contuve mi
impresión y grité tan fuerte que las lechuzas se espantaron y
los gatos prefirieron irse.
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Desde la ventana, me atreví a husmear muy
sigilosamente. Los vecinos prendían sus luces e incluso uno de
ellos empezó a esparcir Agua de Florida con su boca. La
decrépita vecina se había desmayado en la puerta. Creo que
también se asustó. Mi vecino, el curioso del barrio, seguía con
más intensidad esparciendo con su boca y maldiciendo a las
lechuzas que empezaron a posarse en la antena de mi vecina.
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Eso me asustó más, pues yo no quería matarla de susto. Solo
fue casualidad.
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descansa al lado de Dios, un descanso que se merece ante tanta
explotación.
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Agua del techo
Cuento
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El imponente sol nos despertó muy temprano. Había
mandado a sus aliados zancudos para que no nos dejaran
dormir durante la madrugada. Y eso que mi vecina Aleja me
había dado excremento de vaca para que quemara por las
noches. “Ponle un poquito de alcohol y verás cómo prende y se
corren esos forasteros”. Así habló la voz de la experiencia.
Tenía muchas vacas, dinero y también la compañía de uno de
mis amigos de la música azteca, mi amigo Shego. Así le gustaba
que le digan y, aunque era veintiséis años menor que mi vecina,
vivía muy bien, vestía muy bien. Dejó el grupo porque ya no
tenía necesidad de trabajo.
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nuestra casa y filtre por nuestros deleznables techos
debilitados por los años y por el descuido de las autoridades.
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Siempre recuerdo a aquel abogado joven, obeso y feo que
quiso enamorar a mi vecina Rita, la más guapa del barrio. Era
la única que se ponía traje de baño para zambullirse en la
caudalosa, pero inocua acequia que, durante el verano,
cambiaba de color. Se ponía como la chicha de jora fuerte que
se toma para asentar el rico ceviche de caballa cuando se
amanece con flato. Así se teñía mi recordada acequia que, en
las épocas de verano, era irresistible como Rita. Pero eso no
importaba. Si Rita se bañaba, todos también nos metíamos,
incluyendo Felipe que, poco a poco, empezó a enamorarla.
Pero ella no le hacía caso. Mi amigo le extendía el brazo para
ayudarla a salir de aquel cauce. Y ella, desdeñosamente, se
negaba a darle su tersa mano.
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Nunca más llegó aquel orondo pretendiente a nuestro
humilde, polvoriento y olvidado barrio que era embellecido
por una ya adolescente y exuberante Rita. Ella había crecido y,
a pesar de la edad, seguía usando el mismo traje de baño, muy
ceñido a su cadera; ese traje que se ponía en los veranos de
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otrora para ir a zambullirse en la acequia que cruzaba mi barrio
y adonde, para llegar, había que cruzar aquella esquina donde
todos los muchachos esperábamos la hora exacta para
contemplar a la perfecta creación de Dios. Esta vez, sí consintió
que sea mi amigo Felipe el que la cogiera de la mano y se
adueñara de su corazón.
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Bala perdida
Cuento
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Esta vez, nos despertó un retumbante y ensordecedor sonido
que fugaba estrepitosamente de un caldero de la fábrica de
azúcar que se ubicaba en la parte contigua de mi añosa casa. El
cielo se veía gris y estaba a punto de desahogar con todos
nosotros.
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cualquier año y se vendió también más que cualquier otro año;
pero la mayoría seguía ganando lo mismo, mientras que la
minoría ya se había aumentado el sueldo e incluso se habían
comprado casas en todo el centro de la ciudad capitalina:
donde no llegaba el humo contaminante de los calderos
reparados al apuro; donde las casas eran de concreto y no de
adobe como las nuestras; donde el aire se podía respirar (no
como el de nuestro barrio donde la ceniza diminuta y esparcida
por el viento terminaba por generar enfermedades que te
hacían caer el pelo); donde una piscina reemplazaba a nuestra
leal acequia bautizada ‘La compuerta’.
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serviría de mucho. La intensidad de la lluvia era tan fuerte que
nos dio las cinco de la tarde, y continuaba.
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― Felipe, ¿has visto los patos? ―interrogó la mujer.
― Mamá, ¡qué importa! Déjalos que se bañen con el agua
de la lluvia. Ya regresarán como siempre ―contestó mi amigo.
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― Frank, tú da la última palanada―dijo el flaco
Panquita.
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nuestras casas, mientras movía sus manos como intentando
negar que lo peor se aproximaba.
― ¡Es del barrio! ¡Le cayó una bala y está tirado en la
pista! ―exclamó llorando y tapándose, con temblorosa mano,
aquella boca que siempre informaba al barrio, mi vecina Elena.
No cesaba de llorar porque alguien de mi querido barrio, de la
forma más inocente, había caído ya sin vida en aquella pista
que se usaba para reclamar justicia.
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LÍRICA
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PLAÑIR TUMANEÑO…
Tal vez, aún no entiendas
por qué hay tantos cascos negros
corriendo por tu hábitat de juego natural,
por qué se escuchan bombas
en vez de fuegos artificiales.
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CATARSIS…
Es difícil estatuir cuál de todos es el quid
que ha vuelto al hombre tan estoico en este mundo aletargado.
Ya no se amilana de nada; se ha vuelto escéptico a todo.
Ya no cree en el Elíseo ni le amedranta el orco.
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AHORA QUE YA NO ESTÁS…
Un barómetro…
para poder calcular
la presión atmosférica
que nuestros cuerpos encendían
cada vez que se veían.
Un anemómetro…
para poder calcular la velocidad
con la que el viento, raudamente,
con tu cabellera, se ponía a jugar.
Un odómetro…
para poder calcular
la distancia que ahora nos separa
(cuando nos encontrábamos,
nuestras almas actuaban desesperadas).
Un acúmetro…
para medir taxativamente
la agudeza de tu voz
cada vez que nos juntamos los dos.
Un altímetro…
para precisar
cuánta fue la altura
a la que nuestro amor ha podido escalar.
Un goniómetro…
para poder detallar
el ángulo perfecto que tomaban nuestros labios al besar.
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Un oftalmómetro…
para poder precisar
cuánta era la presión ocular
que mis ojos poseían, cada vez que lloraban,
porque a mi lado ya no podías estar.
Un tensiómetro…
para poder verificar
hasta dónde se llegó alterar
mi presión corporal
cada vez que te tenía que amar.
Un cronómetro…
para determinar el tiempo
que tendremos que esperar
para que libremente, algún día,
nos podamos amar.
Un higrómetro…
para poder calcular
la humedad que…
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LO PRETÉRITO
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REMEMORACIÓN DE INVIERNO…
Escribo no porque estoy solo
(como un eremita envuelto en la utopía
de amar algo vedado por el albur);
escribo porque…
quiero sentirte adyacente a mí.
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porque…
es hora de regresar a la lúgubre realidad
de saber que existimos en diferentes corazones.
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SUBREPTICIO PLAN…
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¿Recuerdas el bohío donde nos escondimos?
Fue el lugar apropiado para amarnos inocuamente.
Al final, fue una diana que nos despertó de aquel sueño
demente…
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REMINISCENCIA…
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¿Tendría sentido, acaso,
a un alienado quitarte sus sueños?;
¡a un dipsómano, quitarle su alcohol!
¿Tendría sentido?...
¿Tendría sentido acaso?...:
¡a la celotipia, darle confianza!
¡al clima gélido, sentirlo tórrido!
¡al tipo dandi, verlo desaliñado!
¡o, tal vez, sentir animadversión por alguien
a quien aún sigues amando...!
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PREFACIO DE AMOR…
Ella sonreía
y yo guardaba mutismo,
sin decir una sola palabra.
Mi respiración sufrió un vahído
por la emoción de verla.
113
Gracias, Dios, por dejar caer
a un ángel del cielo.
Que acompañe mi camino
bendiciendo, desde lo alto, mi destino.
114
VIVIR SIN AIRE DE AMOR…
115
CONCURRENCIA DE AMOR…
116
ÍNDICE
Dedicatoria / 5
Agradecimiento / 6
NARRATIVA / 17
La muñeca Alicia / 19
La ventana / 37
A mi amigo Felipe… / 55
Mi vecina Aleja / 64
Agua del techo / 73
Bala perdida / 82
LÍRICA / 95
Plañir tumaneño… / 97
Catarsis… / 100
Ahora que ya no estás… / 103
Lo pretérito / 105
Rememoración de invierno… / 107
Subrepticio plan… / 109
Reminiscencia… / 111
Prefacio de amor… / 113
Vivir sin aire de amor… / 115
Concurrencia de amor… / 116
117
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Ediciones e Impresiones Frías.
Diciembre del 2019.
Germán Erazo Calle.
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